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Herodías: reescritura de un mito en «Figuras de la Pasión del Señor» (1916) de Gabriel Miró

Isabel Clúa Ginés




«Je me crois seule en ma monotone patrie
Et tout, autour de moi, vit dans l'idolâtrie
D'un miroir qui reflète en son calme dormant
Hérodiade au clair regard de diamant...
O charme dernier, oui! je le sens, je suis seule».


(Hérodiade, Mallarmé)                






De entre todas las hijas de Pandora, mujeres portadoras de la fatalidad y la muerte, las decapitadoras del Bautista ocupan un lugar privilegiado. Hablo de ellas en plural ya que, si bien es Salomé la que tiene mayor fortuna en las representaciones artísticas occidentales, su madre Herodías es una parte ineludible de la leyenda de la muerte del profeta.

En realidad, hablar de Herodías supone enfrentarse a una imagen más que poderosa de nuestro imaginario que es, a la vez, una gran ausencia. Poco sabemos de ella: los relatos evangélicos apenas usan adjetivos que la califiquen, sólo conocemos que «Herodes había hecho prender a Juan, le había encadenado y puesto en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de Filipo, su hermano, pues Juan le decía: "No te es lícito tenerla"» (Mt. 14:3). Algo más explícito es el evangelio de Marcos, que constata el antagonismo entre la mujer y el profeta añadiendo: «Y Herodías estaba enojada contra él y quería matarle, pero no podía» (Mc. 6:19). Es también el evangelio de Marcos el que enfatiza el papel central de Herodías en la ejecución de Juan, mostrando a Salomé como un títere en manos de su madre, tal y como se evidencia en la última parte del relato, en la que el verdugo entrega la cabeza del Bautista a Salomé y ésta, a su vez, a su madre, lo que inequívocamente señala a la verdadera interesada en la muerte del profeta.

Sin embargo, el personaje queda en la sombra. Tampoco Flavio Josefo, en sus Antigüedades judías aporta mayor información sobre Herodías y su participación en el episodio del Bautista, aunque en el libro XVIII de su obra nos informa con detalle de las relaciones políticas y de parentesco que atañen a la corte de Herodes. Es, pues, Flavio Josefo quién aclara la naturaleza pecaminosa del matrimonio de Herodías y Herodes Antipas, al desvelar su matrimonio anterior con Herodes Filipos. Por otra parte, la obra del historiador, al centrarse en la crónica de los poderes políticos enmarca a Herodías en un contexto de conjuras, conspiraciones y maniobras diversas de luchas por el poder, en las que ella no aparece como la menos hábil de sus participantes.

De hecho, su intensa participación en las estrategias políticas ofrece otra imagen de Herodías que no aparece en las fuentes bíblicas; así se nos narra que, al ser coronado su hermano Agripa como rey y movida por la ambición de ostentar también la dignidad real, convenció a su esposo para que fuera a Roma a reclamar títulos reales. El resultado de tal maniobra fue fallido puesto que Agripa no le concedió ese tratamiento; muy al contrario, acusó a Antipas de traición a los romanos. La situación se resolvió con el exilio de Antipas y la decisión de Herodías de acompañarlo en el exilio, una decisión comprometida puesto que también estaba en su mano la posibilidad de quedarse a vivir con Agripa en un ambiente más rico y próspero.

Este gesto de generosidad de Herodías es apenas conocido, mientras persiste su imagen de mujer calculadora, ambiciosa y sin escrúpulos a pesar de que Flavio Josefo no la vincula directamente con la muerte del Bautista, como bien resumen Macurdy y Robinson1:

«Josephus does not mention Herodias in his account of Herod's killing John, but lays that event to Herod's fear of John's influence among the people, which might lead to a rebellion. Since the bitterness of the Jews against the marriage of Antipas with the wife of his brother, to whom she had borne her daughter Salome, was so intense, the story of John's preaching against an act so sinful in the eyes of the Jews is entirely credible».


(Macurdy & Robinson 1937: 185)                


A pesar de todo, es su participación en la muerte del profeta y no su matrimonio adúltero o sus habilidades políticas lo que la hace pasar a la historia y convertirse en un mito; confuso, eso sí, ya que las representaciones artísticas de este episodio bíblico se centran en las dos figuras femeninas que lo protagonizan, Herodías y Salomé, para ensamblarlas de muy distinta manera. La naturaleza instigadora de Herodías y la perversa sensualidad del baile de Salomé se aúnan en la leyenda, que hace fortuna desde época muy temprana, como señala Bornay, quien confirmando la falta de información sobre este episodio, concluye:

«Lo único que estrictamente se sabe es que [Salomé] sedujo a Herodes y obedeció dócilmente a su madre, que deseaba vengarse de Juan el Bautista. Porque la verdadera femme fatale de la historia es Herodías, no Salomé, quien solo es una pequeña virgen exhibida impúdicamente por una madre incestuosa. En un principio, y hasta el siglo IV fue interpretada menos como una tentadora que como una sumisa figura, pero paulatinamente Salomé llegaría a verse como una personificación del pecado de la carne, paralelamente a como Juan el Bautista ejemplificaría la vida del espíritu. En una simbiosis del carácter dominador y vengativo de la madre, la hija, en el período medieval, se funde y se confunde con aquella, para convertirse en los últimos años del siglo XIX en un ser lujurioso y letal»2.


(Bornay 1999: 193)                


Son justamente las reescrituras finiseculares de la muerte del Bautista las que me interesan para trazar el marco en el que se inscribe el capítulo «Herodes Antipas» que Gabriel Miró incluye en su obra Figuras de la pasión del Señor (1916). Me interesan porque son las reescrituras de la leyenda del Bautista que se van acumulando a lo largo del siglo XIX y en los primeros años del XX las que consagran esa imagen fatal de Herodías y Salomé, enriqueciéndola con matices perversos que no aparecen en los textos clásicos y consagrándolas como constructos ideológicos cargados de recelos misóginos. No es cuestión de repetir la genealogía moderna de Salomé/Herodías que ya ha sido tratada con detalle, entre otros, por Praz, Dijkstra o Bernheimer, pero sí me parece oportuno marcar unas pequeñas calas que muestren el proceso de revitalización de la imagen, las addendas ideológicas que sedimentan en ella, la confusión progresiva entre las dos implicadas y la absoluta profusión de su imagen en el fin-de-siècle3.

Ya Mario Praz señala que es Heinrich Heine el primer causante de la popularización de la fatalidad de Herodías en el siglo XIX al hablar de ella en su poema Atta Troll (1843). La aparición de Herodías en la obra de Heine es breve, puesto que forma parte de la cabalgata de espíritus que la bruja Urraka contempla desde su ventana; entre todos ellos aparece la esposa de Herodes, a la que se dedican unas pocas estrofas. Sin embargo, la escasa presencia en el conjunto del poema queda contrarrestada por la poderosa imagen que el autor crea y que se convertirá en la preferida de las versiones finiseculares: el beso de Herodías a la cabeza cercenada del Bautista. Un beso que Heine no duda en atribuir a la pasión amorosa desenfrenada: ¿quién besaría una cabeza que no amara?; se pregunta, reconociendo que la Biblia nada dice acerca de los posibles amores entre Herodías y el profeta.

Es esta imagen apócrifa de Herodías la que hará fortuna en el fin de siglo: el beso, de claras connotaciones necrófilas, desplaza a cualquier otra escena de la leyenda, incluida la popular escena del baile de Salomé. El beso y la confusión de Herodías y Salomé son las dos notas definitorias de las versiones finiseculares y van aparejadas: al fin y al cabo, la escena del beso es el núcleo de confusión entre ambas mujeres. Otros pasajes de la leyenda no inducen a la confusión: la bailarina, es inequívocamente Salomé, pero, ¿quién es la mujer que mira la cabeza del Bautista con entusiasmo? Muchas de las imágenes que contraponen a la mujer exultante y el cadáver del Bautista utilizan el motivo del aguijón de oro traspasando la lengua de Juan, un gesto que sólo puede atribuirse a Herodías quien, a juzgar por las escrituras fue quien se hizo cargo de los despojos del profeta y quien estaba ofendida por las acusaciones que lanzaba el Bautista.

Frente a la popularidad de Salomé, la presencia de Herodías basada en la superposición de la imagen femenina y el cadáver mutilado de Juan, ejerce una atracción irresistible, como corrobora el soneto «Hérodiade» de Banville, que usa como epígrafe a Heine, y que refiriéndose a la protagonista como la mujer de Herodes la describe en términos infantiles más propios de la adolescente Salomé. El soneto de Banville es significativo, además, por otra cuestión más profunda, el contraste entre la descripción exquisita y fascinada de la mujer y la horrible imagen de la cabeza cortada, que irrumpe en el último terceto y que es contemplada con no menos fascinación.

Es esa doble atracción por la decapitadora y la cabeza la que marca las reescrituras más populares del fin de siglo: una fascinación irresistible por el contraste entre la belleza de la mujer y el terrible resultado de sus deseos. En ese sentido, no hay versiones más conseguidas que aquellas que aparejan el texto literario con su contrapartida visual, tal y como ocurre en la Salomé de Oscar Wilde, que no puede ser leída sin tener al lado las ilustraciones que hiciera a propósito Aubrey Beardsley. Entre las que ocupan un lugar destacadísimo «La recompensa de la bailarina», en la que una Salomé extasiada hunde sus manos en la cabellera de la cabeza muerta y «El beso», en la que una Salomé flotante sostiene en el vacío la cabeza del Bautista, besándola con delectación4. Las ilustraciones de Beardsley constituyen el añadido final a una obra que desarrolla con fuerza el motivo de la mirada seducida que estaba en germen en la historia evangélica, en concreto, en la danza de Salomé ante Herodes y que Wilde convierte en el hilo conductor de su obra:

«The particular gaze which proves so seductive and fatal to the male viewers in Salome is not the inhibiting, ordering gaze of patriarchy, whereby the male subject organizes and imposes hierarchy upon the object of his desire. Rather, the masochistic gaze which troubles the male characters in Salome is vampiric, draining off phallic authority from Syrian guard, Tetrarch, and Prophet alike, and transferring that authority upon the body of Salome, the universal object of sensual desire. Every male in Salome looks, or does not look, and warnings as to the consequences of this new kind of looking form a steady refrain in the play. Salome opens with the young Syrian, deeply in love, gazing at Salome».


(Greger 2001: 36)                


La centralidad de la mirada como auténtica fuerza de articulación de las narrativas sobre las decapitadoras del Bautista es todavía más obvia en las reflexiones de Des Esseintes sobre los lienzos de Gustave Moureau que podemos leer en À rébours (1889). En la obra de Huysmans no asistimos al enésimo relato de la muerte del Bautista sino a las reflexiones de un sujeto fascinado por la imagen de la decapitadora, a la cadena de miradas que se rinden ante ésta: la mirada de Herodes, fascinado ante la bailarina; la mirada de Moureau, solidaria con la de Herodes en esa fascinación, y la de Des Esseintes, que se suma a la cadena con completa conciencia de algo tan evidente que es difícil de detectar: que la fascinación está en el ojo que mira y que toda imagen es una proyección del deseo y el miedo del que la contempla:

«Ce type de Salomé si hantant pour les artistes et pour les poètes, obsédait, depuis des annés, des Esseintes... Ni saint Mathieu, ni Saint Marc, ni Saint Luc, ni les autres évangélistes ne s'entendaient sur les charmes délirantes, sur les actives dépravations de la danseuse. Elle demeurait effacée, se perdait, mystérieuse et pâmée, dans le brouillard lointain des siècles, insaisissable pour les esprits précis et terre à terre, accesible sulement aux cervelles ébranlées, aiguisées, comme rendues visionaires par la névrose [...] incomprehénsible pour tous les écrivains qui n'ont jamais pu rendre l'inquiétante exaltation de la danseuse, la grandeur raffinée de l'assassine...».


(Huysmans 1978: 56)                


Con una honestidad francamente sorprendente, el narrador admite la independencia de la imagen de la decapitadora respecto a los relatos evangélicos, que solo son considerados como el germen que desencadena la mirada de las «mentes desquiciadas», esto es, la de Moureu, la de Des Esseintes, la del narrador, y saltando los límites del texto, la del propio lector/a y espectador/a.

La reflexión de Huysmans sobre la imagen de Salomé, los ojos que la contemplan y la trama de visualidad que hace efectiva el texto constituyen, a mi juicio, el nudo gordiano de las representaciones de las decapitadoras del Bautista. Siguiendo las ideas de Laura Mulvey, según la cual, las relaciones visuales están marcadas por relaciones de poder, de modo que la mujer es el objeto contemplado y la mirada que contempla es masculina, la fascinación de los artistas finiseculares por Salomé/Herodías se revela como un inmenso ejercicio de escopofilia5. Una escopofilia que es un arma de doble filo, porque si por un lado activa una mirada dominante, por la que el espectador trata a la víctima de su mirada como un objeto, por otro, el objeto retiene un cierto grado de poder sobre el sujeto que mira, reteniéndolo en la pura fascinación. Ese mecanismo es el que alimenta las representaciones finiseculares y que funciona de manera cristalina, por ejemplo, en la Salomé de Wilde, en la que la joven es contemplada por todos menos por uno: Yokanán, el Bautista, quien al no mirarla se sustrae de la red de seducción que ella genera6.

La escopofilia, la delectación de la mirada es, sin duda, uno de los factores centrales de las reescrituras finiseculares de Salomé/Herodías, pero no es el único y no explica la inclinación por la imaginería necrófila que es, como ya he dicho, el auténtico polo magnético de toda la leyenda. La preferencia por este aspecto enlaza directamente con la visión de «la muerte infestando la vida», idea que constituye parte de la definición de lo abyecto elaborada por Kristeva. La imagen del beso a la cabeza cercenada plantea de forma muy gráfica la seducción por lo inquietante, el abismarse en lo perturbador, la reacción a la vez horrorizada y complacida ante aquello que «perturba la identidad, el sistema, el orden» y que «transforma la pulsión de muerte en arranque de vida, de nueva significancia»7. La decapitadora, sea Herodías sea Salomé encarna perfectamente ambos aspectos de la abyección: desestabiliza el orden y sitúa en una relación de contigüidad una imagen extrema de la muerte -el miembro mutilado- con el esplendor de la vida que ella misma ejemplifica. Situar a Salomé en una escena - la contemplación satisfecha de la cabeza del Bautista- que por pura lógica narrativa debería estar protagonizada por Herodías, supone privilegiar aún más, si cabe, la abyección que contiene: la juventud y la virginidad de Salomé, su aspecto casi infantil sirve a marcar todavía más la desproporción entre lo vital y lo luctuoso, a afinar, en definitiva, la abyección de la imagen.

De un modo u otro, la confusión de Salomé y Herodías en las reescrituras del fin de siglo y la tendencia general por la que Herodías se diluye en su hija Salomé, responde a una cuestión tan simple como el mayor rendimiento que permite el uso de la adolescente en una narrativa tan macabra. No obstante, el poder que radica en toda atracción de la mirada, por un lado y el deseo de muerte y mutilación que se resuelve en la imagen abyecta de la delectación final, por otra, son características que corresponden a Herodías, la mujer ambiciosa y decidida de las que nos hablaba Flavio Josefo, convertida, en el fin-de-siècle en un auténtico monstruo de la perversidad encubierto tras los contoneos de su hija Salomé.





Obviamente, las líneas ideológicas que configuran la imagen de Salomé y/o Herodías en el fin de siglo hallan otros cauces explicativos que autores como Dijkstra y Bornay, entre otros, exponen con detalle. Sin embargo, me interesa sostener la imagen de Herodías en el doble pilar de la escopofilia y la abyección porque son estos dos aspectos los que deconstruye, incisivamente, el relato «Herodes Antipas», de Gabriel Miró.

El capítulo forma parte de su obra Figuras de la Pasión del Señor (1916), un texto verdaderamente original que constituye, probablemente, el mayor y mejor ejemplo de reescritura literaria de los Evangelios que existe en la literatura española. El texto está formado por quince capítulos, que como el propio título de la obra indica, se detienen no en la reconstrucción lineal y literal de los hechos bíblicos sino en la composición fragmentaria de los últimos días de Cristo, basándose en las figuras, más o menos conocidas, que tomaron parte en ella: Judas, Annás, Barabbás, Pilato, Simón de Cyrene, María de Cleofás o la Samaritana, entre otros. Figuras de la Pasión del Señor se mueve, pues, entre una escrupulosidad máxima a la hora de seguir los evangelios y una libertad creativa verdaderamente pasmosa, al relatarnos unos hechos ampliamente conocidos desde puntos de vista inéditos: el resultado es el de un bellísimo mosaico en el que el relato evangélico se amplía y enriquece con la gama de sentimientos y percepciones de sus testigos

De hecho, el balanceo entre una escrupulosa fidelidad a las Escrituras y una poderosa reelaboración creativa es la primera característica llamativa de «Herodes Antipas» cuya presencia en el conjunto de la obra se atiene a la cronología y el relato evangélico: como en los Evangelios, las figuras de Herodes y Herodías aparecen a propósito del juicio de Jesús, que Pilato delega en Herodes y que acaba sin que éste último resuelva nada más que la devolución del reo a Pilato. Como en los evangelios, también, es la situación del juicio de Jesús la que se utiliza para evocar la muerte del Bautista, y como en los evangelios, es la imagen del Mesías, del nuevo profeta la que desencadena el terror de Herodes, que ve en él la imagen de Juan: «Pero Herodes oyendo esto, decía: "Es Juan, a quien yo degollé, que ha resucitado"» (Mc. 6: 17).

A partir de esta fidelidad, Miró desencadena su propia reescritura que, sin duda, mucho debe a los modelos textuales del fin-de-siècle. El sustrato del capítulo es, en ese sentido, plenamente finisecular: el hecho de dedicar un extenso capítulo a la figura de Herodes y Herodías -la auténtica protagonista del relato- ya muestra una clara inclinación hacia la imaginería precedente; del mismo modo, la propia textualidad está ineludiblemente vinculada a los antecedentes finiseculares, y muy en particular, a la «Hérodiade» de Flaubert, con la que mantiene unos aires de familia más que notorios. Igualmente, la descripción de la figura femenina remite a la misma iconografía, orientalista, opulenta y preciosista, que caracteriza, por ejemplo, a las ya mencionadas pinturas de Moureau.

Basta leer la primera y extensísima descripción de Herodías para comprobar tales intertextos:

«Se amaba en Herodías su carne y lo que ella tocaba haciéndolo suyo como nimbo de su figura. Sobre todas las gracias, la de su paso. Los tapices, los jaspes, los senderos, no recibían su huella como la de otras mujeres; porque al andar Herodías todo semejaba florecer bajo la perfección y la gloria perversa del ritmo de su vida. Andaba sintiendo la plenitud de sí misma, y sin dejar de ser ella, se vestía de todos los encantos de la castidad, de la lascivia, de la timidez, de la audacia, como de túnicas de naturalezas tejidas para su cuerpo y dóciles a su antojo para la tentación»8.


(Miró 1943: 1305)                


La descripción continua con una profusión de detalles lujosos: las sedas que la envuelven, las amatistas que luce en su frente, el antimonio que rodea sus ojos y vuelve otra vez al movimiento hipnotizador de su paso, concluyendo con una inequívoca reflexión: «Ave y sierpe. La serpiente de Antipas».

Esta idea es especialmente relevante porque muestra con claridad el doble juego que la obra mironiana establece con los antecedentes finiseculares. La mujer fatal como serpiente es una imagen cultivada hasta la extenuación por los artistas del fin de siglo, siempre apuntando hacia la naturaleza malévola de la mujer; lo que Miró hace con esa imagen es poner en circulación ideas menos evidentes pero absolutamente trascendentes en términos discursivos: y es que donde hay una serpiente que hipnotiza con sus movimientos, hay un espectador que se deja atrapar en ese movimiento, y el texto deja bien claro que ese espectador no es otro que Antipas.

En ese sentido, la obra mironiana rompe rotundamente con la tradición finisecular, que situaba en una cadena de complicidad la mirada de Herodes y la del lector. El texto es especialmente cuidadoso en mostrar cómo el poder de Herodías emana de los terrores y la inseguridad de su esposo, no en vano la pieza se inicia con un Herodes que abandona repentinamente a sus consejeros para lanzarse, atropelladamente, tropezándose y pisándose la túnica, a la persecución de Herodías.

Miró no solo contrapone la imagen majestuosa de Herodías con la miseria de Herodes sino que indaga en ambas figuras, poniendo al descubierto los mecanismos que rigen las reescrituras finiseculares de Herodías y las representaciones, en definitiva, de la fatalidad femenina:

«Junto a Herodías veíase bastardo el Tetrarca. Y la quiso como herencia y paradigma de lo que no estaba en él, gozándolo en un refocilo acre, denso y fatal, de casta propia y enemiga, aborreciéndola villanamente y amándola para elevarse sobre sí mismo».


(Miró 1943: 1306)                


Resulta casi conmovedor contemplar cómo el propio texto apunta lo que las lecturas feministas de la iconografía femenina del fin-de-siècle denuncian: la idea de la mujer como figura de la alteridad, que revela los miedos y las carencias del sujeto masculino que la demoniza. En ese sentido, la Herodías mironiana se sustenta, como sus precedentes inmediatos, en una densa trama escopofílica; la novedad es que, en este caso, el texto abre un hiato insalvable entre la mirada fascinada que intenta reducir a objeto hermoso la figura femenina y la mirada del espectador.

En ese hiato se desarticula toda la parafernalia óptica que naturaliza y hegemoniza la mirada del varón: el texto se detiene cuidadosamente en mostrar que esa mirada no es neutra, ni inocente, ni pura, sino que está regida por unos intereses que en el caso de Herodes se basan en el miedo, la inseguridad y en consecuencia, las ansias de dominación. Mucho más significativo, si cabe, es el hecho de que la mirada de Herodías está también sutilmente delineada en términos que reafirman su sólida identidad. Junto a la mirada fascinada y débil de Herodes, está Herodías, una Herodías que, curiosamente, aparece en varias ocasiones, junto a la figura de un águila:

«Un águila resplandeció en la calma del crepúsculo, quieta y augusta, sobre Tiberíades, y semejaba el borde de un solio.

Herodías asomóse a un peristilo de alabastros, y se alzó la columna magnífica de su carne para mirar su vuelo».


(Miró 1943: 1303)                


«Sola en todo el cielo pasaba un águila.

Apareció Herodías, roja de púrpura y ocaso en la terraza de la ribera».


(Miró 1943: 1313)                


El referente del águila no parece casual y deviene la contrapartida de la imagen de la serpiente, como se sugería al final de la primera descripción de la mujer. Herodías es ave y sierpe: el texto la sitúa junto a un águila regia, majestuosa, augusta, una criatura en la plenitud de sí misma; Herodes la convierte en serpiente, un animal vil, marcado bíblicamente con el signo de la perversidad, un animal que se arrastra, miente, manipula y fascina al varón en su baile hipnótico. Herodes la convierte en serpiente para «elevarse sobre sí mismo» y en ese afán de reafirmación se desarrolla el resto de la trama, articulado sobre una lujuria de posesión que nunca es completa y cuyo correlato objetivo es Salomé, convertida en una doble de su madre que para Herodes significa, como su madre, aquello que no se puede poseer: «Y Salomé aún sirvió para poseerle con el pasado, porque la hija le evocaba a la madre en la virginidad que no fue suya» (Miró 1943:1309).

Sobre esta base ideológica que pone al descubierto la mirada masculina que siempre quedaba oculta en todas las reescrituras finiseculares de Herodías, el texto se afana en combinar con la delicadeza de un orfebre todas las piezas de la tradición, desde las fuentes clásicas hasta las reescrituras más recientes, dotando, sin embargo al texto, de una originalidad incuestionable.

Así pues, el episodio del Bautista se acoge al modelo iniciado por Heine, el que señala la pasión de Herodías hacia Juan como causa última de su muerte, pero le da un giro inesperado. Miró recoge esa idea y la plantea en el texto cambiando el foco de la narración, que es, en este caso, Herodes; un Herodes que sigue a Herodías entre las peñas y las rocas para contemplar desolado el talante de Herodías ante el profeta:

«Y el león del Jordán y la hermosa se miraron.

Los ojos del hombre pasaban iracundos sobre la mujer, y parecía crepitar la breña de su cuerpo; ella, durmió los suyos como palomas en aquél árbol virgen, sintiéndose chiquita, femenina, dulce, menesterosa.

Herodes mordió la roca bañándola de lágrimas».


(Miró 1943: 1308)                


La muerte del Bautista nace pues, del despecho de Herodías, y del doble despecho de Antipas, situado en la encrucijada de su respeto hacia el Bautista y sus celos de saberlo amado por una Herodías que se le escapa, y que como recordará amargamente el Tetrarca, tomó la cabeza del Bautista, aún goteando sangre, y atravesó su lengua con un aguijón de oro. Es justamente esta imagen uno de los pocos usos literales que Miró hace de la iconografía finisecular, y una de las pocas concesiones a la imagen fatal tradicional de Herodías; pero no puede calificarse más que como un guiño a sus referentes más próximos y queridos9. La imagen de Herodías y la cabeza apenas parpadea en el capítulo, entre otras razones, porque el verdadero eje del texto es el juicio a Jesús, una escena en la que de nuevo Miró maneja con maestría las Escrituras para componer un relato en el que al hecho bíblico desnudo se sobrepone la trama de poder y pasión que existe entre el Tetrarca y su esposa.

Es en ese pasaje donde Miró acaba de deconstruir la imagen tradicional de Herodías, utilizando justamente el aparato visual para mostrar el desarrollo del juicio a Cristo, que se describe en términos casi cinematográficos, situando a Herodes en el sitial que le corresponde y dejando en segundo plano a Herodías, que asoma, desnuda e infantil, entre los tapices que rodean la sala:

«Y vio a Herodías desnuda, gozosa, infantil, atravesando estancias, derribando trípodes, saltando sobre escabeles y braserillos [...] Y llegó al estrado y asomó su cabeza entre los pliegues de las estofas. Se la adivinaba todavía húmeda del baño, corriéndole los perfumes de la unción matinal. De súbito, crispóse el cortinaje, y nada más quedaron sus ojos fulgurando como dos gemas».


(Miró 1943: 1317)                


Son esos ojos ausentes, la mirada de Herodías, los que rigen todo el desarrollo del juicio, en el que un Herodes impotente y miserable se enfrenta a un Cristo que, como la propia Herodías es capaz de desafiar solo con la mirada al Tetrarca y poner de relieve su condición moral:

«Y al mirarle halló los ojos de Jesús abiertos sobre él, esperando los suyos, que se le doblaron con la misma sensación que le doblaba siempre sus piernas. Los fue subiendo, y aún estaba cayéndole toda la mirada, quieta, desbordándole. No le respondían, no le temían, no le suplicaban los ojos del Rábbi; ojos, solo ojos, vibrando de voluntad.

[...]

Y la mirada de la mujer escondida le gritaba a Herodes: "¡Es más que tú! ¡Tú no tienes fuerza ni sobre su silencio!"».


(Miró 1943: 1319)                


Resulta, cuanto menos, curioso que la incapacidad de Herodes para sostener la mirada de Jesús tenga su eco apenas tres páginas antes, cuando en un diálogo entre Herodías y Antipas -que recoge, por cierto, al detalle, las ambiciones políticas de Herodías que tan bien relata Flavio Josefo- éste haga exactamente lo mismo: esquivar la mirada y atemorizarse ante unos ojos decididos y vibrantes de voluntad.

Al margen de la lectura en clave religiosa de la escena, el triunfo del Mesías sobre los poderes terrenales que encarna Herodes, es difícil resistirse a establecer una lectura que ponga en paralelo la imagen de Cristo y la imagen de Herodías, como víctimas de una mirada insegura y vacilante que sólo es capaz de reafirmarse mediante el uso despótico de la autoridad política que ostenta ese espectador, Herodes. Obviamente, media un buen trecho entre la figura de Cristo y la de Herodías, pero el intercambio de miradas que culmina la escena y el capítulo entero revela la voluntad de poner a esa mirada hegemónica y políticamente dominante de Herodes, junto a las de los personajes que desafían, de un modo u otro, su autoridad. Así, tras haber dictado sentencia sobre Cristo, leemos:

«Recogió el Tetrarca el espejo de ella, un disco de plata con mango de ébano y frutillas de marfiles, y vio allí su risa convulsa de enfermo, una risa solo de piel crasa, sudada, amarillenta y fría. Y arrojó el espejo [...] Se apretó la faz, y sus manos palparon la mueca de la risa. Todo estaba lleno de su risa, y le dolían las entrañas de humillación, de oscuridad, de desamparo, de congoja.

Y cautelosamente se iba acercando a las terrazas.

Su corte, sus guardias, sus siervos y ella, vestida de púrpura, miraban al Rábbi...

Y él se sentó en una losa, como un mendigo...».


(Miró 1943: 1320)                


El párrafo se cierra con la imagen de Herodes, que ha pasado el relato sumido en una red de visualidad centrada en el otro, abocado indefectiblemente a su propia contemplación, obligado a asumir las carencias que figuras como Herodías, en un aspecto y Cristo, en otro, han puesto al descubierto. Más revelador es todavía que el objeto preferido de su mirada, Herodías, vestida con la púrpura real, sea en este último pasaje impermeable a la mirada de Herodes y aparezca en un intercambio de miradas con Jesús. ¿Una Herodías redimida?

Quizás sea excesivo, pero en cualquier caso, la reescritura de Herodías que lleva a cabo Gabriel Miró dista mucho de la linealidad ideológica que rige en el fin de siglo. Su relato huye del regodeo en lo abyecto que caracterizaba a los textos precedentes y desarticula la pasión escopofílica que siempre se apareja a la imagen de la decapitadora. Elaborando y componiendo fuentes muy diversas, Miró consigue situarse en el otro lado, y poner al descubierto, mediante su focalización en Herodes, que toda mujer fatal lo es, ante todo y sobre todo, porque hay un ojo que la mira con temor y pone al descubierto, también, mediante la yuxtaposición de Herodías, Antipas y Cristo en las escenas finales, que el temor es mal consejero a la hora de dictar sentencia. Una reflexión que, a la vista del tratamiento global de las relaciones entre géneros en la obra mironiana, pone de relieve que las hijas de Pandora son también un espejo que delata los puntos débiles de quien las mira.






Bibliografía

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