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ArribaActo V


Escena primera

 

Plaza pública en Altdorf.- En el fondo, a la derecha, la fortaleza de Uri con los andamios, como en la tercera escena del primer acto; a la izquierda, la vista de algunas montañas, en cuya cima brillan las fogatas. -Amanece, suenan las campanas en diversos lados.

 
 

RUODI, KUONI, WERNI, el CANTERO y muchos otros habitantes; mujeres y niños.

 

RUODI.-  Mirad en aquellas cimas las fogatas.

EL CANTERO.-  ¿Oís las campanas que tocan al otro lado del bosque?

RUODI.-  Ya han sido expulsados los enemigos.

EL CANTERO.-  Y tomadas las fortalezas.

RUODI.-  ¿Y sufrimos todavía los habitantes de Uri este castillo en nuestro suelo seremos los últimos a declararnos libres?

EL CANTERO.-  ¿Y dejaremos subsistir este medio de opresión?... ¡Vaya- a derribarlo!

TODOS.-  ¡Abajo!... ¡abajo!... ¡abajo!

RUODI.-  ¿Dónde está el pregonero de Uri?

EL PREGONERO.-  Ahí estoy... ¿qué se ha de hacer?

RUODI.-  Encaramaos a una altura y tocad la trompeta. Resuene con estruendo en las lejanas cavernas, y despierte los ecos de las grutas de granito, convocando a los montañeses.

 

(El pregonero se va. Sale WALTHER FURST.)

 

WALTHER FURST.-  Deteneos... amigos, deteneos; ignoramos todavía lo ocurrido en Unterwald y en Schwyz... Aguardemos el mensaje.

RUODI.-  ¿Y por qué aguardar?... Ha muerto el tirano, y ha amanecido el día de la libertad.

EL CANTERO.-   ¿Y no son suficiente estos llameantes mensajeros que brillan en torno en las montañas?

RUODI.-  ¡Venid, venid, manos a la obra! Hombres y mujeres... ¡derribad estos andamios y las bóvedas y los muros!... ¡No ha de quedar piedra sobre piedra!

EL CANTERO.-  Venid, amigos; supimos construir el edificio y sabremos destruirle.

TODOS.-  Venid... ¡Destruyámoslo!

 

(Se precipitan de todos lados sobre el castillo.)

 

WALTHER FURST.-  Ya están obrando... No he podido detenerlos más.

 

(Salen MELCHTHAL y BAUMGARTEN.)

 

MELCHTHAL.-  ¡Cómo! ¿Subsiste todavía esta fortaleza, cuando Sárnen ha sido reducida a cenizas y Rossberg es un montón de escombros?

WALTHER FURST.-  ¿Sois vos Melchthal? ¿Nos traéis la libertad?... Decid; ¿el país se ha libertado de sus enemigos?

MELCHTHAL.-   (Abrazándole.)  La patria es libre. En el punto en que os hablo no queda un solo tirano en Suiza: regocijaos, noble anciano.

WALTHER.-  ¡Oh! explicadme: ¿cómo os habéis apoderado de la fortaleza?

MELCHTHAL.-  Rudenz, con varonil audacia, se ha hecho dueño del castillo de Sárnen, y la noche anterior yo había asaltado Rossberg. Pero oíd lo que ocurrió. Habíamos arrojado los enemigos del castillo, y acabábamos de incendiarlo con la mayor alegría, viendo cómo se elevaban las llamas hasta el cielo, cuando Diethelm, el criado de Geszler, acude gritando que la dama de Bruneck era víctima del fuego.

WALTHER FURST.-  ¡Justo Dios!

 

(Suena dentro el ruido de los andamios derrumbados.)

 

MELCHTHAL.-  Era ella, en efecto; la encerraron secretamente en el castillo por orden del gobernador. Rudenz enfurecido se lanza a su encuentro; oíamos derrumbarse ya las vigas y los macizos postes,... los clamores de aquella infeliz llegaban hasta nosotros a través de la humareda.

WALTHER FURST.-  ¿Se salvó?

MELCHTHAL.-  Era necesario obrar con prontitud y resolución. Si Rudenz fuera sólo un caballero, hubiéramos reparado en el peligro, pero era un aliado, y ademas Berta honraba mucho al pueblo. Así todos hemos arriesgado la vida con valor, precipitándonos en las llamas.

WALTHER FURST.-  ¿Se salvó?

MELCHTHAL.-  Sí; se salvó. Rudenz y yo la hemos sacado de en medio de las llamas, mientras crujían y se hundían los techos detrás de nosotros. Apenas salvada y al aire libre, el barón se arrojó en sus brazos, y han jurado en mi presencia su eterna unión, que después de haber resistido a los ardores del incendio, bien puede resistir a todas las pruebas del destino.

WALTHER FURST.-  ¿Dónde está Landenberg?

MELCHTHAL.-  En los montes de Brunig. No estuvo en mi mano impedir que viva, él, que quitó la vista a mi padre. Corrí tras él, le alcancé le arrastré a los pies de mi padre, y cuando ya suspendía mi espada sobre su cabeza, imploró la misericordia del ciego anciano, y éste con su piedad le ha salvado la vida. Pero ha jurado salir de este país, y no volver más. Cumplirá su juramento, sin duda; que ya probó la fuerza de nuestro brazo.

WALTHER FURST.-  ¡Noble acción la vuestra de no haber empañado con sangre la victoria!

ALGUNOS NIÑOS.-    (Salen corriendo y llevando restos de los andamios.)  ¡Viva la libertad!... ¡Viva la libertad!

 

(Suena con fuerza la trompeta del Pregonero.)

 

WALTHER FURST.-  ¡Qué algazara!... Estos niños se acordarán de ella todavía, cuando viejos.

 

(Algunas muchachas salen llevando el sombrero colgado de la percha. El pueblo invade la escena.)

 

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RUODI.-  ¡Mirad!... el sombrero ante el cual debíamos inclinarnos.

WALTHER FURST.-  ¡Dios mío!... Debajo de este sombrero colocaron a mi nieto.

VARIOS.-  ¡Destruid este monumento de la tiranía... Al fuego con él!

WALTHER FURST.-  No, guardémoslo. Debió servir de instrumento de la tiranía; pues bien, sea el eterno emblema de la libertad.

 

(Los aldeanos, hombres, mujeres y niños, sentados o en pie entre los escombros del castillo, forman pintorescos grupos.)

 

MELCHTHAL.-  Vednos alegremente en pie, sobre los escombros de la tiranía. Compañeros... hemos cumplido noblemente el juramento que hicimos en Rutli.

WALTHER FURST.-   La empresa está comenzada, pero no acabada. Nos será necesario todavía mucho valor y sólida unión, porque el rey no tardará en querer vengar la muerte de su baile, creedlo, e intentará traer de nuevo por la fuerza lo que hemos expulsado.

MELCHTHAL.-  ¡Ya puede venir él y su ejército! Expulsamos al enemigo interior y no hemos de temer al de fuera.

RUODI.-  Pocos son los caminos que dan acceso a este país: cerraremos su entrada con nuestros pechos.

BAUMGARTEN.-  Estamos unidos con vínculos eternos y no nos espantan sus tropas.

 

(Salen ROESSELMANN y STAUFFACHER.)

 

ROESSELMANN.-  ¡Terribles son los juicios de Dios!

LOS ALDEANOS.-  ¿Qué hay?

ROESSELMANN.-  ¡En qué tiempos vivimos!

WALTHER FURST.-   Hablad... ¿qué pasa? Vos aquí, Werner, ¿qué nueva nos traéis?

LOS ALDEANOS.-  ¿Qué hay?

ROESSELMANN.-  Oíd y confundíos.

STAUFFACHER.-  Nos hemos libertado de un gran temor.

ROESSELMANN.-  El emperador ha sido asesinado.

WALTHER FURST.-  ¡Dios de misericordia!

 

(Los aldeanos se agolpan tumultuariamente en torno de STAUFFACHER.)

 

TODOS.-   ¡Asesinado!... ¿El emperador?... Oigamos... ¿el emperador?

MELCHTHAL.-  ¡No es posible! ¿De dónde procede la noticia?

STAUFFACHER.-  Es cierta. El emperador Alberto murió cerca de Brück en manos de un asesino. Un hombre fidedigno, Juan Müller, ha traído la noticia de Schaffhouse.

WALTHER FURST.-  ¿Quién ha osado cometer esta horrible acción?

STAUFFACHER.-  El nombre del asesino la hace más horrible; su sobrino, el hijo de su hermano, el duque Juan de Suabia ha sido el autor de este asesinato.

MELCHTHAL.-  ¿Y qué causa le impulsó a cometer este parricidio?

STAUFFACHER.-  El emperador era el depositario de su herencia paterna y la rehusaba a sus impacientes reclamaciones. Hasta se dice si abrigó el designio de acabar este asunto dando a su sobrino una mitra. Sea de ello lo que fuere, el joven príncipe prestó oídos a las criminales sugestiones de algunos de sus compañeros de armas, y puesto que se le negaba lo suyo, resolvió, vengarse con ayuda de los señores de Eschenbach, de Tegerfeld, de Wart y de Palm.

WALTHER FURST.-  Contadnos cómo ha ocurrido el hecho.

STAUFFACHER.-  El emperador se dirigía de Stein a Baden, para regresar a su corte de Rheinfeld acompañado de los príncipes Juan y Leopoldo y numerosa comitiva de grandes señores. Cuando llegó cerca del río Reuss, al sitio donde hay que tomar la barca para atravesarle, los asesinos se embarcaron precipitadamente con él para separarle del resto de la comitiva, y una vez en la otra orilla, en el punto en que pasaba el emperador por un sembrado, junto a las ruinas de una antigua ciudad pagana, y enfrente de la fortaleza de Habsburgo, cuna de su ilustre raza, el duque Juan le dio una puñalada en la garganta, Rodolfo de Parm le atravesó de un lanzazo, y Eschenbach le partió la cabeza. El emperador ha muerto, pues, entre los suyos, degollado por los suyos. Los demás vieron cómo le mataban desde la opuesta orilla, pero como iba por medio el río, no pudieron hacer otra cosa que lanzar vanos clamores de dolor. Sólo una pobre mujer había, sentada al borde del camino... el emperador espiró en sus brazos.

MELCHTHAL.-  Así, el insaciable ambicioso no ha hecho más que bajar antes de tiempo a la tumba.

STAUFFACHER.-  La comarca está consternada. Se han cerrado todos los caminos y cada cantón guarda sus fronteras. Hasta la antigua ciudad de Zurich ha cerrado sus puertas por la primera vez de treinta años acá; tanto se teme a los asesinos, y más que a ellos a los que quieren vengar el asesinato. Porque la reina de Hungría, la severa Ana, ajena a la blandura de su sexo, se acerca armada de la proscripción, ansiosa de tomar venganza en las familias de los asesinos, en sus criados, en sus hijos, en sus nietos, hasta en las piedras de sus castillos. Ha jurado inmolar sobre la tumba de su padre generaciones enteras, y bañarse en sangre como en agua de rosas.

MELCHTHAL.-  ¿Y se sabe a dónde huyeron los asesinos?

STAUFFACHER.-  Apenas cometido su crimen han tomado diferentes caminos, y se han separado para no encontrarse jamás. El duque Juan irá sin duda errante por las montañas.

WALTHER FURST.-  Crimen inútil para ellos; la venganza no da fruto nunca. Vive de sí misma; su placer consiste en matar y sólo se sacia con crueldades.

STAUFFACHER.-  Verdad que su crimen será inútil para los asesinos, pero nosotros, nosotros recogeremos con inmaculadas manos la rica cosecha de este cruento delito, porque ahora nos vemos libres de un gran temor. Cayó el más poderoso enemigo de nuestra libertad, y algunos creen que el cetro pasará de la casa de Habsburgo a otra familia. El imperio quiere conservar su derecho de elección.

WALTHER FURST Y OTROS.-  ¿Sabéis algo de eso?

STAUFFACHER.-  El conde de Luxemburgo es el elegido por gran mayoría de votos.

WALTHER FURST.-  ¡Bien hicimos en seguir fieles al imperio! Ahora, podremos esperar justicia.

STAUFFACHER.-  El nuevo emperador tendrá necesidad de aliados y nos protegerá contra la venganza del Austria.

 

(Los aldeanos se abrazan mutuamente.)

 

EL SACRISTÁN.-   (Sale acompañado de un mensajero del imperio.)  Ahí tenéis a los dignos jefes del país.

ROESSELMANN Y OTROS.-  ¿De qué se trata?

EL SACRISTÁN.-  Este hombre es un mensajero del imperio que trae esta carta.

TODOS.-   (A WALTHER FURST.)  Abridla y leed.

WALTHER FURST.-   (Lee.)  «A los buenos habitantes de Uri, Schwyz y Unterwald, la reina Isabel, salud y prosperidad.»

VARIOS.-  ¿Qué quiere la reina? Su reinado acabó.

WALTHER FURST.-  «En medio de su inmenso dolor y en la triste viudez en que la deja el sangriento fin de su esposo, la reina ha pensado en la antigua fidelidad y el amor de los cantones suizos.»

MELCHTHAL.-  Cuando era feliz, para nada se acordaba de nosotros.

ROESSELMANN.-  ¡Silencio!... oigamos.

WALTHER FURST.-  «Persuadida de que ese pueblo fiel sólo sentirá horror por los malvados autores de tamaño crimen, espera que los tres cantones no darán asilo alguno a los asesinos y que por el contrario coadyuvarán fielmente a la acción de la justicia, recordando el amor y el favor que siempre les ha acordado la casa de Rodolfo.»

 

(Muestras de desagrado entre los circunstantes.)

 

VARIOS.-  ¡El amor!... ¡el favor!

STAUFFACHER.-  Recibimos, en efecto, muestras de cariño del padre; pero ¿qué tenemos que agradecer al hijo? ¿Confirmó nuestros fueros, como habían hecho antes que él los demás emperadores? ¿Nos hizo nunca justicia, ni prestó apoyo a la inocencia oprimida? ¿Se dignó siquiera oír a los mensajeros de nuestras quejas? No; nada hizo; nos hemos visto obligados a acudir al propio valor para reconquistar nuestros derechos. ¡No le movían nuestras penas!... ¿Por qué pues la gratitud?... No fue por cierto la gratitud lo que sembró en nuestros valles. Desde su encumbrado asiento pudo ser el padre de sus pueblos, y sólo se ocupó de su familia. Llórenle, pues, los que le deben su fortuna.

WALTHER FURST.-  No nos alegramos de su pérdida, ni recordamos los males sufridos; felizmente han pasado. Pero vengar la muerte de un soberano al que no debemos ningún beneficio; perseguir a los que no nos hicieron ningún mal, esto ni nos conviene, ni puede convenirnos en manera alguna. Esto sería de nuestra parte, voluntaria prueba de afecto, porque la muerte ha roto todas las cadenas. Ningún deber tenemos que cumplir para con él.

MELCHTHAL.-  Ya puede la reina llorar en su retiro, y acusar al cielo en la vehemencia de su dolor. Ahí tenéis en cambio un pueblo que le da gracias, libre de sus pasadas angustias. ¡Quién desea merecer consuelo, debe tratar a los demás con amor!

 

(El mensajero se va.)

 

STAUFFACHER.-   (Al pueblo.) , ¿Dónde está Tell?. ¿El fundador de nuestra libertad será el único que falte? A él se debe la grande obra, y él fue el que más ha sufrido. Venid; vamos a buscarle a su casa, y a saludar al libertador de todos.  (Se van.) 



Escena II

 

La entrada de la casa de TELL.- Arde el hogar. - La puerta principal está abierta.

 
 

HEDWIGIA, WALTHER y GUILLERMO.

 

HEDWIGIA.  - Vuestro padre torna a nuestros brazos, hijos míos; vive, es libre, todos somos libres, y él ha sido quien dio libertad a ese país.

WALTHER.-  Y yo también, madre; yo también tengo mi parte en eso, y muchos pronunciarán mi nombre. Me vi expuesto a morir de un flechazo de mi padre y no temblé.

HEDWIGIA.-    (Abrazándole.)  Sí, me has sido devuelto. Dos veces te me dio el cielo, dos veces sufrí los dolores del parto. Ahora todo acabó, y os tengo a los dos,... a los dos,... y vuestro querido padre vuelve.

 

(Se presenta un monje en el umbral de la puerta.)

 

GUILLERMO.-  Mira, madre, mira; un fraile que viene a pedirnos limosna.

HEDWIGIA.-   Decidle que entre para darle algo, y verá que se halla en la casa de la dicha.  (Se va y vuelve luego con un vaso.) 

GUILLERMO.-   (Al monje.)  Entrad, buen hombre, mi madre quiere daros algo para refrescar.

WALTHER.-  Entrad a descansar, y luego saldréis de aquí con nuevas fuerzas.

EL MONJE.-   (Con las facciones descompuestas y espantados ojos.)  ¿Dónde estoy? Decidme... ¿en qué país estoy?...

WALTHER.-  ¿Os habréis perdido... no sabéis dónde estáis?... Pues estáis en Burglen, en el cantón de Uri, en el camino del valle de Schaechent.

EL MONJE.-    (A HEDWIGIA que vuelve.)  ¿Estáis sola?... No se halla en casa vuestro marido?

HEDWIGIA.-  Le aguardo en este momento... ¿Pero qué tenéis?... Vuestro semblante no me parece de muy buen augurio... Quien quiera que seáis estáis necesitado; tomad.  (Le ofrece el vaso.) 

EL MONJE.-  Aunque sediento, nada tomaré antes que me digáis...

HEDWIGIA.-  No me toquéis la ropa, no os acerquéis... Seguid a distancia si he de escucharos.

EL MONJE.-  Por este fuego que brilla en el hogar... por vuestros caro hijos que abrazo...  (Toma a los niños.) 

HEDWIGIA.-  ¿Qué os proponéis, buen hombre?... Dejad a mis hijos, sin duda no sois un religioso, no, no lo sois... Este hábito es símbolo de paz, y no reina la paz en vuestro semblante.

EL MONJE.-  ¡Soy el hombre más desgraciado de la tierra!

HEDWIGIA.-  La voz de los desgraciados llega al alma, pero vuestra mirada hiela mi sangre.

WALTHER.-   (Dando un brinco.)  ¡Madre!... padre está aquí...  (Se va corriendo.) 

HEDWIGIA.-  ¡Oh! ¡Dios mío!  (Intenta correr a su encuentro, pero tiembla y se detiene.) 

GUILLERMO.-   (Corriendo hacia dentro.)  ¡Padre!

WALTHER.-   (Dentro.)  ¿Ya de vuelta?

GUILLERMO.-   (Dentro.)  ¡Padre, mi querido padre!

TELL.-   (Dentro.)  Ahí me tenéis... ¿Y vuestra madre?  (Salen.) 

WALTHER.-  Ahí está... en el umbral sin dar un paso, temblando de emoción y alegría.

TELL.-  ¡Oh! Hedwigia, Hedwigia, madre de mis hijos... Dios vino en nuestro socorro... De hoy más ningún tirano podrá separarnos.

HEDWIGIA.-    (Arrojándose en sus brazos.)  ¡Oh! ¡Tell, Tell, qué angustias he sufrido por ti!  (El monje escucha con atención.) 

TELL.-  Olvídalas ahora y regocíjate; ya me tenéis de vuelta. Ya estoy en mi casa... entre los míos.

GUILLERMO.-  ¿Dónde está la ballesta, padre?... no la veo.

TELL.-  Ni has de verla jamás; la depuse en sagrado; ya no cazaré más con ella.

HEDWIGIA.-  ¡Tell! ¡Tell!  (Retrocede y suelta la mano.) 

TELL.-  ¡Qué te asusta aún... esposa mía!

HEDWIGIA.-   ¡Qué!... qué... ya estás de vuelta... esta mano... puedo estrecharla... esta mano... ¡Oh! ¡Dios!.

TELL.-   (Con ternura y energía.)  Esta mano os ha defendido y ha salvado al país... Puedo levantarla libremente al cielo.  (El monje parece vivamente conmovido. TELL repara en él. )  ¿Quién es este religioso?

HEDWIGIA.-  ¡Ah!... le había olvidado. Háblale... me da miedo.

EL MONJE.-   (Se acerca.)  ¿Sois Tell, cuya mano dio muerte al gobernador?

TELL.-  Si, yo soy; no he de negarlo a nadie.

EL MONJE.-  ¡Sois Tell!... ¡Ah! la mano de Dios me trajo a vuestra casa.

TELL.-   (Fijando en él su mirada.)  Vos no sois un religioso... ¿Quién sois vos?

EL MONJE.-  Disteis muerte al gobernador, que os había tratado con crueldad; yo maté a mi enemigo que me rehusaba mis derechos... Era a la vez vuestro enemigo, y el mío... Y liberté a la comarca de su presencia.

TELL.-    (Retrocediendo.) ... Vos sois... ¡Oh! ¡es horrible!... hijos, salid, ve... esposa mía... ve... ¡Desdichado!... seríais...

HEDWIGIA.-  ¡Dios mío!... ¿Quién es?

TELL.-  No quieras saberlo... Ve, ve, tus hijos no deben saberlo... sal de casa... ve... no puedes estar bajo el mismo techo que este hombre.

HEDWIGIA.-  ¡Oh!... ¡desgracia! ¿qué es esto? Venid.  (Se va con sus hijos.) 

TELL.-   (Al monje.)  ¿Sois el duque de Austria? ¿Lo sois habéis dado muerte al emperador vuestro tío y vuestro soberano?

JUAN EL PARRICIDA.-  Me había robado mi herencia.

TELL.-  ¡Matar a vuestro tío, a vuestro emperador! ¡Y la tierra os soporta! ¿Y el sol os alumbra todavía?

EL PARRICIDA.-  Tell, oídme antes de...

TELL.-  ¿Y manchado aún con la sangre de tu padre, con la sangre de tu emperador, te atreves a entrar en esta casa, y a presentarte delante de un hombre honrado, reclamando su hospitalidad?...

EL PARRICIDA.-   Esperaba que os compadeceríais de mí, porque también vos os vengasteis de vuestro enemigo.

TELL.-  ¡Desdichado! ¿osas comparar el crimen de la ambición, con la justa defensa de un padre? ¿Tenías que defender acaso la preciosa vida de tus hijos? ¿proteger el santuario de tu hogar? ¿preservar a los tuyos de la más tremenda catástrofe?... Elevo al cielo mis puras manos, y te maldigo a ti, y a tu crimen... Yo vengué los derechos sagrados de la naturaleza; tú los profanaste. Nada hay de común entre ambos; ... yo he defendido cuanto me era más caro, y tú has asesinado.

EL PARRICIDA.-  No tengo consuelo alguno, ni una esperanza, ¿y me rechazáis?

TELL.-   Me siento penetrado de terror, al hablarte. Vete; prosigue tu horrible camino, no manches esta tranquila casa, morada de la inocencia.

EL PARRICIDA.-   (Se dirige hacia la puerta.)  ¡No puedo más... quiero morir!

TELL.-  ¡Y aún me mueves a compasión Dios mío! Tan joven, de tan ilustre prosapia,... el nieto de Rodolfo, de mi emperador, de mi soberano... perseguido por asesino, está allí, en el dintel de mi puerta, en mi pobre dintel,... suplicante... desesperado.  (Vuelve el rostro.) 

EL PARRICIDA.-   ¡Ah! ¡si pudierais llorar!... Muevaos mi suerte... es espantosa. Soy príncipe, lo era, pude ser feliz, si hubiese reprimido la impaciencia de mis deseos. Pero la envidia me roía el corazón... Veía a mi joven primo Leopoldo, henchido de honores, elevado a la realeza, y yo, joven como él, seguía retenido en servil menor edad.

TELL.-  ¡Desdichado! Bien te conocía tu tío, cuando te rehusaba tu herencia y tus vasallos. Con tu pronta, feroz, insensata acción, tú mismo justificaste su prudencia. ¿Dónde están los cómplices de tu crimen?

EL PARRICIDA.-  Donde quisieron arrastrarles las furias vengativas. Desde el atentado, no he vuelto a verles.

TELL.-  ¿Sabes que pesa sobre ti la proscripción?... ¿que nadie puede darte asilo?... ¿que debes ser tratado como enemigo, en donde quiera que vayas?

EL PARRICIDA.-  Por esto me alejo de los caminos frecuentados, y no me atrevo a llamar a ninguna puerta. Dirijo mis pasos hacia el desierto, llevando mi propio terror a través de los montes, y si alguna vez veo reflejarse mi imagen en el cristal de una corriente, retrocedo ante ella con espanto. ¡Oh!... si os moviera a lástima... a piedad...  (Se arrodilla a sus plantas.) 

TELL.-   (Volviendo el rostro.)  Alzad... alzad.

EL PARRICIDA.-  No será, sin que me hayáis tendido la mano piadosa...

TELL.-  ¿Y acaso puedo socorreros? ¿Qué puede hacer un pobre mortal? Pero... alzad... Por atroz que sea vuestro crimen, sois hombre, sois mi prójimo... Nadie saldrá de la casa de Tell sin algún consuelo. Cuanto pueda hacer, lo haré.

EL PARRICIDA.-   (Se levanta y le toma la mano con viveza.)  ¡Oh, Tell! ¡salváis mi alma de la desesperación!

TELL.-   Soltad y salid de aquí, porque aquí no podéis quedaros sin ser descubierto, y si lo fuereis no podríais contar con mi apoyo... ¿A dónde pensáis ir?... ¿Dónde esperáis hallar reposo?

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EL PARRICIDA.-  ¿Lo sé yo por ventura, triste de mí?

TELL.-  Oíd lo que Dios me inspira. Es fuerza que vayáis a Italia, a la ciudad de San Pedro. Postraos a los pies del papa, confesad vuestro crimen, y salvad vuestra alma.

EL PARRICIDA.-  ¿Y no me entregará a mis perseguidores?

TELL.-  Haga lo que quiera, someteos a la voluntad de Dios.

EL PARRICIDA.-  ¿Y cómo llegar a este país desconocido para mí? Ignoro el camino, y no me atreveré a juntarme con los viajeros.

TELL.-   Voy a indicároslo. Estadme atento; ascenderéis el curso del río Reuss, que se precipita con ímpetu de lo alto de agrestes montañas.

EL PARRICIDA.-  ¿Volveré a ver el río?... en su orilla cometí mi crimen.

TELL.-  El camino bordea el abismo, y encontrareis en él gran número de cruces plantadas en memoria de los pobres viajeros sepultados bajo la nieve.

EL PARRICIDA.-  ¡Qué habían de importarme los horrores de la naturaleza, si pudiera dominar los inmensos padecimientos del alma!

TELL.-  Arrodillaos delante de cada una de estas cruces, y expiad vuestro crimen con las lágrimas del arrepentimiento: si conseguís atravesar felizmente este camino, sin ser combatido del huracán que reina en aquellas montañas, llegaréis por fin al puente; y si este no se hunde al peso de vuestro crimen, y pasáis por él sano y salvo, entonces hallaréis una lúgubre abertura entre los peñascos, donde nunca penetró la luz. Atravesadla, os conducirá a un hermoso y sonriente valle. Cruzadlo con paso veloz, que no habéis de deteneros en los lugares donde se disfruta de tranquilidad.

EL PARRICIDA.-  ¡Oh! ¡Rodolfo, Rodolfo!... mi real abuelo... así atraviesa el imperio tu nieto...

TELL.-  Ascendiendo siempre, llegaréis a la cima del San-Gotardo, donde dos lagos se alimentan perpetuamente de las aguas del cielo. Allí dejaréis la tierra alemana, y el sonriente curso de otro río os conducirá a Italia, término de vuestro viaje.  (Suenan las trompas y el canto pastoril.)  Oigo voces... Salid.

HEDWIGIA.-   (Acudiendo.)  ¿Dónde estás, Tell? Mi padre, y la alegre turba de confederados que llegan...

EL PARRICIDA.-  ¡Desdichado de mí!... No puedo detenerme entre los hombres felices...

TELL.-  Ve, esposa mía; da a ese hombre cuanto necesite para reparar sus fuerzas... cárgale de provisiones... porque es largo su viaje y no ha de hallar posada en su camino. Ve... dáte prisa... Ya llegan.

HEDWIGIA.-  ¿Quién es?

TELL.-  No lo preguntes, cuando parta, vuelve la cara para no ver el camino que toma.

 

(El PARRICIDA se acerca a TELL conmovido. Éste le hace una seña con la mano, y ambos se van por diverso lado. Mutación.)

 


Escena III

 

El fondo del valle delante de la casa de TELL; cerca de allí, una ladera ocupada por pintoresca multitud. Parte de ella pasa por una palanca que conduce a SCHAECHENT. WALTHER FURST se adelanta con los dos niños MELCHTHAL, STAUFFACHER y algunos más. En el punto en que sale TELL, es acogido con vivas demostraciones de jubilo.

 

TODOS.-   ¡Viva Tell el cazador, el libertador!

 

(Mientras los de primer término se agolpan al rededor de TELL y le abrazan, salen RUDENZ que abraza a los aldeanos, y BERTA que abraza a HEDWIGIA. La música de la montaña acompaña esta escena muda. Un momento después, BERTA se adelanta en medio del pueblo.)

 

BERTA.-  Amigos y confederados, admitid en vuestra alianza a la afortunada mujer que fue la primera que halló auxilio en la tierra de la libertad. Fío mis derechos a vuestro robusto brazo, ¿queréis protegerme como vuestra ciudadana?

LOS ALDEANOS.-  Sí; os asistiremos con nuestros bienes y nuestra sangre.

BERTA.-  Pues bien; doy mi mano a este mancebo. La libre ciudadana suiza va a ser esposa de un hombre libre.

RUDENZ.-  Y yo doy la libertad a mis siervos.

 

(Se repite la música. Cae el telón.)

 

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