Hacia la nada: o la religión en Pocho1
Justo S. Alarcón
La novela Pocho, de José Antonio Villarreal, publicada en 1959, puede considerarse de algún modo como la primera novela chicana. Y aunque sólo sea por haber sido la primera en aparecer, tiene, a nuestro juicio, el mérito de haber puesto a prueba y haber presentado al público la problemática, sobre todo en lo tocante al autoexamen, de la experiencia chicana, o, si se quiere, méxico-americana, pues aparece algunos años antes de que comenzara el Movimiento Chicano.
La novela Pocho posee, pues, un mérito innegable, aunque solamente sea histórico y documental. En ella se describe y refleja una época en la cual el deseo de ser asimilado por el mundo anglosajón era una norma, por lo menos para una gran mayoría del ciudadano de descendencia mexicana. Y aquí radica el punto central del que nos vamos a ocupar en este ensayo.
Trataremos de exponer lo que denominaríamos el despojo cultural consciente y progresivo de un joven, Richard Rubio, hijo de padres mexicanos del tiempo de la Revolución mexicana, que poco a poco va rompiendo los lazos que lo unen a la tradición cultural de sus padres y antepasados. Y, en particular, estudiaremos uno de los valores tradicionales y culturales de mayor alcance, del que trata de despojarse Richard: el de la religión.
La creencia religiosa, como factor cultural, sigue generalmente hablando un movimiento de coordenadas paralelas con los otros valores culturales, como la lengua, la estructura de la familia, las relaciones de grupos sociales y la actitud ante la vida y la muerte, entre otros. Por otra parte, el «despojo cultural» a que aludíamos arriba puede verse, como proceso, de dos maneras o perspectivas, a modo de líneas entrecruzadas: el descenso en la negación de la creencia religiosa como factor cultural, de un lado; y el ascenso hacia una depuración individual y existencial, del otro. De este modo, y por concomitancia, el tema aislado de la religión cobra un valor casi total dentro de la narración.
El héroe principal de la novela, Richard Rubio, aparece por primera vez en el segundo capítulo, que comienza francamente con un tono poético:
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(Nuestra la traducción) (32) |
Como apuntábamos antes, el autor emplea un estilo y ambiente poéticos en este pasaje, casi único de este tipo que encontramos en toda la narración. Y no parece ser esto casual, si se tiene en cuenta que el niño Richard, como cualquier otro niño, en sus años de infancia disfruta de una visión del mundo en armonía total. El resquebrajamiento comienza cuando este mundo armónico se halla infiltrado por variables o fuerzas catalíticas externas, sobre todo a causa de la intervención del hombre. Es el caso aquí de las primeras enseñanzas catequéticas que recibe el muchacho Richard. Del pasaje arriba citado se desprende que el niño disfrutaba de una vida religiosa que se avecinaba a un panteísmo infantil: descubre al Creador en las criaturas, o si se prefiere, las criaturas y el Creador forman un Todo. El Todo se convierte en un panteísmo o monismo religioso. Esta aceptación no le debiera ofrecer, ni le ofrecía dificultad al muchacho. Pero si bien es cierto que Richard recibe instrucción sobre Dios y la religión, también es posible que este aprendizaje del catecismo destruya la armonía panteísta y monista en donde no existen dicotomías ni dialécticas contradictorias.
Casi desde un principio, Richard patentiza un ligero escepticismo respecto a la religión, que va creciendo a través de la novela, hasta culminar en el rechazo absoluto de sus enseñanzas. Este proceso aparece ya en las primeras páginas en donde, como premio por haber aprendido bien el catecismo, recibe una estampa de la Virgen:
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(Nuestra la traducción) (32) |
Lo significativo de este pasaje es que el niño da más importancia al valor simbólico que este premio representa para él en el éxito personal e intelectual que al valor simbólico de lo que significa la estampa en el orden religioso, y menos aún en su mayor acercamiento a Dios por medio del conocimiento. En correlación a este punto nos encontramos con las siguientes líneas, que dan la impresión de un retintineo en el oído y en la mente de un niño que sale de la primera clase de catecismo:
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(Nuestra la traducción) (33, 37) |
Hay que advertir que aquí, como en muchos otros pasajes de esta novela, el autor, al usar la técnica autobiográfica, nos da la impresión de que no sabe crear la imagen de un niño real o de que nos presenta a un niño, y más tarde a un joven, demasiado precoz. Así observamos a un Richard de ocho años planteándose un problema profundamente filosófico y teológico: si Dios lo creó todo, también creó el día. Y si el día se compone de dos mitades, la luz y la oscuridad, entonces Dios no es tan perfecto como dicen, porque, al establecer la ecuación noche = maldad, se postula que Dios es autor, en parte al menos, del mal. Habrá que indicar por adelantado que, como en el caso de la mayoría de los niños, Richard tenía una fascinación y, al mismo tiempo, una obsesión horripilante de la oscuridad y de la noche. Esto se debe sobre todo a los «cuentos de miedo», como el de La Llorona, que sus padres le contaban «para que se portara bien» (130). Naturalmente, observamos aquí una doble intención del autor: por un lado, en el proceso de depuración o desnudamiento cultural, critica este aspecto de la cultura y de la educación familiar; y, por otro, convierte, a lo largo de la novela, la imagen de la «noche» en motivo literario de carga simbólica: el «mal», lo «misterioso», la «muerte» y la «nada» existenciales.
El miedo a lo desconocido, al misterio, unido al mito de base religiosa, se desprende del siguiente párrafo:
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(Nuestra la traducción) (39) |
En esta cita se expone, además de la horrible experiencia, una de las claves problemáticas en el desarrollo intelectual y emocional del pequeño Richard: se trata de resolver un enigma que para él es como un rompecabezas, cuyas piezas están dispersas y que hay que reconstruir en un todo armónico. Quiere imponer una secuencia lógica a los eventos o piezas. La leyenda del rosario, que al romperse se convierte en señal de mal agüero y que, su secuela, entraña la muerte. En este momento, le «parece» al muchacho que su madre muestra síntomas de agonía, pero, como el lector ha podido notar, se trata simplemente de dolores de parto. Sin embargo, en la mente del muchacho se establece una ecuación contundente: rosario roto = muerte de la madre.
Y, por si esto no bastara, existe otro incidente que, en el orden de la realidad, no tiene nada que ver con la parturienta madre, pero que el muchacho, dada la concomitancia en el binomio espacio-tiempo, le confiere un valor de relación real-simbólica: la araña venenosa. La lógica de Richard se establece, pues, de la siguiente manera: su padre le había contado que ciertas «arañas» venenosas, al picar a una persona, hacen que ésta se «hinche» pudiendo causarle la muerte. Su madre está hinchada (encinta). Por consiguiente, fue mordida por la araña y se va a morir. Por otra parte, según otro cuento popular que le había narrado la madre a Richard, el «rosario» heredado de su tío tiene la virtud de causar la muerte a una persona, si se rompe. El rosario se rompió. Luego, la madre se morirá. Por si esta certidumbre no fuera suficiente, el evento ocurre en la segunda mitad del «día», es decir, durante «la noche». Ya se dijo antes que si Dios crea las dos partes del «día», la luz y la oscuridad, y equiparando esta última a lo malo o al Mal, se sigue entonces que Dios, creador de la noche, es causa o con-causa de la muerte de la madre, por tanto instigador o causante del mal. Emotivamente, Richard quisiera gritar contra Dios, en protesta, pero intelectualmente todavía no está preparado para un asalto completo a la fe. Este asalto se hará progresivamente, como se verá en el transcurso del presente estudio.
El miedo a la noche, como símbolo del mal, se repite cuando don Tomás muere en el jardín de la casa de los Rubio. El doble miedo a la oscuridad y a la muerte no privan al muchacho de que presencie la muerte, con un tanto de curiosidad, por ser ésta la primera vez. No sólo es testigo de la muerte física del amigo de la familia, sino que es el único espectador del «espectro» de don Tomás. Lo «ha visto» realmente y, por tanto, se hace partícipe de un valor cultural de la gente chicana. Se deja sentir aquí, como en otras ocasiones, la chispa irónica del autor en lo referente a estos valores culturales pueblerinos. Es decir, una vez más se efectúa intencionadamente el proceso de depuración cultural.
Otro paso en el descenso depurativo cultural ocurre cuando, abiertamente, Richard manifiesta a su madre que no puede creer todo lo que Dios dice, ni todo lo que de Él dicen. Esto se corrobora en el siguiente pasaje:
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(Nuestra la traducción) (65) |
Si bien Richard no puede aceptar todo lo que de Dios dicen, sea su madre, sea el sacerdote o bien la Iglesia, no todo es negación teórica y gratuita. El mismo muchacho, en una especie de dialéctica científica, a prueba de laboratorio, trata de someter los conceptos teóricos a la práctica. Si es cierto que Dios habla a la gente y que Dios se aparece a los que le aman y desean verle, entonces será posible entablar este diálogo entre Richard y Dios. El joven ensayó esta experiencia en el campo, pero el resultado fue negativo, como se vio en la cita anterior. Por tanto, se efectúa otra desilusión y debilitación de su creencia en Dios. Este nuevo resquebrajamiento entre los dos se hace más intenso cuando, del campo, vuelve a la iglesia y se convence, aunque sólo sea en teoría, de que Dios, si quisiera, podría destruir el edificio y matar a toda la gente congregada en el templo. La noción de un Dios «cruel» se ahínca aún más en su mente.
En el capítulo tercero, la madre vuelve a dar a luz, pero a diferencia de la experiencia anterior, ya la «hinchazón» no es un misterio para él. No obstante, hay una muerte: la hermanita nace muerta. El sentimiento de culpabilidad todavía le acompaña, aunque no se muestra tan intensamente como en el caso precedente. La explicación de esto radica en el doble hecho de que su fe en Dios se había ya debilitado y, en el momento actual, podría decirse, ha descubierto la posibilidad de un atributo negativo en Él: la «crueldad» o maldad. Por tanto, Dios también es partícipe de la culpabilidad en la muerte.
En el mismo capítulo encontramos a Richard y a su amiga Mary en la biblioteca de la escuela. La muchacha es protestante y, entre los dos, se desarrolla un diálogo sobre dos temas de interés para ambos: el de la Biblia y el de la mentira religiosa. Por una parte, y en aquel tiempo, al católico le estaba prohibido leer las Sagradas Escrituras, a causa de la posible interpretación errónea de las mismas. Si el lector católico le diera una falsa interpretación al texto divino, indirectamente convertiría a Dios en mentiroso. Esto sería un acto sacrílego para un católico. En cambio, para el lector protestante, la Biblia fue y es el libro preferido de lectura. Ya Richard había oído decir que los protestantes irían al infierno, entre otras cosas, por leer la Biblia. Pero también su madre y el sacerdote le habían abierto las puertas del infierno a él, que era católico, por su mala conducta y por su falta de fe. Ante esta aparente contradicción e incoherencia, Richard le dice a su amiga protestante, Mary, que «los maestros, las monjas y los curas son todos unos mentirosos» (71). De este modo, nuestro héroe resquebraja aún más su ya débil unión con Dios y con la tradición autoritaria de la Iglesia. Visto esto desde otro ángulo, puede decirse que el yo narrador, en su proceso de individuación, paulatinamente se va liberando del «destino» o peso cultural.
El capítulo cuarto ofrece un interés especial en lo referente a la problemática de la que nos ocupamos, aunque desde el ángulo de la estructura arquitectónica de la obra nos parece un fallo. Se trata de sus relaciones y conversaciones con el andariego, misántropo y agnóstico portugués João Pedro Manõel. Podríamos decir que él es la fuerza catalítica y la confirmación de las dudas religiosas por las que Richard atraviesa. Hay, pues, entre los dos, una concordancia axiológica. Después de varias discusiones sobre el tema, el portugués le dice:
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(Nuestra la traducción) (85-86) |
Richard, por un efecto de empatía o de vasos comunicantes, ha llegado una vez más a la confirmación de sus dudas. Sin embargo, no ha perdido la fe por entero. El sentimiento de culpabilidad todavía le persigue. El hecho es que, cuando encarcelaron a João Pedro por haber violado a la niña Geneviève, el choque que Richard recibió no fue tanto por la violación perpetrada, sino más bien por el temor de que la vecindad supiera que el portugués era agnóstico.
La culpabilidad surge en la conciencia del joven Richard al pensar que el agnosticismo de João Pedro pudiera ser consecuencia de la confesión, todavía prematura, de que Richard le había hecho de su falta casi total de fe en Dios.
En los dos capítulos siguientes nos encontramos con otro elemento: el sexo. Ya no se trata solamente de una relación conceptual y personal con Dios: la fe. Con la nueva dimensión entramos ya en el campo de la moral y, por tanto, relacionado con la praxis religiosa. El sexo, fuera del matrimonio, sea consigo mismo o con otro, es un acto pecaminoso, según el catecismo. Lo comprueba muy pronto Richard, porque cuando confiesa al cura que se había masturbado y que había «jugado» con muchachas, entre las cuales se hallaba su hermana, el cura se encolera. Sin embargo, posteriormente, Richard no deja de percatarse de que el cura siente un gozo masoquista cuando éste le hace preguntas sobre detalles circunstanciales del acto. En vista de esta observación, el muchacho no sólo confiesa su pecado, sino que le añade más pecados y más detalles.
Richard ha llegado a la pubertad, a los doce años. Esta nueva realidad y experiencia complican aún más su ya frágil relación con Dios, pues si la fe es un don gratuito e infuso, el sexo, por el contrario, es una exigencia biológica innata en la naturaleza. El joven parece encontrarse ante otro callejón sin salida, otra contradicción. Pero como ya antes él había tenido alguna experiencia en este proceso de fuerzas antitéticas en lo referente a la fe, ahora aplicará el mismo método a la nueva circunstancia y lo ejecutará todo con más rapidez: «... ya no me importa ni la religión ni la moral» (114). Y más tarde añade: «... ya no tengo miedo a Dios» (116). Sin embargo, todavía le queda un rescoldo de fe.
En el capítulo sexto, Richard lleva a cabo una experiencia cuidadosamente planeada. Se diría que se trata de una experiencia de matiz sardónico. El autor nos prepara para el breve incidente con un relato muy minucioso. Es la hora de la comunión en la misa. El muchacho se pone en fila. Va caminando despacio con una compostura de aparente devoción y respeto, correspondiente al acto sagrado. De pronto, cuando llega su turno para recibir la hostia, describe:
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(Nuestra la traducción) (117) |
Este incidente culminante nos recuerda al blasfemo puntapié que dio el muchacho de ... Y no se lo tragó la tierra, de Tomás Rivera. No cabe duda que la angustia moral y psicológica, la dialéctica de fuerzas opuestas que Richard venía sufriendo tenía que resolverse en una síntesis, balance o compromiso psíquico e intelectual, por el cual el muchacho pudiera llegar a una tranquilidad aceptable. Fue una prueba definitiva por la cual se libertaría del peso abrumador de la cultura o del «destino», singularizada en la religión. Habiendo rechazado la comunión, salió de la iglesia y, según cuenta el narrador, Richard «respiró profundamente y, después de unos momentos, se sintió muy satisfecho de sentirse libre» (117). Estas palabras no dejan de ofrecer, además del sentido literal, otro de orden simbólico: la «salida» de la iglesia le muestra la puerta o escape para sacudir el peso psicológico del «destino» o tradición cultural, cristalizada en la religión.
Pero como con frecuencia ocurre, una cosa es liberarse consciente e intelectualmente de la tradición y otra es liberarse del lastre que la cultura deja en el subconsciente. Inmediatamente después de este incidente, en donde somete a prueba su fe, o falta de fe, ocurre otro suceso: su padre cae enfermo. En la mente «liberada» del muchacho comienza a roer el gusano del remordimiento o culpabilidad.
¿Será que Dios le está castigando? No obstante, esta culpabilidad no dura mucho tiempo, porque después de las atenciones legítimas y ortodoxas de la Iglesia, que no surten efecto, un «curandero» saca de peligro al padre. La ineficacia del poder de Dios elimina el sentido de culpabilidad de Richard y le afianza aún más en su ya descubierta liberación. Desde este momento puede decirse que termina la lucha intelectual contra la fe en un Dios personal.
Sin embargo, la eliminación de esta relación personal entre el individuo y Dios no implica una solución total del problema, por el simple hecho de que el individuo existe en función de una cultura, y Dios se esconde detrás de un orden global. En otros términos, el individuo es víctima de un doble destino: el cultural y el natural. Al final del capítulo séptimo, presenciamos un diálogo entre padre e hijo, en el que el padre le dice a Richard que el hombre ha vivido la mitad de la vida cuando llega a la pubertad. La otra mitad está destinada y será vivida en el matrimonio y la procreación de los hijos. Y «éste es el destino de Dios» (131). El hijo se rebela contra este «destino» religioso-social, sobre todo por lo que en sí entraña de limitado y, por tanto, imperfecto.
El muchacho ya ha tenido experiencias sexuales consigo mismo y con muchachas. Sabe que éste es un placer transitorio, por tanto imperfecto. También sabe que la vida en familia, la propia, no es perfecta, y que este estado no ofrece ninguna garantía de felicidad. Si éste es el «destino de Dios», luego se sigue que «existe algún error en los planes de Dios» (131). Esta lógica en la mente de Richard se hace más patente desde el momento en que él no quiere casarse ni tener hijos. Por tanto, se percata de que él no entra en los planes de Dios, ni forma parte de su «destino» o, dicho de otro modo, que los planes divinos no entran en su propio plan. Con todo, pasando del orden personal al orden socio-cultural, y haciéndose eco de la humanidad, Richard no puede menos de «llorar a causa de este horrible, inexplicable e intangible destino que controla a la humanidad con su poder» (132). Dios se ha esfumado y escondido detrás de la cortina del destino humano. La humanidad se convierte en una enorme víctima, cuyo victimario o verdugo es el destino-Dios. Ya no es sólo Richard la única víctima, sino que él se encuentra diluido en una masa amorfa: la humanidad. La lucha por su individuación y liberación parece haber fracasado.
Esta nueva consideración hará de Richard un ser cada vez «más callado, más triste y más lóbrego». Parece que de algún modo se hace eco de las palabras y actitud de su padre: «Hace tiempo me he dado cuenta de que uno no puede luchar contra el destino. Yo ya me entregué» (131). Sin embargo, la diferencia es muy grande: de una parte, Richard ya no cree en Dios y, de otra, no acepta el matrimonio como razón determinante y legado del destino. Entonces tendrá que buscar un nuevo escape o depuración.
Después de una serie de conflictos que se vienen desencadenando en la familia Rubio, a causa de su desintegración total, en el capítulo penúltimo de la novela el padre de Richard abandona la casa y entonces la responsabilidad de la familia cae sobre el único hijo «varón». Aunque no se hace cargo completo y explícito, desempeña por algún tiempo dicha responsabilidad. Parte de esta responsabilidad, como «hombre» de la familia, debiera ser la educación religiosa de la misma. A la sugerencia maternal de ir a la iglesia para «comenzar una vida nueva» y para «recibir la bendición del Señor», Richard responde pasmado y disgustado: «Yo ya he terminado con todo eso [...]. Ya no creo en Dios» (172). Por fin, se encuentra «realmente libre». Libre del concepto de un Dios cruel, libre de un destino personal impuesto por fuerzas ajenas y libre del sentimiento de culpabilidad. En una palabra, se encuentra liberado de la religión y de la moral no sólo en lo personal, sino como factores culturales.
Antes de proceder a una conclusión, tenemos que repetir una observación hecha al principio: que la religión, como valor cultural del que nos ocupamos hasta aquí, es sólo uno de tantos elementos culturales integrantes de lo que hemos llamado «proceso depurativo» hacia una liberación del individuo, o proceso de individuación. Por consiguiente, el resultado final de este proceso no solamente atañe al desplazamiento de la fe-moral, sino también a la totalidad cultural del méxico-americano.
Éste es precisamente el estado intelectual, emocional y acultural a que ha llegado el protagonista de Pocho. Los últimos sucesos se desencadenan rápidamente, o mejor dicho, vertiginosamente, por el simple hecho de que Richard, en su proceso de desnudamiento cultural y existencial, se encuentra de sopetón ante la nada. Bástenos enumerar algunos sucesos que se narran en este capítulo final. Encontrándose un día con sus compañeros de juego, uno de ellos sugiere ir a una casa de prostitución, ya antes frecuentada por los otros muchachos. Richard no quiere acceder al principio. Por fin, acepta, pero con la condición de que «le dejen manejar». Se ponen en marcha, y el auto alcanza una velocidad de noventa y cinco millas por hora. De pronto, aprieta los frenos y «se le viene a la mente que él mismo trataba de suicidarse» (179). Esta acción o conducta no fue ciertamente premeditada, puesto que se pregunta a sí mismo, «¿qué es lo que yo trataba de hacer?» (179). Esta no-intencionalidad es precisamente lo significativo del acto. Parece indicar que el fin y desemboque lógico del largo «proceso depurativo» es el entregarse a la no-vida, al no-ser, es decir, a la muerte, a la nada.
Otro suceso es la naciente conflagración de la Segunda Guerra Mundial. Richard quiere ingresar y, de hecho, ingresa en el ejército. Pero, de pronto, se le viene a la mente la inherente contradicción intelectual: tener que ir a la guerra y no creer en dar muerte a nadie. O, lo que sería peor, la posibilidad de ser/estar muerto. Si es verdad que conscientemente siempre tuvo miedo a la muerte, con más razón ahora que se le presentaba, no como aureola de los antiguos valores culturales, sino como una ecuación descarnada: la muerte = la nada. Ante esta realidad brutal, él «no podía hacer nada». Se podría decir entonces, como máxima, que Richard pudo o quiso controlar el «destino» de su vida, pero, ante el destino fatal y final, se encontró desarmado. De pronto, termina la novela diciéndonos que se dio cuenta de que «para él no existiría un retorno» (187). Uno se pregunta, ¿un retorno a la cultura mexicana? ¿O un retorno a la familia ya desintegrada? ¿O un retorno geográfico a su pueblo natal? ¿O, quizás, un retorno de la muerte a la vida, del no-ser al ser?
Para concluir, quisiéramos hacer hincapié en la consecuencia lógica, total y también irónica a la que llegó Richard a través de este largo «proceso de depuración cultural». Como indicamos al principio, el tema que nos interesaba estudiar en Pocho era el de la religión como uno de tantos valores culturales. Sin embargo, debido a la importancia e interdependencia con el resto de otros valores culturales, las conclusiones parciales a que llegamos pueden, por consiguiente, adquirir un horizonte más amplio y totalizador.
En el intenso proceso de individuación y depuración de Richard, podemos observar cuatro resultados finales: el psicológico, el sociológico-antropológico, el filosófico-religioso y el institucional. Psicológica y antropológicamente, Richard quedó despojado. No quería identificarse con ningún grupo: «... él era él y todo lo demás existía porque él era él» (108). A pesar de este esfuerzo personal, otros lo identificaban con «su» gente-pachucos (la policía), con «su» lengua (el padre), con «su» mexicanismo (el entrenador de boxeo y las maestras), con «su» comida (los padres de Mary). Psicológicamente, nuestro protagonista quedó ciertamente desprendido de una serie de lastres que le impedían verse, encontrarse y ser. Quizás se haya encontrado a sí mismo, como individuo, y esto haya sido un valor positivo en el largo proceso de depuración.
Filosófica y religiosamente, aunque logró independizarse de una fuerza sobrenatural, y pudo llegar a hacer decisiones personales hic et nunc, quedó sin apoyo, de una forma especial al tener que enfrentarse con el no-ser y la no-vida, el vacío y la nada. Si es cierto que la actitud ante la vida cobra diversos sentidos de acuerdo con la correspondiente actitud ante la muerte, para Richard, una vez liberado de la pesadez de Dios y de la moral, la vida se volvió una pesadilla y un enigma más, precisamente porque la muerte se identificaba a la nada. La anterior creencia en la inmortalidad, como prolongamiento indefinido de la vida y del ser, ya no puede entrar en sus planes conceptuales. Por tanto, el miedo de enfrentarse y de caer en el abismo de la nada se acendra con más ahínco al final de la novela (y de la vida).
Y, por último, la gran ironía final fue que, durante toda su corta vida novelada, trató de depurarse siempre de todo valor tradicional, social e institucional para poder encontrarse a sí mismo como individuo inconfundible. Su posición filosófico-social, por tanto, fue completamente antiinstitucional. Pero, irónicamente, termina ingresando voluntariamente en la institución más antiindividualista que cualquier sociedad puede producir: el ejército. Es decir, la anonimidad, el escape, la desaparición del individuo aislado en una masa amorfa.
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Saldívar, Ramón. «A Dialectic of Difference: Toward a Theory of the Chicano Novel». Contemporary Chicano Fiction: A Critical Survey. Ed. Vernon Lattin. Binghamton: Bilingual Press/Editorial Bilingüe, 1986, 13-31.
Sommers, Joseph. «From the Critical Premise to the Product: Critical Modes and Their Applications to Chicano Literary Text». New Scholar. Eds. Ricardo Romo and Raymund Paredes. Santa Barbara: The University of California Press, 1977, 51-80.
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Villarreal, José Antonio. Pocho. New York: Doubleday Anchor Books, 1970.