Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoActo III


Escena primera

 

Patio delante de la casa de GUILLERMO TELL.

 
 

TELL, trabajando de carpintero. HEDWIGIA, ocupada en una labor. WALTHER y GUILLERMO juegan en el fondo del teatro, con una pequeña ballesta.

 

WALTHER.-   (Canta.)  Con su arco y sus flechas, por montañas y por valles, va el cazador apenas amanece.

  «Como el buitre en los aires, reina el cazador libremente en los barrancos y en las montañas.»

  «Suyo es el espacio, que alcanza su flecha; cuanto vuela, y cuanto se arrastra, todo es suyo.»  (Se dirige hacia su padre, saltando.)  Se me ha roto la cuerda recompónla, padre...

TELL.-  No; el buen cazador se auxilia a sí mismo.

 

(Los niños se van.)

 

HEDWIGIA.-  Temprano empiezan nuestros hijos a tirar la ballesta.

TELL.-  Temprano ha de empezar a aprender quien quiera ser maestro en el arte.

HEDWIGIA.-  Dios quiera que no lo sean jamás.

TELL.-  Bueno es que lo sepan todo... quien se aventure a vivir en el mundo, debe aprestarse al ataque y a la defensa.

HEDWIGIA.-  ¿Ninguno de los míos se quedará a vivir tranquilo en casa

TELL.-  Mujer, yo no puedo variar; no he nacido para pastor, necesito correr constantemente tras fugitivo fin, y sólo me siento vivir cuando arriesgo diariamente la vida.

HEDWIGIA.-  Y no piensas en la ansiedad de tu esposa que espera desolada tu vuelta. Me atemoriza lo que refieren tus criados de vuestras arriesgadas excursiones. Cada vez que me dejas, late mi corazón temeroso de que no vuelvas. Ora te imagino extraviado en medio de las montañas de hielo, saltando de roca en roca; ora persiguiendo a la gamuza que con súbita vuelta te arrastra al abismo. Otras veces te veo sepultado bajo formidable alud, o resbalando sobre el hielo hasta caer en precipicio espantoso. ¡Ay! que la muerte amenaza al cazador de los Alpes de mil diferentes modos! Triste ocupación la que así os trae, con riesgo de vuestra vida, al borde del abismo.

TELL.-  Quien sabe mirar en torno con sangre fría, y confía en Dios, y es fuerte y ágil, burla fácilmente el peligro y evita los tropiezos. La montaña no asusta al que ha nacido en ella.  (Terminado su trabajo deja las herramientas.)  ¡Ah! me parece que hay puerta para rato; ¿ves?.... para nada necesito al carpintero, gracias a mi hacha.  (Toma su sombrero.) 

HEDWIGIA.-  ¿A dónde vas?

TELL.-  A Altdorf, a casa de mi padre.

HEDWIGIA.-  ¿No traes entre manos algún proyecto arriesgado?... ¡Confiésalo!

TELL.-  ¿De dónde sacas tú...?

HEDWIGIA.-  Algo se trama contra los bailes. Ha habido una reunión en Rutli, lo sé, y tú formas también parte de la liga.

TELL.-  No; no me encontraba allí, pero no he de ser sordo a la voz de la patria, si me llama.

HEDWIGIA.-   Han de elegir para ti el puesto de más peligro; como siempre... te cabrá en suerte lo más arduo.

TELL.-  A cada cual, según sus medios.

HEDWIGIA.-  Durante la tempestad condujiste a un hombre de Unterwald por el lago, y milagro es que hayas vuelto. ¿Pero no piensas nunca en tu esposa y en tus hijos?

TELL.-  ¡Ah! cara esposa, ¿no pensaba en vosotros cuando devolvía un padre a sus hijos?

HEDWIGIA.-  ¡Navegar por el lago en día de borrasca!... Esto no es confiar en Dios, es tentar a la Providencia.

TELL.-  Quien mucho piensa poco hace.

HEDWIGIA.-  Ah, sí; eres bueno, eres compasivo, a todos haces beneficios, pero si tú necesitaras algo, nadie te ayudaría.

TELL.-  Dios quiera que no necesite ayuda.  (Toma su ballesta y sus flechas.) 

HEDWIGIA.-  ¿Qué vas a hacer de tu ballesta? Déjala acá...

TELL.-   Cuando me falta un arma, me parece que me falta un brazo.

 

(Salen los niños.)

 

WALTHER.-  Padre, ¿a dónde vas?

TELL.-  A Altdorf, hijo mío, a ver a tu abuelo... ¿Quieres venir?

WALTHER.-  Ya lo creo.

HEDWIGIA.-  Ahora está allí el gobernador; no vayas.

TELL.-  Se va de allí hoy mismo.

HEDWIGIA.-  Deja que se vaya primero; no hagas que se acuerde de ti,... ya sabes que nos quiere mal.

TELL.-  Su mala voluntad no puede causarme perjuicio; vivo honradamente y no temo a nadie.

HEDWIGIA.-  A los que obran bien les odia precisamente más.

TELL.-  Porque no tiene por donde asirlos. A mí, creo que me dejará en paz.

HEDWIGIA.-  ¿Tal crees, realmente?

TELL.-  No hace muchos días estaba cazando en las agrestes hondonadas de Schaechen, lejos de toda comunicación con los hombres. Seguía solitario un sendero abierto a pico en las rocas, y no me era posible volver atrás porque tenía sobre mi cabeza un muro de escarpadas rocas, y a mis pies el torrente mugidor.

 (Los niños se le acercan y escuchan con viva atención.)  En esto el gobernador venía hacia mí por el mismo sendero. Iba solo, como yo; nos hallábamos frente a frente, hombre por hombre, y junto a ambos el abismo. Cuando me vio, y me conoció, a mí a quien poco tiempo antes había tratado con tal severidad por ligera causa, cuando vio que iba bien armado y me dirigía hacia él, palideció y temblaron sus rodillas, y le creí próximo a estrellarse contra las peñas. Entonces me dio lástima; me adelanté humildemente, diciéndole: Soy yo, señor gobernador. Pero no salió de sus labios una palabra... me hizo seña con la mano de que prosiguiera mi camino... Pasé, y avisé a su comitiva que le siguiera.

HEDWIGIA.-  Tembló en tu presencia; se ha mostrado débil a tus ojos; ¡ay de ti!... no te perdonará jamas.

TELL.-  También evitaré el encontrarle, y no me buscará.

HEDWIGIA.-  No te acerques a Altdorf hoy; ve a cazar antes.

TELL.-  ¿Qué te asusta?

HEDWIGIA.-  Esto me angustia; quédate.

TELL.- ¿Por qué darte pena sin motivo?

HEDWIGIA.-  ¡Sin motivo!... Tell, quédate.

TELL.-  He prometido ir, querida mía.

HEDWIGIA.-  Si te precisa... ve... pero déjame los niños.

WALTHER.-  No, madrecita; yo voy con mi padre.

HEDWIGIA.-  Walther, ¿podrás abandonar a tu madre?

WALTHER.-  Te traerá algún lindo regalo de casa mi abuelo.

 

(Se va con su padre.)

 

imagen

GUILLERMO.-   Madre, yo me quedo contigo.

HEDWIGIA.-   (Le abraza.)  Sí; tú eres mi hijo predilecto, tú eres el único que me resta.  ( Va hasta la puerta, y les sigue largo rato con la mirada.) 



Escena II

 

Sitio agreste, rodeado de bosque y cascadas.

 
 

BERTA, con traje de caza; luego RUDENZ.

 

BERTA.-  ¡Me sigue; por fin podré explicarme.

RUDENZ.-   (Saliendo.)  Por fin, estamos solos, señorita. Nos rodean hondos precipicios... en este desierto no he de temer testigo alguno; voy a romper el prolongado silencio de mi corazón.

BERTA.-  ¿Estáis seguro de que no nos siguen los cazadores?

RUDENZ.-  Allá abajo están... Ahora o nunca me es fuerza aprovechar este momento precioso y decidir mi suerte, aunque deba alejarme de vos... ¡Oh! ¡no me miréis con tal severidad! ¿Quién soy para pretender temerario vuestro amor? No rodea mi nombre todavía aureola de gloria... no me atrevo a figurar en las filas de los bravos caballeros, famosos por sus proezas, que aspiran a vuestra mano. Sólo poseo mi corazón henchido de amor... de fidelidad...

imagen

BERTA.-   (Severa.) ¿Osáis hablarme de fidelidad y amor, vos, que estáis faltando a los más sagrados deberes?  (Rudenz retrocede.)  ¿Vos, esclavo del Austria, vendido al extranjero, al opresor de vuestros compatriotas?

RUDENZ.-  ¿Y vos, señora, me dirigís tal reproche? ¿Qué busqué en este partido sino a vos?

BERTA.-  ¿Pensasteis hallarme en el partido de la traición? Preferiría dar la mano al mismo Geszler, al déspota, antes que al desnaturalizado hijo de Suiza, que se convierte en instrumento de los opresores.

RUDENZ.-   ¡ Oh, Dios mío! ¡qué debo oír!

BERTA.-  ¿Habrá algo más importante para un hombre honrado que el bien de los suyos? ¿Existe para los nobles corazones deber más grande que defender la inocencia, y constituirse en protector de los derechos del oprimido? Se me parte el corazón con las desgracias de vuestro pueblo, sufro con él, porque me agrada, me seduce por completo el carácter de tales hombres sencillos y fuertes, y cada día me siento más dispuesta a honrarlos. Y vos a quien la naturaleza y vuestros deberes de caballero hacen el defensor obligado de esta buena gente, vos, que con cruel perfidia la abandonáis por vuestros enemigos, forjando las cadenas de este país, vos, me afligís, me ofendéis con tal conducta y me hago violencia en no aborreceros.

RUDENZ.-  ¿Y acaso no deseo yo el bien de mi país bajo el cetro poderoso del Austria, la paz...

BERTA.-  La esclavitud es lo que le preparáis. Queréis desterrar la libertad del último asilo que le resta. El pueblo comprende mejor cuál es su verdadera dicha y no deslumbran su firme razón las falsas apariencias. A vos, a vos os han cogido en sus lazos.

RUDENZ.-  Me despreciáis, me aborrecéis, Berta.

BERTA.-  Cuánto mejor sería que así fuese... pero, ver despreciado y despreciado con justicia al que quisiéramos amar...

RUDENZ.-  ¡Berta! ¡Berta!... Me mostráis un instante la cima de la felicidad, para precipitarme luego al abismo de la desesperación.

BERTA.-  No, no se extinguieron en vuestro ánimo los nobles impulsos; dormitan tan sólo, y quiero despertarlos. Debéis de violentaros para destruir la propia innata virtud; felizmente es más fuerte que vos, y a despecho de vuestra voluntad sois noble y bueno.

RUDENZ.-  ¡Confiáis en mí! ¡Oh Berta! todo lo puedo por vuestro amor.

BERTA.-  Sed lo que la naturaleza generosa quiso que fueseis, ocupad el lugar que os designó, sostened a vuestro pueblo, a vuestra patria, combatiendo por sus sagrados derechos.

RUDENZ.-  ¡Desdichado de mí! ¿y cómo he de lograr vuestra mano, como llegaré a poseeros, si resisto a la pujanza del emperador? ¿Acaso no son vuestros parientes los que disponen de vos?

BERTA.-  Mis bienes se hallan situados en los tres cantones, y si Suiza es libre, también yo lo seré.

RUDENZ.-  ¡Berta!... ¡qué horizonte desplegáis a mi vista!

BERTA.-   No esperéis obtener mi mano con el favor del Austria. Sólo se acuerdan de mis riquezas, y quieren unirme a un rico heredero. Los mismos opresores que atentan a vuestra libertad, amenazan también la mía, y soy tal vez, amigo, una víctima destinada a recompensar a un favorito. Piensan llevarme a la corte del emperador donde reinan la hipocresía y la astucia, y allí me aguardan las cadenas de un enlace odioso. Sólo el amor... vuestro amor... podría salvarme.

RUDENZ.-  Podríais resolveros a vivir aquí, a ser mi compañera en mi patria? ¡Oh! ¡Berta! Mis ensueños vagos y errantes no eran más que aspiraciones hacia vos. Sólo a vos iba a buscar por el camino de la gloria... mi ambición era amor tan sólo... Si os resignáis a encerraros conmigo en estos tranquilos valles, veo alcanzado el objeto de mis esfuerzos; si renunciáis por mí a los esplendores del mundo, ya puede estrellarse al pié de estas montañas su agitado torrente, que ninguno de mis deseos extraviará mi ánimo durante mi vida. ¡Ojalá estas rocas nos ciñeran como impenetrable muro, y estos felices valles sólo se abrieran al cielo y a la luz!

BERTA.-  Ahora te veo tal como te soñó mi corazón. No me engañé.

RUDENZ.-  ¡Adiós, vana ilusión que sedujiste mi ánimo! Aquí, en mi patria hallaré la dicha. Aquí floreció alegremente mi infancia; aquí me rodean mil recuerdos de júbilo y hablan a mi alma árboles y fuentes. ¡Quieres ser mía en mi patria! ¡Ay! siempre la amé; y comprendo que me hubiera faltado toda suerte de dicha en este mundo.

BERTA.-  ¿Dónde hallarla sino aquí, morada de la inocencia, aquí donde reside la antigua buena fe y no halló albergue la malicia? Aquí ningún deseo ha de turbar el manantial de la felicidad y se deslizarán nuestros días, puros y serenos. Ya te miro ornado de la verdadera dignidad de hombre, el primero entre tus conciudadanos libres e iguales, honrado con espontánea y sincera veneración, grande como un rey en sus estados.

RUDENZ.-  Y yo a ti, la reina de las mujeres, ocupada en hacer de mi casa un paraíso con mil gratos cuidados, ornamento de mi vida con tu dulzura y tu gracia, y como la primavera esparce en torno sus flores, esparciendo en torno tuyo la animación y la felicidad.

BERTA.-   ¿Comprendes ahora por qué me afligía ver cómo destruías por tu propia mano la suprema dicha? ¡Qué desgracia para mí, si hubiese debido seguir a su oscuro castillo al orgulloso caballero, opresor de su patria! Aquí no hay castillo, no hay muralla que me separe de un pueblo que ansío hacer feliz.

RUDENZ.-   ¿Pero cómo salvarme, cómo romper las cadenas que en mi locura me forjé?

BERTA.-  Rómpelas con varonil resolución. Suceda lo que quiera... sigue unido a tu pueblo; este es tu propio lugar.  (Óyense a lo lejos algunas trompas de caza.)  Se aproxima la comitiva; conviene separarnos... pronto. Combate por tu patria y por tu amor. Tenemos enfrente un común enemigo, ante el cual debemos temblar todos, y una libertad, de la cual gozaremos todos.  (Se van.) 



Escena III

 

Una pradera en Altdorf; algunos árboles en primer término. En el foro, una percha de la cual colgará un sombrero. Limita el horizonte la sierra de Bannberg, y una montaña nevada.

 
 

FRIESHARDT. -LEUTHOLD, -de guardia.

 

FRIESHARDT.-  En vano aguardamos; nadie pasará a saludar el sombrero. Y sin embargo, mucha gente había por aquí... ¡si parecía esto una feria!.... pero desde que se colgó este espantajo, la pradera ha quedado desierta.

LEUTHOLD.-  Y sólo vemos pasar algunos mendigos que vienen aquí a quitarse su andrajoso gorro... pero los buenos prefieren dar una larga vuelta antes que inclinarse delante del sombrero.

FRIESHARDT.-  Pero no tendrán otro remedio que pasar por aquí, a medio día, cuando salgan de la casa capitular. Buena presa esperaba hacer hoy, porque nadie se acordó del saludo; pero el cura que venía de asistir a un enfermo lo advirtió, y se ha plantado con los santos sacramentos juntito a la percha; el monaguillo tocaba la campanilla, y claro, todos se han arrodillado, y yo también, pero no al sombrero, sino a los santos sacramentos hicieron la reverencia.

LEUTHOLD.-  ¡Camarada! me parece que estamos aquí como puestos a la vergüenza, porque la verdad es que es vergonzoso para un soldado hacer guardia junto a un mal sombrero... Esta buena gente nos desprecia, sin duda. Descubrirse al pasar por delante de él... confesemos que es un extravagante capricho.

FRIESHARDT.-  ¿Y por qué no por un sombrero? ¿No saludas tú muchas cabezas hueras?

 

(HILDEGARDA, MATILDE, ISABEL llegan llevando a sus niños de la mano, y pasan por delante de la percha. )

 

LEUTHOLD.-   ¡Valiente pillo estás tú con ese celo de buena gana maltratarías a estos buenos aldeanos... Por mí que hagan lo que quieran; yo haré la vista gorda.

MATILDE.-   Hijos míos, ¿veis el sombrero del gobernador?... saludad con respeto.

ISABEL.-   ¡Ojalá se vaya pronto y no nos deje más recuerdo que este!... ¡No irían las cosas peor de lo que van!

FRIESHARDT.-   (Echándolas fuera.)  Vaya... a fuera, miserable caterva de mujeres... ¡No hacéis falta por aquí! Vengan vuestros maridos si son tan valientes que se atrevan a forzar la consigna.

 

(Se van las mujeres. TELL se adelanta armado de su ballesta y llevando de la mano a su hijo; pasan por delante del sombrero sin fijar en él la atención.)

 

WALTHER.-    (Señalando la sierra.)  Padre, ¿verdad que los árboles de estas montañas manan sangre al darles un hachazo?

TELL.-  ¿Quién te ha dicho esto, hijo mío?

WALTHER.-  Un pastor. Dice que estos árboles están encantados, y si alguien los maltrata, después de muerto, sale su mano de la fosa.

TELL.-  Sí, sí; estos árboles están encantados, verdad... ¿Ves a lo lejos aquellas montañas que se elevan hasta tocar al cielo?

WALTHER.-  ¡Los ventisqueros que retumban de noche como el trueno!... de allí se desprenden los aludes!

TELL.-  SI, hijo mío... pues mira, si el bosque que está encima del pueblo no los detuviera, sepultarían en el hielo a Altdorf.

WALTHER.-   (Después de un momento de reflexión.)  Padre, ¿hay países sin montañas?

TELL.-   Cuando se desciende de éstas, y se sigue el curso del río hacia abajo, se llega a una vasta comarca donde no hay torrentes espumosos y corren las aguas, lentas, tranquilas... Allí verías cómo crece el trigo en la ancha llanura; la campiña parece un jardín.

WALTHER.-  Y bien, padre, ¿por qué no vamos cuanto antes a un país tan bello, en lugar de estarnos aquí, siempre ansiosos... siempre atormentados?

TELL.-   ¡Oh!... Aquel país es muy bueno, es bello como el paraíso, pero los que lo cultivan no disfrutan de lo que sembraron.

WALTHER.-  ¡Cómo!... ¿No son libres como tú, en sus tierras?

TELL.-  Sus tierras son del rey y del obispo.

WALTHER.-  Pero podrán cazar con libertad en sus bosques.

TELL.-  La caza, las aves, son del rey.

WALTHER.-  Entonces pescarán en el río.

TELL.-  Los ríos, el mar, la sal, son del rey.

WALTHER.-  ¿Y quién es el rey que tanto le temen?

TELL.-  Es un hombre que les protege y les mantiene.

WALTHER.-  ¿Y no pueden protegerse ellos mismos?

TELL.-  Allí, el vecino no se fía del vecino.

WALTHER.-  Padre, no me gustaría vivir allí; prefiero seguir bajo los aludes.

TELL.-  Sí, hijo mío; más vale vivir entre hielos, que junto a los malos.  (Prosiguen su camino.) 

WALTHER.-  ¡Mira, padre, qué sombrero colgando de una percha!

TELL.-   ¡Y qué nos importa!... Ven; sígueme.  (A los pocos pasos, FRIESHARDT se adelanta con su pica.) 

FRIESHARDT.-   En nombre del emperador, deteneos y no paséis adelante.

TELL.-   (Cogiendo la pica.)  ¿Qué queréis?... ¿Porqué me detenéis?

FRIESHARDT.-  Habéis faltado a la orden; seguid.

LEUTHOLD.-   Pasasteis sin saludar este sombrero.

TELL.-  ¡Dejadme pasar, buen hombre!

FRIESHARDT.-  ¡Vaya!... ¡vaya!... ¡A la cárcel!

WALTHER.-  ¡Mi padre a la cárcel! ¡Socorro! ¡Socorro!  (Sale gente.)  Aquí... socorrednos... ayudadnos.

 

(Los guardias se llevan a TELL. Salen el cura y el sacristán y tres hombres más.)

 

EL SACRISTÁN.-  ¿Qué hay?

ROESSELMANN.-  ¿Por qué prendes a este hombre?

FRIESHARDT.-  Por enemigo del imperio, por traidor.

TELL.-   (Sacudiéndole con fuerza.)  ¡Yo traidor!

ROESSELMANN.-  Te engañas, amigo; es Tell, un hombre honrado y un buen ciudadano.

WALTHER.-   (Viendo a WALTHER FURST y corriendo hacia él.)  ¡Socorro, abuelo, que maltratan a mi padre!

FRIESHARDT.-  ¡Vaya! ¡a la cárcel!

WALTHER FURST.-   (Acudiendo.)  Yo respondo de él. Deteneos. En nombre del cielo, ¿qué ha ocurrido, Tell?  (Salen MELCHTHAL y STAUFFACHER.) 

FRIESHARDT.-  Desprecia la autoridad suprema del gobernador, y no quiere reconocerla.

STAUFFACHER.-  ¡Tell obraría así!

MELCHTHAL.-   ¡Mientes, pillastre!

LEUTHOLD.-  ¡No ha saludado el sombrero!

WALTHER FURST-   ¿Y por esto irá a la cárcel? Amigo mío, acepta mi fianza y suéltalo.

FRIESHARDT.-  Guarda para ti tu fianza; nosotros obedecemos a la consigna. Vamos; ¡a la cárcel!

MELCHTHAL.-  ¡Irritante violencia! ¡Y sufriremos que impunemente nos lo roben!

EL SACRISTÁN.-   Somos los más fuertes; compañeros, no suframos tal; debemos ayudarnos mutuamente.

FRIESHARDT.-  ¿Quién se atreve a resistir a las órdenes del gobernador?

TRES ALDEANOS.-   (Acudiendo.)  Nosotros os ayudaremos... ¿qué hay? ¡A tierra con ellos!

 

(Hildegarda, Matilde e Isabel vuelven a salir.)

 

TELL.-  Ya me defenderé solo. Retiraos, buena gente.... ¿creéis que si quisiera emplear la fuerza me impondrían temor sus alabardas?

MELCHTHAL.-    (A Frieshardt.)  ¡A ver si te atreves a llevártelo en nuestra presencia!

WALTHER FURST Y STAUFFACHER.-  ¡Calma! ¡Calma!...

FRIESHARDT.-   (Gritando.)  ¡A mí!... ¡ Un motín... una sedición!

 

(Suenan a lo lejos las trompas de caza.)

 

LAS MUJERES.-  ¡El gobernador!

FRIESHARDT.-   (Gritando más.)  ¡Un motín... socorro!

STAUFFACHER.-   Grita hasta que revientes, bribón.

ROESSELMANN Y MELCHTHAL.-  ¿Quieres callar?

FRIESHARDT.-   (Sigue gritando.)  ¡Socorro! ¡socorro! Favor a la justicia

WALTHER FURST.-  ¡El gobernador!... ¡Ay de nosotros!... ¿Qué va a pasar aquí?

 

(GESZLER a caballo y llevando en la mano el halcón; RODOLFO, BERTA, RUDENZ y numerosa comitiva de criados al rededor de la escena.)

 

RODOLFO.-  ¡Paso!... ¡paso al gobernador!

GESZLER.-  ¡Dispersadlos!... ¿Por qué este corrillo?... ¿Quién pide socorro? ¿Qué pasa?  (Silencio general.)  Quiero saberlo.  (A FRIESHARDT.)  Avanza. ¿Quién eres tú, y por qué has preso a este hombre?  (Entrega el halcón a su criado.) 

FRIESHARDT.-  Poderoso señor, soy un soldado de tu ejército, y me hallaba de centinela junto a este sombrero. He preso a este hombre porque se ha negado a saludarle; quería llevarlo a la cárcel cumpliendo tus órdenes, y el pueblo quiere quitármelo por la fuerza.

GESZLER.-   (Después de un momento de silencio.)  ¿Así desprecias al emperador, y a mí que ocupo su lugar, negándote a mostrar el respeto debido a este sombrero que mandé colgar aquí para poner a prueba vuestra obediencia? Con esto das a comprender tus malas intenciones.

TELL.-  Perdonadme, señor; fue distracción, no desprecio, perdonadme. Como me llamo Tell, que no sucederá otra vez.

GESZLER.-   (Después de un momento de silencio.)  Tell, eres maestro en el arco. Dicen que das siempre en el blanco.

WALTHER.-  Cierto, señor; mi padre acierta una manzana a cien pasos.

GESZLER.-  ¿Es hijo tuyo, Tell?

TELL.-  Sí, señor.

GESZLER.-  ¿Tienes muchos hijos?

TELL.-  Dos, señor.

GESZLER.-  ¿A cuál de ellos amas con más cariño?

TELL.-   Ambos son mis hijos del alma.

GESZLER.-  Pues bien, Tell, puesto que aciertas una manzana a cien pasos, es necesario que dés una prueba de tu puntería. Toma tu ballesta; precisamente la llevas contigo. Prepárate a acertar una manzana colocada sobre la cabeza de tu hijo. Pero te aconsejo que apuntes bien y des en el blanco del primer flechazo, porque si yerras, pagarás con la vida.

 

(Todos manifiestan su horror.)

 

TELL.-  Señor, ¡qué horrible mandato el vuestro!...? ¿Yo debo sobre la cabeza de mi hijo... No, no, no, mi bondadoso señor... no es posible que se os ocurra... ¡Líbreme de ello el Dios de las misericordias!... Vos no podéis con formalidad exigir de un padre semejante cosa.

GESZLER.-  Tú dispararás sobre una manzana colocada en la cabeza de tu hijo... lo quiero y lo mando.

TELL.-  ¡Yo apuntar con mi ballesta a la cabeza de mi propio hijo!... antes la muerte.

GESZLER.-  Dispararás o morirás con él.

TELL.-  ¡Ser el verdugo de mi hijo!... ¡Señor... vos no tenéis hijos... vos no sabéis lo que pasa en el corazón de un padre!

GESZLER.-  Por vida mía, Tell, que te vuelves de súbito muy prudente. Dicen que eres un soñador, que te apartas de los hábitos de los demás, que gustas de lo extraordinario... ahí tienes por qué elegí para ti una acción arriesgada. Otro reflexionaría, pero tú, tú cerrarás los ojos y tomarás osadamente tu partido.

BERTA.-  No os chanceéis, señor, con esta pobre gente. Vedlos pálidos y temblorosos en vuestra presencia; no están acostumbrados a tomar a chanza las palabras de su gobernador.

GESZLER.-  ¿Y quién os ha dicho que me chanceo?  (Se acerca a un árbol y coge una manzana.)  Ahí está la manzana... ¡despejar!... Que mida la distancia según el uso. Le concedo ochenta pasos... ni más ni menos. Se jacta de acertar un hombre a cien pasos... Ahora dispara y no yerres el tiro.

RODOLFO.-  Dios mío; la cosa se formaliza... Arrodíllate, hijo, y suplica al gobernador que te conceda la vida.

WALTHER FURST.-   (A MELCHTHAL que apenas puede contenerse.)  ¡Dominaos, os lo ruego... calma!...

BERTA.-   (Al gobernador.)  Basta, señor; es inhumano jugar así con la angustia de un padre. Aunque este pobre hombre mereciera morir por su leve falta, ¿no acaba de sufrir diez muertes? Dejadle volver a su cabaña; ha aprendido a conoceros, y él y sus hijos se acordarán de este momento mientras vivan.

GESZLER.-  Vaya... ¡despejad!... ¿Por qué tardas? Merecías morir, puedo matarte y ya ves... en mi clemencia pongo tu suerte en tus hábiles manos. No debe lamentarse del rigor de su sentencia el hombre a quien se deja dueño de su propio destino. Te jactas de tener buen ojo; ¡pues bien, cazador!... se trata de que nos muestres tu habilidad. El blanco es digno de ti, y el premio no carece de importancia. Dar en mitad del blanco eso cualquiera lo hace, pero el que es maestro, en todas ocasiones está seguro de su destreza, y no pierde el pulso ni la puntería porque lata su corazón.

WALTHER FURST.-   (Echándose a sus plantas.)  Señor gobernador, reconocemos vuestro poder, mas preferid la clemencia a la justicia; tomad la mitad de mis bienes, tomadlos todos si queréis, pero excusad tan horrible tortura a un padre.

WALTHER.-  Abuelo, no te arrodilles delante de este mal hombre. Decid dónde debo colocarme, que por mi parte nada temo. Mi padre acierta los pájaros en el aire, y no herirá en el corazón a su hijo.

STAUFFACHER.-  Señor, ¿no os conmueve su inocencia?

ROESSELMANN.-  Pensad que hay un Dios en el cielo, a quien debéis dar cuenta de vuestras acciones.

GESZLER.-   (Señalando al niño.)  Atadle a ese árbol.

WALTHER.-  ¡Atarme! No, no quiero ser atado, tranquilo como un cordero, no me atreveré a respirar siquiera, pero si me atáis, no lo sufriré... no quiero que me atéis... si me atáis, resistiré.

RODOLFO.-  Sólo te vendarán los ojos, hijo mío.

WALTHER.-  ¿Y por qué? ¿Os figuráis que le temo a una flecha lanzada por mano de mi padre? Quiero esperarla con firmeza y sin pestañear... Vamos, padre mío, pruébales que eres diestro arquero. No quiere creerte, e intenta perdernos... A despecho de este hombre cruel, dispara, y acierta.

 

(Se dirige al árbol, y colocan la manzana sobre su cabeza.)

 

MELCHTHAL.-   (A sus compañeros.)  Pues qué... ¿se cometerá este crimen en nuestra presencia? ¿Para qué prestamos juramento?

STAUFFACHER.-  Es inútil; no tenemos armas, y ved en cambio qué bosque de lanzas nos rodea.

MELCHTHAL.-  ¡Ah! si hubiésemos ejecutado nuestro designio inmediatamente! ¡Dios perdone a los que aconsejaron que se aplazara!

GESZLER.-   (A TELL.)  ¡Manos a la obra! No se llevan armas impunemente, y es peligroso pasearse por ahí con un instrumento de muerte; la flecha va a parar derechazo contra el que la arroja. Este derecho que con tal orgullo se atribuye el campesino, ofende al señor de esta comarca, porque sólo quien manda debe ir armado. Puesto que os satisface usar el arco y las flechas... perfectamente... yo os daré el blanco.

TELL.-   (Tiende la ballesta y coloca en ella una flecha.)  Haceos a un lado!... a un lado!

STAUFFACHER.-  ¡Cómo, Tell! ¿intentareis?... No; ¡jamas!.... tembláis.... vuestra mano tiembla, se doblan vuestras rodillas!

TELL.-   (Deja caer su ballesta.)  ¡Todo da vueltas en torno!.

LAS MUJERES.-  ¡Dios mío!

TELL.-   (Al gobernador.)  Excusadme este trance. Ahí está mi pecho; ordenad a vuestros soldados que me maten.

GESZLER.-  No quiero tu vida; quiero que dispares la flecha. Todo lo puedes, Tell; nada te asusta; manejas así el remo como la ballesta, y no te impone pavor la tempestad cuando se trata de salvar a un hombre; sálvate ahora a ti mismo, puesto que salvas a los demás.

 

(TELL, hondamente agitado y con las manos temblorosas, ora vuelve los ojos al gobernador, ora los eleva al cielo. De repente saca una segunda flecha de su carcaj. El gobernador observa todos sus movimientos.)

 

WALTHER.-   (Bajo el árbol.)  Disparad, padre; nada temo.

TELL.-  Forzoso es.  (Recoge sus fuerzas y se apresta a disparar.) 

RUDENZ.-   (Que durante la escena ha intentado dominarse, se adelanta.)  Señor gobernador, sin duda no pasaréis más adelante... No; esto fue una prueba, y habéis logrado ya vuestro objeto. Extremar las medidas de rigor no sería prudente, porque el arco demasiado tirante se rompe.

GESZLER.-  Callad, hasta ser preguntado.

RUDENZ.-  Quiero hablar, debo hablar; el honor del rey es sagrado para mí... Semejante conducta sólo puede producir el odio, y ésta no es la intención del rey; me atrevo a afirmarlo. Mis conciudadanos no merecen semejante crueldad, y vuestras atribuciones no se extienden hasta estos límites.

GESZLER.-  ¡Cómo! osáis...

RUDENZ.-   Guardé silencio mucho tiempo há sobre todas las maldades de que fui testigo, y cerré los ojos a cuanto veía, y oculté en mi pecho la indignación de mi alma, pero callar por más tiempo fuera hacer traición a mi patria y al emperador.

BERTA.-   (Interponiéndose entre él y el gobernador.)  Dios mío!... ¡Así irritáis más y más a este furioso!

RUDENZ.-  Abandoné a mis conciudadanos, renuncié a mi familia, rompí todos los lazos de la naturaleza para unirme a vos. Creía abrazar el mejor partido para este país, afirmando en él el poder del imperio, pero cae la venda de mis ojos y me veo con espanto atraído a un abismo. Perturbasteis mi mente inexperta, engañasteis mi ánimo confiado; con la más noble intención perdía a mis compatriotas.

GESZLER.-  ¡Temerario!... Hablar así a tu soberano.

RUDENZ.-  Mi soberano es el emperador, y no Geszler. Libre al par que vos, puedo medirme con vos como caballero, y si no representarais al emperador, a quien venero, en el punto en que le hacéis ultraje os arrojaría el guante a la cara, y debierais darme satisfacción según las leyes de caballería. Sí; llamad a vuestros soldados... no estoy desarmado como el pueblo... tengo una espada y al primero que se acerque...

imagen

STAUFFACHER.-   (Gritando.)  ¡Acertó la manzana!

 

(Mientras todos escuchaban al gobernador y a RUDENZ, TELL disparó la flecha. )

 

ROESSELMANN.-  ¡El niño vive!

ALGUNOS.-    (Exclaman:)  ¡Acertó la manzana!

 

(WALTHER FURST tiembla, próximo a caer desmayado. Berta le sostiene.)

 

GESZLER.-   (Sorprendido.)  ¿Ha disparado?... ¡Cómo este demonio...

BERTA.-  El niño vive; volved en vos, buen padre.

WALTHER.-   (Acudiendo con la manzana.)  Padre, toma la manzana; ya sabía yo que no habías de lastimar a tu hijo.

 

(TELL, al disparar la flecha, inclina el cuerpo hacia delante como si quisiera seguirla; después deja caer la ballesta, y cuando ve volver a su hijo, corre a su encuentro extendiendo los brazos, y le oprime con ardor contra su seno. Luego desfallece, próximo a perder el sentido. Todos le contemplan con emoción.)

 

BERTA.-  ¡Bondad divina!

WALTHER FURST.-  ¡Hijos míos! ¡hijos míos!

STAUFFACHER.-  ¡Dios sea alabado!

LEUTHOLD.-   Acción memorable que ha de pasar a la historia!

RODOLFO.-  Mientras estas montañas permanezcan inmóviles sobre su base, se hablará del arquero Tell.  (Presenta la manzana al gobernador) .

GESZLER.-  ¡Por el cielo! La atravesó de parte a parte. Es maravilla; forzoso es hacerle justicia.

ROESSELMANN.-  El flechazo ha sido bueno, pero ¡ay de aquel que ha forzado este hombre a tentar a la Providencia!

STAUFFACHER.-  Volved en vos, Tell, levantaos; os habéis portado bravamente, y podéis volver a casa en libertad.

ROESSELMANN.-  Id, y devolved el hijo a su madre.  (Intentan llevárselo.) 

GESZLER.-  ¡Oye, Tell!

TELL.-   (Vuelve) . ¿Qué me mandáis, señor?

GESZLER.-  Has guardado una segunda flecha contigo... Sí; sí; lo he visto perfectamente... ¿Cuál era tu intención?

TELL.-   (Confuso.)  Señor; es costumbre entre los cazadores...

GESZLER.-  No, Tell, no acepto tu respuesta; otra era tu intención. Dime la verdad con toda franqueza, libremente. Sea lo que fuere, te prometo que tienes asegurada la vida. ¿Qué pensabas hacer de tu segunda flecha?

TELL.-  Pues bien, señor; puesto que me prometéis la vida, os diré la verdad.  (Saca la flecha y la muestra al gobernador con terrible ademan.)  Si hubiese tocado a mi hijo del alma, con esta segunda flecha disparaba contra vos, y juro al cielo que esta vez... no hubiera errado el golpe.

GESZLER.-  Bien, Tell, te he prometido la vida bajo palabra de caballero, y lo cumpliré: mas conociendo tus malas intenciones, voy a llevarte donde no veas jamas el sol ni la luna. Así me hallaré al abrigo de tus flechas. Cogedle y atadle.

 

(Atan a TELL.)

 

STAUFFACHER.-   ¡Cómo, señor! ¿Podéis tratar así a un hombre a quien Dios protege visiblemente?

GESZLER.-   Veremos si Dios le libertará segunda vez... Llevadle a mi barca; soy con él al instante y yo mismo le conduciré a Kussnacht.

ROESSELMANN.-  No os atreveréis a ello; el mismo emperador no se atrevería, porque esto es contrario a nuestros fueros.

GESZLER.-  ¿Dónde están? ¿Los ha confirmado el emperador? No; no los ha confirmado, y sólo con vuestra obediencia obtendréis esta gracia. Rebeldes a sus mandatos, alimentáis audaces proyectos de resistencia... Os conozco; leo en vuestros corazones. Prendo sólo a este hombre entre vosotros, pero todos habéis tomado parte en su delito. Aprenda el discreto a callar y a obedecer.

 

(Se va; BERTA, RUDENZ, RODOLFO y los soldados le siguen. FRIESHARDT y LEUTHOLD se quedan.)

 

WALTHER FURST.-   (Con vivísima pena.)  Se va; ha resuelto perderme a mí, y a toda mi familia.

STAUFFACHER.-   (A TELL.)  Oh!... ¿Por qué habéis excitado la rabia de este energúmeno?

TELL.-  Pero habrá quien sea dueño de sí en trance tan cruel?

STAUFFACHER.-  ¡Esto es hecho!... ¡Esto es hecho! Con vos quedamos encadenados todos, todos esclavos.  (Los aldeanos rodean a TELL.)  ¡Con vos se aleja nuestro último consuelo!

LEUTHOLD.-   (Acercándose.)  Tell, os compadezco, pero debo obedecer.

TELL.-  Adiós.

WALTHER.-   (Con dolor, y cogiéndose a su padre.)  ¡Padre mío! ¡padre mío! ¡Padre del alma!

TELL.-   (Elevando las manos al cielo.)  Allí está tu Padre; invócalo.

STAUFFACHER.-  Tell, ¿nada me encargáis para vuestra mujer?

TELL.-   (Abrazando a su hijo con ternura.)  Veo a mi hijo sano y salvo. ¡Dios vendrá en mi ayuda!  (Se va.)