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«Higuamota», de Patricio de la Escosura, o la reescritura romántica de la Conquista1

Montserrat Ribao Pereira





En la década de los treinta Patricio de la Escosura es uno de los intelectuales más activos de la primera generación romántica. Numantino irredento, miembro de la Partida del Trueno, militar, político, activo partícipe en los debates literarios de Ateneo y del Liceo, colaborador en prensa periódica, poeta, novelista y dramaturgo, durante la regencia de María Cristina lleva a la escena madrileña diferentes dramas históricos que el público y la crítica reciben de manera desigual. Bárbara Blomberg y la primera parte de La corte del Buen Retiro se estrenan en 1837, el annus mirabilis del Romanticismo teatral español, y en 1838 Don Jaime el Conquistador (Ribao 1999 y 2003). También se publican, aunque no se representan inmediatamente, La aurora de Colón e Higuamota.

Estas dos piezas, de 1838 y 1839, respectivamente, constituyen con Las mocedades de Hernán Cortés (1845) la trilogía teatral de temática americana de Escosura. Y si bien las tres han de ser leídas como partes de un todo, cierto es que la particular perspectiva desde la que se plantea el conflicto dramático en Higuamota hace de este drama una excepción en la práctica teatral de su autor y constituye una peculiaridad en el panorama de su tiempo.

Como ha destacado Pilar Vega, Escosura es uno de los primeros críticos que presta atención a la literatura hispanoamericana, en especial a escritores venezolanos y peruanos coetáneos como José María de Rojas, José Antonio Maitín, Ricardo Palma o Felipe Pardo2. También su práctica creadora manifiesta en diferentes géneros su predilección por determinadas figuras ligadas a la conquista, especialmente Colón y Hernán Cortés, presentes no solo en los dramas que ya he mencionado, sino también en un poema («Recuerdos de Cristóbal Colón»), en un canto épico («Hernán Cortés en Cholula») y en una extensa novela en cinco volúmenes (La conjuración de Méjico o Los hijos de Hernán Cortés), ilustrada y por entregas como suele ser habitual en la época3.

La coincidencia en fechas de publicación de estas obras (1838 las que giran en torno a Colón; 1845 a 1850 las centradas en Cortés) reflejan el manifiesto interés de Escosura por estos dos nombres en sendos momentos creadores vitales. En las primeras, gestadas en pleno proceso judicial a su superior y amigo Luis Fernández de Córdoba por la sublevación de los cuarteles de Sevilla y simultáneamente a su triunfo en la escena, la peripecia histórica sirve de pretexto para la reflexión sobre el motivo de la difamación y sus consecuencias sociales y personales. Las restantes se inscriben en un período de reconocimiento académico e institucional: los tres títulos sobre Cortés ven la luz apenas nombrado su autor miembro correspondiente de la Real Academia Española; poco después llegará a ser Ministro de la Gobernación (Iniesta 1958; Cano Malagón 1988).

Higuamota es el eslabón, si no perdido sí habitualmente olvidado, entre los títulos colombinos de planteamiento crítico y los hernandinos de aventuras y peripecias amorosas. Además, se trata del único texto de Escosura protagonizado por un pueblo indio y planteado escénicamente desde la perspectiva del indígena y en su espacio.

En efecto, la acción de La aurora de Colón termina cuando este embarca en dirección a las Indias, dejando atrás un doloroso período de su vida ensombrecido por la sospecha de un crimen que no ha cometido y convencido de la infidelidad de su amada -inocente, sin embargo-, quien muere en el momento mismo en que zarpa la pequeña flota castellana4.

Paralelamente, los hechos dramatizados de Las mocedades de Hernán Cortés llegan a su fin cuando el personaje decide olvidar sus estériles devaneos juveniles y afrontar su destino, partiendo desde Cuba a tierra firme con la escuadra del Adelantado Diego Velázquez.

Sin embargo, Higuamota se desarrolla en la Española y está protagonizada por dos mujeres, la muchacha que da nombre a la pieza y su madre, Anacaona. De la primera apenas ha trascendido a la Historia su nombre con variantes: Gonzalo Fernández de Oviedo la menciona como Aiguaimota5; Antonio de Herrera Tordesillas se refiere a Hygueymota6; Manuel de la Vega da a la joven el nombre de Higueymóta7. Más relevantes son, en cambio, los datos que hasta hoy han llegado sobre la segunda, una de las mujeres más poderosas de la isla, esposa de Caonabo y cacica de Jaragua, la «unidad confederada más amplia de las Antillas» (Cassá 1992: 119), amante de la belleza y del arte y, a juicio de Pedro Mártir de Anglería -en la primera de sus Décadas del Nuevo mundo- autora de versos y de areítos.

La atención que Escosura presta a los indios caribes en su Higuamota no es un hecho aislado en el panorama cultural de esos años. Buena muestra de ello es la «Biografía de Cristóbal Colón» que publica El Panorama, en Madrid, y Guardia Nacional, en Barcelona, en 18398, donde se relata la matanza de españoles que ordena el cacique Caonabo. Ese mismo año El Instructor dedica varias páginas a explicar los ritos asociados a los «Funerales de los aborígenes americanos» y algunos después el Álbum Pintoresco Universal, en el que colabora el propio Escosura, publica una nueva biografía sobre «Cristóbal Colombo o Colón» que, una vez más, menciona a la cacica taína9.

La asociación de esta a la figura de Colón es, en efecto, una constante en sus manifestaciones literarias. Ya en la Columbeida, texto épico en latín de Julio César Stella en 1585, aparece Anacaona enamorada del Almirante, asimilados ambos a Dido y a Eneas, respectivamente (Sánchez Quirós 2010). En el siglo XIX esta relación amorosa se sustituye por una respetuosa amistad entre iguales que se transmite a sus herederos.

Tal es así en la novela Flor de Oro (Anacaona, reina de Jaragua), de 1860, segunda parte de Cristóbal Colón (1858), que Francisco José Orellana publica en Barcelona y en La Habana, por entregas y con ilustraciones de Larrabieta y Llopis10. En ella, Aliguamota se casa con Hernando de Guevara, cambia su nombre por el de Emilia y viaja a España con su esposo para pedir justicia al rey Fernando por los desmanes de Ovando. Llega justo a tiempo de acompañar a Colón en sus últimos momentos y de darle testimonio, una vez más, del afecto que su familia y los suyos han sentido por él.

Esta novela es uno de los pocos textos decimonónicos en que tiene cierto protagonismo el personaje de Higuamota. Aparecerá de nuevo, a finales de siglo, en la ópera Cristóforo Colombo, que se estrena en Génova en 1892 (libreto de Luigi Illica y música de Alberto Franchetti) y en la que intervienen estelarmente Anacaona e Iguamota, tal y como anuncia La España Moderna (noviembre, 1892: 173). En 1902 el espectáculo llegará al Liceo y La Ilustración Artística destacará entonces la belleza del dúo que interpretan Guevara y la muchacha (24 de noviembre, 1902: 7).

Salvo en estos dos casos y en el drama de Escosura, es la cacica de Jaragua, y no su hija, la que acapara el interés literario suscitado por los primeros años de la conquista. En 1830 José Plácido Sansón escribe Anacaona, tragedia en cinco actos y en verso11. Con el mismo título se publican diferentes narraciones a mediados de siglo: en 1856 ve la luz un relato por entregas de José Güell y Renté y una Leyenda histórica en cuatro cantos de Juan Vila y Blanco12.

La relevancia literaria de Anacaona no solamente eclipsa la de su hija, sino que llega incluso a asimilarla. Tal es así en la biografía sobre Colón que publica el folletín de El País en 1892, donde se mencionan los amores de Guevara no con Higuamota, sino con la madre:

Un joven español que se llamaba Fernando de Guevara inspiró una ardiente pasión a Anacaona, viuda del cacique [...]. Roldán, que gobernaba parte de la isla sometida a la india, se sentía celoso por la influencia de Fernando de Guevara13.


Este es, precisamente, el conflicto del que parte la trama en el drama de Escosura, en el que voy a centrarme.

Las líneas generales del argumento de Higuamota aparecen esbozadas ya en un relato muy popular en su tiempo. Me refiero a la Vida y viajes de Cristóbal Colón, de Washington Irving (1827), traducida al español en 1833-1834 por José García de Villalta14, cuyo libro XVII recoge el episodio de los amores entre Higüenamote y Guevara, siendo la primera requerida como esposa por Roldán, quien aspira a convertirse en rey de la isla y expulsar de la misma a Hernando Colón. Pese a que la cronología y los argumentos generales del texto de Escosura parecen proceder de esta novela, el tratamiento que se hace de los mismos confiere una singularidad notoria al drama. Este, sobre las mujeres que gobiernan Haití a principios del siglo XVI, es el único ajustado a la Historia de los tres de temática americana que escribe su autor, aun cuando, paradójicamente, sea el que con claridad tergiversa el sentido de los datos históricos para permitir la reivindicación patria en el camino hacia la liquidación de las colonias.

En efecto, cuando Escosura escribe su drama, La Española está viviendo un momento de especial convulsión política. En 1822 Haití proclama su independencia de Francia y se hace con el control de la parte española de la isla. Durante veintidós años las revueltas son constantes y los actos de insumisión cada vez más efectivos, hasta que en 1844 se proclama la República Dominicana. La vieja Hispaniola, el primer asentamiento europeo en América, y el primero, asimismo, en conseguir (al menos en su parte occidental) su independencia, alberga, por ello, un valor simbólico que redimensiona el alcance del conflicto que plantea Higuamota.

No es casual, por ello, que el ambiente general en que se desarrolla la acción sea de desorden y descontento. Nada más iniciarse la pieza, la conversación entre Guevara y Mogica pone en antecedentes al lector de la situación en que viven los soldados españoles en Jaragua, movidos ya solo por la violencia y la ambición:

[...] porque a esta nueva región,
los que en España nacimos,
mal parece que vinimos
a traer la religión.
[...] sangre española salpica
hasta el oro que nos ceba;
ni hay hombre ya que se mueva
sin el mosquete y la pica.

(I, 1: 2)                


La deslealtad anida también en sus almas, hay entre los caballeros españoles algunos que comienzan a enarbolar el pendón de la independencia (I, 2: 5) y el propio gobernador Bartolomé Colón es cuestionado por sus capitanes:

Todo a Colón importuna;
rebelde llama al valor,
escandaloso al amor;
enriqueciste, es usura;
pues, si empobreces, locura;
callas, malo; hablas, peor.

(I, 1: 1)                


Trata Colón como a esclavos
a los nobles de Castilla.

(I, 2: 6)                


Roldán, alcalde de la Isla, pocos años antes insurrecto, aparece al inicio de la obra como leal a Colón, pero protagonizará una segunda sublevación que es primero sofocada (acto II), que se impone de nuevo por la acción de un indio traidor (acto III) y finalmente termina anulada por la intervención de las tropas leales al gobernador. Como resume Mogica al principio del drama:

Roldán es otro que tal.
Fue rebelde, ahora es leal,
y será siempre tirano.
Vendionos como un villano
y él solo movió la guerra.

(I, 1:1)                


Entre los aborígenes la situación es también compleja. Muerto Caonabo mientras era conducido a España para ser juzgado15, Anacaona se queda al frente del cacicazgo de Jaragua, al que suma el de Maguana tras la muerte, en 1502, de su hermano Behechio. Los jefes de los otros tres reinos de La Española no están conformes con la pasividad de la mujer ante los desmanes castellanos, ni comparten su prudencia.

En este contexto se plantean los amores (históricos también) entre Higuamota y Guevara. Las reticencias primeras de la muchacha se expresan en términos convencionales. Pese a los lugares comunes de tipo indigenista a los que acude, las palabras de la joven no la diferencian sustancialmente de ninguna otra protagonista de drama histórico romántico:

Sí, me engañas, Guevara. Aunque he nacido
en medio de estos, hoy vuestros esclavos,
no ha mucho libres, venturosos indios,
ya sé que entre vosotros los de Europa
engañar a una triste no es delito;
sé que a nosotras nos miráis, Guevara,
como a esclavas no más; sé que a ti mismo
las palabras de amor, los juramentos,
para otras indias mil, ya te han servido.
Deja, deja a Higuamota su sosiego;
ni quieras que te sirva de ludibrio.

(I, 5: 10)                


Una vez superados estos preámbulos, el matrimonio secreto entre ambos se convierte en un símbolo de la concordia entre pueblos, que se refleja verbalmente en las fórmulas con que cada uno acepta al otro:

GUEVARA
Jura tú por tu Dios, yo por el mío,
que de hoy más y con lazo indisoluble
Higuamota y Hernando están unidos.
HIGUAMOTA
Lo juro por el sol que nos alumbra.
GUEVARA
Lo juro por la santa fe de Cristo16.

(I, 13: 13)                


El conflicto surge cuando Roldán descubre que sus planes de boda con Higuamota son imposibles. Su hostilidad hacia Guevara se acentúa e intenta eliminarle para poder materializar sus ansias de poder. Anacaona se ve entonces incapaz de gestionar la defensa de los derechos naturales de su hija y la libertad de su pueblo frente a los conquistadores. La imagen que los cronistas de indias han dejado de la hermosa, culta y poderosa reina taina deja paso, en la ficción, a la de una mujer prisionera de un justo medio indigenista que la conduce a la inacción primero e indefectiblemente hacia la catástrofe:

Y bien: ¿al destino
qué haremos nosotras?
Su mano de hierro
cayó vigorosa,
y hundió del caribe
poder y corona.
Por siglos y siglos
ocultos de Europa,
vivimos tranquilos
merced a las olas.
Colón a los mares
altivo se arroja;
su esfuerzo indomable
los vence, los doma...
¿Podrán dos mujeres
con lágrimas solas
luchar con gigantes
que cedros encorvan?
El brazo es inútil,
las flechas se embotan:
Haití es para siempre
la isla española.

(II, 1: 17)17                


No todos los indígenas son sumisos. De hecho, el primer revés para Roldán llega de la mano de una facción rebelde de indios, que con sus escaramuzas allanan el camino para que los hombres de Guevara tomen Jaragua. Uno de sus habitantes («un indio, perro, bellaco», II, 8: 29) facilita la entrada de los españoles y se convierte en el brazo ejecutor al que Anacaona se resiste a acudir. Este mismo indio será quien, más adelante, no dudará en traicionar a los castellanos y en entregar al propio Guevara y a Mogica a la ira de Roldán a cambio de paz y benevolencia con los indígenas18. Su concepto de la dignidad humana es muy claro: «yo te compro, no me vendo / no equivoques el contrato», dice al alcalde (III, 4: 46),

INDIO
Podrás hacerme pedazos;
mas mi muerte vale menos
que rendir a tus contrarios.
Paz quiero yo; los caribes
me interesan, no los blancos.

(IV, 4: 45)                


De ahí que cuando compruebe que las promesas de Roldán son falsas no dude en concebir un nuevo plan: asesinar a quien se interponga en su camino hacia la libertad y ayudar en la fuga a las dos protagonistas, que han sido encarceladas. Pero la cacica reacciona con pánico ante esta iniciativa:

¡Ah! ¡Qué habéis hecho, imprudentes
con irritar al León!
La venganza de Colón
abatirá nuestras frentes.

(II, 9: 30)                


Anacaona quiere preservar la paz, como el indio rebelde, pero -a diferencia de él- a costa de cualquier tipo de renuncia. Tanto es así que se humilla una y otra vez hasta el final del drama19 e incluso ruega por Guevara a Roldán, actitud esta que Higuamota no entiende. Según sus propias palabras: «Primero muerta» (IV, 6: 55):

:

HIGUAMOTA
Tened, mi madre.
¡Suplicándole estáis! ¡Tanto desdoro!
Perdí mi libertad, estoy sin padre,
tal vez voy a perder a aquel que adoro:
moriré de dolor, mas lo prefiero
a deberle a Roldán ni una esperanza,
a suplicar al lobo carnicero.

(IV, 3: 51)                


Cuanto más teme Anacaona provocar la ira de los españoles, mayor es el desorden que se vive en la isla. La soldadesca adopta dos posturas diferentes: la altanera reivindicación de su superioridad y diferencia con respecto al indígena y la resignada aclimatación a una realidad, muy diferente a la de la corte, en la que es preciso que se imponga la cordura. El diálogo entre don Rodrigo y un capitán al inicio del cuadro III (entre personajes que juegan a los dados en un campamento que recuerda al de Veletri en Don Álvaro o la fuerza del sino) muestra la improductiva pervivencia de la rancia mentalidad de los hidalgos venidos a menos:

RODRIGO
Capitán, tengamos paz.
No hay burlas con la nobleza.
CAPITÁN
Pergaminos y pobreza,
mucho honor, poco solaz.
RODRIGO
Soy hidalgo en la montaña,
Paracuellos de Quirós,
y si vine, sabe Dios...
CAPITÁN
Que fue por trampas en España.
Si sabéis que yo os entiendo...
Y si os quejáis es de vicio,
como otros muchos sin juicio
que contino estoy oyendo.

(III, 1: 32)                


Mientras, Jaragua y sus habitantes sufren las consecuencias del desgobierno y la desobediencia a la corona:

CAPITÁN
[...] Para el indio mucho palo;
a su mujer galanteo;
dar rienda suelta al deseo;
obedecer poco y malo.
Ajustar a puñaladas
los pleitos, siendo la ley
la tizona; ¡una higa al rey,
y a Dios espaldas tornadas!
¡Eso os gusta, voto a Baco!
Mas vivir de esa manera
tan solo se consintiera
donde reinara algún Caco.

(Idem)                


Roldán, enloquecido por su propia soberbia, ciego a cuanto le distraiga de sus ambiciosos objetivos, no duda en mentir, profanar, humillar... En su delirio recrea la huida de Colón y su desgracia, su propia entronización como rey de la Española, su apoteosis de poder:

[...] aquí Roldán, si alguien resiste,
del inútil valor muy presto triunfa;
ciñe su sien la fúlgida diadema,
y a su poder la isla se subyuga...
Reinar, ser el primero, sin iguales;
postrada ver la reverente turba...
Esperanza, esperanza, eres muy bella:
¡tu brillo encantador tal vez deslumbra!

(IV, 1: 48)                


Serán los vasallos rebeldes, tanto indígenas como castellanos, quienes procuren la solución al conflicto que plantea el drama, tanto en el ámbito político como en el amoroso. Mogica ha estado agrupando las fuerzas leales a Colón y cuando es apresado suscita un movimiento general de simpatía que se traduce en revueltas dentro de las filas mismas del alcalde. La reivindicación de su violencia nace del mal proceder de quien, siendo representante de la justicia, se convierte en tirano:

MOGICA
[...] Yo fui rebelde contigo,
porque tú me sedujiste;
cuando después, por la vara
con que tirano nos riges,
engañando al gran Colón
como traidor nos vendiste,
te conocí; pero acaso,
aunque siempre mal te quise,
no llegara a rebelarme
si tú no fueras un tigre.

(IV, 5: 54)                


Paralelamente, el cacique Guarionés hostiga a los hombres de Guevara desde el cuadro tercero y en el quinto preside, con la por fin libre Anacaona, el consejo de caciques para tomar una determinación con respecto a Roldán y sus pretensiones. La suya es una posición de fuerza opuesta a la que ha encarnado, desde el inicio de la pieza, la taina. Su orgullo de raza planta cara a las exigencias del castellano, para quien los indígenas no son esclavos, pero tampoco libres: «[...] que eso ya es mucho: / cadenas no, pero convienen trabas» (IV, 3: 52). El cacique se define a sí mismo como

[...] aquel que de libre, de bravo blasona;
que solo se humilla, soldado, ante el Sol.
Yo soy el que aún puede llamarse caribe.

(V, 1: 62-63)                


Anacaona persiste en su concepción de la paz como renuncia, acepta el ofrecimiento de Roldán y depone las armas. Guarionés la avisa del error que comete («Mujer desdichada, tu miedo te engaña; / tú propia apresuras la suerte fatal» V, 1: 63). El indio rebelde le anuncia el final de Jaragua (V, 5: 66), pero la cacica reafirma su confianza en el Almirante Colón y anima a su pueblo a celebrar los acuerdos. Su invitación al goce y a la fiesta se carga de presagios que el devenir histórico, del que sin duda era buen conocedor Escosura, se encarga de confirmar:

No más guerra. ¡Pobre pueblo,
tú sufres sus males solo!
Arriesguémonos por él,
pues se lo debemos todo.
Id, amigos: que las armas
dejen, que cese el enojo;
vuelva otra vez la alegría
a contemplarse en los rostros.
Disponed algunas fiestas
en muestra del alboroza.
Gozad, gozad [...].

(V, 3: 64-65)                


En un guiño a la matanza de Jaragua, que tendrá lugar históricamente pocos meses después de los hechos dramatizados, el texto plantea el apresamiento de los caciques en medio de la fiesta, su tortura y la posterior condena a muerte, individual, de Anacaona. En efecto, en 1503 Fray Nicolás de Ovando ordenó quemar vivos a todos los caciques y asesinar con extrema crueldad a los hombres, mujeres y niños de Jaragua que habían organizado grandes festejos para agasajar a las tropas castellanas recién llegadas. La cacica es conducida a Santo Domingo y, en atención a su rango, será ahorcada. Pero en el drama la justicia que encarna Colón y la Corona española llega a tiempo de evitar, por esta vez, la catástrofe20. Guevara e Higuamota han conseguido del Almirante la deposición de Roldán. El pacifismo de Anacaona la lleva, ya en el desenlace de la pieza, y coherentemente con su discurso a lo largo de toda ella, a rogar por la vida del traidor:

ANACAONA
[...] Yo me vengo,
Guevara, suplicándote que viva.
Huya de aquí el malvado: no emponzoñe
el gozo que sentimos con su vista,
y lleve por castigo en la conciencia
el fuego que devora al homicida.

(V, 13: 77)                


Guevara, nuevo alcalde de Jaragua, sintetiza la importancia de la cacica en el texto:

ROLDÁN
¡Oh! Mátame, Guevara, te lo ruego.
GUEVARA
No, Roldán: ya lo oíste, es bien que vivas.
Una mujer te enseña a ser valiente,
una mujer, Roldán, sabia te humilla.

(Idem)                


La última licencia histórica que se permite la obra aparece en sus últimos versos. Anacaona, feliz por haber llevado la paz a su pueblo, manifiesta su deseo de retirarse a esperar tranquilamente el fin de sus días. Guevara, en adelante al frente de Jaragua, entona un alegato final que es preciso leer a la luz de la contienda carlista en que está inmersa España:

GUEVARA
[...] ya del nombre español, vil no mancilla
un pérfido la gloria refulgente.
Soldados, el monarca de Castilla
su hueste quiere ver justa y valiente;
no es digno el que en los débiles se ensaña
del nombre del honor de nuestra España.

(V, 19: 78)                


Espartero y Maroto firman el convenio de Vergara meses antes de la publicación de Higuamota. Don Carlos, que no suscribe el acuerdo, continúa con la guerra y se producen feroces episodios de crueldad protagonizados por su general Ramón Cabrera hasta 1840 y el final de la primera contienda.

Teniendo en cuenta el compromiso militar de Escosura, que había participado activamente en la campaña de Navarra en 1835, cabe preguntarse hasta qué punto el tratamiento del asunto dramático de Higuamota no es, como ocurre con buena parte de los dramas históricos románticos de la década de los treinta en España, sino un pretexto para abordar críticamente el presente empírico en que se gesta la obra. La vigencia de la temática colonial en paralelo a la pérdida paulatina de los territorios de ultramar presta -en este sentido- al dramaturgo un contexto pretendidamente atractivo y, en cualquier caso, innovador, para abordar un conflicto político en el que, como manifiesta la pieza, no es posible la paz sin convicciones firmes, acciones justas y gobierno honesto.

El único texto de temática americana de Escosura que se plantea desde el discurso del Otro no aborda, paradójicamente, la problemática indígena, ni el conflicto colonial, ni siquiera la contradictoria actitud de los intelectuales ante la desaparición de la secular idea imperial de España. Desde un punto de vista romántico, el reino de Jaragua es el marco perfecto para reivindicar valores primigenios y para encarnar los ideales de libertad y justicia que hacen suyos buena parte de los héroes literarios de esta estética. La defensa del indígena facilita, además, la reflexión histórica sobre las consecuencias de la ambición y el abuso de poder en un momento en que, a la coyuntura socio-política de España, se suma la vital del propio Escosura.

Tal es así porque la acción del drama finaliza exactamente en el momento en que el insurrecto Roldán es vencido. Los hechos históricos inmediatamente posteriores, de haber sido tenidos en cuenta, echarían por tierra las tesis sustentadas por la obra. Tras el matrimonio con Guevara, Higuamota cambia su nombre por el de Ana. Nicolás de Ovando llega a la isla y, tras la matanza de Jaragua a la que me he referido ya, ajusticia a Anacaona y comienza a organizar las primeras encomiendas. El cacique Guarionex es enviado a Castilla por Ovando en el mismo barco que destierra a Roldán, y ambos perecen el naufragio de la flota. La hija de los protagonistas, Mencía de Guevara, se casará años más tarde con otro príncipe de Jaragua, protegido y educado por Bartolomé de las Casas, Enrique de Barohuco, Enriquillo, protagonista de la prolongada revuelta contra los españoles en los años veinte del siglo XVI21.

Aunque pueden leerse elogios a las representaciones de La aurora de Colón, Higuamota y Las mocedades de Hernán Cortés (Segovia 1921), lo cierto es que su realidad escénica fue muy diferente. Esta última se lleva a escena en el teatro del Príncipe en mayo de 184522, pero no hay indicación en las carteleras teatrales ni en los avisos de la prensa que informen del estreno de la primera en Madrid. Sí consta, no obstante, el éxito de La aurora de Colón en el Teatro de La Habana, del que da cuenta el corresponsal de El Entreacto el 15 de septiembre de 1839, y posteriormente en Cádiz; sobre este último afirma El Eco del Comercio que «por su escaso mérito no se ha representado en Madrid» (11 junio, 1842: 3). El drama recobra actualidad a finales de siglo, coincidiendo con el cuarto centenario del descubrimiento y con el desastre del 9823. De Higuamota, por el contrario, no he podido encontrar noticia alguna sobre su posible representación, si bien he manejado un ejemplar de la primera edición que anota, al final, una borrosa indicación de la censura aprobando el texto para su representación en un año de difícil lectura, acaso 1844.

Higuamota es, en definitiva, un drama singular en el panorama romántico español de los años treinta del que pocos especialistas dan cuenta siquiera. Sirvan encuentros como este para traer a la memoria romántica un ejemplo de reescritura de la conquista al servicio del compromiso personal de su autor con la libertad y de individuos y sociedades privados de ella.






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