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¿Quién duda ya que Ofelia está enamorada de Hamlet? ¡Con qué amable sencillez manifiesta, en dos palabras, el estado de su corazón! Estos rasgos caracterizan los grandes talentos.

 

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Este pasaje está obscuro en el original, como en la traducción. Es una repetición de lo que se ha dicho antes, esto es que los obsequios de Hamlet no nacen de cariño verdadero y constante, ni son más que ímpetus fogosos de un hombre a quien le bulle la sangre en el cuerpo, con la lozanía de la juventud.

 

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Voltaire en sus Misceláneas Literarias traduce mal este pasaje, diciendo: Un Príncipe, un heredero del Reino, no debe trinchar la vianda por sí mismo; es menester que se escojan los pedazos de ella. Shakespeare no dice nada de esto, y no es justo atribuirle lo que no pensó.

 

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Esta y otras muchas máximas que se hallarán en lo restante de la obra, encierran tan sólida e importante doctrina, que se hace inútil recomendarlas a la consideración del lector.

 

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Sarcasmo del Autor contra los Eclesiásticos de su tiempo, de quienes los Poetas y Cómicos se hallaban ofendidos. El desorden y abusos del teatro llegaron a tanto que excitaron el celo de los Ministros del Altar, y desde el púlpito declamaron altamente contra él. La representación de los Dramas (como dice Erskine Baker en su Biografía Dramática.) Se juzgó perniciosa a la Religión, al estado, a la modestia y a las costumbres. La Reina Isabel y Jacobo I, que protegían los espectáculos teatrales, se vieron, no obstante, precisados muchas veces a reprimir la excesiva licencia que reinaba en ellos hasta que (son palabras del mismo autor) habiendo adquirido mayores fuerzas el Puritanismo, se declaró contra ellos abiertamente, reputándolos por impíos y diabólicos y entre las muchas reformas hechas en el reinado de Carlos I, una de ellas fue la absoluta supresión de los teatros. En una orden expedida en 1647 se declaró a los Cómicos por gente pícara, mandáronse demoler todas las casas de Comedias, prender y azotar públicamente a las personas convencidas de haberlas representado, en contravención a esta orden; exigiéndolas después juramento de no volver a representar jamás, con pena de prisión y otras mayores en caso de reincidencia. Tal fue el éxito de la persecución que el Clero de Inglaterra suscitó contra los espectáculos la cual, no bien reprimida en tiempo de Shakespeare con la protección de la Corte, mantenía en constante enemistad a los dos partidos.

 

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Estos consejos serán del caso. Ni el viaje de Laertes, ni el modo con que debe conducirse en Francia interesan poco ni mucho, porque nada de esto tiene relación con la fábula; son partes episódicas, desunidas, ociosas, que la dilatan sin utilidad, y fastidian, no deleitan al auditorio.

 

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 Se arrodilla y besa la mano a POLONIO

 

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 Abrázanse OFELIA y LAERTES

 

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¿Y qué necesidad tiene de seguirla, ni aun de haberla empezado? ¿No es error, cuando se trata de dar consejos a una niña, obscurecérselos entre metáforas y alusiones que acaso no entenderá? Dirán que Polonio es un personaje ridículo, y ¿no es error también, introducir en una Tragedia figuras ridículas?

 

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El amor de Hamlet es: Un hervor de la sangre, es una violeta que se adelanta a vivir y no permanece, es perfume de un momento; es como los relámpagos, que dan más luz que calor, que se apagan pronto, y no son fuego verdadero. Sus palabras son fementidas. No es verdadero el color que aparentan. Si parecen sagrados votos, es para engañar mejor. De toda esta inútil pompa de palabras e imágenes resulta un solo pensamiento. Que no es verdadero ni puede ser durable el amor de Hamlet.