Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.



ArribaAbajo

Capítulo XXXII

Coronación del infante don Alonso. -Lope de Cernadilla, ilustre segoviano. Diego Enríquez, embajador a Navarra. -Fundación de la Hermandad. -Prisión de Pedrarias en Madrid. -Batalla de Olmedo. -Entrada de los rebeldes en Segovia. -Muerte del infante don Alonso.

     I. Don Juan, rey de Navarra y Aragón, en venganza de las guerras que don Enrique rey de Castilla le había hecho y causado, atizaba las discordias de Castilla, fomentándolas el almirante don Fadrique Enríquez, suegro del aragonés, y don Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo; conocíalo Enrique y su culpable remisión había menguado tanto su autoridad, que estaba más para mandado que para obedecido; tanto que por orden de los dos se fue a Madrid por febrero de mil y cuatrocientos y sesenta y cinco años, dejando a la reina, su mujer, y a su hija y a la infanta doña Isabel en nuestro alcázar, cuyo alcaide era Pedro Monjaraz (nombrado entonces Perucho de Monjaraz) aunque para asistir a las personas reales quedaba Juan Guillén.

     En trece de este mes de febrero en Cabildo pleno nuestro obispo don Juan Arias de Ávila; don Juan Monte, arcediano de Segovia; don Alfonso García, arcediano de Cuéllar y vicedeán; don Luis Vázquez, arcediano de Calatrava, y chantre de Segovia; don Juan García, maestrescuela; don Diego Sánchez, tesorero; don Esteban de la Hoz, arcipreste; y Pedro Ximénez de Prexamo, canónigo y maestro en Santa Teología; con otros canónigos y racioneros, concordaron la alternativa entre obispo y Cabildo en las provisiones de dignidades, canongías y raciones, como consta del instrumento de la concordia, que original permanece en el archivo Catredal.

     II. En Madrid se determinó que el rey ocupase a Salamanca antes que los mal contentos. Ejecutólo por el mes de mayo, reconciliando de camino al conde de Alva. Ocupada Salamanca, envió a mandar a los alterados cesasen en la desobediencia y le restituyesen a su hermano. Respondieron con ficción y sin propósito. Aquí tuvo aviso de la poca seguridad del almirante y arzobispo. Los cuales cogidas (con título de rehenes) algunas fortalezas y largo sueldo, declararon los ánimos hasta allí fingidos: siempre es culpa la ficción y con los reyes deslealtad. Partió el rey a Medina, a donde, por orden suya, Juan Guillén llevó a la reina y a la infanta doña Isabel; quedando doña Juana en nuestro alcázar en poder de su alcaide Monjaraz. De Medina fue a ocupar Arévalo, que estaba por los alterados y habitaba la reina viuda de su padre. Aquí se le descubrieron a Enrique de tropel todas sus calamidades. En pocas horas le llegaron avisos de las más ciudades de sus reinos levantadas, y que los alterados, cuya cabeza era ya el arzobispo de Toledo, traían al infante don Alonso de Plasencia a Ávila, donde querían coronarle rey de Castilla; por el cual el almirante había levantado estandartes en Valladolid. Oprimido Enrique de tantas calamidades se retiró de su gente a ofrecer a Dios sus trabajos y pedirle paciencia. Antes de media noche mandó tocar a marchar, y amaneció en Medina, de donde con su mujer y hermana pasó a Salamanca presuroso.

     En Ávila los conjurados en cinco de junio, con disoluta resolución y ceremonias tan bárbaras como el intento, celebraron la deposición de Enrique y coronación del infante, usurpando sacrílegos al cielo la soberana potestad de hacer y deshacer reyes; y prometiendo falsos al mundo mejor gobierno en la división de dos cabezas. Acción en que vieron los reyes que en el respecto consisten la corona y soberano señorío que les da el cielo, y conserva su prudencia.

     III. En Salamanca supo Enrique el suceso de Ávila, y que apenas le había quedado en todos sus reinos ciudad obediente fuera de la nuestra. Encubriendo con muestra de religión la falta de su gobierno, repitió lo de Job: Desnudo salí de la tierra, desnudo volveré a ella; religioso consuelo de su pena; pero no de la común del reino que Dios le había encargado, y ardía en guerras por la inadvertencia de su rey. El cual luego mandó hacer llamamientos de gente para Zamora, donde mandó llevar de nuestro alcázar y recibir con palio a doña Juana, como a princesa heredera. Todo el reino era armas y sangre, ningún grande o ciudad había neutral, sólo el marqués de Villena, buitre de tanta carnicería, esperaba su provecho del daño común. Los más constantes en la obediencia del rey eran nuestra ciudad y su obispo don Juan Arias de Ávila; aunque Palencia malicia de suyo que lo hacía forzado a seguir lo que su ciudad. Los alterados, por inducción de Pacheco, que todo lo gobernaba, pasaron a Valladolid, de donde el arzobispo de Toledo con su gente y alguna de la liga, cercó a Peñaflor, cuyo alcaide Lope de Cernadilla, ilustre segoviano nuestro la defendía con esfuerzo y lealtad (así lo advierte Palencia). El arzobispo empeñado en la reputación de la empresa apretó el cerco y arrimó escalas. Defendíase el segoviano con valor; pero los de la villa, anteponiendo la comodidad a la porfía, dieron por un postigo entrada al cercador, que aprobando la lealtad y valor del alcaide, le permitió ir libre.

     IV. El rey tenía en Toro juntos ochenta mil peones y catorce mil caballos (así lo refieren los testigos de vista, que de otro modo pareciera increíble a los que hoy vemos a Castilla poco menos que hierma). Sabiendo que los rebeldes querían cercar a Simancas, Juan Fernández Galindo se entró dentro por orden del rey con tres mil caballos. Garci Méndez de Badajoz rompió cincuenta caballos rebeldes, hiriendo mortalmente a su capitán Juan Carrillo, que puesto ante el rey pidió a voces le perdonase porque venía a matarle por inducción de algunos grandes; los cuales descubrió en secreto al rey, que jamás los descubrió, habiendo perdonado al herido que murió a otro día. Valor verdaderamente real entre tantas ofensas. ¿Quién negará que a muchas acciones de este rey y de otros les falta más ventura que valor? Pues Palencia refiriendo la muerte del capitán, calló la valerosa acción de Enrique, que escribieron Enríquez, Garibay y Mariana. ¡Oh, cuánto encarecen los escritores romanos, que su Pompeyo no quisiese oír a Perpena las conjuraciones secretas de Roma, ni leer las cartas que contenían los conjurados. Más hizo Enrique, que sabiendo la conjuración y nombres de sus vasallos desleales, nunca lo descubrió. Y aunque no castigarlos fue culpable remisión, no se puede negar que callarlo siempre entre tantas injuriosas ofensas fue grandeza de pecho. Los rebeldes sobre Simancas eran tan resistidos que viéndose escarnecidos, principalmente el arzobispo de Toledo, contra quien los mochilleros cantaban:

Esta es Simancas Don Orpas el traidor,
   Esta es Simancas, que no Peñaflor.


     Se volvieron a Valladolid, que luego cercó el rey, presentándoles batalla. Ellos, conociendo que Enrique estaba más fácil de vencer por engaños que por armas, pidieron tratos, a los cuales salió don Juan Pacheco, que fingiendo sentir los desasosiegos y gastos del rey, le propuso despidiese la gente, que él reduciría los alterados y le entregaría a su hermano. Creyóle Enrique, nunca escarmentado, y viniendo a Medina despidió su gente bien pagada.

     V. Llevaron los rebeldes a Arévalo a su rey don Alonso con más muestras de preso que de rey; porque tuvieron asomos de que conociendo la falsedad de su corona quería volverse a su hermano. El cual desde Medina con la reina y su hija y la infanta doña Isabel se vino a nuestra ciudad. Aquí llegó aviso que el conde de Fox entraba la Rioja, y se había apoderado de Calahorra. Después del aviso llegó embajador del conde que pedía restitución de los pueblos que en Navarra ocupaba el castellano desde las treguas pasadas, con que dejarían a Calahorra y saldría de Castilla. La embajada, como todas, traía máscara, y requería persona que con sagacidad penetrase los intentos del conde. Encargóse la empresa a nuestro segoviano Diego Enríquez del Castillo. Partió con gente y un rey de armas a Calahorra, donde admitido a la presencia del conde y su mujer doña Leonor, heredera de Navarra, por cuyo derecho se hacía la guerra, propuso así:

     Mi rey don Enrique de Castilla, señores, habiendo sabido primero de vuestra guerra que de vuestros intentos, me ordenó que de su parte viniese á sinificaros que es mal modo de pedir paz dando guerra. Pedís los pueblos que Castilla retiene en el reino de Navarra que llamais vuestro, viviendo aun ahora su señor y rey, suegro y padre vuestro. Cuando hoy poseyerades el reino, era modo estraño de pedir lo propio, tomar lo ajeno. Si os ha dado atrevimiento ver á mi rey embarazado con guerras civiles, es achaque de Castilla cuando la faltan guerras estranjeras reventar en domésticas, peligro cierto en cuerpos demasiadamente briosos. Provocado con este acontecimiento se unirá el reino dividido, y sabrá espeler (como en otras ocasiones) los estranjeros. Dejad la guerra y los pueblos usurpados, y si algo pedis á mi rey, proponed la petición sin armas. Que yo aseguro de su justicia, que no retendrá lo ajeno: Ojalá fuera menos pródigo de lo propio.

     VI. Atento el conde a la proposición, respondió: Que con razón había usado de fuerza contra fuerza, y restituyéndole los pueblos de Navarra; restituiría a Calahorra. Y en satisfacción de los gastos que en Navarra hizo Castilla, deseoso de su amistad, acudiría con número de gente, en tanto que las guerras civiles durasen. Acetó Enríquez el asiento por ser muy conveniente; con protesta de que no se admitiesen tratos con los rebeldes, que ya habían enviado embajador al conde, el cual prometió no admitirle. Y para mayor seguridad envió nuevo embajador a Enrique, que con nuestro segoviano llegó por noviembre de este año a nuestra ciudad, donde aún estaba el rey. Tratóse el negocio y para seguridad se pidieron rehenes al conde. Pareció conveniente que Diego Enríquez, ya capaz de los tratos, volviese a efectuarlos con trecientos caballos ligeros para cualquier suceso. Llegado a la raya, se le ordenó esperase en Alfaro, y el conde vino a Corella, distantes una legua. Viéronse en un campo, donde Enríquez con sagacidad penetró mudanza en el conde, y que si viese ocasión asaltaría a Alfaro. Desentendiendo la cautela previno el designio: metió dentro de Alfaro los caballos y munición de pólvora y tiros. El conde partió a Tudela, y envió dos consejeros a decir al embajador fuese allí donde se concluiría el concierto. Enríquez fortificada la villa, partió a Tudela, donde fue bien recibido.

     VII. Otro día, estando en consejo el obispo de Pamplona don Nicolás de Echávarri, gobernador de Navarra y gran confidente de los rebeldes de Castilla, habló descompuestamente del rey don Enrique. Quiso el embajador al principio reportarle, y viendo que proseguía demasiado, cortando la plática le dijo: Los prudentes, señor obispo, disimulan la pasión, aun en casos comunes; cuanto más en los que tocan a la suprema Majestad Real, cuya veneración, aun en los desaciertos, obliga a palabras consideradas, y siempre está inaccesible a descomposturas ignorantes. Digo esto porque los obispos de Pamplona, cuando en consejo hablaren de los señores reyes de Castilla, han de poner la boca en el suelo en señal de reverencia, y humildad. Y si vuestro príncipe es más prudente que algunos de sus consejeros ha de pedir a mi rey mercedes como príncipe pequeño a rey grande, que puede y sabe hacerlas. Y porque vuestra inadvertencia no me obligue a más os dejo, que mal sabrá tratar negocios tan graves, quien ignora cómo hablar de los reyes. Levantóse el embajador para salirse, y deteniéndole don Juan de Beamonte, uno de los diputados que estaban a su lado, vuelto al obispo, dijo: Quien habla inadvertido, señor obispo, oye pesaroso: Mejor (según se ha visto) eligen los reyes de Castilla embajadores que los de Navarra obispos de Pamplona. Si supierades que la casa de Navarra entre todos los reyes, sólo a los señores reyes de Castilla debe acatamiento; no hubierades obligado al embajador a tan justa respuesta, ni a nosotros los navarros que le agradeciéramos lo que os ha dicho en desempeño de nuestra obligación. Quedó el obispo confuso y escogió por remedio confesarlo, pidiendo perdón de su desacierto al embajador. Mas apasionado en todo, desbarató la conclusión de los tratos en esta y otras juntas.

     VIII. Enríquez, sintiendo mal de la dilación, pidió al conde se le cumpliese lo asentado en Calahorra. Fuel respondido que en cuanto a entregar el conde rehenes no había lugar; y en cuanto a dar el socorro prometido de gente se respondería, restituyendo los lugares de Navarra. Los cuales, si el embajador no restituía luego, se tomaría Alfaro. Enríquez prevenido y brioso respondió al mismo conde: Quien no cumple lo que promete, menos cumplirá lo que amenaza. Alfaro está segura con la defensa del rey de Castilla, que sabe asegurar sus palabras y sus estados. Partióse con esto, y pertrechó a Alfaro cuanto pareció conveniente y pudo en la prisa de cuatro días que partió a Soria y su comarca, juntando gente para la defensa. El conde sitió a Alfaro, y con dos cañones de batir aportilló los muros por dos partes, y por cuatro puso escalas. Los cercados resistieron esforzadamente, peleando hasta las mujeres con tanto valor, que en dos recios asaltos no pisó enemigo los adarves. Volvió nuestro segoviano con mil y trecientos caballos y cinco mil peones juntos en doce días; como todo era guerra, todo era soldados, caballos y armas. Asombrado el conde del socorro y la presteza, levantó el cerco sin llegar a las manos. Con tan buen ejemplo se levantó Calahorra, y mató los franceses de su presidio: causa de larga enemistad entre franceses y navarros. Y Pedro de Peralta, condestable de Navarra mató después al obispo de Pamplona, porque confidente, según dicen, con los rebeldes de Castilla, había estorbado la paz y tratos convenientes al reino.

     Concluida con tan buen efecto la embajada, volvió Diego Enríquez a dar cuenta al rey del suceso, en que nos hemos detenido por acción del segoviano, conforme a nuestro intento; advirtiendo de paso el afecto culpable del coronista Alonso de Palencia, que escribiendo este caso calló el nombre de Diego Enríquez, faltando en lo genealógico de la acción que celebran Garibay, Mariana y las historias de Navarra.

     IX. Nuestro obispo, cuidadoso de todos aumentos en su obispado propuso y solicitó al Cabildo para que se labrase un claustro en la iglesia, y previendo que el gasto sería escesivo se suplicó al papa que con indulgencias y gracias incitasen a los fieles a que ayudasen a la fábrica con sus limosnas: intento que llegó a efecto año de setenta. También labraba el obispo por estos días las casas que después dio a la dignidad episcopal, como diremos año de setenta y dos.

     En ocho de noviembre de este año 1465 en que va nuestra historia, estando el rey en nuestra ciudad, concedió a la villa de Cuéllar, y a don Beltrán de la Cueva, su señor, privilegio de mercado franco cada jueves con muchas franquezas a las personas que a él concurriesen, principalmente de que no pudiesen ser presos en ida, estada o vuelta por causa alguna civil. Y los naturales de villa y tierra que estuviesen presos fuesen sueltos por aquel día: así consta del privilegio que original permanece y hemos visto en los archivos de aquella ilustre villa.

     X. La primera cosa memorable que el año siguiente de mil y cuatrocientos y sesenta y seis sucedió en nuestra ciudad fue la muerte del contador Diego Arias en los primeros días de enero. Y en quince del mismo mes confirmó el rey a Pedro Arias, su hijo mayor, las mercedes y oficios de su padre, gratificando los servicios de ambos, como dice la cédula de la merced. Y en treinta de mayo, estando aún el rey en nuestra ciudad, la concedió privilegio de treinta y ocho mil maravedís cada año sobre las alcabalas de algunos pueblos y tercias de algunas iglesias, nombradas en el privilegio, que original permanece en el archivo Catredal, para poner estudio de gramática, lógica y filosofía con superintendencia de los obispos.

     El descrédito del rey y ambición de los vasallos llegaba a tanto, que don Alonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla, osó proponerle: Que pues no podía desbaratar las parcialidades tan poderosas, que cada cual tenía su rey; favoreciesse, o se juntase a la más valida. Y echando de su casa y corte al obispo de Calahorra y duque de Alburquerque; llamase los dos hermanos don Juan Pacheco, marqués de Villena y don Pedro Girón, maestre de Calatrava. Y para asegurar la acción, casase a la serenísima infanta con el maestre: al cual el marqués su hermano favorecería con dineros, para que siempre asistiese a su alteza con tres mil lanzas: con que se aseguraba para siempre, interesando a estos dos señores en su seguridad y reputación. Más admira en este caso el atrevimiento de la proposición, que el desatino del consejo. Y viniendo en él Enrique llegara a efecto; si el cielo, que mayores cosas disponía a la corona de Castilla, no lo estorbara con la muerte arrebatada del maestre en dos de mayo de este año, cuando ya presuroso venía a ejecutarlo en edad cercana a cincuenta años, siendo la infanta de quince, mas de caudal tan cumplido, que afirman la acabara el sentimiento si el concierto o desacierto pasara adelante.

     XI. Estas indignidades tenían la justicia sin fuerzas, la maldad sin castigo, los pueblos sin gobierno, y finalmente el reino sin rey, porque habiendo dos, ninguno reinaba; los caminos llenos de robos y muertes, los poblados de insultos y agravios: los castillos hechos para defensa de los comarcanos, eran cuevas de salteadores: así la malicia humana convierte el bien en daño. En tan miserable estado, el cielo y la necesidad inspiraron la fundación de la Hermandad: los procuradores de los pueblos se congregaron en Tordesillas. Diego Enríquez, por orden del rey, los escribió una carta advertida y sentenciosa, exhortándoles a poner en ejecución y firmeza empresa tan fundada en derecho natural como dar fuerza a la justicia, y castigo a la maldad. Establecióse una nueva jurisdición para despoblado, independiente de la ordinaria, con muchas prerrogativas y esenciones. Los pueblos, hasta allí hostigados, en breve se hicieron temer, llenando los campos de asaeteados; pena estatuida al delito. La nueva jurisdición se comenzó a nombrar Santa Hermandad. Uno de sus primeros efectos fue en nuestra ciudad; porque llegando alguna gente de mala sospecha y peor traza, con algunos moros, que decían ser criados del rey, a hospedase en Zamarramala, arrabal, como hemos dicho, de nuestra ciudad, pidiendo aposento como soldados, les fue respondido como tenían privilegios de pechos y aposentos, por la vela que hacían en los alcázares, que todo permanece hoy. La gente era inquieta, los vecinos briosos, vinieron a las manos, hubo heridos, y muertos. Súpose en la ciudad la revuelta: la nueva Hermandad despachó ministros, que prendieron algunos, averiguada con brevedad la causa los asaetearon, con que se temía más y se robaba menos.

     XII. El rey, deseoso de concordia con sus vasallos rebeldes, con los cuales tenía menos mientras más deseaba, partió a Madrid; cuyas puertas y fortaleza tenía en confianza el arzobispo de Sevilla, que inducido del marqués de Villena (así lo escriben todos) quiso descomponer del todo la autoridad del rey, descomponiendo con él a Pedrarias de Ávila, nuestro ciudadano, ministro de entera seguridad y valor, díjole: que los grandes estaban descontentos (no sin causa) de ver rico a un hombre solo con las haciendas de muchos: que heredero de su padre en el oficio y sagacidad, había durado solo en la gracia de su Alteza por su provecho. Y sobre grandes haciendas él y su hermano habían aumentado estados y mitras. Que era muy conveniente satisfacer al descontento de tantos con la prisión de estos dos, pues cuando no tuvieran culpa, era bastante causa el sosiego común. Enrique, siempre terrero de engaños, padeció éste como los demás. Mandó llamar a Pedrarias que acudió luego. Y partiendo a caza le dijo: Pedrarias seguidme al Pardo: púsose Pedrarias a caballo y atravesando el corral o parque halló la puerta cerrada y en breve se vio cercado de gente armada que voceaba: Sed preso. Era de valiente corazón y fuerzas, y alentado del aprieto y la razón, poniendo espuelas al caballo y mano a la espada, hirió y atropelló a muchos; pero impedido del número más que del valor de los agresores, entre tantos uno le dio una estocada por el costado de que desangrado fue preso y puesto en una torre del mismo alcázar de Madrid, donde sabiéndose la prisión de Pedrarias hubo general sentimiento con gran mengua de la autoridad del rey. El cual viniendo a nuestra ciudad intentó prender también al obispo, que avisado se puso en salvo, según algunos, en el castillo de Turégano, que por este tiempo reedificaba con mucha fortaleza y mucho gasto de su hacienda, como después declaró en su testamento, y con mucho provecho y autoridad de los obispos en aquel tiempo, aunque ya desamparado por inútil.

     XIII. Si mercedes no aseguran ministros ¿qué harán injurias?. El reino y todos los leales quedaron con esta prisión escandalizados y mal seguros de príncipe con quien era más peligrosa la lealtad que la traición, por su culpable facilidad, con la cual ya mostraba arrepentimiento de lo hecho con Pedrarias, tan bien visto y recibido de todos, que los alcaldes de la Hermandad, juntos en Valladolid, nombraron procuradores, que en nombre común pidiesen la soltura y libertad de Pedrarias al rey, que le mandó soltar con la misma facilidad que prender. Y vuelto a Madrid, entrado el año mil y cuatrocientos y sesenta y siete a instancia de los rebeldes, después de muchas juntas se concertó que el rey con las personas reales fuese a Béjar, villa de don Álvaro de Estúñiga, y hoy de los duques de Béjar, sucesores suyos, donde acudirían los rebeldes y se trataría la concordia. El rey, inducido de su facilidad de consejeros no seguros, prometió la idea con presteza. Los ministros y caballeros leales se convocaron en la iglesia de San Ginés. Ninguno dudó el daño por ser tan evidente. Para el remedio pareció conveniente valerse de la Hermandad, cuyos alcaldes y procuradores, que habían concurrido a la soltura de Pedrarias, aún se estaban en Madrid. Encargóse a Diego Enríquez que como eclesiástico y coronista les propuso el intento, y convocado les dijo: Poco ha, señores, que el cielo, apiadado de las miserias de Castilla, unió con inspiración, sin duda soberana, vuestras fuerzas con el santo nombre de Hermandad. Y tan gran acción no se hizo para efectos pequeños. Vuestro intento o instituto es la paz y seguridad de las repúblicas, y hoy peligran todas en un golpe, poniéndose nuestro rey (como ha prometido) en manos de vasallos fementidos. Si esto no remediais pudiendo, podrá el reino decir, que fue en vano vuestra unión. No sólo amenaza el peligro a la libertad común; pero la nobleza y lealtad castellana quedará infamada en las edades, y naciones, si consentimos que nuestro rey vaya en poder de tiranos: de cuyas manos le ha librado tantas veces milagrosamente el cielo, que ahora sin duda deja la acción en las vuestras; pues no acaso su providencia os convocó al lugar y tiempo del peligro y del remedio, para que estorbeis la total ruina de la patria.

     XIV. La justificación de la causa, más que la fuerza de la proposición, conformó los ánimos en que cuatro de los alcaldes de la Hermandad suplicasen al rey quisiese advertir la evidencia del peligro en la ida a Béjar. Y les siguiesen cuatro diputados de aquellos señores, que en nombre del reino reforzasen la súplica de los alcaldes. Así se hizo; y Diego Enríquez uno de los cuatro diputados por comisión de los tres, prosiguiendo la proposición de los alcaldes, atento el rey, le habló en esta sustancia:

     Señor, viendo los leales vasallos de vuestra Alteza puesta tantas veces á peligro su real persona por ellos, han querido ponerse en riesgo de su indignación con esta súplica. Y si mi lealtad y amor no acertaren á moderarse, pierda yo la vida, y no el intento: que propuesta la verdad poca será la costa para tanto provecho. Apenas Señor hay lugar, ni día en vuestro reino en que vuestra Alteza indignando su real autoridad, no se haya juntado con sus desleales vasallos á consultas de paz y resultas de guerra: pues nunca más rebeldes que cuando proponen reducción. Padecer un engaño, señor, es de ánimos nobles; pero caer en dos es de inadvertidos. Estos mismos, ingratísimas hechuras de su real mano, son los que se desavinieron junto á Valladolid: los que se ensoberbecieron en Coca: los que se atrevieron á la veneración real en Villacastín; que tiemblo en referir tal atrevimiento. Estos mismos los perversos, que ahora en Madrid han convertido en maldad su real clemencia. Pues ¿qué diferencia ofrece el tiempo? ¿Qué calidad tiene el lugar, para que vuestra Alteza, desamparando la lealtad de su reino, quiera entregarse á sí, y á las personas reales, á estos mismos en Béjar, lugar distante de todo socorro? ¿Qué hay en este trato que no parezca engaño? Vuestra Alteza se sirva de considerar esto con la advertencia que pide causa tan pública en peligro tan conocido. Que sus vasallos leales, como en último daño, están resueltos de oponerse á la ejecución y tienen de su parte su lealtad, la razón y el cielo.

     XV. Oyó el rey con agrado al coronista, pero consultando el caso con ministros poco confidentes se determinó la ida. La villa, con la lealtad que siempre, se alborotó de manera que el arzobispo de Sevilla y otras personas mal recibidas en el negocio huyeron a Illescas. Desbaratóse con esto la ida a Béjar; y el rey al principio del verano volvió a nuestra ciudad, donde sabiendo que los rebeldes se habían apoderado de Olmedo, envió a llamar al marqués de Santillana que obediente vino con quinientos caballos a San Cristóbal, arrabal de nuestra ciudad, media legua al oriente. Receloso de la inconstancia, osó pedirle por prenda de seguridad a la princesa doña Joana, y el rey no osó negarla; antes en persona fue a entregarla y fue llevada a Butrago, con que toda la familia de Mendoza quedó segura en su servicio.

     En estos días vino a nuestra ciudad con pretesto de conciertos un Pedro de Ontiveros, fator del conde de Plasencia, hombre cauteloso que divirtiendo al rey con los tratos, tentó a nuestro obispo y a su hermano Pedrarias, que en todos sentidos respiraba por la herida: y a la verdad fue tan penetrante que nunca sanó del todo, y menos del sentimiento de la injuria. Los favores en los mortales agradan, las injurias arraigan. Aprovechóse bien el Ontiveros de la disposición del ánimo injuriado exagerando, que lo que hasta allí había sido lealtad, adelante sería contra sí mismo y contra el derecho natural, dejando las ciudades en poder de un rey con quien la lealtad era delito. Dieron los dos hermanos esperanzas de seguir a don Alonso a quien Ontiveros volvió aumentando empeños de los Arias. Cuidadoso el rey juntaba gente, porque los medinenses apretados de los rebeldes que tenían la Mota (así nombran el castillo) instaban por socorro. Partió de nuestra ciudad a Cuéllar, de donde con su marqués y el conde de Haro partió a Iscar, y de allí a la vista de Olmedo; donde en veinte de agosto, fiesta de San Bernardo, saliendo los rebeldes a campaña, después de escusas impertinentes se embistieron ambos ejércitos cristianos en el mismo fatal campo, donde veinte y dos años antes había batallado el rey don Juan con los infantes de Aragón. Llevaba el ejército real mil y setecientos caballos y dos mil infantes; y los rebeldes mil y cuatrocientos caballos y quinientos infantes. Peleóse con más furor que disciplina, con que la vitoria se declaró menos que el daño. Toda la infantería fue de más estorbo que provecho por la llanura de la campaña. Dañó a los rebeldes pelear tan cerca de su villa; atacada la batalla, el soldado sólo ha de confiar en su valor. El rey, a los primeros encuentros, mal inducido del condestable de Navarra, se retiró a una aldea; falta que a saberse desanimara a su gente. Ambos ejércitos perdieron y ganaron banderas: el bagaje real fue saqueado y los saqueadores presos.

     XVI. Diego Enríquez partió en busca del rey, a quien animoso dijo: Señor, en las batallas los reyes han de entrar y salir los postreros, por lo que anima su real presencia. Este ha sido error acertado para la justificación de nuestra causa, pues movido de ella el cielo ha dado a vuestra Alteza la vitoria en su ausencia, a quien debe dar muchas gracias. Agradeciendo el rey el cuidado dijo: Coronista, si con tan sanas entrañas como las vuestras me aconsejara el condestable, que está a mi lado, ni yo dejara mi gente, ni vos trabajarades en buscarme: pero en vos se conoce el ánimo leal y en él la voluntad parcial de esos rebeldes con doblez de componedor. Yo estimo mucho nuevas de tanta gloria. Escocióle al navarro el suceso; y avergonzado se fue con los rebeldes. El rey despachó al coronista con veinte caballos de guarda a avisar y prevenir aposento en Medina; donde llegando el rey se celebró la vitoria con todos regocijos, avisando a las ciudades. Lo mismo hicieron los rebeldes en Olmedo. Mientras pasaban estas revoluciones, don Juan Pacheco, buitre de tanta carnicería, se hizo nombrar maestre de Santiago y apareció maestre en Olmedo diez días después de la batalla, sintiéndolo y consintiéndolo todos. Llegó por estos días a Medina Antonio de Veneris, obispo de León de Francia, y legado de Paulo segundo en los reinos de Castilla, para concordar tantas discordias. Habiendo conferido con el rey, el estado de las cosas, se vio con los rebeldes para reducirlos, mas ellos con amenazas, según se dijo, le redujeron a su rebeldía. Y yendo con ellos a Arévalo, desde allí con el arzobispo de Toledo vino a nuestra ciudad, para disponer la entrega que los dos hermanos Arias habían determinado de hacer. Andaban en el trato el dotor Pedro Giménez de Prexamo, canónigo y provisor muy amigo del obispo, que en el colegio de San Bartolomé de Salamanca habían estudiado; fray Pedro de Mesa, prior del Parral, a quien engañados algunos nombran fray Rodrigo, y Luis de Mesa su hermano. Concertados día y modo, se volvió el arzobispo quedándose el legado con nuestro obispo.

     XVII. Convocados los rebeldes, que con su rey don Alonso estaban en Olmedo, sus gentes esparcidas por Arévalo, Madrigal y Portillo, con voz de cercar al rey en Medina, que a la fama se puso en defensa. Un día al amanecer se pusieron en orden los escuadrones camino de Medina; y juntando consejo en que estuvieron hasta la tarde con voz de disponer el cerco, guió la vanguardia a Santiuste de Coca con orden de marchar toda la noche. En nuestra ciudad se rugía la venida, y muchos ciudadanos nobles acudieron a palacio, avisaron a la reina del daño que se sospechaba, y que en cualquier suceso era más seguro el alcázar. Atemorizada partió a pie, acompañada de la duquesa de Alburquerque y otras damas y de criados suyos y muchos ciudadanos nuestros. Hallaron el alcázar cerrado, por ser ya muy noche; entráronse en la iglesia mayor, que les abrió el alcaide de su torre; mas teniendo aquel refugio por poco seguro, por la sospecha que se tenía del obispo, envió la reina a rogar al alcaide Monjaraz, que la abriese el alcázar: lo cual hizo después de muchos ruegos. La infanta, segura en cualquier suceso, se quedó en palacio.

     El siguiente día amaneció el ejército de los rebeldes junto a nuestra ciudad. La entrada se había concertado por detrás del alcázar, por un postigo nombrado entonces del Obispo, por estar debajo de sus casas; y hoy nombrado Postigo del Alcázar. Entraron el infante, rey don Alonso, el arzobispo de Toledo, los maestres de Santiago y Calatrava, hijo y sucesor de don Pedro en el maestrazgo y parcialidad; y los condes de Plasencia y Paredes con toda su gente. Al ruido despertó nuestra ciudad, que alborotada se puso en armas en defensa de su lealtad. Los enemigos habían ocupado las calles particularmente desde el alcázar hasta la plaza, donde mil hombres de armas hicieron alto para estorbar que no se uniesen los ciudadanos, que de las casas y ventanas peleaban con ballestas y piedras. La puerta de San Juan defendía por el rey, Pedro Machuca de la Plata (así nombrado por ser tesorero de la casa de moneda); era alcaide de aquella puerta, y sus casas eran las que están encima, que después compró Andrés de Cabrera, y hoy poseen los condes de Chinchón; acompañábale Lope de Cernadilla y otros ciudadanos nobles. La casa y torre frontera defendía Antón Martínez de Cáceres, su dueño, acompañándole Pedro y Alonso de Peralta, y otros nobles segovianos que con ballestas y arcabuces, nombrados entonces espingardas, se defendieron muchos días, hasta que por orden del rey las entregaron a don Juan Pacheco, como presto diremos. La puerta de San Martín defendía Diego del Águila, corregidor por el rey, caballero de Ciudad Rodrigo, con muchos segovianos.

     XVIII. Toda la ciudad era confusión y alboroto, Pedro Arias por escusar las muchas muertes que amenazaban el empeño, procuró sosegar los ciudadanos con esperanzas de buenos medios. Oyó algunas palabras pesadas a su reputación y satisfizo con prudencia y, aun según dicen, mostró cartas del rey en que mandaba matarle, en premio de tantos buenos servicios.

     Nuestra ciudad en fin se rindió a tanta fuerza. El infante rey fue a palacio donde su hermana le recibió alegre. El rey, cuando en Medina supo la entrada de los rebeldes en Segovia, descayó tanto de ánimo que en ninguna de sus calamidades mostró tanto sentimiento, recelándose que si Segovia le había faltado todo le faltaría. Si bien le consolaba algo que el alcázar permaneciese en su devoción, teniendo por cierto que si los segovianos le viesen en él, se habían de animar a espeler al enemigo: tan seguro estaba de su amor y lealtad, con que de Medina vino a Cuéllar. Allí tuvo aviso de don Juan Pacheco, que dejados los que le seguían fuese a Coca, donde acudirían él y otros de los rebeldes a tratar de concordia. Enrique siempre fácil al daño, desamparando los suyos, se puso en manos de don Alfonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla, y señor de Coca. Los rebeldes advirtiendo cuán peligroso sería ausentarse de ciudad tan obediente y leal a su rey, trataron de fortalecer su partido, convocando sus parciales y cuantos peones y caballos tenían alojados en Ávila, Madrigal, Olmedo, Arévalo y sus comarcas; y de Pedraza llamaron a García de Herrera, señor de aquella villa, injuriado del rey; que como dijimos año mil y cuatrocientos y cincuenta y nueve, mandó matarle. Quedó con esto nuestra ciudad hecha plaza de armas civiles y teatro de todas calamidades; donde las venganzas se ejecutan con máscara de lealtad y los insultos con título de vitoria; siendo el peligro mayor por ser el enemigo menos conocido.

     XIX. Cuando se hallaron bastante reforzados, avisaron o mandaron al rey que se viniese al alcázar, donde entró con solos cinco criados de a mula; tanto menguó la corona de Castilla. Sabiendo don Alonso la venida del rey, inducido de sus rebeldes, paseó la ciudad a caballo en muestra de posesión consentida, pues publicaban que la venida de su hermano había sido por su consentimiento. Otro día en la iglesia de San Miguel, (que la Catredal y sus prebendados permanecían en la lealtad de su rey) se celebró la posesión del maestrazgo de Santiago por don Juan Pacheco; habiendo cuatro años que en la iglesia Catredal se había celebrado el mismo acto por don Beltrán de la Cueva, que en servicio de su rey renunció tanta dignidad. Tratóse que el rey saliese a la iglesia mayor, donde concurrieron el nuevo maestre de Santiago y su sobrino el de Calatrava: Don Rodrigo Manrique llamado condestable y otros de los rebeldes; quedando con la persona de don Alonso en el palacio el arzobispo de Toledo y el conde de Miranda. A los congregados el rey, mejor siempre para discurrir que para ejecutar, dijo: conocido tengo con penosas esperiencias que deseos de paz me han causado tantas guerras por culpa de vasallos, que soberbios y desleales han usado mal de mi pacífico gobierno: intentando usurpar al cielo la soberana potestad de dar coronas. Si los súbditos dan y quitan reinos, ¿de qué sirve el derecho hereditario? ¿De qué el juramento celebrado en favor de los príncipes herederos? Juzgar si el rey es digno o indigno del gobierno no toca a los súbditos armados de acero y pasión; donde hay religión cristiana, y silla suprema de pontífice romano, que desapasionado ha de juzgar cuál ha sido la causa de mal gobierno. Harto más penoso ha sido para el reino el que vosotros intentais y llamais remedio; que pudiera ser ningún daño. La paz pública desterrada por vuestras armas, me ha obligado a ponerme en este puesto, deseoso de remediar tantos daños como amenazan al pueblo afligido, que no lo pecó y lo padece. De la parte que en esto os toca hago cargo; pues de la mía sólo pretendo tener pacífico mi reino y agradar al cielo, al cual ya en algunas ocasiones he sentido piadoso, y espero haber favorable en justificación de mis intentos.

     XX. Respondió en nombre de todos don Rodrigo Manrique, más a propósito de sus intentos que de los cargos que el rey les había hecho. Concluyóse en fin que el rey entregase la reina al arzobispo de Sevilla, que de nuestro alcázar la llevó al castillo de Alaejos villa suya. Que el alcázar y puertas de nuestra ciudad se entregasen al maestre don Juan Pacheco. Escribe Palencia que Pedro Monjaraz, al entregar el alcázar, dijo al rey: Señor, una y muchas veces suplico y requiero a vuestra alteza poniendo por testigos a Dios y a los hombres, que no deje esta fortaleza, refugio único de sus infortunios: ni la entregue a estos caballeros, si no quiere ver trocada su Majestad real en áspera servidumbre. No obstante la protesta, el alcázar se entregó al maestre, que puso por alcaide a Juan Daza, su sobrino. En cuanto a la entrega de la puerta de San Juan se otorgó la escritura siguiente que original permanece en el archivo de los Nobles Linajes:

     Yo el Rey. Por quanto en mi y en mi nonbre son apuntados, y sossegados ciertos capítulos y apuntamientos con Pedro de la Plata, é Lope de Cernadilla, é Pedro de Peralta, é con todos los otros Caualleros, é Escuderos, é otras personas que estan en las casas del dicho Pedro de la Plata, é de Anton de Caceres, é en el defendimiento de ellas, para que ellos me las ayan luego de entregar, é dejar libre, é desenbargadamente. Los quales capitulos y apuntamientos son estos que se siguen.

     1. Primeramente, que los dichos Pedro de la Plata, é Lope de Cernadilla, é Pedro de Peralta, é todos los otros Caualleros, Escuderos, é personas susodichas, é sus hijos, é sus mugeres, é casas é faziendas sean seguros por mi, é por los Perlados, é Caualleros, que están en mi Corte, que les non será tomado, ni robado, ni ocupado cosa alguna, ni parte de ello á los dichos Pedro de la Plata, é Lope de Cernadilla, é Pedro de Peralta, ni á los otros que con ellos están en las dichas casas, ni á alguno de ellos; mas antes puedan estar con todo ello en esta Ciudad de Segouia, o lo lleuar, é ir con ello a donde quisieren, libre, é seguramente. E que esta seguridad se entienda á todos los bienes muebles, é raizes de los sobre dichos, é de cada uno dellos: é de los marauedis de juro de heredad, é de por vida que algunos de ellos tienen. E que si algo de ello les está tomado les sea restituido. E que los Caualleros é escuderos de los susodichos que quedaren en esta dicha Ciudad fagan seguridad de guardar mi seruicio, é el bien comun desta Ciudad, é su tierra. E no ser en Consejo en fauor, ni ayuda, para que sea apartada de mi seruicio, é obediencia, en tanto que en ella estuuieren.

     2. Iten, que todos los pertrechos que el dicho Pedro de la Plata tiene, los pueda lleuar adonde quisiere libremente. E no le sean tomados, ni enpachados.

     3. Otro si: por quanto para la defensa de las casas del dicho Pedro de la Plata, é de Anton de Caceres fizieron quemar, é derribar ciertas casas suyas de los dichos Pedro de la Plata, é Anton de Caceres, é de Alfonso de Peralta, é se quemaron algunos bienes de [...] de Birues, é de otras personas que en ellas estauan, que los dichos Pedro de la Plata, é Lope de Cernadilla, é Pedro de Peralta, ni los otros Caualleros, é Escuderos, é personas susodichas no sean obligadas á refazer el daño que en ello se fizo: mas que yo aya de mandar auer información del dicho daño, é lo mande enmendar, é satisfacer á sus dueños.

     4. Otro si es acordado que el dicho Pedro de la Plata aya de dexar é dexe luego la dicha su casa al noble, é mi bien amado Don Iuan Pacheco, Maestre de la Orden de la Caualleria de Santiago: é se passe á morar á la casa del bosque. E que yo é los dichos Prelados, é Caualleros, que conmigo estan le demos seguridad que passados estos mouimientos, le será restituida libre, y desembargadamente la dicha su casa. E assi mesmo que el dicho Pedro de la Plata estará seguro con todos sus bienes en la dicha casa del bosque, en tanto que ende quisiere estar. E que no le será fecho mal, ni daño en su persona, ni en lo suyo: ni le será quitada la dicha casa del bosque, fasta tanto que la suya le sea restituida y entregada.

     5. Otro si que el dicho Pedro de la Plata no fará, ni consentirá que desde la dicha casa del bosque se haga mal, ni daño á esta Ciudad de Segouia, ni á los vezinos, ni moradores della, y de su tierra, ni á otras personas algunas.

     Los cuales dichos capitulos, y apuntamientos vistos por mi, Yo por la presente los confirmo, é aprueuo, é otorgo: é todas las cosas en ellos, é en cada vno dellos contenidas. E juro, é prometo en mi palabra, é fe real que los guardaré, é mandaré guardar todos, é cada cosa, é parte dellos: é no consentiré que sean quebrantados, ni traspasados por ningunas personas que sean, publica, ni ocultamente, por ninguna causa, ni color que sea. De lo cual todo mandé fazer esta escritura: é la firmé de mi nombre é mandé sellar con mi sello. E mando á los Prelados é Caualleros que conmigo están que ellos assí mismo fagan, é otorguen esta misma seguridad, é la firmen de sus nombres. Fecha en la dicha ciudad de Segovia en diez y siete dias de Setiembre, año del Nacimiento de nuestro Señor Iesu Cristo de mil y quatrocientos y sesenta y siete años. -YO EL REY.

     Nos los Prelados, é Caualleros que de yusso firmamos nuestros nombres, prometemos, é juramos á fe de caualleros, que facemos pleito Omenaje vna, y dos y tres veces como homes fijosdalgo al fuero, é costumbre de España, en manos de Pedro de la Plata, home fijodalgo, que de nos, é de cada vno de nós le recibe, que guardaremos, é cada vno de nós terna é guardará é cumplirá los dichos capitulos é las cosas en ellos contenidas en lo que á nosotros atañe de guardar, é cumplir: é que no seremos ni en dicho ni en fecho, ni en consejo que lo contrario desto se faga por ninguna causa ni color que sea: Archepiscopus Toletanus.

     El Maestre. El Conde Don Alonso. El Marqués. Pedro Arias.

     XXI. Miserable estado de rey y reino; la virtud oprimida, la iniquidad premiada. Rey que desterraba la lealtad, fuerza era verse despreciado. En este alboroto, algunos criados del arzobispo de Toledo saquearon la casa de nuestro Diego Enríquez (era en la parroquia de San Quilez, la que hoy poseen los del linaje del Hierro). Entre otras cosas cogieron dos arcas, o cajones de libros, y con ellos los registros (así los nombra) que tenía escritos de la coronica de este rey. En breve vino a Segovia el mismo Diego Enríquez sobre seguro que le dieron; y en llegando fue preso, y presentado al arzobispo de Toledo, dueño de la acción. En su presencia fue leído lo que tenía escrito; y leyendo que el rey don Enrique había vencido en la batalla de Olmedo, concibieron tanta ira los rebeldes, que después de tratado ignominiosamente, fue condenado a muerte; rigor que no llegó a ejecución. Lo escrito se entregó al coronista Palencia, que lo mudase con nombre de enmienda. El cual en esta ocasión habló con menos decoro que se debía a la persona del licenciado Diego Enríquez, coronista capellán, y del consejo del rey, sin advertir el achaque manifiesto de enemigo por de un oficio. Este suceso fue causa de que la coronica de Enríquez esté menos ajustada, particularmente en la cronología, trasponiendo algunos sucesos hasta esta parte; falta de que el mismo autor pide perdón en el prólogo.

     Los tesoros y joyas que el rey tenía en nuestro alcázar se mudaron al de Madrid; cuya tenencia por entonces se dio a Pedro Monjaraz, a quien el infante don Alonso, intitulándose rey, en quince de otubre de este año hizo merced de la villa San Martín de Valdeiglesias, por el servicio de haber entregado nuestro alcázar a don Juan Pacheco; así lo dice el privilegio original que hemos visto, aunque todo quedó sin efecto.

     XXII. Habiendo el rey cumplido cosas tan terribles como entregar su alcázar y su mujer, esperaba que los rebeldes cumpliesen lo prometido, volviéndole la gobernación y el reino, sin advertir de su ingratitud, que quitarle las fuerzas no era para darle autoridad. Conoció este daño después de recibido, como los demás; y despechado salió de nuestra ciudad para Madrid con sólo setenta hombres de a caballo. Escribe Palencia que saliendo el rey por el arrabal de Santa Olalla, un labrador, que bien le conocía, y en cuya casa solía posar, en presencia de muchos que le miraban, asió de las riendas del caballo, y le dijo con voz llorosa: dónde vas, rey perdido, enemigo de tí mismo, y de nosotros: porque de tu voluntad caes en cosas tan torpes. Sin duda los muchos tiempos que tuviste poder te debieran dar a prudencia en los negocios, y a alguna sagacidad en los peligros: y sin comparación fuiste de todos amado: y siempre menospreciaste ser honrado y siempre te tuviste en poco. Francisco de Ribera en la vida de Santa Teresa dice: En Villacastín, lugar bien conocido en Castilla la Vieja, donde yo nací, hubo pocos años ha, en tiempo del rey don Enrique el enfermo, un hombre verdaderamente profeta, que dijo algunos trabajos que vinieron después a Castilla, y con libertad santa, y profética, reprendía al rey, hasta venirle a cortar por ello la lengua en Segovia, y habló después como si la tuviera, volviéndose a ella que estaba enclavada en la picota y diciendo: Vos estaréis ahí porque decís las verdades. Y yo siendo muy niño alcancé a una señora de aquel lugar que vivió muchos años, y si bien me acuerdo decía ella que le había conocido. Y en aquel lugar contaban esto hombres curiosos de la antigüedad, a quien se debía creer. Esto escribe Ribera, que nació año 1534, como se verá en nuestros claros varones. Si es el mismo uno y otro, no sabemos determinarlo.

     El rey, desde Madrid, se fue con solos diez de a mula a poner en manos del conde de Plasencia. Molestaba el reino general peste; compañera perpetua, sino efecto de la guerra. El mucho concurso de gentes diversas apestó nuestra ciudad; así el infante rey y su hermana, que desde entonces le siguió, partieron a Arévalo al principio del año mil y cuatrocientos y sesenta y ocho. Los grandes a tiranizar los pueblos faltos de amparo en la sombra de reyes: el maestre a Plasencia, en seguimiento o perseguimiento del rey, que no le quería tan postrado para sustentar las discordias, causa de sus medras. La Hermandad, único amparo entonces de los pueblos, había llegado a tanto poder que armaba tres mil caballos. Procuraban los rebeldes pervertirla a su parcialidad. ¿Qué triaca no trocara en ponzoña la malicia humana? La ciudad de Toledo, después de varios sucesos, se redujo a la obediencia del rey; con que los rebeldes se alteraron tanto que al punto partieron de Arévalo a cercarla. En Cardeñosa, aldea dos leguas de Ávila, murió casi de repente el infante rey don Alonso, martes cinco de julio de este año, con indicios de veneno en una trucha. Quedaron los rebeldes confusos; y los advertidos considerando la mucha confianza que Enrique tenía en la justificación de su causa, la profética amenaza de que el pontífice Paulo segundo había hecho de esta muerte, y sobre todo que tres días antes, estando el infante bueno y sano se había publicado en todo el reino que era difunto.

Arriba