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La ciudad de Los Infantes.- El capitán.- Gregorio de Oña.- Infancia de Pedro de Oña.- Su viaje a Lima.- Sus estudios.- Expedición a Quito.- Aparición del Arauco domado.- Lisonjas del poeta.- Argumento del poema.- Carácter de don García Hurtado de Mendoza.- Mérito histórico del libro.- Falta de verdad.- Episodios.- Fresia y Caupolicán.- Tu capel y Gualeva.- Quidora.- ¿El Arauco es un poema épico? -Lenguaje y versificación.- Cómo fue escrito el Arauco domado.- Estilo.- Nueva estrofa.- Descripciones.- Comparaciones.- Otras bellezas.- Defectos.- Oña estudiado en su obra.- Aplausos tributados a Oña.- ¿Arauco está domado?.- Segunda parte del poema.- El proyecto de cantar los lances de don García en la corte.
En la ciudad que Francisco de Villagra fundara en noviembre de 1552, a nombre de don Pedro de Valdivia, primer conquistador de Chile, bajo la designación de los Confines, por ser la última en el territorio araucano, entre los ríos Malleco y Huequen, y que por orden de don García Hurtado de Mendoza trasladara más tarde (1560) su maestre de campo Alonso Reinoso con el nuevo nombre —134→ de Los Infantes181, a las llanuras de Engol «con tanto efecto que, asentada la tierra, será esta ciudad muy principal en el reino para en guerra y paz, porque tiene todas las partes buenas que una ciudad para ennoblecerse debe tener»182; nació el primero a quien las musas chilenas contaron entre sus hijos. «Natural de Los Infantes de Engol en Chile» llamose él mismo con cierto orgullo patriótico, no sin asomos de lisonja, en una ocasión solemne en que desde tierra extranjera lanzaba al público los acordes de su lira, como deseoso de alejar así para siempre toda duda que pudiera abrigarse respecto de tan notable circunstancia183.
Aquel pueblo, sin embargo, no tenía de ciudad más que el nombre: era más bien una especie de fuerte avanzado sobre la línea araucana, con casas pajizas diseminadas184 en un espacio de terreno no muy extenso, y que poblaron en el principio de su segunda existencia solo cuarenta soldados185. Es probable que entre éstos se contase186 el capitán Gregorio de Oña, natural de Burgos en España187.
—135→Fue su hijo mayor188 Pedro de Oña189, nacido en el decenio mediado de 1560 a 1570190.
Andaba entonces el sur de Chile sumamente revuelto con las cosas de la guerra: cuadrillas de indios salteadores se avanzaban hasta Concepción a robar caballos y ganado; el terror y sobresalto se extendían por las moradas de aquellos infelices colonos, y sus voces de socorro llegaban hasta la ciudad de Los Reyes.
—136→Por ese año de 1570191, doce hombres, entre vecinos y soldados, salían de Angol con dirección a la Imperial, distante unas diez y ocho leguas. Sorprendidos por la noche en su primera jornada cuando apenas habían andado una tercera parte del camino, se detuvieron, «como mal pláticos de guerra» junto a unos carrizales que por allí crecían.
Dijéronle los demás al capitán Gregorio de Oña, que los mandaba, que sería bueno que «estuviesen con cuidado y se velasen con sus caballos muy en orden, y que haciendo muestra de dormida allí, pasasen dos leguas adelante y desmentirían a los enemigos si algunos había».
«Midiendo mal sus razones y hablando a lo rasgado, como es costumbre de algunos soldados bravos, 'respondió el aludido que tan seguros estaban allí como en Sevilla'.»
Sin más decir, desensillaron los caballos y se echaron a dormir, dejando por precaución centinela que velase a alguna distancia.
Mientras tanto, los indios avisados por sus espías de la marcha de aquellos doce hombres, se habían ido juntando hasta el número de quinientos, y bien provistos de sus lanzas, solo aguardaban las sombras de la noche para intentar una sorpresa.
Conocían el terreno palmo a palmo, pero para asegurarse aún más del éxito se dividieron en dos grupos y se dirigieron al campamento de los cristianos. Con el ruido que iban formando, voló una perdiz que puso sobre aviso al centinela, «que se estuvo con cuidado mirando hacia aquella parte» y que a poco, sintiendo a los enemigos que venían dando arma, corrió a advertir a sus compañeros.
Desgraciadamente, los indios llegaron con él: sorprendieron descuidados en sus camas a los infelices españoles, «y como se levantaban vencidos del sueño, yendo a tomar sus armas, topaban con las de los contrarios que los alanceaban y mataban». Algunos que sabían la tierra se metieron por el carrizal que por —137→ allí estaba, «y como los indios tuviesen tino a robar lo que llevaban y era de noche, pudieron escaparse cuatro soldados que llevaron la nueva de lo sucedido hasta Angol».
Gregorio de Oña había caído hecho piezas192.
Muy niño debía ser por ese tiempo Pedro de Oña. Atravesaba casualmente la época en que el alma, no marcada aún con ninguna penosa huella, se conmueve con violencia, y como blanda arcilla guarda por siempre la primera dolorosa impresión que viene a caer en ella y sacudirla. Al menos, bastante sabido parece que era ya cuando largos años después recordaba con calor y santo entusiasmo la historia de la muerte de su padre.
En el discurso de una relación histórica que compuso, aconteció una vez que quiso dar cuenta de cierto alarde militar en que debía ir nombrando uno por uno los caballeros que en él más habían descollado. No podía olvidar, pues, al capitán Oña que ahí figurara también, en otro tiempo ya pasado; y, como si aún le fuera dado platicar con el que ya no existía, le habla en estos términos:
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Es necesario que dejemos pasar veinte años cabales desde la muerte del padre de nuestro poeta, para que volvamos a encontrar alguna de sus huellas. ¿Qué había sido de él durante tan largo espacio? A estarnos a lo que refieren estos cuatro versos, que hablan con los araucanos,
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debió permanecer en el sur, muy inmediato a las fronteras, para que, como él dice, conociese su «frasis, lengua y modo», sus costumbres, sus prácticas religiosas, etc.
Lo cierto del caso es que en 1590 era «colegial del real Colegio mayor de San Felipe y San Marcos de Lima», como a él le gustaba titularse. «No sabemos de qué edad era cuando pasé al Perú, expresa al señor Gutiérrez; mas, según nuestros cálculos, se infiere que rayaría entonces en los veinte y cinco años.» Pero como vamos a notarlo, cuando se incorporó en las aulas de la Universidad limeña, era ya bastante adelantado en otros conocimientos. ¿Cuándo, pues, había salido de Chile? ¿Dónde había estudiado anteriormente?
Padece un error evidentemente el que suscribió bajo el pseudónimo de Arión en El Ferrocarril de Abril 23 de 1857, que «Oña parece pasó a Lima en 1590 con don García Hurtado de Mendoza»; pues, como es sabido, este personaje partió de Chile en febrero de 1561 y en la fecha que se indica era virrey del Perú.
Parece si incuestionable que los móviles que lo alejaron de su país, en vista de su vida al principio de la época en que volvemos a dar con él en Lima, fue el deseo de estudiar, «hidrópica sed», a su decir; y, como era natural, la legítima aspiración de graduarse de doctor en leyes, profesión muy estimada en todos tiempos —139→ entre los chilenos, según la expresión del abate don Juan Ignacio Molina.
Muchas familias de Chile enviaban sus hijos a la capital del Perú, emporio entonces de las letras en América, a cursar bajo el dictado de eruditos y renombrados maestros. Los libros de la antigua Universidad registran los nombres de muchos que después se distinguieron en su país natal. ¿Qué había sido, sin embargo, de la madre de aquel colegial, qué de sus parientes o hermanos? Siempre el poeta guardó silencio a este respecto, quizá, como algo aventuradamente pudiera suponerse, por encerrarse en esto algún misterio de alcurnia. Al menos, no debe olvidarse que ese silencio es difícil de explicar en los recuerdos de un hijo que demostró ser tan amante de su padre de otro modo que por un delicado sentimiento en pro del buen nombre de sus deudos, y que nació en medio de Arauco, en un fuerte, donde, como es notorio, muchos conquistadores vivieron de manera no muy cristiana.
Ignoramos además cómo y en qué parte estudió; pero de presumir es si se atiende que en aquel tiempo no lo pudo verificar en su país, que fuese en la mismísima ciudad de Lima. El hecho es que en una partida asentada en el primer libro de matrícula de la que se llamó Universidad de San Marcos, que se entiende desde el 20 de setiembre de 1583 al 9 de julio de 1593, se lee dando vuelta la foja 11: «En los Reyes en ocho días del mes de Agosto de mil e quinientos e noventa años se matricularon para el primer curso de Artes Pedro de Oña, Efrancisco Rodríguez, etc., los cuales juraron la obediencia al rector, e trajeron cédulas de examen. Juan Delgado».
Significativa es la última frase, porque bien claro demuestra que nuestro Oña había rendido en esa fecha todas las pruebas que se exigían para poder inscribirse entre los cursantes de las clases de Derecho. Contadísimos, con todo, eran los alumnos que se vieran preparados para seguir los estudios superiores, y menos aún aquellos que la posteridad no ha olvidado completamente. De agrado parecerá al lector, sin embargo, saber que conocido del poeta en ese tiempo de colegio debió ser otro joven que seguía —140→ sus clases ya desde 1587, cuatro años cabales de la apertura de la Universidad, y a quien la iglesia chilena reservó más tarde un lugar distinguido entre los obispos de Santiago, fray Diego de Medellín.
Desde aquel día podemos seguir por algún tiempo casi paso a paso la carrera literaria del estudiante Pedro de Oña que tan ansioso de saber demostraba estar.
Feliz debió andar en sus pruebas del año cuando al siguiente se apresuró a satisfacer por derecho de matrícula el real que las constituciones universitarias designaban porque quedase constancia de la incorporación del alumno a una clase superior194: «En los Reyes a veinte e nueve de mayo de mill e quiniento e noventa y un año se matriculó para el segundo curso de artes Pedro de Oña, natural de Chile, y juró en forma la obediencia al rector.- Juan Delgado».
Prosiguió aún ese año con el mismo aprovechamiento que el anterior, y de nuevo pudo el secretario Delgado asentar en su libro un memorándum en esta forma: «En los Reyes en ocho días del mes de Abril de mill e quinientos e noventa y dos años, se matriculó Pedro de Oña, natural de la ciudad de los Confines, reino de Chile, para el tercero curso de artes, y juró la obediencia al rector».
Tanta prisa debió darse el joven estudiante que más que probable es que desde ese mismo año se pasease ya por las calles de la coronada ciudad de los Reyes luciendo el manteo y bonete que los bachilleres de la Facultad de leyes debían cargar según disposiciones vigentes195.
Ocurrió en la misma época la sublevación de Quito a consecuencia del impuesto sobre alcabalas, y el recién graduado bachiller marchó con los tercios reales a extinguir aquel peligroso amago196.
—141→De aquí, sin duda, la idea que tuvo más tarde de injertar entre los cantos de la guerra de Arauco aquellas escenas que había presenciado de cerca.
No fueron solo las leyes las que distrajeron la atención de nuestro joven, y era porque, como había notado muy bien,
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De vuelta de su expedición al norte pudo emprender también, desde julio del año siguiente, el aprendizaje de la teología, complemento indispensable del buen saber y de la ilustración colonial, y que tanta influencia ejerció después sobre su espíritu y su carrera de escritor. Por lo menos existe constancia de que asistió a las lecciones de primer año, según puede verse en la partida siguiente que Antonio de Neira asentó en el folio cuarenta y cinco del libro que venimos citando: «En la ciudad de los Reyes a diez y siete días del mes de jullio de mill e quinientos e noventa y tres años se matriculó Pedro de Oña, natural de la ciudad de los Infantes de Chile, para el primer curso de Theultigía y juró la obediencia al rector y guarda de las constituciones en forma».
Por más que hemos minuciosamente rebuscado en los archivos universitarios, no nos ha sido posible descubrir ni la fecha en que se graduó de licenciado, ni si prosiguió alguna sus estudios de teología. Por aquellos años llegaba a los veinticinco. Un largo mostacho ocultaba la pequeñez de su boca. Su continente fino a que añadía una singular gravedad lo correcto de sus facciones, veíase aumentada con una calvicie prematura.
Pero tiempo es ya de que abandonemos el polvo de tales antiguallas y los mal trazados caracteres de aquellos graves maestros para que veamos lucir el nombre del poeta, que se firmaba ya licenciado, en la primera hoja de un libro en 8.º, (que llevaba al frente el retrato de su autor) publicado en Lima197 en 1596 con el —142→ título de Primera parte del Arauco domado198, escrito en octavas que sumaban diez y nueve cantos y más de diez y seis mil versos y que ávidos se disputaban gentes de letras y cortesanos.
No se habían enterado todavía veinte años a que por vez primera viera la luz pública el poema que don Alonso de Ercilla y Zúñiga destinó a cantar las luchas de los españoles en territorio araucano. Recién fallecía su autor en la época en que el licenciado don Pedro daba también a la estampa el suyo en la corte de los virreyes. El efecto había sido grandioso; pero el poeta, en desquite o por descuido no se había acordado para nada bueno del capitán a quien se debía la conquista de la tierra que desde entonces pudo la lisonja calificar de domada. Palpitaba, pues, allí un cuerpo, pero ni un soplo venía a animar esos restos. ¿Cuál sería el Prometeo que se atreviese a robar a la inspiración una chispa de su fuego para dar vida a un nuevo canto reparador de pasados olvidos?
Lo que nuestro poeta declaraba en sus versos, lo había informado ya en el prólogo de su poema. «Solicitado de tan grandes temores -decía-, cuanto lo son las causas de tenerlos, pongo (discreto lector) este mi libro en tus manos, porque demás del ordinario y justo recelo en que todos sacan sus obras a la almoneda —143→ de tantos y tan variados gustos, donde cada uno corta a la medida del suyo, tengo ya otros muchos particulares motivos para encogerme y temblar de sacar a luz de los altos y claros entendimientos la oscuridad y bajeza del mío; así por ser en la era de agora, cuando todo y en especial el arte de la divina poesía, con su riqueza de lenguaje y alteza de concetos, está tan adelgazado y en su punto, que ya parece no sería perfición sino concepción el pasar del término a que llega; como por suceder yo (si así lo puedo decir) a los escritos de tan celebrado y bien aceto poeta como don Alonso de Ercilla y Zúñiga, y escrebir la misma materia que él, cosa que en mí (si aspirase a más que a traer a la memoria lo que él dejó al olvido, preciándome mucho de ir al olor de su rastro) parecería tan grande locura como envidia el no confesarlo. Ultra de que mi poco caudal y menos curso me hacen abatir las alas, si algunas me hubieran levantado mis pocos años. Mas, todas estas dificultades atropelló el solo deseo de hacer algún servicio a la tierra donde nací (tanto como esto puede el amor de la patria) celebrando en parte con mis incultos versos las obras de aquellos que sirviendo en ella a su rey dieron a costa de sus vidas, plumas y lenguas a la fama...»
Esta aparente oposición de los dos vates, necesario es declararlo, no nacía, pues, de sentimiento alguno de secreta rivalidad: Oña se declaraba desde luego un franco imitador. La discordancia de ambos sin duda que existe bajo el punto de vista del fin primordial del asunto que se propusieron, del fondo mismo de las intenciones, pero de ninguna manera bajo el aspecto literario. Bastaba el influjo adquirido por la superioridad del poeta español, para que, de buen o mal grado, se tradujese en todas las obras análogas posteriores, destinadas por su misma naturaleza a ser simples imitaciones. Ercilla prescindía por completo de don Garela y llamaba todo el interés del lector sobre aquellos indios cuya dominación intentó celebrar, al paso que Oña, sin despojarlos completamente de todo prestigio, atribuía a su héroe, entonces el virrey del Perú la aureola del valor y la victoria, la suma de virtudes las perfecciones.
—144→Con todo, no significaba este proceder que mediase una adulación. Cuando el libro aparecía, ya el elevado personaje cuyo encomio encerraba, estaba lejos. El poeta no podía esperar recompensas. Por el contrario, tan delicadamente se portó Oña en este particular que vamos a ver lo que decía a don Hurtado de Mendoza, primogénito de don García al dedicarle aquella primera labor que salía de sus manos: «Ha días que lo tengo trabajado (el poema,) y aún impreso, dilatando el sacarlo en público hasta que el Marqués se fuese, como ya (por daño nuestro) se va de estos reinos, porque el publicar sus loores en presencia suya no engendrase (a lo menos en dañados pechos, y de poca consideración) algún género de sospechas, cosa de que tan ajena está la limpieza de la verdad que en todo este discurso trato».
Todavía si hemos de creer (y no habría por qué dudarlo) a lo que el mismo don García expresó a este respecto, solo vino a tener noticia de que un tal Pedro de Oña había compuesto un poema en que se hacía su elogio cuando ocurrió a él por el permiso para la publicación. «Por cuanto por parte de vos -decía-, el licenciado Pedro de Oña, me fue hecha relación que habíades compuesto un libro, intitulado Arauco domado, que trata de las guerras de Chile, durante el tiempo que estuvo a mi cargo el gobierno de aquellas provincias; el cual os había costado mucho trabajo, y que entendíades sería provechoso por la noticia que en él dais de las condiciones de la tierra y gente della, como porque contáis en él con limpieza de verdad, los hechos señalados de muchos caballeros, y otras personas que gastaron el dicho tiempo en servicio del Rey Nuestro Señor, y me pedistes y suplicastes se mandase dar licencia y privilegio para poder imprimir y vender el dicho libro en estos Reinos por término de veinte años, o como ya más determinase, [...] he cometido su examen y aprobación al maestro Esteban de Abila, de la Compañía de Jesús, acerca de si contiene alguna cosa contra nuestra santa fe y buenas costumbres; y lo tocante a su estilo y entereza de verso con lo demás contenido en el dicho libro al licenciado don Juan de Villela, alcalde de corte desta Real Audiencia».
—145→Después que el maestro examinador le dijo: «He visto este libro que se intitula Arauco domado, y no tiene error contra nuestra santa fe: es libro provechoso porque tiene muchas y graves sentencias, muy importantes para la vida humana; y es muy aparejado para incitar, mediante su levantado estilo, los ánimos de los caballeros a emprender hechos señalados y heroicos, en defensa de la religión cristiana y de su Rey y patria [...] y todo lo cual arguye el grande ingenio de que Dios dotó al autor, etc.». Y después que el alcalde emitió su dictamen en estos términos: «He visto el libro, [...] en el cual de más del nuevo modo de la correspondencia de las rimas, muestra su autor una natural facilidad, un caudal propio y un no imitado artificio, con que (levantado en sus propias fuerzas) descubre muchas lumbres de natural poesía, tanto más dignas de estimación en un hijo destos reinos, cuanto (por la poca antigüedad de la nación española en ella) tienen menos de cultura y arte. Y así, fuera de ser muy justo que se le dé la licencia que pide, merece ser muy estimado, favorecido y premiado de V. E.». Solo entonces, el grave y ceremonioso virrey, concedió la licencia. En cuanto al privilegio, ¡tuvo a bien rebajar diez años a los veinte que el autor había solicitado! No anduvo tampoco más feliz el licenciado cuando en 1605 los señores del Consejo real, le tasaron en Valladolid a tres maravedís cada uno de los cuarenta y cinco pliegos de que constaba el ejemplar; «y mandaron que a este respecto le venda y no más, y que esta tasa se ponga al principio dél para que se sepa lo que se le ha de llevar, y que no se pueda vender, ni venda de otra manera».
Por más que, como dice uno de sus biógrafos más amenos y estudiosos, Oña «agote materialmente en su poema el vocabulario de las lisonjas, convirtiendo la adulación en figura de retórica»; hay, sin embargo, un no sé que en sus palabras que muy a las claras revela cuán lejos de su ánimo estuvo el medrar. Era más bien el que lo moviera uno de esos afectos que los humildes saben concebir por los hombres de mérito y posición y que después, así como pudo permanecer ignorado, el talento le hace camino. Hay figuras así a quienes estudiándolas de cerca se les cobra —146→ cariño desinteresado, sin más esperanza que la de satisfacer las propias necesidades o exigencias del espíritu seducido o apasionado. Oña encontraba, además, en don García muchos puntos de contacto en el giro de sus inclinaciones, igual seriedad, un natural religioso, y era consiguiente que, en un todo de acuerdo en el campo de las ideas, ensalzase a quien podía mirar como la encarnación de sus principios, y jefe, por lo tanto, de su misma secta.
Con claridad testimoniada se ha puesto de manifiesto que el joven cantor no marchaba en camino de lucrar con sus versos cuando iban a ver la luz pública; séanos, pues, lícito concluir con el crítico más arriba citado, que Oña se expresaba de aquel modo «por apocamiento de espíritu, por vicio y culpa de su educación, que su lenguaje era el tributo humilde del vasallo, el homenaje sumiso del siervo que hablaba de sus amos».
En conclusión a este respecto, llega el caso de expresar cómo ha sostenido el poeta el carácter de su héroe favorito en el curso de su relación; pero antes una conveniente hilación exige que sepamos cuál es el argumento del libro.
Canto el valor, las armas, el gobierno, | |||
discanto aviso, maña, fortaleza, | |||
entono el pecho, el ánimo y nobleza | |||
del extremado en todo joven tierno: | |||
hincho la fama ahora el áureo cuerno, | |||
apreste de sus alas la presteza, | |||
redoble su garganta el claro Apolo, | |||
y llévese esta voz de polo a polo. |
Tal se inicia el poema. Para que veamos lucir las acciones del «joven tierno», es preciso, pues, que se nos muestre el teatro en que sucedieron.
Llegó del reino de Chile al virrey del Perú don Andrés Hurtado de Mendoza un pedimento de socorro por la necesidad y aprieto a que los indios araucanos lo tenían reducido después de las desgracias acontecidas a los primeros capitanes que habían ido a su conquista. Prestó aquel elevado funcionario benigno oído a la voz de aquellos desgraciados colonos y dispuso al efecto que su hijo don García fuese en persona llevando los deseados auxilios. —147→ Dase éste a la vela, y al fin, después de una espantosa tormenta, consigue arribar con la mayor parte de su gente a los sitios en que era preciso combatir. Los indígenas reunidos en borracheras generales, habían escuchado ya de boca de sus agoreros la suerte que se les aguardaba.
Desembarcados los expedicionarios, es su primer cuidado la construcción de un fuerte que los ponga a cubierto de los ataques de los enemigos, mientras llegan de Santiago refuerzos que permitan tomar la ofensiva.
Júntase, entre tanto, todo el infierno por ver modo de perder a don García, y acuerda despachar a Mejera que corra a avisar a Caupolicán, jefe indio, de la buena oportunidad que se ofrece de dar sin pérdida de momento sobre el fuerte y destruirlo.
Aprovechándose del consejo, se reúnen los araucanos a la voz de sus capitanes y emprenden el ataque, que se sostiene con gran tesón de ambos bandos, aunque con harta más fortuna de parte de don García.
Vienen en seguida las diversas maniobras y parciales encuentros de los ejércitos, entretejidos por episodios amorosos de los indios y por el sueño en que la hechicera Quidora se propone referir lo acontecido en la famosa rebelión de Quito y la victoria obtenida por las armas de don García, sobre la armada del pirata inglés Richard Hawkius cuando años después de su expedición a Chile se hallaba de virrey del Perú.
Este es el fondo sobre que giran los versos de nuestro poeta: en él lo defectuoso del plan y lo inconexo del argumento se traicionan a cada paso por la falta de orden en los sucesos y por la confusión intencional que se hace de épocas y hechos sucedidos en varios y remotos países y en fechas distantes.
Así cualquiera historia sale fea, | |||
si con la variedad no se hermosea, |
dijo el autor en alguna parte de su libro; pero tan lejos ha llevado este principio de buena literatura que, como luego nos informaremos, los episodios absorben la mayor parte de la composición. —148→ Solo se ha procurado que los hechos y carácter de don García salgan de relieve, no importa que se violenten la unidad indispensable del trabajo literario, ni que se falte a las reglas más elementales del buen gusto. Sus alabanzas ha sido el tema propuesto, y a él es preciso amoldar los sucesos, y no éstos a la clase de obra que se emprendía, como debió ser.
¿Cómo ha realizado Oña el programa que al principio nos ofreció? ¿Qué figura asume don García en las pinturas que de él nos hace el Arauco domado? O lo que es lo mismo, veamos hasta qué punto se halla en armonía el carácter del domador de Arauco retratado por Oña con el que la historia, desnuda de todo afecto o lisonja, le atribuye.
Sin duda que ella jamás se avanzará a decir lo que, aún para una figura poética es exagerado y, que el autor, sin embargo, expresó de él en los siguientes versos, contando cierto reyes que dio:
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Ni que se permita afirmaciones como ésta:
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pero es innegable que la posterioridad atribuirá siempre a don García notables cualidades de guerrero, felices disposiciones de administrador y todas las bellas inspiraciones de un hombre honrado y de un súbdito fiel. ¡Si tuvo ideas exageradas en algunos puntos, a ello conspiraron, es cierto, las creencias del siglo y el género corriente de educación! Sin referirnos a Suárez de Figueroa por motivos que se adivinarán, escritores modernos de nota se hallan más o menos de acuerdo en hacer el elogio de los méritos del antiguo virrey.
—149→Pero, o mucho nos equivocamos, o el poeta chileno por probar mucho, como dicen los sicologistas, no probó nada; contra la opinión del señor Amunatégui, no creemos pues que las muchas perfecciones hayan concluido por hacer interesante al lector aquel personaje. Porque, en efecto, ¿se armoniza con la poesía y con la aureola que ha de ceñir la frente del héroe y el prestigio del general de un ejército, aquello de pintarlo como un simple combatiente entre las filas de los bárbaros, luchando cuerpo a cuerpo con ellos? Si se hace descender al ídolo del pedestal que ocupa y se le roza con los demás mortales, resultará que el santo respeto de que se le rodeaba pronto se trocará en familiaridad y vendrán las burlas y la risa. Es muy natural que se llame la atención del que lee hacia las refriegas particulares de los indios por la disciplina especial que observaban, por la novedad de sus modos de ataque: esto está bien y se explica; más lejos de ensalzar al caudillo español refiriendo los descomunales golpes que acertaba, pensamos que más bien se le deprime.
Casualmente en estos detalles (prescindiendo de lo dicho anteriormente) es donde Oña se diferencia de Ercilla en la manera de presentar a sus actores. El uno, sobre todo en las batallas, sostenidas como se sabe por los mismos luchadores que ofrece Oña, observa la táctica de presentar no solo el detalle de lo que cada guerrero realizó durante el ardor del combate, sino que también se ocupa de los movimientos de las masas: el heredero de su lira no tiene más anhelo que el de seguir a cada guerrero hasta verlo muerto o victorioso, desde el jefe hasta capitanes y soldados.
Las materias que venimos tocando se relacionan demasiado con la historia para que no nos ocupemos de saber cual sea el mérito que como a tal, pueda prestarse al Arauco domado. No hablamos aquí, naturalmente, ni de los amores supuestos a los salvajes pobladores del sur del Biobío, que constituyen en gran parte los episodios con que el poeta se propuso amenizar el relato y de que luego trataremos, ni de las fábulas inventadas para procurar al poema cierta especie de máquina, accesorio puramente literario. Nos referimos, pues, solo a las campañas de don García Hurtado —150→ de Mendoza en Chile y a lo que el autor refiere de sus habitantes, usos y costumbres, etc.
Planteada así la cuestión, interroguemos primero al mismo autor a fin de que nos manifieste sus intenciones; apreciándola en seguida con los medios de comprobación de ciertos hechos, y pidiendo, por último, su dictamen a críticos o historiadores.
En cuanto a lo primero, tan penetrado estaba Oña de que ni aún podría dudarse de su verdad que ni siquiera se cuidó de expresar con detención la clase de obra que acometía bajo el respecto histórico: esta era la condición primordial del trabajo ofrecido a quien había llevado a feliz término las empresas de que iba a dar cuenta. Se limitó a decir como de paso
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Presentes se hallaban, además, todos esos guerreros que habían ido a la conquista, frescos en la memoria del pueblo los brillantes hechos que habían ilustrado las armas españolas en el sur de Chile: el engaño no era posible ni siquiera resultaba provecho de intentarlo. Podían aceptarse en el discurso de la relación las apreciaciones del escritor respecto de las causas del buen o mal éxito de un encuentro, sus elogios para los que estimase más sobresalientes; o en otros términos, le serían lícito los adornos del estilo y las figuras empleadas por la retórica en la expresión de sus sentimientos, pero el fondo de los acontecimientos, los cimientos del edificio por su naturaleza tenían que permanecer inalterables. Y esto fue lo que Oña hizo, sin contar con que la verdad histórica se desprende con bastante claridad, en fuerza solo de las cosas de entre el rimar de los versos y el agrupamiento de las estrofas.
Aún más: el autor expresa a veces que no puede por falta de espacio, entrar en todos los detalles de un suceso, remitiéndonos para ellos a otros escritores, a quienes no teme juzgar desde su —151→ papel de simple versificador: prueba evidente de que creía ser tan verídico como el que más.
Se hace de ocasión con este motivo el que comprobemos algunos hechos de los que da como verdades, a cuyo efecto solo elegiremos dos de los más sencillos.
Sea el primero la descripción de las costumbres de Santiago en 1557 que con mano firme y severa trazó en el canto tercero.
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Habla aquí el poeta, y esto dice el historiador:
«Tales ejemplos y la continuación de la guerra, abrieron la puerta a la licencia más completa de los soldados. La mayor parte de estos eran solteros, y para satisfacer sus pasiones viciosas se mezclaban sin recato alguno con mujeres infieles»199.
Existe en la historia primitiva de Chile un rasgo altamente filosófico que los que se han ocupado después de ese período jamás lo omiten, y en ello tienen razón. Poco antes de llegar a Chile Hurtado de Mendoza, largos altercados se habían levantado entre los caudillos Villagra y Aguirre, disputándose el derecho de mando en aquella sociedad que apenas podía mantenerse con vida por los ataques de los indios y escasez de recursos de toda especie. El caso fue que reunidos en la Serena los dos competidores, el mandatario que recién arribaba metió preso en —152→ un bajel al Aguirre, el cual ya embarcado le habló de la manera que Oña refiere en los versos siguientes:
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En cuanto a pareceres extraños, un crítico nacional establece que el libro de Oña merece fe en lo que da por cierto, por el crédito que se concede a todo testigo presencial que habla y escribe para los actores de los mismos sucesos que refiere200.
Don Juan María Gutiérrez encuentra que «es precioso, [...] porque es una de las fuentes a que se ocurre a empaparse en la verdad cuando se ha de escribir sobre ciertos períodos de la antigua historia de Chile».
Aún en las circunstancias en que Oña pudo ver comprometida su imparcialidad, se dio trazas para salir siempre airoso y con todo el prestigio de su corazón noble y desinteresado.
Cuando en su obra se le ocurrió referir la campana naval emprendida contra los ingleses en el Pacífico, tuvo así que ocuparse no solo de los enemigos del pendón real sino también de los que a un tiempo lo eran de la fe; y precisamente en esta parte es donde el poeta chileno ha dejado más en claro lo juicioso de su talento y sus buenas prendas de narrador imparcial. Nadie podría decir, por ejemplo, que en la descripción que da del jefe enemigo se trasluzca ni siquiera lo menor de la proverbial prevención española en América contra todo lo que oliera a extranjería:
...El audaz pirata se decía | |||
. . . . . .clara gente, | |||
mozo, gallardo, próspero, valiente, | |||
de proceder hidalgo en cuanto hacía: | |||
—153→ | |||
y acá, según moral filosofía, | |||
[dejando lo que allá su ley consiente] | |||
afable, generoso, noble, humano, | |||
no crudo, riguroso, ni tirano. |
Esta buena cualidad, nos complacemos en decirlo, le ha sido reconocida a su obra por un ilustre hijo de la raza del vencido en aquella jornada. «Las circunstancias de la prisión del pirata inglés Hawkins en 1594, dice Ticknor201 ha sido referida por Oña con bastante exactitud y con una imparcialidad que admira en un escritor español de aquellos tiempos».
Tomemos también nota en este lugar del juicio que del poeta chileno emite sobre tal circunstancia el señor Amunátegui: «Pedro de Oña -dice-, está muy distante de justificar la muerte del individuo que profesa principios religiosos contrarios a los suyos..., y es muy capaz de alargar la mano a un enemigo y de hacerle plena justicia aunque sea de diversa raza y de distintas creencias... Menester es declarar, y declararlo bien alto, porque le honra, que abriga a este respecto máximas más liberales que las de muchos de sus contemporáneos».
Otro mérito del Arauco domado al respecto histórico, es la pintura que contiene de las costumbres de los indios, a cuyo lado puede decirse vivió su autor por algunos años y que, como él asienta,
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M. Ternaux Compans, que, como declara Gutiérrez, «se muestra demasiado severo al juzgar el mérito literario de la obra del licenciado», la considera muy estimable bajo esa faz. Los defectos del lenguaje que les atribuye al ponerlos en escena pronto los apreciaremos al juzgar la fisonomía de los araucanos en el libro.
Mientras tanto, parécenos también oportuno llamar la atención hacía las imaginadas pinturas de la naturaleza en Chile, de que —154→ Oña no ha sabido resguardarse, y que, a no dudarlo, constituyen un chocante lunar en esos cantos que se dan como históricos. Al leerse, por ejemplo, esta estrofa,
Pues por el bosque espeso y enredado, | |||
ya sale el jabalí cerdoso y fiero, | |||
ya pasa el gamo tímido y ligero, | |||
ya corren la corcilla y el venado: | |||
ya se atraviesa el tigre variado, | |||
ya penden sobre algún despeñadero | |||
las saltadoras cabras montesinas, | |||
con otras agradables salvajinas202, |
cualquiera que no sea hijo de esa tierra se creería trasportado al corazón de África; por eso creemos que si Oña, por el contrario, nos hubiese hablado de los animales que nos son peculiares, habría dado a su obra un colorido local del mejor gusto.
Idéntica falta de verdad se nota en algunos rasgos que atribuye a los araucanos, a quienes a pesar de haber inmolado a su padre, no por eso dejaba de estimarlos y de ensalzar sus nobles prendas.
Oña es natural cuando refiriéndose a ellos dice:
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Es exacto al expresar que
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y digno de elogios condenando con generosa indignación la avaricia y crueldad de los españoles para con aquellos que tenían a su servicio. Pudo, asimismo, acontecer que alguno, como Orompello, fuese tan desprendido que viendo en el combate a un valeroso enemigo a punto de perecer, se lance a defenderlo, despidiéndolo sin más recompensa que el contentamiento de su propio hecho.
—155→Mas ¿cómo admitir en el bárbaro Talhuen un lenguaje como éste:
¿Oí que ya el relox se apresuraba, | |||
queriendo dar las doce de mi vida, | |||
sentí que ya la Parca endurecida | |||
a dividir mis partes caminaba? |
Se encontraba el poeta, no hay que negarlo, en la misma situación embarazosa en que se halló su predecesor Ercilla y cuantos después se ocuparon del asunto al poner en acción a los indios. ¿Serían bastantes fieles para trasladar al papel las expresiones groseras, los términos bajos e indignos del estilo poético usado por los hijos de Arauco? Al revés, ¿les prestarían galanura en el decir, fondo en las ideas, cultura en su comportamiento? Lo primero, sin cuestión, que redundaría en pro de la verdad; mas, ¿convendría decirla desnuda? Este término medio fue el que el poeta no supo encontrar, y sus indios pudieron no ser groseros pero debieron ahorrarse de hablarnos de la Parca y de otra porción de ficciones de la mitología griega. Como dice bien Chaparro, los héroes y heroínas y agoreros araucanos que saben mitología estarían perfectamente colocados en la Ilíada o en la Eneida»203.
Oña no se ha mostrado con ellos muy caritativo tampoco. Es muy fácil de observar que mientras el autor del Arauco domado se abandona a solo los impulsos de su corazón, es sencillo, bondadoso; pero en cuanto llega el caso de aplicar sus ideas religiosas se trasforma en una especie de oráculo fatídico destinado a pronunciar en toda ocasión siniestros pronósticos de eternas condenaciones para los gentiles o herejes. En los cuatro versos siguientes hace la aplicación de sus principios teológicos sobre la materia, suponiendo que ciertos araucanos que mueren en un lago «humoso y pestilente» comienzan a sufrir desde estas regiones terrenales,
—156→
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Con esto, llegamos ya a los episodios del poema que como desempeñados por actores indios, vamos a tener ocasión de apreciarlos aún bajo el punto de vista de sus relaciones sociales, y especialmente del amor; pero no de ese amor ardiente y apasionado de la juventud con el cual la rigidez de los principios del autor y el estiramiento aparente de los sujetos a quienes el libro se destinaba no se armonizarían bien, o que no le habrían aprobado, quizá, sino del que ha santificado la religión, el solo legítimo a su juicio.
Oña pensaba que el único medio de amenizar una relación seguida de sucesos verídicos era mezclarle variedades que diesen descanso al espíritu recreándole y preparándole nuevas fuerzas para poder continuar con holgura en la tarea comenzada,
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Otro guía que estimó podía servirle de auxiliar poderoso para procurar agrado a sus cantares, era el sembrarlos de reflexiones morales:
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El poeta fue, por desgracia, más que fiel a este programa, pues a deseos de cumplirlo a la letra, se excedió respecto de los episodios que de los araucanos hacen mérito, y a cada cauto se dio principio con largas disertaciones sobre cosas variadísimas; sin contar todavía con la multitud de estrofas dedicadas al recuerdo de la sublevación de la ciudad de Quito y al festejo del triunfo sobre el inglés. Por esto fue que el libro nació muy desigual, marchando la relación interrumpida y como a saltos. No negamos que muchos de los pensamientos que al acaso sembró el indiano, como —157→ se le apodó en la corte de Madrid, dejan traslucir una sana moral y un ingenio, nada vulgar. En cambio, en otros, tanto lo extravió la sutiliza de las escuelas que una vez se ocupó en dilucidar la conveniencia de que haya males en este mísero planeta, y otras nimiedades ajenas a un espíritu serio.
Si observamos un poco la época en que figuró, no nos será difícil persuadirnos que este sistema debió conquistarle grandes aplausos, y la prueba está en la decidida imitación de que fue objeto de parte de los que escribieron después, y muy en especial del que en nuestros estudios va a seguirle casi inmediatamente.
Tiempo se hace ya de que recorramos esos episodios en que el poeta una vez más debía serle infiel a la exactitud, poniendo a nuestros ojos cuadros de amorosas parejas que, como él bien debía haberlo visto, no era la monogamia el precepto a que más se ajustaban. No era, pues, la realidad lo que iba describir, sino el ideal de sus deseos y la explicación de sus principios.
Fresia y Caupolicán vivían en el valle de Elicura. Era ella
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Sentados a las márgenes de un arroyo poblado de mirtos que enredaba la yedra enamorada, le recordaba el indio sus pasados lances en la guerra, entregándose sin temor a las confidencias y desahogos, alejados ya los sobresaltos y graves cuidados de las batallas tan gloriosamente libradas.
Él le dice:
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Nótese bien desde luego el trasunto de la imitación de Ercilla en este pasaje, el cual, como se recordará, pintó a una de sus heroínas en ocasión parecida, llena también de presentimientos. Y es porque el culto de la fatalidad, diosa en cuyas aras Oña como su antecesor y los que le siguieron sacrificaban ciegamente, venía a turbar al poeta en medio de sus más felices concepciones.
Creía nuestro autor:
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y así, no era inconsecuente al poner en boca de la querida del indio temores de infortunio.
Convidado por la frescura de las aguas, dirígese Caupolicán al baño, y
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«Octavas admirables, dice el señor Valderrama204 en que Oña parece agotar su paleta para iluminar la imagen de la india inmortal... Nada es más natural que esta pintura; los versos son fáciles y elegantes; los pensamientos tienen una verdad encantadora. La idea de que la india no quiso mirar el agua para no enamorarse de su propia imagen, es bellísima, y el agua que sale a recibirla a la orilla, es una hipérbole tan graciosa y delicada que nada deja que desear». Escritor ha habido, sin embargo, que tildase de poco decentes las escenas del baño de los amantes205.
Divertíase con aquellos juegos la enamorada pareja, cuando de súbito se les presenta «la disfrazada furia de Mejera», que —160→ viene a avisar al jefe araucano del nuevo ejército que acaba de desembarcar en el suelo de la patria. Excita con ello su amor propio, y le advierte que es tiempo ya de que se deje de esos pasatiempos.
Aprovechándose de la turbación que al indio le causan sus palabras, arranca con presteza la mensajera infernal dos víboras de las que están sobre su frente, y se las arroja. Arde en iras Caupolicán; y continúa la hechicera desarrollándole el plan que debe seguir para que salgan otra vez más vencidos aquellos intrusos. De otro modo, si no corre presto, le intima que se verá,
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Furioso parte Caupolicán en dirección a su rancho, olvidándose de Fresia que se empeña en seguirlo;
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Congregados los principales caciques y mocetones de la tierra, resuelven el asalto del fuerte que don García acababa de construir. Etc.
Estos rasgos que el autor nos da del héroe araucano y su compañera, están distantes de guardar armonía con la pintura, que de —161→ ambos Ercilla nos dejó, pintura siniestra donde solo se divisa al guerrero vencido y abatido con la desgracia, y a aquella madre desnaturalizada que destroza sin piedad al hijo de sus entrañas a la primera muestra de flaqueza del marido. Esto estaba bien para el temple robusto del alma de don Alonso, pero era superior a la timidez y al encogimiento del buen licenciado.
Retirados los indios del asedio del fuerte, se encuentran a sus espaldas con sus mujeres que habían ido a informarse del resultado de la refriega. Entre ellos iba Gualeva «de Tu capel amada tiernamente». Pregunta por él y nadie le responde; entonces,
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Desesperada por el dolor y la ansiedad, cae desmayada en la yerba; esméranse sus compañeras por asistirla, hasta que recobrado el conocimiento,
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No pudiendo contenerse, arrebata sus armas a un mocetón y se marcha en busca de Talhuen, el amigo amado de su esposo, por ver si alguna noticia puede darle. ¡Nuevo desengaño! ¡Talhuen tampoco parece! Lánzase a su vez Quidora a preguntar por él, y deja así el poeta hilvanados dos cabos de una nueva aventura.
Después de vagar todo el día, al llegar de la noche, exhala así sus quejas la india contristada:
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Oye de repente en el silencio cierto ruido de voces que la detienen. Escucha atenta y reconoce a Rengo y Leucotón, los postreros en retirarse del combate; y
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Infórmanle los indios, después de prolijos razonamientos mediados de una y otra parte, que el que busca ha quedado tendido en tierra al pie de la estacada, sin poderse mover a causa de las heridas que su arrojo y el brazo enemigo le causaran. Irritada porque han abandonado así a un compañero, incrépalos la india de cobardes y dirigiéndose a Rengo lo desafía a singular combate. Ante las disculpas del jefe araucano que se ofrece a acompañarla en su excursión, prosigue Gualeva su camino, distrayéndose en fingidas pláticas con su amante que se halla lejos,
Que cuando el amor el ánimo lastima | |||
más suele estar donde ama que do anima. |
Al encontrarse en medio de un bosque, invoca a la muerte y dice a los campos, a los ríos, a los anchurosos valles, a las húmedas riberas,
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—[163]→
Quiso en esto «el cielo santo»
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y al percibir al caro esposo ensangrentado...
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Con palabras cariñosas procura volver a la vida a ese cuerpo que parecía ya cadáver; y cuando al fin consigue que una voz responda a sus lamentos, es solo para saber que en aquel espíritu se asienta el delirio y sus engaños. ¡Tu capel la desconoce! Quebrantada por este nuevo dolor, fáltanle las fuerzas y cae en tierra desmayada; vuelve más tarde el herido en su cabal entendimiento, pero ¡oh! ¡rabia! ¡su lengua se anuda y no halla una palabra con que contestarle!
Después de estas peripecias se reconocen al fin los dos amantes, para entregarse en seguida a largas pláticas sobre su mutuo cariño y sus futuros proyectos; restaña Gualeva las heridas a su marido, y con esto interrumpe el autor el episodio para volver a su favorito don García.
A mucho andar se nos manifiesta de nuevo la continuación, a punto que una leona de aspecto feroz se presenta a poca distancia de la conturbada pareja con la evidente intención de dar un ataque.
Era la hora en que el lucero de la mañana aparece en el cielo anunciando la salida del sol. En tan terrible lance, Gualeva lo invoca en estos términos:
—164→
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Con el ánimo ya sereno, recibe impertérrita la embestida de la fiera, y consigue al fin matarla; y aquí es el discutir de ambos esposos a cuál de ellos debe atribuirse tan feliz desenlace:
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Una tristeza repentina viene a oscurecer el rostro del marido. Algo como los celos preocupa entonces a Gualeva; Tu capel la interroga, pero ella se hace la enojada. Confiésale él en el instante que debe la vida a su íntimo amigo Talhuen, quien por salvarlo fue peligrosamente herido. Postrado a su vez, nada ha podido saber de su abnegado compañero. ¿Cómo, pues, no ha de suspirar si él no se halla allí a su lado?
Quiso la casualidad que la india divisase en ese momento andando por un lado del monte a un hombre todo ensangrentado en quien con alegría reconoce al fiel Talhuen. Pregúntanle que ha sido de él, y a esta indicación, sentándose a descansar, se prepara para referirles las cosas extrañas, estupendas, milagrosas que en la noche que acaba de expirar le han sucedido.
Con este incidente puede decirse que terminan las aventuras de Tu capel y Gualeva, pues ya el poeta comienza a enhebrar, continuando sus prometidas variedades, nada menos que el larguísimo sueño de Quidora, la esposa del indio recién llegado.
Sabemos que en esa ficción, destinada a cantar las glorias de don García en el porvenir, se comprende la relación del levantamiento —165→ de Quito y la batalla naval ganada por don Beltrán de Castro.
En todo el poema fue lo que más trabajo y esfuerzo demandó al autor, según lo confiesa en el Canto XVI:
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Gualeva, aparte de ciertas pinturas sobre las costumbres de los valientes araucanos, que con motivo de sus peregrinaciones tuvo ocasión de presentar el poeta chileno, parece más que otra cosa, sobre todo cuando recién la vemos figurar, una de esas mujeres comparable sólo a las que la antigüedad pagana ideó de más diformes con sus Furias, etc. Y a renglón seguido, ¿qué significa ese lenguaje de miel en tales personajes? ¿Habrá mayor inverosimilitud en la descripción de la naturaleza que el suponer a Tu capel y en india en las críticas circunstancias en que se ven, entregándose a coloquios delgadísimos en que a la par campean la refinada galantería de salón y los menudos propósitos? ¿No es antojadizo y ridículo aquel supuesto combate de la leona, al parecer traído sólo con el fin de proporcionar a los amantes una nueva ocasión de discutir sobre el mérito de la hazaña? ¿Para qué distraer también tanto la acción principal en la cual debía ya creérsenos interesados?...
Además, todo eso está demasiado abultado, abarca mucho espacio, que podía utilizarse de mejor manera. La interrupción de la aventura, así como los incidentes que la acarrean y la continúan, son, por otra parte, muy poco naturales y a nadie se le pasaría por la imaginación tomarlos como verosímiles.
Oña queda aquí, pues, muy abajo de Ercilla, como oportunidad, como extensión, y aún más, como ejecución. Pero fue porque éste había visto, conocía la realidad, y Oña quería dar como ciertas las ficciones de su gusto estragado.
Así como en la Araucana hubo sueños y agoreros que descubrían —166→ lo que estaba por venir, siempre en el interés de poner de manifiesto hasta en lo futuro cuanto pudiera redundar en alabanza del elegido del poeta; y si el mágico Fitón revelara a Ercilla las victorias de la cruz sobre el islamismo invasor, ¿por qué el Arauco domado no había de hermosearse, asimismo, con las gloriosas empresas de las naves españolas en el Pacífico contra enemigos también de la fe? Oña veía practicado el sistema en su antecesor y no quiso quedarse atrás, y Arauco registró sueños y pronósticos. Quidora se encargó entonces de contar en larguísimas estrofas los sucesos del ínclito don García cuando regía en sus manos el cetro del virreinato. Fuese, pues, lejos de Chile, la musa del poeta semiaraucano a inspirarse en lo acontecido años más tarde en las distantes regiones del Ecuador sacudidas en esa época con la resistencia que los vecinos de la capital oponían a los nuevos tributos sobre alcabalas. A este modo especial de conocimiento era precisamente al que se refería Talhuen al hablar a Tacapel y Gualeva de aquellas cosas «estupendas, maravillosas» que le habían ocurrido en la noche en que vagaba herido.
Con tales antecedentes, es natural que nos preguntemos hasta qué punto la obra del colegial de San Felipe y San Marcos reúne las condiciones que los preceptistas indican como inherentes al poema épico. Esta cuestión es idéntica a la que promovimos al ocuparnos de la Araucana, e idéntica, por lo tanto, será la resolución que nos corresponda darle.
Averiguado, ante todo, que el poeta no se propuso la composición de una epopeya, es evidente que no pudo producirlo. Sus aspiraciones no pasan más allá de alcanzar a lo que gustosos llamaríamos (si lícito nos fuera formar una nueva designación) las formas de una crónica histórico-poética. No es, pues, equitativo exigir a la obra de Oña las cualidades que desde un principio estuvo condenada a no realizar.
Sin duda que algunas circunstancias acercan a la epopeya esos trabajos literarios, y especialmente al de Oña en que hay siquiera un principio de máquina, como puede verse en la mitad última del canto IV en que las potencias infernales se congregan —167→ a efecto de perder a don García, de cuyo conciliábulo resultó, según se recordará, el envío de Mejera a poner sobre aviso al bravo Caupolicán. En esta parte el licenciado se conformaba en su imitación a lo que había visto practicado en la Jerusalén libertada.
La aparición de Lautaro a Talhuen en el canto XIII, maravilloso imitado de la Eneida, concurre, por su parte, a darle un nuevo viso de poema épico al Arauco. Pero si el género creado por Homero ha de constituirse por una acción noble, grande, única, aunque el libro de Oña contenga los orígenes de un pueblo, sus costumbres y el estado de civilización en que se hallaba, infinitamente más cerca del tipo adoptado por modelo se encuentra la creación de Ercilla que la del licenciado. La grandiosidad de la defensa de los araucanos en el poema a que han dado con justicia su nombre, aparece ahí mucho más de manifiesto, como que en buenos términos son los vencedores; al paso que Oña pensé desde un principio presentarlos humillados por el brazo del joven y afortunado don García. Agréguese que si la Araucana carece de un verdadero desenlace, muchísimo más pobre es a este respecto el libro del poeta chileno, que jamás pasó de su primera parte.
Vaya ahora aquí algo sobre el lenguaje en que esta Primera parte está escrita y sobre su versificación.
Habla el señor Gutiérrez:
«No tenía nuestro poeta por rémora de su impaciencia el precepto de trabajar con reposo a pesar de toda urgencia y de cualquier mandato, pues probablemente ya no podía oír las voces del mundo cuando Boileau publicaba su Arte poético. Parece, por otra parte, que bajo el cielo que inspiraba a Oña, sazonan en menos tiempo los frutos literarios, y que, por consiguiente, no es allí donde haya de hacerse caso del nonun prematur in annum. Bastaron al don Peralta Barnuevo, diez y ocho meses interrumpidos, para relatar en mil ciento cuarenta octavas, no sólo la conquista del Perú y fundación de Lima por el marqués de los Atabillos, sino el elogio de los virreyes y arzobispos; santos y varones ilustres de aquel vasto imperio. Y por cierto que ni carece de bellezas el poema —168→ Lima fundada, ni los resabios de culteranismo desvirtúan del todo la discreción de las palabras con que su autor se defiende del cargo de apresurado que pudiera hacérsele: es cultura enfadosa -dice-, gastar muchos años de riego para no ser palma; irrisible trabajo, pintar eterno para no ser Zeuxis»206.
Tras la grave opinión del famoso licenciado, no es, pues, de admirarse encontrar en el Arauco mismo la formal declaración de la prisa con que marchaba. Decía:
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Canto VIII |
Sin más que la lectura de los primeros cuatro versos, sin pecar —169→ de malicioso, grave tentación ocurre de creer que bajo las expresiones «el tiempo breve y la priesa de cada día», se envuelve algún compromiso que el poeta mantuvo secreto en sus términos pero cuya sustancia no es difícil de adivinar. Era claro que si a su libre voluntad le hubiese sido dado proceder ajena de extrañas influencias, por nada habría confesado, después de lo apurado que escribía, que esto no era «ir como se debía». Pero hubo cierto oidor de la Audiencia de Santiago que, residiendo en Madrid en 1647, se le llevó para que examinase un libro titulado Guerras de Chile, del maestre de campo Santiago de Tesillo, y al estampar su aprobación, completó lo que nuestro licenciado dejó entrever, contando que «del asunto habían escrito antes don Alonso de Ercilla y el insigne Pedro de Oña, aquel con afecto, éste por apremio y tarea de veinte octavos al día, ambos con estilo métrico»207.
A graves consideraciones se presta revelación tan importante, pues salta a la vista desde luego que algún encumbrado personaje de la corte de Lima, deseoso de hacerla al virrey, se fijase en el poeta chileno para que escribiese en breve tiempo la suma de las heroicas hazañas de don García. Porque no queremos creer que el mismo virrey se preocupase desde la cumbre de sus prosperidades en que se hallaba entonces en subsanar el maldito silencio que al porfiado de don Alonso en mala hora se le ocurrió guardar respecto de su elevada persona. La desgracia no golpeaba aún a las puertas de su familia para que necesitase darle lustre en el pasado; los términos en que dio la licencia de la impresión (que ya hemos visto) no habrían sido los que se produjeron en público instrumento bajo su firma; y, en todo caso, como sucedió con el libro de Suárez de Figueroa o con la comedia del insigne Lope de Vega, no se habría hecho el misterio que en la obra de nuestro licenciado pudiera presumirse208.
—170→Bástenos ahora saber que Oña, según él testifica en los versos trascritos, tanto había corrido en los primeros tres meses de su trabajo que se había dado trazas para terminar los ocho primeros cantos de su obra, o lo que tanto vale, casi la mitad de toda ella. No podríamos decir cuándo le diera principio, pero existe, constancia auténtica de que al final del verano de 1594 estaba por rematar la Primera parte. Así lo dijo en el canto XVIII:
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Con tales antecedentes luego ocurre que su estilo no pudo ser muy trabajado, pero que, por idéntica razón, muy poco debía entorpecerlo la rima y el andar del verso. «Oña -dice el señor Valderrama-, es un versificador bastante notable». Y, con efecto, es cualidad que brilla a primera vista lo fácil de la versificación en el libro destinado a celebrar los hechos de don García en la conquista del suelo araucano, lo cual, por cierto, no justifica los defectos que, a haber tenido menos prisa y más tiempo, no le habría sido difícil borrar. Tales son, el abuso de adjetivos iguales inmediatos en la rima, o como simples calificativos en el discurso, iba demasiada prodigalidad de consonancias de unas mismas palabras entre sí o con sus compuestos.
A juicio del crítico más arriba citado, también le falta a nuestro autor talento para fabricar bonitas metáforas y para tocar el corazón de sus lectores con la ternura y delicadeza de sus versos. Su estilo, dice otro, es a trechos florido o enérgico, a trechos prosaico por las exigencias de la verdad de la crónica; a que agrega Rosell, que las locuciones bajas e indignas de la poesía culta que —171→ en él no es difícil encontrar, suelen revestir su estilo de cierta originalidad.
Pero Oña en su obra había venido a constituirse en inventor de una especie de octava diferente a la que hasta entonces se había usado, que desde el principio llamó la atención del público, por el «nuevo modo de la correspondencia de las rimas», según se expresaba el alcalde Villela en su dictamen al virrey.
A la estrofa usada por Ercilla, que consuena en su primero, tercero y quinto verso, y segundo cuarto y sexto, sétimo y octavo, el colegial de San Felipe y San Marcos sustituyó en el Arauco domado una que rima, primero cuarto y quinto, segundo, tercero y sexto, conservando iguales el sétimo y octavo. En la llamada octava real se busca la armonía del conjunto, de la estrofa, y en la inventada por Oña la simetría en las partes, derivada de la proximidad de los consonantes.
Cuando el joven chileno quiso dar a la estampa su obra, llovieron poetas que a porfía se disputaban el honor de poder decir algo al autor por la magnífica empresa a que venía de dar cima, o al virrey don García en cuyo honor se había emprendido. Contribuyeron con sus sonetos don Pedro de Córdoba Guzmán, caballero del hábito de Santiago, el doctor Jerónimo López Guarnido, catedrático de Prima de Leyes en la Universidad de Lima; don Pedro Luis de Cabrera, capitán de la guardia del virrey, que dijo:
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Cristóbal de Arriaga Alarcón; Diego de Ojeda y el doctor Francisco de Figueroa209 con una Canción al Marqués; «un religioso grave», y por último llevó la palabra oficial del aplauso, de la —172→ Antártica Academia, el licenciado Gaspar de Villarroel y Coruña, abogado de la chancillería real de los Reyes.
Los ecos de la fama que Oña conquistara desde entonces repercutieron en más de un admirador de la bella poesía. Dama hubo «muy entendida en la lengua toscana y portuguesa», (que por recato escondiera su nombre) que lo calificó de divino, y que, procurando disimular el nombre tan impropiamente concedido al poema por el licenciado, le dijo:
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Solo tituló éste de domada la patria de los araucanos por lisonja: la verdad se sobrepuso a todos sus aduladores epítetos, y andando su carrera tuvo que exclamar, pintando el empuje del valor de don García,
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Diego de Ojeda al escribir en elogio del licenciado, conociendo lo mentido de la frase que encabeza la obra, trató de disculparlo y ocurrió a un subterfugio bien galante y donoso:
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En balde el gran Lope de Vega tituló su comedia Arauco domado, y en balde otro poeta tratando de adular a don García Hurtado de Mendoza, dijo que
—173→
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El chileno por halagar el amor propio del magnate pudo llamar vencidos a los matadores de su padre, pero conocía muy bien que aquel calificativo merecía una aplicación y no se olvidó de darla. «Acordé darlo título de Arauco domado, porque aunque sea verdad que agora (por culpas nuestras) no lo esté, lo estuvo en el gobierno de don García, pues trajo pacífico a todo el estado. Fue, pues, mi intento que hasta el nombre significase lo que solo su valor y no otro antes y después dél ha podido acabar; y aunque en la primera parte no quede Arauco domado, al menos dispónese, como se verá por el discurso, para que lo quede en la segunda». «Más le valiera, agrega un soldado de la conquista, y su trabajo le fuera más debido y más bien contado por lo que le competía, que el que tomó en dar por domados a los que se hallan más que nunca victoriosos y casi invencibles»211; pues, como Olivares concluye con razón, «se puede decir que domado solo fue en el deseo, pues ni en su tiempo ni hasta el presente, en casi doscientos años lo ha sido del todo; ni todo el poder de España lo ha podido domar212. En efecto, jamás historiador alguno admitió ese apodo para la tierra de los héroes de la libertad, y muy pronto otro poeta vino a restituir a la frente de sus hijos el lauro que se pretendía pisotear, titulando su epopeya ¡El Puren indómito!
Después de haber publicado la Primera parte del Arauco domado, Oña se propuso sacar
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No sabemos si alguna vez trabajó en tal proyecto, pero de lo —174→ que no queda duda es que jamás salió a luz la anunciada Segunda parte.
Siempre seducido por las tendencias de su espíritu y sus afecciones, se prometía también cantar más adelante,
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Parece que el poeta chileno se figuraba que estaba en su elemento cantando en estilo pastoril, porque así a su sabor podría dar ancho campo a su imaginación, no estragada ya por las exigencias —175→ de la crónica histórica; tal como en otra ocasión se le ocurrió decir:
Si yo para las armas nada valgo | |||
verase que a las armas me acomodo, |
como haciendo poco aprecio de su numen poético y creyéndose meritorio más bien por las acciones en que pudo militar, (bien sea en tierras chilenas, o cuando fue a Quito con la expedición pacificadora) que por sus armonías épicas.
El hecho fue, sin embargo, que jamás la posteridad ha llegado a conocer las aventuras de don García en la corte, vestidas con el traje pastoril con que las ofrecía el licenciado.
Oña no carece en sus descripciones de talento para pintar ni de tacto para elegir las imágenes que puedan sernos agradables. Sus versos asumen cierta plácida melancolía y su lenguaje un andar sereno, castizo y sonoro que produce en la lectura de sus estrofas un verdadero placer. Véase, por ejemplo, la descripción que hace del invierno, en que chispea cierto tono confidencial producido por el empleo de palabras familiares sin ser bajas, procurando dirigirse al corazón, que se siente oprimido ante sus imágenes, y no a la inteligencia que procura deslumbrar.
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Canto III, pág. 69. |
Cuando pinta a la noche, es de notar el contraste que se observa entre la primera y la segunda de las estrofas que le dedicas aquella, pesada con el empleo de voces altisonantes y de ningún significado, la otra llena de una expresión de calma apacible y de belleza por las figuras elegidas:
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Canto XIII |
Es muy curioso observar cómo el poeta solo se ha complacido en tomar las cosas bajo su aspecto sombrío, que es, a no dudarlo, también donde alcanza más éxito. Tras el invierno, la noche; después de la noche, la tempestad, un crecer continuado de lo triste hasta llegar a lo lúgubre;
—177→
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Canto III |
Pero no es sólo en estas profundidades de la materia donde el autor me complace en pasearnos, alumbrando con su antorcha los más sombríos resquicios: también ocurre a los dolores morales más terribles aún, e interroga al alma del hombre y hace que los desgraciados exhalen en amargas quejas el sentimiento que los abruma. ¡Tema fecundo había de encontrar su estro en las miserias de una raza oprimida y en la crueldad de conquistadores mudos ante el dolor y ciegos por la codicia!
El poeta se iniciaba con valor en la noble misión de contar al mundo los abusos que en su patria se cometían con los infelices indios, y esta semilla no había de ser estéril. En el campo de la literatura otros ingenios seguirían con igual desinterés, y en el de la realidad y del remedio, las cédulas reales que es cierto infelizmente tan mal se interpretaron y peor aún se ejecutaron. Sus pinturas (adviértase) no se las puede considerar como hijas de la exageración del entusiasmo y de la simpatía: hablaba con el virrey que había palpado aquella de cerca, y así sus versos asumen el doble mérito de atraernos por su belleza y de instruirnos con las amargas verdades que encierran.
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Canto III |
En esta senda del dolor, Oña se ha complacido en seguir caminando despacio, muy despacio. Su libro era la historia de una guerra, la conquista de Arauco, donde los campos de batalla más de una vez presenciaron el choque furioso de ambos bandos, de los invasores y de los indígenas que morían en defensa de su bandera. Nada que se preste más a una poesía seria y conmovedora que los destrozos que al día siguiente pueden verse en los lugares del combate. Las batallas son los lugares obligados a que ocurren todos los que hacen resonar la trompa épica. Una vez por todas, vamos a divisar a Oña en este terreno.
—180→
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Canto VIII |
Fácil es penetrarse en vista de estas estrofas que el autor describía de pura imaginación: fáltales a esos versos mucho de real, un soplo que los aliente para que nuestro criterio se deje seducir. Oña podía explicar y describir las torturas del alma, pero como no resistía la vista de la sangre, carecen de mérito los cuadros que presenta de la guerra. Se conoce que aquí no respira bien y que solo las circunstancias de la relación en que trabajaba podían obligarlo a entrar en esas descripciones.
Siguiendo al cantor de Arauco en el campo de las figuras que la poesía le prestó para adornar su lenguaje, presentaremos desde luego algunas de las comparaciones de que usó.
—181→Pinta la fuerza de los guerreros españoles que combatían en Chile por la causa real, abatida por el peso de la ley, de este modo:
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Forma contraste con la anterior por la ligereza de las imágenes una en que pinta los gallardetes de una armada movidos por el viento:
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El señor Gutiérrez, después de citar varias otras comparaciones, agrega: «nos parece sobresalir la siguiente por lo remoto de los símiles entre sí, por su aire sin afeite, y por su mucha precisión»:
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Hay también en el poema bellezas de otro género, unas que se refieren al fondo de las ideas expresadas, otras a la elegancia en la forma o demás particularidades del estilo. Ya es un español que viéndose próximo a ser sacrificado por los indios,
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Ya la petulancia de un bárbaro muy bien expresada en cortas palabras:
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No seríamos imparciales ni fieles tampoco al lector, si después de haberle dado a conocer algunas de las bellezas que hermosean el poema de Pedro de Oña, no le manifestásemos también que por el desgraciado privilegio de toda obra humana, siempre al lado de lo hermoso está lo deforme, como que la perfección no es dote que cupiera al hombre en la herencia recibida de una mano, infinitamente bienhechora, sin embargo.
Fue muy corriente entre el culteranismo de los antiguos poetas coloniales (porque les parecía de buen gusto) entretenerse con juegos de palabras, valiéndose de las de doble significado, o empleándolas en circunstancias en que una misma tuviese doble acepción.
Mereció siempre la preferencia el tiempo, que varió Oña en su empleo en lata forma:
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¿Se encuentra con frecuencia, en Oña, expresa el señor Valderrama, el prurito de torturar la frase para hacer un juego de palabras, pero este defecto es hijo de su época, y nada más fácil que hallar en el Arauco domado las señales de un culteranismo que Oña no se cuida de ocultar»214.
Como puede suponerse, las malas estrofas no escasean en la larga extensión del Arauco domado, bien sea por la pobreza de la rima, o por la vaciedad del sentido, por las metáforas forzadas o figuras de mal gusto, como la siguiente:
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o por el empleo de términos poco propios e indignos de la poesía, como cuando hablando del mar detenido en límites prefijados, dijo:
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Fue costumbre de los antiguos historiadores y literatos chilenos hablar por boca de sus héroes y el ocuparse forzosamente de sí mismos por las exigencias de los asuntos que trataban, en los cuales muchas veces les cupo parte no pequeña. Mediante esta circunstancia, le es dado en ocasiones al que recompone siglos después los episodios de una vida olvidada, aprovecharse de los rasgos que aquellos hombres esparcieron en sus obras y resucitarlos así de sus propias cenizas, como cuenta la fábula del misterioso fénix.
A esta declaración general, aceptada por la crítica moderna, y en nuestra obra más que en ninguna necesaria, podemos agregar todavía una declaración especial que el poeta togado asentó en una ocasión en el último verso del canto décimo quinto. Refería esa vez las aventuras de una de las mujeres indias que ha puesto en escena en su libro y dijo sin rebozo y en términos muy formales,
. . . . . .hablo por su boca.
Que entonces lícito nos sea ensayar el delineamiento de los rasgos principales del carácter de Pedro de Oña por lo que es presumible dijo de sí en su obra.
Oña era, ante todo, un hombre religioso. El estar bien con Dios era para él el mejor término a que pudiera aspirarse: de ahí se derivarían el feliz éxito en las empresas que pudieran acometerse, de ahí la fuente del valor, la grandeza de alma para rechazar las adversidades de la fortuna y el sobreponerse a las desgracias que hubieran de sobrevenir. El que está con Dios bien puesto, decía,
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Las derrotas de los ejércitos, los desaciertos de los generales, debían tener su origen precisamente en las trasgresiones cometidas contra la ley de Dios, que
. . . . .el padre de los hombres | |||
de vidas es autor, que no de muertes, | |||
y así no mata Dios; mas, bien mirado, | |||
a cada cual le mata su pecado. |
Sentados estos principios, no se limita a proclamarlos en teoría, porque luego encuentra en el asunto de que trata fácil comprobación a sus asertos. Por eso repetía, que
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Pero el poeta chileno pasó más allá aún. Viose en la obra obligado a tratar de las expediciones de algunos piratas ingleses a las costas del virreinato, y era consiguiente entonces que diese noticia de quien era esa gente aparecida como por encanto en aquellas aguas hasta esa fecha solo surcadas por los galeones del rey de España, de dónde venían, cuáles eran sus propósitos, qué fe profesaban. Declaró, pues, que
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Con esto, Oña no hacía más que conformarse con las ideas corrientes, imbuidas a los colonos del Nuevo Mundo y firmemente creídas por ellos, de que los herejes, (como llamaban a los ingleses), eran de una raza pervertida, hija del demonio y solo acreedores a que se les tratase como a perros. De acuerdo con estas —185→ creencias, la rubia Albión aparecía en sus imaginaciones y en sus cartas geográficas diseñada con negros colores, tales como los que la fantasía del vulgo atribuía a Satanás.
Llega más tarde la ocasión de un ataque en el mar entre los bajeles de aquellos corsarios y los que el virrey del Perú hizo alistar. Hubo muertos y hubo naufragios. Piadosamente podía suponer entonces que el español que, moría sosteniendo la noble y santa causa de la fe amagada «volase con el alma al cielo»; así como aquellos infelices sectarios del demonio «bajasen por entre el agua al fuego ardiente».
Después de notar esta particularidad, que, como sabemos, estuvo muy distante de ser peculiar al autor del Arauco domado, viene en seguida una segunda, su inseparable compañera, que tan propiamente ha llamado un estudioso escritor contemporáneo «el dogma de la majestad real». Porque es un hecho muy curioso de observar en aquellos hombres antiguos la dualidad que se producía en sus almas respecto de sus sentimientos patrióticos: uno puramente ficticio, crecido, por decirlo así, con la educación sistemática, y el otro, real y verdadero, como hijo de la naturaleza. Primero, ese apego a una figura solo imaginada, que nunca habían visto, pero que se soñaban adornada de todas las perfecciones, especialmente el amor a sus súbditos, aunque solo se acordara de ellos siempre que se trataba de los donativos que solía exigírseles para atender a los gastos locos o inmorales de ambiciosos o depravados favoritos; y el otro, del amor al suelo que los viera nacer. Aquel los hacía humildes, rendidos, hasta palaciegos; el segundo, orgullosos, capaces de todo sacrificio.
Oña no comprendía que en la vida humana hubiese más anhelo que el de servir al rey y sacrificarse por sus intereses: sentimiento falso, pero que por carecer de patria independiente, no acertaba a explicarse todo el absurdo que envolvía. Y no se crea que exageramos:
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se repetía. Nada de extraño, tendrá, por consiguiente, que a este —186→ mismo hombre a quien la sola educación de la época dictaba principios tan nobles (aunque equivocados) para la condición que asumía, lo observemos, en seguida, hablar de la patria, de la verdadera en que le cupo ver la luz, con sincero y no aprendido cariño, llamándola con entusiasmo «su Chile, patria cara».
Si algún distintivo hay que bien cuadro al licenciado, es, sin duda, la seriedad. Seriedad respira todo el poema, seriedad cada uno de sus versos: no se podría señalar uno en que se hubiese jamás permitido una alusión picante, un chiste de ocasión. Enemigo de burlas, como decía, es necesario, aún con el amigo, ir en ellas con tiento.
De aquí, otro rasgo de conducta muy en armonía con el precedente y su inseparable gemelo, la reserva. Quizás ambos los había adquirido en el ejercicio de su profesión, o, por lo menos, en ella habría tenido ocasión de cerciorarse cuán de necesidad era al que vestía toga de letrado o que se firmaba licenciado.
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Esta tranquilidad de lo interior, este buen cimiento del edificio, quería aún que se tradujese en igual forma en las líneas del rostro, como un trasunto el estoicismo de cierto filósofo antiguo que aspiraba para modelo de un sabio el de uno que permaneciese impasible por más que el mundo se escurriese.
Esta superioridad de espíritu, él la traducía así:
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Por esto es que aconsejaba se reflexionase de antemano en las —187→ desgracias que podían afligirnos, proveerlas, si era posible de antemano, y cuando llegasen, recibirlas sin sorpresa. La resignación cristiana mezclada al estoicismo, la manifestación de sus creencias de católico en alianza con su estudio de la filosofía pagana, tal era su programa.
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De esta manera adquiría el hábito de mirar siempre hacia adelante, sin confiar nada al acaso: hacíase más bien pesimista antes que atreverse a esperar algo de la buena ventura. Oña se trocaba así en caviloso y repetía con frecuencia
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No se crea, sin embargo, que los principios que esta regla de conducta envolvía, viniesen a significar para él y a traducirse en su esfera de acción por proyectos eternamente elaborados y destinados a fracasar en seguida cuando llegase el caso de aplicarlos; que fuese como alguno de esos sabios que la comedia nos pinta ocupados día y noche de lo que pasa en la luna y olvidados del arreglo de los negocios humanos y hasta de la marcha del hogar doméstico. No, el antiguo colegial de San Felipe y San Marcos había utilizado muy bien su tiempo, vivía por su profesión muy al corriente de lo que sucedía en la vida real para que no se preocupase de fijar también su atención en lo que en los afueras pasaba y de atrapar así la ocasión tan pronto como golpease a la puerta.
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Ya que con estos antecedentes alguna luz creemos derramar sobre la figura del cantor de los hechos de don García, oportuno parecerá, con la misma antorcha en la mano, pasearnos un momento todavía por el campo de sus ideas, que completará en cuanto nos es dado el estudio de sus inclinaciones. Después; no nos será difícil colocarnos en los verdaderos puntos de vista, para apreciar algunos de los hechos capitales de la crónica que vamos analizando, bien sea examinándola en su fondo o en su forma.
A pesar de sus gustos religiosos, y no obstante haber estudiado la teología, aunque no sabemos si alguna vez confió su felicidad al cariño de una mujer, Oña, es un hecho que vivió en el mundo, sin duda entre fastidiosos clientes y acaso entre la turba de palaciegos cortesanos. Tuvo, por lo tanto, alguna experiencia y parece que, por desgracia, la idea que de los hombres se formó no fue de las mejores; al menos, es muy digno de notarse, que siempre hablé de los negocios humanos con el más declarado escepticismo. A continuación van algunos versos en que manifiesta su sentir sobre el particular:
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Con tales ideas preconcebidas, nada de extraño tendrá que lo oigamos quejarse de la vida, lamentar la fragilidad de la existencia y hacer hincapié en todos los contratiempos que la aquejan y contribuyen a amargarla. La muerte será de este modo un consuelo esperado como el término de males irremediables que venga a abrir la aurora de un nuevo día y hacer olvidar pasados sufrimientos:
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A pesar de sus decantados desengaños, debemos ser justos con él y reconocerle que no siempre miró las cosas bajo un punto de vista sombrío o iluminado de continuo por la duda. Oña creía en la amistad, sin ocultársele tampoco que a veces
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No llevaba, pues, su escepticismo como sistema, ni pretendía que el mundo debiera marchar de otro modo: su buen sentido le hacía solamente reconocer que en la viña del Señor hay de lo bueno y de lo malo, pues como las piedras preciosas, por más que todas luzcan, unas son falsas y otras verdaderas.
Van aquí los términos en que consignó su opinión respecto de aquel sentimiento que lo hermana en esta parte con un famoso filósofo griego.
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Reconocen los moralistas cierta afinidad entre la amistad y el amor, especie de arroyos que hasta cierto punto marchan unidos y que, sin duda, deben su nacimiento a un mismo origen. El poeta chileno que lleva aquella hasta la abnegación y solo la comprende como un cambio de sacrificios desinteresados, es natural que despierte nuestra curiosidad respecto a su sentir sobre el amor y como un consecuente preciso, hacia la mujer, su más bello instrumento y su más inspirada artista a la vez.
Oña no deja aún en esta parte su tono lastimero y pesimista:
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Después de formar así el desiderátum de los términos en que concebía las relaciones de los dos sexos, no escasean en su obra frecuentes rasgos que contribuyen a darnos una idea de sus observaciones propias al tenor de aquella pasión.
A veces reconoce el gran poder del amor, la energía y entusiasmo que produce, cómo hace fácil cualquiera dificultad; otras, los inquietos temores que despierta en los enamorados, por la suerte que uno de ellos pueda correr, colocado en una situación difícil; las transformaciones que lleva al ánimo del que se ve herido de las flechas del dios tirano:
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Pasa después a examinar los efectos de la pasión sobre el corazón de la mujer, y exclama:
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Una ligera observación bastará para convencernos que ante Oña la mujer no aparecía con colores muy lisonjeros. Además de increparles su debilidad física, las miraba también como inferior circunstancias. Peor que la víbora pisada, cuando los celos la enojaban; incapaz de tomar la iniciativa, sea para lo que fuere, pues
. . . .en la mujer es cosa llana | |||
que quiero ser en todo compelida: | |||
y aunque su propio gusto la convida, | |||
si no la dan combate no se allana, | |||
y es porque solo tiene fortaleza | |||
en ocultar al hombre su flaqueza. |
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Constantemente expuestas a la influencia de las variaciones, inconstantes con el tiempo; incapaces de conservar amistad cuando media el propio egoísmo; astutas y pérfidas;
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Por lo demás, solo les reconoce alguna preeminencia en las dotes que naturaleza quisiera otorgarles para dar a sus acciones y cuidados suavidad y dulzura; y que, a diferencia de los hombres, incapaces de olvidar jamás el interés, ellas saben ser abnegadas y generosas por inclinación o afecto y no por cálculo.
A juicio nuestro, proceden estas apreciaciones del poeta jurista más bien de lo que él mismo hubiera tenido ocasión de experimentar, de la influencia de sus estudios favoritos, de la teoría y no de los hechos. Las ideas de aquellos siglos, fielmente traducidas en las leyes, predispusieron ya desde el colegio su juicio contra la mujer, siempre rebajada y esclavizada en las civilizaciones antiguas, pero a quien los códigos modernos, y más que eso el propio convencimiento y la dignidad del hombre tienden cada día a elevar. Las alas que de antaño el egoísmo le mantuvo siempre cortadas, hoy poco a poco se le restituyen, y día llegará en que una devolución que el progreso reclama la coloque en el verdadero sitio que le corresponde. Habrá al principio exageraciones por la reacción consiguiente a los cambios inusitados, pero ya se divisan cercanos horizontes que no empañarán ni un exceso de libertad, ni una indigna y odiosa esclavitud.