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ArribaAbajoCapítulo VIII

Segunda destrucción y tercera fundación de Chillán en 1751


1.- No había de durar el progreso de Chillán. 2.- Terremoto de 25 de mayo de 1751: su intensidad y su duración; las inundaciones del río hacen tanto mal como el temblor; fenómenos extraordinarios durante la catástrofe. 3.- Los vecinos abandonan la ciudad y se trasladan al alto de la Horca: el alcalde don Carlos Soto muere aplastado por los escombros de la propia casa; el corregidor y el párroco escriben al gobernador don Domingo Ortiz de Rozas; el curioso fenómeno del sudor de una imagen de la Virgen del Rosario; plegarias y penitencias públicas.


1.- Dejamos dicho en los capítulos anteriores algo de los progresos de la ciudad y de la región, más aún de las penurias y calamidades que soportaron los habitantes. Pero estaba escrito en el libro de los destinos de Chillán, que aquello no era sino una preparación para experimentar otra durísima prueba, que puso el sello a las anteriores desgracias.

2.- El 25 de mayo de 1751, a la una y media de la mañana, un violentísimo terremoto azotó gran parte de la república y con más furia la región del Maule al sur; parece que el centro del fenómeno fueron las provincias de Ñuble y Concepción76. He aquí como narra el suceso un testigo presencial:

«Ha poco más de una de la mañana vino un fuerte remezón, con el que todos precipitados corrimos cada uno en la forma en que se hallaba a los patios de las casas; y apenas empezábamos a pedir a dios misericordia, cuando descargó (diez minutos después del primero) un terrible temblor de tierra que sólo de oír los bramidos que ésta daba apenas había quién no estuviera fuera de sí. Su mayor fuerza me pareció que duraría como seis minutos. En cuyo tiempo se reconocieron tres repeticiones más fuertes alcanzándose el uno al otro; y no quedó en este instante templo, casa grande ni pequeña que no se arrojase, pues ni aún las personas se podían mantener en pie ni huir de sus casas. Los más animosos no creían llegar a mañana; todos discurrían lo mismo. Los destemplados alaridos y lamentosa gritería de todas las personas, los aullidos de los perros, el desconcertado canto de las aves y el pavor de los animales, eran los presagios del juicio universal, y mucho más oír y ver a los que, fluctuando entre las olas y golpes del mar, iban a perecer, no habiendo podido por sus años, achaques o desgracias acogerse al monte».



Las líneas transcritas se refieren a lo sucedido en Concepción; pero son aplicables, al pie de la letra, a lo que aquí pasó, pues eso y mucho más hubo en Chillán:

«San Bartolomé de Gamboa pereció por el mismo fenómeno (que Concepción), con la diferencia de ser barrida por los torrentes en que se convirtió súbitamente su río Chillán, en lugar de serlo por las olas del mar»77.



El río estaba muy crecido con las abundantes aguas del invierno, que fue muy lluvioso, pero, en rigor de verdad, no inundó la ciudad, sino que se vació repentinamente sobre ella. No salió de madre, rebasando sus aguas sobre ambas orillas, sino que, con los violentos remezones del suelo, salió de su centro y se echó con todo su caudal sobre la ciudad, quedando por momentos el cauce sin corriente. Este curioso, pero terrible fenómeno no se verificó después del primer temblor, que no fue el más violento, sino diez minutos después, con el terremoto, cuando ya los vecinos estaban fuera de sus casas y algunos, de la ciudad. A no mediar esa circunstancia, habrían sido muchos los habitantes víctimas de la violencia de las olas furiosas, que arrancaron de cuajo una gran parte de los edificios de la población:

«Tuvo el gobernador la amargura de ver demolidas todas sus colonias y arrancadas por los cimientos las ciudades de la Concepción y San Bartolomé de Gamboa. Aquélla por un formidable terremoto acaecido a la media noche del 24 de mayo de 1751, seguido de la salida del mar, que envolviendo en sus hinchadas ondas cuanto encontraba, dejó desolada la población y la de San Bartolomé porque saliendo de sus márgenes el río Chillán llevó arrollados en las corrientes hasta los cimientos de sus edificios»78.



3.- Amenazados por las aguas del río y por el primer remezón del suelo, huyeron los vecinos hacia la altura de la Horca y Viña Moscatel y pasaron allí una noche de terrible ansiedad. Lo desamparado del lugar y la inclemencia de los elementos de la naturaleza, en una noche larguísima de invierno y los movimientos de la tierra que se sucedían casi sin interrupción, llenaban de consternación a los desgraciados habitantes. Y por sobre el terror de que todos se sentían poseídos, aumentaba la angustia, la incertidumbre de la suerte que corrían muchos de los vecinos. La oscuridad de la noche y el temor que a todos traía con los ánimos abatidos, no permitía a los habitantes reconocerse entre sí, ni darse cuenta de cuántas personas habían perecido, ya entre los escombros de los edificios, ya arrastrados por las corrientes del río.

Amaneció y pudieron los habitantes darse cuenta exacta de la espantosa catástrofe. A la luz del día pudieron verse los espantados rostros; pues todos estaban poseídos de espanto y de terror:

«Todos -dice el párroco don Simón de Mandiola- andaban como locos y fuera de sí, pasaron varios días sin que se tranquilizaran algos los ánimos y recobraran todos su conocimiento natural»79.



Esas mismas impresiones de temor experimentaron los más enérgicos y valientes. El cura asegura que varios días anduvo como «desatentado». Se reconocieron y contaron los vecinos y se juntaron las familias por grupos. Faltaba uno de los vecinos más caracterizados, el primer alcalde don Carlos Soto: había perecido bajo los escombros de su casa, según pudo verse pronto, pues removieron las ruinas y fue hallado el cadáver.

Descendió el nivel las aguas del río y quedó transitable la ciudad, bajaron a ella algunos de los pobladores y su inspección sirvió sólo para aumentar el terror de los habitantes. El suelo se había hundido en distintos puntos; en otros se abrían grietas profundas, cuya sola vista causaba espanto.

A lo que se agrega que la tierra seguía temblando violentamente, acabando lo poco que quedó sin destruírse con la inundación: con lo cual el vecindario no se atrevía a volver a los abandonados hogares y se resolvió a trabajar sus casas en la parte alta de la Horca.

Toda esa situación la pinta el Corregidor y Justicia Mayor de la ciudad, Maestre de Campo don Agustín de Soto Aguilar, escribiendo al presidente de la nación el 28 de junio de 1751.

«Nadie quiere bajar, por la pensión del río»; ...«fuera de que se ha hundido en muchas partes la ciudad, porque en una se hundió la culata de una casa hasta la solera, y en otra se tragó la tierra parte de un horno de hacer teja como una vara; en otra se abrieron unas grietas como de tres cuartas de ancho de tal manera que da horror el verlos y se divisa correr agua por ellos; lo que ha causado notable miedo al vecindario, y perderán y dejarán sus sitios adquiridos, de buena gana para no volver a poblar».

«Los temblores se están repitiendo y el día 26 de la fecha, como a las 11 de la noche, hubo otro temblor tan formidable que, con poca diferencia, equivaldría al que experimentamos el día 25 de mayo. Causa para que casi todo el vecindario se haya salido a hacer sus casas en el paraje llamado La Horca, lugar seco y tierra firme».



A su vez el cura expone al presidente Ortiz de Rozas el estado de ánimo de los habitantes y le cuenta cómo, afligidos y anonadados con tanta calamidad, recurren diariamente con sus plegarias al cielo, pidiendo a la divina misericordia que los ampare y socorra en sus padecimientos.

Los indios de Huambalí, aterrorizados con la furia de los elementos de la naturaleza, se trasladaron también al alto de la Horca y, depuesto todo recelo, buscaban defensa entre moradores de la ciudad y los imitaban en todo lo que veían practicar y aún en las ceremonias del culto religioso. Se hicieron oraciones públicas por la cesación de la calamidad que los oprimía; los sacerdotes celebraban la santa misa con esa intención; se hacían públicas rogativas en procesión por entre las nuevas casas, mal alineadas y mal dispuestas; se hicieron generales penitencias por las calles; en una palabra, puede decirse que la vida del vecindario, por espacio de más de un mes, era una continuada plegaria.

Dice el cura que el temor dominaba a todos, y que ni él mismo era dueño de dominarse:

«Y sólo me puede alentar y animar el portentoso milagro de Nuestra Madre Santísima del Rosario, quién manifestando que era nuestra abogada e intercesora para con su Hijo preciosísimo, mostró su empeño con un sudor tan copioso que duraría éste por el espacio de tres horas y media, en cuyo espacio se predicaron por las calles cinco sermones y cesó de sudar en el último, cuando con la Santísima Reina volvimos a depositarla en el claustro del Sr. Santo Domingo, de donde la sacamos en procesión. Y se hicieron en ella innumerables penitencias públicas, teniendo unos por últimos términos de la vida tan especial portento, y otros, consolados con tan especial abogada, volvieron en sí, no temiendo ya el morir, según se hallaban los ánimos de todo el auditorio; porque unos con disciplinas, otros con golpes en los pechos, otros dándose de bofetadas, otros dándose con piedra en los pechos, pasando esto en tal extremo que puedo asegurar a Vxa. que aún los indios bárbaros me dieron ejemplo, según los alaridos y voces de ellos»80.

«Nos hallamos -continúa diciendo el cura Mandiola- en el paraje llamado Horca, contiguo a la ciudad, porque en la que lo fue, no quedó templo, ni casa alguna en pie».



Y aquí damos fin al relato de la segunda destrucción de la ciudad de San Bartolomé de Chillán, acaecida noventa y seis años después de la ruina anterior y ochenta y siete años después de la fundación por don Ángel de Peredo.




ArribaAbajoCapítulo IX

Tercera fundación de Chillán en 1751


1.- Caracteres especiales de esta fundación: buen sentido de los habitantes, contrapuesto al de los de Concepción en idénticas circunstancias. 2.- Los vecinos en el alto de la Horca: cartas de Soto Aguilar y del cura; se trabajan inmediatamente casas e iglesias en el alto; el cura y el prior de Santo Domingo edifican la iglesia parroquial. 3.- Comienza tramitación legal de cambio de sitio de la ciudad: el Procurador Carlos Acuña Salinas la inicia; cabildo abierto de 3 de junio. 4.- Ortiz de Rozas ordena un segundo cabildo abierto; éste tiene lugar con gran concurrencia e interés; el partido de los reedificantes en el bajo; 5.- Qué era un cabildo abierto; su comparación con las asambleas de hoy. 6.- Particularidades del cabildo abierto de 6 de agosto. 7.- El acta de la asamblea va al gobierno y pasa en vista al fiscal de la Audiencia; interesante opinión del fiscal; dictamen de la Real Audiencia; decreto de 25 de septiembre de 1751, de fundación de Chillán, hoy Chillán viejo. 8.- Juicio de la persona moral de Ortiz de Rozas.


1.- La tercera fundación de Chillán tiene curiosos caracteres que no dejaremos pasar inadvertidos. Y sea el primero de ellos el buen sentido práctico que manifestaron los habitantes en la solución de tan importante asunto, acordando el cambio de sitio para la nueva ciudad. Ya es legendaria la famosa contienda que se suscitó en Concepción a causa del terremoto de 1751, el pleito de la traslación o de la reedificación duró allí desde ese año de 1751 hasta diciembre de 1765. Hubo acaloradas disputas, hubo decretos y contra decretos de los gobernadores de la nación; surgieron pequeños sátrapas que se arrogaron las facultades de rey, se fulminaron castigos y excomuniones para doblar la cerviz de esos tiranuelos, se levantaron autoridades contra autoridades; un cúmulo, en fin, de peripecias e incidentes que darían materia para sainetes y tragedias y, hasta asunto para poemas heroicos; y como resultado definitivo, la traslación de la ciudad desde Penco al sitio que hoy ocupa Concepción, después de pérdidas incalculables de tiempo, esfuerzos y dinero.

Relata parte de esas incidencias el cronista Garvallo Goyeneche y como una reflexión que le sugiere el contraste, dice:

«No tuvieron esa perniciosa conducta los de la ciudad de San Bartolomé de Gamboa, que unánimes establecieron su población en la altura inmediata al valle donde fue arruinada»81.



A la acertada resolución de cambiar de sitio, se agregó la febril actividad que gastaron los habitantes, sin exceptuar a los adversarios del cambio, en la realización de la obra. En este capítulo daremos noticias de estos acontecimientos, valiéndonos de documentos hasta ahora desconocidos e inéditos.

2.- En la carta del corregidor Agustín de Soto Aguilar, al presidente Ortiz de Rozas, de fecha 28 de junio de 1751, que ya conocemos, asegura que los vecinos se amedrentaron por los efectos producidos por el terremoto en la ciudad: hundimiento del suelo, hendiduras y grietas profundas por cuyo fondo se deslizaban corrientes de agua, inundación del río; y por la repetición de violentos temblores y que, en consecuencia, se trasladaron al alto de la Horca y allí comenzaron a construir sus habitaciones. Sigue diciendo Soto Aguilar que a la fecha de la carta hay construida treinta casas, cuatro de ellas de teja y que se construyen otras muchas. Él mismo «para ejemplo de los vecinos», ha trabajado personalmente en la construcción de una iglesia parroquial, que ya está en uso y tiene techo de teja. También tenía casa edificada, con clausura, el P. José Otero prior de Santo Domingo.

El cura Mandiola escribe al gobernador juntamente con Soto Aguilar y después de contarle los padecimientos de los habitantes y algunos incidentes curiosos, le dice:

«Nos hallamos en el paraje llamado la Horca, contiguo a la ciudad, porque en la que lo fue no quedó templo ni casa alguna en pié; y en este paraje dicho, acompañado con el Prior de Santo Domingo, hemos levantado una iglesia de 24 varas, la que se halla ya tejada, y he procurado su mayor firmeza haciéndola de horcones y postes; con todo, el temblor del 26 de la fecha, la ladeó como cosa de cuarta y media para la travesía».



El corregidor Soto Aguilar cuenta a Ortiz de Rozas que no hay mucho orden en las construcciones y que convendría dictar algunas disposiciones tendentes a regularizar las calles que se formen, y termina asegurando «que de los vecinos nadie quiere bajar a la antigua ciudad».

Con lo dicho queda en claro que había resolución de edificar en el alto de la Horca una nueva ciudad, abandonando la antigua. Esta resolución nació espontáneamente de los vecinos y de las autoridades locales, sin que mediara otro trámite que el simple hecho de comenzar la construcción de las nuevas habitaciones. Falta saber si ese veredicto del pueblo sería respetado, o si, por no estar revestido de las formalidades de la ley, iba a quedar en un mero deseo no satisfecho. Eso es lo que pasamos a relatar.

3.- Hemos hecho mención de las cartas escritas a Ortiz de Rozas por el corregidor y por el cura y ya nos son conocidos sus pormenores. Al día siguiente de ir esas cartas a Santiago, se presentó al Cabildo una petición del procurador de la ciudad Carlos Acuña Salinas. Pedía éste que se convocara al cura, a los prelados de religiosos, a los vecinos y moradores:

«Para que salgan a ver y reconocer los tres parajes apetecidos para la reedificación o nueva fundación, que son: el lugar donde estuvo el vecindario, el cerro de la Horca y un paraje llamado Callanco. Y vistos y reconocidos que sean, se han de servir V.S. de acordar con todo el acompañamiento expresado cuál sea el lugar más a propósito para el fin pretendido y luego dar parte al Sr. Gobernador de esta diligencia para que su Exa. determine lo más conveniente. Me consta que los vecinos y moradores de esta ciudad están neutrales en orden al lugar donde se ha de poblar esta ciudad, y siendo yo el Procurador, debo mirar por su mayor utilidad».



El cabildo lo componían: el Corregidor, Justicia Mayor, Lugarteniente de Cap. General y Jefe de la Plaza, Maestre de Campo, Agustín de Soto Aguilar; 2.º alcalde (Carlos Soto, el primero que había fallecido entre los vecinos del terremoto), Fermín de Meza; los regidores Gregorio de Acuña, Juan José de Olivares, Basilio Carrasco, Marcelo Muñoz del Tejo, Luis de Leiva y Sepúlveda y José Balmaceda, secretario. Aceptó de lleno la petición del Procurador Acuña Salinas y mandó citar a «Cabildo abierto» para el tres de julio.

Conforme a las prácticas corrientes, fueron citados por el secretario y los testigos, Manuel Lagos y Gregorio de Soto, personalmente en sus casas, las siguientes personas: todos los cabildantes, que ya conocemos; el párroco, Simón de Mandiola, el comendador de la Merced, P. José Gatica; el prior de Santo Domingo, P. Miguel de la Barra; el rector del colegio jesuita, P. Alonso Barriga y las demás autoridades. Para la citación del vecindario se colocaron carteles en la iglesia parroquial y en la puerta del cabildo.

Se celebró el comicio el día tres y se hizo tal como había indicado el procurador. De todo se levantó Acta, y con ella se dirigió Acuña Salinas al gobernador Ortiz Rozas, haciéndole presente los deseos del vecindario y pidiéndole que decretara la traslación82.

No tenemos copia del «acta», pero conocemos su contenido, porque el corregidor, por conducto separado y por el mismo correo, escribía el 8 de julio a Ortiz de Rozas una carta en que le daba cuenta de todo lo sucedido y que es como sigue:

«SEÑOR:

El día tres del corriente mes de julio por pedimento que hizo el Procurador de la ciudad D. Carlos de Acuña a este Ilustre cabildo justicia y Regimiento se le dio la providencia a continuación de su escrito la que remitimos a Vuestra Excelencia con la razón de habernos ayuntado en el paraje llamado La Horca conviene a saber, el General D. Agustín de Soto, y Aguilar, Corregidor Justicia Mayor y lugar Teniente de Capitán General. Los Maestres de Campo D. Juan Joseph de Olivares y D. Fermín de Mesa Alcaldes ordinarios y Regidores D. Gregorio de Acuña, D. Basilio Carrasco, D. Marcelo del Tejo y D. Luis de Sepúlveda a fin de elegir el sitio más proporcionado y competente para fundar esta ciudad miserable por haber padecido aquella en que estábamos una total destrucción y con la pensión anual de este Río con la experiencia de las inundaciones con que hemos padecido y nos amenazan anualmente y agregándose a esto el haberse abierto muchas grietas en la tierra contiguas aquel paraje las que nos han tenido a más del terremoto con notable susto y con la consideración de aquel terreno de ser notablemente húmedo causa para que se continúen tantas enfermedades de éticos, y reúmas con que se hallan contagiadas o se hallaban aquellas casas por cuyo motivo nos hallamos en este dicho paraje de la horca inmediato a la ciudad.

Para esta Resolución se citó al Vecindario, al Sr. Vicario de esta ciudad y R. P. Rector de la compañía de Jesús de este Colegio y no concurrieron los otros por la distancia en que estaban.

Se siguió a esto el vecindario que concurrió cuyas firmas van abajo y de común acuerdo y consentimiento dieron, y prestaron su parecer de que era mejor paraje y sitio el expresado de la horca teniendo por ciertas y evidentes las causales dadas en el primer capítulo de esta carta.

Se han construido más de noventa casas y entre ellas una Capilla que ha construido el Sr. Vicco. para dar el pasto espiritual en Compa. del Rdo. P. Prior. del Cto. Sto. Domingo y otras cinco o seis todas estas de teja, las demás todas de carrizo fuera de otras que se están fabricando, así para el reparo del Invierno como por el horror con que miran aquella ciudad que fue.

Todo lo dicho representa este Ilustre ayuntamiento con los demás que van firmados para que la muy ilustre y católica persona de Vtra. se sirva de proveer como Padre de este reino lo que más convenga para el agrado de Dios Nuestro Señor bien y utilidad de esta república la que esperemos bendiga con sus determinaciones para el arreglamiento de esta nueva ciudad, y su vecindario. G. de Ntro. Sr. y prospere la salud de Vtra. los más años que puede deseamos y este reino ha menester.

Chillán y julio, 8 de 1751».



No debemos pasar por alto una circunstancia curiosa. El procurador Acuña Salinas agregaba al «acta» una nota de su propia cosecha; aseguraba al gobernador que «el local de la vieja ciudad» estaba lleno de langostas; que «había sido saqueada tres veces» y que ya los vecinos «habían resuelto de hecho la cuestión, pues han edificado en la Horca, abandonando la otra por hallarla mala».

4.- Mientras pasaban estas cosas en Chillán, Ortiz de Rozas recibía en Santiago las cartas del corregidor y del cura, que arriba dejamos indicadas, y a la vuelta de correo, enviaba respuesta que llegó a Chillán el 3 de agosto. Dice a Soto Aguilar que ya se pensaba en Santiago en un cambio de sitio para Chillán, y le indica la necesidad de regularizar la edificación en la Horca, corrigiendo el desorden actual. Le ordena que convoque a «cabildo abierto»: que en él todos den su voto y «que se tome acta escrupulosa», con las razones en pro y en contra escritas extensamente. Que se cite al cura, a los superiores de las comunidades religiosas y los vecinos más caracterizados.

La palabra del corregidor puso en movimiento al vecindario: el «cabildo abierto» convocado para el seis de agosto, decidiría de la suerte de Chillán, y por eso se prepararon todos a llevar sus ideas al comicio.

La asamblea fue numerosa, y, a no dudarlo, una de las más interesantes que ha celebrado al ciudad: para que así fuera, había poderosas razones. Ya queda dicho que la traslación de la ciudad estaba de hecho acordada por el vecindario y que faltaba solo la ratificación de la idea de parte del gobierno. Éste, a su vez, era favorable a la traslación, como lo expresaba la carta de Ortiz de Rozas al corregidor Soto Aguilar. Pero era lo cierto que, de la noche a la mañana, se había constituido un comité o algo parecido, de personas que se propusieron abogar por la reedificación de la ciudad en su antiguo local, y trabajaban con empeño en buscar adherentes a su proyecto. El trabajo de los opositores -llamémoslos así- había sido algo subterráneo y no se conocían las proporciones a que alcanzaba la propaganda; razones ésas que movieron a los de la común idea, a no perder la ocasión de defenderla en el «cabildo abierto».

Puede decirse con verdad que no quedó persona caracterizada que no concurrió a la sala del cabildo el día seis, y nadie se excusó de dar su opinión fundada, acerca del asunto que se ventilaba. De los pareceres de todos se tomó nota por extenso, con las razones que cada uno alegó; y buena parte de los asistentes dieron su opinión fundada, por separado, y así y con la firma auténtica de cada uno aparece su voto en el «acta general» que de todo lo obrado se levantó oportunamente.

El acta del cabildo abierto sugiere, aún leyéndola sin mayor atención, reflexiones serias y muy interesantes acerca de las costumbres de aquellos tiempos y del estado social de Chillán de 1751.

El cabildo abierto que nos ocupa es una hermosa prueba de la providente y libérrima legislación municipal de la colonia, tan vilipendiada y tan calumniada por los que no la conocen. El ayuntamiento (o municipalidad) colonial, siempre que había cualquier asunto de interés general que resolver, convocaba a estos cabildos abiertos o asambleas generales de vecinos, para estudiar entre todos lo que convenía hacer. Si no convocaba el Ayuntamiento espontáneamente, había el Procurador de ciudad, que era el representante de los intereses generales del vecindario, que exigía del Cabildo la reunión de la asamblea, tal como lo hemos visto en líneas anteriores.

Había absoluta libertad para que los concurrentes expusieran sus ideas y formularan sus peticiones, y, honrado es decirlo, había educación cívica muy cultivada, en tal forma que puede asegurarse que el rodaje de las reuniones populares o municipales de hoy, no tienen nada de superior a lo de aquellos tiempos. Es fuera de duda que en los comicios coloniales chillanejos, aparecían patentes un mayor y razonable respeto por la autoridad, y un espíritu público no superado en estos tiempos, en que tanto nos ufanamos por los progresos ciudadanos.

Es un error histórico muy grande, el creer que durante la colonia todo lo hacía y deshacía la voluntad del soberano o del gobernador, y que los habitantes de la ciudad eran unos simples entes, sin personalidad y sin iniciativa de ningún género: estudiadas las cosas a fondo, el cabildo, o ayuntamiento de entonces tenía tantas y más atribuciones que la municipalidad de hoy:

«El poder de los Cabildos -dice don Crescente Errázuriz-, aunque fundado, más que en leyes, en el uso y los hábitos adquiridos, tenía entonces considerable mayor extensión e independencia que en el día de hoy»83.



5.- Por lo que hace a lo que tiene de singular y característico el «cabildo abierto» que nos ocupa, podemos decir que es ello una fotografía de lo que era la sociedad chillaneja de antaño. No faltó una sola de las personas constituidas en autoridad; el vecindario concurrió en masa, y entre todos estudiaron y discutieron el negocio que los congregaba. En los votos firmados que se consignan en el acta, hay un verdadero desfile de interesantes y curiosas figuras morales. Están allí todos los caracteres, y se podría, con un poco de atenta observación, formar una galería de retratos con rasgos definidos, de personajes de aquella época: nosotros nos contentaremos con ponerlos en orden y dejaremos al lector la tarea de la reconstitución.

La asamblea se celebró en la forma que pasamos a exponer.

Se había citado previamente en sus casos a las personas que, según usanza, eran distinguidas con esa prerrogativa; y al vecindario, con avisos y carteles; ya hemos relatado eso antes.

Abierta la sesión, tomó la palabra el procurador de la ciudad, don Carlos Acuña Salinas, e hizo una exposición clara y completa del asunto que allí reunía al vecindario. Ya sabemos que el Procurador era fervoroso partidario de la traslación a la Horca, y que tenía pedido al gobernador que la ordenara; y había agregado una razón curiosa en favor de su idea a saber «la de que el antiguo sitio estaba lleno de langostas». Expuso las razones que había en pro y en contra de los proyectos de reconstrucción de la ciudad en el antiguo local o de su traslación al alto de la Horca. Terminó su discurso el Procurador y como inesperado final dijo que era partidario de que Chillán quedara en donde siempre había estado «que el vecindario se volviera a sus antiguos solares».

Con un palmo de narices debieron quedar los concurrentes al oír la declaración de Acuña Salinas, cambiado tan inesperadamente en enemigo del Acuña Salinas de ayer. Pero ya sabían algunos que el Procurador era el jefe oculto de los que hemos llamado «opositores».

Callado que hubo el Procurador, el Corregidor puso en discusión el asunto y se le discutió «interesadamente» y con amplísima libertad, tal como lo había indicado el gobernador Ortiz de Rozas, al ordenar el comicio.

Opinaron y dieron voto escrito el Cabildo, y el cura párroco que, lisa y llanamente, mantuvieron lo que ya antes habían dicho en la reunión de julio; esto es, la edificación en la Horca. Tocó su turno después a los tres superiores de los tres conventos de la ciudad, al rector del colegio jesuita, al teniente cura, don Juan Francisco de Andrade, y a los demás vecinos. De éstos dieron voto fundado los siguientes: Maestre de Campo, don José de Benavides, Maestre de Campo, don Rafael Fonseca, Bartolomé Vivanco, José de Guzmán, Fernando Acuña, Agustín Venegas, José Godoy, Matías del Rivero, Vicente Benavides, Alejandro de la Fuente, Felipe Palma, Álvaro Sanmartín, Jacinto Riquel de la Barrera, Luis de la Fuente, Francisco Navarrete, José Benavides, Felipe Palma, José Irazi, Juan de Palma, José Moncada, Valeriano Ortiz, Felipe de la Cerda, Francisco San Martín, Felipe Zenteno, José Zúñiga, Agustín Zúñiga, Alfonso Elgueta, Andrés Sepúlveda, Juan Fernández de Andrade, Martín Vivanco, Juan Vivanco, Francisco Soriano de Izaguirre, Andrés de Acuña, Lorenzo Salinas, Gerardo Navarrete, Pedro Arias, Juan Carrasco, José Arce, José del Pino, José Contreras, José de Quintana, Lorenzo Contreras, Ramón de Ibáñez, José Vargas Machuca, Gabriel de la Barrera, Francisco de la Fuente, Francisco Muñoz, Carlos de Ortiz.

La mayoría de esos votos, o mejor, la casi unanimidad, fue en favor de la edificación en el alto de la Horca. Las razones en que apoyaban sus pareceres ambos bandos están en los votos que vamos a resumir o dar íntegros, por la significación que ellos tienen en orden a la solución del asunto debatido, y por lo que tienen de caracterizadores de las personas y de la época, según dejamos dicho hace poco.

El superior dominicano P. José Otero, defendió la antigua ciudad:

«Dijo que tres puntos le compelían al Ilustre Cabildo por la traslación de la ciudad al paraje la Horca, que era lindo para facinerosos: el 1.º, era las irrupciones del Río, el que en tiempo de doscientos años solo había salido el de cuarenta y que no perjudicó a la ciudad más que a tres casas y dos celdas de un convento; la 2.ª, las humedades que residían en la situación antigua; que en el nuevo paraje que se elegía existían duplicadas; el 3.º, Los reúmas y éticos de que morían los vecinos; que éstos eran accidentes que en todas partes se experimentaban por cuyo motivo era más conveniente la fundación en la antigua situación».

El superior franciscano, P. Miguel de la Barra, dijo:

«Que tenía orden de su Prelado de mantenerse en la Antigua Población; y que hallaba ser éste más propio para la ciudad que no el paraje nombrado la Horca, así porque en él se mantenían los pobres, como a la religión, y que sólo para algún individuo podía ser mejor el del alto de la Horca, por lo que estaba aguardando al R. P. Zañartu; y que se sujeta y difiere en todo a los motivos que tiene representados al Supremo Gobierno, sin embargo de los más que protesta representar y que éste era su parecer».



El superior mercedario, P. José Gatica, dio así su voto:

«Que su convento ha sido el que más frecuentemente ha experimentado ruinas del Río, y que en medio de esto tiene por más conveniente sea la población en la parte de abajo antigua, porque tiene a menos el que lo ante dicho su Conto., que no el común del vecindario, por ser el paraje nombrado la Horca estéril y árido, muy húmedo y infructuoso; y prueba de su humedad es de que en la iglesia que se construyó en el alto está brotando el agua, y se ha visto en las pocas sepulturas que en ellas se abrieron; y que es corto el lugar que se eligió para la ciudad, por que le parecía conveniente que en el alto del cerro fuese la promediación de la plaza, tomando la mitad de la ciudad para la parte elegida y la otra mitad para el paraje de la antigua Población; y que de la total fundación en el de la Horca se seguiría perjuicio a la religión de Santo Domingo y a la de San Francisco por tener situados el primero 600 pesos de principal en censo y el segundo 800; y que el agua para la nueva ciudad necesitaba de algún Corte para que se mantenga sin desbarrancarse; y fuera de otras razones que tiene comunicadas a su Excelencia; y que si el enemigo llegara a invadir la ciudad, la puede quitar, por estar superficial y dominante, lo que, hallándose la ciudad en el bajo, no podrá acaecer».



En esos votos está la defensa de la antigua ciudad. El superior franciscano y el mercedario dejan constancia de que se han dirigido antes al supremo gobierno, dándole las razones en que fundan sus ideas.

Oigamos ahora a los partidarios de la traslación: en los votos que pasamos a recordar, están contestadas las razones y objeciones del contendor.

El superior jesuita P. Alonso Barriga, expuso así su parecer:

«Que sin comparación ninguna es más conveniente la ciudad en el paraje nombrado la Horca, porque es fértil, se le puede echar el agua y puede haber la misma arboleda y plantas que abajo; y se tiene el agua sacada con facilidad para la nueva traslación y suficiente sitio para la nueva traslación, digo para su fundación, que consta de nueve cuadras de ancho y casi diez y nueve de largo; que halla por gravísimo inconveniente el que la población sea en la parte donde antes se hallaba, porque dicho paraje tiene contra sí los tres elementos del agua, la tierra y el aire: el del agua, por lo amenazada que se halla del Río; la tierra, porque en ella hacen más operación los temblores, como se ha visto; y el aire, por lo inficionado que corre en dicho paraje, por cuyo motivo es poco sano y se experimentan muchas enfermedades de calenturas, éticos y reúmas».



Los peligros de inundación de la parte antigua, los expuso el venerable anciano, Maestre de Campo, don Gabriel de la Barrera, en su voto:

«Dijo que siendo natural de esta ciudad, y haber obtenido, en el discurso de ochenta años que tiene, tres veces la vara de Alcalde ordinario en propiedad, y en otras ocasiones en depósito (suplente) y otros varios empleos y ejercicios honrosos, en la República, siempre ha reconocido por la experiencia que tiene la ventajosa mejora que, resultará de la traslación de la ciudad al paraje nombrado la Horca; porque siempre que ha ocupado los dichos cargos de Alcalde, ha experimentado las inundaciones y amenazas del Río, por cuyo motivo ha procurado como Juez reparar con estacada de Pellines a forma de tajamar las avenidas y crecientes del dicho Río, lo que en medio de esta diligencia pudo jamás precaver de modo que la ciudad no recibiese daño; por cuyo motivo en aquellos tiempos han estado los vecinos con la disposición de trasladarla; lo que hubieran ejecutado antes de ahora, y asimismo a mis Padres y antiguos ha oído lo mismo, y que el no ponerlo en práctica era por el motivo de hallarse los vecinos con edificios construidos en aquel paraje. Y aunque tiene cinco solares, por este justo temor jamás los ha querido edificar; pero que, habiendo el terremoto destruido y postrádolos por tierra, no halla motivo digno de la menor atención de que se deje de trasladar la ciudad al conocido y ventajoso paraje de la Horca, en que reconoce y ha reconocido la diferencia de terreno, por ser éste seco cuanto húmedo el de la antigua población; y con este conocimiento desde luego está determinado a fundar como vecino en esta nueva población; lo que no hubiera ejecutado en la antigua, por las razones anunciadas».

A la declaración de los superiores mercedarios y franciscanos, de haber dado ya las razones de su parecer al gobernador Ortiz de Rozas, contestó el Maestre de Campo, don José de Benavides, en la siguiente forma:

«Que lo en el asunto se le ofrecía decir es de que el Sr. fiscal con el pleno conocimiento que tiene del paraje y Río de esta ciudad como de sus individuos, respondió a la vista que se le dio de los informes hechos por el corregidor y cura y vicario de ella, con el acierto que ofrecía su suma inteligencia y gran especulación de las cosas, y, en su conformidad, la justificada y acertada providencia del superior Gobierno, la que en todo obedece; pues es constante la ventajosa mejora que resulta de la traslación de la ciudad al paraje nombrado la Horca, así por lo que expresa el Sr. fiscal, como por todos los demás motivos que se ofrecen a la vista, y ha manifestado la experiencia. Y contándome de que, en el tiempo que dicho Sr. fiscal se halló en esta ciudad a instancias y clamores del común, que le suplicaban concurriese al alivio de todos en libertarlos de las inundaciones del Río, estimulado de su buen celo, con el mayor esfuerzo y empeño, puso todos los medios que existían de su parte en alivio de la ciudad, nombrando para la saca del Río a don Mathías del Ribero, regidor que fue, y a mí, encargándonos el desempeño de Ntra. obligación, lo que no tuvo efecto a causa de los Genios tan discordes que ofrece el clima de la tierra predominante en algunos, como lo fue en aquella sazón, en la mayor parte, el dicho don Carlos de Acuña, a vista de lo cual no me queda cosa que arbitrar sino es conformarme en todo con el Superior mandato de Su Excelencia».



Por lo que va dicho, se ve que todo iba en la asamblea por las vías de lo científico, como en el voto del superior jesuita; por las históricas, como en los dictámenes del superior dominicano y del venerable anciano de la Barrera; por la de la obediencia sumisa y de la caridad, como en los pareceres de los superiores franciscano y mercedario; por de adhesión a la voluntad gubernativa, como en la manifestación del Maestre de Campo Benavides. Todo era demasiada filosofía y códigos en aquellos razonamientos; pero faltaba una razón más tangible para el soberano pueblo allí congregado, un argumento manual, que hablara con más claridad que las razones científicas y legales ya expuestas. No faltó ésta, y la dio un vecino, sacándola del propio susto, o de su corazón, o de su pesebrera, hela aquí: el asambleísta don Andrés de Sepúlveda:

«Dijo que halla ser más conveniente y ventajosa la fundación de la ciudad en el paraje nombrado la Horca, por varios motivos: el 1.º, el que anualmente, en tiempo de invierno se hallaba pensionado de tener caballo ensillado, motivo de las amenazas del Río, para poner en salvo su familia en cualquier crecida o avenida que acaeciera, siendo su mayor desasosiego y subsidio las noches, las que comúnmente pasaba en vela, por el justo temor que tenía de perecer, y que en el discurso de muchos que se halla en la ciudad, siempre ha visto anualmente salir dicho Río, inundando hasta la Plaza de Armas, perjudicando al convento de la Merced; el 2.º, el conocimiento que tiene de lo más seco que es el paraje de la Horca, pues hallándose viviendo inmediato a la capilla que en dicho paraje de la Horca se ha construido, con el motivo de la inmediación de ella, ha asistido a los entierros que se han ofrecido, y le consta que las sepulturas que se abrieron están enjutas y secas y, asimismo por esta razón y conocimiento que antes de esto tenía, ha hecho cargar tierra para solar la posesión que tenía en la antigua, por ser sumamente húmeda la de aquel paraje; y por todos los demás que se están manifestando a la vista».



A fe que Sepúlveda tenía buen caballo para discurrir: su parecer es el más comprensivo y mejor comprobado de los que se consignan en el acta. Lo del caballo ensillado, es un argumento de lógica palpable y que (no lo dice el «acta», pero así debió ser), le mereció aplausos generales y entusiastas de la concurrencia; lo de dejar tranquilos a los muertos, cuyo reposo pretendía turbar uno de los preopinantes, le mereció, no hay que dudarlo, la gratitud del vecindario todo, y especialmente de los deudos; y, por último el argumento en pro de lo seco del suelo en la Horca, tiene más peso que la tierra seca que llevaba para corregir la humedad del suelo del bajo, de la antigua ciudad.

Todavía faltaba en la asamblea la nota de la fogosidad y de la exaltación, y la dio don Matías del Rivero, del cual se lee en el «acta»:

«Dijo que hacía presentación de un escrito en el que manifestaba su parecer, a que se le respondió por el Ilustre Cabildo que el que hacia no era a fin de disputar cosas contenciosas, sino solo a que sucintamente diesen, in voce sus pareceres; por lo que, procediendo dicho D. Mathias con intrépidas voces y audaces razones a la falta del respeto que debió tener al Ilustre Cabildo, se le mandó saliese del congreso de él, y que se informaría a su Excelencia del precipitado modo que siempre ha tenido de portarse con la real Justicia, dejándole a salvo su derecho para que usase del como mejor le conviniese; y para que conste se pone por diligencia».



Es evidente que el señor del Rivero, a pesar de estar el invierno en todo su rigor, no tenía hielo en la sangre y le sobraba calor para exponer sus ideas y para hacerse respetar.

Aunque sea haciendo una digresión hemos de dejar constancia aquí del fundamento que de su voto dio Rivero en el escrito que le fue rechazado en la asamblea. Además de las razones que favorecían al local de la antigua ciudad, alegó una muy interesante:

«Debe conservarse el antiguo sitio -dice Rivero- porque, recorriendo las calles de la destruida ciudad la Virgen del Rosario, cuando aún duraban los temblores, hizo la extraordinaria manifestación del copioso sudor que todos presenciamos y que duró por espacio de más de tres horas. Fue patente que el párroco y tres sacerdotes más, empaparon gran cantidad de algodones y lienzos queriendo secar el sudor de la imagen, el cual cesó cuando lo tuvo a bien la celestial Señora.

Ese hecho extraordinario -sigue diciendo Rivero- ha santificado en cierta manera aquel sitio y sería una incalificable ingratitud abandonarlo, viniéndose a otro que ni siquiera tiene excepcionales condiciones.

Soy de opinión -terminó diciendo Rivero- de que la ciudad se reedifique en su antiguo sitio».



El fenómeno del sudor que alega Rivero se verificó realmente, y si el cabildo se negó a aceptar el escrito de Rivero, no fue porque pusieran en duda la aseveración del asambleísta, sino por su irregular proceder y por lo descomedido de su conducta. A lo que había que agregar que Rivero era uno de los opositores más tenaces a las ideas de la mayoría y se había confabulado con Acuña Salinas para hacer fracasar la traslación de la ciudad: así lo dice el cabildo a Ortiz de Rozas.

Ya dijimos que el cura Mandiola habló del sudor de la imagen de la Virgen del Rosario, en carta a Ortiz de Rozas, y que califica de milagroso hecho; y como tal lo tuvo entonces el vecindario y lo siguió teniendo la tradición, que ha transmitido hasta hoy su memoria, que vive en el recuerdo de muchos vecinos. Lo que nosotros hacemos ahora es dejar aquí escrita la tradición y dar los testimonios que comprueban el hecho que es su objeto84.

7.- Terminada la digresión, sigamos nuestro relato. El trece de agosto envió el Corregidor el acta del cabildo abierto a Santiago. Con ese documento el gobernador Ortiz de Rozas pasó el expediente en vista al fiscal.

Desempeñaba ese cargo don José Perfecto Salas, notable jurisconsulto y persona que prestó grandes servicios al país, como oidor de la Audiencia, asesor de gobernadores y en el ramo de la instrucción pública y de la administración general. La vista que dio Salas en un interesante documento, y hasta merecía figurar en este trabajo; pero, por ser algo extenso, nos contentaremos con apuntar lo que nos ha parecido de mayor importancia.

Se decide Salas por la traslación de Chillán al alto de la Horca. Para antes estaba buena, dice, el local antiguo, para cuando no había mayor población:

«Pero ahora que hay más de mil habitantes y una guarnición de quinientos soldados, se necesita un local que ofrezca más favorables condiciones. Desde hace tiempo se han ido al campo familias nobles, de bastante lustre y esplendor, en odio de una desgreñada ciudad que, sobre otras adversidades, experimenta la de las inundaciones repetidas».



Alienta Salas a Ortiz de Rozas para que emprenda la reedificación de Chillán y dice:

«Constituyéndose así la grandeza de V. E. en Restaurador de un lugar que siendo, por lo fértil de sus campos, el Almacén de donde se proveen todos los lugares de la frontera de granos y menestras; por la abundancia de sus ganados, la Despensa de donde se surten de bueyes, y bastimentos; por la prontitud, expedición y fortaleza de sus gentes, los primeros que ocurren a cualquier función bélica; y por la copia de un todo, es la Jurisdicción más barata, no solamente de este Reino, sino de toda la América; y solo le ha faltado móvil, y resorte que, aprovechándose de las materias que allí creó pródiga la naturaleza, construya una ciudad de las más hermosas del Reino, que sirva de presidio inexpugnable a la invasión de los enemigos».



El 3 de septiembre dio su vista Salas, y el 13 pasó el expediente al trámite del «real acuerdo» o consulta a la Real Audiencia. El 30 dio su acuerdo favorable ese tribunal: firmaban los oidores don Juan de Balmaceda, José de Traslaviña, Gregorio Blanco Laysequilla, Domingo Martínez de Aldunate y Juan Verdugo.

Terminados ya los trámites de estilo, el gobernador dio resolución favorable a la traslación de la ciudad, aprobando lo que, de hecho, habían resuelto los vecinos con sus edificaciones en el alto de la Horca y Viña Moscatel.

El decreto de creación de la nueva Chillán es como sigue:

     «En la ciudad de Santiago de Chile en veinte y cinco días del mes de septiembre de mil setecientos cincuenta y uno. El Exmo. Sr. Dn. Domingo Ortiz de Rozas del Orden de Santiago del Consejo de Su Md. Tene. Genl. de sus reales textos. Gobernador y Capitán General y Presidente de su Real Audiencia. Habiendo visto los autos formados a representación del Cabildo Justicia y Regimiento de la Ciudad de San Bartolomé de Chillán y del Maestro Dn. Simón de Mandiola, Cura y Vicario de ella, sobre su traslación al inmediato paraje de la Horca, con el motivo de haberse arruinado totalmente con el terremoto del veinte y cinco de mayo de este presente año, los dictámenes expuestos en Cabildo abierto por sus capitulares, Prelados de las Religiones y Vecinos y lo que dijo el Sor. Fiscal a la vista que se le dio. Dijo que conformándose con el parecer uniforme del Real Acuerdo, donde por voto consultivo se remitió el expediente; debía de aprobar y aprobó la traslación que el Corregidor, Cura y mucha parte del Vecindario de dicha ciudad hicieron al expresado paraje de la Horca con el referido motivo; y en su consecuencia mandó que el Corregidor de dicha ciudad con un Alcalde ordinario y un Regidor de ella y asistencia del Alarife y en su defecto del Juez de mensuras, midan y pongan en el centro de él la plaza mayor, dándole por cada costado una cuadra de ciento cincuenta varas, fuera de las calles, y que de ella salgan en derechura con ancho de doce varas para las puertas y caminos principales por los rumbos de líneas de norte sur y este oeste y que, delineado el terreno y dividido en cuadras, se reparta cada una en seis solares de cincuenta varas de frente y setenta y cinco de fondo, dando las tres al norte y al sur; que en un extremo de la Cuadra del lado del este, o oriente, que forma la plaza mayor se midan cincuenta varas para la Iglesia Matriz con frente a la plaza y todo el fondo de la cuadra para el mismo oriente destinando la esquina de dho. rumbo para caridad, y el espacio que hubiere entre este aposento o pieza y la Iglesia, para campo santo, donde se entierren los cuerpos de los pobres de caridad exhortando como exhorto al Cura y Vicario de ella a que, de acuerdo con el Corregidor, entable esta santa y loable hermandad para que, con la limosna que han (de) pedir los hermanos siempre que hubiere difunto, se haga el costo de su entierro y bien por su alma: que a continuación de las cincuenta varas de ancho que se señalaren para la Iglesia se señalen otras cincuenta para la casa del Cura y sacristán, con la frente igualmente a la plaza y el fondo regular de setenta y cinco varas; y los tres Solares de igual fondo y frente que quedan en dha. cuadra aplico para propios de la ciudad en atención a no tenerlos. Que en la cuadra del lado del norte se construían las casas de cabildo y cárceles de hombres y mujeres con corrales suficientes para su desahogo, y a su continuación un solar de cincuenta varas de frente con el regular fondo, para Casa de los Correos, quedando el resto de la cuadra a beneficio de los propios de la misma ciudad, con cuyo respecto no se ocuparan los costados de ella que miran al este y oeste con la cárcel, casas de cabildo y de los correos para que en toda su frente se fabriquen tiendas por cuenta de la misma ciudad que puedan alquilarse a mercaderes y formen las calles que se han de nominar, una, de mercaderes, y otra, calle Real, dándose, como se da, al mismo Cabildo facultad para que pueda fabricar o vender a censo irredimible, por vía de enfiteusis, los solares y sitios que quedaren en la misma cuadra a las personas que más dieren por ellos en hasta pública, cuyo remate se hará precediendo aprobación del mismo Cabildo con asistencia del Corregidor, del Regidor más antiguo y del Procurador General, y antes que el remate se efectúe, se dará cuenta al mismo Cabildo con los autos de las posturas para que acuerde sobre su admisión o continuación del pregón; y el remate que en otra forma se hiciere sea en sí mismo de ningún valor ni efecto; de que tomará razón en el libro del Ayuntamiento, con apercibimiento que, en caso de no tomarse, no servirá el remate de títulos bastante al subastador, y se podrá abrir pidiéndolo la ciudad o su Procurador General, siempre que hubiere quién mejore su condición; el cual privilegio se deniega en el de estar el remate hecho con las solemnidades expresadas y anotado en dicho libro. Que las otras dos cuadras de los costados del sur y del este o poniente de la plaza y de los ocho inmediatos a los que forman el cuadro de ella repartan sus sesenta solares entre las personas que han servido los oficios de alcaldes ordinarios, Regidores y demás concejiles, por suerte y de la misma suerte los demás. Que de los cuatro Conventos de Santo Domingo, San Francisco, la Merced y Compañía de Yhs. asigne cuatro cuadras que serán las terceras que salen derechas de la Plaza mayor también por suerte de modo que cada uno este dos cuadras de ella uno con cuadra tercera que sale para el norte, otro en la que sale para el sur, otro en la que sale para el este y otro en la que sale para el oeste, para que el vecindario goce cómodamente del beneficio de la misa, predicación y demás ministerios propios de su sagrado instituto. y ordeno y mando que dicho Corregidor haga lista y matrícula de todos los vecinos del Partido, y que por bando los convoque, cite y emplace para que comparezcan en la ciudad dentro de un término competente a día cierto y determinado, en que se hará el repartimiento de solares por suerte, imponiendo al que no compareciere la pena de cincuenta ps., que desde luego aplico para gastos de obras públicas; y así repartidos los solares, le apremiará y compelerá a que los fabriquen, pueblen y habiten dentro del término de un año con apercibimiento que, pasado se la quitará y venderá a beneficio de la ciudad y sus propios y asignará otro en parte más remota para que lo pueble y habite dentro del mismo término de un año, pena de cien ps. aplicados a los propios y rentas de la misma Ciud. y sus obras públicas, de modo que no haya vecino alguno en el Partido, a excepción de los que tienen casa en la ciudad de la Concepción, de los mayordomos pastores y otros de incompatible residencia, que no la tenga en dicha ciudad de Chillán, donde mantenga su familia y pueda dar educación a sus hijos. Asimismo ordeno y mando que los edificios y casas sean de una forma para su mayor ornato que goce de los vientos de norte y medio día, y que todos estén unidos para su defensa; y que las oficinas de carnicería, pescaderías, tenerías y otras que causan inmundicias y mal olor, se pongan a la parte del río y no en el centro de la ciudad, para que con limpieza y sanidad se conserve la población. Que se procure dejar a uno de los extremos de la ciudad una cañada en terreno que pueda regarse y plantarse de arboleda, para el desahogo, paseo y divertimiento de los vecinos; y finalmente que a todos se les repartan solares con la precisa calidad y condición de que no los puedan vender antes de fabricarlos; y de que en ningún tiempo puedan ser acensuados, hipotecados, ni obligados por ninguna causa ni motivo, y el censo, hipoteca y obligación que los actuales poseedores o sus sucesores impusieren sea en sí ninguno de ningún valor ni efecto, aunque se contraiga por el de la fábrica del mismo solar, para que de este modo se logre el importante fin de la habitación y residencia de los vecinos, y que no suceda que, por falta de casas, se vean precisados a retraerse de las estancias y desamparar la ciudad. Y que su Corregidor y Cabildo propongan los arbitrios que tuvieren por convenientes para la construcción de las obras públicas a más de los expuestos; si hay comodidad de ejido, dehesas y tierras para propios, que dentro del término de un mes remitan certificación de los que gozaba y tenía la ciudad, informando lo demás que hallaren pueda contribuir a beneficio de dicha ciudad y de los vecinos, para dar las provids. relacionadas al deseo de su mayor aumento, y así lo proveyó, mandó y firmó»85.

He ahí la tercera partida de bautismo de Chillán. Con ella nace a la vida de pueblo legalmente construida la ciudad edificada en lo que es hoy Chillán Viejo.

La finalización de este importante negocio, llevado a cabo con tanta tranquilidad y con tan buen sentido, ya de parte del vecindario, ya de las autoridades superiores de Santiago, tuvieron para Ortiz de Rozas una recompensa altamente honrosa que le acordó el rey de España. Tenía ya contraídos otros méritos; pero la fundación de Chillán, fue la que inclinó el ánimo de Fernando VI para dar a Ortiz de Rozas el título de «Conde de Poblaciones», acompañado de unas cuantas prerrogativas que no concedían los monarcas con mucha frecuencia86.

8.- Estampemos aquí, para recordar a los chillanejos el gran valor de la persona del tercer fundador de esta ciudad, el juicio que de él da un escritor que en aquel entonces era nuestro comprovinciano y conoció personalmente al gobernador:

«No podía idearse hombre más justo, recto y prudente que éste, para que supiese conservar la paz con el araucano, llevar adelante las poblaciones, y procurar el adelantamiento de todo el reino. El abrazó todo lo bueno de sus antecesores, y procuró evitar todo lo que había manchado sus gobiernos. A ninguno ultrajó, sino que, cortés con todos, daba a cada uno el tratamiento que correspondía a su nacimiento. Nada interesado, no vendía los empleos, sino que, según el mérito y los talentos que reconocía, los repartía. Su mujer en esto, pero sin que él lo hubiera entendido, oscureció algo su buena fama; pero cuando él lo llegó a conocer, tuvo el valor de reprenderla en público, y la obligó a reprimir su codicia, no acordando gracia alguna que ella le pidiese. Con este ejemplo supieron todos que no servían los regalos, sino los méritos; y así, para ascender en la milicia, sus oficiales procuraban todos contentarlo con sus buenos procederes»87.



No hemos encontrado documento ni rastro alguno, que nos permita conocer o barruntar si Chillán que comenzó a ser ciudad en 1751, haya dedicado algún monumento, o algo parecido, a perpetuar la memoria de don Domingo Ortiz de Rozas. Si algo de eso hubo, todo desapareció con la destrucción que experimentó la ciudad el año de 1835 que sepultó en el olvido muchas cosas dignas de perpetua recordación.




ArribaAbajoCapítulo X

Proyecto de fortificar la ciudad. Fundación del Hospital de San juan de Dios


1.- Razón de este capítulo: Se inquietan los indios araucanos; se teme la sublevación general. 2.- Nobleza del cacique Tureculipí: se viene a Chillán; torpe conducta del corregidor don José Quevedo; el jefe indio Pilmi venga a Tureculipí, excursiona en el Partido y hace abundante presa y botín. 3.- El corregidor don Juan Ojeda idea la defensa de la ciudad; el capitán don Antonio Serna, cabildo abierto convocado por el corregidor; presupuestos presentados por los vecinos Castro y Trigueros; junta los antecedentes el corregidor y los envía a Santiago; no hay resolución del gobernador, don Francisco Javier Morales. 4.- Hospital de Chillán: don José Gambino lo inicia el año 1786; el procurador Acuña revive la cuestión diezmos de 1588-1603, pero con justicia de parte de Chillán. 5.- Va a Santiago el expediente de fundación: el presidente O'Higgins lo favorece; decreto de fundación. 6.- Lo establece Fr. Rosauro Acuña, fraile de la Buena Muerte; renuncia a su cargo, pero no se le acepta la renuncia; sale del hospital como prisionero político.


1.- Este capítulo tiene alguna relación con el objeto principal de nuestro trabajo: trata él de un proyecto de defensa de la ciudad, que en 1772 propusieron las autoridades locales. Le damos cabida, aunque quedó en solo proyecto, porque lo motivó un serio peligro a que se vio expuesto Chillán, y del cual intentaba ponerlo a salvo el providente interés de sus vecinos. A más de eso, en los documentos que nos servirán para este relato, hay noticias curiosas acerca de muchas cosas que interesa conocer, no sólo a los vecinos, sino especialmente a los que escriban sobre asuntos militares de la provincia.

Desde el año 1766 habían comenzado a inquietarse los indios, a causa de una serie de medidas inconsultas que tomaban algunos de los jefes militares de la frontera, dominados, de la idea de una guerra de exterminio contra los naturales. Hubo por ese motivo años de guerra en que la suerte de las armas favorecía, ya al indígena, ya al español. No fueron parte a tranquilizar la situación, ni los pacíficos empeños del gobernador don Antonio Guill y Gonzaga, ni los impulsos violentos de algunos jefes de división, que se empeñaron en acciones militares con los porfiados araucanos, ni las conferencias del obispo de Concepción, don Pedro Ángel de Espiñeira, que en varias ocasiones pactó arreglos con los indios; ni otros expedientes de que se echó mano sin resultado favorable definitivo. Eso, por lo que hace a los asuntos generales de la guerra; que, en lo que hace a Chillán, hubo algunos incidentes que fueron causa de especial enojo por parte de los indígenas, y ocasión de que intentaran atacar la ciudad, prevalecer contra su vecindario y defensa y acabar con la ciudad, si les fuera posible.

A pesar del general fermento, que traía revueltos y coléricos a los indígenas, hubo sin embargo algunos caciques que no querían la guerra, y deseaban la tranquilidad y el trabajo en amistad con los españoles. Uno de ellos fue el cacique Tureculipí, de los pehuenches de la región araucana. Para no ser molestado por sus compatriotas, se vino al norte en enero de 1770, con las veinte familias que le reconocían por su jefe, y llegó hasta Chillán, en donde pidió al corregidor don José Quevedo que le diera tierras en que establecerse. Se las dio, Quevedo; pero, desconfiando algo de la sinceridad del cacique, puso al «capitán de amigos» del Partido, para que estuviese a la mira y procurase conocer las intenciones de los recién llegados. No faltaron mal intencionados que convencieran al corregidor de supuestas malas intenciones del cacique, y lo incitaran a tomar medidas tan violentas como torpes. Mandó Quevedo degollar a todos los varones de la reducción del cacique y redujo a la servidumbre a las mujeres y niños sobrevivientes, repartiéndolos en las casas de los vecinos que quisieron recibirlos.

2.- Pocos días después del inhumano acontecimiento que dejamos relatado, aparecía por la cordillera oriental el jefe indio Pilmi, de la región pehuenche austral. Salió por el boquete de Alico, cuya guarnición pasó por las armas, y descendió al llano sin separarse mucho del río Ñuble. Recorrió el campo, saqueó las haciendas, hizo numerosos prisioneros, especialmente mujeres y niños, y entró nuevamente por la cordillera, llevándose abundante presa de ganados de toda especie. Se supo en Chillán la irrupción de los pehuenches y se acordó que el jefe de la guarnición militar, capitán don Gregorio de Ulloa, fuera en seguimiento de Pilmi, a quitarle el botín que se llevaba. No anduvo afortunado el capitán Ulloa: Pilmi le llevaba la delantera con mucha distancia, y estando ya aquel del otro lado de la cordillera chilena, vino en cuenta de que el ejército del jefe indio era muy numeroso, y, temiendo un encuentro, se volvió a Chillán, sin más novedad que el paseo hecho por las serranías andinas.

Repitieron la salida los pehuenches a fines de 1770, con el mismo resultado y con la misma impunidad de la del verano anterior, y esparcían los rumores de que Chillán había de ser su presa.

2.- Pasó el año 1771 en escaramuzas con los araucanos y en arreglos, que no daban otro resultado que las comilonas y las borracheras con que se celebraban los parlamentos o paces con los indios. Creemos que a fines de este año llegó a Chillán, de jefe de la guarnición, el capitán don Juan Ojeda, el cual, a poco de llegar, fue elegido Corregidor y Justicia Mayor en la ciudad, cargo en que se mantuvo por algunos años.

Ojeda era un distinguido militar; pertenecía al arma de artillería y, si no gozaba del título, era en realidad un ingeniero militar: así lo acreditaban las obras que le confiaron, ya el gobierno chileno, ya el peninsular. Conocía Ojeda el arte de guerrear con los indios, pues fue jefe de una de las divisiones que operaban en la Araucanía desde 1769; se encontró en varios hechos de armas, y, en sentir del cronista Carvallo Goyeneche, que conoció a Ojeda, fue éste el jefe más afortunado de los que entonces mantuvieron la guerra contra los araucanos.

Nombrado corregidor de Chillán, se dedicó Ojeda a varias obras de adelanto local, y en particular a una que, a su juicio, había de asegurar la existencia misma de la ciudad: trató de fortificar a Chillán, para defenderla de los asaltos que se temían de parte de los indios88

.

3.- Para llevarla a cabo quiso aprovechar un proyecto de interés personal que tenía el alférez real, don Antonio Serna (Senra lo llaman también varios documentos), proyecto que, realizado, podía beneficiar más a la ciudad que al alférez real. Ofreció éste construir un gran canal de agua para dos molinos que deseaba establecer, pero en tal forma haría el trabajo que, con cortos aditamentos, resultaba una defensa militar de importancia. El canal lo ahondaría cinco varas en la parte que rodeaba a la ciudad, dándole el ancho que exigiera la defensa militar. Con algunos torreones y cortinas se completaría la obra. Exigía Serna en pago unas doce o catorce cuadras, tomadas de las 42 que aún quedaban del ejido de la ciudad, y media cuadra al poniente, en donde pensaba colocar los dos molinos; y pedía algunos elementos de trabajos que le proporcionaría la ciudad:

«Así se favorece -decía Serna- el deseo del Corregidor y el proyecto del Presidente de fortificar a Chillán».

El proyecto de Serna pareció bien al alcalde don Francisco García, al nuevo alférez real, don Anselmo Contreras, y al Procurador de ciudad Alberto Gómez Poblete. Encontraron que podía realizarse el proyecto y resultaba una completa fortificación de la ciudad. Aceptó Ojeda la opinión de estas personas.

Estudió la idea y formó los planos y los presupuestos, y una vez que todo estuvo preparado, comunicó su proyecto, primero a los militares, y después a los cabildantes y a algunos vecinos respetables. No halló opositores Ojeda, y se propuso llevarla adelante. Citó a cabildo abierto, y tuvo particular cuidado de notificar a todos los vecinos que hubieran ejercido cargos concejiles en los cabildos anteriores.

El día 24 de abril de 1772 tuvo lugar el comicio público, con asistencia de numeroso vecindario.

Leyó el capitán de caballos don Antonio Serna una detallada exposición del proyecto de fortificación, y un estudio bien calculado de los medios de realizarlo, y los correspondientes presupuestos de gastos: todo muy bien calculado, para que el público se impusiera con claridad y exactitud de qué eran las obras proyectadas.

Tomó en seguida la palabra el corregidor Ojeda y pronunció un conceptuoso discurso, muy apropiado para el caso. Hizo una rápida reseña de lo que había sido la guerra por parte de los indios desde que comenzó la conquista, y lo que habían sido los indígenas para Chillán y lo que podían ser, dado lo insolentes que a la fecha estaban; y dedujo de ella la necesidad que había de preparar la defensa de la ciudad, en la forma que se indicaba en el consabido proyecto. Las razones del discurso eran buenas y el temor a los indios era también elocuentemente conmovedor: halló, pues, aceptación unánime el proyecto y se acordó trabajar en su pronta realización.

De lo que dejamos dicho se levantó esta acta:

«En la ciudad de San Bartolomé de Chillán, en veinticuatro días del mes de abril de mil Setecientos setenta y dos años, estando en las casas del Cabildo el Capitán de Artillería del Re. Exto., D. Juan de Ojeda, Corregidor y Justicia Mayor, el Maestre de Campo D. Francisco García, Alc. Ord., los capitanes de caballos D. Anselmo Contreras, Regidor y Alférez Real actual, y D. Antonio Serna, electo; y el Maestre de Campo D. Alberto Gómez Poblete, Procurador General, y los vecinos que han obtenido oficios concejiles, D. Francisco Javier de la Barrera, D. Francisco Riquelme, D. Diego Zapata, D. Alexo Zapata, D. Victorino de Soto, D. Josef. Mandiola, D. Mathias Vivanco, D. Josef. Salamanca, D. Ignacio Quintana, D. Alexandro de la Jara, D. Antonio de Acuña, D. Juan Fernández de Andrade, D. Basilio Navarrete, D. Agustín Quintana, D. Fernando González, D. Juan Francisco Bravo, D. Ignacio de la Cerda, D. Pascual de la Jara, D. Luis de la Fuente, D. Antonio Contreras, D. Pedro Josef. Contreras, D. Andrés de Sepúlveda, D. Basilio Carrasco, D. Josef. del Pino, D. Francisco Gatica, D. Francisco Benegas, D. Gregorio Acuña, D. Francisco Mercado, D. Ramón Benavides, D. Antonio Navarrete, D. Santiago Jiménez, D. Manuel Ortega, D. Pascual Hernández, D. Pedro de Arias, D. Pedro de Acuña, D. Josef. Mardonez, D. Miguel de Candia, D. Josef. Machuca, y D. Felipe Palma, e igualmente los oficiales del Batallón, Capitanes D. Diego de la Cantera, D. Francisco Gallegos, D. Juan Navarrete, D. Venancio Fernández, D. Asencio Almendras, D. Matheo Almendras, D. Pablo Sepúlveda, D. Pedro Herrera, D. Juan Escobar, D. Casimiro de la Cerda, D. Luis Troncoso, D. Juan Gutiérrez, D. Daniel Norambuena, D. Cristóbal Billagran, D. Lorenzo Guajardo, D. N. Salazar, D. Pascual Barrientos, con sus oficiales subalternos; Yo, el citado Corregidor, leí el escrito del Capitán de Caballería D. Antonio Serna, y para imponer a todos los Señores nominados, del proyecto del foso, les hice el razonamiento siguiente89. Y habiendo oído así el escrito, como esta oración, todos se comprometieron, en que los señores que componen el cabildo, y hacen cabeza de ciudad, respondiesen, como instruidos en la materia, que por lo que dichos S. S. determinasen estarían y pasarían, pues dejaban toda su acción a la disposición del citado cabildo, y Procurador General, de ciudad, y con esta resolución concluimos, y cerramos esta diligencia, y la firmamos por nos, y ante nos por estar suspenso el escribano.

Juan de Ojeda. -Francisco García. -Alberto Gómez Poblete. -Anselmo Contreras».



La Comisión encargada de la obra abrió una suscripción pública con el objeto de recoger fondos para los trabajos. Se fijó cuota de cinco pesos a cada uno de los capitanes u oficiales de las veintidós compañías de que se formaba la guarnición de la plaza; cada compañía se rateó en veinticinco pesos; y el vecindario suscribió por de pronto la suma de seiscientos noventa y dos pesos: en todo $1352.

Las fortificaciones proyectadas consistían en un foso alrededor de la ciudad, de cuarenta y ocho cuadras de largo, por siete de ancho y cinco de fondo; y en algunos baluartes situados en las partes más estratégicas y las correspondientes cortinas de comunicación. Para la construcción se pidieron propuestas públicas: de dos tenemos noticia, y ambos son interesantes por los curiosos datos que contienen.

Mariano Castro ofrece cavar doce cuadras de fosos y pide en pago que se den las tierras del pueblo indígena de Itihué (hoy estación del ferrocarril, con el mismo nombre), que ya está casi sin pobladores y éstos pocos podrían traerse más cerca de esta ciudad de Chillán, en donde estarían con mejor atención de servicios de todo género.

Miguel Trigueros ofrece abrir doce cuadras de foso, trabajar tres baluartes y tres cortinas. Exige que se le den los presos de la cárcel que él pida, con la custodia conveniente, para emplearlos en los trabajos. Pide en pago las tierras del pueblo indígena de Quinchamalí, casi despoblado a la fecha, pues no hay sino el cacique y seis indios dependientes: éstos serían llevados a otro pueblo, en donde se les podría atender con más ventaja para ellos.

Pasaron las propuestas, en informes al cura, al procurador de ciudad, don Alberto Gómez Poblete, y al coadjutor de procurador, don Julián Gacitúa.

El cura, don Pedro Nolasco Quevedo, informó favorablemente. Concentrando los pocos indios de Itihue y de Quinchamalí en cualquiera de los otros pueblos, se les daría más frecuente instrucción y se les serviría con más facilidad.

El vice-procurador dijo que las propuestas las estimaba aceptables. Creía que los seis indios de Itihue y el cacique Mitimpillan, de Quinchamalí, y sus indios, podían ventajosamente establecerse en Changa (hoy estación de Cocharcas), con ejido de una legua alrededor. En Changa hay capilla, con servicio religioso semanal bien atendido.

El procurador Gómez Poblete, juzga que son equitativas las propuestas de Castro y Trigueros y discurre así. Itihue son 1.200 cuadras «que corrientemente valen cuatro reales cuadra», y vendido por el trabajo del foso, saldría por el doble de su valor, tomando en cuenta la tasación por cuadra que se ha hecho en el proyecto, de $60 por cuadra de foso. Es evidente, dice el Procurador, que esa tasación es bajísima, y que $100 aún sería bajo.

Todos esos antecedentes los elevó Ojeda el 12 de agosto de 1772, al gobernador don Francisco Javier Morales, asegurándole que todo lo juzga aceptable, y pidiéndole en consecuencia, que ayude la obra con dineros fiscales, y conceda las autorizaciones del caso para concentrar los indios en Changa y para emplear los presos en el trabajo.

Estima Ojeda que las fortificaciones son de gran necesidad y conveniencia para Chillán, y de mucha honra para el gobernador que la patrocine y realice:

«Quedará así -dice Ojeda a Morales- el Proyecto verificado, la ciudad en estado de defensa, V.S. con la gloria de haber hecho el más importante beneficio, y los vecinos con el mayor reconocimiento».



No tuvo solución favorable la petición de los cabildantes chillanejos: Morales pidió mejores datos y tasación de los pueblos de Itihue y Quinchamalí, para resolver con más seguro y sólido fundamento. En el expediente que nos ha dado materia para estas líneas, no hay más noticias que las que dejamos relatadas.

4.- No sólo con interés sino con cariño se leerán las pocas noticias que damos acerca de la fundación del Hospital de San Juan de Dios de Chillán. Esa santa casa, a cuyo abrigo han recibido grandes beneficios miles de hijos de esta tierra, cuenta con las simpatías de todo el mundo. Pobres y ricos reciben, en las distintas secciones con que hoy cuenta el establecimiento, los beneficios de la ciencia, y las atenciones solícitas de un cariñoso afecto verdaderamente maternal y el influjo santamente benéfico de la caridad cristiana90.

Un respetable vecino de la localidad, don José Gambino, inició en 1786 la santa obra de fundar en Chillán un hospital de caridad. Comunicó su pensamiento a varias personas caracterizadas y tuvo la satisfacción de ver que contaba con el aplauso general de todo el vecindario. Escribió al intendente de Concepción don Ambrosio O'Higgins, comunicándole su proyecto, y también de ese mandatario recibió incondicional aprobación y la promesa de ayudar la obra en cuanto fuera posible. Y desde luego O'Higgins nombró a don Juan de Dios Bicur como subdelegado de intendente para que, con su representación y en su nombre, entendiera en la fundación.

Estaba dado el paso, y Gambino entró de lleno por la senda que le abría la aceptación del público y de las autoridades. Se dirigió a las personas que, como autoridades locales, debían tener ingerencia en el asunto. Era el primero el Procurador de ciudad, a quién tocaba intervenir en todo lo que fuera de interés y beneficio de la población. Desempeñaba ese cargo don Juan Tiburcio Acuña, y con tan buenos ojos vio el proyecto de Gambino que dio a éste toda su representación para tramitar el asunto.

Así las cosas, la creación del hospital era cuestión de arreglar los elementos materiales para construir los edificios necesarios, y asegurar los fondos convenientes para crear los servicios indispensables en establecimientos de esa naturaleza. Gambino tenía más caridad que dinero, que no era poco, pero no lo suficiente para una obra de grandes proporciones y procuró aumentarlo.

El procurador Acuña presentó al ayuntamiento (municipalidad) una solicitud en que pide a la corporación «que se cobre de quién corresponda la porción de los diezmos, que, según las leyes, debe aplicarse a los hospitales de los pueblos», y que con ese dinero se atendiera la fundación de un hospital en Chillán y a su mantenimiento en lo futuro. La petición del Procurador fue aceptada, y se acordó cobrar la porción de diezmos al hospital de Concepción, que entonces le percibía. Acuña dio poder a Gambino para gestionar esos dineros, y éste emprendió la magna empresa de quitar una propiedad a un poseedor de buena fe, que la ocupaba pacíficamente desde dos siglos atrás. Y como una simple curiosidad notaremos aquí que los chillanejos vengaban ahora la infundada oposición que los penquistas hicieron a la fundación de Chillán de 1580. ¡Recuerda el paciente lector que los vecinos penquistas pusieron obstáculos a Ruiz de Gamboa para que fundara a Chillán, apoyados en que la nueva ciudad perjudicaría a Concepción! y ¡recuerda que varios de esos mismos vecinos pusieron pleito para no pagar los diezmos que correspondían a Chillán, por los fundos que aquí tenían! Ahora los de esta ciudad vuelven la mano y cobran a los penquistas los diezmos; pero los cobran noblemente y con fundamento real y legal. Veamos la razón de lo dicho.

Cuando el obispo fundador de esta diócesis, don Antonio de San Miguel, creó, por el año 1570, el hospital de Concepción, le asignó el 9 y ½ de los diezmos de los territorios Chillán y de Castro, en donde aún no había hospitales. Se cumplieron las disposiciones del obispo por todo el siglo XVI; pero en el siglo siguiente no hubo facilidad para dar al hospital lo que de los diezmos le correspondía.

En 1680 el superior del establecimiento, Fr. Antonio García, religioso de la Buena Muerte o camilista, como se llamaba a los religiosos hospitalarios fundados por San Camilo de Lelis, intentó reivindicación del derecho a los diezmos, y la consiguió. Se sustanció una larga causa en que intervino como juez el deán de la catedral, don Francisco Mardonez, Vicario Capitular del obispado en sede vacante. La sentencia fue favorable al hospital; y desde entonces Concepción recibía la parte de diezmos que se recaudaban en Chillán; y en pacífica posesión de ellos estaban, hasta que en 1786 entablan reclamación el procurador Acuña y el caritativo don José Gambino91.

5.- Pero el pleito de 1786 duró más años que el de 1680. No consiguió Gambino que en Concepción lo atendieran tal como él lo deseaba y era de justicia; hubo entonces de elevar su reclamación en 1789 ante el gobernador de la nación. Era gobernador el mismo intendente de Concepción de 1786, don Ambrosio O'Higgins, y prestó ahora la misma atención que antes al proyecto del hospital de Chillán. Gambino nombró representante suyo en Santiago a don Fernando Labra, el cual llevó el expediente hasta su terminación. Alegados y probados los derechos de Chillán, mandó O'Higgins que en la Tesorería Real de Concepción se formara una cuenta o estado minucioso de la cuota de diezmos perteneciente al hospital de esa ciudad, y que se hiciera el cálculo exacto de la parte que de los diezmos de Chillán se daba a Concepción. De todo lo obrado se dio vista al fiscal de la Real Audiencia, don Joaquín Pérez de Uriondo, el cual dio informe favorable al hospital en proyecto.

Volvieron los antecedentes a Concepción, en donde nuevamente se suscitaron graves molestias, que retardaron la finalización del negocio. Por fin, con la intervención del intendente don Francisco de la Mata Linares, se finalizó la tramitación y volvió a Santiago el expediente. Sometido éste al «real acuerdo» y resultando todo favorable, el presidente dio el siguiente decreto:

«Santiago, 22 de febrero de 1791.

Visto este expediente con lo pedido por la ciudad de Chillán, y expuesto por el Sr. Fiscal, en favor de la creación de un Hospital en la ciudad de San Bartolomé de Chillán, y teniendo presente lo que últimamente dice el Sr. Intendente de aquella Provincia sobre la necesidad de esta obra en aquel destino, atendido el incremento que ha tomado su población, distancia a la ciudad de la Concepción, y demás consideraciones, que obligan ya en el día a su determinación: se declara haber lugar a la sobredicha creación, y fábrica de Hospital en la Ciudad nombrada San Bartolomé de Gamboa, Partido de Chillán, bajo de las reglas prevenidas en las Leyes del Tit. 4.º, Libro 1.º de la Recopilación de estos reinos, cédulas posteriores despachadas en su declaración, y señaladamente la de 4 de julio de 1768; y que en consecuencia de lo resuelto en los Autos del Consejo de 27 de agosto y 8 de octubre de 1685, insertos en el R. Executorial despachado en 11 de diciembre del mismo año, debe servir de fondo para su construcción el noveno y medio de Hospitales del susodicho Partido de Chillán, y Doctrinas de Perquilauquen, y el Parral, en que se ha subdividido la antigua de Chillán, deducida la décima parte de dicho noveno y medio en favor del Hospital de la Ciudad de la Concepción; a cuyo fin el Sr. Intendente dispondrá que los Ministros de la Tesorería principal de aquella Provincia desde el recibo de esta Providencia retengan la cantidad que por el Cuadrante correspondiere al noveno y medio de las tres Doctrinas expresadas, y que salva su Décima, la tengan a su voluntad, para que cuando le parezca oportuno dé principio a la obra en el sitio que estime conveniente, y conforme a lo que sobre ello previenen las Leyes y para todo se le remita un testimonio de este Auto, y otro igual al cabildo de la ciudad de Chillán, encargándole cuide de promover esta obra, haciendo presente al Sr. Intendente cuando estime conducente a que cuanto antes tenga el efecto que deseo en alivio de esos naturales; y tómese antes razón de esta providencia en el Tribunal mayor de Cuentas.

O'Higgins. -Dr. Rozas. -Ugarte».

6.- Siguió adelante su labor don José Gambino, hasta que el hospital fue una realidad. Se llamó a los religiosos de la Buena Muerte y se les entregó a ellos el establecimiento de este instituto de caridad. Vino de superior de los religiosos el chillanejo, Fr. José Rosauro Acuña. Este buen hijo de Chillán adelantó las obras que encontró iniciadas e instaló el hospital con la suficiente comodidad. El P. Acuña prestaba servicios como superior de la casa y como médico del establecimiento.

Hombre superior, como lo era, el P. Acuña se ganó pronto la estimación general: el vecindario, en repetidas ocasiones, le dio pruebas de su confianza y de su gratitud.

El año 1809, fatigado por una labor dura y continuada, presentó su renuncia de superior y médico del hospital. Por la relación que tenía con la beneficencia pública, el Cabildo conoció en la renuncia de Fr. Rosauro y la desechó por unanimidad. Y no contento con eso, elevó el Cabildo una súplica al Superior jerárquico del renunciante, para rogarle encarecidamente que no accediera a los deseos de Fr. Rosauro92.

No fue aceptada la renuncia del P. Acuña; pero dentro de poco salió de Chillán de una manera violenta, como reo político; diremos la causa, aunque sea adelantando los sucesos.

Desde mucho antes de 1809, año de la renuncia de Fr. Rosauro, venía éste ejerciendo una doble profesión de médico: curaba a los enfermos del hospital y ponía una inyección de patriotismo a muchos enfermos del «mal de libertad» con que el sagaz religioso contaminó a muchos chillanejos. Asociado con el respetable vecino don Pedro Ramón Arriagada, se había hecho representante y activo propagandista de la causa revolucionaria patriótica, y abogaba abiertamente por que Chile se independizara absoluta y totalmente de España. Iba Fr. Rosauro a comprar remedios a Concepción y allí asistía a las reuniones del club patriota que dirigía el abogado y militar don José Antonio Prieto, y a la tertulia patriótica de don Juan Martínez de Rozas: en ambos centros vigorizaba sus ideas, y de ambos sacaba instrucciones y elementos de propaganda, que aprovechaba inteligentemente en Chillán.

A esas fuentes de inspiración, hay que agregar la estrecha amistad que el P. Acuña y Arriagada cultivaban con otro chillanejo, don Bernardo O'Higgins, que era entonces uno de los más valientes adalides de la causa revolucionaria.

El trabajo de Arriagada y del P. Acuña llegaron a oídos del gobernador don Francisco García Carrasco y no tardó éste en poner remedio a lo que él estimaba un mal. Ambos propagandistas fueron aprehendidos y sometidos a juicio en Santiago. Arriagada obtuvo su libertad; pero no tocó igual suerte a Fr. Rosauro, que quedó recluido en un convento de la capital.

Del hospital de Chillán salió, pues, la llama que inflamó el espíritu de independencia en los chillanejos, y el P. Rosauro Acuña fue el primer eclesiástico que en Chillán sufrió persecución por las ideas emancipadoras, y esto antes de septiembre de 1810.




ArribaAbajoCapítulo XI

Tercera destrucción y cuarta fundación de Chillán, 1835


1.- Extraordinaria predicción de una gran catástrofe, hecha por el párroco don José Antonio Vera. Terremoto de 1835: su violencia; no salvan sino una parte de la cárcel y del hospital; la oración pública; mueren ocho personas. 2.- Extensión del fenómeno: aviso del Gobernador al Intendente; cita el Gobernador a «cabildo abierto» para el siguiente día; bandos en que se divide la opinión sobre reedificación de la ciudad; primera tristísima noche; bandas de ladrones. 3.- Asamblea pública: algo se acuerda por de pronto; el gobierno procede en desacuerdo con los municipales y se establece antagonismo entre ellos. 4.- Se retiran muchos pobladores al campo; raros fenómenos atmosféricos; el .1º de marzo aún no había tranquilidad; supuesto asalto de los indios castigado con cien azotes. 5.- El intendente Alemparte: primera sesión municipal; medidas acertadas que se toman; es partidario de trasladar a otro punto la ciudad; arreglo de edificios públicos; escuela junto a la cárcel. 6.- Acusan los municipales al gobernador Prieto: éste se defiende, pero no convence a su jefe, el cual lo trata ásperamente. 7.- Prieto solicita licencia, que fue verdadera renuncia: lo reemplaza el comandante del Canto.


1.- Encabezamos este capítulo con una introducción altamente original, y que, sin duda alguna, despertará vivamente la atención del lector. Es ella la narración de un hecho singular, que sirvió de anuncio anticipado de la catástrofe que causó la tercera destrucción de Chillán: el pregonero de ese anunció fue el cura párroco, don José Antonio Vera. La importancia de lo que vamos a contar exige una noticia acerca de la persona del párroco, y la damos en breves líneas.

El año 1835 tenía el párroco Vera cerca de setenta años, durante los cuales fue hombre laborioso y de acrisolada virtud. No sólo era de variada ilustración, sino muy amigo de la difusión de las letras y amante de la enseñanza del pueblo. Hizo brillantes estudios durante nueve años en el seminario diocesano y fue profesor de gramática, de literatura y de filosofía en el mismo establecimiento. Ordenado de sacerdote, no quiso aceptar parroquia, sino que, siguiendo los impulsos de una vocación irresistible, abrió una escuela, en donde resolvió de hecho la cuestión tan agitada, de la escuela libre gratuita para el pobre y libre y pagada para el rico:

«Ordenado de sacerdote -dice un documento de 1796- Vera puso aula de Gramática y primeras letras, donde enseñaba a los pobres de balde, y a los de posición por un corto estipendio. Hizo oposición a curatos, en la que, saliendo plenamente aprobado, no quiso admitir ninguno por continuar la enseñanza de los niños».



Aceptó después el ministerio parroquial y sirvió varias parroquias, que se ganó en concurso de oposición. Fue cura de San Carlos de Puren, entonces plaza militar de importancia; pasó a Castro, de ahí fue a Ancud, uno de cuyos fundadores fue Vera. De Ancud vino a Chillán en 1817, y aquí murió, lleno de méritos y seguido de las bendiciones de sus feligreses, el año 1837.

Fue diputado al Congreso Nacional en dos legislaturas; como lo fueron después los curas de esta región, Juan Bautista Zúñiga y José de Santa-María. Personas que aún viven guardan recuerdos del «chilote Vera». Don José Antonio Vera, cura de Chillán en 1835, era pues, un muy distinguido sacerdote. Con estos antecedentes, pasamos a narrar el hecho arriba indicado.

Un domingo de noviembre de 1834, tres meses antes del terremoto de 1835, el párroco de Chillán hizo en la misa, a la hora del Evangelio, su acostumbrada predicación pastoral. Terminada la plática, quedó un momento inmóvil, vuelto siempre al pueblo, en actitud de hombre pensativo; y dirigiendo la palabra nuevamente, hizo esta advertencia:

«Dentro de poco tiempo caerá sobre este pueblo el castigo del cielo; preparaos sin demora, porque la justicia de Dios puede alcanzaros a todos».



Eso dijo, y, vuelto al altar, continuó la santa misa hasta el fin.

No es difícil imaginarse el efecto que aquella advertencia hizo en el pueblo, cuando llegó a conocimiento de los habitantes. Ningún arduo problema ha sido jamás tan debatido como lo fueron aquellas breves, sencillas y precisas palabras del cura. Se les dio la interpretación más variada: desde la opinión de los buenos, que las tuvieron por una inspiración de lo alto, hasta la opuesta, que las tuvo por una locura del párroco, cabían y se hicieron las más variadas suposiciones.

Llegó el domingo siguiente, y a la hora de la misa, el párroco terminó su plática de costumbre con las siguientes palabras:

«Mis amados oyentes, dentro de poco tiempo caerá sobre este pueblo el castigo del cielo; preparaos sin demora, porque la justicia de Dios puede alcanzaros a todos».



Los habitantes que permanecieron indiferentes el domingo anterior, salieron de su paz y se preocuparon del asunto, interesados en resolver qué significaba la conducta del cura, y qué juicio se merecía. El pueblo comenzó a intranquilizarse, y los hombres más sesudos resolvieron poner término a lo que calificaron de perjudicial obsesión en el cura.

El párroco escuchaba todos los rumores que corrían; pero por tres veces más, en la misa del domingo, hizo con toda calma y seguridad la consabida advertencia. Resolvieron entonces algunos vecinos dar cuenta al prelado diocesano de lo que estaba pasando; y lo hicieron. El prelado dio importancia a la denuncia, y llamó a Concepción al párroco Vera. El prelado era entonces el primer obispo que tenía la diócesis después de la independencia, el Ilustrísimo señor don José Ignacio Cienfuegos.

Tuvo el obispo una larga conferencia con el cura, y de ella salió Vera con la orden superior de abstenerse en lo sucesivo de hacer en la iglesia la advertencia que sabemos.

Volvió el párroco y no habló en la iglesia en los meses de diciembre y enero, ni de castigo del cielo, ni de justicia de Dios. Pero el público no dio por suficiente la solución del señor Cienfuegos: la medida aconsejaba no resolvía ni la verdad, ni la falsedad de la advertencia del párroco, y el temor no desapareció. Interrogado privadamente el cura, contestó invariablemente que se acercaba el castigo y que urgía ponerse en guardia. Por fin, el domingo anterior al 20 de febrero, a la hora del Evangelio, en medio del más profundo silencio del devoto auditorio, acabó su plática y agregó:

«Ya está, mis carísimos hermanos, sobre nosotros la justicia de Dios, y caerá tremenda sobre este pueblo antes que venga el siguiente domingo».



Y, volviéndose al altar, continuó la misa, como de ordinario.

Entregamos al juicio del prudente lector el hecho o serie de hechos que hemos contado; y mientras da su fallo, y, acabada la introducción que ofrecimos, contemos cuál fue «el castigo del cielo y la justicia de Dios», de que era pregonero el cura párroco de la ciudad.

2.- A las 11 ¼ de la mañana del 20 de febrero de 1835, un espantoso estruendo subterráneo llenó de terror a los habitantes de Chillán, y los hizo abandonar precipitadamente las habitaciones, temerosos de que sobreviniera alguna gran desgracia. Sin intervalo sensible, tras el ruido espantable, un violento terremoto sacudió la tierra con horrible violencia. El suelo se remecía con tal fuerza que las gentes no podían mantenerse en pie, y subía y bajaba bajo las plantas de los aterrados habitantes, como si hubiera tomado vida, a manera de una masa fluida, agitada violentamente por una fuerza invisible, y que se deslizaba con rapidez, como la corriente de un río torrentoso:

«Este fluido -dice una carta de esos tiempos- corría como a oleadas que se repetían por segundos, y a cada soplo seguía un sacudimiento que parecía deshacerse el globo, así es que hasta los cimientos de los edificios saltaban a la superficie»93.



Aumentó la angustia con el ruido ensordecedor de los edificios agitados convulsivamente, y que, saliendo de sus fundamentos, caían con estridente estrépito, hechos trizas y levantando una densa nube de polvo, que oscureció el sol del mediodía. «Este movimiento espantoso y esta agonía mortal para el que la experimentaba duraría cuatro o tres minutos y medio», durante los cuales creían todos que les llegaba la última hora y que aquello era el fin del mundo.

Juntarse los vecinos en pequeños grupos, para auxiliarse mutuamente, o para morir acompañados, fue el impulso espontáneo del instinto de conservación; y juntos, en medio de ayes y de lamentos doloridos corrieron hacia los templos, a buscar en ellos el consuelo y el remedio en tanta desgracia. En los grandes peligros, en las grandes calamidades, en las violentas manifestaciones de la naturaleza, el hombre se siente pequeño, conoce con luminosa evidencia que es impotente en su debilidad, y se vuelve espontáneamente a Dios, único que, en su omnipotencia y en su misericordia, puede concedernos el auxilio que necesitamos y levantarnos el castigo que merecemos por nuestras ingratitudes. Las iglesias yacían todas derribadas por el suelo; pero allí, junto a ellas, en la plaza y en las calles, con la bóveda del firmamento por templo, se dio comienzo a la plegaria pública, que era gran consuelo para aquellos corazones oprimidos por tanta angustia, y poderoso medio para aplacar la cólera divina, que castigaba tan duramente a la ciudad. Allí, en la plaza pública, confesaron sus culpas todos los que llevaban remordimiento en la conciencia; y por largas horas estuvieron los sacerdotes administrando a miles de personas el sacramento de la penitencia.

Pasado el aturdimiento de los primeros instantes, y cuando la furia de la naturaleza convulsionada amainaba un tanto, y renacía, en los más esforzados por lo menos, la esperanza de vivir, fueron juntándose las autoridades y otras personas del vecindario, para reconocer los efectos de la catástrofe, y tomar las medidas o prestar los servicios que las circunstancias imponían como necesarias.

La ciudad no era sino un montón de escombros; los edificios, caídos por tierra, dejaban ver, muchos de ellos hasta los cimientos, que, con la violencia del sacudimiento, saltaron hacia la superficie, como si una explosión subterránea los hubiera lanzado al aire. No escaparon en pie sino una parte del hospital y una sala extensa de la cárcel pública. En este último edificio una muralla cayó sobre los presos y mató a ocho de ellos: éstos fueron los únicos muertos que hubo que lamentar en el terremoto.

La desgracia de la ciudad, era también del departamento, y de una extensa región del país. Las provincias de Maule y Concepción de entonces fueron el centro principal del fenómeno destructor; en ambas provincias no quedó en pie un solo pueblo de importancia: sufrieron también males de consideración los demás territorios que se extienden desde el río Cachapoal hasta el Valdivia. Oportuno nos parece publicar aquí parte de una carta que el guardián de San Francisco, Fr. Domingo González, escribe a su hermano suyo en religión, Fr. Manuel Unzurrunzaga, Prefecto de Misiones, de visita entonces en Valdivia. Carta amistosa y confidencial, está escrita como quién cuenta sus alegrías, sus pesares y sus esperanzas a un buen compañero, con llaneza y sinceridad; y de seguro que su autor no profetizó que, un siglo casi después, había ella de salir a la publicidad: todo ello no obsta a que sea la carta un valioso documento histórico y de no escaso mérito literario. Copiamos aquí lo que dice relación con nuestro asunto:

«El suceso en todas sus circunstancias fue tal que desde la conquista no se había visto otro semejante, ni aún parecido. En menos de cinco minutos no quedó ni Templo ni casa parada en toda esta Provincia desde el Maule hasta las Fronteras de los Indios. De este Colegio no quedó ni una sola pared parada: Iglesia, Claustros, paredes que servían de Clausura a la huerta, y Convento no quedó una piedra en pie. Sólo en el nuevo edificio, que se había nuevamente levantado, fue donde quedaron las más de las paredes paradas aunque todas rasgadas y por lo mismo inhabitables. De los utensilios religiosos, que cada uno tenía de uso poco fue lo que pereció; estos fueron vasos, botellas de cristal, y loza, lo mismo sucedió con los que estaban en las demás oficinas de comunidad. De la iglesia nada útil se ha podido sacar. Todos los Altares quedaron, y aun están sepultados debajo de los escombros. Sólo el Copón con el Santísimo que estaba en el Altar de la comulgatoría, que era el de Jesús Nazareno al Norte del crucero, se pudo sacar. El que estaba en el Altar Mayor, sólo la tapa del Copón se ha podido encontrar, y una forma. Todo lo demás del Cuerpo de la Iglesia está en estado de no poder sacar cosa alguna, y todo lo consideramos hecho astillas. Yo, con el credo en la boca he andado de popa a proa, por lo que ha quedado de paredes de toda la Iglesia; y en todos puntos me he hallado con esta inscripción: 'Aquí fue Troya'. Y aquí me acordé de lo que Jesucristo profetizó de Jerusalén, y de su Templo. ¡Terrible castigo!

En lo que mejor libramos fue en la Sacristía; pues, aunque toda vino al suelo, los cajones, y cajas donde existían los ornamentos, y vasos sagrados poco pereció, todo se ha sacado casi intacto. Sólo algunas alhajas de cristal, y loza perecieron, que no ha sido poca dicha. Las efigies e imágenes que había en ella todas quedaron hechas tiras. Por esta desolación puede V. R. inferir cuál habrá sido la de las demás Iglesias, así de esta Ciudad como en las demás de toda esta Provincia habiendo sido igual la ruina. Y en Concepción ha sido peor que aquí, como que los edificios eran más altos, y suntuosos así de los templos como de los demás edificios. Por esta causa han sido en aquella Ciudad más los muertos que en ésta. De allí se avisa al Sor. Obispo haberse hallado debajo de los escombros hasta más de ciento y cincuenta muertos. Esto fue luego de sucedido el Catástrofe. ¡Cuántos más se habrán encontrado después! En esta ciudad el día del Temblor sólo se encontraron como unos diez a once muertos. Debajo de los escombros sólo se han encontrado como unos tres a cuatro. De los demás pueblos hasta Talca, que fue el último donde hizo casi el mismo destrozo, no se ha sabido cosa cierta de los muertos. En Curicó, San Fernando, y Rancagua fue el golpe del temblor minorando de mayor a menor. En la Capital no dejó de sentirse, pues se sintieron algunas ruinas, aunque tenues. Sólo estamos deseosos de saber que convulsiones haya podido causar por esos puntos. Yo creo que no habrá llegado el golpe con tanto estruendo. El motivo lo fundo en que cuando yo fui a Valdivia por mar sentimos como en las alturas de Valdivia el golpe de un Temblor que sucedió el 19 de este mes en esta Provincia; y, sin embargo, de haber sido bien grande, por esos puntos no se sintió: Ojalá haya sucedido ahora lo mismo.

Si así ha sido no se habrán visto en la triste, y dolorosa situación en que nosotros nos hallamos. En la actualidad estamos metidos debajo de los tinglados formados de tablas medio paradas en punta como de compás, o tijerales. En esta situación hemos pasado los mayores huracanes de vientos acompañados de deshechos torbellinos de aguas, que vinieron con poco menos fuerza que el Temblor. La fortuna fue que yo tenía acopiada una porción considerable de tablas de ciprés aserradas. Con estas sobrepuestas unas sobre otras, como los techos de tablazón de alerce en esos puntos, así pudimos salir sin mojarnos cosa mayor. A los aguaceros se han seguido unos calores tan desmedidos, que nos han dejado poco menos que chicharrones.

En la actualidad estamos disponiendo levantar un cañón de ochenta varas de oriente a poniente. Pues aunque teníamos tiradas las líneas para formar habitación en los Guindos para pasar el invierno, y algo más; teniendo ya acopiados varios materiales para levantar el cañón de madera al uso de las casas misionales de esos Departamentos y habiendo yo ido a formar el detalle, el mismo día llegó el Sr. Intendente D. José Antonio Alemparte, que se hallaba retirado por el Gobierno por denuncios que había tenido de su mala comportación. Ha vuelto, si justificado o no; Dios lo sabe. Exitus acta probant. Ya ha empezado a formar planes la mudanza de los Pueblos. A Chillán según dicen la quieren mudar como un cuarto de legua al norte en el primer llano que se encuentra de aquí al Ñuble. Es bastante espacioso; se pueden formar dos Chillanes. Terreno más sólido, más plano, con abundancia de aguas, y buenas. Pero el formar planes cuesta poco, el realizarlos no es como dicen soplar, y hacer limetas. Del dicho al hecho dicen hay gran trecho. El tiempo, que es el descubridor de todo, nos lo patentizará con su curso: como nos ha patentizado por el discurso de más de un mes los enojos de un Dios en continuos temblores, que se han sentido todos los días desde el 20 de febrero. Días ha habido, que se han renovado por tres veces aunque muy mitigados, y lentos respecto de aquel. De aquí puede inferir V. R. cual habrá sido nuestra consternación.

Sin embargo no hemos cesado de acopiar materiales para levantar el Claustro que llevo insinuado con los demás puestos para custodia de las alhajas que se van sacando de los escombros, así de la Iglesia como del resto de los Claustros, y oficinas, aunque todo bien demolido. En este estado hemos sacado de la Iglesia las efigies de la Purísima del N. P. S. Francisco de S. Francisco Solano, de S. Bernardino de Sena, de S. Miguel, de Sto. Domingo. De lo demás creo no podremos descubrir efigie alguna de S. José, de S. Ildefonso, de Jesús Nazareno, de S. Antonio, y de otras que estaban en estos altares de poco bulto, como S. Roque, Sta. Clara, Sta. Margarita de Cortona, S. Juan Evangelista, y otras de menor bulto. S. Buenaventura, y S. Benito de Palermo salieron sin rostro. Así ha sido que, unos han salido sin pies, otros sin cabeza, otros sin rostro, y todos hechos pedazos. Del coro solo han salido algunos Breviarios, la Calenda, un salterio, un cuaderno de la Orden.

Todo lo expresado ha sucedido desde el 20 de febrero hasta hoy que somos 25 de marzo».



2.- Una de las primeras medidas del gobernador fue avisar al intendente de Concepción, su inmediato superior, lo que acababa de suceder en Chillán. Se temía aquí que Concepción hubiera experimentado igual calamidad y eso, a ser efectivo, aumentaba los males propios; porque Concepción era la capital, y un centro de donde se surtían los pueblos de la provincia de los principales elementos de vida que venían de fuera de Chile, y vivían allí muchas familias relacionadas íntimamente con los de acá94.

Por la tarde citó el gobernador a los municipales, a las autoridades todas y al vecindario, a un cabildo abierto, para el día siguiente. Quería, según se expresaba él, que en la común ruina, fueran el consejo y el esfuerzo de todos los principales factores en la obra de reparación y reconstrucción que a todos interesaba por igual.

Parece que en la misma tarde del 20 se diseñaron con perfecta claridad dos tendencias en orden a la reedificación de la ciudad: una, de los que deseaban la reconstrucción en el mismo local arruinado; y otra, de los que se propusieron trasladar la ciudad a otro sitio, algo distante y que se buscaría con cuidado. Esta divergencia de pareceres, que, por desgracia, engendró enemistades y enconos, no se solucionó pronto y trajo perjuicios gravísimos al vecindario, entre otros el de que la reedificación se demoró varios años y se hizo en condiciones desfavorables.

Llegó la noche, y la oscuridad más absoluta envolvió a los habitantes; nadie tenía luz con que alumbrar la vigilia, y tal vez no hubo casa alguna de entre cuyos escombros se sacara un mal cobertor, para endulzar en el sueño las tristezas de aquella noche.

A la violencia de los elementos agregó el hombre en aquellas horas tristes una causal más de inquietud y sobresalto. Al amparo de las tinieblas, se organizaron algunas gavillas de salteadores, que cayeron sobre la ciudad como sobre heredad propia, y se echaron sobre las casas para robar cuánto se había logrado escapar de la ruina o lo que en el día se había sacado de entre los escombros.

3.- Verifícase el día 21 la asamblea popular. Asistían a ella los municipales (que luego nombraremos) el cura párroco, don José Antonio Vera, el vice-párroco, don Pedro Ángel Gatica Acuña, el guardián de San Francisco, P. Manuel González; el prior de Santo Domingo, P. Ramón Arce; el comendador de la Merced, P. Joaquín Herrera; el Administrador de Fondos Públicos, don José Antonio Contreras, el jefe de las fuerzas militares, comandante don José María del Canto, y casi todos los vecinos.

Habló el gobernador y rogó a los vecinos que no se alejasen de la ciudad ni se dispersaran: la permanencia en el pueblo y la unión serían poderosas a defenderlos contra los forajidos, que, indudablemente, habían de asaltar nuevamente la población; y necesarias para emprender sin demora los trabajos de reconstrucción.

Alentó a los vecinos al trabajo y dijo que ya él había comenzado el día anterior a remover escombros, trabajando personalmente, y que en algunas partes había comenzado a pegar adobes para rehacer su casa. Con razonamientos bien fundados, a su juicio, se esforzó en convencer a los oyentes que debían ponerse a la obra de reconstruir sus mismas casas sin demora, para tener cuanto antes albergue contra el próximo invierno.

La palabra del gobernador, y más todavía su ejemplo, movieron a muchos vecinos a imitar y a comenzar los trabajos de construcción. Dos vecinos respetables acompañaron a Prieto en la empresa de hablar a los asambleístas acerca de la conveniencia de quedarse en el mismo local y no pensar en irse a otro sitio; y su tarea no fue ineficaz.

Se acordó en la asamblea comenzar el mismo día el trabajo de la iglesia parroquial y de la de la Merced, usando los materiales que de ellas pudieran extraerse.

Sensible es que no quede «acta» de este cabildo abierto: en ella constaría, no hay duda, la existencia de las dos ideas de que hemos hablado referentes al sitio para reedificación, y contarían también los nombres de esos dos vecinos compañeros del gobernador, personas, estas tres, a quiénes veremos dentro de poco tratadas de muy mala manera por los vecinos más respetables y por las autoridades superiores.

El gobernador Prieto se dio prisa en ordenar la reconstrucción de algunos edificios públicos y decretar algunos trabajos que él estimó de provecho general; pero, por desgracia, prescindió por completo de otras autoridades que debían ser tomadas en cuenta, y no procedió conforme a la ley y a las ordenanzas municipales. La conducta de Prieto desagradó a muchos y fue la ocasión de que se pronunciara abierta oposición entre los partidarios del gobernador y los de la municipalidad. Prieto encabezó, de hecho, a los partidarios de la reedificación de la ciudad en su propio sitio; y la mayoría de la municipalidad, a los que deseaban la traslación a otro sitio más adecuado.

4.- Entre tanto buena parte de los habitantes se fue retirando a los fundos de campo, en donde era más fácil hallar trabajo y medios de subsistencia. La comunidad franciscana se fue al campo de los Guindos, porque a los estragos del terremoto se venían agregando otros, no menos sensibles y perjudiciales. A la conmoción del suelo siguieron las perturbaciones atmosféricas: tormentas eléctricas, vendavales violentísimos, y, al fin, lluvias torrenciales, que duraron varios días seguidos y echaron a perder lo poco que se iba extrayendo de las casas, e imposibilitaron la tarea de seguir removiendo los escombros y sacar los granos, ropas, útiles de casa, etc. De varios documentos consta que cayó un granizo casi del tamaño de una nuez, y que causó perjuicios en los árboles y en las sementeras.

El 1.º de marzo escribía el gobernador al intendente. Aún no se restablece la tranquilidad, le decía; siguen las tribulaciones; han aparecido bandas de ladrones; pero he logrado que la policía les eche mano, y los he castigado como se merecían.

Ya se había restablecido la calma, sigue diciendo la carta:

«Pero corrió una patraña de aproximación de indios, que el pueblo, sobrecogido ya de espanto, creyó sin discernimiento, y poniéndose en emigración hasta San Carlos, cuya población se preparaba igualmente a la misma fuga, cuando llegó a mí aviso. Yo me ocupaba entre tanto infatigablemente en descubrir al autor de esta funesta especie, y, descubierto, le hice pagar con cien azotes su embuste y probablemente sus criminales intenciones»95.



5.- El nueve de marzo llegó, procedente de Santiago, el intendente de Concepción, don José Antonio Alemparte: la visita del primer mandatario de la provincia iba a ser de trascendentales consecuencias en los destinos de la ciudad. Al día siguiente se celebró sesión municipal, con asistencia del intendente, del gobernador, de los municipales señores Nicolás Muñoz (que era el juez de letras del departamento), José María del Canto, Domingo Contreras, Domingo Pino, Pedro Juan de Ojeda y Francisco Gatica, y el Secretario, Notario Público, don José Liborio Ruiz. No asistieron los otros tres municipales, señores José Antonio Riquelme, Domingo Puga y José Antonio Lantaño, ausentes de la ciudad.

Comenzó el intendente con un largo discurso, en que manifestaba el pesar del Gobierno por la gran catástrofe, y sus deseos de atender a la triste situación causada por el terremoto y que ya tomaba medidas para ayudar a los pueblos damnificados96. Que «viene premunido de toda facultad para arreglar las cosas antes que entre el invierno». Que no convocó al vecindario por estar ausentes muchos habitantes, y estar otros preocupados de sus trabajos de preparar hogar; pero que reúne al cabildo «para proceder a la reedificación de la población, o a variarla de local en las inmediaciones o en el lugar del Partido que sea más análogo para obtener las ventajas que sean conciliables con las circunstancias». Manifestó a este propósito:

«Que por el estado en que había observado los escombros, por la escasez de fortunas que tenía presente, por lo disparejo y enterrado del local, por la mala dirección que tenían las aguas, y, en fin, por lo angostas que demostraba la experiencia que eran las calles, parecía conveniente variar el local en que haya de construirse la ciudad, penetrado de que con el valor de los gastos que debía emprender cada propietario en levantar sus escombros, podría proporcionarse en la nueva planta una casa cómoda, si no por su extensión, por el gusto uniforme que podía adoptarse para el ancho de la calle, que aseguraría a nuestros nietos de un funesto resultado en la repetición de ruinas que sufre nuestro suelo en cada siglo; y en fin que podríamos lograr esta desgraciada situación para precavernos de tantos defectos de que muchas veces oyó quejarse a varios vecinos de este suceso».



Ofreció el auxilio del gobierno, y que pronto se comenzaría la construcción de los edificios públicos.

Encargó a la municipalidad que trabaje con empeño y pronto; que se proceda con seriedad y honradez en todo, y que él hará lo mismo; que se le den todos los datos e instrucciones convenientes, para disponer y conceder todo lo que esté en su mano o para pedir a otros lo que de él no dependa.

Se acordó trabajar la recoda, arreglar el cuartel, la cárcel, el matadero; que endosada a la muralla sana de la cárcel se construya una sala de 24 varas para escuela, cuyo director recibía renta «desde el momento en que pueda continuar sus tareas». Deja plena autorización al gobernador para que disponga lo que sea necesario, y dispone que se recurra a él en casos difíciles.

6.- Al día siguiente siguió Alemparte su viaje al sur, creyendo tal vez que dejaba todo arreglado en Chillán. Esa asamblea fue probablemente la última vez en que se vieron y hablaron los municipales y Prieto. Éste nombró al día siguiente una comisión para que recogieran en listas las opiniones de los partidarios de la permanencia en la ciudad arruinada, y los comisionados dijeron que la mayoría deseaba seguir en donde estaba y no moverse de ahí.

Siguió Prieto muy tranquilo en su casa, sin preocuparse para nada, ni de sesiones municipales, ni de dar cumplimiento a los acuerdos de la sesión del diez97. El cabildo permanecía con las manos atadas, ya que su jefe legal, el gobernador, no la reunía ni se comunicaba con la corporación: esa prescindencia agraviante molestó a los cabildantes y fue la perdición de Prieto. El 27 de marzo cinco municipales: los señores José Antonio Riquelme, Pedro Juan de Ojeda, José Antonio Lantaño, Domingo Pino y Francisco Gatica, dirigieron al intendente una formal acusación contra el gobernador, haciendo a éste serios cargos y reclamando facilidades para cumplir ellos con las obligaciones que las circunstancias y la ley les imponían.

Dicen los cinco acusadores que «el gobernador permanece inerte, que no convocó al cabildo como debía», y, por consiguiente, «nos privó de los medios de hacerlo». Queriendo trabajar, el 23 fueron cinco cabildantes a casa del gobernador «a decirle el juicio del pueblo y a pedirle que cite a sesión; mas, ¡cuál fue nuestro asombro al tratarnos de complotados, cuando dábamos paso que debía aplaudirse! Nos retiramos después de algunos altercados indispensables por nuestra parte. Hasta hoy -dicen los acusantes- nada se hace, y en la votación de los que no quieren separarse del medio de las ruinas, no votaron sino los miserables y mujeres seducidas por los comisionados». Dicen que cunde el desaliento y piden al intendente «a quien se dirigen como a su padre», que ponga remedio a la situación.

El 31, Alemparte, en una nota acre, trata duramente a Prieto y le pide que informe acerca de lo que exponen sus acusadores, y que lo haga a vuelta de correo «dejando todo otro trabajo» para no demorar la respuesta.

Informó Prieto, y no tuvo pelillos en la pluma para escribir lo que sentía. Aseguró que son dos individuos, villanos, criminales y desfachatados los que andan revolviendo las cosas. Que hubo cien votos de vecinos por la permanencia en la ciudad, y 5 por la traslación a otra parte. Los atolondrados fueron por los sitios «impidiendo que trabajaran las chozas» y asegurando a los habitantes:

«Que era inútil todo trabajo, pues estaba acordado por la intendencia la traslación de la ciudad. Venían quejas ante mí y lágrimas y yo les dije que el pueblo resolvería en definitiva».



Me acusan de inerte, sigue diciendo el gobernador:

«Y lo soy, porque no castigué sus abusos contra mi autoridad, cometidos por ellos, incitados por Manuel Jiménez, su cabecilla.

«Sin consultarme para cosa alguna hacían sus reuniones, iban con su pedagogo como niños de escuela a reconocer el local donde aquel quería trasladarlos, para dar con este motivo agua a sus posesiones; y después de esto tenían la inocencia de venir a exigir de mí que diese cumplimiento a sus disposiciones: ¿condescender a semejante demanda no habría sido una degradación que me habría hecho despreciable ante los ojos mismos de Uds., cuya respetable autoridad invocaban?»

«Entraron a mi casa y me increparon, agregando que ellos tenían amplia comisión y autoridad para sus trabajos de parte de Uds.».



El intendente, en nota del 14 de abril, contesta a Prieto y le dice que no ha desvanecido los cargos en que fundan sus quejas los municipales; antes bien aparecen justificados. No ha cumplido muchas de las instrucciones sobre puntos interesantes relativos a atender a las necesidades públicas; «que la Intendencia ha recibido el más grave disgusto por la serie de transgresiones que ha notado en sus procedimientos», y que para reformarlos debe someter el presente decreto al conocimiento de la Municipalidad, que hará reunir inmediatamente, para que se estudie lo hecho y se cumpla lo que falta del acuerdo de 10 de marzo.

7.- Calculamos que junto con el informe que enviaba Prieto en la primera semana de abril, iba también una solicitud de licencia para ausentarse de la gobernación; y que la providencia favorable a su petición, volvió a Chillán junto con la nota de Alemparte, de 14 de abril. El 27 de este mes se reunía la Municipalidad, pero ya no presidía Prieto, sino don José María del Canto, nombrado gobernador suplente.



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