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Histeria y narración en La Regenta

M.ª Giovanna Tomsich


University of British Columbia, Vancouver


La «Introducción» de Sergio Beser a los ensayos reunidos bajo el título de Clarín y La Regenta1 despeja el camino para una interpretación del naturalismo de La Regenta y últimamente del naturalismo en España. No en el sentido de desechar o de marcar a fuego lo dicho anteriormente, sino de integrarlo en una nueva línea. Aunque la mayor parte de la crítica anterior arranca de una perspectiva más bien obtusa, de comparación y búsqueda de calcos de las novelas de Zola, los datos aportados constituyen un acervo significativo para delinear la historia de este movimiento en España2. Otra declaración se destaca en la «Introducción» de Beser y es la de indicar los límites de los análisis que se proponen demostrar o rechazar el naturalismo de La Regenta. «Sólo un examen efectuado en relación con el contexto histórico-literario podrá ser útil, examen que deberá ser un fragmento, con sentido unitario si queremos, del estudio del naturalismo español»3.

Lo que expongo a continuación se sitúa en la linea que cruza el contexto histórico-literario para aclarar un elemento vital de La Regenta4. Mi tesis es que esta novela estriba en una entidad médica: la histeria. Un recorrido rápido en la memoria por las novelas realistas del siglo XIX, leídas en el transcurso de los años, me hace pensar que varias, y entre ellas la otra novela de Clarín, Su único hijo, y Lo prohibido de Pérez Galdós, impresa en el mismo año que La Regenta, pueden conjugarse bajo el paradigma de la histeria. Por el momento me limito a la más insigne.

Pocos son los estudios sobre La Regenta que no toquen, por lo menos de paso, el psicologismo y la insistencia en los impulsos sexuales de los personajes. Estos temas exigen, sin embargo, un análisis más riguroso partiendo del concepto de documento humano y de la posible documentación del escritor al forjarlo. Clarín da un sentido dinámico a este concepto para que la mímesis resulte más completa en esa forma total de la literatura que es para él la novela:

Es preferible ver el estudio del hombre en la acción exterior, en la lucha con la sociedad, a verle sólo por dentro, en un análisis psicológico en que se prescinde de lo que esté fuera del carácter estudiado5.



En efecto, el intersectarse de las vivencias de los personajes de La Regenta en el ambiente de Vetusta, responde tan sólo ilusionariamente a la premisa teórica, pues en lo que concierne a Ana Ozores, Fermín de Pas, Doña Paula y Quintanar, es la morosa interiorización, sobre todo la de los dos primeros, la que legitimiza y aclara la acción exterior. Ésta no tendría sentido sin el sondeo psicosomático de Ana. Al igual, si Clarín no permitiese al lector seguir los recuerdos, pensamientos y cálculos del Magistral y de su digna madre, la acción exterior de estos dos actantes resultaría una serie truculenta de atropellos, una sistemática transgresión del Decálogo, como demostraré brevemente más adelante. Asimismo, si Clarín no sugiriera la interpretación psicológica de Don Víctor a través de la enardecida declamación de los dramas de honor de Calderón, poco convincente resultaría éste6.

Parece oportuno, sin embargo, considerar la acción en dos niveles: exterior e interior. El nivel exterior se puede formular escuetamente como esfuerzo por alcanzar un deseo7. El alcance de un deseo siempre presupone un cruce conflictivo con códigos establecidos cuyos signos adoptan valor positivo o negativo según la actuación de los personajes. La observancia de los códigos permite un amplio y operante margen de apariencias, transgresiones de hecho, que se ocultan bajo formas más o menos impecables de acatamiento. Los actantes de La Regenta se pueden categorizar desde estrictos observantes de los signos hasta transgresores y soliviantadores de los sistemas8. Casi todos los personajes caen en la zona de las apariencias, del acatamiento a las formas, del vocear cerrándose al espíritu. Se podría decir que las transgresiones de los códigos o sistemas de signos están a la orden del día en la fábula mimética, que no hay fábula sin transgresión.

El aspecto del documento humano que me propongo estudiar en este trabajo es la acción o nivel interior, el sondeo introspectivo al que Clarín somete a sus personajes, según los ve el narrador omnisciente y según la ilusión que logra darnos Clarín de la penetración psicológica de los personajes mismos, o sea de su autoanálisis. Me acerco al modelo psicológico que hipotéticamente seguiría Clarín al forjar la personalidad de Ana, de Fermín y de Paula, con la consecuente reverberación en la forma narrativa de La Regenta.

Dada la insistencia de Clarín en considerar la novela naturalista como un vehículo de conocimiento que refleja estéticamente una mímesis de la sociedad de sus días y de los alcances de las ciencias naturales9, parece lógico preguntarse, en primer lugar, cuál sería el área preferente de investigación, cuáles las pesquisas y los alcances en el conocimiento de la psique. En segundo lugar, de qué forma Clarín interpreta e integra un sistema de signos que se deriva de la psicología.

Contestaré a la primera pregunta subrayando el hecho de que Clarín es contemporáneo de Charcot y de algunos de sus discípulos, como Pierre y Jules Janet, Freud y Breuer, para mencionar a los más notables cuyas investigaciones, pese a las distintas perspectivas y rumbos, se centran en la histeria. Sin embargo, las que más me interesan para relacionarlas con la obra de Clarín, las de Freud y Breuer sobre la histeria, se publican en una revista de neurología en enero de 1893, nueve años después de la publicación de La Regenta. Ahora bien, hay indicaciones de que en España había focos de vivo interés por estos asuntos porque, al mes de la publicación en alemán, aparece una traducción completa en la Gaceta de Granada10. Sirva esto, pues, de apunte sobre el clima favorable a la aceptación en aquella España de los estudios más recientes en psicología.

Mi pesquisa no me ha llevado aún a detectar la presencia de un precursor de Freud, Ernst von Feuchtersleben (1806-1849), cuyos Principios de psicología médica (1845), aparte de introducir en su sentido moderno palabras como psicosis y psiquiátrico, y aparte de diferenciar psicosis de neurosis, destacan el factor sexual en la etiología de la histeria11. A pesar de la etimología de esta palabra (histeria-útero) ya von Feuchtersleben había observado que los síntomas de la histeria no eran privativos de la mujer, sino que se manifestaban en el hombre también.

Sería difícil probar que L. Alas conociera directa o indirectamente la obra del barón Ernst von Feuchtersleben, que ni siquiera los sabihondos colegas de Freud conocían, a pesar de que estuviera escrita en alemán y a pesar de que fuera una publicación relativamente reciente para ellos. Por cierto no es uno de los nombres que W. E. Bull recolectara hace treinta y cinco años en su artículo «Clarín’s Internationalism»12. Pero, ¿qué más da? En La Regenta se plasma el conocimiento de una dimensión de la psique humana que apenas se vislumbra en el campo de la psicología médica. Que este conocimiento fuera el resultado de una intuición agilizada por una actitud crítica y observadora como la que distinguía a Clarín, o que fuera este conocimiento el resultado de lecturas o de discusiones de lecturas que otros hicieran, y de las que Clarín deduciría hipótesis novelables, cuya formulación médica tardaría aún muchos años, no creo que se pueda deslindar. Dentro de las investigaciones mismas sobre el funcionamiento de la mente el linde de las filosóficas y las médicas apenas acababa de aclararse13. Para volver al asunto de la intuición del escritor y para destacarlo, sin ir más lejos del período que nos concierne en este momento, tenemos la prueba de que Freud compaginaba la psicoterapia (más tarde psicoanálisis) de sus pacientes con la interpretación de obras literarias, pinturas y esculturas, como fuente de conocimiento y estímulo de análisis ulteriores14. Todo esto aparte de que viera un origen común para el mito y la neurosis15.

Sirva esto de fondo y de justificación para un ensayo de análisis de la histeria, no sólo como tema significativo de La Regenta sino como modelo de estructura narrativa. Algo de esto ya había saltado a la vista de un crítico contemporáneo de Clarín, Jerónimo Vida16. En los libros de S. Eoff y Juan de Oleza, observaciones de paso apuntan a la histeria de Ana, pero sobre todo lo hacen las notas a pie de página de G. Sobejano en su edición de La Regenta. Hay que hacer hincapié, no obstante, en que la palabra histeria no se menciona ni siquiera una vez en la novela. El adjetivo «histérica» se oye una vez despectivamente por boca de Mesía17.

En este trabajo pretendo ir un poco más a fondo para mostrar que el hilo de la narración va marcado por los síntomas de una enfermedad nerviosa que aqueja principalmente al personaje Ana Ozores, pero de la que no están exentos el Magistral ni otros personajes.

En rigor cronológico debería partir de una descripción clínica anterior a la elaboración de La Regenta, pero adrede parto de Studies on Hysteria de Joseph Breuer y Sigmund Freud18 porque la sensibilidad de Freud, su forma de ensamblar y presentar los datos de la observación y sobre todo su psicoterapia, cuya meta era estimular la narración catártica del paciente para abrir ámbito a recuerdos arrinconados por penosos, son más afines, más cercanos al tratamiento a que somete a sus personajes Clarín. Sólo recientemente se ha despertado la conciencia de los psicólogos a la estructura narrativa del diálogo (entre paciente y psicoanalista) en el psicoanálisis y a la vez al peligro de considerar al paciente como un texto literario abusando de la crítica literaria o semiótica literaria como modelo de análisis19, modelo que se discierne en los artículos fundamentales de Freud sobre la histeria20. En estas últimas décadas, en que va ascendiendo la crítica literaria a nivel de ciencia, ya no hay reparo ni en utilizarla ni en encontrar en Freud lo que a la vista estaba desde un principio, o sea que su psicoterapia estriba en el animar, estimular al paciente a integrar en la narración de sí mismo los recuerdos bochornosos. El estímulo que ejerce el psicoanalista en el paciente estriba también en la narración, porque imagina y recrea para el paciente situaciones que le ayuden a desenterrar lo que le duele21.

Hora es ya de trazar las vías paralelas por las que corren el método catártico y la narración de La Regenta. Empiezo con un dato numérico: sólo tres de los treinta capítulos de la novela no tocan el estado psicológico de los personajes principales aunque, claro está, se enlazan indirectamente con los demás (VI, VII, XX). En los dos primeros se imbrican los cimientos de dos niveles estructurales de La Regenta: Vetusta, ciudad levítica presa de la jerarquía eclesiástica, y el nivel que configuran los ámbitos interiores de los personajes. El personaje secundario, Saturnino Bermúdez, «anfibio entre el mundo eclesiástico y el seglar» es un preludio paródico de la neurosis. Reducido, achatado por el distanciamiento irónico del narrador omnisciente, el arqueólogo de Vetusta encierra todo el aparato de una personalidad reprimida. Se le ve en su idealización alambicada del amor por medio de lecturas y ensoñaciones en las que compone situaciones lisonjeras, nutridas por subrepticios y fortuitos contactos con la casquivana Obdulia Fandiño en el templo. Se le ve en la catedral, que es a la vez teatro de su sabiduría, «pasión sucedánea», como la llama el narrador. Se le ve otra vez, complacido por sus victorias sobre la tentación de la carne; victoria que derrumba el sueño fisiológico con imágenes que le abochornan (T. I, 126). Considero, pues, a este personaje como una configuración grotesca de la neurosis que cobra una dimensión sombría en los personajes principales.

Desde el capítulo III en adelante el lector, siguiendo el hilo del narrador omnisciente, se adentra pausadamente en el tiempo interior de los personajes hasta oírlos en su propia voz. Narrador y psicoanalista se confunden en la línea del método catártico. El estilo indirecto libre, los retazos de discurso directo y los fragmentos de diario y cartas en que se oye o se ordena el pensamiento de los personajes equiparan a éstos a los sujetos del psicoanálisis. Hay cierta simetría en la distribución de los capítulos en cuanto a este adentrarse en el interior de los personajes principales: Ana (II, IV, VIII, IX, X, XVI, XVII, XIX, XXIV); Fermín (I, XI-XV); Ana y Fermín (XVIII, XXI-XXIII, XXV, XXX). Del capítulo XVIII hasta el final se alterna el sondeo psicológico entre los dos, a la vez que se bifurca el camino ilusorio de la unión espiritual que Ana y el Magistral hicieran juntos por un trecho.

Dejemos este rápido esquema distributivo de la materia para presentar otro tocante el curso de los ataques nerviosos de Ana. El catalizador de los ataques son los recuerdos. «A los aquejados de la histeria -dice Freud- les duelen los recuerdos»22. Es justamente así; es al rememorar, con motivo del examen de conciencia, cuando el lector encuentra por primera vez a Ana. Los escalofríos, el apretar los dientes, el tomarse el pulso, el pasarse los dedos de ambas manos delante de los ojos para experimentar si se le iba o no la vista (T. I, 163), sitúan a Ana in medias res de unos síntomas a los que ya estaba hecha. Síntomas que arrecian con el manar de los recuerdos de su infancia ultrajada por la malicia y estupidez del aya y de otros. Indignación, rabia, rebeldía hacia su presente, emociones que conjuran como paliativa la imagen de Álvaro Mesía; irritación por no poder controlar el espíritu rebelde, sobre todo en la contrición. Acto seguido el surgir de un sentimiento edificante por el sacrificio de su castidad y la imagen del objeto de este sacrificio: Quintanar. Sin embargo, el deseo vehemente de ver a Quintanar acelera los síntomas acompañados por esos gestos de averiguación arriba mencionados: «Era el ataque, aunque no estaba segura de que viniese con todo el aparato nervioso de costumbre, pero los síntomas de siempre: no veía, le estallaban chispas de brasero en los párpados y en el cerebro, se le enfriaban las manos, y de pesadas no le parecían suyas...» (II, 175). El capítulo III, pues, en que el narrador omnisciente ordena, dispone y describe el ambiente íntimo en que Ana se apresta a la confesión con don Fermín, no sólo presenta la relación incipiente a los personajes principales, sino que refleja la estructura subyacente de la narración como método catártico -no bien detallado aún- de los ataques histéricos, el recuerdo que los provoca, el agente patológico de esos recuerdos a los que yuxtaponen los más recientes. El origen vulnerador de esos recuerdos sale conciso en una de las pocas líneas de discurso directo en las reminiscencias del cap. III: «Ni madre, ni hijos», frase casi axiomática de su estado psicológico, que Ana repetirá con variaciones y en distintas circunstancias en el curso de sus recuerdos23. El tema de los recuerdos del pasado es la añoranza de la madre y los intentos de suplir su falta. Además recuerda Ana la añoranza de antaño manchada por interferencias perturbadoras de parte del aya y del amante de ella, de las miradas concupiscentes de aquél a raíz de la fuga de Ana niña con el niño Germán, las miradas maliciosas, los cuchicheos, las interpelaciones de los chavales de la aldea. «Ni hijos...». Casada con Quintanar: insulsez, inmadurez, impotencia.

Para mantener presente el paralelo del diálogo catártico con la narración de La Regenta se podría decir que el capítulo III presenta los datos de un psicoanálisis ya llevado a cabo pero sin el resultado terapéutico. El saber que de no haber tenido madre «nacían sus mayores pecados» (T. I, 165), según el narrador omnisciente. Pecados que hay que interpretar como defectos en el desarrollo equilibrado de la personalidad. Defectos que hay que entender, según Freud, como ideas patológicas que persisten en toda su agudeza y fuerza afectivas en la memoria del histérico porque se ha cerrado el paso a procesos reparadores que hubiesen desgastado el efecto perjudicial de ese núcleo de ideas24. En el empotrarse de los malos recuerdos «sólo distinguía bien el recuerdo del recuerdo, y dudaba, dudaba si había sido culpable de todo aquello que decían. Cuando ya nadie pensaba en tal cosa, pensaba ella todavía, y confundiendo actos inocentes con verdaderas culpas, de todo desconfiaba» (T. I, 195).

En la adolescencia, la lectura de las Confesiones de San Agustín ahínca en ella la idea de lo pecaminoso de esa fuga infantil de Trébol y de todo lo que tuviera que ver con el amor entre hombre y mujer. Con esa convicción surge un deseo arrebatador de purificación acompañados por los primeros síntomas de la enfermedad nerviosa (T. I, 203), que se repiten unos cuantos meses después, culminando con la lectura enardecida e inspiradora de la poesía de San Juan de la Cruz. Estos primeros síntomas ya dan la configuración de los paroxismos que ocurrirán más adelante cuando el narrador omnisciente devuelva a Ana al presente, después de la larga jornada en el rememorar. Los trazos de esta configuración son pues: 1) la añoranza del amor maternal, 2) la represión de lo erótico, apenas intuido emocionalmente por la Ana adolescente, pero ya mancillado por el recuerdo de las insinuaciones perversas de los que la rodeaban en su niñez, 3) el intento de sublimación, o sea superación y reajuste. Este conato, por fuerza mayor ambiental, se encauza hacia lo religioso. El esfuerzo por reprimir lo que ella considera pecaminoso, y por exprimir del complejo fisiológico un elixir espiritual y rarefacto, provoca los paroxismos, a veces seguidos por largos períodos de febrilidad nerviosa, depresión y agotamiento físico.

Sigamos con los efectos de la lectura de San Juan de la Cruz. Tan arrebatador es el deseo de expresar en versos propios el sentimiento religioso, que la segunda manifestación nerviosa tiene visos de arrobamiento (fines del cap. IV). La lectura que en toda apariencia provoca los síntomas de la histeria en Ana, exige un comentario ulterior que nos lleve más allá del legado obvio del Quijote: lectura arrebatadora-locura. Desde el punto de vista terapéutico, las lecturas de Ana, que la empujan a recrear la tormenta interior ordenándola en la escritura, testimonian un potencial de sublimación que el ambiente adverso de Vetusta corta por lo sano, como si en efecto fuera algo vergonzoso que se debía ocultar. No son las lecturas en sí, sino lo que las lecturas intentan encubrir en vano lo que precipita el proceso en ataque convulsivo. Por un lado quizás se puede ver la lectura como leña que alimenta el fuego de la imaginación extremosa de Ana, pero por el otro hay que considerarla como potenciadora de dar forma de escritura a lo que duele. Ahora bien, el hecho mismo de que la lectura se relacione íntimamente con una herida interior, el hecho de que sirva de instrumento encubridor, resulta en una como contaminación. La lectura se contamina de las ideas nocivas y actúa como catalizador de los ataques. Un fenómeno observado y descrito por Freud25 e intuido por Clarín, que reactiva la materia literaria de los clásicos plasmándola orgánicamente en la psicología de sus personajes.

Hay que poner de relieve lo perjudicial del ambiente de Vetusta, que obliga a Ana a ruborizarse de este poder recreativo que revela la inteligencia y sensibilidad que Clarín otorga a este personaje, anticipación artística de lo que Freud dirá de algunos casos de histeria, «que se distinguen por una inteligencia lúcida, voluntad, entereza de carácter y acumen. Claro, todo esto en los ratos de equilibrio y salud mental»26. No creo ir desencaminada al considerar este replegarse de Ana en la escritura como un factor saludable, ni al compararlo con el relatar del método catártico. Recapitulando, el factor lectura en el aparato histérico de Ana se puede expresar con la fórmula:

LECTURAcatalizadora del paroxismo histérico.
estimuladora de un proceso de tratamiento, o sea escritura.

En cuanto a la eficacia, ayuda y alivia, pero no afecta a las causas subyacentes de la histeria, y consecuentemente no puede prevenir el surgir de nuevos síntomas que sustituyen a aquellos de los que acaba de librarse el histérico, avisa Freud27. Ese «Ni madre...», que la imprudencia de Don Carlos, el padre de Ana, agrava al entregarla al cuidado de una mujer indigna, deja en la niña una quiebra que se ahonda con la acumulación de circunstancias adversas.

La trayectoria de los recuerdos encierra la de los paroxismos que continúan en el presente de Ana. Los ataques convulsivos ya no se ven a lo lejos, descritos por el narrador omnisciente, sino en todas sus dimensiones. A veces relatados indiscretamente por la frívola Visitación, que los arroja como pábulo de la lascivia de Álvaro (T. I, 330). Presenciados por Quintanar, los paroxismos revelan facetas de la personalidad del marido de Ana, y a la vez la vida de este matrimonio, como agravante de la enfermedad de Ana. En el recuerdo de Quintanar, revivido en un diálogo con Ana, se ven los primeros meses de su vida juntos, amagados «por la melancolía mal disimulada» y «los nervios erre que erre» (T. I, 383).

Hay que entrar ahora en lo que siente Ana, siguiendo los recursos que nos proporciona Clarín. Los pasajes en estilo indirecto libre menudean desde el capítulo VIII en adelante. Las emociones encontradas expresadas por un entrelazarse del estilo indirecto libre con discurso directo, conectan al lector con el tráfago mental de Ana, cuyos hilos enmarañados se aprietan en un nudo de tensiones no resueltas que desembocan en los últimos estadios de la novela, configurados, al igual que los anteriores, por los ataques. La vida diaria la ve Ana como «una guerra en un subterráneo entre fango» (T. I, 381). El camino de esta lucha es, como ya se sabe, el religioso, el que Ana va a recorrer con el «hermano del alma». Camino inútil sería, según ella, sin la tentación constante de ese Tenorio que ella idealiza románticamente. Todo elevado a escala mayor: la tentación y la lucha contra ese halago de los sentidos. Sin embargo, ese castillo interior construido durante el día va socavado por las imágenes oníricas de la noche. «Ana se sublevaba contra las leyes que no conocía, y pensaba desalentada y agriado el ánimo en la inutilidad de sus esfuerzos, en las contradicciones que llevaba dentro de sí misma» (T. I, 18)28.

A los sueños perturbadores de la noche dominada por la imagen de Álvaro, se unen los recuerdos corrosivos del despertar: ideas anticlericales y retazos de las conversaciones del padre. A esto se yuxtapone el remordimiento por haber descuidado al «hermano del alma». Los planes para un futuro de tareas práctico-religiosas aplacan momentáneamente el remordimiento, pero el cierre mismo de la reunión que coincide con el final del cap. XVIII abre el paso a otra grave crisis. La forma en que el Magistral le coge y le oprime la mano relampaguea en Ana con una sospecha que la hace ruborizar y que internamente ella rechaza y logra rechazar con la razón, pero no al nivel del subcosciente. Resultado: fiebre delirante, visión salpicada de fosfenos: «Entre los objetos y ella flotaban infinitos puntos y circulillos de aire, como burbujas a veces, como polvo y telarañas muy sutiles otras», entumecimiento de los miembros, desmoronamiento: «a veces se le escapaba la conciencia de su unidad, empezaba a verse repartida en mil» (T. II, 118)29. El horror a este sentimiento de fragmentación del yo funciona como la primera señal de recuperación. Pero en esta coyuntura de la novela, el fenómeno arriba comentado de lectura contaminada o estímulo secundario precipita una recaída. Buscando la medicina, la mano de Ana tropieza con el Libro de la vida de Santa Teresa, que despierta en ella el recuerdo de otra lectura, Las confesiones de San Agustín. Resurge momentáneamente la exaltación religiosa, y luego la secuela de los síntomas: escalofríos y «ondas de mareo» que subían al cerebro, y pérdida de los sentidos. Los posos de esa conversación con el Magistral, que debía resolver las dudas y suavizar la sequedad del alma y que no había sino agravado su estado psicológico, surgen en pesadillas delirantes de horror, de miedo y asco (T. II, 125-126).

Ese rasgo de firmeza en los propósitos, que Freud observara en sus pacientes aquejados de la histeria, una vez recuperados de los destrozos físicos, la manifiesta Ana también. Desobedeciendo las órdenes del médico, vuelva a la lectura de la Vida de Santa Teresa, durante la larga convalecencia «llena de sobresaltos, de pasmos y crisis nerviosas», reza el inicio del cap. XXI. En este punto de la narración se perfila aun más claro el proceso ya observado. La lectura como instrumento de sublimación que provoca por un lado los paroxismos que se difuminan en exaltación religiosa, y por otro escritura, o sea el aspecto regenerador que la lectura estimula. La escritura en este caso es la larga carta de Ana al Magistral, carta penetrada del estilo y del espíritu de la Vida de Santa Teresa, carta cuya calidez enardece al Magistral aunque se dé cuenta de ese misticismo reflejo. La intensidad de la carta emana en efecto del paralelo imaginario que se está forjando en Ana entre su circunstancia personal y la vida de Santa Teresa.

Frígilis ve como signo dubitativo de convalecencia la floración religiosa con todo el aparato de largas horas de rezo, de ojos fijos en el espacio. Clarín otorga a Frígilis un símil de intensa emoción estética, un símil en que éste une el cariño a Ana con el amor a la naturaleza: imagen que a la vez libera el sentido trágico, irreparable, de la enfermedad de Ana. «Era como si, tratándose de un árbol, empezara a echar flores y más flores, gastando en esto toda la savia: y se quedara delgado, delgado, y cada vez más florido; después se secaban las raíces, el tronco, las ramas y los ramos, y las flores cada vez más hermosas, venían al suelo con la leña seca; y en el suelo [...] si no había un milagro, se marchitaban, se pudrían, se hacían lodo como todo lo demás» (T. II, 210).

Ana llevará su exaltación religiosa, teñida de compasión y a la vez de autorreproche por haber sospechado del Magistral, a una decisión impulsiva que la causará otra, casi letal, recaída. O sea, la decisión de aunarse a la procesión del Viernes Santo, descalza y llevando la túnica de nazareno (cap. XXVI)30. Este acto no hace sino levantar una oleada de curiosidad malsana y de pena intensa en Quintanar. En cuanto a Ana, la vergüenza del espectáculo de sí misma, esta reciente quemadura, su calvario interior, el lector los discierne en el silencio. Ana hojea rápidamente las páginas de su diario que tratan de la enfermedad causada por los efectos de esa procesión, y lee con deleite otras, durante la convalecencia en el Vivero, antes de la tempestad final. Las páginas del diario que aparece por primera vez en la narración son significativas. Escritas en primera persona, dejan en el lector una impresión viva de que actúan de resorte equilibrador, una nota esperanzadora que persiste aun después de que Ana apure el cáliz de la amargura: Quintanar herido de muerte por Mesía, la huida cobarde de éste, el tormento de la culpa, otro retroceso en la enfermedad, el abandono y desprecio de todos los que se habían llamado sus amigos, menos Frígilis y el médico Benítez, el rechazo aplastante del Magistral que causa el desmayo final en el templo, y el beso de Celedonio que vuelve a Ana en sí con la sensación de sentir sobre la boca «el vientre viscoso y frío de un sapo».

Este gesto del acólito se asocia en la mente del lector no sólo con la mención premonitoria de este anfibio en varios puntos de la novela, sino con las pesadillas, con los sueños delirantes de Ana, en general con el ritmo que los ataques de su enfermedad infunden a la narración.

Recuerdos-LecturaSíntomas, estímulo de exaltación = fragmentación del ser.
Estímulo a la escritura-reflexión-orden-forma = recomposición del ser

Desde el punto de vista del diálogo catártico, el narrador omnisciente-psicólogo deja libre paso a la narración del personaje-paciente que ha logrado orear los recovecos más ocultos de su psique. Clarín otorga a Ana la finura analítica y la intuición que le distinguen a él. Una intuición de quiebras psíquicas que apenas se estudian en nuestros días. El Provisor, Don Fermín de Pas, el Fermo de Doña Paula, pues el Magistral y la madre -gestora en lo más íntimo de la vida del hijo- se configuran en simetría psicopática con las circunstancias de la Regenta. En términos del nivel exterior e interior de la acción, habrá que estudiar a madre e hijo en conjunto, pues reflejan una relación de simbiosis, y el conjunto habrá que enfrentarlo al código ético-religioso del Decálogo. Dentro de la novela el código se formula en negaciones; a través de una sistemática transgresión de los mandamientos. Ofensas que se ocultan bajo un simulacro de impecabilidad y acatamiento a la ley. Una rápida ojeada a esta serie de atropellos nos proporcionará el hilo del nivel exterior de la acción en cuanto a estos personajes.

El dinero es el becerro de oro que Paula adora (T. I, 564)31. Para su culto Paula se sirve de los ministros de la Iglesia. Corrompe, cohecha, se apropia de lo ajeno y encubre sus fechorías levantando falso testimonio. Incluso el cariño por el hijo se entremezcla con la simonía que tan machaconamente distingue a la madre. Todo lo hace por el hijo; y a la vez, valiéndose del hijo, Paula satisface la codicia que la devora (T. I, 547).

Fermín está implicado en los sórdidos tejemanejes que niegan el espíritu del primer mandamiento, acarreando el desprecio del segundo, tercero, cuarto, octavo y noveno (T. I, 468 y ss.). El quinto, «Honra a tu padre y a tu madre», solicita un análisis detallado ya que articula los dos niveles de la acción. El Magistral paga en mentiras, engaños y reconvenciones la protección y ayuda que el obispo, padre espiritual, le ha proporcionado en el avance de la carrera eclesiástica. A la madre tributa obediencia ciega y respeto a pesar del asco y de la vergüenza que despiertan en él las prácticas lucrativas maternas, de las que, por otra parte, él se beneficia para satisfacer su pasión de dominio (T. I, 419). El recurso de la inversión otorga a la fábula, a través de estos personajes, una simetría y a la vez un equilibrio ambiguo, pues socava el valor del mandamiento provocando preguntas cuya contestación surge del nivel interior de la acción. La relación simbiótica entre madre e hijo es también el origen de la personalidad de Fermín, según se revela al lector en los pensamientos, recuerdos y comportamiento del personaje. Ahora bien, para la estructura psicológica del Magistral, que comentaré enseguida, ¿se inspiraría Clarín en otra novelas anteriores a la suya? ¿Quizá en La conquête de Plassans de Zola? No es difícil rastrear parecidos, si nos atenemos al nivel exterior de la acción. En seguida tropezamos con el dúo: el sacerdote Ovide Faujas y la madre, mas el nivel interior en que se ve el actante debatirse, explicarse, recordar y narrarse a sí mismo32, en fin ese tráfago mental del que surge cierta forma de ser del personaje, todo eso falta en esa novela.

Dudo que esta clase de búsqueda, con el hallazgo de consabidos paralelos en novelas anteriores a la de Clarín, dé cuenta satisfactoriamente del «oculto mundo de las conciencias». Ese mundo interior corresponde a la intuición de una estructura psicológica cuyos componentes se habían ido aquilatando, probablemente a través de la labor crítica de Clarín.

El Clarín analizador intuye como base de la creación del Magistral y de Paula un modelo de personalidad que se acerca al propuesto por médicos del momento con el propósito de sintetizar las varias teorías que intentan explicar la etiología de la histeria33. Anticipa Clarín imaginativamente la estructura y la dinámica que la origina, dentro de los elementos de la herencia, ambiente y momento histórico; llevados y traídos y mustios desde nuestra perspectiva: candentes para el Leopoldo Alas de hace cien años.

Intentaré demostrar de una forma esquemática la clarividencia de Clarín conectando los postulados de los investigadores de hoy con los pasajes que, a mi ver, son su anticipación estética.

Es casi axioma que la etiología de la histeria reside en una relación, defectuosa o traumática, del niño con la madre. La herida en la psique del niño es tanto más honda cuanto más traumática y temprana en la infancia34. Para ilustrar este primer punto, o sea el ligamen con la madre basta recordar: a) que Fermín no era fruto de ningún amor, a no ser de la modalidad más odiosa de éste, la violencia; b) que Paula pronto descubre la manera de aprovechar la preñez induciendo al seductor, Francisco De Pas, a cohechar al cura de Mataralejo, de quien ella era el ama y de quien De Pas había sospechado que tuviera amores con su prometida Paula (T. I, 551); así que antes de que dé a la luz empieza Paula a utilizar al hijo como instrumento de su codicia; c) que Paula no es dada a la ternura (T. I, 547).

Ésta es la coyuntura para enmarcar la introspección de Fermín, entre la voz del consciente y un eco lejano -el subconsciente- de algo que le amarga y atormenta en su vínculo familiar, con una sensación de asco y repulsión (T. I, 423, 573). Con la fuerza de la razón Fermín considera como genuino el tesoro de ese sacrificio maternal pasado y presente (T. I, 421). Por otra parte, Paula cree hacerlo todo por el hijo. Lo que se destaca de su discurso directo es la convicción de que lo que la mueve en todas sus acciones es el bienestar del hijo. Clarín logra dar la impresión de que Fermín y Paula sienten el vínculo como noble al nivel de la conciencia, pero da indicios claros de que la motivación inconsciente de Paula es bien otra (T. I, 419).

En vista de esto se podría categorizar la relación entre Paula y Fermín de defectuosa o insatisfactoria. ¿Cómo plantea Clarín esta intuición de una quiebra recóndita, de la que los personajes no se dan cuenta y que él presenta como origen, como fundamento de su forma de ser? La obvia entrada en el pasado (herencia) de Paula es el apellido Raíces35 -raíces también de la personalidad de madre e hijo-, nombre que cobra pleno significado al darnos el narrador omnisciente la ascendencia y antecedentes de Paula (T. I, 548 y ss.). Se señalan los factores socioeconómicos, en este caso la indigencia y las privaciones, físicas o espirituales, como determinantes de la naturaleza calculadora y fría de Paula, cuyo rasgo sobresaliente es la codicia. Un deseo devorador que ella de buena fe cree encauzar hacia el bien del hijo, pero que en efecto le esclaviza.

Dados los antecedentes de Paula, resulta verosímil que para ella el bien (valor moral) y el bienestar (valor material) se confundan y realicen en una envolvente red de cuidados. Esmeros sui generis que llegan hasta el punto de proveer al hijo de beatas jóvenes y placenteras que le complazcan cuando se sienta inclinado a los placeres carnales. Incluso esta práctica de visos celestinescos hay que entenderla como resultado de la experiencia misma de Paula, que en su juventud había hecho pagar caro al párroco de Mataralejo un instante de lascivia, por colmo insatisfecha, pues la muchacha le había rechazado a coces. Luego haciéndolo víctima del chantaje, capitalizando la flaqueza ajena y acrecentando el conjunto a fuerza de manipulaciones e intrigas (T. I, 550). Quiere ahorrar al hijo esas caídas peligrosas para el buen nombre de los dos. Eligiendo a una que otra muchacha de buen ver en Raíces mismo, para doncella privilegiada, y luego concediéndole dote y marido (T. I, 563), puede controlarlo todo bajo silencio de tumba. Lo que se calla no se ve, es casi un símbolo de la represión este subrayar el silencio que se impone a sí misma y a los implicados Doña Paula (T. I, 405). Los datos que nos proporciona el narrador omnisciente y las irrupciones del discurso directo, además de la opinión ingenua que de ella tiene el obispo Fortunato (T. I, 530), no dejan lugar a dudas en cuanto al papel que Clarín asigna a esta figura de madre avasalladora. Al nivel exterior, propulsora de la acción en la serie de transgresiones del código bíblico; al nivel interior, como factor psicológico negativo en moldear la personalidad de Fermín. Factor negativo porque recrudece con la reiterada actitud explotadora ese menguado despertar a la vida de Fermín.

El ejemplo de los padres como formador del carácter de los hijos se integra en las teorías contemporáneas de la personalidad con la misma fuerza de siempre en lo que atañe a lo ético y como patrón generador de actitudes características del sexo36. Se considera como esencial que el niño varón tenga un modelo masculino, si no tiene padre o si el padre no cumple con su función de guía y soporte; a manera de espejo, que la niña tenga una imagen femenina íntegra y firme. Clarín desarrolla a sus protagonistas como carentes no sólo de un modelo satisfactorio de su propio sexo, sino mal guiados por un padre de poco tino en el caso de Ana, por una madre poco ejemplar en el caso de Fermín. Le perjudica con repetidos ejemplos de explotación del prójimo y con el mantenerle bajo férula más allá de los límites normales. El hijo de sus entrañas queda muy suyo en el sentido de que ella le impide independizarse, por así decirlo. Esa invasión de lo íntimo por medio de arreglos equívocos, husmeos, pesquisas, y cimentada con los sacrificios oportunamente recordados y dramatizados (T. I, 541)37, le mantienen en un estado de dependencia e inmadurez.

Distintas culturas, distintos momentos históricos y composición de la sociedad dentro de ellas, distintos escalones en que un individuo se sitúa, darán variaciones y matices diversos al comportamiento de tal individuo, pero las características que definirán la personalidad histérica serán siempre las mismas: egocentrismo, agresividad (en el varón), dificultades en asuntos sexuales, emocionalidad, histrionismo, dependencia38, amén de los síntomas psicomáticos, también variables e influidos por distintos marcos culturales39. La potenciación de estos rasgos en Fermín, al igual que en Ana, son la carne de la novela, y el esqueleto (estructura narrativa) el continuum de la histeria entre los dos polos que ellos integran. A un extremo, el desorden psíquico que se convierte en un crónico malfuncionamiento sensorio-motor que puede afectar a cualquier sentido, amén de convulsiones y a veces parálisis, en situaciones de tensión intolerable para el individuo40. Al otro, la personalidad histérica cuyos rasgos pueden pasar desapercibidos porque se aceptan o toleran en una determinada sociedad y en un momento dado.

Veamos algunos ejemplos. Fermín, que escudriña Vetusta a través del catalejo desde lo alto de la torre de la catedral, en ese pasaje de maravillosa síntesis de los componentes de la sociedad vetustense imbricados en la historia de la ciudad, es la nota que introduce el tema predominante: la obsesión del poder, del levantarse por encima de los otros. Vetusta, la ciudad levítica, ciudad dominada por los sacerdotes, se encarna en el egocentrismo del Magistral, brindándole un placer casi lascivo en sus visión de ave de rapiña. A la vez, desde el inicio se entrelaza un aspecto atenuante: la expresión lírica, casi meditativa, de las motivaciones más egoístas. (T. I, 105 y ss.). Este pasaje en estilo indirecto libre permite seguir el pensamiento del personaje sin la interferencia del narrador omnisciente. De sus largos estudios y lecturas, Fermín ha asimilado la forma, el tino seguro de la expresión justa; pero el contenido moral, el espíritu, se quedan en la superficie, mera coloración de su oficio de rector de almas, encauzado el mismo oficio hacia su sed de dominio (T. I, 399). La huella de la madre no se borra ni para bien ni para mal. Éste es el caso de Fermín, cuya total falta de caridad, o en terminología psicológica, empatía, es casi una exageración, un defecto de Clarín al realizar tal hechura. Lo sería si la causa inherente del comportamiento no se manifestara implícitamente, basada en la intuición de una estructura de la personalidad, como he intentado explicar más arriba.

Clarín otorga a esta compleja creación suya la compostura, el aplomo, toda la forma de autodominio; mas pronto, a través del narrador omnisciente, señala también que tal lisura habitual en él es producto de la vanidad y del fingimiento (T. I, 423). En momentos clave de la acción se quiebra esa lisura y desborda la agresividad; para mayor ironía, en el ejercicio de sus funciones de Provisor. Se escalonan sus rabias, desde una ocasional, provocada por las indirectas del cura de Contracayes (T. I, 463), a las escenas de humor vidrioso que le arma al Obispo (T. I, 104 y ss.). La presencia bondadosa y humilde de éste es a la vez abrumadora para la conciencia de Fermín y fácil presa de humillantes explosiones coléricas, desmanes que incluso vulgarmente se llamarían histéricos.

Su agresividad culmina como propulsora de la acción conclusiva con la transgresión del sexto mandamiento, «No matarás». Es cierto que el Magistral no mata a nadie con sus propias manos -aunque sí tiene momentos de ira arrebatadora que casi le lleva al homicidio (T. I, 410; T. II, 499)- pero induce a Víctor a desafiar a Mesía. Se vale del código del honor, opuesto a su ministerio de caridad, para maquinar un desahogo a su furia celosa y vengativa.

Esto nos lleva a la transgresión del décimo mandamiento: «No desearás la casa de tu prójimo, ni a su mujer, ni a su siervo, ni a su sierva... nada de lo que le pertenezca». Al nivel exterior se realiza incluso la utilización de la sirvienta Petra para minar el buen nombre de Ana y Víctor, completando así la desobediencia al mandamiento.

En cuanto al asunto que los psicólogos designan como «dificultades sexuales» sintomáticas de la personalidad histérica, toda la novela es un complejo y sutil reticulado de emociones eróticas, desde la impotencia, pasando por la perversidad, al amor quintaesenciado que Fermín cree sentir por Ana. Según varios psicólogos las dificultades en que incurren los aquejados de histeria estriban en una vana búsqueda de satisfacción retrospectiva, como si dijéramos. Un esfuerzo inconsciente por subsanar lo defectuoso de la relación primaria madre-niño. El resultado es una gama variada de comportamiento erótico cuyo signo predominante es la inmadurez41. Al final del capítulo XXI asoma algo del estilo amoroso de Fermín y la beata Teresina. Si no del todo aceptable como adecuada ilustración de inmadurez, hay que admitir que Clarín logra dar una impresión de aniñamiento a toda la escena del bizcocho mojado en chocolate y compartido entre los amantes. Antes de empezar con las circunstancias especiales, imaginadas por L. Alas para este personaje, es oportuno recordar (y lo recuerda el autor mismo por medio de otra explosión airada de su personaje42) que la condición de clérigo católico atado por los votos de castidad suma su especial acervo de sufrimientos en términos de represiones, resistencias o caídas en las tentaciones, sentimiento de culpa y un ingente volumen de literarización a través de los siglos.

La novela realista es un campo sumamente fértil para el florecer de esta temática y sus variaciones intertextuales. En efecto, es inevitable asociar el comportamiento del clérigo en una novela con el de otros en otras novelas43. Como he indicado ya, el método más apropiado, a mi ver, es el análisis de la introspección del personaje para comparar y diferenciar, siempre partiendo de la hipótesis de un modelo de personalidad. Sólo comparando y tomando en cuenta la fecha de la escritura se podría evaluar el espíritu analítico del que asimila y ensambla datos de observación propia y ajena y reminiscencias literarias (otras novelas) para plantear una hipótesis de personalidad y desarrollarla imaginativamente. Al imaginar el astuto arreglo de Doña Paula, L. Alas matiza el aspecto represivo de la condición de sacerdote.

En términos puramente fisiológicos Fermín lo tiene todo facilitado, pero el hecho mismo es indicativo de una condición psicológica mucho más grave, la de dependencia. Sí queda la represión al nivel social. La condición de clérigo le impide el juego erótico al que se libra su rival Mesía. La sotana le humilla además como símbolo que pone en entredicho su masculinidad (T. I, 513; T. II, 321, 418, 464). Es sorprendente que Clarín reitere este matiz, pues el esfuerzo por establecer una delineación firme del sexo es característica de la personalidad histérica44.

Ha llegado el momento de situar el amor del Magistral por la Regenta en la hipótesis de una estructura histérica. Resulta arduo convencer a nadie de que tal enamoramiento pueda ilustrar el fenómeno de la disociación, del patológico cercenamiento de algún fragmento de la realidad para elaborarlo en fugas fantásticas45; sin embargo algo de ello hay. Desde la niñez Fermín se da a la ensoñación. En el mapa espiritual que Fermín se ha ido trazando de «La ciudad oculta de las conciencias» (T. I, 398) a través del confesionario, Ana entra como objeto que le pertenece, tesoro descubierto en ese «montón de basura» que es para él Vetusta, miserable conquista en comparación con sus altas miras. Ya desde ese momento Ana con todo su atractivo físico y social, amén de su reputación intachable, entra como digno reemplazo de las ambiciones fallidas de Fermín (T. I, 401). Y para bálsamo del bochorno que le causa la urdimbre de intereses sórdidos en que él y su madre están metidos (T. II, 197). Pues se puede decir que en este estadio inicial de esta relación Fermín se apropia de la imagen de Ana para sanar una herida interior. El sincero deseo, al nivel consciente, de mantener el pensamiento y las intenciones castas en esa relación se refracta en matices turbios al nivel del subconsciente, que el narrador omnisciente indica sin ambages (T. II, 196). Al nivel consciente Fermín rechaza ese murmullo perturbador, pues la virtud misma del bálsamo se desvanecería con la satisfacción de apetitos «que a él no le atormentan» pues los satisface «subrepticiamente... hasta el hartazgo» (T. II, 197-198, 226). Pasión por Ana que él defiende como espiritual, mantenida en vilo precario por los amores con Teresina: secuela de remordimientos y elucubraciones cavilosas para justificar el encenagarse «en antiguos charcos» y para apagar en vano el remordimiento (T. II, 244). Este lapso de forzada idealización en que Fermín quiere creer que el lazo espiritual se va fortaleciendo tiene, como se ve, la turbulencia interior de un deseo mal contenido. En tensión emocional simétrica, Ana brega con la imagen seductora de Álvaro. El que el trecho espiritual de los hermanos del alma fuera ilusorio es lo normal en toda exaltación. El que Fermín sintiera a Ana como cosa suya, el que él actuara de marido, presa de celos homicidas, es la consecuencia de separar un fragmento de la realidad para elaborarlo fantasiosamente y vivirlo. Tampoco faltan síntomas psicosomáticos, pues antes del desenlace trágico que Fermín precipita con sus funestos consejos a Víctor se le ve debatirse bajo una embestida de celos que le lleva a una depresión «complicada con una enfermedad misteriosa, de mal aspecto, que podía parar en locura...» (T. II, 343).

Es un axioma en psicología que los desórdenes psíquicos no son separables del ambiente cultural46, así que cualquiera de los rasgos arriba comentados, considerado en sí mismo, se acepta, justifica y explica en términos socioculturales, sobre todo si se toma en cuenta ese margen de apariencias, de tácita tolerancia de las transgresiones, siempre que éstas queden solapadas según la moral al uso. Ahora bien, cuando un escritor se apresta a analizar los componentes de la procesión que va por dentro del personaje, o sea a mostrar el origen, la motivación y dinámica, ya está configurando una estructura de la personalidad. Ésta, movida por las reacciones y acciones inter e intrapersonales, satisface estéticamente a través de los recursos estilísticos de los que se han mencionado algunos, y que sintetiza una compleja realidad psicológica. El que esta estructura psicológica coincida anticipadamente en líneas generales con una hipótesis de trabajo en que se fundan los psicólogos actuales cumple también el aspecto «experimental» de la novela naturalista; y se entiende por «experimental» la búsqueda y formulación de las leyes que gobiernan el proceso de una enfermedad, determinado por la etiología de ésta47. En resumen, se puede decir que pocos como Clarín habían intuido la plena significación de ese adjetivo unido a la novela por E. Zola para dirigirla hacia nuevos rumbos.





 
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