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Herrera y Reissig o la búsqueda de la palabra "himética"

Carmen de Mora





Fue Carlos Sabat Ercasty1 el primero en deslindar dos líneas fundamentales en la poesía de Herrera y Reissig escrita a partir de 1900. Una más clara de inspiración pastoril, que quedaría integrada por «Ciles alucinada», «La Muerte del Pastor», las dos series de «Los Éxtasis de la Montaña» y «Sonetos Vascos». Otra agónica, vertiginosa, dislocada, que aparece fundamentalmente en «La Vida». «Desolación absurda» y «La Torre de las Esfinges». Quedarían excluidos de estas tendencias otros poemas del autor, tales como «Las Pascuas del Tiempo», «Los Parques Abandonados» (1.ª serie), «Las Clepsidras» y su última producción, inconclusa, «Berceuse Blanca». Esta manera de enfocar una obra poética a partir de la división en dos vertientes, clara y oscura o hermética no es poco común en la crítica sobre las literaturas hispánicas. Se ha aplicado entre otros a Góngora, a Martí -al contraponer el estilo claro y «saludable» de Ismaelillo, Versos sencillos y La edad de oro al oscuro y «enfermizo» de Versos libres- y, después de Herrera, a Vallejo. En este último el deslinde se lleva a efecto tanto en la obra conjunta como dentro de Trilce, entre poemas herméticos y otros más comprensibles o claros.

Guillermo de Torre suscribe aquella clasificación de Sabat Ercasty en los siguientes términos:

Son, por consiguiente, dos sus maneras fundamentales: la pastoral o idílico-eglógica, donde están sus más insólitos hallazgos metafóricos; y la considerada decadente en virtud de sus temas, pero que yo prefiero llamar barroca por su estilo, si no expresionista por su visión. En ambas Herrera y Reissig aparece como un poeta perfecto y profundamente original2.


De tal distinción, aceptada por la mayoría de los críticos, resultó una predilección estética por la faceta más clara de la obra herreriana, esto es, los poemas eglógicos, frente a los herméticos y, a veces, absurdos. Sin embargo, más recientemente se ha intensificado también el interés por aquellos poemas que representan un resquebrajamiento del modernismo y prefiguran el cambio que se produciría en la poesía vanguardista. Así Eduardo Espina halla en «La Torre de las Esfinges»

la primera ruptura con la estética modernista y la primera travesía verbal hacia los límites del sinsentido y de la dificultad, que caracterizarían posteriormente a la poesía de vanguardia3.


Ya Guillermo de Torre en Literaturas europeas de vanguardia lo había señalado como «antecesor inequívoco del estilo creacionista» para reconocer más tarde que tal apreciación había resultado excesiva4. Frente a aquella presunción reaccionó Borges:

No es esa su mejor ejecutoria y en el concepto intrínseco de precursor hay algo inmaduro y desgarrado, que mal le puede convenir. Herrera y Reissig es el hombre que cumple largamente su diseño, no el que indica bosquejos invirtuosos que otros definirán después5.


Arqueles Vela ha matizado más aún la afirmación de Borges:

Herrera y Reissig no es -como piensa alguna crítica- un precursor de la denominada poesía de vanguardia, sino el módulo postrero de las posibilidades líricas; determinante unible de una manifestación estética que canta sus vísperas, desintegrada su unidad temporal y concebida por ende, en el espacio, en la imagen en exilio y flotante6.


Finalmente, Federico de Onís no dudó en reconocer que hizo evolucionar el modernismo:

Aprendió mucho de Góngora y se adelantó a sus más recientes intérpretes siendo la suya una de las influencias capitales que llevaron al modernismo hacia el ultraísmo7.


Es evidente que Herrera y Reissig no es un poeta vanguardista, pero se vislumbra en su poesía una exacerbación de los recursos frecuentados por los modernistas que alcanza un matiz irónico y paródico en algunos poemas8. Esa toma de distancia de la tendencia estética que dominó la atmósfera de su propia poesía indica ya una transformación desde dentro que posibilita el salto. Por eso me parece fundamental ahondar en su poética, porque permite comprender mejor estas cuestiones y también las dos líneas aparentemente antagónicas de su poesía -la clara y la hermética- que, a mi ver, no son sino dos vertientes complementarias regidas por un mismo principio creador. Refuerza esta idea la apreciación general de que no existen etapas muy marcadas en la poesía de Herrera y, aunque la cronología de su obra es dudosa en muchos casos, en la única selección ordenada por el escritor, Los Peregrinos de Piedra (1909), se observa la coincidencia cronológica de directrices poéticas divergentes. En el origen de ellas está la tensión a la que sometía el lenguaje para hacerlo avanzar en la exploración de nuevas posibilidades expresivas.

Fue Herrera y Reissig sumamente consciente de su búsqueda estética y también de que le faltó tiempo para cumplirla. Así lo hizo saber a su hermano Teodoro cuando estaba trabajando sobre «Berceuse Blanca» y sintió próxima la muerte: «No quiero morirme así, sin haber hecho nada». Algunas muestras de sus ideas nos ha dejado en algunos escritos ensayísticos -«Conceptos de crítica», «El Círculo de la Muerte», «Psicología literaria»- y en «Syllabus» -prólogo a Palideces i púrpuras, de Carlos López Rocha. De contenido diferente, también merece considerarse el comentario epistolar que hizo al libro de Carlos Oneto y Viana, La política de fusión (Montevideo, 1902), titulado «Epílogo wagneriano a La política de fusión»9. En la mayoría de estos ensayos recurre a ideas filosóficas para explicar sus ideas estéticas, aspecto éste que, en general, no ha sido muy explorado por la crítica y, sin embargo, ayuda a comprender que no existe en él un poeta fácil y otro difícil, sino una visión poética compleja que se representa en el verso de manera distinta, ya sea extrovertida hacia una naturaleza armónica, diseñada, no sin ironía, sobre arquetipos clásicos, ya a través de una fantasía introspectiva reveladora de su psiquismo torturado, pues Herrera rastreó con libertad tanto las modas poéticas del presente, sobre todo la poesía postromántica y finisecular francesa, como la belleza imperecedera de las obras clásicas y en esa búsqueda, con la que desafiaba el «horror a variar» que tanto reprochó a los uruguayos, halló la singularidad de su propia poesía. Tampoco permaneció ajeno a la difusión de las nuevas orientaciones literarias y filosóficas a cargo de la Revista Nacional de Literatura (1895-97), bajo la dirección de Rodó, Pérez Petit y los hermanos Martínez Vigil. Pues, dentro de su generación -la llamada «generación intelectual del 900» en Uruguay- Herrera se identificaba con el grupo idealista y cosmopolita representado por Delmira Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira y Rodó10.

Más operativo que andar sobre las huellas de aquellas tendencias en la poesía herreriana es aproximarse a las ideas, basadas muchas de ellas en la filosofía, que la sustentan. Son pocos, insisto, los críticos que lo han hecho. Constituye una excepción Emilio Oribe, quien ha destacado la vertiente filosófica en la poética herreriana:

[...] una de las originalidades de este artista ha sido la de deslizar de su obra imaginativa algunas alusiones a problemas filosóficos, el citar grandes pensadores, el utilizar ejemplos de contenido trascendental y a expresarse dentro del dominio de algunos símbolos que son familiares de la filosofía antigua11.


Y aunque admite que no ha quedado constancia de que Herrera llevara a cabo estudios filosóficos no duda en aseverar la sólida cultura y los conocimientos estéticos filosóficos transmitidos en «El círculo de la muerte», a pesar del evidente audodidactismo del escritor; entre los filósofos más citados por el poeta están Platón, Pitágoras, Aristóteles, Kant, Schopenhauer y Nietzsche. Oribe presta especial atención al fragmento introductorio de «Las Pascuas del Tiempo», «Desolación absurda», «El Hada Manzana» y «La Vida».

También Arturo Ardao en «De ciencia y metafísica en Herrera y Reissig» se ocupa del tema cuando comenta las dos crisis intelectuales sufridas por el poeta. Una de «entonación científica» en 1901, presidida por Spencer, y otra de «entonación metafísica» en 1903, expresión («metafísica») que a partir de esa fecha se incorpora decisivamente al léxico de su poesía y de su prosa en poemas como «La Vida» y «Desolación absurda». «Este poema -escribe Ardao- inseparable de la parte filosófica de "La Vida" inaugura en la obra del poeta la poesía filosófica de la muerte que culmina en "La Torre de las Esfinges" y "Berceuse Blanca" de 1909 y 1910, cuando ya se moría»12.

Finalmente, Idea Vilariño apunta también la relación entre las ideas filosóficas adoptadas por el poeta y sus versos:

Herrera no era, ni por asomo, un filósofo, pero como un hombre que piensa, hizo su opción y se quedó con un puñado de conclusiones coherentes que reiteró y no desdijo nunca en sus versos a partir de aquellos sistemas antipositivistas13.


Mi intención aquí es poner de relieve algunos de los aspectos que atañen a las relaciones entre la poesía de Herrera y las reflexiones teóricas contenidas en sus escritos ensayísticos. Con ello no pretendo crear una relación causa-efecto entre las dos modalidades discursivas, lo que llevaría a reducciones simplistas y a limitar, en lugar de expandir, el campo de lectura. El emparejamiento entre poesía y crítica que instauraron los románticos fue entendido por Baudelaire como una necesidad en cuanto que consideró al poeta el mejor de los críticos. Sin embargo, en la mayoría de los casos, tomar los escritos teóricos como «explicación» de los textos poéticos puede adentrarnos en una pista resbaladiza al imponer simetrías forzadas, cuando no falsas transferencias, entre la auto-reflexión y la práctica poética. En Herrera no cabe hablar de teoría, sino de conceptos e ideas que pueden iluminar su actitud ante la época que le tocó vivir -en la que se mostró un modernista cabal-, ante el arte y la belleza. Si respetamos la división de su obra, sugerida más arriba, entre dos estilos diferentes se observa que los poemas que pueden mostrar más conexión con los escritos ensayísticos son aquellos en que la naturaleza es la gran protagonista. Y esto ocurre desde los primeros poemas («Miraje», el largo poema «La cita», «Naturaleza»), anteriores a 1900, reaparece en «Los Parques Abandonados», donde la naturaleza no es solo un marco, sino que participa activamente en la anécdota erótico-sentimental, «Giles alucinada», «Los Éxtasis de la Montaña», «Los Sonetos Vascos» y «La Muerte del Pastor», donde el poeta describe alternativamente la conmoción de la naturaleza y de los seres humanos ante la muerte, tema que interviene también en sus poesías más nocturnas. Es oportuno matizar, a continuación, la actitud de Herrera ante la modernidad y ante la sociedad de Montevideo para no incurrir en generalidades -del tipo «literatura evasiva» sin más, por ejemplo- a propósito de la significación de la naturaleza en su poesía.

La crítica ha señalado la reacción de los modernistas frente al positivismo y su actitud antimaterialista nacida de una relación conflictiva con la realidad moderna y el creciente desarrollo industrial derivados de la gran expansión del capitalismo a lo largo del siglo XIX. La predilección por lo imaginativo, onírico, subjetivo y extraño o remoto, es decir, lo que se ha llamado «la estetización de lo irracional», fue la reacción natural de los escritores en los países culturalmente más avanzados de Hispanoamérica. Herrera y Reissig, a pesar de pertenecer a una familia acomodada, ya venida a menos, mostró su discrepancia con la vida aburguesada y la sociedad que la encarnaba en Montevideo:

Como te digo [...] me arrebujo en mi desdén por todo lo de mi país, y a la manera que el pastor tendido sobre la yerba contempla, con ojo holgazán, correr el hilo de agua, yo, desperezándome en los matorrales de la indiferencia, miro, sonriente y complacido, los sucesos, las polémicas, los volatines en la maroma, el galope de la tropa púnica por las llanuras presupuestívoras, el tiempo que huye cantando, los acuerdos electorales, las fusiones y las escisiones, todo, todo lo miro y casi no lo veo. Carlos, amigo... [...] ¡Yo no sé lo que soy, ni qué será de mi arcilla fosfórica y sonámbula, errante por un empedrado de trivialismo de provincia, rendida de soportar la necedad implacable de este ambiente desolador!


(p. 666)                


Aunque Roberto Bula Píriz14 comenta que el poeta se hallaba influido aquí -en el «Epílogo wagneriano a La política de fusión»- por Roberto de las Carreras y que no podemos llamar «suya» a esa actitud, Herrera siempre mantuvo la rebeldía y el descontento que caracterizó a los modernistas. Pero, además de ser un alegato contra la clase política de su país y contra ciertos hábitos sociales, este escrito es una afirmación de principios que Herrera compartía con otros escritores españoles e hispanoamericanos que aspiraban a la incorporación de sus países a la modernidad, que querían ser contemporáneos, pues su crítica no iba dirigida contra los efectos de la modernidad en Uruguay, sino contra aquellas ideas y tradiciones que impedían el avance civilizador, la participación en la contemporaneidad. Tenía la conciencia de hallarse en la periferia de la civilización («que vengan otras ideas, otros partidos, otras tendencias más de acuerdo con el siglo XX y el adelanto científico») y la mirada puesta hacia el futuro antes que hacia la satisfacción material inmediata. Las ideas que oponían resistencia eran, según él, el provincianismo y el nacionalismo malentendido y la fe en las verdades absolutas. Basándose en Spencer critica el conservadurismo mental de los uruguayos, su misoneísmo opuesto, a cualquier innovación; por contra, defiende el cambio como vía de progreso y superación del aislamiento intelectual y aplaude la ambición como un sentimiento positivo que favorece la creación personal. La insatisfacción de Herrera con su entorno no era sólo una pose de artista -como insinúa Bula Píriz- y no es difícil sospechar que la poesía, en ese contexto, debió constituir para él una vocación -como diría Rodó-, un ámbito de realización personal. ¿Qué representa en este marco el interés poético por la naturaleza?

El ideal arcádico en la poesía de Herrera reviste, por así decirlo, uno doble dimensión; de un lado, está eso que para Saúl Yurkievich constituye la «sublimada estilización», de Herrera y Reissig, y que significa el rechazo radical de todo utilitarismo, un distanciamiento de la existencia enajenada y una negación del orden imperante para preservar una libertad que sólo puede darse en la dimensión estética. Cabe entender aquí el deseo de instaurar un microcosmos eglógico, en constante metamorfosis, donde la serenidad de los campos no está reñida con el cambio o de reconstruir en «Los sonetos vascos» una mitología hispánica asociada con la búsqueda de los orígenes y el primitivismo.

De otro lado, es una expresión de su poética y de la veta platónica que la recorre y que aparece en sus ensayos con no poca frecuencia. Pues, aunque el paisaje de las Eglogánimas se ha identificado con la aldea de Minas, toda la crítica de Herrera coincide en señalar la desrealización de ese mismo ambiente rural a expensas de la fantasía. La supuesta realidad del paisaje está basada en el elogio «A la Ciudad de Minas», publicado en el periódico La Unión de Minas, en agosto de 1904, con motivo del brindis pronunciado en un banquete de despedida15. En ese brindis el poeta daba a entender que la belleza que encontró en la campiña de Minas ya había sido antes en él un «espejismo de la fantasía» que ahora se abre ante sus ojos como un «telón mágico del panteísmo»:

Son esos valles -urnas líricas- esos abismos que hacen muecas fantásticas al vacío, esos contrafuertes épicos de una Cantabria inspirada, esas tercas rutas, esas viviendas inverosímiles sobre las cumbres de los cerros, como nidos de pájaros anacoretas, esa gesticulación petrificada en los hoyos y en la vehemencia de los declives, esa fisonomía adusta de la Naturaleza que medita rudamente al sol y se diría que refleja el paso de las nubes las sombras de sus pensamientos y de sus dudas. Es eso, lo que yo soñaba, lo que yo buscaba, lo que he encontrado al fin en medio de vosotros.


(p. 616)                


El resultado de esa visión dista mucho de una descripción objetiva -tal como se verifica en el fragmento citado- y se aproxima bastante a lo que Herrera hacía en «Los Éxtasis». Su propósito, en efecto, no era describir el campo uruguayo, aun admitiendo que pudiera inspirarse en él, sino utilizar una fuente idónea -la tradición pastoril- para representar a través de ella su visión poética. (Ello no contradice que esa imagen rural «a priori» se viera confirmada en la realidad de Minas). Es conocido el origen órfico de la literatura pastoril; López Estrada ha señalado al respecto:

Virgilio fundamenta su obra sobre un fondo folklórico en el que la música cuenta como un medio mágico de comunicación con la naturaleza que rodea siempre al pastor como su marco más idóneo. Los pastores fueron criaturas musicales por esencia; y esto es tanto en la realidad, con los instrumentos musicales más primitivos, como en la imaginación poética de las obras literarias. Pocas veces se habrá dado una coincidencia tan precisa entre lo que es propio de la misma vida y su versión literaria, y esto constituye acaso el torcedor más apurado de la conciencia poética del género16.


Desde esa perspectiva pitagórica, el pastor, por estar en contacto más íntimo con la naturaleza está más capacitado para captar el ritmo cósmico, del que su música sería sólo un reflejo. Siguiendo las pautas del género, se crea una atmósfera de irrealidad mediante las alusiones mitológicas y la música rústica de flautas, zamponas y oboes que acompasan la participación del pastor y de la naturaleza en el ritmo cósmico de las esferas. En realidad esos pastores y su música son uno de los disfraces adoptados por el poeta para representarse a sí mismo y a la poesía. Ya Darío en el «Responso a Verlaine» sintetizó la unión del poeta con el mundo bucólico al referirse al poeta francés («Padre y maestro mágico, liróforo celeste / que al instrumento olímpico y a la siringa agreste / diste tu acento encantador»). Pero, obviamente, en el caso de Herrera, los poemas acusan la superposición temporal antitética entre el molde poético perteneciente al pasado y el presente que le da contenido, con lo que se crea una perspectiva contrastiva de distanciamiento irónico y de humor leve que transfiguran el objeto poético. Gwen Kirkpatrick comenta el carácter anticipador de esa táctica:

Combining the prosaic rural village with its Greek or Roman evocation in eclogues, Herrera y Reissig drops the framing fiction that makes the transition between the two codified worlds. The resulting jolt or ambiguity and the unsettling intrusion of subversive notes give access to twentieh-century experiments in poetic diction.


(p. 173)                


Lo que singulariza la naturaleza herreriana no son los rasgos propios de un paisaje real, sino una proyección desmesurada de la visión subjetiva del poeta. Como en un caleidoscopio, también aquí unos pocos elementos genéricos en combinaciones dispares configuran el paisaje: la montaña, el sol, el cielo, la luna, los astros, el lago, el valle, la brisa, los campos y el bosque. Cambia más bien el telón de fondo, el momento del día o la estación17. Formando parte de la aldea, se describen la huerta, la granja, el gallinero, la herrería, la barbería, la iglesia y el monasterio, el cortijo y la fuente. Situado en el mismo nivel que el componente natural está el elemento humano. Los hombres y mujeres, ya aislados o en grupo, se ven sorprendidos en el trajín de las faenas diarias, en los momentos de ocio y alegría, al regreso de los campos y en la velada nocturna. Pero no estamos ante un desfile de pintorescas escenas aldeanas y campestres; la naturaleza reviste aquí una función trascendente, es un escenario donde el poeta «reinventa el mundo», en términos de Ángel Rama. Así en la sencillez de la Arcadia bulle el misterio y un aura de espiritualidad transfigura lo familiar y próximo en enigmático y remoto:


Con áspera sonrisa palpita la campaña...
[...]
Y el cielo campesino contempla ingenuamente
La arruga pensativa que tiene la montaña.


(«El Almuerzo»)                



Y como una pastora, en piadoso desvelo,
Con sus ojos de bruma, de una dulce pereza,
El Alba mira en éxtasis las estrellas del cielo.


(«El Alba»)                



Obscurece. Una mística Majestad unge el dedo
Pensativo en los labios de la noche sin miedo...
No llega un solo eco, de lo que al mundo asombra.


(«La Huerta»)                


Ángel Rama ha sido, sin duda, quien mejor ha destacado la teatralidad y el travestismo como estrategia clave en la poética de Herrera y Reissig:

El signo dominante es la teatralidad. Gestos grandilocuentes, como trazados bajo reflectores en enormes teatros y voces estentóreas que los subrayan con una melodía obvia y directa, serán los rasgos de la manifestación pública del arte herreriano18.


Pero esta táctica del espectáculo y de la representación adopta modalidades diferentes a partir de un denominador común de origen: la disconformidad con el medio y -como sugiere Rama- con su propia vida, asediada permanentemente por la muerte. Tal posición estética que hunde sus raíces en el romanticismo -y aun antes- responde, de un lado, a la intención de revitalizar el universo mecánico y material que había emergido de la filosofía de Descartes y Hobbes; de otro, al esfuerzo por superar la alienación del hombre reconciliándolo con el mundo19.

Al menos en los poemas eglógicos Herrera se aferra al poder «eufemístico» del arte para fabricar un espacio20 donde se exhiben los disfraces asociados en la mente del poeta con una belleza ideal: la arcadia, el cuento maravilloso, el paisaje bíblico o la expresión de delicadeza espiritual en ciertos rostros del arte «prerrafaelita». Hallamos, por ejemplo, escenas inspiradas en pasajes bíblicos archiconocidos, como el de la samaritana («Los Perros») y el éxodo («Las Madres»); los vacunos sueñan en el «tímido Bethlem de los establos», el paisaje es «una ingenua página de la Biblia», se menciona a las Escrituras, la Escala de Jacob, los Santos Patrones, las Bienaventuranzas, etc. Referencias bíblicas y cristianas que eran muy comunes en la literatura pastoril. Es, sin embargo, el mismo Herrera quien, como Deus ex machina, despierta la emoción en lo inerte, pues para él el arte, además de evocatorio, ha de ser emocional. La naturaleza aquí, en efecto, es una naturaleza animada. Bernardo Gicovate en su excelente análisis sobre «La poesía de Julio Herrera y Reissig y el simbolismo» analiza los modos retóricos utilizados por el poeta en el tratamiento de las imágenes y reconoce la importancia del animismo en su concepción de la naturaleza: «Cuando describe, Herrera y Reissig no nos ofrece la interpretación de su cuadro. Los colores no se atribuyen a los objetos que lógicamente los poseen, y emociones y movimiento se proyectan a animales y aun a objetos inanimados. De allí la creación de una naturaleza animista, con objetos personificados que adquieren intensa vida»21. Y más adelante, comentando los versos de «El Despertar»:

La realidad que se ha traspuesto a las palabras existe sólo de por sí y responde solamente a las fuerzas y leyes que se pueden comprender únicamente dentro del ámbito de su propia existencia22.


También Allen W. Phillips al estudiar el uso de las metáforas personificadoras en Herrera concluye:

Creemos que la esencia de su manera espiritual de concebir la realidad corresponde a un constante flujo y reflujo, en oleajes de emoción entre él y las cosas23.


El animismo así como las estrategias metafóricas y otras cuestiones literarias y poéticas merecen ser consideradas a la luz de las ideas estéticas y filosóficas desarrolladas en sus ensayos.

Los escritos ensayísticos de Herrera revelan que participaba de una sensibilidad muy común en los escritores modernistas y en el arte finisecular: la admiración por la modernidad y por todo lo que miraba hacia el futuro compaginada con una revalorización de lo primitivo que seguía los vestigios del pasado24; era consciente de hallarse en una época en transformación, que afectaba a todos los planos de la vida, marcada por la reacción contra el absolutismo de los principios. Según él, la infidelidad a una doctrina única, la tolerancia, el afán constante de innovación, la mudanza del gusto, la coexistencia ecléctica de doctrinas diversas, la ausencia de localismo y la defensa de la libertad artística serían los rasgos definitorios de dicha revolución artística. Claro que estas ideas no eran originales. En el pensamiento crítico europeo la flexibilidad del gusto había sido la respuesta romántica contra la inmutabilidad del canon estético postulada por el clasicismo. En Uruguay, en términos parecidos, ya las había formulado Rodó en «El que vendrá» publicado el 25 de junio de 1896 en la Revista Nacional. Este mismo ensayo, junto con «La novela nueva», constituyó el primer volumen de una serie de opúsculos literarios que Rodó empezó a publicar un año más tarde con el título de La vida nueva. Y en el lema de la colección postulaba:

Sin cierta flexibilidad del gusto no hay buen gusto. Sin cierta amplitud tolerante del criterio, no hay crítica literaria que pueda aspirar a ser algo superior al eco transitorio de una escuela y merezca la sanción de la más cercana posteridad25.


Aquella posición expectante de Herrera y Reissig hacia las innovaciones lo indujo, en «Conceptos de crítica», a cuestionar las tendencias que, en el momento en que él escribía, pertenecían ya -a su juicio- a la «historia de la literatura» (el clasicismo, el romanticismo, el realismo y el simbolismo si bien de éste acepta la continuidad al decir que «parece ser un largo crepúsculo»), para centrarse en la «revolución decadentista», de la que rastrea sus antecedentes en el pasado. En efecto, si a los movimientos anteriores los redujo a una especie de clisé y subrayó cuanto existía en ellos de estética ya caduca, procuró indagar en las fuentes del decadentismo y en sus características por ser la escuela más reciente. Y llega a una conclusión que contradecía, sólo en apariencia, las afirmaciones anteriores. Trata de mostrar que nada nuevo existe en las actuales innovaciones, que en realidad las nuevas tendencias son herederas de otras que se dieron en el pasado y que se remontan a la antigüedad greco-latina:

Nihil novum sub solem. Los que hoy se llaman nuevos en literatura no han inventado nada, sino que exhumaron lo que ya se conocía, que luego de conformado, en la norma del espíritu actual, y vestido con nuevas ampliaciones, ha sido puesto en venta en los escaparates de la moderna bibliografía.


(p. 557)                


Y más adelante:

Al legado de las antiguas decadencias pertenece ese espíritu nuevo, audaz, revolucionario, aventurero, antiarqueológico, que avanza a paso de caballería volante.


(p. 560)                


Subrayo este reencuentro con el arte clásico a partir del arte moderno porque es también un rasgo marcado de su poesía acorde con la estética de la época.

Mas no es el único ensayo en que Herrera se preocupa por las fuentes antiguas. Vuelve sobre ello en «El círculo de la muerte» donde reflexiona sobre la noción de belleza en el arte. Diferente según los distintos puntos de vista personales es, sin embargo, un «postulado natural» que aparece como «una condición psicológica preestablecida» en la existencia, «un modo innato del espíritu», es decir, un sentido. Coincide, por tanto, con la tesis platónica de que lo bello es independiente, en principio, de la apariencia de lo bello y que se trata más bien de una idea.

De este modo halla en la belleza un valor permanente inmune a las transformaciones y cambios aparentes:

Me afirmo en que no hemos adelantado un paso en materia de producir y de apreciar la Belleza, desde que el mundo es redondo... Todos aman lo noble, lo grande, lo fuerte de la ambigüedad, y Homero y Anacreonte, Píndaro e Isaías, Kalidasa y Ossian, con ser tan diversos jamás podrán ser negados, a pesar de los múltiples gustos que en materia de uniformar el pensamiento existen, según las razas y sugestiones del ambiente.


(p. 421)                


De ahí su fascinación por la teoría platónica («Tendremos que volver a Platón, al idealismo puro, al oráculo recóndito de la preconciencia, a las especulaciones místicas sobre lo Bello») como un modo metafórico de explicar lo que puede hallarse de perdurable en una obra. No cabe pensar empero que Herrera acoja tales postulados de modo incuestionable (a pesar de que aseveraciones como esas invitan a inferir que el escritor atribuye al arte clásico un valor absoluto por haber suscitado una admiración capaz de perdurar a través de los siglos por encima de los cambios de gusto), pues más adelante, cuando se pregunta qué es lo único que perdura en una obra, responde mediante características aproximativas e indefinidas:

Ese fluido familiar que nos impresiona, esa sustancia imponderable que nos toca, estremeciéndonos, al simpatizar con nuestra misma sustancia; es ese «algo» resistente al tiempo, a la censura y a la volubilidad de las modas artísticas.


(p. 426)                


Se alejaría aquí del absoluto platónico y de la conveniencia de que la belleza es «un recuerdo de Dios, superviviente y sellado en nuestros espíritus» para aproximarse a nociones más actuales26. En función de la búsqueda de belleza constata una tendencia en sus coetáneos -por no decir en él mismo- hacia el reencuentro con un pasado remoto. Se trataba de un desfase entre la propuesta de un ideal de vida que se remontaba a la antigüedad grecolatina y el presente que les tocó vivir:

[...] en la actualidad muchos prefieren los moldes puramente clásicos de las desnudas épocas fraternales -la palabra ingenua, húmeda de luz, caliente todavía, recién salida del molde, vecina de la emoción como un eco, sencilla, tierna, trémula de rocío, olorosa y acre como una planta que humea al ser removida; el grito espontáneo que es acción refleja, la frase sin remilgos, la postura natural de Cibeles, el encanto eglógico del cuadro que sonríe y llora con la mañana, la sintaxis precisa, el lenguaje sobrio y hasta modesto [...]. Se delira por una reacción al método milenario, a las fuentes primitivas de nuestros sabios maestros greco-latinos, y últimamente, grandes poetas han escrito según los moldes arcaicos, incitando a una saludable reacción de estética.


(p. 421)                


Aún existe otra razón por la que Herrera admira «el arte perdurable», porque el efecto que ha producido en los hombres nada tiene que ver con la moral. Defensor de «el arte por el arte» o al menos de un arte desinteresado, critica -de acuerdo con una corriente de pensamiento estético de origen kantiano- a quienes -siguiendo a Platón- postulan la necesidad de la moral como un requisito de la belleza:

¿Por qué exigir al Arte una utilidad social o doctrinaria que repugna a su naturaleza íntima; a qué obligarle a diluir a la plena luz de la vida, en el palenque de la lucha humana, el elemento de sueño y de imposible de que se compone en alto grado, y en el que se ha mecido ingenuamente, desde que nació? La hermosura fuera de la Ética: tal es el ideal27.


(p. 425)                


Desde luego no son los moldes clásicos los únicos parámetros estéticos manejados por Herrera; frente a aquella belleza ideal basada en la proporción de los elementos, propone otra lograda a base de antítesis y tensiones:

Mismo, lo feo, lo repugnante (juzgados como inmoralidades de las cosas en la escolástica de Alejandría), lo trivial, lo horrible y hasta lo absurdo, fuertemente sugestivos, constituyen a veces los elementos de la Belleza en la obra de arte, y agradan en un conjunto armónico a fuerza de repelernos por separado. Se trata, ni más ni menos, que de una trasmutación superior, de una solución de antítesis, en vista de un esfuerzo absoluto del genio, que todo lo puede y todo lo doma a su antojo anormal, imantándolo de su virtud rediviva.


(p. 425)                


A la vista de las ideas contenidas en «El círculo de la muerte» se comprende la importancia que la noción de belleza reviste para el poeta. No se trata simplemente, en su caso, de crear un arte sujeto a las leyes de la armonía y la proporción. La belleza sería aquella capaz de producir una reacción y un efecto en quien la contemple. Así al referirse a ciertos autores cuya obra ha sido venerada a lo largo de los siglos escribe:

Sólo exigimos de ellos, y en esto opino contra Guyau, Max Nordau, Brunetière y Menéndez Pelayo, que nos sacudan, que nos emocionen, agradablemente o terriblemente, de un modo triste, alegre, mórbido, macabro, depresivo o vital, que lo mismo importa, pero siempre intenso, siempre poderoso.


(pp. 424-425)                


Esta idea sobre el uso del lenguaje poético que pone el énfasis en las consecuencias sobre los sentimientos, pensamientos y emociones del receptor -lo que en términos de Austin sería el «acto perlocutivo» en el habla- justificaría muchos de los rasgos efectistas y «expresionistas» del arte herreriano destinados a conmover la conciencia de los lectores28. Y también que recurra ya al animismo ya a las imágenes alucinatorias y a los paroxismos con la intención de lograr que «una realidad parezca resucitar dentro de nosotros al ser evocada por el numen feérico» (p. 425)29. En «Conceptos de crítica» recogía también una sencilla definición sobre el gusto estético basada en el efecto: «El gusto es la facultad de recibir placer de las bellezas de la naturaleza y del arte» (p. 545).

El efecto en el lector sería uno de los polos de la belleza; el otro concierne a la «emoción» necesaria al artista para crear, y en este punto recurre a la concepción simbolista de la naturaleza, que dejó formulada en «Psicología literaria». Para lograr la unidad consustancial entre el poeta y la naturaleza a través de la emoción busca lo que él nombra la «palabra himética»:

La abeja mira, aspira, huele, roza, oye palpitar y gusta la flor, con la que hará en su alquimia, dulce oro. Tal es el artista. Si la gota de miel sabrosa es una síntesis de diversas impresiones y evoca en nuestro espíritu distintas formas de sensibilidad, la «palabra himética» llamémosle, designa en sí fenómenos táctiles, olfativos, visuales, de audición y gusto; refinamientos de una tarea y de un intercambio con el medio ambiente, tan lógicos y tan químicos, como los que existen entre el aire y el vegetal.


(pp. 343-344)                


Una vez transmutadas alquímicamente en su espíritu la misión de la palabra es sugerirla, evitando revelarla y dejando mostrar el misterio -el paralelismo con el «Art poétique» de Verlaine es más que evidente, autor al que junto con Platón se hace referencia en ese mismo ensayo. Para Herrera el gran Arte ha de ser evocador y emocional. Son variadas las estrategias retóricas que utiliza para proyectar la «palabra himética», constituida -como el famoso monte griego Himeto- de miel y de mármol, de sensaciones y de solidez, de fugacidad y de permanencia. El Himeto de Herrera es un símbolo del ideal -como lo fue el Parnaso para los poetas franceses- que evoca la cultura griega y se eleva en plena naturaleza por encima de las preocupaciones materiales. El equivalente en el discurso creador del poeta sería el microcosmos de las «Eglogánimas», una poesía de exaltación vital, de «poeta risueño» como quería Darío. Pues antes que Herrera, Darío se había referido al Himeto, en «A los poetas risueños» de Prosas profanas, en términos parecidos a los de Herrera, esto es, para referirse a la fabricación, con las sensaciones percibidas en la naturaleza, de una poesía sonora, risueña y luminosa, opuesta a la «canción confusa» de los poetas nórdicos:



Anacreonte, padre de la sana alegría;
Ovidio, sacerdote de la ciencia amorosa;
Quevedo, en cuyo cáliz licor jovial rebosa;
Banville, insigne orfeo de la sacra Harmonía,

Y con vosotros toda la grey hija del día,
a quien habla el amante corazón de la rosa,
abejas que fabrican sobre la humana prosa
en sus Himetos mágicos mieles de poesía:

prefiero vuestra risa sonora, vuestra musa
risueña, vuestros versos perfumados de vino,
a los versos de sombra y a la canción confusa

que opone el numen bárbaro al resplandor latino;
y ante la fiera máscara de la fatal Medusa,
medrosa huye mi alondra de canto cristalino30.


Así la poesía de Herrera y Reissig es resultado de un complejo proceso de elaboración -la miel del Himeto- donde se combinan sonidos instrumentales, animales y naturales (el esquilón monótono, la música del cuerno, los resuellos del torrente, el crepitar de las castañas en el fuego, la gaita rutinaria del bollero, una gangosa balada de marimba, cánticos de retorno, las carrasqueñas voces de los arrieros multiplicadas por el eco, la flauta, un rezongo de abejas, el silbo, la cítara, el carillón y un sinfín de instrumentos), sensaciones olfativas (la sabrosa fragancia de la leña, de la uva, de las rosas, los olores a legumbres, a guisado y a amasijo de hogaza) y cromáticas (colores como el blanco, azul, lila y violeta, de preferencia). Estas últimas refuerzan el carácter de por sí pictórico de las escenas rurales. No se trata sólo del cromatismo que tiene su equivalente en el impresionismo pictórico, sino de una visualización del escenario pastoril donde se coloca al lector como si estuviera delante de un cuadro, lo que era bastante frecuente entre los modernistas por su tendencia a interrelacionar las distintas artes31.

Otra de las ideas más persistentes en la estética herreriana es que aquello que aparece claro y simple es lo que encierra el misterio, pues en el fondo guarda una gran oscuridad: «Yo lo admiro no por ser lo simple, sino por ser lo genial, por ser la expresión de lo más hondo, de lo más raro, de lo más oscuro». Con esta actitud está apuntando hacia la base metafísica de su poesía («Lo claro es lo obscuro. Lo simple es lo complejo. En el fondo del diamante está la noche del carbón...») (p. 349). También Martí en Versos sencillos escribió: «Todo es hermoso y constante, / Todo es música y razón, / Y todo, como el diamante, / Antes que luz es carbón». Una base que está muy próxima al ideal de Victor Hugo, a la concepción romántico-simbolista de la naturaleza como maestra de la poesía. De la misma manera que en la naturaleza hallamos elementos que en su resultado pueden parecernos simples, pero que son producto de una compleja elaboración, así la escritura, en su sencillez, debe dejar traslucir la dificultad de expresar el alma y la vida a través de la palabra. No interesa ya la imitación aristotélica de la naturaleza, sino la función órfica del poeta, quien es capaz de traspasar la naturaleza visible para captar el orden invisible y oculto de las cosas sugerido a través de la palabra «himética». Por esta vía la poética herreriana se insertaba también en la tradición ocultista y, obviamente, se asimilaba al pensamiento poético de Darío. También en «Conceptos de crítica», a propósito del decadentismo utiliza la dicotomía entre la luz y la sombra o lo simple y lo complejo como partes de un mismo movimiento:

[...] todo movimiento hacia adelante parece una catástrofe, y de estas catástrofes aparentes surgen inmensos beneficios, como de una espesa noche nace un hermosa aurora. El sociólogo ve la perla en el molusco enfermo, y el diamante en la sombra del carbón.


(p. 562)                


Al contrastar este discurso crítico con la poesía se observa, asimismo, en ella una tensión (luz y carbón) entre una retórica que fija el objeto poético, aun en su dinamismo, como en «Los Éxtasis de la Montaña», y otra que lo descentra y lo disuelve en una especie de fuga, como en las dos estrofas de «La Torre de las Esfinges» que cito a continuación:


El cielo abre un gesto verde,
Y ríe el desequilibrio
De un sátiro de ludibrio
Enfermo de absintio verde...
En hipótesis se pierde
El horizonte errabundo,
Y el campo meditabundo
De informe turbión se puebla,
Como que todo es tiniebla
En la conciencia del Mundo.


(p. 58)                



La realidad espectral
Pasa a través de la trágica
Y turbia linterna mágica
De mi razón espectral...
Saturno infunde el fatal
Humor bizco de su influjo
Y la luna en el reflujo
Se rompe, fuga y se integra
Como por la magia negra
De un escamoteo brujo.


(pp. 62-63)                


A esta modalidad de su escritura -la oscura y hermética- le convienen aquellos rasgos barrocos con los que el propio Herrera caracterizó el hacer poético gregoriano:

La oscuridad de su estilo fue el marco de ebenuz que hizo resaltar la tela chillona de su imaginación, en la que una orgía de colores, sin gradación y sin efecto armónico, causa no sé qué extraño vértigo, y produce la rara embriaguez de una visión que cambia de forma a cada momento, como una serpentina en medio de la sombra.


(p. 557)                


Y, además, la última estrofa citada se diría inspirada en aquellos versos del Primer sueño de Sor Juana Inés de la Cruz que dicen:


Y del cerebro, ya desocupado,
Los fantasmas huyeron,
Y -como de vapor leve formadas-
En fácil humo, en viento convertidas,
Su forma resolvieron.
Así linterna mágica, pintadas
Representa fingidas
En la blanca pared varias figuras,
De la sombra no menos ayudadas
Que de la luz: que en trémulos reflejos
Los competentes lejos
Guardando de la docta perspectiva,
En sus ciertas mensuras
De varias experiencias aprobadas,
La sombra fugitiva,
Que en el mismo esplendor se desvanece32.


Finalmente, la visión idealista de la naturaleza está asociada a dos reglas imprescindibles para la creación, según el poeta uruguayo: que lo sutil es lo natural y que lo inverosímil llega a ser lo real. En el primer caso defiende la sutileza en el arte, porque el arte es «combinación, indagación, auscultación, interpretación y es preciso que el poeta, que se nutre de la naturaleza, sepa descubrir en ella lo que otros no ven, y aun en ese caso nunca será capaz de desvelar completamente el misterio» (p. 351). De ahí que le sea necesario recurrir a la evocación por asociaciones y sugestiones.

En el segundo, siguiendo a Hugo y Guyau, defiende lo inverosímil en el arte, lo puramente imaginativo como una manera de ser real y de ver el verdadero fondo de las cosas, porque «la naturaleza tiene también su fantasía, sus emociones, sus rarezas y sus íncubos, una pujanza de imaginación que no será jamás igualada» (p. 350). Estas reglas conducen a una observación ambivalente; mientras que la primera apunta hacia la función órfica del poeta, propia de la estética romántico-simbolista, en la segunda evoluciona hacia la defensa de la creatividad del poeta sin otro apoyo que su propia imaginación, lo que prefigura actitudes vanguardistas.

No es posible reducir las ideas estéticas de Herrera a una sola fórmula, ni fue él un pensador sistemático, sino un receptor ávido, amigo del sincretismo cultural, que aprovechó cuanto cayó en sus manos. Lo caracterizan aquellos rasgos que Zum Felde atribuía a la mayoría de los intelectuales y jóvenes artistas de su generación en Uruguay: ser autodidacta, individualista y bohemio33. Pero quiero llamar la atención sobre el platonismo como una veta constante del poeta en la poesía y en la prosa ensayística en lo tocante al tema de la naturaleza y el animismo con que está representada.

La teoría de las ideas de Platón -si no directamente, a través del neoplatonismo- ha sido muy utilizada por los poetas en relación con el mundo de la naturaleza, sobre todo en el romanticismo. Wordsworth construye su oda Presagios de inmortalidad, de recuerdos de la primera infancia mediante una interacción entre entendimiento y naturaleza donde el primero -como ocurría en la filosofía idealista- ocupa el lugar preeminente y, en consecuencia, resulta la suya una naturaleza humanizada. Se da también en Coleridge, sobrevive en Shelley, en el panteísmo de Goethe y de Schelling, así como en los simbolistas franceses. Un intenso antropomorfismo poético reviste también la naturaleza del prerrafaelita Dante Gabriel Rossetti, para quien lo espiritual y lo material no son dos nociones independientes, sino que se hallan profundamente unidas34.

M. H. Abrams, en su análisis sobre la teoría poética del romanticismo, y más concretamente, de la relación entre pensamiento y naturaleza, advierte que los poetas románticos al representar al pensamiento proyectando vida, fisonomía y pasión sobre el universo no estaban haciendo algo nuevo, sino que ya la idea estaba presente en la divinidad ubicua de Newton y en los antiguos estoicos y platónicos, así como en la poesía de la naturaleza del siglo XVIII, pero precisa que lo sustantivo en ellos era la relación de reciprocidad entre el observador y lo observado:

What is distinctive in the poetry of Wordsworth and Coleridge is not the attribution of a life and soul to nature, but the repeated formulation of this outer life as a contribution of, or else as in constant reciprocation with, the life and soul of man the observer. This same topic was also central in the literary theory of these writers, where it turns up repeatedly in their discussions of the subject matter of poetry, their analyses of the imaginative process, and their debates on poetic diction and the legitimacy of personification and allied figures of speech.


(p. 64)                


Walter Pater, en su estudio sobre la doctrina de Platón, sitúa el animismo en el primer estadio o plano del trascendentalismo platónico:

Animism, that tendency to locate the movements of a soul like our own in every object, almost in every circunstance, which impresses one with a sense of power, is a condition of mind.


(p. 169)                


Ese animismo de reminiscencias platónicas afecta a la poesía de Herrera desde los comienzos y no sólo en los poemas eglógicos sino en todos aquellos donde la naturaleza tiene alguna presencia por mínima que sea. A veces se produce un trasvase en que la naturaleza es objetivación del sujeto que, a su vez, queda inanimado, convertido en un objeto más del paisaje:


Ella ve una imploración por la salud de sus males,
En la devota humildad de los sauces fraternales.
Un espejo la objetiva. Todo lo que ella ha sentido
Lo contempla en el paisaje, trasmigrado y confundido.
Su atención se ratifica de horizonte en horizonte,
Y están llenos de su alma: nubes, prados, valle y monte.
Fausta embriaguez la inanima. Gesticulan conturbados
Al verla, los insociables arbustos de los collados.


(«Giles Alucinada», p. 127)                


O los amantes, en el abrazo, participan del ritmo cósmico:



Oh, Sumo Genio de las cosas! Todo
Tenía un canto, una sonrisa, un modo...
Un rapto azul de amor, o Dios, quién sabe,

Nos sumó a modo de una doble ola,
Y en forma de «uno», en una sombra sola,
Los dos crecimos en la noche grave!...


(«El abrazo pitagórico», «Los Parques Abandonados», p. 236)                


En cambio en «Claroscuro» se produce el fenómeno opuesto. La adjetivación marca la ruptura de ese ritmo unánime: el idilio es «trágico», la hiedra «misántropa», el caserío «de aspecto duro», la pradera «huraña», el monte de «gesto oscuro», los colores de la siembra son «chillones». Los últimos versos intensifican el efecto de discontinuidad y ruptura al describir la presencia del tren en el paisaje en términos de naturaleza devastadora y apocalíptica («como un ciclón de fierros»):



Son campos solariegos... Tal vez, ay! ese muro
Algún idilio trágico en su orfandad recuerde,
Y la hiedra misántropa que su mármol remuerde,
Dio sombra al gran Virgilio o a Lamartine tan puro!

El viejo caserío, chato, de aspecto duro,
Allá en los accidentes, sonámbulo, se pierde;
Y la pradera huraña mira, en éxtasis verde,
Al monte que en el cielo enfosca un gesto oscuro.

La siembra su chillona, rústica pompa viste
En pañuelos pictóricos, que van hasta los cerros,
Bordados de hortalizas, de lino, mies y alpiste...

Y en tanto, entre las roncas alarmas de los perros,
El tren se hunde en el túnel, como un ciclón de fierros.
El llanto de un gaita vuelve la tarde triste.


(«Claroscuro», «Los Éxtasis de la Montaña», p. 131)                


Además son frecuentes en Herrera las vivificaciones antropomórficas de elementos abstractos -otro momento en el trascendentalismo platónico que habitualmente representa por mayúsculas: la Dicha, el Dinamismo eterno, el Amor, lo Absoluto, pero también la infancia de espíritu, el pensamiento del cielo o el alma de las montañas. En el tratamiento platónico -de lo abstracto como si se tratara de personas vivas destaca, entre todas, la idea de belleza como una condición mental previa que se corporiza en los seres concretos. De acuerdo con esta idea de origen platónico comentada a propósito de «El Círculo de la Muerte»- ha llegado a representar en su poesía un mundo idealizado, placentero, apenas alterado fugazmente por algún agente extraño; un espacio donde todos los seres y cosas están compenetrados entre sí; pero en lugar de construirlo fuera de la realidad, ese mundo que se corresponde con uno de los parámetros clásicos de belleza poética -la égloga-, se instala en un ámbito rústico y provinciano, a veces prosaico. Tal contraste sugiere, al menos, dos posibilidades de lectura. Una, el distanciamiento irónico de un poeta moderno con respecto a los ideales estéticos antiguos, la adecuación a su tiempo de un modelo poético que ya no representaba tanto un ideal de vida como un espacio donde la poesía podía reconocerse a sí misma y preservarse de ese otro espacio, el de su entorno real, que tanto podía llegar a fastidiarle Otra, la creencia en el poder transfigurador del arte y la poesía. Hugo Achugar también ha llamado la atención sobre estos aspectos de la poesía de Herrera y Reissig:

En fin, una parodia de la Arcadia canónica, de la Arcadia virgiliana. Donde al tiempo que se la construye -entroniza- por otra parte se la destruye, en un doble movimiento de entronización y desentronización que termina por desvirtuar el carácter arcádico del universo bucólico35.


Ya en la prosa ensayística adoptaba una actitud parecida frente al simbolismo al incluirlo -no sin elogios- en una enumeración de tendencias estéticas caducas en «Conceptos de crítica» y consagrarlo como paradigma estético en «Psicología literaria». En esta misma tensión, que consistía en un aprovechamiento de la transformación poética modernista y, al mismo tiempo, en el distanciamiento irónico de ella -todavía a veces ambiguo en Herrera-, así como en una búsqueda incesante de nuevos modos de expresión, se debatirán muchos de los poetas hispanoamericanos de la generación siguiente y tal vez en ella radique uno de los valores menos perecederos de la poesía del escritor uruguayo.





 
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