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Historia de Curicó

Tomás Guevara




ArribaAbajoPresentación

Nuestra Editorial se siente muy orgullosa de dar a luz la Segunda Edición de la Historia de Curicó de Tomás Guevara, cuya Primera Edición fue en 1890, o sea hace 107 años.

Esto significa que permaneció durante un siglo constituida en pieza de anticuario, y muy difícil de consultar por los estudiosos del tema.

Esta Historia aporta numerosos datos que hoy se han olvidado, y se extiende desde los primeros tiempos de la Conquista hasta la Guerra del Pacífico.

El autor analiza cómo se fueron formando las viejas familias curicanas, desde los tiempos en que Curicó era colchagüina. Por eso es que para completar el estudio de Colchagua, hay que leer esta Historia de Curicó.

Su lectura es amena y liviana, no obstante, de aportar numerosa cantidad de antecedentes.

EL EDITOR.






ArribaAbajoCapítulo I

El cacique Tenu.- Los indios Curis.- Los chiquillanes y los pehuenches de la cordillera.- El asiento de Unco.- Los indios de las márgenes del Mataquito.- Palquibudi.- Huerta y Lora.- Los indios de Lolol.- Los curis en el siglo XVII y XVIII.- Costumbres.- Estado social.- Agricultura.- Creencias.- Primera división administrativa.

Cuando los conquistadores españoles hubieron sentado su poder en el valle del Mapocho, dominaban las tribus aborígenes que se extendían al sur, dentro del territorio de los promaucaes, entre otros, los caciques Cachapual, Tintililica, Tenu y Gualemo, que legaron sus nombres a los ríos y valles donde ejercían su autoridad.

Los dominios del cacique Tenu se extendían desde el lugar llamado «Comalle» hasta la confluencia de los dos ríos que forman el Mataquito, comprendiendo ambas riberas del riachuelo Quetequete. La población indígena estaba esparcida en el punto denominado «Teno», al norte del río del mismo nombre, donde el cacique tenía su residencia y donde más tarde estableció Valdivia un tambo o posada; en Rauco, (aguas de greda) vasta ranchería de indios que seguía el curso del estero de Tilicura, y, por último, en la isla de Quetequete, que la forman el Teno y su confluente de este nombre, donde residían, aunque diseminados, muchos y quizás la mayoría de los vasallos del cacique, a juzgar por la configuración del terreno, fértil y fácil para la irrigación, así como por los vestigios indígenas encontrados en las tumbas descubiertas por las avenidas del Teno.

Todas estas agrupaciones de naturales y otras que habían un poco más al sur, en el lugar que hoy se llama «Barros Negros», se reconocían con el nombre de «curis», palabra que en lengua indígena significa negro y que las tribus limítrofes daban a estos habitantes para designar el color negruzco que el suelo tiene en esta parte de nuestro departamento.

Toda la extensión de terreno que abarcaba esta zona se denominaba «Curicó», palabra cuya significación es «aguas negras», de curí, «negro», y co, «agua», en alusión al color que tomaban los arroyos y esteros al atravesar el suelo.

Por el norte los curis colindaban con los dominios del cacique Tintililica o Tinguiririca y por el sur con los de Gualemo o Lontué, y más allá de estos moraban a orillas del Maule los Cauques.

La población del territorio de los curis no debió ser muy insignificante; porque poco antes de la fundación de Curicó, cuando en las tribus aborígenes se había operado ya un gran retroceso numérico, existían entre el Teno y el Lontué cuatro mil habitantes, de los cuales la mitad por lo menos sería de indios. Luego, no es aventurado suponer que los curis a la llegada de los conquistadores no bajarían de tres mil.

Indudablemente que los curis formaban una reducción no despreciable por su número y por su valor, desde que concurrieron también a los ataques contra los conquistadores, en el levantamiento general de los indios. El cacique Tenu entró como otros caudillos de tribus principales, después de pacificada la comarca de Santiago, a estipular con Valdivia un convenio de sumisión que aseguró en el territorio de los promaucaes la dominación española.

Por el oriente los curis limitaban con los indios de los valles andinos: los pehuenches y los chiguillanes, que se extendían por la parte del levante de la cordillera los últimos, y del occidente los primeros.

Formaban los chiguillanes una tribu poco numerosa, pero de las más salvajes entre todas las chilenas. Andaban casi desnudas y usaban un dialecto gutural y propio de ellas únicamente. Se dedicaban a la extracción de riquísima sal, y en 1772, época en que conservaban su unidad y sus costumbres, ajustaron con el presidente Morales un tratado de comercio para facilitar el expendio de este artículo; el cacique Cariguante trasmontó los Andes con treinta mocetones por el boquete del Planchón y se estipuló el tratado delante del Ayuntamiento y de la Audiencia.

Mas al poniente de esta tribu residían los pehuenches, moradores de los valles que caían al territorio de los curis. Eran más laboriosos que los anteriores y más aptos para el trabajo y la guerra que los habitantes de las llanuras, tanto por ser criados en la rigurosa intemperie de los Andes como por la superioridad de su estatura.

Andando el tiempo, cultivaron relaciones comerciales con las diversas poblaciones del partido del Maule, al cual pertenecía Curicó. Todos los años bajaban en los primeros meses del verano a vender los artículos que constituían su riqueza y su principal producción e industria, tales como sal, yeso, alquitrán, lana y pieles de huanaco.

En el valle del Teno y sus adyacentes residía una tribu que obedecía a un solo cacique. Los últimos vástagos de este cacicazgo fueron Domingo Fabio y su hijo Ambrosio Fabio, muerto en 1776, con un apellido castellanizado ya en esta fecha y legado a un paraje de la cordillera, donde éstos probablemente residieron.

En la región que está situada al suroeste del estero de Chimbarongo, llamado más tarde Santa Cruz de Colchagua por haber pertenecido a dicha provincia, existía también otro asiento de indígenas cuyas dependencias principales estaban radicadas en Chépica, Chomedagüe, La Punta, Quinagüe y Auquinco. El nombre que los naturales daban al lugar que después se llamó «Santa Cruz» era Unco, que viene de una palabra que significa «reparo», situado sobre el riachuelo denominado «Guirivilo», compuesto de las palabras guiri, «zorra», y vilu, «culebra», animal fabuloso que los indios suponían que habitaba en los remansos profundos de los ríos.

Pero donde la población indígena se había agrupado en mayor número era a orillas del Mataquito y en la costa de Vichuquén.

Los indios buscaban con preferencia las márgenes de los ríos para establecer sus habitaciones. Los ríos o «lebos» les proporcionaban buenos terrenos de aluvión, pesca y agua para la irrigación artificial, introducida en Chile por los peruanos. El Mataquito era de los ríos del centro el que tenía más asientos indígenas en ambas riberas. Tres se reputaban los más importantes, el de Palquibudi, Huerta y Lora, a la derecha del curso de sus aguas.

Hubo evidentemente en el primero de estos lugares una población, aunque un tanto diseminada, escasa y de pocos recursos. Las numerosas piedras horadadas que se han encontrado allí y sobre todo la de los platillos dan testimonio de ello. La piedra de los platillos es un gran trozo de granito perfectamente labrado que aún existe y que en la parte superior tiene varias picaduras en forma de platos y una más grande en la cabecera con las dimensiones de una fuente. Es de suponer que hubiese sido la mesa que tenía para sus reuniones la tribu y que cada plato correspondiera a un jefe de familia y la fuente al cacique principal. También puede suponerse que se utilizara para mesa en el interior de alguna choza y que los platos estuviesen destinados para moler sal, maíz y otros granos. En ambas orillas del Mataquito quedan todavía peñas semejantes a la de Palquibudi.

Mas al poniente de esta tribu, había otra de mayor importancia por la población numerosa que la componía y la feracidad del suelo que ocupaba, donde la míes se producía tan abundosa como en las fertilísimas tierras negras de los curis. Estaba situada en la zona que hoy se denomina «Huerta y Orilla de los Navarros».

A mediados del siglo XVIII, la gobernaba un cacique llamado Domingo Brisó, y a fines del mismo, en 1796, uno de sus descendientes, Alejo Brisó, que cedió el derecho de autoridad a un indio residente en Chimbarongo, de nombre Narciso Cayuante, por encontrarse el primero con poca aptitud para dirigir a sus vasallos y por ser el último un indio originario del lugar y estar cargado de méritos adquiridos en las guerras de Arauco.

Esta tribu sufrió una rápida despoblación debida en gran parte a las expoliaciones y al rigor de los hacendados vecinos. En una solicitud que Brisó presentó al capitán general o gobernador del reino, decía a este propósito:

«Los indios andan los más dispersos y fugitivos, unos por huir del rigor y persecución de las justicias, a causa del apremio de los hacendados y vecinos inmediatos, otros por el estricto recinto en que éstos los han dejado de tierra para vivir, que no serán más de únicamente diez a doce cuadras las que se contienen hoy en el dicho pueblo».



En la misma solicitud en que Brisó transfiere sus derechos de cacique a Cayuante, se excusa de esta manera para no admitir el cargo:

«Me hallo inhábil de poder defender aquel derecho que nos compete y tenemos adquirido por razón de abolengo a las dichas tierras del dominio de dicho pueblo, yo ni mis parientes, siendo que el número de cuadras anexas al precitado pueblo es dilatado, a proporción de su cantidad, como constará de su título, las cuales y casi todas ellas se hallan perdidas en poder de los vecinos hacendados, quienes contra derecho y rigor se las han arrebatado».



Concluye esta solicitud con la siguiente petición:

«Pedimos igualmente en consorcio de todo el pueblo, así niños como grandes, se nos conceda el darnos por capitán del dicho pueblo al capitán miliciano don Luis Manuel de Barahona».



Acusaban principalmente estos naturales al hacendado de la Huerta don Jacinto Garcés de invadirles sus propiedades y perjudicarles sus sembradíos; pero éste a su vez los acusaba a ellos de ladrones y ociosos. El presidente Avilés y demás autoridades judiciales juzgaron estas querellas con visible inclinación a favor de los indígenas.

Después de la muerte del cacique Cayuante, volvió a ejercer la soberanía de la tribu la familia Brisó hasta el primer tercio del presente siglo, época en que esta población de indios perdió del todo su organización primitiva.

Los pueblos de indios se componían de quince o veinte chozas de carrizo o de largas extensiones de territorio ocupadas por habitaciones que estaban a la vista unas de otras. La superstición del indio, que creía que las enfermedades y la muerte provenían de venenos y maleficios de sus enemigos, impedía las agrupaciones numerosas: su tendencia se encaminaba principalmente al aislamiento para ocultarse a las miradas y a la misteriosa influencia de los demás.

Estos grupos estaban situados generalmente, en lugares bajos, y a orillas o no muy distantes de los ríos, riachuelos y vertientes, o bien al pie de las montañas, en parajes amenos y pintorescos, donde el agua abundaba y el viento mecía bosques seculares. Tal era la situación de las rancherías de Teno, Comalle, Rauco, Tutuquén y Barros Negros que formaban el territorio de los curis y las de Palquibudi, Huerta, Lora, Lolol y Vichuquén, los asientos más poblados de la región de la costa.

Gobernaba estas agrupaciones un cacique o «ulmén» principal, de quien dependían otros caudillos secundarios. Después de la conquista española, durante el período colonial y aún a principios de la República conservaron su organización comunal y cierta independencia, más que efectiva, nominal, puesto que reconocían la autoridad de un capitán o del subdelegado.

De estas residencias de indios, las que contaban con una población más densa eran sin disputa las de Lora y Vichuquén. La primera conservó hasta hace poco su organización indígena, y sólo perdió su unidad cuando la codicia de los propietarios vecinos y algunos leguleyos que tomaron parte en las disensiones domésticas de los indios y en sus particiones, fue concluyendo con esta famosa e histórica reducción.

A mediados del siglo pasado gobernaba este pueblo el cacique Maripangue, cuyo último descendiente, Juan Maripangue, conservó el dominio de la tribu hasta principios del presente, época en que sus gobernados se revelaron de su autoridad por su mala administración.

El cacicazgo de Lora estaba compuesto además de esta población, de las reducciones subalternas de Quelme, Naicura, Licantén y Hualañé. Las poblaban, familias que fueron numerosas y tuvieron los apellidos de Maripangue, Millacura, Llanca, Vilu, Millacollan, Tanamilla, Paillan y Buenuledo.

Ocupaban los pequeños valles que desde las serranías de la costa vienen a caer al Mataquito y el espacio de terreno que sigue las ondulaciones de ese río y va a tocar los cerros del norte, ferocísimo plano inclinado que han ido formando considerables depósitos de aluvión. En estas extensas vegas y húmedas hondonadas era donde los indios cavaban sus siembras de maizales y escasas acequias.

En el lugarejo de rancherías de Lora, la población indígena se había agrupado especialmente por la gran extensión de terreno de que disponía y la facilidad que le presentaba para llenar las necesidades más apremiantes de su existencia indolente.

El potrero más extenso de esta tribu, donde residía el cacique y la mayor parte de sus vasallos, era un paño de tierra que medía como tres o cuatro mil cuadras de superficie. A principios y mediados de este siglo, los indios vendieron sus lotes y heredades a cualquier precio. El vecino de Curicó don Ramón Moreira compró a veinticuatro naturales, ciento setenta cuadras a ínfimo precio; don Rafael y don Javier Correa, de Vichuquén, compraron a unos cincuenta y ocho indios como cuatrocientas cuadras. Por pago de honorario obtuvieron asimismo hijuelas el coronel patriota don Pedro Antonio Fuente, don Juan Debernardis y don José Santos Núñez. Puede calcularse el valor de estas hijuelas sabiendo que en 1818 una comisión evaluadora de fundos rústicos que se nombró para arbitrar fondos para la guerra de la independencia, las trazó a dos y tres pesos la cuadra, asignando a toda la reducción de Lora el exiguo precio total de doce mil pesos.

La etimología de la palabra «Lora» viene de lov, «caserío», y rag, «greda», es decir, parcialidad abundante en tal materia. Esta abundancia de greda favoreció la industria rudimentaria de alfarería, a que los indios de Lora se dedicaban con especialidad, pues en el arte de fabricar utensilios de barro, como cántaros, ollas y vasos no tenían rival entre las demás tribus de las comarcas que hoy forman la provincia de Curicó: los indios tenían un admirable acierto para calificar con exactitud y lógica, los lugares de sus territorios.

El asiento de Lora se distinguía no solamente por lo poblado que era, por la excelente calidad de su terreno de labranza y por la industria alfarera, sino también por el valor de sus indios. El belicoso Lautaro reclutó aquí buenos y muchos soldados para acometer a los conquistadores españoles, y más tarde en la guerra de la independencia, un alentado clérigo que les servía de cura, don Félix Alvarado, formó con ellos una montonera patriota. No tenían la estoica resignación de las demás tribus para dejarse vejar por los españoles o sus descendientes, pues varias veces acometieron o saltearon a los hijuelanos de la aldea que intentaban perjudicarlos en sus intereses. Todavía se recuerda el asesinato de don Manuel Fuentes, a quien mataron a puñaladas y palos y dejaron, como burla cruel de su venganza y de su saña, de pie, afirmado por la espalda en un roble y completamente desnudo. Uno de los asesinos, de apellido Cornejo, que se hizo después de este crimen bandido de los Cerrillos de Teno, murió en los comienzos del presente siglo de un balazo que le dio el vecino de Curicó don José María Merino una vez que lo sorprendió en un robo de animales en el Romeral.

En las montañas de Vichuquén y alrededor de la serie de lagunas que hay en la costa de este departamento, se agrupaba una numerosa población de indios designados con el nombre genérico de «costinos», pertenecientes como los curis, los de la Huerta y Lora, a los promaucaes. Desde el punto de vista territorial y económico, esta tribu era superior a las que hasta aquí llevamos conocidas.

Las serranías bajas, montuosas y llenas de vertientes y riachuelos que regaban fértiles hondonadas hacían fáciles para los indios las tareas agrícolas, aparte de suministrarles el mar y las lagunas una pesca en extremo abundante: el indio negligente necesitaba de un esfuerzo individual insignificante para satisfacer sus necesidades, reducidas a la expresión más mínima de las que puede sentir el hombre civilizado de nuestros días.

El centro más poblado de esta comarca y la residencia del cacique principal era el asiento de Vichuquén, palabra que es corrupción de vuta, «grande», y de lauquén, «mar» y que quiere decir laguna o mar grande, por contraposición a las de Tilicura, Torca, Agua Dulce, Bolleruca y Bucalemu, inmediatas a la gran laguna de aquel nombre. Se seguían en importancia Llico, de lli, «salida», y co, «agua», partículas que significan «salida de agua»; Tilicura, Lipimávida y otros situados en contorno del lago de Vichuquén.

El cacique residía en el caserío de este nombre, donde habitaban muchas familias indígenas de cuyos apellidos, castellanizados con el tiempo, sólo conservaron su forma primitiva hasta hace pocos años los de Vilu, Catrileo, Calquin, Carbullanca, Quintral, Nirre, Maripangue y Llanca.

Desde tiempos remotos hasta no muchos años a esta parte, ejercieron el gobierno del territorio de Vichuquén unos caciques de apellido Vilu, que en lengua indígena equivalía a «culebra». Esta familia que se perpetuó en el mando, ha producido no solamente pacíficos caudillos de una tribu, sino también patriotas ilustres y hasta sacerdotes, como el sotacura Vilo de esta ciudad, que al propio tiempo de elevarse en categoría social, ha transformado un tanto la ortografía de su nombre histórico.

Este patriota que ilustró su nombre con hazañas dignas de particular mención, fue el cacique Basilio Vilu, muerto en un encuentro con los derrotados de Maipo que huyeron al sur por el camino de la costa. Vilu había armado a sus vasallos durante la reconquista española y se había unido a los guerrilleros insurgentes para pelear con los opresores de sus antepasados. El documento que insertamos a continuación nos dará suficiente luz acerca de su fin glorioso:

«Don Isidoro de la Peña, sargento mayor de caballería y teniente gobernador del partido de Curicó, etc.:

Por cuanto por oficio de 23 de mayo último comunica el alcalde de Vichuquén la muerte del benemérito cacique Vilu a causa de ir dicho cacique a reunirse con el capitán don Francisco Eguiluz para la defensa del patrio suelo, y orientándome igualmente el citado oficio corresponder el cacicazgo al indio Alejandro Vilu por sanguinidad, arreglada conducta y más distinguido patriotismo, he venido en nombrarle de tal cacique de la reducción de indios del pueblo de Vichuquén, quien desde el momento de la publicación de este título comenzará a ejercer sus funciones, y será obedecido en la clase que le corresponda por todos sus subalternos y guardándole igualmente los honores que en razón de cacique le corresponda.

Y para que tenga su debido efecto todo lo que corresponde, este documento se hará presente al señor alcalde de Vichuquén, quien tendrá la bondad de recomendar al nuevo cacique el cuidado del hijo del finado y recomendable cacique Bacilio Vilu.

Partido de Curicó, 16 de junio de 1818».



Cuando el hijo del cacique patriota llegó a su mayor edad, entabló un juicio sobre mejor derecho de sucesión. En 1826 la autoridad judicial de Curicó reconoció la legitimidad de sus títulos y lo puso en posesión del cacicazgo.

Después de la conquista de los españoles, los indios de Vichuquén y en general los de toda la comarca del Mataquito, conservaron su organización comunal y se convirtieron al catolicismo: en sus potreros sembraban lo que querían sin otro gravamen que una contribución muy exigua que recogía el cacique para el pago del cura de la doctrina. En 1585 se nombra los dos primeros curas doctrineros que iniciaron a estos indios en las prácticas y dogmas de la religión católica, que fueron Fray Leoncio de Toro, dominico, para Mataquito, Gonca, Teno y Rauco y Diego Lovera para Guanchillamí, en la margen izquierda del Mataquito, Vichuquén y Lora, con setecientos veinte pesos en oro y comida el último y trescientos treinta el primero.

Las reducciones de Lora y Vichuquén formaron también una encomienda. Los repartimientos o encomiendas consistían en la cesión gratuita de cierto número de indios de trabajo destinados para las obras públicas o particulares como construcciones, apertura de caminos, explotación de minas, cultivo del campo y pastoreo de rebaños. Los indios concurrían a estos trabajos por secciones, y este orden era lo que se llamaba «mita». Al cabo de muchas tentativas para concluir con los abusos y el despotismo odioso de los encomenderos, en 1789 suprimió las encomiendas el presidente don Ambrosio O’Higgins.

Como los demás asientos de indios, el de Vichuquén pasó poco a poco a ser propiedad de los hacendados vecinos y litigantes de mala fe. Las particiones que los naturales hacían de sus vastas y comunes heredades, los honorarios de agrimensores y jueces partidores y los despojos de los arrendatarios y hacendados colindantes, fueron las causas de la completa pérdida de sus derechos de propiedad. Hasta el año 1845, uno de los últimos caciques Vilu se ocupaba en demandar a diez arrendatarios por usurpación de terrenos. En el escrito en que denuncia semejante expoliación hace la siguiente revelación que da la medida del desprecio con que en todo tiempo se miró el derecho de los indios:

«El contrato de arrendamiento con los individuos citados ha sido verbal y por el tiempo exclusivo de un año, y por él se me ha pagado lo que a cada uno correspondía, aunque con bastantes azares y amenazas hasta llegar a ofrecerme de balazos sin más causa que cobrar el arriendo».



Tendían al acabamiento de las tribus aborígenes no solamente los despojos de los propietarios vecinos a sus tierras, sino también el trabajo excesivo, las epidemias y sobre todo la fusión de las dos razas, la española y la indígena, que dieron existencia a la raza mestiza.

Hubo también otras poblaciones indígenas en los pequeños valles de la cadena de montañas de la costa, de las cuales fue la más importante la agrupación de Lolol, por haber tenido en ese lugar los soldados del inca del Perú y los conquistadores españoles un lavadero de oro.

Los indios curis del norte y sur de Teno conservaron por algún tiempo su organización y la propiedad de sus tierras. Uno de sus caciques poseyó, lo que es más raro aún, una rica mina en los cerros de Huirquilemu al otro lado de Rauco, en dirección a las Palmas. Ese mineral de oro, tapado en el día, ha sido desde tiempo inmemorial hasta hoy, objeto de la codicia y de frecuentes exploraciones de los mineros, al par que fuente inagotable de tradiciones populares. A mediados del siglo XVII existían todavía al otro lado del Teno algunas familias indígenas que se apellidaban «Chengupañi», «Galmanti», «Catilevi», «Inipel», «Guechupañi», «Lidueño», «Liu», «Losu», y otros nombres vulgares como «Machete», «Bonito» y «Terrible»; en la región meridional de este río se conservaron asimismo algunos apellidos de aborígenes hasta principios del siglo XVIII, tales como «Talpen», «Guili», «Cauñango», «Paillaquegua», «Carilau», «Mariqneu», «Chiguai» y «Calligue». Por los años de la fundación de Curicó murió a este lado del Teno un cacique joven llamado Calleguanque, último vástago tal vez de una familia de caudillos, cuya total desaparición coincidió con el advenimiento de una nueva raza y de nuevos dominadores.

El último señor de los curis, jefe principal o del territorio y no secundario o de tribu como debió ser el anterior, vivía todavía al mediar del siglo XVII, y se llamaba don Rodrigo Cariguante, descendiente del primer cacique Tenu. Despojado de sus dominios por los españoles, pues en 1638 el gobernador Laso de la Vega hizo merced de sus tierras y vasallos al capitán don Francisco Canales de la Cerda, vendió en 1659 al capitán don Juan Bautista Maturana la parte que le correspondía en el pueblo de Teno y que aún conservaba como postrer resto del antiguo cacicazgo que se extendía desde el estero de Chimbarongo hasta el Lontué y desde la cordillera hasta la formación del Mataquito. Un siglo cabal hacía que los conquistadores habían arrebatado a su primer progenitor conocido la soberanía e independencia de su territorio cuando los colonos, hijos de aquéllos, lo despojaron de la propiedad de su suelo en nombre del derecho absolutista del rey de España, dueño exclusivo de toda la América.

Fueron nombrados corregidores para las poblaciones del Mataquito en 1593 por el gobernador don Martín Oñez de Loyola, don Diego de Rojas y para los que estaban comprendidos entre Teno y más allá de los indios Taguataguas, don Álvaro de Villagrán. El territorio de Curicó perteneció, pues, a esta primera división administrativa.

Por la afinidad de origen de las tribus que ocupaban el territorio que hoy forma nuestra provincia con todas las demás de Chile, no se diferenciaban los indios de esta zona con los araucanos ni en el idioma ni en las costumbres ni en la estructura corporal.

Los caracteres de la fisonomía de los indios del Mataquito y Vichuquén, juzgando por sus descendientes genuinos que hemos alcanzado a conocer, son iguales a los rasgos distintivos de los araucanos, esto es, cabeza grande, cuello corto; nariz aplastada, frente estrecha, estatura pequeña. Estos mismos signos exteriores eran comunes a los curis, superiores a los costinos únicamente en su estatura media. Los indios que habitaban los valles andinos tenían una estatura que sobrepasaba de la común.

El cacique principal o «ulmén» ejercía la soberanía de la tribu como el más rico y valiente de los indios y tenía bajo su jurisdicción a otros caudillos secundarios, cuyo poder estaba circunscrito al corto radio de unas cuantas chozas. Estos jefes no tenían noción alguna de gobierno ni de administración de justicia; los crímenes se vengaban o se pagaban.

Las costumbres sociales estaban asimismo en un estado de absoluto atraso. El matrimonio no era el resultado de una recíproca inclinación sino un simple negocio. A la mujer los indios la compraban por objetos de adornos, domésticos o de alimentación; el que no poseía recursos para adquirirla, se la robaba y se hacía perdonar enseguida su delito. Las relaciones conyugales carecían de todo vínculo de estrecha unión; su rasgo distintivo era la indiferencia. Un individuo podía comprar tantas mujeres como le permitiera su fortuna. El marido era el amo despótico y voluntarioso de la familia, a cuyos miembros podía hasta matar sin que nadie le pidiera cuenta del asesinato. Al niño se le daba generalmente el nombre de animales, serpientes o aves. En punto a moralidad sexual había completa libertad. Las leyes y la religión de la raza conquistadora modificaron radicalmente estas costumbres.

Entre los curis y demás tribus del norte y poniente del territorio de Curicó, la agricultura constituía la parte más esencial de la alimentación, y de esta agricultura el maíz entraba como elemento principal, introducido a Chile, juntamente con el poroto pallar, por los conquistadores peruanos.

Las labores agrícolas estaban encomendadas a la mujer; ella sembraba, cosechaba y hacía la chicha de maíz por el asqueroso procedimiento de mascarlo y echarlo después a algún utensilio doméstico, donde se producía la fermentación.

Los primitivos aperos de labranza eran tan sencillos que las más de las veces se reducían a un palo de espino con que se removía superficialmente la tierra y al cual se le ataba en la extremidad superior una piedra horadada. En ambas orillas del Mataquito se han encontrado restos de canales y piedras agujereadas que atestiguan que en aquellas regiones la industria agrícola estuvo planteada en no muy ínfima escala.

Las piedras horadadas de todas dimensiones que se han hallado cerca de aquellas grandes peñas lisas que tienen labrados algunos platos en la cara superior, tenían entre estos indios muy variadas aplicaciones: las más pequeñas servían para hundir las redes en el agua, para las torteras de los huasos, para proyectiles de hondas y la caza de animales; las más grandes se usaban, como acabamos de ver, para dar peso al palo que servía de arado y para porras que amarraban con cortezas de árboles fibrosos o correas a la extremidad de un garrote.

Los indígenas de la costa de Vichuquén además de ocupar a sus mujeres en las faenas del campo, se dedicaban ellos también a la pesca marítima de lobos y de toda clase de peces. Estos y todos los indios riberanos del Mataquito usaban embarcaciones de cueros soplados y balsas de maderas y de tallos de cardón, para lo cual les proporcionaban sus bosques en abundancia el material fibroso.

Todos los naturales de estas tribus habían sido antes de la conquista incásica eximios cazadores, como que tenían que alimentarse de la caza y de la pesca, y continuaron siéndolo a la llegada de los españoles. La fauna les proporcionaba el zorro y una infinidad de roedores a los de la costa y de la llanura y el huanaco a los que habitaban en la cordillera. La volatería les ofrecía igualmente no escaso alimento; cazaban la perdiz, los numerosos papagayos, patos silvestres y cisnes.

Completaban su alimentación de pescado y de maíz con raíces, huevos, frutas y patatas silvestres.

Vestían toscos tejidos de lana coloreada con raíces de árboles, la que habían aprendido a utilizar desde la conquista de los incas. Antes de esta época andaban desnudos o vestidos con pieles.

Se reunían con frecuencia para ayudarse en las construcciones de sus chozas, para entregarse a sus juegos favoritos o tratar de negocios de la guerra. Todas estas reuniones concluían con desenfrenadas borracheras.

Las guerras de tribu a tribu y de territorio a territorio se acordaban en reuniones generales que presidía el cacique principal; usaban como armas las flechas, picas, mazas o macanas y las piedras arrojadizas. No conocían principio alguno de táctica, pues sus batallas se verificaban en medio del desorden y en pelotones que se atropellaban; pero en cambio estaban dotados de un sentido estratégico de primer orden para aprovecharse de los descuidos del enemigo o de las ventajas que ofrecía la topografía del terreno.

El aspecto de los indios era de profunda taciturnidad y desconfianza. Flojos e imprevisores, su actividad individual permanecía siempre nula. Aunque muy supersticiosos, carecían de todo principio religioso bien definido. Creían en un poder superior que producía los truenos, los relámpagos y las erupciones volcánicas, que denominaban «pillán», creían igualmente en otro ser incorpóreo llamado «huecuvu», causa de los accidentes desgraciados, de sus enfermedades y muertes; pero ninguno tenía los atributos de un Dios que ha creado el universo. En ninguna de las excavaciones que se han hecho en los departamentos de Curicó y Vichuquén se han hallado vestigios que atestigüen la existencia de algún culto externo. En el último se ha hallado un ídolo, pero es de hechura más o menos moderna; posterior por cierto a la conquista española.




ArribaAbajoCapítulo II

Lautaro.- Levantamiento de los indios de Tucapel.- Ataque a Concepción y la Imperial.- Invade el norte y llega a Peteroa.- Obrad de defensa.- Sale de Santiago Diego Cano a atacarlo.- Su derrota.- Sale Pedro de Villagrán en busca de Lautaro.- Combate de Peteroa.- Lautaro huye al sur.- Lo persigue Godínez.- Su segunda campaña a las márgenes del Mataquito.- Su campamento.- Francisco Villagrán lo ataca en sus posesiones.- Sorpresa de Chilipirco y muerte de Lautaro.- Plan de este capítulo.

Los indios de Curicó secundaron los planes de Lautaro, el más memorable de los caudillos indígenas de la conquista, cuando trajo sus huestes desde el corazón de Arauco hasta las márgenes del Mataquito.

Lautaro era un cuidador de caballos de Pedro Valdivia, joven indio como de dieciocho años de edad, originario de la comarca de Arauco y a quien los españoles llamaban «Alonso». Aunque estuvo por algún tiempo al servicio del conquistador de Chile y por lo tanto en contacto inmediato con los españoles, no pudo olvidar las costumbres, los defectos y las aspiraciones de su raza, anhelante hasta el frenesí por arrojar del suelo de sus antepasados a los dominadores castellanos.

Valdivia se hallaba en Concepción ocupado en sus lavaderos de oro cuando ocurrió un levantamiento de indios de Tucapel. El valeroso y altivo capitán salió en persona el 20 de diciembre de 1553 a castigar a los bárbaros sublevados. Entre su numerosa servidumbre iba también el yanacona Lautaro o Alonso, su mozo de caballos.

Los indios estaban preparados a la resistencia; siguiendo su costumbre, celebraron en la víspera de la batalla una junta para tratar de los medios que debían emplearse para resistir. Repentinamente uno de los indios que asistían a la reunión se puso de pie y desarrolló un plan de batalla, nuevo para los indígenas y el más apropiado para fatigar a los españoles y contrarrestar el empuje de sus caballos. Era Lautaro que había desertado de los tercios de sus opresores a la noticia del levantamiento de los suyos. Tomó el mando del ejército araucano y derrotó a Valdivia el 1.º de enero de 1554 en las laderas de Tucapel, donde pereció trágicamente este célebre conquistador de Chile.

En febrero de ese mismo año salió de Concepción el general don Francisco Villagrán a castigar a los indios, pero fue vencido en las alturas de Marigüeñu, por Lautaro. El antiguo caballerizo de Valdivia siguió desde aquí su marcha triunfal hasta la naciente ciudad de Concepción de donde se encaminó, después de saquearla y destruirla, a la Imperial. Lo que no había podido hacer el valor de los conquistadores hizo aquí la superstición de los indios: el ejército de Lautaro se dispersó por el terror que produjo a los naturales el estrépito del trueno de una tempestad y el relámpago que cruzaba el cielo oscuro y sin horizonte, fraccionada la fuerza del caudillo araucano, los sables españoles hicieron de ella fácil presa. Sin embargo, repoblada Concepción en 1555, Lautaro la tomó de nuevo al amanecer del 12 de diciembre y la arrasó hasta los cimientos.

Viendo que los españoles al cabo de algún tiempo no renovaban las hostilidades contra él, los creyó desanimados, exhaustos y revueltos, y concibió un proyecto que revela toda la energía de su voluntad y la fuerza de su serena inteligencia: quiso arrojar del país a los conquistadores, sublevar a los indios sometidos del centro y del norte y caer sobre Santiago.

Para ejecutar este plan tan atrevido, se puso sin dilación en campaña, y en la primavera de 1556 pasó el Bío-Bío a la cabeza de seiscientos combatientes resueltos a seguir hasta el último trance a su diligente e indomable jefe. Lautaro arrastraba a las muchedumbres indígenas por el poder de su iniciativa y por sus cualidades exteriores, con los cuales hería la imaginación de sus soldados. Era de una figura arrogante, tipo de lo más distinguido de la raza araucana, voz sonora e imponente. Montaba un hermoso y vivísimo caballo que había arrebatado a los españoles y vestía algunas prendas y armas recogidas en los campos de batalla.

En su marcha iba levantando las tribus riberanas del Maule y del Itata y hostilizando a los que no se plegaban a su ejército invasor. A inmediaciones del Maule atacó una encomienda de trabajadores de una mina, se apoderó de las herramientas, mató a dos de ellos e inclinándose a las serranías de la costa avanzó hasta la margen izquierda del Mataquito en el lugar de Peteroa, centro en aquel entonces de una densa población indígena y ahora conjunto de valiosas y cultivadas propiedades de las familias Muñoz, Garcés y Grez.

Estableció su campamento en una puntilla de las muchas que avanzan hacia el río. Su posición estratégica estaba protegida por el frente y por los flancos por pantanos inaccesibles, y por la espalda por un bosque de pataguas y robles impenetrable. Para obligar a desmontarse a los españoles e inutilizarles sus caballerías, cuyo empuje violento y rápido tanto temía y tantos estragos causaba en las filas de sus soldados, hizo trabajar en el recinto en que estaba acampado, fosos y hoyos. Concluidos estos trabajos de defensa, se dedicó a proveer y disciplinar su ejército. En todas estas obras que Lautaro emprendió para la defensa de su campamento y en todas las diligencias que practicó para abastecer a sus soldados de bastimentos y estar al corriente de las maniobras de sus enemigos, le sirvieron de poderosos auxiliares los indios de la Huerta, Lora y Vichuquén, los cuales pasaban el Mataquito en balsas y embarcaciones de cuero, para facilitar la comunicación entre las dos orillas del río.

Entre tanto los pobladores de Santiago habían sabido los planes de emancipar a su raza de Lautaro y su atrevida marcha hacia el norte, para darse la mano con los indios del centro y los del valle de Aconcagua, por los mismos yanaconas a quienes trataba de libertar y por los fugitivos de las márgenes del Maule. Los altivos castellanos, cuyo ánimo inquebrantable no retrocedía jamás ante el peligro, se prepararon a contener la invasión. El cabildo se reunió el cinco de noviembre para arbitrar fondos y reclutar soldados con que resistir al audaz y obstinado jefe de los araucanos. Entre otros acuerdos, se celebró el de nombrar capitán de una partida de veinte jinetes al valiente caballero Diego Cano, natural de Málaga y formado en la escuela de la adversidad y de las empresas temerarias de la conquista.

Tres o cuatro días después de nombrado, Cano salió de Santiago con sus veinte jinetes bien armados al encuentro de Lautaro, a cuyo campamento se acercó a los cuatro de marcha aproximadamente. En el paso de una ciénaga, los indios lo atacaron de sorpresa, y no pudiendo maniobrar la caballería en aquel terreno, las ventajas del combate estuvieron de parte del caudillo bárbaro. Un soldado español quedó muerto en el campo del combate y muchos salieron heridos y estropeados. Cano tuvo que huir por la orilla del Mataquito, perseguido en un largo trecho por las indiadas sedientas de venganza, las que, no alcanzando a sus enemigos, se volvieron a desollar el cadáver del soldado español, cuyo cuero llenaron de paja y colgaron de un árbol como trofeo.

El animoso Diego Cano llegó a Santiago por demás atribulado e infundiendo con su presencia a los habitantes de esta ciudad la alarma y la consternación. El gobernador don Francisco Villagrán mandó formar sin pérdida de tiempo un registro de la gente de arma que se encontraba disponible para entrar en actividad. Logró reunir cincuenta jinetes y doce arcabuceros. Él mismo quiso ponerse a la cabeza de esta columna y salir en persona a campaña, pero una grave enfermedad que lo postró en esos días lo obligó a ceder el mando a su primo hermano y capitán de su confianza Pedro de Villagrán, el denodado defensor de la Imperial que persiguió y aniquiló al ejército de Lautaro después de la tempestad que lo hizo desbandarse.

Partió Villagrán en cuanto hubo preparado su tropa en busca de la posición de Lautaro, resuelto a no dejar sin castigo al osado jefe araucano que tantas veces había hecho huir los pendones de Castilla. Una tarde fría y nebulosa del mes de julio, Villagrán fijó su campamento a una legua de las fortificaciones de Lautaro, en el fondo del valle del Mataquito, perfectamente dominado por las hordas de Arauco y Vichuquén, colocadas en la altura que el antiguo palafrenero de Pedro Valdivia había elegido como punto estratégico.

El capitán español pernoctó esa noche a la vista de los enemigos, experimentando las inquietudes que debía causarle la cercanía de indios astutos para las sorpresas y conocedores de las ventajas y las condiciones de la localidad. La vigilancia se redobló por parte de los castellanos, que velaban con las armas en la mano. De improviso se oye un ruido extraño como el que produce el avance de un ejército; los soldados de Villagrán se preparan inmediatamente para el combate; pero luego aparece en el campamento un caballo que a toda carrera ha sido lanzado por los indios sobre los españoles, con el propósito manifiesto de atropellarlos para introducir la confusión en sus filas o para indicarles que estaban dispuestos para la pelea.

Al amanecer, Villagrán se adelantó hacia las posiciones de Lautaro, fortificadas con espinos y troncos de árboles. Como no podían avanzar de a caballo por los fosos y pantanos de que estaba rodeada esta fortificación, los resueltos jinetes se desmontaron y emprendieron el ataque de a pie. Lautaro los deja marchar; pero cuando llegan cerca de sus parapetos, da a los suyos la señal de embestida, y al instante los indios se abalanzan sobre los españoles, los rodean y los hieren por los flancos. Éstos, a su vez pelean con notable heroísmo. Todos hicieron prodigios de valor, especialmente un soldado de origen eslavo o lombardo llamado Andrés de Nápoles, hombre de fuerzas hercúleas, y un capitán don Juan de León, a quien agració más tarde el Rey con una encomienda por sus hazañas. Un soldado u oficial de apellido López de Arriagada que no abandonó su cabalgadura, pudo escapar apenas con la vida, más no con su caballo.

Los españoles se vieron obligados a retirarse del campo de batalla para rehacerse y emprender nuevamente el ataque, no sin haber sido perseguidos de cerca por los indios, cuya audacia llegó hasta el punto de arrancar de la espalda a un soldado llamado Bernardino del Campo, la rodela que llevaba atada. En atención a la escasa suerte de sus armas y a un copioso aguacero que sobrevino Villagrán no quiso renovar el ataque hasta el día siguiente. En efecto, se acercó a los parapetos de Lautaro, pero estaban abandonados, porque el caudillo indígena se había escapado en la noche hacia el sur por entre los bosques vírgenes de las montañas de la costa. Villagrán eligió a Juan de Godínez para que con un grupo de tropas ligeras hostilizara a los fugitivos por la retaguardia. Este valiente capitán los atacó por la espalda poco antes de llegar al Maule, mató más de cien indios y a los demás los precipitó al río en confusa y precipitada fuga.

Pero, ¿qué causa había obligado a Lautaro a emprender la retirada al sur? Probablemente la escasez de víveres, o bien la indisciplina y dispersión de sus fuerzas.

El jefe indio fue a establecerse a la desembocadura del Itata. Aquí persuadió a los indios comarcanos a que engrosaran otra vez sus huestes y les prometió llevarlos por caminos que él solamente conocía a las escasas y desguarnecidas poblaciones españolas y obtener una emancipación completa y general, tanto más, cuanto obraba de acuerdo con los caciques de los valles del norte que enviaban a llamarlo para que los sacase de la servidumbre de los españoles. Mensajes análogos le mandaron los promaucaes del centro, ofreciéndose para seguirlo a su campamento. Por esto se agregaron a su columna aguerrida las tribus de Chanco, las quirihuanas, ñubles, cauques y perquilauquenes.

Emprendió, pues, por segunda vez la marcha hacia Santiago por el mismo camino de la cordillera de la costa, dirigiéndose de nuevo al valle de Mataquito, pero ahora no acampó en Peteroa sino que atravesó el río y fijó su cuartel en la margen boreal. Buscaba Lautaro un lugar que sobre ser abundante en siembras y población, le sirviera de posición estratégica.

Es fuera de duda que su columna se reforzó con demasía mediante el ingreso a ella de los naturales que habitaban las dos riberas del Mataquito, desde Palquibudi por la derecha hasta el mar. Es de presumir que hasta los indios curis de Rauco y Tutuquén y los de las cercanías del lago de Vichuquén prestasen su apoyo al libertador araucano. Los recursos para su ejército no escasearían tampoco en aquellas agrupaciones más bien agricultoras y habituadas a la pesca que guerreras.

Don Alonso de Ercilla, el inmortal cantor de La Araucana, cuenta en los siguientes versos de su poema el auxilio que prestaron a Lautaro estos indios comarcanos.


«Piensa juntar más gentes, y de presto
un fuerte asiento que en el valle había
con ingenio y cuidado diligente
comienza a reforzarle nuevamente.
Con la priesa que dio dentro metido,
y ser dispuesto el sitio reparado,
fue en breve aquel lugar fortalecido
de foso, y fuerte muro rodeado:
gente a la fama desto había acudido
codiciosa del robo deseado».



El jefe del ejército bárbaro pasó el Mataquito en el lugar de la Huerta. Este río, formado por la reunión del Teno con el Lontué, que se efectúa un poco al poniente de Curicó, describe enfrente de la Huerta una especie de semicírculo dirigido del noroeste al suroeste. Sigue el curso tortuoso de sus aguas un valle trasversal, angosto, pero productivo y pintoresco, encerrado por sus lados por cerros de la cadena de montañas de la costa. Hay entre el río y los cerros de la margen del norte, en la Huerta, un pequeño llano llamado «los González», verdadera ensenada terrestre que cierra por el poniente la Puntilla de la Huerta y por el oriente la Punta del Barco, denominada así por la semejanza del cerro que la forma, con un navío. Frente a esta ensenada se eleva el cerro de Chilipirco, palabra cuya etimología quizás sea chid, «halada», y pilco, «garganta»; es el más alto de los que tiene a sus inmediaciones. A espaldas de este cerro, es decir, en la dirección del norte, sigue un cordón de lomas onduladas que va a dar al valle de Caune, que corta el último de norte a sur el espeso contrafuerte de la costa. Al pie de Chilipirco y al comienzo de esas cerrilladas estableció Lautaro su campamento. Ese lugar, forma parte en el día de la hacienda de la Huerta, de propiedad de doña Antonia de la Fuente, hija del coronel patriota de este apellido. De manera que el ejército del diligente araucano estaba defendido por el lado del Mataquito por los cerros que corren paralelos a este río, por el mar lo resguardaban el estero y los altos de Caune y por el norte se extendía una serie de montañas cubiertas de bosques impenetrables y atravesadas por una que otra senda conocida de los indios únicamente. En suma, las posiciones de Lautaro eran inexpugnables, sin contar las obras de defensa ejecutadas por la mano de los indígenas, como trincheras de troncos y fosos.

El plan que Lautaro había ideado era atrevido y ponía en inminente peligro a las poblaciones españolas: pretendía atravesar rápidamente por el valle central el espacio comprendido entre el Mataquito y el Tinguiririca y ganar las ciénagas de Apalta, en el valle de Nancagua, de donde los españoles no habrían podido desalojarlo con facilidad. Aquí esperaría el auxilio de los indios del centro y del norte.

Bajo la impresión del temor, los habitantes de Santiago formaron una columna de treinta soldados castellanos y de muchos indios auxiliares. Estas fuerzas se pusieron a las órdenes del capitán Juan de Godínez y salieron de aquella ciudad a mediados de abril de 1557.

En esos días el corregidor Francisco de Villagrán volvía del sur. Los indios del Maule le comunicaron el lugar en que se encontraba Lautaro, a quien resolvió atacar inmediatamente en sus mismas posiciones. Sabedor de que Godínez había salido con una pequeña fuerza de Santiago, dispuso que lo esperara en Teno para emprender unidos el ataque.

Impuesto Lautaro de que Villagrán había pasado de largo para el norte, creyó que los españoles tenían miedo a su ejército o que no se atrevían a poner sitio a su campo fortificado, pues de no haber sido así, se habrían desviado de su camino y tomado la margen derecha del Mataquito; esta confianza lo hizo abandonar un tanto la vigilancia y la perspicacia que lo distinguían como caudillo.

Se reunieron los dos caciques castellanos, pero la empresa que iban a ejecutar los hacía vacilar; para llegar hasta las posiciones de Lautaro tenían que hacer un largo rodeo por entre montañas escabrosas y tupidos bosques, cuyas sendas no conocían. Un indio de servicio conocedor de aquella localidad se ofreció en tales circunstancias para guiar a los españoles, mediante los ofrecimientos de recompensa que le hizo Villagrán. Partió de Teno la columna expedicionaria y emprendió su marcha por el camino de las Palmas, en la hacienda del mismo nombre que hoy posee don Emilio Undurraga Vicuña. Después de haber atravesado una parte de la montaña por el norte, se desvió hacia el sur y llegó al amanecer del jueves 29 de abril de 1557 al faldeo de Chilipirco, donde Lautaro tenía su desprevenido atrincheramiento. La marcha había sido rápida y dificultosa.

Para evitar las confusiones que suele haber en las sorpresas hechas de noche, Villagrán esperó la venida del alba para comenzar el ataque. Dispuso su tropa de españoles y el cuerpo de indios auxiliares que lo acompañaba y cayó enseguida de sobresalto en las trincheras de Lautaro al grito de: «¡Santiago, españoles!». La primera embestida fue desastrosa para los indios, desprevenidos todos, ebrios unos y dormidos los demás. Hubo un desorden indescriptible entre los guerreros del caudillo de Arauco. Aprovechándose de ella, indios aliados y castellanos hicieron una carnicería espantosa. Lautaro intenta organizar su fuerza y disponerla a la resistencia, pero una flecha de los indios auxiliares o la espada de uno de los soldados españoles le arrebata la vida. Sus huestes no desmayan; saltan las trincheras de troncos de árboles y los fosos y presentan batalla en campo abierto.

Ercilla pinta en su poema la batalla con tanta inspiración, con tanta luz y acopio de episodios que no es posible dejar de transcribir algunas de sus estrofas.


«Las armas con tal rabia y fuerza esgrimen,
que los más de los golpes son mortales,
y los que no lo son así se imprimen;
que dejan para siempre las señales:
todos al descargar los brazos gimen;
más salen los efectos desiguales,
que los unos topaban duro acero,
los otros al desnudo y blando cuero».



Entre los soldados de Villagrán ninguno se distinguió más que el esforzado Andrés de Nápoles, quien, sembrando cuchilladas por todas partes, hacía un destrozo terrible de indios.


«Que aquella fuerza y ligereza,
a los robustos miembros semejante,
el gran cuchillo esgrime de tal suerte,
que a todos los que alcanza da la muerte».



En cambio un indio de Lautaro designado por Ercilla con el nombre de Rengo, hace estragos en las filas de los españoles, a los cuales hiere, derriba y atropella con un furor inaudito.


«En medio de la turba embravecido
esgrime en torno la ferrada maza:
a cuál deja contrecho, a cuál tullido,
cuál el pescuezo del caballo abraza;
quién se tiende en las ancas aturdido
quién, forzado, el arzón desembaraza».



Cuando los indios auxiliares gritaron: «¡Aquí, españoles, que Lautaro es muerto!»; los comarcanos de Itata, Ñuble y sus aliados del Mataquito huyeron en todas direcciones; los araucanos solamente quedaron sosteniendo la pelea, pero todos perecieron en la refriega o en la persecución, con un heroísmo digno de una raza más superior. Por fin, los vencedores gritan: «¡Victoria, victoria, viva España!».

Los indios aliados le cortaron la cabeza al cadáver de Lautaro para llevarla a Santiago y celebrar con ella, en medio de sus borracheras, el triunfo de Chilipirco; otro tanto hicieron con los de otros caciques, cuyas cabezas enviaron a las provincias como testimonio de su victoria.

El historiador Mariño de Lovera menciona a los siguientes españoles que se distinguieron en esta jornada:

«Fueron capitanes de nuestro pequeño ejército: Gabriel de Villagrán, don Cristóbal de la Cueva, Alonso de Escobar y Juan Godínez; y de los soldados que en él se hallaron, hubo muchos de larga experiencia y satisfacción de sus personas, de cuyo número fueron: Juan de Lazarte, Alonso de Miranda, Hernán Pérez de Quezada, don Pedro Mariño de Lovera, Andrés Salvatierra Narvaja, Hernando de Ibarra y Andrés de Nápoles, que era hombre de tantas fuerzas, que tomaba una pipa de vino sobre las rodillas y la levantaba en alto».



De los soldados castellanos sólo murió Juan de Villagrán, deudo del jefe de la división; pero los heridos fueron muchos, si no la totalidad.

Villagrán y su tropa entraron a Santiago en medio del regocijo de sus habitantes; habían salvado la naciente colonia española, pero también habían contribuido, dando muerte a Lautaro, a que las glorias de Arauco y la epopeya conquistaran un héroe inmortal.




ArribaAbajoCapítulo III

Colonización.- Abandono de la minería por la agricultura.- Los primeros cultivos.- Las mercedes de tierra.- Concesiones en Quiagüe y Lolol.- Doña María de Córdova.- Caune y la costa.- Las Palmas.- Propietarios posteriores.- La región del centro.- La estancia de don Fernando Canales de la Cerda.- El inventario de la hacienda.- Las de don Francisco de Iturriaga y don Francisco Canales de la Cerda.- Los capitanes de encomiendas.- Upeo y Chépica.- Los primeros pleitos.- La división de la propiedad.- Aumento de la agricultura.- El Guaico y otras haciendas.- Los Torrealbas.- Palquibudi y el Peralillo.- Las capellanías.

En la primera mitad del siglo XVII comenzó la colonización de la zona que hoy se denomina «Provincia de Curicó». La escasa población española no había incrementado en esta parte, como en las demás del país, ni había dirigido su acción a otra industria que a la de explotación de una que otra mina o manto aurífero de la región de la cordillera o de la cadena de montañas de la costa especialmente, como Caune, Lolol y Vichuquén, en cuyas quebradas o arroyos se creyó en aquel entonces que no escasearía el oro en polvo.

Los indios, aunque sometidos, vivían todavía en estado de completa barbarie, y fuera de los trabajos de lavaderos, no se ocupaban en otros que en los de sus industrias primitivas. De manera que el suelo permanecía virgen y abandonado.

Sin embargo, la disminución de los indios, la pobreza general motivada por el sostenimiento de la guerra araucana y la circunstancia feliz de ser el clima y el terreno de Chile adaptables a los cultivos, obligaron a los españoles a cambiar la minería por la agricultura. Se propagaron los cereales y se multiplicó el ganado: en los pequeños sembradíos, el trigo, la cebada, el maíz y el cáñamo se daban con asombrosa exuberancia; las vacas, los caballos, las ovejas y las cabras, traspasando los límites del cortijo, comenzaron a invadir los campos; las hortalizas y las aves domésticas suministraban a las familias de los colonos abundante y regalado sustento. Se establecieron otras industrias complementarias de la agrícola. Los molinos de harina y la elaboración de vinos principiaron a producir más de lo que hasta entonces habían producido, aunque no en mucha abundancia, porque no tenían éstas y las demás producciones un mercado que creara la exportación. De todos modos, la agricultura había nacido como fuente de trabajo y riqueza pública, y era menester formar la hijuela y constituir la propiedad.

De aquí trajeron su origen las mercedes de tierra que hacían los gobernadores contra el derecho de los indios, sus legítimos poseedores, y contra los principios de equidad y justicia. Estas cesiones comenzaron a otorgarse para los que ocuparon la zona de Curicó, desde 1610.

Las tierras cedidas comprendían ordinariamente comarcas enteras, muy apropiadas para crianzas o labradíos, o valles que se demarcaban de río a río o de estero a estero, cubiertos de espesos bosques y de innumerables arroyos y vertientes. Estas grandes porciones territoriales se dividían con el tiempo y pasaban a poder de terceros por enajenación que hacían o por herencia o legados que dejaban sus primeros poseedores. Así fue como se radicó la propiedad en el antiguo distrito de Curicó, lo mismo que en el resto del país.

La primera de estas concesiones de que nos da noticia un documento antiguo, se hizo a favor del capitán don Luis de Toledo, en 1610, por el gobernador don Alonso García Ramón de seiscientas cuadras en Lolol, «en un cerro -dice esta pieza- donde solían sacar oro los naturales antiguamente». Éste fue el asiento minero de los soldados del inca y después de los conquistadores españoles. No distantes de las anteriores concedió el gobernador don Alonso de Rivera en 1614 seiscientas cuadras al capitán Bartolomé Jorquera y mil quinientas a Juan Francisco de Toledo.

El gobernador don Luis Fernández de Córdova hizo merced el 14 de diciembre de 1625 a don Juan Ortiz de Espinosa de mil cuadras en Quiagüe, centro del contrafuerte de la costa. Esta propiedad pasó a ser enseguida de la señora María de Córdova, esposa del corregidor de Santiago y caballero de la más elevada alcurnia colonial, don Gaspar de Soto. La señora Córdova poseía además la hacienda de Lolol, de cinco o seis mil cuadras de espacio, que quizás había obtenido de uno de sus ilustres ascendientes, don Alonso de Córdova el viejo, compañero de Valdivia, don Alonso de Córdova el mozo, corregidor de Santiago y un tercer don Alonso de Córdova y Morales, general. Un hijo de la señora Córdova, don Alonso Soto y Córdova, dio, en la segunda mitad del siglo XVII, a su hija, doña Catalina de Soto y Córdova la estancia de Lolol como regalo de boda. Casó la agraciada con tan regia dádiva con don José Frabrique Lisperguer, del más noble linaje de la colonia: tal era el poco valor de esas estancias y el ningún trabajo que costaba obtenerlas.

Primer dueño de la mayor parte de Caune fue don Juan Félix Valderrama, originario del sur y fundador de la familia de este apellido, y todo el terreno comprendido entre la boca de la laguna de Llico y la desembocadura del Mataquito, de norte a sur y entre las montañas de Vichuquén al mar, lo poseyó don Cayetano Correa, español de nacimiento y aborigen de los Correas de Chile.

Pero la más importante de estas estancias de secano de la cadena de la costa, por su dilatada extensión y proximidad al valle central, que hoy se denomina hacienda de las Palmas, le tocó a don Juan Rodulfo Lisperguer, célebre personaje del siglo XVII y primo hermano de la Quintrala. En 1637 el gobernador Lazo de la Vega proveyó favorablemente la siguiente solicitud:

«Don Francisco Lazo de la Vega, caballero de la Orden de Santiago del Consejo de Su Majestad y de Guerra de los Estados de Flandes, Gobernador y Capitán General de este Reino de Chile y Presidente de la Real Audiencia, etc. Por cuanto ante mí se presentó el memorial siguiente:

‘El capitán don Juan Rodulfo Lisperguer dice:

Que es nieto y bisnieto de los conquistadores y pobladores de este reino, y como a V. Señoría consta, una de las personas más beneméritas de él y le tiene compradas unas tierras para el sustento de sus ganados en el partido de Colchagua, entre los ríos de Chimbarongo y Teno, en las vertientes del estero y Camarico de las Palmas, vertientes al principio del potrero de Juan Abad, junto a las cuales dichas tierras que así compró, hay algunos cerros, lomas, quebradas, vallezuelos y ojos, de agua, desiertos e inhabitables bajos y sin perjuicio que tienen por cabezada las estancias y tierras del teniente Pedro del Ossu y Lázaro Aránguez, que son adonde remontan los valles de Teno y Rauco y corren desde el camino que va del dicho pueblo de Teno al dicho Camarico y estero de las Palmas, con las vertientes al dicho camino, lomas y quebradas hasta topar con la cuesta grande de las Palmas que vierte por la una parte al valle de Caune y por la otra al dicho estero de las Palmas por la una y la otra parte del dicho, y corriendo dicho estero abajo a topar con el potrero y tierras que fueron de Juan Abad y cumbres a la cordillera que divide y hace la estancia de valle de los herederos de Juan Francisco de Acevedo y por la otra parte vierten a los valles de Quillabude, Ranculgue y Chépica, debajo de los cuales linderos están las tierras y vertientes que compró.

Y porque en ningún tiempo, pretenda alguna persona en su perjuicio, parte de lo comprendido debajo de dichos linderos, A V. S. pide y suplica se sirva de hacerle merced de las dichas tierras, despachándole título en forma de ellas, con todas las lomas, valles, aguadas, montes, portezuelos, ancones, quebradas y vertientes que hacen debajo de los dichos linderos y a los valles dichos de Chépica, Ranculgue y Quillabude y dicho potrero y tierras de Juan Abad que en ello recibirá bien y merced de V. S. Don Juan Rodulfo Lisperguer’».





En el siglo siguiente en que se hicieron estas extensas divisiones en la región montañosa del departamento de Vichuquén, la propiedad conservaba su primera forma de extraordinaria dilatación, si bien había cambiado de poseedores y experimentado algunas transformaciones, ya segregándose en algunas partes, ya aumentando en otras. Desde entonces hasta el primer tercio de nuestro siglo conservaron en esas condiciones el dominio de las tierras adquiridas o legadas acaudalados propietarios, como los Valderramas en los Coipos y Caune, don Manuel Valenzuela en Paredones y Bolleruca, el presbítero Pedro Castro en Nilahue, doña Felicina Díaz del Valle y don Pedro Pírula en las orillas del mar, don Ramón Uribe y doña María Antonia Barahona en Caune.

La región que más importancia tiene en este estudio sobre distribuciones de tierra, es, sin duda, la del centro, porque aquí debían fundarse poblaciones y abrirse caminos, y porque aquí estaría también la fuente natural de nuestra futura riqueza, dada la feracidad y amplia latitud de su suelo. Su aspecto al principiar el siglo XVII era exuberante y salvaje, montuoso, áspero y sin más camino que algunas estrechas sendas que borraban los matorrales en espacios no muy limitados. Cubrían la llanura que se extendía desde el estero de Chimbarongo hasta el Lontué, densos montes de espinos seculares, que era el árbol típico de esta región, y de romero o piche, planta que dio nombre más tarde a varias comarcas, como el Romeral al oriente y el Pichigal al poniente. Los parajes húmedos y bajos estaban cubiertos de espesos bosques de peumos, arrayanes, robles y litres. Las vegas, o huapís de los indios, abarcaban trechos considerables de carrizos, que el viento agitaba constante y suavemente como un mar tranquilo. Sólo en los llanos y cerrillos de Teno parece que la naturaleza había desterrado esa vegetación abundante con exceso: los espinos y romeros eran raquíticos, y con los calores del estío, toda la llanura tomaba el aspecto de un inmenso sequedal poblado de langostas.

La primera merced de tierras que se hizo en el valle de Teno, en el antiguo asiento de los indios curis, la otorgó el gobernador Lope de Ulloa el 1.º de agosto de 1618 a favor del capitán don Bernabé Montero, de seiscientas cuadras. La ubicación de esta estancia era de lo más importante por el poder productivo de sus terrenos, que se extendían desde el lugar denominado «Punta del Monte», al norte del Teno, hasta la confluencia del Quetequete con el Lontué, comprendiendo los Guindos, el Maitenal y Tutuquén.

De poder de poder del capitán Montero pasaron al de don Nicolás Martínez de Medina, quien dio a su hija doña Augustina Martínez de Medina esta valiosa propiedad como caudal aportado al matrimonio que contrajo con don Francisco de Iturriaga. Por su numerosa descendencia, por su calidad de rico hacendado y por la acción directa que ejerció como tal en la colonización del territorio y en la fundación de Curicó, Iturriaga es uno de los primeros poseedores más dignos de recordarse. Tuvo su casa en Tutuquén, donde edificó así mismo la primera capilla que se conoció a este lado del Teno y que sirvió de parroquia hasta que la avenida de 1827 arrastró con ella. Pero antes de ver como las particiones y las ventas dividieron esta estancia y la hicieron pasar de mano en mano, entremos a tratar de la formación de una estancia que ocupó como las tres cuartas partes de la vasta superficie de nuestro departamento: nos referimos a la Hacienda de Teno que posteriormente se llamó «Huemul», teatro histórico de las hazañas del patriota Francisco Villota.

Le había tocado en estas distribuciones gigantescas a un colono llamado don Fernando Canales de la Cerda toda la comarca comprendida entre Teno y el estero de Chimbarongo, de sur a norte, y la cordillera y el pueblo de indios de Teno, de este a oeste. El gobernador Fernández de Córdova expidió además el 4 de diciembre de 1628 título de posesión a favor del mismo, de las tierras vacantes que encerraban el Teno y el Lontué, como consta del documento que copiamos a continuación:

«Don Luis Fernández de Córdova y Arce, señor de la villa de Carpio, veinticuatro de la ciudad de Córdova, del Consejo de su Majestad, su Gobernador y Capitán General de este Reino de Chile y Presidente de la Real Audiencia que en él reside, etc.:

Por cuanto ante mí se presentó el memorial siguiente:

‘El capitán don Fernando Canales de la Cerda dice:

Que está pobre y con obligación de mujer e hijos y que tiene necesidad de unas tierras para crianza de sus ganados.

A V. Señoría pide y suplica sea servido de hacerle merced de todas las tierras que hubiera vacas entre los ríos de Tenu y Lontué, desde donde se juntan hasta su nacimiento, con todas las vertientes de la cordillera nevada corriendo del un río al otro, con todas las islas que cada río de los dichos hiciere desde el primer brazo que está arrimado al pueblo de Lontué y Ponigue viejo y tierras de Peteroa, que recibiera merced de V. señoría, y por mi visto el dicho pedimento en consideración de lo referido por la presente en nombre de su Majestad y como su Gobernador y Capitán General y en virtud de sus reales poderes, hago merced a vos el dicho capitán don Fernando Canales de la Cerda de todas las tierras que hubieren vacas entre los dichos ríos de Tenu y Lontué y conste según y de manera que las pedís y en el dicho memorial incorporado va referido y debajo de los linderos arriba declarados, estando vacas sin perjuicio de tercero que mejor derecho tenga a ellas, de los indios y sus reducciones, con sus entradas y salidas, usos, costumbres, aguas, montes y vertientes de rulos y servidumbres, para vos y vuestros herederos sucesores y para quien de vos u de ellos hubiere título y causa en cualquiera manera y las podáis vender y enajenar a quien quisieres como no sea a ninguna de las personas en derecho y costumbre prohibidas, pena de que haciéndolo contaréis hayáis perdido esta merced. Y mandado a todos y cualesquiera justicia de su Majestad de este Reino y a otra cualesquiera persona español que sepa leer y escribir, os den posesión real en forma de las dichas tierras y dada, en ella os amparen y defiendan y no consientan que seáis desposeído ni despojado de ellas sin primero ser oído y vencido por fuero y derecho, pena de doscientos pesos de oro para la Cámara de su Majestad y gastos de guerra por mitad; que es fecha en la ciudad de la Concepción en cuatro días del mes de diciembre de mil seiscientos y veintiocho años.

Don Luis Fernández de Córdova y Arce.

Por mandado de V. Señoría.- Francisco de la Carrera.

En dieciséis días del mes de octubre de mil seiscientos y veintinueve años’.



El capitán don Fernando Canales de la Cerda me pidió y requirió a mí, don Antonio de Torres Segarra, le dé la posesión de las tierras en este pliego contenidas, la merced hecha a dicho capitán don Fernando Canales de la Cerda por el señor Gobernador don Luis Fernández de Córdova y Arce.- Junto a un sotillo de maitenes donde dijeron haber vivido un indio... en una isla que hace al río de Lontué, ranchería; y por mi visto y ser informado ser dicho sitio, lo tomé por la mano al dicho capitán don Fernando Canales de la Cerda y por ella le metí en posesión de las dichas tierras, real, actual, y en señal de posesión se paseó por ellas, y como tomaba posesión de ellas quieta y pacíficamente sin contradicción de persona alguna.

Lo pidió por testimonio a mí el dicho don Antonio, tomó la posesión en parte de las dichas tierras en presencia de Pedro de Silva y Pedro Cruz Rojano; de que doy fe.

Y confirmamos todos tres de nuestro nombre:

Pedro de la Cruz Rojano.- Pedro de Silva.- Don Antonio de Torres Segarra».



Salvo raras concesiones hechas por los gobernadores en algunos lugares que mencionaremos enseguida, casi toda la extensión del departamento actual de Curicó pertenecía a don Fernando Canales de la Cerda.

Tan dilatados eran los dominios de estos primeros feudatarios de la colonia, que Canales de la Cerda ignoraba los límites de sus propiedades y tal vez hasta su posesión geográfica, pues en el inventario de sus tierras hallamos la siguiente relación que confirma nuestro aserto:

«-Estancia principal, dos mil quinientas cuadras, con casa de adobes, bodega, capilla, molino, viña de cuatro mil plantas y arboleda.

-Seis títulos de tierras en diferentes partes, que contienen tres mil novecientas cuadras.

-Un título de demasías (sobrantes) que no se sabe la cantidad».



Como se ve, la primera viña que se plantó y el primer molino que se montó en esta hacienda, fueron también los primeros del valle de Teno, es decir, del territorio que hoy comprende nuestro departamento.

Escaso era, sin embargo, el ganado que poblaba esta dilatada serie de montañas y de valles y excesivamente reducido el apero de labranza que encerraban las bodegas de la hacienda, escasez fácil de explicarse porque las crianzas principiaron solamente en estas comarcas a principios del siglo XVIII y porque los productos de la industria fabril costaban más caros que la misma tierra. Alimentaba la estancia de Canales de la Cerda doscientas cabezas de ganado vacuno, avaluadas a peso cada una; mil quinientas de ovejuno, a real y medio cabeza; mil cabras a cuatro reales; cuarenta yeguas a cuatro reales y tres yuntas de bueyes mansos a diez pesos cada una. Pero más rica que en animales y útiles era en esclavos la hacienda de Teno y Curicó. Contaba con diez negros tasados a quinientos pesos y muchos indios y mestizos. Se llamaban aquellos diez hijos de las cálidas estepas del África, Juan, Manuel, Pedro, Andrés, Francisco, Antonio, Juan Chico, Antonillo y Pedro. Los había traído del Perú de donde Canales pasó a Chile a ser primero feudatario acaudalado y después corregidor de Santiago en 1669. Los aperos se reducían a catorce piezas pequeñas de labranza.

Al occidente de esta gran propiedad territorial seguía la del propio hijo de Canales, don Francisco Canales de la Cerda, cuyos títulos de posesión otorgados por el gobernador Lazo de la Vega en 1638, comprendían todos los pueblos de Teno y sus indios; es decir, desde la Palma, a inmediaciones de la estación de Teno, hasta Comalle y Rauco.

Juntamente con ser don Francisco Canales de la Cerda dueño de esta valiosa estancia -tal era el nombre que los antiguos daban a las haciendas- ejercía también las funciones del poder civil con el título de capitán de encomienda sobre todo el distrito del norte de Teno hasta el estero de Chimbarongo. Igual cargo desempeñaba en el distrito del Maule, desde la orilla austral del Teno hasta aquel río, que daba nombre a esta demarcación administrativa, don Tomás de Aguilera; en Talcaregue, don Agustín Maturana; en Tinguiririca, don Gregorio Guajardo; en Chimbarongo, don Antonio de Vergara; en San José de Toro, don Tomás Hernández, y en Nancagua, don Fernando Martínez.

Las desmesuradas haciendas de los Canales de la Cerda formaban un conjunto de terrenos tan espaciosos, que sólo podía comparársele el que más al norte poseyó el capitán don Alonso de Quezada en el valle de Chimbarongo, desde el Tinguiririca hasta el estero de este nombre por la región del centro y la cordillera de los Andes por el este.

Dentro del espacio que comprendía las estancias de los Canales de la Cerda había una que otra porción de tierra de que habían obtenido merced algunos españoles o criollos interesados en la colonización de estas comarcas. Así, entre el Guaiquillo y el Chequenlemillo obtuvo don Juan González de Medina un título de quinientas cuadras y en la Obra otro de mil quinientas un teniente de caballería nombrado en un documento sobre estas adquisiciones, Pérez de Saldaña.

Adquirió la posesión del valle de Upeo y del lugar llamado «La Mesa», un don Francisco Galdames, concedida por el marqués de Baides don Francisco López de Zúñiga en 1646 y en virtud de los servicios que prestaron en la conquista los antepasados del peticionario.

Se encargó al único español que residía por aquellos lugares para que lo pusiera en posesión de las tierras designadas en sus títulos, quien lo hizo con las extrañas formalidades que recuerda la pieza que insertamos a continuación:

«En el asiento de Upegue y tierras a 11 del mes de mayo del año de 1646, pareció ante mí Rafael de Castro, morador de este partido de Maule, Francisco Galdames y me presentó un título, merced de tierras de atrás concedido por el señor marqués de Baides, conde de Pedroso, gobernador y capitán de este reino de Chile y presidente de la Real Audiencia, y en virtud del dicho título y merced y de la comisión que él da a cualquiera persona que sepa leer y escribir, le meta en la posesión de ellas, y por mí visto el dicho título y constándome ser las dichas tierras concedidas tomé por la mano al dicho Francisco Galdames y por ellas los paseé y le di la real posesión de todas de ellas y que de esta posesión no sea desposeído sin ser oído y tenido en fuero de derecho, y para su posesión se paseó por las dichas tierras y arrancó unas yerbas y echó mano a la espada como cosa suya y me pidió testimonio dello como está pacíficamente sin contradicción ninguna, el cual le doy en guarda y conservación de su derecho y justicia, siendo presentes como testigos Francisco González de Medina, Juan González, Roque Galdames y Pedro Álvarez.

Pedro de Castro».



Por concesión del gobernador Lope de Ulloa, en el segundo decenio del siglo XVII, adquirió la posesión de una parte de los productivos campos de Chépica uno de los Lisperguer, perteneciente a la más encumbrada aristocracia colonial.

Sucedía a veces que los títulos se otorgaban para lugares ya ocupados o a personas que no pedían la posesión con las formalidades del caso o que no pagaban los derechos respectivos, indiferencia que provenía del exiguo valor de la tierra, un peso la cuadra en los mejores suelos y cuatro reales en los de inferior calidad, y que daba lugar a que las ocuparan entonces otros colonos. De aquí nacieron los primeros litigios sobre la propiedad rural. Para no citar muchos de estos pleitos, recordaremos solamente el que sostuvieron los herederos del capitán Galdames de Upeo con don Lorenzo de Labra, poseedor en el siglo XVIII de los terrenos situados entre los ríos Teno y Lontué. Antes de este juicio, en el siglo de la colonización, los hijos de don Fernando Canales de la Cerda habían disputado las tierras de Curicó a don Pedro Ugarte de la Hermosa, gentil hombre, cronista y persona muy bien colocada en el gobierno de la colonia. Los títulos de éste habían sido otorgados con prioridad a los de aquél por el gobernador don Lope de Ulloa y Lemos en 1618. Con el tiempo los litigios se hicieron numerosos e interminables, no por los títulos sino por los límites, siempre indeterminados.

En el segundo tercio de este mismo siglo de la colonización, comenzó la división de las primitivas estancias; pero, como en la región de la costa, este desmembramiento se operó en lotes considerables. Sólo en las cercanías de las poblaciones y en las rancherías indígenas la propiedad se subdividió en pequeñas porciones de terreno. Fuera de las sucesiones, había contribuido al fraccionamiento de las grandes haciendas, el incremento de la industria agrícola. Las cecinas, o más bien el sebo, los cueros y el charque o carne salada al sol tuvieron al fin salida a los mercados del Perú. Esto dio origen al propio tiempo a la introducción del ganado argentino por los boquetes de la cordillera, que los estancieros ejecutaban con sus indios de servicio. La exportación del trigo comenzó igualmente. Pero los productos de la agricultura no pudieron tomar mucho desarrollo por la limitada demanda del Perú en primer lugar y luego después por la falta de otros requisitos de la producción, a saber: el trabajo, o lo que es lo mismo la escasez de brazos, y el capital, esto es, fábricas, herramientas, máquinas y vehículos, todo lo cual no existía a consecuencia del espíritu de restricción y monopolio del régimen colonial. La propiedad se dividió, pues, mas no pudo llegar a la subdivisión. Administraba de ordinario la estancia un miembro de la familia que estaba obligado a subvenir a sus necesidades generales.

Por muerte de don Fernando Canales de la Cerda, sus dilatados señoríos pasaron a poder de sus hijos don Francisco Javier, don Antonio y don Francisco Canales de la Cerda. Donaron éstos la porción que encerraban los ríos Teno y Lontué a su sobrina doña María Mercedes Alderete, esposa del capitán don Lorenzo de Labra. Había sido Labra capitán de dragones de Santiago y tenía por progenitores a un caballero de su mismo nombre y a doña Luciana Corvalán, procedente esta última del corregidor del partido de Maule, residente en Lontué, don Antonio de Corvalán. La estancia de Labra fue la única que se subdividió en predios de corta extensión, como lo veremos más adelante al hablar de la fundación de Curicó.

De la porción del norte del Teno, comprendiendo las propiedades de los dos Canales de la Cerda, formó el comerciante vizcaíno don Celedonio Villota en el siglo XVIII una valiosa y productiva hacienda, que se denominaba indistintamente con el nombre del río que la regaba o con el del Huemul. Constaba de las siguientes hijuelas: trescientas cuadras de riego en Huemul y cuatrocientas de llano, cuatrocientas cuadras de regadío en Rauco, quinientas en Comalle y mil sin riego.

Se formaron también de los dominios de don Fernando Canales y su hijo la hacienda de la Quinta, que fue de don Juan de Vergara; la del Cerrillo, de don Juan Francisco Labbé; la de la Puerta, de don José Antonio Mardones; la del Huanaco, del convento de San Francisco, y el fundo llamado La Laguna, de 600 cuadras.

Pero la hacienda de más importancia de este lado del río por su dilatación enorme, por el adelanto de sus medios de producción y buena calidad de sus suelos de labranza y engorda, era la del Guaico. La poseían el comisario don Diego de Maturana y su esposa doña Josefa Hernández. Por fallecimiento de Maturana en 1749 y de la señora Hernández en 1759, se partieron de ella sus herederos. He aquí la división en hijuelas, que eran otras tantas haciendas, y su avalúo: La Huerta, de mil cuadras, avaluada en mil quinientos pesos y que le tocó a don Pedro de Urzúa, heredero de doña María José Maturana; estancia de las casas, dos mil trescientas cuadras, avaluadas en cuatro mil seiscientos pesos; mil ciento treinta y cuatro cuadras, desde los molinos hasta Quilvo, mil cuatrocientos pesos; mil setecientas ochenta y ocho cuadras desde el cerro de Chuñuñé hasta el del Calabazo, mil trescientos treinta y seis pesos. Las hijuelas de cordillera se extendían desde el Teno hasta los Chacayes al sur y llegaban hasta trece. Fueron herederos de estas propiedades el cura don José Maturana, don Juan Ignacio Maturana, don Felipe Franco, marido de doña Petronila Maturana, y don Nicolás Arriagada, esposo de doña Magdalena.

Inmediata a éstas estaba radicada la hacienda del Calabazo, de cuya posesión gozaba don Francisco Grez y Pimienta, y más al sur había formado otra a fines del siglo XVIII con el nombre de los Niches don Santos Izquierdo, noble español y corregidor de la capital.

Don Juan Torrealba poseyó la hacienda de los Culenes en las vegas del estero de Chimbarongo; San Antonio, Taiguén, Almendral, Sapal y Posillos en los lugares de Chépica y Auquinco. La familia Torrealba ha pertenecido también a la aristocracia territorial de Curicó. De estas estancias la de San Antonio perteneció en 1704 a don Mateo Ibáñez, sobrino del presidente de este apellido, caballero de la orden de Calatrava y marqués de Corpa, la cual se le embargó después por atribuírsele planes de conspiración en favor de los ingleses. Tanto esta propiedad como las demás de la familia Torrealba, se dividieron con el tiempo entre los herederos de su primer poseedor.

La feraz y bien situada estancia de don Francisco de Iturriaga se fraccionó antes de pasar a manos de la numerosa descendencia de su fundador. Contribuyó a ello un fracaso que experimentó Iturriaga en el juego, en la ciudad de Santiago. Con todo, ayudó a la fundación de Curicó de un modo eficaz y directo, como lo veremos luego. De sus tierras se conservó una porción importante y extensa con el nombre de estancia de Tutuquén, cuyos dueños fueron don Prudencio Valderrama y su esposa doña Juana Iturriaga.

En la margen septentrional del Mataquito, antiguo centro de indios, se formaron dos grandes haciendas: la de Palquibudi, de la familia Corvalán de Lontué, entroncada con la de Correa, y la del Peralillo de la familia Garcés de Marcilla. Esta última estaba afecta a una capellanía que había instituido en una propiedad de Santiago don Juan Garcés Marcilla y que se trasladó enseguida, como en 1720, al Peralillo, y de la cual usufructuaron sus hijos don Antonio, don Juan, don Nicolás y don Jacinto Garcés.

Los vínculos o capellanías tenían por objeto inmovilizar la propiedad territorial e impedir su trasmisión, a fin de conservar el esplendor de las familias, poniendo en manos de uno de sus miembros, generalmente el primogénito, la posesión perpetua de los bienes a que estaban afectas las vinculaciones. El usufructuario tomaba a sus deudos bajo su protección y amparo y mandaba celebrar las misas designadas por los fundadores.

Tal es la historia sucinta de la manera cómo se constituyó y dividió la propiedad en la provincia de Curicó.




ArribaAbajoCapítulo IV

Don José de Manso.- Fundación del convento de San Francisco.- San José de Toro y San José de Curicó.- Aldea de Curicó.- Fundación de una villa.- Origen del nombre de Buena Vista.- Su mala ubicación.- Traslación a su planta actual.- La iglesia parroquial.- Temblor de 1751.- Los primeros pobladores de la villa.- Don Juan de Vergara.- Don Bartolomé de Muñoz.- Los Urzúas.- Fermandois Quevedos y Mardones.- Las primeras viñas.- Los Pizarros, Donosos y Grez.- El precio del suelo.- Familias extinguidas.- Aspecto de la villa.- Márquez y Rodena.- Los Pérez de Valenzuela y Labbé.- Escasa población de la villa.- La emigración del sur.- Fundación de aldeas.- Vichuquén y sus pobladores.- Santa Cruz y sus familias.

El 18 de octubre de 1737, el rey de España Felipe V expidió una Real cédula por la cual nombraba para el Gobierno de Chile al brigadier don José Antonio Manso de Velasco. Este magistrado reveló sobresalientes dotes de buen administrador, sobre todo en la empresa de fundar poblaciones, que tanto lustre dio a su gobierno y tan útil fue para la administración pública.

Desde antes de este nombramiento, dominaba en el ánimo de altos funcionarios del reino el pensamiento de establecer villas y ciudades para obligar a los habitantes a vivir en poblaciones, lo mismo a los españoles y criollos que a los indígenas. Hasta existía una junta con tal objeto, pero que nada había hecho todavía. Manso se dedicó resueltamente a la solución de este problema y trazó algunas poblaciones donde no había más que bosques y pantanos o miserables rancherías; Curicó fue una de ellas.

Veamos, pues, cómo nació a la vida civil y social de un pueblo. Muchas de las poblaciones que los españoles fundaron en Chile ocupaban las cercanías de alguna iglesia establecida de antemano; a lo menos, tal fue lo que aconteció en Curicó. Para narrar, pues, la fundación de un pueblo, es preciso detenerse antes de todo en la erección del más antiguo de sus conventos.

Le cupo a los padres franciscanos el honor de prioridad en el establecimiento de una orden religiosa en el territorio de Curicó, en 1734. Antes que ellos levantaran la primera iglesia pública, sólo había tres oratorios particulares en el espacio que hoy ocupa la parte central de nuestro departamento: el que había hecho edificar don Fernando Canales de la Cerda en su hacienda de la margen derecha del Teno; el de Tutuquén, de don Francisco de Iturriaga, que sirvió de capilla para el curato de Rauco, segregado de San José de Toro en 1824, y el de don Diego de Maturana en el Guaico, que desempeñaba algunos servicios propios de las parroquias.

Fue fundador de la iglesia de los franciscanos el maestre de campo don Manuel Díaz Fernández, caballero español, natural de León, que había pasado de su país natal primeramente a México y enseguida al Perú. En 1730 residía en Santiago. Manifestó este año a los padres de San Francisco sus deseos de fundar una iglesia bajo la advocación de la Virgen de la Velilla, imagen que se veneraba en uno de los valles inmediatos a la ciudad de León, entre dos lugares llamados «Gotero» y la «Mata». La había encontrado en 1570 entre unas ruinas don Diego de Prado, ascendiente de Díaz Fernández; le erigió un templo suntuoso y un hospicio para los peregrinos y personas que iban a visitar el santuario, porque la circunstancia de su hallazgo y otros hechos posteriores a que dieron carácter de milagros los habitantes de aquellos lugares, la elevaron a la jerarquía de patrona de las montañas de León. Tal era la virgen cuyo nombre quería honrar Díaz Fernández con una iglesia. Destinó para este objeto diez mil pesos, cantidad verdaderamente cuantiosa para aquellos tiempos.

En 1734 el provincial de los franciscanos, fray Francisco Beltrán, comisionó al padre Gaspar de Rellero, deudo de Díaz Fernández, para que de acuerdo con el devoto caballero leonés, saliera para el partido del Maule a realizar sus propósitos. El 3 de agosto de aquel año se puso en marcha hacia el sur el padre Rellero acompañado de una efigie de la Virgen de la Velilla y de un lego, dejando encargado para lo que siguiesen dos padres más. Llevaba al propio tiempo instrucciones para fijarse en un llano que el jefe de la orden había visto en un viaje a Concepción en el lugar de Curicó, a inmediaciones de un cerrillo. El padre Rellero se detuvo, pues, en el Carrizal, nombre que entonces se daba a la extensión de terreno que hoy ocupan, al oriente de esta ciudad, las cultivadas chácaras del Pino.

A continuación de Rellero, salieron los padres Juan Alonso y Antonio Montero. Se hospedaron en la estancia de don Francisco de Iturriaga. Informado éste de las intenciones y del paradero de fray Gaspar, salió con sus huéspedes y algunos vecinos de la comarca del poniente a impedir amigablemente que se fundase el convento en el Carrizal. Alegando órdenes superiores, se negó el reverendo encargado de la fundación del convento a satisfacer los deseos de los vecinos del poniente de Curicó; pero se trasladó a este punto y enseguida a Malloa a consultar el caso al provincial, que practicaba a la sazón una visita a las iglesias de su orden. Al salir le dijo Iturriaga: «Vaya vuesa paternidad con Dios que en breve volverá, que aquí se ha de hacer el convento».

Ello fue que el convento se principió a construir en el Carrizal, inmediato al cerrillo; pero como Díaz Fernández supiese que el lugar elegido era inadecuado por lo húmedo, ordenó su traslación al poniente. Don Francisco de Iturriaga dio diez cuadras de terreno para que en ellas se levantara la iglesia, cuyos cimientos se cavaron en el ángulo oeste de los dos que forman el camino de la costa y el que se interna hacia el norte en el lugar denominado «Convento Viejo». En abril de 1735 estuvo concluido, y asistieron a su inauguración los fundadores Díaz Fernández y el padre Rellero.

Desde luego, comenzó a prestar los servicios de un curato. El territorio de Curicó pertenecía en lo administrativo al partido de Maule, desde el Teno para el sur y desde este río para el norte al de Colchagua; en lo eclesiástico dependía por entero de la parroquia de San José de Toro o de Chimbarongo; de aquí viene el nombre de «San José de Curicó», tomado del que tenía el curato a que pertenecía. San José de Toro se había segregado en 1660 de la parroquia de Nancagua. Los dilatados límites de aquélla, que impedían a los curas el correcto desempeño de sus funciones, contribuyeron, pues, directamente a la fundación del convento de franciscanos.

Se llamaba la iglesia recién erigida «Convento de recoletos» y estaba destinada para residencia de los miembros de la orden que quisieran retirarse a una austera vida de contemplación y penitencia. Mas no alcanzó a servir para los fines que se instituyó, porque un incendio, el primero que alumbró la comarca de Curicó, no dejó de él sino las murallas de adobe; en 1737, dos niños quemaron una noche unas cortinas y el fuego se comunicó a la techumbre del edificio. Reedificada inmediatamente, volvió a incendiarse cuando aún estaba inconclusa, en la tarde del día 28 de diciembre de 1739. Esta vez le prendieron fuego los operarios encargados de su fábrica. Pero la munificencia del caballero leonés no se hizo esperar en esta ocasión como en las otras y el templo abrió en breve sus puertas a los fieles de la comarca.

El lugar donde los padres habían edificado su iglesia era el punto más poblado de los que había en el territorio comprendido entre el Teno y el Lontué, que contaba como con cuatro mil habitantes1. Existía ahí mismo una especie de aldea y la propiedad estaba más subdividida que en cualquiera otra parte.

Esta reducida agrupación de modestas viviendas acrecentó con el establecimiento de la iglesia de recoletos franciscanos y fue el sitio elegido poco más tarde por Manso para fundar una villa.

A su vuelta de un viaje que emprendió a Concepción para recibir a la escuadra española que venía a los mares de Chile, Manso se hospedó en el convento de los franciscanos. Como ya tenía concebido su plan favorito de poblaciones, se fijó en esta aldea para levantar un pueblo que sirviera de punto de reunión a los indios diseminados por el campo e hiciera más efectiva y expedita la administración eclesiástica de las encomiendas del otro lado del Teno.

Los hacendados vecinos ofrecieron su cooperación. En esta virtud Manso ordenó en 1743 la fundación de una villa con el nombre de San José de Buena Vista de Curicó, en tierras de don Lorenzo de Labra. Se llamó «de Buena Vista» por la hermosa perspectiva que presentaba la planicie baja de Curicó mirada desde los altos del camino de Teno. Pero tanto este nombre como el de San José, cayeron con el tiempo en desuso; se conservó en las piezas oficiales únicamente.

No obstante, de haber edificado sus casas algunos pobladores, llevó la villa en sus primeros años una existencia muy precaria, sirviendo solamente de posada para los viajeros y de posta para los conductores de bestias de carga. La población no aumentó y la mayoría de los solares demarcados quedaron sin ocuparse.

Era que la ubicación de la villa estaba mal elegida. El sitio en que se había delineado, entre los riachuelos del Pasillo y Quetequete, se hallaba a un nivel inferior a los de éstos y, por consiguiente, expuesto a sus derrames y a los de los canales que alimentaban, los primeros que se labraron en la planicie de Curicó. En resumen, el lugar era bajo y húmedo. Careciendo, pues, de buenas condiciones higiénicas, no podía estar sometida a la ley del progreso. La necesidad de darle nueva planta no podía ser más real y premiosa2.

El sucesor de Manso, don Domingo Ortiz de Rozas, debía subsanar bien pronto los obstáculos que la naturaleza oponía al desarrollo de la villa de San José de Buena Vista. En noviembre de 1746 pasó por Curicó en compañía del oidor de la Real Audiencia, don José Clemente de Traslaviña, en viaje al sur, adonde iba a celebrar un parlamento con los indios araucanos.

Desde que conoció la población se convenció de las malas condiciones de su ubicación y, en la imposibilidad de conseguir su saneamiento, se propuso trasladarla a otro local, a su vuelta del sur. En efecto, a su regreso a Santiago en 1747 se detuvo en Curicó para visitar los sitios inmediatos a la villa y elegir el punto más adecuado para su traslación. Le agradó al gobernador Ortiz de Rozas y a su compañero de viaje, el magnate Traslaviña, un llano cubierto de un monte de espino que había al sureste de la villa de Manso y que se extendía al suroeste de un cerro aislado y un poco al norte de un riachuelo llamado en aquel entonces «Pumaitén» (golondrina) y más tarde «Guaiquillo», diminutivo de guai, «vuelta», y co, «agua».

Pertenecía ese terreno a un espacio demarcado que don Lorenzo de Labra había vendido a don Pedro de Barrales y a su esposa doña Ana Méndez. Se vio con éstos el presidente Ortiz, que tenían su casa a la orilla del estero en la finca que hoy se llama «de los Olivos», y después de las diligencias de estilo, cedieron la porción necesaria para delinear la nueva población. Pero el plano de la villa no se trazó hasta la primavera siguiente, 10 de octubre de 1747. El oidor Traslaviña fue nombrado protector de ella.

Tal vez en premio de haber ayudado a la fundación con sus bienes, Barrales tuvo primero el título de capitán y enseguida el de teniente corregidor y justicia mayor de la población. Parece que Barrales era originario del sur. Tuvo una hija, doña María, que casó con un español de Granada llamado José Fernández; de esta unión nacieron un hijo varón y tres mujeres que disfrutaron de la posesión del fundo de Barrales hasta que pasó a poder de los Olmedos y de don Jacinto Olate.

Quedó, pues, situada la población a los 34º 59’ de latitud y 0º 35’ de longitud, al poniente de la colina aislada del llano, a una altura de 228 metros sobre el nivel del mar, y a 192 kilómetros de Santiago3.

Delineada la villa, era menester edificarla. Con este objeto se reservaron dos solares en la plaza, uno al oriente para cárcel y cabildo, y otro al poniente para iglesia. Esta no se comenzó hasta el año 1750 bajo la dirección del cura don José de Maturana, el cual celebró con el oidor de la Real Audiencia y protector general de la villa don José Clemente Traslaviña, un contrato en que se obligaba a construir el primero un edificio para parroquia por la cantidad de dos mil quinientos pesos. La iglesia sería de adobe y mediría treinta y cinco varas de largo y nueve de ancho. Este dinero provenía del producido de cuatro títulos de nobleza que el presidente Manso había mandado vender a Lima y que dieron 120.000 pesos para los gastos de fundación de las diversas poblaciones que erigió.

En 1759 estuvo terminada la obra, pero en tan malas condiciones arquitectónicas, que otro párroco sucesor de Maturana, don Antonio Cornelio de Quezada, dio cuenta poco después de ello a la autoridad eclesiástica. Llamado Maturana a Vichuquén, donde ejercía el cargo de cura, tuvo que responder a un juicio que se le interpuso acerca del particular. El presidente Morales mandó refaccionar el templo con obreros traídos de Talca por cuenta del tesoro real. En 1793 don Ambrosio O’Higgins mandó dar al cura don Antonio Césped la cantidad de seiscientos pesos para la reconstrucción de la torre. Se trabajó en el costado norte de la iglesia parroquial, desde el suelo hasta la altura de doce varas, la misma del templo; tenía cinco varas dos tercios de ancho por los costados oriente y poniente, y siete por el sur y norte, y se empleó en su construcción el ladrillo y el barro. Fue el primer trabajo de ladrillos que se hizo en Curicó4.

Tres años hacía que las calles de la villa habían sido trazadas y las casas no aumentaban: la mayor parte de los pobladores del primer pueblo permanecían todavía en sus casas y cortijos. Pero una catástrofe espantosa vino a cambiar definitivamente este estado de cosas. El martes 25 de mayo de 1751 a la una y media de la mañana se sintió un temblor de tierra, general en todo el país, que hizo muchos estragos en el pueblo antiguo: la iglesia de San Francisco y casi todos los edificios de derrumbaron. Los sacudimientos que siguieron repitiéndose en los días siguientes acabaron de arruinar las casas. Aunque menos intensos que el primero, tan seguidos y recios eran, que derribaban del fuero de las cocinas los utensilios del servicio doméstico e impedían por esta circunstancia a los aterrados habitantes que hicieran sus comidas habituales. Concluidos los temblores, los vecinos del pueblo antiguo trasladaron al nuevo los materiales de construcción, como maderas y tejas y edificaron sus casas.

Sin embargo, el convento de San Francisco no se trasladó hasta el año 1758 a una quinta de cinco cuadras que donaron a la orden don Pedro de Barrales y su esposa doña Ana Méndez, los mismos que cedieron el terreno para la delineación del pueblo. La antigua villa de Curicó y sus contornos se denominaron «el Convento Viejo», por las ruinas del templo que durante muchos años quedaron en pie. Los mercedarios fundaron su iglesia el año 1755. Aunque don Francisco Javier Canales había legado catorce cuadras para la fundación del templo en la villa de Manso y cien más hacia el sur, que después fueron del caballero español don Manuel Márquez, para asegurar al convento una fuente segura de entradas, no alcanzó a edificarse la iglesia en aquella localidad.

Tan luego como la mayoría de los pobladores de la villa antigua se hubo decidido por la nueva, muchas familias vinieron de distintos puntos a establecerse en ella y sus contornos. Dentro del pueblo tenían solares a su disposición, que se daban al que los pedía, y en las inmediaciones, pequeños lotes que vendía don Lorenzo de Labra, el cual subdividió de este modo y por completo su rica estancia de Curicó.

Vendió al oriente un pedazo de terreno al cura don Cornelio de Quezada y otro al norte al presbítero don José de Maturana. Ambos pasaron después a poder de don Juan de Vergara, descendiente del capitán encomendero de Chimbarongo don Antonio de Vergara. Fue el primer dueño de la hacienda de la Quinta y esposo de doña Agustina de Toro, de las más nobles familias de la colonia. Uno de sus hijos, don Nicolás, casó con doña María del Rosario Franco y pasó a ser propietario de una heredad de cordillera que poseía su esposa; un paraje de ese fundo conserva aún su nombre: la cuesta de Vergara. Poseyó después esta propiedad de don Juan de Vergara: la familia Cruzat.

Los terrenos situados al sur del camino del Pino, una parte de los de la Polcura y de los que hoy poseen los señores Vidales, los compró el capitán de infantería don Bartolomé Muñoz, primer antecesor de una numerosa, inteligente y festiva familia. Era don Bartolomé Muñoz y Osuna oriundo de Granada; casó en la villa con doña Josefa Urzúa, hija del maestro de campo don Pedro de Urzúa, y tuvo por hijos a don Francisco, a don Miguel, don Manuel, don Matías y don Pedro José. De don Francisco proviene la familia Muñoz Donoso, y don Manuel fue el coronel patriota, amigo inseparable de don José Miguel Carrera y miembro de la Junta de Gobierno que éste presidió.

La familia Urzúa ocupó también una finca en los suburbios del pueblo y la mitad de la cuadra del norte de la plaza. La descendencia de esta familia curicana viene de don Agustín de Urzúa, a quien arrastró en 1655 al partido del Maule la emigración de los habitantes del sur, motivada por el levantamiento general de los indios. Contrajo matrimonio con doña Casilda Gaete y fue padre del maestre de campo don Pedro de Urzúa, dueño de la hacienda de la Huerta. Casó éste con doña María de Gracia Baeza, hija del capitán don Pedro de Baeza, de cuya unión nacieron doña María Loreto, don Antonio y don Fermín Urzúa, teniente corregidor y jefe de las milicias del distrito de Curicó el último.

De una faja de terreno que daba frente al costado poniente de San Francisco y corría en dirección al Guaiquillo, formó una quinta don Joaquín de Fermandois, caballero que vino a Santiago a disfrutar a Curicó de cierta opulencia y el primero que paseó calesa por las calles de la villa. Fundó la familia de su apellido y poseyó el fundo de los Chacayes. Se dedicaba a la crianza de caballos de brazo, que compraba en la costa y vendía en Santiago. Fue teniente corregidor y comandante de la fuerza de caballería de Curicó.

Entre el convento de San Francisco y el fundo de don Pedro de Barrales se estableció la familia Merino. El primero y único Merino que constituyó su domicilio en la naciente villa de San José de Buena Vista fue don José María, natural de la Florida de Concepción, y hermano del coronel de la independencia don Antonio Merino. Casó aquí con doña Loreto Urzúa. De este matrimonio provinieron don Valentín, don Dionisio Perfecto, don José María, don Francisco, don Manuel Antonio y las señoras Dolores y Mercedes Merino, progenitores de todas las familias que en la actualidad llevan este apellido, especialmente el patriota distinguido y respetable vecino don Dionisio Perfecto.

Los contornos de la iglesia de franciscanos sirvieron de albergue a los pobladores de más limpio linaje; fueron las verdaderas casas solariegas de Curicó. Además de los vecinos que llevamos nombrados, debemos mencionar igualmente a don Rafael Quevedo, de una familia de Chillán, que ocupó el conjunto de casas que hoy poseen los herederos de don Pedro Mujica y otros propietarios, y a don Antonio Mardones que vino de Colchagua a establecerse a este pueblo. Edificó el último su quinta del costado oriental de la plazuela de la iglesia con los corpulentos cipreses de su hacienda de la Puerta, los cuales hacía arrojar al Teno para sacarlos a la altura del camino de Curicó. Mardones, primer gobernador independiente del departamento, sirvió noblemente a la causa de nuestra independencia y perdió su fortuna y su bienestar en las cárceles y tribunales realistas. Los Mardones fueron también dueños del cerro de Curicó que vendieron más tarde a Fermandois en ochenta pesos.

Las primeras cepas que se plantaron en la nueva población, brotaron también en estos fundos sub-urbanos: las viñas de don Pedro de Barrales, de los Merinos, de don Juan de Vergara y del capitán don Bartolomé Muñoz crecían al par que se iban construyendo las casas de estos vecinos, y formaron uno de los principales ramos de la producción agrícola, que nacía en los alrededores de la villa.

Al noroeste de la villa labró la familia Pizarro su propiedad de campo. Los Pizarros, de los pobladores más antiguos e importantes por su clase social, residían en Curicó desde mediados del siglo XVIII y reconocían por ascendientes a don Francisco y a don Jacinto Pizarro, alcalde el último de la santa hermandad en 1782, título que equivalía al de Jefe de alta policía. El patriota vecino don Pedro Pizarro, hijo de don Ramón Pizarro y de doña Tomasa Guerra, es el progenitor de las numerosas familias curicanas que llevan su apellido por línea materna.

Al nordeste eligió una porción de terreno cultivable la familia Donoso, la más distinguida sin disputa por su genealogía nobiliaria y la gran extensión de sus relaciones de parentesco. Minuciosos genealogistas cuentan que su fundador había sido un señor don Simón Donoso Pajuelo, casado con doña Elvira Manrique de Lara, conquistadores del Perú y descendientes de nobles de España. En el siglo XVII vino de Valdivia a establecerse a Colchagua don Francisco Donoso, hijo de un caballero de la Serena del mismo nombre. De aquél provienen los Donoso de Curicó, don Félix, don Prudencio y el patriota, comandante de milicias, gobernador y diputado don Diego Donoso.

Al suroeste de la población compró también la familia Grez un pedazo de terreno para trazar en él su quinta de recreo, agregado indispensable del solar urbano de los habitantes que en la primera edad de la villa disfrutaban de una condición social ventajosa. He aquí otros de los primeros pobladores de Curicó, que además fueron de los primitivos hacendados de Peteroa y el Calabozo. Proceden de don Juan de Grez y de doña Francisca Díaz Pimienta, padres de don Matías Antonio y de don Francisco Grez y Pimienta.

Por lo general, estos lotes vecinos a la población, aunque tenían un valor mucho más subido que el resto de las tierras del distrito, costaban a los compradores cantidades insignificantes: su precio fluctuaba entre ocho y cuatro pesos cuadra. Así, uno de los fundos comprados por el capitán don Bartolomé Muñoz sólo le importó cuarenta y dos pesos.

A medida que estos terrenos se alejaban de la villa, su valor disminuía. En el Pichigal, rincón del Convento Viejo, cerca de la junción del Guaiquillo con el Lontué, don Lorenzo de Labra vendió a don Juan Llorente de Moya mil cuadras en menos precio de lo que ahora cuesta una sola de esos mismos suelos. Por este ínfimo valor de la tierra, don Lorenzo de Labra no pudo pasar por la venta de sus vastos dominios de Curicó, de la aristocracia territorial y del apellido a la aristocracia metálica: murió pobre, y en 1783 cuando dejó de existir, el cura don Antonio de Césped puso en su partida de fallecimiento este cruel epitafio: «No testó por pobre».

El valor del terreno era más bajo aún en los demás lugares. Mencionaremos el que tenían en algunas localidades, como asimismo el de los animales, que por este tiempo ya poblaban en cantidad excesiva todas las estancias. En el Guaico valía dos pesos la cuadra, en el Romeral un peso cincuenta centavos, en Quilvo y en los Cerrillos un peso, en Chuñuñé nueve reales, en la Obra cincuenta centavos. En la costa disminuía en mucho este valor hasta llegar al increíble e ínfimo precio de un real la cuadra de suelos de secano, pero útiles para crianzas y siembras de trigo. En Paredones se vendieron cuatrocientas cuadras pertenecientes al rey a un real cada una. Los animales costaban: cuatro pesos los caballos, tres pesos las vacas de matanza, dieciocho reales las de tres años, cuatro pesos los bueyes, cuatro reales las cabras, dos las ovejas, seis pesos las mulas mansas. Las plantas se tasaban a real y medio las de viñas, doce reales la higuera, ocho el peral y cuatro el manzano. Los esclavos, que también entraban en estos inventarios y tasaciones formando a veces la riqueza más importante de las haciendas, costaban trescientos pesos los de edad viril, veinticinco los viejos y ciento noventa las mujeres.

La villa presentaba en los tres primeros decenios que siguieron a su fundación un aspecto triste y miserable, a pesar de los edificios construidos por las familias nombradas y otras que fueron de las primeras y que se extinguieron en el curso de los años, como los Martínez, Cubillos, Olaves, Olmos de Aguilera, Molina, Bustamante, Fernández, Méndez y Espina. Sólo en el estrecho circuito de la plaza se habían agrupado las construcciones bajas, pesadas, húmedas y malsanas de aquel tiempo, tan diferentes del estilo elegante y ligero del día. Lo demás de la población estaba formado de solares escuetos que cerraban cercas de espino en toda la extensión de las calles.

Al comenzar el siglo XIX fueron llegando otros ocupantes de solares, entre los cuales debemos contar en primer término, por la numerosa descendencia que dejaron, a los españoles don José Rodenas y don Manuel Márquez, de Cartagena el primero y de Galicia el segundo.

Rodenas compró en treinta pesos un solar entero en la calle de San Francisco al cura don Antonio de Césped, que lo había obtenido por pago de un entierro, y estableció en él su habitación y un corral para elaborar cecina o ramada de matanza. Márquez, agricultor y uno de los primeros mercaderes de la villa, pronto se conquistó una fortuna. Aunque en papeles muy pasivos, ambos permanecieron fieles a su rey y a su patria en la revolución de la independencia.

Vinieron a avecindarse igualmente al pueblo los Pérez de Valenzuela, señores feudales de la costa y de Chépica y descendientes de noble estirpe española. Provienen de don Manuel Valenzuela Guzmán, que casó con doña Rosario Torrealba, quienes entre otros hijos tuvieron a don Juan de Dios Valenzuela Torrealba, casado con doña Mariana Castillo Saravia. El capitán don Diego Valenzuela, de Curicó, inició un expediente a principios del siglo presente para obtener título de nobleza, pero la revolución de la independencia contribuyó a que salieran fallidas sus pretensiones.

Edificó también su casa en un solar de la alameda o «del llano», como se llamaba en aquel tiempo, el coronel insurgente y dueño de la hacienda de los Cerrillos de Teno don Juan Francisco Labbé, hijo del fundador de esta familia don Alonso de Labbé, agrimensor francés. Don Gaspar Vidal estableció igualmente en la villa su hogar, de donde salió más tarde distinguida y no escasa descendencia.

Con todo, Curicó permaneció en el último tercio del siglo pasado en un lamentable estado de atraso por la escasez de su población. El historiador Carvallo Goyenechea decía por el año 1788 hablando de Curicó las palabras siguientes:

«Su ubicación es hermosa, sus edificios nada valen y su población no pasa de cien vecinos, y tiene un convento de Recoletos».



Esta escasez de habitantes duró hasta principios de este siglo, sobre todo hasta el año 1820, en que las depredaciones de los secuaces de Benavides y la carencia de recursos atrajeron hacia el norte a los pobladores de una y otra margen del Bío-Bío. Era la segunda vez que se establecía del sur hacia los pueblos del centro una corriente inmigratoria; la primera había sido en el levantamiento de los indígenas en 1655. Fue pues en aquel año cuando arribaron a esta población las últimas familias que completaron el cuadro de sus primitivos pobladores, las de Riquelme, Roa y especialmente las de Ruiz y Rodríguez. Hacían de jefes de estas dos últimas don Luis Rodríguez, de los Ángeles, hijo de don Andrés Rodríguez y de doña Antonia Arriagada, y don José Ignacio Ruiz, de Nacimiento, que tuvo por padre al bravo sargento mayor y héroe de Tarpellanca don Gaspar Ruiz.

La necesidad de formar centros poblados o parroquias que sirviesen de base a futuras aldeas, se vino a notar a fines del siglo pasado y se remedió con la fundación de algunos curatos en diversos lugares del territorio que hoy forma nuestra provincia. Estas pequeñas poblaciones que facilitaban los servicios eclesiásticos y de la administración pública, se formaron principalmente cuando se creó, en 1793, por acuerdo de la Junta de Real hacienda, el partido de Curicó, dependiente de la provincia de Santiago y constituido con porciones segregadas de los del Maule y Colchagua.

El caserío indígena de Vichuquén comenzó a regularizarse desde la segunda mitad del siglo de las fundaciones con el nombre de «San Antonio de Vichuquén», de la advocación de su parroquial. En el orden civil estaba regido por un diputado, que lo era en 1791 don Juan Enrique Garcés, de los ricos feudatarios de casi todo el valle del Mataquito. Este funcionario ejercía también sobre las tribus aborígenes una activa super vigilancia y desempeñaba las funciones de un subdelegado.

Los primeros pobladores de esta aldea y de sus campos circunvecinos fueron los descendientes del capitán don Cayetano de Correa y de doña Fructuosa de Oyarzún. Sus hijos, don Antonio y don Manuel, dejaron una larga sucesión que se relacionó con los Garceses, de la Fuente, Corvalanes, Besoaínes, Baezas, Oleas, Castros Aranguas; fue fundador de la última familia el caballero español don José María Arangua, que sostuvo en esta provincia la causa del rey durante la revolución de la independencia.

Por aquella misma fecha se fundó la parroquia y aldea de Santa Cruz de Colchagua, llamada «Unco» por los naturales, cuna de muchas familias que poblaron más tarde nuestra provincia y la de aquel nombre. Originarios de ella son las de Marín, Guevara, Vargas, Medina, Briones, Silva, Arratia, Polloni, descendiente del general español don Francisco Polloni, corregidor de Talca; las de Ravanal y Mardones. Ésta procedía de don Fernando Mardones y de doña Isabel Paredes, de quienes era nieto el poeta popular don Tomás Mardones, cuyas aventuras e improvisaciones tuvieron gran resonancia en aquellos lugares. A la de Ravanal pertenecieron dos hombres de un temple superior que ejercitaron su actividad en tan opuesto campo de acción: don Santiago, cura famoso por su celo verdaderamente evangélico, que lo arrastraba hasta dejarse caer a los ríos invadeables para cumplir con los deberes de su ministerio; y don Matías, infatigable guerrillero que militó en todas las montoneras, desde Villota y Manuel Rodríguez hasta el general Cruz en 1851.

Comenzaron a formarse, asimismo, en el último tercio del siglo pasado algunas aldeas o a erigirse curatos en los lugares de Chépica, Lolol, Quiagüe, Alcántara, Paredones y en el valle del Nilahue, donde tuvo una encomienda de indios don Pedro José Villavicencio.

Tal fue el modo como se fundaron y poblaron las ciudades y villas de nuestra provincia.

He aquí otras alturas de la provincia: Llico, 45 metros; Alcántara, 83; Quiagüe, 117; Membrillo, 670.8; Quirineo, 839; Queñes, 588; Morrillo, 164; Nacimiento del Teno, 2,940; cima del Peteroa, 3,615; límites de las nieves perpetuas, 2,500 metros.

En Curicó el día más largo es de 14 horas y 22 minutos y el más corto de 9 horas 28 minutos.

Toda la provincia tiene 7,544.66 kilómetros cuadrados de área, de los que corresponden 3,847.05 a Curicó y 3,697.61 a Vichuquén. La parte ocupada por los llanos es sólo de 679 kilómetros cuadrados.

Los terrenos de la provincia son: valle longitudinal, de acarreo; Cerrillos de Teno y Quilvo, volcánicos; serranías desde el Mataquito hasta Pumanque y poniente del valle de Nilahue, granítico; serranías que se extienden desde la Huerta a Lontué, de Comalle y de las Palmas, cambriano, arcilla amarillenta; valle del Mataquito, de sedimento. Los terrenos de Rauco, Tutuquén y Convento Viejo son de color negro, cuya calefacción es superior en 7 u 8 grados a la del color blanco.




ArribaAbajoCapítulo V

La vida social y doméstica de la colonia.- Fanatismo religioso.- Incorrección de las costumbres.- Los corregidores.- La milicia.- El cabildo.- Composición social de la colonia: Españoles. Criollos. Mestizos y negros.- Trajes.- Calma de la sociedad.- Erupción del Peteroa.- Causas de la indolencia del vecindario.- Comercio.- Industria.- Minería.- Agricultura.- La acequia del rey.- Instrucción pública.

Nadie puede poner en duda la utilidad y enseñanza que entraña para las generaciones nuevas la historia de la vida social y doméstica de nuestros predecesores, que nos pone a la vista las costumbres, las intimidades del hogar, los procedimientos empleados para subvenir a las necesidades de la vida y para utilizar los recursos de la naturaleza. Es, pues, indispensable colocar también dentro de las estrechas dimensiones de esta relación parcial el cuadro de la infancia de nuestra sociedad.

Desde la fundación de Curicó hasta los años de la independencia, dominó en las costumbres, como punto más saliente de la vida colonial, un extravagante y exagerado ascetismo. El excesivo número de religiosos y días festivos influían sobremanera para hacer que los individuos vivieran siempre entregados a las prácticas externas del culto, a las novenas, misas, rogativas y aniversarios de santos; a los ejercicios, confesiones y disciplinas. Esta última, que se ejecutaba ordinariamente en la cuaresma; consistía en el castigo corporal que se hacían los pecadores hasta el derramamiento de sangre. Existía además en Curicó la práctica del rosario: todos los días de fiesta salía el cura de la villa a rezarlo por las calles acompañado de los fieles. Las devociones de la casa absorbían por otra parte a los vecinos casi todo su tiempo.

Semejante desarrollo del fanatismo religioso convirtió a la sociedad en supersticiosa y crédula. Los fenómenos nerviosos, tan vulgarizados hoy por la ciencia médica y no conocidos entonces, se atribuían a intervención del demonio y de los santos; este era el origen de los endemoniados y de los milagros. Las fantasías de los alucinados sobre apariciones de ánimas, revelación del porvenir y tentaciones del diablo se reputaban hechos verídicos que nadie se atrevía a poner en duda. La inmovilidad absoluta del éxtasis se tomaba por santidad. Se creía que los que sufrían este accidente nervioso se elevaban del suelo al hacer oración. Objeto de muchos comentarios e hipótesis fueron para los vecinos dos casos de poseídas del demonio, el de una mujer que con sorprendente agilidad se trepaba a la cima de los árboles y les remedaba el canto a las aves, y el de otra que contestaba en latín los exorcismos de los padres de San Francisco.

Pero esta intemperancia religiosa no daba a las costumbres la probidad moral que debía de haber producido. Al contrario, se puede asegurar con certeza que en la sociedad colonial hubo más libertinaje que al presente; y esta afirmación, que hacemos no por imitar a los historiadores que tal han sostenido, sino por el convencimiento de los hechos, podemos comprobarla con testimonios irrecusables.

En 1751 el obispo de Santiago don Juan González de Melgarejo, ordenaba al cura de esta villa prohibiese los juegos de chueca y otras reuniones de hombres y mujeres, en que se violaban groseramente las leyes de la moral pública. Además, la dilatada extensión de los curatos impedía que las clases inferiores legitimaran la íntima unión de personas de diferentes sexo, verificadas en el seno del hogar doméstico. Para conseguir la legalidad de estas relaciones, el cura de la villa salía periódicamente a los campos. Entre los individuos de una condición superior, estaba más o menos generalizada la pluralidad de mujeres. Consecuencia natural de esta relajación de costumbres eran los raptos y los infanticidios, más frecuentes quizás en aquel tiempo que ahora. Aún los mismos miembros del clero y de las órdenes religiosas no permanecían siempre ajenos a esta licencia.

Examinando por otro aspecto la sociedad colonial, se puede sostener que casi todos nuestros antepasados eran tahures. Sin derechos políticos ni libertad individual, que tanto agitan al hombre de hoy y tan noble ocupación dan a su espíritu; sin las transacciones comerciales ni la acción continuada del trabajo, que es el rasgo peculiar de la vida moderna, tenían que encontrarse forzosamente en una situación pasiva, que los arrastraba al ocio, al juego, a las prácticas devotas y al gusto desenfrenado por los ejercicios ecuestres.

Las riñas de gallos y las carreras de caballos daban ocasión a muchos días de ociosidad y diversión. El padre Olivares dice a este respecto:

«En el sitio de la carrera que se supone ha de ser una extendida llanura, fabrica la gente unas barracas de ramas cuando basta para morada subitánea. De cuatro o cinco días que allí asisten, no faltan como en los ejércitos vivanderos que negocian en cosas de comer y beber».



Los juegos de bolas, de naipes, tabas y chuecas y las borracheras de las chinganas constituían la diversión ordinaria de pobres y ricos en los campos y pueblos de poca importancia.

Los agravios personales se zanjaban a puñaladas entre la gente del pueblo y entre la de mejor condición social, con el sable o la espada, armas que se manejaban en aquella época con mucha destreza. El historiador citado cuenta al hablar de la educación física de los niños que «los más principales, o que estaban en mejor fortuna, tiraban a la barra o se enseñaba a jugar a la espada».

Los salteadores infestaban los campos y acechaban a los viajeros en las encrucijadas de los caminos; los cerrillos de Teno gozaban ya de triste celebridad.

En resumen, la vida de la colonia fue una mezcla de libertinaje y devoción. Las costumbres tuvieron, pues, menos severidad y corrección que al presente; porque, como se ha dicho con razón, la moral marcha paralelamente con la cultura de los pueblos: el tiempo mejora las leyes, instituye tribunales de represión y crea admirables instituciones preventivas, como los cuerpos de policía.

Estos males provenían en gran parte de la mala organización de los poderes públicos. Hasta 1793, Curicó estuvo gobernado por un teniente corregidor que dependía del corregidor de Talca. Cuando se elevó a la categoría de partido, entraron a desempeñar las funciones de jueces menores los alcaldes del cabildo.

Como tenientes corregidores ejercieron conjuntamente la autoridad civil y judicial los funcionarios que pasamos a mencionar.

Félix Donoso1744
Ignacio Maturana1758
Alonso de Moreiras1766
Luis de Mena1772
Pedro Barrales, capitán1777
Joaquín Fermandois, comandante del escuadrón de la villa1779
Fermín de Urzúa, capitán del escuadrón de la villa1789

Don Alonso de Moreiras, natural de Galicia, fue el tronco de la familia de su apellido; tenía su hacienda en Peteroa. Hombre de muchos litigios y dominado por la altivez de los españoles de nacimiento, encabezaba un bando local contra la familia Donoso.

Como corregidores gobernaron el partido de Curicó los siguientes vecinos:

Francisco Javier Moreiras, maestre de campo1793
Francisco Javier Bustamante1795
Juan Antonio de Armas, teniente coronel graduado con agregación al regimiento Farnecio1800
José Gregorio Argomedo1801
Juan Fernández de Leiva 1808
Baltazar Ramírez de Arellano, capitán de Dragones del regimiento Sagunto de Rancagua1810

Don José Gregorio Argomedo fue el mismo patriota y tribuno prominente de la revolución de la independencia, y más tarde ilustre magistrado de la República. La familia Argomedo residió durante muchos años en Curicó, y uno de sus miembros, don José Antonio, dejó a la municipalidad de este pueblo, su lugar natal, la cantidad de diez mil pesos para establecer un censo destinado al sostén de la instrucción pública. El corregidor don Juan Fernández de Leiva fue casado con doña María Argomedo.

Se habrá notado en lo que hasta aquí llevamos escrito, que los títulos militares eran los más usados por las personas acomodadas de la colonia. Veamos, para explicar esta circunstancia, cual era la organización militar de aquellos tiempos en la villa de Curicó. Desde su fundación existía una compañía cívica de infantería y un escuadrón de caballería formado con los campesinos de los alrededores. Usaban trajes militares y de cuando en cuando hacían ejercicios o se movilizaban para perseguir las bandas de malhechores de los cerrillos de Teno o para defender el boquete del Planchón e impedir las frecuentes irrupciones de los pehuenches de la cordillera.

Los vecinos de más suposición de la villa solicitaban el honor de llevar galones, no tanto por servir los intereses generales, cuanto por simple ostentación, por tener un motivo que los hiciera valer en el concepto público. Esos títulos se anteponían siempre al nombre de los contratos civiles y en la correspondencia privada. Los grados de los milicianos, que concedía el Presidente, estaban distribuidos en esta forma: maestre de campo, comisario, sargento mayor, capitán, teniente y alférez. La caballería usaba lanzas y la infantería fusiles de chispa. Esta institución fue, como se ve, la cuna de nuestra guardia nacional, tan reñida con las prácticas de la verdadera democracia.

Pero ningún título halagaba tanto el amor propio de los vecinos ricos de la villa como el de municipal. Los regidores de los cabildos compraban su vara o puesto vitalicio en pública subasta y nombraban dos alcaldes encargados de la administración de justicia y de la policía u orden público. Como solamente los vecinos acaudalados podían adquirir ese título, su posesión significaba extraordinario ascendiente en la villa, respeto, opulencia y autoridad; era el gobierno de la aristocracia metálica, en el cual el pueblo no tenía ninguna participación.

En 1791 se proveyeron en Curicó algunos puestos municipales, pues no a todos los pueblos fundados por Manso se les dotó de cabildos; eso dependía de la población que tuvieran. En 1793 se hizo elección de alcaldes y el cabildo se constituyó con este personal: dos alcaldes, de primera y segunda elección; dos regidores, el decano y el subdecano, un depositario y un alguacil mayor. También tenían los cabildos un escribano, pero el de Curicó no lo tuvo hasta el año 1796, en que se nombró al vecino don Fernando Olmedo, fundador de una inteligente familia y servidor en la revolución de la independencia de la causa insurgente. Antes del nombramiento de este funcionario, desempeñaba el cargo de notario de la villa don Antonio Olave.

Más irritante que esto privilegios comprados con el dinero, era la misma composición social de la colonia. Las clases sociales estaban divididas en jerarquías que las leyes y la costumbre habían establecido. Ocupaban el primer rango de esta división los españoles peninsulares; aunque por lo general eran de origen oscuro, pobres y sin educación, aventureros que la sed de riquezas arrastraba a Chile, estaban a una indisputable altura de los criollos, por sus hábitos de economía, por su laboriosidad y la mayor suma de conocimientos de la vida práctica que poseían. Protegidos por sus compatriotas y por su calidad de españoles y favorecidos por el gobierno colonial para puestos y honores, pronto se engrandecían y superaban a los criollos, a quienes trataban enseguida con suma altanería y suficiencia; esta rivalidad fue uno de los gérmenes de la revolución de la independencia. Los españoles de nacimiento que se avecindaron en el partido de Curicó se dedicaron al comercio y contrajeron ventajosos enlaces con las más ricas mujeres criollas; pasando de las operaciones mercantiles a las tareas agrícolas, llegaron a ser de los primeros propietarios territoriales. Se les designaba con el apodo de chapetones.

Seguían en la escala social los criollos, que eran los que descendían de españoles, sin llevar en su sangre mezcla de indios ni de negros. Aunque rivales de los españoles europeos, tenían sin embargo todas sus preocupaciones en cuanto a familias. Se enorgullecían de su linaje y manifestaban las ideas más aristocráticas en los convenios de matrimonio: antes que las prendas de honradez, de inteligencia, buen carácter y laboriosidad, se investigaba minuciosamente el origen de los individuos. Muchos son los expedientes que hemos examinado de personas que, durante la colonia, probaban ante la justicia ordinaria el rango nobiliario de sus abolengos. Ordinariamente estas informaciones se hacían cuando por injuria o negativa de matrimonio se había dudado de la limpieza de sangre de los ofendidos.

No obstante, de haber sido sus progenitores pobres aventureros, soldados o cuando más conquistadores, se hacían escribir pomposas genealogías, siempre inverosímiles y a veces ridículas, en que resultaban descendientes de la más alta nobleza de España. Estas mismas preocupaciones les hacían aspirar constantemente a los puestos honoríficos de los cabildos y de las milicias.

Menos económicos que los españoles, no pudieron conservar sus dilatadas estancias, que pasaron a poder de éstos. Los encomenderos de la costa y los de la otra margen del Teno, como asimismo los hacendados de esta parte del territorio de Curicó, habían enajenado casi todas sus propiedades a fines del otro siglo. Solamente los Garceses habían acrecentado su estancia del Mataquito, que comprendía una gran parte del valle que riega este río.

Ocupaban el último lugar de la jerarquía social los mestizos, descendientes de blanco e indio, y los mulatos, mezcla de blancos y de negros. La última escala de la ignominia y de la abyección la componían los negros propiamente dicho, escasos en el partido de Curicó, porque apenas se contaba una media docena de ellos en cada hacienda de las más extensas y valiosas. Los mestizos componían la clase más numerosa, la plebe de la sociedad. Se ocupaban en el campo como peones e inquilinos y en los pueblos como obreros; vivían en ranchos de carrizo y vestían manta, ojotas, sombreros de paja del país y calzones cortos de tosca lana.

Las dos clases privilegiadas gozaban de comodidades muy superiores, pero enteramente deficientes comparadas con las que el gusto moderno ha introducido en nuestros usos domésticos. Las vajillas de plata, los esclavos y los estrados de los salones, parte más elevada del piso de la pieza, constituían el signo de riqueza y buen tono. Por lo que hace al vestuario de la gente acomodada, una cláusula del testamento de don Juan de Vergara nos dará una idea cabal del que usaba la aristocracia colonial de provincia:

«Ítem: Declaro por mis bienes la ropa de mi uso, que se compone de una capa de paño de segunda, con vueltas de terciopelo y franja de oro, chupa y calzones de terciopelo. Otra dicha y calzones de paño de primera, usados. Otra de terciopelo, usada, y calzones de tripe, labrado; asimismo siete camisas usadas, dos pares de medias de seda, bien tratadas y dos maltratadas, cuatro dichas de lana, bien tratadas.

Lo declaro así para que conste».



Por lo demás, la ociosidad y la monotonía formaban el rasgo distintivo de la vida colonial. Solían interrumpir únicamente la calma devota y soñolienta de nuestros antepasados los fenómenos físicos, la venida de algún obispo, el paso de los presidentes para la frontera, las irrupciones de tribus andinas a los llanos del Teno a robar animales y los alborotos de los indios agrupados en caseríos, como uno que hubo en Lora en 1739.

El más memorable de los fenómenos físicos fue la erupción del volcán Peteroa, el 3 de diciembre de 1763. El abate Molina dice en su Compendio de la Historia del Reino de Chile que «el estrépito fue tan horrible que se sintió en una gran parte del reino y que las cenizas y las lavas llenaron todos los valles inmediatos». El derrumbe de las montañas vecinas al cráter detuvo por algunos días el curso de las aguas del Teno, las cuales, rompiendo al fin el muro que las atajaba, se precipitaron por el lecho de este río, que salió de madre y causó terribles estragos. Desde entonces data la formación de la laguna del Teno, de las corrientes de lava que se extienden hacia el este y el norte del cono volcánico y quizás de las termas del Azufre, descubiertas por unos pastores en el primer tercio de este siglo y dadas a conocer en 1860 por el médico italiano don Domingo Pertusio. La erupción del Peteroa se consideró por los habitantes de la villa como la manifestación de la ira celeste, como un signo precursor de grandes males.

Esta indolencia habitual de los moradores del partido y la situación precaria de la sociedad colonial, provenían del escaso movimiento comercial y del poco incremento de la agricultura y de la industria. Sin mercados para el comercio exterior y con el sistema odioso de la colonia que todo lo oprimía y encadenaba, las fuerzas productivas del suelo y la actividad de los individuos tenían que ser nulas.

El comercio que se hacía en el partido consistía, especialmente, en el cambio que efectuaban los campesinos con los indios chiguillanes de las faldas orientales de los Andes, de mercaderías y telas por animales, pieles de guanaco, sal y plumas de avestruz. Los agricultores cambiaban a su vez los productos de la tierra a los comerciantes de Santiago por géneros y otros artículos de uso doméstico.

La industria estaba reducida a la existencia de algunas curtidurías, molinos de harina, extracción de metales de algunas minas, de sal de las lagunas de Vichuquén y de una especie de brea de las inmediaciones del volcán Peteroa.

La industria minera se implantó en el territorio de Curicó desde la conquista, como en todos los demás lugares del país: fueron famosos los minerales y lavaderos de oro de Vichuquén y Lolol. Durante la colonia estuvieron en explotación una mina de fierro cerca del lago de Vichuquén, en 1625, las del Morrillos, las del cobre en Caune y las de Huirquilemu, que trabajaba en 1778 don Juan Garcés Donoso, el cual había establecido en el valle de Quilpoco un trapiche para minerales de oro. En 1757 se descubrieron unas minas de plata en los cerros Huemul y otras de cobre en el cajón del Teno. El presidente Amat concibió, respecto de las primeras, ilusiones muy halagüeñas e hizo venir de Potosí al coronel de milicias don Juan José de Herrera, minero de mucha experiencia, para que arrancara de las rocas del cerro los cuantiosos tesoros que escondía; pero los resultados no correspondieron a las esperanzas de Amat. Aunque hubo otras minas en distintos puntos del partido, su explotación no ejerció una influencia sensible en la riqueza pública y privada.

La agricultura constituía la principal fuente de riqueza del partido, como hemos dicho anteriormente. Al terminar el siglo pasado, la producción agrícola adquirió mayor desarrollo con el trazo de algunos canales de regadío. El más importante de éstos fue el del pueblo, llamado «La Acequia del Rey». Llegaba primitivamente hasta la hacienda del Guaico, después se prolongó hasta la propiedad de los Astorgas, en Villa Alegre, y por último hasta la villa, en 1782. Lo abrió para el molino de su hacienda en la primera mitad del siglo pasado, el rico estanciero don Diego de Maturana. Se cuenta que un día le llevó de regalo la esposa de uno de los Astorgas, sus colindantes abajinos, unas hermosas frutas producidas por árboles regados a mano. Admirado Maturana de tanta laboriosidad, les concedió la prolongación del canal de su estancia. De aquí se trazó hasta la villa a expensas del tesoro real.

La acción benéfica del regadío transformó los llanos del norte y oriente de la población y elevó el precio del terreno a la elevada cantidad para aquellos años de veinte y veinticinco pesos cuadra. Antes de la prolongación del cauce, esos llanos poseían una agricultura muy poco desarrollada; la vegetación espontánea suministraba a los animales alimentación para una parte del año únicamente, lo que imposibilitaba la explotación de engorda y cereales. Se formaron, pues, bien cultivados fundos y chácaras. A medida que aumentaba la población de la villa, el cabildo ensanchaba el cauce del canal a su costa y habilitaba la bocatoma, destruida y deteriorada por los aluviones del invierno. Así adquirió dominio sobre él.

Tan pobre como los demás ramos de los servicios locales era el de la instrucción pública. Durante la colonia no hubo más colegios que los de primeras letras de los conventos de la Merced y San Francisco, que funcionaban con mucha irregularidad. Fundó el último el mismo fundador del convento, don Manuel Díaz Fernández, y fue el primer preceptor un lego de la orden de franciscanos. En los primeros años de este siglo se abrió una escuela pública llamada del Rey, que regentaba don Nicolás Muñoz.

Pero la revolución de la independencia vino a desenvolver la enseñanza pública, a mejorar el aspecto moral de la sociedad, a suprimir las castas privilegiadas y desplegar las fuerzas productivas que habían estado comprimidas por tan largos años.




ArribaAbajoCapítulo VI

La independencia.- Los patriotas y españoles de Curicó.- Los primeros síntomas revolucionarios.- La primera elección popular.- Carrera en Curicó.- El coronel Mardones y las milicias curicanas.- Retirada a San Fernando.- La división de Blanco Encalada.- Derrota de Cancha Rayada.- O’Higgins en Quechereguas.- Asesinato de una partida de patriotas de Chequenlemu.- Entrada de Osorio a la villa.- Prisiones y nombramiento de un gobernador.

Curicó fue durante el período de la independencia uno de los pueblos más patriotas del país. Si en la historia de aquellos acontecimientos gigantescos no le cabe una parte brillantes, se debe antes que todo a la circunstancia de no haber sido nuestra provincia, por motivos de estrategia y de posición geográfica, el teatro en que se realizaron los sucesos más gloriosos y culminantes de nuestra emancipación política. Pero el antiguo partido de Curicó no fue refractario al desenvolvimiento de las ideas que hicieron surgir el gran pensamiento de libertarnos de España, ni indiferente a los trabajos y sacrificios que hubo necesidad de llevar a término para lograr el éxito de esa empresa temeraria en que la patria jugaba el todo por el todo; justo es por lo tanto que su historia local dedique algunas páginas a la narración de los hechos en que le cupo la honra de tomar parte.

La masa general de la población y las familias más prestigiosas del partido eran insurgentes. Los principales vecinos desempeñaron el papel de activos agitadores del territorio que hoy comprende nuestra provincia. En la villa movieron los ánimos los coroneles de milicia don Juan Francisco de Labbé y don José Antonio Mardones; los oficiales don Isidoro de la Peña, don Pedro Pizarro y los vecinos don Fernando Olmedo, escribano, don Mariano Bustamante, don Dionisio Perfecto Merino y don Diego Donoso. Aunque residían en la capital, gozaban de mucha influencia en las decisiones revolucionaria de la villa, los patriotas don José Gregorio Argomedo y don Manuel Muñoz Urzúa. Agitaron la región de la costa el sargento mayor don Pedro Antonio de la Fuente, el presbítero don Juan Félix Alvarado, el cacique de Vichuquén Basilio Vilu y los vecinos don Francisco Eguiluz, don Basilio de la Fuente y don Felipe Moraga. Al norte del Teno formaron atrevidas guerrillas los hacendados Francisco Villota, Joaquín Félix Fermandois y Juan Antonio Iturriaga, y los jóvenes Matías Ravanal, Manuel Antonio Labbé y Fernando Cotal.

En una palabra, en Curicó no había un grupo de españoles que personificase la resistencia realista y mantuviese una estrecha comunidad de propósitos. Los hacendados peninsulares Lucas de Arriarán, dueño del Guaico, y Santos Izquierdo, de los Niches, residían por temporadas en sus propiedades y servían más bien en Santiago a la causa de su rey. Los españoles de la villa, don Manuel Márquez, don José Rodenas y otros de menos valer, eran hombres pacíficos. Sin embargo, todos ellos auxiliaban sigilosamente a las fuerzas realistas con los recursos de sus fundos. Había, no obstante, algunos que no carecían de resolución y que trabajaban resueltamente en favor de sus ideas, como algunos frailes y don José María de Arangua, hacendado muy prestigioso y relacionado en la costa de Vichuquén; pero esos trabajos no tenían cohesión alguna.

Por eso los primeros síntomas revolucionarios de la capital tuvieron aquí un eco simpático y general. La noticia de la instalación de la primera junta se recibió con muestras de inequívoca alegría. Hubo fiestas públicas, como formación de las milicias, fondas populares, arcos, repiques de campanas y corridas de toros. A causa de esta buena disposición de los ánimos en favor de la revolución, el vecindario, concurrió gustoso a la primera elección popular de diputados, a principios de 1811. Después de una misa solemne oída en la parroquia, los vecinos más caracterizados y los funcionarios civiles y militares de la villa, presididos por el subdelegado don Baltasar Ramírez de Arellano, se reunieron en el cabildo y eligieron de representante del distrito de Curicó a don Martín Calvo Encalada, patriota probado, que figuró en el curso de la revolución como uno de los fundadores de la República. A consecuencia del movimiento revolucionario ejecutado por los Carreras el 4 de septiembre de 1811, que hizo perder su mayoría al partido moderado, se renovó la elección de diputados para Curicó en noviembre de este mismo año; entonces fue cuando apareció por primera vez la planta parásita de la intervención oficial, que tan funesta ha sido por cerca de un siglo a nuestras prácticas republicanas. El subdelegado Ramírez de Arellano hostilizó en la elección al candidato moderado Calvo Encalada, coartando la libertad de algunos electores, entre otros, del cura don José Manuel Concha. El Congreso reconoció los derechos políticos del párroco y comisionó al coronel de milicias y diputado por los Ángeles, don Bernardo O’Higgins para que presidiera las elecciones de Curicó.

Fácil es inferir, pues, que al comenzar las primeras campañas contra el ejército español, nuestro distrito no permanecería en la inacción. Cuando el general don José Miguel Carrera entró a la villa el 4 de abril de 1813, en viaje para el sur, encontró en ella recursos para sus tropas, buena voluntad en los vecinos y algunos soldados que engrosaron sus filas. Se distinguió en esta activa cooperación don Manuel Muñoz Urzúa, hijo de este pueblo y, más tarde, miembro de la Junta de Gobierno que presidió Carrera. En Curicó se reunieron además a este general los emigrados del sur y aquí mismo escribió sus primeras comunicaciones para reanimar el patriotismo de las provincias australes, y recibió 35.000 pesos que le entregó el tesorero de Concepción; con todo lo cual se facilitó la campaña que abrió enseguida contra el ejército de Pareja.

Cuando se hizo más, conocida esta buena disposición que animaba el espíritu público de la villa, fue en los incidentes militares que siguieron a la toma de Talca por Elorreaga.

Este desgraciado contratiempo para las armas de la patria puso en peligro, de un lado, al ejército del sur que mandaba O’Higgins, y del otro, a la capital, donde hubo con este motivo un cambio de gobierno que llevó accidentalmente a la primera magistratura de la nación a don Antonio José de Irisarri, a principios de marzo de 1814.

Tenía a la sazón el título de gobernador departamental de Curicó el coronel de milicias don José Antonio Mardones, caballero de respetabilidad por su fortuna y posición social, que prestó a la revolución sus servicios personales y su dinero; pero que carecía de nervio para formar un núcleo vigoroso de resistencia al español triunfante o de cooperación eficaz al ejército insurgente. Sin embargo, mediante las órdenes de Irisarri, se dedicó a juntar las milicias del distrito para replegarse a San Fernando, a acuartelarlas en el convento de San Francisco, vecino a su propia casa, y a reunir los caudales que había en el estanco, el ganado de los alrededores de la población, el archivo y todos los elementos de que podía echar mano el enemigo.

En estos aprestos se encontraba ocupado cuando llegó de la guarnición de Talca el comandante don Juan Rafael Bascuñán, quien asintió en todo a los propósitos de Mardones y le aconsejó emprender la retirada al norte, juntamente con él, que lo hizo el 9 de marzo. Pero el cabildo y el vecindario asumieron entonces una actitud resuelta y enérgica y se negaron a evacuar la villa, prometiéndose defenderla con las milicias que tenía a sus órdenes el coronel Mardones. Tuvo éste que acceder a los deseos del pueblo y permanecer aquí con su tropa acuartelada.

Este cuerpo de milicias se componía de 700 hombres mal armados y peor disciplinados, recogidos en las haciendas vecinas y lugares inmediatos a la población. Tanto los oficiales como los individuos de tropa, carecían de la instrucción y del espíritu militar, absolutamente indispensables a todo cuerpo que entra en campaña. Más bien que tropas regulares, los milicianos de Curicó formaban grupos de gente bisoña que tenía la organización y al aspecto de simples montoneras. Los oficiales, aunque eran algunos jóvenes animosos, carecían de la preparación práctica que forma buenos militares. Se agregaba a las anteriores circunstancias la de no ser el jefe apto para el servicio activo de las armas; a pesar de estar animado de entusiasmo y decisión extraordinarios por la causa de la revolución, Mardones, hombre de hábitos caseros, no tenía las cualidades de un organizador, ni siquiera de un instructor, que el caso requería.

Con todo, atendió a la seguridad de la población como mejor pudo: hizo apostar una avanzada en el paso del Guaiquillo, en el antiguo camino de la frontera, colocó una parte de su tropa en el cerro y la otra en el camino del oriente, o Callejón del Pino, que entonces conducía al pueblo.

Entre tanto, la vanguardia de la guarnición de Talca ya se dejaba ver en las cercanías de Curicó mandada por el guerrillero realista don Ángel Calvo. Mardones temió comprometer la acción y se retiró a San Fernando.

Mientras que en Curicó se tomaban las precauciones que hemos referido, el Gobierno había conseguido reunir una división que debía obrar sobre Talca, a las órdenes del comandante don Manuel Blanco Encalada. La componían 600 infantes mandados por el teniente coronel graduado Fernando Márquez de la Plata, 70 artilleros y algunos milicianos de caballería, todos los cuales formaban, contando las milicias curicanas, como 1.400 hombres.

El plan que se había acordado consistía en avanzar en tres secciones hasta el río Teno, vigilar sus vados y aguardar allí al comandante Blanco Encalada, que debía llegar próximamente de Santiago con un refuerzo de tropas. El día 14 de marzo salieron de San Fernando los tres destacamentos con dirección al Teno, pero el primero de ellos, quebrantando la consigna, pasó el río y siguió adelante. A poco andar se encontró con las milicias de Mardones, que, contramarcharon para acompañar a los desobedientes. Tomó el mando de esta fuerza el comandante de caballería don Enrique Larenas, que la condujo hasta el mismo pueblo de Curicó y, por consejos de Mardones, la alojó el día 15 en el cerro vecino a la población.

Esa misma noche las fuerzas enemigas se acercaron mucho más a la villa. Bastó esto para que los patriotas emprendiesen una fuga hacia el norte, tan precipitada cuanto vergonzosa, en la que tomaron la delantera las milicias de San Fernando y arrastraron tras ellas a las de Curicó. Esta soldadesca indisciplinada se desorganizó por completo al pasar el Tinguiririca y penetró a las calles de aquel pueblo disparando sus armas y entregada a una infernal algazara que introdujo el espanto entre sus moradores. Mientras tanto, Calvo se apoderaba de Curicó y tomaba contra los vecinos las medidas más vejatorias.

En tan crítica situación, llega de Santiago con nuevos refuerzos el comandante Blanco, reprende a los jefes que han sido tan poco previsores, amaga al enemigo y lo empuja al otro lado del Lontué, ejercita a sus soldados durante tres días y avanza hasta Curicó, adonde entra el día 21 de marzo.

El 25 llegó a la margen derecha del Lontué, que atravesaron sus avanzadas para caer sobre las guerrillas de Calvo, derrotarlas y hacerles algunos prisioneros. Un oficial de las milicias de San Fernando, Ramón Gormaz, tuvo la crueldad de cortarles a éstos las orejas. Pero, como se internaron esas avanzadas con muy poca previsión por el camino de Quechereguas, las sorprendió el diligente Calvo y mató a un oficial y un soldado.

A fin de ganar tiempo, mandó a Blanco el jefe español un parlamento que llevaba un pliego en que se quejaba de las mutilaciones hechas a los prisioneros, exageraba los triunfos de Gaínza en el sur y desafiaba a Blanco para un combate de las dos divisiones a campo abierto.

Blanco, sobre tener un espíritu idealista y caballeresco, pertenecía a la escuela de esos militares pundonorosos que jamás evaden el peligro y que prefieren perderlo todo antes que el honor. Aceptó, pues, sin reticencias ni términos medios el desafío y salió con su división a un llano, al sur de Quechereguas, a esperar hasta la caída de la tarde a Calvo, que se retiraba con toda tranquilidad a Talca. Este lance burlesco le hizo perder no poco en el concepto de sus oficiales y soldados.

No obstante, se adelantó a poner sitio a Talca, obligado por las instancias de sus oficiales, que no estaban por la medida prudente de esperar a O’Higgins. El 29 de marzo tuvo lugar el asalto que se hizo al principio con éxito lisonjero, más no después, porque Calvo pidió socorros a Elorreaga, que se hallaba en Linares. Vinieron en su auxilio 200 hombres, mandados por los guerrilleros Olate y Lantaño. A la vista de este esfuerzo, Blanco ordenó la retirada para ganar un campo abierto donde poder resistir; Calvo le picó la retaguardia y logró introducir la confusión en las filas de los patriotas. Blanco ordenó dar frente al enemigo al llegar a la llanura de Cancha Rayada; pero su tropa bisoña y colecticia se desbandó precipitada y vergonzosamente hacia el norte. La derrota fue completa: algunos oficiales, trescientos prisioneros, la artillería, muchas armas, caballos, municiones y equipajes cayeron en poder de los españoles.

Las milicias de Curicó huyeron como las demás y vinieron a ocultarse a los lugares de donde habían salido. Sin embargo, este ensayo, aunque desgraciado, sirvió para foguear a individuos que se enrolaron más tarde en la montonera de Villota y en el escuadrón Dragones de la patria, cuyo comportamiento brillante habremos de contar enseguida.

Pocos días después, a principios de abril, O’Higgins que venía del sur, se interpuso entre la capital y el ejército español y se atrincheró en la hacienda de Quechereguas. Se libró aquí un combate en que las fuerzas realistas tuvieron que retroceder, con detrimento evidente de la gloria que habían conquistado en las llanuras de Cancha Rayada. En estas circunstancias la villa de Curicó hizo de proveedora de la división patriota, pues le permitió algunos convoyes y víveres, que completaron los que había en las casas de la hacienda.

En estos mismos días aconteció un suceso que produjo una profunda sensación de disgusto en todo el territorio de Curicó. Se organizó en el lugar de Chequenlemu una partida de siete patriotas que se propusieron llevar al ejército independiente algunas cargas de provisiones y saludar a algunos amigos y deudos que tenían en él. La componían don Esteban y don Mariano Bustamante, don Pedro González y cuatro sirvientes. Ignorando el punto fijo donde el ejército patriota se encontraba, se fueron a estrellar, cerca del río Claro, con un grupo de tropas realistas. Hechos prisioneros, se les arrojó a la barranca del río, envueltos en cueros mojados, género de suplicio que los gauchos argentinos llamaban «enchalecar». Puede suponerse la muerte horrorosa de las víctimas a medida que el cuero se iba secando. Sólo escaparon de la muerte segura que producía este tormento don Esteban Bustamante y su sirviente Francisco Galdames.

Los tímidos se amedrentaron con este suceso y los más osados juraron ejercer terribles represalias.

Habiendo seguido hacía el norte la división de O’Higgins, quedó la villa desguarnecida y a merced de los guerrilleros españoles. Muchas familias emigraron a las provincias septentrionales, temerosas de las vejaciones del ejército de Osorio, cuya entrada a la población se verificó el 23 de septiembre de 1814. El primero en penetrar por la calle de San Francisco fue el guerrillero don Gregorio del Valle, cura español; hombre resuelto, fanático por la causa del rey y muy entregado a la bebida. Se hospedó en casa de don José Rodenas.

Osorio sacó algunos elementos de Curicó e hizo apresar a los vecinos de la localidad don Fernando Olmedo, escribano, al sargento mayor de milicias don Pedro Pizarro y al coronel don José Antonio Mardones, que permanecía oculto en el techo de su casa. En el proceso de los dos primeros mandó sobreseer en noviembre del mismo año, después de su entrada a Santiago y al último lo hizo poner en la cárcel pública de la capital, de donde salió el 30 de mayo de 1815. Mardones salió de su prisión pobre y escarmentado, porque estuvo muy próximo a verse envuelto en la trama infame que tendieron a los presos los oficiales talaveras Morgado, San Bruno y Villalobos.

Osorio confió a don Juan de Dios Macaya el gobierno del Distrito de Curicó y le dio el título de comandante militar y gobernador político de la villa y su partido. El triunfo de Rancagua consolidó definitivamente la dominación española en Curicó y apagó todo germen de rebelión.



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