Gustavo Adolfo Bécquer, cuentista
Russell P. Sebold
A partir de los decenios finales del setecientos es cada vez más típico del Romanticismo cierto acercamiento y entrecruzamiento entre los géneros literarios, tanto en el sentido de que se tratan unos mismos temas en las formas más dispares, como en el de que se van fundiendo estas formas y sus técnicas. El tema del último rey visigodo Rodrigo y la destrucción de España está presente en el poema de Cadalso Carta de Florinda a su padre el conde don Julián, después de su desgracia (1773), pero es a la par el asunto de la novela El Rodrigo (1793) de Pedro Montengón. En un solo año (1834), la historia del trovador y triste amante Macías se narra en la novela El doncel de don Enrique el Doliente de Larra, y se lleva al teatro en el drama en verso Macías del mismo autor. No sólo se escenifica el tema donjuanesco en el famoso drama de Zorrilla, sino que varios años antes se cuentan las sergas de otro burlador muy semejante en el famoso poema lírico-épico-dramático El estudiante de Salamanca de Espronceda, quien no obstante, clasificaba este poema suyo como «cuento». Y ahí está El moro expósito (1834) del duque de Rivas, compuesto en 12 largos romances endecasílabos, pero que por sus técnicas descriptivas y narrativas, así como por su historicismo arqueológico, pertenece al género de la novela histórica romántica (a su otro poema narrativo El caudillo de los ciento, Antonio Arnao lo llamaría, en efecto, «novela en verso»).
¿A qué viene todo este preámbulo sobre formas literarias no cultivadas por Bécquer y otras escasamente representadas en su obra? Pues bien, los géneros periodísticos -sólo aparentemente menores- de los que nos hemos de ocupar aquí tuvieron su primer florecimiento auténtico durante el segundo romanticismo, o sea el decimonónico; y de ahí que se vean afectados por la misma indeterminación en lo que atañe a las lindes genéricas. En su forma básica el periodismo significaba entonces lo mismo que ahora los reportajes sobre las últimas actualidades extranjeras y nacionales: un atentado a la vida de Bismarck, la respuesta del Gabinete de Viena a las notas de Prusia e Italia, la terrible epidemia que últimamente azotaba a Madrid, el certamen poético abierto en beneficio de la Sociedad Abolicionista Española, la ofensa hecha a los valientes marinos españoles con el apresamiento de La Covadonga, la reacción del Senado español ante desavenencias surgidas entre el Gobierno italiano y el Sumo Pontífice, etc. Cuesta mucho trabajo imaginarse al sensible poeta de las Rimas redactando escritos tan secos.
Pero Bécquer y otros literatos que se sostenían escribiendo para la prensa popular repartían regularmente su tiempo entre tales informes y otros géneros entonces también periodísticos aunque de mayor alcance creativo, como son el cuadro de costumbres, el cuento, la leyenda, el ensayo y la meditación personal. Estos últimos géneros, más literarios, y el prosaico artículo noticiero solían tener aproximadamente la misma extensión, en muchos casos se pagaban igual, y se caracterizaban asimismo por su actualidad, causa no pocas veces del entrecruzamiento entre las formas periodísticas, en lo que se refiere a la técnica. Es más, sin la obligada y constante atención a la actualidad, condición del periodismo en el sentido normal de la palabra, los costumbristas y cuentistas del Ochocientos difícilmente habrían logrado esa otra actualidad, tan indispensable para sus colaboraciones más creativas y de la que hablaremos más abajo. Teniendo en cuenta la filiación histórica existente entre los artículos noticieros y la ficción breve, que alternaban en la prensa del Ochocientos (primer órgano para la publicación del cuento literario moderno), también salta a la vista uno de los motivos principales que viene incluyéndose en todas las definiciones del cuento desde el siglo pasado: tales narraciones han de ser de extensión limitada para que puedan leerse en una sesión de lectura, o bien en una hora, como alguna vez se especifica. (Desde luego, hay otras razones más artísticas para insistir tanto en la brevedad, según veremos.)
Existen artículos de costumbres en los que con un mínimo de aditamentos literarios se analizan problemas concretos concernientes a las viviendas de Madrid, a los restaurantes de la capital, o a las instituciones penales (como Las casas nuevas, La fonda nueva y Los barateros de Larra), y éstos son todavía una forma de reportajes sobre la actualidad, en el sentido estricto de la palabra. Pero también en esos otros artículos costumbristas de Mesonero y Larra que tienen argumento y personajes total o parcialmente ficticios, acercándose así a la narración creativa pura en su variante cuento (Antes, ahora y después, Una noche en vela, El casarse pronto y mal, El castellano viejo, etc.), se mantiene una marcada actualidad por tratar en forma alegórica o de ficción algunos problemas sociales preocupantes en ese momento; pero además, se acusa en estos artículos otra actualidad ya artística, si tenemos en cuenta que la realidad ambiental de ese momento concreto se imita recurriendo al minucioso realismo que el siglo XIX aprendió en la filosofía sensista observacional y la ficción del Siglo de las Luces. Esta representación costumbrista de la realidad inmediata (actualidad transformada en actualidad) se da a la vez en el cuento puro del siglo XIX, el cual se cultivó con tanto ahínco que llegó a institucionalizarse en obras periódicas como El Hogar de las Familias. Y también poseen cierta especie de actualidad psicológica esas colaboraciones que descubren la intimidad del escritor reproduciendo meditaciones personales estimuladas, ya por las insolentes palabras de un criado, ya por el molesto tictac de un reloj, elementos que suelen ser objeto de la misma clase de descripción realista a la que hemos aludido (La nochebuena de 1836 de Larra; Entre sueños de Bécquer).
Pero he
aquí el detalle tal vez más sorprendente de estos
entrecruzamientos entre géneros periodísticos:
según la teoría narrativa decimonónica, la
leyenda de tema medieval y desenlace fantástico
también está basada en la actualidad. En su leyenda o
narración fantástica La promesa,
Bécquer caracteriza su descripción de un campamento
militar medieval y las actividades de los soldados que lo habitan
como «aquel cuadro de costumbres
guerreras»
(Bécquer, 1969, pág. 249). El sentido del familiar
término de Mesonero y Larra en tan remoto contexto
histórico se explica por el hecho de que en la leyenda
ochocentista, lo mismo que en la novela histórica
romántica, se recrea el pasado con descripciones tan
minuciosas y documentadas que, para quien se coloca imaginariamente
en ese momento histórico, la escena representada rebosa de
realismo, de convincente actualidad.
El subgénero de artículos de costumbres en los que se plantea una cuestión de actualidad mediante una alegoría o ficción realista se subdivide en dos especies, entre las que se producen luego nuevos entrecruzamientos y acercamientos de técnica, según el grado en que cada una de ellas participe de las diversas características del indicado subgénero. Las aludidas especies son: 1) ensayos costumbristas en los que, sin faltar la acción, el escritor se concentra en la descripción del ambiente, el análisis psicológico de los personajes y la interacción entre ambiente y personaje; 2) ensayos en los que, sin faltar la descripción y el análisis psicológico, el autor se concentra en el argumento. Los primeros son auténticos cuadros costumbristas, y a los segundos, en realidad, habría que llamarlos cuentos costumbristas; o bien se podría decir que unos son cuentos tipo «trozo de vida» (por ejemplo, El castellano viejo de Larra), y los otros son cuentos de enredo (Antes, ahora y después de Mesonero). Con estos géneros cuentísticos alternaba también el relato fantástico. Pienso en dos ejemplos publicados en Madrid en el momento en que Bécquer nacía en Sevilla: Yago Yasch (cuento fantástico) de Pedro de Madrazo, y Beltrán (cuento fantástico) de Ochoa, ambos publicados en El Artista (Madrid, 1835-1836) (Simón Díaz, 1946, págs. 96,132).
Todas las variantes costumbristas y narrativas anteriormente mencionadas están representadas en la prosa de Bécquer, y aunque aquí no puedo ocuparme por extenso de cada una de ellas, no cabe duda de que todas quedan reflejadas, al menos indirectamente, en las tres muestras de la cuentística becqueriana que examinaremos en los párrafos siguientes: El monte de las Ánimas (1861), La venta de los Gatos (1862) y Un boceto del natural (1863). Serán necesarias, en primer lugar, algunas reflexiones adicionales -ya más literarias- en torno a la actualidad, que viene a ser algo así como nuestro hilo conductor para el análisis de las técnicas compartidas por los diferentes tipos de relato que nos interesan. De esas otras técnicas privativas de cada uno de ellos, hablaremos al tratarlos individualmente.
Ahora bien,
actualidad en cuanto término literario significa
inmediatez, esa cualidad, por la cual lo representado en la
literatura parece estar delante, presente, a nuestro lado. Ya
Benjamín Franklin observa que en la ficción el efecto
para el lector de una hábil combinación de la
narración y el diálogo es como si se le introdujera
en la compañía de los personajes y se le permitiera
escuchar su conversación: «[the reader] finds himself as
it were brought into the company and present at the
discourse»
(Franklin, 1964, pág. 72). Mas no bastan la
narración y el diálogo. En su ensayo Writing short stories
(Escribiendo cuentos), la distinguida novelista y
cuentista norteamericana Flannery O'Connor dice que en un cuento no
hay que dejar aparecer a un hombre ni durante los pocos momentos
necesarios para vender un periódico sin dar sobre él
suficientes detalles para que el lector le vea (O'Connor, 1975,
pág. 92). Según
O'Connor, solamente los escritores noveles y los que no se dedican
a la creación piensan que es posible tratar por separado el
análisis, el tema, el argumento, el carácter, la
técnica, los valores sociales y el juicio presentes en un
cuento; porque sin que estos elementos se asimilen en una unidad
orgánica total, no hay cuento. Para el cuentista, «el juicio empieza con los detalles que ve y
cómo los ve»
, pues «cuando se escribe ficción, pocas veces se
trata de decir cosas; se trata de mostrarlas»
(Ibid.,
págs. 92-93).
La importancia de
estas reflexiones resalta cuando recordamos lo que O'Connor dice
algunas líneas antes sobre la experiencia del lector:
«Ningún lector que no experimente
(a quien no se haga sentir) el cuento va a creer nada de lo que el
escritor meramente le diga. La primera y más obvia
característica de la ficción es que trata de la
realidad a través de lo que puede verse, oírse,
olerse, gustarse y tocarse»
(pág. 91). Pero si no entran antes en
juego los sentidos del escritor y su percepción vivida de la
realidad representada en el cuento, no responderán los
sentidos del lector. No sorprende que O'Connor también
destaque la importancia del papel de los sentidos al hablar de la
recreación de la realidad en la novela. La autora alude a la
epistemología sensista dieciochesca, en cuya indispensable
aportación al nacimiento del Realismo moderno en los
escritores de toda Europa en la época de Torres Villarroel y
el P. Isla vengo insistiendo desde hace
muchos años: «... la naturaleza de
la ficción se determina en gran medida por la naturaleza de
nuestro aparato perceptivo. El principio del conocimiento humano es
a través de los sentidos, y no puedes interesar a los
sentidos con abstracciones. A la mayor parte de la gente le resulta
mucho más fácil exponer una idea abstracta que
describir y así recrear algún objeto que de hecho
ven. Pero el mundo del novelista está lleno de materia, y
esto es lo que los escritores noveles del género
están poco dispuestos a crear»
(pág. 67).
He citado a Flannery O'Connor porque por la coincidencia de Bécquer con las opiniones de esta escritora del siglo XX se demuestra una vez más su enorme modernidad. Al ocuparse de su proceso creativo, en su verso, en su crítica sobre la poesía y en su crítica sobre la prosa, Gustavo señala siempre que sin sentidos, sin sensaciones y sin apuntes mentales sobre pasadas percepciones sensoriales, no hay arte literario.
En las Cartas
literarias a una mujer, Bécquer proclama en
términos tajantes el insustituible oficio de las sensaciones
en el proceso creativo: «Todo el mundo
siente. Sólo a algunos seres les es dado el guardar como un
tesoro la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que
éstos son los poetas. Es más: creo que
únicamente por esto lo son»
(Bécquer, 1969,
pág. 623). Amplía
esto mismo en otros pasajes: «La
sensación fecunda a la inteligencia y allá en el
fondo del cerebro tiene lugar la misteriosa concepción de
los pensamientos que han de surgir algún día evocados
por la memoria»
(Desde mi celda); «estas ligeras y ardientes hijas de la
sensación duermen allí agrupadas en el fondo de mi
memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y
revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi
espíritu las evoca, y tienden sus alas transparentes, que
bullen con un zumbido extraño y cruzan otra vez a mis
ojos»
(Cartas literarias a una mujer), pues
ahora se les asigna un importante papel en la confección de
la obra de arte (Bécquer, 1969,
págs. 531, 622-623)
.
He demostrado en otros lugares que Gustavo explica así tanto
la gestación de sus prosas como la de sus poesías
(Bécquer, 1991, págs. 36-51; Sebold, 1989,
págs. 17-19 y
ss.), por lo cual el término
poeta tiene para él su sentido etimológico
de «hacedor, creador», dios y creador de
pequeños mundos literarios lo mismo en discurso suelto que
en discurso rimado. Quiero insistir en esta definición de
poeta, porque sin ella y sin su inevitable alusión
en todo momento a ambas variantes de la creación literaria,
no se entendería la última de las
características del cuento clásico
decimonónico que me interesa considerar en estas
líneas introductorias.
En la primera de
sus tres muy conocidas reseñas de los cuentos de Nathaniel
Hatwhorne, en las que se da la clásica definición del
cuento ochocentista, Edgar Allan Poe afirma que por ciertos rasgos
suyos el cuento incluso descubre una «superioridad sobre el poema»
(Poe,
1984, pág. 568);
comparación en la que quizá se inspirara Mariano
Baquero Goyanes para su capítulo «El cuento y la
poesía» (Baquero Goyanes, 1988, págs. 133-139). Para Poe, «un poema largo es una paradoja»
,
porque la poesía depende de esa total «exaltación del alma que no puede
sostenerse durante mucho tiempo»
, así como de la
«unidad de impresión»
que sigue a tal concentración anímica. Pues bien, el
cuento difiere de la novela en la misma forma en que el poema corto
se diferencia del largo: posee una totalidad -palabra de Poe- en su
concepción original y en la impresión que causa al
lector, la cual no puede lograrse en las narraciones extensas.
Cuento y poema son rápidas y reconcentradas intuiciones
sobre la naturaleza de la realidad. No cabe forma de pensar
más afín a la del propio Bécquer.
¿Quién no recuerda los versos: «¿Comprendes ya que un poema / cabe en un
verso?» (rima XXIX)
y «llora, y
es cada lágrima un poema / de ternura infinita»
(rima XXXIV)? (Bécquer, 1991, págs. 250, 257). La superioridad del
cuento sobre el poema corto a la que se refería Poe debe
entenderse en el sentido de que de las dos intuiciones es la que
más tiempo puede sostenerse sin desvirtuarse como tal
intuición o vislumbre; y sin embargo, más allá
de cierta extensión, percibida más bien que
codificada, el cuentista lucha en vano por ser fiel a su arte.
Por la
ilación poema-cuento se descubre, al fin, el pleno sentido
del rasgo más famoso de la narración breve
según la definición de Poe; esto es, que todos sus
contenidos, sin excepción ninguna, han de llevar
irremisiblemente a la creación de «cierto efecto único que se ha de
forjar»
. El escritor tiene que estar muy precavido:
«Si su primerísima oración
no se encamina ya a destacar este efecto, entonces en su
primerísimo paso ha cometido un error garrafal»
(Poe, 1984, pág. 586). La
arquitectura de un buen cuento es tan rigurosamente lógica
como la de esa geométrica estructura paralelística de
tantas rimas becquerianas (en ambos casos por esa lógica se
simulan las leyes naturales del mundo real). Y notaremos que las
tres narraciones becquerianas analizadas abajo poseen cierta
organización poemática si tenemos en cuenta que en
ellas se insiste en una determinada tonalidad emocional, cierta
simetría del conjunto y ciertas repeticiones textuales casi
como si fuesen versos temáticos o estribillos.
Evidentemente, entre los innumerables elementos que se integran en
tal estructura de efecto único, no son los menos importantes
todos esos datos sensoriales que, incorporados a las descripciones,
dan materia al simulacro cuentístico de nuestro mundo. Sobre
la relación entre efecto único y descripción
detallista, Flannery O'Connor, aconsejando al cuentista novel,
dice: «El detalle tiene que controlarse
por algún propósito global, y hay que hacer que cada
detalle trabaje para ti»
(O'Connor, 1975, pág. 93). Veremos ahora la
importancia del detalle y la descripción para los efectos
únicos logrados por Bécquer.
El arte de la narración fantástica becqueriana estriba en el mantenimiento de una constante dialéctica entre la realidad natural y la realidad sobrenatural, así como entre los personajes cultos y los ingenuos, es decir, entre quienes alardean de escépticos y quienes son crédulos. El propósito de este ininterrumpido oscilar entre puntos de vista tan opuestos es echar abajo las defensas del personaje sofisticado y dudoso, para que poco a poco vaya cediendo a la extraña atracción de ese primitivo instinto de terror ante lo incomprensible que late en el fondo de todo corazón humano. En último término, el recurso más decisivo para crear la ilusión de que en nuestro propio mundo de todos los días se ha hecho posible el suceso sobrenatural, es dar a entender que el mismo autor se ha visto afectado por el miedo que sus personajes luchan por vencer (el perito en contar cuentos de fantasmas suele ser el primero en asustarse, porque si no le atrajera el goce de sentir miedo, no los contaría). El lector tarda luego muy poco en ceder al terror.
La propia estructura de las leyendas obedece a la necesidad de quebrantar la resistencia del lector a creer en la maravilla. A siete de las leyendas o narraciones fantásticas becquerianas les preceden breves introducciones -entre ellas El monte de las Ánimas-. Tras su lectura, nos encontramos en nuestro propio mundo, si bien se nos ha trasladado al tiempo del autor, a quien vemos en varios casos en un mismo despacho. Pero ¿por qué se introducen estas digresiones iniciales que a primera vista podía parecer que nos alejaban de la realidad poética del cuento y de nuestra indispensable aceptación de la misma? Pues bien, en estos brevísimos apartados se prepara al lector para su propia entrega a la visión sobrenatural, porque es precisamente ahí donde por primera vez vemos al autor ceder ante el horror, un hombre por otra parte culto, materialista nada supersticioso del siglo XIX y quien, además, ha investigado el folclore y las supersticiones populares en forma científica (Bécquer se presenta en muchas leyendas como folclorista y encuestador que busca las fuentes de sus leyendas en su lugar de origen). Lo que nos insinúan tales introducciones es: si tal hombre se deja llevar por su pavor ante aquello mismo que procuraba explicar en forma científica, ¿qué vergüenza hay en que nosotros, meros lectores laicos, temblemos un poco?
Mas tanto esta técnica preliminar como las sucesivas son muy sutiles, su efecto acumulativo, y el lector no se da cuenta de la función y alcance de ninguna de ellas hasta experimentar el asalto del conjunto de ellas a la confianza que tiene en sus propias facultades racionales. En leyendas como La cruz del diablo, Maese Pérez el organista, El miserere y La corza blanca, uno o más personajes de condición humilde y de buenas tragaderas ejercen como narradores de una parte de las circunstancias fantásticas. Aunque nosotros no creemos directamente en el suceso sobrenatural, logramos una creencia de segundo grado aceptando sin dificultad la posibilidad de que tan inocentes narradores presten fe a esas maravillas. Esta técnica se perfecciona en algunas leyendas becquerianas reuniendo a un grupo de oyentes tan ingenuos y crédulos como el relator del caso singular, siendo notables los ejemplos que hay en La cruz del diablo y El miserere. El lector antes escéptico literalmente se va arropando con las reacciones de gente candorosa.
Es, asimismo,
frecuente que la acción del conjunto o una parte de muchas
leyendas tenga lugar en la Edad Media o el Siglo de Oro, cuando las
criaturas de Dios no trazaban una raya tan firme entre la prosa de
lo natural y la poesía de lo sobrenatural, cuando
parecían más dispuestas a creer en esto que en
aquello -La cruz del diablo, La ajorca de oro,
Los ojos verdes, Maese Pérez el organista,
Creed en Dios, La promesa, etc. El desconfiado lector se baña
en las aguas de la exótica credulidad medieval. Un recurso
puramente estilístico con el que realiza, o bien
se objetiva lo fantástico, haciéndolo
así creíble, es la descripción de todas las
circunstancias que acompañan al acontecimiento inexplicable
mediante el estilo sencillo, pormenorizado, de inventario que
caracteriza al realismo fotográfico. De manera que en el
fondo el relato fantástico no deja de ser una forma
realista, porque en él lo maravilloso es consecuencia de la
irrupción de un único hecho foráneo en el
mundo cotidiano. Entre otros, insistirá Flannery O'Connor en
la necesidad de un escrupuloso realismo para el cultivo eficiente
de la ficción fantástica: «La ficción es un arte que demanda la
atención más estricta a lo real, ya escriba el
literato un cuento naturalista, o ya una fantasía»
(O'Connor,1975, pág.
96).
Con tanto tira y
afloja, tanta dialéctica entre dudar y creer, se le lleva
por fin al lector a «casi creer», según explica
Bécquer su reacción personal ante un cuento de
brujas: «... sentí una
impresión angustiosa, mis cabellos se erizaron
involuntariamente y la razón, dominada por la
fantasía, a la que todo ayudaba, la hora y el silencio de la
noche, vaciló un punto, y casi creí que las
absurdas consejas de las brujerías y los maleficios pudieran
ser posibles»
(Bécquer, 1969, págs. 570-571 -la cursiva es
mía). Para un estudio más completo de éstas y
otras estratagemas de la poética fantástica
becqueriana, remito a mi libro Bécquer en sus
narraciones fantásticas. Veamos ahora ejemplos
concretos de algunas de ellas en El monte de las
Ánimas.
Recordemos lo esencial del argumento de esta leyenda. Estando de caza Alonso, joven noble de Soria, hijo del conde de Alcudiel, y su prima Beatriz, hija del conde de Borges, les urge volver al castillo de Alcudiel antes del anochecer, porque es la noche de Difuntos, y esa noche todos los años, en el monte de las Ánimas, donde han ido a cazar, salen a correr como en una cacería fantástica los descarnados esqueletos de los templarios y los nobles sorianos que muchos años antes murieron allí en sangrienta lucha a causa de ciertos derechos de caza. Desde entonces no ha sobrevivido nadie que visitara el monte de las Ánimas en noche de Difuntos. Beatriz ha de volver pronto a Francia, y esa noche, en la morada de los condes de Alcudiel, quiere darle a Alonso como recuerdo la banda azul que tenía puesta en la cacería, pero se da cuenta de que se le ha caído en el monte. La beldad gálica se expresa con despreciativa ironía ante el miedo que le provoca a Alonso la idea de volver esa noche al monte de las Ánimas en busca de la banda, y herido su orgullo, se dirige hacia el campo de la batalla espectral. Muere Alonso esa noche; vivo no volverá nunca al castillo de sus antepasados. Sin embargo, muerto, esa misma noche trae la banda (Beatriz oye sus pisadas en la oscuridad) y la deja, desgarrada y sangrienta, en el reclinatorio de su prima. Cuando a la mañana siguiente Beatriz la ve al descorrer las cortinas de su cama, muere de horror.
Desde la
introducción se nos ha explicado la reacción del
autor ante el horroroso misterio que la leyenda encierra: «La noche de Difuntos, me despertó a no
sé qué hora el doble de las campanas. Su
tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta
tradición que oí hace poco en Soria. [...] Yo la
oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito
volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía
crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire
frío de la noche»
(Bécquer, 1969,
pág. 123). Volveremos
sobre esta reacción. Aunque el personaje Alonso narra con
toda seriedad la historia de la batalla espectral, Bécquer
no lo concibe en absoluto como un hombre vulgar, sino que nos
muestra a un joven muy fino y apuesto. No hay que olvidar que
durante la Edad Media los más ilustrados eran supersticiosos
y todos estaban más atentos a la vida de ultratumba que a la
de aquende. Irónicamente, quien sufrirá de forma
más horrorosa la venganza de los espectros es el
único personaje de actitud decididamente escéptica
entre los moradores del castillo de Alcudiel. Me refiero a la
francesa Beatriz.
La aludida
ironía queda anticipada en el capítulo 2 de El
monte de las Ánimas (Bécquer, 1969, págs. 125-129), cuando el
desdén de Beatriz lleva a Alonso a tomar su fatal
decisión. Mientras con «acento
helado»
la escéptica Beatriz recarga cada
referencia suya al monte de las Ánimas de «toda su amarga ironía»
, muy a
su pesar, las fuerzas satánicas, que ella desdeña, se
sirven de su funesta persuasiva como instrumento para llevar a
Alonso a su horroroso final. No nos lo dice Bécquer de forma
directa, pero a través de una serie de sutiles figuras llega
a recalcamos tal idea. Se pasaba la velada después de la
cacería ante «la alta chimenea
gótica del palacio de los condes de Alcudiel»
(para el lector, especialmente decimonónico, el calificativo
gótico lleva siempre cierta insinuación
siniestra), y «Alonso miraba el reflejo
de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz»
.
Se revelaba el carácter de Beatriz por la «desdeñosa contracción de sus
delgados labios»
, y su mirada «brilló como un relámpago,
iluminada por un pensamiento diabólico»
. Alonso
confesaba tener miedo ante la idea de volver al monte en esa aciaga
noche, y con «una sonrisa
imperceptible»
le escuchaba su prima, «mientras atizaba el fuego del hogar»
.
Cuando el heredero de Alcudiel se despedía, Beatriz
seguía «entreteniéndose en
resolver el fuego»
; y una vez partido Alonso, se
reflejaba la victoria de la prima francesa en la «radiante expresión de orgullo satisfecho
que coloreó sus mejillas»
. Un color que
sería el del fuego. Hoguera, chispear,
relámpago, diabólico,
atizar, fuego, revolver el fuego,
mejillas coloreadas; un cúmulo de voces que
resaltan la idea de que las fuerzas infernales rigen las acciones
de Beatriz. Tan bien logra Bécquer el «efecto
único» del que depende el arte del clásico
cuento, según lo define Poe, que en sus páginas quien
más rechaza el elemento sobrenatural más coadyuva a
su triunfo.
El capítulo
2 presenta un marco narrativo al mismo tiempo conectado y no
conectado con la acción de consecuencias fatales que va
naciendo de la conversación de los primos. En los
componentes de este marco, Bécquer encuentra a la vez medios
para dotar a todo el relato de una perfecta unidad desde su primera
página hasta la última, así como para
comunicar el horror de los últimos minutos de la vida de
Beatriz al lector y hacerle compartir esa ya citada reacción
del escritor al elaborar el cuento una noche fría y ventosa.
El referido marco se construye además con otro frecuente
recurso becqueriano: el grupo de oyentes y relatores ingenuos de
historias maravillosas y cuentos de aparecidos. Pero no
oímos lo que se cuenta en dicho grupo, ya que el miedo a lo
sobrenatural, implícito en su mera presencia y gesto, basta
como fondo del cuadro en el que va tomando forma el fatídico
destino de Alonso y Beatriz. En las primeras líneas del
capítulo 2, se nos dice que el resplandor de la chimenea
iluminaba a «algunos grupos de damas y
caballeros que alrededor de la lumbre conversaban, y el viento
azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón [...]
Las dueñas referían, a propósito de la noche
de Difuntos, cuentos temerosos [...], y las campanas de las
iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido
monótono y triste»
. Una página más
abajo, el lector encuentra esta reiteración: «... volviose a oír la cascada voz de las
viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire
que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y
monótono doblar de las campanas»
; e incluso al
final del capítulo que analizamos el autor apunta lo
siguiente: «Las viejas, en tanto,
continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire
zumbaba en los vidrios del balcón, y las campañas de
la ciudad doblaban a lo lejos»
. En todas estas citas del
capítulo 2, las maléficas almas que moran entre
nosotros y se visten de ráfagas del viento para hablarnos,
se manifiestan por los crujidos de las ventanas; la voz de la
eternidad se oye a través de las campanadas de la noche de
Difuntos. Atrapado en un salón impregnado de la fe sencilla
de dueñas y sus oyentes, y vapuleado desde el exterior por
la fuerza de avisos eternos, ¿qué personaje no
temerá?, ¿qué lector no titubeará entre
pavor y razón?
Pero nótese
aquí que el marco del capítulo 2 consta no solamente
de repetidas referencias a la credulidad de las dueñas, sino
también de reiteradas alusiones al crujido de las ventanas
azotadas por el viento y al doble de las campanas. Es más:
estos mismos elementos forman a la vez un marco para todo el
relato, pues están presentes desde la introducción a
la leyenda: el autor, mientras escribe, oye las campanadas de la
noche de Difuntos, escucha el crujido de los cristales de su
balcón, golpeados por un frío viento nocturno, y
centra su atención en un cuento temeroso de espectros y
aparecidos. (Citamos el texto de esta descripción
anteriormente.) Después, en el tercer capítulo de
El monte de las Ánimas, mientras Beatriz lucha con
el insomnio durante su última noche entre los vivos, se
introducen nuevas descripciones de idéntico contenido para
completar el marco: 1) «El viento
gemía en los vidrios de la ventana»
; 2) «El aire azotaba los vidrios del balcón
[...], y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras
distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los
difuntos»
(Bécquer, 1969, págs. 130-131). ¿Qué
significa todo esto? Lógicamente que hay una rigurosa
progresión estructural a la par que psicológica: el
pavor de las dueñas ante el mundo fantasmal trasciende al
aciago coloquio entre los primos de Alcudiel y Borges, y de
allí, por etapas, al desastre final de Alonso y Beatriz, al
terror del escritor ante su propia creación y, finalmente,
al terror del lector, cuyo mundo se ha fundido ya con el del autor
a partir de la introducción. El resultado es genial y, sin
embargo, para lograrlo, basta una sencilla técnica
poemática, por así decirlo: la reiteración de
ciertos detalles clave, a lo largo de todo el texto, como si fuesen
el estribillo de un poema. La satánica lógica con que
Bécquer logra sorprendernos sembrando el terror en nuestras
almas recuerda, en efecto, esa otra lógica de las
geométricas estructuras paralelísticas con las que en
las Rimas se representan esas leyes naturales que nos
engañan con su apariencia de espontaneidad.
Probablemente no
hay en toda la literatura mundial una mejor ni más
perturbadora descripción de una interminable noche de
insomnio y de miedo, que la que ocupa todo el capítulo 3 de
El monte de las Ánimas (Bécquer, 1969,
págs. 129-131). En esa
última noche de la existencia terrenal de Beatriz «pasó una hora, dos, la noche, un
siglo»
. Se utilizan todas las partes de la
oración, todos los recursos del estilo para alargar, para
extender, para ampliar esa noche, para convertirla en la más
larga de la experiencia humana. Baste aquí con mencionar
algún ejemplo. Son importantes las repeticiones verbales:
«Alonso no volvía, no
volvía»
; el agua de una fuente que Beatriz
escuchaba, tendida en su nada cómodo lecho, «caía y caía»
. Mas para
mayor terror esta noche se extiende no solamente en el tiempo, sino
también en el espacio. A lo largo de todo el capítulo
se establece una especie de diálogo entre sonidos cercanos y
sonidos lejanos. Insiste Bécquer especialmente en los
sonidos lejanos, y hay una significativa pareja de pasajes, en cada
uno de los cuales se oyen los mismos dos sonidos distantes, si bien
en el primer caso se asocian los sonidos cercanos a los otros: 1)
«un murmullo monótono de agua
distante, lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras
ininteligibles, ecos de pasos que van y vienen»
; 2)
«el agua de la fuente lejana caía
y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos
de los perros se dilataban en las ráfagas de
aire»
. Al mismo tiempo habría que destacar el uso
del verbo crujir en el capítulo 3, con el cual se
subraya el efecto único del relato y el destino
satánico que persigue a Beatriz desde el comienzo del
relato. Recuérdese que dicho verbo se halla en algunas de
las ya citadas descripciones de ventanas azotadas por el viento. Al
conectar ese estremecedor agüero con el triste final de
Beatriz, el verbo crujir se halla asociado aquí con
los sonidos cercanos que parecen amenazar más directamente a
la malhadada insomne. En la noche «las
puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre
sus goznes con un chirrido agudo, prolongado y
estridente»
; por los pasillos del castillo se oye un
«crujir de ropas que se
arrastran»
; y por fin, cuando el espectro de Alonso se
movía por el dormitorio de su prima, «se oía crujir una cosa como
madera o hueso»
.
El monte de
las Ánimas empieza con una descripción de la
batalla entre los espectros de los templarios y los de los nobles
sorianos en la noche de Difuntos, y -cosa típica de la
técnica de Bécquer- termina simétricamente con
otra descripción de lo mismo (que ocupa todo el texto del
brevísimo capítulo 4). Pero ahora se han unido al
drama dos personajes nuevos. Algún tiempo después un
cazador extraviado fue a ese fatal sitio, en esa fatal noche, y
antes de morir al día siguiente contó que
había visto a los nobles esqueletos, «caballeros sobre osamentas de corceles,
perseguir como una fiera a una mujer hermosa, pálida y
desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos y arrojando
gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de
Alonso»
(Bécquer,1969, pág. 132).
El presente relato se divide en dos partes que corresponden con dos momentos muy diferentes, tanto en la historia del ventorrillo sevillano así llamado, como en la vida artística del narrador. Pero no se trata de trozos de vida exclusivamente literarios; no vamos a ver meras descripciones de ese mundo sevillano, sino que se nos invita a la vez a contemplar pinturas verbales: paisajes y retratos. En el texto de la narración el lector encontrará fácilmente algún término pictórico; y el narrador no es solamente escritor, sino también dibujante, de manera que se nos cuenta el contenido de La venta de los Gatos, pero también se nos dibuja ese contenido. Aquí veremos algún ejemplo del entrecruzamiento de géneros narrativos que caracteriza al cuento decimonónico, sin perder de vista que en el presente entrecruzamiento intervendrá a la vez el arte plástico.
Esto viene
confirmado por el hecho de que sorprendemos al narrador en
meditaciones sobre su práctica del dibujo lo mismo que de la
escritura. En la parte I del cuento, el narrador incluye este
apunte entre sus materiales descriptivo-narrativos: «... saqué un papel de la cartera de
dibujo, que llevaba conmigo; afilé un lápiz y
comencé a buscar con la vista un tipo característico
para copiarlo y conservarlo como un recuerdo de aquella escena y de
aquel día»
(Bécquer, 1969, pág. 317). En la parte II, en cambio,
le encontramos meditando sobre la forma en que quisiera concluir la
historia que comenzó a elaborar durante su primera visita a
la venta de los Gatos: «En este instante
concluía una historia que dejé empezada allí
-dice a un compañero de paseo-, y la concluía tan a
mi gusto, que creo no puede tener otro final que el que yo le he
hecho»
(Bécquer, 1969, pág. 323). Aquí el escritor,
el artista y el narrador son todos uno mismo: Gustavo Adolfo
Bécquer.
Sin embargo, la
ilación escritor-dibujante en el presente cuento recuerda el
estrecho compañerismo artístico que existió
entre los hermanos Valeriano y Gustavo Bécquer y que
José de Castro y Serrano ha resumido perfectamente en unas
palabras que dice haber copiado de la boca del menor de los dos:
«Él me dibujaba mis versos y yo le
versificaba sus cuadros»
(Sebold, 1985, pág. 22). Por citar dos ejemplos, los
hermanos Bécquer nos han dejado un precioso tesoro de
representaciones paralelas -plásticas en un caso y
literarias en el otro- de sus expediciones al monasterio de Veruela
(Bécquer, G. & V.,1991); y
durante el último año de sus vidas la
colaboración conjunta en las páginas de La
Ilustración de Madrid, dibujando y describiendo los
mismos temas costumbristas e históricos: el pordiosero, la
picota de Ocaña, labradoras de Ávila, una calle de
Toledo, las tumbas de Garcilaso de la Vega y su padre, etc. (Bécquer, G. & V.,1983). En fin, La venta de los
Gatos significa un intento de aprovechar este mismo
eslabón entre las artes para captar la totalidad de la
experiencia humana -tanto su dimensión física como la
anímica-, con ocasión de dos recorridos por las
afueras de Sevilla.
Es tan marcado el
contraste entre los dos momentos aludidos al comienzo de este
apartado y entre las dos visiones de la naturaleza que le brindan
al narrador sus dos visitas al ventorrillo, que casi parece influir
sobre ello alguna misteriosa fuerza onírica. La
impresión de nuestro cicerone -nos dice- es como «la que sentimos en esos sueños en que,
por un fenómeno inexplicable, las cosas son y no son a la
vez, y los sitios en que creemos hallarnos se transforman en parte
de una manera estrambótica e imposible»
(Bécquer,1969, pág. 325). (No se crea por esto que
volvamos al terreno fantástico o nos alejemos del realismo,
pues es muy conocido el papel que desempeña lo
onírico en novelas realistas como Misericordia de
Galdós.) Aquí no podemos citar sino de una manera
fragmentaria las descripciones paisajísticas
correspondientes a esos dos momentos (recomiendo al lector que las
mire completas en su preferida edición de la prosa de
Bécquer).
Al inicio de La venta de los Gatos, Bécquer se detiene en una preciosa descripción detallista del exterior del ventorrillo (Bécquer, 1969, pág. 315), que recuerda otra magistral de la primera época del realismo sistemático moderno, en el siglo XVIII; me refiero a la descripción del exterior de la casa de fray Gerundio de Campazas en la célebre novela del P. Isla. La continuación de la presente descripción en la página siguiente es, empero, lo que nos interesa de momento:
(Bécquer,1969, pág. 316) |
En los
párrafos restantes de esta descripción se toca la
guitarra, se entonan cantares populares, se evoca todo ese ambiente
de festejo popular sevillano que tan hábilmente capta
Valeriano en sus cuadros costumbristas y que tan hondamente
influyó sobre las Rimas de Gustavo. Y hasta dos
veces insiste el autor en que los lectores colaboremos con nuestra
imaginación en pintar la animación del día:
Imaginaos, nos ha dicho en el trozo ya citado; y en la
página siguiente escribe: «Figuraos todo esto en una tarde
templada y serena»
.
La descripción paisajística contenida en el apartado II de La venta de los Gatos representa una negación total de la anteriormente citada. Téngase en cuenta que se trata del mismo lugar:
(Bécquer,1969, pág. 325) |
Tiene el lector la impresión de haber mirado primero una fotografía en color y después otra en blanco y negro, o por decirlo en términos más decimonónicos, primero un dibujo al pastel y después otro al carbón. Aun así, no se explica el aire fatídico que respira la segunda descripción o pintura verbal, que casi viene a ser un paisaje infernal.
¿A qué causas obedece tan notable metamorfosis? En los años que mediaron entre las dos visitas del narrador al ventorrillo, se ha construido a 100 pasos de esa antes alegre casa el nuevo cementerio de Sevilla, y además se ha llevado a vivir a otro lado a una encantadora huérfana que la familia del ventero había recogido. Posteriormente ésta ha muerto de pena, y como consecuencia se ha vuelto loco el hijo y principal esperanza del ventero viudo, ya que este joven está desesperadamente enamorado del recuerdo de su hermana adoptiva y novia, que fue su compañera de juegos desde la niñez y después la muchacha más linda y decidora, la mejor cantadora de todo el contorno. El paisaje, pues, parece acompañar a la familia en su dolor.
Por los pormenores argumentales mencionados, así como por la estrecha relación entre el destino de los personajes y la naturaleza, podría parecer que la acción de La venta de los Gatos tiene cierta importancia en sí misma. Mas toda ella se despacha en media página o menos de resumen a cargo del narrador omnisciente y otra página y media de resumen puesto en boca del ventero (Bécquer, 1969, págs. 320, 326-327): en fin, solamente dos páginas se dedican a la trama en un relato que ocupa trece páginas en la edición de Aguilar. Asistimos así en La venta de los Gatos a un curioso fenómeno que tendría que caracterizarse como la evitación del argumento. No se trata sencillamente de la preferencia por otro aspecto diferente de la cuentística, sino que es muy insistente la actitud implícita detrás de dicho fenómeno. La ausencia de argumento se hace tanto más notable cuanto que el tipo de argumento que aquí se halla reprimido, prácticamente negado, es el de la novela idílica sentimental a lo Paul et Virginie, de Bernardin de Saint-Pierre, cuya influencia se hizo sentir asimismo en narraciones decimonónicas españolas anteriores y posteriores al cuento que comentamos, como sucede en las novelas Sab de la Avellaneda y La madre naturaleza de la Pardo Bazán.
El argumento rechazado de La venta de los Gatos recuerda claramente la novela Pablo y Virginia. En ambos casos, él y ella se han amado tiernamente desde la primera infancia, transcurrida en el seno de la pura y alma naturaleza; pero resulta que ella es pariente de una familia rica que la llama a vivir en el esplendor y lujo del gran mundo, lo que produce la muerte de la joven y la melancolía o locura del joven (el personaje masculino francés muere de su tristeza, y a la larga el sevillano seguramente morirá por la misma causa). Tales narraciones demandan mediana cantidad de peripecias y muy extensos análisis de los sentimientos en relación con los episodios. Mas nada de esto hay en La venta de los Gatos, y su ausencia no puede menos de llamar la atención del lector; mejor dicho, no puede menos de desviar su atención hacia los otros elementos de la obra, y el más notable de éstos es el paisaje natural y humano, es decir, el trozo de vida. El rechazo del argumento idílico es pues el ingenioso instrumento irónico con el que Bécquer destaca el auténtico enfoque del cuento. Incluso podría considerarse que estos elementos constituyen una poética de la cuentística incorporada al texto del cuento, cuya finalidad es la de distinguir alegóricamente entre la teoría del trozo de vida y la del relato de argumento.
Me he reservado
para comentarlo aparte un detalle que pertenece al argumento
rechazado. En la primera parte de La venta de los Gatos,
el narrador dibuja a la preciosa huérfana Amparo durante la
fiesta popular a las puertas del ventorrillo; le pide el retrato
«el jefe de los mozos»
, hijo
del ventero y amante de la muchacha, y años después
de la muerte de ella esta efigie es la única
compañía que él, enloquecido y desesperado,
tolera. A menudo se aprovecha el retrato como elemento de intriga
en ciertas comedias clásicas, muy embutidas de
acción, en las que hay repetidas y complicadas
equivocaciones relativas a las identidades dulas personas
dramáticas. He aquí otra ironía, ya que en la
presente historia el retrato sólo sirve como medio para unir
las dos partes de una narración de poquísima o
ninguna acción. Sin embargo, el retrato cumple asimismo otra
función más lírica y por ende más
pertinente al arte de un relato que gira en torno de un paisaje
cambiante y su sentido.
La última
vez que vemos al «pobre
muchacho»
, está «encerrado en una de las habitaciones de la
venta»
, cantando una copla popular («En el carro de los muertos / ha pasado por
aquí; / llevaba una mano fuera / por ella la
conocí»
), que recuerda el Romance de la mano
muerta, escrito por Bécquer con el fin de incluirlo en
su leyenda fantástica La promesa. Pero para la
dimensión lírica de La venta de los Gatos
que quisiera comentar ahora hace falta reproducir algunas
líneas más del párrafo final del cuento. En la
ya mencionada habitación el triste joven, ya menos joven,
«pasaba los días contemplando
inmóvil el retrato de su amante, sin pronunciar una palabra,
sin comer apenas, sin llorar, sin que se abriesen sus labios
más que para cantar esa copla tan sencilla y tan tierna, que
encierra un poema de dolor que yo aprendí a
descifrar entonces»
(Bécquer, 1969, pág. 328). Las palabras impresas en
letra cursiva resultan sumamente importantes para la
interpretación de este cuento, y no obstante, no creo que se
hayan comentado antes.
Desde la primera
parte del relato el narrador (Bécquer) se viene
identificando con el adolorido hijo del ventero, quien le
habló de Amparo con todo el idealismo de ese otro momento
más esperanzador; y el interlocutor del amante idealista
apunta la observación siguiente: «Su felicidad parecía contagiosa, y me
sentía alegre, con una alegría, por decirlo
así, de reflejo»
(Bécquer, 1969,
pág. 320). El motivo de
tanta alegría era la amada de ese joven antes tan confiado
en la vida, la cual tenía el mismo tipo físico que
esa bella aunque estúpida Julia Espín, inspiradora de
algunas rimas de Bécquer y supuesto original físico
de la «mujer ideal» de la poesía de Gustavo. En
fin, Amparo «era alta, delgada,
levemente morena, con unos ojos adormidos, grandes y negros, y un
pelo más negro que los ojos»
(Bécquer,
1969, pág. 317). Rafael
Montesinos (1977, págs.
21-34) ha estudiado el aspecto físico de Julia Espín
a través de recuerdos de los contemporáneos, de sus
retratos fotográficos y de descripciones de figuras
femeninas semejantes en otras obras de Bécquer, como por
ejemplo, Julia en Un boceto del natural, que examinaremos
después; y la descripción de Amparo resulta igual,
igual a las demás (aunque los estudiosos no la han tenido en
cuenta anteriormente). Así, al final de La venta de los
Gatos vemos en escena a un alter ego de Bécquer contemplando el
retrato de una mujer ideal a lo Julia Espín, «sin pronunciar una palabra, sin comer apenas,
sin llorar»
. Es más, está loco este
rústico de instintiva sensibilidad poética, como
está loco ese otro sosia literario de Bécquer,
Manrique (nombre de poetas), quien se ha enamorado de un rayo de
luna.
Dice el narrador
que la copla cantada por el pobre loco encierra un poema de
dolor; mas también tenemos delante otro poema de
dolor, que es el conjunto de este cuento o trozo de vida
poemático. En la copla se concluye la trayectoria de los
malhadados amores del galán de Amparo; pero en el mismo
relato existe otra trayectoria que simboliza la misma tragedia, y
acaso alguna más. Me refiero al ya aludido paisaje
cambiante, que no es sino la metáfora del progreso del
«jefe de los mozos»
hacia la
melancolía. Dice el autor que aprendió a descifrar el
sentido de la copla. Pero para descifrar el sentido de todo el
cuento, ¿no habría que relacionar la trágica
pérdida del galán rústico y la cambiante
metáfora natural con un motivo adicional, al que aludimos en
el párrafo anterior, es decir, el conocido desencanto de
Bécquer con Julia Espín (hermosa, pero tonta)?
Pocas
líneas antes de la conclusión de este relato, e l
protagonista narrador recuerda su desesperada necesidad de salir de
«aquel laberinto de confusiones en que
me encontraba»
(Bécquer, 1969, pág. 721). Con estas palabras,
Bécquer alude una perplejidad vital de la que a él
mismo como hombre le costó años salir, así
como a la técnica de elaboración para el presente
género de cuento y el final que le distingue. El aspecto
autobiográfico del relato y el aludido escollo personal no
es otro que la relación que durante algunos años tuvo
Gustavo con la ya mencionada Julia Espín, hija de don
Joaquín Espín y Guillén, director del coro y
de la banda militar del Teatro Real, la cual fue cantante de
ópera, mujer muy hermosa según las normas
decimonónicas, supuesta musa de algunas de las
Rimas, modelo (por lo menos físico) de la
«mujer ideal» becqueriana, y sin embargo, persona
singularmente estúpida. Las rimas XXXIV y XXXV se refieren a
la belleza de Julia Espín, a su disposición para el
cariño y a su superficialidad mental; y el personaje Julia
del cuento Un boceto del natural representa una nueva
alusión en el mismo sentido según ha demostrado
Rafael Montesinos (1977, págs. 21-34).
En Un boceto
del natural, el protagonista narrador, sin nombre
(¿Bécquer?), se encapricha por la prima de sus dos
amigas madrileñas, Luisa y Elena, que están
veraneando en el mismo puerto de mar que él,
dejándose dominar totalmente por su concepto idealizado de
la prima Julia, a quien imagina tan inteligente e ilustrada como
hermosa, y considerándose a sí mismo como totalmente
indigno de tan sublime prójima. Julia acompaña a sus
primas y a su nuevo amigo en conversaciones sucesivas en las que se
habla de literatura, de música, de la belleza del mar,
etc., pero la referida beldad
parece despreciar las opiniones de sus tres compañeros. No
pronuncia sino monosílabos, y esto muy rara vez. Enamorado,
desconfiado de sí y totalmente apurado, el narrador ruega
por fin a una de sus amigas que le explique la actitud de la
siempre callada y misteriosa Julia, acerca de la cual solamente se
le ha dicho que es muy «original»
. Pues bien, Luisa le dice
que la madre de Julia, mujer de gran talento, ha ordenado a su hija
que no hable delante de la gente. ¿Por qué? Las
palabras finales de la narración son la respuesta de Luisa:
«Porque es tonta»
.
En las
líneas anteriores quedan identificados el elemento
autobiográfico y el final sorprendente del presente cuento.
Una vez más es Edgar Allan Poe quien describe por primera
vez este tipo de cierre narrativo, ya que al hablar de una de las
variantes del efecto único que ha de buscarse en todo cuento
lo llama «novel
effect»
, es decir, efecto insólito u
original (Poe, 1984, pág. 873)
. En cualquier caso, el
final que produce sorpresa es muy característico del cuento
de fines del siglo XIX y principios del XX. Uno de los mejores
ejemplos lo tenemos en la conclusión del relato The gift of the Magi
(El regalo de los Reyes Magos), del cuentista
norteamericano O. Henry, en el que unos muy enamorados pero pobres
esposos jóvenes no tienen medios para comprarse regalos de
Navidad. Ella a lo largo del cuento calcula cómo
podrá comprar una cadena digna del reloj de su esposo,
única posesión elegante que él tiene.
¿Qué pasa? Ella vende su envidiable cabello a un
fabricante de pelucas para comprarle la cadena, y él entre
tanto ha empeñado su precioso reloj para poder regalarle a
su mujer unas peinetas que entonaban perfectamente con su largo y
lustroso pelo.
Bien mirado, el cuento de final sorprendente no es sino una variante del cuento de argumento, es decir, el subgénero cuentístico en el que el autor se concentra en las acciones y situaciones producidas por la interacción entre personajes individuales, más bien que en limitarse a la representación detallista de un medio y los tipos humanos que moran en él (trozo de vida). En Un boceto del natural se coloca a los personajes en diferentes sitios, y se los presenta en diferentes agrupamientos, como si estas circunstancias hubiesen de dar lugar a una serie de sucesos encaminados a converger en el habitual punto culminante de la historia de acción y enredo. Vemos a Bécquer o su presente sosia literario en el gabinete de la casa de verano de Luisa y Elena, le vemos en la playa, y le vemos de regreso de la playa; y él aparece solo o en compañía, ya de Luisa y Elena, ya de Luisa, Elena y Julia; y por fin, busca la conversación privada con Luisa. Parecen amenazar situaciones y acciones que lleven a un conflicto entre los personajes y el consecuente desenlace. El cuento de final sorprendente se enriquece, por ende, con la misma clase de expectación que el cuento de argumento.
Cada sitio, cada
personaje, se adorna con cierta cantidad de descripción
realista del tipo que se encuentra a cada lado en la novela
decimonónica, con lo cual parece insinuarse que ese sitio,
esa figura humana, va a ser la clave del desenvolvimiento de
algún memorable drama humano. He aquí otro medio de
despertar la curiosidad y encarecer la ya aludida
expectación. Veamos algunos ejemplos. Un día como
otros muchos que el protagonista fue a buscar a Luisa y Elena para
acompañarlas al baño, encontró «la casa removida; los criados revueltos, un
saco de noche por aquí, una maleta por allá, todas
las señales, en fin, que indican un viaje
próximo»
(Bécquer, 1969, pág. 708). En realidad, acababa de
llegar Julia.
Durante cierto
momento de la tarde que los cuatro personajes pasaron en el
gabinete conversando, meditando y escuchando la música que
Elena tocaba en el piano, «Luisa,
cansada de hablar sin que nadie le contestara, acabó por
levantarse y descorrer las persianas del balcón para
entretenerse en enredar por entre los hierros las guías de
una enredadera que se encaramaba hasta aquella altura desde el
jardín. El sol se había puesto; en el jardín
se escuchaba esa confusa algarabía de los pájaros tan
característica de las tardes de estío; la brisa del
mar, meciendo lentamente las copas de los árboles y
empapándose en el perfume de las acacias, entraba a
bocanadas por el balcón, inundando el gabinete en olas
invisibles de fragancia y de frescura. Las sombras del
crepúsculo comenzaban a envolver todos los objetos,
confundiendo las líneas y borrando los colores; en el fondo
de la habitación, y entre aquella suave sombra, brillaban
los ojos de Julia como dos faros encendidos e
inmóviles»
(Ibid., págs. 713-714)
. El protagonista
esperaba que le fuera posible hablar a solas con Luisa a primera
hora de la mañana siguiente, antes de que los cuatro
saliesen de paseo, y así, sobre ese día, recuerda lo
siguiente: «... apenas comenzó a
azulear en las vidrieras de mi balcón la primera luz del
día, salté de la cama, me vestí
apresuradamente y salí por las calles a esperar la hora
señalada, paseándome al fresco y tratando de desechar
las ideas absurdas que hervían en mi cabeza»
(pág. 716).
No cabe mayor
realismo que el contenido en estas líneas, hasta tal punto
que no sorprendería hallarlas en una novela de
Galdós, Pardo Bazán, Valera o Pereda. Por
añadidura, Bécquer en teoría es más
realista, más moderno, que el gran canario. Galdós
rechaza los términos realista y realismo
en pasajes de 1877 y 1879, como ha destacado el hispanista norte
americano Shoemaker (1979, págs. 32-79). Pero Gustavo Adolfo, a
quien no se suele considerar como realista, acaso por el elemento
sobrenatural presente en la mayoría de las
Leyendas, abraza tal terminología sin la menor
vacilación. Así, en La mujer de piedra
(escrito entre 1868 y 1870) se nos dice que el escultor
imprimió a este personaje inmóvil un «extraordinario sello de realismo»
; y
en la procesión de La Semana Santa en Toledo (1869)
salen, según Gustavo, algunas imágenes caracterizadas
por «un realismo tal, que casi degenera
en lo grotesco»
(Bécquer,1969, págs. 766, 1158).
Pero es hora de que volvamos a tomar el hilo de lo que exponíamos en este apartado. En el cuento de argumento se da un conflicto entre dos o más personas, a nivel de la realidad concreta cotidiana; pero en el cuento de final sorprendente, por ejemplo, Un boceto del natural, el sentido de todo el realismo o color local y actual es irónico, porque el nudo dramático se ata a otro nivel mucho menos visible.
El aludido
conflicto invisible -entre la idea del protagonista (Julia es tan
inteligente como hermosa) y la realidad (Julia es tonta)- se nos
descubre por unas palabras a primera vista prudentes. Al final del
capítulo I, el protagonista estudia la firma de Julia en el
álbum en que Elena guardaba los «pensamientos poéticos»
de las
«niñas
románticas»
que habían sido sus
compañeras de colegio. «No hay
duda -exclamé arrojando el libro sobre el velador-, si
continúo media hora más tratando de resolver este
enigma, acabaré por fingirme en la imaginación alguna
locura de las que yo acostumbro... Afortunadamente, la realidad
está cerca»
(Ibid.,
pág. 711). El primer
anticipo de la realidad concreta con que concluye el relato, ya lo
conoce el lector antes de que el Bécquer ficcionalizado
dirija estas últimas palabras sobre la propincuidad de lo
real. En el álbum de Elena, su prima Julia no había
escrito ningún «pensamiento
poético»
; se había limitado a poner
Julia, «nombre compuesto de
cinco letras, de las cuales ésta era estrecha y tendida, la
otra redonda y grande, mientras la de más allá
tenía forma apenas»
(pág. 710).
Una muy posible
-por no decir muy evidente- conclusión, que incluso
considera durante un momento el encaprichado protagonista, es la de
que Julia «no sabía
escribir»
(loc. cit.). El hecho
de que el conflicto de la presente narración se conciba como
una dialéctica entre la imaginación enamoradiza y la
poco romántica realidad, queda tanto más claro cuanto
que, al examinar la escritura de Julia, el narrador lucha por
superar a una confirmación casi científica de la poco
luminosa mentalidad de esta dama. En la narrativa
decimonónica se recurre con frecuencia a la
frenología y la fisonomía para el análisis del
carácter (Tyler,1982), y como el admirador de Julia ve en el
examen de la escritura una ciencia en algo semejante a estas
últimas, aplica toda su «pericia
caligráfico-moral»
a la interpretación de
las letras de la firma del misterioso objeto de su naciente amor.
Sin embargo «se estrella»
toda
esa pericia, porque él quiere convencerse de que esas
«letras borrajeadas de cualquier
modo»
son el arma de la ironía de un genio
superior a lo Byron o Balzac que ha querido dejar allí
constancia de su desdén por los álbumes (Bécquer,1969, págs. 710-711)
.
Hay otros
anticipos mucho más sutiles de la sorpresa final, y
Bécquer los siembra a lo largo de todo el cuento. En efecto,
el lector encuentra uno de ellos aunantes del análisis de la
escritura de Julia; se trata de alusiones al sentimentalismo
cursilón decimonónico. Dice el protagonista que al
hablar con Elena, siempre daba rienda suelta a sus
sensiblerías, es decir, «vagos presentimientos, pesares no comprendidos,
aspiraciones sin nombre, y toda esa música celeste del
sentimentalismo casero»
(Ibid.,
pág. 708). En otra
ocasión delante de Julia, Elena comenzó a hablarle
«del canto de los pajaritos, de las
nubecitas color de púrpura, de la poética vaguedad
del crepúsculo y otras mil majaderías de este
jaez»
(pág.
714). (Se trata, claro está, de la misma clase de
«pensamientos poéticos» que las colegialas
románticas habían inscrito en el álbum de
Elena años atrás.) Ahora bien, en tan exageradas
formas sentimentaloides siempre está implícita la
desilusión, el tropezón en el pedregal de la
realidad; y el sentido de tales referencias al estilo cursi es que
la imagen idealizada que el protagonista ha impuesto a Julia es
igualmente exagerada y falsa. Y lo más irónico de
todo es que intelectualmente Julia ni siquiera llega al nivel de lo
cursi.
Julia tenía
los ojos «tan grandes, tan
desmesuradamente abiertos»
, que quien la miraba de frente
sentía cierta vergüenza (pág. 711). El verdadero significado
de estos ojos, al parecer tan penetrantes, se va revelando poco a
poco, de manera que cerca del final de la narración
encuentra el lector este trozo de descripción, referida a
Julia: «... sus desmesurados ojos
habían vuelto a abrirse de par en par, sus luminosas pupilas
se habían dilatado otra vez y su mirada flotaba, sin fijarse
en un punto...»
(pág. 719). Queda claro que se trata
de la mirada incierta, vaga, sin objeto, de una tonta. Pero
Bécquer tiene que prolongar la expectación una
página y media más hasta encontrar el mejor momento
para la revelación final, y para ello echa mano del recurso
más ingenioso que cabe -con el cual demuestra a la vez su
incomparable sentido del humor-. Busca un nuevo sentido
irónico negativo a la imaginería con que describe a
la mujer ideal en las Rimas, mas el lector, puesto sobre
aviso desde las últimas líneas que citamos, se
percata del doble sentido del nuevo estilo descriptivo. Una vez
más aparecen importantes referencias a los ojos de Julia:
«El verdadero himno, el verbo de la
poesía hecho carne, era aquella mujer inmóvil y
silenciosa cuya mirada no se detenía en ningún
accidente, cuyos pensamientos no debían caber dentro de
ninguna forma, cuya pupila abarcaba el horizonte entero y
absorbía toda la luz y volvía a reflejarla. Hasta que
las vi unas enfrente de otras, no se me revelaron en toda su
majestad aquellas tres inmensidades: el mar, el cielo y las pupilas
sin fondo de Julia»
(págs. 719-720).
En efecto, los
pensamientos de Julia no caben dentro de ninguna forma, porque para
empezar no tiene ningún pensamiento, ni siquiera ninguno de
los superficiales y cursis de las colegialas. Y sus ojos,
¿cómo iban a tener fondo? Detrás de ellos no
había nada. El fondo de las pupilas de Julia, el
mar y el cielo son tres inmensos vacíos. No nos
extraña que la pupila de Julia abarcara el horizonte entero.
La estupidez es un vacío tan vasto que en él cabe
todo un universo. Recordemos aquí que las imágenes
contenidas en el último trozo citado de Un boceto del
natural tienen paralelos en las figuras poéticas de la
rima XXXIV, cuyo personaje femenino también tuvo su modelo
en Julia Espín, y puede que haya algo del mismo doble
sentido en las figuras del poema. Consideremos otro paralelo entre
el verso y la prosa de Gustavo. La cortísima rima XXXV,
modelada asimismo sobre la Espín, encierra una
conclusión que resulta sugerente para el lector del relato
que comentamos aquí: «¡No
me admiró tu olvido! Aunque de un día / me
admiró tu cariño mucho más, / porque lo que
hay en mí que vale algo, / eso... ni lo pudistes
sospechar»
(Bécquer,1991, pág. 259). Los versos 3 y 4 de esta
rima son una clara referencia a la poco profunda inteligencia de la
beldad en cuestión; y hacia el final de Un boceto del
natural hay un pasaje muy semejante, aunque de los
términos en que está concebido se desprende que el
protagonista se está autoengañando una vez
más: «¡Oh, si pudiera
hablarla a solas, si pudiera hacerla comprender que yo tengo
aquí, dentro del corazón y la cabeza, algo que no
sé si es grande, pero de seguro no es vulgar»
(Bécquer, 1969, pág. 718).
Reparemos en la
habilidad de la técnica de Bécquer. Hay mucha
preparación para esas demoledoras palabras finales de Luisa:
«Porque es tonta»
, y, sin
embargo nos sorprenden. El efecto único de Un boceto del
natural entra dentro del tipo que Poe denomina
«insólito»; y desde el principio hasta el final
del cuento -otra condición que buscaba Poe en el arte del
cuentista- no hay palabra, imagen ni frase que no coadyuve al logro
de ese efecto único.