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Hipólito de Eurípides: un referente clásico para los tópoi de Pepita Jiménez, de Juan Valera

Remedios Sánchez García



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Cet article étudie les corrélations et les coïncidences qui existent entre l’Hippolyte d’Euripide et l’œuvre majeure de Juan Valera, Pepita Jiménez, de manière à dégager exhaustivement les parallélismes et les analogies entre les deux textes à partir de l’examen des personnages et des tópoi communs.

Este artículo estudia las correlaciones y concomitancias que existen entre el Hipólito de Eurípides y la obra básica de Juan Valera, Pepita Jiménez, determinando de manera exhaustiva los paralelismos y analogías entre ambos textos a partir del reconocimiento de los personajes y de los tópoi comunes.

This article deals with correlation and coincidences occuring between the “Hippolitus” by Euripides and Juan Valera’s major work, Pepita Jimenez; it exhaustively identifies paralelisms and analogies through the analysis of the characters and the tópoi in both texts.

Mots-clés: Euripide - Hippolyte - Juan Valera - Pepita Jiménez.





GENERALMENTE, cuando nos acercamos a una obra literaria de importancia, queremos ver más allá de lo escrito por el autor en ese momento determinado; esto es, los diálogos que mantiene con otras obras   —540→   anteriores, porque, según nosotros entendemos, ninguna obra literaria es una innovación en sentido pleno, sino una reelaboración a partir de un motivo o un tema básicos. Hemos podido observar esa relación, ese paralelismo de tópoi, entre Pepita Jiménez de Juan Valera y el Hipólito de Eurípides, y vamos a tratar de demostrarlo en las siguientes páginas a través del estudio comparativo de los personajes fundamentales.

Pensamos que la mirada hacia el preclaro pasado de la literatura implica un esfuerzo de erudición que pocos pudieron permitirse -de la manera que lo hace Juan Valera-, por lo que, para nosotros, esta concepción no implica una minusvaloración del texto, ni que se tenga que considerar necesariamente una imitatio.

Y es que son de sobra notorios los conocimientos del autor decimonónico Juan Valera sobre las lenguas clásicas; así lo indica él mismo: «... hasta llegué a estudiar y a saber medianamente traducir el griego antiguo y chapurrear el moderno, gracias a estar yo, o creerme, enamorado de una señora griega»1. Sin duda estas palabras de Valera no son más que una muestra de su discreción, ya que alguien que está capacitado para traducir a Esquilo debe tener unos conocimientos bastante grandes sobre dicha lengua; esa fue una de las ambiciones nunca cumplidas de Juan Valera: traducir las obras completas de Esquilo junto a su gran amigo Menéndez Pelayo, al que en repetidas ocasiones y en la nutrida correspondencia que mantuvieron le escribe sobre este asunto. La primera carta que conocemos que verse sobre este proyecto data del 8 de julio de 1878 y en ella le propone la tarea al bibliófilo santanderino: «Los clásicos -poetas sobre todo - aún no están traducidos en castellano. Traduzcamos, pues, uno. Por mal que lo hagamos -y perdone usted la inmodestia por mi parte- haremos algo que ni siquiera se soñó en España. Traduzcamos en verso las tragedias de Esquilo. Empecemos por Los Persas y el Prometeo. Elija usted entre las dos, y yo me quedo con la otra. Creo que el verso endecasílabo libre es lo mejor, salvo los coros, que pueden ir en sáficos adónicos y en otros metros. Pondremos también sabias notas y un serio y bonito estudio sobre Esquilo»2.

El joven Menéndez Pelayo emprende la espinosa tarea con alegría, pero la falta de tiempo y la desidia del polígrafo cordobés acaban haciendo que sea el primero el que trabaje y termine esta ardua labor, mientras que el segundo se limita a alentarle y a quejarse de su falta de tiempo para cumplir con su   —541→   parte, tal y como comprobamos por la correspondencia conservada entre ambos3.

Esquilo, Sófocles y Eurípides conforman la trilogía básica de la tragedia griega. El autor del que nos ocupamos, Eurípides, «el más trágico de los poetas»4 en opinión de Aristóteles, es quizá el más complejo en cuanto a la posibilidad de datos biográficos, ya que como indican los Dres. López Férez y Medina González «La carencia de datos biográficos fehacientes y precisos afecta por igual a casi todos los autores de la antigüedad griega. Eurípides, como era lógico esperar, no constituye una excepción»5.

A pesar de ello y gracias al descubrimiento en el siglo XVIII en Paros del llamado Marmor Parium, «una estela de mármol [...] que contiene una serie de informaciones preciosas sobre los acontecimientos histórico-culturales desde Cécrope, el legendario primer rey de Atenas hasta el arcontado Diogneto (264/263 a.C.). Este singular documento fecha el nacimiento de Eurípides el año 484 a.C. [...]»6 y a otras investigaciones tenemos algún dato fidedigno (como que recibió una educación completa aplicada desde el enfoque intelectual ateniense, que vivía por y para la literatura sin inmiscuirse en la política activa de la polis, y que murió en el año 406 a.C. en Pella, alejado de una patria que no supo valorarle hasta su muerte su categoría de trágico preeminente7 aparte de los puramente anecdóticos y en algunos casos capciosos que escribieron otros literatos griegos sobre él8).

De sus obras literarias destacan Alcestis, Medea, Las bacantes, Hécuba y su magnífico Hipólito, epicentro de nuestro trabajo, donde ya se nota la evolución de su concepción de la tragedia, frente a Esquilo y Sófocles, ya que «los personajes del drama han perdido ya por completo su carácter heroico, para convertirse en hombres y mujeres de carne y hueso, con sus problemas y sus   —542→   modos de reaccionar frente a ellos, a veces encomiables pero otras, mezquinos y rastreros»9, dominados por almas complejas de actitudes difícilmente justificables dentro del racionalismo y que provocan la hýbris o insolencia a los dioses, lo que acarrea el enojo de éstos y, por consiguiente, el desastre y la tragedia final, donde la phýsis acaba dominando al nómos.

Juan Valera a la hora de componer sus obras tenía una forma de entender la literatura muy similar a la del Eurípides cuando compuso el Hipólito; así lo deja ver el egabrense en sus Apuntes sobre el arte nuevo de escribir novelas donde afirma lo que sigue: «Yo quiero que todas las criaturas de mi fantasía sean verosímiles, que todos mis personajes sientan, piensen y hablen como los personajes vivos y que el medio ambiente en que los pongo y la tierra sobre la que los sostengo sean aire y tierra de verdad o parezcan tales, pues que es claro que yo no puedo ni puede nadie crear tierra y aire nuevos»10.

Volviendo a Eurípides, su concepción literaria es un avance en lo que era la tragedia griega, sin lugar a dudas, porque a diferencia de Esquilo y Sófocles, custodios de la tradición de la pólis y de la paideia, con todas sus connotaciones religiosas y de respeto a la divinidad y a los mitos -que son dos cosas diferentes11-, aparece ahora un autor que, como dice Werner Jaeger, cambia el enfoque hacia un psicologismo diferente, ya que su concepción de la psique humana «nació de la coincidencia del descubrimiento del mundo subjetivo y del conocimiento racional de la realidad»12.

Lo podemos observar en su Hipólito13, donde toma como punto de partida el mito14, sí, pero lo adapta a sus intereses de sacar a flote las pasiones humanas dentro de las circunstancias socio-espaciales de su   —543→   tiempo; la libertad del individuo toma ahora mayor relevancia y la tradición se humaniza, porque aunque sea Afrodita la que pretenda castigar la soberbia de Hipólito, es Fedra, su madrastra, la que provoca como sujeto agente el desenlace por la falta de dominio de su incestuosa pasión y esto es un avance frente a otros autores, tal y como afirma C. Mossé que indica que «Sófocles, como Esquilo, tampoco ponía en tela de juicio la imagen tradicional de la mujer»15; añade Mossé que en la obra de Eurípides, por el contrario, «no sólo estas mujeres están en el centro de la intriga, cosa fácilmente explicable por la referencia a los mitos de la época heroica, sino que a través de las palabras que les presta el poeta se nos muestran sentimientos y opiniones que nadie esperaría oír en Atenas»16.

Como ya sabemos, la trama se fundamenta en el enamoramiento de Fedra (hija de Minos, rey de Creta y de Pasífae) del hijo del primer matrimonio de su esposo Teseo17 con la amazona Hipólita y que llevó por nombre Hipólito. Éste es un joven que sobresale por su virtud y que consagra su tiempo a adorar a la diosa Ártemis sin dejar espacio en su vida para el amor carnal; enfurecida por esto, Afrodita provoca que su madrastra se enamore de él y que éste se entere a través de l a nodriza -que actúa sin consentimiento- de Fedra, lo que lo estimula al desprecio más absoluto hacia la actual mujer de su padre. Enterada de la reacción del joven Hipólito, Fedra enloquecida se suicida y cuando Teseo la encuentra ahorcada, hay una tablilla colgada de su cuello donde inculpa a Hipólito de haberla seducido. Por este motivo, Teseo lo destierra y pide a su padre Poseidón ayuda para matarlo indirectamente desbocando sus caballos18. Cuando se ha cumplido su deseo, se le aparece Ártemis que le informa de la realidad de los hechos - sin culpar a Fedra que sólo ha sido una marioneta en manos de la astuta Afrodita - y lo consuela por la pérdida de los dos seres queridos; el último de ellos, Hipólito, muere entre sus brazos tras haberle sido devuelta su probidad y haber otorgado su perdón a Teseo.

Si analizamos la obra de Valera Pepita Jiménez, las concomitancias en cuanto al motivo literario y el tratamiento de los personajes son, a nuestro parecer, bastante evidentes.

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En el caso de la obra de Valera la trama gira en torno a la persona de don Luis, un joven seminarista que vuelve a su pueblo una temporada, antes de tomar las órdenes religiosas y consagrarse definitivamente a predicar la palabra de Dios como misionero en países remotos. Allí se reencuentra con su padre, D. Pedro, al que no ha visto en doce años -porque a él lo ha educado su tío, el Deán de una catedral andaluza- y que, cansado de su vida de conquistador galante, ha decidido casarse con una mujer a la que dobla la edad, Pepita Jiménez; el muchacho poco a poco comienza a interesarse por esa joven que, con bastante probabilidad, va a ser su madrastra; intenta analizarla psicológicamente, la idealiza hasta que llega un momento en que se siente enamorado de ella y nota que es correspondido; horrorizado de sí mismo decide huir, pero las circunstancias y su padre se lo impiden hasta que en la noche más pagana del año, la noche de San Juan -que era la última que iba a estar en el pueblo-, por mediación de la nodriza de Pepita -y sin el consentimiento de ésta- va a ver a la joven que está desesperada de amor. Allí, delante de ella es incapaz de resistirse y el amor se consuma. La obra termina cuando D. Luis se entera de que su padre estaba al tanto de todo por las cartas que enviaba a su tío y que está encantado con su futuro matrimonio con la mujer que ama y que implica el abandono de su vocación sacerdotal para convertirse en un hacendado y padre de familia.

Visto así, superficialmente, ya observamos analogías, como es la visión del mundo que diferencia a los sexos; sin embargo, cuanto más profundizamos más grandes son las similitudes en los tópoi de ambas obras y el motivo, entendido a la manera de Frenzel, como «elemento formal o de contenido que se repite»19 y que a su vez posee unas determinadas variantes.

El tópos fundamental es el amor prohibido entre un hombre puro y casto y una mujer intrigante y conspiradora causante del mal; es como mínimo curioso que lo que mejor se describa en el Hipólito, a nuestro entender, sean las pasiones de la mujer ya que «a partir del testimonio de las tragedias conservadas resulta paradójico el protagonismo femenino en la escena teatral, cuando las ciudades-estado griegas las excluían de la vida pública, salvo en determinadas ceremonias religiosas»20. Luego ese tópos básico interrelacionante se desarrolla en una serie de motivos que podemos observar a través del análisis de los personajes básicos:

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  1. Fedra y Pepita Jiménez: El poder del amor carnal.
  2. Hipólito y don Luis: La virtud que perece por soberbia.
  3. Teseo y don Pedro: La actitud paterna.
  4. La nodriza y Antoñona: La indiscreción de los criados.
  5. Ártemis y el deán: La pureza de la verdad.

Fedra y Pepita Jiménez: El poder del amor carnal

Fedra representa desde el primer instante el papel de la madrastra inmoral que siente una atracción fatal por su hijastro Hipólito. No es un caso excepcional de mujer ya que, por lo que hemos observado, el teatro del siglo V a.C. se fundamenta en los conflictos causados por las mujeres sobre los varones de su estirpe (valgan los ejemplos de Clitemnestra, Creúsa o Medea) y que generalmente tienen como fin la catástrofe, a pesar de que en ocasiones sean falsas calumnias21 -o que lo conecta con el tema de Putifar.

Sin embargo, tiene una peculiaridad frente a las otras y es que su actitud indecorosa es producto de los designios de Afrodita, envidiosa del poder que Ártemis tiene sobre Hipólito. Su pasión desenfrenada22 y total (panti thymo) por Hipólito la lleva, tras el rechazo de éste, a provocar su propia muerte por el sentimiento de culpa -y supuestamente por el honor de sus hijos- y la de Hipólito por venganza23 cuando su padre, Teseo, se entera de que supuestamente ha intentado seducir24 a su esposa25. En lo que respecta al   —546→   deseo de no perder la buena fama ante los demás -fundamentalmente a ojos del esposo en este caso- M.ª Luisa Harto considera que «[...] tanto Dido como Fedra pretenden respetar a ese pudor y a la fama, a los que aluden con tanta insistencia, y se plantean ya la muerte como el final que les espera, si sucumben ante el amor por Eneas y por Hipólito»26.

En esta obra la mujer aparece como un mal que destruye lo que toca27 (cacon) y que actúa de manera contradictoria (thauma)28, ambigua, porque a pesar de buscar la muerte como solución a un amor imposible y de luchar consigo misma, se lo cuenta a su nodriza -si bien es verdad que después de mucha insistencia de ésta- para ver si puede hacer algo para solucionar su mal29.

Es la lucha titánica entre lo «social» y lo «natural», entre el «deber» y el «querer», donde el segundo no tiene cabida porque todo está basado en una estratagema divina para acabar con un joven que se tiene por casto y virtuoso, Hipólito. Como dice José Luis de Miguel, es el choque «entre la vida natural practicada por Hipólito como medio de perfección, y la vida en sociedad, defendida por Fedra con un cierto retoricismo y sin una gran convicción»30.

El carácter de Fedra está marcado desde el inicio por el deseo amoroso que la diosa Afrodita ha hecho anidar en su interior: «Fedra sintió su corazón arrebatado por un amor terrible de acuerdo con mis planes» (vv. 27-29). Sin embargo, la misma Afrodita afirma que antes de conocer a Hipólito, Fedra era una mujer noble que respetaba a su esposo («al verlo [sc. Hipólito] la noble esposa de su padre» vv. 26-27); lo mismo se plantea en el caso de Pepita Jiménez: don Luis se cuestiona, pero no acierta a determinar «si Pepita es buena o mala moralmente»31 por haberse casado con un viejo -del que ahora es viuda- a pesar de que «El valor moral de este matrimonio es harto   —547→   discutible»32, pero, «(cómo penetrar en 1o íntimo del corazón, en el secreto escondido de la mente juvenil de una doncella, criada tal vez con el recogimiento exquisito e ignorante de todo, y saber qué idea podía tomarse ella del matrimonio?»33.

Ambas, antes de que apareciera el hombre del que acaban enamorándose, eran dos mujeres honestas y fieles, respetuosas de su condición; Fedra, como casada y Pepita como viuda y pretendida por el padre de D. Luis, de la que éste último afirma que «su compostura, su vivir retirado y su melancolía son tales, que cualquiera pensaría que llora la muerte del marido como si hubiera sido un hermoso mancebo»34.

El inicio del enamoramiento sólo les causa pesadumbre y dolor físico y les impele a cuestionarse su vida anterior y a desear cambiar su vida; así Fedra, respecto a lo primero, le dice a las sirvientas: «Levantad mi cuerpo, enderezad mi cabeza. Se ha soltado la ligadura de mis queridos miembros. Tomad mis hermosas manos35, criadas. Pesado me resulta el velo sobre la cabeza ¡quitádmelo; ¡que mis trenzas vuelen sobre mi espalda!» (vs. 198-203).

En relación a lo segundo pide a sus criadas de manera delirante: «¡Llevadme al monte! Iré hacia el bosque y caminaré entre los pinos, donde corren los perros matadores de animales, persiguiendo a los ciervos moteados. Por los dioses, deseo azuzar a los perros con mis gritos y lanzar, situándola junto a mi rubia cabellera, la jabalina tesalia, sosteniendo en mi mano el puntiagudo dardo» (vs. 215-222).

El deseo de muerte ronda por la cabeza de ambas mujeres; más en la de Fedra, que es consciente de la absoluta imposibilidad de su amor, que en la de Pepita, que lucha hasta el final y sólo cuando se siente perdida -y en un momento de arrebato- desea acabar con ese sufrimiento de alguna manera   —548→   aunque realmente no creemos que pensara llevarlo a término36 ya que en cuanto don Luis negocia con Antoñona -y ésta la pone al tanto a posteriori- la entrevista de despedida, «[...] Pepita, que hablaba de morirse, que tenía los ojos encendidos y los párpados un poquito inflamados de llorar, y que estaba bastante despeinada, no pensó desde entonces sino en componerse y arreglarse para recibir a don Luis»37.

La protagonista de la obra de Eurípides siente desde el primer momento que sus deseos son una monstruosidad inexplicable para ella: «¡Desdichada de mí! ¿Qué he hecho? ¿Por dónde de la recta cordura me aparté en mi desvarío? La locura se apoderó de mí, la ceguera enviada por un dios me derribó» (vv. 240-244), pero de los que no puede -ni quiere- desprenderse y por eso le pide a la nodriza «Cúbreme: de mis ojos se derrama el llanto y ante mi vista no veo sino vergüenza, pues enderezar la razón produce sufrimiento. La locura es un mal; pero es preferible perecer sin reparar en ella» (vv. 245-250). Tampoco Pepita muestra ningún arrepentimiento, aunque lo desearía: «Por desgracia no estoy arrepentida»38; «He querido olvidarle y hasta aborrecerle. Pero, mira, Antoñona, no puedo, es un esfuerzo superior a mis fuerzas»39 le dice a la nodriza.

En el caso del Hipólito, coincidimos con la Dra. Calero Secall en su afirmación de que «La histérica actitud y los gestos de Fedra sugieren que estos indicios obedecen a una angustiosa necesidad de él [sc. Hipólito]. A mi juicio esa es la razón por la que desea quitarse el velo. Este gesto [...] simboliza los deseos de liberación de las ataduras conyugales y la nodriza, como debe ser, vela por su decencia y le cubre la cabeza».40

Sus sentimientos son tan impuros que a nadie quiere confiárselos; sólo su nodriza con su obstinación consigue arrancarle la verdad y eso es lo que provoca el desastre, puesto que el incorruptible Hipólito no está dispuesto a perder su virtud. Frente a ella se sitúa la nodriza de Pepita, Antoñona, que no pregunta, lo adivina todo y actúa según su criterio una vez confirmada la veracidad de sus intuiciones: «A pesar de la familiaridad que las señoras de lugar tienen con sus criadas, Pepita nada había dejado traslucir a ninguna de   —549→   las suyas. Sólo Antoñona, que era un lince para todo, y más aún para las cosas de su niña, había penetrado el misterio. Antoñona no calló a Pepita su descubrimiento, y Pepita no acertó a negar la verdad a aquella mujer que la había criado, que la idolatraba y que, si bien se complacía en descubrir y referir cuanto pasaba en el pueblo, siendo modelo de maldicientes, era sigilosa y leal como pocas para lo que importaba a su dueño»41.

Su enamoramiento es un estado de enfermedad mental que la condena a la muerte física y donde la razón no tiene cabida porque así lo ha querido Afrodita y de esta manera lo manifiestan sus parlamentos y los de sus servidoras. No tiene descanso, ni de noche ni de día; no puede olvidar ni un momento el mal que la aqueja: «en el largo espacio de la noche he meditado como se destruye la vida de los mortales» (vv. 375-377) y que la lleva irremisiblemente a la autodestrucción porque la enfermedad no tiene cura: «...cuando el amor me hirió, buscaba el modo de sobrellevarlo lo mejor posible. Comencé por callarlo y ocultar la enfermedad» (vv. 393-395) y luego «me propuse soportar mi locura con dignidad, venciéndola con la cordura» (vv. 398-399)42; por ello y como no consigue su propósito afirma «me pareció que la mejor solución era morir» vv. 401-402). Es, como afirma P. Grimal, «Une victime, instrument douloureux de la vengeance poursuivie par Aphrodite»43.

La reacción de Pepita es similar, pero el silencio, para ninguna de las dos, arregla nada; tan sólo empeora las cosas ya que también Pepita, cuando infiere que su amor no va a tener buen final porque don Luis, aunque la corresponde, va a marcharse, comienza a sentirse enferma y cuando por fin confiesa al padre Vicario sus sentimientos, se los explica como si se tratase de una dolencia: «¿No adivina usted mi enfermedad? ¿No descubre usted la causa de mi padecimiento?»44. Sin duda esto es una reminiscencia del célebre tópos sáfico de la plasmación física del sentimiento amoroso45.

La honra entendida como aidós46 indirectamente es un elemento básico en sus actitudes ya que es lo que hace que no se determine a hablar con   —550→   Hipólito de ese asunto; el miedo a las consecuencias tanto si Hipólito se rinde como si no lo hace, como es el caso. El miedo a deshonrar a su esposo y a sus hijos, legítimos herederos de Teseo, es lo que más la atormenta y así se lo dice a sus servidoras: «Esto, en verdad, es lo que me está matando, amigas, el temor de que un día sea sorprendida deshonrando a mi esposo y a los hijos que le di a luz» (vv. 419-422).

La diferencia clave con Pepita es que esta última tiene la posibilidad de salvar su honra contrayendo matrimonio con el hombre con el que al final de la obra ha mantenido relaciones amorosas; para Fedra eso es imposible y por lo tanto no hay solución viable: tan sólo queda la muerte como fin a su honra mancillada de pensamiento y como liberadora del dolor que le produce el desprecio de su escandalizado hijastro; pero ahora la muerte que va a tener ya no es con honor puesto que todo se sabe, a pesar de que ella no quisiese: «Tú no te contuviste y por ello ahora no moriré con gloria» (687-688) le dice a su nodriza. Y de esa manera actúa: «...sólo hallo un remedio en mi desgracia para conceder a mis hijos una vida honorable y obtener yo misma un beneficio en mis actuales circunstancias» (vv. 716-719). Sin embargo, la venganza contra el joven que ha despreciado sus amores47 ronda su mente y así lo manifiesta al Corifeo: «Pero mi muerte causará mal a otro, para que aprenda a no enorgullecerse con mi desgracia. Compartiendo la enfermedad que me aqueja, aprenderá a ser comedido» (vv. 727-731). De todas maneras y como dice Mercedes López Salvá «...ponen fin a sus vidas [aplicado en este caso concreto a Fedra] no con el noble suicidio de la espada como Ayante, sino con el procedimiento reservado a los desesperados y a los traidores como Judas»48.

Su plan funciona y cuando su marido Teseo la encuentra y la descuelga se rompe el sello de la tablilla donde ha vertido su engaño; el marido, horrorizado decide vengarse de su propio hijo por tamaña afrenta («¡Hipólito se atrevió a violentar mi lecho, deshonrando la mirada augusta de Zeus!» vv. 885-886) con lo que se cumple el designio de Afrodita y el deseo de Fedra de que sea castigado. De nada sirven sus explicaciones: la revelación post mortem de su madrastra lo ha condenado irremisiblemente ante los ojos de su padre: «Esta tablilla que tengo en mis manos, que no admite interpretaciones ambiguas, te acusa de un modo seguro» (vv. 1056-1058).

Tan sólo Ártemis, cuando está ya moribundo y ante los ojos de su padre, descubre la verdad de los hechos aunque justificando en cierta medida a   —551→   Fedra porque estaba «mordida por el aguijón de la más odiada de las diosas por cuantas como yo, hallamos placer en la virginidad» (vv. 1301-1304).




Hipólito y don Luis: La virtud que perece por soberbia

Hipólito se muestra en la obra como un joven virtuoso y casto, pero que ha llevado su deseo de virtud a tal extremo que se ha trocado en soberbia. Es el hijo bastardo49 de Teseo y de una Amazona (Hipólita) y ha sido educado de manera ejemplar y alejado de su padre por el viejo Piteo. A su vez, D. Luis ha sido educado por su tío, un religioso al que éste agradece «la indulgencia, la tolerancia, aunque no complaciente y relajada, sino severa y grave, que ha sabido usted inspirarme para con las faltas y pecados del prójimo»50. Su actitud ante las circunstancias que marcan su destino, es como afirma Lasso de la Vega, el epicentro de la obra y «[...] un retrato inolvidable. Es el verdadero protagonista de la tragedia, más que Fedra y, por eso, le da su nombre»51. Es un adorador de la diosa Ártemis52, lo que provoca la furia de Afrodita -antagonista de la primera- a la que Hipólito desprecia. La misma diosa lo dice en el prólogo: «El hijo de Teseo y de la Amazona, alumno del santo Piteo, es el único de los ciudadanos de esta tierra de Trozén que dice que soy la más insignificante de las divinidades, rechaza el lecho y no acepta el matrimonio . En cambio honra a la hermana de Febo, a Ártemis, hija de Zeus teniéndola por la más grande de las divinidades» (vv. 10-17). Incluso, hace gala del desprecio que le causa la diosa al pasar junto a su estatua y, a preguntas de un criado de por qué no la venera, con jactanciosa actitud arguye que «Ninguno de los dioses venerados de noche me agrada» (vv. 107-108) y al despedirse del criado para ir a comer antes de proseguir el entrenamiento de sus caballos para la caza: «En cuanto a tu Cipris, le mando mis mejores saludos» (v. 113). Esta actitud es producto de la rigidez de su educación -caso similar al de D. Luis- y como dice De Miguel Jover, «Eurípides estaría justificando a Hipólito como el producto lógico de una estricta educación en la que el ambiente   —552→   de pureza vivido ha condicionado su pensamiento desde la más tierna infancia»53 y de que, según nosotros entendemos, parece que no quiere crecer, que no quiere abandonar esa etapa de su vida, como sería lo lógico; según afirma la Dra. Alganza Roldán «Hipólito se obstina en no abandonar la adolescencia y olvida sus deberes para con Afrodita, error que le costará la vida»54.

El joven héroe ha concentrado todas sus energías en una sola cosa: venerar a Ártemis olvidándose de todo lo demás y dándose a sí mismo -probablemente por la influencia de la educación de Piteo- una pautas de comportamiento muy rígidas que contrastan con las que llevaría otro joven de su edad. El mismo caso es el de don Luis, que cuando se encuentra con personas que no tienen como centro de su vida lo mismo que él, no sabe «de qué lado ponerse» ya que «Si me voy con la gente joven, estorbo con mi gravedad en sus juegos y enamoramientos. Si me voy con el estado mayor tengo que hacer de mirón en una cosa que no entiendo. Yo no sé más juego de naipes que el burro ciego, el burro con vista y un poco de tute o brisca cruzada»55.

Volviendo a Hipólito, éste vive en contacto con la naturaleza y apartado de cualquier trato con mujeres -lo mismo que el don Luis de Valera- lo que, por su edad, no es lo habitual, pero su adoración por Ártemis le lleva a plegarse a los designios de la diosa de la castidad y a honrarla y procurar que la honren. Ninguno ha visto más allá de ese amor; como dice D. Luis, «no he sentido más amor que el inmaculado amor de Dios mismo y de su santa religión que quisiera difundir y ver triunfante por todas las regiones de la tierra»56. Para ambos, «el licor de los deleites mundanos, por inocentes que sean, suele ser dulce al paladar, y luego se trueca en hiel de dragones y veneno de áspides»57. La vehemencia con que ambos se expresan, como dice el último «es digna de vituperio»58.

La naturaleza es para el protagonista euripídeo lo más bello y lo más puro porque es donde más cerca se encuentra de Ártemis; lo mismo manifiesta D. Luis cuando retorna a su pueblo: «Las huertas, sobre todo, son deliciosas. ¡Qué sendas tan lindas hay entre ellas! A un lado y tal vez a ambos, corre el agua cristalina con grato murmullo. Las orillas de las acequias están cubiertas de hierbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante puede uno coger un gran   —553→   ramo de violetas. Dan sombra a estas sendas pomposos y gigantescos nogales, e higueras y otros árboles, y forman los vallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva»59.

La misoginia del héroe se denota a lo largo de toda la obra y más cuando la nodriza le informa de los sentimientos de Fedra; es todavía un joven muy inexperto que se escandaliza nada más que con las explicaciones de la confidente de su madrastra: «¡Oh tierra madre y rayos del sol, qué palabras he oído que ninguna voz se atrevería a pronunciar!» (vv. 601- 602) y por ello indica que «yo me purificaré de esta impureza con agua clara, lavando mis oídos» (vv. 653-654). Don Luis tampoco puede creer que haya despertado el amor dormido de Pepita hacia él, un hombre consagrado a Dios: «[...] ¿cómo ha de fijarse en mí y de concebir el diabólico deseo y el más diabólico proyecto de turbar la paz de mi alma, de hacerme abandonar mi vocación, tal vez de perderme?»60por temor a que ese sentimiento inspirado arraigue también en sí mismo y lo separe de su supuesta vocación al sacerdocio.

Mientras que D. Luis teme siquiera pensarlo, Hipólito desprecia a Fedra y a su sirvienta porque quieren apartarle de su camino de pureza y castidad, a pesar de que esta última le indique que «Mis palabras, hijo, no eran un acuerdo común» (v. 609) y realiza una feroz diatriba contra las mujeres sean simples o inteligentes como causantes de la perversión moral y de todos los males de los hombres; las denomina falso metal, dañino para los hombres, de lo que se deduce, como dice la Dra. Alganza: «la idea de que hombres y mujeres pertenecen a razas diferentes»61. Exhortando a la naturaleza genérica de la mujer, D. Luis le cuenta a su tío la opinión que le merece, y que concuerda con aquellas palabras del Eclesiastés; dice la Biblia: «[...] y encuentro que más amarga que la muerte es la mujer, porque es un lazo; y su corazón una red; y sus brazos son ataduras. El que agrada a Dios escapará de ella pero el pecador quedará cogido en ella»62.

Por su parte, don Luis, refiriéndose a Pepita, repite casi las mismas palabras: «Eres lazo de cazadores, le digo; tu corazón es red engañosa, y tus manos redes que atan; quien ama a Dios huirá de ti, y el pecado será por ti aprisionado»63.

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Hipólito, una vez conocida esta pasión de su madrastra, decide huir hasta el retorno de su padre: «Me iré de palacio, mientras Teseo esté fuera de este país» (vv. 659-660); sin embargo, las circunstancias se precipitan con el suicidio de Fedra, el retorno de Teseo y el descubrimiento por parte de éste de la tablilla acusadora.

Para Hipólito significa el fin porque la falsedad de su madrastra empuja a su padre a incriminarlo y culparlo de lo sucedido. Ahora, la virtud que ha venido demostrando a lo largo de toda su vida no le sirve para nada ya que su padre no lo cree y así se lo dice: «¿Así que tú eres el hombre sin par que vive en compañía de los dioses? ¿Tú el casto y puro de todo mal?» (vv. 948-949). No puede con sus palabras cambiar la opinión que en un instante se ha formado de él su padre, a pesar de que orgullosamente alegue que «Tú ves la luz y esta tierra: en ellas no ha nacido hombre más virtuoso que yo, aunque tú no lo admitas» (vv. 995-997) y que jure: «te juro por Zeus y por el suelo de esta tierra que nunca he tocado a tu esposa, ni podría haberlo deseado ni concebido la idea» (vv. 1025-1026).

Él sabe toda la verdad, pero la promesa a la nodriza le impide revelarla: «¡Desdichado de mí!, ¡Conozco la verdad y no sé cómo revelarla!» (vv. 1090-1091) y el respeto a su padre le impele a marcharse con deshonor: «Tengo que obedecer las palabras de mi padre. Enganchad mi carro a los caballos que se pliegan al yugo, servidores, pues esta ciudad ya no es la mía» (vv. 1182-1184).

Sólo la muerte y la aparición final de Ártemis («he venido para mostrarte que el corazón de tu hijo era justo, a fin de que muera con gloria» v. 1298) con la verdad hacen que Teseo se dé cuenta de la atrocidad cometida, pero ya no hay solución porque como dice moribundo «¡Desdichado de mí! ¡Me ha arruinado la injusta maldición de un padre injusto!» (vv. 1348-1349); toda su virtud, toda su honestidad no han servido para nada ya que «Yo el santo y el devoto de los dioses, yo que aventajaba a todos en virtud, desciendo hacia el inevitable Hades, habiendo destruido por completo mi vida en vano practiqué entre los hombres las penosas obligaciones de la piedad» (vv. 1365-1369). Es curioso uno de los versos donde viendo su adversa fortuna y en presencia de Ártemis dice «Ay, ¡si la estirpe humana pudiera maldecir a los dioses!» (v. 1415); la diosa no se lo reprocha quizá porque como dice Ana Fraga «En esta última manifestación se muestra la duda agnóstica del autor. Es imposible entender cómo el mal afecta a los que obran bien»64.

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Él también reconoce su error por haber faltado el respeto a Afrodita y no haber sido todo lo perfecto que pensaba («Ella sola nos perdió a nosotros tres, bien lo ves» v. 1403) que, como le dice Ártemis: «Se disgustó por tu falta de consideración y te odió por tu castidad» (v. 1402). Por ello, y viéndose con parte de la culpa por su soberbia -que lo distancia de la perfección deseada- perdona a su padre, a petición de Ártemis, antes de expirar («destruyo el resentimiento contra mi padre según tu deseo» v. 1442) dando una última muestra de virtud y bondad que rectifican, siquiera someramente, el cariz de joven prepotente pagado de sí mismo que había ido tomando a lo largo de la evolución de la trama.




Teseo y don Pedro: La actitud paterna

Teseo y don Pedro son dos personajes muy similares en su comportamiento inicial aunque luego, en el desarrollo de la trama actúen de manera diferente porque diferentes son también sus circunstancias.

Son dos hombres de fuerte y, a veces, violento carácter, dos luchadores que han conseguido lo que tienen con su esfuerzo. Teseo es rey; don Pedro es cacique, que en la España del siglo XIX era análogo en cuanto al poder que tenían en el territorio que controlaban. Con respecto a esto, Valera pone en boca de D. Luis: «La dignidad del cacique, que yo creía cosa de broma, es cosa harto seria. Mi padre es el cacique del lugar»65.

Ambos han tenido hijos fuera del matrimonio y ambos, conscientes de que no estaban preparados para educarlos por sí mismos, los han enviado con personas de su confianza para tal menester. Como dice José Luis de Miguel, «A Eurípides le ha interesado mostrar a un joven lejos de su padre, huérfano de hecho, y que, por una situación ajena a él e inesperada (el exilio de Teseo) verá su vida seriamente turbada»66. Es el mismo caso que se plantea en la obra valerista, donde don Pedro ha enviado a don Luis con su hermano, un religioso, para que lo eduque apropiadamente: «me separé de él y te lo entregué para que me lo educases porque mi vida no era muy ejemplar, y en este pueblo, por lo dicho y por otras razones, se hubiera criado como un salvaje»67.

El reencuentro después de tiempo sin verse, siempre difícil, ha hecho que sean casi dos desconocidos para sus hijos a los que no acaban de entender   —556→   bien porque son muy diferentes a ellos. Hipólito no es guerrero y don Luis quiere ser cura para apartarse del camino por el que ha transitado la vida de su padre que lo escandaliza en lo más profundo; sin embargo, a ambos padres les une el haber querido para estos hijos lo mejor y el haber obtenido como contrapartida el respeto filial de éstos.

En la obra de Eurípides no se dan muchos detalles explícitos de la relación padre-hijo, pero sí quedan implícitos en la actuación final de ambos y en el comportamiento siempre respetuoso y sumiso de Hipólito. Por el contrario, en Pepita Jiménez sí se dan muchas muestras de la relación que se va estableciendo entre don Pedro y don Luis a través de las cartas que este último envía a su tío el deán y a través de las muestras de cariño del padre para con el hijo. En la primera carta de D. Luis a su tío, el joven se cuestiona: «en el fondo de mi corazón, ¿he sabido perdonarle su conducta con mi pobre madre, víctima de sus liviandades?»68; y él mismo se responde: «lo examino detenidamente y no hallo ni un átomo de rencor en mi pecho [...] Repito, pues, que estoy lleno de gratitud hacia mi padre, él me ha reconocido, y además, a la edad de diez años me envió con usted, a quien debo cuanto soy»69.

Además se complace en completar la educación del hijo, enseñándolo a montar, a jugar a cartas etc.: «mi padre no puede estar más satisfecho y orondo; asegura que está completando mi educación; que usted le ha enviado un libro muy sabio, pero en borrador y desencuadernado, y que él está poniéndome en limpio y encuadernándome»70. También lo cuida con esmero después de su enfrentamiento con el conde de Genahazar en defensa de la virtud de Pepita: «[...] don Pedro no había ido al campo ni se había empleado sino en cuidar a su hijo durante la enfermedad. Casi siempre estaba a su lado, acompañándole y mimándole con singular cariño»71.

Teseo sólo al final reconoce y sabe agradecer como corresponde la actuación virtuosa de su hijo, que a pesar de haber sido asesinado indirectamente por él se preocupa por la situación en la que queda y lo perdona de su crimen porque, como dice Ártemis, fue «engañado por los designios de una divinidad» (v. 1406); así lo dice Hipólito agonizante: «Lloro también las desgracias de mi padre» (v. 1405) que se queda sin esposa y sin hijo; por supuesto el perdón tiene que llegar de un corazón que se dice a lo largo de toda la obra tan generoso: «...yo te libero de este crimen» (v. 1449) poniendo por testigo a   —557→   la diosa adorada, Ártemis: «Te pongo por testigo a Ártemis, la que subyuga con su arco» (v. 1451) aunque sin olvidar algo que se dice a lo largo de toda la obra, su ilegitimidad, y algo que no se dice -salvo por un criado al principio- pero que es una realidad: su conciencia de ser virtuoso lo convierte en vanidoso, en altivo: «¡Pide que tus hijos legítimos sean semejantes a mí!» (v. 1453), aunque sin que por ello queramos decir que su acción deje de ser noble en el fondo. Coincidimos en la primera parte de la apreciación de Irene Romera que indica que, «El personaje de Teseo se agranda en su patético dolor de esposo y de padre sin que la intervención de Artemisa pueda considerarse ya como una artimaña gratuita sin justificación alguna que sólo aparece para cortar el desenlace»72. Si bien es cierto que el personaje de Teseo se crece conforme nos acercamos al final de la obra por el dolor, la valoración de que alguien haya considerado una «artimaña gratuita» la intervención de Ártemis -sin indicar quién- es absolutamente desacertada porque la aparición de la diosa sirve a nuestro entender, para restablecer la armonía destrozada por los actos de Fedra.

Volviendo al texto, la actitud final de perdón de Hipólito impresiona a un Teseo que se siente muy culpable por lo que ha hecho: «¡Hijo queridísimo, que noble te muestras con tu padre!» (v. 1452).

Por su parte, don Pedro acaba por aceptar de buen grado la relación entre don Luis y Pepita una vez que se da cuenta de la realidad: «[...] la vanidad me cegaba. Pepita Jiménez, desde que vino mi hijo, se me mostraba tan amable y cariñosa que yo me las prometía felices. Ha sido menester tu carta para hacerme caer en la cuenta. Ahora comprendo que, al haberse humanizado, al hacerme tantas fiestas y al bailarme el agua delante, no miraba en mí la pícara de Pepita sino al papá del teólogo barbilampiño. No te lo negaré: me mortificó y afligió un poco este desengaño en el primer momento»73 aunque después de pensarlo bien cambió de idea porque «hubiera sentido yo quedarme sin un heredero de mi casa y de mi nombre, que me diese lindos nietos, y que después de mi muerte disfrutase de mis bienes»74; además, como Pepita no le había mostrado más aprecio que el que se le muestra a un gran amigo y la posibilidad del matrimonio se la había planteado para no quedarse solo, pero sin que la mujer le hubiese dado muchas esperanzas -salvo al final, con la llegada de su hijo al lugar que es cuando se estrechan sus relaciones-, don   —558→   Pedro informa al deán: «Me decido a conspirar contra su vocación. Sueño ya con verlo casado»75. Y así se cumple, con la ayuda de la nodriza Antoñona.




La nodriza y Antoñona: La indiscreción de los criados

La nodriza de Fedra76 es probablemente uno de los personajes más coherentes y con mayor relevancia de la obra. Como dice Inés Calero al respecto, «[...] Eurípides dota a la nodriza de un papel dramático determinante»77; sobre esto indica M.ª Luisa Harto que «se muestra siempre como una persona razonable y juiciosa»78.

Desde el principio descubre que en su señora querida hay un mal que la está aniquilando y busca por todos los medios enterarse de qué es para ayudarla, y como dice P. Grimal, su papel depende del de Fedra79. Al principio, cuando la oye lamentarse de su desgracia, desconocedora de las causas, intenta calmarla: «¡Niña, ¿qué gritas? No digas estas cosas delante de la gente, dejando escapar palabras inspiradas en la locura» (212-214). Prueba a enterarse de lo que sucede, pero como le dice al Corifeo, «No encuentro el modo de saberlo, pues no quiere responder» (v. 271); y «He recurrido a todo y no he conseguido nada. Pero ni aún así cejaré en mi empeño. Así que, estando tú presente, serás testigo de mi comportamiento ante las desgracias de mis señores» (vv. 284-287); como podemos observar, responde al patrón típico de sirvienta a la que le gusta estar enterada de todo e intervenir en todas las cosas que puedan mejorar a sus señores, al igual que Antoñona. Una de sus preocupaciones es la situación en que quedarán los hijos, frente a Hipólito, si ella muere: «[...] si mueres traicionas a tus hijos, que no tendrán parte en la casa paterna, te lo juro por la soberana Amazona que combate a caballo, que a tus hijos dio por amo a un bastardo con pretensiones de ser hijo legítimo» (vv. 305-309)80.

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Frente a la inocente Fedra, la nodriza es una mujer experimentada81 en las lides del amor; por eso cuando le pregunta: «¿Qué es lo que los hombres llaman amor?» (v. 347) le responde con claridad: «Algo agradable y doloroso al mismo tiempo» (v. 348). Tampoco Pepita había estado nunca antes enamorada y ahora que lo está de don Luis, explica: «No sabía yo lo que era amor. Ahora lo sé: no hay nada más fuerte en la tierra y en el cielo»82.

Por eso, y en cuanto descubre el mal de su señora, al mencionar el nombre de Hipólito, su actitud y su manera de actuar están guiadas por los designios de Afrodita más que ningún otro personaje83 y por el cariño que siente por su señora, ya que su escala de valores es diferente y, además, porque es consciente de que es la diosa la que está conduciendo la situación; le dice con intención de tranquilizarla a la par que se va calmando ella misma, como si estuviese hablando con una niña: «No padeces nada extraordinario ni inexplicable: la cólera de una diosa se ha lanzado sobre ti» (vv. 437-438); «Estás enamorada. ¿Qué hay de extraño en eso? Le sucede a muchos mortales» (vv. 439-440).

La solución que ve al problema es la que causa el fatal desenlace: hablar con Hipólito porque «Tú no necesitas bellas palabras, sino ese hombre. Hay que referírselo lo antes posible, revelándole sin rodeos lo que te sucede» (vv. 491-493); como Fedra se niega, la nodriza insiste e intentando salvarla de la muerte, le aconseja que «Preferible es la acción, si consigue salvarte, que tu buen nombre, por el cual morirás con orgullo» (vv. 500- 503).

Como Fedra continúa negándose y prefiriendo la muerte a hablar con Hipólito, ella actúa por su cuenta -volvemos al tema de que su escala de valores es diferente a la de su ama y no tiene en cuenta ni el aidós ni la sophrosýne que guían los actos de la primera y provoca el cataclismo aunque sin maldad-; Fedra valora que lo ha hecho por afecto, pero, frente a Pepita, igual se lo recrimina porque ella no lo ha logrado como Antoñona: «Me ha perdido revelando mis desdichas, pretendiendo con cariño sanar mi enfermedad,   —560→   pero sin éxito» (vv. 596-597) porque ya no morirá con aidós ni con sophrosýne. «Tú no te contuviste y, por ello no moriré con gloria» (vv. 687-688).

La nodriza se explica, pero ya sus palabras no tienen fundamento: alea iacta est, y Fedra no tiene otra solución que el suicidio para salvar lo poco que le queda de honorabilidad dentro de las rígidas normas establecidas para la conducta femenina; no obstante, se justifica: «[...] Yo te he cráado y te quiero bien. He buscado remedio a tu enfermedad sin hallar lo que deseaba. Si hubiera tenido éxito, se me contaría entre las muy hábiles, pues ganamos la reputación en consonancia con los resultados» (vv. 698-703), pero ya no logra la comprensión de Fedra que la echa de su lado. Sin embargo, no hay otra culpable de su actitud de alcahueta que la propia Fedra que le ha confesado su dolor secreto. En el caso de Antoñona, como todo sale bien, en carta a su hermano el deán, don Pedro indica: «Luis muestra la más viva gratitud a Antoñona, sin cuyos servicios no poseería a Pepita».

Las características de la nodriza que Valera elabora para Pepita Jiménez son muy semejantes: «Antoñona, que así se llama, tiene o se toma, la mayor confianza con todo el señorío. En todas las casas entra y sale como en la suya.[...]»84. Como la nodriza de Fedra se entromete en los asuntos de su señora; aunque Pepita no había dejado traslucir sus sentimientos por el seminarista, Antoñona se dio cuenta y tras confirmarlo con su señora «se hizo Antoñona la confidenta de Pepita, la cual hallaba gran consuelo en desahogar su corazón con quien, si era vulgar o grosera en la expresión o en el lenguaje, no lo era en los sentimientos y en las ideas que expresaba o formulaba»85.

Además de ser su confidenta, como la nodriza de Eurípides, es la primera que establece contacto para hablar de este asunto con el hombre ya que, como en el caso de Fedra, «Pepita no sólo no había excitado a Antoñona a que fuese a don Luis con embajadas, sino que ni siquiera sabía que hubiese ido. Antoñona había tomado la iniciativa y había hecho papel en este asunto porque así lo quiso»86. A don Luis le amonesta diciéndole que «[...] has sido como el pícaro y desalmado cazador, que atrae con el silbato a los zorzales bobalicones para que se ahorquen en la percha»87. Don Luis, como Hipólito la desprecia («Don Luis se paró a considerar la condición de Antoñona, y le pareció más   —561→   aviesa que la de Enone y la de Celestina»88) pero obedece su petición y eso es lo que desencadena su drama personal: que en esa visita besa a Pepita por lo que «Había incurrido en dos traiciones y dos falsías. Había faltado a Dios y a ella»89. Sin embargo, a pesar de este fracaso inicial, Antoñona no se rinde en su empeño de unirlos para así hacer feliz a su señora y vuelve a visitarle la noche antes de su partida del lugar, de su huida: «Vengo a pedirte cuenta de mi niña [...] y no me he de ir hasta que me la des»90. Una vez que él le confiesa que está tan enamorado de ella como ella de él, pero que hay que desechar ese amor, la criada le persuade para que vaya a despedirse de Pepita, con la esperanza de que al verla se vuelva atrás. Su conocimiento del carácter de los hombres no puede ser más profundo: cuando Pepita ya se había rendido ella consigue lo inesperado: que triunfe el amor verdadero porque «Arrastrado don Luis como por un poder sobrehumano, impulsado por una mano invisible, penetró en pos de Pepita en la estancia sombría»91 (esto es, su dormitorio).




Ártemis y el deán: La pureza de la verdad

Ártemis es junto a Afrodita el fundamento de la tragedia. El amor desmedido a los valores que ella propugna es lo que provoca la caída de Hipólito. Sin embargo siempre actúa con lealtad, sin los juegos con los que manipula Afrodita a los mortales. Esa misma lealtad es la que se muestra en la persona del deán, tío de don Luis y hermano de don Pedro, en cuanto a la resolución del problema.

Desde el primer momento Hipólito se nos muestra como su mayor adorador: «yo soy el único de los mortales que poseo el privilegio de reunirme contigo e intercambiar palabras, oyendo tu voz, aunque no veo tu rostro» (vv. 84-86); así le dice, una vez que llega de cazar fieras salvajes: «A ti, oh diosa, te traigo, después de haberla adornado, esta corona trenzada con flores de una pradera intacta, en la cual ni el pastor tiene por digno apacentar sus rebaños, ni nunca penetró el hierro; sólo la abeja primaveral recorre ese prado virgen» (vv. 73-78). Y es que, como dice Jean-Pierre Vernant, Ártemis «aparte de las montañas y los bosques, también frecuenta los lugares que los   —562→   griegos llaman agrós, las tierras baldías más allí de los campos cultivados que marcan los confines del territorio, los eschatiaí»92.

Tantos actos de adoración a esta diosa y tantos desdenes a Afrodita desencadenan la tragedia que no hubiera tenido una explicación verdadera de los hechos si no es por la aparición de Ártemis a Teseo, aunque una vez que ya nada se puede arreglar: «escucha, Teseo, como han sobrevenido tus males, aunque no voy a remediar nada y sólo dolor voy a causarte» (vv. 1296-1298); su papel es el de la portadora de la verdad de lo acontecido y nadie -ningún mortal en este caso- debe dudar de sus palabras. Así, con crudeza se dirige a Teseo: «¿Por qué te alegras, infeliz, de haber matado impíamente a tu hijo, habiendo creído en inciertas acusaciones, por las engañosas palabras de tu esposa?» (vv. 1285-1289) antes de explicarle pormenorizadamente lo sucedido. No ataca como era de esperar demasiado a Fedra; más bien la justifica: «Ella mordida por el aguijón de la más odiada de las diosas por cuantas como yo, hallamos placer en la virginidad, se enamoró de tu hijo. Y aunque intentó con su razón vencer a Cipris, pereció, sin quererlo, por las artimañas de su nodriza, que indicó su enfermedad a tu hijo obligándole con un juramento. Y él, como hombre justo, no hizo caso de sus consejos ni, a pesar de haber sido injuriado por ti, quebrantó la fe de su juramento, pues era piadoso. Y ella, temerosa de ser cogida en su falta, escribió una carta engañosa y perdió con mentiras a tu hijo, pero, aún así, consiguió convencerte» (vv. 1301-1312).

Sin embargo al que culpa es a él, a Teseo, porque «Tú ante él [sc. Hipólito] y ante mí, te muestras como un malvado, pues no esperaste la confirmación y las palabras de los adivinos, ni a tener una prueba, ni concediste mayor tiempo a la indagación, sino que lanzaste la maldición contra tu hijo más rápido de lo que debías y lo mataste» (vv. 1320-1324). Visto su arrepentimiento, lo justifica para no hacerle más daño: «[...] el desconocimiento es la primera excusa de tu culpa y, además el hecho de que tu esposa, con su muerte, destruyó toda prueba basada en las palabras, hasta el punto de llegar a persuadir a tu mente» (1335-1337). Además, «es natural que los humanos se equivoquen, cuando lo quieren los dioses» (vv. 1434-1435).

También ella se justifica por no haber actuado antes: «Si no hubiera sido por temor a Zeus, yo no hubiera llegado al punto de ignominia de dejar morir al hombre al que, de todos los mortales, profesaba más afecto» (vv. 1331-1334) y promete venganza «Yo, con mi propia mano, al mortal que a ella le sea más querido castigaré con mis dardos inevitables» (vv. 1420-1422). Sobre su   —563→   capacidad para matar, de la que ya se habla en la Odisea93 homérica, dice Jean-Pierre Vernant que «en ocasiones, lanza sus flechas contra los seres humanos, provocando a las mujeres una muerte repentina e inesperada»94. Por su parte, el deán sí que había ido informando a don Pedro de los progresos en los amores don Luis-Pepita; por eso, cuando don Luis pretende explicar a su padre -como si fuese algo novedoso- que está enamorado de Pepita y que va a casarse con ella, le responde éste: «Yo sé punto por punto el progreso de tus amores con Pepita desde hace más de dos meses; pero lo sé porque tu tío el deán, a quien escribías tus impresiones, me lo ha participado todo. Oye la carta acusadora de tu tío...»95. En este momento nos viene a la memoria la tablilla de Fedra donde explicaba, torticeramente, el por qué de su suicidio.

El tío, sin embargo, había sido claro desde el principio y, frente a la actitud de pasividad de Ártemis y para evitar males mayores, había escrito a su hermano sobre este grave asunto, explicando y siendo consciente desde este primer momento de cómo podían acabar las cosas: «Siento en el alma tener que darte una mala noticia, pero confío en Dios, que habrá de concederte paciencia y sufrimiento bastantes para que no te enoje y acibare demasiado. Luisito me escribe hace días extrañas cartas, donde descubro, al través de su exaltación mística, una inclinación harto terrenal y pecaminosa hacia cierta viudita guapa, traviesa y coquetísima que hay en ese lugar. Yo me había engañado hasta aquí creyendo firme la vocación de Luisito, y me lisonjeaba de dar a la Iglesia de Dios un sacerdote sabio, virtuoso y ejemplar; pero las cartas referidas han venido a destruir mis ilusiones. Luisito se muestra en ellas más poeta que verdadero varón piadoso, y la viuda, que ha de ser la piel de Barrabás, le rendirá con poco que haga. Aunque yo escribo a Luisito amonestándole para que huya de la tentación, doy ya por seguro que caerá en ella»96. Sin embargo, no se queja de que esté enamorado porque la Iglesia pueda perder un sacerdote, porque si su vocación no era auténtica, mejor es así; lo que le preocupa es que es la misma mujer de la que está enamorado su hermano y eso pueda causar un drama: «[...] no vería yo, por lo tanto, grave inconveniente en que Luisito siguiera ahí y fuese ensayando y analizando en la piedra de toque y crisol de tales amores, a fin de que la viudita fuese el reactivo por medio del cual se descubriera el oro puro de sus virtudes clericales o la baja liga con que el oro está mezclado;   —564→   pero tropezamos con el escollo de que la dicha viudita, que habíamos de convertir en fiel contraste, es tu pretendida y no sé si tu enamorada. Pasaría pues, de castaño a oscuro el que resultase tu hijo rival tuyo. Eso sería un escándalo monstruoso, y para evitarlo con tiempo te escribo hoy a fin de que, pretextando cualquiera cosa, envíes o traigas a Luisito por aquí, cuanto antes mejor»97. Ártemis no le dio a Teseo esa oportunidad de evitar la tragedia informándole de los hechos.

Frente a don Luis, se sitúa el incorruptible y virtuoso Hipólito al que Ártemis le promete que su figura y su actitud no serán olvidadas: «... en compensación de tus males te concederé los mejores honores en la ciudad de Trozén» (v. 1424-1425) e «Inspirándose en ti las vírgenes compondrán siempre sus cantos y el amor que Fedra sintió por ti no caerá en el silencio del olvido» (vv. 1429-1431).

Estas palabras de Ártemis al final de la obra han servido para que Irene Romera entienda que «la relación entre Artemisa e Hipólito es el elemento purificador del complejo rito de ofrenda y sacrificio que la oposición entre las fuerzas del mundo subterráneo y las fuerzas numinosas, invierno-primavera, suscita»98; es por ello por lo que «su servidor y la víctima ofrecida que será destrozada por los caballos de Poseidón tiene que ser inocente de todo crimen y libre de toda impureza, precisamente para cargar con todas las culpas cometidas por la comunidad ya no sólo de los hombres, sino también de la naturaleza entera»99.

Volviendo a Pepita Jiménez, tampoco el deán interfiere directamente demasiado en el desarrollo de los hechos, porque como dice el narrador omnisciente de esta obra: «El señor deán, que era un hombre de gusto y muy versado en los clásicos, no habría de incurrir en el error de injerirse y entreverarse en la historia a título de tío y ayo del héroe, y de moler al lector saliendo a cada paso un tanto difícil y resbaladizo con ‘párate ahí’, con un ‘¿qué haces?, ¡mira, no te caigas, desventurado!’, o con otras advertencias por el estilo»100. Sí que intenta que el sobrino vuelva a la senda que él le había marcado, pero sin ningún éxito, tal y como él esperaba desde el comienzo del enamoramiento; así lo dice en el apartado de los «Paralipómenos»: «Esta mudanza de mi sobrino -dice- no me ha dado chasco. Yo la preveía desde que me escribió las primeras cartas. Luisito me alucinó al principio. Pensé que tenía una verdadera   —565→   vocación, pero luego caí en la cuenta de que era un espíritu poético»101. Frente a la Ártemis del Hipólito él ha fracasado y el amor carnal ha vencido al amor a lo divino, pero tampoco se preocupa demasiado: «Mi sobrino quiso de bóbilis-bóbilis ser un varón perfecto, y... ¡vean ustedes en lo que ha venido a parar! Lo que importa ahora es que sea un buen casado, y que, ya que no sirve para grandes cosas, sirva para lo pequeño y doméstico, haciendo feliz a esa muchacha, que al fin no tiene otra culpa que la de haberse enamorado de él como una loca, con un candor y un ímpetu selváticos»102. Como podemos observar, hace lo mismo con Pepita que Ártemis con Fedra: no la culpa demasiado, ya que en este caso, y como la vocación no era verdadera, probablemente ha sido lo mejor.

Su actuación final, también difiriendo de Ártemis, es mínima; no acude a la boda «temeroso el señor deán de que su hermano le embromase demasiado con que el misticismo de don Luis le había salido huero, y conociendo además que su papel iba a ser poco airoso en el lugar, donde todos dirían que tenía mala mano para sacar santos, dio por pretexto sus ocupaciones y no quiso venir, aunque envió su bendición y unos magníficos zarcillos, como presente, para Pepita »103.








Conclusiones

A la luz de los cinco apartados genéricos expuestos, podemos observar las concomitancias entre ambas obras y advertir la similitud en la forma de entender la literatura por parte de Eurípides y Valera, no sólo en el tópos, sino más allá, ya que ambos confieren a sus personajes un alto grado de verosimilitud.

Nuestra opinión acerca de esta reescritura de la obra clásica euripidiana por parte de Juan Valera se fundamenta, en primer lugar, en su conocimiento de la lengua griega, que ya hemos podido contrastar analizando su correspondencia con Menéndez Pelayo; y más aún después de su traducción directa realizada desde el griego clásico de Dafnis y Cloe de Longo104. Es por ello que estamos en condiciones de afirmar que ese conocimiento profundo   —566→   le permite leer e interpretar el Hipólito directamente desde la lengua originaria, algo que la inmensa mayoría de sus coetáneos no podían hacer.

Queda patente por todo ello, a tenor de los datos contrastados y comentados, que Valera conocía en profundidad la obra de Eurípides y que en Pepita Jiménez reelaboró los tipos de la obra dramática griega para su novela, en una original adaptación a la sociedad y costumbres decimonónicas: así, la originalidad sería doble, tanto por la transposición de los topoi dramáticos en origen, una novela, como por la adaptación de las relaciones humanas en la sociedad griega a la sociedad andaluza del s. XIX. La cuestión es sencilla: Valera parece condensar en Pepita Jiménez la psicología de los personajes fundamentales del Hipólito aplicando los mismos valores y con un resultado similar por una cuestión básica que es que los sentimientos, las pasiones no cambian en sustancia; tan sólo evolucionan, pero quizá no tanto como algunos pretenden entender.

En ambas obras son las mujeres las desencadenantes de la acción por su pasión rebelde que rompe con los condicionantes socioculturales y con las normas de una sociedad a todas luces restrictiva y puritana con las actuaciones de las féminas, pero no con las de los varones; esto implica pues, un punto de vista sobre la creación que diferencia los sexos y que está vivo tanto en la sociedad griega de la época de Eurípides como en la decimonónica de Valera.

Por otra parte, si bien Eurípides parte del mito para construir a partir de él los personajes y mostrar hasta donde pueden llegar las pasiones, Juan Valera lo hace de una realidad que conoce, retocándola con detalles que se adaptan a sus intereses literarios y que sirven para embellecer la acción.

El motivo básico de ambas obras, el tema, (universal y válido para cualquier época) es el amor prohibido entre un hombre puro y en principio incorruptible (caso de D. Luis) y una mujer astuta que, como hemos dicho, desencadena con sus actuaciones un resultado que no era el pretendido por el varón y que cambia su vida (en el caso de Hipólito provoca su muerte física y en el de D. Luis, la muerte de una vocación supuesta que el había tenido hasta entonces como centro de su vida). Hipólito, como D. Luis, se contraponen a los personajes femeninos porque, frente a ellas, representantes de «lo social» y de la pasión, ellos vienen a simbolizar «lo natural» y el raciocinio que entronca con el absurdo, la pureza mal entendida llevada a grado sumo. Tal y como dice J. L. de Miguel, «Hipólito, contra lo que habitualmente se cree, descuella por un lento pero ostensible tránsito hacia el desasosiego y la confusión,   —567→   estado propio de quien se cuestiona, si en realidad sus ideales son rectos»105. En D. Luis se produce ese mismo sentimiento de confusión, de cuestionamiento de toda su vida anterior, tal y como expresa él mismo en las cartas a su tío el deán.

Podemos concluir, una vez establecidos los paralelismos entre ambas obras, que las coincidencias en los tópoi y en los motivos básicos son lo suficientemente relevantes para realizar una investigación más amplia y exhaustiva, que probablemente daría como consecuencia general lo que indicábamos al principio: que el conocimiento de Juan Valera sobre los autores clásicos era tan profundo que aplicó a sus novelas una caracterización similar de los personajes fundamentales , especialmente en ésta, Pepita Jiménez, la obra esencial de su producción y la que, con justicia, más popularidad le ha procurado.



 
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