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- XVII -

Have more than showest,
Speak less than thou knowest,
Lend less than thou owest.
So we'll live,
And pray, and sing, and tell old tales, and laugh
At gilded butterflies, and hear poor rouges
Talk of court news; and we'll talk with them too-
Who loses and who wins; who's in, who's out,
And take upon's the mystery of things,
As if we were God's spies; and we'll wear out,
In a walled prison, packs and sects of great ones,
That ebb and flow by the moon.





- XVIII -

El lugar de la famosa reunión era un chalet de dos o tres niveles, con un juego soberbio de techos inclinados. No era el único de ese estilo; todo el barrio era una verdadera danza de pavos reales, en la que participaban dueños y arquitectos. Olor a césped recién cortado, a leña quemada, a barrio rico. Predominaba el tipo de mayor valor estético: rubio; gallegos o vascos, ario o judío, con preferencia por el sajón. En la clase alta (decía Chabalgoity) predominan las mujeres bonitas, porque es un problema de oferta y demanda. Los que vencen en la lucha darwiniana son los más aptos: los que pueden comprarlo todo. (En una mujer ambiciosa, la inteligencia vale un carajo al lado de la belleza física). En la teoría de Darwin, como en la de Freud, se subestima a la mujer. Olvidan el parámetro Estética. Alguien se preguntará qué pasa con la familia real inglesa y en el resto de la nobleza europea, en las cuales las princesas son las más brujas. Chabalgoity: Fácil; en la nobleza como en los sistemas de castas existe una situación monopólica.

También Washington estaba molesto. ¿Cómo se puede hacer una reunión de revolucionarios en un lugar como aquel?

-Sí, es esa -confirmó Vassallo en el papelito.

Nos atendió una morena con una enorme sonrisa blanca. Nos dijo que esperásemos allí, indicándonos una sala amplísima con sillones y almohadones blancos. Apenas nos sentamos, quedamos hundidos en una posición de astronautas. «Psicológicamente atrapados». Hablamos de nombres uruguayos. Washington se avergonzaba como proletario de su nombre; debían haber tantos Wilson, Wilmar, William, Christopher, seguidos de apellidos gallegos.

-Cuando era niño -lo oí decir a Vassallo- quería escuchar decir a los ricos que de verdad eran felices. Necesitaba pensar que el Paraíso era posible en la Tierra.

De una puerta apareció un tipo con un cigarrillo en una mano y una vaso con whisky en la otra. Con un gesto papal nos evitó el inútil esfuerzo de levantarnos.

Buenas noches, señores.

Por un momento pensamos que nos habíamos equivocado de dirección. Nos extendió una mano flácida con una sonrisa del mismo género.

-Los otros deben estar por llegar -dijo.

Vassallo respondió en silencio con un gesto ambiguo de fastidio o de modestia. Washington intentaba disimular la turbación que le provocaba la sirvienta morena. Tenía los ojos húmedos y, de ser blanco, se diría que estaba colorado. Parecía una estatua que podía mover los párpados, inquietos cuando ella se acercaba. Era linda la negra. Es a ese tipo de situaciones embarazosas a la que están expuestas las minorías que resultan evidentes.

El tipo del vaso se llamaba Herman (con acento en la e, y con una fuerte concavidad en la lengua). No quería adelantar la reunión con presentaciones. De todas formas, aquella presentación servía para saber que allí se iba a realizar una reunión. Quedaba por saber si tenía algo que ver con el proletariado y la lucha de clases, con los santos mártires y la guerra santa.

-Pónganse cómodos, eh? -ordenó y se fue como un sonámbulo.

-Tiene un acento apátrida -dijo Vassallo. Cuando el sonámbulo abrió la puerta por la que había aparecido, volvió a escucharse un ruido divertido, como de fiesta. Se repitió cuando otro fue en busca de una botella de Mumum Rouge.

-Ah, hmmm -dijo al vernos-. Sírvales Paula.

Los tres rechazamos la oferta.

A través de una pared de vidrio se podía ver una piscina. Un microclima tropical, seguramente importado de las islas Fidji. Antes de oscurecer del todo, encendieron unas luces de mercurio que le dieron un aire cinematográfico a la escena. En seguida, dos mujeres entraron al agua. Al mismo tiempo, dos bichos raros salían por donde había entrado Herman. Nos dieron las manos y se presentaron con nombres vagos. Uno de ellos sacó unas fotos de una carpeta y se las mostró al otro. Discutían acerca de una publicación que había sido prohibida en Centroamérica. Después pasaron a los pormenores de otro periódico y al resurgimiento de no sé qué propaganda revolucionaria. (Efectivamente, era una reunión de organizaciones revolucionarias.) Nos pasaron las fotos. En una, el tipo de la carpeta aparecía con Fidel, entre la multitud, en cierta posición que no hacía pensar, como se pretendía, en alguna relación entre ambos.

-Ni sabés lo que cuesta una entrevista con Fidel -dijo. Recuerdo con especial molestia sus uñas comidas. Las pellizcaba con obsesión. Sus manos, sus brazos y el resto de su cuerpo parecían flácidos, inconsistentes. Estaba seguro de que era homosexual; toda su cara, sus labios gelatinosos, sus manos blancas, parecían las víctimas de algún tormento psicológico que había barrido con toda fibra rígida. Unas visibles arrugas le caían del ojo izquierdo, lo que denunciaba alguna profesión de fotógrafo o agrimensor. Tenía un pelo cobrizo que acomodaba detrás de una oreja mientras seguía diciendo cosas como : -Claro, siempre está de reunión de ministros. Es imposible hablar con él. Llegar hasta allá arriba es una odisea kafkiana.

-¿Odisea kafkiana?

-De reunión de ministros, cuando no está con algún Tennessee Williams -dijo el gordito, con un gesto obsceno. Se refería a las costumbres del norteamericano, lo que, según él, justificaba la entrevista. De ahí siguieron con la ineficacia de las letras en el país yankee para nombrar ríos, de traducciones, etcétera. Se notaba que el pelirrojo era una autoridad entre ellos, o el gordito era un alcahuete por naturaleza. Hablaban para nosotros que no interveníamos en nada. Es muy cómico ver cómo en una reunión de cofradía la gente es capaz de ponerse de acuerdo aun sosteniendo lo contrario. Si alguien se tomara la molestia de escribir lo que se dice en esas ocasiones, vería en cuánto se parece a un diálogo de sordos.

En cierto momento, por alguna razón, el gordito le advirtió al otro que entre los convocados llegaría un tal Enrique, que era judío.

-No pasa nada -dijo, con obviedad-. No soy racista.

Cuando llegó el tal Enrique, se apresuró a darle la mano; luego le palmó la espalda. El pelirrojo debía ser uno de esos charlatanes que necesitan hacerse amigos judíos porque no los soportan en conjunto. Después, por alguna de sus expresiones más conocidas, le preguntan «¿Acaso sos racista?», a lo que descaradamente responden: «¿Yo? Para nada. Si hasta tengo amigos judíos». Pero después, entre los indecisos, dejan deslizar la conocida frase: «Si los judíos son tan odiados, por algo será». Reflexión insana que toma al propio odio colectivo como la consecuencia lógica y democrática de lo que se quiere probar. (He escuchado a algunos judíos argumentar de la misma forma al referirse a los conflictos árabes). Mientras tanto los judíos siguen repitiendo que también ellos son seres humanos. No advierten que repetir algo demasiado obvio es infectarlo de duda.




- XIX -

A ritmo lento y sostenido fue cayendo gente a la reunión; entre ellos, un grupo de conocidos de Vassallo. Respiró cuando los vio entrar; la atmósfera estaba muy espesa para él. Por un lado aparecieron los revolucionarios distinguidos y por el otro los más humildes; por un lado los que parecían obreros de la construcción y por el otro los que tenían menos de veinticinco. (Es una invariable psicológica y social: los integrantes de una sociedad se identifican por sus diferencias.)

Uno de los amigos de Vassallo era un tal Martillo. Me lo presentó como a un compatriota mío (no podía con su acento arrabalero). El termo y el mate, y una barba más espesa no me dificultaron el reconocimiento. Fingí no conocerlo de antes, y él hizo lo mismo. Martillo cambiaba de apodo como de ropa, aunque todos tenían algo en común: sonaban a algo contundente, concreto y simbólico. Claro que lo conocía. Un muchacho extremista y lleno de entusiasmo; una víctima del maniqueísmo de las norcomadrejas. En aquel tiempo, Martillo nos tenía gran desconfianza. Lo recuerdo de su intervención en el «Cordobazo». Últimamente estaba trabajando en el caso Brandazza. Pertenecía al comando Luis Pujals, del ERP. Con el secuestro del policía Colombo habían descubierto los nombres y apellidos de los asesinos del estudiante. Reconocimos un buen trabajo. Eso fue por noviembre del 72; en el momento en que nos volvimos a encontrar en el chalet de Carrasco, estaban por publicar la lista de los implicados, en Buenos Aires. «Pero hay novedades -alcanzó a decirme antes de que comenzara la reunión- Osinde y el general Iñíguez preparan algo muy gordo». No alcanzó a terminar porque el pelirrojo volvió a sentarse en su lugar, frente a nosotros. «Después te cuento» -dijo, y nunca más volví a hablar con él. Días más tarde comprendí que se trataba de la matanza que los gorilas preparaban en Ezeiza, al regreso de Perón.

-Gran invento este del termo -había dicho Martillo para cubrir los últimos ecos del asunto Iñíguez-. En una reunión como ésta, un lumpen me cantó que solo tomaban mate los atorrantes. Pero resulta que casi todos tomamos mates. Es decir, no? Claro, los alemanes se chupan barriles de cerveza de una sola sentada. Y ¿qué hacen mientras toman cerveza? ¿Trabajan? Pero los alemanes son los alemanes, me dijo el careta.

El pelirrojo había seguido estas palabras con mirada sobradora, la que cambió cuando sonó el timbre. Dio un saltito alegre, como si hubiese reconocido al que llamaba por la forma de hacerlo. Y sí, era otro conocido suyo, otro de aspecto nórdico, con gabardina verde. Venía de Suecia, y en una hora debía irse porque tenía otra reunión no sé dónde. Desde que llegó no dejó de quejarse sobre lo difícil que era conseguir mujeres feas en Estocolmo.

-Aquí tenemos lo nuestro -replicó Herman-. Las de Bogotá son hmmm buenas, eh?

-No, no -insistía el Recién Llegado pasándose la mano por la frente hasta unas pelusas que le quedaban allá arriba, como si le costase un terrible esfuerzo mental explicarse-. Quiero decir que las suecas son per-fec-tas. Verdaderos cuerpos platónicos. Y qué culos, por Dios!

Herman se rió en silencio, mostrando las muelas de juicio. El pelirrojo miró para otro lado. Estaba molesto por algo, nervioso. Cada tanto miraba al R. Ll. y se comía las uñas.

-Creo que los astrofísicos llaman a eso un Punto Singular. Quien ha estado cerca sabe de lo que hablo: todo converge hacia allí; la luz no escapa, el tiempo no existe, se detiene, el espacio se curva y lo devora todo.

-Siempre mujeriego, Gaby -creo que Herman lo había llamado así-. ¿No podés pensar en otra cosa?

-Sí, yo pienso en otras cosas. Pero siempre veo culos. Y qué le voy a hacer? Un amigo en Berkeley me decía que yo (ab)usaba de un tipo de pensamiento que podría llamarse «hiperbólico». It's rather difficult to explain; creo que había desarrollado toda una Tipología del Pensamiento, basado en homología de estructuras. El hiperbólico, for example, es propio de la mayor parte del humor del siglo XX, del surrealismo daliliano, etcétera. Another example: Paradójico: conformado, a su vez, por otros géneros del tipo Latente, propio de los grandes cerebros de la Modernidad, de los revolucionarios del pensamiento: Sócrates, Descartes, Darwin, y el desconocido genio de Ulm. Una paradoja se produce cuando distintas concepciones se integran en una misma expresión. Por ejemplo, «relatividad de la simultaneidad», por citar un caso conocido y breve. El conflicto conceptual, más que semántico, se resuelve eliminando la paradoja. Pero es de esta (de su propia voluntad!) que surge el nuevo Paradigma, por usar una palabra de mister Kuhn. Dentro del Paradigma (y en oposición al pensamiento Paradójico), funciona el Analógico, propiedad compartida no solo por artistas, sino por científicos y filósofos. This is perfectly understandable. La dialéctica, decía este amigo de Berkeley, surgió del Paradoxical Thought. Pensemos en aquellos jóvenes de hace veinticinco siglos atrás, extasiándose ante la demostración de la inmortalidad del alma, razón mediante. Semejante al caso de nuestros adolescentes cuando descubren la física postnewtoniana. Están más dispuestos a «creer», cuanto más disparatada sea la proposición. Y cuánto le debe la ciencia a estos disparates! A los muchachos les fascina escuchar hablar sobre la dilatación del tiempo, sobre que un electrón es capaz de atravesar un mismo plano por dos puntos diferentes al mismo tiempo.

A esa altura, el Recién Llegado había capturado la audiencia de una docena de curiosos y de otros involuntarios. Hablaba cada vez con mayor rapidez. Herman lo observaba con una sonrisa.

-El hombre viejo, en cambio -seguía entusiasmado-, es más realista. Tanto como para afirmar, como un abuelo mío, que la llegada a la Luna fue un truco de Hollywood. Con los años, uno se va volviendo pragmático, es decir,


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pero apto. De a poco, uno va vendiendo su alma al Diablo. Por aquí, un atleta se envenena a cambio de una medalla en una olimpíada; por allá, un Papa hace cálculos para ingresar al Paraíso con la teoría del mínimo esfuerzo. Bueno, pero no me aparto del tema. Como decía, mi amigo de Berkeley tenía otros tipos en su Encyclopædia. Monsieur Descartes: La distancia entre las paredes de un vaso lleno de vacío es igual a cero (P. P.). Abstract Thought: combinación de conceptos concretos a pesar o por su incompatibilidad; Latent T.: Freud, Marx... En fin, la serie es infinita, ya que para cada adjetivo existe un tipo, y para cada sustantivo también, pues posee su correlativa adjetivación.

-Hmmm, interesante, eh? -observó Herman, un poco cansado. Pero el R. Ll. con esa coma recuperó el aliento y siguió:

-Me decía que gracias al amigo Freud (sexo-latente...). ¿En qué estaba? Ah, sí, por el amigo Freud la gente normal sabe más de sí misma y de su pasado arcaico gracias a los neuróticos, ya que éstos fueron al psicoanálisis como las guerras a las ciencias físicas. Un hecho misterioso por demás, eh? Y: uno de los

-Sin duda, ah!

progresos de Jung, por ejemplo (lo decía él, yo me lavo las manos), consistía en haber superado el tipo de pensamiento positivista inventando otro que tal vez lo incluya en su Encyclopædia, dentro de Inductivo: la demostración por el hastío. Consiste en la exposición de uno y otro caso clínico hasta que el científico logra convencerte por aburrimiento. Si el loco en cuestión se cura then la teoría es correcta. Parecido a esos modelos de química que permiten predecir resultados por caminos irreales. Al fin y al cabo, qué tanto joder, una teoría no es más que una concepción que vincula la hipótesis con la tesis, la intuición con la realidad. Claro! que de importar solo los resultados habría que elevar a la categoría de científicos también a los curanderos que, como se sabe, también curan, aunque más barato. Y con la apreciable ventaja de que un brujito de mierda nunca arrinconará al inconsciente bajo la luz hereje del análisis. Yo, por ejemplo, he notado que desde que interpreto mis propios sueños, éstos se han vuelto más sutiles, sofisticados, semiológicos!

-Claro, hmmm -interrumpió otra vez Herman, siempre murmurando- hay que esconder tanta inmoralidad, nh?

El Recién Llegado soltó una carcajada y le puso una mano en el hombro. El pelirrojo se levantó furioso y se fue.

-Es incalculable... -siguió el R. Ll., cambiando de ánimo-, incalculable el prestigio que cedió la conciencia al inconsciente mientras invadía su territorio, como un caballero... Como un caballero que entra en un prostíbulo recitando un poema de Bécquer.

Dejó el vaso en la mesa enana y se fue al barcito; se llenó otro, lo tomó de un solo trago y desapareció por una de las puertas del fondo. Herman comentaba sus ocurrencias. En realidad, el «amigo de Berkeley» no era otro que Souberbielle. Como era de esperar, se encontraba en la reunión. Yo mantenía con él una larga enemistad. «El mundo es cada vez más chico», había comentado Herman con poca originalidad, a lo que Souberbielle contestó:

-El tamaño del mundo está en directa proporción al I. Q. de cada uno y al Q. I. de cada una.

El mundo puede ser tan grande como un pañuelo (pensar en una vaca) o tan pequeño como el infinito.

El Recién Llegado estaba con el pelirrojo, en un rincón del patio. Discutían detrás de unas plantas de hojas gigantes. El pelirrojo se apretaba la cara con las manos, volvía a comerse las uñas, ahora con desesperación. Finalmente salió corriendo por el borde de la piscina y cruzó delante de la pared de vidrio con el rostro cruzado de lágrimas. Estaba rojo como su pelo. Debió salir por los garajes, o quizá subió a alguna de las habitaciones. El R. Ll. volvió al bar para tomar otra dosis del amnésico etiqueta negra. Al rato ya estaba repuesto y pronto para seguir hablando de las suecas y otros culos.




- XX -

Una de las mujeres de la piscina era Victoria; lo pude confirmar cuando entró a la sala con el pelo mojado. Debió reconocerme desde el principio, ya que evitó acercarse al grupo en donde estaba yo. Se puso de espaldas mientras pudo; mucho después acudió a una señal de Herman y se sentó en su posabrazos.

-Y después dicen que las del norte no tienen sangre -exclamaba el Recién Llegado, teatralmente- Pero por favor! Son de fuego. Claro, lo necesitan para sobrevivir al frío.

Fue cuando ella se decidió a hablar: -¿Te parece buen momento para hablar de esas cosas?

-Nunca es mal momento para hablar de la belleza, cariño -replicó con elocuencia, como fingiendo no comprender claramente la pregunta, o dando a entender que era tonta-. First, les raisons du coeur!, como decía el amigo Blaise -hizo un ademán obsceno para continuar-: Les raisons du Q, como hubiera dicho el amigo Duchamp.

-Estás viajando mucho -dijo Jacques Souberbielle, en su pose más clásica: recostado al sillón y jugando con sus bigotes tipo Vaz Ferreira.

-Por eso mismo puedo hablar con propiedad -siguió el R. Ll.-. A ver, díganme qué sería de nuestra futura política de turismo si dejamos estos problemas a la mesa? Yo propongo (y ¿qué mejor momento que este?) fomentar la inmigración de bellezas al país. ¿Cómo? Disponiendo de una planificación seria, global, que entienda de psicología genital. En dicho plan se

-Sí que tenía razón tu amigo de Berkeley.

diseñarán actuaciones puntuales. Por ejemplo: ubicar un negro feo (pero BIEN feo, no como el amigo aquí presente) en cada esquina de Punta del Este. Dichos elementos se podrán reclutar por medio de algún concurso a nivel continental, o importarlos directamente de Rwanda. De esta forma nos aseguraremos una

-Nombrado Ministro de Turismo.

avalancha de aquellas bellezas del norte, lo que a su vez atraerá al resto de feos que tienen plata. No me digan que esta teoría no tiene la fuerza circular de la economía marxista; bah, de la economía clásica en general. Solo que aquí no se prevén crisis de ningún tipo. Pragmatismo, camaradas, pragmatismo. El futuro es de los pragmáticos. The beauty and the beast. Ellas se mojarán por sacarse una foto abrazadas a uno de esos negros que meten miedo. Por lo menos una foto! Tanto plástico, tanta seda, tanta higiene provocan rebeliones de ese tipo. La vagina aristocrática se levanta en pie de guerra contra la cultura higiénica de Occidente. (Es la única rebelión que se genera en los estratos más altos de la sociedad; paradójicamente, por las necesidades de los sectores más bajos del cuerpo) Si las habré visto yo!, en Times Square, en la Breitscheidplatz, por la Rokinstraat, prendidas a cada delincuente con la excusa de una foto. O bailando cheek to cheek con alguno de esos jamaicanos que apestan; de esos que tienen el pelo de Bob Marley porque no se lo lavan nuncanever. A veces con la tierna intención de demostrar su antirracismo. Debe ser catártico, o algo así. I saw them poniendo caras de calavera bonita, posando como en un concurso de miss, es decir, tipo canon egipcio: con un pie adelantado. La protomiss pone una de sus manecitas blancas sobre uno de esos hombros que parecen una bola de bowling modelados por el trabajo en los bananeros. Putitas.

-¿Te parece? -cortó Jacques Souberbielle sin abandonar su posición de reposo-. No lo creo. Puta, lo que se dice, puta, es una mujer que se acuesta con un marido que desprecia, por una dote en dólares. Pero una joven bonita que se recuesta a la fealdad?, de esas que no soportan el terrible peso de su belleza y deben descargarlo sobre la piel de un bicho feo? y así sentir por dos segundos la vibración correspondiente a la diferencia de potencial, como dicen los físicos? No, nada que ver con el viejo oficio.

Victoria se mojaba los labios en el whisky, introvertida.

-La atracción de lo femenino -seguía Souberbielle, mirándolo al R. Ll. que se sentía incómodo sin hablar- por la fealdad es una necesidad «narcisista» (por usar una palabra significativa hoy en día). Digamos, algo natural. En el sexo (no sé si ustedes están al tanto de esto) el único objeto-objetivo es la hembra. La hembra goza el sexo en su cuerpo; el macho, en el cuerpo de la hembra. Es una relación asimétrica, flechada, con un solo sentido y dirección: del macho a la hembra, como el semen. En la cópula, ella es el único centro. La hembra cierra los ojos para sentir-se; el macho los abre para sentir-la a ella; es allí, en ese cuerpo, donde están los comandos del placer que el macho activa y dirige.

El R. Ll. fumaba y se miraba las uñas; parecía a punto de lanzarles un tarascón, como su amigo. Yo no perdía detalle de las reacciones de Victoria. (No expresaba nada; parecía que estuviese atenta a la conversación de dos muchachos al lado suyo.)

Más o menos, la disquisición de Souberbielle seguía así: -Y vean que por esta razón se entiende y explica cierto tipo de homosexualidad masculina. Bailarines, pianistas y otros etcetericones. Sin nombrar a otros grupos de narcisos que no cultivan ningún tipo de arte corporal. Oscar Wilde, si no; he likes people to look at him and listen to his wit... and he wore the sort of clothes that made people turn to look as he passed by. Como las pasivas flores que se tiñen de colores para atraer al insecto intruso.

-Bueno, tampoco hay que olvidar razones biológicas -dijo el R. Ll., saliendo de su rigidez- y hasta topológicas.

-Ay, por Dios! -exclamó Souberbielle. Herman y Victoria hablaban en secreto; ella se inclinaba sobre él para oírlo mejor.

-¿Cómo es eso? -preguntó alguien detrás mío. El R. Ll. se sonreía, tenía los cachetes colorados (Típico de gallego; uno no sabe si se avergüenzan de algo o acaban de toser). Entrenado para esas situaciones, el R. Ll. arremetió con ingenio:

-Yo le decía a un amigo en San Francisco, por el Castro District, todavía está por llegar el gran Earthquake que arrase con fuego esta city sodomita. Algo mucho peor que lo de 1906, y la sumerja en las aguas del océano. Y él: Ah, no-no. No se puede comparar San Francisco con Sodoma!, you know: cada uno de sus habitantes está condenado de entrada por la fatalidad. Subir, bajar estas calles (me decía), fíjese, mire, hmm, es para volverse puto! I believe.

Más o menos a esta altura de la noche comenzaron a intercambiar direcciones. Entre otras celebridades aparecía una amiga argentina que estaba al tanto de TODO. Si querían comida china o italiana había que llamarla y sanseacabó.

-¿Qué hace en París? -preguntó Victoria.

-¿Cómo qué hace? -preguntó Souberbielle, fingiendo molestia-. Es escritora (estás distraída).

-Bueno, podía ser más original, ¿no?

-Personne n'est parfait.

-¿Cómo se llama? ¿ O también debo deducir su nombre?

-Louise Nosequé -contestó con acento francés-. Estoy seguro que va a llegar.

-¿Adónde?

Souberbielle miró a Herman con un gesto de terrible cansancio.

-Esta minita viene en decadencia -dijo, y Herman se rio. ¿Cómo adónde? Va-a-llegar, apenas se pesque un resfriado en el Sena, uno de esos virus invisibles que los artistas van a buscar allá. Llegan, se encierran en un cuartucho, pasan un poco de hambre, frío y miseria, y se consagran. Ya está. Todo pintor sabe que si no va a París, por lo menos una vez en su vida como un musulmán a La Meca, no valdrá un carajo. El ya nombrado virus es como el tiempo: vale oro. Cualquiera que haya analizado la estructura de los mitos sabe que el héroe antes debe pasar por un largo retiro y por diferentes peripecias económicas y espirituales antes de la Iluminación. Luisita estaba esperando conocer bien París para poder escribir algo sobre Rosario, que es donde nació y se crió.

-¿Cómo?

-Apenas descubrió que no había integrante del Boom y ainda mais que no haya pasado por la Ciudad Luz, armó su maletita y se marchó a París, para que la pinten de barniz. Como Manuelita. Pero / tanto tardó en cruzar el mar / que se dio cuenta de que no se puede llegar a ser un escritor Profundo abordando solo el tema de «lo argentino». Porque Profundo quiere decir Universal. Después de terminar con Fuentes y Oct avio, me dijo que el tema de «lo mexicano» excluye inevitablemente a lo no mexicano. Si no, ¿qué sentido tiene decir que los mexicanos tienen dos ojos y están condenados a ser libres? O que Dios es la soledad de los mexicanos. Y para peor Fulano te dice que los mexicanos son así y asá, y vos te das cuenta de que los de Jujuy y los de Santiago también, entonces terminás cayendo en una tautología vergonzosa. Pos no, señor, decía Louise, cosas tan universales solo podían llamarse existencialismo o estructuralismo. Así que al diablo Rosario y Tolstoi con su villita. Un bocho la muchacha.

Anotó la dirección de la Nosequé en clave. Un tipo de clave que nunca había usado hasta ahora. Como Washington lo había estado observando de reojo, Souberbielle le descargó un discurso acerca de los cuidados que se deben tomar cuando se escribe en clave. Lo mejor era combinar varios tipos de claves, sin usar ninguno por mucho tiempo. Y nada de criptogramas!, que eso es un juego de niños. Victoria observó que para eso había que tener una memoria de elefante. Souberbielle le recordó que los musulmanes acostumbraban a recitar el Corán de memoria, y lo que hubiese sido del pobre Sócrates sin aquellos discípulos memoriosos. En aquella época no había grabadoras, solo había platones.

De la acumulación de datos inútiles se pasó a la acumulación de capital, y de éste de nuevo a la tangente del conocimiento, cerrando el círculo con la afirmación de que: como el capitalismo, el enciclopedismo del siglo XVIII fue el resultado del «carácter anal» (la misma etimología de la palabra era por demás elocuente) ya que también se trataba de acumular y retener. Si oro = caca, caca = cultura occidental. (Parece que en el único momento en que la gente usa su imaginación es cuando razona bromeando.)

-Según como se mire -dijo el R. Ll., rompiendo una nuez.

-Según como se mire -replicó Souberbielle, torneándose los bigotes-. Según como se mire un zapato puede ser un tractor sin ruedas. Un poeta puede ver un aliscafo en lugar de un zapato, pero solo los tontos se hacen a la mar en un Luis XV.

Me levanté y salí a la piscina. Allí se respiraba una paz deliciosa; quizá por el contraste con aquella monstruosa reunión. Entre la oscuridad de las plantas tropicales, podía ver a los otros en la sala iluminada en exceso. Parecía el escenario de un teatro. Podía ver a Victoria, inclinándose sobre Herman, diciendo algo, actuando.




- XXI -

La reunión se dio por comenzada, al fin, a la medianoche. Un tipo parecido a Harpo Marx explicó por qué se hacía la reunión en un lugar como ese. ¿A quién se le ocurriría hacerla en un sótano del Cerro? Se habló toda la noche de las mismas estupideces de otras veces. Souberbielle y el tal Herman subestimaban al resto. Para ellos, gente como Vassallo y sus compañeros debían ser tan torpes con las ideas como con la ropa. Ellos sí, sabían lo qué ponerse. Para Souberbielle (como para muchos otros), un hombre tímido no oye ni ve bien, un anciano no puede comprender una sutileza del ingenio, solo porque está medio ciego o medio sordo. Por el mismo camino, pero a la inversa, ese tipo de gente supone que un sordo o un ciego deben tener un coeficiente intelectual reducido, porque se acostumbraron a reírseles en sus narices.

Una hora después de comenzada la reunión seguía llegando gente. Victoria los atendía como si fuera de la casa. Estoy seguro de que no vivía allí ni tenía autoridad alguna. La conocía lo suficiente como para darme cuenta de que todos aquellos cuadritos en las paredes, cacharros y estatuitas diseminadas por todas partes no podían ser obra suya. Particularmente me desagradó una treintena de estatuitas de Buda; no del tipo tailandés, sino de aquellos budas chinos que ríen con una barriga desbordante. Treinta son mejores que uno, había dicho Warhol; quizás por eso. Estaba claro: el kistch era nuestro zeitgeist.

En un rincón el Recién Llegado pasaba de una aventura que había tenido en la línea naranja del metro que va a St. Denis, a otra en el Jardin du Luxembourg. A esa altura, Martillo había desaparecido y Vassallo intentaba hacer lo mismo.

Se habló de reuniones pasadas, de otros líderes (desconocidos). Podrían interrogarme toda la vida acerca de estos detalles, que no recuerdo ninguno. Ocupé el resto de mi atención (agotada) en Victoria. La vigilé como pude, sin mirarla directamente. Con la atención puesta en ese punto periférico de mi campo visual, advertí que me miraba. De lo que se dijo recuerdo una queja de Herman: en una reunión como esa, unos años atrás, el grupo de uruguayos había preferido mal informar acerca de los Tupamaros. Se había dicho que en realidad pertenecían a la derecha criolla, una escisión de El Federal, grupo fascista que tenía un sótano en el Cordón, cerca del Obelisco. Y que esa mala fe (esto lo había dicho el doble de Harpo), esa terrible desconfianza de uno para con el otro, de camarada a camarada, haría fracasar la Revolución Latinoamericana. Todo dicho con esas repeticiones propias de los discursos improvisados y vacíos.

Nos fuimos de a poco, de madrugada. Despidieron a los proletarios como si realmente los apreciaran. Era comprensible; al fin y al cabo, ese tipo de gente vivía a costilla de los verdaderos revolucionarios. Se creían los embajadores de la Revolución, y vivían como tales. Como aquellos ministros del Vaticano, ministros de un Rey que montaba en burro.

Victoria apenas me extendió una mano blanda, como a los demás. Estaba más preocupada por unas nubes que amenazaban tormenta. Sabía perfectamente cómo vengarse de mí. Lo hacía bien. Se asomaba al porche y decía:

-¿Puede ser que no llueva?




- XXII -

Diciembre de 1981

El Manco agoniza. Debí darme cuenta antes; Lourdes ya no está, ¿acaso murió y no quiere confesarlo? Habla de ella en pasado. O tal vez no pudo despertar de aquel sueño terrible que es nuestra realidad (la cárcel rodeada de pasillos). Los murciélagos que lo despertaban con su espanto no volvieron; o peor: volvieron y no ha podido despertar esta vez. Ahora revolotearán día y noche en su celda, cubriéndole la luz de su ventana. Tal vez, pero no lo sabremos jamás.

-Sobrino -había dicho hoy, contra el muro-, acomode la tierra para que aterrice el avión.

Marías se inclinó sobre la tierra y dibujó un avión, justo delante del Manco. El realismo del dibujo era sorprendente. Un avión de pasajeros con la escalera de abordaje, visto desde una persona que se acerca para subir. Matías se esmeraba en los detalles, los corregía y ajustaba con delicadeza. Pensé que debía dibujar mucho en su celda.

El Manco sonreía, casi excitado.

-Si lo pudiese ver Lourdes -dijo, y volvió a ensombrecerse. De vez en cuando tosía con dificultad, como si quisiera no hacer ruido. Su respiración era cada vez más fuerte y fatigada. Por momentos parecía detenerse. Miraba el avión y su rostro iba expresando ternura, asombro, alegría, firmeza, calma, tristeza.

Cuando llegó la hora de subir a las celdas no se movió. Se quedó en su banco de piedra, arqueado contra la pared. Debió advertir que Matías y yo nos deteníamos delante suyo, interrogándolo en silencio, porque dijo:

-Muchachos, yo no aguanto más.

Sus palabras más lúcidas y terribles de los últimos años. Desde el pasillo pude ver cómo los guardias lo llevaban arrastrando.

Intento recordar el momento preciso (si lo hay) en que el Manco enloqueció. Aparecen en mi memoria imágenes vagas, otras aplastantes, como la vez que bajó las escaleras con ojos alucinados. Aún podía reconocernos y todavía no se había rodeado de esa libertad imaginaria que lo salvó por algún tiempo. Volvió a hablar del Pozo. No pensamos que deliraba; más bien parecía el relato agitado de un niño que decía la verdad. Los rastros de algún tormento (la desnutrición, la tortura psicológica) eran visibles en todo su cuerpo. La última vez, no dijo algo nuevo sobre el Pozo; repetía el mismo relato de años antes, pero con un temor renovado. Nos recordó que Ignacio Flores Malevic había sido llevado allí después de arrojar tierra en los ojos de un guardia y no había regresado. Eso fue en el otoño de 1975. «Flores Malevic -dijo aquella vez- murió en el Pozo, y ahora está en el otro patio, con los otros muertos. Tampoco ellos pueden salir porque de aquí nadie sale».

Ante el delirio sin límites del Manco, nos fuimos acostumbrando a ser incrédulos, así como no se le da importancia a un sueño que porta un mensaje de mucha importancia, solo porque parece absurdo. Tal vez (he pensado mucho) no lo veamos más.




- XXIII -

Me despidió como al resto, con rigurosa formalidad, con una fría y estudiada simpatía. Solté su mano como si arrojara algo. Salí, crucé el jardín y solo en la calle me di vuelta un segundo para mirar. Estaba de espaldas al ventanal, con una mano en la boca, como si quisiera reprimir una sonrisa.

De golpe, liberado de aquella gente, me invadió una sensación de libertad que solo sentía cuando me encontraba solo en algún país lejano, desconocido. Bajo los efectos de este sentimiento, caminé varias cuadras en la oscuridad, sin saber hacia dónde iba. Cuando decidí volver al hotel me puse a buscar un taxi. Pero nadie circulaba por aquellas calles desoladas. Busqué alguna avenida de importancia (Rivera, avenida Italia), en vano. Habían desaparecido. Habría vuelto a la rambla para ubicarme si no fuera por todo el tiempo que había perdido caminando en dirección opuesta. Tampoco estaba seguro en qué dirección podría encontrarla. Por casualidad, me crucé con un ómnibus. Sin mirar siquiera el cartel de destino me puse delante con las manos levantadas para que se detuviese. A pesar de que allí no había parada, el guarda no se molestó, pero preferí no hacer preguntas. El guarda había optado por el silencio en lugar de gritarme que era un loco. Después de una hora de andar no apareció ninguna avenida o calle importante que me pudiese orientar. La oscuridad me imposibilitaba leer cualquier cartel. ¿Por qué deberían pasar por el centro? Tal vez se alejaban aun más. Me bajé inmediatamente. Caminé varias cuadras, ahora sin la referencia de la costa. No podía saber si iba hacia el norte o hacia el sur porque no había estrellas siquiera. Intenté acercarme a una mujer que caminaba apurada, pero luego comenzó a correr. También intenté con un borracho y un mendigo que dormía en el umbral de un comercio. Dos intentos torpes. Solo un niño que cruzaba corriendo la calle me indicó algo hacia atrás. Pensé que había escuchado mi petición al mendigo y me señalaba la dirección del centro. Di vuelta sobre mis pasos. En cada cruce de calles miraba a ambos lados procurando identificar algún detalle orientador, pero cada cuadra era igual a la otra: casitas de un piso, apretadas una contra la otra; cada nombre de calle era igual al otro: personajes desconocidos, sin historia, nombres inventados, generales, doctores, santos y fechas de acontecimientos desconocidos. Me alegré al encontrar una calle que se llamaba Rivadavia, como si en ese nombre conocido hubiese alguna indicación. Resultó tan vacío como los otros. Comencé a preocuparme (aunque ahora me pregunto por qué). Hasta que por fin di con algo conocido: el prostíbulo de la incestuosa. Fácil (pensé): solo hay que recordar cómo había llegado la última vez hasta allí. No pude recordar nada. Mejor dicho, casi nada. Podía recordar lo del hotel Victoria Plaza, el restaurante de 18 y Ejido, la recordaba a la prostituta vistiéndose de apuro y subiendo al taxi. Nada de eso me servía. Recordé también (por un encadenamiento inevitable), todos los momentos anteriores: la calle Emilio Reus, Victoria subida a la escalerilla de madera, el lunarcito, la casona de bulevar Artigas. Había un bar abierto en una esquina. Tomé una caña y descansé un momento. Luego de ordenar un poco la cabeza pregunté al mozo por el centro. A pesar del sueño que le cerraba los párpados, me explicó, con abundancia de detalles, qué debía hacer para llegar. Pero solo el camino hasta la parada más próxima resultó tan complicado que a la mitad de la explicación renuncié a prestarle más atención. Estaba cansado y ya no me preocupaba llegar pronto al hotel. Sabía que con la luz vería las cosas muy diferentes. Terminé mi caña volví por la calle del prostíbulo.

Tenía la cabeza llena de voces. El Recién Llegado decía: «Hay que reconocer de una buena vez por todas que toda la civilización surgió alrededor de un prostíbulo. El oficio más antiguo del mundo ejercido por un pedazo de reno!». Victoria se reía, Vassallo con palabras como «plusvalía» y «lumpenaje», Iñíguez, Osinde y Brandazza, Victoria se reía, Chabalgoity (la doctrina del West Point, los dominó y la Logia de Praga), Selva Wittenberger en la Alhambra, con los ojos fijos en el techo y una franja oscura sobre la frente. El Gehena, un laberinto sin horizonte, once upon a time there was a king, aquí y ahora.

-Flaco -me preguntó alguien desde la oscuridad- ¿Están buenas las minas aquí?

Miré: estaba en la puerta del prostíbulo. Un hombre de bigotes tipo Nietzsche fumaba nervioso mientras esperaba mi respuesta. Me eché a reír y desapareció como una sombra. «Debo estar borracho», pensé. Apenas toqué la puerta, se abrió. Una vieja ex-puta me salió al paso, furiosa porque había entrado sin llamar. Pero el cliente siempre tiene la razón. Cambió de tono enseguida y dijo, con amabilidad, que pasara. «Las chicas están libres». Sonrió con cara de buena. Hipocresía y debilidad, siempre van juntas. Entré al patio con claraboya, después a la primera puerta. «Pasá, cariño», dijo Blancanieves. Estaba sentada en la cama; tenía algo diminuto entre los dedos que estudiaba con profunda preocupación. Un anillo.




- XXIV -

El sábado 23 de junio (tres días antes de la tragedia de Ezeiza), la vi por última vez. La estuve espiando desde que llegó a la casona en taxi, con una carpeta debajo del brazo y la cámara de fotos colgada de un hombro. Se había quedado parada en la entrada, mirando al suelo, sin saber qué hacer. Luego sí, entró, buscó un detalle en el muro, acomodó el ocular de la cámara y se quedó pensativa. El muro decía, desde hacía años: Yankees go home - MLN Tupamaros. Estuvo algún tiempo sentada en los escalones de entrada dibujando y haciendo apuntes al pie. No había nadie en la casilla del sereno; se podía ver a través del vidrio sucio. Pero había vuelto. Había restos de fuego reciente en la entrada. Una caldera de lata quemada lo identificaba. El guardián había pasado de mísero asalariado a mísero, a secas.

Volvía a esa incomprensible tarea (según Raúl) de sacar fotos y más fotos. ¿Dónde estaba Raúl? No me lo imaginaba dejándola sola a esta hora de la tarde. Su dueño celoso. Reconozco que yo mismo tuve celos por ella. Como cuando la veía fresqueando con alguno de sus compañeros de facultad, o cuando golpeé al tipo del barrio Reus. En cambio, no podía sentir celos de Raúl. Por el contrario, lo sentía mi aliado. Raúl debía impedir que se acercara a otros; ella no podía tomarle el pelo como a un idiota; etcétera. ¿A qué se debía esto? Mucho después creí comprenderlo con frialdad. [El macho (pensé) se mide a sí mismo a través de la aceptación o el rechazo de la hembra. Para terminar con este ejercicio agotador, los hombres inventaron un sistema de pactos que luego fueron modificando con el tiempo: el matrimonio. Ni el macho vencedor ni el perdedor tuvieron luego motivos para continuar la lucha, física o psicológica. El perdedor, al aceptar el pacto, ya no necesitó competir por su aceptación, porque ya no era posible. El rechazo o la indiferencia de la hembra hacia el segundo macho podía ser violento al decidir el pacto con el primero, pero luego significó una renuncia «resignada» de la hembra por el segundo. En este momento, el segundo deja de tener celos del primero, el macho ganador en principio. Ahora el segundo pasará a competir con el resto de los segundos, es decir, con los otros en su misma situación. Comenzará a medirse a sí mismo por la preferencia de la hembra hacia él o hacia los otros segundos. No hacia el primero.] Pero en aquel momento solo sentía fastidio por una actitud suya que no comprendía. Volvía a fotografiar el patio desde una ventana. Dos, tres veces. Buscaba (me lo había dicho antes) aquel ángulo que pudiera sintetizar, como en una fórmula alquímica, la eternidad de las cosas inmóviles. Yo le había sugerido buscar en lo efímero: unas olas diluyéndose en la playa, una mesa con gente. «Qué sublime es el vértigo de la eternidad -decía-, pero sería insoportable vivir sin esa grandeza que promete la muerte». No, eternidad e inmortalidad no son la misma cosa, Victoria.

La luz del atardecer se fue hechizando, y solo se escuchaba el chifhric de su cámara perdiéndose entre las paredes, multiplicándose tímidamente en los salones. Odiaba esas copias del Mysterious Rose Garden de Beardsley, las flores de William Morris en el empapelado. Obra de los Figueroa. Aún no había oscurecido del todo cuando subió las escaleras; despacio, haciendo crujir cada escalón como si arrastrara un gran peso. Por el balcón de su cuarto entraba una luz rojiza. Las luces de la calle comenzaron a encenderse, decretando el comienzo oficial de la noche. Sacó un pequeño cuchillo de su cartera y se quedó estudiándolo con cuidado. Parecía una estatua. El cuchillo había sido el regalo de un peón de la estancia de su abuelo, en Tacuarembó. Cuando lo recibió, no pudo ocultar su alegría por el gesto de aquel hombre rudo. Le dio un beso y corrió a mostrárselo a todos. Todos lo encontraron muy bonito (tenía unas rosas grabadas en el mango), pero le advirtieron de lo peligroso que era. Una niña no puede andar jugando con eso. Entonces ya era tan hermosa que cualquiera podía adivinar un mundo a sus pies. La abuela le hacía una trenza con el pelo que se iba aclarando hacia el extremo. Algunos años después había repetido aquellas palabras de Borges:


... es, de algún modo eterno,
el puñal que anoche mató a un hombre en Tacuarembó
y los puñales que mataron a César.



«A veces siento -me confesó- que si disparase un flash en la oscuridad, lo vería a él, como un fantasma, grande y rústico. Qué cosas ¿no? Será porque nadie es imposible.» Se avergonzaba de lo que era. Un sentimiento oculto de culpa (¿existen los sentimientos ocultos?) había tomado forma en la conciencia demagógica de ser apenas una «pequeñoburguesa». Para los pequeñomarxistas de la época, todos los burgueses eran pequeños. Era comprensible que se haya comprometido con la izquierda, o mejor dicho con un espejismo paradójico: con la izquierda aristocrática. Porque tampoco pudo renunciar a las elites. Otras veces no parecía ella. La vez que tuvo el accidente con el auto, se negó a ser atendida. Había tenido cortes en los brazos y sangraba. Cuando Raúl la vio lavándose en el baño, casi se desmaya. Ella le preguntó por qué ponía esa cara de degollado. No quiso que la llevara al centro médico. «La gente ya no se banca nada -me dijo después, demostrándome que los cortes habían sido mínimos-. Tienen un dolor de cabeza y gritan desesperados por un neurólogo, corren y se tragan dos aspirinas. Una angustia? Un psicólogo ya, mi vida por un psicólogo! La gente ya no se banca nada, nada. Aguante, qué tanto joder».

Había levantado el cuchillo del suelo cuando el sereno entró al patio. Estuvo un momento en la casilla y luego salió para hacer fuego. Quizá fue en este momento que ella advirtió su presencia. Imposible determinarlo por sus gestos indiferentes. Guardó el cuchillo y bajó las escaleras con algún apuro. Iba a salir, pero la presencia del hombre la detuvo esta vez. No debió verla; estaba de espaldas controlando el hilito de humo. Volvió a subir y se quedó espiándolo por una ventana. El hombre estaba acomodando los grifos robados de la casa junto con otros objetos de mediano valor. Los seleccionaba y los ponía en una bolsa al lado de la casilla. No la había visto. Pero tampoco pudo evitar los nervios. ¿Y si volvía a la casa por algo más? El sereno estaba fumando y miraba hacia la casa. Corrió a esconderse detrás de una puerta. Sostenía el cuchillo como si pesara varios quilos. Era posible que la hubiese visto en la ventana del balcón. No debió ponerse allí. Y si la descubría, cómo se justificaría? Para justificar un absurdo nada mejor que usar la misma «lógica del absurdo». Dar una respuesta daliliana; por qué lo relojes son blandos? Dalí: blandos o no, lo que importa es que den la hora exacta. Sí, es posible. Pero a una mujer no le está permitido hacerse pasar por loca. Por eso, no salió de la casa. Prefirió esperar a que se fuese o, en el peor de los casos, a que amaneciera.

Esto último fue lo que ocurrió. Qué cosas pasaron por su cabeza? Caminaba como una sombra, evitando las manchas de luna proyectadas sobre el piso. El viejo piso de madera la traicionaba a veces: crujía, entonces se detenía petrificada. Se escuchaba el sonido agudo del flash, sonido de mosquito en medio de una pesadilla. Cargaba el flash como quien carga un revólver. Solo después de una pausa prolongada seguía recorriendo las habitaciones. Volvió a la que había sido suya, se sentó en el sillón y se quedó mirando a través del espejo.


Cada objeto conozco de este viejo
edificio: las láminas de mica
sobre esa piedra gris que se duplica
continuamente en el borroso espejo.

Probaba la dureza del cuchillo en una mano. La vez que Raúl le insinuó al sereno que se estaba robando los grifos, el sereno la miró a ella. Su mirada había sido de reproche. ¿Por qué a ella? Tal vez no soportaba la mirada sobradora de Raúl. Le temblaban los labios gruesos y los apretaba con rabia. No decía nada; se daba media vuelta y se iba escupiendo en secreto alguna mala palabra. Una vez le preguntó a Victoria si trabajaba para la empresa constructora. «No...», contestó ella, titubeante. Se había quedado mirándolo con una timidez incomprensible. Buscaba qué decirle. Lo miró a los ojos, a los zapatos rotos y finalmente a una planta contra el muro. Cada día alimentaba las fantasías del sereno. Ella debía saberlo y por eso cada vez que se cruzaba con él apenas lo saludaba. Pero no es lo mismo la indiferencia auténtica, distraída, que el intento de demostrarla. Se enojaba con ella misma. «No lo puedo ver -decía-; con esa cara de baboso.» Otra vez, saliendo apurada de la casa para evitarlo, se le cayó la carpeta con los dibujos. El sereno corrió hasta alcanzarle una por una las hojas caídas. «Voy a enrojecer -pensó agitada-, y pensará que lo ando buscando.» Terminaba de pensarlo cuando algo dentro suyo la traicionaba de nuevo. Sus mejillas ardieron y la humedad acudió a sus ojos. Juró no volver más. Pero después el sereno desapareció...

Ahora estaba allí abajo, fumando. Ella sacaba el reloj a la luz y miraba: eran las doce, las dos, las dos y cuarto, las dos y dieciséis. Cada tanto la vencía el sueño y apoyaba la cabeza sobre un brazo. Cerraba los ojos con esfuerzo hasta que, de a poco, iban surgiendo en su rostro las expresiones de una pesadilla. Cuando esto ocurría con mayor intensidad despertaba súbitamente, agitada. Gotas de sudor bajaban hasta sus labios.

-¿Quién anda ahí? -dijo, levantándose. Su voz, temblorosa, sonó como lo único real que había sucedido en toda la noche.

Salió hacia la oscuridad de los pasillos, con el cuchillo en la mano.

¿Quién anda ahí? -volvió a preguntar, esta vez más agitada. Debió darse cuenta del error que había cometido, porque bajó corriendo a la cocina y después al sótano. Estuvo un largo tiempo escondida detrás de unos muebles viejos. Desde allí se podían escuchar hasta los más mínimos ruidos que se producían en los salones y hasta en las habitaciones de arriba. Los pasos del sereno se repetían con lentitud por todas partes. Cuando se abrió la puerta del sótano, una luz pálida y casi irreal bajó por los escalones hasta donde estaba ella, de espaldas, desnuda y brillando de sudor. Su pecho subía y bajaba con fuerza.


El antiguo estupor de la elegía
me abruma cuando pienso en esa casa
y no comprendo cómo el tiempo pasa
yo, que soy tiempo y sangre y agonía.




- XXV -

Hoy es jueves; mañana deberíamos salir al patio. Sin embargo presiento que no. Nadie vendrá con el ruido de llaves y abrirá esa puerta. Esa puerta. Esta. Espigas de hierro. 5 verticales, 11 horizontales. 96 remaches (faltan 2). 44 casillas de chapa (4 mm) despintadas. Entre la chapa y las espigas quedan restos de pintura verde y azul. Cerradura detrás de casilla 4 horizontal, 5 vertical. 3 horizontal, 6 vertical: Clara Germoglio (con la punta de un clavo que encontré en el patio). 2 horizontal, 5 vertical: el continente del sur, Umalaca, avanza 9 mil millas al este. Engelharland avanza 9,550 desde el norte. 5 horizontal, 10 vertical: la luna del Nilo. 3 horizontal, 5 vertical: Victoria Ross. (reciente), sobre una débil capa de pintura azul-verdosa.




- XXVI -

Adelanté mi vuelo a París, para el 26 de junio. Con el boarding pass en la mano, decidí llamarla. «Por última vez», pensé. Quería escuchar su voz, luego colgaría sin decirle nada. Chabalgoity me dijo una vez que los aeropuertos tenían un efecto negativo en mí; el tiempo de espera, entre el boarding pass y la escalera del avión me provocaban una inexplicable nostalgia depresiva. «No tomes decisiones importantes en ese tiempo -me había dicho-. Es preferible leer el diario o comer de más».

Proféticas palabras del viejo maestro. La llamé. Una voz de mujer me informó de su muerte. Al principio creí que se trataba de una metáfora ordenada por ella misma a la mucama.

-Dígale que un amigo quiere hablarle -insistí.

-Pero, ¿quién habla? -preguntaba la mujer, inquieta.

-Un amigo de facultad -mentí-. Me voy del país. Dígale que le hablo desde el aeropuerto y que no puedo esperar mucho más.

-¿Puede decirme quién habla?

-Me escuchó o no? Es urgente, no me haga esperar!

-¿No me escuchó? Ella falleció hace pocas horas.

Su rostro de niña se dibujó sobre el disco del teléfono, pálido.

-Debo hablarle -dije para mí.

-Dígame su nombre, por favor.

-No me haga esperar. Es urgente. ¿Me entendió? Ur-gen-te! -en su rostro, una expresión de tristeza; me miraba, miraba a la nada en el momento en que yo le gritaba, «Oh, Venus...» -qué importancia tiene mi nombre? Está bien, está bien. Santiago-Juan-Judas, para servirle. Pero dígale que es urgente.

Respuesta: -Se puede ir a la Reputísimamadrequeloparió.

Y colgó.

Estaba aturdido; me movía como un sonámbulo. Cada una de las cosas que ocurrieron después, parecían haberme ocurrido muchos años antes. Hasta sentía que podía prever los acontecimientos. La misma noticia de su muerte perdía su impacto inicial y pasaba a ser un hecho lejano, reconocible.

Un taxista viejo me llevó a la empresa fúnebre más probable. Quedaba en la avenida 8 de Octubre, no muy lejos de la casa de ella. Entré y me mezclé entre la gente, en silencio. Reconocí a varios elementos: los del Carrasco Lawn, los del meeting del chalet (Souberbielle con lentes negros, la morena que hizo de empleada, la otra de la piscina). No quise verla. En ningún momento traspasé las cortinas graves y oscuras que separaban a la muerta del resto. Solo una vez, cuando su abuelo entró para llorarle arriba, vi el ataúd. Estaba totalmente cubierto de rosas blancas. El cuerpo apenas insinuado. «Qué injusticia», lloró el viejo varias veces. El único auténtico; el resto pecaba de una sobreactuación medieval. No me reconoció, por suerte. ¿Dónde estaba su padre? «Qué injusticia», repetía; esas palabras arrancadas por la muerte a la impotencia de los vivos. Soledad y muerte se parecen. Descubrir un rostro que ha sido abandonado por el alma es darse cuenta de esto. Refleja la impotencia de los otros rostros que lo miran sin comprender; ese gesto que parece sonreír, pálido

inocente

misterioso

triste

eterno. Entonces la injusticia está en el inevitable abandono. (Es injusto «castigar» a alguien sin una explicación.) El muerto está irremediablemente solo, y es el único que sonríe entre la multitud dolorida. Soledad trágica, porque deberá recorrer caminos desconocidos sin nuestro cuidado. Regreso melancólico del muerto que comienza a disolverse en nuestro pasado, mientras nosotros seguimos penetrando otros caminos (también desconocidos), más desolados desde entonces. El Otro desaparece con el NO más absoluto que conozcan los hombres. Una balsa corre por un río oscuro y misterioso; nosotros la miramos desde una orilla, hasta que se pierde en el ocaso. A pesar, sí, de toda la anestesia y la frivolidad, nuestro tiempo, el tiempo de los modernos, con toda su sabiduría contra el dolor (físico) es, en el fondo, trágica. Nuestra propia concepción del tiempo, el tiempo lineal, es más trágica que la del tiempo circular. ¿Un invento? del cristianismo (ya en el Juicio Final estaba fatalmente implícito). A diferencia de un egipcio antiguo, para nosotros el tiempo corre y es irreversible. Está harto ilustrado en el paisaje tecnológico y científico: Newton es superior a Galileo e inferior a Einstein; en cualquier lugar uno puede tropezar con un Chrysler del 47, con una radio a válvulas, con una vieja revista de modas (aquí el tiempo lineal está en la tecnología fotográfica, no en la vestimenta). Nuestro tiempo se desarrolla y por donde pasa una vez no vuelve a pasar. Nunca. Y si para un egipcio el tiempo era un ritmo eterno dentro de un orden estático, si para los aztecas era algo que se repetía a sí mismo (y, por lo tanto, también era eterno), el nuestro era algo que tenía que acabar algún día. Como todo lo que se desarrolla, tiene principio y final. Todo está destinado a desaparecer (definitivamente) algún día, tarde o temprano. Y eso es lo trágico.

Abrí los ojos. El de la balsa era yo. Yo, que me alejaba de todos. Quizá como todos, como en un universo en expansión.

En la sala mayor la gente se paseaba con trajes oscuros. Sus rostros graves por el cansancio de la noche. En otra sala más chica, tomaban café y hablaban de cine cuando el recuerdo de la muerta descansaba. Los detalles mezquinos de la vida niegan el Gran Acontecimiento. Como anticuerpos, parecen vencerlo más tarde (triunfo que solo será provisorio y aparente). El anciano sin consuelo descansa recostado a una pared. Del otro lado estaba la que se fue para siempre. ¿Para qué tomar café? ¿Para qué? Cuando le habían dicho la mala, lloró, fue a buscar una corbata, eligió una, después otra más oscura (que además iba mejor con el traje que ya se había puesto) y pensó: «comienza a quedarme grande». Su mujer, la abuela de Victoria, se había peinado con el peine de puntas redondeadas, porque el otro la lastimaba. En la sala de café se molestó porque el encendedor no funcionaba, y cuando por fin salió la llamita, respiró con alivio. Unos días después, y en cada aniversario, el viejo diminuto le jugaría al 26 a la cabeza, porque esa era la edad de la muerta y el día de su fallecimiento. 26 a la cabeza con el 06 (junio) a los diez. 26 con 73; 626, 673, 2626, 47 con 73, 23 con 47. Así cumpliría con la vieja tradición, depositando en el azar pagano una esperanza oculta en el más Alá. Esperanza del más ateo en lo sobrenatural, en el contacto simbólico con la desaparecida; pretendida y confusa inmortalidad. (Proceso inverso al avaro secreto que, sin saberlo del todo, pone sus esperanzas de dinero en el desciframiento de una coincidencia sobrenatural, la que luego llaman suerte o azar, salvando así su intachable ateísmo.) La realidad se muestra de esta forma más insensible que la imaginación atormentada por un futuro inevitable. La muerte imaginaria del padre, la madre o el esposo es seguida por la muerte, el suicidio, la desesperación o la inacción del que imagina o sueña. O por alguna otra tragedia de la misma dimensión. Luego la muerte real es seguida por un repertorio escandaloso de hechos insignificantes que terminan ocupando toda nuestra atención. ¿Y quién diría que la realidad es menos trágica que la ficción? Ocurre que la ficción es la puesta en escena del drama silencioso, amorfo e intangible de aquel que prepara café o elige el color de la corbata que llevará en el funeral. Los ojos medianamente profundos verán con escándalo el imperio de las mezquindades, triunfo aparente de los detalles sobre el Gran Acontecimiento. Otros compondrán «Adiós Nonino».

Pobrecita.

¿Sufrió mucho?

No. Fue instantáneo. ¿Vio cómo quedó el auto?

A ella le gustaba correr por la rambla.

Usted no sabe cuando iba a Tacuarembó. Conozco el lugar; saliendo de la ruta 5, hacia Valle Edén.

¿No queda ahí la Curva de la Muerte?

No, no; un poco antes.

El auto negro llevaba una banda blanca con una inscripción en letras doradas:

***LOS COMPAÑEROS DE FACULTAD A NUESTRA VICTORIA***




- XXVI -

Hoy viernes debimos bajar al patio. Podría pensarse que me equivoqué y era jueves. Lo creo imposible; yo cuento y marco los días.

El pueblo parece haber sido evacuado. No registré movimiento alguno en los dos últimos días. No vuela una mosca. Finalmente optaron por lo más razonable; moriremos de hambre. No me animo a gritar siquiera. Afuera el silencio es profundo. El mediodía se hace eterno, inmutable. Por la ventana entra un verano antiguo, con sus olores a eucaliptos y a mar.






ArribaAbajoCuaderno tercero


- I -

Enero de 1982

El miércoles 27 se oficializó el golpe de Estado. Caí en la cuenta del engaño: ella no había muerto. Una verdadera tragicomedia había sido puesta en escena para sacarla del país. No había nada debajo de aquellas rosas blancas. Ella estaría en Suecia mientras yo caminaba durante toda la noche sin poder dormir. La fiscalía de los recuerdos, por el camino de la angustia, siempre logran probar la culpa del acusado.

Poco antes de amanecer, me registré en el Pyramid Hotel, en la Ciudad Vieja. (Una muchacha de profundos ojos azules leía y comía pétalos de rosa. Me comentó cuál había sido la habitación del Conde de Lautréamont, a propósito de mi apellido. «Prefiero otra», le dije.) Debí dormir una o dos horas; luego no pude. Bajé y salí a la calle. En tres cuadras me crucé con dos hombres que en principio me parecieron borrachos. Comencé a presentir algo terrible. La ciudad se había vaciado, y los que quedaban no podrían entenderme, porque hablaban un idioma distinto, desconocido. Pensaba, «Si la vida es un sueño obsesivo, tarde o temprano deberá terminar en una crisis como esta». Mi mayor angustia consistía en mi propia incredulidad, en mi escepticismo. Es más sano creer ciegamente que el mundo es lo que parece, es decir, que es algo estúpido y absurdo. Caminé casi corriendo hacia el Solís. Parecía que allí había alguien recostado a una columna. Le pregunté la hora, a pesar de que era evidente el reloj en mi pulso. Era una vieja vagabunda que desvariaba. «No le diga a nadie -me dijo-, a nadie, pero el presidente (Batlle) mató a Washington Beltrán porque me quería. Y ya sé de otro bandido que me está arrastrando el ala. Aunque usted no quiera creer.» Despedía un fuerte olor a orín, y su cara parecía la del hombre de Grauballe. Seguí caminando detrás de las columnas. Los carteles anunciaban distintas funciones con letras de tiza, borroneadas por la humedad. Y el calor era un infierno, increíble para esa época del año. Un cartel decía:

22 horas

EL EMP R DOR JONES

E. O'Neill

O'Neill aparecía varios planos más al fondo, cubierto por una neblina de tiza. Detrás del cartel, recostado a una columna, un negro con la cara blanca, producto de algún maquillaje, tal vez. Parecía agotado. Me miró a los ojos y dijo:

-No se preocupe, todo está bien.

Quería decirle, espere!, no se puede morir aún. No debe; usted y los otros están obligados a continuar la representación. No pueden desaparecer todos al mismo tiempo, porque aún no logro morirme.

Hizo un gesto lento con la mano para que me tranquilizara y se apoyó en la pared, agotado.

-Le repito; todo está bien. No hay por qué desesperarse.

Sin pensarlo, corrí a la esquina y me colgué de un ómnibus que pasaba. Iba a paso de tortuga. Con la misma lentitud, el guarda me entregó el cambio. Era como si ya no tuviese fuerzas en las manos y hubiese perdido toda habilidad para moverlas. Me senté en el último asiento. A medida que entraba en el centro comencé a ver más gente; me tranquilicé. Se me ocurrieron varias explicaciones a lo ocurrido. Pensé que ese podía ser un día feriado, y yo no lo sabía o lo había olvidado. En esos días, como en los domingos, la Ciudad Vieja se vacía por completo. (Durante el horario de oficina las calles se llenan de hombres con corbatas y mujeres con minifaldas; con sus perfumes importados. Por la noche, dejan su lugar al silencio y a las prostitutas con marineros; con sus perfumes importados.) Los domingos de día, sin empresarios y sin prostitutas, la Ciudad Vieja entra en un silencio blanco y negro. Pensé en otras posibilidades: un actor de segunda sale a la calle para hacer una broma estúpida; después de ocho horas devolviendo el cambio a 1204 desconocidos, a 1204 cosas que subían y bajaban, subían y bajaban extendiendo la mano y pasando al fondo, aquellos gallegos ásperos y de permanente mal humor terminaban con los nervios deshechos. Los había visto antes: el síndrome de Chaplin se disolvía en la inacción.

Me bajé en la rambla y caminé durante horas. Pensé en telefonear a Buenos Aires y hablar con alguno de los miembros de la Logia de Praga. ¿Y qué les iba a decir? ¿Que todo había sido un fracaso y que para peor había perdido el vuelo a París? Debían estar al tanto de lo ocurrido con Selva y Chabalgoity. Me vinieron a la memoria discusiones sobre los principios filosóficos de la masonería. Yo era el más escéptico (Chabalgoity me había advertido de que me estaba «apartando» de forma peligrosa). Me fastidiaba la presencia de fascistas como Lucio Gelli dentro de la masonería. Respuesta (la misma de siempre): «Nosotros estamos por encima de cualquier partido político. Recordar las peores guerras en las cuales los hermanos masones, integrantes de bandos opuestos, conservaron mutua lealtad auxiliándose unos a otros.» Etcétera. Sin mencionar esa permanente tendencia alquímica y cabalística que los afectaba. No me perdonaron el día que mencioné la entropía del Universo. Hubiese sido menos dramático demostrarle a Einstein la posibilidad de v2/c2 > 1.

Subí hasta 18 de Julio y entré a un restaurante para almorzar. Recuerdo el salón, enorme y vacío, el silencio repentino, el calor. Solo había una pareja, delante mío y mesa por medio. Conversaban en voz baja, pese a lo cual no podían evitar que yo escuchara lo que decían. Estaban sentados al lado de una ventana. El tipo era un coreano que apenas hablaba español; ella (de espaldas a mí), la prostituta que abandoné en el hotel Argentino de Piriápolis. La reconocí cuando miró hacia la calle, entrecerrando los ojos para defenderse de la excesiva luz que entraba horizontal. Al principio me costó reconocerla; la diferencia de parecida era, precisamente, la misma que puede haber entre un prostíbulo de cuarta y un restaurante de primera. Diferencia que impide a veces reconocer a una puta y a un delincuente en una sala del Louvre, por un problema de escasa imaginación. Pero ahí estaba. Parecía nerviosa; fumaba con esfuerzo. El coreano le había preguntado por esto mismo a lo que ella contestó, «No, ¿y vos?». Tampoco. Pensaba si al darse vuelta podría descubrirme. No me parecía. Para ella, como para un gran profesor o para un médico muy ocupado, yo debía ser uno más del montón. Calculé la cifra probable que yo integraba en sus últimos diez años: 4h x 6d x 4s x 9m x 10 años = 8640; 8640 - 108 (menos 27 días, porque estuvo enferma un mes) = 8532. Descubro que, según el ideograma chino, la cifra alcanzada significa: «La Riqueza No Crecerá Fácilmente». Hice una pelotita con la servilleta de papel y la lancé como un proyectil. Cayó debajo de su silla. «Esta deformación -pensé- me viene de algunos maniáticos de la logia».

Me hubiera quedado así, mirando a esa mujer y al coreano todo el día, si esa luz, ese silencio y ellos dos hubiesen durado todo ese tiempo. Dibujaba con un dedo en el vaso empañado de cerveza. Ese lugar, de repente era un pueblo de Nicaragua, luego era Tánger. Pero esa felicidad abstracta habría de durar lo que dura la eternidad: un instante. Al levantar la vista descubrí que




- II -

¿PODRE MANTENER LA CALMA PARA CONTINUAR?

MIRO, ESCUCHO, palpo las paredes

y no veo NI OIGO NI SIENTO VIDA A MI ALREDEDOR!

¿En qué lugar del mundo se detiene ahora el sol?

¿Cuántas horas más durará esta noche?

DIOS MIO, ¿por qué me has abandonado?




- III -

Al levantar la vista descubrí que la prostituta y el coreano habían desaparecido. Miré hacia todos lados; no había nadie allí ni en la calle. Otra vez ese terrible presentimiento. Hice un esfuerzo sobrenatural para no perder la calma. Cuando ya sentía que la desesperación me vencía, me levanté y salí corriendo. 18 era un desierto. El vacío se escuchaba en la vibración del aire. No era una ausencia pura; era la persistencia de una presencia perdida, como la sombra blanca que deja un cuadro en una pared vieja, como la persistencia del miedo de una pesadilla al despertar. El murmullo se había extinguido de golpe. Un silencio blanco penetró todos los rincones. Luego una puerta se cerró con un golpe y alguien cruzó la calle corriendo. Me oculté en un zaguán y esperé. Debía tranquilizarme. Pero pronto sentí que me espiaban desde adentro y seguí caminando, sin rumbo. Las calles perpendiculares a la 18 estaban cortadas con ómnibuses que habían sido atravesados con ese propósito. Cada tanto el silencio era desgarrado por el rugido de los tanques de guerra. Maniobraban en algún lugar que yo no alcanzaba a ver, hacia el norte.

Instintivamente corrí hacia Plaza Cagancha. No me equivoqué. Todavía quedaba un coche de ONDA y algo así como diez personas haciendo fila para abordarlo. El coche maniobraba cuando logré alcanzarlo. Lo detuve poniéndome delante; por un momento pensé que me pasaría por encima. ¿Adónde iba? No lo sabía. El ronquido del motor me parecía escandaloso, pero luego me fui tranquilizando a medida que se iba perdiendo por calles secundarias. «Perderse -pensé, aliviado-; me perderé del mundo. Nunca más nadie sabrá qué fue de G. Conde Abercrombie». El asiento a mi lado iba vacío, y el resto de los pasajeros no decían una palabra. Pero, ¿adónde iba? No tenía forma de saberlo con exactitud. Hubiese sido ridículo (y sospechoso por demás) hacer una pregunta de ese tipo. No importaba; mi optimismo comenzaba a tomar proporciones eufóricas. «Perderse.» Después de cuatro horas de viaje ya no me quedaban dudas: íbamos hacia Rivera. Cuando cruzamos el Río Negro sentí que otra puerta se cerraba a mis espaldas, complicando el laberinto que debía alejarme del peligro. Me sonreí; creía que bastaba con alcanzar la frontera y cruzar caminando esa línea imaginaria, como un simple contrabandista. Cruzamos un cartel que indicaba VALLE EDÉN. De a poco fui reconociendo aquellos paisajes de la infancia, la estancia de los abuelos de Victoria. También comencé a darme cuenta del peligro de un optimismo como el mío. ¿Quién me aseguraba de que el ómnibus no sería detenido antes de llegar? ¿Acaso no había una aduana en esa misma ruta? No podía recordarlo. Y si ninguno de los pasajeros me había reconocido aún por alguna foto en el diario, los aduaneros lo harían. (Todos los miembros de la Logia de Praga estábamos fichados por cada uno de los servicios de inteligencia del cono sur, aparte de la CIA). Pensé que debía bajarme con alguna excusa y continuar a pie. Mantuve esa intención no sé durante cuánto tiempo, postergando el descenso en cada curva, en cada repecho, sintiendo, con vértigo, que de esa forma ganaba kilómetros en mi camino a la frontera norte. (Por otra parte, bajar antes de tiempo, podría significar varios días de andar a pie, los suficientes para ser encontrado por el ejército uruguayo.) Mi angustia iba en aumento, no tanto por la idea de ser atrapado, sino por la posibilidad de perder la única oportunidad de escapar. Tanto fue así que mi ansiedad desapareció cuando el coche se detuvo en el camino. Pensé que ya estaban ahí; pero no. Subió un paisano que parecía no darse cuenta de lo que ocurría. Saludaba con la cabeza y sonreía. Nadie le respondió. Solo cuando notó la parquedad del guarda y del resto dejó de hablar en voz alta. Lo saludé discretamente con un movimiento de cabeza. Se sentó a mi lado. Sin perder tiempo, evité que enmudeciera haciendo un comentario sobre el calor (era una fuente importante de información).

-Hk'm, sí -dijo, con un tic nervioso, bastante común entre la gente del campo, detalle que siempre me hizo dudar acerca de la famosa «vida tranquila»-. Una seca fulera.

-¿Seca?

-Sí, una seca machaza!, hk'm. Hayqueverque unacalorenestíépoca suna cosa delo. Ynosesi vallové pormuchotiemp.

Con una voz aguda pero potente, explicó que los pájaros y los tucu-tucus ya habían anunciado tal catástrofe.

Me costó torcer la conversación para el lado que me interesaba. Luego supe que a pocos kilómetros de pasar Tacuarembó había un control aduanero. Poco antes de llegar al punto indicado por el paisano, me levanté y me dirigí hacia el guarda. Le señalé un camino que salía hacia la derecha, como si me resultase muy familiar.

Bajé.

Era un camino de carretas, desolado. Me convenía. Caminé durante horas sin encontrar un alma. Con todo, no me sentía seguro. Sabía que en cualquier momento podía aparecer un jeep del ejército, de un lado o del otro. Momento decisivo de mi huida: me desvié del camino, hacia el norte, por una huella antigua, apenas insinuada debajo del pasto. Atravesé la zona de cerros chatos, desde el atardecer hasta muy avanzada la noche. Subí y bajé barrancas, crucé cañadas, corrí como un loco, hasta caer agotado sobre el rocío. Por momentos volvía a vivir la euforia de ser libre, plenamente, como si fuese necesario ser un perseguido para ESCAPAR del mundo. (De niño tuve un sueño que se repetía: yo corría por un campo oscuro hacia un crepúsculo. Huía de unos hombres que me perseguían con perros. Y cada vez que complicaba el laberinto, tomando en una encrucijada direcciones al azar, atravesando cerros y montes, me sentía eufórico. En la frontera no advertí esta «coincidencia». Solo tenía la impresión de «recordar el futuro». Los sueños no son solo la consecuencia de nuestra vida diurna; también influyen sobre ella, a veces de forma misteriosa.)

La primera noche la pasé en un monte, tupido de espinillos y pitangueros. Una nube infinita de luciérnagas confundían el cielo con la tierra, y el chirrido de los grillos era ensordecedor.




- IV -

Había calculado que caminando diez kilómetros cada tres horas, treinta kilómetros por día, debía alcanzar la frontera antes del tercer día. Pero de a poco esa cifra trabajosa de nueve horas me superó. Cada día caminaba menos. Al segundo día dejé atrás los cerros y entré en una llanura inacabable. Ya no sufría el esfuerzo de trepar grandes pendientes, pero debía soportar el sol continuo, porque apenas sí había algunos arbustos enanos. No pensaba; solo atinaba a caminar hacia el norte. Llanura, arbustos achaparrados, esqueletos de ganado descarnados hacía años, y el sol siempre en la frente. Casi cuatro días después volví a encontrar algún vestigio de la especie humana: un camino borrado por los yuyos secos. Lo seguí, desviándome ligeramente hacia el oeste, hasta que comprobé no conducía a nada. Mejor dicho sí, conducía a algo: a una hilera de postes grises (debieron servir de límite al camino en algún tiempo) y a una tapera con un pozo de agua a cien metros. Todos esos rastros de vida recordaban más a la muerte que a la vida misma. En el pozo, una roldana oxidada se sostenía de un arco de hierro. En el arco, algunos adornos debieron ser el débil y fracasado intento de espantar la soledad de aquella tierra. Me quedé mirando esas cosas tan humildes (y mediocres). Comparadas con la sobreestimulación de las ciudades modernas, resultaban de una desproporción misteriosa.

Reconocí la tapera, aunque no pude recordar en qué momento remoto de mi vida pude haber estado allí. Me senté en la puerta de entrada y me quedé pensando. Quizá en alguno de aquellos veranos en la estancia de los abuelos de Victoria. «Pero la estancia debe estar a más de doscientos kilómetros de aquí.» Eso debió ocurrir cuando yo tenía cuatro o cinco años, y de ahí la similitud del recuerdo con un sueño antiguo y una paramnesia. Entré. La casa no tenía techo, a excepción de unas vigas de madera que atravesaban la salita de entrada y unas chapas de zinc sobre la cocina. Sabía perfectamente a qué había sido dedicado cada rincón, qué muebles habían ocupado los dormitorios, el patio. Y no podía recordar a las personas que debieron habitar ahí. Los detalles no me decían mucho. Una olla quemada sobre una cocina vieja, un zapato debajo, una muñeca tuerta, semienterrada en el patio, sonriendo al cielo como un vigilante idiota.

Salí de allí sin abandonar la sensación de que olvidaba algo importante. Seguí un camino que me pareció natural. «Los caminos muertos -pensé- tarde o temprano tienen una conexión con los nuevos en uso». Cuatro árboles secos, casi sin ramas, se alineaban en un mismo sentido. En otro tiempo debieron servir de sombra. Más adelante, también tapado por el pasto pero con huellas más recientes, otro camino ignoraba al primero, cruzándolo en diagonal. Mirando por los cuatro árboles, como quien mira por un astrolabio, descubrí a mil metros la presencia de un quinto, en la misma línea. Continué como venía, por la huella más antigua. (¿Y por qué un camino en medio del campo debía ser una línea recta? Entonces no reparé en esa lógica.)

Di con un rancho de barro y paja. Escuché los ladridos de un perro y me acerqué. Un viejo tomaba mate debajo de un ombú gigante. A pesar de los ladridos del perro, parecía no haber advertido mi presencia. Miraba hacia el horizonte, pensativo.

-Buenas tardes, don -dije, acercándome. Esperé, luego repetí con más fuerza-: Buenas tardes.

-Sim? -preguntó, apenas moviendo la cabeza hacia mí, como si fuera ciego.

No había contestado cuando el viejo comenzó a hacer comentarios sobre la última lluvia, que había ocurrido hacía mucho tiempo y que, desde entonces, la esperaba como al Salvador. Hablaba como si me conociera. No debía ver mucho; sus ojos estaban enfermos de cataratas, consecuencia del sol excesivo. Confiaba toda su atención al oído izquierdo.

Levantó una mano y el perro dejó de ladrar. Algo en mi memoria se dirigía con fuerza hacia la superficie, pero enseguida volvía a hundirse pesadamente.

-¿Qué anda buscando, meu filho?

-Aparicio... -dije de golpe.

-Sou eu -confirmó. Su rostro viejo y gastado parecía una máscara.

-Usted trabajó en la estancia de Ross -aventuré a decir, por decir algo. Con la mirada abstracta buscaba en su memoria. Luego negó con la cabeza.

-Ross, Ross -repetía-. Não me lembro; estou muito velho.

Sorbió el mate con tranquilidad. Esa bebida amarga posee algún misterio; es capaz de provocar una reunión de gente, pero también la soledad reflexiva. Recordé a Martillo, la reunión en Carrasco, y comprendí lo lejos que estaba el mundo; el que había sido mi mundo y al cual jamás volvería a ver.

Sin duda, estaba y no estaba allí. Tal vez había enloquecido o se había acostumbrado tanto a la soledad que yo venía a ser una suerte de recuerdo confuso.

Le pedí agua. Me señaló el pozo.

-Voy a Livramento -contesté-. ¿Sabe para qué lado se va? Era consciente de los sospechoso de una pregunta de ese tipo, pero el viejo no podía ser peligroso. No me preocupé. Quizá yo también, como Souberbielle, consideraba que la escasez de su visión y de su aparato auditivo se trasladaba de igual modo a su inteligencia.

El viejo dobló la oreja izquierda con una mano torpe por el reuma, mientras procuraba comprender lo que acababa de oír. Tardé en repetírselo, porque estaba tomando agua de un balde. Logró comprender la pregunta y contestó:

-Ah, sim. Ouvi falar... Há anos que não vou ao fronteira.

Pregunté por unos cerros, pensando en la cuchilla de Santa Ana. Los únicos cerros que conocía eran los «Cerros del Indio».

-Não se vai lá -dijo-. E aquella com a cruz.

No había ningún cerro en el horizonte. El viejo había señalado una dirección con sus dedos doblados hacia la tierra. Después de un largo silencio se levantó, con dificultad, y fue hasta el rancho. Volvió con un facón que llamaba «machete». Me dijo que lo iba a necesitar. Intenté rechazarlo, pero insistió asegurándome que tenía otro igual. Comprendí que desde el principio supo que estaba huyendo, y de alguna forma conocía mi destino.




- V -

Tenía la fuerte impresión de que no estaba solo; un ser sobrenatural me vigilaba de cerca. «El ángel de la soledad, la muerte», pensaba. Por momentos huía de esa presencia escalofriante, a veces corría para enfrentármela del otro lado de algún repecho.

Luego, en un momento menos sofocante, descubrí que ese ser, dios o demonio, era yo mismo. Pero los temores se repitieron; evitaba las taperas, porque presentía rostros cadavéricos espiándome desde las ventanas.

Así por varios días hasta llegar al Cerro del Indio. Era uno de los tantos que formaban una sierra interminable. Tardé varias horas en llegar hasta la cúspide. No pensé en la cuchilla de Santa Ana. Cuando subí, sin descanso, solo me animó la esperanza de poder ver a gran distancia. Pero la vista era aplastante: kilómetros y más kilómetros de campos secos, perdiéndose en un horizonte impreciso. Recuperé el aliento y miré hacia atrás. Sentí que cruzando esa gran muralla dejaba a mis perseguidores a una distancia laberíntica. El Cerro del Indio era plano en su parte más alta; parecía una plaza de pueblo flotando en la inmensidad. Unas piedras blancas sobresalían en la superficie, como menhires, y un arbusto se inclinaba sobre una tumba para darle sombra. Una cruz de palo y un montículo de piedras sugerían la sepultura de un indio cristiano.

Contemplando la distancia recorrida, quise llorar. Pero no me permití esa demostración de debilidad, aunque sentí un hilo frío bajando por la superficie sudorosa de mi rostro. Me pregunto qué relación puede haber entre la angustia y las moléculas de sal que componen las lágrimas, entre el universo atómico y un hombre sentado debajo de un árbol, en 1973. Pienso que ninguna. Profundizar en el destino de la materia es un interesante camino hacia la nada (eso sí, un muy interesante camino). La noble ciencia, en su búsqueda de los orígenes del Tiempo y de la Existencia, se parece a una nave espacial que se dirige hacia una estrella fuera de nuestra galaxia. Se aleja de la Tierra, pero como el universo está en expansión, cada día está más lejos de su objetivo. La distancia recorrida es la sumatoria del conocimiento adquirido en ese viaje; la distancia que la separa de su objetivo, las interrogantes que se incrementan por el camino. Los hombres que han aprendido a diferenciar ciencia de religión, confunden la materia con espíritu. Una vez, en Salisbury, escuché una discusión acerca de si Stonehenge había sido un templo o un observatorio astronómico. En una discusión de este estilo se reconoce a los modernos. Es propia de una mentalidad para la cual ciencia y religión van separadas por definición. Si quisiéramos saber qué fue Stonehenge, deberíamos empezar por tener alguna idea sobre la concepción misma del universo de los hombres que levantaron aquellas piedras. Para empezar, yo diría que Stonehenge no fue ni un templo ni un observatorio astronómico; como en otras edades de la humanidad, fue ambas cosas. ¿Cómo podría un iberio o un egipcio separar las estrellas de sus dioses? Los modernos, con su ansiedad, subestiman la paciencia de los antiguos; a cualquier gran obra del pasado le atribuyen una colaboración extraterrestre, virtudes ne-alquímicas capaces de transmutar la energía material y espiritual del Cosmos. Pero la pirámide de Kéops, los megalitos de Carnac, aquella cruz de palo, son solo signos, elementos puramente humanos. Indican algo más allá, algo que solo puede ser aludido por el símbolo y la metáfora. Configuraciones de la eterna insosegabilidad del hombre ante una realidad que nunca termina por aceptar. Pero, ¿por qué? Simplemente porque no puede aceptar una realidad que es indiferente o que desconoce por completo el sentido de su existencia, de su presencia en el mundo, y de su próxima desaparición. La realidad tuvo una oportunidad de reconciliarse con el hombre en la edad del racionalismo. Pero, por el camino de la lógica, se derivó a la concepción de la existencia como un Gran Absurdo. Consecuencia natural, ya que solo puede ser absurdo aquello que pretende ser lógico y no lo es. (Los sueños no son absurdos en sí.)

D'où venons-nous?

que sommes-nous?

où allons-nous?

había pintado Gauguin antes de intentar suicidarse. Las mismas interrogantes de los últimos siete mil años.

-Ojalá llueva un poco -me dije, descubriendo algunas nubes. Pero las nubes se disiparon en poco tiempo.

Comencé el descenso. Rellené la botella de plástico con el agua que bajaba entre las piedras; obtuve más raíces y hongos en la parte baja; y continué camino hacia el norte.




- VI -

Dos encuentros, peligrosos y por demás extraños, me señalaron la posibilidad de un poblado cerca. Primero, unos niños con túnicas de escuela. Me estuvieron siguiendo un largo trecho. Cada vez que yo me daba vuelta hacia ellos, salían corriendo. Al principio intenté detenerlos, luego comprendí lo peligroso que podía ser. Cuando volvieron por última vez, como moscas, los amenacé con el facón hasta que desaparecieron detrás de un cerro. El segundo encuentro ocurrió a pocas horas de distancia, cuando ya se ponía el sol. Una decena de hombres en dos carros. Apenas los escuché, tomé prudente distancia. Iban todos borrachos y se reían como locos. Se trataba de un funeral; el carro de atrás llevaba el ataúd. Sus carcajadas podían escucharse desde un kilómetro de distancia. El bochornoso espectáculo llegó al colmo cuando una piedra en el camino hizo saltar el ataúd. No se dieron cuenta de esto hasta varios metros más arriba, cuando uno gritó: «Paren, paren; se nos cayó papá!». Todos saltaron de los carros, como pudieron y corrieron hasta el cajón. Otro gritó: «No se rompió, el cajón no se rompió!». Y volvieron a soltar la carcajada. No imagino cómo pudieron subir el cajón al carro nuevamente. No quise ver. A medida que me alejaba adivinaba por las carcajadas el esfuerzo inútil de los borrachos.

No había poblado alguno. Caminé algunos días más. Escaseaba el agua y no tenía qué comer; ni raíces dulces ni siquiera aquellas frutitas semejantes al mburucuyá que tanto abundaban del otro lado de los cerros.

Me arrastraba una tarde, ya sin fuerzas, cuando encontré una vaca dando de mamar a su crío. Estaban debajo de un arbusto, fatigados por el sol. No lo pensé. Agarré el facón con fuerza y me abalancé sobre el animal. Pero la vaca resultó ser mucho más grande de lo que me había parecido al principio. No se asustó; por el contrario, giró sus cuatrocientos quilos sobre una pata y me embistió. No sé cómo logré escapar. Quedé exhausto, tendido entre unas chircas. Los encontré, otra vez, al atardecer; iban caminando despacio. Volví a atacarlos. La bestia repitió su ofensiva, pero con tanta mala suerte esta vez, que metió una pata en un pozo se dio de nariz contra la tierra. Aproveché el momento para darle el golpe de gracia: un pequeño corte en las yugulares y la bestia se desplomó como una bolsa de arena. Sin cuerearla, la cubrí con ramas secas y la prendí fuego. Comí las partes de carne mejor quemadas y dejé el resto. Luego debí matar al ternero también; no dejaba de oler el cuerpo carbonizado de la madre.

Esa noche no dormí. Había recuperado fuerzas y quise ganar tiempo. Advertí un fenómeno desconcertante: mientras la Cruz del Sur indicaba un norte, las sombras del mediodía indicaban otro diferente. Por las noches me confiaba a las estrellas, pero de día seguía al sol cenital. Una fuerza superior jugaba conmigo; me hacía recorrer una espiral hacia ninguna parte. Una espiral que se perdía dentro de sí misma, en el desierto. No me acercaba a nada; me alejaba de todo. Recuerdo haberme quedado dormido a pleno rayo de sol. Cuando desperté, comencé a caminar sonámbulo, totalmente insolado. Repetía: «Pero ¿qué he hecho, Dios mío?», quizá algo consciente de un descuido mortal como ese. Vi, por un momento, la avenida 18 de Julio, desde la plaza Independencia. Reconocí el lugar, totalmente vacío. Las calles transversales se perdían en los campos resecos. Había esqueletos de ganado por todas partes.




- VII -

Varios días después de que me cruzara con los escolares y los borrachos del ataúd, di con un pequeño pueblo. Pueblo o villa, se llamaba «La Estación»; seguramente porque hasta allí había llegado el tren, en otra época. El pueblo parecía ensimismado en una siesta permanente. Una vieja FORD, unos carros y un perro con la lengua de afuera eran todo lo que llenaban las calles.

Entré en un bar (quizá el único); estaba en una esquina, enfrente a la estación, aparentemente abandonada. Adentro no había el olor a pizza y café como en los bares de las grandes ciudades, ni el olor a caña como en los del interior. Había olor a madera antigua, a tabaco de pipa.

Pedí una cerveza y dos empanadas. Nadie notó mi presencia. El cantinero volvió a su lugar y se quedó acodado sobre el mostrador, escuchando a otros dos que discutían las virtudes de los autos viejos. Enseguida noté que uno de ellos no era de allí. El otro, un escocés, diminuto por excepción. Había llegado con el ferrocarril, cuando muchacho. Hablaron de sus apellidos. El escocés se consideraba un Steward (o Stewart) de la rama del gran Robert Bruce. El otro, un colombiano con un primer apellido tan común como Rodríguez o Ramírez, pero con un segundo apellido de origen armenio (Rigorian o Petrosian). Pese a la edad, y porque a la madre nunca le interesó la cultura, recién estaba aprendiendo aquel idioma. (Creo haberlo dicho ya: los integrantes de una sociedad se identifican por sus diferencias.) Luego de una pausa volvieron sobre el tema que preocupaba al colombiano:

-Para salir del pueblo -advirtió el escocés-, solo después de las cinco. La FORD vieja no aguantaría el calor. Imagínese.

El colombiano golpeaba el mostrador con los dedos, impaciente. Yo los veía de perfil, en un espejo que también alcanzaba a reflejarme. Reconocía una vez más esa expresión imbécil de mi rostro cuando se reflejaba en un espejo público. Ese era yo; estaba más oscuro, destruido. Solo una vez recuerdo haber visto tanta gente en la calle. Una mujer con un paño atado en la cabeza, y una niña con una muñeca tuerta.

-Sabe que me interesa ese asunto de la fortaleza -había dicho el colombiano.

-Ni lo sueñe; nadie se acerca a menos de doscientos metros.

-Podría pedir un permiso al gobierno.

El escocés se rió y bebió su cerveza.

-Tiene razón; son tiempos difíciles... -dijo el colombiano. Y luego, cambiando de tono: -Me interesan esas cosas. Hace unos años, un amigo mío hizo un descubrimiento fantástico. En el Templo del Sol de Cuzco ¿lo conoce?, bueno, no importa; es un templo que está en la calle Awajpinta (no se asuste por el nombre; no le voy a pedir que me lleve hasta allá). Es un templo que está cerca de la Iglesia de Santo Domingo, edificada sobre los cimientos de Koricancha. Templo al Arco Iris, al trueno y al Rayo. Bonito, iha? Bueno, mi amigo descubrió una piedra con tres orificios, los que al ser palmeados producían tres notas musicales: -Re -La -Mi. Misterio! Amigo, cuánto se discutió esto! Hasta que (con el alma partida, le confieso) les demostré que en realidad se trataban de tres orificios de desagüe, un poco tapados por la mugre de los años. Así que, después de limpiados, las -Re -La -Mi, se fueron al Ca-Ra-Jo. ¿Qué quiere que le diga? Yo siempre atribuyo las tesis fantasiosas a las hipótesis del mismo género. La gente necesita vivir de los misterios, de vez en cuando. Necesitan a los extraterrestres con piel de lagarto, a la Atlántida y al continente de Mu, al triángulo de las Bermudas y al experimento Filadelfia, a Rasputín y a su Loch Ness Monster, a Nostradamus y a los poltergeist.

Luego descubrí que el colombiano era arqueólogo. Habló con entusiasmo de la fuente de San Felipe de Cartagena, de la red de túneles que existe debajo. Según él, debajo de la «Fortaleza», había una construcción similar.

-Por qué alguien fundaría un pueblo en el desierto?, lo ignoro.

-Yo le voy a contar por qué -dijo el escocés sirviéndose más cerveza-. En un tiempo esto era Tierra de Nadie -miraba hacia afuera, como si quisiera recordar una experiencia propia-. Fue de los españoles primero, después de los portugueses, de los españoles otra vez. Con los brasileños y los orientales pasó lo mismo. Cómo marcar una frontera, pues, en una tierra como esta?; sin cordillera, sin un río lo suficientemente fuerte como para detener a un vagabundo suelto. Un día los orientales decidieron fundar una cadena de pueblitos que dibujaran una frontera, y la defendieran. Igual que para descubrir América, se echó mano a reos y delincuentes. La libertad a cambio de defender la patria. Jah! Hay que comprender, ¿quién más iba a querer venir a vivir acá?

-Lógico.

-¿Y que se podía esperar de semejantes fundadores? ¿Trabajo?, no sir. Para colmo, rodeados de indios. Así se formó Tierras Coloradas, y otros pueblitos que ya desaparecieron del mapa. Mire, creo que hicieron bien en huir. Hubiesen condenado su descendencia a la ignorancia y a la superstición. Le digo la pura verdad. Jamás vi gente más cerrada que esta. La semana pasada, sin ir más lejos, vi con estos ojos una mujer llevando una radio al curandero. No se ría. Luego me entero de que le habían hecho venceduras para que volviera a hacé musiquita (porque los pobres ni siquiera entienden lo que dicen los informativos).

El colombiano soltó la carcajada: -Supongo que el sarabá la compuso chévere.

-Claro! Mejor dicho, no sé cómo, pero la cosa salió de allí tocando samba y todo. Noo, yo quisiera saber qué es lo que oyen cuando escuchan!

-¿Y esa historia del Santo Mártir? Cuente.

-Pero usted está bien enterado de todo -dijo sorprendido el escocés.

-Algo.

-Esta gente dice que hace cien años hubo un terrible sitio a la Fortaleza. Se puede suponer que ocurrió hace doscientos o trescientos años (Todas las leyendas tienen un lío bárbaro con las fechas: o el hecho ocurrió cuando el tiempo no existía, o el mundo fue creado miles de años después de que unos tipos pintaran unas cuevas en Altamira). En fin, para el caso da igual. Lo importante es que el sitio fue hecho por indios tupí. ¿Entiende? Por caníbales!

-Bah, no es tan así.

El viejo lo quedó mirando al colombiano, sin decidirse a explicar algo tan obvio. Finalmente, dijo:

-Mire, si le digo que esa costumbre sobrevive en sus descendientes, ¿qué me diría usted? ¿Me creería?

El otro se quedó serio, sin saber qué decir.

-¿Me creería si le digo que yo mismo vi algo de eso?

Otro silencio, esta vez más largo. El escocés siguió:

-Una noche que volvía de Tierras Coloradas en la FORD, vi una luz a trescientos metros del camino. Unos hombres desnudos rodeaban una fogata; bailaban alrededor. Noté que el ruido de la FORD interrumpió la ceremonia. Por distraerme del camino casi me voy por la barranca. Le clavé los frenos sin sacarle el cambio y se me apagó. Carajo; me quedaron mirando; yo también los miraba, sin poder creer lo que veía. No podía creerlo...

-Siga, amigo.

-Sobre el fuego... -dijo el escocés buscando su vaso para correrlo diez centímetros- había un cuerpo de hombre, estaqueado como un animal.

-Dios!

-Una vez uno de esos tipos con cara de indio me dijo por qué se comía la carne asada. Solo de esa forma (decía) no se come al espíritu del animal, que solo le pertenece al dios del Nomeacuerdo. En el holocausto, el espíritu ascendía a las cumbres divinas. Un hombre podía comerse crudo a otro si pretendía poseer las virtudes del comestible. Esto solo podía hacerlo el brujo, que era el único capaz de no asimilar los defectos también. La regla podía ser quebrantada en ocasiones especiales: en las fiestas y en las guerras, momentos de delirio orgiástico en que se deja de respetar al dios antes nombrado.

Pensó un momento y agregó: -Desde esa vez no volví a pasar de noche por esos campos.




- VIII -

El escocés agarró el vaso de cerveza y se sentó, respirando con alivio. El colombiano lo siguió. Yo había acabado mis empanadas y, como si quisiera disimular algo, me puse a hurgar en los bolsillos de la camisa. Saqué algunos papeles y fingí estudiarlos con atención:

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CONDE ABERCROMBIE/G. Moscow
¤ Seat 33F Room 1124
BINIS KARTI No olvidAR:
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TURKISH AIRLINES
KING SOLOMON HOTEL DROIT D'ENTRÉE
David haMelekn Nº 29385
Jerusalem République Libanaise

The psychological arrow of time,

is determined by the

thermodynamic arrow of time?

La niña de la muñeca tuerta pasó cantando en voz baja, algo parecido a una canción de cuna. Noté que además le faltaba un brazo al juguete. Mientras atendía la conversación de los dos hombres, subrayaba arrow of time.

-Ya imagino lo del sitio -había dicho el colombiano.

-Y no se equivoca, si imagina que los caníbales fueron los mismos cristianos.

-¿Cómo, cómo?

-La población refugiada comenzó a morir de hambre. Y a comerse unos a otros. Había peleas, intrigas internas.

-Dios mío.

-Y aquí viene lo increíble. No todos murieron en la fortaleza, naturalmente, porque Tierras Coloradas fue refundada por los sobrevivientes. En el centésimo día (otra afición de los mitos por los números precisos) la fortaleza era una tumba abierta, seguramente nauseabunda. Por estas señales, los indios debieron suponer que el sitio había terminado; y que por fin habían recuperado las tierras de sus abuelos. Se acercaron, y cuando ya comenzaban a golpear la puerta para derribarla, hizo aparición en escena el santo en cuestión. Imagíneselo; blanco y pálido de muerte por el largo encierro en sótanos. Y para colmo ciego.

-¿Ciego?

-Yeah. Me pregunto por qué un santo que habría de salvar a tanta gente debía tener tan pocos atributos. Bueno, lo cierto es que los indios, al verlo perdido de la mano de Dios y sin saber para dónde agarrar, lo mataron y le arrancaron el corazón. Dicen que fue justo allí donde está la famosa piedra con el cráneo sobre dos tibias.

-No entiendo nada, pues -dijo el colombiano.

-Nae? ¿Qué imagina debía ocurrir después?

-No se me ocurre.

-Por supuesto que nada razonable, amigo. Debía ocurrir algo sobrenatural. ¿Comprende?

-Cierto.

Corregí: taché el is afirmativo y lo reubiqué Is.

-El cielo se oscurece y corre un frío nocturno por la tierra. Al ver que el día se hace de noche, de golpe, los salvajes huyen, y el pueblo (lo que queda de él) vuelve a ser libre.

-Santo o héroe nacional, si la historia es cierta, merece un monumento, por lo menos.

-Algo de eso hay; son los propios restos del Inmortal, como el de la Plaza Roja.

Subrayé No olvidAR, varias veces. Después de una ligera distracción con 3µA, atendí a la discusión sobre la interpretación que debía dársele a la historia.

-Como dice usted -dijo el escocés-, no hay necesidad de recurrir a un misterio para explicar otro. Para mí está claro: el supuesto mártir (o algún otro infame) sabía de astronomía. Pienso en el cura; en estas tierras incultas ese tipo de conocimientos solo era accesible a esos vividores.

-Sé del caso de un tal Buenaventura Suárez, un astrónomo misionero que fabricaba sus propios lentes con cristales de roca. Dicen que con casi nada determinó la latitud por la altura de la estrella Polar, y la longitud por un eclipse de los satélites de Júpiter. Qué me dice? Y le hablo de hace doscientos años.

-Sí. En una tierra donde no había otra cosa que indios y soledad, que para el hombre blanco es lo mismo. Para mí, el mártir (o el curita del diablo) sabía que tal día a tal hora se produciría un eclipse de sol. (Hay que descartar una coincidencia, porque en ese caso sería un verdadero misterio.) Usted conoce los fenómenos que ocurren con un eclipse. La naturaleza se conmueve, los animales se ponen nerviosos o disparan. A veces aparecen manchas oscuras en el cielo.

-He visto, he visto.

-Yo agregaría algo más -siguió el escocés-; los indios debieron mirar el fenómeno directamente, como lo hacen los ignorantes.

Calle Emilio Reus

y Má B-th-lot

17 hs.

(No me fallés)

Usted sabe los resultados: lesiones en los ojos, manchas en el campo visual que van a sumar nuevos fantasmas y demonios a las mentes primitivas.

-Pero el mártir también estaba ciego, y antes del eclipse.

-Nae mair -dijo el escocés encogiéndose de hombros. No estaba seguro. Podía tratarse de esas lógicas adaptaciones que sufren las historias reales que se convierten en leyendas.

Guardé cada uno de los papeles, como si me fuesen a servir algún día; en uno que aun estaba en blanco anoté el nombre de los pueblos nombrados, el nombre del astrónomo misionero y otros datos inútiles.

Terminé mi cerveza y pagué. Para mi sorpresa, el cajero me dio el cambio en cruzeiros.

No le presté mucha atención al detalle; aún estaba cansado y un poco adormecido por la cerveza. Salí del pueblo a media tarde, hacia el norte.




- IX -

Al amanecer me despertaron los milicos de una patada. Me había quedado dormido en la pendiente de una barranca y, cuando me empujaron, rodé hasta el arroyo. Probaron ahogarme y desahogarme varias veces, hasta que perdí el conocimiento. Gritaban victoriosos.

Desperté sobre un camión en marcha, tirado en el piso y con las manos atadas detrás. Cuatro miliquitos de cuarta se divertían con sus armas y sometiéndome a un falso (pero no menos violento) interrogatorio. Tenían acento paraguayo o boliviano.

No sé cuántas horas anduvimos así, por caminos polvorientos y desparejos. Hasta que llegué a esta maldita cárcel, un día caluroso de invierno.

Un día como este.

No sé qué cosas habrán cambiado en el continente después de diez años. Pero algo ocurrió, seguro. La cárcel ha sido abandonada y una celda quedó sin abrir.








ArribaEpílogo


- I -

Así como encontrarán los hombres estas ruinas dentro de mil años, así las he visto yo por última vez. Fue un viernes, a la hora en que antes se abrían las puertas para bajar al patio. La puerta estaba abierta. ¿Desde hacía cuánto tiempo? Quizá días.

Recorriendo los pasillos, tenía la impresión de estar caminando por un gran templo funerario, invadido por el sol más intenso de la tarde, y por el silencio hermético de la noche. El sudor me cruzaba por la cara como cuchillos afilados; un ojo gigante se abría para espiarme y se cerraba para desaparecer de mi vista. Yo era el único que aún no había logrado escapar, el único que seguía despierto cuando todos dormían, el que se había demorado. El patio parecía arrasado por la luz de mil años, olvidado por el viento y por la vida. Nunca me sentí tan cerca de poder escapar, y tan seguro de no poder hacerlo. (Tal vez influía en mi estado de ánimo las fracasadas experiencias anteriores.) Corrí hasta rodar por la escalera, después entré por el pasillo que va a la sala de visitas. Pero debí perderme; en su lugar derivé a una especie de oficina o escritorio. Había una ventana cerrada por dos persianas de madera, las que se vinieron abajo apenas tiré de ellas. Pude ver el pueblo, de golpe, desde una perspectiva desconocida. El camino de regreso al sur (pensé en un segundo), los campos interminables de la frontera, Cerro del Indio, Valle Edén. La ventana tenía rejas. Al mismo tiempo que lo advertía, me daba cuenta de que tampoco en el pueblo quedaba nadie. La soledad era como un mar que ya había rebasado por años los límites del horizonte. El fin del mundo. Luego ese frío a mis espaldas, como si un hombre de hielo hubiese entrado a la habitación. Me di vuelta y vi esa cosa en un rincón: un agujero con forma de rostros cambiantes; abrían sus bocas y la cosa respiraba con dificultad. Con temor y furia, arrojé una silla sobre ese rincón; después deshice todo lo que encontré a mano. La cosa desapareció y salí hacia el pasillo. Corrí por todos los rincones de la prisión, buscando una posible salida. Pero en ningún momento llegué hasta la puerta principal. Finalmente salí al patio y me desplomé, agotado. Sentí que me separaba de mi propio cuerpo. Lo vi tendido, luchando por incorporarse primero, y rindiéndose después. No sentí el esfuerzo. Pensaba: «Ese pobre cuerpo mío. Un día tenía que abandonarlo, como a la ropa, como al pelo cortado; un día tenía que abandonarlo a otros horrores, para que en un rincón solitario haga su última mueca; para que, con esa expresión indiferente, soporte el fuego o los gusanos. Los dos sabíamos que un día debíamos separarnos. Qué injusticia». Tuve un sueño. El pueblo estaba de fiesta. Habían salido todos a la plaza de la iglesia, poco antes de que sonaran las campanas. Dieron las doce de la noche y hubo un griterío alegre. Todos se saludaban y se abrazaban como en Navidad. Encendieron cientos de velas y recorrieron las calles alrededor de la plaza. Algunos parecían borrachos o habían enloquecido súbitamente. El espíritu dionisiaco, la fiesta bacanal de la Navidad. Después de las campanas comenzaron los disparos y la fiesta se alegró más aún; y cuando las velas se acababan, a alguien se le ocurrió desplazar la masa delirante a la plaza del viejo roble. En esa plaza, la mayor, el polvo se levanta al pisarlo apenas, y los pasos se reducen de tamaño. Entró en ella la multitud. Algunos cayeron antes de alcanzar el centro y el polvo se levantó formando nubes extrañas alrededor de las luces. Algunos alcanzaron el centro y se echaron en el suelo, retorciéndose de risa. Alguno logró juntar ramas secas y encendió una hoguera. Pude ver mejor los rostros sonriendo; sonreían para dentro, donde veían payasos y globos de colores; y levantaban las manos divagantes hacia ninguna parte. Las ramas ardieron con facilidad y pronto el fuego se hizo incontrolable. En ese momento aparecieron los salvajes, anunciados por el galope de los caballos y el conocido grito de guerra, los que tardaron en distinguirse de los otros gritos. Comenzaron a correr alrededor de la gente; pronto el círculo fue abriéndose hasta abarcar a la cárcel también. Subían y bajaban, atravesaban el pueblo entre mujeres que caían golpeadas por los caballos. Golpeaban con furia la puerta de la prisión. Desde la cárcel hicieron fuego varias veces, pero por cada dos que caían, cuatro volvían a aparecer desde la oscuridad. El roble ardía en llamas y la multitud huía de un lado para el otro; por cada calle que entraban eran detenidos por los salvajes o despedazados por los proyectiles. Los salvajes arremetieron dos, tres veces más; y cuando tomaban el impulso final que derribaría la puerta, salió un jinete de camisa blanca, a toda carrera. Era una mujer de pelo muy largo. Se perdió en el polvo de la plaza primero, y en el resto de la oscuridad después. De repente se hizo silencio y los salvajes desaparecieron por distintos lados. Descendí a mi cuerpo, en medio de una oscuridad desconocida; y desperté definitivamente con el golpe de una puerta metálica.

Reconocí el lugar: estaba al borde de una gran rampa de piedra, húmeda y resbalosa. Estaba en el Pozo, por primera vez. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Solo? Tiré con fuerza de la puertita de hierro, pero estaba trancada. Imaginé un cierre automático del otro lado. De cualquier forma, estaba sepultado.




- II -

El Pozo fue el único lugar por donde pudo escapar un preso. Por supuesto, nadie lo supo antes. Quizá fue el depósito de agua de la antigua estancia jesuita, pasaje secreto, escondite o lugar de castigo. Un hombre castigado allí, debía sostenerse de pie en una cornisa estrecha, debía evitar el sueño, para no caer en el vacío. Abajo se acumulaban los restos de los que no resistieron el tiempo suficiente.

Exploré el vacío con un pie. A un metro debajo de la cornisa comenzaba la rampa descrita por el Manco. Caminé por la cornisa, con la espalda pegada a la pared, comprobando que el pozo tenía una forma cuadrada o rectangular, de por lo menos diez metros de lado. ¿Qué hacer en mi lugar? Al principio me propuse resistir, no veía otra posibilidad; si había sido castigado por mis carceleros, debían volver en siete días. Doble improbabilidad, ya que la cárcel había sido abandonada.

Para no enfriarme, caminaba por la cornisa dando vueltas y vueltas hasta perder la posición de la entrada; entonces buscaba la puerta de hierro en las paredes y no podía hallarla. Me debilitaba hasta tambalearme sobre el vacío. Varias horas después me detuve en un rincón, perdido, y ya no pude moverme. «No resistiré», pensé. Tenía los pies congelados y no podía sentirlos. De a poco, esta insensibilidad comenzó a subir hasta las rodillas, luego hasta la cabeza. Fue como si me hubiese quedado sin cuerpo. No podía ver ni escuchar nada, no podía sentir la piedra bajo los pies o contra mis espaldas. Flotaba. La oscuridad se fue descomponiendo en pequeñas y sutiles manchitas, las que luego fueron ramas, ríos, horizontes, rostros, luces y sombras de soles ya perdidos en el tiempo. No podía comprender que era mi memoria la que proyectaba esas imágenes. No me dormí; así como alguien que pierde una pierna sigue sintiéndola y cree poder moverla, yo creía poder mover todo mi cuerpo, cuando en realidad estaba inmóvil. Así debe ser la muerte, cuando el alma se separa del cuerpo. Caminé largo tiempo por un lugar semejante a la Pampa. La prisión era solo una idea obsesiva, un recuerdo; llegué a pensar que había sido un sueño y los últimos ocho años abarcaban, en realidad, un solo día. Como en el sueño de Maury, toda mi vida se desencadenaba en un solo segundo; acababa de despertar insolado, y debía continuar mi fuga hacia el norte. En otro momento caminaba por una calle de la Ciudad Vieja para encontrarme con Chabalgoity y Selva Wittenberger. Llegaba hasta la esquina señalada y, al no encontrarlos, decidía ir a buscarlos al hotel. Al encontrarlos a los dos en la cama, sacaba mi pistola y los mataba. (Era absurdo por tres motivos: a- yo no conocía la dirección del hotel; b- el recepcionista no me hubiera nunca facilitado la llave; y c- no tenía motivos, ni sentimentales ni ideológicos, para matarlos.) Salí corriendo a la calle mientras me preguntaba por qué lo había hecho. Hubiese querido volver el tiempo hacia atrás y borrar el crimen. Pero ¿cómo dejar de ser un criminal cuando ya se lo ha sido? Se es un criminal de una vez para siempre; de la misma forma de que no hay remedio para la muerte. ¿Cómo borrar esa terrible culpa? Me atormentaron esos pensamientos hasta que desperté. Entonces nada había sido irremediable, porque aquel crimen quedaba anulado al despertar, como quedarán anulados, o cambiarán de significado, con un nuevo estado del alma después de la muerte. Yo estaba en una cuna y apenas podía comprenderlo. Miraba una ventana parecida a la de mi celda. Podía recordar aun un pueblito al sur de México, las plantaciones de arroz en China. Una mujer se inclinaba sobre mí y me hamacaba. Pero yo no podía parar de llorar. Quería decirle lo de la cárcel en medio del desierto, y no podía; apenas balbuceaba unos sonidos pegajosos. Algunos nombres me venían a la memoria como bolas de fuego blanco atravesando el cielo: Wittenberger, Victoria, Matías Rosenbaum, Vassallo (el nombre falso que le di al conocido de Montevideo), la Logia de Praga y la Rasínovo nábrezí.

Un dolor agudo en el estómago me devolvió a la realidad del Pozo. Sin pensarlo (y renunciando a todo esfuerzo), me dejé caer.




- III -

El fondo tenía por lo menos medio metro de barro, debajo del cual se advertía un adoquinado antiguo. La humedad debe llegar hasta allí por la vertiente subterránea que alimenta el pozo del patio y los otros del pueblo.

Saqué fuerzas de no sé dónde y me puse de pie. Traté de imaginar bajo qué sector de la cárcel podía encontrarme y no pude; estaba totalmente desorientado. Pero de inmediato se me ocurrieron dos posibles salidas: A- el canal que traía el agua desde el arroyo Secco; B- el pasaje secreto de los jesuitas hacia el exterior. Ambas eran probabilidades históricas. La primera era una construcción de rigor en todas las estancias jesuitas en estas tierras (quizá no se había descubierto aún la vertiente subterránea, porque es muy profunda; y, con seguridad, en otro tiempo el arroyo Secco condujo agua, de otra forma los europeos no se hubiesen establecido aquí). La segunda posibilidad, sobre la existencia de un pasaje secreto, era tan común y necesaria como la primera: los curas se la daban de omnipresentes ante los indios. Por esos túneles podían hacer sus apariciones inesperadas en los campos donde trabajaban los futuros cristianos.

No me equivoqué con esto último. Lo que más me apena ahora es no haberlo descubierto antes, después de tantos años de búsqueda.

En cierto lugar del muro, la piedra estaba dispuesta de una forma diferente a las demás. Habían sido agregadas para cerrar una boca cuyo diámetro casi alcanzaba la altura de una persona. El descubrimiento me dejó excitadísimo, aun advirtiendo la rígida trabazón de las piedras. Luché durante horas con una que parecía más vulnerable. En algún momento llegué a pensar que moriría habiendo descubierto la salida y sin fuerzas para abrirla. Busqué entre el fango algo contundente como una palanca. Por todas partes había restos de esqueletos humanos; en un rincón, dos jarrones rotos de cerámica con algunas monedas y, por allí cerca, un picaporte atado con un cordón de zapato a un fémur. Reflexioné sobre este descubrimiento; pensé en Ignacio Flores (en aquella época nos daban para usar zapatos con cordones).

Finalmente, y con la ayuda del picaporte como palanca, la piedra con forma de pirámide trunca cedió, y con ella otras más.

Ahí comenzaba la salida.

Caminé un largo trecho por el túnel, inclinándome un poco sobre mis pasos. Las paredes y el techo eran una sola bóveda de mampostería; el piso era de tierra, pero estaba seco en su mayor parte. También allí había por lo menos el esqueleto de un hombre. Caminé algo así como cien o ciento cincuenta metros. No habían subidas ni bajadas pronunciadas, salvo las imperfecciones del piso. Casi al final, el túnel giraba un poco a la izquierda y subía como una rampa. Unos escombros en la parte más baja dejaban adivinar lo ocurrido con la boca de salida: había sido sellada por derrumbamiento. ¿Cuántas toneladas de tierra podían separarme del exterior? La tierra estaba absolutamente seca y asentada. Sin desanimarme, volví por el pico improvisado con el fémur y comencé la excavación. No sé cuanto tiempo estuve en esa tarea. Sí recuerdo haberme dormido varias veces, cansado y respirando con dificultad. Al final de la excavación caí en una especie de cámara. Tampoco allí había luz, pero corría algo de aire. Eso me indicaba que la salida estaba muy próxima. Recorrí la cámara tanteando las paredes y llevándome por delante toda clase de objetos: candelabros, botellas, fuentes con miel y vasos con agua. Sin embargo, nadie vivía allí. Bebí y comí con voracidad todo lo que encontré. No me detuve a pensar ni un solo momento en la posibilidad de que la comida estuviese envenenada. Luego, cuando analicé el lugar con más tranquilidad, me di cuenta de qué se trataba. Era un lugar de culto religioso, y no podía estar dedicado a otro que al Mártir del pueblo. Los alimentos significaban que el día conmemorativo había ocurrido o estaba próximo.

Después de un breve descanso, comencé a buscar la salida. No era difícil; unos diminutos puntitos de luz la delataban. Subiendo dos escalones había una puerta como ventana, inclinada hacia dentro. Había sido trancada por fuera, y un montón de piedras y ramas pretendían disimularla. La sacudí con fuerza hasta que se vino abajo con estrépito. Temiendo que alguien haya escuchado el ruido de las piedras con la puerta, salté hacia fuera.

La luz intensa del mediodía me golpeó en los ojos y pronto no pude avanzar más. Apreté los ojos con las manos. En mis retinas persistía una sola imagen: la calavera en la piedra, sonriente. Comencé a correr por una pendiente que se inclinaba velozmente bajo mis pies, sin saber hacia dónde. No podía ver. Me había hundido en un mar blanco, el que se fue oscureciendo rápidamente. Rodé y caí sobre unas piedras y ya no pude levantarme.

No tardaron. Pude escuchar sus gritos de guerra primero, y las patas de los caballos zumbándome en la cabeza. Me incorporé una vez más, pero apenas pude dar vueltas de un lado para el otro, perdido en la más horrible de las noches. Me rodearon con sus gritos agudos, con sus caballos y sus antorchas rojas. Creí ver que todo el pueblo ardía en llamas, debajo de un cielo negro y sin estrellas. Hasta que me enlazaron por el pecho y me arrastraron cuesta arriba. Sentí que moría asfixiado por la cuerda.

Luego no recuerdo más. Debí desmayarme. Desperté en este lugar oscuro, con la cara contra el piso. Intenté moverme y no pude. Después de un rato escuché una voz muy lejana, advirtiendo:

-Déjenlo, está muerto.




- IV -

A juzgar por el frío de las paredes, debo estar muy por debajo del nivel del suelo, en la última y más oscura de las celdas. La poca luz que entra proviene de una ventana estrecha, casi contra el techo, totalmente inalcanzable. (No podría soportar más luz que esa.)

Ya no hay salda; es casi un alivio. Esta noche los indios comenzaron su fiesta aprovechando la claridad de la luna. No han dejado de cantar y gritar victoriosos desde entonces. Espero que en cualquier momento se abra aquella puerta y bajen a buscarme.

Pero no le temo a la muerte. Ahora sé que será la única forma de despertar de este infierno. He vuelto a soñar. (Solo aquel que jamás ha soñado puede temerle, en serio, a la soledad claustrofóbica del ataúd.) Pasarán los años y un día nuevos hombres llegarán a estas ruinas. Y aquí abajo, en la última y más profunda de las celdas, encontrarán estos cuatro cuadernos. Entonces renaceré. Renaceré en mis palabras, al fin, libre.

Los físicos creen saber cómo ha evolucionado el Universo desde diez trillonésimas de trillonésima de segundo después del big-bang, pero ignoran lo que ocurrió antes. «Según una teoría reciente -afirmó el premio Nobel Steven Weinberg-, el big-bang de nuestro Universo empezó con una fluctuación gravitatoria. Según esta teoría, pueden haber ondas gravitatorias que pasan a través de nuestro Universo, y que podríamos llegar a detectar, pero que se produjeron mucho antes del big-bang. Si las detectamos, sería la prueba de que hubo algo antes del big-bang y, por lo tanto, de que nuestro Universo no es único».

(Barcelona -Servicio de La Vanguardia, exclusivo para El País, 2 de junio de 1996).





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