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ArribaAbajoCapítulo XI

Pone Cortés en obediencia la caballería de Narbáez que andaba en la campaña; recibe noticia de que habían tomado las armas los mejicanos contra los españoles que dejó en aquella corte; marcha luego con su ejército, y entra en ella sin oposición


No se dejó ver aquella noche la caballería de Narbáez, que pudiera embarazar mucho a Cortés, si hubiera quedado en la disposición que pedía una plaza de armas en tan corta distancia del enemigo; pero allí se olvidaron todas las reglas de la milicia; y dado el yerro de la negligencia de un capitán, se hace menos extraño lo que se dejó de advertir, o pasan por consecuencias los absurdos. Valiéronse de los caballos para escapar los que duraron menos en la ocasión; y a la mañana se tuvo noticia de que andaban incorporados con los batidores que salieron la noche antes, formando un cuerpo de hasta cuarenta caballos, que discurrían por la campaña con señas de resistir. Dio poco recelo esta novedad, y Hernán Cortés, antes de pasar a términos de mayor resolución, nombró al maestre de campo Cristóbal de Olid, y al capitán Diego de Ordaz para que fuesen a procurar reducirlos con suavidad, como lo ejecutaron y consiguieron a la primera insinuación, de que serían admitidos en el ejército con la misma gratitud que sus compañeros: cuyo partido y ejemplar bastó para que viniesen todos a rendirse, y tomar servicio con sus armas y caballos. Tratóse luego de curar los heridos y alojar a la gente, a quien asistieron alegres y oficiosos el cacique y sus zempoales, celebrando la victoria, y disponiendo el hospedaje de sus amigos con un género de regocijo interesado, en que al parecer respiraban de la fatiga y servidumbre antecedente.

No se descuidó Hernán Cortés en asegurarse de la armada: punto esencial en aquella ocurrencia. Despachó sin dilación al capitán Francisco de Lugo para que hiciese poner en tierra y conducir a la Vera-Cruz las velas, jarcias y timones de todos los bajeles. Ordenó que viniesen a Zempoala los pilotos y marineros de Narbáez, y envió de los suyos los que parecieron bastantes para la seguridad de los buques, por cuyo cabo fue un maestre que se llamaba Pedro Caballero: bastante ocupación para que le honrase Bernal Díaz con título de almirante de la mar.

Dispuso que se volviesen a su provincia los chinantecas, agradeciendo el socorro como si hubiera servido; y después se dieron algunos días de descanso de la gente, en los cuales vinieron los pueblos vecinos y caciques del contorno a congratularse con los españoles buenos, o teules mansos, que así llamaban a los de Cortés. Volvieron a revalidar su obediencia y a ofrecer su amistad, acompañando esta demostración con varios presentes y regalos, de que no poco se admiraban los de Narbáez, empezando a experimentar las mejoras del nuevo partido en el agasajo y seguridad de aquella gente que vieron poco antes escarmentada y desabrida.

En todo este fervor de sucesos favorables traía Hernán Cortés a Méjico en el corazón: no se apartaba un instante su memoria del riesgo en que dejó a Pedro de Alvarado y sus españoles, cuya defensa consistía únicamente en aquello poco que se podía fiar de la palabra que le dio Motezuma de no hacer novedad en su ausencia: vínculo desacreditado en la soberana voluntad de los reyes; porque algunos estadistas le procuran desatar con varias soluciones, defendiendo que no les obliga su observancia como a los particulares; en cuyo dictamen pudo hallar entonces Hernán Cortés bastante razón de temer, sin aprobar con su recelo esta política irreverente, por ser lo mismo hallar falencia en las palabras de los reyes, que apartar de los príncipes la obligación de caballeros.

Hecho el ánimo a volverse luego, y no atreviéndose a llevar tanta gente, por no desconfiar a Motezuma, o remover los humores de su corte, resolvió dividir el ejército, y emplear alguna parte de él en otras conquistas. Nombró a Juan Velázquez de León para que fuese con doscientos hombres a pacificar la provincia de Panuco; y a Diego de Ordaz para que se apartase con otros doscientos a poblar la de Guazacoalco, reservando para sí poco más de seiscientos españoles: número que le pareció proporcionado para entrar en la corte con apariencias de modesto, sin olvidar las señas de vencedor.

Pero al mismo tiempo que se daba ejecución a este designio, se ofreció novedad que le obligó a tomar otra senda en sus disposiciones. Llegó carta de Pedro de Alvarado, en que le avisaba: «que habían tomado las armas contra él los mejicanos; y a pesar de Motezuma, que perseveraba todavía en su alojamiento, le combatían con frecuentes asaltos, y tanto número de gente, que se perdería él y todos los suyos, si no fuesen socorridos con brevedad». Vino con esta noticia un soldado español, y en su escolta un embajador de Motezuma, cuya representación fue: «darle a entender que no había sido en su mano reprimir a sus vasallos; asegurarle que no se apartaría de Pedro de Alvarado y sus españoles; y últimamente, llamarle a su corte para el remedio», fuese de la misma sedición, o fuese del peligro en que se hallaban aquellos españoles, que uno y otro arguye confianza y sinceridad.

No fue necesario poner en consulta la resolución que se debía tomar en este caso, porque se adelantó el voto común de los capitanes y soldados a mirar como empeño inexcusable la jornada, pasando algunos a tener por oportuno y de buen presagio un accidente que les servía de pretexto para excusar la desunión de sus fuerzas, y volver con todo el grueso a la corte: de cuya reducción debían tomar su principio las demás conquistas. Nombró luego Hernán Cortés por gobernador de la Vera-Cruz, como teniente de Gonzalo de Sandoval, a Rodrigo Rangel, persona de cuya inteligencia y cuidado pudo fiar la seguridad de los prisioneros y la conservación de los aliados. Hizo que pasase muestra su ejército, y dejando en aquella plaza la guarnición que pareció necesaria, y bastante seguridad en los bajeles, halló que constaba de mil infantes y cien caballos. Dividióse la marcha en diferentes veredas, por no incomodar los pueblos, o por facilitar la provisión de los víveres: señalóse por plaza de armas un paraje conocido cerca de Tlascala, donde pareció que debían entrar unidos y ordenados. Y aunque fueron delante algunos emisarios a tener bastecidos los tránsitos, no bastó su diligencia para que dejasen de padecer los que iban fuera del camino principal algunos ratos de hambre y sed intolerable: fatiga que sufrieron los de Narbáez sin decaecer ni murmurar, siendo aquellos mismos que poco antes rindieron el sufrimiento a menor inclemencia. Púdose atribuir esta novedad al ejemplo de los veteranos, dejando alguna parte a la diferencia del capitán, cuya opinión suele tener sus influencias ocultas en el valor y en la paciencia de los soldados.

Antes de partir respondió Hernán Cortés por escrito a Pedro de Alvarado, y por su embajador a Motezuma, dándoles cuenta de su victoria, de su vuelta y del aumento de su ejército; al uno para que se alentase con esperanza de mayor socorro, y al otro para que no extrañase verle con tantas fuerzas cuando los tumultos de su corte le obligaban a no dividirlas. Procuró medir el tiempo con la necesidad; alargó las marchas cuanto pudo; estrechó las horas al descanso, hallándole su actividad en su mismo trabajo. Hizo alguna mansión en la plaza de armas para recoger la gente que venía extraviada; y últimamente llegó a Tlascala en diez y siete de junio con todo el ejército puesto en orden, cuya entrada fue lucida y festejada. Magiscatzin hospedó a Cortés en su casa; los demás hallaron comodidad, obsequio y regalo en su alojamiento. Andaba en los tlascaltecas mal encubierto el odio de los mejicanos con el amor de los españoles: referían su conspiración y el aprieto en que se hallaba Pedro de Alvarado, con circunstancias de más afectación que certidumbre; ponderaban el atrevimiento, y la poca fe de aquella nación, provocando los ánimos a la venganza, y mezclando con poco artificio el avisar y el influir: culpas encarecidas con celo sospechoso, y verdades en boca del enemigo, que se introducen como informes para declinar en acusaciones.

Resolvió el senado hacer un esfuerzo grande, y convocar todas las milicias para que asistiesen a Cortés, en esta ocasión, no sin alguna razón de estado, mejor entendida que recatada; porque deseaban arrimar su interés a la causa del amigo, y servirse de sus fuerzas para destruir de una vez la nación dominante que tanto aborrecían. Conocióse fácilmente su intención; y Hernán Cortés, con señas de agradecido y lisonjero, reprimió el orgullo con que se disponían a seguirle, contraponiendo a las instancias del senado algunas razones aparentes, que en la sustancia venían a ser pretextos contra pretextos. Pero admitió hasta dos mil hombres de buena calidad, con sus capitanes o cabos de cuadrillas, los cuales siguieron su marcha, y fueron de servicio en las ocasiones siguientes. Llevó esta gente por dar mayor seguridad a su empresa, o mantener la confianza de los tlascaltecas, acreditados ya de valientes contra los mejicanos; y no llevó mayor número por no escandalizar a Motezuma, o poner en desesperación a los rebeldes. Era su intento entrar en Méjico de paz, y ver si podía reducir aquel pueblo con los remedios moderados, sin acordarse por entonces de su irritación, ni discurrir en el castigo de los culpados, si ya no se quería que fuese primero la quietud; por ser dos cosas que se consiguen mal a un mismo tiempo, el sosiego de la sedición y el escarmiento de los sediciosos.

Llegó a Méjico día de San Juan, sin haber hallado en el camino más embarazo que la variedad y discordancia de las noticias. Pasó el ejército la laguna sin oposición, aunque no faltaron señales que hiciesen novedad en el cuidado. Halláronse deshechos y abrasados los dos bergantines de fábrica española; desiertos los arrabales y el barrio de la entrada; rotos los puentes que servían a la comunicación de las calles, y todo en un silencio que parecía cauteloso: indicios que obligaron a caminar poco a poco, suspendiendo los avances, y ocupando la infantería la que dejaban reconocido los caballos. Duró este recelo hasta que descubriendo el socorro los españoles que asistían a Motezuma, levantaron el grito y aseguraron la marcha. Bajó con ellos Pedro de Alvarado a la puerta del alojamiento, y se celebró la común felicidad con igual regocijo. Victoreábanse unos a otros en vez de saludarse: todos hablaban y todos se interrumpían; dijeron mucho los brazos y las medias razones, elocuencias del contento, en que significan más las voces que las palabras.

Salió Motezuma con algunos de sus criados hasta el primer patio, donde recibió a Cortés, tan copiosa de afectos su alegría, que tocó en exceso, y se llevó tras sí la majestad. Es cierto, y nadie lo niega, que deseaba su venida, porque ya necesitaba de sus fuerzas y consejo para reprimir a los suyos, o por la misma privación en que se hallaba de aquel género de libertad que le permitía Cortés, dejándole salir a sus divertimentos: licencia de que no quiso usar en todo el tiempo de su ausencia; siendo cierto que ya consistía su prisión en la fuerza de su palabra, cuyo desempeño le obligó a no desviarse de los españoles en aquella turbación de su república.

Bernal Díaz del Castillo dice que correspondió Hernán Cortés con desabrimiento a esta demostración de Motezuma: que le torció el rostro, y se retiró a su cuarto sin visitarle ni dejarse visitar: que dijo contra él algunas palabras descompuestas delante de sus mismos criados; y añade, como de propio dictamen, «que por tener consigo tantos españoles, hablaba tan airado y descomedido». Términos son de su historia. Y Antonio de Herrera le desautoriza más en la suya, porque se vale de su misma confesión para comprobar su desacierto con estas palabras: «muchos han dicho haber oído decir a Hernando Cortés, que si en llegando visitara a Motezuma, sus cosas pasaran bien, y que lo dejó estimándole en poco, por hallarse tan poderoso». Y trae a este propósito un lugar de Cornelio Tácito, cuya sustancia es, que los sucesos prósperos hacen insolentes a los grandes capitanes. No lo dice así Francisco López de Gómara, ni el mismo Hernán Cortés en la segunda relación de su jornada, que pudiera tocarlo para dar los motivos que le obligaron a semejante aspereza, tuviese razón, o fuese disculpa. Quede al arbitrio de la sinceridad el crédito que se debe a los autores; y séanos lícito dudar en Cortés una sinrazón tan fuera de propósito. Los mismos Herrera y Castillo asientan que Motezuma resistió esta sedición de sus vasallos: que los detuvo y reprimió siempre que intentaron asaltar el cuartel; y que si no fuera por la sombra de su autoridad, hubieran perecido infaliblemente Pedro de Alvarado y los suyos. Nadie niega que Cortés lo llevó entendido así; ni el hallarle cumpliendo su palabra le dejaba razón de dudar: siendo fuera de toda proporción que aquel príncipe moviese las armas que detenía, y se dejase estar cerca de los que intentaba destruir. Acción parece indigna de Cortés el despreciarle, cuando podía llegar el caso de haberle menester; y no era de su genio la destemplanza que se le atribuye, como efecto de la prosperidad. Puédese creer, o sospechar a lo menos, que Antonio de Herrera entró con poco fundamento en esta noticia, reincidiendo en los manuscritos de Bernal Díaz, apasionado intérprete de Cortés, y pudo ser que se inclinase a seguir su opinión por lograr la sentencia de Tácito: ambición peligrosa en los historiadores, porque suele torcerse o ladearse la narración, para que vengan a propósito las márgenes; y no es de todos entenderse a un tiempo con la verdad y con la erudición.




ArribaAbajoCapítulo XII

Dase noticia de los motivos que tuvieron los mejicanos para tomar las armas; sale Diego de Ordaz con algunas compañías a reconocer la ciudad; da en una celada, y Hernán Cortés resuelve la guerra


Dos o tres días antes que llegase a Méjico el ejército de Cortés, se retiraron los rebeldes a la otra parte de la ciudad, cesando en sus hostilidades cavilosamente, según lo que se pudo inferir del suceso. Hallábanse asegurados en el exceso de sus fuerzas, y orgullosos de haber muerto en los combates pasados tres o cuatro españoles: caso extraordinario en que adquirieron, a costa de mucha gente, nueva osadía o mayor insolencia. Supieron que venía Cortés, y no pudieron ignorar lo que había crecido su ejército; pero estuvieron tan lejos de temerle, que hicieron aquel ademán de retirarse para dejarle franca la entrada, y acabar con todos los españoles después de tenerlos juntos en la ciudad. No se llegó a penetrar entonces este designio aunque se tuvo por ardid la retirada, y pocas veces se engaña quien discurre con malicia en las acciones del enemigo.

Alojóse todo el ejército en el recinto del mismo cuartel, donde cupieron españoles y tlascaltecas con bastante comodidad: distribuyéronse las guardias y las centinelas según el recelo a que obligaba una guerra que había cesado sin ocasión; y Hernán Cortés se apartó con Pedro de Alvarado para inquirir el origen de aquella sedición, y pasar a los remedios con noticia de la causa. Hallamos en este punto la misma variedad en que otras veces ha tropezado el curso de la pluma. Dicen unos, que las inteligencias de Narbáez consiguieron esta conjuración del pueblo mejicano; y otros que dispuso el motín, y le fomentó Motezuma con ansia de su libertad, en que no es necesario detenernos, pues se ha visto ya el poco fundamento con que se atribuyeron a Narbáez estas negociaciones ocultas; y queda bastantemente defendido Motezuma de semejante inconsecuencia. Dieron algunos el principio de la conspiración a la fidelidad de los mejicanos, refiriendo que tomaron las armas para sacar de opresión a su rey: dictamen que se acerca más a la razón que a la verdad. Otros atribuyeron este rompimiento al gremio de los sacerdotes, y no sin alguna probabilidad, porque anduvieron mezclados en el tumulto, publicando a voces las amenazas de sus dioses, y enfureciendo a los demás con aquel mismo furor que los disponía para recibir sus respuestas. Repetían ellos lo que hablaba el demonio en sus ídolos; y aunque no fue suyo el primer movimiento, tuvieron eficacia y actividad para irritar los ánimos y mantener la sedición.

Los escritores forasteros se apartan más de lo verosímil, poniendo el origen y los motivos de aquella turbación entre las atrocidades con que procuran desacreditar a los españoles en la conquista de las Indias; y lo peor es, que apoyan su malignidad, citando al padre fray Bartolomé de las Casas o Casaus, que fue después obispo de Chiapa, cuyas palabras copian y traducen, dándonos con el argumento de autor nuestro y testigo calificado. Lo que dejó escrito y anda en sus obras es que los mejicanos dispusieron un baile público, de aquellos que llamaban mitotes, para divertir o festejar a Motezuma; y que Pedro de Alvarado, viendo las joyas de que iban adornados, convocó su gente y embistió con ellos, haciéndolos pedazos para quitárselas, en cuyo miserable despojo dice que fueron pasados a cuchillo más de dos mil hombres de la nobleza mejicana; con que deja la conspiración en términos de justa venganza. Notable despropósito de acción, en que hace falta lo congruente y lo posible. Solicitaba entonces este prelado el alivio de los indios, y encareciendo lo que padecían, cuidó menos de la verdad que de la ponderación. Los más de nuestros escritores le convencen de mal informado en esta y otras enormidades que dejó escritas contra los españoles. Dicha es hallarle impugnado para entendernos mejor con el respeto que se debe a su dignidad.

Pero lo cierto fue que Pedro de Alvarado, poco después que se apartó de Méjico Hernán Cortés, reconoció en los nobles de aquella corte menos atención o menos agrado; cuya novedad le obligó a vivir cuidadoso y velar sobre sus acciones. Valióse de algunos confidentes que observasen lo que pasaba en la ciudad. Supo que andaba la gente inquieta y misteriosa, y que se hacían juntas en casas particulares, con un género de recato mal seguro que ocultaba el intento y descubría la intención. Dio calor a sus inteligencias; y consiguió con ellas la noticia evidente de una conjuración que se iba forjando contra los españoles, porque ganó algunos de los mismos conjurados que venían con los avisos afeando la traición, sin olvidar el interés. Íbase acercando una fiesta muy solemne de ídolos, que celebraban con aquellos bailes públicos, mezcla de nobleza y plebe, y conmoción de toda la ciudad. Eligieron este día para su facción, suponiendo que se podría juntar descubiertamente sin que hiciese novedad. Era su intento dar principio al baile para convocar el pueblo y llevársele tras sí, con la diligencia de apellidar la libertad de su rey y la defensa de sus dioses; reservando para entonces el publicar la conjuración, por no aventurar el secreto, fiándose anticipadamente de la muchedumbre; y a la verdad no lo tenían mal discurrido, que pocas veces falta el ingenio a la maldad.

Vinieron la mañana precedente al día señalado algunos de los promovedores del motín a verse con Pedro de Alvarado, y le pidieron licencia para celebrar su festividad: rendimiento afectado con que procuraron deslumbrarle; y él, mal asegurado todavía en su recelo, se la concedió, con calidad de que no llevasen armas, ni se hiciesen sacrificios de sangre humana; pero aquella misma noche supo que andaban muy solícitos escondiendo las armas en el barrio más vecino al templo: noticia que no le dejó que dudar, y le dio motivo para discurrir en una temeridad, que tuvo sus apariencias de remedio; y lo pudiera ser, si se aplicara con la debida moderación. Resolvió asaltarlos en el principio de su fiesta, sin dejarles lugar para que tomasen las armas, ni levantasen el pueblo; y así lo puso en ejecución, saliendo a la hora señalada con cincuenta de los suyos, y dando a entender, que le llevaba la curiosidad o el divertimiento. Hallólos entregados a la embriaguez, y envueltos en el regocijo cauteloso de que se iba formando la traición. Embistió con ellos, y los atropelló con poca o ninguna resistencia, hiriendo y matando algunos que no pudieron huir, o tardaron más en arrojarse por las cercas y ventanas del adoratorio. Su intento fue castigarlos y desunirlos, lo cual se consiguió sin dificultad pero no sin desorden. porque los españoles despojaron de sus joyas a los heridos y a los muertos: licencia mal reprimida entonces, y siempre dificultosa de reprimir en los soldados cuando se hallan con la espada en la mano y el oro a la vista.

Dispuso esta facción Pedro de Alvarado con más ardor que providencia. Retiróse con desahogos de vencedor, sin dar a entender al concurso popular los motivos de su enojo. Debiera publicar entonces la traición que prevenían contra él aquellos nobles, manifestar las armas que tenían escondidas, o hacer algo de su parte para ganar contra ellos el voto de la plebe, fácil siempre de mover contra la nobleza; pero volvió satisfecho de que había sido justo el castigo y conveniente la resolución, o no conoció lo que importan al acierto los adornos de la razón. Y aquel pueblo, que ignoraba la provocación, y vio el estrago de los suyos y el despojo de las joyas, atribuyó a la codicia todo el hecho, y quedó tan irritado, que tomó luego las armas, y dio cuerpo formidable a la sedición, hallándose dentro del tumulto con poca o ninguna diligencia de los primeros conjurados.

Reprendió Hernán Cortés a Pedro de Alvarado, por el arrojamiento y falta de consideración con que aventuró la mayor parte de sus fuerzas en día de tanta conmoción, dejando el cuartel, y su primer cuidado al arbitrio de los accidentes que podían sobrevenir. Sintió que recatase a Motezuma los primeros lances de aquella inquietud; y debiera comunicarle sus recelos, cuando no para valerse de su autoridad, para sondar su ánimo, y saber si le dejaba seguro con tan poca guarnición; lo cual fue lo mismo que volver las espaldas al enemigo de quien más se debía recelar: culpó la inadvertencia de no justificar a voces con el pueblo, y con los mismos delincuentes una resolución de tan violenta exterioridad: de que se conoce que no hubo en el hecho ni en sus motivos o circunstancias la maldad que le imputaron; porque no se contentaría Hernán Cortés con reprender solamente un delito de semejante atrocidad, ni perdiera la ocasión de castigarle, o prenderle por lo menos, para introducir la paz con este género de satisfacción: antes hallamos que le propuso el mismo Alvarado su prisión, como uno de los medios que podrían facilitar la reducción de aquella gente; y no vino en ello, porque le pareció camino más real servirse de la razón que tuvo el mismo Alvarado contra los primeros amotinados, para desengañar el pueblo y enflaquecer la facción de los nobles.

No se dejaron ver aquella tarde los rebeldes, ni después hubo accidente que turbase la quietud de la noche. Llegó la mañana, y viendo Hernán Cortés que duraba el silencio del enemigo, con señas de cavilación, porque no parecía un hombre por las calles, ni en todo lo que se alcanzaba con la vista, dispuso que saliese Diego de Ordaz a reconocer la ciudad y apurar el fondo a este misterio. Llevó cuatrocientos hombres españoles y tlascaltecas: marchó con buena orden por la calle principal, y a poca distancia descubrió una tropa de gente armada, que le arrojaron al parecer los enemigos para cebarle. Y avanzando entonces, con ánimo de hacer algunos prisioneros para tomar lengua, descubrió un ejército de innumerable muchedumbre, que le buscaba por la frente, y otro a las espaldas, que tenían oculto en las calles de los lados, cerrando el paso a la retirada. Embistiéronle unos y otros con igual ferocidad, al mismo tiempo que se dejó ver en las ventanas y azoteas de las casas tercer ejército de gente popular, que cerraba también el camino de la respiración, llenando el aire de piedras y armas arrojadizas.

Pero Diego de Ordaz, que necesitó de su valor y experiencia para juntar en este conflicto el desahogo con la celeridad, formó y dividió su escuadrón según el terreno, dando segunda frente a la retaguardia, picas y espadas contra las dos avenidas, y bocas de fuego contra las ofensas de arriba. No le fue posible avisar a Cortés del aprieto en que se hallaba; ni él sin esta noticia tuvo por necesario el socorrerle, cuando le suponía con bastantes fuerzas para ejecutar la orden que llevaba. Pero duró poco el calor de la batalla, porque los indios embistieron tumultuariamente, y anegados en su mismo número, se impedían el uso de las armas, perdiendo tantos la vida en el primer acometimiento, que se redujeron los demás a distancia, que ni podían ofender, ni ser ofendidos. Las bocas de fuego despejaron brevemente los terrados; y Diego de Ordaz, que venía sólo a reconocer, y no debía pasar a mayor empeño, viendo que los enemigos le sitiaban a lo largo, reducidos a pelear con las voces y las amenazas, se resolvió retirarse, abriendo el camino con la espada; y dada la orden, se movió en la misma formación que se hallaba, cerrando a viva fuerza con los que ocupaban el paso del cuartel, y peleando al mismo tiempo con los que se le acercaban por la parte contrapuesta, o se descubrían en lo alto de las casas. Consiguió con dificultad la retirada, y no dejó de costar alguna sangre, porque volvieron heridos Diego de Ordaz, y los más de los suyos, quedando muertos ocho soldados que no se pudieron retirar. Serían acaso tlascaltecas, porque sólo se hace memoria de un español que obró señaladamente aquel día, y murió cumpliendo con su obligación. Bernal Díaz refiere sus hazañas, y dice que se llamaba Lezcano. Los demás no hablan de él. Quedó sin el nombre cabal que merecía; pero no quede sin la recomendación de que se puede honrar su apellido. Conoció Hernán Cortés en este suceso que ya no era tiempo de intentar proposiciones de paz, que disminuyendo la reputación de sus fuerzas aumentasen la insolencia de los sediciosos. Determinó hacérsela desear antes de proponérsela, y salir a la ciudad con la mayor parte de su ejército para llamarlos con el rigor a la quietud. No se hallaba persona entonces por cuyo medio se pudiese introducir el tratado. Motezuma desconfiaba de su autoridad, o temía la inobediencia de sus vasallos. Entre los rebeldes no había quien mandase, ni quien obedeciese, o mandaban todos, y nadie obedecía: vulgo entonces sin distinción ni gobierno, que se componía de nobles y plebeyos. Deseaba Cortés con todo el ánimo seguir el camino de la moderación, y no desconfió de volverle a cobrar; pero tuvo por necesario hacerse atender antes de ponerse a persuadir; en que obró como diestro capitán, porque nunca es seguro fiarse de la razón desarmada para detener los ímpetus de un pueblo sedicioso: ella encogida o balbuciente, cuando no lleva seguras las espaldas; y él un monstruo inexorable, que aun teniendo cabeza le faltan los oídos.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Intentan los mejicanos asaltar el cuartel y son rechazados; hace dos salidas contra ellos Hernán Cortés; y, aunque ambas veces fueron vencidos y desbaratados, queda con alguna desconfianza de reducirlos


Persiguieron los mejicanos a Diego de Ordaz tratando como fuga su retirada, y siguiendo con ímpetu desordenado el alcance hasta que los detuvo a su despecho la artillería del cuartel, cuyo estrago los obligó a retroceder, lo que tuvieron por necesario para desviarse del peligro; pero hicieron alto a la vista, y se conoció del silencio y diligencia con que se andaban convocando y disponiendo que trataban de pasar a nuevo designio.

Era su intento asaltar a viva fuerza el cuartel por todas partes; y a breve rato se vieron cubiertas de gentes las calles del contorno. Hicieron poco después la seña de acometer sus atabales y bocinas, avanzaron todos a un tiempo con igual precipitación. Traían de vanguardia tropas de flecheros para que barriendo la muralla pudiesen acercase los demás. Fueron tan cerradas y tan repetidas las cargas que despidieron, haciendo lugar a los que iban señalados para el asalto, que se hallaron los defensores en confusión, acudiendo con dificultad a los dos tiempos de reparar y ofender. Viose casi anegado en flechas el cuartel; y no parezca locución sobradamente animosa, pues se llegó a señalar gente que las apartase, porque ofendían segunda vez cerrando el paso a la defensa. Las piezas de artillería y demás bocas de fuego hacían horrible destrozo en los enemigos; pero venían tan resueltos a morir o vencer, que se adelantaban de tropel a ocupar el vacío de los que iban cayendo, y se volvían a cerrar animosamente pisando los muertos y atropellando los heridos.

Llegaron muchos a ponerse debajo del cañón y a intentar el asalto con increíble determinación: valíanse de sus instrumentos de pedernal para romper las puertas y picar las paredes: unos trepaban sobre sus compañeros para suplir el alcance de sus armas, otros hacían escalas de sus mismas picas para ganar las ventanas o terrados, y todos se arrojaban al hierro y al fuego como fieras irritadas: notable repetición de temeridades que pudieran celebrarse como hazañas si obrara en ellos el valor algo de lo que obraba la ferocidad.

Pero últimamente fueron rechazados, y se retiraron para cubrirse a las travesías de las calles, donde se mantuvieron hasta que los dividió la noche, más por la costumbre que tenían de no pelear en ausencia del sol, que porque diesen esperanzas de haberse decidido la cuestión; antes se atrevieron poco después a turbar el sosiego de los españoles, poniendo por diferentes partes fuego al cuartel, o ya lo consiguiesen arrimándose a las puertas y ventanas con el amparo de la oscuridad, o ya le arrojasen a mayor distancia con las flechas de fuego artificial; que pareció más verosímil, porque la llama creció súbitamente a tomar posesión del edificio con tanto vigor, que fue necesario atajarla derribando algunas paredes, y trabajar después en cerrar y poner en defensa los portillos que se hicieron para impedir la comunicación del incendio: fatiga que duró la mayor parte de la noche.

Pero apenas se declaró la primera luz de la mañana cuando se dejaron ver los enemigos, escarmentados al parecer de acercarse a la muralla, porque sólo provocaban a los españoles para que saliesen de sus reparos: llamábanlos a la batalla con grandes injurias, tratábanlos de cobardes porque se defendían encerrados; y Hernán Cortés, que había resuelto salir contra ellos aquel día, tuvo por oportuna esta provocación para encender los ánimos de los suyos. Dispúsolos con una breve oración al desagravio de su ofensa; y formó sin más dilación tres escuadrones del grueso que pareció conveniente, dando a cada uno más españoles que tlascaltecas: los dos para que fuesen desembarazando las calles vecinas o colaterales; y el tercero, donde iba su persona y la fuerza principal de su ejército, para que acometiese por la calle de Tácuba, donde había cargado el mayor grueso del enemigo. Dispuso las hileras, y distribuyó las armas según la necesidad que había de pelear por la frente y por los lados; acomodándose a lo que observó Diego de Ordaz en su retirada; y teniendo por digno de su imitación lo que poco antes mereció su alabanza, en que mostró la ingenuidad de su ánimo, y que no ignoraba cuánto aventuran los superiores que se dedignan de caminar por las huellas de los que fueron delante, cuando hay tan poca distancia entre el errar y el diferenciarse de los que acertaron.

Embistieron todos a un tiempo; y los enemigos dieron y recibieron las primeras cargas sin perder tierra ni conocer el peligro, esperando unas veces, y otras acometiendo, hasta llegar a lo estrecho de las armas y los brazos. Esgrimían los chuzos y los montantes con desesperada intrepidez. Entrábanse por las picas y las espadas para lograr el golpe a precio de la vida. Las bocas de fuego que iban señaladas al opósito de las azoteas y ventanas, no podían atajar la lluvia de las piedras, porque las arrojaban sin descubrirse, y fue necesario poner fuego en algunas casas para que cesase aquella prolija hostilidad.

Cedieron finalmente al esfuerzo de los españoles; pero iban rompiendo los puentes de las calles, y hacían rostro de la otra parte, obligándolos a que cegasen peleando las acequias para seguir el alcance. Los que partieron a desembarazar las calles de los lados, cargaron la multitud que las ocupaba con tanta resolución, que se consiguió por su medio asegurar la retaguardia y el llevar siempre al enemigo por la frente, hasta que saliendo a lo ancho de una plaza se unieron los tres escuadrones y a su primer ataque desmayaron los indios y volvieron las espaldas atropelladamente, dando a la fuga el mismo ímpetu que dieron a la batalla.

No permitió Hernán Cortés que se pasase a destruir enteramente aquellos vasallos de Motezuma fugitivos ya y desordenados; o no le sufrió su ánimo que se hiciese más sangrienta la victoria, pareciéndole que dejaba castigado con bastante rigor su atrevimiento. Recogióse su gente y se retiró, sin hallar oposición que le obligase a pelear. Faltaron de su ejército diez o doce soldados, y hubo muchos heridos, los más de piedra o flecha, y ninguno de cuidado. En el ejército de los mejicanos murió innumerable gente: los cuerpos que no pudieron retirar, llenaban de horror las calles después de haber teñido en su sangre las cercanías. Duró toda la mañana el combate, y se llegaron a ver en conflicto algunas veces los españoles: pero se debió a su valor el suceso, y le hizo posible su experiencia y buena disciplina. No hubo quien sobresaliese, porque obraron todos con igual bizarría señalándose los soldados como los capitanes, y quitando unas hazañas el nombre de las otras. Hizo la imitación valientes sin principio a los tlascaltecas; y Hernán Cortés gobernó la facción como valeroso y prudente capitán, acudiendo a todas partes, y más diligente a los peligros; siempre la espada en el enemigo; la vista en los suyos, y el consejo en su lugar; dejando en duda si se debió más a su ardimiento que a su pericia militar: virtudes ambas que poseyó en grado eminente, y que se desean sin distinción, o concurren sin preferencia en los grandes capitanes.

Fue necesario dejar algún tiempo al descanso de la gente y a la cura de los heridos, cuya suspensión duró tres días o poco más, en que se entendió solamente a la defensa del cuartel, que tuvo siempre a la vista el ejército de los amotinados, y fue algunas veces combatido con ligeras escaramuzas, en que andaba mezclado el huir y el acometer. En este medio tiempo volvió Cortés a las pláticas de la paz, y fueron saliendo con diferentes partidos algunos mejicanos de los que asistían al servicio de Motezuma; pero no se descuidó mientras duraba la negociación en las demás prevenciones. Hizo fabricar al mismo tiempo cuatro castillos de madera que se movían sobre ruedas con poca dificultad, por si llegase la ocasión de hacer nueva salida. Era capaz cada uno de veinte o treinta hombres, guarnecido el techo de gruesos tablones contra las piedras que venían de lo alto; frente y lados con sus troneras, para dar la carga sin descubrir el pecho: imitación de las mantas que usa la milicia para echar gente a picar las murallas; cuyo reparo tuvo entonces por conveniente para que se pudiesen arrimar sus soldados a poner fuego en las casas, y a romper las trincheras con que se iban atajando las calles; si ya no fue para que al embestir aquellas máquinas portátiles pelease también la novedad asombrando al enemigo.

De los mejicanos que salieron a proponer la paz volvieron unos mal despachados, y otros se quedaron entre los rebeldes, no sin grande irritación de Motezuma que deseaba con empeño la reducción de sus vasallos, y recataba con artificio fácil de penetrar, el recelo de que acabasen de perder el miedo a su autoridad. Hacíanse a este tiempo nuevas prevenciones de guerra en la ciudad. Los señores de vasallos que andaban en la sedición iban llamando la gente de sus lugares: crecía por instantes la fuerza del enemigo, y no cesaba la provocación en el cuartel de los españoles, cansados ya de sufrir la embarazosa repetición de voces y flechas, que aunque se perdían en el viento, no dejaban de ofender en la paciencia.

Con esta buena disposición de su gente, con el parecer de sus capitanes y aprobación de Motezuma, ejecutó Cortés la segunda salida contra los mejicanos: llevó consigo la mayor parte de los españoles y hasta dos mil tlascaltecas, algunas piezas de artillería, y algunos caballos a la mano para usar de ellos cuando lo permitiesen las quiebras del terreno. Estaba entonces el tumulto en un profundo silencio, y apenas se dio principio a la marcha cuando se conoció la primera dificultad de la empresa, en lo que abultaron súbitamente los gritos de la multitud, alternados con el estruendo pavoroso de los atabales y caracoles. No esperaron a ser acometidos, antes se vinieron a los españoles con notable resolución y movimiento menos atropellado que solían. Dieron y recibieron las primeras cargas sin descomponerse ni precipitarse; pero a breve rato conocieron el daño que recibían, y se fueron retirando poco a poco, sin volver las espaldas al primero de los reparos con que tenían atajadas las calles, en cuya defensa volvieron a pelear con tanta obstinación, que fue necesario adelantar algunas piezas de artillería para desalojarlos. Tenían cerca las retiradas, y en algunas levantando los puentes de las acequias con que se repetía importunadamente la dificultad, y no se hallaba la sazón de poderlos combatir en descubierto. Viéronse aquel día en sus operaciones algunas advertencias que parecían de guerra más que popular. Disparaban a tiempo, y baja la puntería para no malograr el tiro en la resistencia de las armas. Los puestos se defendían con desahogo, y se abandonaban sin desorden. Echaron gente a las acequias para que ofendiesen nadando con el bote de las picas. Hicieron subir grandes peñascos a las azoteas para destruir los castillos de madera, y lo consiguieron haciéndolos pedazos. Todas las señas daban a entender que había quien gobernase, porque se animaban y socorrían tempestivamente, y se dejaba conocer alguna obediencia entre los mismos desconciertos de la multitud.

Duró el combate la mayor parte del día, reducidos los españoles y sus aliados a ganar terreno de trinchera en trinchera; hízose gran daño en la ciudad: quemáronse muchas casas; y costó más sangre a los mejicanos esta ocasión que las dos antecedentes, porque anduvieron más cerca de las balas, o porque no pudieron huir como solían con el impedimento de sus mismos reparos.

Íbase acercando la noche, y Hernán Cortés, viéndose obligado, no sin alguna desazón, a la disputa inútil de ganar puestos que no se habían de mantener, se volvió a su alojamiento, dejando en la verdad menos corregida que hostigada la sedición. Perdió hasta cuarenta soldados, los más tlascaltecas: salieron heridos y maltratados más de cincuenta españoles, y él con un flechazo en la mano izquierda; pero más herido interiormente de haber conocido en esta ocasión que no era posible continuar aquella guerra tan desigual sin riesgo de perder el ejército y la reputación: primer desaliento suyo, cuya novedad extrañó su corazón y padeció su constancia. Encerróse con pretexto de la herida y con deseo de alargar las riendas al discurso. Tuvo mucho que hacer consigo la mayor parte de la noche. Sentía el retirarse de Méjico, y no hallaba camino de mantenerse. Procuraba esforzarse contra la dificultad, y se ponía la razón de parte del recelo. No se conformaban su entendimiento y su valor, y todo era batallar sin resolver: impaciente y desabrido con los dictámenes de la prudencia, o mal hallado con lo que duele, antes de aprovechar el desengaño.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Propone a Cortés Motezuma que se retire, y él le ofrece que se retirará luego que dejen las armas sus vasallos; vuelven éstos a intentar nuevo asalto; habla con ellos Motezuma desde la muralla, y queda herido, perdiendo las esperanzas de reducirlos


No tuvo mejor noche Motezuma, que vacilaba entre mayores inquietudes, dudoso ya en la fidelidad de sus vasallos, y combatido el ánimo de contrarios afectos que unos seguían y otros violentaban su inclinación: ímpetus de la ira, moderaciones del miedo y repugnancia de la soberbia. Estuvo aquel día en la torre más alta del cuartel observando la batalla, y reconoció entre los rebeldes al señor de Iztapalapa, y otros príncipes de los que podían aspirar al imperio: violos discurrir a todas partes animando la gente y disponiendo la facción; no recelaba de sus nobles semejante alevosía; crecieron a un tiempo su enojo y su cuidado; y sobresalió el enojo dando a la sangre y al cuchillo el primer movimiento de su natural; pero conociendo poco después el cuerpo que había tomado la dificultad, convertido ya el tumulto en conspiración, se dejó caer en el desaliento, quedando sin acción para ponerse de parte del remedio, y rindiendo al asombro y a la flaqueza todo el impulso de la ferocidad: horribles siempre al tirano los riesgos de la corona, y fáciles ordinariamente al temor los que se precian de temidos.

Esforzóse a discurrir en diferentes medios para restablecerse, y ninguno le pareció mejor que despachar luego a los españoles y salir a la ciudad, sirviéndose de la mansedumbre y de la equidad antes de levantar el brazo de la justicia. Llamó a Cortés por la mañana y le comunicó lo que había crecido su cuidado, no sin alguna destreza. Ponderó con afectada seguridad el atrevimiento de sus nobles, dando al empeño de castigarlos algo más que a la razón de temerlos. Prosiguió diciendo: «que ya pedían pronto remedio aquellas turbaciones de su república, y convenía quitar el pretexto a los sediciosos y darles a conocer su engaño antes de castigar su delito; que todos los tumultos se fundaban sobre apariencias de razón; y en las aprensiones de la multitud era prudencia entrar cediendo para salir dominando; que los clamores de sus vasallos tenían de su parte la disculpa del buen sonido, pues se reducían a pedir la libertad de su rey, persuadidos a que no la tenía, y errando el camino de pretenderla; que ya llegaba el caso de ser inexcusable que saliesen de Méjico sin más dilación Cortés y los suyos para que pudiese volver por su autoridad, poner en sujeción a los rebeldes, y atajar el fuego desviando la materia». Repitió lo que había padecido por no faltar a su palabra, y tocó ligeramente los recelos que más le acongojaban; pero fueron rendidas las instancias que hizo Cortés para que no le replicase, que se descubrían las influencias del temor en las eficacias del ruego.

Hallábase ya Hernán Cortés con dictamen de que le convenía retirarse por entonces, aunque no sin esperanzas de volver a la empresa con mayor fundamento; y sirviéndose de lo que llevaba discurrido para extrañar menos esta proposición, le respondió sin detenerse: «que su ánimo y su entendimiento estaban conformes en obedecerle con ciega resignación, porque sólo deseaba ejecutar lo que fuese de su mayor agrado, sin discurrir en los motivos de aquella resolución, ni detenerse a representar inconvenientes que tendría previstos y considerados; en cuyo examen debe rendir su juicio el inferior, o suele bastar por razón la voluntad de los príncipes. Que sentiría mucho apartarse de su lado sin dejarle restituido en la obediencia de sus vasallos, particularmente cuando pedía mayor precaución la circunstancia de haberse declarado la nobleza por los populares: novedad que necesitaba de todo su cuidado; porque los nobles, roto una vez el freno de su obligación, se hallan más cerca de los mayores atrevimientos; pero que no le tocaba formar dictámenes que pudiesen retardar su obediencia, cuando le proponía, como remedio necesario, su jornada, conociendo la enfermedad y los humores de que adolecía su república; sobre cuyo presupuesto, y la certidumbre de que marcharía luego con su ejército la vuelta de Zempoala, debía suplicarle que antes de su partida hiciese dejar las armas a sus vasallos, porque no sería de buena consecuencia que atribuyesen a su rebeldía lo que debían a la benignidad de su rey; cuyo reparo hacía más por el decoro de su autoridad, que por que le diese cuidado la obstinación de aquellos rebeldes, pues dejaba el empeño de castigarlos por complacerle, llevando en su espada y en el valor de los suyos todo lo que había menester para retirarse con seguridad».

No esperaba Motezuma tanta prontitud en las respuestas de Cortés: creyó hallar en él mayor resistencia, y temía estrecharle con la porfía o con la desazón en materia que tenía resuelta y deliberada. Diole a entender su agradecimiento con demostraciones de particular gratitud. Salió al semblante y a la voz el desahogo de su respiración. Ofreció mandar luego a sus vasallos que dejasen las armas, y aprobó su advertencia, estimándola como disposición necesaria para que llegasen menos indignos a capitular con su rey: punto en que no había discurrido, aunque sentía interiormente la disonancia de tanto contemporizar con los que merecían su desagrado, y no hallaba camino de componer la soberanía con la disimulación. Al mismo tiempo que duraba esta conferencia se tocó un arma muy viva en el cuartel. Salió Hernán Cortés a reconocer sus defensas, y halló la gente por todas partes empeñada en la resistencia de un asalto general que intentaron los enemigos. Estaba siempre vigilante la guarnición, y fueron recibidos con todo el rigor de las bocas de fuego: pero no fue posible detenerlos, porque cerraron los ojos al peligro y acometieron de golpe, impelidos unos de otros con tanta precipitación, que caminando al parecer su vanguardia sin propio movimiento, logró el primer avance la determinación dé arrimarse a la muralla. Fuéronse quedando los arcos y las hondas en la distancia que habían menester, y empezaron a repetir sus cargas para desviar la posición del asalto, que al mismo tiempo se intentaba y resistía con igual resolución. Llegó por algunas partes el enemigo a poner el pie dentro de los reparos; y Hernán Cortés, que tenía formado su retén de tlascaltecas y españoles en el patio principal, acudía con nuevos socorros a los puntos más aventurados, siendo necesario toda su actividad y todo el ardimiento de los suyos para que no flaquease la defensa o se llegase a conocer la falta que hacen las fuerzas al valor.

Supo Motezuma el conflicto en que se hallaba Cortés; llamó a doña Marina, y por su medio le propuso: «que según el estado presente de las cosas y lo que tenía discurrido, sería conveniente dejarse ver desde la muralla para mandar que se retirasen los sediciosos populares, y viniesen desarmados los nobles a representar lo que unos y otros pretendían». Admitió Cortés su proposición, teniendo ya por necesaria esta diligencia para que respirase por un rato su gente, cuando no bastante para vencer la obstinación de aquella multitud inexorable. Y Motezuma se dispuso luego a ejecutar esta diligencia con ansia de reconocer el ánimo de sus vasallos en lo tocante a su persona. Hízose adornar de las vestiduras reales; pidió la diadema y el manto imperial; no perdonó las joyas de los actos públicos, ni otros resplandores afectados que publicaban su desconfianza, dando a entender con este cuidado que necesitaba de accidentes su presencia para ganar el respeto de los ojos, o que le convenía socorrerse de la púrpura y el oro para cubrir la flaqueza interior de la majestad. Con todo este aparato, y con los mejicanos principales que duraban en su servicio, subió al terrado contrapuesto a la mayor avenida. Hizo calle la guarnición y asomándose uno de ellos al pretil, dijo en voces altas: que previniesen todos su atención y su reverencia, porque se había dignado el gran Motezuma de salir a escucharlos y favorecerlos. Cesaron los gritos al oír su nombre, y cayendo el terror sobre la ira, quedaron apagadas las voces y amedrentada la respiración. Dejóse ver entonces de la muchedumbre, llevando en el semblante una severidad apacible compuesta de su enojo y su recelo. Doblaron muchos la rodilla cuando le descubrieron, y los más se humillaron hasta poner el rostro con la tierra, mezclándose la razón de temerle con la costumbre de adorarle. Miró primero a todos, y después a los nobles, con ademán de reconocer a los que conocía. Mandó que se acercasen algunos, llamándolos por sus nombres. Honrólos con el título de amigos y parientes, forcejeando con su indignación. Agradeció el afecto con que deseaban su libertad, sin faltar a la decencia de las palabras; y su razonamiento, aunque le hallamos referido con alguna diferencia fue, según dicen los más, en esta conformidad.

«Tan lejos estoy, vasallos míos, de mirar como delito esta conmoción de vuestros corazones, que no puedo negarme inclinado a vuestra disculpa. Exceso fue tomar las armas sin mi licencia, pero exceso de vuestra fidelidad. Creísteis, no sin alguna razón, que yo estaba en este palacio de mis predecesores detenido y violentado: y el sacar de opresión a vuestro rey es empeño grande para intentado sin desorden, que no hay leyes que puedan sujetar el nimio dolor a los términos de la prudencia; y aunque tomasteis con poco fundamento la ocasión de vuestra inquietud (porque yo estoy sin violencia entre los forasteros que tratáis como enemigos) ya veo que no es descrédito de vuestra voluntad el engaño de vuestro discurso. Por mi elección he perseverado con ellos; y he debido toda esta benignidad a su atención, y todo este obsequio al príncipe que los envía. Ya están despachados: ya he resuelto que se retiren: y ellos saldrán luego de mi corte; pero no es bien que me obedezcan primero que vosotros, ni que vaya delante de vuestra obligación su cortesía. Dejad las armas y venid como debéis a mi presencia, para que cesando el rumor y callando el tumulto, quedéis capaces de conocer lo que os favorezco en lo mismo que os perdono.»

Así acabó su oración y nadie se atrevió a responderle. Unos le miraban asombrados y confusos de hallar el ruego donde temían la indignación; y otros lloraban de ver tan humilde a su rey, o lo que disuena más tan humillado. Pero al mismo tiempo que duraba esta suspensión, volvió a remolinar la plebe, y pasó en un instante del miedo a la precipitación, fácil siempre de llevar a los extremos su inconstancia, y no faltaría quien la fomentase cuando tenían elegido nuevo emperador, o estaban resueltos a elegirle, que uno y otro se halla en los historiadores.

Creció el desacato a desprecio, dijéronle a grandes voces que ya no era su rey, que dejase la corona y el cetro por la rueca y el huso, llamándole cobarde, afeminado y prisionero vil de sus enemigos. Perdíanse las injurias en los gritos, y él procuraba, con el sobrecejo y con la mano, hacer lugar a sus palabras, cuando empezó a disparar la multitud, y vio sobre sí el último atrevimiento de sus vasallos. Procuraron cubrirle con las rodelas dos soldados que puso Hernán Cortés a su lado previniendo este peligro; pero no bastó su diligencia para que dejasen de alcanzarle algunas flechas, y más rigurosamente una piedra que le hirió en la cabeza, rompiendo parte de la sien, cuyo golpe le derribó en tierra sin sentido: suceso que sintió Cortés como uno de los mayores contratiempos que se le podían ofrecer. Hízole retirar a su cuarto, y acudió con nueva irritación a la defensa del cuartel; pero se halló sin enemigos en quien tomar satisfacción de su enojo; porque al mismo instante que vieron caer a su rey, o pudieron conocer que iba herido, se asombraron de su misma culpa, y huyendo sin saber de quién, o creyendo que llevaban a las espaldas la ira de sus dioses, corrieron a esconderse del cielo con aquel género de confusión o fealdad espantosa que suelen dejar en el ánimo al acabarse de cometer los enormes delitos.

Pasó luego Hernán Cortés al cuarto de Motezuma, que volvió en sí dentro de breve rato; pero tan impaciente y despechado, que fue necesario detenerle para que no se quitase la vida. No era posible curarle porque desviaba los medicamentos: prorrumpía en amenazas que terminaban en gemidos: esforzábase la ira y declinaba en pusilanimidad: la persuasión le ofendía, y los consuelos le irritaban: cobró el sentido para perder el entendimiento; y pareció conveniente dejarle por un rato y dar algún tiempo a la consideración para que se desembarazase de las primeras disonancias de la ofensa. Quedó encargado a su familia y en miserable congoja, batallando con las violencias de su natural y el abatimiento de su espíritu; sin aliento para intentar el castigo de los traidores, y mirando como hazaña la resolución de morir a sus manos: bárbaro recurso de ánimos cobardes que gimen debajo de la calamidad, y sólo tienen valor contra el que puede menos.




ArribaAbajoCapítulo XV

Muere Motezuma sin querer reducirse a recibir el bautismo; envía Cortés el cuerpo a la ciudad; celebran sus exequias los mejicanos; y se descubren las cualidades que concurrieron en su persona


Perseveró en su impaciencia Motezuma, y se agravaron al mismo paso las heridas, conociéndose por instantes lo que influyen las pasiones del ánimo en la corrupción de los humores. El golpe de la cabeza pareció siempre de cuidado, y bastaron sus despechos para que se hiciese mortal, porque no fue posible curarle como era necesario hasta que le faltaron las fuerzas para resistir a los remedios. Padecíase lo mismo para reducirle a que tomase algún alimento, cuya necesidad le iba extenuando: sólo duraba en él alentada y vigorosa la determinación de acabar con su vida, creciendo su desesperación con la falta de sus fuerzas. Conocióse a tiempo el peligro; y Hernán Cortés, que faltaba pocas veces de su lado porque se moderaba y componía en su presencia, trató con todas veras de persuadirle a lo que más le importaba. Volvióle a tocar el punto de la religión, llamándole con suavidad a la detestación de sus errores y el conocimiento de la verdad. Había mostrado en diferentes ocasiones alguna inclinación a los ritos y preceptos de la fe católica; desagradando a su entendimiento los absurdos de la idolatría, y llegó a dar esperanzas de convertirse; pero siempre lo dilataba por su diabólica razón de estado, atendiendo a la superstición ajena cuando le dejaba la suya: y dando al temor de sus vasallos más que a la reverencia de sus dioses.

Hizo Cortés de su parte cuanto pedía la obligación de cristiano. Rogábale unas veces fervoroso y otras enternecido que se volviese a Dios y asegurase la eternidad recibiendo el bautismo. El padre fray Bartolomé de Olmedo, le apretaba con razones de mayor eficacia: los capitanes que se preciaban de sus favorecidos querían entenderse con su voluntad; doña Marina pasaba de la interpretación a los motivos y a los ruegos; y diga lo que quisiere la emulación o la malicia, que hasta en este cuidado culpa de omisos a los españoles, no se omitió diligencia humana para reducirle al camino de la verdad. Pero sus respuestas eran despropósitos de hombre preciso: discurrir en su ofensa; prorrumpir en amenazas; dejarse caer en la desesperación, y encargar a Cortés el castigo de los traidores; en cuya batalla, que duró tres días, rindió al demonio la eterna posesión de su espíritu, dando a la venganza y a la ferocidad las últimas cláusulas de su aliento; y dejando al mundo un ejemplo formidable de lo que se deben temer en aquella hora las pasiones, enemigas siempre de la conformidad, y más absolutas en los poderosos; porque falta el vigor para sujetarlas, al mismo tiempo que prevalece la costumbre de obedecerlas.

Fue general entre los españoles el sentimiento de su muerte, porque todos le amaban con igual afecto; unos por sus dádivas, y otros por su gratitud y benevolencia. Pero Hernán Cortés, que le debía más que todos y hacía mayor pérdida, sintió esta desgracia tan vivamente, que llegó a tocar su dolor en congoja y desconsuelo; y aunque procuraba componer el semblante por no desalentar a los suyos, no bastaron sus esfuerzos para que dejase de manifestar el secreto de su corazón con algunas lágrimas que se vinieron a sus ojos tarde o mal detenidas. Tenía fundada en la voluntaria sujeción de aquel príncipe la mayor fábrica de sus designios. Habíasele cerrado con su muerte la puerta principal de sus esperanzas. Necesitaba ya de tirar nuevas líneas para caminar al fin que pretendía, y sobre todo le congojaba que hubiese muerto en su obstinación: último encarecimiento felicidad, y punto esencial que lo dividía el corazón entre la tristeza y el miedo, tropezando en el horror todos los movimientos de la piedad.

Su primera diligencia fue llamar a los criados del difunto, y elegir seis de los más principales para que sacasen el cuerpo a la ciudad, en cuyo número fueron comprendidos algunos prisioneros sacerdotes de los ídolos, unos y otros oculares testigos de sus heridas y de su muerte. Ordenóles que dijesen de su parte a los príncipes que gobernaban el tumulto popular: «que allí les enviaba el cadáver de su rey muerto a sus manos, cuyo enorme delito daba nueva razón a sus armas. Que antes de morir le pidió repetidas veces, como sabían, que tomase por su cuenta la venganza de su agravio y el castigo de tan horrible conspiración. Pero que mirando aquella culpa como brutalidad impetuosa de la ínfima plebe, y como atrevimiento cuya enormidad habrían conocido y castigado los de mayor entendimiento y obligaciones, volvía de nuevo a proponer la paz, y estaba pronto a concedérsela viniendo los diputados que nombrasen a conferir y ajustar los medios que pareciesen convenientes. Pero que al mismo tiempo tuviesen entendido que si no se ponían luego en la razón y en el arrepentimiento, serían tratados como enemigos, con la circunstancia de traidores a su rey, experimentando los últimos rigores de sus armas; porque muerto Motezuma, cuyo respeto le detenía y moderaba, trataría de asolar y destruir enteramente la ciudad, y conocerían con tardo escarmiento lo que iba de una hostilidad poco más que defensiva, en que sólo se cuidaba de reducirlos, a una guerra declarada en que se llevaría delante de los ojos la obligación de castigarlos».

Partieron luego con este mensaje los seis mejicanos, llevando en los hombros el cadáver; y a pocos pasos llegaron a reconocerle, no sin alguna reverencia, los sediciosos, como se observó desde la muralla. Siguiéronle todos arrojando las armas y desamparando sus puestos, y en un instante se llenó la ciudad de llantos y gemidos: bastante demostración de que pudo más el espectáculo miserable o la presencia de su culpa, que la dureza de sus corazones. Ya tenían elegido emperador según la noticia que se tuvo después, y sería dolor sin arrepentimiento; pero no disonarían al sucesor aquellas reliquias de fidelidad, mirándolas en el nombre y no en la persona del rey. Duraron toda la noche los alaridos y clamores de la gente, que andaba en tropas repitiendo por las calles el nombre de Motezuma con un género de inquietud lastimosa que publicaba el desconsuelo, sin perder las señas de motín.

Algunos dicen que le arrastraron y le hicieron pedazos, sin perdonar a sus hijos y mujeres. Otros que le tuvieron expuesto a la irrisión y desacato de la plebe; hasta que un criado suyo formando una humilde pira de mal colocados leños, abrasó el cuerpo en lugar retirado y poco decente. Púdose creer uno y otro de un pueblo desbocado; en cuya inhumanidad se acerca más a lo verosímil lo que se aparta más de la razón. Pero lo cierto fue que respetaron el cadáver, afectando en su adorno y en la pompa funeral que sentían su muerte como desgracia en que no tuvo culpa su intención; si ya no aspiraron a conseguir con aquella exterioridad reverente la satisfacción o el engaño de sus dioses. Lleváronle con grande aparato la mañana siguiente a la montaña de Chapultepeque, donde se hacían las exequias y guardaban las cenizas de sus reyes: y al mismo tiempo resonaron con mayor fuerza los clamores y lamentos de la multitud que solía concurrir a semejantes funciones: cuya noticia confirmaron después ellos mismos, refiriendo las honras de su rey como hazaña de su atención, o como enmienda sustancial de su delito.

No faltaron plumas que atribuyesen a Cortés la muerte de Motezuma, o lo intentasen por lo menos, afirmando que le hizo matar para desembarazarse de su persona. Y alguno de los nuestros dice que se dijo; y no le defiende ni lo niega: descuido que sin culpa de la intención, se hizo semejante a la calumnia. Pudo ser que lo afirmasen años después los mejicanos por concitar el odio contra los españoles, o borrar la infamia de su nación; pero no lo dijeron entonces ni lo imaginaron, ni se debía permitir a la pluma sin mayor fundamento un hecho de semejantes inconsecuencias. ¿Cómo era posible que un hombre tan atento y tan avisado como Hernán Cortés, cuando tenía sobre sí todas las armas de aquel imperio, se quisiese deshacer de una prenda en que consistía su mayor seguridad? ¿O qué disposición le daba la muerte de un rey amigo y sujeto para la conquista de un reino levantado y enemigo? Desgracia es de las grandes acciones la variedad con que se refieren, y empresa fácil de la mala intención inventar circunstancias, que cuando no basten a deslucir la verdad, la sujetan por entonces a la opinión o a la ignorancia, empezando muchas veces en la credulidad licenciosa del vulgo, lo que viene a parar en las historias. Notablemente se fatigan los extranjeros para desacreditar los aciertos de Cortés en esta empresa. Defiéndale su entendimiento de semejante absurdo, si no le defendiere la nobleza de su ánimo de tan horrible maldad, y quédese la envidia en su confusión: vicio sin deleite que atormenta cuando se disimula, y desacredita cuando se conoce; siendo en la verdad lustre del envidiado y desaire de su dueño.

Fue Motezuma, como dijimos, príncipe de raros dotes naturales; de agradable y majestuosa presencia; de claro y perspicaz entendimiento; falto de cultura, pero inclinado a la sustancia de las cosas. Su valor le hizo el mejor entre los suyos antes de llegar a la corona, y después le dio entre los extraños la opinión más venerable de los reyes. Tenía el genio y la inclinación militar: entendía las artes de la guerra; y cuando llegaba el caso de tomar las armas, era el ejército su corte. Ganó por su persona y dirección nueve batallas campales: conquistó diferentes provincias, y dilató los límites de su imperio, dejando los resplandores del solio por los aplausos de la campaña, y teniendo por mejor cetro el que se forma del bastón. Fue naturalmente dadivoso y liberal: hacía grandes mercedes sin género de ostentación, tratando las dádivas como deudas, y poniendo la magnificencia entre los oficios de la majestad. Amaba la justicia y celaba su administración en los ministros con rígida severidad. Era contenido en los desórdenes de la gula, y moderado en los incentivos de la sensualidad. Pero estas virtudes tanto de hombre como de rey, se deslucían o apagaban con mayores vicios de hombre y de rey. Su continencia le hacía más vicioso que templado, pues se introdujo en su tiempo el tributo de las concubinas: naciendo la hermosura en todos sus reinos esclava de sus moderaciones: desordenado el antojo sin hallar disculpa en el apetito. Su justicia tocaba en el extremo contrario, y llegó a equivocarse con su crueldad, porque trataba como venganza los castigos, haciendo muchas veces el enojo lo que pudiera la razón. Su liberalidad ocasionó mayores daños que produjo beneficios, porque llegó a cargar sus reinos de imposiciones y tributos intolerables; y se convertía en sus profusiones y desprecios el fruto aborrecible de su iniquidad. No daba medio, ni admitía distinción entre la esclavitud y el vasallaje; y hallando política en la opresión de sus vasallos, se agradaba más de su temor que de su paciencia. Fue la soberbia su vicio capital y predominante: votaba por sus méritos cuando encarecía su fortuna, y pensaba de sí mejor que de sus dioses, aunque fue sumamente dado a la superstición de su idolatría y el demonio llegó a favorecerle con frecuentes visitas, cuya malignidad tiene sus hablas y visiones para los que llegan a cierto grado en el camino de la perdición. Sujetóse a Cortés voluntariamente, rindiéndose a una prisión de tantos días contra todas las reglas naturales de su ambición y su altivez. Púdose dudar entonces la causa de semejante sujeción; pero de sus mismos efectos se conoce ya que tomó Dios las riendas en la mano para domar este monstruo, sirviéndose de su mansedumbre para la primera introducción de los españoles: principio de que resultó después la conversión de aquella gentilidad. Dejó algunos hijos: dos de los que le asistían en su prisión fueron muertos por los mejicanos cuando se retiró Cortés; y otras dos o tres hijas que se convirtieron después y casaron con españoles. Pero el principal de todos fue don Pedro de Motezuma, que se redujo también a la religión católica dentro de pocos días, y tomó este nombre en el bautismo. Concurrió en él la representación de su padre por ser habido en la señora de la provincia de Tula, una de las reinas que residían en el palacio real con igual dignidad; la cual se redujo también a imitación de su hijo, y se llamó en el bautismo doña María de Niagua Suchil, acordando en estos renombres la nobleza de sus antepasados. Favoreció el rey a don Pedro, dándole estado y rentas en Nueva España, con título de conde de Motezuma, cuya sucesión legítima se conserva hoy en los condes de este apellido, vinculada en él dignamente la heroica recordación de tan alto principio.

Reinó este príncipe diez y siete años: undécimo en el número de aquellos emperadores; segundo en el nombre de Motezuma; y últimamente murió en su ceguedad a vista de tantos auxilios que parecían eficaces. ¡Oh siempre inescrutables permisiones de la eterna justicia! Mejores para el corazón que para el entendimiento.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Vuelven los mejicanos a sitiar el alojamiento de los españoles; hace Cortés nueva salida; gana un adoratorio que habían ocupado y los rompe, haciendo mayor daño en la ciudad, y deseando escarmentarlos para retirarse


No intentaron los indios facción particular que diese cuidado en los tres días que duró Motezuma con sus heridas, aunque siempre hubo tropas a la vista, y algunas ligeras invasiones que se desviaban con facilidad. Púdose dudar si duraba en ellos la turbación de su delito, y el temor de su rey nuevamente irritado. Pero después se conoció que aquella tibia continuación de la guerra nacía de la gente popular que andaba desordenada y sin caudillos, por hallarse ocupados los magnates de la ciudad en la coronación del nuevo emperador que, según lo que se averiguó después, se llamaba Quetlabaca rey de Iztapalapa, y segundo elector del imperio: vivió pocos días, pero bastantes para que su tibieza y falta de aplicación dejase poco menos que borrada entre los suyos la memoria de su nombre. Los mejicanos que salieron con el cuerpo de Motezuma, y con la proposición de la paz, no volvieron con respuesta: y esta rebeldía en los principios del nuevo gobierno, traía malas consecuencias a la imaginación. Deseaba Hernán Cortés retirarse con reputación, empeñado ya con sus capitanes y soldados en que se dispondría brevemente la salida, y hecho el ánimo a que le convenía rehacerse de nuevas fuerzas para volver a Méjico menos aventurado, cuya conquista miró siempre como cosa que había de ser, y miraba entonces como empeño necesario muerto Motezuma, cuyas atenciones contenían su resolución dentro de otros límites menos animosos.

Tardó poco el desengaño de lo que se andaba maquinando en aquella suspensión de los indios; porque la mañana siguiente al día en que se celebraron las exequias de Motezuma, volvieron a la guerra con más fundamento y mayor número de gente. Amanecieron ocupadas todas las calles del contorno, y del cuartel, dominando parte del edificio con el alcance de hondas y flechas: puesto en que se hubiera fortificado Hernán Cortés si se hallara con fuerzas bastantes para divididas; pero no quiso incurrir en el desacierto de los que faltan a la necesidad por acudir a la prevención.

Subíase por cien gradas al atrio superior de este adoratorio, sobre cuyo pavimento se levantaban algunas torres de bastante capacidad. Habíanse alojado en él hasta quinientos soldados escogidos entre la nobleza mejicana, tomando tan de asiento el mantenerle, que se previnieron de armas y bastimentos para muchos días.

Hallóse Cortés empeñado en desalojar al enemigo de aquel padrastro, cuyas ventajas una vez conocidas y puesta en uso, pedían breve remedio; y para conseguirlo sin aventurar la facción, sacó la mayor parte de su gente fuera de la muralla, dividiéndola en escuadrones del grueso que pareció necesario para detener las avenidas y embarazar los socorros. Cometió el ataque del adoratorio el capitán Escobar con su compañía, y hasta cien españoles de buena calidad. Diose principio al combate, ocupando los españoles todas las bocas de las calles; y al mismo tiempo acometió Escobar penetrando el atrio inferior y parte de las gradas sin hallar oposición, porque los indios le dejaron empeñar en ellas advertidamente por ofenderle mejor desde más cerca; y en viendo la ocasión se coronaron de gente los pretiles, y dieron la carga disparando sus flechas y sus dardos con tanto rigor y concierto, que le obligaron a detenerse y a ordenar que peleasen los arcabuces y ballestas contra los que se descubrían; pero no le fue posible resistir a la segunda carga que fue menos tolerable. Tenían de mampuesto grandes piedras y gruesas vigas, que dejadas caer de lo alto, y cobrando fuerza en el pendiente de las gradas, le obligaron a retroceder primera, segunda y tercera vez: algunas de las vigas bajaban medio encendidas para que hiciesen mayor daño: ruda imitación de las armas de fuego, que sería grande arbitrio entre sus ingenieros, pero se descomponía la gente para evitar el golpe; y turbada la unión, se hacía la retirada inevitable.

Reconociólo Hernán Cortés, que discurría con una tropa de caballos por todas las partes donde se peleaba, y desmontando con el primer consejo de su valor, reforzó la compañía de Escobar con algunos tlascaltecas del retén y la gente de su tropa. Hízose atar al brazo herido una rodela, y se arrojó a las gradas con la espada en la mano, y tan segura resolución, que dejó sin conocimiento del peligro a los que le seguían. Venciéronse con presteza y felicidad los impedimentos del asalto: ganóse del primer abordo la última grada, y poco después el pretil del atrio superior, donde se llegó a lo estrecho de las espadas y los chuzos. Eran nobles aquellos mejicanos, y se conoció en su resistencia lo que diferencia los hombres el incentivo de la reputación. Dejábanse hacer pedazos por no rendir las armas: algunos se precipitaban de los pretiles, persuadidos a que mejoraban de muerte si la tomaban por sus manos. Los sacerdotes y ministros del adoratorio, después de apellidar la defensa de sus dioses, murieron peleando con presunción de valientes, y a breve rato quedó por Cortés el puesto con total estrago de aquella nobleza mejicana sin perder un hombre ni ser muchos los heridos.

Fue notable y digno de memoria el discurso que hicieron dos indios valerosos en la misma turbación de la batalla, y el denuedo con que llegaron a intentar la ejecución de su designio. Resolviéronse a dar la vida por su patria, creyendo acabar la guerra con su muerte: y era el concierto de los dos precipitarse a un tiempo del pretil por la parte donde faltaban las gradas, llevándose consigo a Cortés. Anduvieron juntos buscando la ocasión; y apenas le vieron cerca del precipicio, cuando arrojaron las armas para poderse acercar como fugitivos que iban a rendirse. Llegaron a él con la rodilla en tierra, en ademán de pedir misericordia; y sin perder tiempo se dejaron caer del pretil con la presa en las manos, haciendo mayor violencia del impulso con la fuerza natural de su mismo peso. Arrojólos de sí Hernán Cortés, no sin alguna dificultad, y quedó con menos enojo que admiración, reconociendo su peligro en la muerte de los agresores, y sin desagradarse del atrevimiento por la parte que tuvo de hazaña.

Hubo algunas circunstancias en esta facción del adoratorio que la hicieron posible a menos costa. Turbáronse los indios al verse acometer de mayor número, y del mismo capitán a quien tenían por invencible. Anduvieron más acelerados que diligentes en la defensa de las gradas; y las vigas que arrojaban de lo alto atravesadas, en cuyo golpe consistía su mayor defensa, se observó que bajaron de punta, con que pasaban sin ofender: accidente que pareció muy repetido para casual; y algunos le refieren como una de las maravillas que obró en aquella conquista la divina Providencia. Pudo ser culpa de su turbación el arrojarlas menos advertidamente; pero es cierto que facilitó el último asalto esta novedad; y a vista de tanto como hubo que atribuir a Dios en esta guerra, no sería mucho exceso equivocar alguna vez lo admirable con lo milagroso.

Hizo Hernán Cortés que se transportasen luego a su cuarto los víveres que tenían almacenados en las oficinas del adoratorio, cantidad considerable, y socorro necesario en aquella ocasión. Mandó que se pusiese fuego al mismo adoratorio, y que se diesen a la ruina y al incendio las torres, y algunas casas interpuestas que podían embarazar para que su artillería mandase la eminencia. Cometió este cuidado a los tlascaltecas, que lo pusieron luego en ejecución; y volviendo los ojos al empeño en que se hallaba su gente, reconoció que había cargado la mayor fuerza del enemigo a la calle de Tácuba, poniendo en conflicto a los que cuidaban de aquella principal avenida. Cobró luego su caballo, y afianzó la rienda en el brazo herido. Tomó una lanza y partió al socorro haciendo que le siguiesen los demás caballos delante, cuyo choque rompió la multitud enemiga, hiriendo y atropellando a todas partes sin perder golpe, ni olvidar la defensa. Fue sangriento el combate, porque los indios que se iban quedando atrás, por apartarse de los caballos, daban medio vencidos en la infantería, que trabajaba poco en acabarlos de vencer. Pero Hernán Cortés, no sin alguna consideración, se adelantó a todos los de su tropa, dejándose lisonjear más que debiera de sus mismas hazañas, y cuando volvió sobre sí, no se pudo retirar, porque le venía cargando todo el tropel de fugitivos, hecha ya peligro de su vida la victoria de los suyos.

Resolvióse a tomar otra calle, creyendo hallar en ella menos oposición, y a pocos pasos encontró una partida numerosa de indios mal ordenados que llevaban preso a su grande amigo Andrés de Duero, porque dio en sus manos cayendo su caballo; y le valió para que no le hiriesen el ir destinado al sacrificio. Embistió con ellos animosamente, y atropellando la escolta, puso en confusión a los demás, conque pudo el preso desembarazarse de los que le oprimían para servirse de un puñal que le dejaron por descuido cuando le desarmaron. Hízose lugar con muerte de algunos, hasta cobrar su lanza y su caballo; y unidos los dos amigos, pasaron la calle al galope largo, rompiendo por las tropas enemigas hasta llegar a incorporarse con los suyos. Celebró este socorro Hernán Cortés como una de sus mayores felicidades; vínosele a las manos la ocasión cuando se hallaba dudoso de la propia salud; pero le ayudaba tanto la fortuna tomada en su real y católica significación, que hasta sus mismas inadvertencias le producían sucesos oportunos.

Ibase ya retirando por todas partes el enemigo, y no pareció conveniente pasar a mayor empeño, porque no era posible seguir el alcance sin desabrigar el cuartel. Hízose la seña de recoger; y aunque volvió fatigada la gente del largo combate, fue sin otra pérdida que la de algunos heridos: cuya felicidad dio nueva sazón al descanso, enjugando brevemente la victoria el sudar de la batalla. Quemáronse muchas casas este día, y murieron tantos mejicanos, que a vista de su castigo se pudo esperar su escarmiento. Algunos refieren esta salida entre las que se hicieron antes que muriese Motezuma; pero fue después según la relación del mismo Hernán Cortés, a quien seguimos sin mayor examen, por no ser este de los casos en que importa mucho la graduación de los sucesos. Debióse principalmente a su valor el asalto del adoratorio, porque hizo superable con su resolución y con su ejemplo la dificultad en que vacilaban los suyos. Olvidóse dos veces este día de lo que importaba su persona, entrando en los peligros menos considerado que valiente: excesos del corazón, que aun sucediendo bien, merecen admiración sin alabanza.

Hicieron tanto aprecio los mejicanos de este asalto del adoratorio, que le pintaron como acaecimiento memorable, y se hallaron después algunos lienzos que contenían toda la facción, el acometimiento de las gradas,.el combate del atrio; y daban últimamente ganado el puesto a sus enemigos, sin perdonar el incendio y la ruina de los torreones, ni atreverse a torcer lo sustancial del suceso por ser estas pinturas sus historias, cuya fe veneraban, teniendo por delito el engaño de la posteridad. Pero se hizo justo reparo en que no les faltase malicia para fingir algunos adminículos que miraban al crédito de su nación. Pintaron muchos españoles muertos, despeñados y heridos; cargando la mano en el destrozo que no hicieron sus armas, y dejando al parecer colorida la pérdida con la circunstancia de costosa: falta de puntualidad en que no pudieron negar la profesión de historiadores, entre los cuales viene a ser vicio como familiar este género de cuidado con que se refieren los sucesos, torciendo sus circunstancias hacia la inclinación que gobierna la pluma; tanto, que son raras las historias en que no se conozca por lo escrito la patria o el afecto del escritor. Plutarco en la gloria de los athenienses halló alguna paridad entre la historia y la pintura. Quiere que sea un país bien delineado que ponga delante de los ojos lo que refiere. Pero nunca se verifica más en la pluma la semejanza del pincel que cuando se aliña el país en que se retratan los sucesos con este género de pinceladas artificiosas, que pasan como adornos de la narración, y son distancias de la pintura que pudieran llamarse lejos de la verdad.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Proponen los mejicanos la paz con ánimo de sitiar por hambre a los españoles; conócese la intención del tratado; junta Hernán Cortés sus capitanes, y se resuelve salir de Méjico aquella misma noche


El día siguiente hicieron llamada los mejicanos, y fueron admitidos no sin esperanza de algún acuerdo conveniente. Salió Hernán Cortés a escucharlos desde la muralla; y acercándose algunos de los nobles con poco séquito, le propusieron de parte del nuevo emperador: «que se tratase de marchar luego con su ejército a la marina, donde le aguardaban sus grandes canoas, y cesaría la guerra por el tiempo de que necesitase para disponer su jornada. Pero que no determinase a tomar luego esta resolución, tuviese por cierto que se perderían él y todos los suyos irremediablemente, porque ya tenían experiencia de que no eran inmortales; y cuando les costase veinte mil hombres cada español que muriese, les sobraría mucha gente para cantar la última victoria». Respondióles Hernán Cortés: «que sus españoles nunca presumieron de inmortales, sino de valerosos y esforzados sobre todos los mortales; y tan superiores a los de su nación, que sin más fuerzas ni mayor número de gente le bastaba el ánimo a destruir no solamente la ciudad, sino todo el imperio mejicano. Pero que doliéndose de lo que había padecido por su obstinación, y hallándose ya sin el motivo de su embajada, muerto el gran Motezuma, cuya benignidad y atenciones le detenían, estaba resuelto a retirarse, y lo ejecutaría sin dilación, asentándose de una parte y otra los pactos que fuesen convenientes para la disposición de su viaje». Dieron a entender los mejicanos que volvían satisfechos y bien despachados; y a la verdad llevaron la respuesta que deseaban, aunque tenía su malignidad oculta la proposición.

Habíanse juntado los ministros del nuevo gobierno para discurrir en presencia de su rey sobre los puntos de la guerra. Y después de varias conferencias resolvieron que para evitar el daño grande que recibían de las armas españolas, la mortandad lastimosa de su gente y la ruina de la ciudad, sería conveniente sitiarlos por hambre, no porque diesen el caso de aguardar a que se rindiesen, sino por enflaquecerlos y embestirlos cuando les faltasen las fuerzas, inventando este género de asedio; novedad hasta entonces en su milicia. Fue la resolución que se moviesen pláticas de paz para conseguir la suspensión de armas que deseaban, suponiendo que se podría entretener el tratado con varias proposiciones hasta que se acabasen los pocos bastimentos que hubiese de reserva en el cuartel, a cuyo fin ordenaron que se cuidase mucho de impedir los socorros, de cerrar con tropas a lo largo y otros reparos, las surtidas por donde se podían escapar los sitiados, y de romper el paso de las calzadas que salían al camino de la Vera-Cruz, porque ya no era conveniente dejarlos salir de la ciudad para que alborotasen las provincias mal contenidas o se rehiciesen al abrigo de Tlascala.

Repararon algunos en lo que padecían diferentes mejicanos de gran suposición que se hallaban prisioneros en el mismo cuartel: los cuales era necesario que pereciesen de hambre primero que la llegasen a sentir sus enemigos. Pero anduvieron muy celosos de la causa pública, votando que serían felices, y cumplirían con su obligación, si muriesen por el bien de la patria: y pudo ser que les hiciese daño el hallarse con ellos tres hijos de Motezuma, cuya muerte no sería mal recibida en aquel congreso por ser el mayor mozo capaz de la corona, bienquisto con el pueblo, y el único sujeto de quien se debía recelar el nuevo emperador: flaqueza lastimosa de semejantes ministros dejarse llevar hacia la contemplación por los rodeos del beneficio común.

Solamente les daba cuidado el sumo de aquellos inmundos sacerdotes que se hallaban en la misma prisión, porque le veneraban como a la segunda persona del rey, y tenían por ofensa de sus dioses el dejarle perecer; pero usaron de un ardid notable para conseguir su libertad. Volvieron aquella misma tarde a nueva conferencia los mismos enviados, y propusieron de parte de su príncipe que para excusar demandas y respuestas que retardasen el tratado, sería bien que saliese a la ciudad alguno de los mejicanos que tenían prisioneros con noticia de lo que se hubiese de capitular: medio que no hizo disonancia, ni pareció dificultoso; y luego que le vieron admitido, se dejaron caer como por vía de consejo amigable que ninguno sería tan a propósito como un sacerdote anciano que paraba en su poder, porque sabría dar a entender la razón y vencer las dificultades que se ofreciesen: cuyo especioso y bien ordenado pretexto bastó para que viniesen a conseguir lo que deseaban, no porque se dejase de conocer el descuido artificioso de la proposición, sino porque a vista de lo que importaba sondar el ánimo de aquella gente, suponía poco el deshacerse de un prisionero abominable y embarazoso. Salió poco después el mismo sacerdote bien instruido en algunas demandas fáciles de conceder que miraban a la comodidad y buen pasaje de los tránsitos para llegar, caso que volviese a lo que se debía capitular en orden a la deposición de las armas, rehenes y otros puntos de más consideración. Pero no fue necesario esperarle, porque llegó primero el desengaño de que no volvería. Reconocieron las centinelas que los enemigos tenían sitiado el cuartel a mayor distancia que solían: que andaban recatados y solícitos, levantando algunas trincheras y reparos para defender el paso de las acequias, y que habían echado gente a la laguna que iba rompiendo los puentes de la calzada principal, y embarazando el camino de Tlascala: diligencia que dio a conocer enteramente el artificio de su intención.

Recibió Hernán Cortés con alguna turbación esta noticia; pero enseñado a vencer mayores dificultades cobró el sosiego natural; y con el primer calor de su discurso, que se iba derechamente a los remedios, mandó fabricar un puente de vigas y tablones para ocupar las divisiones de la calzada que fuese capaz de resistir el peso de la artillería, quedando en tal disposición que le pudiesen mover y conducir hasta cuarenta hombres. Y sin detenerse más de lo necesario para dejar esta obra en el astillero, pasó a tomar el parecer de sus capitanes en orden al tiempo en que se debía ejecutar la retirada: punto en cuya proposición se portó con total indiferencia, o porque no llevaba hecho dictamen, o porque le llevaba de no cargar sobre sí la incertidumbre del suceso. Dividiéronse los votos, y paró en disputa la conferencia: unos que se hiciese de noche la retirada; otros que fuese de día; y por ambas partes había razones que proponer y que impugnar.

Los primeros decían: «que no siendo contrarios el valor y la prudencia, se debía elegir el camino más seguro: que los mejicanos, fuese costumbre o superstición, dejaban las armas en llegando la noche, y entonces se debía suponer que los tendría menos desvelados la misma plática de la paz, que juzgaban introducida y abrazada; y que siendo su intención embarazar la salida, como lo daban a entender sus prevenciones, se considerase cuánto se debía temer una batalla en el paso de la misma laguna, donde no era posible doblarse, ni servirse de la caballería, descubiertos los dos costados a las embarcaciones enemigas, y obligados a romper por la frente, y resistir por la retaguardia. Los que llevaban la contraria opinión decían: «que no era practicable intentar de noche una marcha con bagaje y artillería por camino incierto, y levantando sobre las aguas, cuando la estación del tiempo, nublado entonces y lluvioso, daba en los ojos con la ceguedad y el desacierto de semejante resolución. Que la facción de mover un ejército con todos sus impedimentos, y con el embarazo de ir echando puentes para franquear el paso, no era obra para ejecutarla sin ruido y sin detención; ni en la guerra eran seguras las cuentas alegres, sobre los descuidos del enemigo, que alguna vez se pueden lograr, pero nunca se deben presumir: que la costumbre que se daba por cierta en los mejicanos de no tomar las armas en llegando la noche, demás de haberse visto interrumpida en la facción de poner fuego al cuartel, y en la de ocupar el adoratorio, no era bastante prenda para creer que hubiesen abandonado enteramente la única surtida que debían asegurar; y que siempre tendrían por menor inconveniente salir peleando a riesgo descubierto, que hacer una retirada con apariencias de fuga, para llegar sin crédito al abrigo de las naciones confederadas, que acaso desestimarían su amistad, perdido el concepto de su valor, o por lo menos sería mala política necesitar de los amigos y buscarlos sin reputación».

Tuvo más votos la opinión de que se hiciese de noche la retirada; y Hernán Cortés cedió al mayor número dejándose llevar, al parecer, de algún motivo reservado. Convinieron todos en que se apresurase la salida; y últimamente se resolvió que fuese aquella misma noche, porque no se dejase tiempo al enemigo para discurrir en nuevas prevenciones, o para embarazar el camino de la calzada con algunos reparos o trincheras, de las que solían usar en el paso de las acequias. Diose calor a la fábrica del puente; y aunque se puede creer que tuvo intento Hernán Cortés de que se hiciesen otros dos, por ser tres los canales que se habían roto, no cupo en el tiempo esta prevención, ni pareció necesaria, creyendo que se podría mudar el puente de un canal a otro, como fuese pasando el ejército: suposiciones en que ordinariamente se conoce tarde la distancia que hay entre el discurso y la operación.

No se puede negar que se portó Hernán Cortés en esta controversia de sus capitanes con más neutralidad o menos acción que solía. Túvose por cierto que llegó a la junta inclinado a lo mismo que resolvió, por haber atendido a la vana predicción de un astrólogo, que al entrar en ella, le aconsejó misteriosamente que marchase aquella misma noche, porque se perdería la mayor parte de su ejército, si dejaba pasar cierta constelación favorable, que andaba cerca de terminar en otro aspecto infortunado. Llamábase Botello este adivino, soldado español, de plaza sencilla, y más conocido en el ejército por el renombre de Nigromántico, a que respondía sin embarazarse, teniendo este vocablo por atributo de su habilidad: hombre sin letras ni principios, que se preciaba de penetrar los futuros contingentes; pero no tan ignorante como los que saben con fundamento las artes diabólicas, ni tan sencillo, que dejase de gobernarse por algunos caracteres, números o palabras de las que tienen dentro de sí la estipulación abominable del primer engañado. Reíase ordinariamente Cortés de sus pronósticos, despreciando el sujeto por la profesión, y entonces le oyó con el mismo desprecio; pero incurrió en la culpa de oírle, poco menor que la de consultarle; y cuando necesitaba de su prudencia para elegir lo mejor, se le llevó tras sí el vaticinio despreciado: gente perjudicial, y observaciones peligrosas, que deben aborrecer los más advertidos, y particularmente los que gobiernan; porque al mismo tiempo que se conoce su vanidad, dejan preocupado el corazón con algunas especies, que inclinan al temor o a la seguridad; y cuando llega el caso de resolver, suelen alzarse con el oficio del entendimiento las aprensiones o los desvaríos de la imaginación.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Marcha el ejército recatadamente, y al entrar en la calzada le descubren y acometen los indios con todo el grueso por agua y tierra; peléase largo rato, y últimamente se consigue con dificultad y considerable pérdida, hasta salir al paraje de Tácuba


Envióse aquella misma tarde nuevo embajador mejicano a la ciudad, con pretexto de continuar la proposición que llevó a su cargo el sacerdote: diligencia que pareció conveniente para deslumbrar al enemigo, dándole a entender que se corría de buena inteligencia en el tratado; y que a lo más largo se dispondría la marcha dentro de ocho días. Trató luego Hernán Cortés de apresurar las disposiciones de su jornada, cuyo breve plazo daba estimación a los instantes.

Distribuyó las órdenes: instruyó a los capitanes, previniendo con atenta precaución los accidentes que se podían ofrecer en la marcha. Formó la vanguardia, poniendo en ella doscientos soldados españoles, con los tlascaltecas de mayor satisfacción, y hasta veinte caballos, a cargo de los capitanes Gonzalo de Sandoval, Francisco de Acevedo, Diego de Ordaz, Francisco de Lugo y Andrés de Tapia. Encargó la retaguardia, con algo mayor número de gente y caballos, a Pedro de Alvarado, Juan Velázquez de León, y otros dos cabos de los que vinieron con Narbáez. En la batalla ordenó que fuesen los prisioneros, artillería y bagaje, con el resto del ejército: reservando para que asistiesen a su persona, y a las ocurrencias, donde llamase la necesidad, hasta cien soldados escogidos, con los capitanes Alonso Dávila, Cristóbal de Olid y Bernardino Vázquez de Tapia. Hizo después una breve oración a los soldados, ponderando aquella vez las dificultades y peligros del intento, porque andaba muy válida en los corrillos la opinión de que no peleaban de noche los mejicanos, y era necesario introducir el recelo para desviar la seguridad, enemiga lisonjera en las facciones militares, porque inclina los ánimos al descuido para entregarlos a la turbación; así como suele prevenirlos el temor prudente contra el miedo vergonzoso.

Mandó luego sacar a una pieza de su cuarto el oro y plata, joyas y preseas del tesoro que tenía en depósito Cristóbal de Guzmán, su camarero; y de él se apartó el quinto del rey en los géneros más preciosos y de menos volumen, de que se hizo entrega formal a los oficiales que llevaban la cuenta y razón del ejército, dando para su conducción una yegua suya, y algunos caballos heridos, para no embarazar los indios que podían servir en la ocasión. Pasaría el residuo, según el cómputo que se pudo hacer, de setecientos mil pesos, cuya riqueza desamparó con poca o ninguna repugnancia, protestando públicamente: «que no era tiempo de retirarla, ni tolerable que se detuviese a ocupar indignamente las manos que debían ir libres para la defensa de la vida y de la reputación». Pero reconociendo en los soldados menos aplaudido el acierto de aquella pérdida inexcusable, añadió al apartarse: «que no se debía mirar entonces la retirada como desamparo del caudal adquirido, ni del intento principal, sino como una disposición necesaria para volver a la empresa con mayor esfuerzo, al modo de que suele servir al impulso del golpe la diligencia de retirar el brazo». Y les dio a entender, que no sería gran delito aprovecharse de lo que buenamente pudiesen: que fue lo mismo en la sustancia, que dejar la moderación al arbitrio de la codicia; y aunque los más, viendo en su poder aquel tesoro abandonado, cuidaron de quedar aligerados y prontos para lo que se ofreciese, hubo algunos, y particularmente los de Narbáez, que se dieron al pillaje con sobrada inconsideración, acusando la estrechez de las mochilas, y sirviéndose de los hombros contra la voluntad de las fuerzas: dispensación en que al parecer dormitaron las advertencias militares de Cortés; porque no pudo ignorar que la riqueza en el soldado, no sólo es embarazo exterior cuando llega el caso de pelear, sino impedimento que suele hacer estorbo en el ánimo, siendo más fácil en los de pocas obligaciones desprenderse del pundonor que desasirse de la presa.

No le hallamos otra disculpa, que haberse persuadido a que podría ejecutar su marcha sin oposición; y si esta seguridad, que no parece de su genio, tuvo alguna relación al vaticinio del astrólogo, dado el error de haberle atendido, no se debe mirar como nuevo descuido, sino como segundo inconveniente de la primera culpa.

Sería poco menos de media noche cuando salieron del cuartel, sin que las centinelas ni los batidores hallasen que reparar o que advertir; y aunque la lluvia y la oscuridad favorecían el intento de caminar cautamente, y aseguraban el recelo de que pudiese durar el enemigo en sus reparos, se observó con tanta puntualidad el silencio y el recato, que no pudiera obrar el temor lo que pudo en aquellos soldados la obediencia. Pasó el puente levadizo a la vanguardia, y los que le llevaban a su cargo, le acomodaron a la primera canal; pero aferró tanto en las piedras que le sustentaban, con el peso de los caballos y artillería, que no quedó capaz de poderse mudar a los demás canales, como se había presupuesto ni llegó el caso de intentarlo, porque antes que acabase de pasar el ejército el primer tramo de la calzada, fue necesario acudir a las armas, y se hallaron acometidos por todas partes cuando menos lo recelaban.

Fue digna de admiración en aquellos bárbaros la maestría conque dispusieron su facción, y observaron con vigilante disimulación el movimiento de sus enemigos. Juntaron y distribuyeron sin rumor la multitud inmanejable de sus tropas: sirviéronse de la oscuridad y del silencio para lograr el intento de acercarse sin ser descubiertos. Cubrióse de canoas armadas el ámbito de la laguna, que venían por los dos costados sobre la calzada; entrando al combate con tanto sosiego y desembarazo, que se oyeron sus gritos y el estruendo bélico de sus caracoles, casi al mismo tiempo que se dejaron sentir los golpes de sus flechas.

Pereciera sin duda todo el ejército de Cortés, si hubieran guardado los indios en el pelear la buena ordenanza que observaron al acometer; pero estaba en ellos violenta la moderación; y al empezar la cólera cesó la obediencia, y prevaleció la costumbre, cargando de tropel sobre la parte donde reconocieron el bulto del ejército, tan oprimidos unos de otros, que se hacían pedazos las canoas, chocando en la calzada; y era segundo peligro de las que se acercaban el impulso de las que procuraban adelantarse. Hicieron sangriento destrozo los españoles en aquella gente desnuda y desordenada, pero no bastaban las fuerzas al continuo ejercicio de las espadas y los chuzos; y a breve rato se hallaron también acometidos por la frente, y llegó el caso de volver las caras a lo más ejecutivo del combate porque los indios se hallaban distantes, o los que no pudieron sufrir la pereza de los remos, se arrojaron al agua, y sirviéndose de su agilidad y de sus armas, treparon sobre la calzada en tanto número, que no quedaron capaces de mover las armas; cuyo nuevo sobresalto tuvo en aquella ocasión circunstancias de socorro, porque fueron fáciles de romper; y muriendo casi todos, bastaron sus cuerpos a cegar el canal, sin que fuese necesario otra diligencia que irlos arrojando en él para que sirviesen de puente al ejército. Así lo refieren algunos escritores, aunque otros dicen que se halló dichosamente una viga de bastante latitud que dejaron sin romper en el segundo puente, por la que pasó desfilada la gente, llevando por el agua los caballos al arbitrio de la rienda. Como quiera que sucediese, que no son fáciles de concordar estas noticias, ni todas merecen reflexión, la dificultad de aquel paso inexcusable se venció mediando la industria o la felicidad: y la vanguardia prosiguió su marcha, sin detenerse mucho en el último canal, porque se debió a la vecindad de la tierra la disminución de las aguas, y se pudo esguazar fácilmente lo que restaba del lago: teniéndose a dicha particular, que los enemigos, de tanta gente como les sobraba, no hubiesen echado alguna de la otra parte; porque fuera entrar en nueva y más peligrosa disputa los que iban saliendo a la ribera, fatigados y heridos, con el agua sobre la cintura; pero no cupo en su advertencia esta prevención, ni al parecer descubrieron la marcha; o sería lo más cierto que no se hizo lugar entre su confusión y desorden el intento de impedirla.

Pasó Hernán Cortés con el primer trozo de su gente; y ordenando sin detenerse a Juan de Xaramillo que cuidase de ponerla en escuadrón como fuese llegando, volvió a la calzada con los capitanes Gonzalo de Sandoval, Cristóbal de Olid, Alonso Dávila, Francisco de Morla y Gonzalo Domínguez. Entró en el combate animando a los que peleaban, no menos con su presencia que con su ejemplo: reforzó su tropa con los soldados que parecieron bastantes para detener al enemigo por las dos avenidas, y entretanto mandó que se retirase lo interior de las hileras, haciendo echar al agua la artillería para desembarazar el paso, y dar corriente a la marcha. Fue mucho lo que obró su valor en este conflicto; pero mucho más lo que padeció su espíritu, porque le traía el aire a los oídos envueltas en el horror de la oscuridad, las voces de los españoles, que llamaban a Dios en el último trance de la vida: cuyos lamentos, confusamente mezclados con los gritos y amenazas de los indios, le traían al corazón otra batalla entre los incentivos de la ira y los afectos de la piedad.

Sonaban estas voces lastimosas a la parte de la ciudad, donde no era posible acudir, porque los enemigos que andaban en la laguna, cuidaron de romper el puente levadizo antes que acabase de pasar la retaguardia, donde fue mayor el fracaso de los españoles, porque cerró con ellos el principal grueso de los mejicanos, obligándolos a que se retirasen a la calzada, y haciendo pedazos a los menos diligentes, que por la mayor parte fueron de los que faltaron a su obligación, y rehusaron entrar en la batalla por guardar el oro que sacaron del cuartel. Murieron éstos ignominiosamente, abrazados con el peso miserable que los hizo cobardes en la ocasión, y tardos en la fuga. Destruyeron su opinión, y dañaron injustamente al crédito de facción, porque se pusieron en el cómputo de los muertos, como si hubieran vendido a mejor precio la vida: y de buena razón no se habían de contar los cobardes en el número de los vencidos.

Retiróse finalmente Cortés con los últimos que pudo recoger de la retaguardia, y al tiempo que iba penetrando, con poca o ninguna oposición, el segundo espacio de la calzada llegó a incorporarse con él Pedro de Alvarado, que debió la vida poco menos que a un milagro de su espíritu y su actividad: porque hallándose combatido por todas partes, muerto el caballo, y con uno de los canales por la frente, fijó su lanza en el fondo de la laguna, y saltó con ella de la otra parte, ganando elevación con el impulso de los pies, y librando el cuerpo sobre la fuerza de los brazos: maravilloso atrevimiento, que se miraba después como novedad monstruosa, o fuera del curso natural; y el mismo Alvarado, considerando la distancia y el suceso, hallaba diferencia entre lo hecho y lo factible. No quiso acomodarse Bernal Díaz del Castillo a que dejase de ser fingido este salto; antes le impugnó en su historia, no sin alguna demasía, porque lo deja y vuelve a repetir con desconfianza de hombre que temió ser engañado entonces, o que alguna vez se arrepintió de haber creído con facilidad. Y en nuestro sentir es menos tolerable que Pedro de Alvarado se pusiese a fingir en aquella coyuntura una hazaña, sin proporción ni probabilidad, que cuando se creyese, dejaba más encarecida su ligereza que acreditado su valor. Referimos lo que afirmaron y creyeron los demás escritores, y lo que autorizó la fama, dando a conocer aquel sitio por el nombre de Salto de Alvarado, sin hallar gran disonancia en confesar que pudieron concurrir en este caso, como en otros lo verdadero y lo inverosímil; y a vista del aprieto en que se halló Pedro de Alvarado, se nos figura menos digno de admiración el suceso, teniéndole no tanto por raro contingente, negado a la humana diligencia, como por un esfuerzo extraordinario de la última necesidad.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Marcha Hernán Cortés la vuelta de Tlascala; síguenle algunas tropas de los lugares vecinos, hasta que uniéndose con los mejicanos acometen al ejército, y le obligan a tomar el abrigo de un adoratorio


Acabó de salir el ejército a tierra con la primera luz del día, y se hizo alto cerca de Tácuba, no sin recelos de aquella población numerosa y parcial de los mejicanos; pero se tuvo atención a no desamparar luego la cercanía de la laguna, por algún tiempo a los que pudiesen escapar de la batalla; y fue bien discurrida esta detención, porque se logró recoger algunos españoles y tlascaltecas que mediante su valor o su diligencia, salieron nadando a la ribera o tuvieron suerte de poderse ocultar en los maizales del contorno.

Dieron éstos noticia de que se había perdido totalmente la última porción de la retaguardia, y puesta en escuadrón la gente, se halló que faltaban del ejército casi doscientos españoles, más de mil tlascaltecas, cuarenta y seis caballos, y todos los prisioneros mejicanos, que sin poderse dar a conocer en la turbación de la noche, fueron tratados como enemigos por los mismos de su nación. Estaba la gente quebrantada y recelosa, disminuido el ejército, y sin artillería, pendiente la ocasión, y apartado el término de la retirada; y sobre tantos motivos de sentimiento, se miraba como infelicidad de mayor peso la falta de algunos cabos principales, en cuyo número fueron los más señalados Amador de Lariz, Francisco de Morla y Francisco de Saucedo, que perdieron la vida cumpliendo a toda costa con sus obligaciones. Murió también Juan Velázquez de León, que se retiraba en lo último de la retaguardia, y cedió a la muchedumbre, durante en el valor hasta el último aliento: pérdida que fue de general sentimiento, porque le respetaban todos como a la segunda persona del ejército. Era capitán de grande utilidad, no menos para el consejo que para las ejecuciones; de austera condición y continuas veras, pero sin desagrado ni prolijidad; apasionado siempre de lo mejor, y de ánimo tan ingenuo, que se apartó de su pariente Diego Velázquez, porque le vio descaminado en sus dictámenes, y siguió a Cortés, porque iba en su bando la razón. Murió con opinión de hombre necesario en aquella conquista, y dejó su muerte igual ejercicio a la memoria que al deseo.

Descansaba Hernán Cortés sobre una piedra, entretanto que sus capitanes atendían a la formación de la marcha, tan rendido a la fatiga interior, que necesitó más que nunca de sí, para medir con la ocasión el sentimiento: procuraba socorrerse de su constancia, y pedía treguas a la consideración; pero al mismo tiempo que daba las órdenes y animaba la gente con mayor espíritu y resolución, prorrumpieron sus ojos en lágrimas, que no pudo encubrir a los que le asistían: flaqueza varonil, que por ser en causa común, dejaba sin ofensa la parte irascible del corazón. Sería digno espectáculo de grande admiración, verlo afligido sin faltar a la entereza del aliento, y bañado el rostro en lágrimas sin perder el semblante de vencedor.

Preguntó por el astrólogo, bien fuese para indignarse con él, por la parte que tuvo en apresurar la marcha, o para seguir la disimulación, burlándose de su ciencia; y averiguó que había muerto en el primer asalto de la calzada, sucediendo a este miserable lo que ordinariamente se verifica en los de su profesión. No hablamos de los que saben con fundamento la facultad, proporcionando el uso de ella con los términos de la razón, sino de los que se introducen a judiciarios o adivinos: hombres que por la mayor parte viven y mueren desastradamente, siempre solícitos de ajenas felicidades, y siempre infelices o menos cuidadosos de su fortuna: tanto que alguno de los autores clásicos llegó a presumir que sólo el inclinarse a la vana observación de las estrellas se podía tener por argumento de nacer con mala estrella.

Fue de gran consuelo para Hernán Cortés y para todo el ejército, que pudiesen escapar de la batalla y de la confusión de la noche doña Marina y Jerónimo de Aguilar, instrumentos principales de aquella conquista, y tan necesarios entonces como en lo pasado; porque sin ellos fuera imposible incitar o atraer los ánimos de las naciones que se iban a buscar. Y no se tuvo a menor felicidad que se detuviesen los mejicanos en seguir el alcance, porque dieron tiempo a los españoles para que respirasen de su fatiga y pudiesen marchar, llevando en grupa los heridos, y en menos apresurada formación el ejército. Nació esta detención de un accidente inopinado que se pudo atribuir a providencia del cielo: murieron al rigor de las armas enemigas los hijos de Motezuma, que asistían a su padre, y los demás prisioneros que venían asegurados en el convoy del bagaje; porque cebados al amanecer los indios en el despojo de los muertos, reconocieron atravesados en sus mismas flechas a estos príncipes miserables, que veneraban con aquella especie de adoración que dieron a su padre. Quedaron al verlos como absortos y espantados, sin atreverse a pronunciar la causa de su turbación: unos se apartaban para que llegasen otros; y unos y otros enmudecían, dando voces a la curiosidad con el silencio. Corrió finalmente la noticia por sus tropas, y cayó sobre todos el miedo y el asombro, suspendiéndose por un rato el uso de sentidos y potencias, con aquel género de súbita enagenación, que llamaban terror pánico los antiguos. Resolvieron los cabos que se diese cuenta de aquella novedad al emperador; y él, que necesitaba de afectar el sentimiento para cumplir con los que no le fingían, ordenó que hiciese alto el ejército, dando principio a la ceremonia de los llantos y clamores funerales, que debían preceder a las exequias, hasta que llegasen los sacerdotes con el resto de la ciudad a entregarse de aquellos cuerpos reales, para conducirlos al entierro de sus mayores. Debieron los españoles a la muerte de estos príncipes el primer desahogo de su turbación y el primer alivio de su cansancio; pero la sintieron como una de sus mayores pérdidas, y particularmente Cortés que amaba en ellos la memoria de su padre, y llevaban en el derecho del mayor, parte de sus esperanzas.

Marchaba entretanto Cortés la vuelta de Tlascala con guías de aquella nación, puesto el ejército en batalla, y sin dejar de tener por sospechosa la tardanza del enemigo, en cuyas operaciones acierta más veces el temor que la seguridad.

Tardaron poco en dejarse ver algunas tropas de guerreros que seguían la huella sin acercarse, gente de Tácuba, Escapuzalco y Tenecuya, convocada por los mejicanos para que saliesen a entretener la marcha en tanto que se desembarazaban ellos de su función: ¡notable advertencia en aquellos bárbaros! Fueron de poco impedimento en el camino, porque anduvieron siempre a distancia que sólo podían ofender con las voces; pero duraron en este género de hostilidad hasta que llegando la multitud mejicana se unieron todos apresuradamente; y sirviéndose de su ligereza para el avance, acometieron con tanta resolución, que fue necesario hacer alto para detenerlos.

Diose más frente al escuadrón; pasaron a ella los arcabuces y ballestas; y se volvió a la batalla en paraje abierto, sin retirada ni seguridad en las espadas. Morían cuantos indios se acercaban, sin escarmentar a los demás. Salían los caballos a escaramuzar, y hacían grande operación; pero crecía por instantes el número de los enemigos, y ofendían desde lejos los arcos y las hondas. Cansábanse los españoles de tanto resistir, sin esperanza de vencer; y ya empezaba en ellos el valor a quejarse de las fuerzas, cuando Hernán Cortés, que andaba en la batalla como soldado, sin traer embarazadas las atenciones de capitán, descubrió una elevación del terreno, poco distante del camino, que mandaba por todas partes la campaña, sobre cuya eminencia se levantaba un edificio torreado, que parecía fortaleza, o lo fingieron así los ojos de la necesidad. Resolvióse a lograr en aquel paraje las ventajas del sitio; y señalando algunos soldados que se adelantasen a reconocerle, movió el ejército y trató de ocuparle, no sin mayor dificultad, porque fue necesario ganar la cumbre con el rostro en el enemigo, y echar algunas mangas de arcabuceros contra sus avenidas; pero se consiguió el intento con felicidad, porque se halló el edificio sin resistencia, y en él cuanto pudiera entonces fabricar la imaginación.

Era un adoratorio de ídolos silvestres, a cuya invocación encomendaban aquellos bárbaros la fertilidad de sus cosechas. Dejáronle desierto los sacerdotes y ministros que asistían al culto abominable de aquel sitio, huyendo la vecindad de la guerra, como gente de otra profesión. Tenía el atrio bastante capacidad y su género de muralla, que unida con las torres daba conveniente disposición para quedar en defensa. Empezaron a respirar los españoles al abrigo de aquellos reparos, que allí se miraban como fortaleza inexpugnable. Volvieron los ojos y los corazones al cielo, recibiendo todos aquel alivio de su congoja, como socorro de superior providencia, y permaneció fuera del peligro esta devota consideración; pues en memoria de lo que importó la mansión de aquel adoratorio, para salir de un conflicto, en que se tuvo a la vista el último riesgo, fabricaron después en el mismo paraje una ermita de nuestra Señora, con título de los Remedios, que se conserva hoy, durando en la santa imagen el oficio de remediar necesidades, y en la devoción de los fieles comarcanos el reconocimiento de aquel beneficio.

No se atrevieron los enemigos a subir la cuesta, ni dieron indicio de intentar el asalto; pero se acercaron a tiro de piedra, ciñendo por todas partes la eminencia, y hacían algunos avances para disparar sus flechas, hiriendo las más veces al aire, y algunas con rabiosa puntería las paredes, como en castigo de que se oponían a su venganza. Todo era gritos y amenazas que descubrían la flaqueza de su atrevimiento, procurando llenar los vacíos del valor. Costó poca diligencia el detenerlos, hasta que declinado el día se retiraron todos hacia el camino de la ciudad, fuese por cumplir con el sol, volviéndose a la observancia de su costumbre, o porque se hallaban rendidos de haber estado casi en continua batalla desde la media noche antecedente. Reconocióse desde las torres que hacían alto en la campaña, y procuraban encubrirse, divididos en diferentes ranchos, como si no hubieran dado bastantes evidencias de su intento, y publicando al retirarse que dejaban pendiente la cuestión.

Dispuso Hernán Cortés su alojamiento, con el cuidado a que obligaba una noche mal segura en puesto amenazado. Mandó que se mudasen con breve interpolación las guardias y las centinelas, para que tocase a todos el descanso. Hiciéronse algunos fuegos, tanto porque pedía este socorro la destemplanza del tiempo como por consumir las flechas mejicanas, y quitar al enemigo el uso de aquella munición.

Diose un refresco limitado a la gente, del bastimento que se halló en el adoratorio, y pudieron escapar algunos indios del bagaje. Atendióse con particular aplicación a la cura de los heridos, que tuvo su dificultad en aquella falta de todo; pero se inventaron medicinas manuales que aliviaban acaso los dolores, y sirvieron a la provisión de hilas y vendas las mantas de los caballos.

Cuidaba de todo Hernán Cortés, sin apartar la imaginación del empeño en que se hallaba; y antes de retirarse a reparar las fuerzas con algún rato de sosiego, llamó a sus capitanes para conferir brevemente con ellos lo que se debía ejecutar en aquella ocurrencia. Ya lo llevaba premeditado; pero siempre se recataba de obrar por sí en las resoluciones aventuradas; y era grande artífice de atraer los votos a lo mejor, sin descubrir su dictamen, ni socorrerse de su autoridad. Propuso las operaciones con sus inconvenientes, dejándoles arbitrio entre lo posible y lo dificultoso. Entró suponiendo: «que no era para dos veces la congoja en que se vieron aquella tarde; ni se podía repetir sin temeridad el empeño de marchar peleando con un ejército de número tan desigual, obligados a traer en contrario movimiento las manos y los pies». A que añadió: «que para evitar esta resolución tan peligrosa y de tantos inconvenientes, había discurrido en asaltar al enemigo en su alojamiento con el favor de la noche; pero que le parecía diligencia infructuosa, porque sólo se había de conseguir que huyese la multitud para volverse a juntar: costumbre a que se reducía lo más prolijo de aquella guerra: que después había pensado en mantener aquel puesto; esperando en él a que se cansasen los mejicanos de asistir en la campaña; pero que la falta de bastimentos, que ya se padecía, dejaba este recurso en términos de impracticable». Y últimamente dijo: «que también se le había ofrecido, si convendría», y esto era lo que llevaba resuelto, «marchar aquella misma noche, y amanecer dos o tres leguas de aquel paraje: que no moviéndose los enemigos, según su estilo hasta la mañana, tendría la conveniencia de adelantar el camino sin otro cuidado; y cuando se resolviesen a seguir el alcance, llegarían cansados, y sería más fácil continuar la retirada con menos briosa oposición. Pero que viniendo tan quebrantado el ejército y tan fatigada la gente, sería inhumanidad, fuera de toda razón, ponerla, sin nueva causa en el trabajo de una marcha intempestiva, oscura la noche y el camino incierto; aunque la ocasión, o el aprieto en que se hallaban, pedía remedios extraordinarios, breve determinación; y donde nada era seguro, pesar las dificultades, y fiar el acierto de menor inconveniente».

Apenas acabó su razonamiento, cuando se conformaron todos los capitanes en que sólo era posible, o menos aventurada la resolución de adelantar la marcha, sin más detención que la que fuese necesaria para dejar algunas horas al descanso de la gente, y quedó resuelta para la media noche, conformándose Cortés con su mismo dictamen, y tratándole como ajeno: primor de que solía valerse para excusar disputas, cuando instaba la resolución, y de que sólo pueden usar los que saben el arte de preguntar decidiendo, que se consigue con no dejar que discurrir preguntando.




ArribaAbajoCapítulo XX

Continúan su retirada los españoles, padeciendo de ella grandes trabajos y dificultades, hasta que llegando al valle de Otumba, queda vencido y deshecho en batalla campal todo el poder mejicano


Poco antes de la hora señalada se convocó la gente que dormía cuidadosa, y despertó sin dificultad. Diose a un tiempo la orden y la razón de la orden, con que se dispusieron todos a la marcha, conociendo el acierto y alabando la resolución. Mandó Hernán Cortés que se dejasen cebados los fuegos para deslumbrar al enemigo de aquel movimiento; y encargando a Diego de Ordaz la vanguardia con guías de satisfacción, puso la fuerza principal en la retaguardia, y se quedó en ella por hallarse más cerca del peligro, y afianzar con su cuidado la seguridad de los que iban delante. Partieron con el recato conveniente, y ordenando a las guías que se apartasen del camino real para volverle a cobrar con el día, marcharon poco más de media legua, sin que dejase de perseverar en la vigilancia de los oídos el silencio de la noche.

Pero al entrar en tierra más quebrada y montuosa, dieron los batidores en una celada que no supieron encubrir los mismos que procuraban ocultarse, porque avisaron del riesgo anticipadamente las voces y las piedras. Bajaban de los montes y salían de la maleza diversas tropas de indios que acometían desunidamente por los costados; y aunque no eran de tanto grueso que obligasen a detener la marcha fue necesario caminar desviando los enemigos que se acercaban, romper diferentes emboscadas, y disputar algunos pasos estrechos. Temióse al principio segunda invasión del ejército que se dejaba de la otra parte del adoratorio; y algunos de nuestros escritores refieren esta facción como alcance de aquellos mejicanos; pero no fueron conforme a su estilo de pelear estos acometimientos interpolados y desunidos, ni caben con lo que obraron después: y en nuestro sentir eran las milicias de aquellos lugares cercanos que de orden anterior salían a cortar la marcha ocupando las quiebras del camino; porque si los mejicanos hubieran descubierto la retirada, vinieran de tropel, como solían, entraran al ataque por la retaguardia, y no se hubieran dividido en tropas menores para convertir la guerra en hostilidad.

Con este género de contradicción, de menos peligro que molestia, caminó dos leguas el ejército, y poco antes de amanecer se hizo alto en otro adoratorio menos capaz y menos eminente que el pasado; pero bastante para reconocer la campaña y medir con el número de los enemigos la resolución que pareciese de mayor seguridad. Descubrióse con el día la calidad y desunión de aquellos indios; y hallándose reducido a correrías de paisanos, lo que se llegó a recelar como nueva carga del ejército enemigo, se volvió a la marcha sin más detención, con ánimo de adelantarla cuanto fuese posible para evitar o hacer más dificultoso el alcance de los mejicanos.

Duraron los indios en la importunación de sus gritos, siguiendo desde lejos como perros amedrentados que ponían la cólera en el latido, hasta que dos leguas más adelante se descubrió un lugar en paraje oportuno, y al parecer de considerable población. Eligióle Cortés para su alojamiento, y dio las órdenes para que se ocupase por fuerza si no bastase la suavidad; pero se halló desamparado totalmente de sus habitantes, y con algunos bastimentos que no pudieron retirar, tan necesarios entonces como el descanso para la restauración de las fuerzas.

Aquí se detuvo el ejército un día, y algunos dicen que fueron dos, porque no permitió mayor diligencia el estado en que se hallaban los heridos. Hiciéronse después otras dos marchas, entrando en terreno de mayor aspereza y esterilidad, todavía fuera del camino, y con alguna incertidumbre del acierto en los que guiaban. No se halló cubierto donde pasar la noche, ni cesaba la persecución de aquellos indios, que anduvieron siempre a la vista, si ya no fueron otros que iban saliendo con la primera orden a correr su distrito. Pero sobre todo se dejó sentir en aquellos tránsitos la hambre y la sed, que llegó a términos de congoja y desaliento. Animábanse unos a otros los soldados y los capitanes, y hacía sus esfuerzos la paciencia, como ambiciosa de parecer valor. Llegáronse a comer las yerbas y raíces del campo, sin atender al recelo de que fuesen venenosas; aunque los más advertidos gobernaban su elección por el conocimiento de los tlascaltecas. Murió uno de los caballos heridos, y se olvidó, con alegre facilidad, la falta que hacía en el ejército, porque se repartió como regalo particular entre los más necesitados, y éstos celebraron la fiesta convidando a sus amigos: banquete sazonado entonces, en que cedieron a la necesidad los escrúpulos del apetito.

Terminaron estas dos marchas en un lugar pequeño, cuyos vecinos flanquearon la entrada sin retirarse como los demás, ni dejar de asistir con agrado y solicitud a cuanto se les ordenaba: puntualidad y agasajo que fue nuevo ardid de los mejicanos para que sus enemigos se acercasen menos cuidadosos al lazo que tenían prevenido. Manifestaron sin violencia los víveres de su provisión, y trajeron de otros lugares cercanos lo que bastó para que se olvidase lo padecido. Por la mañana se dispuso el ejército para subir la cuesta que por la otra parte declina en el valle de Otumba, donde se había de caer necesariamente para tomar el camino de Tlascala. Reconocióse novedad en los indios que venían siguiendo la marcha, porque sus gritos y sus irrisiones tenían más de contento que de indignación. Reparó doña Marina en que decían muchas veces: «andad, tiranos, que presto llegaréis donde perezcáis». Y dieron que discurrir estas voces, porque se repetían mucho para no tener motivo particular. Hubo quien llegase a dudar si aquellos indios, confinantes ya con los términos de Tlascala, festejarían el peligro a que iban encaminados los españoles, con noticia de que hubiese alguna mudanza en la fidelidad o en el afecto de aquella nación; pero Hernán Cortés y los de mejor conocimiento, miraron esta novedad como indicio de alguna celada vecina, porque no faltaban experiencias de la sencillez o facilidad con que solían publicar lo mismo que procuraban encubrir.

Íbase continuando la marcha, prevenidos y dispuestos los ánimos para entrar en nueva ocasión, cuando volvieron los batidores con noticia de que tenían ocupado los enemigos todo el valle que se descubría desde la cumbre, cerrando el camino que se buscaba con formidable número de guerreros. Era el ejército mismo de los mejicanos, que se dejó en el paraje del primer adoratorio, reforzado con nuevas tropas y nuevos capitanes. Reconocieron por la mañana, según la presunción que se ajusta más con las circunstancias del suceso, la retirada intempestiva de los españoles, y aunque no desconfiaron de conseguir el alcance, temieron advertidamente, con la experiencia de aquella noche, que no sería posible acabar con ellos antes de salir a tierra de Tlascala, si se iban asegurando en los puestos ventajosos de la montaña; y despacharon a Méjico para que se tomase con mayores veras lo que tanto importaba; cuya proposición fue tan bien admitida en la ciudad, que partió luego toda la nobleza con el resto de las milicias que tenían convocadas a incorporarse con su ejército; y en el breve plazo de tres o cuatro días se dividieron por caminos diferentes, marchando al abrigo de los montes con tanta celeridad, que se adelantaron a los españoles y ocuparon el llano de Otumba: campaña espaciosa donde podían pelear sin embarazarse y esperar encubiertos: notables advertencias en lo discurrido, y rara ejecución de lo resuelto, que uno y otro se pudiera envidiar en cabos de mayor experiencia, y en gente de menos bárbara disciplina.

No se llegó a recelar entonces que fuesen los mejicanos, antes se iba creyendo al subir la cuesta que se habrían juntado aquellas tropas que andaban esparcidas para defender algún paso con la inconstancia y flojedad que solían, pero al vencer la cumbre se descubrió un ejército poderoso de menos confusa ordenanza que los pasados, cuya frente llenaba todo el espacio del valle, pasando el fondo los términos de la vista: último esfuerzo del poder mejicano, que se componía de varias naciones, como lo denotaban la diversidad y separación de insignias y colores. Dejábase conocer en el centro de la multitud el capitán-general del imperio en unas andas vistosamente adornadas, que sobre los hombros de los suyos le mantenían superior a todos, para que se temiese al obedecer sus órdenes la presencia de los ojos. Traía levantado sobre la cuja el estandarte real, que no se fiaba de otra mano, y solamente se podía sacar en las ocasiones de mayor empeño: su forma una red de oro macizo pendiente de una pica, y en el reinate muchas plumas de varios tintes, que uno y otro contendría su misterio de superioridad sobre los otros jeroglíficos de las insignias menores: vistosa confusión de armas y penachos en que tenían su hermosura los horrores.

Reconocida por todo el ejército la nueva dificultad a que debían preparar el ánimo y las fuerzas, volvió Hernán Cortés a examinar los semblantes de los suyos, con aquel brío natural que hablaba sin voz a los corazones; y hallándolos más cerca de la ira que de la turbación, «llegó el caso, dijo, de morir o vencer: la causa de nuestro Dios milita por nosotros». Y no pudo proseguir, porque los mismos soldados le interrumpieron clamando por la orden de acometer, con que sólo se detuvo en prevenirlos de algunas advertencias que pedía la ocasión; y apellidando, como solía, unas veces a Santiago y otras a San Pedro, avanzó prolongada la frente del escuadrón, para que fuese unido el cuerpo del ejército con las alas de la caballería, que iba señalada para defender los costados y asegurar las espaldas. Diose tan a tiempo la primera carga de arcabuces y ballestas, que apenas tuvo lugar el enemigo para servirse de las armas arrojadizas. Hicieron mayor daño las espadas y las picas, cuidando al mismo tiempo los caballos de romper y desbaratar las tropas que se inclinaban a pasar de la otra banda para sitiar por todas partes el ejército. Ganóse alguna tierra de este primer avance. Los españoles no daban golpe sin herida, ni herida que necesitase de segundo golpe. Los tlascaltecas se arrojaban al conflicto con sed rabiosa de la sangre mejicana; y todos tan dueños de su cólera, que mataban con elección buscando primero a los que parecían capitanes; pero los indios peleaban con obstinación, acudiendo menos unidos que apretados, a llenar el puesto de los que morían; y el mismo estrago de los suyos era nueva dificultad para los españoles, porque se iba cebando la batalla con gente de refresco. Retirábase al parecer todo el ejército cuando cerraban los caballos, o salían a la vanguardia las bocas de fuego, y volvía con nuevo impulso a cobrar el terreno perdido, moviéndose a una parte y otra la muchedumbre con tanta velocidad, que parecía un mar proceloso de gente la campaña, y no lo desmentían los flujos y reflujos.

Peleaba Hernán Cortés a caballo socorriendo con su tropa los mayores aprietos, y llevando en su lanza el terror y el estrago del enemigo; pero le traía sumamente cuidadoso la porfiada resistencia de los indios, porque no era posible que se dejasen de apurar las fuerzas de los suyos en aquel género de continua operación; y discurriendo en los partidos que podría tomar para mejorarse o salir al camino, le socorrió en esta congoja una observación de las que solía depositar en su cuidado para servirse de ellas en la ocasión. Acordóse de haber oído referir a los mejicanos que toda la suma de sus batallas consistía en el estandarte real, cuya pérdida o ganancia decidía sus victorias o las de sus enemigos; y fiado en lo que se turbaba y descomponía el enemigo al acometer de los caballos, tomó resolución de hacer un esfuerzo extraordinario para ganar aquella insignia sobresaliente, que ya conocía. Llamó a los capitanes Gonzalo de Sandoval, Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid y Alonso Dávila para que le siguiesen y guardasen las espaldas, con los demás que asistían a su persona; y haciéndoles una breve advertencia de lo que debían obrar para conseguir el intento, embistieron a poco más de media rienda por la parte que parecía más flaca o menos distante del centro. Retiráronse los indios, temiendo como solían, el choque de los caballos; y antes que se cobrasen al segundo movimiento, se arrojaron a la multitud confusa y desordenada con tanto ardimiento y desembarazo, que rompiendo y atropellando escuadrones enteros, pudieron llegar sin detenerse al paraje donde asistía el estandarte del imperio con todos los nobles de su guardia; y entretanto que los capitanes se desembarazaban de aquella numerosa comitiva, dio de los pies a su caballo Hernán Cortés, y cerró con el capitán general de los mejicanos, que al primer bote de su lanza cayó mal herido por la otra parte de las andas. Habíanle ya desamparado los suyos; y hallándose cerca un soldado particular que se llamaba Juan de Salamanca, saltó de su caballo y le acabó de quitar la poca vida que le quedaba con el estandarte que puso luego en manos de Cortés. Era este soldado persona de calidad, y por haberse perfeccionado entonces la hazaña de su capitán, le hizo algunas mercedes el emperador, y quedó por timbre de sus armas el penacho de que se coronaba el estandarte.

Apenas le vieron aquellos bárbaros en poder de los españoles, cuando abatieron las demás insignias, y arrojando las armas, se declaró por todas partes la fuga del ejército. Corrieron despavoridos a guarecerse de los bosques y maizales: cubriéronse de tropas amedrentadas los montes vecinos, y en breve rato quedó por los españoles la campaña. Siguióse la victoria con todo el rigor de la guerra, y se hizo sangriento destrozo en los fugitivos. Importaba deshacerlos para que no se volviesen a juntar; y mandaba la irritación lo que aconsejaba la conveniencia. Hubo algunos heridos entre los de Cortés, de los cuales murieron en Tlascala dos o tres españoles; y el mismo Cortés salió con un golpe de piedra en la cabeza tan violento, que abollando las armas le rompió la primera túnica del cerebro, y fue mayor el daño de la contusión. Dejóse a los soldados el despojo y fue considerable; porque los mejicanos venían prevenidos de galas y joyas para el triunfo. Dice la historia que murieron veinte mil en esta batalla: siempre se habla por mayor en semejantes casos; y quien se persuadiere a que pasaba de doscientos mil hombres el ejército vencido, hallará menos disonancia en la desproporción del primer número.

Todos los escritores nuestros y extraños, refieren esta victoria como una de las mayores que se consiguieron en las dos Américas. Y si fuese cierto que peleó Santiago en el aire por sus españoles, como lo afirman algunos prisioneros, quedará más creíble o menos encarecido el estrago de aquella gente; aunque no era necesario recurrir al milagro visible donde se conoció con tantas evidencias la mano de Dios; a cuyo poder se deben siempre atribuir, con especial consideración, los sucesos de las armas: pues se hizo aclamar señor de los ejércitos para que supiesen los hombres que sólo deben esperar y reconocer de su altísima disposición las victorias, sin hacer caso de las mayores fuerzas; porque algunas veces castiga la sinrazón asistiendo a los menos poderosos; ni fiarse de la mejor causa, porque otras veces corrige a los que favorece, fiando el azote de la mano aborrecida.