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ArribaAbajoDe la estructura de la novela burguesa140

(Madrid, 1976)



La teoría de la novela en Lukács

La novela, por esa capacidad (paradigmática) que tiene de expresar los conflictos sustanciales de nuestro tiempo, ha merecido la atención de algunos pensadores de primera línea, como es el caso de Georg Lukács. Su Teoría de la novela, un estudio redactado en el invierno de 1914-1915 -junto con las aportaciones y precisiones que le hizo su principal exégeta, Lucien Goldman-, constituye todavía una pieza clave en los estudios sobre narrativa. Libro del joven Lukács, con la apariencia de una madurez filosófica que más tarde su propio autor se encargaría de desmentir en el prólogo a la reedición de 1962, continúa despertando, sin embargo, la admiración de cuantos nuevos críticos apasionados se asoman a él, porque, sin duda, es también un libro apasionado, de amarga transición entre Kant, Hegel y Marx, y teniendo como fondo la Gran Guerra Europea. No es extraño que sea en ese texto donde pueda encontrarse la necesaria vitalidad filosófica para acercarse a un tema, a menudo soslayado, como el de la significación de la novela burguesa, y la forma literaria sustantiva de tan bella paradoja estético-social. Por desgracia, entre este joven húngaro que experimenta en sí mismo las primicias del gran naufragio burgués, y el sólido pensador marxista heterodoxo de más tarde, hay una diferencia importante que no debemos reducir, pues se trata de una falta de coherencia en el sistema. El hecho de que los editores hayan decidido ignorar las acusaciones que Lukács se hace a sí mismo en el prólogo de 1962, y el hecho de que algunos críticos jóvenes, como Susan Sontag141, aplaudan fervientemente al joven Lukács y se reserven frente al Lukács maduro, no debe cegarnos. De hecho, lo más coherente del texto es el referido prólogo, y lo más aprovechable de lo demás son algunos conceptos fundamentales, como el de «héroe problemático», «ironía», etc. (por cierto, de escasa fortuna en la traducción española). Conceptos que son reintegrables en un sistema más perfeccionado, como hace Goldman.

La contradicción metodológica nos la manifiesta así Lukács: «Estaba entonces a punto de pasar de Kant a Hegel, pero sin cambiar nada mi relación con respecto a los métodos de las ciencias llamadas del espíritu... Estaba de moda partir de algunos rasgos característicos de una orientación, de un período, etc., siendo esos rasgos captados muy frecuentemente de manera intuitiva; crear sintéticamente conceptos generales a partir de los cuales se descendía deductivamente hasta los fenómenos singulares, con la pretensión de alcanzar así una grandiosa visión de conjunto. Tal fue también mi método en "Teoría de la novela"»142. No creo necesario sino indicar con cuanta frecuencia se continúa operando así en las «llamadas ciencias del espíritu», ni tampoco cuánto se puede errar o acertar con esa especie de intuicionismo «sintético-deductivo». Todo depende, en último extremo, de la suerte que se tenga, lo cual, evidentemente, es poco científico. Así, el sistema de Lukács, útil en algunos conceptos, no admite, sin embargo, novelas como las de Fielding y Stendhal, y se encuentran demasiado holgados, a nuestro parecer, Cervantes y Thomas Mann; pero esto es sólo porque su tipología es defectuosa.

El verdadero drama de Lukács en aquel momento era que retroceder un sólo paso en el desarrollo de su propio pensamiento equivalía a tomar el camino de un nuevo positivismo racionalista que conducía inexorablemente al totalitarismo fascista. Sin embargo, tenía que trabajar con el concepto de totalidad, que, también con Hegel, le llevaría al descubrimiento del marxismo. El joven Lukács admite la totalidad como un modo (una forma), o diversos modos de oposición de ciertas categorías que en Hegel son esenciales, y lo aplica a las categorías estéticas de la epopeya y la novela. El conflicto entre estas dos acabará en superación, en síntesis, pero síntesis abstracta solamente válida para nuevas construcciones ideales cuya utilidad es discutir, derivar, matizar... El problema capital, que es la relación entre historia y forma, evolución y esencia, sociedad y novela, sigue quedándose en la pobre teoría del reflejo, como es propio de una cultura que cree en las formas independientes y niega, por ejemplo, la identidad de función entre la forma novelística y la forma del concepto del mundo de la burguesía. En definitiva, lo único que practica y venera el burgués es la vacuidad de la forma, su impenetrabilidad cada vez más reforzada mediante el añadido de nuevas formas, las combinaciones externas entre unas y otras, porque en el fondo se siente aterrorizado del vacío que él mismo esconde, y eso lo explica como hombre barroco: el de toda cultura en decadencia. No está muy lejos, por cierto, el problema de Alejo Carpentier. Su insistencia en la necesidad del barroco como forma de todo arte hispanoamericano, explica muchas de sus contradicciones.

Hegel (piensa luego Lukács, como hicieron muchos otros), estaba equivocado en algo muy sutil, pero decisivo. Dotar de esencia a la categoría, al pensamiento abstracto. Pero no todo es inservible en Hegel; basta reconocer que la verdadera síntesis histórica es algo más que un juego de formas cansadas que se apoyan mutuamente para sacar una forma nueva, y que lo único que justifica al mundo es su consistencia en algo más para convertir esa dialéctica de formas «puras» en dialéctica de lo real, la cual «busca concebir por el pensamiento un elemento fijo en el cambio, una mutación interior en el seno de una esencia que permanecería, ella misma, válida»143. Difícilmente encontraremos una manifestación más estructuralista que la que acabamos de citar, en el sentido que hoy tiene este término y que le damos en este trabajo.

Entretanto, Teoría de la novela es el libro de un hombre «que se hacía del mundo una idea que procedía de una mezcla entre una ética "de izquierda" y una epistemología de "derecha"»144, y termina dando el libro por bueno sólo para conocer la prehistoria de las ideologías de 1920-40. «Si busca en este libro un medio de encontrar camino, no conseguirá sino perderse»145.

Por eso nosotros lo aprovecharemos inicialmente siguiendo la exégesis y la readaptación que hace de él Lucien Goldman, para continuar con las idea propias complementarias del último y hasta cierto punto, a partir del cual tampoco a Goldman podremos seguir.




Lukács-Goldman-Girad

Los textos a través de los cuales aparece de una forma coherente este proceso que acabamos de enunciar están reunidos por el propio Goldman en uno de los libros reseñados al principio de este capítulo: Para una sociología de la novela. Pero le falta la Introducción a los primeros Escritos de Georg Lukács, que Goldman unió, a manera de epílogo, a las reimpresiones de Teoría de la novela a partir de 1962, y sin el cual se experimenta un cierto vacío. Tendremos que referirnos también a esa Introducción... cuando sea aconsejable.

Un primer hecho que conviene destacar es la singular semejanza entre los conceptos y la sistematización de Lukács en su Teoría de la novela, y los de René Girard en su Mentira romántica y verdad novelesca, sobre la evidencia comprobada por Goldman de que Girard no conocía la obra de Lukács146. Sirva esto como prueba exterior, relativa, de la validez de la teoría en conjunto.

Goldman no es poco ambicioso para la trascendencia de la suya, cuya pieza clave, el «autor-grupo», estima que es un descubrimiento de importancia para el arte como la que tuvo para la Física el giro copernicano o el principio de inercia. Pero advierte pronto que quizá la expresión «grupo social», para nombrar el verdadero autor de la obra, resulta demasiado elíptica y de ahí que haya dado pie a numerosas polémicas. Indudablemente el autor individuo, añade, ocupa un puesto privilegiado en ese grupo, aunque no un puesto decisivo. Y más: «La perspectiva que ve (en el grupo) el verdadero sujeto de la creación, puede incluir el papel del escritor e incorporarlo a su análisis»147.

Goldman dice que Lukács «es el primero en plantear con toda agudeza y rigor el problema de las relaciones entre el individuo, la autenticidad y la muerte»148, problemática que ha llegado a constituir una de las funciones básicas de la novela burguesa, y admitida prácticamente como tal en muchas teorías del género. La diferencia está en el modo de concebir la relación entre esos tres factores dentro de la forma novelística. Incluso en Lukács esa concepción es un poco ingenua, porque en su libro «se trata de describir un cierto número de esencias atemporales, de "formas" que corresponden a la expresión literaria de ciertas actitudes humanas coherentes»149. A nuestro modo de ver, Goldman ha sido muy benevolente con este aspecto de la teoría lukacsiana, pues es a él mismo a quien se debe el mérito de plantear el modo de esa relación más cerca de lo real, sin perjuicio de que Lukács, más tarde, llegara también, tras sucesivas fases, a un planteamiento similar. No obstante, creemos que hay un error común a ambos, que consiste en otorgarle a la relación entre el individuo, la autenticidad y la muerte, una coherencia que el hombre real está muy lejos de vivir y de ser. El hombre real, el individuo cotidiano, está metido en el conflicto de su propia muerte con una conciencia muy escasa de su significación, de una forma netamente discontinua que le hace vivir el problema de tedio en sobresalto y de sobresalto en angustia, y vuelta al mismo tedio. Porque lo que en realidad no sabe es que el drama es la relación misma entre esos tres elementos, él mismo, su autenticidad y su muerte, y que probablemente sería feliz si aprendiera a ver en la muerte no la imagen final y absurda de un mundo absurdo, sino la necesidad de ser auténtico para darle un poco de sentido a todo lo que hace. Sólo así, haciendo cosas auténticas, entrará en relación auténtica con los otros, con la naturaleza y con el mundo, y empezará a ser él con relación a todo lo demás, es decir, una función que explica y llena de sentido la realidad. Que, de lo contrario, no será nada, y entonces sí que vivirá el problema de la muerte de una forma necesariamente inauténtica, y por eso discontinua, tal como resulta la tediosa angustia de Roquentin en La Náusea, o el aburrido e indolente Oblomov, lleno de buenas intenciones, pero incapaz de abandonar el lecho. (Son éstos precisamente dos personajes que juegan mucho en la concepción novelística de Carpentier).

En realidad, tanto Lukács como Goldman cometen el mismo error: creer que la novela se corresponde con la coherencia que tiene el problema de la muerte en el espíritu burgués. Ambos son optimistas y ambos extraen consecuencias positivas para la realidad, del análisis de la novela. Sin duda es que aman demasiado esta forma literaria. Es el primero quien «afirma la categoría de la esperanza realista y esboza, por eso mismo, la categoría central de su pensamiento ulterior, la de posibilidad objetiva»150. Confunden, creemos, la coherencia necesaria en toda estructura significativa con la autenticidad. Una de estas autenticidades es para ellos la calidad estética, y por eso estiman, sobre todo Goldman, que calidad y autenticidad son iguales a solidez estructural. Aquí ya no podemos seguirles. Hace mucho tiempo que un profundo análisis de Trotsky sobre la obra de Tolstoi, y otro similar de Adorno sobre Huxley, en una novela tan pretendidamente «auténtica» como Un mundo feliz, dejaron bien claro que entre coherencia y calidad existe una interdependencia, pero que la calidad y la autenticidad no son ya realidades interdependientes, sino a veces antagónicas151. Claro está que estos dos trabajos son exclusivamente de sociología literaria. Por eso resulta tanto más extraño que un sociólogo marxista como Goldman (estructuralista genetista), caiga en la identificación de esos tres elementos.

Pensamos que, de ser así, toda crítica literaria que se planteara el problema de la verdad como un problema de autenticidad social en el sentido de la obra literaria, lo tendría todo resuelto con preguntarse y contestarse acerca de uno sólo de estos tres elementos y, puesto que son interdependientes, obtener la respuesta inmediata a los otros dos.

Sin duda es éste, y no otro, el problema capital de la semiología: si toda significación es relativa de un sistema que está dentro de otro, y el último de los cuales es el sistema social, la semiología lo más que puede hacer es obtener el sentido global de un texto y enfrentarlo con el sentido de la vida social donde ese texto se ha desarrollado. Hasta aquí todo es una operación formal en busca de un dictamen sobre estructura y coherencia del texto respecto a su medio «natural». Pero la valoración de ese sentido es forzosamente una actividad ética, apoyada en una actitud crítica anterior al sentido de la obra y al sentido de la vida social. Lo contrario sería recomenzar interminablemente el círculo de la relación entre el texto y la vida social. Pues bien, esto tan sencillo, la necesidad de un criterio ético aplicable a toda epistemología, parece que aturde y desconcierta a un número de investigadores cada vez mayor. En el fondo se niegan a admitir por principio, esto es, porque sí, que una obra de arte bien hecha pueda ser perfectamente reaccionaria.

Quede claro, por tanto, que lo que considero erróneo en la actitud conjunta de Lukács y Goldman es haber alcanzado esa esperanza realista o esa posibilidad objetiva tras el análisis de la forma novelística como expresión de una sociedad en crisis hacia su propia superación. Es evidente que ambos poseían esas categorías antes y después de ese análisis, por el hecho de ser marxistas. Es posible llegar a esa misma conclusión, incluso extraída del análisis significativo de la estructura narrativa, pero dándose cuenta de que precisamente la forma novelística significa el final problemático de la sociedad burguesa. Es más, que esa superación deseada y reconocible en la evolución formal de la novela, según ellos, es, en efecto, evolución, pero sólo la evolución aparente que realiza sobre sí misma la sociedad de la apariencia. Actualmente la novela, en su forma más avanzada, ha eliminado casi la narración, se ha concretado en los objetos y no en las personas, ha renunciado, por tanto, a la psicología, pero ha embellecido la expresión una vez más bajo las nuevas técnicas del desbordamiento lingüístico. Y como su función sigue siendo social (aunque la lean muy pocos; lo cual es otro problema), no tiene más remedio que incluir algo de historia, algo de personas y de su psicología más elemental; en otras palabras, sigue queriendo ser lógica porque lo necesita vitalmente para existir. En suma: actúa en esto como el lenguaje de la publicidad, por ejemplo, cada día más «humanizado» y más bello, y cada día más útil a la sociedad de consumo; también narrativo allí donde resulta más caro y eficaz: el cine y la televisión. En efecto, es aquí donde los anuncios presentan una microhistoria, que conduce a la valoración del producto, con muchos elementos inscritos paradigmáticamente en los esquemas del lujo, el bienestar, el goce, la belleza física, etc. Es un lenguaje que está al servicio del más desenfrenado principio capitalista y burgués: gastemos la energía de nuestra autenticidad social en el despilfarro del consumo individual, y no habrá problemas de ningún otro tipo. Porque el individuo acabará vaciándose, y, esencialmente, no le importará ni siquiera morir. Será, sin duda, el mejor de los soldados manejables.

La sociología tiene ya pruebas para demostrar que esta pérdida de la autenticidad produce un deseo de suicidio inconsciente, manifestado en la proliferación de accidentes mortales producidos sistemáticamente los mismos días de «asueto oficial», en las mismas carreteras y en los mismos sitios de todos los años. Y que es la sociedad misma la que se defiende de la estupidez del individuo, advirtiendo con el incremento de las enfermedades cardiovasculares, las neurosis, la delincuencia, y, según Reich, cierto tipo de cáncer. Pero el hombre alienado es incapaz incluso de darse cuenta de que está destruyendo la naturaleza, la cual es su vida; y todo esto sólo puede tener una explicación: en realidad es que desea la muerte, porque en realidad es que ya está muerto.




La temporalidad

El tiempo es el vehículo de la narración; también es la realidad vida/muerte. Por eso, en el sistema de las funciones del relato literario, reservábamos para la temporalidad un papel fundamental, representativo de los distintos aspectos que integran el factor tiempo en los niveles del análisis y, al menos en el relato burgués, como variantes de una misma sustancia. Este análisis incluye y contempla todos los modos posibles de la temporalidad narrativa, desde las formas verbales hasta la muerte como episodio o como conciencia conflictiva del personaje burgués, quien, según hemos considerado ya, se hace de la realidad de la muerte la justificación a su inautenticidad en el mundo; es decir, una falsa conciencia, o conciencia inoperante de la muerte, le sirve para problematizar el mundo sin el menor deseo de resolver sus contradicciones, que cree insolubles. Esta creencia la toma de las contradicciones propias, sobre las que no reflexiona verdaderamente, porque sabe, a pesar de todo, que son el resultado de un sistema de significación que manipula sus intereses materiales de clase hasta convertirlos en valores estéticos, evitando así toda confrontación ética trascendental.

Hecha esta aclaración inicial, sólo restará dividir el estudio de la temporalidad en los distintos aspectos aludidos.


Visión teórica de conjunto

Roland Barthes se ha expresado así respecto a esta cuestión: «Se ha indicado ya que, por su estructura misma, el relato instituía una confusión entre la consecución y la consecuencia, el tiempo y la lógica. Es esta ambigüedad la que constituye el problema central de la sintaxis narrativa. ¿Hay detrás del tiempo del relato una lógica intemporal? Esta cuestión ha dividido a los investigadores hasta hace bien poco. Propp tiende absolutamente a la irreductibilidad del orden cronológico. El tiempo es a sus ojos lo real. En cambio, ya el mismo Aristóteles, al oponer la tragedia a la Historia, le daba la primacía a la lógica sobre la cronología. Es lo que hacen todos los investigadores actuales (Lévi-Strauss, Greimas, Bremond, Todorov), los cuales podrían suscribir la proposición de Lévi-Strauss: «El orden de sucesión cronológica se reabsorbe en una estructura matriz atemporal. El análisis actual tiende, en efecto, a "decronologizar" el continuo narrativo, y "relogificarlo". La cuestión es llegar a dar una descripción estructural de la ilusión cronológica... Se podría decir de otra manera que la temporalidad no es más que una clase estructural del relato (del discurso), igual que en la lengua el tiempo no existe más que bajo forma de sistema; desde el punto de vista del relato, no existe eso a lo que llamamos tiempo, o por lo menos no existe más que funcionalmente, como elemento de un sistema semiótico: el tiempo no pertenece al discurso propiamente dicho, sino al referente; el relato y la lengua no conocen más que un tiempo semiológico; el "verdadero" tiempo es una ilusión referencial, "realista", como lo muestra el comentario de Propp, y es bajo esta concepción como debe tratarlo la descripción estructural»152.

Si nos hemos permitido esta cita tan larga de Roland Barthes es porque resume muy bien el estado actual de la cuestión.

No haber comprendido antes que el tiempo narrativo es una ilusión cronológico-causal, cuya relación con el tiempo real, y con la realidad misma, no pasa de ser un artificio retórico del llamado «realismo», y de la novela burguesa específicamente, tuvo a este trabajo durante algún tiempo sumido en el desconcierto. Nos habíamos empeñado en darle forma a una intuición peligrosa: que la función capital del relato literario era expresar analógicamente lo real perecedero en la conciencia positiva de la humanidad, es decir, lo más esencialmente humano: el problema de la muerte. Hoy estas aspiraciones son mucho más modestas; a decir verdad, han variado por completo, pues partimos, no de intuiciones, sino de la comprobación de que el relato es un sistema de signos como otros; con ciertas características que lo vuelven especialmente apto para la comprensión de la función del signo en la vida social, lo cual constituye el objeto de la semiología.

Aún podría decirse que una de estas características, sobre el hecho elemental de ser el relato una técnica autónoma de significación, es precisamente la vanidad ilusoria de poseer un tiempo narrativo en todo semejante a «la vida misma», lo cual, bien mirado, es lo que siempre ha estimado el pequeño burgués por encima de todo en sus predilecciones novelísticas. Postura que, como ya sabemos, implica una hipócrita lamentación ante lo perecedero, que permite menospreciar los tesoros en nombre de la muerte; aunque no deshacerse de ellos.

Para Lukács y Goldman, conforme veíamos, la cuestión era ligeramente otra, pues estimaban en el tiempo novelístico una serie de cualidades que lo hacían dialéctico y bergsoniano, a partir de la vuelta que le daba Proust a ciertos recursos tradicionales. Así, se ha seguido pensando respecto a toda antinovela. Dice Goldman: «Lukács introduce una problemática que tendrá una importancia fundamental en el pensamiento filosófico del siglo XX: el de temporalidad. Lukács se apoya en Hegel y Bergson, pero a la vez se separa de ambos de una manera decisiva: en tanto que para Hegel y Bergson el tiempo tiene una significación positiva y progresiva, es un modo de cumplimiento y de realización, Lukács no lo considera en Teoría de la novela sino como proceso de degradación continua, como pantalla que se interpone entre el hombre y lo absoluto. No obstante, como todos los elementos constitutivos de esa estructura eminentemente dialéctica que es la estructura de la novela, la temporalidad tiene a la vez una naturaleza positiva y negativa. Y, por tanto, servirá también para un acercamiento del héroe a los valores auténticos... Autenticidad, ella misma, problemática y contradictoria, pues reside en la naturaleza de la búsqueda y no en la posibilidad de su cumplimiento»153. Como ya hemos expresado nuestra negativa respecto a la autenticidad del tiempo novelístico, no creemos tampoco que la nueva dimensión dialéctica, para nosotros imitativa también en el interior de todo relato literario, garantice ese acercamiento del héroe a los valores auténticos que quiere Lukács, y aunque este mismo admite que no llegará a alcanzarlos, pues el héroe se sirve de una búsqueda degradada como medio. Pensábamos también que éste era un modo sutil de concederle a la forma novelística al menos la posibilidad de un planteamiento auténtico inicial que, nosotros, tampoco vemos claramente. Sería tanto como admitir que son los novelistas los que tienen que llevar a cabo la degradación de la forma, necesariamente, si quieren construir una novela. Como esta degradación se realiza a través de los tratamientos de la temporalidad (ya sea lógico-causal, o dialéctica), volveríamos al antiguo prejuicio de los poetas que veían en los novelistas a los peores enemigos de la literatura, como poetas fracasados que les hacían la competencia.

Pero ya hemos tocado un punto crucial: la dialéctica del relato literario. En principio, el hecho de que los novelistas actuales tiendan a eliminar toda importancia de la historia, alterando su secuencia «lógica», dice bastante en pro de los novelistas, pero no necesariamente de la nueva novela, antinovela, etc. En esencia, la novedad que aportan se reduce a concentrar en un sólo relato todas las funciones paradigmáticas que antiguamente distribuían los novelistas a lo largo de una vida profesional; es decir, dar su visión momentánea del mundo en un sólo acto creador, convencidos honradamente de que esa visión no merece más, pues confían en la propia evolución de su actitud en el mundo, y no se permiten el sosiego de pensar en una larga obra que viva por ellos. La prueba es que muchos novelistas actuales sólo escriben en realidad una obra para cada momento de su evolución, de manera que si ellos mismos no evolucionan, toda segunda obra es una «recaída», un volver a decir lo mismo, y ya sin la calidad que le prestaba la primera necesidad de expresarse. En resumen, ese nuevo novelista es un ser ético, o al menos quiere serlo, antes que un ser estético. El otro, el hombre capaz de distribuir a lo largo de una vida un sólo concepto del mundo para sus obras, ese ya no parece vivir en nuestro tiempo.

Desde el punto de vista de la función social, la nueva novela es, sin embargo, una contradicción fatal: para eludir la falsa causalidad que le imbuían a la novela burguesa las técnicas clásicas, ha tenido que alterarlo todo, y se ha hecho ininteligible para la mayoría.




Las funciones de la temporalidad en la novela burguesa

En esencia, algunas de las características más importantes de la novela burguesa se derivan de la interrelación entre los tratamientos temporales del relato (sintagmáticos) y los contenidos de muerte, contradicción y nostalgia del pasado (paradigmáticos). Entre los primeros contamos con:

a) El ritmo interno de la secuencia narrativa, que depende de la duración relativa de los episodios y sus partes. Esta duración debe medirse comparando el tiempo objetivo en que se inscriben los hechos narrados con lo que dura en promedio su lectura. Precisamente una tendencia del relato actual de vanguardia es contar muy dilatadamente hechos que serían breves, frente al relato decimonónico que, a grandes rasgos, practicaba lo contrario.

b) Las diversas técnicas del montaje de episodios, que pueden producir sensaciones muy variadas, desde un apretado dinamismo hasta una relajación total, a modo de advertencia de que puede suspenderse la lectura. Por ejemplo, el rasgo tan convencional de empezar los capítulos con una descripción paisajística.

c) El uso de los tiempos y personas verbales, cuyas diferentes formas implican funciones de alejamiento, proximidad, indiferencia, subjetividad, etcétera, muy conocidas de los escritores. (Baste pensar en el «yo» que narra los relatos de la picaresca española, cuya cohesión como clase particular de historias la da en gran medida esa persona gramatical).

d) La «lógica» particular de cada relato, que depende en buena medida del uso de las formas verbales elegidas, pero sobre todo de la combinación de los episodios.

Los elementos que integran estos cuatro apartados son los que hacen del relato burgués una narración interesante. Si nos fijamos bien, sólo se trata de un repertorio de técnicas y procedimientos muy variados, mediante los cuales se hace más asequible, o más profunda, la comunicación de la historia y de la significación total. Todos ellos, en conjunto, tienen como función producir la sensación de movimiento interno, despliegue, evolución y cambio; hasta el punto de que podría parecer que es aquí donde radica la dimensión más estrictamente dialéctica de la estructura. Suele llamarse al resultado de esta sensación de movimiento y, por consiguiente, sensación de vida auténtica, verosimilitud.

La «verosimilitud esencial» que persiguió Cervantes en no pocas de sus narraciones, y de un modo especial en las Novelas ejemplares. Verosimilitud que hoy nos resulta caprichosa en muchos aspectos (piénsese solamente en las forzadas casualidades de La fuerza de la sangre; las dos versiones de El celoso extremeño, una más acomodaticia que la otra; o en la misma astuta contradicción que encierra el título de estas doce obritas, teniendo en cuenta que en su tiempo «novela» quería decir «mentira, engaño». ¿Cómo ejemplares entonces?). Verosimilitud por la que, en último extremo, no debía sentir gran aprecio el creador de la magna y descomunal novela que es El Quijote, o el manierista empedernido que hasta el final de sus días manifestó su predilección por la más inverosímil de todas sus historias, La Galatea. Verosimilitud, que el hombre renacentista repudió abiertamente en los enredos lucrativos del teatro de Lope. Verosimilitud, en fin, tras la cual es forzoso ver el rictus de amargura de un hombre cuyo pensamiento continúa siendo un impenetrable misterio.

La búsqueda de la verosimilitud en los relatos burgueses requiere con frecuencia la utilización de dos trucos, que nos parece podrían elevarse a la categoría de rasgos pertinentes, y sin los cuales muchas narraciones ni siquiera habrían podido existir. Nos referimos a la existencia de al menos un detalle de todo punto inverosímil, y al hallazgo fortuito, mediante el cual la artificiosa mecánica del argumento puede continuar adelante, bien sea reencontrando a dos personajes de modo casual, o bien haciendo que alguno de ellos se entere, también por casualidad, de algo que se le oculta y que le es vital. Respecto al detalle inverosímil, sólo citaré un caso, que por tratarse de una novela vanguardista y bien tramada como es La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, resulta tanto más indicativo. Vargas Llosa elude la investigación técnica en los fusiles de los colegiales que estaban detrás del Esclavo, muerto en el campo de tiro, con respecto a la bala extraída de la cabeza de la víctima. Sencillamente porque, de haberlo hecho, se habría quedado sin novela, la cual gira en torno a la búsqueda del asesino. En general, piénsese en los múltiples personajes que mueren repentinamente en las historias de gran consumo, ya sea para eliminar a un contrincante, dejar una herencia, o cualquier otro detalle que pone de nuevo en marcha el argumento cuando estaba a punto de extinguirse. Y en tantos y tantos recursos de oficio que el lector-espectador no acaba de percibir.

La verosimilitud se completaba con la psicología problemática del personaje central, sus contradicciones; con la muerte como hecho destacado en algún momento de la narración, y con un sentimiento expreso que podemos reducir a la expresión nostalgia del pasado. Pero siempre eran aspectos complementarios o derivados de los hechos, de los avatares y conflictos dramáticos. La sensación de veracidad vital era tanto más fuerte cuanto más rápidamente fuera el lector capaz de pasar las páginas, «beberse» la novela, e identificarse con aquello que, a pesar de todo, seguía siendo mentira. Es decir, cuanto más persuasiva era la técnica, mejor para la credibilidad de los acontecimientos contados. Al lector no se le permitía un instante de autorreflexión (de lo que hoy se abusa quizás demasiado). El resultado final, el sentido global de la historia era casi siempre el mismo: la vida es un laberinto de situaciones dramáticas del que no se puede salir sino con la muerte. El hombre no tiene tiempo ni forma de plantearse su libertad como un hecho posible, y la contradicción le es esencial, porque lucha continuamente por defender lo que le pertenece, mientras la vida se lo arrebata. En tan duro camino, sólo le cabe volverse de vez en cuando a contemplar la belleza de un paisaje que no tuvo tiempo de gozar a su paso.

Lukács mismo no advirtió que, por muy intensa que sea la sensación de autenticidad en el problema de la vida y de la muerte en la novela burguesa, no deja por eso de ser el resultado de un conjunto de funciones técnicas (el modo de narrar), es decir, de un artificio, tanto mejor realizado. (Tanto movimiento aparente en el sintagma de la novela burguesa revela por sí sólo el interés de la estructura en encubrir el estatismo fundamental del paradigma y, en especial, de la ideología que nutre sus contenidos). La prueba de que esas funciones eran decisivas es que subsisten muchas, aun después de desaparecido el argumento mismo, en buena parte de la novela actual. El novelista de nuestros días siente que es vano e indigno tanto artificio, y se dedica a problematizar directamente la existencia, alterando los planos temporales, rompiendo la lógica interna, desintegrando la secuencia narrativa y atreviéndose incluso con la morfosintaxis verbal. Por eso hemos sostenido desde el principio que las funciones más destacadas de la novela actual no han cambiado respecto a la novela decimonónica, es decir, que no ha habido cambio cualitativo. Probablemente es que no puede haberlo, pues esas funciones son el elemento fijo en el cambio de que hablaba Lukács, y sólo podrán cambiar el día que desaparezca la novela. Goldman extiende la validez de la forma de la novela como expresión homóloga del sistema capitalista incluso al nouveau-roman, y encuentra que la estructura ha variado aquí superficialmente como ha variado la fase del monopolio estatal para convertirse en el de las empresas multinacionales.






Homología estructural entre novela burguesa y burguesía

Goldman, a través del análisis de las funciones en la estructura significativa del relato, llega a la conclusión de que la estructura de la novela es homóloga a la estructura de la sociedad para el mercado, y que esta homología está sostenida por la existencia de un sujeto colectivo como verdadero autor de las mismas. Dice: «[...] el sujeto colectivo al que nos referimos constituye una estructura significativa que no pasa íntegramente a través de la conciencia»154. Conviene aclarar que se opone aquí homología a analogía, con especial insistencia en rechazar esta última para explicar las relaciones entre la literatura y la sociedad. Entendemos la homología como una identidad de funciones, mientras que la analogía es una mera comparación de contenidos.

La homología entre la estructura de la novela y la estructura de la sociedad para el mercado, requiere para Goldman la existencia de un elemento intermediario que prueba que esa homología es más que una comparación. Y en esto Goldman es donde ha convencido a pocos155. Porque él localiza a ese intermediario en «la tendencia del grupo a una conciencia adecuada y coherente, a una conciencia que no se realiza sino excepcionalmente en el grupo, en el momento de la crisis y, como expresión individual, en el plano de las grandes obras culturales156. Para ello ha tenido que negar que esa función la pueda desempeñar la conciencia colectiva, sin más restricciones.

No vamos a seguir con esta orientación del problema, porque nos parece que el planteamiento falla con anterioridad. Goldman, en efecto, muestra un gran interés en hallar ese intermediario como prueba de una identidad real entre la estructura literaria y la estructura social, y olvida que el verdadero método dialéctico no necesita ningún intermediario, sino que le basta la comparación directa de las formas y las funciones para afirmar que se trata de la misma realidad en dos versiones contrapuestas; en este caso: arte y cotidianeidad.

La comparación de formas y de funciones nosotros la vemos finalmente así:

EN LA ESTRUCTURA DE LA NOVELA BURGUESA EN LA ESTRUCTURA DE LA SOCIEDAD PARA EL MERCADO
1. Longitud de texto que obliga a un acto de lectura aislado, e interrumpido, con pérdida de la totalidad. 1. Trabajo aislado en la cadena de montaje; desvinculación del producto acabado; soledad en compañía.
2. Ruptura aparente del personaje con sus valores de clase y con el mundo en general. 2. Pérdida de la autenticidad, por la ruptura con los demás y con la naturaleza.
3. Doble valoración del relato: lo que se cuenta y lo que esto significa. Fetichismo del argumento. 3. Valor de uso y valor de cambio. Fetichismo de la mercancía.
4. Artificios temporales que conducen a una lectura apasionante e irreflexiva. 4. Planificación de la vida del trabajador, incluso en sus ocios, para producir el hombre con prisa, manipulable.
5. Bello e inútil sentimiento de la contradicción, del tiempo y de la muerte, que conduce a la inhibición ante los problemas cotidianos. 5. Fuerte propaganda estatal de los valores superestructurales (prestigio, honor, misiones históricas, etc.) que inhiben también ante los problemas concretos.

Todas ellas sumidas en una estructura significativa157 en la que todos los hechos encuentran una función, o son marginados de la estructura. En la novela podrá ser la descripción ornamental, inútil al sentido; y en la sociedad, el hombre contemplativo y ocioso.

Falta añadir que aquella contradicción, como rasgo pertinente o función fundamental de la novela burguesa, se expresa generalmente en el relato por la oposición que suele haber entre los llamados valores manifiestos (opiniones, ideas filosóficas del autor), y los valores implícitos, es decir, las funciones significativas de la estructura, que de hecho suelen contradecir la intencionalidad del autor. La contradicción del personaje burgués, en la novela y en la vida, es la del individuo radicalmente enfrentado a la sociedad, o el hombre radicalmente enfrentado a su mundo mediante el deseo y la «buena voluntad»; pero no con sus actos. Estos le conducen todos a afianzarse cada vez más en el grupo al que pertenece, aunque parezca lo contrario. No ocurría así en la epopeya, donde el héroe no mostraba conflicto con su mundo, sino con los dioses o con el mundo diverso del enemigo.

Por último, en el conjunto de los conceptos fundamentales de Lukács, destacaremos la ironía del autor con respecto a su obra, ironía que resulta del hecho de que ese autor conoce el carácter demoníaco, degradado y vano, de la búsqueda del héroe158. Se refiere a la formulación del héroe problemático, que nosotros llamamos personaje contradictorio, como ser que practica la búsqueda degradada, inauténtica, de valores, en un mundo también degradado, inauténtico159.




La aportación del psicoanálisis

El psicoanálisis, como todas las «ciencias humanas», ha experimentado un proceso similar al de los estudios del lenguaje: una teoría inicial deslumbradora y difícilmente aceptada por la ciencia oficial de su tiempo; un largo período de adulteraciones, divergencias y ampliaciones, y un momento posterior, más o menos hacia la mitad de los años sesenta, en que se retorna al espíritu inicial y se reconsideran las bases de los fundadores. Lo mismo que ha ocurrido con Saussure y con Marx, lo vemos también respecto a Freud. Son varios los nombres que en el psicoanálisis representan este retorno conciliador a la teoría primera, y entre ellos hay que destacar a W. Reich y a Lacan.

Tanto más nos interesa la actual situación de esta ciencia, cuanto que representa también un intento conciliador entre lo sincrónico y lo diacrónico, esto es, entre el análisis descriptivo de la estructura del carácter y su vinculación genética con la vida socio-económica y, en definitiva, con la Historia. En segundo lugar, nos interesa específicamente porque el concepto básico sobre el que actualmente se trabaja es la estructura de las transformaciones, concepto sintético de todo estructuralismo que quiere trascender, aplicable al desarrollo de la personalidad y del aprendizaje en el niño como algo relativa y necesariamente abierto; abierto incluso a las regresiones.

Algunos comentaristas de W. Reich hablan también de autorregulación en este proceso, lo que permite, finalmente, el paso a la integración entre dialéctica y estructuralismo, para la ciencia llamada «freudo-marxista». Lo curioso es que, como en las teorías del lenguaje, las primeras formulaciones en este sentido no son de hoy, aunque hoy se trabaje más intensamente sobre ellas; son de su verdadero precursor, Wilhelm Reich, y datan de 1929. Como tal, «concibe la estructura de la personalidad actuando como repertorio modélico en que integrar los datos observados. Sin esta percepción, muchos datos, mucho del material analítico ha de quedar forzosamente relegado a una insignificancia funcional». Reich «habría descubierto el diverso valor que los elementos más simples adquieren según su posición semántica, en este caso la del carácter»160. Es casi inevitable una aplicación de este pensamiento al estudio de la función literaria, y convenir que el fallo de muchos «métodos» tradicionales no ha sido tanto la incapacidad para descubrir los rasgos pertinentes, como su falta de un modelo donde integrarlos, con lo cual muchos de los datos obtenidos se quedaban en esa «insignificancia funcional», generalmente como «factores de estilo».

En otra dimensión, la teoría psicoanalítica y su moderna aproximación al marxismo, nos interesa por la teoría del valor que ambas empiezan a compartir. Castilla del Pino ha expresado bastante bien este delicado punto de contacto. Según él la teoría del valor en Marx contiene, entre otras premisas, la de ser trascendente, en «el sentido de ser transvasable a una teoría general del valor a partir de un análisis del valor en el plano estrictamente económico»161. A esta premisa, notablemente ambiciosa, hay que añadir que el valor no radica en el objeto, sino en el sujeto que lo confiere y, por último, la historicidad o relatividad histórica del valor. Así pues, el carácter dialéctico del valor y su estructuración en valor de uso y valor de cambio, son dos elementos fundamentales que habría que considerar en la teorización de cualquier sistema de valores; por ejemplo, en el sistema de los valores literarios. El desarrollo, también dialéctico, de la oposición constante entre estos dos valores (el de uso y el de cambio) tiene como expresión económica el dinero, y en literatura, creemos que es el estilo, ya que a través del dinero, como a través del estilo, se ha instituido siempre el sistema de equivalencia entre lo esencial y lo aparente, el contenido y la forma; y es la sociedad occidental la que ha admitido implícitamente que son expresión de dos realidades distintas, pero necesariamente unidas.

Así, un buen tratamiento publicitario de un producto lo hace aparecer como útil y necesario, de la misma manera que una buena descripción de una ciudad, en una novela, hace creer al lector que el autor ha sabido elegir lo esencial en la vida de sus habitantes. El efecto alienante suele ser tan fuerte sobre la masa de consumidores que muy pocos se plantean si en realidad necesitan tal o cual producto; en cuanto al lector, el hábito de leer descripciones ornamentales sobre aspectos de las ciudades difícilmente le hará interesarse alguna vez por datos demográficos, conflictos laborales, bases económicas, circulación de la riqueza, etc. por el contrario, sólo se interesará por los monumentos históricos y por las demás bellezas comercializadas.

En la actualidad, una cuestión muy debatida es precisamente la influencia implícita de los valores de uso en la vida social. Para algunos, como Lefébvre, la aceptación psicológica de la obra de arte es una prueba de que el valor de uso ejerce su significación social de una forma concreta; para otros, esto es completamente inaceptable y piensan que es el valor de cambio el determinante en último extremo, incluso en la aceptación de las obras de arte. Nosotros no entraremos en tan espinoso tema, y por eso hemos puesto el ejemplo a un nivel rudimentario: el estilo de las descripciones de ciudades en la novela burguesa. Y usaremos con frecuencia la doble articulación del valor como un sistema implícito al fenómeno literario y en un sentido homológico.




Definiciones

Ante el temor de que algunas cuestiones hayan sido tratadas en demasiados lugares, intentaremos resumir y organizar los conceptos más necesarios y las nociones más fundamentales desarrollados hasta aquí, de modo que el resultado pueda tomarse como un conjunto de definiciones lo más exactas posibles. Algunos aspectos aparecen por primera vez, pero, o bien son ideas comúnmente aceptadas por todo estructuralismo o se desprenden lógicamente de la siguiente exposición.


I

Sistema (S)



Sistema 1 (S1)

Toda obra literaria constituye un sistema particular de expresión y de significación, es decir, un conjunto de relaciones propias y únicas entre signos. Estas relaciones se establecen de dos modos fundamentales:

a) Entre un elemento y otro cualquiera.

b) Entre un elemento y la totalidad.

Estas relaciones establecen oposiciones de diversa índole, de modo que el sistema de la obra se reduce a un sistema de oposiciones, generalmente binarias. Cuando una oposición se da entre varias parejas de términos en torno a una misma significación, tendremos una oposición fundamental, que formará base del sistema, sola o con otras oposiciones fundamentales. Con frecuencia estas parejas de términos se oponen formando una jerarquía permanente en el texto; a esto se le llama isotopía.




Sistema 2 (S2)

Toda obra literaria pertenece a un sistema mayor, dentro del cual es un elemento. Este segundo sistema es el de las demás obras literarias. Considerada aquí la obra con relación a las de su misma época, podremos efectuar un análisis sincrónico, cuyas consecuencias se inscriben principalmente en el marco de la comunicación social. Pero si la consideramos con respecto a obras de otras épocas, tendremos un análisis diacrónico, cuyos resultados pueden convertirse en conceptos de valoración histórica.

Estos dos cortes en el sistema mayor son meramente operativos, ya que no existen límites precisos para ellos. De hecho, todo lo dicho hasta aquí es abstracto y su finalidad es sólo metodológica, pues contempla la obra literaria como algo estático, cuya constitución interesa conocer.

Por último, sistema e Historia son dos conceptos que no se repugnan en este planteamiento, según veremos.




II

Función (F)


El objeto literario es difícil de precisar si no tenemos en cuenta su dinamismo. Para ello, acudimos al concepto defunción, que entendemos como la relación o dependencia misma entre los elementos de un sistema. Así se define en lingüística y se entenderá mejor respecto al fenómeno literario, si lo que orienta nuestra búsqueda ya no es su constitución, («cómo está constituida la obra»), ni mucho menos «qué es», sino su actividad y su finalidad, es decir, cómo funciona y para qué sirve. Dicho en plural: cómo funcionan y para qué sirven los dos sistemas expuestos anteriormente. Estas dos tareas, como hechos descriptivos, representan para nosotros lo fundamental del análisis.

Para el estudio de la función es necesario aceptar dos principios generales:

1.º La función obliga a toda forma a tener un significado, y viceversa.

2.º Toda función posee un carácter esencialmente activo, que le confiere el dinamismo real de la significación a través del tiempo y del espacio. Porque lo que existe verdaderamente es la significación, y no el significado, el cual es una abstracción más.

Según esto, puede ocurrir que un significante cambie de significado en el interior del proceso de significación de algún hecho literario; que tenga dos significaciones diferentes en ese mismo proceso; que un significado requiera varios significantes.

La función es también doble, como el sistema. Por un lado, el hecho literario se mueve hacia un significado propio, autónomo, que quiere realizarse en la secuencia sintagmática y pertenece al primer sistema. Por otro, conecta con un significado no autónomo, que pertenece al segundo sistema. Pero ambos movimientos volverán a ser abstracciones si no los contemplamos desde el punto de vista realmente dinámico del hecho literario: la lectura (o la audición si se trata de literatura oral). Si no hay lectura no hay literatura. Por tanto, es falaz identificar el hecho literario con los límites de un texto.

Sólo a través de la lectura es posible conocer la función literaria, ya que el acto de leer constituye un devenir, y nunca un acto acabado, pues hay tantas lecturas como lectores en el tiempo y en el espacio. El devenir de la significación literaria depende de sus relaciones dialécticas con cada lector, quien también podrá tener distintas comunicaciones con la obra según la edad (si la lee más de una vez) o los estados de ánimo; con cada grupo social más o menos específico; con cada época de la Historia. Según todo esto, la obra no será nunca igual a sí misma.

Diremos que hay como dos lecturas en un mismo acto de leer, aunque se van produciendo simultáneamente. La primera conoce qué dice la obra en el plano lineal del texto, que es el plano sintagmático; la llamaremos, por eso, lectura sintagmática, y a la función que percibe FUNCIÓN SINTAGMATICA (F1). Simplemente SINTAGMÁTICA (sustantivo) al nivel donde se inscriben todos los hechos de esta índole. Establece un contenido que llamaremos directo.

La segunda lectura es la que permite ir conociendo otros elementos del contenido que no son directos, sino que proceden de dos fuentes principales inscritas en el segundo sistema de la obra: una, la tradición literaria; otra, la ideología o mentalidad dominante del grupo social en que se produce. A esta lectura la llamaremos figuradamente, «lectura vertical», y a la función que percibe FUNCIÓN PARADIGMÁTICA (F2). Simplemente PARADIGMÁTICA (sustantivo) al nivel donde se inscriben los hechos de esta índole. Sólo el lector es capaz de reconocerlos. Conectan con el modelo semántico y con el modelo sintagmático que trascienden a la obra individual; con la referencia histórica; con la ideológica y con otros muchos pequeños valores derivados de la tradición literaria. El cometido de esta función paradigmática ya no es conocer qué dice la obra, sino qué significa social e históricamente lo que dice, como totalidad. A veces ese contenido puede llamarse también simbólico o connotado; rehuiremos el primer término en lo posible, por tener demasiada riqueza semántica en español, es decir, ambigüedad.

No se piense que esta última función, y su contenido, escapan de los dominios de la expresión, pues recordemos de nuevo que la función se halla presente en el proceso de significación lingüística, haciendo posible el discurso como tal y produciendo los cambios en el sistema de la lengua; es, también, el factor que obliga mutuamente a la forma y a la significación. Por esa razón nuestro análisis literario es básicamente lingüístico.

La sintagmática y la paradigmática del hecho literario están constituidas por sus respectivas funciones particulares, y éstas por los rasgos pertinentes específicos. Son las funciones las que pueden recibir denominaciones sustantivas; estos sustantivos designarán hechos concretos, si se trata de funciones sintagmáticas (por ejemplo en narrativa: «entrega del objeto mágico», «superación de la prueba», «liberación», etc.); y hechos abstractos, si se trata de funciones paradigmáticas (tales como «contradicción», «autenticidad», «feminismo», etc.). Tanto las funciones como los rasgos pueden agruparse en oposiciones binarias, conforme veíamos al principio.






III

Estructura (E)


Llamamos estructura al sistema más la función, es decir, a la totalidad que es en sí misma la constitución literaria más su actividad, el sistema con su movimiento y finalidad, o función.

E = S + F

Ambos sumandos son aspectos sólo separables por razones metodológicas, como hemos hecho hasta aquí. Fuera de esta necesidad, admitiremos que una estructura, toda ella, es siempre significativa, y se corresponde con una organización inmanente del discurso literario, que produce también un sentido inmanente. No siempre el autor es consciente de dicha organización.

En el interior de la estructura significativa suele haber un elemento que resulta especialmente revelador del sentido orgánico. A ese elemento le llamamos clave de la significación.

Con frecuencia la clave es una función o una isotopía, como conjunto significativo principal, y entonces a esa clave la llamaremos constante. La vida de una constante, por así decirlo, en una estructura significativa, encuentra un punto donde sus diversas interrelaciones arrojan la clave de su sentido. Este punto no se da necesariamente al cabo de un cierto proceso gradual de enriquecimiento semántico, sino que puede estar en cualquier parte de la estructura. Ocurre incluso que la clave de la constante se encuentra en el primer relato, y no en el último; como rasgo pertinente de un nivel o de otro, o como un simple motivo o elemento que hasta se podría decir que quiere pasar desapercibido. Esta tendencia a la ocultación, enteramente lógica en un sistema de formas de la burguesía, es lo que explica precisamente que las claves del sentido se hayan querido ver muchas veces en elementos tan patentes como ciertas frases del diálogo, o sentencias del narrador (valores manifiestos), mientras se descuidaba un detalle insignificante, tal vez del estilo, donde residía buena parte de la estructura semántica. En definitiva, una vez más se confundían lo esencial con una superestructura accesoria.

También puede llamarse a la clave de la constante clave del sentido.

(Un ejemplo muy conocido de la literatura española es el fatídico diminutivo que emplea Celestina al llamar «partecilla» a la parte que piensa ceder de sus ganancias a los criados de Calisto, revelando así sus verdaderas intenciones y motivando la desconfianza de Sempronio y Pármeno; en suma, el diminutivo es el motor de la acción [sintagma] y el índice de las verdades profundas que encierra la obra sobre la condición humana [paradigma]).

Nada impide la consideración parcial de algunos aspectos de la estructura, tomados en cualquier dimensión, que puede ir desde la organización sintagmática de un relato, con independencia de todo lo demás, a la estructuración de una sola palabra, tal vez muy repetida por el autor, en la totalidad. A estos hechos llamaremos estructuras parciales.

Damos el nombre de composición o estructura superficial a la parte de la estructura que es conscientemente elaborada por el autor mediante una técnica; posee un fin determinado, que no siempre se corresponde con el sentido inmanente de la obra, sino que lo puede contradecir.

Es muy de destacar que en el proceso significativo de la estructura literaria es permanente la relación entre los planos sintagmático y paradigmático, lo cual precisamente otorga gran solidez al conjunto. (Por este motivo, la misma búsqueda y la descripción estructural no deben plantearse dos objetivos diferentes, sino un objetivo doble). En realidad toda función literaria no será nunca ni sintagmática ni paradigmática, por separado, sino una FUNCIÓN MIXTA de las dos. (Un ejemplo de todos conocido es cómo las reiteradas caídas de Rocinante y Don Quijote integran el sentido paradigmático de la caída de las novelas de caballería, y así lo hace constar Cervantes de modo casi explícito al final de la novela (II, 74). En esencia, esta explicitación del paradigma es lo que falta y lo que distingue a la novela actual de la antigua, incluido el XIX).

Todo lo dicho permite afirmar que la estructura significativa de la obra literaria es una auténtica realidad dialéctica, respetando su autonomía, e incluso exigiéndole, como a toda estructura en sentido actual, la necesidad de autorregulación. Ya vimos que la obra no es un hecho acabado, sino un devenir, un proceso significativo, en dependencia de cada lector y de cada época, y con sólo la apariencia de producto terminado que le dan la escritura o los límites del texto. La autorregulación, si bien es muy difícil de determinar, se manifiesta en los cambios de sentido que se dan a través del tiempo y del espacio. (Tres de los mejores libros españoles -Libro de Buen Amor, La Celestina y El Lazarillo de Tormes- están sujetos a esa revisión constante obligada por el paso del tiempo y de los puntos de vista sobre ellos. La filología nos demuestra que fueron libros didácticos y moralizantes en su época, y no es justo arrebatarles sin más esa función, con argumentos que sólo son pretensiones anacrónicas. Pero tampoco es justo arrebatarles en nombre de la filología, lo que esas obras puedan decir a un lector de hoy, y que seguramente jamás pudieron decir a un lector de entonces).




IV

Estética


Nada se ha dicho todavía de la FUNCIÓN ESTÉTICA, sin la cual para algunos no hay hecho literario. Para nosotros, la función estética, destinada en literatura a producir belleza mediante el lenguaje y a reclamar la atención del lenguaje sobre sí mismo, es una consideración particular de la función literaria del signo lingüístico; afecta, por consiguiente, a la función sintagmática y a la función paradigmática. La estimación parcial se refiere al cómo del hecho literario, es decir, cómo se dice lingüísticamente el contenido directo, sintagmático (a lo que llamaremos estilo), y a cómo se dice el contenido indirecto, paradigmático. Esto último, por decirlo de alguna manera, constituye la belleza oculta del sistema.

A modo de conclusión a este punto diremos que la estética literaria va más allá de los elementos sensibles del discurso. De hecho, es la totalidad de la estructura significativa la que incluye la creación de un sistema estético original. Se diría que hay belleza en el significado mismo de la obra literaria, de la misma manera que hoy se reconocen determinaciones ideológicas en los hechos formales de la sociedad (moda, publicidad, alimentación, etc.). Todo ello es objeto de la semiología.




V

Semiología


Es precisamente este punto de vista el que configura nuestro último asalto al fenómeno literario. Según él, interesa especialmente analizar la literatura como un hecho de comunicación social, ya que las determinaciones sociales no son algo añadido a la obra, ni la obra se puede estudiar por simple comparación con los hechos sociales, sino que es la estructura literaria, en sus tres funciones (sintagmática, paradigmática y estética), la que se corresponde con el modo de ser o forma de la sociedad, la manera en que actúa hacia sus fines principales la sociedad, y las relaciones de toda índole que se producen en el seno de la estructura social. A esta correspondencia de forma y funciones entre la estructura literaria y la estructura social la llamamos homología. Dicha homología se hace especialmente sensible en casos como la existente entre la sociedad burguesa y la novela burguesa.

La tarea semiológica, así expresada, puede identificarse con la totalidad del análisis, pues tiene en cuenta a la sociedad como continua creadora de formas y de sentidos útiles a su ideología y a su instrumentación del poder, al reparto de la riqueza y a la satisfacción de los deseos; tiene en cuenta, también, que el punto de vista histórico no es sino una síntesis del análisis social de otros tiempos, y, por último, no olvida que la sociedad humana desarrolla un movimiento estético paralelo al económico, y que ambos la distinguen de cualquier otro tipo de sociedad. Los conceptos fundamentales del análisis semiológico son la ideología de la forma y su contrario, la forma de la ideología.




VI

Narrativa


El análisis que acabamos de esbozar es aplicable a la narrativa como a cualquier modalidad literaria, pero teniendo en cuenta que sólo en los relatos puede analizarse la narración misma con su sintagmática y paradigmática independientes, ajenas a los dos planos del signo. Estos también son posibles, como si se tratara de poemas líricos, pero interesan más, por ser específicos, el nivel sintagmático de los hechos narrados integrantes de un argumento, una anécdota, y el paradigmático de lo que significa social e históricamente ese argumento, esa anécdota. Por eso, al decir en nuestro análisis función sintagmática o función paradigmática nos referiremos a esos aspectos particulares de la narración en sí.

Así, pues, la combinatoria especial de los elementos que integran un argumento, es lícito analizarla como se haría en un análisis gramatical lingüístico; por ejemplo, viendo las relaciones del protagonista del relato con los demás personajes, a través de sus actos, como si viéramos la función sujeto del sustantivo o del pronombre de una frase en relación con los complementos, y a través de la función predicativa del verbo o del adjetivo. (Eso sería el sintagma de la narración, en lo que nosotros no hemos entrado apenas, por parecernos más interesante un análisis de la función mixta y, en especial, del paradigma de la novela burguesa).

Hay casos, como los cuentos populares, donde apenas se percibe la función paradigmática, y se llega a creer que ni siquiera existe; y hay otros donde, por el contrario, apenas se percibe la función sintagmática narrativa, porque apenas hay anécdota, como ocurre en la llamada «antinovela».

NOTA FINAL. Un tercer nivel, aplicable a la narrativa, y con sus correspondientes funciones, es el nivel del narrador, que Barthes llama «Nivel narracional», y se refiere a la presencia inmanente de este verdadero personaje a través de unos signos determinados. No lo discutimos aquí porque, al igual que otros aspectos de este trabajo, lo consideramos claramente expuesto en otros lugares.






Para una tipología general de la narración

Construir una tipología general de los relatos es una tentación que imagino frecuente en los investigadores de la narrativa. Pero sin duda la mayoría de ellos, con muy buen criterio, consiguen eludir una tarea tan comprometida. No es que yo me sienta mejor dispuesto, sino que experimento una especial preocupación porque el lector no se pierda entre el buen número de rasgos diferenciales que ha ido acumulando la necesidad de distinguir la novela y el relato literario de sus demás congéneres. Así que, aunque conservo la sensación de peligro, y pidiendo disculpas por las muchas imperfecciones que tendrá, me arrojo a ofrecer un esquema sistemático de diez formas de relato según treinta y nueve rasgos que he seleccionado entre los ya discutidos y otros que me parecen del dominio común.

Pero debo confesar que mis temores pronto se vieron compensados por el descubrimiento de muchas pequeñas sorpresas conforme avanzaba la clasificación que yo mismo había proyectado. Así, ciertas afinidades entre el «cómic» y las formas más primitivas de narrar, tales como el cuento popular y el mito; o las sutiles, pero decisivas, diferencias entre otras formas consideradas afines, como la novela y la novela corta, por ejemplo. Fue una fase de la investigación dotada, diría yo, de personalidad propia, que venía a probar cómo hasta una mera organización de datos sintéticos puede ser una actividad dialéctica.

Debo comentar ahora algunos detalles de esa tipología, para mejorar su entendimiento. En primer lugar, he situado el relato épico entre los literarios y los no literarios, puesto que se propaga lo mismo por transmisión oral que escrita, y porque su lenguaje puede estimarse a veces popular, aun teniendo en cuenta la rima y la medida. En todos los demás casos, una valoración intermedia está matizada con los dos signos (+, -), en un mismo casillero, queriendo decir: unas veces sí, otras no. Se exceptúa de esta norma el caso de la novela, que presenta dobles signos de vez en cuando, con otro propósito que ya se explicará -y con la novela otros relatos literarios que son básicamente novelísticos, como el guión cinematográfico o el radiofónico.

La inseguridad o la simple ignorancia se representan con un signo de interrogación, que el lector puede despejar según crea. La inclusión de formas muy actuales de narrar creo que está lo bastante justificada teniendo en cuenta el ámbito semiológico en que han quedado inscritas muchas consideraciones de este estudio.

Una aclaración importante es por qué no he matizado distintas clases de novela, como quizá podrían apetecer algunos lectores. En primer lugar, porque me obligaría a subclasificar las demás formas, para lo cual no cuento con suficientes elementos. Pero, más importante, porque toda distinción entre unas novelas y otras es sumamente precaria, aun teniendo muy presente la función social y la histórica. Cada clase social tiene su forma de novela, que cumple cabalmente con los presupuestos ideológicos y estéticos de esa clase; y cada época de la Historia, también. Se trata, en fin, de uno de los criterios nucleares desarrollados a lo largo de este trabajo, pero que no está de más resumir aquí. ¿Cuál es entonces la novela burguesa que aparece en el título del libro? No existe una respuesta radical a esta pregunta, que sería tanto como saber radicalmente qué es la burguesía. De ello siguen discutiendo los historiadores. Pero si una respuesta negativa por su función: la que no sirve para cambiar la forma de vida y la forma de pensamiento de una clase social por otras más progresivas.

Con tales exigencias podría decirse que todas las novelas son, pues, burguesas. Pero sin duda sería excesivo. Poco se sabe de cómo opera en el subconsciente una expresión artística cualquiera, y sin este dato siempre será exagerada toda interpretación sociológica. Ahora bien, el principio del estructuralismo lingüístico de que no puede haber cambio de contenido sin cambio en la expresión, permite declarar cuál de todas las clases de novelas sería la menos burguesa, observando la que opera mayores cambios en la estructura tradicional de esos textos, y en el estilo mismo. Esa sería la que se ha venido llamando antinovela, y que está marcada, aun sin nombrarse, en la línea del esquema correspondiente a «Novela», con el signo inferior de los casilleros 11, 19, 20, 23, 28, 36 y 39. (Ver cuadro). De todos modos, conviene tomar grandes precauciones a la hora de dictaminar si una novela podría constituirse en antinovela, y suponerla entonces contribuyendo activamente a los cambios sociales e históricos, una vez analizada su estructura significativa. Lo hemos hecho con los relatos de Carpentier, y vimos que no, pese a parecerlo. Para estos casos de falsa antinovela yo reservaría el nombre de novela intelectual, si bien no me satisface demasiado. En cuanto a las novelas que en absoluto pretenden cambiar nada, creo suficiente llamarlas «de entretenimiento».

Naturalmente que siempre habrá relatos que encajen mal entre los rasgos de esta tipología -o de otras-; y ojalá sean muchos. Eso demostraría que la actividad creativa del hombre posee un alto grado de libertad, lo que por desgracia nadie ha probado todavía.

Clasificación de las novelas





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