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Segunda parte de la vida de Guzmán de Alfarache

Atalaya de la vida humana


Mateo Alemán




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[Preliminares]

Por mandado do Supremo Conselho de Sancta Inquisiço, vi e examinei este livro, intitulado Segunda parte de Guzmo de Alfarache, Atalaya de la vida humana, e com as emendas que lhe fiz no fica tendo cousa alguma contra nossa santa fe e bôs costumes; antes me parece que, além do muito engenho e eloquência que nelle mostra o auctor, lhe cabe com muita razo o nome de Atalaya, porque assi como da atalaia se descobrem os perigos e se dá notícia delles aos navegantes e caminheiros, no para cair nelles, seno para os fugir, assi se pode avisar com este livro o curioso leitor, para com elle se prevenir contra muitos males que vo pelo mundo, os evitar e se defender delles. Dada em o collégio de Santo Augustino de Lisboa, a sete de septembro de 1604.

FREI ANTÓNIO FREIRE.

Vista a informaço, pode-se imprimir este livro intitulado Segunda parte de Guzmo de Alfarache, e depois de impreso torne a este Conselho para se conferir com o original, e se dar licença para correr e sem ella no correrá. Em Lisboa, a nove de septembro de 1604.

MARCO TEIXEIRA. RUI PIREZ DA VEIGA.




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Privilégio

Eu, el Rei, faço saber aos que este alvará virem que Mateo Alemo, ora estante nesta cidade, me enviou dizer por sua petiço que elle compos a segunda parte do livro intitulado Guzmo de Alfarache, atalaia da vida humana, o qual imprimio nesta cidade con licença do Santo Oficio; e me pedia lhe fizesse mercê concederlhe privilégio para por tempo de dez anos nenha pessoa o possa imprimir nem mandar imprimir nem trazer de fora do reino. E vista sua petiço, por lhe fazer mercê, ei por bem que por tempo de dez anos impressor nem livreiro algum nem outra pessoa de qualquer calidade que seja no possa imprimir nem mandar imprimir nesta cidade nem trazer do fora do reino o dito livro, salvo as pessoas que para isso tivierem seu poder. E qualquer impressor, livreiro ou outra pessoa que imprimir ou mandar imprimir ou trazer de fora do reino o dito livro durante o dito tempo de dez anos, perderá para elle, Mateo Alemo, todos os volúmes que lhe forem achados; e além disso encorrerá em pena de cincoenta cruzados, ametade pera captivos e a outra ametade pera quem o acusar. E mando a todas as justiças, oficiaes e pessoas à que o conhecimento deste pertencer, que cumpro e guardem como nella se contém. O qual ei por bem que valha como carta, posto que o efeito delle aja de durar mais de un ano, sem embargo da ordenaço em contrário. Sebastiao Pereira a fez em Lisboa, a cuatro de dezembro de mil seiscentos e quatro; Durante Correa o fez escrever.

REI.




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A don Juan de Mendoza

Marqués de San Germán, Comendador del Campo de Montiel, Gentilhombre de la Cámara de el Rey Nuestro Señor, Teniente General de las Guardas y Caballería de España y Capitán General de los Reinos de Portugal


Preguntándole a un filósofo por qué aconsejaba que ninguno se mirase a el espejo con luz de vela, respondió que porque, reverberando aquel resplandor en el rostro, lo hacía muy más hermoso y era engaño. Advirtió en esto a los príncipes que no se fiasen mucho de las alabanzas de los oradores, porque con su estilo suave y elegante hermoseaban más las cosas. Conocerá Vuestra Excelencia, siendo notorio a todos -demás de ser costumbre mía dejar siempre vacíos que otros llenen, temiendo más la reprehensión del exceso que culpa de corto-, cuán al contrario camino en este propósito, pues la mucha notoriedad me hará pasar en silencio sus grandezas, y las que tocare será como de paso y por la posta, siéndome tan importante hablar dellas.

Costumbre ha sido usada, y hoy se pratica en los actos militares, elegir los combatientes padrinos de quien ser honrados, amparados y defendidos de las demasías, para que igualmente se guarde la justicia en las estacadas o palenques donde se han de tratar sus causas o venirse a juntar con sus contrarios. Ya es conocida la razón que tengo en responder por mi causa en el desafío que me hizo sin ella el que sacó la segunda parte de mi Guzmán de Alfarache. Que, si decirse puede, fue abortar un embrión para en aquel propósito, dejándome obligado, no sólo a perder los trabajos padecidos en lo que tenía compuesto, mas a tomar otros mayores y de nuevo para satisfacer a mi promesa. Espérame ya en el campo el combatiente; está todo el mundo a la mira; son los jueces muchos y varios; inclínase cada uno a quien más lo lleva su pasión y antojo; tiene ganados de mano los oídos, informando su justicia, que no es pequeña ventaja. Él pelea desde su casa, en su nación y tierra, favorecido de sus deudos, amigos y conocidos, de todo lo cual yo carezco.

Para empresa tan grande, salir a combatir con un autor tan docto, aunque desconocido en el nombre, verdaderamente lo temí, hasta que los rayos del sol de Vuestra Excelencia vivificaron mi helada sangre, alentando mis espíritus, dándome confianza que, deslumbrando con ellos los ojos, no solamente de mi contrario, mas a la misma invidia y murmuración ganaré sin alguna duda la victoria.

¿Quién osará representarme la batalla ni esperarme a ella, cuando sobre mis timbres, principio deste libro, viere resplandecer el esclarecido nombre de Vuestra Excelencia, que lo sale patrocinando? ¿Cuál no se me rendirá con las ventajas que llevo, siendo de las mayores que se han conocido hasta hoy en príncipe?

Si sangre, díganlo las casas de Castro, cabeza de los Mendozas y Velascos, de los Condestables de Castilla, de quien Vuestra Excelencia es hijo y nieto. Y desto lo dicho basta. Si armas, notorio nos es y ninguno ignora que, asistiendo Vuestra Excelencia los años de su infancia en los estudios de Alcalá de Henares, donde tantas premisas dio de su florido ingenio, viéndose ya mancebo se pasó a Nápoles, llevado de la inclinación y valor militar. Y siendo allí temido por su esfuerzo, respetado por su valor y seguido por la notoria privanza con el virrey su tío, pospuestas estas prendas, que fueran de otros muchos estimadas, tuvo en más el bullicio de las armas en la guerra, que los deleites, paseos y privanzas en la paz; pues dejándolo, se fue a Flandes en seguimiento de la milicia, que tanto allí ejercitaban. Y con una pica, sin sueldo, sin algún entretenimiento ni mando, gustó de ser un particular soldado, buscando las ocasiones en que señalar su ánimo valeroso. Hasta que, ofreciéndose las guerras con Francia, pasó a Milán a servir en las del Piamonte y Saboya, donde gobernando la caballería y después todas las fuerzas que su Majestad tenía en aquellas partes, alcanzó señaladas vitorias, mostrando tanto valor y prudencia, cuanto admirable gobierno. Que, conocido por Monsiur de Ladiguera, que con poderosísimo ejército y muchas cabezas principales obtenía la parte de Francia, temió siempre llegar a las manos. Y cuanto una vez lo intentó sobre la Carboneda, hallándose aventajado en el número de soldados, Vuestra Excelencia con muchos menos lo desbarató y rompió, ganándole la mayor vitoria que se vio hasta entonces. Y de allí adelante, atemorizados con el sangriento estrago, no se atrevieron más a socorrer plaza.

Y tanto cuanto en la guerra era temido siempre, lo era en la paz y juntamente obedecido y amado, como se conoció en las ocasiones, pues dentro en Ginebra se cumplían sus mandatos de la manera que se hiciera en su proprio ejército, viniendo a su llamado los del gobierno de aquella ciudad, cosa ni vista ni oída de otro algún valeroso capitán o príncipe.

Siendo esto así, se decía de sus soldados que tanto cuanto sobrepujaban a los más en valor y esfuerzo eran religiosos, inclinados a toda virtud, por el buen ejemplo que tenían en Vuestra Excelencia, que los gobernaba.

¿En quién, como en Vuestra Excelencia, se podrá hallar tan junto tanto, sangre, armas, prudencia, gobierno y admirable industria? Pues retirándose a el Estado de Milán y no pudiéndolo hacer por el ordinario paso, que lo impedía la peste, pasó con todo su ejército armado, y marchando en orden por el valle de Valesanos, tierra de esguízaros, y estaban en aquella ocasión a devoción de Francia, cosa que jamás los hombres vieron, ni los mismos esguízaros, confederados con el Rey Nuestro Señor se lo han permitido, sino que, desarmados, en tropas de docientos en docientos, y no más, vayan pasando.

Déjense tantas vitorias y sucesos felices para las crónicas famosas que los esperan, que bien se podrá decir serán las más afortunadas que hasta ellos de otro príncipe alguno se hayan oído. Digan estos reinos la felicidad en que se hallan, que, si fuese posible, comprarían su asistencia con inestimable precio, por la rectitud, humanidad, justicia y amor con que son defendidos y gobernados.

Alargarme más en esto es engolfarme y dificultar la salida, pareciendo cosa increíble concurrir tanto en tan juveniles años. Pues acudiendo a lo dicho, no ha hecho falta en el servicio y corte de su rey, asistiendo en ella, siendo preferido y honrado como uno de los más señalados.

Pues ¿quién duda que quien abrió paso por tan indómita gente lo haga también por entre la tan política y bien morigerada, para que mi libro corra y le den el lugar que, yendo favorecido de tan poderoso príncipe, merece? A quien guarde Nuestro Señor augmentando sus vitorias y nombre, con que más y mejor le sirva.

MATEO ALEMÁN




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Letor

Aunque siempre temí sacar a luz aquesta segunda parte, después de algunos años acabada y vista, que aun muchos más fueran pocos para osar publicarla, y que sería mejor sustentar la buena opinión que proseguir a la primera, que tan a brazos abiertos fue generalmente de buena voluntad recebida, dudé poner en condición el buen nombre, ya porque podría no parecer tan bien o no haber acertado a cumplir con mi deseo, que de ordinario donde mayor cuidado se pone suelen los desgraciados acertar menos.

Mas, viéndome ya como el mal mozo, que a palos y coces lo levantan del profundo sueño, siéndome lance forzoso, me aconteció lo que a los perezosos, hacer la cosa dos veces. Pues, por haber sido pródigo comunicando mis papeles y pensamientos, me los cogieron a el vuelo. De que, viéndome, si decirse puede, robado y defraudado, fue necesario volver de nuevo al trabajo, buscando caudal con que pagar la deuda, desempeñando mi palabra.

Con esto me ha sido forzoso apartarme lo más que fue posible de lo que antes tenía escrito. Pecados tuvo Esaú, que, cansado en seguir y matar la caza, causasen llevarle Jacob la bendición.

Verdaderamente habré de confesarle a mi concurrente -sea quien dice o diga quien sea- su mucha erudición, florido ingenio, profunda ciencia, grande donaire, curso en las letras humanas y divinas, y ser sus discursos de calidad que le quedo invidioso y holgara fueran míos. Mas déme licencia que diga con los que dicen que, si en otra ocasión fuera désta se quisiera servir dellos, le fueran trabajos tan honrados, que cualquier muy grave supuesto pudiera descubrir su nombre y rostro; mas en este propósito fue meter en Castilla monedas de Aragón. Sucedióle lo que muchas veces vemos en las mujeres, que miradas por faiciones cada una por sí es de tanta perfeción, que, satisfaciendo a el deseo, ni tiene más que apetecer ni el pincel que pintar; empero, juntas todas, no hacen rostro hermoso. Y anduvo discreto haciendo lo que acostumbran los que salen embozados a dar lanzada, confiados en su diestreza; mas, como de suyo son suertes de ventura, si aciertan se descubren, y si la yerran, para siempre se niegan. En cualquier manera que haya sido, me puso en obligación, pues arguye que haber tomado tan excesivo y escusado trabajo de seguir mis obras nació de haberlas estimado por buenas. En lo mismo le pago siguiéndolo. Sólo nos diferenciamos en haber él hecho segunda de mi primera y yo en imitar su segunda. Y lo haré a la tercera, si quisiere de mano hacer el envite, que se lo habré de querer por fuerza, confiado que allá me darán lugar entre los muchos. Que, como el campo es ancho, con la golosina del sujeto, a quien también ayudaría la codicia, saldrán mañana más partes que conejos de soto ni se hicieron glosas a la bella en tiempo de Castillejo.

Advierto en esto que no faciliten las manos a tomar la pluma sin que se cansen los ojos y hagan capaz a el entendimiento; no escriban sin que lean, si quieren ir llegados a el asumpto, sin desencuadernar el propósito. Que haberse propuesto nuestro Guzmán, un muy buen estudiante latino, retórico y griego, que pasó con sus estudios adelante con ánimo de profesar el estado de la religión, y sacarlo de Alcalá tan distraído y mal sumulista, fue cortar el hilo a la tela de lo que con su vida en esta historia se pretende, que sólo es descubrir -como atalaya- toda suerte de vicios y hacer atriaca de venenos varios un hombre perfeto, castigado de trabajos y miserias, después de haber bajado a la más ínfima de todas, puesto en galera por curullero della.

Dejemos agora que no se pudo llamar «ladrón famosísimo» por tres capas que hurtó, aun fuesen las dos de mucho valor y la otra de parches, y que sea muy ajeno de historias fabulosas introducir personas públicas y conocidas, nombrándolas por sus proprios nombres. Y vengamos a la obligación que tuvo de volverlo a Génova, para vengar la injuria, de que dejó amenazados a sus deudos, en el último capítulo de la primera parte, libro primero. Y otras muchas cosas que sin quedar satisfechas pasa en diferentes, alterando y reiterando, no sólo el caso, mas aun las proprias palabras. De donde tengo por sin duda la dificultad que tiene querer seguir discursos ajenos; porque los lleva su dueño desde los principios entablados a cosas que no es posible darles otro caza, ni aunque se le comuniquen a boca. Porque se quedan arrinconados muchos pensamientos de que su proprio autor aun con trabajo se acuerda el tiempo andando, la ocasión presente, como a el rey don Fernando de Zamora para la infanta doña Urraca, su hija.

Esto no acusa falta en el entendimiento, que no lo pudo ser pensar otro mis pensamientos; mas dice temeridad, cuando se sale a correr con quien es necesario dejarlo muy atrás o no venir a el puesto.

Si aquí los frasis no fueren tan gallardos, tan levantado el estilo, el decir suave, gustosas las historias ni el modo fácil, doy disculpa, si necedades la tienen, ser necesario mucho, aun para escrebir poco, y tiempo largo para verlo y emendarlo. Mas teniendo hecha mi tercera parte y caminando en ella con el consejo de Horacio para poderla ofrecer, que será muy en breve, no se pudo escusar este paso, como el que lo es tan forzoso a los fines que pretendo. Recibe mi ánimo, que ha sido de servirte, que no siempre corre un tiempo, influyen favorables las estrellas ni acuden a Calíope los caprichos.




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El alférez Luis de Valdés a Mateo Alemán

Elogio


Como si no fuesen hermanas las armas y las letras, así me querrá decir algún bachiller que siga la milicia y deje los elogios, pareciéndole negocio muy diferente. Pues ya le podría señalar no uno, pero Césares muchos y tan diestros en las letras, como bien disciplinados en las armas. Y para quitarles la ocasión, que no digan me adelanto en usurpar oficio de orador, teniéndome por demasiadamente atrevido, me iré apartando de su peligroso estilo, adular y ostentar, acogiéndome a lo seguro de mis trincheas en referir la verdad, tan propio en un soldado como la espada y el coselete. Seré un eco, ya que no cronista, de lo que vi, oí, traté y supe, dondequiera que me hallé, que ha sido en muchas y diferentes naciones. Cumpliré con mi deseo sin poder ser calumniado, hallándome para mí desinteresado y libre; que siempre amor, interés o miedo corrompieron la justicia. Mas como sea tan justo premiarse los trabajos, animando a los virtuosos con un grito siquiera, como en la guerra, dándole por paga un agradecimiento, que siendo verdadero es un verdadero tesoro, he querido, viendo tan dormidos a tantos, tomar la pluma por ellos, aunque menos obligado al común parecer, en razón de mi profesión; mas al mío, ninguno me la gana.

Todos le somos deudores y justamente merece de todos dignas alabanzas, pues lo conocemos por el primero que hasta hoy con estilo semejante ha sabido descomulgar los vicios con tal suavidad y blandura, que siendo para ellos un áspid ponzoñoso, en dulce sueño les quita la vida. Ofrecer píldoras de acíbar para descargar la cabeza, muchos médicos lo hacen, y pocos o ningún enfermo han gustado de mascarla ni tocarla con la lengua y adulzarla de modo que, poniendo deseos de comerla, causando general golosina, sólo Mateo Alemán le halló el punto, enseñando sus obras cómo sepamos gobernar las nuestras, no con pequeño daño de su salud y hacienda, consumiéndolo en estudios. Y podremos decir dél no haber soldado más pobre, ánimo más rico ni vida más inquieta con trabajos que la suya, por haber estimado en más filosofar pobremente, que interesar adulando. Y como sabemos dejó de su voluntad la Casa Real, donde sirvió casi veinte años, los mejores de su edad, oficio de Contador de resultas de su Majestad el rey Felipe II, que está en gloria, y en otros muchos muy graves negocios y visitas que se le cometieron, de que siempre dio toda buena satisfación, procediendo con tanta rectitud, que llegó a quedar de manera pobre que, no pudiendo continuar sus servicios con tanta necesidad, se retrujo a menos ostentación y obligaciones.

Empero, si por aquí careció de bienes de fortuna, no le faltan dotes en el alma, que son de mucho mayor estimación y precio, y ninguno podrá preciarse de más glorias. Oigan las lenguas de los hombres y las verán pregonar sus alabanzas, no menos en España, donde no es pequeña maravilla consentir profeta de su nación, mas en toda Italia, Francia, Flandes y Alemania, de que puedo deponer de oídas y vista juntamente, y que jamás oí mentar su nombre sin grandioso epítecto, hasta llamarle muchos «el español divino». ¿Quién como él en menos de tres años y en sus días vio sus obras traducidas en tan varias lenguas, que, como las cartillas en Castilla, corren sus libros por Italia y Francia? ¿Qué autor escribió, que al tiempo y cuando quiso sacar sus trabajos a luz, apenas habían salido del vientre de la emprenta, cuando -como dicen- entre las manos de la comadre no quedasen ahogadas y muertas? Y las que salieron vivas, que alcanzaron a gozar de alguna vida, ¿cuáles, como las de nuestro autor, salieron con tan ligeras alas, que hiriendo las de la fama la hiciesen volar con tal velocidad por todo el mundo, sin dejar tan remota provincia donde con ellas no hayan llegado y se les haya hecho famoso recebimiento? ¿De cuáles obras en tan breve tiempo se vieron hechas tantas impresiones, que pasan de cincuenta mil cuerpos de libros los estampados y de veinte y seis impresiones las que han llegado a mi noticia que se le han hurtado, con que muchos han enriquecido, dejando a su dueño pobre? ¿A quién, sino para él, halló cerradas las puertas la murmuración, o quién supo tan bien hacer huir la malicia?

Si esto es así o si para las evidentes matemáticas es necesaria prueba de testigos, dígalo el mejor del mundo, la universidad insigne de Salamanca, donde celebrándolo allí los mejores ingenios della, les oí a muchos que, como a su Demóstenes los griegos y a Cicerón los latinos, puede la lengua castellana tener a Mateo Alemán por príncipe de su elocuencia, por haberla escrito tan casta y diestramente con tantas elegancias y frasis. Bien lo sintió ser así un religioso agustino, tan discreto como docto, que sustentó en aquella universidad, en un acto público, no haber salido a luz libro profano de mayor provecho y gusto hasta entonces, que la primera parte deste libro.

Testifica esta verdad el valenciano que, negando su nombre, se fingió Mateo Luján, por asimilarse a Mateo Alemán. Y aunque lo pudo hacer en el nombre y patria, en las obras no le fue posible, sin que se descubriese su malicia y haberlo hecho movido de codicia del interés que se le pudo seguir: no sería poco, pues en el mismo año que salió lo compré yo en Flandes impreso en Castilla, creyendo ser ligítimo, hasta que, a poco leído, mostró las orejas fuera del pellejo y fue conocido.

Dejemos esto y dígase de los que, admirados de tanta profundidad, lo quisieron ahijar a diferentes padres tan doctos y supuestos tan graves, que anduvieron buscándole cada uno el de más vivo ingenio, más docto y de singular elocuencia, de quien tuvo concepto que pudiera hacer obra tan peregrina y admirable. Que todo arguye y cambia en mayor gloria de su verdadero autor.

Ya saldrán de su duda cuando hayan visto su San Antonio de Padua, que por voto que le hizo de componer su vida y milagros tardó tanto en sacar esta segunda parte. Verán cuán milagrosamente trató dellos, y aun se podía decir de milagro, pues yéndolo imprimiendo y faltando la materia, supe por cosa cierta que de anteanoche componía lo que se había de tirar en la jornada siguiente, por tener ocupación forzosa en que asistir el día necesariamente. Y en aquellas breves horas de la noche le vieron acudir a lo forzoso de sus negocios, a contar y escoger papel para dar a los impresores, a componer la materia para ellos y a otras cosas importantes a su persona y casa, que cualquiera destas ocupaciones pedían un hombre muy entero. Y lo que desta manera escribió, que fue todo el tercero libro -no obstante que todo él enteramente es en lo que más mostró el océano de su ingenio, pues en él hallarán un riquísimo tesoro de varias historias, moralizadas y escritas con su elegancia, que es con lo que más puedo encarecerlo-, es el esmalte que se descubre más en aquella joya, como lo dicen cuantos della pudieron alcanzar parte.

¿Qué diré, pues, agora desta segunda de su Guzmán de Alfarache y tiempo en que la compuso, que parece imposible, por apartarse de la que antes había hecho, por habérsela querido contrahacer con la relación que della tuvieron? Ésta dará testimonio de sí, enfrenando a los atrevidos que con tanta temeridad se quieren despeñar vanamente. Si todo lo dicho es verdad; si lo aprueban los doctos, no negándolo el vulgo; si lo confiesa el mundo, porque halla cada uno lo que su gusto le pide, que por tan dificultoso lo pinta Horacio; si debajo de nombre profano escribe tan divino, que puede servir a los malos de freno, a los buenos de espuelas, a los doctos de estudio, a los que no lo son de entretenimiento y, en general, es una escuela de fina política, ética y euconómica, gustosa y clara, para que como tal apetecida la busquen y lean, ¿qué le doy? ¿Qué hago en esto más de pagarle lo que tan justamente se le debe?

¡Oh Sevilla dichosa, que puedes entre tus muchas grandezas y como una de las mayores engrandecerte con tal hijo, cuyos trabajos y estudios indefesos, igualándose a los más aventajados de los latinos y griegos, han merecido que las naciones del universo, celebrando su nombre, con digno lauro le canten debidas alabanzas!






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Al libro et al auctore, fatto da un suo amico


    Sotto una bella et poetica fintione
con troppo ingegno e arte fabricata,
non manco degna d'esser celebrata,
che la Metamorphosis di Nasone,
    la vita scelerata d'un poltrone
vedrai con alto stil fabuleggiata,
acció che la virtù sia cercata,
lasciato il vitio, d'ogni mal cagione.
    Proccacia, come accorto uccelatore,
col battuto e pentito prigioniero
pigliar ogni cattivo il saggio auctore,
    le cui lodi cantara volontiero:
ma per lor moltitudine e splendore,
bisogna che le canti un altro Homero.




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Fratris custodii lupi, lusitani, ordinis sanctissimae trinitatis, de libri utilitate


Epigramma

Sunt duo quae pariter virtus perfecta requirit:
   Quod prave nunquam, quod bene semper agas.
Haec tibi si cupias ullo ne tempore desint,
   Auctoris geminum perlege, lector, opus.
Antoni nunquam ponat tua dextera librum
   Nec tibi Guzmani pagina displiceat.
Si referas divi mores, infanda prophani
   Si scelera abiicias, omnia puncta feres.
Reddite Matthaeo grato pro munere grates,
   Quo duce conspicuum fit pietatis iter.
Planius hoc fiet, postquam ex incudibus auctor
   Sustulerit plenos utilitate libros.




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Del mismo


Soneto

    La Vida de Guzmán, mozo perdido,
por Mateo Alemán historïada,
es una voz del cielo al mundo dada
que dice: «Huid de ser lo que éste ha sido.»
    Señal es del peligro conocido
adonde fue la nave zozobrada,
con que la sirte queda señalada
por donde a tantos males ha venido.
    El delicado estilo de su pluma
advierte en una vida picaresca
cuál deba ser la honesta, justa y buena.
    Esta ficción es una breve suma,
que, aunque entretenimiento nos parezca,
de morales consejos está llena.




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Ad Matthaeum Alemanum de suo Guzmano


tetrad)i/stixon [tetradístichon]


Ruy Fernández de Almada

Vilibus exemplis Pharii quid grandia caelant?
   Planaque cur simulant abditiore typo?
Nempe vetant Sophiae mysteria prodere vulgo
   Intimiusque animo pressa figura manet.
His ducibus, Guzmane, geris, ceu Proteus alter,
   Plana sub obscuro, magna minore typo.
Ergo cum scite, Matqai=e [matthaîe], matqh/mata [mathémata] dones,
   Te sibi ma/taion [mátaion] Hispalis alma canat.




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Ioannis Riberii Lusitani ad auctorem


Encomiastichon

Laus, Matthaee, tibi superest post fata perennis,
    Quam nullo minuet tempore tempus edax.
Orbe pererrato virtutem extenderce factis,
    Pactum ingens, opus est Martis et artis opus.
Fortunam maior variam superare labore,
    Herculeis maior viribus iste labor.
Maius opus, maior labor est coluisse Minervam:
    Maior et ex proprio condere Marte libros.
Heroas decorare solent duo nomina, Mars, Ars:
    Munera tu pariter Martis et Artis habes.
Mars dedit invictum, quo tendis ad ardua, pectus;
    Excoluit mentem docta Minerva tuam.
Ingenii monumenta tui super aethera nota
    Testantur larga praestita dona manu.
Multa Hispana canit Musa; atqui nullus Ibera
    Dogmata pinxit adhuc fe/rteros e)n meqo)dw| [phérteros en methódo].
Testis hic est codex modico qui venditur aere:
    Attalicas superant, quas dabit emptus, opes.
Cuius ab aspectu morsus compressit inanes.
    Invidia, heu multis iniuriosa nimis.
Zoile, transverso calamo qui vulnera figis,
    I procul; en contra numina bella paras?
Contra Mercurium, Phoebum contraque Minervam,
    Mortalis poterit tela movere manus?
Quisquis avarus ades, redimis qui sanguine gemmas,
    Gemma tibi parvo venditur aere, veni.
Hauris ab effossa pretiosa pericula terra:
    Hic liber arcanas fundet et addet opes.
Decolor est dives, fulvo quod pallet in auro:
    Non sunt divitiae delitiaeque simul.
At liber hic auri venis qui pulcher abundat,
    Nunc tibi delitias divitiasque dabit.
Aureus hic certe gemma est pretiosa libellus;
    Quis tenui gemmam respuas aere datam?




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El licenciado Miguel de Cárdenas Calmaestra a Mateo Alemán


Soneto

    Que entre las armas del heroico Aquiles
templen su lira el griego y mantüano,
y entone el verso el cordobés Lucano
para las disensiones más civiles;
    que con sentencias graves y sutiles
alumbre al mundo el orador romano,
y entre la fértil pluma del toscano,
sabia Helicona, tu licor destiles,
    hazaña es alta y mucha gallardía,
aunque los hizo fáciles y prestos
la ocasión, los sujetos y la historia.
    Pero que de la humilde picardía
Mateo Alemán levante a todos éstos,
ejemplo es digno de immortal memoria.








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Libro I

Donde cuenta lo que le sucedió desde que sirvió a el embajador, su señor, hasta que salió de Roma



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Capítulo I

Guzmán de Alfarache disculpa el proceso de su discurso, pide atención y da noticia de su intento


Comido y reposado has en la venta. Levántate, amigo, si en esta jornada gustas de que te sirva yendo en tu compañía; que, aunque nos queda otra para cuyo dichoso fin voy caminando por estos pedregales y malezas, bien creo que se te hará fácil el viaje con la cierta promesa de llevarte a tu deseo. Perdona mi proceder atrevido, no juzgues a descomedimiento tratarte desta manera, falto de aquel respeto debido a quien eres. Considera que lo que digo no es para ti, antes para que lo reprehendas a otros que como yo lo habrán menester.

Hablando voy a ciegas y dirásme muy bien que estoy muy cerca de hablar a tontas, pues arronjo la piedra sin saber adónde podrá dar, y diréte a esto lo que decía un loco que arronjaba cantos. Cuando alguno tiraba, daba voces diciendo: «¡Guarda, hao!, ¡guarda, hao!, todos me la deben, dé donde diere.» Aunque también te digo que como tengo las hechas tengo sospechas. A mí me parece que son todos los hombres como yo, flacos, fáciles, con pasiones naturales y aun estrañas. Que con mal sería, si todos los costales fuesen tales. Mas como soy malo, nada juzgo por bueno: tal es mi desventura y de semejantes.

Convierto las violetas en ponzoña, pongo en la nieve manchas, maltrato y sobajo con el pensamiento la fresca rosa. Bien me hubiera sido en alguna manera no pasar con este mi discurso adelante, pues demás que tuviera escusado el serte molesto, no me fuera necesario pedirte perdón, para ganarte la boca y conseguir lo que más aquí pretendo; que aún muchos y quizá todos los que comieron la manzana lo juzgarán por impertinente y superfluo; empero no es posible. Porque, aunque tan malo cual tienes de mí formada idea, no puedo persuadirme que sea cierta, pues ninguno se juzga como lo juzgan. Yo pienso de mí lo que tú de ti. Cada uno estima su trato por el mejor, su vida por la más corregida, su causa por justa, su honra por la mayor y sus eleciones por más bien acertadas.

Hice mi cuenta con el almohada, pareciéndome, como es verdad, que siempre la prudente consideración engendra dichosos acaecimientos; y de acelerarse las cosas nacieron sucesos infelices y varios, de que vino a resultar el triste arrepentimiento. Porque dado un inconveniente, se siguen dél infinitos. Así, para que los fines no se yerren, como casi siempre sucede, conviene hacer fiel examen de los principios, que hallados y elegidos, está hecha la mitad principal de la obra y dan de sí un resplandor que nos descubre de muy lejos con indicios naturales lo por venir. Y aunque de suyo son en sustancia pequeños, en virtud son muy grandes y están dispuestos a mucho, por lo cual se deben dificultar cuando se intentan, procurando todo buen consejo. Mas ya resueltos una vez, por acto de prudencia se juzga el seguirlos con osadía, y tanto mayor, cuanto fuere más noble lo que se pretende con ellos.

Y es imperfección y aun liviandad notable comenzar las cosas para no fenecerlas, en especial si no las impiden súbitos y más graves casos, pues en su fin consiste nuestra gloria. La mía ya te dije que sólo era de tu aprovechamiento, de tal manera que puedas con gusto y seguridad pasar por el peligroso golfo del mar que navegas. Yo aquí recibo los palos y tú los consejos en ellos. Mía es la hambre y para ti la industria como no la padezcas. Yo sufro las afrentas de que nacen tus honras.

Y pues has oído decir que aquese te hizo rico, que te hizo el pico, haz por imitar a el discreto yerno que sabe con blandura granjear del duro suegro que le pague la casa, le dé mesa y cama, dineros y esposa con quien se regale, abuelos que como esclavos y truhanes críen, sirvan y entretengan a sus hijos. Ya tengo los pies en la barca, no puedo volver atrás. Echada está la suerte, prometido tengo y -como deuda- debo cumplirte la promesa en seguir lo comenzado.

El sujeto es humilde y bajo. El principio fue pequeño; lo que pienso tratar, si como buey lo rumias, volviéndolo a pasar del estómago a la boca, podría ser importante, grave y grande. Haré lo que pudiere, satisfaciendo al deseo. Que hubiera servido de poco alborotar tu sosiego habiéndote dicho parte de mi vida, dejando lo restante della.

Muchos creo que dirán o ya lo han dicho: «Más valiera que ni Dios te la diera ni así nos la contaras, porque siendo notablemente mala y distraída, fuera para ti mejor callarla y para los otros no saberla.» Lejos vas de la verdad, no aciertas con la razón en lo que dices ni creo ser sano el fin que te mueve; antes me causa sospecha que, como te tocan en el aj y aun con sólo el amagarte, sin que te lleguen te lastiman. Que no hay cuando a el disciplinante le duela y sienta más la llaga que se hizo él proprio, que cuando se la curan otros.

O te digo verdades o mentiras. Mentiras no (y a Dios pluguiera que lo fueran, que yo conozco de tu inclinación que holgaras de oírlas y aun hicieras espuma con el freno); digo verdades y hácensete amargas. Pícaste dellas, porque te pican. Si te sintieras con salud y a tu vecino enfermo, si diera el rayo en cas de Ana Díaz, mejor lo llevaras, todo fuera sabroso y yo de ti muy bien recebido. Mas para que no te me deslices como anguilla, yo buscaré hojas de higuera contra tus bachillerías. No te me saldrás por esta vez de entre las manos.

Digo -si quieres oírlo- que aquesta confesión general que hago, este alarde público que de mis cosas te represento, no es para que me imites a mí; antes para que, sabidas, corrijas las tuyas en ti. Si me ves caído por mal reglado, haz de manera que aborrezcas lo que me derribó, no pongas el pie donde me viste resbalar y sírvate de aviso el trompezón que di. Que hombre mortal eres como yo y por ventura no más fuerte ni de mayor maña. Da vuelta por ti, recorre a espacio y con cuidado la casa de tu alma, mira si tienes hechos muladares asquerosos en lo mejor della y no espulgues ni murmures que en casa de tu vecino estaba una pluma de pájaro a la subida de la escalera.

Ya dirás que te predico y que cuál es el necio que se cura con médico enfermo. Pues quien para sí no alcanza la salud, menos la podrá dar a los otros. ¿Qué condito cordial puede haber en el colmillo de la víbora o en la puntura del alacrán? ¿Qué nos podrá decir un malo, que no sea malo?

No te niego que lo soy; mas aconteceráme contigo lo que al diestro trinchante a la mesa de su amo, que corta curiosa y diligentemente la pechuga, el alón, la cadera o la pierna del ave y, guardando respeto a las calidades de los convidados a quien sirve, a todos hace plato, a todos procura contentar: todos comen, todos quedan satisfechos, y él solo sale cansado y hambriento.

A mi costa y con trabajos proprios descubro los peligros y sirtes para que no embistas y te despedaces ni encalles adonde te falte remedio a la salida. No es el rejalgar tan sin provecho, que deje de hacerlo en algo. Dineros vale y en la tienda se vende. Si es malo para comido, aplicado será bueno. Y pues con él empozoñan sabandijas dañosas, porque son perjudiciales, atriaca sería mi ejemplo para la república, sí se atoxigasen estos animalazos fieros, aunque caseros y al parecer domésticos, que aqueso es lo peor que tienen, pues figurándosenos humanos y compasivos, nos fiamos dellos. Fingen que lloran de nuestras miserias y despedazan cruelmente nuestras carnes con tiranías, injusticias y fuerzas.

¡Oh si valiese algo para poder consumir otro género de fieras! Éstos que lomienhiestos y descansados andan ventoleros, desempedrando calles, trajinando el mundo, vagabundos, de tierra en tierras, de barrio en barrios, de casa en casas, hechos espumaollas, no siendo en parte alguna de algún provecho ni sirviendo de más que -como los arrieros en la alhóndiga de Sevilla- de meter carga para sacar carga, llevando y trayendo mentiras, aportando nuevas, parlando chismes, levantando testimonios, poniendo disensiones, quitando las honras, infamando buenos, persiguiendo justos, robando haciendas, matando y martirizando inocentes. ¡Hermosamente parecieran, si todos perecieran! Que no tiene Bruselas tapicería tan fina, que tanto adorne ni tan bien parezca en la casa del príncipe, como la que cuelgan los verdugos por los caminos.

Premios y penas conviene que haya. Si todos fueran justos, las leyes fueran impertinentes; y si sabios, quedaran por locos los escritores. Para el enfermo se hizo la medicina, las honras para los buenos y la horca para los malos. Y aunque conozco ser el vicio tan poderoso, por nacer de un deseo de libertad, sin reconocimiento de superior humano ni divino, ¿qué temo, si mis trabajos escritos y desventuras padecidas tendrán alguna fuerza para enfrenar las tuyas, produciendo el fruto que deseo? Pues viene a ser vano y sin provecho el trabajo que se toma por algún respeto, si no se consigue lo que con él se pretende.

Mas como ni el retórico siempre persuade ni el médico sana ni el marinero aporta en salvamento, habréme de consolar con ellos, cumplidas mis obligaciones, dándote buenos consejos y sirviéndote de luz, como el pedreñal herido, que la sacan dél para encenderla en otra parte, quedándose sin ella. De la misma forma el malo pierde la vida, recibe castigos, padece afrentas, dejando a los que lo ven ejemplo en ellas.

Quiero volverme a el camino, que se me representa en este lugar lo que a los labradores y aun a los muy labrados cortesanos, cuando pasan por la Ropería, si acaso alzan los ojos a mirar, que luego se arriman a ellos. Unos les tiran y otros estiran, allí los llevan y acullá los llaman y no saben con cuáles ir seguramente. Porque, pareciéndoles que todos engañan y mienten, de ninguno se fían y andan muy cuerdos en ello. Yo sé muy bien el porqué y lo que venden lo dice a voces. Ahora bien, démosles lado, dejémoslos pasar, siquiera por las amistades que un tiempo me hicieron en comprarme prendas que nunca compré, dándome dineros a buena cuenta de lo que les había de vender y enseñándome a hacer de la noche a la mañana ropillas de capas, vendiendo los retazos para echar soletas.

O lo que suele suceder a el descuidado caminante que, sin saber el camino, salió sin preguntarlo en la posada y, cuando tiene andada media legua, suele hallarse a el pie de una cruz, que divide tres o cuatro sendas a diferentes partes; y, empinándose sobre los estribos, torciendo el cuerpo, vuelve la cabeza, mirando quién le podrá decir por dónde ha de caminar; mas, no viendo a quien lo adiestre, hace consideración cosmógrafa, eligiendo a poco más o menos la que le parece ir más derecha hacia la parte donde camina.

Veo presentes tantos y tan varios gustos, estirando de mí todos, queriéndome llevar a su tienda cada uno y sabe Dios por qué y para qué lo hace. Pide aquéste dulce, aquél acedo, uno hace freír las aceitunas, otro no quiere sal ni aun en el huevo. Y habiendo quien guste de comer los pies de la perdiz tostados a el humo de la vela, no falta quien dice que no crió Dios legumbre como el rábano.

Así lo vimos en cierto ministro papelista, largo en palabras y corto de verdades, avariento por excelencia. El cual, como se mudase de una posada en otra, después de llevada la ropa y trastos de casa, se quedó solo en ella, rebuscándola y quitando los clavos de las paredes. Acertó a entrar en la cocina, donde halló en el ala de la chimenea cuatro rábanos añejos, que como tales los dejaron perdidos y sin provecho. Juntólos y atólos y con mucho cuidado los llevó a su mujer, y con cara de herrero le dijo: «Así se debe de ganar la hacienda, pues así se deja perder. Como no lo trujistes en dote, de todo se os da nada. ¿Veis esta perdición? Guardá esos rábanos, que dinero costaron, y volvedlos a echar a mal, perdida, que yo lo soy harto más en consentir que por junto se traiga un manojo a casa.» La mujer los guardó y aquella noche, por no tenerla negra con pendencia, los hizo servir a la mesa. Y comiéndolos el marido, dijo: «Ahora, por Dios, hermana, que sobre todos los gustos tiene lugar principal el de los rábanos añejos, que cuanto más lacios, mejor saben. Si no, probad uno déstos.» Y haciéndole fuerza, la obligó a comerlo, contra toda su voluntad y con asco.

Gentes hay que no se contentan con loar aquello que dicen aplacerles, ya sea por lo que fuere, sino que quieren que los otros lo hagan y que a su pesar sepa bien y se lo alaben y juntamente con esto que vituperen el gusto ajeno, sin considerar que son los gustos varios, como las condiciones y rostros, que si por maravilla se hallaren dos que se parezcan, es imposible hallarlos en todo iguales.

Así habré de hacer aquí lo que me aconteció en una comedia, donde por ser de los primeros, vine a ser de los delanteros y, como tras de mí hubiese otros no tan bien dispuestos, me decían que me hiciese a un lado y, en meneándome un poco, se quejaban otros a quien hacía también estorbo. Los unos y los otros me ponían a su modo, porque todos querían ver, de manera que, no sabiendo cómo acomodarme acomodándolos, hice orejas de mercader; púseme de pie derecho y cada uno alcanzase como mejor pudiese.

Querrían el melancólico, el sanguino, el colérico, el flemático, el compuesto, el desgarrado, el retórico, el filósofo, el religioso, el perdido, el cortesano, el rústico, el bárbaro, el discreto y aun la señora Doña Calabaza que para sola ella escribiese a lo fruncido y que con sólo su pensamiento y a su estilo me acomodase. No es posible; y seráme necesario, demás de hacer para cada uno su diferente libro, haber vivido tantas vidas cuantos hay diferentes pareceres. Una sola he vivido y la que me achacan es testimonio que me levantan.

La verdadera mía iré prosiguiendo, aunque más me vayan persiguiendo. Y no faltará otro Gil para la tercera parte, que me arguya como en la segunda de lo que nunca hice, dije ni pensé. Lo que le suplico es que no tome tema ni tanta cólera comigo que me ahorque por su gusto, que ni estoy en tiempo dello ni me conviene. Déjeme vivir, pues Dios ha sido servido de darme vida en que me corrija y tiempo para la emmienda. Servirán aquí mis penas para escusarte dellas, informándote para que sepas encadenar lo pasado y presente con lo venidero de la tercera parte y que, hecho de todo un trabado contexto, quedes cual debes, instruido en las veras.

Que sólo éste ha sido el blanco de mi puntería y descubro el de mi pensamiento a los que se sirvieren de excusarme del trabajo. Empero sea de manera que se puedan gloriar del suyo, que tengo por indecente negar un autor su nombre, apadrinando sus obras con el ajeno. Que será obligarme escrebir otro tanto, para no ser tenido por tonto cargándome descuidos ajenos. Esto se quede, porque no parezca dicho con cuidado ni más de por haber venido a propósito.

Mas volviendo a el nuestro, digo que cada uno haga su plato y pasto de lo que le sirviéremos en esta mesa, dejando para otros lo que no le supiere bien o no abrazare su estómago. Y no quieran todos que sea este libro como los banquetes de Heliogábalo, que se hacía servir de muchos y varios manjares; empero todos de un solo pasto, ya fuesen pavos, pollos, faisanes, jabalí, peces, leche, yerbas o conservas. Una sola vianda era; empero, como el manna, diferenciada en gustos. Aunque los del manna eran los que cada uno quería y esotros los que les daba el cocinero, conforme a la torpe gula de su amo.

Con la variedad se adorna la naturaleza. Eso hermosea los campos, estar aquí los montes, allí los valles, acullá los arroyos y fuentes de las aguas. No sean tan avarientos, que lo quieran todo para sí. Que yo he visto en casa de mis amos dar libreas y a el paje pequeño tan contento con la suya, en que no entró tanta seda, como el grande que la hubo menester doblada por ser de más cuerpo.

Determinado estoy de seguir la senda que me pareciere atinar mejor a el puerto de mi deseo y lugar adonde voy caminando. Y tú, discreto huésped que me aguardas, pues tienes tan clara noticia de las miserias que padece quien como yo va peregrinando, no te desdeñes cuando en tu patria me vieres y a tu puerta llegare desfavorecido, en hacerme aquel tratamiento que a tu proprio valor debes. Pues a ti sólo busco y por ti hago este viaje; no para hacerte cargo dél ni con ánimo de obligarte a más de una buena voluntad, que naturalmente debes a quien te la ofrece. Y si de ti la recibiere, quedaré con satisfación pagado y deudor, para rendirte por ella infinitas gracias.

Mas el que por oírmelas está deseoso de verme, mire no le acontezca lo que a los más que curiosos que se ponen a escuchar lo que se habla dellos, que siempre oyen mal. Porque con oro fino se cubre la píldora y a veces le causará risa lo que le debiera hacer verter lágrimas. Demás que, si quisiere advertir la vida que paso y lugar adonde quedo, conocerá su demasía y daráme a conocer su poco talento. Póngase primero a considerar mi plaza, la suma miseria donde mi desconcierto me ha traído; represéntese otro yo y luego discurra qué pasatiempo se podrá tomar con el que siempre lo pasa -preso y aherrojado- con un renegador o renegado cómitre. Salvo si soy para él como el toro en el coso, que sus garrochadas, heridas y palos alegran a los que lo miran, y en mí lo tengo por acto inhumano.

Y si dijeres que hago ascos de mi proprio trato, que te lo vendo caro haciéndome de rogar o que hago melindre, pesaráme que lo juzgues a tal. Que, aunque es notoria verdad haber servido siempre a el embajador, mi señor, de su gracioso, entonces pude, aunque no supe, y, aunque agora supiese, no puedo, porque tienen mucha costa y no todo tiempo es uno. Mas, para que no ignores lo que digo y sepas cuáles eran mis gracias entonces y lo que agora sería necesario para ellas, oye con atención el capítulo siguiente.




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Capítulo II

Guzmán de Alfarache cuenta el oficio de que servía en casa del embajador, su señor


Del mucho poder y poca virtud en los hombres nace no premiar tanto servicios buenos y trabajos personales de sus fieles criados, cuanto palabras dulces de lenguas vanas, por parecerles que lo primero se les debe por lo que pueden, y así no lo agradecen, y de lo segundo se les hace gracia, porque no lo tienen y compran sus faltas a peso de dineros. Es mucho de sentir que les parezca que contradice la virtud a su nobleza y, sintiendo mal della, no la tratan. Y también porque como se haya de conseguir por medios ásperos, contrarios a su sensualidad, y con su mucho poder, nunca se les apartan del oído y lados lisonjeros, viciosos y aduladores.

Aquella es la leche que mamaron, paños en que los envolvieron. Hiciéronlo su centro natural con el uso, y con el mal abuso se quedaron. De aquí nacen los gastos demasiados, las prodigalidades, las vanas magnificencias, que sobre tabla se pagan muy presto de contado, con suspiros y lágrimas: el dar antes a un truhán el mejor de sus vestidos, que a un virtuoso el sombrero desechado. Y porque también es dádiva recíproca, trueco y cambio que corre, visten ellos el cuerpo a los que revisten el suyo de vanidad. Favorecen con regalos a los que los halagan con halagos de palabras tiernas y suaves, de buen sonido y consonancia. Compran con precio su gusto, por lo cual corre su alabanza justamente de la boca de semejantes, dejando abierta la puerta por su descuido, para que los buenos publiquen sus demasías, que real y verdaderamente se debiera tener por vituperio.

No quiero con esto decir que carezcan los príncipes de pasatiempos. Conveniente cosa es que tengan entretenimientos; empero que den a cada cosa su lugar. Todo tiene su tiempo y premio. Necesario es y tanto suele a veces importar un buen chocarrero, como el mejor consejero. No me pasa por el pensamiento atarles las manos a hacer mercedes, pues, como tengo dicho, nunca el dinero se goza sino cuando se gasta, y nunca se gasta cuando bien se dispensa y con prudencia.

¡Ya, ya, por mis pecados, de uno y otro tengo experiencia! Bien puedo deponer, como aquel que ha traído los atabales a cuestas, pues el tiempo que serví al embajador, mi señor, como has oído, yo era su gracioso. Y te prometo que fuera muy de menor trabajo y menos pesadumbre para mí cualquiera otro corporal.

Porque para decir gracias, donaires y chistes, conviene que muchas cosas concurran juntas. Un don de naturaleza, que se acredite juntamente con el rostro, talle y movimiento de cuerpo y ojos, de tal manera, que unas prendas favorezcan a otras y cada una por sí tengan un donaire particular, para que juntas muevan el gusto ajeno. Porque una misma cosa la dirán dos personas diferentes: una de tal manera, que te quitarán el calzado y desnudarán la camisa, sin que con la risa lo sientas; y otra con tal desagrado, que se te hará la puerta lejos y angosta para salir huyendo y, por más que procuren éstos esforzarse a darles aquel vivo necesario, no es posible.

Requiérese también lección continua, para saber cómo y cuándo, qué y de qué se han de formar. También importa memoria de casos y conocimiento de personas, para saber casar y acomodar lo que se dijere con aquello de quien se dijere. Conviene solicitud en inquirir, lo más digno de vituperar, y más en los más nobles, vidas ajenas.

Porque ni los visajes del rostro, libre lengua, disposición del cuerpo, alegres ojos, varias medallas de matachines ni toda la ciencia del mundo será poderosa para mover el ánimo de un vano, si faltare la salsa de murmuración. Aquel puntillo de agrio, aquel granito de sal, es quien da gusto, sazón y pone gracia en lo más desabrido y simple. Porque a lo restante llama el vulgo retablo, artificio con poco ingenio.

También es de importancia, oportunidad y tiempo en quien las quiere decir; que, fuera dél y sin propósito, no hay gracia que lo sea ni siempre se quieren oír ni se podrán decir. Pídanle al más diestro en ellas que las diga y, si le cogen al descuido, le dejarán helado.

Aquesto le aconteció a Cisneros, un famosísimo representante, hablando con Manzanos -que también lo era y ambos de Toledo, los dos más graciosos que se conocieron en su tiempo-, que le dijo: «Veis aquí, Manzanos, que todo el mundo nos estima por los dos hombres más graciosos que hoy se conocen. Considerad que con esta fama nos manda llamar el Rey, Nuestro Señor. Entramos vos y yo y, hecho el acatamiento debido, si de turbados acertáremos con ello, nos pregunta: '¿Sois Manzanos y Cisneros?' Responderéisle vos que sí, porque yo no tengo de hablar palabra. Luego nos vuelve a decir: 'Pues decidme gracias.' Agora quiero yo saber qué le diremos.» Manzanos le respondió: «Pues, hermano Cisneros, cuando en eso nos veamos, lo que Dios no quiera, no habrá más que responder sino que no están fritas.»

Así que no a todos ni de todo ni siempre podrán decirse ni valdrán un cabello sin murmuración. Esto sentía yo por excesiva desventura, hallarme obligado a ser como perro de muestra, venteando flaquezas ajenas. Mas como era el quinto elemento, sin quien los cuatro no pueden sustentarse y la repugnancia los conserva, continuamente andaba solícito, buscando lo necesario a el oficio que ya profesaba, para ir con ello ganando tierra y rindiendo los gustos a el mío. Que no es la menor ni menos esencial parte captar la benevolencia, para que celebren con buena gana lo que se dice y hace.

De modo que aquellas prendas que me negó naturaleza, las había de buscar y conseguir por maña, tomando ilícitas licencias y usando perjudiciales atrevimientos, favorecido todo de particular viveza mía, por faltarme letras. Pues entonces no tenía otras que las de algunas lenguas que aprendí en casa del cardenal, mi señor, y aun ésas estaban en agraz, por mis verdes años.

Considerad, pues, agora de todo lo dicho ¿qué puedo aquí tener y qué me falta, sin libertad y necesitado? En aquellos tiempos, en la primavera de mis floridos años, todo iba corriente, todo parecía bien y a todo me acomodaba. Por ello y otras cosas anejas a ello me traían vestido, era el regalado, el de la privanza, el familiar, el dueño de mi amo y aun de todos los interesados en ser sus amigos y llegados.

Yo era la puerta principal para entrar en su gracia, el señor de su voluntad. Yo tenía la llave dorada de su secreto: habíame vendido su libertad, obligábame a guardárselo, tanto por esto como por caridad, por ley natural y amor que le tenía; que siempre conoció de mí gran sufrimiento en callar. Figúraseme agora que debía de ser entonces como la malilla en el juego de los naipes, que cada uno la usa cuando y como quiere. Diferentemente se aprovechaban todos de mí: unos de mis hechos, por su propio interese, y otros de mis dichos, por su solo gusto; y sólo mi amo se tiraba comigo en dichos y hechos.

Esto he venido a decir, porque de mí no se sienta que quiero contravenir a que los príncipes tengan en sus casas hombres de placer o juglares. Y no sería malo cuando los tuviesen tanto para su entretenimiento, cuanto para recoger por aquel arcaduz algunas cosas, que no les entraría bien por otro. Y éstos, acontecen ocasiones en que suelen valer mucho, advirtiendo, aconsejando, revelando cosas graves en son de chocarrerías, que no se atrevieran cuerdos a decirlas con veras.

Graciosos hay discretos, que dicen sentencias y dan pareceres que no se humillaran sus amos a pedirlos a otros de sus criados, aunque les importaran mucho y fueran ellos grandísimos estadistas para poderles aconsejar; ni lo consintieran dellos, por no confesarse ignorantes a sus inferiores o que saben menos que ellos; que aun hasta en esto quieren ser dioses. Y estos criados tales eran los papagayos que deseaba tener Júpiter enjaulados. Que no es de agora el daño ni nació ayer despreciar los consejos de los tales los poderosos.

Tanta es en ellos la ambición, que quieren agregar a sí todas las cosas, haciéndose dueños y señores absolutos de lo espiritual y temporal, de malo y bueno, sin que alguno en algo se les aventaje. De tal manera, que les parece que con solo su aliento dan a los otros gracia, y, no haciendo algo, quieren ser alabados de que por ellos tienen vida, honra, hacienda y aun entendimiento, que es la última blasfemia donde puede llegar su locura en este caso.

Y hay otro grave daño y es que quieren que, como en capilla de milagros, colguemos en su vanidad los despojos de nuestros males. Que si andamos, les ofrezcamos las muletas de cuando estuvimos agravados y tullidos con pobreza; si escapamos de trabajos, les vamos a sacrificar la mortaja que la fortuna nos tenía cortada, cirios y figuras de cera, declarando ser el milagro suyo, y colguemos en su templo las cadenas con que salimos a puerto del cativerio de nuestras miserias.

No fuera esto tan culpable si sólo aconteciera lo dicho en casos virtuosos, pues el agradecimiento es debido a todo beneficio, y manifiéstase tenerlo cuando, dando a Dios las gracias dello, se publica también la virtud en el que la obra, pues pusieron su industria, ocuparon su persona, gastaron el favor, aprovecharon la ocasión, ganaron el tiempo y gastaron su dinero.

Mas aun en torpezas y vicios quieren también exceder y ser solos ellos, como se vio en cierto titulado, tan amigo de mentir a todo ruedo, sin que alguno se le aventajase, que, diciendo en una conversación haber muerto un ciervo con tantas puntas, que realmente se le conoció ser mentira, le salió a el paso con mucho donaire otro caballero anciano, deudo suyo, y dijo: «No se maraville Vuestra Señoría deso, que pocos días ha que yo maté otro en ese monte mismo, que tenía dos puntas más.» El señor se santiguaba, diciéndole: «No es posible.» Y como enojado contra el caballero, le dijo: «No me diga Vuestra Merced eso, que no es cosa jamás vista ni lo quiero creer, si el creer es cortesía.» El caballero, con un conocido atrevimiento, fiado en su ancianidad y parentesco, descompuesta la voz, dijo: «Pese a tal, señor N., conténtese Vuestra Señoría con tener sesenta cuentos de renta más que yo, sin también querer mentir más que yo. Déjeme con mi pobreza mentir como quisiere, pues no lo pido a nadie ni le defraudo su honra ni hacienda.»

Otros graciosos hay, naturalmente ignorantes o simples, por cuya boca muchas veces acontece hablarse cosas misteriosas y dignas de consideración, que parece permitir Dios que las digan y que con ello también a lo que conviene callen, las cuales, aun siendo desta calidad, tienen mucho donaire diciéndolas.

Esto aconteció en un simple de su nacimiento, de quien gustaba mucho un príncipe poderosísimo, que, como con secretas causas hubiese depuesto a un grave ministro suyo y, viendo entrar a este simple, le preguntase lo que había de nuevo por la Corte, respondió: «Que habéis hecho muy mal en despedir a N. y que ha sido contra toda razón y justicia.» Parecióle a el príncipe -por tener su causa justificada- que aquélla hubiera sido simpleza de su boca y díjole: «Aqueso tú lo dices, que debía de ser tu amigo; que no porque lo hayas oído decir a ninguno.» El simple le respondió: «¡Mi amigo! Par Dios que mentís; que más mi amigo sois vos. Yo no digo nada, que por ahí lo dicen todos.» Pesóle a el príncipe que hubiese quien fiscalease sus obras ni examinase su pecho, y por saber si trataba dello alguna gente de sustancia le replicó: «Pues dices que lo dicen tantos y que eres mi amigo, dime de uno a quien lo has oído.» El simple se reparó un poco y, cuando pensaba el príncipe que recorría la memoria para señalarle persona, le respondió con descompuesta ira: «La Santísima Trinidad me lo dijo: ved a cuál de las tres personas queréis prender y castigar.» Al príncipe le pareció negocio del cielo y no volvió a tratar más dello.

Hay otro género de graciosos, que sólo sirven de danzar, tañer, cantar, murmurar, blasfemar, acuchillar, mentir y ser glotones; buenos bebedores y malos vividores, cada uno por su camino y alguno por todos. Y de tal manera gustan dellos, que les darán favor para todo, siendo gravísimo pecado. A éstos y por esto les dan joyas de precio, ricos vestidos y puños de doblones, lo que no hicieran a un sabio virtuoso y honrado, que tratara del gobierno de sus estados y personas, ilustrando sus nombres y magnificando su casa con glorioso nombre.

Antes, cuando acontece que los tales acuden a ellos con casos de importancia, los menosprecian, deshaciendo sus avisos. Pues ya sus gobernadores, letrados de su casa, deseosos de ambición, que ciegos de pasión, si han de dar su parecer, aunque saben que aquello conviene, lo contradicen porque parezca que algo hacen y porque les pesa que otro se adelante con lo que pudieran ellos ganar gracias. Así no son admitidos, por no haber salido el trunfo de su mano y porque no diga el otro: «Yo se lo dije.» Con esto se quedan muchas cosas faltas de remedio. Y si son casos tales, que puede seguírseles dello interese notorio, dicen al dueño, con sequedad notable, por no dar paga ni gracias del beneficio: «Ya sabíamos acá eso y tiene mil inconvenientes.» Pues ¡maldito sea otro que tiene más de no haber dado ellos primero en ello! Y con el viento de su vanidad y violencia de su codicia lo despiden.

Hacen primero como los boticarios, que destilan o majan la yerba y, en sacando la sustancia, dan con ella en el muladar. Entéranse primero del negocio como pueden y, dando de mano a el verdadero autor, después lo disponen de modo que lo ponen de lodo y, vendiéndolo por suyo, sacan previlegio dello. Son como las vasijas de vientre grande y boca estrecha. Entienden las cosas mal, hinchen el estómago de cuanto les dicen; pero, aunque más les digan y más les den y estén llenos, como no lo supieron entender, tampoco se dan a entender.

Desta manera se pierden los negocios, porque no pudo éste quedar tan enterado en lo que le trataron, como el propio que se desveló muchas noches, acudiendo a las objeciones de contra y favoreciendo las de pro. ¡Buen provecho les haga! En eso me la ganen, que no les arriendo la ganancia.

Mi amo holgaba de oírme, más que por oírme. Y como buen jardinero, recogía las flores que le parecían convenientes para el ramillete que deseaba componer y dejaba lo restante para su entretenimiento. Conversaba comigo de secreto lo que decían otros en público. Y no sólo comigo; antes, como deseaba saber y acertar, solicitaba las habilidades de hombres de ingenio, favorecíalos y honrábalos, y si eran menesterosos, dábales lo que buenamente podía y vía que les faltaba por un modo discreto, sin que pareciese limosna, dejándolos contentos, pagados y agradecidos.

Acostumbraba de ordinario sentar dos o tres déstos a su mesa, donde se proponían cuestiones graves, políticas y del Estado, principalmente aquellas que mayor cuidado le daban. Desta manera, sin descubrirse, recebía pareceres y desfrutaba lo más esencial dellos. Lo mismo hacía con oficiales y gente ciudadana honrada, que, sustentándoles amistad, sabía dellos los agravios que recebían, el reparo que podían tener, de qué ánimo estaban; y después, con su buen juicio disponía según le convenía y en pocos casos erraba.

Era muy discreto, compuesto, virtuoso, gentil estudiante y amigo de tales. Tenía las calidades que pide semejante plaza. Mas en medio della, en lo mejor de todo estaba sembrado y nacido un «pero». Manzana fue nuestra general ruina y pero la perdición de cada particular.

Era enamorado. Que no hay carne tan sana, donde no haya corrupción y se hallen miserias y enfermedades. La suya era querer bien y aun con exceso. Y en materia semejante cada uno juzga como le parece. Aunque muchos políticos dijeron que no se podía dar hombre cumplidamente perfeto sin haber sido enamorado, según lo sintió un gracioso labrador, pregonero en su pueblo. El cual, habiéndose pregonado muchas veces un jumento que a otro labrador se le había perdido, como no pareciese -porque lo debieron de hurtar gitanos, que si es necesario para desparecerlos y que no los conozcan, los tiñen verdes- y el dueño le pidiese con mucho encarecimiento que lo volviese a pregonar el domingo después de misa mayor, y que, si pareciese, le daría un ceboncillo que tenía, el traidor pregonero, movido de la codicia, lo hizo según se lo pidió; y estando todo el pueblo junto en la plaza, se puso en medio della y en voz alta dijo: «El que de todos los vecinos deste lugar y zagales dél nunca hubiere sido enamorado, véngalo diciendo y le darán un gentil recental.» Estaba puesto al sol, arrimado a las paredes de la casa de Concejo, un mocetón de veinte y dos años al parecer, melenudo, un sayo largo pardo, con jirones, abierto por el hombro y cerrado por delante, calzón de frisa blanca, plegado por abajo; camisa de cuello colchado, que no se lo pasara un arco turquesco con una muy aguda flecha; caperuza de cuartos, las abarcas de cuero de vaca y atadas por encima con tomizas, la pierna desnuda, y dijo: «Hernán Sanz, dádmelo a mí, que, par diez, nunca hu ñamorado ni m'ha quillotrado tal refunfuñadura.» Entonces el pregonero, llamando al dueño del jumento muy apriesa y señalando al mocetón con el dedo, le dijo: «Antón Berrocal, dadme el ceboncillo y veis aquí vuestro asno.»

Y porque lo levantemos más de puntas con verdades, y de nuestro tiempo, en Salamanca un catedrático de prima, de los más famosos y graves letrados de aquella universidad, visitaba por su entretenimiento a una señora monja, hermosa, de mucha calidad y discreta; y, siéndole forzoso a él hacer ausencia de allí por algunos días, aunque breves, fuese sin despedirse della, pareciéndole haber hecho una fineza en amor.

Después, cuando volvió del viaje y la quisiese visitar, como ella no admitiese su visita, quedó tan suspenso como triste, porque ignoraba cuál fuese la causa de novedad semejante, habiéndole hecho siempre tanta merced. Mas, cuando por buena diligencia supo la causa, estimóselo en mucho, pareciéndole que antes aquello era en cierta manera un género de favor. Envióle a dar sus disculpas, haciendo instancia en suplicarle lo viese, poniendo por terceras para ello algunas amigas de ambas partes.

Ya por la mucha importunación, aunque de mala gana, salió a recebir la visita; empero con tanto enojo y cólera, que lo dio bien a conocer, pues las primeras palabras fueron decirle: «Debéis de ser mal nacido, y tan bajos pensamientos no arguyen menos que humilde linaje. Lo cual confirma vuestro mal proceder, y así habéis dado dello infame muestra; pues teniendo el ser que tenéis por mi respeto y habiendo llegado por él a el punto en que os veis, olvidado de todo y de lo que me cuesta el haberos calificado, me habéis perdido el debido reconocimiento. Mas, pues fue mía la culpa con engrandeceros, no es mucho que padezca la pena de sufriros.»

A estas palabras añadió muchas otras de aspereza, tanto, que ya el pobre señor, hallándose corrido -por los que a semejante sequedad se hallaron presentes- y atajado de un exceso de rigor, dijo: «Señora, en cuanto tener Vuestra Merced queja de mí, ya sea con razón o sin ella, y acusar mi mal proceder, pase, porque cada uno siente como ama y conozco que todo aquesto nace de la mucha merced que la vuestra me hace; mas en lo forzoso, justo y necesario, habré de satisfacer a los presentes por mi honra, que si Dios fue servido de traerme a el puesto que tengo, no ha sido por sobornos ni por favores, antes por mis trabajos y continuos estudios en las letras.» Ella entonces, no dejándole pasar adelante, antes con ira, le replicó luego: «¿Pues cómo, traidor, y teníades vos entendimiento para conseguirlas en tal extremo ni para remendaros un zapato viejo, si yo no hubiera puesto el caudal, con daros licencia que me amárades?»

Conforme a esto, averiguado queda lo que importe amar y no ser tan gran delito cuanto lo criminan, digo cuando los fines no son deshonestos. Mas en mi amo juzgábase a mala parte: habían excedido y traspasado la raya, de que me cargaban a mí lo malo dellos, achacándome que después que yo le servía, tenía legrado el caxco y le sonaban dentro caxcabeles, lo cual no se le había sentido basta entonces.

Bien pudo ello ser así, que con mi calor brotase pimpollos; mas para decir verdad -pues aquí no se conocen partes y la peor es para mí-, cierto que me lo levantaron. Porque ya, cuando le comencé a servir y puso su cura en mis manos, desafuciado estaba de los médicos. No quiero negar mi mucha ocasión, porque con el favor que tenía tenía también libertades y gracias perjudiciales.

Yo era familiar en toda Roma. Entraba en cada casa como en la propria, tomando por achaque para mis pretensiones dar liciones, a unas de tañer y a otras de danzar. Entretenía en buena conversación a las doncellas con chistes y a las viudas con murmuraciones y, ganando amistades con los casados, ganaba las bocas a sus mujeres, a quien ellos me llevaban para darles gusto y que deste principio lo tuviese mi amo para declararse más. Porque, haciéndole yo relación de lo que pasaba en todas partes, era cosa natural soplar con el aire de mis palabras el fuego de su corazón, quitando la ceniza de sobre las ascuas que dentro estaban encendidas y vivas.

Había buena disposición y era menester poca ocasión; era la casa pajiza; bastaba poca lumbre para levantarse mucho incendio, aficionándose de quien mejor le pareciese, sin guardar el recato que antes. Yo me confieso por el instrumento de sus excesos y que por mi respeto, de verme pasear, entrar y salir, estaban ya muchas casas y calidades manchadas con infamia.

Mas dejemos aquí a mi amo, como a hombre a quien, aunque aquesto le causaba nota, no era tan de culpar como a los que a mí me conocían. Quisiérales yo preguntar qué honra o qué provecho era el que comigo interesaban. ¿La señora viuda para qué quiere donaires? ¿O para qué los padres llevan a sus hijas tales pasantes ni los maridos a sus mujeres entretenimientos tan peligrosos?

¿Qué otra cosa se puede sacar de los pajecitos pulidetes, cual yo era, que no pisaba el suelo, ni de los graciosos de los príncipes o enanos de los poderosos? ¿De qué valen, sino de que les digan y oigan ellas de buena gana la de sus amos, lo bien que comen, lo mucho que gastan, los ámbares que compran, las galas con que regalan y las músicas que dieron? ¿Para qué dan oídos a cosas con que otros después abran sus bocas y sacudan sus lenguas? ¿No ven que labran la cárcel y. tejen la tela con que las amortajan? ¿De qué aprovecha gustar de cuentos, que no es otra cosa sino dar lugar para que los lleven a sus amos y los den que contar a sus vecinos?

Pues ténganse su pago. Si son amigas de gracias, no se maravillen de las desgracias. ¿Quieren llevar a sus casas músicas? Pues a fe que les han de cantar coplas. La viuda honrada, su puerta cerrada, su hija recogida y nunca consentida, poco visitada y siempre ocupada. Que del ocio nació el negocio. Y es muy conforme a razón que la madre holgazana saque hija cortesana y, si se picare, que la hija se repique y sea cuando casada mala casera, por lo mal que fue dotrinada.

Miren los padres las obligaciones que tienen, quiten las ocasiones, consideren de sí lo que murmuran de los otros y vean cuánto mejor sería que sus mujeres, hermanas y hijas aprendiesen muchos puntos de aguja y no muchos tonos de guitarra, bien gobernar y no mucho bailar. Que de no saber las mujeres andar por los rincones de sus casas, nace ir a hacer mudanzas a las ajenas.

¿Por ventura digo verdad? Ya sé que diréis que sí, empero que tales verdades no se han de tratar donde no hay necesidad. Así lo confieso; mas ya que a ninguno de los que me oyen le toca lo dicho, bien está dicho, para que lo aconsejen a otros cuando sea necesario.

Malo es lo malo; que nunca pudo ser bueno ser yo alcahuete de mi amo. Mas tuve disculpa con que me descubrió la necesidad aquel camino por donde saliese a buscar mi vida. ¿Pero qué descargo darán los que así enajenan las prendas de mayor estimación que tienen? Si yo lo hacía, era por asentar con mi amo la privanza y no con fin de alborotar su flaqueza; y lo condeno. Mas quien de mí se fiaba y tanto me confiaba, ¿qué aguardaba?

Paréceles a muchos que acreditan su estimación, que se adquiere nobleza y se granjea reputación con semejantes visitas, entradas y salidas. Y a las mujeres, que tratando con pajes, con poetas, estudianticos de alcorza, de bonete abollado, y mocitos de barrio, que serán tenidas por discretas; y pierden el nombre de castas, quedándose después para necias.

Desto y esotro lo que vine a sacar medrado, en resolución, fue graduarme de alcahuete; y sin mentir pudieran ponerme borla, por lo que a muchos otros y con mucho menos les vía yo poner borra.

¿Veis cómo aun las desdichas vienen por herencia? Ya se decía, sin rebozo ni máxcara, que yo traía sin sosiego a mi amo y él a mí hecho un Adonis pulido, galán y oloroso, por mi buena solicitud. ¡Qué cierta es la murmuración en caso semejante! Y si en lo bueno muerde, ¿qué maravilla es que en lo malo despedace y que haya sospechas donde no faltan hechas?

Grandísima simplicidad fuera la mía y de tales como yo, cuando pidiéremos otro mejor nombre. Ni queramos tapiar a piedra lodo -como dicen- las imaginaciones, dando las evidentes ocasiones. No se puede poner coto a los que juzgan: es querer poner puertas a el campo limitar los pensamientos. No aprovecha querer yo que no quieran, porfiar que no piensen o negar lo que todos afirman. Todo es trabajo sin provecho, como querer atar el humo.

¿Más qué diré agora de nuestros amos tontos, pues les debe de parecer que por nuestra mano corre bien y con secreto su negocio? Real y verdaderamente conozco que no hay ciencia que corrija un enamorado. No hay en amores Bártulos, no Aristóteles ni Galenos. Faltan consejos, falta el saber y no hay medicina, pues no hay camino para mayor publicidad que nuestra solicitud. Porque a dos visitas nuestras y un paseo suyo lo cantan luego los muchachos por las calles.

La pena que yo tenía era verme apuntar el bozo y barbas y que sin rebozo me daban con ello en ellas. Y como a los pajes graciosos y de privanza toca el ser ministros de Venus y Cupido, cuanto cuidado ponía en componerme, pulirme y aderezarme, tanto mayor lo causaba en todos para juzgarme y, viéndome así, murmurarme.

Yo procuraba ser limpio en los vestidos y se me daba poco por tener manchadas las costumbres, y así me ponían de lodo con sus lenguas. Últimamente, por ativa o por pasiva, ya me decían el nombre de las Pascuas. Y aunque les decía que como bellacos mentían, reíanse y callaban, dando a la verdad su lugar; ultrajábanme con veras y recebían mis agravios a burlas; mis palabras eran pajas y las dellos garrochas.

Hombres hay considerados, que toman los dichos, no como son, sino como de quien los dice: y es gran cordura de muy cuerdos. Al contrario de algunos, no sé si diga necios, que de un disfavor de su dama forman injuria y, como si lo fuese o lo pudiera ser, toman venganza representando agravio. Y haciéndosele a ella en su honra, sin razón la disfaman.

Yo no podía resistir a tantos ni acuchillarme con todos. Vía que tenían razón: pasaba por ello. Y aunque es acto de fina humildad sufrir pacientemente los oprobios, en mí era de cobardía y abatimiento de ánimo, que, si a todo callaba, era porque más no podía. Como en casa no había centella de vergüenza, no reparaba en lo menos, perdido ya lo más: con risitas y sonsonetes me importaba llevarlo.

En resolución, aunque debiera tener por más compatible cualquier excesivo daño que torpe provecho, tenía como melón la cama hecha, estaba dañado. Y, sin tratar de la emienda, lo tomaba como por honra, dando ripio a la mano cuando algo me decían, por no mostrarme corrido ni obligado. Que fuera dar lugar a que más me apretasen y menos me provechase.

Ya con esto en alguna manera no me perseguían tanto. Mas ¿para qué había de hacer otra cosa, cuando me importara, si, aunque quisiera intentarlo, no saliera con ello y fuera encender el fuego, pensando apagarlo con estopas y resina?

Haga conchas de galápago y lomos de paciencia, cierre los oídos y la boca quien abriere la tienda de los vicios. Y ninguno crea que teniendo costumbres feas tendrá fama hermosa. Pues el nombre sigue a el hombre y tal será estimado cual su trato diere lugar para ello.




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Capítulo III

Cuenta Guzmán de Alfarache lo que le aconteció con un capitán y un letrado en un banquete que hizo el embajador


Son tan parecidos el engaño y la mentira, que no sé quién sepa o pueda diferenciarlos. Porque, aunque diferentes en el nombre, son de una identidad, conformes en el hecho, supuesto que no hay mentira sin engaño ni engaño sin mentira. Quien quiere mentir engaña y el que quiere engañar miente. Mas, como ya están recebidos en diferentes propósitos, iré con el uso y digo, conforme a él, que tal es el engaño respeto de la verdad, como lo cierto en orden a la mentira, o como la sombra del espejo y lo natural que la representa. Está tan dispuesto y es tan fácil para efetuar cualquier grave daño, cuanto es difícil de ser a los principios conocido, por ser tan semejante a el bien, que, representando su misma figura, movimientos y talle, destruye con grande facilidad.

Es una red sutilísima, en cuya comparación fue hecha de maromas la que fingen los poetas que fabricó Vulcano contra el adúltero. Es tan imperceptible y delgada, que no hay tan clara vista, juicio tan sutil ni discreción tan limada, que pueda descubrirla; y tan artificiosa que, tendida en lo más llano, menos podemos escaparnos della, por la seguridad con que vamos. Y con aquesto es tan fuerte, que pocos o ninguno la rompe sin dejarse dentro alguna prenda.

Por lo cual se llama, con justa razón, el mayor daño de la vida, pues debajo de lengua de cera trae corazón de diamante, viste cilicio sin que le toque, chúpase los carrillos y revienta de gordo y, teniendo salud para vender, habla doliente por parecer enfermo. Hace rostro compasivo, da lágrimas, ofrécenos el pecho, los brazos abiertos, para despedazarnos en ellos. Y como las aves dan el imperio a el águila, los animales a el león, los peces a la ballena y las serpientes a el basilisco, así entre los daños, es el mayor dellos el engaño y más poderoso.

Como áspide, mata con un sabroso sueño. Es voz de sirena, que prende agradando a el oído. Con seguridad ofrece paces, con halago amistades y, faltando a sus divinas leyes, las quebranta, dejándolas agraviadas con menosprecio. Promete alegres contentos y ciertas esperanzas, que nunca cumple ni llegan, porque las va cambiando de feria en feria. Y como se fabrica la casa de muchas piedras, así un engaño de otros muchos: todos a sólo aquel fin.

Es verdugo del bien, porque con aparente santidad asegura y ninguno se guarda dél ni le teme. Viene cubierto en figura de romero, para ejecutar su mal deseo. Es tan general esta contagiosa enfermedad, que no solamente los hombres la padecen, mas las aves y animales. También los peces tratan allá de sus engaños, para conservarse mejor cada uno. Engañan los árboles y plantas, prometiéndonos alegre flor y fruto, que al tiempo falta y lo pasan con lozanía. Las piedras, aun siendo piedras y sin sentido, turban el nuestro con su fingido resplandor y mienten, que no son lo que parecen. El tiempo, las ocasiones, los sentidos nos engañan. Y sobre todo, aun los más bien trazados pensamientos. Toda cosa engaña y todos engañamos en una de cuatro maneras.

La una dellas es cuando quien trata el engaño sale con él, dejando engañado a el otro. Como le aconteció a cierto estudiante de Alcalá de Henares, el cual, como se llegasen las pascuas y no tuviese con qué poderlas pasar alegremente, acordóse de un vecino suyo que tenía un muy gentil corral de gallinas, y no para hacerle algún bien. Era pobre mendicante y juntamente con esto grande avariento. Criábalas con el pan que le daban de limosna y de noche las encerraba dentro del aposento mismo en que dormía. Pues, como anduviese dando trazas para hurtárselas y ninguna fuese buena, porque de día era imposible y de noche asistía y las guardaba, vínole a la memoria fingir un pliego de cartas y púsole de porte dos ducados, dirigiéndolo a Madrid a cierto caballero principal muy nombrado. Y antes que amaneciese, con mucho secreto se lo puso a el umbral de la puerta, para que luego en abriéndola lo hallase. Levantóse por la mañana y, como lo vio, sin saber qué fuese, lo alzó del suelo. Pasó el estudiante por allí como acaso, y viéndolo el pobre le rogó que leyese qué papeles eran aquellos. El estudiante le dijo: «¡Cuales me hallara yo agora otros! Estas cartas van a Madrid, con dos ducados de porte, a un caballero rico que allí reside, y no será llegado cuando estén pagados.» A el pobre le creció el ojo. Parecióle que un día de camino era poco trabajo, en especial que a mediodía lo habría andado y a la noche se volvería en un carro. Dio de comer a sus aves, dejólas encerradas y proveídas y fuese a llevar su pliego. El estudiante a la noche saltó por unos trascorrales y, desquiciando el aposentillo, no le tocó en alguna otra cosa que las gallinas, no dejándole más de solo el gallo, con un capuz y caperuza de bayeta muy bien cosido, de manera que no se le cayese, y así se fue a su casa. Cuando el pobre vino a la suya de madrugada y vio su mal recaudo y que había trabajado en balde, porque tal caballero no había en Madrid, lloraban él y el gallo su soledad y viudez amargamente.

Otros engaños hay, en que junto con el engañado lo queda también el engañador. Así le aconteció a este mismo estudiante y en este mismo caso. Porque, como para efetuarlo no pudiese solo él, siéndole necesario compañía, juntóse con otra camarada suya, dándole cuenta y parte del hurto. Éste lo descubrió a un su amigo, de manera que pasó la palabra hasta venirlo a saber unos bellaconazos andaluces. Y como esotros fuesen castellanos viejos y por el mesmo caso sus contrarios, acordaron de desvalijarlos con otra graciosa burla. Sabían la casa donde fueron y calles por donde habían de venir. Fingiéronse justicia y aguardaron hasta que volviesen a la traspuesta de una calle, de donde, luego que los devisaron, salieron en forma de ronda con sus lanternas, espadas y rodelas. Adelantóse uno a preguntar: «¿Qué gente?» Pensaron ellos que aquél era corchete y, por no ser conocidos y presos con aquel mal indicio, soltaron las gallinas y dieron a huir como unos potros. De manera que no faltó quien también a ellos los engañase.

La tercera manera de engaños es cuando son sin perjuicio, que ni engañan a otro con ellos ni lo quedan los que quieren o tratan de engañar. Lo cual es en dos maneras, o con obras o palabras: palabras, contando cuentos, refiriendo novelas, fábulas y otras cosas de entretenimiento; y obras, como son las del juego de manos y otros primores o tropelías que se hacen y son sin algún daño ni perjuicio de tercero.

La cuarta manera es cuando el que piensa engañar queda engañado, trocándose la suerte. Acontecióle aquesto a un gran príncipe de Italia -aunque también se dice de César-, el cual, por favorecer a un famosísimo poeta de su tiempo, lo llevó a su casa, donde le hizo a los principios muchas lisonjas y caricias, acompañadas de mercedes, cuanto dio lugar aquel gusto. Mas fuésele pasando poco a poco, hasta quedar el pobre poeta con solo su aposento y limitada ración, de manera que padecía mucha desnudez y trabajo, tanto que ya no salía de casa por no tener con qué cubrirse. Y considerándose allí enjaulado, que aun como a papagayo no trataban de oírle, acordó de recordar a el príncipe dormido en su favor, tomando traza para ello. Y en sabiendo que salía de casa, esperábalo a la vuelta y, saliéndole a el encuentro con alguna obra que le tenía compuesta, se la ponía en las manos, creyendo con aquello refrescarle la memoria. Tanto continuó en hacer esta diligencia, que como ya cansado el príncipe de tanta importunación lo quiso burlar, y habiendo él mismo compuesto un soneto y viniendo de pasearse una tarde, cuando vio que le salía el poeta a el encuentro, sin darle lugar a que le pudiese dar la obra que le había compuesto, sacó del pecho el soneto y púsoselo en las manos a el poeta. El cual entendiendo la treta, como discreto, fingiendo haberlo ya leído, celebrándolo mucho, echó mano a su faltriquera y sacó della un solo real de a ocho que tenía y dióselo a el príncipe, diciendo: «Digno es de premio un buen ingenio. Cuanto tengo doy; que si más tuviera, mejor lo pagara.» Con esto quedó atajado el príncipe, hallándose preso en su mismo lazo, con la misma burla que pensó hacer, y trató de allí adelante de favorecer a el hombre como solía primero.

Hay otros muchos géneros destos engaños, y en especial es uno y dañosísimo el de aquellos que quieren que como por fe creamos lo que contra los ojos vemos. El mal nacido y por tal conocido quiere con hinchazón y soberbia ganar nombre de poderoso, porque bien mal tiene cuatro maravedís, dando con su mal proceder causa que hagan burla dellos, diciendo quién son, qué principio tuvo su linaje, de dónde comenzó su caballería, cuánto le costó la nobleza y el oficio en que trataron sus padres y quiénes fueron sus madres. Piensan éstos engañar y engáñanse, porque con humildad, afabilidad y buen trato fueran echando tierra hasta henchir con el tiempo los hoyos y quedar parejos con los buenos.

Otros engañan con fieros, para hacerse valientes, como si no supiésemos que sólo aquéllos lo son que callan. Otros con el mucho hablar y mucha librería quieren ser estimados por sabios y no consideran cuánta mayor la tienen los libreros y no por eso lo son. Que ni la loba larga ni el sombrero de falda ni la mula con tocas y engualdrapadas será poderosa para que a cuatro lances no descubran la hilaza. Otros hay necios de solar conocido, que como tales o que caducan de viejos, inhábiles ya para todo género de uso y ejercicio, notorios en edad y flaqueza, quieren desmentir las espías, contra toda verdad y razón, tiñéndose las barbas, cual si alguno ignorase que no las hay tornasoladas, que a cada viso hacen su color diferente y ninguna perfeta, como los cuellos de las palomas; y en cada pelo se hallan tres diferencias: blanco a el nacimiento, flavo en el medio y negro a la punta, como pluma de papagayo. Y en mujeres, cuando lo tal acontece, ningún cabello hay que no tenga su color diferente.

Puedo afirmar de una señora que se teñía las canas, a la cual estuve con atención mirando y se las vi verdes, azules, amarillas, coloradas y de otras varias colores, y en algunas todas, de manera que por engañar el tiempo descubría su locura, siendo risa de cuantos la vían. Que usen esto algunos mozos, a quien por herencia, como fruta temprana de la Vera de Plasencia, le nacieron cuatro pelos blancos, no es maravilla. Y aun éstos dan ocasión que se diga libremente dellos aquello de que van huyendo, perdiendo el crédito en edad y seso.

¡Desventurada vejez, templo sagrado, paradero de los carros de la vida! ¿Cómo eres tan aborrecida en ella, siendo el puerto de todos más deseado? ¿Cómo los que de lejos te respetan, en llegando a ti te profanan? ¿Cómo, si eres vaso de prudencia, eres vituperada como loca? ¿Y si la misma honra, respeto y reverencia, por qué de tus mayores amigos estás tenida por infame? ¿Y si archivo de la sciencia, cómo te desprecian? O en ti debe de haber mucho mal o la maldad está en ellos. Y esto es lo cierto. Llegan a ti sin lastre de consejo y da vaivenes la gavia, porque a el seso le falta el peso.

Al propósito te quiero contar un cuento, largo de consideración, aunque de discurso breve, fingido para este propósito. Cuando Júpiter crió la fábrica deste universo, pareciéndole toda en todo tan admirable y hermosa, primero que criase a el hombre, crió los más animales. Entre los cuales quiso el asno señalarse; que si así no lo hiciera, no lo fuera. Luego que abrió los ojos y vio esta belleza del orbe, se alegró. Comenzó a dar saltos de una en otra parte, con la rociada que suelen, que fue la primera salva que se le hizo a el mundo, dejándolo immundo, hasta que ya cansado, queriendo reposar, algo más manso de lo que poco antes anduvo, le pasó por la imaginación cómo, de dónde o cuándo era él asno, pues ni tuvo principio dél ni padres que lo fuesen. ¿Por qué o para qué fue criado? ¿Cuál había de ser su paradero?

Cosa muy propia de asnos, venirles la consideración a más no poder, a lo último de todo, cuando es pasada la fiesta, los gustos y contentos. Y aun quiera Dios que llegue como ha de venir, con emmienda y perseverancia, que temprano se recoge quien tarde se convierte.

Con este cuidado se fue a Júpiter y le suplicó se sirviese de revelarle quién o para qué lo había criado. Júpiter le dijo que para servicio del hombre, refiriéndole por menor todas las cosas y ministerios de su cargo. Y fue tan pesado para él, que de solamente oírlo le hizo mataduras y arrodillar en el suelo de ojos; y con el temor del trabajo venidero -aunque siempre los males no padecidos asombran más con el ruido que hacen oídos, que después ejecutados- quedó en aquel punto tan melancólico cual de ordinario lo vemos, pareciéndole vida tristísima la que se le aparejaba. Y preguntando cuánto tiempo había de durar en ella, le fue respondido que treinta años. El asno se volvió de nuevo a congojar, pareciéndole que sería eterna, si tanto tiempo la esperase. Que aun a los asnos cansan los trabajos. Y con humilde ruego le suplicó que se doliese dél, no permitiendo darle tanta vida, y, pues no había desmerecido con alguna culpa, no le quisiese cargar de tanta pena. Que bastaría vivir diez años, los cuales prometía servir como asno de bien, con toda fidelidad y mansedumbre, y que los veinte restantes los diese a quien mejor pudiese sufrirlos. Júpiter, movido de su ruego, concedió su demanda, con lo cual quedó el asno menos malcontento.

El perro, que todo lo huele, había estado atento a lo que pasó con Júpiter el asno y quiso también saber de su buena o mala suerte. Y aunque anduvo en esto muy perro, queriendo saber -lo que no era lícito- secretos de los dioses y para solos ellos reservados, cuales eran las cosas por venir, en cierta manera pudo tener excusa su yerro, pues lo preguntó a Júpiter, y no hizo lo que algunas de las que me oyen, que sin Dios y con el diablo, buscan hechiceras y gitanas que les echen suertes y digan su buenaventura. ¡Ved cuál se la dirá quien para sí la tiene mala! Dícenles mil mentiras y embelecos. Húrtanles por bien o por mal aquello que pueden y déjanlas para necias, burladas y engañadas.

En resolución, fuese a Júpiter y suplicóle que, pues con su compañero el asno había procedido tan misericordioso, dándole satisfación a sus preguntas, le hiciese a él otra semejante merced. Fuele respondido que su ocupación sería en ir y venir a caza, matar la liebre y el conejo y no tocar en él; antes ponerlo con toda fidelidad en manos del amo. Y después de cansado y despeado de correr y trabajar, habían de tenerlo atado a estaca, guardando la casa, donde comería tarde, frío y poco, a fuerza de dientes royendo un hueso roído y desechado. Y juntamente con esto le darían muchas veces muchos puntillones y palos.

Volvió a replicar preguntando el tiempo que había de padecer tanto trabajo. Fuele respondido que treinta años. Malcontento el perro, le pareció negocio intolerable; mas confiado de la merced que a el asno se le había hecho, representando la consecuencia suplicó a Júpiter que tuviese dél misericordia y no permitiese hacerte agravio, pues no menos que el asno era hechura suya y el más leal de los animales; que lo emparejase con él, dándole solos diez años de vida. Júpiter se lo concedió. Y el perro, reconocido desta merced, bajó el hocico por tierra en agradecimiento della, resinando en sus manos los otros veinte años de que le hacía dejación.

Cuando pasaban estas cosas, no dormía la mona, que con atención estaba en asecho, deseando ver el paradero dellas. Y como su oficio sea contrahacer lo que otros hacen, quiso imitar a sus compañeros. Demás que la llevaba el deseo de saber de sí, pareciéndole que quien tan clemente se había mostrado con el asno y el perro, no sería para con ella riguroso.

Fuese a Júpiter y suplicóle se sirviese de darle alguna luz de lo que había de pasar en el discurso de su vida y para qué había sido criada, pues era cosa sin duda no haberla hecho en balde. Júpiter le respondió que solamente se contentase saber por entonces que andaría en cadenas arrastrando una maza, de quien se acompañaría, como de un fiador; si ya no la ponían asida de alguna baranda o reja, donde padecería el verano calor y el invierno frío, con sed y hambre, comiendo con sobresaltos, porque a cada bocado daría cien tenazadas con los dientes y le darían otros tantos azotes, para que con ellos provocase a risa y gusto.

Éste se le hizo a ella muy amargo y, si pudiera, lo mostrara entonces con muchas lágrimas; pero llevándolo en paciencia, quiso también saber cuánto tiempo había de padecerlo. Respondiéronle lo que a los otros, que viviría treinta años. Congojada con esta respuesta y consolada con la esperanza en el clemente Júpiter, le suplicó lo que los más animales y aun se le hicieron muchos. Otorgósele la merced según que lo había pedido y, dándole gracias, le besó la mano por ello y fuese con sus compañeros.

Últimamente, crió después a el hombre, criatura perfeta, más que todas las de la tierra, con ánima immortal y discursivo. Diole poder sobre todo lo criado en el suelo, haciéndolo señor usufrutuario dello. Él quedó muy alegre de verse criatura tan hermosa, tan misteriosamente organizado, de tan gallarda compostura, tan capaz, tan poderoso señor, que le pareció que una tan excelente fábrica era digna de immortalidad. Y así suplicó a Júpiter le dijese, no lo que había de ser dél, sino cuánto había de vivir.

Júpiter le respondió que, cuando determinó la creación de todos los animales y suya, propuso darles a cada uno treinta años de vida. Maravillóse desto el hombre, que para tiempo tan corto se hubiese hecho una obra tan maravillosa, pues en abrir y cerrar los ojos pasaría como una flor su vida, y apenas habría sacado los pies del vientre de su madre, cuando entraría de cabeza en el de la tierra, dando con todo su cuerpo en el sepulcro, sin gozar su edad ni del agradable sitio donde fue criado. Y considerando lo que con Júpiter pasaron los tres animales, fuese a él y con rostro humilde le hizo este razonamiento: «Supremo Júpiter, si ya no es que mi demanda te sea molesta y contra las ordenaciones tuyas -que tal no es intento mío, mas cuando tu divina voluntad sea servida, confirmando la mía con ella en todo-, te suplico que, pues estos animales brutos, indignos de tus mercedes, repudiaron la vida que les diste, de cuyos bienes les faltó noticia con el conocimiento de razón que no tuvieron, pues largaron cada uno dellos veinte años de los que les habías concedido, te suplico me los des para que yo los viva por ellos y tú seas en este tiempo mejor servido de mí.»

Júpiter oyó la petición del hombre, concediéndole que como tal viviese sus treinta años, los cuales pasados, comenzase a vivir por su orden los heredados. Primeramente veinte del asno, sirviendo su oficio, padeciendo trabajos, acarreando, juntando, trayendo a casa y llegando para sustentarla lo necesario a ella. De cincuenta hasta setenta viviese los del perro, ladrando, gruñendo, con mala condición y peor gusto. Y últimamente, de setenta a noventa usase de los de la mona, contrahaciendo los defetos de su naturaleza.

Y así vemos en los que llegan a esta edad que suelen, aunque tan viejos, querer parecer mozos, pulirse, aderezarse, pasear, enamorar y hacer valentías, representando lo que no son, como lo hace la mona, que todo es querer imitar las obras del hombre y nunca lo puede ser.

Terrible cosa es y mal se sufre que los hombres quieran, a pesar del tiempo y de su desengaño, dar a entender a el contrario de la verdad, y que con tintas, emplastos y escabeches nos desmientan y hagan trampantojos, desacreditándose a sí mismos. Como si con esto comiesen más, durmiesen más o mejor, viviesen más o con menos enfermedades. O como si por aquel camino les volviesen a nacer los dientes y muelas, que ya perdieron, o no se les cayesen las que les quedan. O como si reformasen sus flaquezas, cobrando calor natural, vivificándose de nuevo la vieja y helada sangre. O como si se sintiesen más poderosos en dar y tener mano. Finalmente, como si supiesen que no se supiese ni se murmurase que ya no se dice otra cosa, sino de cuál es mejor lejía, la que hace fulano o la de zutano.

No sin propósito he traído lo dicho, pues viene a concluirse con dos caballeros cofrades desta bobada, por quien he referido lo pasado. El embajador mi señor, como has oído, daba plato de ordinario, era rico y holgaba hacerlo. Y como no siempre todos los convidados acontecían a ser de gusto, acertó un día, que hacía banquete a el embajador de España y a otros caballeros, llegársele dos de mesa.

Eran personas principales: uno capitán, el otro letrado; pero para él enfadosísimos y cansados ambos y de quien antes había murmurado comigo a solas. Porque tanto cuanto gustaba de hombres de ingenio, verdaderos y de buen proceder, aborrecía por el contrario todo género de mentiras, aun en burlas. No podía ver hipócritas ni aduladores; quería que todo trato fuera liso, sencillo y sin doblez, pareciéndole que allí estaba la verdadera sciencia.

Y aunque había causas en éstos para ser aborrecidos, tengo también por sin duda que hay en amarse o desamarse unos más que otros algún influjo celeste. Y en éstos obraba con eficacia, porque todos los aborrecían.

Bien quisiera mi amo escaparse dellos; mas no pudo, a causa que se le llegaron en la calle y lo vinieron acompañando. Hubo de tenerles el envite por fuerza, trayéndolos, a su pesar, consigo. Que no hay peso que así pese, como lo que pesa una semejante pesadilla.

Luego como entró por la puerta de casa, le conocí en el rostro que venía mohíno. Mirélo con atención y entendióme. Hízome señas, hablándome con los ojos, mirando aquellos dos caballeros, y no fue más menester para dejarme bien satisfecho y enterado de todo el caso.

Callé por entonces y disimulé mi pesadumbre. Púseme a imaginar qué traza podría tener para que aquestos hombres que tan disgustado tenían a mi amo, le pudieran ser en alguna manera entretenimiento y risa, pagando el escote. Tocóme luego en la imaginación una graciosa burla. Y no hice mucho en fabricarla, porque ya ellos venían perdigados y la traían guisada. Esperé la ocasión, que ya estaba muy cerca, y guardéme para los postres, por ser mejor admitido. Que para que la boca se hincha de risa no ha de estar el vientre vacío de vianda, y nunca se quisieron bien gracias y hambre: tanto se ríe cuanto se come.

Las mesas estaban puestas. Vinieron sirviendo manjares. Brindáronse los huéspedes. Y cuando ya vi que se les calentaba la sangre a todos y andaba la conversación en folla tratando de varias cosas, antes de dar aguamanos ni levantar los manteles, lleguéme por un lado a el capitán y díjele a el oído un famoso disparate. Él se rió de lo que le dije y, viéndose obligado a responderme con otro, me hizo bajar la cabeza para decírmelo a el oído. Y así en secreto nos pasaron ciertas idas y venidas.

Y cuando me pareció tiempo a propósito, levanté la voz muy sin él, diciendo con rostro sereno, cual si fuera verdad que de lo que quería decir hubiéramos tratado y dije:

-¡No, no, esto no, señor capitán! Si Vuestra Merced se lo quiere decir, muy enhorabuena, pues tiene lengua para ello y manos para defenderlo; que no son buenas burlas ésas para un pobre mozo como yo y tan servidor del señor dotor como el que más en el mundo.

Mi amo y los más huéspedes dijeron a una:

-¿Qué es eso, Guzmanillo?

Yo respondí:

-¡No sé, por Dios! Aquí el señor capitán, que tiene deseo de verme de corona, me ordena los grados y anda procurando cómo el señor dotor y yo nos cortemos las uñas metiéndonos en pendencia.

El capitán se quedó helado del embeleco y, no sabiendo en lo que había de parar, se reía sin hablar palabra. Mas el embajador de España me dijo:

-Guzmán amigo, por mi vida, ¿qué ha sido eso? Sepamos de qué te ríes y enojas en un tiempo, que algo debe tener de gusto.

-Pues Vuestra Señoría metió su vida por prenda, dirélo, aunque muy contra toda mi voluntad. Y protesto que no digo nada ni lo dijera con menos fuerza, si me sacaran la lengua por el colodrillo. Sabrá Vuestra Señoría que me mandaba el señor capitán que hiciese a el señor dotor una burla, picándole algo en el corte de la barba. Porque dice que la trae a modo de barba de pichel de Flandes y que la mete las noches en prensa de dos tabletas, liada como guitarra, para que a la mañana salga con esquinas, como limpiadera pareja y tableada, los pelos iguales, cortados en cuadro, muy estirada porque alargue, para que con ella y su bonete romano acrediten sus letras pocas y gordas, como de libro de coro. ¡Cual si fuera esto parte para darlas y no se hubiesen visto caballos argeles, hijos de otros muy castizos; y muy grandes necios de falda, mayores que la de sus lobas! Y son como melones, que nos engañan por la pinta: parecen finos y son calabazas. Esto quería que yo le dijese como de mío. Por eso digo que se lo diga él o haga lo que mandare.

Santiguábase riendo el capitán, viendo mi embuste, y todos también se reían, sin saber si fuese verdad o mentira que tal nos hubiese pasado. Mas el señor dotor, con su entendimiento atestado de sopas, no sabía si enojarse o llevarlo en burlas. Empero, como lo estaban los más mirando, asomóse un poco y, haciendo la boca de corrido, dijo:

-Monsiur, si mi profesión diera lugar a la satisfación que pide semejante atrevimiento, crea Vuestra Señoría que cumpliera con la obligación en que mis padres me dejaron. Mas, como Vuestra Señoría está presente y no tengo más armas que la lengua, daráseme licencia que pregunte a el señor capitán y me diga la edad que tiene. Porque, si es verdad lo que dice, que se halló en servicio del emperador Carlos quinto en la jornada de Túnez, ¿cómo no tiene pelo blanco en toda la barba ni alguno negro en la cabeza? Y si es tan mozo como parece, ¿para qué depone de cosas tan antiguas? Díganos en qué Jordán se baña o a qué santo se encomienda, para que le pongamos candelitas cuando lo hayamos menester. Aclárese con todos. Tenga y tengamos. Pues ha salido de un triunfo, hagamos ambos bazas; que no será justo, habiendo metido prenda, que la saque franca.

Todos los convidados volvieron a refrescar la risa, en especial mi amo, por haberse tratado de dos cosas que le causaban enfado y deseaba en ellas reformación. Y viendo lo que había pasado, me dijo:

-Di agora tú, Guzmanillo, ¿qué sientes desto? Absuelve la cuestión, pues propusiste el argumento.

Yo entonces dije:

-Lo que puedo responder a Vuestra Señoría sólo es que ambos han dicho verdad y ambos mienten por la barba.




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Capítulo IV

Agraviado sólo el dotor, que Guzmanillo le hubiese injuriado en presencia de tantos caballeros, quisiera vengarse dél; sosiégalo el embajador de España haciendo que otro de los convidados refiera un caso que sucedió al condestable de Castilla, don Álvaro de Luna


Solenizaron el agudo dicho, y el encarecerlo algunos tanto encendió a el dotor de manera que ya les pesaba de haberlo comenzado. Mas el embajador de España, con su mucha prudencia, tomó la mano en meter el bastón, haciéndolo, con su discreción, chacota. El capitán era de buen proceder, soldado corriente. Reíase de todo y santiguábase, jurando que ni tal palabra habló comigo ni le pasó por pensamiento tratar de caso semejante. Y como era hombre rasgado y estaba sordo de oír en su negocio mucho más y peor de lo que allí el dotor dijo, y porque le pareció que tenía razón en cuanto hablaba como injuriado, pasó por ello.

Mas cuando el dotor supo cierto haber sido yo solo el autor de su pesadumbre, de tal manera se volvió contra mí, que partía con los dientes las palabras, no acertando a pronunciarlas de coraje. Quisiera levantarse a darme mil mojicones y cabezadas, empero no lo dejaron. Y faltándole todo género de venganza, no pudiendo con otra que la sola lengua, la soltó en decirme cuantas palabras feas a ella le vinieron, de que hice poco caso, antes le ayudaba diciéndole que me dijese. Desto se enojaba más, ver que de todo me burlaba, y fue causa que la soltase demasiadamente. Porque, como excomunión, iba tocando a participantes y casi, y aun sin casi, si mi amo no lo atajara -viendo la polvareda que suele un colérico necio levantar a veces, con que deja obligados a muchos en mucho-, pasara el negocio a malos términos.

Apaciguólo con razones lo mejor que pudo divertirlo. Y para bien hacer, barajando la conversación pasada, volvió el rostro a César, aquel caballero napolitano que había contado el caso de Dorido y Clorinia, el cual era uno de sus convidados, y, díjole:

-Señor César, pues ya es notorio en Roma y a estos caballeros el caso y muerte de la hermosa Clorinia, recibamos merced en que nos diga qué se sabe del constante Dorido, que me tiene con mucho cuidado.

-A su tiempo lo sabrá Vuestra Señoría -dijo César-, que aqueste no lo es para que dél se trate, ni semejantes desgracias y lástimas caerán bien hoy sobre lo que aquí ha pasado. Mas, pues habemos comido y la fiesta viene, diré otro caso que la ocasión me ofrece, que por haber sido verdadero creo dará mucho gusto.

Agradeciéronle todos la promesa y, estándole atentos, dijo:

«-Residiendo en Valladolid el condestable de Castilla don Álvaro de Luna en el tiempo de su mayor creciente, gustaba muchas veces madrugar las mañanas del verano y salirse a pasear un poco, gozando del fresco por el campo; y, después de haber hecho algún ejercicio, antes que le pudiese ofender el sol, se recogía. Una vez déstas, habiéndose alargado y detenido algo más de su ordinario por un alegre jardín que a la orilla del río Pisuerga estaba, recreándose de ver su varia composición, hermosas flores, alegres arboledas y sabrosas frutas, entró el calor de manera que, temiendo la vuelta y con el gusto de tanta recreación, determinó quedarse gozándola hasta la noche.

»Y en cuanto los criados prevenían de lo necesario a la comida, para entretener el tiempo, pidió a dos caballeros que le acompañaban, el uno don Luis de Castro y el otro don Rodrigo de Montalvo, que cada uno le contase un caso de amores, el de mayor peligro y cuidado que le hubiese sucedido. Porque sabía bien que los dos eran entonces los galanes de más nombre, de ilustre sangre, discretos, gallardos de talle y trato, curiosos en sus vestidos, generales y briosos en todas gracias, que pudieran con satisfación colmar su deseo en aquella materia. Y para más animarlos prometió por premio una rica sortija de un diamante que traía en el dedo, a quien por el suceso mejor la mereciese.

»Don Luis de Castro tomó luego la mano y dijo:

»-Bien podrá ser, condestable mi señor, que otros amantes para contar sus desdichas las vayan matizando con sentimientos, exageraciones y terneza de palabras, en tal manera, que por su gallardo estilo provoquen a compasión los ánimos. Y de los deste género se halla mucho escrito. Mas que real y verdaderamente, desnudo de toda composición, haya sucedido en los presentes tiempos negocio semejante a el mío, no es posible, por ser el más estraño y peregrino de los que se saben. Y pues Vuestra Señoría es el juez, bien creo conocerá lo que tengo por él padecido. Yo amé a cierta señora deste reino, doncella y una de las más calificadas dél, tan hermosa como discreta y honesta. De lo cual y de lo que más dijere acerca desto doy por testigo presente a don Rodrigo de Montalvo, como el amigo que solo se halló presente a todo. Servíla muchos años y lo mejor de los míos con tanto secreto y puntualidad, que jamás de mí se conoció tal cosa ni en alguna de su gusto hice falta. Por ella corrí sortijas y toros, jugué cañas, mantuve torneos y justas, ordené saraos y máxcaras. Y para desvelar sospechas, desmintiendo las espías, que no se supiese ni hubiese rastro por donde se pudiera presumir ser por ella, siempre para lo exterior ponía los ojos en otras damas; empero real y verdaderamente, bien conocía la de mi alma ser sola ella su dueño y por quien lo hacía. En estas fiestas y otras ocasiones encaminadas a este solo fin me gasté de manera, sacando facultades para vencer dificultades y vendiendo posesiones, que, siendo conocidamente mucho lo que mis padres me dejaron, todo lo consumí, hasta quedar tan pobre, que la merced sola de Vuestra Señoría es la que me sustenta. Y aunque no es aquesto lo que pide menor sentimiento, verse un caballero como yo, de mi calidad y prendas, mi hacienda deshecha, tan arrinconado y pobre que la necesidad me obligue a servir, habiendo sido servido siempre -que aunque confieso por mucha felicidad el ser criado de Vuestra Señoría, no se duda cuánta sea la buena fortuna de aquellos que pasan su vida con seguridad y descuido, sin sobresaltos ni desvelos en buscar medios con que granjear voluntades-, tengo por la mayor de mis desgracias y siento en el alma que, habiéndome mi dama entretenido con falsas esperanzas y promesas vanas, que nunca daría sus favores a otro, antes por premio de mi constante amor se casaría comigo, de que me dio su palabra, o fueron palabras de mujer o fueron obras de mi corta fortuna, pues, cuando me vio gastado y pobre, olvidada de todo lo pasado, dándome de mano la dio a otro, desposándose con él. Faltó a su obligación y a su calidad. Pues, despreciada la mía y los bienes naturales, hizo eleción de los de fortuna, con marido no igual suyo. Porque se le aventajaba en la hacienda y aun en años, que hasta en estas desdichas hace suplir el dinero. Ya tengo brevemente dicho el discurso de mis amores, los venturosos principios y desgraciados fines que tuvieron. Y aunque por no cansar a Vuestra Señoría me acorto en referir por menor lo que padecí estos tiempos, Vuestra Señoría supla con su discreción cuánto sería, cuántos trabajos importaría padecer y a cuántos peligros habría de ponerse quien seguía tan altos pensamientos y tan recatado andaba en el secreto, para que nada faltara de su punto. No creo tendrá don Rodrigo ni otro algún caballero suceso de infortunio mayor que poder contar a Vuestra Señoría. Pues amando con tanta firmeza y sirviendo con tantas veras, fiado de palabras dulces y suaves, perdí mi tiempo, perdí mi hacienda y sobre todo a mi dama, para venirme a dar en trueco de todo la Fortuna sólo el premio de aquesa sortija.

»Don Luis acabó con esto su razonamiento y don Rodrigo de Montalvo comenzó el suyo, diciendo:

»-También habéis perdido la sortija, pues de razón será mía.

»Y volviendo el rostro con las palabras a el condestable, prosiguió desta manera:

»-Por cierto, señor ilustrísimo, aunque confieso ser verdad cuanto don Luis aquí ha referido, de que soy testigo de vista, por la grande amistad que habemos tenido siempre, agora no tiene razón de pretender el diamante. Porque, si desapasionadamente lo considera y trocásemos los asientos, juzgaría en mi favor y contra sí. Mas, pues él vive ciego, juzgarálo Vuestra Señoría por mi suceso, el cual tiene su principio del fin de sus amores que ha contado, que pasa en esta manera: Pocos días ha que nos andábamos él y yo paseando una tarde por la orilla deste mismo río, tratando de algunas cosas bien ajenas de lo que nos esperaba, cuando se llegó a don Luis un criado antiguo desta misma señora dama suya, de cuya parte secretamente le dio una carta, que abierta y leída de don Luis, me la dio que la leyese. Yo lo hice más de una y de dos veces, maravillado de lo que vía en ella escrito. Por lo cual y por no ser pobre de memoria, me quedó toda en ella, y decía desta manera:

'Señor mío, no es justo que me acuséis de ingrata, por pareceros tener alguna justa causa, que no es posible olvidarse, como lo habréis creído de mí, lo que se ama de veras. Y pues reconozco mi deuda y vuestra firmeza, reconoced que ni tuve ni tengo culpa contra vos cometida. Y el no corresponder a vuestro merecimiento con mis obras fue por ser tan contrarias a lo que se debía en aquel estado tan peligroso de doncella. Estorbaron el matrimonio -que con vos deseaba más que a mi propria vida- la obediencia de hija, el mandato de padres y la instancia de mis deudos, movidos todos de vano interese, y título de condesa, que contra mi gusto tengo, pues me obligaron a entregar el cuerpo a quien jamás di el alma, por ser en calidades y edad tan contrario a la mía. Vuestra soy todo el tiempo que viviere, lo cual podréis conocer en el deseo que tengo de acudir a los vuestros. El conde mi marido hace una larga jornada. Veníos aquí luego y no traigáis en vuestra compañía otra persona que a don Rodrigo, nuestro amigo. Y cuando lleguéis a esta villa, hallaréis a la entrada della en una ermita orden para lo que habéis de hacer.'

»Esto contenía la carta. La cual, visto por don Luis que lo que venía en ella era lo más contrario de su esperanza y natural a su deseo, no podré significar las pasiones amorosas que sintió, leyéndola por momentos. Ponía con atención los ojos en ella. Volvíalos a el criado, esperando que a voces le dijéramos todos la certinidad en su gusto por el bien prometido, que aún dudaba dello. Y tan turbado como alegre, me decía: '¿Qué vemos, don Rodrigo? ¿Estoy recordado? ¿Es por ventura sueño? ¿Somos vos y yo los que leímos esta carta? ¿Es por ventura esta letra de la condesa y aquél su escudero? ¿Fáltame acaso el juicio y, como afligido enamorado, cercano a la desesperación, finjo imaginaciones para engañar a la fantasía?' Con todas estas cosas y certificarse dellas, diciéndole yo no ser ilusiones, antes muy ciertas esperanzas de cobrar bienes perdidos, lo animé a que con toda diligencia se abreviase la partida, en cumplimiento de lo que se nos mandaba. Hízose luego y, cuando llegamos a la ermita, hallamos en ella una reverenda y honrada dueña, que, por saberse ya el día y hora que habíamos de llegar, nos esperaba. La cual nos dio un recabdo, diciéndonos que el conde su señor había salido fuera y vuéltose del camino por ciertas indispusiciones; masque aguardásemos allí en cuanto fuese a p[a]lacio a decir a su señora la condesa su llegada. Fuese y quedamos, yo algo confuso y don Luis desesperado. Yo por las dificultades que se pudieran ofrecer y él de considerar su corta fortuna, que nunca dejaba de seguirle. Así en el tiempo que se dilató la vuelta de la buena dueña nos pasaron muchos cuentos, que no son para referir en éste, y a las once de la noche volvió a nosotros, diciendo que la siguiésemos. Ayudábanos la oscuridad y metiónos con mucho secreto en un aposento de palacio, donde salió la condesa, que nos recibió con grandísimas muestras de alegría. Ya después de habernos dado los parabienes de las deseadas vistas, que todo fue breve, me dijo la condesa: 'Don Rodrigo, el tiempo que tenemos para poder gozar la ocasión que se ofrece, ya con vuestra discreción podréis juzgar cuánto sea corto. También sabéis la obligación de amistad que tenéis a don Luis; y cuando ésta faltara, por mí que lo pido, debéis concederme un ruego. Sabed que, como el conde mi marido, por indispusición que tuvo, se volviese del camino y llegase cansado, se fue luego a echar a la cama, donde lo dejo dormido. Mas porque podría suceder que dispertando alargase alguna pierna o brazo hacia mi lugar y, me hallase menos, de lo cual me resultaría notorio peligro y grandísimo escándalo en la casa, deseo que, en tanto que aquí nos entretenemos hablando vuestro amigo don Luis y yo, que a lo más largo podrá ser como un cuarto de hora, os acostéis en mi lugar y estéis en él, para que con esto pueda estar aquí segura. Y me constituyo por fiadora de vuestro peligro, que no tendréis alguno. Porque demás de ser el conde viejo, nunca recuerda en toda la noche, hasta ya muy de día, si no es a gran maravilla, que suele dar un vuelco y luego se duerme.' Sabe Dios y considere Vuestra Señoría cuánto me podría pesar que la condesa me pusiera en tan evidente peligro. Mas, como los actos de cobardía son tan feos, pareciéndome que si lo rehusara no cumplía con mi honra ni obligaciones, tanto de amistad como ruego de la condesa, dije que lo haría. Pedíles encarecidamente que no se detuviesen mucho, pues conocían el riesgo en que por sus gustos me ponía. Ellos me lo prometieron y juraron que a lo más largo no pasaría de media hora. Púsome la condesa un tocado suyo, y desnudo y descalzo me llevó a su retrete y metió en su cama. No había luz alguna. Estaba todo a oscuras y en estraño silencio. Estúveme así a un lado de la cama, lo más apartado que pude, no un cuarto de hora, ni media, sino más de cinco, que ya era casi de día. Considere cada uno y juzgue lo que pudiera sentir en lugar semejante y tanto tiempo. ¡Qué congojas por no ser conocido! ¡Con cuánto temor de no ser sentido! Y era lo menos que sentía lo más que me pudiera suceder, que era la muerte, si recordara el conde. Porque, como entré desnudo y sin armas, había de ser a brazos la pendencia. Y cuando de los suyos escapara, no pudiera de los de sus criados, pues no sabía cómo ni por dónde había de huir. Y no fueron solas estas mis congojas, que adelante pasaron, porque don Luis y la condesa se reían y hablaban tan descompuestos y recio, que les oía desde la cama casi todo lo que decían, con que me aumentaban el temor no dispertasen a el conde. Y entre mí me deshacía, viendo que no les podía decir que hablasen quedo, ya que se tardaban. Reventaba con esto y por no poderme apartar de allí un punto, por esta negra honrilla. Después de todo esto, ya cuando vieron el día tan cerca, que casi era claro, se vinieron risueños y juntos hacia la cama, con una vela encendida y llegándose adonde yo estaba, con mucha grita y trisca, hacían grande ruido. Entonces vine a pensar si con el mucho contento se hubieran vuelto locos. Ya me pesaba tanto de su desgracia como de mi desventura, pues había de ser la infamia y castigo general en todos y, sin que alguno escapase dél, ellos por faltos y yo por sobrado. Vime de modo que dentro de un espacio muy breve tuve mil imaginaciones y ninguna que me pudiera ser de provecho. Y estando en ellas, en medio de mi mayor conflito, se vinieron acercando a la cama y tirando la condesa de la cortina, que ya podíamos claramente vernos, quedé sin algún sentido, tanto, que quisiera huir y no pude. Mas muy presto volví en mí. Porque yo, que siempre creí tener a mi lado a el conde, alzando la condesa la ropa de la cama, descubrió el desengaño y conocí no ser él, sino una señora doncella, hermana de la condesa, hermosa como la misma Venus. De lo cual y de la burla que creí habérseme hecho, quedé tan atajado y corrido, que no supe hablar ni otra cosa que hacer, más de levantarme como estaba en camisa y salir a buscar mis vestidos, de que después me avergoncé mucho más de lo que temí antes. Vea, pues, Vuestra Señoría, el peligro a que me puse y juzgue por él debérseme dar la sortija.

»Riéndose mucho desto el condestable, dijo que don Luis no debía tener queja del amor, pues aunque tarde y con trabajos, llegó a conseguir su deseo y así no era merecedor del premio puesto. Ni tampoco don Rodrigo, pues no había corrido algún peligro durmiendo con el conde, aunque había sido muy donosa la burla que le habían hecho. Por lo cual juzgaba no ser alguno dellos dueño del diamante. Y sacándolo del dedo lo entregó a don Rodrigo, para que lo enviase a la doncella con quien había dormido, pues ella sola padeció el peligro y lo corriera su honra si fuera sentida.»

Con esto dio fin a su cuento y todos muy contentos quedaron determinando si la sentencia del condestable había sido discreta o justa. Loáronlo todos de cortesano y con esto, haciéndoseles a cada uno la hora para sus negocios, poco a poco se deshizo la conversación y se despidieron por acudir a ellos.




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Capítulo V

No sabiendo una matrona romana cómo librarse sin detrimento de su honra de las persuasiones de Guzmán de Alfarache, que la solicitaba para el embajador su señor, le hizo cierta burla, que fue principio de otra desgracia que después le sucedió


Los que del rayo escriben dicen, y la experiencia nos enseña, ser su soberbia tanta, que siempre, menospreciando lo flaco, hace sus efetos en lo más fuerte. Rompe los duros aceros de una espada, quedando entera la vaina. Desgaja y despedaza una robusta encina, sin tocar a la débil caña. Prostra la levantada torre y gallardos edificios, perdonando la pobre choza de mal compuesta rama. Si toca en un animal, si asalta un hombre, como si fuese barro le deshace los huesos y deja el vestido sano. Derrite la plata, el oro, los metales y moneda, salvando la bolsa en que va metida. Y siendo así, se quebranta su fuerza en llegando a la tierra: ella sola es quien le resiste. Por lo cual en tiempos tempestivos, los que sus efetos temen se acostumbran meter en las cuevas o soterraños hondos, porque dentro dellos conocen estar seguros.

El ímpetu de la juventud es tanto, que podemos verdaderamente compararlo con el rayo, pues nunca se anima contra cosas frágiles, mansas y domesticadas; antes de ordinario aspira siempre y acomete a las mayores dificultades y sinrazones. No guarda ley ni perdona vicio. Es caballo que parte de carrera, sin temer el camino ni advertir en el paradero. Siempre sigue a el furor y, como bestia mal domada, no se deja ensillar de razón y alborótase sin ella, no sufriendo ni aun la muy ligera carga. De tal manera desbarra, que ni aun con su antojo proprio se sosiega. Y siendo cual decimos esta furiosa fiera, sólo con la humildad se corrige y en ella se quebranta. Esta es la tierra, contra quien su fuerza no vale, su contrayerba y el fuerte donde se halla fiel reparo.

De tal manera, que no hay esperar cosa buena en el mozo que humilde no fuere, por ser la juventud puerta y principio del pecado. Criéme consentido: no quise ser corregido. Y como la prudencia es hija de la experiencia, que se adquiere por transcurso de tiempo, no fuera mucho si errara como mancebo. Mas que habiéndome sucedido lo que ya de mí has oído en los amores de Malagón y Toledo, y debiendo temer, como gato escaldado, el agua fría, diese más crédito a mujeres y me quisiese dejar llevar de sus enredos; que no conociese con tantas experiencias y tales que siempre nos tratan con cautela, o nace de mucha simplicidad nuestra o demasiada pasión del apetito. Y aquesto es lo más verdadero y cierto.

Y a Dios pluguiera que aquí parara y en este puerto diera mi plus ultra, plantando las colunas de mi escarmiento, sin que, como verás adelante, no reincidiera mil veces en esta flaqueza, sin poderme preciar de que alguna hubiese salido con bien de la feria. Mas como el que ama siempre hace donación a quien ama de su voluntad y sentidos, no es maravilla que como ajeno dellos haga locuras, multiplicando los disparates.

El embajador mi señor amaba una señora principal, noble, llamada Fabia; era casada con un caballero romano; a la cual yo paseaba muy a menudo y no con pequeña nota; pues ya por ello estaba indiciada sin razón, porque de su parte jamás hubo para ello algún consentimiento ni causa. Mas, como todos y cada uno puede amar, protestar y darse de cabezadas contra la pared, sin que la parte contraria se lo impida, mi amo hacía lo que su pasión le ditaba y ella lo que a su honra y de su marido convenía.

Verdad es que no estábamos tan ciegos, que dejásemos de ver por la tela de un cedazo, faltándonos de todo punto la luz. Alguna llevábamos, aunque poca. El marido era viejo, mezquino y mal acondicionado: mirad qué tres enemigos contra una mujer moza, hermosa y bien traída. Con esto y con que una familiar criada suya, doncella que había sido, era prenda mía, creí que por sus medios y mis modos, con las ocasiones dichas pudiéramos fácilmente ganar el juego. ¿Mas quién sino mi desdicha lo pudiera perder, llevando tales trunfos en la mano?

Salióme todo al revés. No es todo fácil cuanto lo parece. Virtudes vencen señales y nada es parte para que la honrada mujer deje de serlo. Cuando ésta supo lo que con su criada me pasaba, procuró vengarse de ambos a su salvo y mucho daño de nuestro amor y de mi persona en especial. Porque, como me viese solicitar esta causa tanto, y su doncella, dama mía, por mis intereses y gusto ayudase con todo su cuidado en ello, haciendo a tiempos algunas remembranzas, no dejando pasar carta sin envite y aun haciendo de falso muchos, con rodeos, que nunca le faltaban, de tal manera, que como la honrada matrona se viese acosada en casa y ladrada en la calle de los maldicientes, no hizo alharacas, melindres ni embelecos de los que algunas acostumbran para calificar su honestidad y con aquel seguro gozar después de su libertad. Que la mujer honrada, con medios honrados trata de sus cosas, no dando campanadas para que todos las oigan y censuren y que cada cual sienta dellas como quisieren. Porque, como son los buenos menos, los más que juzgan mal, por ser malos ellos, y aquella voz ahoga como la cizaña el trigo.

Como esta señora era romana, hizo un hecho romano. Conociendo su perdición, acudió a el remedio con prudencia, fingiéndose algo apasionada y aun casi rendida. Un día que la criada le metió cierta coleta en el negocio, se le mostró risueña y con alegre rostro le dijo:

-Nicoleta -que así se llamaba la moza-, yo te prometo que sin que hubieras gastado comigo tantas invenciones ni palabras estudiadas, me hubieras ya rendido la voluntad, que tan salteada me tienes; porque yo se la tengo a Guzmán y a su buen término. Demás que su amo merece que cualquiera mujer de mucha calidad y no tan ocasionada huelgue de su amistad y servicios. Mas, como sabes y has visto, no sé cómo sea posible ser nuestro trato seguro de lenguas, pues, aun faltando causa verdadera y no habiéndose dado de mi parte algún consentimiento a lo que por ventura deseo, ya se murmura por el barrio y en toda Roma lo que aun en mi casa y contigo, que sola pudieras venir a ser el instrumento de nuestros gustos, no he comunicado. Y pues ya está en términos que la voz popular corre con tanta libertad y yo no la tengo para resistirme más del amor de aquese caballero, lo que te ruego es que lo dispongas y trates con el secreto mayor que sea posible. Dile a Guzmán que acuda por acá estas noches, para que una dellas le des entrada y se vea comigo, si se ofreciere oportunidad para tratar algo de lo que deseamos.

Nicoleta se arronjó por el suelo de rodillas, no sabiendo qué besar primero, si los pies o las manos. Y con la cara encendida en fuego de alegría, no cesaba de rendirle gracias, calificando el caso y afeando las faltas de su viejo dueño. Traíale a la memoria pasadas pesadumbres, mala codición y sequedades que con ella usaba, para con ello mejor animarla en la resolución que, simplemente, creyó haber tomado.

Con esto se vino a mí desalada, los brazos abiertos, y, enlazándome fuertemente con ellos, me apretaba pidiéndome las albricias, que después de ofrecidas, me refirió lo pasado. Yo con ella por la mano, como quien lleva despojos de alguna famosa vitoria, nos entramos en el retrete de mi amo, donde con grande regocijo celebramos la buena nueva, dando trazas de la hora, cómo y por dónde había yo de poder entrar a hablar con Fabia. Y dando mi amo a Nicoleta un bolsillo que tenía en la faltriquera, con unos escudos españoles, hacía como que no quería recibirlo. Mas nunca cerró el puño ni encogió la mano; antes por la vergüenza la volvió atrás como el médico y con una risita le daba gracias por ello. Con esto se despidió dél y de mí.

Quedóse mi amo dándome cuenta de sus amores y yo a él parabienes dellos, con que pasamos aquella tarde toda. Ya después de anochecido, a las horas que tenía de orden, fue a mi puesto, hice la seña; mas ni aquella noche ni en otras tres o cuatro siguientes tuvo lugar el concierto. Llegóse un día que había muy bien llovido, menudico y cernido, y a mis horas vine a correr la tierra, con lodos, como dicen, hasta la cinta.

Llegué algo remojado. Anocheció muy oscuro y así fue todo para mí. Mi suerte, que no debiera, llegó a tener efeto. Como para las cosas de interese y gusto importe tanto despedir el miedo y acometer a las dificultades con osado ánimo, yo lo mostré aquella vez más de lo que importaba, pues con agua del cielo y barro en el suelo, la noche tenebrosa y dándome con la frente por las esquinas, vine a el reclamo.

Luego fui conocido; empero hicieron por un rato estarme mojando, y tanto, que ya el agua que había, entrando por la cabeza, me salía por los zapatos. Mandaron esperase un poco, y cuando ya no lo había en todos mis vestidos ni persona que no estuviese remojado mucho, sentí que muy pasico abrían la puerta y a Nicoleta llamarme.

Parecióme aquel aliento que salió de su voz de tanto calor, que me dejó todo enjuto. Ya no sentía el trabajo pasado, con la regalada vista de la fregoncilla de mi alma y esperanzas de gozar de la de Fabia. Poco habíamos hablado, porque sólo me había dado el bienvenido, cuando bajó la señora y dijo a su criada:

-Oyes, Nicoleta, sube arriba y mira lo que tu señor hace y, si llamare, avísame dello, en tanto que aquí estoy con el señor Guzmán hablando.

A todo esto estábamos a escuras, que ni los bultos nos víamos, o con dificultad muy grande, cuando me comenzó a preguntar por mi salud, como si me la deseara o le fuera de importancia o gusto. Yo le repliqué con la misma pregunta, dile un largo recabdo de mi amo, en agradecimiento de aquella merced, y ofrecílo a su servicio con una elegante oración que tenía estudiada para el proprio efeto. Mas antes de concluirla, en la mayor fuerza della, ganada la benevolencia, no la pude hacer estar atenta ni volverla dócil, porque alborotada con un improviso me dijo:

-Señor Guzmán, perdone, por mi vida, que con el miedo que tengo todos pienso que me acechan. Éntrese aquí dentro y allí frontero hay un aposento. Váyase a él y aguarde, tan en tanto que doy una vuelta por mi casa y aseguro mi gente. Presto seré de vuelta. No haga ruido.

Yo la creí, entréme de hilo y, pareciéndome que atravesaba por algún patio, quedé metido en jaula en un sucio corral, donde a dos o tres pasos andados trompecé con la prisa en un montón de basura y di con la cabeza en la pared frontera tal golpe, que me dejó sin sentido. Empero con el falto que me quedaba, poco a poco anduve las paredes a la redonda, tentando con las manos, como los niños que juegan a la gallina ciega, en busca del aposento. Mas no hallé otra puerta, que la por donde había entrado. Volví otra vez, pareciéndome que quizá con el recio golpe no la hallaba y vine a dar en un callejoncillo angosto y muy pequeño, mal cubierto y no todo, donde sólo cabía la boca de una media tinaja, lodoso y pegajoso el suelo y no de muy buen olor, donde vi mis daños y consideré mis desventuras.

Quise volverme a salir y hallé la puerta cerrada por defuera. El agua era mucha, fueme forzoso recogerme debajo de aquel avariento techo y desacomodado suelo. Allí pasé lo que restó de la noche, harto peor para mí que la toledana y no de menor peligro que la que tuve con el señor ginovés mi pariente. No sólo me afligía el agua que llovía, que, aunque no venía cernida caíame a canal y cuando menos goteando. Mas consideraba qué había de ser de mí, que, pues me habían armado aquella ratonera, sin duda por la mañana sería entregado a el gato. Tras esto me venían luego a la imaginación otros discursos con que me consolaba, diciendo: «Líbreme Dios de la tramontana desta noche y déjeme amanecer con vida, que, cuando el patrón de la nave aquí me halle, todo será decirle que su criada me trujo y que soy su marido. Porque será menor daño casarme con ella, que verme descansar los huesos a tormentos para que diga lo que buscaba, si acaso con eso se contentan y no me dan de puñaladas y me sepultan en este mal cimenterio, acabando de una vez comigo.»

En esto iba y venía, hasta que ya después de las dos de la madrugada me pareció que abrían la puerta, con que todo lo pasado se me hizo flores, creyendo sería Fabia que volvía. Mas cuando a la puerta llegué y la hallé sin cerrojo ni persona viviente por todo aquello, volví a cobrar con mayor temor mis pasadas imaginaciones, creyendo que detrás de alguna pared o puerta de la casa esperaban que saliese, para con mayor seguro y facilidad quitarme la vida.

Desenvainé la espada y en otra mano la daga fui poco a poco reconociendo, con la escasa luz de la madrugada, los pasos por donde me habían entrado, que no eran muchos ni dificultosos. Empero con más miedo que vergüenza, llegué a la puerta de la calle, que hallé también abierta. Cuando puse los pies en el umbral, abrí los ojos y vi que lo pasado había sido castigo de mis atrevimientos y que, aunque la burla fue pesada, pudiera serlo más y peor.

Consolóme y reconocíme, sentí mi culpa y en este pensamiento llegué hasta mi casa, donde, abriendo mi aposento, me desnudé y metíme revuelto entre las frazadas, para cobrar algún calor del que con el agua y sustos había perdido. Desta manera pasé hasta casi las diez del día, sin poder tomar sueño de corrido, pensando y vacilando en lo que podría responder a mi amo. Porque si decía la verdad, fuera con afrenta notable mía y me habían de garrochear por momentos, dándome con aquella burla por las barbas, riéndose de mí los niños. Negárselo y entretenerlo tampoco me convenía, pues ya Nicoleta le había cogido las albricias y pareceríale invención para llevarle su dinero.

Todas eran matas y por rozar. De una parte malo y de la otra peor. Si saltaba de la sartén, había de dar en las brasas. Y pensando en hallar un medio de buen encaje, veis aquí donde un criado tocó en mi aposento, que monsiur me llamaba. «¡Oh desgraciado de mí! -dije luego-. ¿Qué haré, que me cogen las manos en la masa y a el pie de la obra, el hurto patente y por prevenir el despidiente?» «Ánimo, ánimo -me respondí-. ¿Cuándo te suelen a ti arrinconar casos como éste, Guzmán amigo? Aún el sol está en las bardas. El tiempo descubrirá veredas. Quien te sacó anoche del corral, te sacará hoy del retrete.» Tomé otro de mis vestidos, y tan galán como si tal por mí no hubiera sucedido, subí adonde me llamaba el embajador mi señor.

Preguntóme cómo me había ido y cómo no le había dado cuenta de lo pasado con Fabia. Respondíle que me tuvieron en la calle hasta más de media noche, aguardando la vez, y últimamente la tuve mala y nació hija, pues no fue posible hablarme ni darme puerta. También le dije que me quería volver a echar, porque no me sentía con salud por entonces. Diome licencia; subíme a la cama, desnudéme y comí en ella. Y así me quedé hasta la tarde, trazando mil imaginaciones, alambicando el juicio, sin sacar cosa de jugo ni sustancia. Como con el enojo y pensamientos no tomaba reposo, ni de un lado tenía sosiego ni del otro, de espaldas me cansaba y sentado no podía estar, determiné levantarme.

Ya tenía los vestidos en las manos y los pies fuera de la cama, cuando entró en mi aposento un mozo de caballos y dijo:

-Señor Guzmán, abajo en el zaguán están unas hermosas que lo llaman.

-¡Oh! ¡Que les venga el cáncer! -dije-. Diles que se vayan al burdel o que no estoy en casa.

Parecióme que ya toda Roma sabía de mi desdicha y que serían algunas maleantes que me venían a requerir con algún ladrillejo. Receléme dellas, hice que las despidiesen y así se fueron. Aquella noche me mandó mi amo continuar la estación. Respondíle hallarme mal dispuesto, por lo cual quiso que me retirase temprano y avisase de lo que había menester, y si fuese necesario, llamar a el médico.

Beséle las manos por la merced muy a lo regalón y volvíme a mi aposento, donde me recogí solo, como aquel día lo había hecho. Por la mañana del siguiente amaneció comigo un papel de mi Nicoleta, quejándose de mí, porque habiéndome venido a visitar el día pasado, no le había querido hablar ni darle aviso de lo que la noche antes había tratado con su ama; que ocasión tuve, pues había pasádose aquella noche sin dar vuelta por aquella calle, y que me había esperado hasta más de las doce. Añadió a éstas otras palabras que me dejaron tan sobresaltado como confuso. Y para salir de dudas le respondí por otro billete que aquel día por la tarde la visitaría por la calleja detrás de la casa.

Estaba la de Fabia entre dos calles y a las espaldas de la puerta principal había un postigo y encima dél un aposento con una ventanilla, por donde cómodamente podía Nicoleta hablarme de día, por ser calleja de mal paso, angosta y llena de lodo; y entonces lo estaba tanto, que mal y con trabajo pude llegar a el sitio.

Cuando en él estuve, me preguntó qué había sido de mí, qué grande ocasión pudo impedirme que la noche antes no la hubiera visitado: cuando no por ella, debiera hacerlo por su ama. Formaba muchas quejas, culpando la inconstancia de los hombres, cómo no por amar, sino por vencer, seguían a las mujeres, y en teniéndoles alguna prenda, las olvidaban y tenían en poco. Desto y de lo que profesaba quererme conocí su inocencia y malicia de Fabia, pues nos quería engañar a entrambos, y díjele:

-Nicoleta mía, engañada estás en todo. Sabe que tu señora nos ha burlado.

Referíle lo que me había sucedido, de que se santiguaba, no cesando de hacerse cruces, pareciéndole no ser posible. Yo estaba muy galán, pierniabierto, estirado de cuello y tratando de mis desgracias, muy descuidado de las presentes, que mi mala fortuna me tenía cercanas. Porque aconteció que, como por aquel postigo se servían las caballerizas y se hubiese por él entrado un gran cebón, hallólo el mozo de caballos hozando en el estiércol enjuto de las camas y todo esparcido por el suelo. Tomó bonico una estaca y diole con ella los palos que pudo alcanzar. Él era grande y gordo; salió como un toro huyendo. Y como estos animales tienen de costumbre o por naturaleza caminar siempre por delante y revolver pocas veces, embistió comigo. Cogióme de bola. Quiso pasar por entre piernas, llevóme a horcajadillas y, sin poderme cobrar ni favorecer, cuando acordé a valerme, ya me tenía en medio de un lodazal y tal, que por salvarlo, para que me sacase dél, convino abrazarlo por la barriga con toda mi fuerza. Y como si jugáramos a quebrantabarriles o a punta con cabeza, dándole aldabadas a la puerta falsa con hocicos y narices, me traspuso -sin poderlo excusar, temiendo no caer en el cieno- tres o cuatro calles de allí, a todo correr y gruñir, llamando gente. Hasta que, conocido mi daño, me dejé caer, sin reparar adonde; y me hubiera sido menor mal en mi callejuela, porque, supuesto que no fuera tanto ni tan público, tenía cerca el remedio.

Levantéme muy bien puesto de lodo, silbado de la gente, afrentado de toda Roma, tan lleno de lama el rostro y vestidos de pies a cabeza, que parecía salir del vientre de la ballena. Dábanme tanta grita de puertas y ventanas, y los muchachos tanta priesa, que como sin juicio buscaba dónde asconderme.

Vi cerca una casa, donde creí hallar un poco de buen acogimiento. Entréme dentro, cerré la puerta. Híceme fuerte contra todo el pueblo que deseaban verme. Mas no me aconteció según lo deseaba, que a el malo no es justo sucederle cosa bien. Pena es de su culpa y así lo fue de la mía el mal recebimiento que allí me hicieron, como lo sabrás en el siguiente capítulo.




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Capítulo VI

En la casa que se retiró Guzmán de Alfarache se quiso limpiar. Cuenta lo que le pasó en ella y después con el embajador su señor


Ya era noche oscura y más en mi corazón. En todas las casas había encendidas luces; empero mi alma triste siempre padeció tinieblas. No sentía ni consideraba ser tarde ni que el señor de la posada donde me había recogido huyendo de la turba, me quería ver fuera della y rempujándome con palabras no vía la hora que me fuese; porque tenía recelo y sospechaba si aquello hubiera sido estratagema mía, tomando aquel achaque para tener en su casa entrada y a buen seguro hacer mi herida. El bueno del señor no andaba descaminado, porque la señora su dueña era en su casa el dueño, amiga de su gusto, cerrada de sienes y no muy firme de los talones. No era maravilla ver su marido visiones, antojándosele con cualquiera sombra el malo. Por lo cual, cuando de sus puertas adentro me vio, recogió su gente y, dejándome solo en el portal de afuera, no había consentido que aun sólo a darme un caldero con agua saliesen fuera. Ni tuve con qué lavarme.

Así yo pobre, lleno el vestido de cieno, las manos asquerosas, el rostro sucio y todo tal cual podréis imaginar, iba entreteniendo la salida con temor, y no poco, si aun todavía hubiese a la puerta gente aguardando para ver mi nueva librea, que mejor se dijera lebrada. Como los que vieron mi desgracia no fueron pocos y esos estuvieron detenidos refiriéndola en corrillos a los que venían de nuevo, y yo que generalmente no estaba bien recebido, deteníanse todos a oírla, dando unos y otros gritos de risa, sinificando grande alegría.

Y quizá los más dellos tenían razón y en aquello vengaban las buenas obras de mí recebidas. Allí se pudo decir por mí lo del romance:


    Más enemigos que amigos
tienen su cuerpo cercado;
dicen unos que lo entierren
y otros que no sea enterrado.



Estaba llena la calle de gente y muchachos, que me perseguían con grita, diciendo a voces: «¡Echálo fuera! ¡Echálo fuera! ¡Salga ese sucio en adobo!» Hacíanme perder la paciencia y el juicio. Había entre la gente honrada otros de mi banda y todos tales como yo, apasionados míos. Aquestos me defendían, procurando sosegar la canalla con amenazas, porque ya se desvergonzaban a tirar pedradas a la puerta, deseando que saliera. Y no culpo a ninguno ni me disculpo a mí, que yo hiciera en tal caso lo mismo contra mi padre. Que las cosas de curiosidad, que no caen, como las carnestolendas, cada un año, no tengo por exceso procurarlas ver.

No es encarecimiento, y doy mi palabra que, si por dineros dejara que me vieran, pudiera en aquella ocasión quedar muy bien parado. Que todo yo era un bulto de lodo, sin descubrírseme más de los ojos y dientes, como a los negros, porque me sucedió el caso en lo muy líquido de una embalsada que se hacía en medio de la calle. Verdad sea que con el cuchillo de la espada raí lo que pude; mas no pude tanto que fuese de alguna consideración. Que así como así se quedó el vestido mojado y entrapado en cieno; mas aprovechóme de que no fuera por las calles goteando como carga de paños cuando la traen de lavadero.

Desta manera, ya tarde, habiéndose ido toda la gente, salí cual digan dueñas y «en tal se vea quien más dello se huelga». Si en desdichas hay dichas, por el consuelo que se suele ofrecer en ellas, este día parece que la fortuna retozaba comigo y andaba de juego de cañas. Porque, ya que me desfavoreció con semejante trabajo, ayudóme con la noche, y noche oscura, que se retiró la gente, dando lugar a que saliese sano, salvo y sin peligro del muchachismo que me aguardaba.

Salí encubierto, sin ser conocido y a paso largo, huyendo de mí mismo, por la mucha suciedad y mal olor que llevaba. Mas éste no pudo disimularse; porque por donde pasaba iba dando señal, siendo sentido de muy lejos, y ninguno volvió a mirarme que no sospechase cosa mala. Unos decían: «¡Dejadlo pase, que desgracia de tripas ha sido!» Decíanme otros: «Acábese ya de requerir y no corra tanto, pues no puede ser el cuervo más negro que las alas.» Tapándose otros las narices, decían: «¡Po!, ¡aguas mayores han sido! ¡Gran llaga lleva este disciplinante! ¡Aguije presto, hermano, y lávese, antes que se desmaye!» Para todos llevaba y a ninguno faltaba que decirme, hasta preguntarme algunos: «Amigo, ¿a cómo vale la cera?»

Yo callando respondía, que no siempre me dejaban ir en hora buena y a los que me la pagaban mala, entre mí se la volvía, como buen monacillo. Y con esto, bajando la cabeza, pasaba de largo. Lo que me atribulaba mucho era verme ladrado de perros; que, como aguijaba tanto, me perseguían cruelmente, y en especial gozquejos, hasta llegarme a morder en las pantorrillas. Queríalos asombrar y no me atrevía, porque con la defensa no se juntasen más y mayores y me dejasen, cual a otro Anteón, hecho pedazos con sus dientes. Últimamente,


con todas estas desdichas
a Sevilla hobe llegado.

Llegué a mi posada y sin que alguno me sintiese subí hasta mi aposento, que no fuera pequeña dicha si la tuviera de poder entrar luego dentro. Metí la mano en una faltriquera para sacar la llave y no la hallé. Busquéla en la otra y tampoco. Daba saltos en el aire, si se me hubiese metido por los follados de las calzas, y no la descubrí. Porque sin duda se me cayó en la casa que me recogí, queriendo sacar un lienzo para limpiarme las manos y el rostro.

Esta fue para mí una muy grande pesadumbre. Levantando los ojos, casi con desesperación dije: «¡Pobre miserable hombre! ¿Qué haré? ¿Dónde iré? ¿Qué será de mí? ¿Qué consejo tomaré, para que los criados de mi amo y compañeros míos no sientan mis desgracias? ¿Cómo disimularé, para que no me martiricen? A todo el mundo podré decir que mienten; mas no a los de casa, si así me vieren. A todos podré confesar o negar parte o todo, según me pareciere; pero aquí ya me cogen con el hurto en público, abierta la causa y cerrada la boca, sin razón que darles ni mentira que ofrecerles en mi defensa. Los invidiosos de mi privanza se bañarán en agua rosada y convocarán a sus amigos, para que, como enjambre tras la maestra, todos corran a verme y correrme. ¡Perdido soy! Deste bordo se aniega mi barquilla, que no hay piloto que la salve ni maestre que la gobierne.»

Con estas exclamaciones pasaba perdido, y con mi poca prudencia no me acordaba del mal nombre que tenía en toda Roma y lamentaba con alharacas de un caso de fortuna. ¡Oh si a Dios pluguiese que a el respeto que sentimos las adversidades corporales, hiciésemos el sentimiento en las del alma! Empero acontécenos como a los que hacen barrer la delantera de su puerta de calle y meten la basura en casa. Diciendo estaba endechas a mis desdichas, cuando me vino a la memoria un caso que pocos días antes había sucedido, que me fue grandísimo consuelo, dándome ánimo y nuevo esfuerzo para lo que adelante pudiera suceder; y fue: A una dama cortesana en Roma, por ser descompuesta de lengua, le hizo dar otra una gran cuchillada por la cara, que atravesándole las narices, le ciñó igualmente los lados. Y estándola curando, después de haberle dado diez y seis o diez y siete puntos, decía llorando: «¡Ay desdichada de mí! Señores míos, por un solo Dios, que no lo sepa mi marido.» Respondióle un maleante que allí se había hallado: «Si como a Vuestra Merced le atraviesa por toda la cara, la tuviera en las nalgas, aun pudiera encubrirlo; pero si no hay toca con que se cubra, ¿qué secreto nos encarga?»

Parecióme dislate y bobería hacer aquellos melindres y, pues el daño era público y de alguna manera no podía estar callado, que sería mucho mejor hacer el juego maña, ganar por la mano, salirles a todos a el camino, echándolo en donaire y contándolo yo mismo antes que me tomasen prenda entendiendo de mí que me corría, que por el mismo caso fuera necesario no parar en el mundo.

Haga nombre del mal nombre, quien desea que se le caiga presto; porque con cuanta mayor violencia lo pretendiere desechar, tanto mas arraiga y se fortalece, de tal manera, que se queda hasta la quinta generación, y entonces los que suceden hacen blasón de aquello mismo que sus pasados tuvieron por afrenta. Esto propio le sucedió a este mi pobre libro, que habiéndolo intitulado Atalaya de la vida humana, dieron en llamarle Pícaro y no se conoce ya por otro nombre.

Quedé perplejo, sin determinar lo que había de hacer. Y pareciéndome que, pues en los infortunios no hay otro sagrado en la tierra donde acudir, sino a los amigos, aunque yo tenía pocos y ninguno verdadero, que sería bien valerme de un compañero mío, que se me vendía por tal y más mostraba serlo. Fuime a su aposento, llamé a la puerta y abrióme. Allí estuve aguardando hasta que a el mío le quitaron la cerradura. Ved cuál estaba yo, pues aun para sentarme sobre una caja no tuve ánimo, por no darle pesadumbre, dejándosela estampada de mi yerro.

No pudo ser este caso tan secreto, que se dejase de saber luego. Gran lástima es de una casa, que no hay criado en ella que no procure cómo lisonjear a el señor, aunque sea con chismes, cuando él no es tal, que juegan con él como tres contra el mohíno. Y en esto se conocerá cada señor, en lo que los criados lo aman y en la gracia con que le sirven. Y desdichado dél, si piensa llevarlos con rigor y granjear por temor el amor, que pocos o ninguno saldrá con ello. Son los corazones nobles y quieren moverse con halagos.

Apenas había mudado de vestido y lavádome, que ya mi amo sabía de mi lodo. Habíanle dicho el qué, pero no el cómo. Con esto me dejaron y tuve harto blanco donde poder henchir lo que quisiese. Preguntóles cómo me había sucedido. Ninguno supo satisfacerle con más de lo que había visto. Después me dijo y supe de su boca que le pasó por la imaginación si me habían cogido dentro de casa de Fabia y que, conociendo mis mañas, me habrían querido dar carena, de donde había resultado escaparme huyendo y caído en algún lodazal; o que, luchando a brazos con los criados que saldrían en mi seguimiento, me habrían derribado por el suelo, poniéndome de aquella manera por afrentarme sin matarme.

Y en el mismo tiempo estaba yo haciendo la cuña del mismo palo, con el mismo pensamiento, para sacar dél allí la satisfación. Y aunque no era lo proprio, a lo menos era de aquel trunfo y por caminos diferentes íbamos ambos a un parador. Sólo nos diferenciábamos en que con su prudencia sospechaba lo más contingente y yo, con mi vanidad, lo menos dañoso a mi reputación.

Había estado aquella noche ocupado con papeles; mas dejándolos por un rato, me mandó llamar y, teniéndome presente, no me habló palabra, hasta que, retirándose a su retrete, se fueron los más criados y quedé con él a solas. Preguntóme cómo había caído y dónde. Yo le dije que, como estuviese con cuidado a la puerta frontera de un vecino de Fabia, si acaso hubiera lugar para poder hablarla, y saliese Nicoleta, su criada, haciéndome señas que llegase presto, con el alboroto del no pensado regocijo, quise atravesar la calle por un mal paso, por no tardarme rodeando por el bueno. Queriendo dar un salto en una piedra mal asentada, torcióse y torcíme. Quíseme cobrar, y no pude sin caer en el suelo y enlodarme. Por lo cual Nicoleta, con el alboroto de la gente, se retiró a dentro y a mí me fue forzoso volverme a casa.

Él me dijo entonces:

-Del daño, el menos. Desgraciadamente andas en esto, Guzmanillo: tarde, con mal y en martes lo comenzaste. Sólo en mi suerte y servicio te pudiera suceder esa desgracia.

-No la tenga por tal Vuestra Señoría -le dije- ni la ponga en ese número, que antes creo lo fuera muy mayor, si así no me aconteciera. Porque dicen allá en Castilla: quebréme un pie, quizás por mejor. Su marido estaba en casa y, supuesto que yo no sé para qué me llamaban, si era trampa, pudiera ser, cuando todo me corriera viento en popa, si me sintieran dentro hablando con la señora, me zamarrearan de manera que, a buen librar, no me dejaran hueso en su lugar ni narices en la cara. Porque de mi continuación en rondar aquella casa se ha causado alguna nota. Y aunque algunos entienden que lo hago por Nicoleta, la criada, muchos, que lo ignoran, lo atribuyen a lo peor. Y he visto que de pocos días a esta parte anda el buen viejo don Beltrán comigo torcido, como alcozcuz. Hablábame otras veces, preguntando por damas desta Corte, si había buena ropa castellana; y agora se pasa de largo, aun sin hablarme, y, si descubro la cabeza y quito el sombrero, hace que no me mira y se pasa entero, como hecho de una tabla.

Esto le decía y estábame mi amo muy atento, de cuando en cuando arqueando las cejas, de donde colegí que se escaldaba. Vile las cartas. Conocíle todo el juego y que lo hacía con temor de su reputación o de su persona, que no le sería bien contado si le sucediera desgracia en aquella casa, por ser de lo más y mejor emparentado de la ciudad. Acudíle apretando más la llave, prosiguiendo:

-Ninguna cosa hoy hay en el mundo que me ponga espanto ni desquilate un pelo de mi ánimo, que ya tengo conocido hasta dónde puede la desgracia tirar comigo la barra, que quien anda en mis pasos y mi trato trae, trae jugada la vida y perdida la honra. Prevenido estoy de paciencia y sufrimiento para cualquier grave daño que me venga; enseñado estoy a sufrir con esfuerzo y esperar las mudanzas de fortuna, porque siempre della sospeché lo peor y previne lo mejor, esperando lo que viniese. Nunca son sus efetos tan grandes como las amenazas; y si me acobardase a ellas, me irían siguiendo hasta la mata sin dejarme. No importa lo sucedido ni que haya sido el principio en martes, que ni guardo abusiones ni Vuestra Señoría es mendocino, para ir con los vanos abusos de los españoles, como si los más días tuviesen algún previlegio y el martes alguna maldición del cielo. Y cuando sobre mí se caiga en todo rigor, a todo mal suceder, no por cosa hoy del mundo me sacarán palabra por la boca con que a ninguno pare perjuicio. Vuestra Señoría siempre se haga desentendido y no se le dé un cuatrín por nada. Servirle tengo hasta la muerte, sea como fuere y tope donde topare. Verdad es que, si el caso fuera proprio mío, no sólo me desistiera dél, por lo mal que se va entablando, pues en mil días no dan uno de audiencia y a este paso es negocio inmortal, salvo si no ha de ser como los mayorazgos, que los fundan los padres para que los gocen los hijos, y aqueste requiebro ha de quedar para los herederos; mas en todo aquel barrio no pusiera pie, por lo que ya en él se nota. No falta en Roma bueno y más bueno, a menos peligro y costa, con más gustos y menos embarazos. No sé si lo hace que nunca quiero por querer, sino por salpicar, como los de mi tierra. Soy cuchillo de melonero: ando picando cantillos, muda[n]do hitos. Hoy aquí, mañana en Francia. De cosa no me congojo ni en alguna permanezco. A mis horas como y duermo. No suspiro en ausencia, en presencia bostezo y con esto las muelo. Vuestra Señoría es muy diferente. Va todo a lo grave y con señorío. Sigue como poderoso lo más dificultoso y como sacre sube tras de la garza, hasta perderse de vista, cueste lo que costare y venga lo que viniere. Que, como hay fuerzas para resistir, todo asienta de cuadrado y le hace buena pantorrilla.

-Mal entiendes lo que dices, Guzmanillo -me respondió mi amo-, que antes corre al revés de lo que has dicho. Porque ninguna cosa hoy hay en el mundo más perjudicial ni más notada que cualquier pequeña flaqueza en una persona pública. Porque, como tengamos obligación los de mi calidad a vestirnos como queremos parecer, a pena de parecer como nos quisiésemos vestir, hace muy grande mancha cualquiera muy pequeña salpicadura. Muy poquito aire hace sonar mucho los órganos. Y te doy palabra que, si empeñada no la tuviera en algunas cosas, en especial que la di a Nicoleta de que visitarías de mi parte a Fabia -y me pesaría que me tuviese por fácil o pusilánime, culpándome de inconstante, que había sido mi amor como de niño, agua en cesto, no más de para tentar los aceros y burlarla, pues habiéndome dado buenas esperanzas las estimo en poco, no siguiendo el alcance-, que no se me diera un clavo por dejarlo. Pues demás que, como dices, habemos comenzado tan perezosamente, no me siento tan perdido ni apasionado, que deje de conocer que tiene marido de lo mejor de Roma, principal, rico y noble, a cuyo respeto debemos, los que profesamos tener algún honrado principio, guardar todo buen decoro, sin hacerle injuria. Que no por ser ella moza, y como tal obligada con ocasiones a gozar de otras que se le ofrezcan, tengo yo de seguir el arreo y sustentárselas tan a costa de lo que debo a mi nobleza y a honor de su casa y deudos. Muchas veces los hombres al descuido miramos y con pequeña causa nos empeñamos mucho adonde sin reparo nos es necesario tener el envite, a pena de necios, cobardes o impotentes. Mas, pues de nuestra parte se han hecho diligencias y tan poco valen y tanto cuestan, como es la honra de aquesa señora, si mi apetito fue pólvora, que súbito abrasó la razón con el incendio, ya se pasó aquel furor, ya reconozco lo mal que hago y me allano prostrado por tierra. No quiero más ir, como dices, en alcance de lo que más me huye; antes con esa señora, que me vino a la mano, quiero hacer como generoso gavilán, soltar el pájaro, de manera que de todo punto quede sepultada la mala voz que por mi respeto se ha levantado, tomando para ello la traza que mejor esté a su reputación y a la mía.

Esto dijo y parecióme su resolución mi salvación; en ella hallé abierto el paraíso de mis deseos. Y loando su buen propósito, le facilité la salida, no tanto por su intención, cuanto por mi reputación, y así le dije:

-Vuestra Señoría corresponde a quien es en lo que dice y hace. Porque, aunque sea suma felicidad alcanzarse lo que se desea, la tengo por muy mayor no desear lo que incita la sensualidad, y menos en daño ajeno y de tal calidad. Esa es consideración cristiana, hija del valeroso entendimiento de Vuestra Señoría. No es justo desampararla, y quede a mi cargo el modo. Pues el fiel criado, aunque por interesar la privanza le acontezca dar calor al apetito de su amo, no está fuera de obligación de volver la rienda cuando lo viere corregido, animando su buen propósito.

Con esto me despidió, diciendo:

-Vete con Dios a dormir en mi negocio, pues en tus manos anda mi honra.




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Capítulo VII

Siendo público en Roma la burla que se hizo a Guzmán de Alfarache y el suceso del puerco, de corrido se quiere ir a Florencia. Hácesele amigo un ladrón para robarlo


Póngome muchas veces a considerar cuánto ciega la pasión a un enamorado. Considero a mi amo, que me deja su honra encomendada, como si yo supiera tratarla sin sobajarla. Viéneme también al pensamiento y no me deja mucho holgar, cuando discurro cómo, habiendo sido tan lisiado en mentir, pude subir a tanta privanza, cómo comigo se trataban casos de importancia, cómo me fiaban secretos y hacienda, cómo se admitían mis pareceres, cómo se daba crédito a mi trato y cómo, siendo esto así, que jamás oyeron de mi boca verdad que no saliese adulterada, me daba tanto enfado que me la dijesen otros.

Y por el mismo caso aborrecía para siempre a quien una sola vez me la trataba. Y no era maravilla en mí, si es natural a todos los que algo negocian pesarles que no sean con ellos en todo puntuales y nunca lo saben ser ellos ni se cansan de mentir. Comiencen de lo más alto y deciendan a lo más bajo, si algo dellos habéis de recebir, si algún favor os han de dar, que nada les cuesta.

¡Cuántas trampas, cuántas dilaciones, cuánto diferirlo de hoy a mañana, sin que mañana llegue, por ser la del cuervo, que siempre la promete y nunca viene! Y si lo habéis de dar y con ellos no andáis tan relojeros, que un solo momento faltáis a lo puesto, si no les pagáis al justo lo prometido, si se lo dilatáis un hora, ni sois hombre de palabra ni de buen trato.

Yo en el mío hacía lo mismo; consideraba entre mí, diciendo: «¿A mí qué me se da de no decir verdad? ¿Qué me importa que sea vicio de viles y pasto de bestias? ¿Qué daño me vendrá, cuando no me den crédito, si lo tengo ya ganado, aunque a los ojos vean que miento y es tanta su pasión, que no se quieren desengañar de mi engaño? ¿Qué honra tengo que perder? ¿De cuál crédito vendré a faltar? Ya soy conocido y el mundo está de manera que por el mismo caso que miento me sustentan, me favorecen y estiman. Mentir y adular apriesa, que es manjar de príncipes.»

No, en buena fe; sino llegaos y decidles que no jueguen, que tienen el estado consumido y a los vasallos pobres; que no sean disolutos por las calles ni en las iglesias, que dan ocasión a muchos escándalos y daños; que no sean disipadores pródigos, que se pierden y empeñan por la posta; que, pues tienen para malbaratar, que sepan pagar a sus criados, que andan rotos y hambrientos; que, si pueden o tienen favor, que lo dispensen con los pobres; que, si privan, que aprovehen la privanza en ganar amigos, pues ninguna es fija ni hay fortuna firme; que siquiera las fiestas para oír misa se levanten a tiempo; que confiesen de veras y no para cumplir con la parroquia, como cristianos de solo nombre, que hay hombres que tasadamente tienen fe para que no los castiguen; que miren por sí que son hombres y, si viejos, ya están luchando a brazos con la muerte, la sepultura en medio.

Ya se les ha notificado la sentencia, y, como los que han de justiciar se despiden de sus amigos y les van poniendo las insignias que han de llevar, así se van despidiendo de todas las cosas a que más afición tuvieron: del gusto, del sueño, de la vista, del oído, y le hacen por horas notificación de la sentencia el riñón, la ijada, la orina; el estómago se debilita, enflaquece la virtud, el calor natural falta, la muela se cae, duelen las encías, que todo esto es caer terrones y podrirse las maderas de los techos, y no hay puntales que tengan la pared, que falta toda desde el cimiento y se viene a el suelo la casa.

Atreveos, pues, a un mozo mocito, atrevido y descomedido. Representadle que no sabe quién lo quiere mal, que porque habló, porque miró, porque se alabó, porque por ventura pasó, si no entró adonde no debiera, lo coserán a puñaladas y no tendrá lugar de recebir sacramentos ni de llamar a Dios que le valga. O que considere que la sangre se corrompe, los humores abundan, que anda desordenado, come demasiado, hace poco ejercicio, que le dará una apoplejía o cualquiera otra enfermedad que lo acabe; pues tan presto se va el cordero como el carnero. Que no piense por verse fuerte de brazos, tieso de pie y pierna, robusto de cuerpo y sano de cabeza, que aquello es fijo y tiene cierta la estabilidad.

Ya me parece que le oigo decir: «Vos como pobre sois el que os habéis de morir y padecer aquesas desventuras; que yo soy rico, valido, valiente, discreto y generoso. Tengo buena casa, duermo en buena cama, como lo que quiero, huelgo según se me antoja; y donde no hay trabajos, no hay enfermedad ni llega la vejez.»

«¡Ah loco, loco! Pues a fe que Sansón, David, Salomón y Lázaro eran mejores, más discretos, valientes, galanes y ricos que tú y se murieron, que llegó su día. Y de Adán a ti han pasado muchos y ninguno dellos ha quedado en el siglo vivo.»

¡Quién les dijese aquesta verdad y que, si otra cosa piensan, que son tontos! Dígaselo Vargas. Atrévase a ellos un desesperado. Por menos que eso darán queja criminal de vos. No hay burlarse con poderosos ni mentar verdades. No me corre obligación de decirlas donde no han de ser bien admitidas y ha de resultarme notorio daño dellas. Baste para mi entender, y acá, para los de mi tamaño, saber que todo miente y que todos nos mentimos. Mil veces quisiera decir esto y no tratar de otra cosa, porque sólo entender esta verdad es lo que nos importa, que nos prometemos lo que no tenemos ni podemos cumplir.

El que se tiene por más valiente, sano de humores, más concertados y bien mezclados, ése no tiene punto de seguridad y está más presto para caer. No hay fuerzas tan robustas que resistan a un soplo de enfermedad. Somos unos montones de polvo: poco viento basta para dejarnos llanos con la tierra. Nadie se adule, ninguno forme de sí lo que no es ni lo que su sensualidad mentirosa le dice.

Diráte lo que a todos: «Poderoso eres, haz lo que quisieres; galán eres, pasea y huélgate; hermoso y rico eres, haz disoluciones; nobleza tienes, desprecia a los otros y ninguno se te atreva; injuriado estás, no se la perdones; regidor eres, rige tu negocio, pese a quien pesare y venga lo que viniere; juez eres, juzga por tu amigo y tropéllese todo; favor tienes, gástalo en tu gusto, dándole al pobre humo a narices, que no conviene a tu reputación, a tu oficio, a tu dignidad ni aun a tu honra que te pida lo que le debes ni la capa que le quitaste.»

Pues a fe, señores míos, ya sean quien quisieren ser o piensan que son, que no son lo que piensan. Y el mejor, cuando muy bueno, es un poco de polvo. Escojan de cuál polvo quieren ser, si de tierra o de ceniza, porque no hay otro. Y si de tierra, traigan a la memoria que cuando su principio fue lodo, porque se amasó con agua, y fue lo mismo que decirles que se fertilizasen para el cielo, conociéndose a sí mismos; ya saben que la tierra sin agua no da fruto. Y si la suya está seca con vicios y, con el rocío del cielo, santas inspiraciones no la regaren de buenas obras para que frutifique, perdonando injurias, pidiendo perdón de las cometidas, pagando lo que deben y haciendo verdadera penitencia, serán montones de ceniza, para nada buenos.

Aconteceráles lo que a la ceniza: que hacen della el jabón con que se limpian en otra parte las manchas y luego la echan a el muladar. Con su ejemplo escarmentarán otros que se salven y ellos irán a las carboneras del infierno. Ya son éstas verdades, ya se ha llegado el tiempo para decirlas. Y si mentí en mi juventud con la lozanía della, las experiencias me dicen y con la senetud conozco la falta que me hice.

Y nadie se atreva ni piense que le sucederá lo que a mí, vida larga, y, confiados en ella, se descuiden con la emmienda, dejándolo para después de muy maduros, que vendrá un solano que los lleve verdes. Nunca yo la tuve cierta ni a los más está segura. Que somos como las aves del cortijo: llega el águila y lleva la que le parece, o el dueño las va entresacando como se le antoja; ninguna tiene hora suya, unas van tras otras.

Yo también he ido tras de mi pensamiento, sin pensar parar en el mundo. Mas, como el fin que llevo es fabricar un hombre perfeto, siempre que hallo piedras para el edificio las voy amontonando. Son mi centro aquestas ocasiones y camino con ellas a él. Quédese aquí esta carga, que, si alcanzare a el tiempo, yo volveré por ella y no será tarde.

Vuelvo, pues, y digo que todo yo era mentira, como siempre. Quise ser para con algunos mártir y con otros confesor. Que no todo se puede ni debe comunicar con todos. Así nunca quise hacer plaza de mis trabajos ni publicarlos con puntualidad. A unos decía uno y a otros otro, y a ninguno sin su comento.

Y como a el mentiroso le sea tan importante la memoria, hoy lo contaba de una manera y mañana de otra diferente, todo trocado de como antes lo había dicho. Di lugar a que, conociéndome por mentiroso, no me diesen crédito, dándolo a la voz general. Porque realmente todos convenían en el hecho; aunque quitaban y ponían, como a cada uno se le antojaba y tú sueles hacerlo.

Ya, como novedad, por aquellos días no se trataba otra cosa en toda Roma. Mi yerro era su cuento y mi suciedad la salsa de sus conversaciones. Ya mi amo lo sabía; mas como prudente sentía y callaba, que no siempre se ha de dar el señor por entendido de todo, que sería obligarse, a ley de bueno, a el remedio dello. Disimulaba; mas no tanto que por algunas entrerrisitas y mirar de ojos no se lo conociese. Araba comigo que no le perdía sulco. Y como estaba bien a él disimular, también a mí el negar. Callábamos todos; empero no pudo ser sin que dejase de romper el diablo sus zapatos.

No faltó un amigo suyo y por el consiguiente mi enemigo, que, cogiéndolo a solas, le dijo cuánto le importaba para su calidad y crédito despedirme, por la publicidad con que se hablaba de sus cosas y que cada cual sentía dellas como quería. Que los caballeros de su profesión y oficio debían proceder según lo que representaban, porque de lo contrario, resultaría en perjuicio de la reputación de su dueño.

Este discurso es mío; que si no pasaron estas palabras formales, a lo menos creo serían otras equivalentes a ellas. Mas cualesquiera que fuesen, yo sé que ningunas le pudieron decir que no le fuesen a él muy sabidas, y sin duda le pesaría de que se las dijesen. Mas palabra no me dijo por entonces ni comigo hizo demonstración alguna que diferenciase de lo que siempre. Sólo que, como ya era entrada la cuaresma, tomóla por achaque para recogerse y no tratar de cosas de mujeres.

Desta manera corríamos. Mas con las demasías de lo que me pasaba por las calles, tomaron en casa los criados más licencia de la que convenía, por chacota y entretenimiento, empero entre burlas y veras me daban cordelejos, que no aprietan los cordeles en el tormento tanto. De manera, que ya no tenía parte segura ni pared adonde arrimarme, de donde no saliese un eco que me confesase los pecados.

Un día, yendo por una calle, me vi tan apurado de paciencia por todas partes, tan agostado el entendimiento, que casi me obligaron a hacer muchos disparates. Dijo bien el que preguntándole que en cuánto tiempo se podría volver un cuerdo loco, respondió: «Según le dieren priesa los muchachos.» Aquí me llegó el agua sobre la boca, vime anegado y renegado de mi sufrimiento. Quisiera tirar piedras; mas fuéronme a la mano un mocito de mi talle, traza y edad, bien compuesto, pero mal sufrido; porque tomando contra todo el común mi defensa, favorecido de otros dos o tres amigos que con él venían, resistieron con obras y palabras ásperas a los que me perseguían. Y sosegándolos a ellos y reportándome a mí, me llevó solo mano a mano a mi posada, dejándose allí a los compañeros deteniendo la gente.

Luego que allá llegamos, lo quisiera detener para hacerle algún regalo; empero no lo admitió. Supliquéle me dijese su posada y nombre. Negómelo todo, prometiendo volverme a visitar. Sólo me dijo que me tenía particular afición, así por mi persona, como por ser español de su nación. Que como tal sentía mis desgracias. Y con esto nos despedimos.

Yo llegué tan robada la color, tan encendidos los ojos, tan alborotado el entendimiento, que sin consideración, viendo servir la comida, me subí tras los pajes hasta la mesa del embajador, mi señor. Cuando allí me hallé igual a los gentileshombres, con capa y espada, conocí mi necedad. Quíselo remediar con salir de la pieza; mas fue tarde. Porque ya mi amo en el semblante me había conocido lo que llevaba. Preguntómelo y hallándome sin menudos, que no había trocado, mal prevenido de mentiras, díjele toda la verdad, sin pensar ni quererla decir. Y fue la primera que salió sin agua de mi taberna.

Mi amo calló; mas los criados, no pudiendo sufrir la risa, unos cubrían el rostro con las medias fuentes, trincheos y salvillas que tenían en las manos; otros, que las tenían vacías, cubriéndose la boca con ellas y reventándoles en el cuerpo, se salieron de la sala. Tanto se descompusieron, que monsiur se amohinó y, riñéndoles con palabras nunca dél usadas, reprehendió el atrevimiento en su presencia. Quedé tan avergonzado, tan otro yo por entonces, tan diferente de lo que antes era, cual si supiera de casos de honra o si tuviera rastro della.

¡Oh cuántas cosas castiga un rigor, adonde no pudo labrar el amor! ¡Cuánto importa muchas veces dar una notable caída, para mirar otras donde se ponen los pies y cómo se pasa! Entonces vi mi fealdad. En aquel espejo me conocí. Halléme de modo que por cuantos amos ni mujeres tenía el mundo no volviera más a tratar de sus corretajes ni a solicitarlas. ¡Qué buena resolución, si durara!

Pasóse aquesto y quedóse mi amo pensativo, la mano en la mejilla y el cobdo sobre la mesa, con el palillo de dientes en la boca, malcontento de que mis cosas corriesen de manera que le obligasen a lo que no pensaba hacer; aunque le convenía para evitar mayores daños, empeñándose tanto, que diese notable nota contra su reputación, por mi defensa. Que real y verdaderamente la muestra del paño del amo son sus criados. Mandóme bajar a comer y nunca de allí en adelante yo ni otro alguno de mis compañeros por muchos días le vimos el rostro alegre ni tan afable como tenía de costumbre.

Ya no me atrevía, como antes, a salir de casa, si no era de noche. Siempre asistía en mi aposento leyendo libros, tañendo, parlando con otros amigos. Y deste retirarme se causó en los de casa nuevo respeto, en los de fuera silencio y en mí otra diferente vida. Ya se caían las murmuraciones. Ya se olvidaban con el ausencia mis cosas, como si no hubieran sido.

Visitábame a menudo aquel mancebito que tomó mi defensa. Hízome muchos ofrecimientos de su hacienda y persona. Díjome su tierra y nombre, que había venido a Roma sobre cierto caso en que había de dispensar Su Santidad y que había gastado mucha hacienda y tiempo sin haber negociado.

Halléme obligado a su buen proceder. Creíle y, como deseaba se [m]e ofreciese ocasión en que pagarle algo de la mucha obligación en que me había puesto, le rogué me diese parte de su negocio, para que yo lo pidiese de merced a el embajador, mi señor, y se lo negociase brevemente. Agradeciómelo mucho y respondióme que ya se había tomado cierta vereda por donde caminaba y le daban buenas y ciertas esperanzas; mas que, si de allí escapase, recebiría la merced que le ofrecía.

Con esto fuimos dando y tomando razones, hasta que pidiéndome que saliésemos a pasear un poco a palacio, escusándome le dije la causa por que me había retirado y cuán bien me iba con ello, pues no saliendo de casa, estaba sosegado mi ánimo y el alboroto de la ciudad.

Era el mozo velloso y no menos que yo. Cogióme la palabra, por ser la que más él deseaba oírme, y díjome:

-Señor Guzmán, Vuestra Merced procede con tanta discreción, que se conoce bien ser suya, y tengo por tan acertado el remedio cuanto se me hace dificultoso entender que se pueda proseguir adelante. Pues los casos que se ofrecen obligan a los hombres a quebrantar los más firmes propósitos. Yo, si fuese Vuestra Merced, habiendo de restarme tanto tiempo encerrado, tendría por mejor ganarlo en otra parte, dando una vuelta por toda Italia. De donde no sólo se sacaría notable gusto; pero juntamente se conseguiría el fin que con estarse aquí encerrado se pretende. Y aun con más ventajas, pues el tiempo y ausencia lo gastan todo y son los mejores médicos que se hallan para sanar semejantes enfermedades.

Fueme juntamente con esto engolosinando con referirme curiosidades, las grandes excelencias de Florencia, la belleza de Génova, el incomparable único gobierno y regimiento de Venecia y otras de gusto, que de tal manera me dispusieron, cavando en mí aquella noche toda, que no la reposé ni pude imaginar en otra cosa. Ya me hallaba calzadas las espuelas caminando, porque luego en amaneciendo fui a dar de vestir al embajador, mi señor. Y dándole cuenta de aquella resolución, la estimó en mucho, teniéndola por honrada y acertada para todos.

Díjome luego lo que dije que le habían dicho y lo que le había pasado sobre mesa, cuando se quedó suspenso, cómo deseaba verme acomodado, por la grande afición que me tenía, y buscaba trazas para ello. Mas, pues era tan buena la mía, si me quisiera ir a Francia, daría sus cartas para que sus amigos me favoreciesen; o que hiciese la eleción que más me viniese a cuento, que de su parte haría comigo como tenía obligación a criado que tan bien le había servido.

Realmente yo quisiera pasar a Francia, por las grandezas y majestad que siempre oí de aquel reino y mucho mayores de su rey; mas no estaban entonces las cosas de manera que pudiera ejecutar mis deseos. Beséle las manos por la merced ofrecida y díjele que gustaría -dándome su bendición y licencia- de dar primero una vuelta por toda Italia, en especial a Florencia, que tanto me la tenían loada, y de camino a Siena, donde residía Pompeyo, un mi muy grande amigo, de quien su señoría tenía noticia por lo que de ordinario nos comunicábamos con cartas, aunque nunca nos habíamos visto. Mi amo se alegró mucho dello, y desde aquel mismo día comencé de aliñar mi viaje, llevando propuesto de allí adelante hacer libro nuevo, lavando con virtudes las manchas que me causó el vicio.




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Capítulo VIII

Guzmán de Alfarache se quiere ir a Siena, donde unos ladrones le roban lo que había enviado por delante


Aquel famosísimo Séneca, tratando del engaño, de quien ya dijimos algo en el capítulo tercero deste libro, aunque todo será poco, en una de sus epístolas dice ser un engañoso prometimiento, que se hace a las aves del aire, a las bestias del campo, a los peces del agua y a los mismos hombres. Viene con tal sumisión, tan rendido y humilde, que a los que no lo conocen podría culpárseles por ingratitud no abrirle de par en par las puertas del alma, saliéndolo a recebir los brazos abiertos. Y como toda la sciencia que hoy se profesa, los estudios, los desvelos y cuidado que se pone para ello, va con ánimo doblado y falso, tanto cuanto la cosa de que se trata es de suyo más calificada en perjuicio, tanto con mayor secreto la contraminan, más artillería y pertrechos de guerra se previenen para ella.

No tenemos de qué nos admirar, cuando fuéremos engañados desta manera; sino de que siempre no lo seamos. Y siendo así, tengo por menor mal ser de otros engañados, que autores de tan sacrílega maldad. Entre algunas cosas que indiscretamente quiso reformar el rey don Alonso -que llamaron el Sabio- a la naturaleza, fue una, culpándola de que no había hecho a los hombres con una ventana en el pecho, por donde pudieran otros ver lo que se fabricaba en el corazón, si su trato era sencillo y sus palabras januales con dos caras.

Todo esto causa necesidad. Hallarse uno cargado de obligaciones y sin remedio para socorrerlas hace buscar medios y remedios como salir dellas. La necesidad enseña claros los más oscuros y desiertos caminos. Es de suyo atrevida y mentirosa, como antes dijimos en la Primera parte. Por ella tienen también sus trazas las aun más simples aves. Corre con fortísimo vuelo la paloma, buscando el sustento para sus tiernos pollos, y otra de su especie desde lo más alto de una encina la convida y llama, que se detenga y tome algún refresco, dando lugar que con secreto el diestro tirador la derribe y mate. Gallardéase por la selva, cantando dulcemente sus enamoradas quejas el pobre pajarillo, cuando causándole celos el otro de la jaula o la añagaza, le hacen quedar en la red o preso en las varetas.

Allá nos dice Aviano, filósofo, en sus fábulas, que aun los asnos quieren engañar, y nos cuenta de uno que se vistió el pellejo de un león para espantar a los más animales y, buscándolo su amo, cuando lo vio de aquella manera, que no pudo cubrirse las orejas, conociéndole, diole muchos palos: y, quitándole la piel fingida, se quedó tan asno como antes.

Todos y cada uno por sus fines quieren usar del engaño, contra el seguro dél, como lo declara una empresa, significada por una culebra dormida y una araña, que baja secretamente para morderla en la cerviz y matarla, cuya letra dice: «No hay prudencia que resista al engaño.» Es disparate pensar que pueda el prudente prevenir a quien le acecha.

Estaba yo descuidado, había recebido buenas obras, oído buenas palabras, vía en buen hábito a un hombre que trataba de aconsejarme y favorecerme. Puso su persona en peligro, por guardar la mía. Visitóme, al parecer, desinteresadamente, sin querer admitir ni un jarro de agua. Díjome ser andaluz, de Sevilla, mi natural, caballero principal, Sayavedra, una de las casas más ilustres, antigua y calificada della. ¡Quién sospechara de tales prendas tales embelecos! Todo fue mentira. Era valenciano y no digo su nombre, por justas causas. Mas no fuera posible juzgar alguno de su retórico hablar en castellano, de un mozo de su gracia y bien tratado, que fuera ladroncillo, cicatero y bajamanero. Que todo era como la compostura prestada del pavón, para sólo engañar, teniendo entrada en mi casa y aposento, a fin de hurtar lo que pudiese. Fiéme dél y otro día, viniéndome a visitar, como me halló de mudada, quedó admirado y confuso, sin saber qué pudiera ser aquello. Preguntómelo y díjele que había tomado su consejo y estaba determinado de irme a Siena, donde residía Pompeyo, un grande amigo mío, para de allí pasar a Florencia, dando vuelta por toda Italia.

Con esto parece que se alentó y alegró, loando mi parecer y mudando su determinación. Porque, si hasta entonces trazaba hurtarme alguno de mis vestidos o joyas de oro, ya con aquella nueva no se contentó con menos que con todo el apero. Estuvo con atención viendo cómo enderezaba los baúles, ayudándome a ello. Vio dónde guardé unos botoncillos de oro y una cadenilla, con otras joyuelas que tenía y más de trecientos escudos castellanos que llevaba. Porque la casa del embajador mi señor, como ya no jugaba, sino guardaba, me valió en casi cuatro años que le serví muchos dineros en dádivas que me dio, baratos y naipes que saqué y presentes que me hicieron.

Cuando tuve mis baúles bien cerrados y liados, puse las llaves encima de la cama, donde Sayavedra clavó su corazón, porque no deseaba entonces otra ocasión que poderlas haber a las manos para falsarlas. Vínole como así me quiero, a ¿qué quieres boca? Porque, como estuviésemos hablando en mi viaje y le dijese que pensaba enviar aquello por delante y detenerme seis o siete días en Roma, despidiéndome de mis amigos, en cuanto aquello llegase a Siena, subieron a decirme que me buscaban unos hombres. Pues, como el aposento estaba descompuesto, sucio y mal acomodado para recebir visita, bajé a saber quiénes eran. En el ínterin tuvo Sayavedra lugar de imprimir las llaves todas en unos cabos de velas de cera, que andaban rodando por mi aposento, si acaso no es que la trujo en la faltriquera. Los que me buscaban eran los muleteros o arrieros, que venían por la ropa. Subieron, entreguésela y lleváronla.

Quedámonos parlando el amigo y yo, que, como no salía de casa, creí que me hacía cortesía, nacida de amistad, para entretenerme aquellos días, y fue sólo a esperar en cuanto se contrahacían las llaves y desvelarme para lo que luego diré. Visitóme tres o cuatro días y, cuando le pareció tiempo que tenía su negocio hecho, vino a mi aposento una tarde, muy parejo el rostro, cabizbajo, significando traer grande cargazón de cabeza, dolor en las espaldas, amarga la boca y profundo sueño. Fingióse amodorrido y dijo no poderse tener en pie, que le diese licencia para volverse a su posada. Halléme corto de ventura, en que la mía no estuviese acomodada para poder hospedarlo en ella y agasajarlo por entonces. Pedíle que me dijese la suya, para irlo a visitar y enviarle algunas niñerías de enfermos o ver si pudiera serle de provecho en algo. Respondióme que la tenía en casa de cierta dama secreta; mas que si su enfermedad pasase adelante, me avisaría dello, para que lo visitase.

Despidióse y fuese aquel mismo día por la posta a Siena, donde halló que ya sus amos y compañeros habían llegado al paso de los muleteros, porque los fueron acechando para ver dónde y a quién se entregaban los baúles. Cuando a Siena llegó y vieron entrar un gentilhombre de tan buen talle por la posta, creyeron ser algún español principal. Fuese a hospedar a una hostería, donde al momento acudieron sus compañeros que lo esperaban, que, dando a entender ser sus criados, le servían a el vuelo. Luego aquel día envió con uno dellos a llamar a Pompeyo, haciéndole saber cómo yo había llegado a la ciudad.

Y cuando mi amigo recibió el recabdo y supo estar yo en ella, fue tanta su alegría, que sin acertar ni aguardar a cubrirse bien la capa, se tardó gran rato en ello, porque me dijo que ya se la puso del revés, ya por el ruedo; mas a medio lado y mal aliñado, salió a toda priesa de casa, cayendo y trompezando, con la priesa de llegar y deseo de verme. Fue donde yo fingido estaba, formó muchas quejas de no haberme apeado en su casa, de que Sayavedra le dio excusas. Entretuviéronse tratando del viaje y cosas de Roma hasta ya de noche, que, despidiéndose Pompeyo, dio Sayavedra en su presencia la llave de uno de los baúles a uno de aquellos criados, diciéndole:

-Oyes, vete con el señor Pompeyo y sácame tal vestido, que hallarás en tal parte, para vestirme mañana.

Fuéronse juntos y el criado hizo puntualmente lo que le mandaron, desliando en presencia de Pompeyo el baúl y señalando y sacando el vestido dél, volviólo a cerrar y fuese con la llave.

Aquella noche le hizo llevar Pompeyo una muy buena cena, colación y vino admirable, con que, puestos a orza, se dejaron dormir hasta el día siguiente, que por la mañana lo volvió a visitar Pompeyo, y dijéronle los criados que reposaba, porque no había podido dormir en toda la noche. Quisiérase volver a ir; mas no se lo consintieron, diciendo que reñiría mucho su señor con ellos cuando supiese que su merced hubiese llegado y no le hubiesen avisado.

Entráronle a decir que allí estaba el señor Pompeyo. Alegróse mucho y mandóles que metiesen asiento y entrase. Preguntóle por su salud Pompeyo y qué había sido la indispusición pasada. Respondió que del poco uso y mucho cansancio de la posta no se hallaba bien dispuesto y que pensaba sangrarse. Bien quisiera Pompeyo que mudara de posada y llevarlo a la suya. Sayavedra dio por excusa tener criados inquietos y que pensaba rehacerse dellos dentro de ocho días o diez, que para entonces le prometía ir a recebir aquella merced.

Suplicóle también fuera servido en el ínterin enviarle allí con uno de sus criados los baúles, porque de aquéllos no tenía mucha satisfación y, dándoles las llaves, podrían hacerle alguna falta. Parecióle bien a Pompeyo cuanto en aquello y pesóle mucho que tratase de hacerse curar en hostería; mas, con la promesa hecha, hizo lo que le pidió y, en llegando a su posada, cargaron los baúles a unos pícaros y con uno de los criados de su casa los llevaron donde Sayavedra estaba. Envióle aquel día de comer muy regaladamente y, habiéndose a la noche despedido los dos amigos para irse a dormir, Sayavedra y sus compañeros mudaron en otra casa secreta lo que habían allí traído y partiéronse luego a Florencia por la posta, donde, cuando llegaron, se puso todo de manifiesto para hacer la partición.

Eran los compañeros de Sayavedra maestros en el arte, astutos y belicosos y el principal autor dellos, natural de Bolonia, llamábase Alejandro Bentivoglio, hijo del mesmo, letrado y dotor en aquella universidad, rico, gran machinador, no de mucho discurso, y fabricaba por la imaginación cosas de gran entretenimiento. Éste tuvo dos hijos, en condición opuestos y grandísimos contrarios. El mayor se llamó Vicencio, mancebo ignorante, risa del pueblo, con quien los nobles dél pasaban su entretenimiento. Decía famosísimos disparates, ya jactándose de noble, ya de valiente. Hacíase gran músico, gentil poeta y sobre todo enamorado, y tanto, que se pudiera dél decir: «Dejálas penen.» El otro era este Alejandro, grandísimo ladrón, sutil de manos y robusto de fuerzas, que de bien consentido y mal dotrinado resultó salir travieso, juntándose con malas compañías. Eran los compañeros déste otros tales rufianes como él, que siempre cada uno apetece su semejante y cada especie corre a su centro.

Pues, como fuese la cabeza y mayor de sus allegados, el principal de todos en todo, hizo que Sayavedra se contentase con muy poco, dándole algunos y los peores de los vestidos. Y pareciéndole no tener allí buena seguridad, fuese a la tierra del Papa, donde tenía el padre alcalde. Partióse luego a Bolonia por la posta, llevándose la nata, joyas y dineros. Recogióse a la casa de sus padres, y los más compañeros, con lo que les cupo de parte, huyeron a Trento, según después en Bolonia me dijeron, y por allá se desparecieron.

Cuando Pompeyo volvió a visitarme, como no halló mi estatua ni a sus familiares, preguntó a los huéspedes por ellos. Dijéronle cómo la noche antes habían salido de allí con los baúles, no sabían adónde. Luego vio mala señal y, sospechando lo que pudiera ser, hizo extraordinarias y muchas diligencias en buscarlos. Y teniendo noticia que iban por la posta camino de Florencia, envió un barrachel en su seguimiento, con requisitoria para prenderlos.

Ellos andan allá en su negocio; volvamos agora un poco a el mío y quiera Dios que en el entretanto el hurto parezca.

Quedéme aquellos días contento y descuidado de tal bellaquería y muy sobresaltado, con deseo de saber de mi amigo enfermo, si tendría salud o necesidad. Esperélo cuatro días y, viendo que no volvía, me detuve otros tantos en buscarlo entre los de la patria, dando las señas; mas era preguntar por Entunes en Portugal. No me valieron diligencias. Creí que sin duda estaría muy malo, si acaso ya no fuese muerto. También me pareció que, pues me había encubierto su posada, que sería verdadera la causa, por no haber lugar para poderlo visitar en ella.

Hice todo el deber y, cuando no fue mi posible de provecho, dejéle un largo recabdo en casa y, pidiendo a el embajador mi señor licencia, determiné la ejecución del viaje para el siguiente día. Él sintió mucho mi ausencia, echóme sus brazos encima y al cuello una cadenilla de oro que acostumbraba traer de ordinario, diciéndome:

-Dóytela para que siempre que la veas tengas memoria de mí, que te deseo todo bien.

Más me dio para el viaje, sin lo que yo llevaba mío, lo que bastaba para poder pasar algunos días bien cumplidamente, sin sentir falta. Mandóme que de dondequiera que allegase le diese aviso de mi salud y sucesos, por lo que holgaría que fuesen buenos, hasta volverme a ver en su casa.

Sus palabras fueron tan amorosas, el razonamiento y consejos con que me despidió tan elegante y tierno, exhortándome a la virtud, que no pude resistir sin rasarme con lágrimas los ojos. Beséle la mano, la rodilla sentada en el suelo. Diome su bendición y con ella un rocín, en que salí de su casa y llevé todo el camino. Él y sus criados quedaron enternecidos con el sentimiento de mi partida. Él porque me amaba y me perdía, que sin duda le hice falta para el regalo de su servicio; y ellos porque, aunque mis cosas eran malas para mí, jamás lo fueron para los compañeros: llegados a las veras, pusieran sus personas todos en defensa de la mía.

Siempre les fui buen amigo, nunca los inquieté con chismes ni truje revueltos. No tercié mal con mi amo en sus pretensiones o mercedes en que interesasen; antes les ayudaba en todo. Y con esto hacía mi negocio, porque haciéndoselas a ellos en abundancia, de necesidad habían de ser las mías muy mayores, pues ellos eran tenidos por criados y yo en lugar de hijo. Así se alababan que siempre les era buen hermano, y mi señor de que tenía en mí un fiel criado. De manera que ni mi servicio desmereció ni mi amistad les faltó. Y si la publicidad que se levantó de lo suscedido en casa de Fabia no se divulgara por boca de Nicoleta, que contó a cuantas amigas y amigos tenía la burla que recebí de su señora en el corral de su casa, nunca yo dejara la comodidad que tenía ni mi señor el criado que tan bien le servía.

¡Ved lo que destruye una mala lengua de mala mujer que, sin salvarse a sí, disfamó la casa de sus amos y descompuso la nuestra! Nadie les fíe su secreto, ni a su consorte misma, si fuere posible, porque con poco enojo, por vengarse, os quiebran el ojo y con pequeña causa os hacen causa.

Salí de Roma como un príncipe, bien tratado y mejor proveído, para poderme dar un gentil verde tan en tanto que se secaba el barro; que, cuando acontecen a suceder tales casos, no hay tal remedio como tiempo y tierra en medio. Iba yo más contento que Mingo, galán, rico, libre de mala voz y con buen propósito, donde ya no pensaba volver a ser el que fui, sino un fénix nuevo, renacido de aquellas cenizas viejas. Iba donde mi amigo Pompeyo me aguardaba con muy gentil aposento, cama y mesa.

Llegué a Siena y derechamente preguntando por él me dijeron su posada. Hallélo en ella. Recibióme alegre y confusamente, sin saber qué hacer o decir del suceso pasado. Estaba tristísimo interiormente, tanto por el valor del hurto, cuanto por la burla recebida y mala cuenta que daría de mi hacienda. No me habló palabra de los baúles y quisiera encubrírmelo. Mas no fue posible, porque luego el día siguiente, que quisiera dar por Siena una gran pavonada, pidiéndolos para vestirme, fue forzoso decírmelo, dándome buenas esperanzas que nada se perdería con la buena diligencia hecha.

Sentí aquel golpe de mar con harto dolor, como lo sintieras tú cuando te hallaras como yo, desvalijado, en tierra estraña, lejos del favor y obligado a buscarlo de nuevo, y no con mucho dinero ni más vestido del que tenía puesto encima y dos camisas en el portamanteo. Empero líbreos Dios de «hecho es», cuando ya el daño no tenga remedio, que forzoso lo habéis de beber y no se puede verter. Hice buen ánimo. Saqué fuerzas de flaquezas. Porque, si en público lo sintiera mucho, fuera ocasión para ser de secreto tenido en poco, aventurando la amistad, supuesto que de lo contrario no se me pudiera seguir útil alguno.

Consejo cuerdo es acometer a las adversidades con alegre rostro, porque con ello se vencen los enemigos y cobran los amigos aliento. Tres días tuve, como dicen, calzadas las espuelas, esperando de camino lo que hubiese sucedido a el barrachel en el suyo, si acaso hubiese tenido algún buen rastro. Y estando sentados a la mesa, poco después de haber comido, tratando de mis desgracias y astucia que tuvieron los ladrones en robarme, sentí grande tropel de los criados y gente de casa, que subían por la escalera, diciendo:

-¡Ya viene, ya viene, ya pareció el principal de los ladrones, el hurto ha parecido!

Con esto cobré ánimo, alegróseme la sangre, las muestras del contento interior me salieron a el rostro. Que no es posible disimular el corazón lo que siente con súbitas alegrías, pues a veces acontece, siendo grandes, ahogar su calor a el natural y privar de la vida. Luz encendieran entonces en mis ojos, pues pareció que con ellos daba las albricias a cuantos me las pedían y, los brazos abiertos, iba recibiendo en ellos los parabienes.

Levantámonos de la mesa, para salir a el encuentro a el barrachel, que cual otro yo, traía la boca llena de alegría y, habiéndonos abrazado estrechamente, cuando le pregunté por el hurto, me respondió que todo se haría muy bien. Volvíle a preguntar en qué modo y díjome que uno de los ladrones venía preso, porque los otros no habían parecido ni el hurto; mas que aqueste diría dello.

¿Considerastes, por ventura, cuando alguna vez en las encendidas brasas aconteció caer mucho golpe de agua, que súbitamente se levanta un espeso humo, tan caliente que casi quema tanto como ellas mismas? Tal me dejaron sus palabras. Todas las muestras de alegría, que poco antes derramaba por toda mi persona, se apagaron con el agua de su triste nueva y en aquel instante se levantó en mí una humareda de cólera infernal, con que quisiera mostrar lo que sentía; mas como tampoco vale a eso, reportéme.

Pompeyo pidió su capa, salió luego a tratar con el juez que se hiciesen algunas diligencias importantes, que a el parecer convenía hacerse. Mas todo fue sin provecho, porque ni negó el hurto ni confesó su delito. Dijo que los otros lo habían hecho; que sólo él era criado de uno dellos y que le habían dado un solo vestidillo, que vendió y gastó en Florencia y en el viaje, agora cuando lo volvieron a Siena.

Esto hacen los malos: ayudan, favorecen de obras y consejos a el mal[o] y, conseguido su intento, se desamparan los unos a los otros, tomando cada cual su vereda. Con esta confesión, por ser este hurto el primero en que se había hallado, con lo que más alegó en su defensa y por las consideraciones que se le ofrecieron a el juez, fue condenado en vergüenza pública y en destierro de aquella ciudad por cierto tiempo. Estaba un criado de casa con mucho cuidado, esperando el suceso deste negocio, para venirme a dar aviso dello. Y cuando le dijeron la sentencia, como si me trujera los baúles, entró en el aposento con mucha priesa, risueño y alegre y díjome:

-Señor Guzmán, alégrese Vuestra Merced, que su ladrón está condenado a la vergüenza y hoy lo sacan: vaya si lo quiere ver, que no tardará mucho.

Mucho quisiera yo entonces que aqueste necio fuera mi criado y estar en mi casa o en otra parte alguna, donde a mi satisfación le pudiera romper los hocicos y dientes a mojicones. Grandísimo enojo sentí con el disparate de sus palabras. «¡Oh traidor! -decía entre mí-. ¿Vesme perdido y pobre y quiéresme consolar con tus locuras?» Ahogábame la cólera; mas en medio de su fuerza mayor se me ofreció a la memoria otro consuelo semejante a éste, que me contaron verdaderamente haber pasado en Sevilla, con que me retozó la risa en el cuerpo y con las cosquillas olvidé la ira. Y fue: Un juez de aquella ciudad tenía preso, por especial comisión del Supremo Consejo, a un delincuente, famoso falsario, que con firmas contrahechas a las de Su Majestad y recaudos falsos había cobrado muchos dineros en diversas partes y tiempos. Fue condenado a muerte de horca, no obstante que alegaba el reo ser de evangelio y declinaba jurisdición. Nías el resuelto juez, creyendo que también los títulos eran falsos, apretaba con él y de hecho mandó que ejecutasen su sentencia. El Ordinario eclesiástico hacía lo que podía de su parte, agravando censuras, hasta poner cessatio divinis; mas, como no fuese alguna parte toda su diligencia para impedir las del juez a que no lo ahorcasen, ya, cuando lo tenían subido en lo alto de la escalera, la soga bien atada para quererlo arronjar, se puso a el pie della un cierto notario que solicitaba su negocio y, poniéndose la mano en el pecho, le dijo:

-Señor N., ya Vuestra Merced ha visto que las diligencias hechas han sido todas las posibles y que ninguna de las esenciales ha dejádose de hacer para su remedio. Ya esto no lo lleva, porque de hecho quiere proceder el juez, y como quien soy le juro que le hace notorio agravio y sinjusticia; mas, pues no puede ser menos, preste Vuestra Merced paciencia, déjese ahorcar y fíese de mí, que acá quedo yo.

Ved qué consuelo puede ser para los que padecen, cuando les dicen palabras tales y tan disparatadas. ¿Qué gusto podrá recebir un desdichado que ahorcan, con que acá le queda un buen solicitador? Y pudiérale muy bien decir el paciente: «Harto mejor sería que subiésedes vos en mi lugar y que fuese yo a solicitar mi negocio.» Un hombre robado y pobre como yo, ¿qué abrigo ni honra podía sacar de ver llevar a un ladrón a la vergüenza? ¿Por ventura honrábame su afrenta o donde contara el caso y su castigo me habían de dar por ello lo necesario? Fueme de allí a otro aposento, considerando en las ignorancias destos. Y revolviendo sobre mi hurto, como aquello que tanto me dolía, iba discurriendo en diferentes cosas, entre las cuales fue una lo poco que importan semejantes castigos.

¿Qué vergüenza le pueden quitar o dar a quien para hurtar no la tiene y se dispone a recebir por ello la pena en que fuere condenado? Roba un ladrón una casa y paséanlo por la ciudad. Cuanto a mi mal entender y poco saber, no sé qué decir contra las leyes, que siempre fueron bien pensadas y con maduro consejo establecidas; empero no siento que sea castigo para un ladrón sacarlo a la vergüenza ni desterrarlo del pueblo. Antes me parece premio que pena, pues con aquello es decirle tácitamente: «Amigo, ya de aquí te aprovechaste como pudiste y te holgaste a nuestra costa; otro poquito a otro cabo, déjanos a nosotros y pásate a robar a nuestros vecinos.»

No quiero persuadirme que el daño está en las leyes, antes en los ejecutores dellas, por ser mal entendidas y sin prudencia ejecutadas. El juez debiera entender y saber a quién y por qué condena. Que los destierros fueron hechos, no para ladrones forasteros, antes para ciudadanos, gente natural y noble, cuyas personas no habían de padecer pena pública ni afrentas. Y porque no quedasen los delitos de los tales faltos de pugnición, acordaron las divinas leyes de ordenar el destierro, que sin duda es el castigo mayor que pudo dársele a los tales, porque dejan los amigos, los parientes, las casas, las heredades, el regalo, el trato y negociación, y caminar sin saber adónde y tratar después no sabiendo con quién.

Fue sin duda grandísima y aun gravísima pena, no menor que morir, y fue permisión del cielo que quien estableció la ley, siendo della inventor, la padeciese, pues lo desterraron sus mismos atenienses. Mucho lo sintieron muchos y algunos igual que la muerte. Dícese de Demóstenes, príncipe de la elocuencia griega, que, saliendo desterrado y aun casi desesperado, vertiendo muchas lágrimas de sentimiento, por la crueldad que con él habían usado sus naturales mismos, a quien él había siempre amparado y favorecido, defendiéndolos con todo su posible, y, como en el camino llegase a un lugar donde halló acaso unos muy grandes enemigos, creyó que allí lo mataran; mas no sólo le perdonaron, que compadecidos dél, viéndolo afligido, lo consolaron haciéndole todo buen tratamiento y proveyéndole de las cosas necesarias en su destierro. Lo cual fue causa de más acrecentar su dolor, pues animándolo sus amigos, les dijo: «¿Cómo queréis que me reporte y deje de hacer grandes estrenos viendo la mucha razón que tengo, pues voy desterrado de una tierra donde son los enemigos tales, que dudo hallar, y me sería felicidad si alcanzase a granjear donde voy desterrado, tales amigos cuales ellos?» También desterraron a Temístocles, el cual siendo favorecido en Persia más que lo era en Grecia, dijo a sus compañeros: «Por cierto, si no nos perdiéramos, perdidos fuéramos.» Los romanos desterraron a Cicerón, inducidos de Clodio su enemigo y después de haber libertado a su patria. Desterraron también a Publio Rutilo, el cual fue tan valeroso, que después, cuando los de la parte de Sila, que fueron quien causaron su destierro, quisieron alzárselo, no quiso recebir su favor y dijo: «Más quiero avergonzarlos, estimando su favor en poco y dándoles a sentir su yerro con mi agravio, que gozar el beneficio que me hacen.» Desterraron también a Cipión Nasica en pago de haber libertado a su patria de la tiranía de los Gracos. Aníbal murió en destierro. Camilo fue desterrado, siendo tan valeroso, que se dijo dél ser el segundo fundador de Roma, por haberla libertado y a sus enemigos mismos. Los lacedemonios desterraron a su Licurgo, varón sabio y prudentísimo, que les dio leyes. Y no se contentaron con solo esto; que aun lo apedrearon y le quebraron un ojo. Los atenienses desterraron con ignominia, sin causa, su legislador Solón y lo echaron a la isla de Chipre y a su gran capitán Trasibulo. Estos y otro infinito número de semejantes fueron desterrados; y daban esta pena los antiguos a los hombres nobles y principales por castigo gravísimo.

Yo conocí un ladrón, que siendo de poca edad y no capaz de otro mayor, como lo hubiesen desterrado muchas veces y nunca hubiese querido salir a cumplir el destierro, y también porque sus hurtos no pasaban de cosas de comer, le mandó la justicia poner un argollón con un virote muy alto de hierro y colgando dél una campanilla, porque fuese avisando con el sonido della, se guardasen dél. Este se pudo llamar justo y donoso castigo. En esto acabarás de conocer qué grave cosa sea un destierro para los buenos y cuán cosa de risa para los malos, a quien todo el mundo es patria común, y donde hallan qué hurtar de allí son originarios. Dondequiera que llega entra de refresco, sin ser conocido: que no es pequeña comodidad para mejor usar su oficio sin ser sentido.

No sé cómo lo entiende quien así castiga. Menos mal fuera dejarlo andar por el pueblo con la señal dicha y guardarse dél, que no enviarlo donde no lo conocen, con carta de horro para robar el mundo. No, no: que no es útil a la república ni buena policía hacer a ladrones tanto regalo; antes por leves hurtos debieran dárseles graves penas. Échenlos, échenlos en las galeras, métanlos en presidios o denles otros castigos, por más o menos tiempo, conforme a los delitos. Y cuando no fuesen de calidad que mereciesen ser agravados tanto, a lo menos debiéranlos perdigar, como en muchas partes acostumbran, que les hacen cierta señal de fuego en las espaldas, por donde a el segundo hurto son conocidos.

Llevan con esto hecha la causa, sábese quién son y su trato. Castigan la reincidencia más gravemente, y muchos con el temor dan la vuelta, quedando de la primera corregidos y escarmentados, con miedo de no ser después ahorcados. Esta sí es justicia; que todo lo más es fruta regalada y ocasión para que los escribanos hurten tanto como ellos, y no [sé] si me alargue a decir que los libran porque salgan a robar, para tener más que poderles después quitar.

Quiero callar, que soy hombre y estoy castigado de sus falsedades y no sé si volveré a sus manos y tomen venganza de mí muy a sus anchos, pues no hay quien les vaya a la mano. Mi ladrón se libró. Confesó quiénes eran los principales y el viaje que llevaron, con lo cual y con su paseo fue suelto de la cárcel, dejándome a mí en la de la suma pobreza y a buenas noches. Mañana en amaneciendo te diré mi suceso, si de lo pasado llevas deseo de saberlo.





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