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Hacia una historia de los textos


Luis Alonso García






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La pérdida del objeto

Sectorialización


1. A la hora de establecer una periodización de la Historia del Cine (HdC) sorprende la ausencia de propuestas que escapen a criterios tan tópicos como ya caducos -en la historia de la literatura y del arte: autor, género y generación, estilo y movimientos, países y épocas-. Podemos replantearnos entonces los principios que han guiado dichos trabajos más allá de las quejas sobre lo que «aún queda por hacer» o las interrogaciones, sobre «qué es hacer historia».

Nuestra pretensión es entonces establecer un diálogo con las denominadas «historias monumentales» como lugar donde se evidencian una serie de problemas que comparte todo estudio histórico, para poder definir así no sólo sus principios metodológicos -y su posible utilidad-, sino para describir la ideología que mantienen respecto al cine1. Si dos textos españoles son el centro de nuestra crítica [Espada, 1979. Gubern, 1973] no es por ninguna diferencia esencial respecto al resto (Wyver o Sadoul son casos más sintomáticos de lo que aquí hablamos) sino por un reconocimiento de su propia importancia dentro de la bibliografía referida (sólo merece la pena criticar aquello que tiene algún valor).

2. Cualquier historia del cine -por más genérica o específica que sea- supone una especialización respecto a la Historia general. Dicha sectorialización realizada por el historiador conlleva una doble subjetividad:

Por un lado, se escoge y define cuál es el objeto de estudio (la moda, el arte, el vestido,...), haciendo así «una abstracción cultural», en la que el término «cine» se llena de un sentido más o menos preciso (medio de comunicación, obra de arte, instrumento de propaganda, documento social,...) que indicará los elementos pertinentes para su historización.

Por otro, se relaciona dicho objeto con el que supuestamente es el objeto general de la historia, la sociedad -como «entidad cultural»-, a través de una o sucesivas asimilaciones. Pero la «sociedad» no es sino un concepto seleccionado y definido como cualquier otro más sectorial (el arte, el cine, la moda,...). No podemos estar de acuerdo entonces con Zunzunegui [1988], que ve, a partir de las propuestas de Mandelbaum (de quien tomamos los conceptos de abstracción y entidad), el proceso de subjetivización sólo en las historias sectoriales. Quizás pudiéramos hablar de grados -más/menos subjetiva que-, pero es evidente que tanto la historia general como cualquier historia sectorial, son productos subjetivos, recortes del sujeto respecto a una realidad que es a su vez producto y productor de la subjetividad.




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La postura integradora

De lo tecnológico y de lo comunicativo


1. Espada, desde una postura integradora, introduce el estudio del cine dentro de la Historia de los Medios Audiovisuales (M.A.V):

[1] Es nuestro objetivo reunir en el presente estudio, bajo un sólo planteamiento histórico, a todos los medios audiovisuales. Pero, además, [2] vamos a intentar establecer los fundamentos que nos permitan afirmar la progresiva síntesis de los mismos».


[ESPADA, 1979: 17 {corchetes nuestros}].                


La claridad de la cita es asombrosa, al encadenar en dos enunciados consecutivos el salto del método a la ideología: [1] Planteamiento metodológico correcto a los fines propuestos: no realizar un sumatorio de las historias particulares de los diversos medios, sino una única historia de los diversos medios. [2] Conclusión ideológica pretendidamente objetiva, casual, y por tanto, necesitada de explicación: progresiva unificación de los diversos medios en una especie de «ideal mediático» (que Espada cree ver -estamos en 1979-, en la futura unión de audiovisual e informática)2.

El salto analizado no es sino la puesta en superficie del funcionamiento de las ciencias sociales: a partir de un procedimiento («unidad de planteamiento histórico») es imposible no llegar a una conclusión («la síntesis progresiva de los medios»), en cuanto que se «fuerza» la sinonimia entre unidad (lógica) y síntesis (ideológica): lo que en un principio era visto como una buena manera de aproximarse a una multiplicidad variada, acaba siendo el único modo de acceso a algo que desde entonces serán por siempre «los M.A.V.».

2. Seguidamente Espada ofrece su definición de los M.A.V.:

medios fotomecánicos o eléctricos de transmisión o edición que facilitan mensajes auditivos o visuales, utilizados separada o conjuntamente para cumplir su función comunicativa,


[ibid.: 23]                


resultado del análisis y crítica de dos definiciones anteriores [Dieuzeide, 1965 y Aguilera, 1974]. El proceso de dicho análisis resulta interesante [Espada, 1979:17-23], no tanto por la pertinencia de las correcciones, como por la ausencia de una interrogación fundamental: la del origen conceptual del término de M.A.V. Concepto nada neutral, en cuanto que ha surgido de unos campos, las telecomunicaciones y la didáctica, que el estudio de las representaciones visuales y sonoras no debería haber aceptado sin una petición de principios, en cuanto que de tal término surgen los tres criterios de ordenación histórica que guían el trabajo de Espada (naturaleza técnica, ámbito comunicativo y lenguaje).

Pero el criterio de pertinencia (el que marca la inclusión o exclusión dentro del conjunto de M.A.V.) es precisamente el de la tecnología. Espada asume así la preponderancia que el criterio tecnológico toma en su historización, por lo que realiza una crítica exhaustiva a la clasificación y periodización de los M.A.V. que Cloutier establece con unos criterios comunicativos [Cloutier,1973]. Todo esto a partir de la necesidad de una doble historicidad de los M.A.V. señalada por Aguilera [1974], «desarrollo tecnológico» y «evolución comunicativa», conformando una propuesta que Espada intenta aunar ante la rigidez del término de M.A.V., marcado por la Tecnología.

Esta no asunción de lo comunicativo se evidencia en la periodización que Espada propone a partir de lo que denomina «Teoría V de los M.A.V.», dividida en tres fases (convergencia, concentración, síntesis) a partir de criterios estrictamente tecnológicos [Espada, 1979: 30].

3. La originalidad del trabajo de Cloutier se encuentra en haber desplazado la centralidad del canal -lo tecnológico-, tanto en la clasificación como en la periodización de los M.A.V., situando como criterio central la relación entre el emisor y el receptor -lo comunicativo-.

Salto cualitativo, pero insuficiente por dos razones: 1. Al igual que en Espada, no hay ninguna interrogación sobre el estatuto de los M.A.V., ausencia más remarcable en cuanto que aquí ya no estamos en un nivel descriptivo (de las tecnologías) sino en uno supuestamente analítico (los fines comunicativos propuestos). 2. Como consecuencia del salto dado por Cloutier, los M.A.V. se insertan en los M.C.M. (de la prensa a la audio-videografía), sin plantearse -en un segundo acto de borrado ideológico-, el nuevo estatuto donde se insertan.




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De la génesis y del sujeto

1. Cine, M.A.V., M.C.M., cada nuevo salto supone un alejamiento del contacto con el fenómeno cinematográfico, inexplicable en cuanto que no puede negarse el carácter audiovisual y mass-mediático del cine. La razón no se encuentra en los términos elegidos (M.A.V., M.C.M.) sino en el corte que se da sobre ellos.

2. En cuanto a la primera integración, la del Cine en los M.A.V., la «fascinación» provocada por la tecnología oculta el denominador común de todos los medios considerados (fotografía, cine, radio, televisión) más allá de la naturaleza técnica, el ámbito comunicativo o el lenguaje.

Ese denominador común no es otro que su «ontología» [Bazin, 1945], su «arché» [Schaeffer, 1987], el «acto inhumano» [Dubois, 1983], su «referencialidad» [Requena, 1988, 1989]. Lo que distingue a los M.A.V. de todos los medios anteriores y posteriores es su cualidad de «huella de lo real», su absoluta afirmación del «haber estado allí de la cosa» [Barthes,1980]. Y esto nada tiene que ver con su «tecnología» sino con su «génesis»3.

Estos trabajos teóricos deben ser tomados en cuenta por la HdC aunque sólo sea por lo siguiente: el imprescindible conocimiento -atestiguado documentalmente en el campo de la fotografía (Schaeffer)- del funcionamiento de dichos medios como condición para su difusión: paradójicamente, es necesario saber lo que es una fotografía para dejarse fascinar por su magia. El acompañamiento de los procesos de elaboración junto a los productos elaborados pueda explicar quizás la entrega incondicional de las primeras HdC a un «saber» sobre su creación técnica e industrial.

3. La segunda integración, la de los M.A.V. en los M.C.M. nos lleva a un espacio de trabajo al que por su extensión no podemos entrar a fondo. Queremos señalar, sin embargo, dos elementos. En primer lugar, la diferencia entre comunicación interpersonal y comunicación interposicional; la primera es aquella que se realiza entre individuos en sucesivas posiciones de emisor y receptor (una conversación, el correo, el teléfono, el correo electrónico entre dos usuarios,...); la segunda, aquella que se realiza entre posiciones comunicativas no reversibles de emisor y receptor (la «radio participativa», los concursos televisivos por correo o teléfono, el 903, la consulta a Bases de Datos)4.

Desde este punto de vista, la verdadera revolución que intenta señalar Cloutier es la «conquista» no de los M.C.M. -la masividad en la recepción es correlativa a la concentración en la emisión-, sino de los medios técnicos de dicho tipo de comunicación por parte de la comunicación interpersonal (es el uso de la fotografía de recuerdo, del vídeo doméstico, de los radioaficionados)5.

4. Interpersonalidad, interposicionalidad; diferencia esencial, y que sin embargo se asienta sobre un principio al que debemos interrogar a su vez; ambas se basan en una relación intersubjetiva: es necesaria la existencia de dos actantes para que haya comunicación. ¿Es esto verdad? Hay que reconocer que sí, pero sólo en cuanto se ha definido la comunicación por una estrechez de miras absoluta: aquella que sólo considera la comunicación en cuanto proceso de adquisición de conocimientos a través de la transmisión de mensajes. Esta definición es operativa tanto para el análisis de una conversación como para los efectos de discurso provocados por un texto periodístico o radiofónico.

Sin embargo, un par de ejemplos nos situará en el lugar exacto: a) Ante una representación pictórica, ¿dónde está aquel que supuestamente nos transmite un mensaje?, ¿cuál es ese supuesto mensaje?, ¿lo que ese cuadro nos transfiere no es algo más (piénsese en el arte comprometido, el arte con mensaje), algo diferente (piénsese en el arte por el arte) que un simple conocimiento? b) Ante una bobina de los Lumière, ¿tiene algún interés la intencionalidad que motivó su producción (la experimentación científica, el recuerdo familiar,...)?; ante los trucos meliesianos, ¿tiene realmente importancia la caducidad de los mismos, su ser trucos «de» o «en» cine?

¿No es evidente la absoluta soledad del espectador, del lector, ante el texto (un film, una novela), a pesar de los esfuerzos de los denominados cines modernos (un Godard), a pesar de las bromas de ciertos autores (un Calvino), por incluirse en el interior de los textos? Si los creadores afirman siempre -al menos desde el Romanticismo- la «terrible soledad de la escritura», ¿por qué no aceptar su enunciado y sacar la conclusión lógica: la terrible soledad de la lectura?

Estamos hablando de algo que nada tiene que ver con el mensaje, la comunicación, el conocimiento, sino muy al contrario con el ruido, la expresión, el saber. El cine es un espacio adecuado para plantearse esta dicotomía, en cuanto que nadie duda ya de su valor estético. ¿Por qué entonces seguir planteando su estudio en términos técnicos (elaboración, responsabilidad, medios) y comunicativos (intencionalidad, mensaje, autor, eficacia...)?

Aceptando la definición de la comunicación como relación intersubjetiva -no merece la pena intentar una redefinición respecto a un término tan petrificado- hay que convenir que es necesaria la definición de una nueva relación, intrasubjetiva, en cuanto la relación que se establece es entre un sujeto y el texto -como espacio donde el sujeto sabe algo de sí-, entre un sujeto y sí mismo. Uno de sus espacios claves, pero no el único, es el Arte6.

Las consecuencias de esta separación entre «informativo» y «expresivo» están claras: la centralidad del texto en una ciencia que se ocupa de su Historia, la impertinencia de los parámetros al uso (lo que el autor quiso/debió/pudo/supo decir) para aquellos textos cuyo interés reside en un más allá de su valor comunicativo. No se trata de anular la validez de los datos historiográficos respecto a una obra sino de considerarlos en su justo valor: como documentación de la cual el texto participa, pero a la que no se ve reducida. Estas consideraciones nos dan pie para pasar a la segunda postura ante la HdC.




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La postura segregacionista

De lo historiográfico


1. Entramos en la segunda postura frente al cine, aquella que instaura la HdC como LA HISTORIA por antonomasia: nada le sirve, nada utiliza, que no venga de su propio pasado: las biografías de los personajes, los archivos de las entidades implicadas, las críticas de la época, los «tópicos» sobre el cine («arte e industria», «fenómeno de masas», «la mujer en el cine»,...); en última instancia, las películas, pero no tanto los textos en su contemplación como sus referencias, el «cast and crew», «lo que otros dicen de aquello que vimos». Esta postura ni siquiera admite filiación alguna con los M.A.V.: la Televisión es un competidor, un corruptor de las «obras de arte filmográficas», el Vídeo, un instrumento donde reafirmar ideas preconcebidas7.

2. Aclaremos que denominamos a estos textos (... Spottiwoode, 1935. Lo Duca, 1942. Ford & Jeanne, 1947. Sadoul, 1967. Gubern, 1973. Wyver, 1989...) como la postura segregacionista, no por su negativa a integrarse dentro de la historia de los M.A.V. sino por la forma en que se confrontan con la historia general:

Por un lado, su negativa a asumir su papel sectorial: las historias monumentales son como la ardilla mítica que podía cruzar la península ibérica de una punta a otra sin poner las patas en el suelo. De vez en cuando, un vistazo al terreno (por ejemplo: conquista del mercado mundial por parte de los Estados Unidos gracias a la I Guerra Mundial [Gubern,1973: 153]) sirve para confirmar que la historia cinematográfica sucedió en este planeta. De esta manera, el sistema referencial utilizado no pertenece a la historia general como ciencia sino a un saber genérico y laxo del pasado8. La postura segregacionista convierte el Cine en una «entidad» autónoma, sin aceptar su papel de «abstracción cultural» recortada por el historiador. «Fetichización» del objeto (cine), «denegación» de la subjetividad (del autor): el cine se convierte en un objeto absoluto y sin sujeto: la «historia del mundo a través de sus imágenes».

Pero la segregación no sólo se ejecuta respecto a la Historia General. Si es lícito no querer integrarse dentro de una historia de los M.A.V. -en cuanto que en esta última domina el criterio técnico sobre el estético-, no lo es no intentar encontrar ciertos «compañeros de viaje» en la historia del arte. Aquí es donde las figuras de Panofsky, Francastel o Hauser pueden servir de modelo necesario para una verdadera Historia que vaya más allá de la descripción de los hechos9. Obviamos la posibilidad de encontrar algo parecido en cine al trabajo de Hauser sobre la literatura y el arte. Una obra así sólo puede elaborarse a partir de una amplia base de estudios teórico-históricos de los que el cine carece absolutamente.




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De lo narrativo

Hemos visto nacer un arte ante nuestros ojos [Sadoul,1967:1]. Por la proximidad de sus orígenes el cine tiene, a diferencia de las artes tradicionales, una partida de nacimiento que nos es bien conocida.


[Gubern,1973: 9]                


1. La coincidencia no es asombrosa, es lógica: aquí está el origen de toda su trayectoria, la marca más absoluta de la subjetividad y la más absoluta de sus negaciones. Sadoul y Gubern lo enuncian en los primeros párrafos de sus obras: un arte cercano, «demasiado» cercano para que no intentemos separarnos lo más posible, sumergiéndonos en su documentación (Gubern), obrando como paleontólogos (Sadoul). De qué se habla sino de un sujeto («hemos visto») y de un gesto de distanciamiento («poseemos retratos, documentos, testimonios, declaraciones»).

Aparece la primacía del «dato histórico» sobre el «objeto historiado»; los historiadores se esfuerzan en un exceso de objetividad (por la escasa distancia histórica, la siempre dudosa consideración del cine como objeto merecedor de atención, la enorme cantidad de la documentación generada,...) que esconde -aún hoy- un cierto sentimiento de culpabilidad: ¿merece la pena historizar el cine?


Román Gubern

2. Acumulación de datos, rechazo de la subjetividad10. En el primer caso, la simple descripción de los diversos elementos conlleva un conocimiento sobre el mundo (ese mundo que el historiador construye a la par que su recorrido); pero eso no es suficiente para un campo como el cine, en el que supuestamente han de incluirse criterios estéticos y sociales. El formato del «trabajo de campo», no le va nada bien: hablar de criterios estéticos significa hablar de gusto, hablar de criterios sociales significa hablar de progreso. El formato correcto no es el «estudio» sino el «relato». ¿Por qué? Porque en todo relato hay buenos y malos (y uno puede elegir a favor de quién tomar partido); porque en todo relato, los actantes se transforman en personajes, con una psicología, con un saber narrativo (que puede ser mayor o menor que el del lector, como en el cine negro: «sin saberlo, Porter esta ofreciendo a su público...» [Gubern, 1973: 76]).

3. Se trata así de un discurso acumulativo y finalista: a la vez que se señalan los grandes jalones (técnicos, sociales y lingüísticos), éstos se insertan dentro de un esquema progresivo: cada nueva aportación viene a demostrar la necesaria evolución del cine hacia su perfección, hacia ese modelo narrativo / representativo que constituye el cine clásico:

Era mérito de los europeos el haber inventado el cine narrativo: Méliès aportó la puesta en escena, los ingleses el descubrimiento del montaje como elemento narrativo y Zecca perfeccionó la estructura del relato. Porter heredó todos estos hallazgos europeos y en 1902 hizo con ellos una película sorprendente, «Salvamento en un incendio».


[Gubern, 1973: 73]                


4. Pero también se trata de una linealización histórica (narrativa) y de un desorden discursivo (comunicativo), tomando ambos términos, historia y discurso, en su sentido narratológico.

Con linealización histórica no sólo nos referimos al finalismo, sino a uno de sus efectos más graves, en cuanto que no se reconoce como tal. Las HdC son historias contadas desde una óptica muy concreta, la de la celebración del cine clásico. Todo lo anterior se convierte así en antecedentes; todo lo posterior, en deformaciones con mayor o menor calidad. Estamos ante relatos con un planteamiento (el cine primitivo), un desarrollo (el cine clásico) y un desenlace (el cine moderno); a veces con un prólogo (los pre-cines) y un epílogo (la muerte del cine).

El no reconocimiento de la posición subjetiva adoptada deforma la visión general del conjunto: del cine primitivo puede reseñarse todo, pero sólo se destaca aquello que construye una linealidad clara: la de la formación del cine clásico: es por eso que Porter e Ince primero, Griffith después, ocupan un lugar privilegiado en dichas historias; no se trata de su mayor calidad absoluta respecto a sus coetáneos -es evidente la mayor riqueza estética y creativa de un Méliès ante un Porter, puestos a opinar- sino de que ellos «acertaron» en el encuentro de elementos «verdaderamente cinematográficos», es decir, pertenecientes al modelo que se considera como el «verdadero cine»11.

Pero a esta linealización histórica corresponde un desorden discursivo. Las Historias se plantean desde unos parámetros cronológicos y espaciales, pero la especial aceleración del desarrollo cinematográfico (vista casi siempre como condensación de la historia del arte: etiquetas como «primitivo», «clásico», «moderno» no hacen sino denunciar nuestra deuda -impagada- con la historia del arte) rompe cualquier posibilidad de cohesión interna del discurso. Los historiadores se ven así obligados a colocar una continuidad narrativa en el discurso cuando no se encuentra en la historia.

Intentar poner un ejemplo de esta afirmación sería desbordar el espacio y formato de un artículo; sin embargo los ejemplos son innumerables, desde los continuos desplazamientos temporales y espaciales, con auténticos flash-backs y flash-forwards (los casos en el cine americano son continuos al no «desarrollarse» a la misma velocidad que el resto de los cines), hasta la diacronización temporal de fenómenos que fueron absolutamente sincrónicos (como es el caso de las diferentes vanguardias en los países europeos). La causa es muy simple: la escritura es una representación lineal y consecutiva (a no ser que se utilicen esquemas). Inferir de la consecutividad (discursiva) una causalidad lógica y cronológica (histórica) es un absoluto efecto narrativo que los autores comentados deciden en cuanto narradores y no en cuanto historiadores.

Hemos de reconocer que dicha actuación es inevitable: todo discurso histórico es un discurso narrativo [Lozano, 1987]. El problema surge cuando el historiador borra las huellas del narrador: de la historia narrada pasamos así al relato «presuntamente» histórico. Todo es una cuestión de perspectiva y de reconocimiento de la propia subjetividad, algo que choca con la pretendida objetividad de la historia -y no sólo del cine como ciencia.




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Al encuentro del texto

Técnica, Arte, Industria


1. Hasta aquí, hemos hablado de dos posturas teóricas tomadas respecto a la HdC, dos posturas escogidas no por tomar una opción ante los datos históricos, sino por adoptar una supuesta neutralidad ante los mismos; el historiador, en ambos casos, se pretende objetivo, borrando el punto de vista en el que se instala: no hemos criticado tanto «la construcción de un relato» sobre el conocimiento histórico -lo que tiene un valor didáctico-, como «la creación de un discurso supuestamente objetivo» sobre dicho conocimiento -lo que conlleva un error docente-12.

La asunción de la subjetividad -problema que la Historia comparte con el resto de las ciencias sociales-, es el mínimo requisito para poder alcanzar un estatuto de rigor que convierta al conocimiento en algo útil: sólo diciendo desde dónde se habla puede reconstruirse objetivamente lo hablado13.

Antes de entrar en la tercera sectorialización del cine -aquella en la que pretendemos trabajar- debemos, sin embargo, desbrozar ciertos problemas que comparten la postura integracionista y segregacionista, a pesar de encontrarse en perspectivas diferentes.

2. ¿Qué ocurre en 1826, cuando Niepce consigue fijar las primeras heliografías? Algo muy sencillo: puede desentenderse de su hijo, que por entonces se hallaba cumpliendo el servicio militar y al que necesitaba para poder dibujar las imágenes que luego el padre reproducía mediante la litografía. El registro de la imagen nace así ante la «incompetencia» de un pequeño burgués de provincias, dedicado al mercado del grabado, para reproducir la naturaleza mediante el lápiz. Conviene no olvidar estos datos porque señalan la triple caracterización que desde entonces ha acompañado a la historia de los M.A.V.:

a) En primer lugar, la fascinación que produce un artefacto que consigue registrar imágenes sin necesidad de intervención humana: durante un instante, se produce una imagen que nada tiene que ver con el hombre. Dicha fascinación ha derivado en una idolatría de la técnica y en un corte abrupto entre imagen icónica e imagen audiovisual. Pintura, fotografía y cine, son un «continuum», cuya ruptura ha sido establecida arbitrariamente a partir de la tecnología: de «instrumento para la creación» a «medio de creación»14. Es en este corte histórico, y por intercesión de la fascinación técnica, donde se ha producido el desplazamiento de los «Objetos» (las obras, los textos) hacia los «Medios» (las industrias, las entidades).

b) En segundo lugar, el debate sobre la consideración artística de las imágenes fotográficas o cinematográficas, debido a su «facilidad de manejo», se ha convertido en tal tópico histórico que debe esconder algo. Una parte de ese «algo» es la muerte del «Arte», no a causa de la fotografía, sino como un fenómeno anterior. No se trata entonces de saber si la fotografía o el cine son un arte, sino de plantearse qué ha ocurrido con el arte a partir del siglo XIX.

Es al Romanticismo -un movimiento ideológico antes que nada-, y no a la litografía o la fotografía, a quien debemos la «liberación» del Arte respecto a la Técnica15. Pero el Romanticismo no sólo libera al «Arte» de la Técnica; también lo entierra -el arte es «techné» o no es nada, parece ser la conclusión- al hacer dominar «lo subjetivo» del artista sobre «lo objetivo» de la representación [Hauser, 1951. Alonso, 1992 (PQHE)]. De ser una cuestión manual (medible), el arte pasó a ser una cuestión cerebral (inconmensurable); hablar sobre arte se convierte desde entonces en un hablar desde la propia subjetividad, dado que los criterios sobre la «técnica», la «fidelidad»,... ya no son importantes para el artista16.

c) Por último, la vocación primera y absoluta de la imagen de registro hacia el mercado y la industria. «Industria y comercio; eso es el cine además de arte y espectáculo (...) el cine es una industria y la película es una mercancía, que proporciona unos ingresos a su productor, a su distribuidor y a su exhibidor» [Gubern, 1973: 12]. No es mala definición; el problema es: ¿para qué sirve?

¿Por qué la historia, entre sus muchas posibilidades, ha escogido llevar a cabo una linealización a través de su consideración como mercancía?; es la historia de las patentes, de las majors, del star system... Volvemos aquí al problema de la consideración del cine como texto o como medio. En cuanto texto, poco nos importa su consideración como mercancía al enfrentarnos a la contemplación de un film. En cuanto medio, el cine es visto como un producto de una cadena económica; la historia se convierte así en una historia de las relaciones entre un medio de comunicación y la sociedad; pero muy poco de lo que dice sirve para entender los films.

4. Sólo gracias al mantenimiento de esta indiferenciación entre el cine-texto y el cine-medio, pueden llegarse a afirmaciones tan peligrosas como la de que «el cómic guarda desde sus orígenes conexiones intensas con el cine: ambos son medios narrativos y utilizan la imagen en secuencias como ingrediente esencial» [Ramírez, 1976: 147 {cursiva nuestra}].

Estamos de nuevo en la confusión más absurda entre un tipo de imagen y su uso dominante: el cine no es un medio narrativo por definición y génesis sino por uso y dominio económico; recordando una referencia anterior, podemos decir que el cine americano no se impuso por el desastre europeo de la I Guerra Mundial, sino por unas condiciones primordialmente textuales: Porter y Griffith descubren un modelo de hacer cine que entronca con el folletín; eso no quiere decir que fuera ni el único ni el más idóneo modelo que el cine podía obtener; se trata de la misma relación de fuerzas que existe entre el folletín y la poesía simbolista: el lenguaje verbal no está «innatamente» preparado para el primero, simplemente vende más17.




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Definición de la Historia del Cine

1. Tras nuestra toma de postura respecto a lo que consideramos los falsos problemas de la historización, planteamos el tipo de especialización que consideramos debe realizar la HdC. Lo haremos a través de una definición provisional -asumiendo la falta de humildad que una definición así supone-, y de la explicación de cada uno de sus elementos:

LA HISTORIA DEL CINE como el estudio de los TEXTOS COMUNICATIVOS Y/O EXPRESIVOS sobre SOPORTES AUDIOVISUALES DE REGISTRO, a través de los MODOS DE REPRESENTACIÓN Y PRODUCCIÓN en los que FUERON Y SON GENERADOS Y CONSUMIDOS.

2. LOS TEXTOS: En primer lugar, aquello que debe ocupar el centro de la investigación, el objeto definido por la propia metodología. La HdC se convierte así en el conjunto de sus textos. Estamos dentro de una perspectiva semiótica, pero eso no significa que tratemos de convertir la HdC en la suma de los análisis textuales de sus obras; muy al contrario se trata de historizar la semiótica, de hacer una semiótica diacrónica cuya finalidad sea la de relativizar los resultados de sus aplicaciones sincrónicas18.

Es importante señalar -y asumir- la operación de «recorte» que el analista hace cada vez que escoge un texto; a todo el mundo le gusta pensar el film como algo acabado, inalterable, pero la experiencia filmotecaria está empezando a enseñarnos que nada de eso existe; no sólo se trata de la pérdida de la mayor parte de una obra o la simple existencia de trozos de película sin identificar -lo que da pie a una cierta poética del fragmento [Borde, 1991]-, sino del propio cuestionamiento de la existencia de «obras» en su sentido tradicional -lo que ha suscitado la puesta en duda de las «versiones íntegras» [Cherchi, 1991]19.

Este recorte no lo efectúa únicamente el teórico ante el análisis de un film sino el propio historiador: cuando se escogen términos como «autor», «estilo», «época» como líneas de fuerza de un texto, no se están sino creando nuevos contenidos para el concepto de texto. La «biofilmografía» es un lugar ejemplar donde coinciden teoría e historia: la naturalidad de tratar la obra completa de un director como una unidad no hace sino ocultar la arbitrariedad del recorte elegido: ningún espectador normal se enfrenta al visionado e interrelación de una filmografía completa, mientras que ese es el desarrollo habitual de los libros sobre cine (ya sea desde una perspectiva biohistórica o crítico-teórica).

2. COMUNICATIVOS Y/O EXPRESIVOS. Calificativos no del objeto escogido, los textos, sino de la relación que el espectador establece con ellos. No podemos negar al cine su consideración como fenómeno de masas -y en este sentido lo que se establece es una relación de tipo comunicativa, pero en el mismo orden de relación que la habida en las macroexposiciones del Museo del Prado. Pero es necesario reivindicar la relación expresiva, y no sólo con el cine de estreno o con las obras maestras del cine clásico, sino con todo el fondo que compone la filmografía universal: los «experimentos» de Lumière, las «imperfecciones» de Porter, los «numeritos» de Méliès, las «ñoñerías» de Griffith, invocan en nosotros no al consumidor de mensajes, sino al sujeto hambriento de imágenes.

La dicotomía entre comunicativo y expresivo esconde en sí el problema del cine como arte. No utilizamos el término de estético, sin embargo, por los problemas que plantea; no tanto por la difícil definición del «arte» -una vez asumida la crisis romántica- como por la certeza de que el concepto de estético no cubre todo lo que en el cine (y el resto de los medios de registro) escapa a lo comunicativo. Siendo un poco simples podemos decir que comunicativo es aquello que sólo merece ser reseñado como dato, «medio» para otro fin; expresivo, aquello que merece ser considerado como «objeto», fin en sí mismo.

Es por tanto factible -e incluso necesario de una vez por todas- la división de la historia del cine en dos vertientes o momentos diferenciados: Por un lado, aquel que se integra dentro de la historia de la sociedad, y que atiende a los factores primordialmente técnicos e industriales. Por otro, aquel que se integra dentro de la historia del arte, y que atiende a los factores culturales y estéticos. La primera es un «trabajo de campo» cercano a la paleontología (Sadoul), a la documentación (Gubern), imprescindible a la segunda pero consciente de ser un auxiliar para la reflexión posterior (la acumulación de datos, en un mundo sobreinformado, no tiene sentido en sí misma); la segunda debe ser una teoría de la historia, sustentada sobre la primera, pero necesariamente lanzada hacia una historia de las ideas (de las que generaron y desde las que se contempla cierto cine).

3. SOBRE SOPORTES AUDIOVISUALES DE REGISTRO. No estamos dando entrada al criterio tecnológico. Ya hemos explicado anteriormente lo que consideramos la diferencia esencial entre la técnica y la genética de la imagen audiovisual (fotográfica, fílmica y electrónica, pero también telefónica, radiofónica, xerocópica, y todas aquellas que se basen en el instante esencial de un registro automático e inhumano). Nada tiene que ver entonces la composición del soporte (químico, electrónico, digital). Fotografía, cine, televisión, video, tienen en común el mismo origen: son, antes que representación de la realidad, registro de lo real; antes que icono, índex que apunta a la porción de lo real que estuvo / está delante del objetivo.

Si mantenemos la dicotomía entre icónico y visual no es por el criterio técnico que guió la creación del término M.A.V. sino por la fuerza que más allá de la tecnología une todos los medios de registro, desde el teléfono al vídeo: en ellos algo hay que nada tiene que ver con la representación del mundo. Venimos utilizando otra oposición que consideramos más válida: la que opone imagen de registro e imagen de creación. Con esta clasificación nos liberamos, por un lado, del petrificado concepto de M.A.V.; por otro, de todos los equívocos que provoca la clasificación peirciana del índex, el símbolo y el icono como signos.

4. A TRAVÉS DE LOS MODOS DE REPRESENTACIÓN Y PRODUCCIÓN EN LOS QUE FUERON Y SON GENERADOS Y CONSUMIDOS. Con estos conceptos, la diacronía entra de lleno en el estudio de la imagen; no sólo se trata de evidenciar el sistema cultural de un determinado momento histórico, sino de contemplarlo en su relación con el momento historizador20.

Modo de Representación es un término establecido a partir de la diferencia establecida entre el lenguaje cinematográfico y el uso canónico que de él se hacia en el cine clásico [Cahiers, en la década de los 70; Contracampo, en España a partir de los 80: «Se trataba de demostrar que el 'lenguaje' del cine no tiene nada de natural ni de eterno, que tiene una historia y que está producido por la Historia» [Burch, 1981].

De este modo, se han definido dos modos de representación primordiales: el Institucional (M.R.I.) y el Primitivo (M.R.P.), conceptos ambos criticados pero siempre recurrentes: la validez de un concepto -o de un texto- se estima mejor en su soportabilidad a la crítica que en su aceptabilidad incuestionada. En una continuación de este trabajo [Alonso, 1993 (PTC)], intentamos precisamente realizar una periodización del cine desde sus orígenes hasta 1930, en la certeza de que se pueden encontrar en su seno hasta cinco diferentes modos de representación21.

En paralelo, ciertos autores americanos [Bordwell, 1985] han desarrollado un término denominado «Modo de Producción» cuyo origen hay que encontrarlo en la traslación de los presupuestos del Modo de Representación a la creación de películas: «la Historia del Modo de Producción ofrece un ejemplo de cómo un historiador puede explicar la manera de fabricar películas como un sistema, más que describirla someramente» [Thompson, 1991: 76]. Es en este espacio donde pueden situarse los análisis transtextuales basados, por ejemplo, en la «estrella» y su transferencia a los personajes; los escritos de Bazin sobre Chaplin, Bogart o Gabin se insertan plenamente en este sistema [Bazin, 1957].

Quizá sería posible abrir un tercer concepto para un campo de los estudios cinematográficos (tanto históricos como teóricos): se trata de los Modos de Exhibición, cuya evolución tiene una radical importancia, por ejemplo para la definición y posterior disolución del modelo dominante en cine. No sólo cambia el modo de hacer cine; también el de verlo; el paso de los «palace» al «cineclub» o al «minicine» (por no hablar de los consumos electrónicos), transforma la relación que el espectador mantiene con los films.

Es en este juego de los modos donde el contexto técnico, social e industrial cobra sentido para una Historia del Cine: no se trata ya sólo de datos contextuales sino de la construcción de un verdadero sistema significante relativo a la escritura primera del texto.




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Epílogo / Prólogo

1. Dos líneas se abren a partir de este trabajo.

Por un lado, el trabajo propuesto en la última sectorialización: la trabazón entre conocimiento histórico y análisis textual, línea de investigación que encuentra uno de sus modelos en el coloquio celebrado en 1979 en Brighton por la F.I.A.F. sobre el período 1900-1906, y cuyos resultados se encuentran en una obra colectiva de suma importancia [Gaudreault, 1979]. En realidad, estamos ante el segundo nacimiento del movimiento filmotecario, no tan preocupado por la conservación como por la difusión del acervo fílmico22.

La Historia no trata con objetos (bobinas, latas, negativos) sino con textos. Su aspiración no debe ser la clasificación, la datación, la catalogación sino simple y puramente la resurrección de los textos olvidados.

Por otro lado, la continuación de un debate sobre el «hacer historia», debate para el que este trabajo no pretende ser sino una tabla de contenidos a discutir. Es por eso que apuntamos nuestros propios límites y carencias.

2. Es evidente que nos hemos centrado de forma unilateral en las historias monumentales del cine, labor que escasamente puede ocupar a los historiadores, más atentos al dato específico y al momento concreto que a una generalidad que forzosamente parece estar obligada a la divulgación, aunque sea llevada a cabo por los propios historiadores.

Los errores señalados para la monumentalidad no pueden ser traspuestos literalmente al trabajo habitual de los historiadores; pero tampoco creemos que se deba pensar que escapan a la mayor parte de ellos, la filosofía que los anima suele ser la misma: el espíritu positivista del hecho, la consideración del cine como una técnica y una industria antes que como un arte, la autosuficiencia de su trabajo...

A esto se le suma además el carácter mismo de la fractalidad que los suele animar: un lugar específico, unos años determinados, una entidad concreta, son los elementos a partir de los cuales se elabora un trabajo, interesante en cuanto recopilación de unos datos frágiles (los archivos, los testimonios directos, los trozos de celuloide) pero insuficiente en cuanto que la mera recopilación no resucita los textos historizados. Con el peligro añadido de la posible imposibilidad de reconstruir un esquema general a partir de los trabajos particulares.

La fractalidad tiene así doble sentido: por un lado lo microscópico es modelo de lo macroscópico; por otro, es posible que la generalización sea imposible a partir de una excesiva fragmentariedad.

3. Tenemos que reconocer que hemos permitido que cierta confusión se desarrollara a lo largo del trabajo, efecto del lugar, objetivo y particular relación que mantenemos con la historia como disciplina científica:

Por un lado, no se concibe la HdC sino es al servicio de una labor divulgativa o docente. La separación de ambas labores, realizada intuitivamente en este trabajo, debería sin embargo ser aclarada, dado que la Universidad no puede ser un lugar donde se enseñe únicamente lo que es dominio habitual de la «cinefilia».

Siempre se habla de la vaciedad de contenidos de las facultades de Ciencias de la Información. Muy al contrario, nosotros pensamos que el problema reside en que sus contenidos se cruzan con los de ámbitos no universitarios, el de la cinefilia en especial y el del consumo mediático en general. Nuestro «saber» debe ser entonces más riguroso, más autorreflexivo.

Por otro, nuestro interés en la historia parte de la necesidad de historizar la teoría cinematográfica, demasiado anclada a ese lenguaje y modelo que conforma el cine clásico.

Se descubren así tres modos de hacer historia, operaciones diferentes elaboradas a partir del enfrentamiento con el desarrollo histórico:

a) una historia documental, necesariamente fragmentaria y aplicada al hecho concreto, al dato histórico. Es la historia como disciplina auxiliar, como instrumental. Es el lugar de los estudios concretos. Más que un hacer historia, se trata de una preparación previa de los materiales históricos.

b) una historia social, dedicada a globalizar los datos documentales dentro de la sociedad y cultura donde es generada y consumida. Lugar ejemplar de la historia del cine, en cuanto que ésta se ha considerado siempre como un fenómeno social.

c) una historia teórica, por último, que sea capaz de construir una historia de las ideas cinematográfica paralela a la historia de los textos. Este regreso a los textos es el que hará posible no sólo la comprensión del «por qué» de un film en el momento de su realización sino el «por qué» de su permanencia en la relación que mantiene con su espectador23.

Espero que estos apuntes sirvan para seguir pensando sobre el «hacer historia».






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