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Capítulo II

Gran seca de España. -Restauración de Segovia. -Entrada de los cartagineses. -Señorío de los romanos.

     I. Defunto Hispán (o Hispalo), volvió Hércules a España, donde murió y fue sepultado, nombrando rey a Hespero, al cual desposeyó Atlante su hermano, que dejó el reino a Sículo su hijo y éste a sus descendientes, hoy no conocidos; hasta que concluida la guerra y ciudad de Troya, Ulises, Teucro y Diomedes, capitanes griegos, aportaron a España y saliendo por el estrecho de Gibraltar al gran océano, costeando el norte, fundaron en aquellas marinas occidentales a Lisboa, Pontevedra y Tuy. Cerca de estos tiempos reinaba en España, o parte de ella, Gárgoris, famoso por haber sido el primero que usó de la miel y de la cera, beneficiando los enjambres. Así lo escribe Justino, refiriendo que habiéndole nacido un nieto de una hija sin marido, mandó echarle en los montes donde una fiera le dio leche, y después a unos perros hambrientos, que le guardaron; y de allí en el mar, cuyas olas le sacaron a la orilla, donde últimamente acabó de criarle una cierva, causa de salir tan ligero y montaraz, que molestaba las campanas y pueblos con robos y muertes, hasta que cogido en unos lazos, fue presentado al rey, su abuelo, que inducido del impulso natural y de las señales del mancebo, le reconoció nieto y nombró sucesor del reino. En cuyo buen gobierno fue tan admirable como en la crianza, que no en balde suceden los prodigios.

     II A este rey (como escribe Justino) sucedieron por muchos siglos sus descendientes, de cuyos nombres y gobierno pereció la noticia. Sólo refieren algunos de nuestros historiadores (sin hallarse en autor griego ni latino), que por estos tiempos sucedió en España una sequedad tan espantosa, que no llovió en veinte y seis años. De cuya relación algunos han mofado, sin advertir que puede Dios castigar las culpas de los hombres con falta de agua en semejante sequedad, como con la sobra en el diluvio. Despobló esta sequedad la provincia huyendo los pobres y muriendo los ricos, en la confianza de su opulencia. Reducida a su natural temperamento la provincia, volvieron a ella los huídos, acompañados de las naciones que los habían amparado. Y entre otros los celtas (hoy franceses), entraron en la Iberia, donde fundaron a Segóbriga (hoy Segorbe). Y después de algunos años, con nombre común de celtíberos, como dicen Lucano y Silio, penetraron a lo interior de España, reedificaron nuestra ciudad, nombrándola, como escriben Florián de Ocampo y Pedro Antonio Beuter, Segóbriga, en memoria de la que dejaban en Iberia. Y si fue éste el origen del nombre de Segovia, ignoramos el que tuvo antes. Esta venida de los celtíberos fue por el mismo tiempo que Rómulo y Remo daban aumento y nuevo nombre también a Roma, por los años del mundo tres mil y docientos y dos y antes que Jesucristo naciese, setecientos y cincuenta y dos.

     III. A la abundancia de frutos y metales de España acudieron muchas naciones y los de Tiro y Sidón se apoderaron de Cádiz y parte de lo que se nombra Andalucía, y los antiguos nombraron Campos Elíseos, habitación de los bienaventurados por sus delicias. Cuyos naturales, para defenderse de los extranjeros, hicieron rey a Argantonio, famoso por su mucho valor y larga edad, pues hay quien escribe que vivió trescientos años. Por este tiempo Nabuconodosor (o Nabucad-Nezer), emperador de Babilonia, habiendo destruido a Jerusalén, asolado el templo de Salomón y cautivado a su rey Sedequías, puso cerco a la cudad de Tiro, que apretada pidió socorro a los de Cádiz, descendientes suyos. Estos, con muchos españoles, partieron a socorrerla; con que el babilonio, despechado alzó el cerco y fue a Egipto, y de allí a África, de donde se dice vino a España a vengarse de la ayuda que había dado a Tiro. Tomó algunos puertos, y dejó en la provincia muchas gentes de las naciones de su ejército: caldeos, persas y judíos. Su venida a España escriben autores de crédito: Josefo y Estrabón, por autoridad de Megástenes, y Plinio, por autoridad de Marco Varron, dice que vinieron persas, fenicios y africanos. Nuestros historiadores añaden que la ocasión fue vengarse de los gaditanos; o sería esto, o ansia de querer extender su imperio y nombre, común ambición de los reyes.

     IV. Defunto Argantonio, los españoles maltratados publicaron guerra a los extranjeros fenicios, ya señores de Cádiz, que apretados llamaron en su favor otros fenicios compatriotas suyos, que con su reina Dido, pocos años antes, habían fundado en la marina de África la celebrada ciudad de Cartago, poderosa ya por mar y tierra. Estos cartagineses acudieron a favorecerlos; y con industria y fuerza se alzaron con todo, señoreando muchos pueblos de aquellas marinas. Para cuyo gobierno enviaron gobernadores a tiempos; y entre ellos a Himilcon y Hanon, hermanos, famosos por sus navegaciones y descubrimientos: Himilcon al norte, y Hanon al mediodía. Y después a Amílcar, llamado el Grande. A quien sucedió su yerno Asdrúbal, fundador de Cartagena. Y a éste el bravo Aníbal, que en los principios de su gobierno conquistó desde Cartagena a las montañas, que (como dijimos) hacen frente oriental a nuestra Segovia; porque no consta haber pasado las armas cartaginesas a nuestra ciudad, que por aquellos siglos se gobernaba en la forma que Hércules y Hispan la pusieron.

     V. Deseoso Aníbal de romper guerra con los romanos, para eternizar su nombre, destruyó a Sagunto, ciudad confederada con Roma. Y el año siguiente, atravesando a Francia, entró en Italia con cien mil combatientes, triunfando de los romanos en tantas vitorias, que los redujo a punto de desamparar aquella ciudad, que destinaba el cielo para cabeza del mundo. Determinó el Senado romano que, para embarazar los bríos y fuerzas del enemigo cartaginés, pasase con ejército a España, primero Neyo Cipión Calvo, y después, Plubio Cornelio Cipión, su hermano mayor. Así las dos repúblicas, romana y cartaginesa, molestaban el mundo por señorearle. Y nuestra España, pretendida ansiosamente de ambas señorías por el valor de sus naturales y riqueza de sus minas, padecía los estragos de la guerra. La parte y ejército cartaginés gobernaba Asdrúbal Barcino, segundo hermano de Aníbal, que vencido de los Cipiones, vinieron en su socorro con gente y pertrechos Magón su hermano y Asdrúbal Gisgón, y últimamente Masinisa, su yerno, todos valientes capitanes. Lo principal de la guerra se hacía con los mismos españoles, que engañados ya del interés, y de la cautela de ambas naciones, derramaban su sangre para cautivar su libertad. Muchas fueron las derrotas que los dos hermanos dieron a los cartagineses mas en fin murieron a sus manos ambos.

     VI Tan amedrentada quedó Roma, que no hallaba quien quisiese encargarse de la guerra de España, hasta que Publio Cipión, hijo de Cornelio, mancebo de veinte y cuatro años, con diez mil infantes y mil caballos, vino a España, y recogiendo los huidos cercó y ganó Cartagena, acreditado principio de sus grandes hazañas. Pues en cinco años, destruidos los cartagineses, los desarraigó de la provincia que habían poseído trecientos años; y fundada Itálica, volviendo a Roma de veinte y nueve, el Senado le negó el triunfo mayor por no dejar lo conquistado en forma de provincia, o por no haber tenido los cargos requisitos de cónsul o procónsul, o (lo que es más cierto) por envidia. Pero, concedióle la ovación, aplauso menor que el triunfo, sólo en entrar a caballo y no en carro y llevar corona de arrayán y no de laurel, siendo éste el primer trofeo que Roma vio de España, cuyos naturales conocieron su cautiverio después de perdida la libertad. Y aunque Indíbil y Mandonio, valientes hermanos españoles viendo fuera a Cipión, procuraron redimir la patria con treinta mil infantes y cuatro mil caballos, murieron a manos de Léntulo y Acidino, capitanes romanos. Cuyo Senado determinó dividir a España, para sujetarla y gobernarla mejor, en dos provincias pretorias. Estas eran España citerior, que contenía desde los montes Pirineos hasta los montes Carpetanos, que (como dejamos dicho) atraviesan casi España, dejando una lengua al poniente a nuestra ciudad; y España ulterior, que contenía desde estos montes al mar océano, de modo que nuestra Segovia era de los pueblos orientales de la España ulterior.

     VII. Conforme a este repartimiento, que variándose después causó mucha confusión en la topografía de España, año ciento y noventa antes del nacimiento de Cristo, Cayo Flaminio, pretor de la citerior, conquistó a Butrago, pueblo de la falda oriental de los mismos montes Carpetanos, cuya cumbre se nombra hoy puerto de Butrago y Somosierra. Esta conquista refiere Tito Livio en la década 4, lib. 5: C. Flaminius oppidum Litabrum munitum, opulentumque, vineis expugnavit: et nobilem regulum Corribilonem vivum cepit. Las pocas señas que Livio da del suceso,del pueblo y del rey, cuyos nombres en ninguna otra parte ni autor de aquellos tiempos se hallan, ahuyentó a nuestros historiadores de esta memoria. Sólo el cuidadoso Ambrosio de Morales la refirió así: Flaminio, por recobrar algo de la reputación que el año antes había perdido, combatió reciamente y tomó por la fuerza una ciudad fuerte y rica, llamada Litabro y cautivó en ella a un señor principal llamado Corribilon. Y ni de él ni de la ciudad no se puede tener más noticia. Hasta aquí, Morales. Pero cierto es que el pueblo que los latinos nombraron Litabro y los godos después Britablo, es el mismo que hoy se nombra Butrago. Y Livio se ha de leer como aquí va puntuado. No entendiendo que el pueblo fuese opulento de viñas, como algunos han leído, sino que Flaminio le combatió con los instrumentos o máquinas que los latinos nombraban vineas y describe Vegecio en su Arte Militar, con los cuales escribe Cicerón a su amigo Catón haber combatido una ciudad de oriente.

     VIII. Muy cerca de nuestra ciudad andaban por estos días ambos gobernadores y ejércitos romanos, pues prosigue Livio: que también Marco Fulvio, procónsul, venció en dos batallas dos ejércitos españoles y tomó por combate dos pueblos, nombrados uno Vescelia y otro Halon y muchos castillos; y otros que se entregaron de voluntad. Quiere Juliano, arcipreste de Santa Justa en Toledo, autor que escribió por los años de mil y ciento y cincuenta de Cristo, en los adversarios, que Vescelia sea Uzeda y Halon Aillon, con las señas de este suceso, y entendemos que es así. Considerando que en tantas guerras de esta comarca no se nombra Segovia, sentimos la falta lastimosa de los libros que se perdieron de Livio pues los que gozamos no pasan de los años ciento y setenta antes de Cristo, en que va nuestra historia. Si bien Apiano Alejandrino, escritor griego por los años ciento y ochenta de Cristo, como de él se colige en el libro de las guerras siriacas, escribió un libro de guerras de España. Y el original griego maltratado y sin este libro de las guerras españolas, se halló por los años mil cuatrocientos cincuenta entre los manuscritos griegos, que a la gran librería de los Médicis de Florencia trajo el docto Juan Lascáris. Y después se trajo de Constantinopla con este libro de las guerras de España, por diligencia del docto español don Diego Hurtado de Mendoza, siendo embajador de Venecia. De este autor nos valdremos para las noticias de nuestras cosas, con advertencia de que está depravado, particularmente en nombres de pueblos, y números de sus distancias. O sea poca noticia del autor, que en Egipto escribió las cosas de España, o mucho descuido de los escribientes, que después le trasladaron.

     IX. Refiere, pues, que los ciudadanos de Segeda, ciudad grande, puesta en los pueblos que nombra belos, confederada con algunos comarcanos, reparaba sus muros, que tenían de cerco cuarenta estadios. El Senado romano, receloso de la fortificación, mandó que cesase el reparo de los muros, pagasen el tributo capitulado, y con sus armas acudiesen a servir enel ejército romano. Todo conforme a unas capitulaciones asentadas antes con Sempronio Graco. Replicaban los segedanos que, por las capitulaciones, se prohibía levantar nuevos muros, mas no reparar los maltratados, como ellos hacían y que el tributo y servicio estaban ya remitidos por el Senado. El cual, usando del poder más que de la justicia, de que tanto blasonaba sólo en palabras, respondió que las capitulaciones y privilegios sólo duraban lo que el Senado quería. Y denunció la guerra. Pasaba esto al final del año seiscientos de la fundación de Roma, que son ciento y cincuenta y dos antes de Cristo. Y saliendo cónsules el día primero del año siguiente, Quinto Fulvio Nobilior y Tito Anio Lusco, se mandó que desde luego usasen el oficio, por la instancia de esta guerra (como advirtió Casiodoro), contra el orden común de que los cónsules, aunque electos día primero de enero, no usaban insignias ni potestad hasta quince de marzo. Mandando juntamente que el nuevo cónsul Quinto Fulvio con ejército consular de trescientos mil combatientes partiese contra los segedanos.

     X. Estos, ofendidos de la tiranía romana, viendo por acabar el reparo y fortificación de sus muros, con mujeres, hijos y hacienda, se acogieron a los arascos (parecen los de Aranda de Duero) y eligiendo por su capitán a Caro, valiente segoviano, en veinte y nueve de agosto, día en que los romanos celebraban fiestas a Vulcano, sabiendo que el cónsul se acercaba, salió a campaña con su gente. Y con prudente juicio, emboscó veinte mil peones y quinientos caballos que pasando al ejército romano, cargaron sobre él; y aunque resistió con brío, mataron seis mil poniendo los demás en huida. Pero siguiendo los segedanos el alcance con poca disciplina, dio sobre ellos la caballería romana, que venía en guardia del bagaje, y matando en los primeros ímpetus al general Caro, que animoso quiso romperlos con otros seis mil segedanos, que cayeron junto a él, se renovó la batalla, hasta que los despartió la noche; quedando ambas naciones tan amedrentadas, que de allí adelante sólo peleaban cuando no podían menos.

     XI. Así refiere Apiano este suceso, nombrando Segeda esta ciudad, que Lucio Floro nombra Segida. Y Apiano dice que estaba en los pueblos belos, de los cuales ningún cosmógrafo antiguo ni moderno ha hecho memoria. Ni Tolomeo la hizo de pueblos belos, ni de ciudad de Segeda. Estrabón, celebrado cosmógrafo, y que leyó a Posidonio, a Timóstenes, a Asclepiades Myrleano y a Eratóstenes, célebres escritores de la antigüedad de España, dijo: en los Arevacos está la ciudad de Segeda y Palencia. Y esta postrera cuantos han escrito la ponen en los vaceos. De aquí se conocerá (como dejamos advertido) cuán confusa está la topografía antigua de España. Quiera Dios que la presente no lo quede para los venideros, por insuficienicia de los que escribimos. Cierto siempre sentimos la falta de Tito Livio; pero mucho más en esta ocasión. Plinio puso una Segeda augurina entre el río Betis (hoy Guadalquivir) y el mar océano; y otra Segeda, restituta Julia, que Florián de Ocampo pone junto a Cáceres, villa de la provincia que hoy se nombra Extremadura. Mas ninguno de estos autores habla de esta guerra. Beuter y Garibay, dando rienda al aprieto escribieron que esta Segeda de junto a Cáceres es la referida en Apiano. Y que de tan lejos se recogieron a Numancia (distante más de ochenta leguas de tierra muy fragosa). Ambrosio de Morales, más atento a la topografía, dijo por mayor, que estaba cerca de Osma; y Juan de Mariana, que acaso fuera la misma Osma. Siendo esto cierto, que entonces se nombró Vxama y que nunca se nombró Segeda.

     XII. En tanta confusión de autores osamos dudar si en Lucio Floro o Apiano está errado el nombre de Segeda por Segovia; error con muchos ejemplos en todos los escritores de aquel tiempo, por equivocación de los autores o los escribientes. Y cierto la medida que Apiano da a Segeda de cuarenta estadios de cerco, siendo estadios griegos de a cien pasos, son los cuatro mil pasos que tiene la peña en que está fundada nuestra ciudad; teniendo a diez y siete leguas al norte la villa de Aranda, nombrada de Duero, por estar a su orilla, que sin duda son los arascos, donde (según Apiano) se recogieron los segedanos; y a poca distancia a Numancia, hoy Soria, o Garay, donde dice Apiano, que se acogieron los segedanos y arascos la noche de la batalla; prueba de su mucha vecindad. Y lo que más refuerza esta conjetura es la noticia continuada en nuestra ciudad y su comarca de la familia y nombre de Caro desde aquellos tiempos a éstos por mil y setecientos años, sin haberse interrumpido con la pérdida de España, ni estragos de tantas guerras. Pues en los muros de nuestra ciudad, fabricados de ruinas y despojos antiguos por el rey don Alonso VI, como en su vida escribiremos, se muestra una piedra, saliendo por la puerta nombrada de Santiago, sobre la mano izquierda, con letras romanas pero tan gastadas del tiempo, que apenas se leen las siguientes:

                               C......M......S......PIV......H.......
.......B......C...........ASIVS........
A...P.....M......II...VERICESO
NI........RI........SVI.........EN....
SVLP.....MARTIO..........LA....
..VR....TVTORES.........COR...
FVSCVM........ET.........VAL...
CARVM. ITEM...........ET.......
REDANNI............FLAVIIS
TVTORES.............COELIOSI
M..........NVMENTVM............
EX...........TO.......SVLP. P. C..

     Trabajo sería vano pretender y aclarar lo que tantos siglos han escurecido, pues sin duda es de lo primero que de los romanos permanece en España. Por lo menos se distinguen con claridad los nombres de Fusco y Caro. Y en la sacristía de la iglesia parroquial titulada hoy de San Blas, se ven unas cajas o lucillos sepulcrales de piedra, y en la parte exterior de la pared oriental una piedra de vera en cuadro poco más o menos, con el epitafio siguiente de letra medio gótica y medio romana.

                               Ossa Petri Cari lector sciat hic tumulari
Coniux et nati sunt hic, ibique locati:
Est Urraca Parens: Proles D. Carus eorum:
Alter natorum Laurentius esto suorum:
Ac Apparicius est nati nomen alius:
Tu defunctorum sis Christe misertus eorum.

     Aunque falta el tiempo en que se puso, acaso por ser cinco los sepultados, señal de haberse puesto después, su rudeza muestra su antigüedad. Y lo rítmico o consonante de los versos que en España comenzó a verse en verso latinos por los años mil cien, dice que yacen en los sepulcros Pedro Caro y su mujer Urraca y tres hijos. Del primero pone sólo la letra primera, que es D, pudo ser Diego o Domingo, nombres ya usados entonces en Castilla.

     XIII. Y Domingo Caro, canónigo de Párraces, firma en una concordia, que su abad y canónigos asentaron con el obispo y cabildo de Segovia, año mil docientos. Y en otra con el cabildo solo, año mil docientos catorce, como allí diremos. También Domingo Caro de Segovia fue uno de los treinta caballeros que ganaron y poblaron Baeza, año mil docientos veinte y siete, y fue alcalde en ella, año mil docientos treinta y seis, como consta en sus libros. Y entre los despojos de nuestra iglesia Catedral antigua se ve una piedra de media vara en cuadro, puesta hoy en una pared de las cocinas junto al Alcázar, con este epitafio: Hic iacet Ioannes Caro, et uxor eius Arjona, Era MCCLXXVI; que es año mil docientos treinta y ocho; y en el cerco y conquista de Sevilla se halló Pedro Caro de Segovia y fue heredado en aquella campaña, como consta en su repartimiento y diremos año mil docientos cincuenta y tres; conservándose hasta hoy ramos de este linaje en Martín Muñoz y Villacastín, pueblos de nuestra ciudad de la cual se ha esparcido a Cuenca, Baeza, Sevilla y otros pueblos, como advertiremos en sus conquistas.

     XIV. Estas conjeturas nos han inducido a sospechar si la guerra que Apiano refiere de Segeda, pasó en nuestra Segovia. Y por lo menos podemos afirmar que el capitán Caro fue segoviano, cuya muerte (como dijimos) en el seguimiento de los romanos vencidos, causó tanta falta en el ejército español, que junto se recogió a Numancia aquella misma noche, indicio de que la batalla pasó muy cerca. Los romanos ofendidos del amparo, cercaron al tercer día la ciudad, de cuyo cerco salieron tan mal tratados que sabido en Roma determinó el Senado que viniese a España el cónsul Marco Claudio Marcelo con ocho mil infantes y quinientos caballos de refresco. El cual, conocido el valor de los españoles en algunos encuentros, trató de vencerles por discordias, pérdida común de naciones briosas. Asentó paz con los numantinos, cautelando que renunciasen a la concordia que tenían con los arevacos, ticios y belos. Consintieron la renunciación y divididos perecieron todos.

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