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Hijo del salitre [Fragmento]

Volodia Teitelboim





Como la abuela Juana no quería que fuera un perdido ni un malcriado, decidió enviarlo a un colegio aún más pío y severo. Lo matriculó en la escuela del Convento de San Francisco, que se abrió por aquellos días. Después -conforme a las luces proporcionadas por el desarrollo de los acontecimientos-, Elías se dio a pensar que aquel cambio de plantel no se debió a motivos puramente celestes, ni a una simple urgencia para salvar su alma. Tal vez se originó en su propia necesidad de comer. Cuando vislumbró tal posibilidad, sintió remordimientos, pues si así fuera en lugar de servir a Dios, se serviría de la bondad divina. Caviló aterrorizado. ¿No era esto lo que el maestro traído de Santiago llamaba a grandes voces «Sacrilegio, Sacrilegio. Señor de las alturas?». Debía ser algo infinitamente perverso para que alzara tanto el grito, pues era un hombre buenísimo, de faz demacrada, que quería agregar a la Corte Celestial. Un santo de la educación y que se entregó con inmenso y seráfico entusiasmo a la tarea de enseñarles francés.

El santo varón tenía la cabeza un poquito trastornada. Hablaba flor de alma, tocaba el armonio y era rabiosamente angelical. Vivía en la misma escuela del convento y Elías le cayó simpático. Comenzó a ayudarle en sus quehaceres domésticos, a trueque de lo cual le narraba historias que lo dejaban boquiabierto y con el corazón en suspenso. Le habló de un mundo mucho más grande del que imaginaba. Llegó a decirle que había ciudades más importantes que la Serena. Aún más, la motejó de aldea ridícula y colonial, donde nada se mueve, no existe el espíritu y la gente está muerta. Lo miró con extrañeza. Sí -aclaró iracundo, con énfasis apocalíptico-: «Se creen que están vivos porque caminan por las calles y en las tardes se sientan a chismorrear en la plaza. Pero se equivocan -apostrofó-. Están muertos. Hieden. Son sepulcros blanqueados». Presumía de poeta. Le recitó versos en que hablaba de una joven, de largos cabellos embalsamados en ungüento que era mujer de la vida y estaba enamorada de Jesús, lo cual causó a Elías una impresión entre excitante y misteriosa. Un día el maestro descubrió que Elías no comía mucho, que andaba siempre con hambre y le dijo con ojos de cordero degollado:

-¡Eres pobre, demasiado pobre!

En ese momento la iglesia tenía las campanas del ángelus y debía regresar a casa. Pero no podía irse, porque el hombre le tenía las manos puestas en sus hombros y lo miraba de hito en hito:

-Elías, ¿quieres trabajar? -El niño calló turbado-. Trabajar al servicio de Dios -propuso moviendo apenas los labios.

Elías estaba como borracho, sin conocer el vino, y deseaba echarse a correr, caer, levantarse, pero huir de aquella pregunta y de aquellos ojos. ¿Trabajar al servicio de Dios? Quería gritar. ¿Su abuelo no decía que él era un bandido que tenía el diablo en el cuerpo? Tal vez decía verdad. En el último tiempo lo habían empezado a angustiar las visiones del infierno. Sabía que era muy difícil que alguien pudiera salvarse de las llamas, ni mucho menos un pecador tan contumaz como él. No pasaba día sin que hiciera alguna maldad. Quería deslizarse, zafarse de aquellas paternales tenazas. El hombre sonrió y le dijo:

-Bueno, mañana empiezas a trabajar de acólito en la Iglesia de San Agustín. Está todo arreglado. Pasa primero por aquí. Yo te llevaré, si quieres.

No supo de dónde sacó un hilo de voz:

-Pero tengo que preguntarle primero a mi abuela...

-Está de acuerdo. Fue ella la que me lo pidió.

*  *  *

Pasaron por las oficinas, sintiéndose dueños del universo, obsesionados por la idea fija de terminar esta vez con sus desdichas. Avanzaban con la sensación de formar una especie de ejército libertador, que va a pie y sin armas por el desierto. La columna tocó primero la pequeñita San Agustín y en seguida La Iquique, también a medio levantar. El administrador de San Agustín salió a encontrarlos a la huella con cara de susto, y les dijo:

-Hombres, no me vengan con maromas. Yo estoy llano a parar la oficina. Sólo les pido que no me hagan ningún estropicio.

-¡No somos bandidos; somos huelguistas! -respondió por todos el calichero Ruiz. Y el grupo siguió por el desierto, creciendo como torrente embriagador. Cruzaron las llanuras quemadas. Soplaba desde el océano, atravesando con su filo los cerros de la costa y llamándolas hacia el mar, un viento fuerte. Algunos empezaron a sentir sed. Sólo encontraban agua salobre, rocas jaspeadas, riscos resecos, algún solitario pimiento, una que otra formación de gramíneas en las arenas. Nunca el desierto de Atacama les pareció más vasto. Podían siquiera topar con un cintillo de agua, donde refrescarse la garganta y los pies. Más allá corría subterránea, mezquina, sin darse a los ojos ni a la boca de los hombres.





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