Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Capítulo XXVI

Reyes de Castilla don Enrique segundo y don Juan primero. -Obispos de Segovia don Juan Sierra, don Gonzalo, don Hugo de Alemania, don Gonzalo de Aguilar, don Juan Serrano, don Gonzalo González de Bustamante. -Cortes en Segovia y ley de contar los años por el nacimiento de Cristo. -Guerras de Portugal y Aljubarrota. -Chancillería real en Segovia y sus oidores. -Fundación del convento del Paular.

     I. Don Enrique, heredando no sólo la corona de don Pedro, sino los avisos de sus desastres, procedió tan magnánimo y liberal, que fue llamado don Enrique de las mercedes. La mengua de las rentas reales era mucha: la suma que de presente había de pagarse a los soldados extranjeros, mayor: cuya satisfacción en tal caso por el crédito y por el peligro debía anteponerse a todo. Labróse moneda baja de ley: de oro, que se nombraron Cruzados, por la señal: y de plata, que se nombraron Reales, para autorizar el nombre del nuevo rey: siendo ésta la más antigua noticia que hasta ahora hemos hallado en las memorias de Castilla del nombre de esta moneda, que permanece hasta hoy. Valía este real tres maravedís; y cada maravedí diez dineros: cada dinero dos blancas: cada blanca tres coronados: de modo, que un real valía ciento ochenta coronados; moneda la más menuda que entonces corría, como ya dejamos advertido. Después, extinguiéndose la moneda de los dineros, valió cada real treinta y un maravedí: y últimamente treinta y cuatro, como escribiremos año mil y cuatrocientos y noventa y siete, y vale hasta hoy.

     Los extranjeros satisfechos de cuanto se les había prometido volvieron alegres a sus tierras. Los reyes comarcanos juzgando que reino semejante no pudiese permanecer, cada cual esperaba grandes aumentos; los reyes de Navarra y Aragón muchos pueblos: y el de Portugal toda la corona; intitulándose rey de Castilla: mas Enrique, con prudencia amaestrada en tantas experiencias, frustró sus esperanzas, mostrando al mundo cuánto excede el valor propio a la nobleza heredada, dañosa vanidad de los mortales. Culpa puede ser del padre, ya difunto, haber dejado mal hijo; y nunca puede ser mérito del hijo malo haber tenido buen padre; antes más culpable la vileza de faltar al impulso natural de la sangre y sucesión.

     Año mil y trecientos y setenta juntó Cortes en Medina del Campo don Enrique, cuya buena diligencia aumentaba cada día crédito con sus vasallos, que en estas Cortes le sirvieron con gran suma, con que despachó gente a las fronteras de Aragón y Navarra; y a Galicia contra Portugal. El mismo rey partió a Sevilla, y con asistencia y cuidado desbarató la armada portuguesa, que molestaba aquellas costas y ocupaba el río Guadalquivir. Hizo treguas con Granada; y ganó a Carmona, con los hijos y tesoros de don Pedro, y atento a la obligación de buen hijo trasladó los huesos de su padre el rey don Alonso a la iglesia de Córdoba, conforme a la voluntad del difunto, que don Pedro había olvidado.

     II. Con los gastos y estragos de la guerra se había introducido que los ministros de justicia arrendaban las rentas reales, causa de muchas molestias para los pueblos. Nuestra ciudad suplicó por el remedio de este daño al rey, que en Sevilla en veinte y ocho de septiembre de este año prohibió que ministros de justicia pudiesen arrendar rentas reales, como consta de la real provisión, que autorizada se guarda en los archivos de Ciudad y Tierra.

     Acreditado Enrique con su gobierno justo volvió a Castilla, y en la ciudad de Toro celebró Cortes. En ellas, entre otras cosas, se decretó que los judíos y moros, que eran muchos los que habitaban entre los cristianos, trajesen cierta señal, para distinguirlos en lo exterior de los que en lo interior eran tan diferentes. En estas Cortes, también en doce de septiembre de mil y trecientos y setenta y un años, confirmó a nuestro obispo don Juan y Cabildo cuantas donaciones y privilegios tenían de sus antecesores. Los confirmadores del privilegio, que original permanece en el archivo Catedral, son muchos, y entre ellos don Beltrán de Claquin Duc de Molina, Conde de Longa-villa, e de Borja: (así dice) prueba de que aún no había partido de Castilla.

     Con las buenas muestras de paz y sosiego trataban los pueblos de concertar su gobierno, desconcertado con las pasadas inquietudes. En nuestra ciudad había continuas desavenencias, y aun alborotos, entre la nobleza y el pueblo. Quejábase éste de que algunos a título de caballeros y gente de guerra presumían señorear los bienes comunes, y aun particulares de ciudadanos, sin que para ellos hubiese freno ni pena. Los nobles y padres de la patria, considerando que el pueblo se quejaba justamente de las opresiones, determinaron que juntos los estados concordasen la discordia. Diputados por la nobleza Roy García de la Torre, Juan Martínez de Soto, Pedro González, Alcalde, y Fernán González su hermano (hijos de Gaspar González de Contreras) con otros cuatro jurados de las parroquias por parte del común y pueblo, habiendo conferido las capitulaciones y asientos se juntaron en la iglesia parroquial de la Trinidad domingo cinco de otubre de este año, donde concluyeron la concordia siguiente:

     Que los bienes y propios y comunes se gastasen en provecho común.

     Que de los montes y dehesas comunes se aprovechasen los tres estados de Ciudad y Tierra, en proporción determinada.

     Que los escuderos que no tuviesen armas y caballos en ser efectivamente, no gozasen los privilegios ni libertades, por haber en esto muchos engaños.

     Que los hombres buenos pecheros tuviesen arancel ajustado de todos los derechos de ministros de justicia, prisiones y carcelajes. En todo lo cual antes eran muy oprimidos con excesos y molestias, que pedían moderación y remedio.

     Y otras cosas convenientes al gobierno de cualquiera concertada república. Concluida la concordia, y autorizada por tres escribanos, partieron los diputados a la iglesia de San Miguel, donde juntos esperaban la justicia ordinaria, nobleza y común con el corregidor, Pedro López de Padilla, persona de mucha estimación en el reino. Leyéronse los capítulos, y aprobados con general aplauso, se nombraron comisarios, que acudiendo al rey, los mandó registrar en su consejo y dio autoridad y fuerza de leyes municipales, estando en Burgos en ocho de septiembre del año mil y trecientos y setenta y tres.

     III. El año antes había don Enrique molestado a Portugal por mar y tierra, hasta saquear las costas y arrabales de Lisboa. Guido, cardenal y legado del papa Gregorio undécimo, concordó a los reyes portugués y castellano; el cual revolviendo sobre Navarra y amenazando Aragón, trocó en aquellos reyes las esperanzas que tenían de ganar a Castilla en temor de perder sus estados, porque mostraba Enrique en su gobierno ser mejor para rey que para vasallo; y como tal era querido de los suyos y temido de los extraños.

     Nuestro obispo don Juan Sierra falleció, según el catálogo de nuestros obispos, en diez y seis de febrero del año mil y trecientos y setenta y cuatro. Celebró sínodo, aunque no hemos podido verle hasta ahora, ni averiguar el día ni año de su celebración. El mismo catálogo (con la sequedad que siempre) dice que a don Juan Sierra sucedió don Gonzalo, que murió en Zaragoza; noticia inútil, pues sin acciones no hay historia.

     Alborotó a Castilla un aviso que llegó por estos días de que Juan, duque de Alencastre, marido de doña Constanza, hija del rey don Pedro y doña María de Padilla, disponía grueso ejército para entrar en Castilla con título de su rey. Partió don Enrique a Burgos, donde concurrieron todos los caballeros de sus reinos, y los mal contentos y parciales del muerto don Pedro, ya vencidos, y asegurados del valor de Enrique; procuraban aventajarse a los más confidentes, que es gran razón de estado reinar en los ánimos. Hizo alarde: halló mil y docientos caballos y cinco mil infantes: pocas manos, pero muy diestras, por el gran manejo de las guerras pasadas. Deteníase el de Alencastre, y Enrique despreciada la defensa, acometió sus estados y cercó a Bayona; aunque cargando muchas aguas levantó el cerco, volviendo a Castilla, con harto recelo de Navarra y Aragón, que ya temían el valor del castellano. El cual aprovechando tanto crédito, efectuó los casamientos de su hija doña Leonor con don Carlos príncipe de Navarra, y doña Leonor infanta de Aragón con el príncipe don Juan su hijo. Ambas bodas en Soria por mayo y junio del año mil y trecientos y setenta y cinco, quedando Enrique árbitro y dueño de la paz que en España habían causado su corona y su valor. El cual vino a pasar el verano de mil y trecientos y setenta y siete a nuestra ciudad, donde llegó a visitarle Filipo, duque de Borgoña, hermano del rey de Francia, que pasaba en romería a Santiago de Galicia, devoción y voto muy frecuentado de los príncipes de aquellos siglos. Recibióle el castellano con magnífica ostentación, agradeciendo el hospedaje y favores que de Francia había recibido. Nuestra ciudad, para complacer a su rey, festejó al príncipe extranjero con solemnes fiestas.

     IV. En veinte y siete de marzo del año siguiente mil y trecientos y setenta y ocho murió en Roma el pontífice Gregorio undécimo. En nueve de abril fue electo Bartolomé Butillo, napolitano, y coronado con asistencia de todos los cardenales, tomó nombre de Urbano sexto, aunque mal contentos los cardenales franceses, congregados en Fundi en diez y nueve de septiembre del mismo año eligieron a Roberto, cardenal de Ginebra, que con nombre de Clemente séptimo, puso su corte en Aviñón, dándose principio al cisma más largo que la Iglesia ha padecido. Los reyes se dividieron: el de Castilla se quedó neutral.

     En nuestro obispado, por muerte del obispo don Gonzalo, dice el mismo catálogo de los obispos, que sucedió don Hugo de Alemania. El nombre parece alemán, y el sobrenombre lo confirma. Pedro Sánchez canónigo de Segovia, situó ciento y cuarenta maravedís de renta sobre unas casas a la Calongía, para una fiesta aniversaria de la Asunción de nuestra Señora, y otra de Santiago. Y en doce de noviembre de este año confirmó la fundación mosén Freire, provisor por el venerable padre don Hugo, obispo de Segovia.

     Entre Navarra y Castilla había asomos de una pesada guerra: pidió el navarro paces, y el castellano las concedió con capitulaciones acreditadas para su corona. Viéronse ambos reyes en Santo Domingo de la Calzada, compitiendo en ostentaciones y cortesías. Vuelto el navarro a su reino, enfermó don Enrique con muestras de gota, o (según muchos) envenenado por un moro de Granada, al cual su rey, temeroso de que Enrique, apaciguado ya con los príncipes cristianos, volvería las armas contra él, envió a que procurase darle muerte. Este fingiéndose fugitivo, entre otros dones, presentó unos preciosos borceguíes al rey que sin advertir que eran don de enemigo, los calzó, y murió a diez días en veinte y nueve de mayo de mil y trecientos y setenta y nueve años: su edad cuarenta y seis, años y pocos meses. Príncipe comparable con todos los antiguos más celebrados, hijos de su valor en la conquista, y de su prudencia en la conservación de su corona. En las últimas verdades dejó advertido a su hijo gobernase con religión y justicia, y para conseguir estas virtudes solicitase el consejo de ministros convenientes, con quien procurase crédito de cuidadoso y justo. Yace en la santa iglesia de Toledo.

     V. Sucedió su hijo don Juan primero de este nombre en edad de veinte y un años menos ochenta y siete días. Partió a Burgos con el cuerpo de su padre, cuyos solemnes funerales celebró en la iglesia catedral con real pompa, y en el convento de las Huelgas fueron coronados rey y reina, y él se armó caballero a sí mismo, y a cien mancebos nobles con gran fiesta y alegría del reino, por juzgarle en todo semejante a su padre. Convocó Cortes en aquella ciudad, y en ellas confirmó a nuestro obispo don Hugo y Cabildo cuantas donaciones y privilegios tenían de sus antecesores, como consta del original que permanece en el archivo Catedral, y su data, Fecho el privilegio en las Cortes de Burgos diez días de agosto, Era de mil y quatrocientos y diez y siete años. Son muchos los prelados y señores que confirman. Nuestra ciudad envió a estas Cortes los regidores siguientes: del linaje de don Fernán García, Gonzalo Sánchez de Heredia, Ioan Sánchez, Pedro González de Contreras, Fernán Sánchez de Virues, Diego García, Fernán Ramírez y Fernán Martínez de Peñaranda; del linaje de don Dia Sanz: Ioan Martínez de Soto, Pedro García de Peñaranda, Diego Martinez de Cáceres, Gómez Fernández de Nieva, Ioan Sánchez de la Ynojosa y Gómez Núñez: los cuales suplicaron al rey confirmase los privilegios y mercedes de sus antecesores, y en particular el nombramiento de regidores perpetuos que hizo su abuelo, como escribimos año mil y trecientos y cuarenta y cinco. Confirmólo el rey en la misma ciudad de Burgos en veinte de septiembre del mismo año, como consta del instrumento de la confirmación, que original permanece en el archivo de la Ciudad, confirmando entre los prelados don Hugo obispo de Segovia. En cuatro de octubre parió la reina doña Leonor en la misma ciudad de Burgos al príncipe don Enrique sucesor en los reinos de su padre, que el año siguiente mil y trecientos y ochenta envió gruesa armada en favor de Francia contra Inglaterra, molestando sus costas.

     Los dos pretensos papas Urbano y Clemente instaba cada uno por la obediencia de Castilla, a quien seguirían los demás reinos de España. Para determinar duda tan grave, convocó el rey Cortes para Medina del Campo, donde en veinte y ocho de noviembre parió la reina segundo hijo, nombrado Fernando, que después fue rey de Aragón. La determinación de la obediencia al pontífice se remitió para Salamanca por la autoridad de aquellas escuelas. Don Pedro de Luna, cardenal aragonés y muy devoto de la casa de Castilla, ganó la obediencia para Clemente, cuyo legado era. Así se declaró en Salamanca a veinte de mayo de mil y trecientos y ochenta y uno. Y en breve murió la reina madre doña Juana Manuel y fue llevada a sepultar en Toledo con su marido.

     VI. Habiendo tratado prolijo pleito nuestra ciudad con la de Ávila y con Teresa González sobre la dehesa que nombran Campo de Azálvaro, los oidores de Consejo Real, Juan Alfonso, Diego del Corral, Alvar Martínez y Pedro Fernández, en Madrigal, donde estaba la corte en nueve de diciembre de este año, pronunciaron sentencia en favor de nuestra Ciudad y Tierra, que hoy lo poseen. De pequeñas centellas se encendió una discordia entre Castilla y Portugal, a quien ayudaba Inglaterra, que puso los ejércitos en campaña la primavera del año siguiente mil y trecientos y ochenta y dos; antes de combatir se trató de paz y se efectuó con honestas condiciones. El rey de Castilla enfermó en Toledo, y su mujer la reina doña Leonor murió en nuestra villa de Cuéllar en trece de septiembre con general sentimiento de Castilla y Aragón por sus muchas virtudes. Con su muerte se alteraron muchas cosas. El viudo rey, aunque pesaroso, se casó por mayo del año siguiente mil y trecientos y ochenta y tres con doña Beatriz, hija del rey don Fernando de Portugal, desposada antes con el príncipe don Enrique. Entre otras personas, vino con esta señora por su canciller don Alonso Correa, presente obispo de la ciudad de la Guardia y después obispo nuestro, como adelante diremos. Recién casados los reyes vinieron con la corte a nuestra ciudad, donde por el mes de septiembre se celebraron Cortes generales de Castilla, y entre otras se estableció aquella celebrada ley de que dejada la cuenta en el tiempo de la era de César emperador gentil, que en Castilla había permanecido mil y cuatrocientos y veinte y un años, se contase por los años del nacimiento de Jesucristo Dios y hombre redentor del mundo. Francisco Cascales en su historia de Murcia puso a la letra esta ley, aunque no refiere dónde la halló. Por haberse establecido en nuestra ciudad pareció trasladarla de allí a nuestra historia.

     La misericordia del eterno y perdurable padre, queriendo reparar el daño de la inobediencia del primer hombre, por la cual el humano linaje havia caido y estaba sujeto al poder del diablo, con piadosa y justa providencia, envió á su glorioso hijo nuestro Señor Iesuchristo del solio de su majestad á la tierra, á tomar carne humana en el muy santo y bendito cuerpo de la Virgen santa Maria, la cual encarnación y maravillosa natividad fue principio de nuestra redención y salvación, según la verdad de la escritura divina y la dotrina de la santa Madre Iglesia, que tiene y cree la santa fé Católica. Por tanto, digna cosa es que Nós, é todos los otros verdaderos, é fieles príncipes de la fé católica, religion, e unidad tanto mas devotamente hagamos recordación, e continua memoria de aquella santa Natividad, cuanto mayor gracia e beneficio habemos recibido por ella; no siguiendo la antigua costumbre que en las escrituras auténticas los reyes, de donde Nos venimos, hacen memoria de los hombres gentiles. La cual usanza, principalmente conviene á nuestra alteza quitar, e mudar por cuanto no conocemos superior alguno en la tierra, salvo en lo espiritual á la santa Madre Iglesia, y al Vicario de Iesuchristo. En cuyo loor e gracia establecemos, e ordenamos por esta nuestra ley, que desde el día de Navidad primero que viene, que comenzará á veinte y cinco días del mes de diciembre, del nacimiento de nuestro Señor Iesuchristo, de mil e trecientos e ochenta y cuatro años, e de allí adelante para siempre jamás todas las cartas, e recabdos, e testamentos, e testimonios, e cualesquiera otras escrituras, de cualquier manera, e condición que sean, que en nuestros reinos se hubieren de hacer, asi entre nuestros naturales, como entre otras personas cualesquier que las hagan, que sea allí puesto el año, e la data dellas deste dicho tiempo del nacimiento de nuestro Señor Iesuchristo, de mil e trecientos e ochenta e cuatro años. E despues que este año sea cumplido, que se hagan las dichas escrituras desde allí adelante, para siempre, desde el dicho nacimiento del Señor creciendo en cada un año, segun que la santa iglesia lo trahe. E las escrituras que desde esta navidad que viene, fueren fechas en adelante: é no traxeren este año del nacimiento del Señor, mandamos que no valan, ni hagan fe por el mismo caso, bien assi, como si en ellas, ni año ni tiempo alguno se hubiese puesto. Pero tenemos por bien que las cartas y escrituras, que fueren fechas antes deste año del nacimiento del Señor de mil e trecientos e ochenta e cuatro años, en que venga la era de cesar, o la era de la creación del mundo, ó otras eras, é tiempos, de los que en las escrituras acostumbraban de poner hasta aquí. E las tales escrituras que fueron, ó fueren mostradas de aquí adelante en averiguación de prueba, en juicio, ó fuera de juicio que valan, é sean firmes en todo lugar, que parecieren, segun valian, é hazian fe, antes que este año del nacimiento del Señor mandásemos traher de mil e trecientos e ochenta e cuatro años.

     VII. Decreto digno de un príncipe cristiano, pues de Dios reciben ser y principio las cosas. Y prerrogativa grande de nuestra ciudad digna de estimarse por tal, pues ciudades ilustres compiten sobre haberse establecido en ellas la era, en honor y memoria de un príncipe gentil. Aunque la ley manda, y con razón, que el año se comenzase el mismo día de navidad, estaba tan arraigado comenzarse a contar desde las calendas o primero día de enero, el año que ordenó Julio César, atento a los movimientos celestiales, que las historias e instrumentos comenzaron a contar los seis días desde veinte y cinco de diciembre a primero de enero con esta frase saliente el año 84 y entrante el año 85. Y así en los siguientes; hasta que el uso o el abuso venció en que el año se principie el día de la circuncisión de Jesucristo nombrado por eso día de año nuevo, siendo más conveniente que se principiara el día santísimo de navidad; o a imitación, de la curia romana, el día de la anunciación, paso primero de Dios hombre en nuestra humanidad.

     Entre otros pueblos había dado el rey en arras a la reina doña Beatriz a nuestra villa de Cuéllar, que por estos días envió a Basco Pérez y a Diego Martínez, regidores, a hacer el pleito homenaje de obediencia; y pedir confirmación de sus muchos privilegios y franquezas. Recibió el pleito homenaje, por mandado de la reina, Roy Martínez, su mayordomo, en una sala de palacio; asistiendo don Alfonso, obispo de la Guardia y canciller de la reina, Alfonso Esteváñez, capellán mayor, y don Juan, obispo de Calahorra: así consta el instrumento original que permanece en el archivo o arca de piedra de Santa Marina de Cuéllar, su data en Segovia viernes 16 de Otubre, Era de mil e cuatrocientos e veinte e uno; porque la ley mandaba que la nueva cuenta comenzase de la navidad siguiente.

     VIII. Estando en nuestra ciudad supo el rey que el de Portugal su suegro había fallecido en Lisboa en veinte y dos de este mismo mes de octubre. Partió el castellano a Toledo donde celebró los funerales del suegro. De allí pasó a la Puebla de Montalbán; donde se determinó entrar en Portugal como reino de su mujer, entre paz y guerra, medio de dañosos extremos. Entró en fin el año siguiente mil y trecientos y ochenta y cuatro. El obispo de la Guardia, como canciller de la reina, le recibió en su ciudad. Pasó a cercar a Lisboa, principio y fin de la guerra. Apretóse el cerco con armada que allí llegó de Sevilla, pero enfermando el ejército levantó el cerco; y por Sevilla volvió a Castilla, donde supo que en Coimbra en cinco de abril del año siguiente mil y trecientos y ochenta y cinco, los portugueses habían alzado rey a don Juan, maestro de Avís, hijo bastardo de don Pedro y doña Teresa Gallega, valeroso por su persona. Irritado el castellano juntó un ejército de treinta mil combatientes; entró por Ciudad Rodrigo en Portugal, y en catorce de agosto perdió la batalla de Aljubarrota; que los portugueses con su nuevo rey don Juan ganaron con valor y fortuna, si ya no se la dio el desacierto de los castellanos, que para pagar su gente se habían valido del tesoro del santuario de Guadalupe. De los santos y sus templos se ha de pretender el favor, no el despojo, que Dios disminuye a quien intenta disminuirle, y acrecienta a quien le ofrece, con perpetuos ejemplos de los siglos, siendo éste de los más advertidos. Nuestro rey, cargado de luto y tristeza, llegó por mar a Sevilla, y presto vino a nuestra ciudad, donde en cuatro de octubre concedió privilegio al Cabildo de que no se echase huésped en casa de canónigo, racionero ni capellán, si no es viniendo las personas del rey o reina, príncipe o infantes. Y pasando a celebrar Cortes en Valladolid lo confirmó en primero de diciembre como consta del original que permanece en el archivo Catedral.

     IX. El catálogo de nuestros obispos dice que a don Hugo de Alemania sucedió don Gonzalo de Aguilar, sin señalar tiempo, ni que hasta ahora hayamos hallado más noticia de este prelado.

     El nuevo rey de Portugal, para asegurar su corona con el crédito de la vitoria de Aljubarrota, movió a Juan, duque de Alencastro, a que con su mujer doña Constanza, hija del rey don Pedro, acometiese a Castilla con título de su rey, como se hizo. Apretado el castellano convocó Cortes en nuestra ciudad el año siguiente mil y trecientos y ochenta y seis. En ellas publicó un escrito en forma de ley, probando en él la justificación de su corona contra doña Constanza, nacida de adulterio. Sirvióle el reino con dinero y gente, y pasó a Zamora a disponer la defensa, olvidada la venganza de Portugal, viéndose con la guerra dentro de su casa. En la ciudad de Porto se vieron el inglés y portugués, que casó con Filipa, hija del inglés de primer matrimonio. Entraron juntos talando la tierra de Campos. El castellano envió al inglés embajadores a don Juan Serrano, presente prior de Guadalupe (que aún no era convento de jerónimos, como probaremos presto), a Diego López de Medrano y al dotor Alvar Martínez de Villarreal, que procuraron componer las diferencias, sin conseguirlo; aunque don Juan Serrano, con mucho secreto, propuso al inglés casamiento del príncipe don Enrique con doña Catalina su hija y de doña Constanza, final pretensión de ambos reyes, que sus hijos lo fuesen de Castilla, como sucedió, desvaneciéndose esta guerra, que tanta sangre amenazaba.

     X. En premio de tan gran servicio dispuso el rey que don Juan Serrano fuese nombrado obispo de nuestra ciudad: si fue por muerte o promoción de don Gonzalo de Aguilar, no quisieron los antiguos que lo supiésemos. Don Juan era canciller mayor del sello de la puridad del rey (parece lo que hoy secretario de Estado), cuarto prior seglar del santuario de nuestra Señora de Guadalupe, imagen hallada milagrosamente en aquellas sierras en tiempo del rey don Alonso conquistador, con muestra y tradición de ser la misma que San Gregorio Magno sacó en procesión, en aquella gran pestilencia que por los años 590 afligió a Roma, cuando apareció el ángel sobre el castillo de Adriano (nombrado por eso de Sant Angel) envainando la espada, y después la envió el pontífice a San Leandro, su amigo y arzobispo de Sevilla, donde estuvo hasta la pérdida de España, que devotos suyos, temeroso del destrozo enemigo, la ocultaron en las sierras de Guadalupe. En esta gran casa y santuario, donde asistían al culto divino doce capellanes, sin la muchedumbre de ministros y criados de oficinas, era prior don Juan, empleo de mucha reputación y confianza. Mandóle el rey que antes de dejarle le consultase qué expediente se tomaría en el gobierno de aquella casa. Parecíale (y con buen consejo) que aquel empleo y ocupación era propia para religiosos, y consultado el rey se encargó a unos, que poco advertidos no cumplieron el año primero en la estancia, o no convino que le cumpliesen.

     XI. Pasaba esto en el año mil y trecientos y ochenta y ocho, en que el rey celebraba Cortes en Briviesca, donde los reinos pidieron que la Chancillería real asistiese la mitad del año en Castilla la Vieja y la mitad en la Nueva: no se ejecutó esto: pero determinose que siempre estuviese en nuestra ciudad, por medio entre ambas provincias, como presto diremos. Pasáronse las Cortes a Palencia, donde se celebraron los desposorios del príncipe don Enrique con doña Catalina de Alencastro, con señorío y título de Príncipes de Asturias, que hasta hoy se continúa en los herederos.

     El año siguiente mil y trecientos y ochenta y nueve se convocaron Cortes a nuestra ciudad, donde vino el rey acompañado de León, rey de Armenia, que rescatado de un largo cautiverio andaba en la corte de Castilla. Comunicó nuestro obispo al rey, que el santuario de Guadalupe se diese a religiosos de San Jerónimo, que en pocos años de pequeños principios, pues no tenían entonces más de cinco conventos, se extendían con fama de mucha santidad, y aquella ocupación era muy conforme a su instituto y vida. Aprobolo el rey, y con su orden partió nuestro obispo a San Bartolomé de Lupiana, primitivo convento y cabeza de aquella religión. Era prior fray Hernando Yáñez, persona de grandes prendas. Recibió al obispo con religiosa cortesía, y sabido su intento, juntó sus frailes en capítulo, donde don Juan propuso así:

     No sabré, religiosos Padres, deciros distintamente de qué parte vengo á haceros esta proposición; si de parte de la Santísima Reina del Cielo, ó si de nuestro Rey de Castilla, ó si de mi mismo. Y será acertado decir que de parte de todos tres. La Reina de cielo y tierra, cuya devota imagen tantos siglos estuvo oculta en las ásperas sierras de Guadalupe, quiso manifestarse al tiempo que esta Religion renacia en España: indicio de que quiere que la sirvan sus hijos. Nuestro Rey Don Juan cuidadoso del agradecimiento que debe á tantos favores como el, y sus antecesiores han recibido de su celestial mano, ha puesto los ojos en esta Religion confiandola tanta obligacion, y obligando con la eleccion á admitir la empressa. Promete el patronazgo de la casa: y las jurisdiciones espiritual y temporal, y renunciacion del Arzobispo, y Cabildo de Toledo, de los derechos y rentas que alli tuvieren. Yo ministro de ambos: y Prior al presente de aquella casa, conozco su menester, y sé que necesita de vuestra asistencia: y assi he procurado venir en persona á intimaros esta obligacion. Advertid, religiosos Padres, que os llama el Cielo a su ministerio temporal, y el mundo á su espiritual provecho: y que no nacisteis para solos vosotros. Participe España en aquel santuario de la luz de vuestro instituto: vuestro gran padre aumente accidentes de gloria viendo á sus hijos capellanes de la Soberana Virgen Madre de Dios, de quien fue tan devoto. Y vosotros sirviendo á tan soberana Señora, correspondiendo á tan Religioso Rey, y gratificando mis buenos deseos, cumplid con el precepto del Evangelio, de no tener la luz debajo del candelero.

     Así propuso nuestro obispo, y agradecida del prior y convento la cortesía de la proposición, saliéndose del capítulo para que los religiosos votasen el caso, se fue al templo a orar a Dios por el buen suceso. Salió en fin (después de algunos debates) que se aceptase la casa de Guadalupe. Fue el prior acompañado de los más graves religiosos a decirlo al obispo y agradecer el favor que les hacía. El lo agradeció al cielo mostrando estimación grande a los religiosos, con que animaban su determinación. Volvió a referir lo sucedido al rey, que aún perseveraba en las Cortes de nuestra ciudad. Enviaron a llamar al prior, dispuesto el caso se volvió a su convento de San Bartolomé a disponer la ida a Guadalupe.

     XII. En estas Cortes se decretó que la Chancillería real, no había entonces más de una, asistiese en nuestra ciudad siempre. Nombráronse por oidores los doctores Alvar Martínez, Diego de Corral, Ruy Bernal, Pedro Sánchez, Gonzalo Moro, Arnal Bonal, Pedro López, Alfonso Rodríguez, Antón Sánchez y Diego Martínez. Alonso López de Haro en sus nobiliarios dice, que esto se decretó el año siguiente; y también se nombraron cinco prelados y dos caballeros, no sabemos quiénes fuesen.

     Viernes diez y siete de septiembre de este año Fernán Sánchez de Virués, Gómez Fernández de Nieva, Fernán García Bernardo y Juan Fernández del Espinar, regidores de Segovia tomaron posesión del castillo y heredad de Sancho Nava, que la ciudad había comprado en treinta mil y cinco maravedís de moneda vieja de diez dineros novenes viejos a doña María, hija de Gonzalo Martínez de Ávila, como testamentaria de Teresa González hija de Nuño González de Ávila, y mujer de Juan Ortiz Calderón, justicia mayor de Talavera. Hallóse a esta posesión Pedro González de Contreras vasallo del rey, montero mayor del príncipe y vecino de Segovia, marido de doña Urraca González de Ávila como dice el instrumento, que autorizado se guarda en los archivos de nuestra Ciudad y Tierra. Fue Pedro González de Contreras, ilustre segoviano nuestro, tronco de los Contreras de Ávila, hermano de Fernán González de Contreras, hijos ambos de Gaspar González de Contreras, como dejamos advertido.

     XIII. No excusamos advertir en esta ocasión que en las historias de Madrid se refiere a un privilegio que en favor de aquella real villa despachó el rey don Juan en nuestra ciudad en doce de octubre de este año; y entre los confirmadores se pone Don Yñigo obispo de Segovia, error sin duda del traslado o impresión; siendo tan cierto que lo era don Juan Serrano. El cual, por estos días, partió de nuestra ciudad a Guadalupe; a donde viernes veinte y dos del mismo mes de octubre, al anochecer, llegaron fray Fernando Yáñez y treinta y un religiosos, todos a pie y en procesión concertada, modo que habían traído todo el camino desde el convento de San Bartolomé de Lupiana con mucha edificación de los pueblos. Salió a recibirlos nuestro obispo, como prior que aún era de aquel santuario; y en pocos días les hizo entrega de casa, joyas y jurisdición conforme a los poderes que tenía; y últimamente renunciación de su priorato. Despidiéndose en fin con lágrimas de todos, por ser el obispo amable por su virtud y condición, volvió a nuestra ciudad y su obispado, y en breve fue promovido a Sigüenza, donde entró mediado el año siguiente mil y trecientos y noventa. Y habiendo gobernado aquel obispado doce años, murió en Sevilla año mil y cuatrocientos y dos, mandándose sepultar en el santuario de Guadalupe, donde yace en la capilla de San Gregorio: si bien en Sigüenza muestran su sepultura en la capilla mayor de aquella iglesia Catedral con sola esta inscripción, Don Iuan Serrano. Sucedió en nuestro obispado don Gonzalo González de Bustamante, de los mayores letrados de aquella edad, y estimado como tal de todo el reino y particularmente de don Pedro Tenorio, presente arzobispo de Toledo.

     XIV Deseaba el rey introducir en sus reinos la sagrada religión cartusiana, que Bruno, dotor grande parisiense y mayor santo había fundado por los años mil y cien, con abstinencia inviolable de carnes, silencio perpetuo y otros rigores contra la humana destemplanza. Para disponer la fundación del primer convento había venido del convento cartusiano nombrado Scala Dei en Aragón, don Lope Martínez, hijo ilustre de nuestra ciudad y monje de aquel convento. El cual después de vistos algunos sitios, juzgó por el más conveniente un valle, cuatro leguas al oriente de nuestra ciudad, entre las sierras de Peñalara y la Morcuera en una ermita nombrada Nuestra Señora del Paular; cuya imagen de piedra se conserva y venera hoy sobre la puerta de la iglesia, en la ribera del río Lozoya, que da nombre al valle: sitio apacible y retirado a propósito para el retiro y contemplación que profesa aquella religión, verdaderamente monástica. Determinada la fundación en aquel sitio, vino el rey por el mes de julio de este año al convento cisterciense de Santa María de la Sierra, junto a Sotos Albos. De allí despachó artífices que desmontasen el sitio y plantasen la fábrica con asistencia del fundador, don Lope Martínez. Luego vino el rey a nuestra ciudad, donde día de Santiago en la iglesia mayor instituyó la orden de Caballería del Espíritu Santo, para lo más noble de su reino: cuya divisa era un collar con rayos del sol, y pendiente de él una paloma de esmalte blanco. El pensamiento tiene mucho de religión y alteza; y si la muerte de este rey no sobreviniera tan presta y arrebatada, tuviera esta institución grandes aumentos, porque los merecían el intento y fundador. El cual juntamente mostró allí un libro de las constituciones de su gobierno, que del todo pereció. También instituyó en este mismo día y lugar otra divisa para caballeros de menos punto, que se aventajasen en armas. Todo pereció en flor, como su dueño.

     XV. Don Juan Serrano, obispo ya de Sigüenza, dio posesión de la ermita y sitio del Paular, por comisión del arzobispo de Toledo, a nuestro don Lope Martínez en veinte y nueve de agosto de este año.

     En cinco de septiembre el rey, estando en nuestra ciudad, hizo merced a la villa de Cuéllar de dos ferias, una en veinte de mayo, otra en ocho de octubre cada año: merced bastante a conservar un pueblo en mucha grandeza, mas (confirmada por don Juan segundo en once de marzo de mil y cuatrocientos y cuarenta y cuatro años), se perdió por culpa de los naturales, o mudanzas de señores, trocándose en una en veinte y cinco de julio, fiesta de Santiago, inútil por el tiempo.

     De nuestra ciudad partió el rey a ver los principios de la fábrica del Paular, y de allí a Alcalá de Henares, donde vinieron cincuenta caballeros, nombrados Farfanes, muzárabes de Marruecos, originarios españoles, y que ahora venían llamados de su rey a servirle: eran muy diestros en la caballería corta nombrada Gineta, nombre africano, y aunque antigua, mal practicada hasta entonces entre castellanos. El rey alentado y deseoso de no ignorar ejercicio alguno militar, domingo nueve de octubre de este año, saliendo de misa, subió a un caballo rucio rodado: y queriendo hacerle mal en unas aradas junto a la puerta de Burgos, corcoveando la bestia con la desigualdad del suelo, sacudió al caballero con tanto ímpetu, que quebrantado del golpe, instantáneamente espiró en los surcos de un barbecho, un rey tan brioso, en lo robusto de treinta y dos años y cuarenta y seis días, blasón de la muerte en el sujeto, en el modo y en la brevedad.

Arriba