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ArribaAbajoAviso tercero

Á donde se le avisa al forastero, que mire por qué calles pasea y los peligros que le pueden suceder pisando las que no há menester para sus negocios


Ha ponderado tan bien -prosiguió el Maestro- el peligro de las malas y ruines amistades don Antonio, que confieso que me deja satisfecho; mas supuesto que ya me encargué de hacer el oficio de guía y centinela fiel al forastero venido de nuevo á la Corte, antes que pase á darle mayores avisos, pues le he enseñado la posada y descubiértole el pecho de los amigos, quiero enseñarle las calles, que como cosas inanimadas, parece que no prometen peligro al que las pisa de nuevo; y para decir verdad, no es menor peligro el que trae á los forasteros en la Corte el pisar las calles que no han menester; bástales andar por las que les es forzoso, para ver á aquellos de quién penden, ó sus pretensiones ó pleitos y para acudir á la solicitud de sus negocios, sin distraerse por las demás; porque las calles pisadas en Corte, al que pisa las que há menester traen descanso al que le busca y provecho al que le desea; pero calles de Corte, pisadas del que no tiene necesidad de ellas, suelen acarrear unos gastos no deseados y otros disgustos no imaginados; y podríamos decir de estas calles al revés, lo que de la albahaca, que ella cuanto más pisada huele más bien y ellas más mal.

-¡Oh cómo habéis tocado una materia -dijo Leonardo- que la he deseado ver averiguada por algún hombre docto y versado en todo género de letras! De la albahaca he oído decir (y aun pienso que lo he leído) una cosa notable, que el olerla á menudo hace tanto daño al cerebro, que muchas veces ha causado espantosas enfermedades; pero lo que me admira más es lo que se cuenta de un hombre muy dado á criar y oler albahacas, que como padeciese tan grandes dolores de cabeza, que daba gritos y se volvía loco, viéndole los grandes tumores ó forma de lobanillos, que le iban creciendo entre la dura y pía mater, se resolvieron los médicos y cirujanos que le curaban, el abrirle la cabeza, y le hallaron abriéndole, una forma de animalejo como el escuerzo ó sapo, de que después el hombre á pocos días murió, conviniendo los médicos en que el continuo olor de la albahaca había hecho aquello.

-La verdad que eso tenga -respondió el Maestro- no la sé, ni si ello sucedió así ó no sé á lo menos dónde podéis haber leído eso, que será o en Jerónimo Cardano, en sus libros de Varietate rerum, ó en Juan Jacobo Vuequero, ó en Bautista Mizaldo, que no son autores de tanta verdad como vos pensáis, ni aun tengo por muy segura su doctrina: mientan ó digan verdad, ora pasase eso así ó no, lo que yo os podré afirmar es, que la albahaca de su naturaleza es intensamente fría, y cualquiera intensión de olor, mediante el sentido del olfato, en el cerebro ha de causar calor, y él, con la continuación, al cabo sequedad; y respecto de esto, no sería mucho, que como en la mitad de la canícula las gotas grandes de la nube, caídas de repente en la tierra seca, se convierten en sapos, se convirtiese en el cerebro esa misma continuación del olor y frialdad de la albahaca en lo propio, desecada la parte que recibe y abrasada la humedad, que juntas la frialdad y sequedad que es naturaleza de muerte, y la de ese animalejo ponzoñoso, dispuesta la materia á recibir tal forma, no sería mucho que naturaleza acudiese á introducirla y más en esas sabandijas, á donde no es necesario otro agente para engendrar su semejante. El doctor Juan Bustamante de la Cámara, catedrático de Prima de Medicina en Alcalá de Henares, un otro Aristóteles de nuestros siglos en materia de filosofía, tocó y enseñó esto maravillosamente, oyéndole yo la materia de generación y corrupción, pues tuvo Cátedra de Artes.

-¿El doctor Cámara el médico? -dijo don Antonio- porque ya sabéis que yo concurrí con vos en esos tiempos y oí el curso de Artes del doctor Valdivieso y no me acuerdo que el doctor Cámara el médico leyese el otro curso.

-Decís bien -replicó el Maestro- que habiendo perdido la cátedra el maestro Fructuoso por la Mancha, la llevó por esta tierra (que es el lenguaje de aquella Universidad) el doctor Cubillo, colegial mayor y natural de Sigüenza, que murió en el fin del tercer curso; y para leer el cuarto año, se opuso el doctor Cámara el médico y llevó cátedra.

-Ya me acuerdo, que así es verdad -dijo don Antonio- y el no haber leído más de ese año me deslumbró. Y volviendo á lo de la albahaca, digo que en toda mi vida la pienso oler ni dejar que se críe en mi casa.

-Yo sé -dijo el Maestro- á donde fué bien celebrada, porque fué tenida por símbolo de la virtud perseguida, y así en Italia ciertos académicos la tomaron por empresa.

-Pésame -dijo Leonardo- que os haya divertido tanto don Antonio con su pregunta y dificultad del albahaca, pues quería yo preguntar otra y temo enojaros.

-Mayor es mi paciencia -respondió el Maestro- pero sed breve que me dan gritos las calles de Madrid.

-Sólo deseo que me digáis -dijo Leonardo- pues fué vuestro maestro el doctor Cámara el médico, si es verdad lo que de él se dice, en ser tan agudo y tan discreto como publica su fama.

-Todo es poco lo que de él habéis oído para lo que él era: -respondió el Maestro- en filosofía no había quién no temblara de su argumento: su donaire era tanto, que pienso que le hizo daño para sus pretensiones: en Medicina no le vi demasiado de bien afortunado en curar, ni en la praxis de la obra, manos; pero en la profundidad de enseñar y saber lo teórico del arte, pienso que todos los que profesaron esta ciencia en su tiempo eran niños comparados con este gigante. Acuérdome á este propósito, que le sucedió una vez una cosa de mucha risa con un médico que vino desde Coímbra á verse con él. Arguyeron los dos en escuelas toda una mañana y concluyó muchas veces el doctor Cámara al portugués; y viéndose apretado el coimbricense dijo:

-Señor doctor Cámara, curando un tabardillo me quisiera ver con vuesa merced, que en esto de metafísica confiésole que no estoy tan adelante como vuesa merced, porque por allá no se lee.

-¿Luégo no leen allá metafísica? -dijo Cámara.

-No señor -respondió el portugués.

-Pues á Medicina sin metafísica -replicó Cámara- no la llame vuesa merced de aquí adelante Medicina, sino metamelecina.

Con que se salió el portugués de las escuelas, y fué diciendo á voces por aquellas calles diversas alabanzas de la agudeza del doctor Cámara; y pues otra vez la conversación nos ha puesto en las calles de Alcalá, tan cerca de las de Madrid, que con menos de media jornada que se camine se puede estar en ellas, prosigamos en la materia que tratábamos antes.

Con grande acuerdo determinó la antigüedad romana (como lo refiere Blondo en sus libros de Roma triunfante y Rosino en sus Antigüedades romanas) que en las calles de las ciudades populosas estuviesen los nombres de ellas puestos en las encrucijadas y esquinas, y los títulos de las artes y oficios que en ellas se ejercitaban y usaban, para que ninguno entrase por la calle que no había menester; hasta las fundulas que eran las calles sin salida, tenía castigo el que permitiese labrarlas y edificarlas, y los barrios y cuarteles de tal manera estaban edificados y repartidos, que ningún oficio, ni arte, ejercicio ni ocupación, tribunal ni templo estaba en parte que impidiese el viaje y camino del uno para el otro; hasta las entradas de los pórticos y puertas de las ciudades á que llamaban vías reales, tenían sus nombres y barrios, y vecindades de gente distraída, ó de gente principal, estaban diferenciados y distantes, y aun había penas, á lo menos perdía de su crédito y reputación la persona senatoria ó calificada, que entrase en los barrios que llamaban Sandalarios ó Sandalicos, por ser las sandalias una manera de calzado de que usaban algunas mujeres libres y fáciles, con que eran conocidas y diferenciadas de las graves y honestas, que hecho cotejo con el calzado de las mujeres de nuestros tiempos, es lo mismo que las chinelillas bajas y abiertas, llenas de cintas de colores que ahora usan estas mujeres de Corte y que la antigüedad griega no permitía usar á todas mujeres, como puede verse en Syndembruchio en sus Observaciones sobre Terencio, en Elío Donato, en Eufragio, gramático antiguo, y en Pedro Vitorio, en el libro 14 de sus varias Lecciones, cap. 15. Y pues (aunque no con esta distinción) todavía las calles de Corte luégo descubren é indican, qué manera de gente ocupa y habita aquellos barrios y casas, que las rodean y adornan, huya el forastero de no pisar las que no hubiere menester.

-Yo os diré á ese propósito -dijo Leonardo- lo que sucedió á un forastero de la Mancha en esta Corte, por arrojarse á ver calles en Madrid que pudiera excusar.


Novela y escarmiento quinto

Salieron de un lugar de la Mancha que se llama San Clemente, población de más de tres mil casas, dos hombres de razonable suerte y hacienda y de no malos entendimientos, la vuelta de Madrid á ciertos pleitos que tenían: ya que llegaban á la Corte, al salir de Villaverde encontraron echado cerca del camino un hombre de razonable hábito, tan parecido al uno de los dos manchegos, que se admiraron notablemente y el mismo que estaba descansando se admiró: preguntáronle que de dónde era, respondió que de tierra de Valladolid, de un lugar que se llama Mojados. Replicó el manchego (que le era tan parecido):

-Digno es de consideración el ver lo que nos parecemos vos y yo, que á no estar vestidos diferentemente, no hubiera quien no nos juzgara sino por un mismo hombre á entrambos; ya pudo ser, que pasando mi padre á Valladolid, tuviese ocasión de que la tengamos yo y vos de algún parentesco.

-¿De dónde sois vos? -respondió el que estaba en el camino.

-De San Clemente -replicó el que le parecía tanto.

-Ahora -dijo el del camino- me persuado con facilidad á que podemos ser parientes, porque según oí decir á mi padre, yendo á Murcia pasó muchas veces por ese lugar y pudo ser lo que vos decís.

-Bueno está -dijo el otro manchego- no es cosa nueva parecerse un hombre á otro: á Dios que os guarde.

-Antes -dijo el del camino- se me ha acordado en que me puede hacer merced este señor que me parece tanto: yo vengo de Valladolid y voy á Cartagena á llevar unos despachos de importancia; encomendáronme que diese una carta al que hace oficio de hermano mayor en los hermanos del Hospital de N.; con la priesa que llevo, olvidóseme de darla, estimaré mucho que la deis para quien va, que ya podrá ser, aunque valgo poco, ofrecerse en que servirlo.

-Eso haré yo de muy buena gana -dijo el manchego- que además de parecernos tanto, me tenéis ya obligado: de mi natural es hacer amistad y gusto á los que se quieren encomendar á mi.

Y tomando la carta y despidiéndose él, se fué la vuelta de Villaverde y ellos de allí á poco llegando á Madrid, se hospedaron en la calle de Toledo. El que tomó la carta en el camino, que era más inquieto de ánimo que el otro, dijo que no quería en aquellos dos días tratar de negocios y pleitos, y que pues en su vida había visto este lugar tan celebrado por fama en el mundo, quería verlo de espacio y gozar del modo de su sitio, de su numerosa población, y sobre todo de encontrar un caballo bueno y otro mejor, una mujer hermosa y otra más, que son los encuentros ordinarios que dicen que hay en estas calles de Corte (llamábase éste Méndez). No le pareció al compañero de hacerlo así, antes lo primero á que salió, fué á oír misa y á encomendarse á Dios, y á poner sus papeles en la mano de un relator y abogado. Vistióse Méndez de rúa, púsose muy galán, echóse no sé qué reales en la bolsa por lo que se le ofreciese y la carta del caminante para darla en el Hospital; y así preguntando por esta iglesia, se fué la vuelta de aquellos barrios; pero como no llevaba tanta devoción como su compañero, no preguntó primero por aquel Hospital, sino por la calle de las damas cortesanas. Viéndole aquel á quien se lo acertó á preguntar en buen hábito, le respondió así:

-Que vuesa merced sea forastero y nuevo en esta Corte, la pregunta se lo dice, pero en el hábito y en la presencia parece hombre honrado, y así no es á propósito eso que busca para el intento que lleva. Entrese por esas calles adelante, que hallará de esa mercadería tanta, que á pocas horas le sobre: esas cadenas y lazos por que pide, son de oro de candeleros y podríale salir la compra á la cara y aun á la salud que por eso lo barato es caro. Otra gente hay de más zumbido, que no sé por qué de unos años acá las llaman con cierto nombre que no me está bien decirlo, ellas se darán á conocer á pocos lances, eche por ahí los ojos.

-Con esto se fué Méndez algo corrido de lo que le había pasado con este cortesano, pero no por eso desistió de su mal propósito: fué discurriendo por diferentes calles, y al entrar de una, una mujer de razonable talle y cara no en mal hábito, le comenzó á cecear y llamar, volvió la cara, atendió á lo que decía, que era se llegase á su casa, que tenía con él un negocio: admiróle de que tan presto, no habiendo entrado en su vida en Madrid, hubiese quién le conociese; pero no mirando tanto en esto, cuanto en el donaire que la mujer mostraba, deseoso de parlar un rato y aun picado no poco del garbo, galas y buena presencia, se entró y admitió una silla, con que le convidaron. Sentóse la dama en un estrado que había de razonables cogines en una sala, cuyo adorno era de unos guadamaciles, al quitar cuando los pidiese su dueño: parecieron luégo en presencia del forastero un escudero, no de los que ahora se usan, que según son de mozos, no sé que estén tan bien como piensan á mujeres mozas, porque el de esta buena señora pasaba de la edad de los testigos de la inmemorial de estos tiempos, porque se arremetía á ochenta años, y una entre fregona y mujer de llaves. Preguntó Méndez á la señora de la casa, que qué mandaba de su servicio.

-Yo -dijo ella- señor, luégo que os ví os tuve por un don Pedro deudo mío, natural de Salamanca.

-Ni tengo don -dijo Méndez- ni en mi linaje hay hombre que se le ponga, ni en mi vida he estado en Salamanca: el don es el de vuestro donaire, que os doy la palabra que le tenéis notable: mirad si os puedo servir en algo, que aunque no soy vuestro deudo, soy un hombre de bien de la Mancha, que sabré agradecer el favor que me hiciéseis, porque á recibirlos y á recompensarlos de semejantes personas he salido de mi tierra á ver esta que piso, á donde hasta hoy jamás puse los piés.

-¿Que de la Mancha sois y tan forastero en la Corte? -respondió la dama.

-Buena tierra la Mancha -replicó Laynez- (que así se llamaba el escudero) buen pan, buen vino, buen carnero, pero de regalos, frutas y sobre todo de agua dulce, es pobre y necesitada.

-No tan pobre -dijo Teresa- (que era el nombre de la criada); yo me acuerdo haber pasado por San Clemente y Albacete, cuando el malogrado del capitán don García, siendo yo más moza y teniendo otra cara, gustó de que fuese en su compañía hasta Cartagena, llevando á embarcar una compañía de bisoños; y en verdad que podré decir que jamás he comido mejor fruta ni más en abundancia: era por el principio de otoño y en aquella ribera de Júcar en unos lugares que nos fuimos alojando, Alarcón, Villanueva de la Jara, Vara de Rey, Tebar, Pozo Amargo y otros que no me acuerdo: á fe de mujer de bien, que los melocotones que me sobraban, las habas crugideras ó colgaderas, los higos bujalazores, los membrillos ocales, las granadas agridulces y abrideras, que se podían poner por acá á la mesa del propio rey, y no faltaban de cuando en cuando los perdigones tiernos y los capones, que ellos llaman de cresta abierta, que no son mejores los cebados de por acá.

-Pesia á mí -dijo Laynez- señora Teresa vuesa merced gozó de la Mancha, llevando por galán un capitán tan valiente, que á trueco de que se desaloje y alce las posadas y pase de paso de un lugar á otro, le bailarán como dicen, el agua delante: yo, señora mía, cuando pisé la Mancha, iba por aquel testimonio que vuesa merced sabe que me levantaron, en la sarta de unos galeotes por mis pasos contados, caminando como los otros que iban y como yo no podía, á cuenta de una guarda, que lo podía ser del mismo demonio y de las vacas de Admedeb, que fingieron los poetas que guardaba Argos, que en descuidándose un hombre y pasando del pié á la mano para coger un racimo de uvas, ó una gallina desmandada, ó un cuarto no pedido de limosna, sino tomado antes que le pasase por la imaginación á su dueño darlo, nos molía á palos y nos libraba la ración en pesadumbres, durmiendo en el suelo y comiendo como de limosna. ¿Qué había yo de decir de Samanoha, señora Teresa? cada uno habla de la feria como le va en ella.

-Basta, basta, majadero desvergonzado -dijo doña Quiteria (que era el nombre de la dama)- la Mancha será muy buena tierra y basta ser este señor de ella, para que yo la juzgue por tal; dejádnos á solas que tengo que decir á este hidalgo.

Fuéronse los criados y quedáronse los dos: comenzó doña Quiteria á acariciar al forastero, pidióle no sé qué, hallóle más enamorado que dadivoso: viendo que por aquí no había sido bueno el lance, dió la vuelta á la hoja y como maestra del arte pelativa, ya práctica en el lenguaje de aquella bellaca vida, porque estas mujeres son como los bufones, que si no se ríen los que los oyen de las frialdades que ellos dicen, se desesperan; y si ellas no tocan dinero, ó por gusto ó por engaño, lo tienen por caso de menos valer: para traer el agua á su molino, y condenar en cien reales aquella inocente y manchega bolsa, mesuróse mucho, y fingiendo que se había enternecido, sacó un pañuelo de puntas de la manga, hizo que iba á enjugar los ojos de las lágrimas que no había llorado, y tras un grande suspiro añadió:

-¡Quién pensara de ti, doña Quiteria, que dieras la baja que hoy has dado! ¿Cuántos príncipes y señores hicieran esta casa de oro, si se les hubiera ofrecido una razonable correspondencia? No tengo estrella, fáltanme los caminos de las mujeres fáciles: una vez que me arrojé á descubrirme á un hombre por forastero, le hallo tan corto: yo, señor, os quiero decir verdad, casada soy y mujer de un hombre principal, que está aquí días há en cierta pretensión; va tan á la larga que como dice aquella copla vieja:


Engañando el día de hoy
y esperando el de mañana.

pasamos, pero tan mal, que ya no tenemos que empeñar ni vender, sino es lo que forzosamente se ha de conservar ó morir, un vestido de gala y otro de por casa, un razonable estrado y dos sillas de recibimiento, cuatro criados, un machuelo en que salga mi marido y una silla en que yo vaya á pagar visitas, todo esto tan forzoso como el comer; mal dije que en Corte la gente que nos corren obligaciones para las personas que saben quién somos, así habemos de vestir aunque no comamos así, quizá há dos días que en esta casa no se come sino fruta, por dar ración á los que conservan con servirnos la opinión de ella; hombre me habéis parecido de prendas; de cien reales tengo necesidad al presente; no quiero que me los deis sobre mi palabra; esta firmeza de oro pesa doscientos (y diciendo esto, se quitó una que traía al cuello) la cual quiero llevéis en este pañuelo de puntas por ser mío y estimarle yo: dádmelos sobre ella, que mayor confianza hago yo de vos que vos habéis de hacer de mí, que además de volvéroslos con la brevedad posible, esta casa tendréis llana cuando os quisiérades servir de ella y de su dueño, y con que digáis que sois de Salamanca y amigo de don Pedro mi deudo, tendréis libre la entrada y á mi por vuestra si sabéis callar lo que os espero servir.

Estaba Méndez enamoradísimo de la mujer; quisiera gozarla y no comprarla; pero juzgándose por dueño de ella, creyendo todas aquellas mentiras que le había dicho por verdades, y viendo que los cien reales no corrían peligro, pues ya tenía en las manos la firmeza y el pañuelo, metiéndosela en la faltriquera, y sacando el dinero y dándoselo, entre estas obras la satisfizo con estas palabras:

-Yo os confieso que cuando os vi, os juzgué por hermosa, mas no por quien sois: voluntad me debéis ya y yo á vos el favor recibido en haberos fiado de mí: la merced que me hiciéredes sabré servirla; el dinero que tengo será vuestro, ofreciéndose en qué emplearlo: no tomo estas prendas en resguardo del que os acabo de dar, sino en señal de la estimación que sabré hacer de ellas, por ser vuestras, en cuanto en mi poder duraren además de que me serán de consideración como lo son en el esclavo el hierro y marca de su señor, para ser conocido por suyo.

-Á este punto llegó Laynez, atalaya y centinela hecha á salir de semejantes sustos y sobresaltos, que habiendo tenido el oído puesto á donde acostumbraba, que era en el eco de la presa, y habiendo oído sonar dinero y entendiendo que era á menos costa de su ama, salió diciendo:

-Mi señor viene.

-Levantóse Méndez, fingió asustarse doña Quiteria, íbase á salir á la calle el manchego, cuando ella echándole mano de la capa, comenzó á dar voces y á decir:

-¡Justicia, justicia al ladrón, al ladrón que me ha robado!

-Á las voces y alboroto acudió todo el barrio y á vueltas de él un alguacil y un escribano (que parece que los unos se traían á los otros en las faltriqueras) quisiéronse informar de la causa y ella se adelantó y dijo: «Que ya sabían que ella era dama de Corte, que aquel hombre forastero había entrado en su casa como entraban otros, y que dejándola descuidar, burlando con ella, la había cogido una firmeza que tenía envuelta en un pañuelo de puntas en la manga, que le despojasen y mirasen». El pobre Méndez contaba la verdad á gritos cómo había pasado; pero la dama, como aquella que iba previniendo lo que había de suceder cuando le dió los cien reales Méndez, haciendo que los echaba en la manga, los dejó al descuido sin que él lo viese, caer en un panuelo en que los había atado, detrás de los cogines del estrado. Miraban el alguacil y escribano al forastero atribulado, halláronle la firmeza de oro en el pañuelo de puntas, miráronle á ella las mangas y no le hallaron los cien reales, con que haciendo de su malo bueno, echaron mano los corchetes del pobre forastero, y volviendo á ella sus prendas, le llevaron á él á la cárcel bien ignominiosamente, diciendo que era un grande ladrón y que no bastaba holgarse de balde sino robar á las pobres mujeres lo poco y malo que tenían. Puesto Méndez en la cárcel para abonar su persona y salir de ella, no fué tan á la ligera ni tan barato, que además de haberse quedado los cien reales por mostrencos, no le costase otros doscientos reales; digo, que á no probar tan bien quién era, las costas en que al principio parecía que le habían de condenar, más olían á galeras ó azotes que á reales. Esto es para que se vea á los peligros que se pone un hombre honrado buscando lo que no há menester y gastando el tiempo en lo que pudiera excusar.

-Notable ha sido el caso -dijo don Antonio- pero déjase Leonardo por decir si escarmentado Méndez de lo que le había sucedido con la cortesana, no se atrevió á ir á llevar la carta al Hospital.

-No hace al propósito para el escarmiento de las calles -dijo Leonardo- y por eso lo pasaba en silencio, que os prometo que por su camino es desgracia no menor que la referida, si bien esta es de risa y aquella es de lástima.

-En verdad -replicó don Diego- que nos la habéis de contar, con licencia del señor Maestro, que también hay sus peligros y no pequeños, en encargarse un hombre de lo que no le va ni le viene y más en tomar cartas cerradas, que ya yo he oído y leído desgracias notables, y de todo querría tener ejemplares y doctrina para escarmentar y aprender á vivir en el mundo que alcanzamos.

-Sea como mandáredes -dijo Leonardo, y prosiguió así:

-Á pocos días de cómo salió de la cárcel tan escarmentado Méndez, llevada una buena reprensión de su compañero, cuyo nombre era Ribera, desvolviendo unos papeles los dos encontraron con la carta que les había dado el caminante, para que la diesen en el Hospital al hermano mayor ó al que hiciese oficio de superior allí, y viéndola, dijo Ribera á Méndez:

-Harto mejor hubiera sido acudir á dar esta carta que no buscar, como dicen, cinco piés al gato y dar con quién os costó dineros y os pudiera costar honra.

-Pecados son míos -dijo Méndez:- ahora bien, ya he caído en la cuenta, más vale tarde que nunca, quiérome llegar á dar esta carta.

-Con esto salió para el Hospital, pidió por el hermano mayor, llevóle el portero á su celda y dióle Méndez la carta con la cortesía posible, refiriendo el cómo, y dónde, y quién se la había dado. Aquel padre ó mayor hermano estimó el cuidado y le mandó sentar en cuanto leía la carta, por ver lo que se le avisaba en ella: iba leyendo la carta y suspendiéndose el hermano mayor, y á cada renglón que leía miraba á Méndez de los piés á la cabeza una y muchas veces, que vista la dilación y como no le despedía, dijo:

-Padre, yo dejo el compañero en la posada esperándome, tenemos negocios á que acudir juntos, pierdo tiempo y hágole mala obra; si acerca de esta carta hay que acudir y yo puedo hacer algo que sea de provecho en servicio de vuesa caridad, yo volveré por acá mañana y si se espanta y hace cruces de que me parezca tanto al hombre que me dió la carta en el camino, lo mismo hice yo cuando le vi á él la primera vez.

-No es eso -respondió el Hermano Mayor- de lo que me santiguo y espanto; espérese y tenga un poco de paciencia, que luégo lo verá.

-Y con esto, llamando al portero y hablándole al oído, de allí á poco espacio entraron hasta diez ó doce hermanos y cerrando la puerta de la celda, les dijo el Hermano Mayor:

-El que ven presente en hábito seglar es el hermano N. que ya saben que há ocho años que anda fuera de la obediencia distraído y perdido por el mundo; véanle la cara que es la propia, la habla y el talle. Esta carta es del hermano mayor del Hospital de la Ciudad de N.; dice que no le quiso castigar compadeciéndose de él, me le remitió á mí: vuesas caridades vean lo que les parece que se haga, para que sea más en servicio de Dios y honra del hábito el camino mejor y más suave para ganar esta alma perdida.

-Méndez se levantó impaciente y daba voces, diciendo cómo había pasado la verdad del caso, y cómo había tomado la carta, y que aunque era tan semejante en rostro, talle y en todo al hombre que se la dió, si aquel hombre era el hermano huido que ellos decían y afirmaba la carta, la culpa estuvo en el que se la dió, que él con buen celo la tomó y por hacerle buena obra; pero no era el hermano que la carta decía, sino hombre natural de la villa de San Clemente en la Mancha, con casa, hijos y hacienda, y que de esto daría bastante información; pero viendo que nada bastaba, queriendo salirse por fuerza, los hermanos, por mandado del superior, con el menor ruido y escándalo que se pudo, persuadiéndose que era el hermano N., le quitaron las armas y el vestido de seglar, le raparon la barba y le dieron una muy buena disciplina, y después de haberle dado una gran reprensión le echaron en el cepo.

-El hombre perdía el juicio, daba voces y fué tanto lo que dijo é hizo, que de común acuerdo de todos, se llegaron dos de aquellos hermanos a la posada donde decía que estaba su compañero, y le contaron el caso y le trajeron á su presencia: así como vió Méndez á Ribera, comenzó á levantar más la voz y á decirle:

-¿Qué os parece de la crueldad que se ha usado conmigo, por haber tomado aquella carta? ¿no me conocéis? ¿no sabéis quién soy?

-Á que respondió Ribera, no pudiendo contener la risa:

-Vos estáis tal, que no os conozco.

-Y volviéndose al Hermano Mayor y á los demás, les dijo la verdad de quién era Méndez y el cómo había venido aquella carta á sus manos, y reprendió el desalumbramiento grande que se tuvo en no informarse primero bien antes que llegaran á hacerle el agravio primero que le hicieron. Pidiéndole perdón los hermanos, volviéronle sus vestidos y dejáronle ir libre; aunque él iba tal de impaciente y ofendido, que á no reportarle y consolarle su amigo y compañero, no sé en qué parara: últimamente hubo de prestar paciencia y estarse más de un mes encerrado en la posada, hasta que le creció la barba; pero luégo que se vió de modo que pudo salir en público, dió priesa á acabar los negocios, y saliendo de Madrid juró de jamás volver á él, escarmentado de las desgracias que en él le habían sucedido.

-Paréceme -dijo don Diego- que en Madrid en todo hay peligro, en las calles y en las cartas.

-Ya lo veréis ahora -dijo el Maestro- en los avisos que os restan por oír.






ArribaAbajoAviso cuarto

Á donde se le avisa y aconseja al forastero, que mire en qué manos da y en qué manera de hombres pone la solicitud de sus negocios


En las repúblicas grandes, en las Cortes de los príncipes y monarcas, siempre ha habido hombres sobrados y ociosos, de cuya ociosidad resultan notables daños; y así en todas edades y en todas naciones, siempre se ha procurado instituir leyes y publicar sanciones y pragmáticas, para remediar los daños que acarrean y traen consigo en las Cortes y poblaciones grandes este género de gente ociosa y vagamunda. Diodoro en el libro segundo, en al cap. 16, y Herodoto en el libro segundo dicen, que Amasis rey de los egipcios, mandó bajo de graves penas, que todo género de gentes de cualquier estado y condición que fuese, en cierto tiempo del año hiciesen muestra del ejercicio y ocupaciones en que pasaban la vida; donde no, fuesen castigados gravísimamente: ley tan bien recibida que Solón la tomó para sus atenienses y la usaron los sardos, como lo refieren Bartolomé Casaneo en su Catálogo de la Gloria del Mundo, parte 11, consideración 1, y Eliano en el de Varia Historia, lib. 1, cap. 10 y Julio Pollux en el lib. 8, dice que los lacedemonios tenían particular tribunal para castigar tal manera de gente; y de Catón Censorino se refiere que era tan grande castigador de la gente ociosa y perdida, que en viéndole entrar por la plaza de Roma los oficiales que estaban holgando, se ponían á trabajar y los que no tenían oficio huían. Y verdaderamente es de grande consideración y momento, que los jueces y gobernadores de repúblicas grandes pongan especial desvelo y hagan particular pesquisa de cómo se vive y en qué se entretiene esta gente sobrada; ni hasta hallarlos con unos oficios que más sirven de máscara y sombra para sus vicios y costumbre, que de oficio para sustentar la vida humana. No quiero hacerme censor y reformador de una república tan concertada como la nuestra; pero licencia tiene un hombre que está enamorado de una mujer, aunque fea, para decir que es hermosa á sus ojos, que como diga á sus ojos, está disculpado: buen celo me lleva, ya puede ser que yo me engañe; pero en oficios no muy necesarios y en ocupaciones no muy importantes para la república, no dejara hombre que no examinara mucho, por lo menos no había de haber quien no tuviera de cincuenta años arriba, para que le permitiera ocuparse en oficios sobrados y en distraerse por las calles; porque de estos que sobran, á donde viven salen infinidad de acciones exorbitantes y demasiado licenciosas contra sus superiores: estos de ordinario son los tumultuosos, los revolvedores, perturbadores de la paz universal, incitadores y promovedores de las pendencias: estos son los sediciosos, los que sirven de jurar lo que no saben, ni jamás vieron ni oyeron: estos ya son rufianes, ya son ladrones, ya engañan, ya embelecan, allí manchan horas, aquí chupan haciendas; y aun tal vez y muchas, son quien ha fomentado los motivos y comunidades, y aun han dado con alguna monarquía en tierra, y por tenerlos por tan perniciosos, aun en nuestros tiempos, por leyes de estos reinos se da facultad á cualquiera, para que pueda prender al vagamundo y al rufián, como se puede ver en la Nueva Recopilación de las Leyes, leg. 1 y 4, lib. 8, tít. 11. Y pues hemos de hacer guía fiel al nuevo cortesano que viene á pretender y negociar, sea el cuarto aviso que le damos, que huya de semejante gente, y mire y examine mucho en qué manos pone sus pretensiones, la verdad de sus negocios, la justicia de sus pleitos y la solicitud de ellos.

-Perdonadme -dijo don Antonio- señor Maestro, que se me ofrece que dificultar en eso: En la Corte no puede abogar el que no tenga licencia para ello del real consejo: en la Corte hay número de secretarios de los consejos, que se llaman escribanos de Cámara, y del mismo consejo hay contadores y número de ellos, hay escribanos de provincia y número de ellos, hay relatores y número de ellos, hay procuradores y número de ellos; sólo en solicitadores podría padecer engaño el forastero y así será bien que examine y mire de qué agente fía su pretensión ó negociación y de qué solicitador su pleito.

-Así lo entiendo yo -respondió el Maestro- porque todo eso otro es muy superior y no puede haber en ello engaño; pero en esto de solicitadores y agentes, hemos visto algunas mentiras y algunos dineros mal llevados y aún algún tiempo mal entretenido y más mal gastado, que es lo peor.

-En gente cuerda -añadió Leonardo- de razonable discurso, pocas veces caen semejantes engaños; ya no se usan bobos, ni aun hay hombres tan necios, que dén su dinero sin saber por qué lo dan ni á quién se lo dan, y si alguna vez ha sucedido algo de eso ha sido a gente miserable y avarienta, que por no dar cuatro reales á un solicitador conocido, acuden á unos baratillos de hombres ignorantes, y que en su vida supieron las puertas del estudio del abogado más nuevo en Corte, que á trueco de un real que les dén, se atreven á la ciencia que no saben, y á la práctica que no entienden. Es lo que sucedió al labrador de mi tierra con un voto que había hecho á San Blas.

-No sé qué me he oído de eso- dijo don Antonio- por vida de Leonardo, que nos lo contéis mejor.

-En mi tierra -dijo Leonardo- cayó un labrador enfermo, de mediana hacienda y capacidad: era la enfermedad de esta que los médicos llaman angina y el vulgo garrotillo. El labrador vió su garganta muy apretada, dijéronle que tomase devoción con el señor San Blas, obispo de Sevaste, y se ofreciese á él, que había Dios hecho muchos milagros por la intercesión de este santo, en algunas personas que se habían visto apretadas de esta enfermedad, y que por su intercesión (á lo que se podía entender piadosamente) les había dado Dios salud. El labrador, que le pareció bueno el consejo y deseaba verse sano, no sólo tomó devoción con el Santo; pero le prometió que si se veía con salud entera, le haría una imagen de bulto de todo relieve y un nicho ó arco á forma de altar, á donde le pusiese en una de las paredes de la iglesia. Cobró salud y viéndose sano y obligado á cumplir el voto y promesa hecha, hacíasele de mal, porque le pedían por hechura de la una imagen como él la prometió, de treinta á cincuenta escudos: hacíasele caro el cumplimiento de la promesa y andaba por los talleres de los ensambladores y escultores de los pueblos grandes y ciudades circunvecinas al mío, si había quien le vendiese un San Blas traído, porque no le quería nuevo que era muy caro. Reían todos la extraordinaria petición y celebraban la nueva demanda, juntamente con la miseria y avaricia del labrador, pues se veía nacer de ella semejante deseo de comprar barato y hallar lo que no podría ser. Con todo eso vino á su noticia, que en cierta villa habían deshecho un retablo de una iglesia vieja para hacer uno nuevo: acudió allá y acertó á hallar una figura de San Blas antigua, que se la dieron por dos ducados, con que volvió contentísimo: como era tan miserable, no se contentó con este ahorro, sino que cuando llegó á hacer el nicho y arco donde había de poner la imagen, también le pareció mucho lo que le pedían los albañiles y carpinteros, y él propio por sus manos trajo una escalera y un pico, y abrió un pedazo de pared de la iglesia en alto y revocándolo con un poco de yeso bien á lo tosco, subió la imagen del santo arriba y la puso allí harto indecentemente: iba bajando la escalera sin mirar á la imagen, y como él no entendiese el arte y oficio que había hecho, y quedase la base desigual y la imagen mal asentada, antes que él acabara de bajar toda la escalera, cayó sobre él y le dió en la cabeza, haciéndole una muy grande herida tan peligrosa, que el labrador estuvo muy á punto y peligro de perder la vida, y le costó la cura y enfermedad más de doscientos ducados, que no le costara la mitad si hiciera la imagen y el nicho como se lo había prometido al Santo: que esto tienen los dineros de los miserables y avaros, que por donde piensan ahorrarlos, los gastan; que es el alma de la sentencia de nuestro proverbio castellano antiguo: El dinero del mezquino, dos veces anda el camino.

-Donoso estuvo el labrador -dijo don Diego.

-Pues para que veáis -replicó el Maestro- cuánta verdad tenga lo que os iba diciendo de que hombres embusteros sobrados, que andan en esta Corte con nombre de que solicitan negocios, median y tercian, tienen favor con personas poderosas, siendo todo esto mentira, con todo eso se atreven á sacar dineros de los recién venidos negociantes y pretendientes: oíd lo que contó persona á quien se debía dar crédito, que le había sucedido á un buen hombre de tierra de Zamora que vino aquí á un pleito.


Novela y escarmiento sexto

Llegó á Madrid un labrador de tierra de Zamora en prosecución de un pleito, el conocimiento de cuya causa tocaba al Consejo Real de Hacienda. Era hombre no de mucho dinero, veníase por sus pasos contados y traía los procesos que no eran pequeños, en unas alforjas que también venían sobre sus hombros. Al entrar que entró por la puerta de Segovia, llegáronle dos hombres vestidos de negro y preguntáronle que qué papeles eran aquellos; á que respondió que eran unos procesos en razón de un pleito que se había causado en su lugar, sobre el arrendamiento de las alcabalas reales, y que se había de presentar ante uno de los secretarios del Real Consejo de Hacienda de su majestad, y que por ser él persona á quien tocaba por haber hecho unas fianzas de la seguridad de los papeles se le habían entregado y venía en la prosecución del pleito á Madrid.

-¿Habéis venido á esta Corte? -le preguntó el uno.

-No señor -respondió el Labrador- ni aun ahora quisiera venir, que no soy muy amigo de pleitos.

-Bien se os echa de ver -respondió el que se lo había preguntado- pues habiendo mandado poner su majestad tan rigurosas penas para los que vinieren á pleitos á esta Corte y no se registraren ante el Mequetrefe, os entrábades sin hacer caso de quebrantar esta nueva pragmática y ley, por lo cual, además de haber incurrido en doce mil maravedís para la Cámara, habréis de estar treinta días preso.

Y con esto hicieron muestras de quererle llevar asido. El pobre labrador comenzó á temblar y á hincárseles de rodillas y á decir que por amor de Dios se doliesen de él, que había cuatro días que caminaba á pié, cargado de aquellos procesos y que por no llegar al dinero, que traía para dar al solicitador, al procurador y á los demás, no había comido en todo el camino sino pan y uvas y unas bellotas que había cogido de unas encinas en un monte: que él no había oído decir aquel oficio de mequetrefe jamás, ni sabía de tal registro, que si hubiera venido á su noticia que al llegar á la puerta registrara los procesos ya advirtiera al señor Mequetrefe ó á sus oficiales, para que se escribiera en el registro el pleito á que venía: que ya el yerro era hecho, que mirasen cómo se podía reparar de modo que él no entrase en la cárcel, y advirtiesen que él no había pecado de malicia sino de ignorancia, que se hubiesen piadosamente con él, que él lo quería servir. Confirieron entre los dos lo que en esto se podía hacer buenamente y el uno de los dos hacía muchas piernas, mostrándose muy enojado, á quien el otro parecía rogar, pidiéndole se doliese de aquel pobre hombre; á que replicó el otro:

-¿No sabéis que si se sabe esto nos castigarán á nosotros? ¿Para qué se publican las pragmáticas nuevas con trompetas y atabales en la Corte y en las ciudades cabezas de reinos, sino para que venga á noticia de todos? Lo otro, si vos y yo que estamos puestos por guardas de aquesta puerta por orden del señor Mequetrefe, no ejecutamos á los que se entraren sin registrar ni cumplimos con nuestros oficios fielmente, no podemos llevar con buena conciencia el salario que se nos da por esta ocupación.

-Ahora yo os pido -dijo el que parecía mostrarse más piadoso- que pasemos y disimulemos con este Labrador, que me parece hombre de bien y sencillo, que en él no ha habido género de malicia ni desacato contra los mandamientos reales; antes si él lo supiera me persuado yo que se hubiera registrado como obediente á las justicias de su majestad, á ley de buen cristiano y buen vasallo.

-Jesús señores -dijo el Labrador- pondré yo no una vida sino mil que tuviera, por no enojar á los monasterios de su merced, del señor rey.

-Ministros querréis decir -dijo el que hablaba con él.

-Ministros ó monstruos -replicó el Labrador- perdónenme que de turbado no sé lo que me digo; háganme á mí este servicio, de que no me lleven á la cárcel, que yo les prometo de hacerles merced en que ganen muchos dineros con el aprovechamiento del registro del señor Mequetrefe, porque lo avisaré en toda mi tierra á cuantos pleiteantes vinieren y todos registrarán sus pleitos ó procesos, y miren, más valen dos en paz que ocho en guerra; ven aquí un real de á ocho como un hueso, déjenme ir con Dios, que él sabe lo que se pasó para trocallo de cuartos en plata.

-Riéronse mucho de esto los que le tenían asido, lleváronle hacia una callejuela angosta, entráronle en el portal de una casa y allí le desvalijaron, y hallaron que en todo su poder no había sino ocho ducados; y después de muchos dares y tomares que hubo entre los tres, y que el Labrador entendiendo que ya estaba en las manos del verdugo y en la horca, se remitió á todo lo que en ellos quisiesen: por bien de paz, de los ocho ducados le llevaron los seis y le dejaron los dos, uno para que comiese y otro para que diese á buena cuenta al solicitador del pleito. Con esto le dejaron y él se fué derecho á casa del solicitador, de quien traía nombre y una carta de justicia y regimiento de su pueblo, y hallándole en su casa, le entregó la carta y los procesos: ofrecióse el solicitador de hacer la diligencia, pidióle dineros para el procurador y letrado, á que respondió el labrador, dándole una docena de reales:

-Señor, perdone su merced, que no doy ahora más porque no puedo más, yo escribiré á mi casa y lugar, para que me envíen dineros, que bien proveído venía yo, sino que los mostruos ó ministros del Mequetrefe me cogieron en la puerta y me llevaron seis ducados, porque no registré los procesos y no he tenido á poca dicha haber escapado de sus manos sin estar en la cárcel treinta días y pagar los doce mil maravedís, en que me parece están condenados los que no registraren sus procesos, parte para la Cámara y parte para el señor Mequetrefe.

-¿Qué diablos de mequetrefe ni qué registros -dijo el Solicitador- son los que decís? ¿hermano, venís en vos?

-Señor -volvió á responder el Labrador- la verdad es la que digo, seis ducados me han llevado para el señor Mequetrefe en la puerta de la puente de Segovia; -y prosiguiéndo adelante, le contó todo lo que le había sucedido con aquellos dos hombres.

-¿Conoceréislos vos? -dijo el Solicitador.

-Sí por cierto -le respondió el Labrador- porque como me llevaban mis seis ducados, se me iban los ojos tras ellos. Por amor de Dios, que se dé noticia de este oficio de mequetrefe y se sepa en todos los lugares, porque no habrá forastero que venga á pleito que no se entre sin registrar, é incurra en las penas y le cueste su hacienda á cada uno.

-Callad, que sois un necio -le respondió el Solicitador- que no hay oficio de mequetrefe ni mequetrefa; esos serán algunos grandes ladrones vagamundos, que conociendo de vos que érades un asno, os echaron esa zancadilla contra bolsa y os estafaron á lo socarrón en esos seis escudos: venid conmigo, que esa no es burla para que se pase en silencio.

Fuése con el Labrador, dióse parte á la justicia, anduvo el nuevo oficio del mequetrefe celebrado con mucha risa por los escritorios y entre los hombres de negocios; pero aunque más diligencias se hicieron, los ladrones jamás pudieron ser habidos, el Labrador se quedó sin sus seis ducados y con el diablo del oficio del mequetrefe se comió, en más de dos casas de conversación por algunos días, y aun se lo atribuyeron á algunos que decían que no les venía mal, aunque corriéndose de ello; porque no parase en mayor pesadumbre, se hubo de poner perpetuo silencio al nombre de mequetrefe.

-Ese Labrador -dijo don Diego- era demasiado mentecato, ni esos estafadores ó ladrones se atrevieran á otro que á él.

-No tenéis que decir -dijo el Maestro- que hombres de esta manera han hecho en esta Corte pesadísimas burlas á los forasteros de buen hábito y mejor entendimiento, por fiarse de ellos y hacerles creer que tenían reconocimiento y amistad con las personas de quien pendían, en cuyas manos estaban los buenos sucesos de sus pleitos ó pretensiones, á cuya sombra y color les sacaron muchos ducados á los pobres negociantes, y los pusieron en mayores peligros; y por eso no se ha de despreciar este aviso, antes es necesarísimo, para escarmentar; que lo que le sucedió á este pobre Labrador por este camino, puede suceder por otro diferente al que se preciare de más agudo.

-Está tan cierto -dijo Leonardo- lo que acaba de decir el señor Maestro, que para que don Diego no se fíe en su buen ingenio y demasiada agudeza, le quiero referir los bravos embelecos y enredos de doña Pestaña la criolla, que si os acordáis, habrá ocho años que azotaron aquí en Madrid.

-Por vuestra vida y mía -dijo don Antonio- que nos contéis eso muy por extenso, porque me dicen que fueron unos enredos notables; ya sabéis que por entonces yo estuve ausente, acudiendo á aquellos mis pleitos de la ciudad de Granada y otras partes, y he oído cosas notables de los engaños que hicieron esa mujer y aquel su amiguillo, que llamaban el Mesurado por mal nombre.

-Todo es importante -dijo el Maestro- á los avisos que deseamos dar á don Diego, para que le espanten y escarmienten semejantes sucesos. De este tengo harta noticia, y es muy á propósito: por vida de Leonardo, que le refiráis vos, que además de que tendrá más sazón en vuestra boca, está más bien á vuestro hábito, que vos le contéis.

-Sea como mandáredes -prosiguió Leonardo- oíd.




Novela y escarmiento séptimo

Enviudó en Sevilla una mozuela criolla, que había venido casada de los reinos del Perú con un soldado, y como moza y libre y no de demasiado buenas inclinaciones, apenas acabó el luto cuando dió en el lodo, arrimándose á un gentil hombre mancebo, de buen talle, entre estudiante y valiente, de los que comienzan en Sevilla a ganar nombre de hombres de bien. Habíase ya acuchillado una ó dos veces, y aunque no mató ni hirió, no huyó, que son principios de la jerigonza valentónica: con todo eso, aunque por los padres ó padrastros de la facultad matante fué aprobado y se gastaron en el día de su examen espadachil algunos tragos, roscas y ostiones crudos y se le dió la borla, con todo eso no se inclinaba tanto Aguado (que éste era su nombre) á esto de lo valiente, cuanto á lo de ingenio y agudeza, y así luégo fué descubriendo más inclinaciones á sastre que á herrero, quiero decir que cortaba sin seda y paño lo que era bueno, y trazaba mejor un embuste y embeleco, que Juanelo una casa ó castillo. Era entre galán y lindo, calzaba puntos menos, cubría con el cabello las orejas á lo inglés, hablaba en falsete, gastaba goma para los bigotes y alzacuello para el colodrillo; al fin, para decirlo de una vez, ya que no era ninfa, tenía mucho de ninfo: picóle á la criolla este tapador de espejo flamenco; son estas mujeres de allá, entre pardillas y españolas, viciosas y vivas: encontráronse Sancho con su rocín, andaban á hazme la barba y haréte el copete: despolvoreóles la flor no sé qué alguacil del alcalde de la justicia y ciertas primerizas estafas que se les probaron que habían hecho, ella á lo mulato y él á lo socarrón, con que salieron desterrados á letra vista, y á no haber buenos terceros y buen por qué, se vieran en mayores peligros, traspasándolos del mar Océano al Mediterráneo, sin ser jugadores de pelota de viento, á jugar palas de manos; tomaron por buen partido el destierro, y recogiendo no sé qué dinerillos, que no eran pocos, y un ajuar de más ruido que sustancia, dieron consigo en Córdoba, aunque no había menester Aguado pasar por el potro para ser padre de caballos voladores.

Allí los días que estuvieron, como era tan gran quimerista y tenía tanto aire en los cascos y la compañera á propósito para cualquiera trapaza y nueva invención de mentir y engañar, á que ayudaba aquella su carilla morena, lucia y bruñida como hoja de espadero nuevo, ojos grandes y cabos negros y aquello poco de cecear para remate de cuentas, dieron los dos en una de todos los diablos.

Entraron en Córdoba iguales, reducida toda su recámara á la que podía traer con sus personas un carro manchego, y salieron de allí para venir á Madrid, ella en un machuelo sardesco con jamugas doradas, cabos de plata, alzaprima de lo propio, y de repuesto una literilla del camino para cuando le cantare el sardo, dos criadas un poco más morenas que ella, y ella por nombre la señora doña Lucía Pestaña, viuda de un caballero indiano que murió en Sevilla, que venía con ciertas pretensiones muy graves á la corte del Rey nuestro señor.

Aguado, que solía ser galán de la susodicha, amaneció transformado en su escudero y mayordomo, con media sotanilla de chamelote, ferreruelo de perpetuán, el cabello llano, el sombrero sin oro, con dos ó tres pajes á mula de la señora, uno para la almohada de estrado y otro, también pequeño, para recados, á que llaman mandaderos, y el paje de espada, que en casa es gentil hombre, en la mesa trinchante, en la sala portero, en la despensa contador, escudero junto á la silla, y lacayo delante del coche.

Todo esto trazó, estudió y dispuso Aguado, que ya se llamaba Celinos aquellos días que estuvieron en Córdoba, y todo esto fué fácil de ponerlo en ejecución y práctica por el fin que adelante veréis.

En aquella ciudad, más que en otra, por amanecer y anochecer en ella unos que van de Madrid á Sevilla y se cansan, y otros que salen de Sevilla para Madrid y se arrepienten; otras ciudades suelen ser aduanas de registros y Córdoba lo es de desengaños; porque la mulata, que sale de Sevilla de mala gana con sus amos para la Corte, así por lo que ella se sabe que deja, como porque los carreteros y arrieros, en cuyas manos la dejan aquellos para cuyo servicio viene, ya en las veinte leguas la han desengañado lo que es Madrid, y de la poca seguridad que hay, por la mucha justicia que se usa, para vivir, como en Sevilla, en la libertad mulatesca, procura allí escaparse, y húyese y escóndese, y el paje y el lacayo que salió de Corte en servicio del que iba al oficio, ó comisión, ó vivienda, experimentando que el amo no promete lo que cumplió, y que va recogiendo las libreas y cercenando las raciones, también se procuró esconder en Córdoba y huir; y así hay tanta abundancia de esta manera de gente, pajes, lacayos, escuderos, cocineros, mozos de cocina, mozos de cámara, cocheros, mozos de caballos, dueñas, doncellas, fregonas, mulatas, esclavas ahorradas; y como éstas y éstos á dos días no tienen que comer, fácilmente entran con quien se lo da á servir, como no saben otro oficio.

Todo esto he traído para que se entienda que otra persona de mejor ingenio que Aguado, con razonable diligencia podía juntar en Córdoba mayor casa que él juntó, con la cual prosiguiendo su camino, llegaron á Madrid.

Tomó casa Celinos á su ama y señora doña Pestaña, en barrios honrados, entre gente recogida; pagó luégo en oro seis meses de alquiler adelantados, con que ganó crédito de rica su señora con el dueño de la casa y con la vecindad; púsose estrado negro, claváronse ventanas, dobláronse las celosías, renováronse los canceles, compróse silla de manos, y no se salía en ella sino muy á lo encubierto y á misa; recibíanse visitas pocas, y ellas casi como por torno.

Celinos, antes que se le acabase el dinero, comenzó á entablar sus enredos y embustes, que no fueron tantos como los de Pedro de Urdemalas; compró un librillo de memorias, íbase por las calles de Madrid, y encontrándose á algún caballero ó hidalgo forastero de buen hábito, pegábase á uno de los criados ó pajes de los que le parecía que llevaban la boca más abierta, pisaba más á lo zambo, informábase de quién era su señor, qué negocios tenía en Corte, qué pleitos ó pretensiones, ante qué tribunal, cuál era su apellido y linaje, qué renta comía, en qué calle posaba, hasta hacer la información de manera que no le dejaba hueso sano, y antes de perderlo de la memoria, remitíalo á la de su libro, y de allí lo trasladaba en su casa con pluma y tinta á su libro grande á modo de los de caja, debe y ha de haber.

Otras veces se iba al patio de palacio por las mañanas, á las tardes á las comedias ó al prado, casas de conversación, trucos ú otros juegos, á donde mezclándose á lo que allí se trataba y haciéndose amigo de algunos, les sacaba del pecho sus intentos, sus negocios, sus pesadumbres, con que dentro de pocos meses, escribiendo esto como lo demás en el libro de caja, se vino á hacer dueño, entre otras cosas, de algunos pleitos y pretensiones de esta Corte, que según iban a la larga parecía que no había de llegarles el cuándo tuviesen fin: por otra parte la señora doña Pestaña no holgaba; íbase á las iglesias, y como llevaba criados y criadas y autoridad, dábale oído aquella á quien se acercaba, y nunca era á las de peor manto ni cara, sino á gente principal y poderosa, que como la veían tan compuesta y tan á lo viudo, informándose de sus criadas de quién era, y diciendo ellas como era una señora criolla muy rica, que viniendo del Perú á España murió su marido en Sevilla, todas le daban el lado y la admitían á conversación, y ella, con aquella carilla hechicera y aquella lengua donosa, sabía tan bien granjearlas y obligarlas, que en pocos meses se halló con tantas amigas y tan de buen hábito, que ya tenía hartas envidiosas unas de otras y á ella le faltaban horas para recibir visitas y pagarlas. De todas era regalada, porque á todas sabía engañar con el mayor donaire y embeleco del mundo. Á unas que las sentía con algún mal olor de boca, les prometía unos polvos de Indias para quitárselo; á otras, que se iban á villavieja, ofrecía aguas destiladas para alisar y desarrugar el rostro; hasta para sosegar á muchas, que sentía celosas de sus maridos, les hacía creer que tenía remedios eficaces y experiencias certísimas de ello, que prometía, y que para todo daría remedio.

Hecha esta prevención por entrambos, lo que hacía Celinos era llegarse á uno de los que él ya tenía noticia, preguntábale en qué entendía, tras de qué pretensión caminaba, ó qué pleito le traía apretado, y decíale:

-Vuesa merced no me conoce cuán servidor y aficionado soy suyo y las razones que hay para que yo me ofrezca á su gusto y servicio.

Y apoyaba también el cómo le conocía y de qué, que le obligaba á aquel con quien hablaba á que le diese entero crédito. Asentada, pues, esta mentira por verdad y hecho el agradecimiento debido á semejantes ofertas, proseguía Celinos diciendo:

-¿Y qué es lo que le detiene á vuesa merced aquí en esta Corte tan de asiento?

El otro, creyendo que se podía asegurar, dábale cuenta de su pretensión ó de su pleito.

-Pues ha venido de molde -respondía Celinos- porque yo sirvo aquí á una señora viuda de todo lo bueno de España; persona es que, sin ser titulada, oye de mala gana á quien no le llama señoría; tiene cabida con cuantos señores y señoras hay en la Corte; difícil cosa será la que ella no alcanzare si interpone su autoridad y favor, aunque esto hace de mala gana y pocas veces, porque es moza y trata de tomar estado, y de tarde en tarde sale y á hurto; pero con todo eso yo buscaré ocasión para que vuesa merced le hable; póngase en sus manos y fíese de mí, y verá el suceso de su pretensión.

El pobre pretendiente ó pleiteante, que pensaba haber resucitado de muerte á vida en haber hallado semejante favor y medio para conseguir lo que tantos años había que deseaba, no se hartaba de darle gracias, y abrazarle, y ofrecerle su hacienda, y aun darle allí, de contado, ya los escudos, ya la joya, lo cual él tomaba á fuer de estilo de médico rico, diciendo que no era menester y abriendo la mano; pero luégo decía:

-Conmigo cumplido está; á mí no hay que regalarme; a mi señora procure vuesa merced obligar, que ahí está toda la llave del negocio.

-Pues ¿cuándo quiere vuesa merced que le bese las manos ó vaya á su casa? -respondía el otro.

-No ha de ser de esa manera -decía Celinos;- mejor lo trataré yo; váyase vuesa merced esta tarde, entre cuatro y cinco, hacia las joyerías de la calle Mayor, hacia tal tienda; verá en el portal de la casa una silla negra, y dentro de ella una señora viuda y hermosa, echado el manto sobre los ojos, que ha de salir á comprar no sé qué cosillas esta tarde de su gusto. Allí me verá vuesa merced recio; diga: «¡Oh, señor Celinos, de casa vengo á buscarle»; yo, que ya tendré hablada á mi señora, diréla: «Aquí está aquel hidalgo de mi tierra, por quien supliqué á vuesa señoría»; y diciendo y haciendo, yo le daré lugar; lléguese á la silla y ofrézcase á su servicio; cuéntele su negocio, pídale el favor para con quien lo há menester, y calle y déjeme á mí. Ya yo sé que le ha de responder brevemente y no muy blando, ofreciendo que hará lo que pudiere con alguna tibieza; pero no por esto desmaye ni se me aparte de la silla. Estas señoras salen á comprar una cosa de su gusto y antójanseles ciento; raras veces llevan toda la cantidad de contado: cuando ella dijere al mercader ó joyero: «Vayan por esto á casa», atraviésese vuesa merced y diga: «Así como así, tengo yo de ir á casa de vueseñoría por este memorial, y me hallo aquí de presente con ese dinero: á mí me podrá mandar dar allí en casa, y ahorraremos á este señor que ocupe un criado»; y aunque ella porfíe y diga que no, calle y ponga el dinero en la tabla, y déjeme á mí hacer, y fíese de mí, y verá en lo que pára su pretensión.

Con este artificio, y estas trazas y enredos, unas tardes saliendo á las joyerías, otras á la platería, otras á los mercaderes de sedas, robaron Celinos y la señora doña Pestaña mucha cantidad de ducados, porque como á ella la veían entrar en las casas de tantas señoras y señores, y el agasajo y recibimiento que se le hacía en todas partes, persuadíanse los que negociaban por su mano, que con todos podía lo que quería y les podía hacer suficiente favor y buen medio: los que asentaban el pié llano y no trataban más que de sus pleitos y pretensiones, á dos ó tres dádivas viendo que sus negocios estaban tan muertos como antes, amainaban, aunque ninguno llegó á hablar á su señoría que lo comprase de balde; pero otros, que eran lindos y galanes y que de pleiteantes saltaban á enamorantes, del primer voleo dejaban colgada la ropa de su libertad en el garabato de la viuda, y ella, que lo sabía entretener y palear, á pocos meses, cuando sentía que andaba dando las últimas boqueadas la bolsa, ó fingía algún enojo ó soñaba unos celos, ó levantaba un testimonio al barrio ó vecindad, de que causaban escándalo las entradas en su casa tan á menudo de hombres tan mozos, con que poniéndole al pobre galán en la calle, le dejaba cual merecía su entontecida pasión.

¿Quién sabe lo porvenir? Á diferentes casos y sucesos dijo el otro poeta que estaban sujetas las más de las acciones humanas; demás de que no está tan salido de crédito aquel proverbio castellano: «donde las dan las toman», que se pudiese escapar de sus manos. Mi señora doña Pestaña entre algunos de los pretendientes ó pleiteantes mozos que le acarreó Celinos para que estafase, fué un mancebo dado al arte militar, don Lauro por nombre, galán en la persona y agudo en el ingenio: pretendía no sé qué de guerra, é hízosela tan grande con su buena presencia á doña Pestaña, que desde que le vió se enamoró desatinadamente de él.

-Por vida de Leonardo -dijo don Antonio- que me digáis, que he deseado preguntároslo, no reparaban esas señoras con quién ya tenía cabida, en que era mal nombre el de doña Pestaña!

-Vos habéis tenido razón en dudarlo -dijo Leonardo- yo tengo la culpa en haber calládaos, que el nombre propio que se había puesto, era doña Lucía y el apelativo de Pastaña, ó Pestaña, que el uno es muy antiguo en las Indias y el otro muy calificado en otras provincias. Volviendo pues al principal intento, estaba tan enamorada de don Lauro, que, sin saberlo disimular, lo vino á entender y conocer: el tal pretendiente tenía más de bellaco que de lobo. Don Lauro comenzó á hacer piernas y á estarse en su casa, á fingirse enfermo, á formar celos del aire que pasaba, y él, que había dado no sé qué niñerías, cosa de poca sustancia, cual que medias de color de Italia, una telilla falsa de Milán, algún paisillo flamenco, comenzó á dejarse regalar y á recibir las camisas de holanda á docenas, y los pañuelos de puntas á cientos: hurtábase y pelábase en otras partes para dar en esta.

Olió el poste Celinos, y viendo que se habían mudado los bolos, y que si hasta allí los otros eran los estafados y él el querido, ahora él y los demás eran los pelados y olvidados, y don Lauro el amado y servido; comenzó á llevar mal esta nueva granjería, pesada para la frente y peligrosa para lo mal ganado; el que era en la calle escudero, volvióse, puertas adentro de la casa, señor; sentenció á perpetuo destierro la amistad de don Lauro, y anduvieron de por medio no sé qué mojicones y bofetadas, amenazando á la señora doña Lucía Pestaña con que la volverían al estado de criolla si no arrimaba como gigante al soldado y le veía ni hablaba más en su vida.

No sé qué mercadería es esta de querer bien, que todos los tratos admiten compañía, y este no, ni quiero creer lo que se dice por ahí, por lenguas maldicientes, de que hay quien sufre; hablillas son, y en materia de celos, habiendo razón para tenerlos, á las hormigas les nacen alas, y las liebres son leones, y ya hemos visto no hacer caso de personas que parece que pasarán por todo, y suceder hartas desgracias por los confiados. Celinos andaba tan celoso y loco, doña Lucía Pestaña tan arrojada y ciega, que cuánto había cogido á otros, lo iba poniendo en manos de don Lauro; hoy hurtaban lo uno, mañana faltaba lo otro, y, á la verdad, todo lo que se perdía, si lo buscaran, lo hallaran en poder de don Lauro. Habíale dado, entre otras joyas, no sé quién, á doña Lucía, una sortija riquísima de un maridaje de un rubí y un diamante; vióla Celinos en poder de don Lauro, y aquí fué donde se le acabó toda la paciencia y el juicio; aguardó que anocheciese, púsose debajo del vestido Celinos un muy buen jaco, y llegándose á la posada de don Lauro, le sacó paseando hasta el prado, diciendo que tenía qué decirle de importancia. Puestos en el campo los dos, y habiendo pedido Celinos á don Lauro no sé qué condiciones, en que no vino bien, porque como no sabía la verdad de la historia, y no tenía á Celinos por competidor, sino por criado de la dama de quien era querido, pensando que por su orden de ella le despedía, y que debía de haber otro amor nuevo, no respondió tan bien como debiera, antes le habló con tanta libertad y desigualdad que hubieron de venir á las manos; teníanlas los dos razonables, y así escaparon entrambos bien heridos, mas no las hubieron tan á solas, que acertando á pasar de ronda cierta justicia, que los prendió, dieron con ellos en la cárcel.

Don Lauro, viéndose herido, con la cólera, al tomarle su confesión, dijo la verdad de cuánto había pasado. Andaba ya no sé qué mala voz en Madrid de doña Lucía Pestaña, y no se le daba ya entrada en todas casas, ni á todas horas, como solía. Con estos y otros indicios, y no sé qué presos, que conocieron á Celinos desde que vivía en Sevilla, por nombre de Aguado, le pusieron en el potro, y cantó en bien bellaco tono lo que no debiera. Prendieron á doña Pestaña; de los criados, unos huyeron, otros pagaron; convencidos de sus delitos, sentenciáronlos á azotes, y á ella á perpetuo encierro en la galera y á él á las galeras.

Despoblóse Madrid y alquiláronse ventanas para ver semejante tragedia: el uno decía cuando los llevaban azotando: «Á mí me cogió doscientos escudos»; el otro: «á mí tal joya o tal pieza de plata»; las señoras hacíanse cruces, y no osaban decir lo que con ella les había pasado, corridas de haberle dado almohada en su estrado y puerta en su casa á semejante mujer. Duró un mes, y más en Madrid, que no se comía sino con los enredos y cuentos de Aguado y la criolla.

-Así es la verdad -dijo don Antonio- que yo volví á esta corte cuando estaba bien fresco en las memorias de todos el cuento.

-¿Qué os parece -dijo el Maestro- señor don Diego? Aunque más os piquéis de tener alas de pájaro, ¿no cayérades, si os pusieran varetas de semejante liga?

-¡Libreme Dios! -respondió don Diego- el mayor enredo y embeleco es que he oído en mi vida; mucho me ha importado oirle; mil gracias doy por ello á Leonardo, porque me servirá de singular escarmiento para mientras estuviere en la Corte, con que abriré los ojos, y miraré de hoy adelante de quién me fío y en cuyas manos y favor pongo mis pretensiones.






ArribaAbajoAviso quinto

Á donde se le enseña y advierte al forastero que huya de los entretenimientos vanos, y ocupe el tiempo en sus negocios, y se le propone el daño que se sigue de lo contrario


Después de los avisos vistos y oídos -dijo el Maestro- una de las cosas de consideración para el forastero, que viene á negocios suyos, ó agenos, es el evitar que no se le pase el tiempo vanamente y gastándole en entretenimientos vanos, y en ocupaciones impertinentes y poco necesarias se le pase la ocasión de acudir á sus principales negocios y á lo que forzosa y necesariamente le trajo á Madrid.

Es el tiempo una joya preciosísima, es el caudal que nos dieron para que nos supiésemos aprovechar de la ganancia de él; y es cosa muy lastimosa y digna de llorar en lo poco que estimamos su pérdida, con qué facilidad le gastamos vana y viciosamente y le dejamos pasar, como si el tiempo pasado y perdido una vez, estuviese en nuestra mano el volverle a nuestro poder para emplearlo mejor. De todo son avaros los hombres (dijo Séneca en un tratado que intituló De la brevedad de la vida); el oro dan de mala gana, las joyas, las pensiones y otras cosas de menor estimación; y llegado á tratar del empleo del tiempo, con facilidad y con prodigalidad grande lo dan á quien lo quiere de balde, al juego, á la chacota, á la murmuración y á otros vanos entretenimientos, y aun viciosos y culpables, que es lo peor, de que se dará estrechísima cuenta al partir de esta vida. ¡Oh si os pudiera decir lo que se lastiman y lloran los doctores y santos, de los que vanamente gastan el tiempo, que gastarle vanamente, perderle es! ¡Oh locos! (dice el mismo Séneca en sus Epístolas, en la epístola primera) ¿quién hay de vosotros que estime el tiempo y que conozca lo que vale el tiempo? Francisco Petrarca en sus Diálogos de la próspera y adversa Fortuna, en el diálogo 15, pondera esta con grande ingenio y agudeza y se lastima harto. Más se lastimara y más apretadamente lo escribiera si viera lo que vemos con los ojos y tocamos con las manos en las ociosas distraídas vidas en esta corte de hombres de nuestros tiempos, si habiendo amanecido el día y salido el sol para el labrador en el campo, para el soldado en la campana, para el juez en su tribunal, para el negociante en el pueblo, para el mercader en su trato y para el caminante en su viaje, no amanece para estos cortesanos ociosos hasta las once ó doce del día, y entonces, cuando despiertan, abren los ojos y gastan el tiempo vanamente oyendo dos lisonjas y cuatro mentiras de los que les asisten y dan de vestir: puestas las mesas, no se ha comido el primer bocado, cuando ya se previene la casa de conversación y juego donde se ha de ir, el aposento de la comedia que se ha de oir, y la casa de la mujercilla deshonesta que se ha de visitar: para lo que no dió tiempo el día ni la tarde, súplelo la noche, para que se cene á la media de ella, y se acuesten al amanecer: ¡terrible modo de gastar el tiempo! Dejo á estos, que no he de ser yo el que lo ha de llorar todo; á la hora de la muerte, acabada la vida, llorarán de veras esta pérdida. No es mi ánimo hablar con esta manera de gente; hartos tienen que los avisen; al dar la cuenta, á todos podrá ser que tiemble la barba cuando la dén unos de otros; estos, fiados en aquellos, y aquellos, ciegos por granjear á estos: de los forasteros hablo, que vienen á esta Corte á pretender ó á negociar por sí ó por otros de ellos; soy guía y á ellos quiero dar aviso. Envía un consejo ó una comunidad á uno de los importantes hombres del pueblo á esta corte á los pleitos ó pretensiones que se le ofrecen á aquella república; señálasele el salario que se acostumbra, justificado con su calidad y su ocupación; pues ¿qué razón habrá para que este tal ocupe mal el tiempo y le gaste vanamente siendo de aquellos que se le compra con aquellos salarios, para que lo ocupe y gaste en sus negocios? Allá entre los señores juristas, especialmente en los que tratan la praxis criminal, tienen por substanciado y gravísimo delito uno que llaman estelionato, que es la cosa ó hacienda que yo he vendido, volverse á vender á otro, siendo la verdad que ya no es mía; pues ¿qué diferencia tiene de este delito el que comete el forastero negociante, ó pretendiente, que viene á la corte en nombre de su lugar, ó consejo, del marqués, conde, ó señor, o príncipe? ¿por qué emplea aquel tiempo en su negociación ó pretensión, si ese mismo tiempo, que ha ofrecido de dar y gastar en eso, lo gasta en la comedia, en la casa de juego, ó con la mujercilla deshonesta? Mire lo que hace el negociante y el pretendiente, que se carga mucho de mucho, y se obliga á dar cuenta de mucho, y á restituir mucho; huya de ocupar el tiempo en semejantes entretenimientos, ó distraimientos, y ocúpele en los negocios á que viene á la Corte, cuerda y cristianamente.

-Terriblemente -dijo don Antonio- habéis apretado eso, señor Maestro, pues si ese tal negociante forastero acude con la puntualidad que debe á los negocios de que viene encargado, el rato que no es hora de acudir á ellos, porque no en todas las horas del día hay audiencia, ni en todas es necesario, ni aun se puede hablar á los jueces, secretarios y procuradores, abogados, solicitadores y á los demás á quien debe el negociante acudir, haciendo esto con una puntualidad cristiana y á ley de hombre de bien y de vergüenza, las horas y los ratos que le sobraren, ¿por qué no podrá acudir á entretenerse, ya en oír una comedia, ya en pasearse por la calle Mayor, ó el prado, ya en ir á una casa de conversación y jugar dos reales, ya á los trucos, ya á los cientos, ya á la pelota, ya á los bolos, ya á la argolla, que eso otro de visitar y ver mujeres deshonestas, aunque dén lugar los negocios, no es razón que un hombre cuerdo y cristiano acuda á semejantes torpezas y vicios, aunque sea mozo y libre, cuanto más si es casado en su tierra y hombre que ha de dar ejemplo á los más mozos que él en la suya y agena?; ni parecerá bien que aquel á quien se ha de dar oído en tribunales tan altos, como de jueces tan superiores cuales son los de esta Corte, que lo es de la mayor monarquía de la cristiandad y aun del mundo, el que allí es oído, acá sea hallado entre rufianes, vagamundos, gente perdida y viciosa, hablando y tratando con mujercillas viciosas y deshonestas.

-No digo yo -dijo el Maestro- que no podrá ese tal negociante, sobrándole el tiempo de sus negocios, gastar esas horas sobradas en lo que vos decís; pero mejor hará si no las gastare en eso: en mejor ocasión, cuando llegáremos á tratar de cómo ha de gastar el tiempo, le advertiré de cómo ha de repartirlo.

-También se me ofrece otra dificultad -dijo Leonardo- á que quiero que me satisfagáis, aunque sea de paso: y si ese tal pretendiente ó negociante no viene á negocios agenos sino á suyos propios y el dinero y hacienda que gasta, es suya, ¿á qué le obligaréis ó qué licencia le daréis?

-Yo -respondió el Maestro- no hago aquí oficio de juez en ninguno de los dos foros, interior ni exterior, ni me alargo á resolver casos de conciencia; sumas hay hartas, no sólo en latín sino en romance, que le enseñarán docta y cristianamente á qué le obliga y á qué no le obliga, á qué se puede alargar con seguridad de su con ciencia y á qué no: yo hablo aquí como un amigo, que aconseja á otro y le da aviso de lo que le parece que le estará bien, y así sin exceder de los límites de avisar, os respondo que si el que gasta los dineros y el tiempo mal en las negociaciones y pretensiones agenas, hiciere lo propio en las que son suyas, si con los otros hizo mal, consigo hizo peor, y si con los otros fué descuidado, consigo es cruel, pues se tiene más obligación á sí mismo que á los demás, y no correspondiéndose bien á sí mismo, más es que descuido ese delito, nombre de aborrecimiento y de crueldad merece.

-Habéis tocado tantas cosas -dijo don Diego- señor Maestro, que es forzoso que todos os preguntemos y á todos satisfagáis. Yo soy el que vengo nuevo á la Corte y á quien hacéis merced y favor de dar esos avisos y consejos, y enseñarme cómo me he de haber en ella, para asegurar la conciencia, acertar los negocios, huir de los peligros, gastar bien el tiempo y la hacienda: mozo soy, y las horas que me sobraren de mis ocupaciones precisas, no sé cómo las ocuparé: soy inclinado á oir comedias. ¿Qué sentís de las comedias?

-Materia es esa -dijo don Antonio- que no quisiera que hubiérades tocado en ella; porque hallo tan encontrados los pareceres de hombres, no sólo buenos cortesanos pero muy doctos, que es apretar mucho al señor Maestro obligarle á que resuelva una cosa, en que, si se muestra contrario, ha de quedar odioso, y si favorable, en opinión de no muy cuerdo.

-Antes me he holgado -respondió el Maestro- de que el señor don Diego haya puesto esta materia en práctica, y guste de que diga lo que acerca de ella siento. Las comedias de suyo, ni son buenas ni malas, porque la recreación, si es honesta, lícita es. Las repúblicas poderosas son como las casas grandes, á donde se dará por imperfecta la obra, aunque tenga de curiosa y costosa todo lo imaginable: si no, ¿cómo se trazó en ella el zaguán para apearse, la sala para recibir, la cuadra para comer, el retrete para dormir, la recámara para guardar, la galería para pasear, si entre las oficinas que son para servir, no se labrase y pusiese aquella que es forzosa para las necesidades corporales? Oficinas ha de tener una república grande, que son los lugares y horas de recreación: entretenimientos honestos y comedias honestas, permisibles son á una república; pero ¿sabéis lo que siento de las comedias? lo que de los coches, que si fueran menos, fueran menos dañosos. Aquel refrán y proverbio castellano antiguo: «Á cabo de los años mil, vuelven las aguas por do solían ir», tiene más alma que parece: una buena inclinación, una buena sangre y un buen natural, aunque desdiga algo de sus generosos principios, ya por los ruines amigos, ya por las malas ocasiones, al cabo, al cabo se da una sofrenada la naturaleza á sí misma y ayudada de la razón, corrida y afrentada, vuelve á lo que era, considerando lo que primero fué. Y lo mismo digo del hombre de ruines principios y malas inclinaciones, que aunque por algunos días parezca que procede bien, necesitado ó forzado por algunos respetos que él se sabe, al cabo, al cabo á pocos lances descubre la hilaza y se vuelve á lo que fué al principio. ¿No os acordáis de la fábula de Esopo, de la gata, que pidió el otro á los dioses, que la convirtiesen en dama, y estando vestida bizarramente á la mesa de quien la convidó, soltó maliciosamente un ratón en su presencia, y dejó el convite y las galas y arremetió tras el ratón por los zaquizamíes y guardapolvos de la casa? Las comedias en su principio, cuando no sólo los emperadores y césares romanos, sino los bárbaros, las desterraron de sus repúblicas, eran muy deshonestas, muy torpes y muy obscenas y de obscenas á escenas pocas letras hay; ahora en nuestros tiempos, nuestros españoles habían admitido ó permitido una manera de comedias honestas y ejemplares; pero de unos días á esta parte han abierto la puerta á unos bailes tan deshonestos, que parece que vuelven las aguas por do solían ir: hartos ojos tiene la república cristiana para mirarlo; á ellos toca vedarlo ó permitirlo; lo que me duele es que sean mantenimiento de cada día, que pienso que bastára que las hubiera en los días que no son de hacer algo, porque llevan camino de envejecer la costumbre y hacerla ley, y que después no baste el mundo á quitarlas por ninguna ocasión en España, tan indomable en observar sus antigüedades, como se ve en el correr toros, una cosa, que (como dijo el otro caballero) cuando no hubiera otros inconvenientes en correrlos, no se habían de permitir, siquiera por no enseñar á huir á los hombres, de que se había de correr la Nación española tan poco enseñada á criar hijos que volviesen las espaldas á enemigos, cuanto y más á una bestia. Pero volviendo á lo que toca á las comedias, no quiero pasar en silencio lo que le sucedió á la ciudad de Toledo, no digo el nombre de ciudad, sino á ciertos caballeros devotos y de piadosas entrañas, con el rey don Felipe II, el Prudente (que está en el cielo). Viniéronle á pedir á su majestad, que concediese cierta pensión y tributo ó renta sobre las comedias que se hiciesen en aquella ciudad, para ayuda á fundar una casa de la Penitencia para las mujeres recogidas; y respondió el sabio y prudente rey:

-Esa limosna yo la concedo de buena gana; fúndese sobre cosa que tenga estabilidad y duración: las comedias no son cosa estable ni yo quiero que lo sean en mis reinos; es una permisión de burlas y entretenimiento; hoy las permito y mañana las mandaré quitar.

-Verdaderamente -dijo Leonardo- mil inconvenientes se sacan de oirlas y aun de asistir á ellas: á mí propio me sucedió una cosa de harto donaire el día pasado en una comedia, con haberme asentado en una grada, entre gente que parecía de razonable hábito. Llevaba cien reales en plata en un pañuelo, y como al salir de la comedia se sale con tanto aprieto, así el pañuelo con la mano, á tiempo que dijo uno que no estaba muy lejos de mí: «Un bolsillo me han sacado con veinte escudos de oro, cara me sale la comedia»: miráronse unos á otros y yo riéndome, dije: «Por temer yo eso, tengo un pañuelo en que traigo cien reales en plata asido en la mano»; y sacándole fuera para que le vieran los demás, saqué el pedazo de lienzo que tenía en la mano, cortado, sin la otra parte que tenía los cien reales. Hurtos y cuchilladas -prosiguió Leonardo- eso es lo menos que allí sucede; por lo que se puede huir de acudir á esos entretenimientos, es porque algunos hombres se apasionan tanto de las cosas que allí ven, que respetan las burlas como si fuesen veras, y tienen á grande felicidad y suerte ser amigos del representante que hizo al rey ó al galán, ó poder oír una palabra, ó que se la oiga, la que hizo la reina. Yo conocí á un hombre que era bien rico, y por perseverar en semejantes amistades, en espacio de menos de veinte años le ví pedir limosna por las calles de Madrid.

-La verdad es -dijo el Maestro- que lo que le estará más bien al forastero recién venido á la Corte, será el huir de semejantes entretenimientos, particularmente de las casas de juego, donde suelen resultará los forasteros notables desgracias.

-Aquí estamos los tres -dijo Leonardo- que conocimos aquel Filarco ó don Filarco, cuyo lastimoso fin de su vida puede escarmentar á cuantos forasteros vinieren á negocios á Madrid, para que miren cómo proceden y cómo cumplen con sus obligaciones; y porque entiendo el Maestro gusta de que refiera este caso y que será para su intento de no poco provecho y bien á propósito, oíd.


Novela y escarmiento octavo

Tenía un señor de estos reinos pleito pendiente ante el Consejo real de su majestad, á donde se había traído con las mil y quinientas en grado de apelación de una de las reales chancillerías de esta corona: era sobre la acción y derecho á una hacienda calificadísima, la renta más de diez mil ducados, y la jurisdicción sobre cuatro ó cinco lugares de buenas poblaciones y posesiones: parecióle á este señor, para mejorar la solicitud de su pleito y pretensión, de dar la agencia y asistencia de él á un criado de su casa, en edad mozo, pero de ingenio agudo: señalóle particular salario y gajes, y envióle á Madrid. Entró en esta Corte con la ostentación digna de la agencia de un tan gran príncipe: puso razonable casa, traía criados y aun galas, que no sé si son muy á propósito para negociantes. Acudía á los negocios, si bien con puntualidad, pero no con la inclinación á ellos, que piden. Aristóteles en el libro séptimo de sus Políticas y Cicerón en su Retórica, dicen: «Al mozo más le tira el rato del entretenimiento del gusto, que la asistencia á las obligaciones domésticas y á las causas forenses».Así lo hizo don Filarco (que este era el nombre de este nuevo agente y solicitador). Los señores y príncipes cuerdos y poderosos tendrán más mirado esto; pero verdaderamente siempre ha enseñado la experiencia, que se tiene su vigor y valor el dicho del otro poeta: «traten los herreros en hierro y los carpinteros en madera», que es decir, que á cada uno se le deje ejercitar el arte y oficio que sabe y seguir la inclinación que le tira. No son los pleitos ni la solicitud de ellos para hombres mozos, y más si pican de caballeros y señores. El mozo de buena sangre ó arrastre la pica ó sirva en el palacio del príncipe; y los papeles, la solicitud y procuración, quédese á los que nacieron tratándolos, y á los que mueren por salir con el pleito que tomaron entre manos: lo primero por la acción y justicia que parece tener su parte; lo segundo por conservar la opinión y nombre que tienen de hombres en su república, de famosos en entender lo que tratan y de venturosos en conseguir lo que pretenden; de donde nace la tercera razón, de por qué son fieles en lo que se les confía, y solícitos y puntuales, porque desean ganar cuatro reales para su pobre familia, y no los ganarían si perdiesen la buena fama y opinión ganada hasta allí. Á mí á lo menos, si he de decir lo que siento, no me suena bien á los oídos don solicitador y don procurador: don Filarco así lo hizo: fuese por este camino de la mocedad y caballería en casa del abogado y letrado: estaba con el cuerpo y con el pensamiento en el juego de la pelota y en la casa del truco, pensando en qué se erró el partido que había hecho los días pasados con los que jugó y cómo le había de hacer y con qué ventajas la tarde siguiente para no perder: madrugaba antes que amaneciese, no guardaba siesta y salía á la una para visitar al señor que era de la sala á donde pasaba su pleito: parecía solicitud y puntualidad aquella diligencia, y era prevención para que le sobrase tiempo para irse con la mujercilla liviana y cortesana, á donde tenía apercibida ya la merienda ó ya el almuerzo. Llamábanle en Palacio los porteros del Consejo, para que asistiese cuando informaban los letrados de la parte contraria y suyos; y en vez de estar esperando en la puerta la hora, estaba en las tiendas de aquellos extranjeros mirándose al espejo para componerse el cuello, la nueva manera de polvos para azulalle, la goma para rizar el bigote y copete, los guantes para calzar y los estuches para dar. No son estos la manera de hombres que há menester la solicitud de negocios graves, y aun de menos entidad, como sean pleitos ó negocios. Don Filarco al fin era don, y caminaba donde le llevaba su inclinación; no digo que el don es malo donde hay buena sangre que lo abrace y buena renta que lo conserve.

Entre algunas amistades que tenía don Filarco en las casas de juego, en las comedias, en los festines y saraos, en las visitas de mujercillas cortesanas, fué la de Duardos, un gentil hombre paseante en Corte, buena capa, buen hábito, á tercero día zapato nuevo, guantes cada semana, tantos como los días, de galán talle, de razonable mesa, bien conocido y bien hablado; y sabido de qué se sustentaba esto, no llovía Dios sobre cosa suya; pero lo que le faltaba de posesiones, le sobraba de ayudas de costa. Tenía una madre, y hermana, la madre de humor mozo y la hermana golosa; aquella consentía y ésta hurtaba, no digo que eran ladronas sino matantes, ni quiero decir que acuchillaban ni reñían, pero picaban y parlaban; no capeaban, pero campeaban de fuerte con unas razonables caras y unos agudos picos de que las dotó naturaleza, que no picaba pez en el cebo que no quedare en el garlito del pescador.

Visitó las que no debiera, en compañía del hijo y hermano, no sé qué veces don Filarco; hizo lo que todos; dió de ojos como mozo de medio á medio en el lodo; enamoróse de una vez por no regatearlo de tantas; pudiera contentarse con la cara y conversación de doña Adelfa -que este era el nombre de la madre, -que ni estaba tan pasada de memoria ni tan arrugada de rostro que no pudiera vivir á su lado y á su sombra cualquier hombre de razonable talle y bolsa; pero no se contentó don Filarco con ser padrastro, sino que quiso ser cuñado de don Duardos.

Era este negocio muy grave, y entraba la conversación de esta amistad muy en hondo; no se gastaban en aquella aduana sino excelencias españolas y señorías genovesas; y para hacer competencia don Filarco con los arroyuelos de invierno de sus salarios y gajes, y las avenidas y sobresalientes de los gastos forzosos de estos corzos y fúcares, no habiendo socorros de diez años para dar una merienda á la señora doña Petronila -que era el nombre de la hermana de don Duardos; si se le antojaba alguna tarde de ir á ver á la Casa del Campo aquel grandioso caballo de bronce que envió el serenísimo gran duque de la Toscana al rey nuestro señor, con la imitación tan al vivo sobre él de la real persona de la misma majestad católica; no reparó en nada de esto el nuevo galán y cuñado de don Duardos; arrojóse á este charco de los atunes poniendo el pecho al agua, como si no fuese este mar enseñado á tragar tantos ríos, poco más de media azumbre -como dijo agudamente, hablando de Hero y Leandro, el ingenioso y agudo poeta cordobés;- pero no pasaron muchos días que no se halló bien desengañado de su loca pretensión el pobre de don Filarco; los anteojos de doña Petrolina eran de tan larga vista que nunca se quedaban en rubíes y esmeraldas, siempre llegaban á joyas de diamantes de á trescientos y cuatrocientos escudos; nunca mudaba vestidos de chamelote de aguas ó de pelo de camello; cuando variaba de colores, las guarniciones y bordados de las telas solían costar más que el gasto ordinario de la casa de un hombre de bien; además de que siempre entraba en semejantes ferias un vestidillo al uso para don Duardos y una ropa de algún terciopelillo de Toledo para su madre. Con estos y otros semejantes gastos vino á empeñarse de fuerte don Filarco, que apenas había calle en Madrid por donde pudiese pasar seguro de que no le llamasen sus acreedores; crecía con todo eso la pasión, y á compás de ella el desvelo de dónde había de sacar el gasto para doña Petronila, su madre y hermano y demás adherentes; no sabía qué hacerse, veíase perdido... ¡qué no hará la desesperación de un hombre ciego! No debía de tener buena sangre ni buenas inclinaciones, pues dió en tan grande maldad. Éntrase por la puerta de los agentes y solicitadores de la parte contraria, promételes que cómo se le acuda con tanta cantidad de dinero en cada un año, no sólo se irá poco á poco en el negocio, pero les avisará de todo lo que pasare, para que conforme á ello se defiendan, ó, á no poder más, lo entretengan para que no los desposean.

Estaba la parte contraria en posesión de la renta; temía que la despojasen; llévase mal el venir de más á menos; aceptaron el partido que les ofrecía; dábale ochocientos ducados de partido cada año el príncipe o señor cuyo agente era, por la solicitud, y dióle la parte contraria otros ochocientos cada año porque no hiciese nada: nada tiene disculpa; todo fué mal hecho, el pedirlos y el dárselos; pero con esta invención y engaño pasaron doce ó catorce años de dilaciones, y en todos ellos ni cayó en la cuenta de la vida que traía don Filarco ni se abstuvo de sus vicios y desórdenes, juegos y deshonestidades, y en vez de desempeñarse se empeñó más, y para acudir á los gastos de doña Petronila, que siempre eran excesivos, no bastando los mil y seiscientos de cada año, dió en mohatrero.

-¿Dábalas ó tomábalas -dijo don Antonio- ahora se os olvida?

Respondió Leonardo, que era el que las tomaba:

-¿No os acordáis una vez que nos dijo á los dos el desventurado, que había tomado una mohatra de disciplinas y túnicas, que no podía salir de ellas ni quien le diese una sola blanca?

-Extraña manera de mohatra -dijo don Diego;- tomarla de oro, seda, paño, plata, pase; pero de disciplinas y túnicas cuando pensaba ese hombre salir de ellas, supuesto que las mohatras se hacen para socorrer con brevedad las necesidades que se ofrecen.

-No os admite eso -replicó don Antonio- que cada día se ven en esta corte en razón de eso, cosa que no me imagino que jamás pudieran dar hombres. Un hombre mozo, con inclinaciones de gastar, ya enamorado, ya jugador, ya amigo de fiestas y galas, que, ó no lo tiene, ó aún no lo ha heredado, ¿en qué locuras no dará para cumplir sus desordenados apetitos? Yo sé de cierto personaje, y no de los de por ahí, que hallándose sin un real, tomó una de las más graciosas mohatras que oí en mi vida. Concertó con un pintor que le había de hacer dos mil retratos de las personas que él le señalase ó dijese, vivas ó muertas, y que había de fiarle la paga por cuatro años. Eran los precios que le daba por cada retrato excesivos; y el codicioso y el tramposo dicen que con facilidad se convienen. Hecha la escritura y asentado el concierto, lo que hacía el que tomó la mohatra era irse hoy á un amigo, mañana á otro y decirles: «¿Por qué no os hacéis retratar, pues ya está puesto en uso el retratarse?». Cada uno daba su razón diferente; pero, de ordinario, todo venía á parar en decir: «¿para qué quiero yo gastar ahora veinte ó treinta escudos en retratarme?». Decía el de la mohatra: «Pues dadme cuatro ó seis escudos y yo os haré retratar.» Los otros por gozar del barato, dábanle el dinero de contado, y el de la mohatra dábales una libranza por escrito que decía así: «N., pintor, retrató á N. ó á doña N. sin pedirles nada, y póngalo por mi cuenta.» Con esto él tuvo dineros y el otro pinturas, aunque después al cobrarlo, el uno sintió más el pagarlo, y el otro trabajó más en cobrar que en pintarlo, y en toda la Corte se rió la mohatra.

-Dejadle proseguir su cuento -dijo el Maestro- que nos desazonáis á los que estamos con gusto de oirle.

-Lo que queda por referir -dijo Leonardo- es tan malo, que más valiera dejarlo aquí.

-¿No veis que se cuenta -dijo el Maestro- para escarmiento de don Diego y de los demás negociantes y pleiteantes? Ya yo sé el fin que tuvo y me duele harto el acordarme de él; pero para eso se cuenta.

Con que prosiguió Leonardo y dijo:

-Estas mujeres de corte distraídas, cuando se ven pasado lo mejor de su vida y que ya ni las festejan tanto ni les dan tanto, las más de ellas dan en lo que dió ésta: con lo que había ahorrado de los gastos de don Filarco y de otros que había pelado á hurto, compró una razonable casa y buena parte de ajuar para ella, y puso los ojos en un mozuelo tratante, no de mal talle, hombre aplicado y que con acudir á las ferias y hacer sus empleos, ya en mulas, ya en ganados de cerda y algunos cordellates y paños bastos, medias de aguja, estambre hilado y otras cosas semejantes, iba creciendo en crédito de inteligente y ahorrador.

Aficionósele y parecióle á propósito para acabar á su sombra aquella su vida distraída y libre; admitióle en su casa, y no pudo ser tan á escondidas, que no lo entendiese don Filarco. Formó quejas de la novedad; ella al principio comenzó á excusarse, pero últimamente quitándose la máscara (no la de su cara sino la de sus cautelas y engaños) para taparle la boca con el buen color del fin que pretendía, al cabo, al cabo le vino á decir, que si él no caía en la cuenta, ella había caído, que fin habían de tener las cosas, y más era razón que las tuviesen las que de suyo no eran buenas; que él tenía alma y temía á Dios, y que bastaban catorce años de mala vida; que aquel mancebo se había ofrecido, que era de buena gente y tenía razonable caudal y se quería casar con ella; que ella quería vivir en servicio de Dios lo que le quedaba de vida, y que donde él no diera lugar á ello, ella procuraría que se pusiera remedio por justicia.

-¡Oh, traidora, mala mujer! -respondió él.- ¿Después de haberme consumido más de quince ó veinte mil ducados de hacienda y lo mejor de mi vida y años, sales con que quieres casarte con otro? ¿Pues cómo? ¿Para parlar y hablar de prestado te parecían humildes y cortas las mayores grandezas de los mayores príncipes de esta corte, y para lo que ha de ser propio y ha de durar para siempre, te abates y humillas á contentarte con un pobre mozuelo tratante? Pues si yo entendiera ó alcanzara de tu gusto y ventolera, de tu libre vida y distraídas costumbres, que te habías de rendir y sujetar en algún tiempo debajo del yugo del matrimonio, quien te ha querido tanto como yo, ¿en qué reparara en casarse contigo? ¿Sabes tú que por acudir á tus desordenados y excesivos gastos, he sido traidor y desagradecido á aquel cuyo pan como? Ni he reparado en la reputación de mi persona, ni en el crédito de mi honra. Y cuando pienso que te tengo más obligada y más mía, ¿sales con que has puesto en otro los ojos y le quieres no menos que para marido?

Aquí fué adonde turbándosele el juicio, no acertando á hablar, repitiendo muchas veces esta palabra: «¡Otro para marido que yo!» metiendo mano á la daga, arremetió á ella.

¡Oh secretos juicios de Dios! ¿Quién no teme su justicia? ¿quién no considera los ocultos caminos de sus juicios, y tiembla y se encoge, pensando que ha de haber hora de dar la cuenta de todo, y que plegue á Dios que le dén lugar para que la dé? La mano y la daga tenía levantada don Filarco, casi ya cortando las tocas, que caían sobre la cabeza de Petronila, que no escapó tan bien que no quedase mal herida en ella, cuando entrando el mozuelo, que había de ser el desposado, á quien dió voces Petronila que la socorriese y vengase, sin reparar en otro que el caso que veía presente, le dió á don Filarco una estocada, de que cayó diciendo á voces:

-¡Jesús, confesión, que me han muerto!

Ella y el mozuelo, dándoles lugar el herido, por ahogarle la sangre y estar caído en tierra, se desaparecieron de modo que hoy es y no se sabe de ellos. Acudió el barrio, vino la justicia, volvió un poco en sí el herido, cuanto pudo declarar quién le había muerto; la razón de la pendencia, las muchas deudas y mohatras de que estaba cargado, la traición que había hecho á su señor, de recibir los ochocientos ducados de la parte contraria cada año, pidiendo á Dios á voces perdón de todo, pero esto con tanto atropellamiento y priesa que de allí á un instante espiró; cosa que dejó absorta y espantada á toda la corte, escarmentados ó hartos y acobardados á otros muchos, muchos, para hacer confianza unos hombres de otros, y más de los que no se conocen ni tienen entera satisfacción.





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