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ArribaAbajoCapítulo III

Historia general



- II -

Luis Tribaldos de Toledo, cronista mayor de Indias. -Sus títulos literarios. -Apreciación de su Vista general de las continuadas guerras, etc. -El jesuita Alonso de Ovalle. -Circunstancias que precedieron a su entrada en la compañía. -Sus primeros trabajos sacerdotales. -Es enviado de procurador general a Roma. -Motivos que tuvo para la publicación de su Histórica Relación. -Apreciación de esta obra. -Su regreso América. -Su muerte. -Jerónimo de Quiroga. -Datos biográficos. -Ruidoso lance sucedido en Concepción. -Desaires hechos al maestre de campo. -Su Memoria de las cosas de Chile.

En l625, por muerte del celebrado autor de los Hechos de los castellanos en las Indias Occidentales, quedó vacante el puesto de cronista de Indias que Carlos V había creado un siglo antes a fin de completar en lo posible la historia de las empresas de sus vasallos en el Nuevo Mundo que añadieron a su corona. En este pequeño y angosto pedazo de tierra que llamaban Chile, se había visto humillado el altivo y orgulloso español, y mientras vastos imperios reconocían sumisos el poder de los monarcas, un puñado de bárbaros resistían aquí incontrastables en la defensa de sus hogares. Tal hecho, sin precedentes en la historia de asombrosas hazañas, excitaba naturalmente en alto grado la atención, de la Corte, y por eso cuando Herrera falleció, Luis Tribaldos de Toledo recibió encargo oficial de ocuparse de esa historia.

Mediaba todavía una circunstancia notable que vino a llevar al colmo la sorpresa de los que veían las cosas a la distancia: cansados y convencidos de la inutilidad de los esfuerzos violentos   —108→   de una conquista de sangre, discutido mucho el negocio en consejos y comentado por las opiniones de hombres conocedores, acababa de ensayarse el sistema de pacificación tranquila y humanitaria que, a influjos de un sacerdote ilustrado y caritativo, llegó a tener principio. Y ¡cosa rara! los resultados se hallaron muy distantes de corresponder a las esperanzas que lisonjeras les habían halagado. ¿De qué provenía esto, qué explicación tenía?... Tal fue el encargo que recibió Tribaldos de Toledo.

No fue el entusiasmo el que le faltó en el desempeño de su cometido: registró libros impresos, y los manuscritos que podían ilustrar su tema, procurando darse cuenta minuciosa de todos los hechos; mas, después de nueve años de estudios, la muerte vino a sorprenderlo en Madrid el 19 de octubre de 1634, a los setenta y seis años de edad, y cuando todavía apenas se había trazado el bosquejo de su trabajo, compuesto en su mayor parte de extractos y documentos concernientes a diversas épocas del periodo cuya historia iba a escribir, y sin que el orden, asentándose en esos perfiles mal delineados aún, viniese a dar unidad a la obra que había emprendido.

Siete años más tarde, encontrándose vacante el referido oficio de cronista mayor, un hijo de Luis Tribaldos de Toledo que llevaba su mismo nombre, pidió al monarca, que a falta de un arbitrio vendible, ne le hiciese la merced que se le tenía prometida nombrándole para el cargo. En su solicitud exhibía los títulos literarios que para tal pretensión le asistían; manifestaba que, «como criado en los estudios de su padre y que tan buena noticia tiene de ellos, los perfeccionará y pondrá de modo que puedan divulgarse y leerse de todos con el gusto y afición que la historia y su autor merecen, por ser la de Chile, que jamás hasta ahora se ha escrito cumplidamente de ella, y el historiador de los más eminentes en letras que en sus tiempos hubo»150. Y sobre todo la más poderosa consideración de «padecer extrema necesidad, él y otro hermano suyo, sin tener con que poder sustentar a su madre,   —109→   habiendo siete años que murió el dicho su padre sin habérsele hecho merced alguna»... Agregaba además «que esperaba con ayuda de Dios servir a Su Majestad por tener la inclinación y deseo que para este ejercicio se requiere y ser ya de edad de veintiocho años, pues es tan ordinario y justo dar los oficios de los padres a sus hijos, siendo capaces para servirlos, y vive con tanta descomodidad desde que murió el suyo, por no haberse cumplido, con él esto entonces».

Pero al fin y al cabo, quiso que no quiso, el joven Tribaldos salió mal de sus pretensiones, y de esta manera aquellos trabajos se fueron olvidando más y más sin que una mano inteligente o una frente estudiosa los entregase a la publicidad o siquiera se aprovechase de ellos, y se hubieran perdido sin duda si a fines del siglo pasado, don Juan Bautista Muñoz, comisionado por Carlos III para escribir la historia de la América, no diera con ellos.

Desde luego aparté todo lo referente a los primeros tiempos de la permanencia de los españoles en Chile, que Tribaldos de Toledo no había hecho más que trasladar de otros escritores para fijarse únicamente en los sucesos del siglo XVII y en las tentativas de los jesuitas para la conquista pacífica de la Araucania, de todo lo cual sacó una copia. El libro, pues, que Tribaldos intituló «Vista general de las continuadas guerras, difícil conquista del gran reino, provincias de Chile, sólo ha llegado hasta nosotros mutilado; pero mientras los manuscritos originales tal vez han desaparecido a esta fecha, conservamos memoria de los sucesos que más interés afectaban para nosotros.

Luis Tribaldos de Toledo, ya mucho antes que Lope de Vega en la silva octava de su Laurel de Apolo le dedicase el pomposo elogio siguiente:


Tejed a Luis Tribaldos de Toledo
musas griegas, latinas y españolas
tres verdes laureolas;
que aseguraros puedo
que de ninguno más gloriosamente  5
ciñen la docta frente;
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severo en el Parnaso,
para todo difícil, grave caso,
árbitro de las musas tiene asiento;
sus letras celebrad, su entendimiento,  10
su condición amable y generosa,
su dulce verso y su fecunda prosa;

nuestro autor en calidad de cronista de Indias y de protegido del favorito de Felipe IV, el conde duque de Olivares, cuyo bibliotecario particular era, en esa situación elevada y llave de tantos empeños, debía despertar en las gentes que se hallaban en posición más humilde juicios que no podían ser del todo desapasionados: su calidad de hombre de valer debía influir naturalmente en la posición del literato. En esa fecha, Tribaldos de Toledo mediante los estudios que hiciera en el colegio Tribaldos de Alcalá, que le permitían manifestarse más o menos versado en las lenguas latina, griega y hebrea, había dado a luz diversas poesías, latinas y castellanas, insertas en las publicaciones destinadas a describir fiestas.

«Sirvió a Su Majestad (que está en gloria) de secretario de la lengua latina en la embajada que hizo el año de 1603 don Juan de Tassís, primer conde de Villa mediana, a Inglaterra, por hacerse en aquella isla, según costumbre muy antigua, en latín los despachos, donde asistió todo el tiempo de la embajada hasta la conclusión de las paces con el rey Jacobo, con grande puntualidad y a satisfacción de dicho conde, comunicándose con él, por ser persona tan leída y experta en las cosas más importantes de la embajada. Sirvió también a Vuestra Majestad y al bien común de todos estos reinos dando su parecer y censura en muchas proposiciones y diferentes autores, que por orden del Consejo de la Santa General Inquisición, como a persona de tanta opinión en letras, se le comunicaron para los índices expurgatorios..., fuera de otras muchas advertencias que hizo para la expurgación de algunos autores herejes, que por no haberse publicado en estas partes aún no se tenía noticia de ellos. Y esto todo después de haber seguido al rey don Felipe II, nuestro señor, leyendo cátedra de Prima de Retórica en Alcalá (que llevó en oposición de otros muchos el año de   —111→   1591) con grande aplauso de aquella universidad y aprovechamiento de sus oyentes...»151.

De esta manera y desde su juventud Tribaldos se había granjeado cierta reputación literaria, a la cual contribuía la pesada erudición que por tanto entraba en los escritos de ese tiempo. Esto se comprenderá perfectamente cuando se sepa que era autor de un tratado latino sobre el Ofir de Salomón, y que no debía ignorarse que conservaba inédita, una traducción de la Geografía de Pomponio Mela, la que, publicada después de su muerte, tal vez cuando el autor no le había dado aún la última mano, ha sido acremente censurada por otros autores. Por último, era también el editor de la Guerra contra los moriscos de Granada que don Diego Hurtado de Mendoza no publicó, y en cuyo elogio había compuesto Tribaldos de Toledo una introducción que precede a la obra.

Razón tenía pues, Lope de Vega, al pedir que se le ciñese la frente con tres coronas; él pudo agregar que con gloria, porque acaso lo sentía y con él las generaciones con las cuales vivió, pero aún duda que para nosotros esa gloria, y por esos títulos, permanece en un todo oscurecida. No asentimos tampoco, a aquello de condición amable y generosa que creemos en un todo opuestos al epíteto tan exacto que en sus versos le atribuyera: «para todo difícil»; porque, en realidad, si estudiamos sus obras con mediana atención, veremos que deja traslucir claramente la terquedad de su carácter y lo brusco de su condición. Tribaldos de Toledo se manifiesta descontentadizo de todo, es intransigente, y tan pronto como alguien se permite disentir de su opinión, se encoleriza y pretexta a más y mejor.

No creemos que fuese «de condición amable y generosa» quien después de referir los inauditos manejos de que eran víctimas los infelices soldados de la frontera, para arrebatarles sus escasos sueldos, reduciéndolos a la desesperación de la más espantosa miseria; quién después de poner a nuestra vista abusos que indignan   —112→   y repugnan, permanece fríamente impasible. Tal vez el traje que llevaba hizo suponer a Lope de Vega la apacibilidad y mansedumbre del carácter de Tribaldos de Toledo; pero es un hecho, consignado con su misma pluma, las reconvenciones que dirige a los españoles de Chile por no haber degollado a cuanto indio encontraron a mano y lo que le hace recordar y sentir que en la guerra de Flandes sus compatriotas no hubieren seguido el mismo camino.

En pocas partes podrá hallarse la oportunidad de comprobar el célebre dicho de Buffon como estudiando el estilo de Tribaldos de Toledo, convicción que sube de punto cuando se sabe que podemos sorprender sus pensamientos en la intimidad y secretos de su mesa de escribir, donde pudo estampar sin recelo palabras que por no publicadas, no había animado ni vestido, disfrazándolas con falso y prestado ropaje.

Las mismas consideraciones de que era objeto, infatuándole y haciendo bullir en su mente la inclinación que manifestaba a lo grande, aunque fuese puramente imaginario, hicieron de su estilo un conjunto ampuloso, lleno de pretensiones y falta de naturalidad; su prurito de retórico, que el mal gusto de su época y la dirección de sus estudios le habían impreso desde sus primeros años, lo extravié también más de una vez en la apreciación de los hechos. Así, por ejemplo, queriendo describir los lugares en que los indios se reunían a deliberar en las circunstancias graves, nos dice que «para hacer sus concilios entrando en consejo acordado tienen el tiempo inmemorial señalado un asiento muy ameno y hermoso, donde el campo se muestra más alegre y florido y donde los espesos y altos árboles se mueven suavemente y con el viento fresco y apacible hacen un manso y agradable ruido, corriendo por los prados frescos y vistosos, limpios y sosegados arroyuelos que por las yerbas y troncos van cruzando con diversas vueltas y rodeos»152. Nosotros que vivimos aquí más cerca de nuestros indios, que no son por cierto menos cultos que los de antaño   —113→   sabemos de cierto que no son gentes en la cual puedan influir en sus determinaciones belicosas ni lo cristalino de las aguas que corren por entre floridos bosques, ni el murmullo de las hojas, que acaso jamás han notado; pero Tribaldos quiso componer una frase pulida, un trozo modelo, y así, tal vez sin fijarse, se dejó arrastrar a impulsos de su sola imaginación hasta ofrecer a sus lectores un simple disparate. La cultura de sus modales y lo almibarado de la Corte, le hicieron también sublevar su gasto por lo que no fuese cortés y político, no trepidando en asentar que sus compatriotas de Chile han andado muy poco cultos cuando cuentan que los indios se juntan en borracheras: no, dice, esas reuniones no pasan de ser convites y banquetes muy solemnes en que se brinda a menudo, como lo hace cualquier europeo en sus alegres festines.

Su libro, en general, tratándose de los araucanos, les presta un tinte ficticio que no se armoniza de manera alguna con su calidad de salvajes, ni que tampoco está acorde con las tradiciones y apuntamientos de los hombres que los vieron de cerca y que consignaron esas impresiones en sus escritos. Este defecto, que realmente no tiene gran importancia en un libro que podemos rectificar fácilmente en esta parte, preciso es confesarlo, está compensado con otro mérito a que ha contribuido ese mismo alejamiento del autor del teatro de los sucesos y sus circunstancias de intimidad en la Corte. Realmente, Tribaldos de Toledo ha sabido asumir en su obra cierto aire imparcial y cierto buen criterio que le ha permitido colocarse en buenos puntos de vista, en especial cuando aprecia las cosas de por acá, no influenciado por los extremos opuestos del interés del lucro y de un excesivo celo religioso. De este modo ha podido darse cuenta cabal de la situación de los indios oprimidos bajo el yugo de los encomenderos y ha tenido bastante energía para denunciar la conducta de estos y sus miras mezquinas y de pura especulación. Por otra parte, en el centro de todos los negocios de Indias, tuvo oportunidad de conocerlos en sus menores detalles, y he aquí cabalmente donde su libro ofrece más atractivos para el estudio, porque describe y   —114→   relaciona en él con una minuciosidad llevada al exceso las comunicaciones de los gobernadores, las deliberaciones y dudas a que daban lugar allá, y por último los dictámenes que recapitula uno a uno sobre los puntos que iban en consulta. Consecuencia de este sistema son ciertas repeticiones que hubiera podido evitar fácilmente, consignando en dos palabras lo que ahora ocupa largos periodos, y que sólo la consideración de lo inconcluso de la obra puede atenuar; y que el método que ha seguido, de analizar por partes esos documentos, marchando siempre por una senda demasiado estrecha y muy análoga a la de un catecismo, produzca la más cabal monotonía y una relación descarnada, sin nervios y sin alma.

Poco es lo que hay realmente de escritor en su trabajo: son trozos tomados en tales o cuales formas, documentos copiados íntegros, una que otra reflexión que puede constituir un arsenal para la historia, pero que no son un libro, ni mucho menos una obra literaria. Los hechos que consigna son tan menudos que más que otra cosa parecen el diario de un militar, y que si pueden ser útiles para el historiador, en misma carencia de importancia reconocida, los aleja de sus lecturas de placer. Cabalmente donde el estilo se muestra menos cuidado, la relación mucho mas difícil y la dicción menos inteligible, es en aquello mismo que nuestro autor puede prohijar: esos papeles de gobernadores cuya anatomía practicaba; las redacciones de los simples secretarios del consejo, son superiores todavía al estilo de Tribaldos de Toledo, que no dudaríamos en comparar a la maleta del viajero que por fuerza ha tenido que incluir en ella cuantos útiles ha menester para el camino.

No creeríamos dar a nuestros lectores cuenta cabal del libro del preceptor de los condes de Villamediana (que Tribaldos tuvo también este encargo) si no llamásemos en atención a dos de sus más notables capítulos, la descripción de Chile y la relación de las excursiones del padre Luis de Valdivia por las pobladas selvas y riscos de los belicosos cautenes y catirayes; hay en aquello con que despertar la atención de un chileno, que va a ver dibujada   —115→   por otro la tierra que adora, y hay en lo último mucho que interesa grandemente por sus peripecias, lo nuevo del drama y lo grandioso de los fines.

Tribaldos comienza por aquella descripción. ¡Cuánta diferencia del noble amor de Tesillo, cuánta distancia de lo curioso y cautivador de Molina, qué enorme diferencia de la naturalidad y atractivos de Córdoba y Figueroa! ¿Comprenden ustedes cuán atrás se quedará del que ha contemplado una vez este cielo inmaculado, que limitan los Andes y el océano sin riberas, del que, agitada su alma por panoramas grandiosos y de sublime imponencia, da vida a las líneas que brotan de su pluma, movida a impulsos de recuerdos que no perecen; comprenden la distancia de su mágico entusiasmo a la frialdad del observador de gabinete que sólo divisa los paisajes al través de ojos extraños, siempre infieles?... He aquí lo que ha hecho nuestro autor; sus expresiones pálidas, inanimadas, cadavéricas, si es verdad que no contienen errores de trascendencia153, traicionan su alejamiento, haciéndole tomar ciertos puntos falsos de observación, dando importancia a cosas que no la merecen y disminuyéndoselas a las que realmente la tienen. Tan distante ha estado de formarse una idea cabal del suelo que pinta, que a cada paso, creyendo demasiado exageradas sus palabras, se apresura a darles apoyo con ejemplos particulares, citando nombres propios que, al tratarse de la descripción de un país, nos producen el mismo efecto que si un pintor de las batallas que Homero cuenta se entretuviese en colocar entre los héroes armados del rayo y del trueno, a los burlescos personajes de la Gatomaquia con sus uñas y chillidos. Esto hace que su bosquejo vaya lleno de claro y oscuro, y el lector marchando a saltos, ni más ni menos que conducido, por áspera cabalgadura por senderos de quebrada montaña.

Sin duda que el licenciado, «natural de la villa de San Clemente en la Mancha», está a mucha mayor altura cuando nos refiere las proezas de Luis de Valdivia, y tanto, que esta parte de su   —116→   libro podría obtener por su animación, naturalidad y colorido la remisión de muchas faltas. Divisamos entusiasmados y llenos de zozobra al padre que, sin más guías que indios revueltos y excitados, trepa penosamente por los cerros, desde cuya cumbre los niños y los viejos le dan voces, gritándole «patitu el mapulu a mil mapuquevé vuren y emoin, que es, padre quietador y asentador de la fierra, ténnos lástima», y que tranquilamente prosigue en camino a la junta en que lo esperan todos los guerreros convocados. Ahí, desde su silla de montar, les habla durante largo tiempo, entremezclando el nombre de Dios, que procura inculcarles, con la sumisión que les exige; la impetuosidad de un bárbaro levanta gritos de muerte en medio de la asamblea, y cuando la noche pone fin a las conferencias, todavía el temor nos sigue a velar el sueño del heroico misionero, agitado por la duda y que sólo la fidelidad de Carampangue vigila. Más tarde, ya nos regocijamos en la alegría de los palmoteos de entusiasmo con que es recibido en los fuertes, ya admiramos la sencillez de las embajadas de los indios comarcanos que a porfía se disputan por llevárselo, llenos de envidia por la preferencia que ha dado a otros. Las páginas en que Tribaldos de Toledo ha contado esto, lo repetimos, son encantadoras, y de seguro que no sabríamos dar de ellas una muestra porque todas son iguales, apasionadas, conmovedoras, descritas con arte y sin embargo, llenas de un descuido muy en armonía con lo agreste del año y con los personajes en cuyo centro pensamos encontrarnos muchas veces.

Justamente cinco años después que el hijo de Tribaldos de Toledo solicitaba del rey de España que se le diese el destino de cronista de Indias, a fin de ocuparse de la historia de Chile, pareció en Roma el monumento literario más cabal que nos haya quedado de la era de la colonia. Titulábase Histórica Relación del Reino de Chile y era su autor el jesuita Alonso de Ovalle.

Su padre don Francisco Rodríguez del Manzano y Ovalle154, era   —117→   mayorazgo en Salamanca y había partido a Chile llevando un refuerzo de gente muy escogida, enganchada en Lisboa, en compañía de su primo don Diego Valdez de la Vanda, que iba por gobernador de Buenos Aires.

A poco de establecido en Santiago, casose con doña María Pastene, hija de Juan Bautista Pastene, que tan buenos servicios prestara, al conquistador Pedro de Valdivia.

Naciéronle de este matrimonio dos hijos, Alonso y Jerónimo, en Santiago, en 1601, posteriormente desunado el primero a suceder como heredero en el mayorazgo y en una cuantiosa encomienda de indios, adquirida en el valle de la Ligua.

No había por aquellos años otro colegio en que los magnates de la capital pudiesen dar a sus hijos la corta educación que era de estilo que el que los jesuitas regentaban.

Los jóvenes Ovalle cursaban en él gramática, oyendo junto con las lecciones del profesor las continuas prédicas que se les hacía sobre los peligros del mundo, la vanidad del fausto, y el temor de Dios. Y en verdad que los buenos jesuitas tenían sobrada razón para hablar así a aquellos mancebos que paseaban la ciudad en buenos corceles, deslumbrando por lo brillante de sus arreos, lo ostentoso de sus trajes y lo rico de sus joyas.

Muy luego la perspicacia de los maestros adivinó en el mayor de aquellos jóvenes una espléndida conquista para la orden: rico y noble, emparentado, de cuanto provecho no podría serle él por fortuna para ellos, Alonso de Ovalle era dócil, de genio suave y naturalmente inclinado a las cosas religiosas.

En aquella época contaba ya diez y siete años y comenzaba su padre con este motivo a reunir alguna hacienda para que con decoro hiciese el viaje a España a tomar posesión del mayorazgo. Esto que los jesuitas supieron, redoblaron sus esfuerzos y provocaron de él la resolución de vestirse la sotana de San Ignacio: se   —118→   arregló el negocio con el provincial y todo quedó concertado para una ocasión próxima, aunque muy en reserva155.

Celebrábase por aquellos días en la ciudad cierta fiesta de aparato. Alonso manifestó en su casa gran contento, procurando engañar a su padre que no se dudaba de nada; vistiose sus trajes más relumbrantes y salió acompañado de su hermano. Al volver, cerca de la oración; tomó un atajo que lo llevaba a la portería del convento de los jesuitas, se desmontó del caballo, hizo que su compañero se detuviese, y le habló así:

«Hasta aquí, hermano mío, he obedecido a mi padre y cumplido con aquellas que vosotros llamáis obligaciones del nacimiento y de la sangre: bien ves el afán y cuidado con que hemos empleado el día, porque el aire en un paseo se lleve con sus ondulaciones nuestro gusto y en breve tiempo nos deje por fruto un cansancio: yo apetezco aquellos gustos que no afanan, ni empalagan, ni desaparecen, ni rinden. Mucho tenemos en el mundo de fortuna: ésta te la dejo toda por herencia, y yo me voy a vestir la inestimable gala de la santa pobreza en la sotana de la Compañía, donde tengo ya la licencia. A mi padre y a mi madre, dí que den a Dios gracias por haberme concedido esta dicha, y a ellos un hijo que la logre, y que nunca más hijo suyo que cuando más separado, pues vivo suyo en Dios».

Aún no había concluido, cuando Jerónimo rompió a llorar, lo abrazó y le pidió que no persistiese en tal resolución; mas, Alonso aunque correspondió a sus demostraciones, se mantuvo firme y se entró a los claustros.

Cuando don Francisco supo por su hijo la nueva, se fue corriendo al convento, hizo llamar al provincial Pedro de Oñate pidiéndole que le devolviese en primogénito. El jesuita respondió con toda humildad que él no podía contrariar la voluntad del adolescente, y por más que aquel padre justamente, irritado se encolerizó y protestó, tuvo que volver camino de su casa.

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Se deja comprender fácilmente cual sería el alboroto que levantó la familia con aquel golpe tan repentino que la hería en su ser más querido: empeños van y vienen, recursos judiciales y extrajudiciales, intervención de eclesiásticos y seglares, todo fue inútil, consiguiéndose a lo más del provisor que dictase un decreto para que Alonso fuese depositado en el convento de San Francisco, entretanto, seguía el juicio sus trámites de ordenanza.

Pero tan largos iban estos y tal era la impaciencia de los más directamente interesados en la pronta salida del joven, que para los días del gobernador armaron una mascarada con el intento de robárselo. Formose gran bulla con la comparsa, se le juntaron todos los servidores y desocupados, (que no eran pocos) y con grandísima algazara fueron a pasar por delante de la puerta del convento franciscano. Contaban con que lo gracioso y raro del espectáculo, llamase la atención de los tonsurados, los que no dejarían de salir a la puerta a asomarse al ruido y novedad, y que entonces fácilmente podría hacerse la arrebatiña concertada. Dieron una primera pasada, y aunque no fueron poco; los frailes que se agruparon en la puerta, ni siquiera se divisó al hermano Alonso. Como volviesen nuevamente y tampoco pareciese, uno del grupo gritó:

-¿Y el hermano Alonso por qué no sale?

-Dice, le respondieron, que ya dejó las cosas del mundo para no volverlas a ver otra vez.

Fuéronse, pues, los del complot con las manos vacías a dar cuenta de su comisión a don Francisco.

Parece que este al fin desistió por entonces de toda gestión judicial o extrajudicial, pues el secuestrado fue después de seis días156 devuelto al colegio de San Miguel, donde los padres lo recibieron con los brazos abiertos.

No dejaban, sin embargo, de estar inquietos por las nuevas tentativas que pudiese hacer la familia del nuevo prosélito, y con el   —120→   fin de verse libres de tales inquietudes, resolvieron mandarlo a Córdoba del Tucumán a que concluyese su noviciado.

No se mantuvo esta resolución tan en secreto que don Francisco Rodríguez no llegase a conocerla, y se dijo que era llegado el caso de obrar activa y enérgicamente, ya que los desfiladeros de la cordillera tan buena ocasión iban a ofrecerle de recobrar a su hijo.

Al efecto, hizo que con anticipación hombres armados se apostasen en los pasos más estrechos, y que tan pronto como divisasen a la comitiva de los padres les arrebatasen el novicio. Más, quiso en desventura que los guardias se descuidasen y ni siquiera supieron cuando los religiosos habían atravesado aquellos lugares157.

En Córdoba, Ovalle trabajó con tesón, haciéndose querer de sus maestros por su aplicación, y de sus condiscípulos por la exquisita complacencia con que les explicaba las dificultades que se les ofrecían.

Aprendió latín, oyó un curso de artes, y por último, hizo sus votos.

A tiempo que terminaba su aprendizaje, vino orden del general de la Compañía para que se dividiese en dos la vasta provincia que se extendía desde Chile al Paraguay, siendo Ovalle designado para volver a Santiago. No dejaba de abrigar algunos recelos por la disposición de ánimo con que la familia lo recibiría, pero sus temores salieron infundados y la más cariñosa acogida le fue preparada a su llegada.

Poco después de su regreso a Santiago se ordenó de sacerdote, dedicándose desde entonces con ardor al ejercicio de su ministerio. Parece que, mientras más elevada había sido la posición que le correspondiera en sociedad, quiso que fuese de humilde el objeto a que dirigió su celo.

Desde el primer momento tomé con empeño la instrucción moral y religiosa de los negros; organizolos en cofradía, y dispuso   —121→   que todos los domingos tuviesen plática en público. A este efecto, se dirigía el buen padre con el estandarte de la cruz en la mano cantando en voz alta por las calles hasta llegar a la plaza principal, donde ante un concurso numeroso de gente de todas condiciones exponía las verdades de la fe cristiana.

«Para alentar la devoción de esta pobre gente instituyó una procesión el día de la Epifanía, con muchos pendones, y más de trece andas, en que sacaban todo el Nacimiento de Nuestro Redentor; en unas, el pesebre con la gloria; y en otras, varios pasos de devoción, y por remate, los tres santos Magos, que seguían la luz de una grande estrella, que iba adelante, de mucho lucimiento. Entre otros pasos, dispuso uno de tanta ternura que no se podían contener algunos sin derramar lágrimas, como ha sucedido al pasar por las iglesias de algunas comunidades religiosas que salen a honrar la procesión»158.

En un viaje que hizo a la Ligua como misionero, fue grande el fruto espiritual que sacó, arreglando las relaciones de los indios con los encomenderos y comenzando por dar el ejemplo en la pertenencia de su familia.

Las vecindades de la capital que estaban privadas de los recursos de la religión tuvo cuidado especial de visitarlas con frecuencia, instituyendo para después de sus días una fundación costeada de su legítima para que dos sacerdotes saliesen a misionar por la cuaresma todos los años, práctica que un siglo después en los tiempos de Rosales aún se ejecutaba.

Fue también su intento llevar la palabra evangélica a las remotas tierras de Chiloé y establecer allí una misión, a cuyo efecto había conseguido los fondos necesarios de personas pudientes; pero estos buenos propósitos debían quedarse en proyecto.

Si el fervor religioso del jesuita no era escaso, deseó la Compañía aprovechar sus conocimientos, que no eran pocos, disponiendo que regentase una cátedra de filosofía, en la cual, como es de presumirlo, no escaseaba a sus discípulos las enseñanzas morales   —122→   «con más cuidado que aprendiesen virtud que letras». De cuando en cuando, dice Cassani, los conducía al hospital, hacía que cuidasen de los enfermos, y hasta que les hiciesen las camas, siendo él el primero en dar el ejemplo.

A poco fue nombrado rector del colegio Seminario, donde se reunían los estudiantes del obispo y los del Convictorio de San Francisco Javier, y que más tarde se dividieron por la cesión que, a instancias del padre, hizo de sus propiedades a la Compañía, para fundar casa de estudios, el capitán Francisco Fuenzalida.

El rector Ovalle celebraba las fiestas del colegio, con gran solemnidad, especialmente la del patrono San Francisco Javier, en la cual nunca faltaban ni las oraciones retóricas, ni los coloquios, que se hacían «con mucha música y saraos. El año que se pasó con los colegiales a la nueva casa ordenó una muy solemne procesión, a que acudió el Obispo, Presidente, Real Audiencia, Osbildo, Religiones y todo lo más noble y lucido de esta ciudad, que salieron muy gustosos de ver la representación y regocijos que hicieron unos niños de muy tierna edad. Dispuso se publicase cartel y certamen poético, el cual sacó un colegial graduado, acompañado de gran lustre de caballería, y el día señalado se repartieron ricos premios a los poetas que más se aventuraron»159.

Por más escaso de tiempo que Ovalle se viese teniendo que atender a sus discípulos, a las tareas del confesonario, del púlpito y de las misiones, todavía encontraba vasta oportunidad de dedicarse a la oración. Solía a veces, según referían algunos que estaban cerca de él, pasarse hasta tres noches sin dormir orando continuamente; sus mortificaciones eran excesivas, su alimentación escasa, y dormía en su cama que no tenía colchón ni sábanas, y a veces se azotaba tan cruelmente que causaba espanto a los que lo oían. Este sistema, como se deja entender, iba minando poco a poco su salud y desarrollando ya los gérmenes del mal que lo condujera al sepulcro en época no distante.

Algunos años después de haberse efectuado la erección de la   —123→   vice-provincia de Chile, se ofrecieron varios asuntos que tratar con el general de la Orden, que requerían un sujeto de prudencia, inteligente e instruido. Reunidos los padres de Chile, nemine discrepante, resolvieron enviar a Roma a Ovalle, en calidad de procurador, cargo que aceptó en vista de tan unánime designación.

Púsose, pues, en marcha para Europa, vía de Panamá, deteniéndose en Lima el tiempo necesario, para arreglar la continuación de su viaje. Como el padre chileno gozase de cierta reputación de orador, se empeñó luego la comunidad de Lima en oírle predicar, lo que Ovalle, efectuó con general aceptación, pues «tenía en esto singular talento, dice Cassani; era fecundo en el hablar, agradable en el decir, y como su voz salía de aquel corazón abrasado, encendía su devoción a cuantos le oían»160.

Llegado que fue a Roma, besó el pie a Su Sanidad e hízole amena cuanto nueva relación de las cosas de Chile, lo que junto con la satisfacción que le causara su religioso modo y su ardiente celo, acaso le valiera la concesión de muchas gracias que solicitó. El general no le puso obstáculo alguno en resolverle favorablemente los negocios que llevaba entre manos, y tanta fue su fortuna respecto de los grandes, que hasta la misma emperatriz de Alemania lo admitió en sus buenas gracias, pidiéndole con frecuencia que le refiriera todas esas maravillas que contaba de su lejano cuanto adorado Chile. Cuando se despidió de ella, le obsequió varias piedras preciosas para la Custodia del templo de Santiago, y más tarde siguió aún honrándole con varias cartas que le dirigió.

De Italia pasó a España, permaneciendo algún tiempo en Madrid, donde entonces estaba la Corte. En una entrevista que logró del monarca, obtuvo la seguridad de que pronto sería despachado y un permiso para llevar a Chile treinta y dos religiosos, cuyo número se redujo después a diez y seis, por cuanto los restantes resultaron ser flamencos y de otras nacionalidades, que tenían prohibición de pasar a las Indias por nacidos fuera de España.

Fue durante su permanencia en Madrid cuando Ovalle publicó   —124→   su opúsculo titulado, Relación de las paces, etc.161, y en Sevilla su Memorial y Carta162, impreso especialmente con la mira de conquistar sacerdotes que quisieran partir con él a Chile.

Residió aún en varios lugares de la península, particularmente en Valladolid, donde se ocupó en leer un curso de gramática, logrando ahí la suerte de encontrar a Luis de Valdivia dos o tres meses antes de morir. Ahí trababan larga plática sobre la tierra que había visto nacer al primero y donde el otro tanta gloria cosechara con el ejemplo y sus ideas. Fue Luis de Valdivia quien persuadió a su compañero a que escribiese la historia del pueblo chileno, dictándole, sin duda, sus recuerdos, e ilustrándole con su conocimiento y en larga práctica de los sucesos de Arauco.

No sabemos qué negocios condujeron a Ovalle segunda vez a Roma, pero es incuestionable que fue en este último viaje cuando allí dio a la estampa su Histórica Relación163.

El jesuita chileno se encontró en Europa con que era tanta la ignorancia en que las gentes estaban de las cosas de Chile, que ni aún siquiera sabían su nombre, y que si no daba a conocer el país, le sería doblemente dificultoso encontrar sacerdotes que se resolviesen a acompañarlo para ir a predicar entre los infieles de Arauco.

A pesar de estar desprovisto de los materiales necesarios para escribir una historia minuciosa de los acontecimientos164 no trepidó   —125→   en emprender la obra. Debió, pues, valerse de los autores que habían tratado, en general la materia, y por eso lo que él viera en el país mismo, era donde a sus anchas podía extenderse escribiendo.

Ovalle habla de la fertilidad y calidades del suelo, de las costas, lagunas, ríos, volcanes, etc., dando toda clase de nociones geográficas y estadísticas sobre la producción del país, exportación de los frutos y de su valor, de las minas, plantas, peces y aves.

En la descripción de las ciudades se expresa al por menudo del sitio y lugares inmediatos, sin perder ocasión de recordar los prodigios efectuados por alguna imagen de la Virgen, en lo cual el padre se embelesa hasta perder el hilo de su narración.

Las cosas religiosas son su flaco: en todas las batallas es Dios quien guía el desenlace para lograr los frutos de la predestinación entre los gentiles por medio del evangelio; nunca más en su elemento que cuando describe fiestas religiosas, procesiones, etc., procurando a toda costa que el lector se imponga hasta de los menores detalles; sus doctrinas encuentran siempre su más firme apoyo en la biblia y en la teología; Dios es quien interviene en todo en el libro de Ovalle.

Nada, pues, tiene de extraño que su credulidad sea extrema y que admita hasta lo más absurdo, pero siempre manifestando en sus palabras ingenuidad y buena fe. Son tantos los milagros que cuenta que él mismo parece asustado de su enormidad y pide que se eluda su testimonio lo que es bastante para deslustrar el mérito de su trabajo como obra histórica y esta fue la consideración que se tuvo en mira en la traducción inglesa, con alguna exageración sin duda, al omitir todo lo posterior a la muerte de Caupolicán..., «porque en el curso de la relación se inculcan tantas nociones supersticiosas, se aducen tantos milagros improbables, como base de grandes empresas, y la obra entera se halla penetrada de un espíritu tan monacal, que aquí más bien dañaría que recomendaría su impresión»165.

  —126→  

No puede menos de atribuirse esta tendencia del escritor chileno al traje que vestía y a las exigencias de su instituto, cuando se considera que en lo tocante a los hechos que no envuelven relación con la doctrina, las más de las veces se pregunta qué los motiva, indaga su origen y da sus conclusiones, llenas por lo general, de buen sentido, por más que sea cierto que en ocasiones se engolfa en detalles pueriles y que su ignorancia científica le hace dar oído a patrañas inverosímiles.

Ovalle visitando los Andes, aislado en medio de esas inmensas e imponentes soledades, ha ido a arrancar a la naturaleza más de uno de esos preciosísimos paisajes que no son los que menos encantos prestan a su pluma. Allí donde la lenta marcha de las cabalgaduras, que temerosas asienten el pie al borde de horribles precipicios, mientras el viajero jadeante trata de respirar el aire enrarecido; allí, subimos con él por las laderas de altísimas pendientes, para descender por boscosos y oscuros barrancos hasta los precipitados torrentes de turbias aguas; allí, vemos las fuentes que se despeñan de lo alto en medio de nubeo de espuma, arroyos que se pierden para ir aparecer a la distancia por entre los árboles; nubes que se descargan con furia, mientras más arriba que ellas, el hombre contempla un cielo azulado sobre su frente, y un mar de nieblas, inquieto y tormentoso a sus pies, y por sobre todo, la presencia de Dios, grande e infinito.

Ovalle cuenta lo que ha visto con estilo grave y reposado y con una mesura que se acerca bastante a la familiaridad epistolar. Comienza una narración de seguido, pero luego abandona su plan para tomar el hilo de un incidente, y tanto por eso como por la variedad de materias que ha tratado, y la influencia que recibe de los extraños a quienes ocurre, su decir se resiente de cierta desigualdad.

Su lenguaje, «fluido y abundante, corre formando periodos llenos, correctos y estrictamente anudados. Las frases se encadenan con fácil relación; las palabras, consideradas una por una, son de un significado, estricto y preciso, casi etimológico». Escritor castizo, ha merecido que la Academia española le cite con frecuencia   —127→   en la primera y hermosa edición del Diccionario de la lengua, y que en el Diccionario de Galicismos de don Rafael María Baralt aparezca sirviendo de modelo para el buen uso y pura acepción de las palabras.

«Si la Histórica Relación tiene algunos defectos, continua el biógrafo, a quien hemos citado más arriba, no olvidemos, antes de juzgar el autor las elevadas miras que lo impulsaron a tomar la pluma, las serias dificultades que tuvo que vencer y también la época en que escribió»166.

«La obra, dice Montalvo167, corresponde al título con que se descubre la piedad de este religioso que no supo tratar de la tierra sin introducir en su narración los sucesos del cielo». El señor Vicuña Mackenna califica con razón al padre Ovalle como al primer historiador de Chile, en cuyo honor, en la época memorable en que fue intendente de Santiago bautizó con un nombre la calle que hoy hace frente al templo de los jesuitas. «Hay en la historia del padre Ovalle, dice, un cierto atractivo y tinte poético que la acercan a esas narraciones amenas, que son una leyenda o un cuento, pero que, sin embargo, por la unidad y por su fondo de filosofía cristiana practicada en hermosas y simpáticas virtudes, ...la hacen harto estimable... Distinguían a aquel sacerdote las más amables dotes del espíritu, la bondad unida a la sencillez, la unción más fervorosa acompañada de una humildad evangélica... Alonso de Ovalle fue un varón distinguido, más por su virtud que por su ciencia. Hombre de bondad y de espíritu evangélico, su misión propia parecía ser obrar el bien con un generoso ejemplo y una consagración constante y ardiente a su ministerio. En cuanto figura como escritor y como delegado, parece más bien revestido de un traje ajeno a su índole natural y como sirviendo solamente a los planes de una orden ambiciosa y astuta que sabía sacar partido del influjo del nombre de familia, de los recursos de la opulencia y del candor de sus propios sectarios»168.

  —128→  

Ovalle asistió en Roma, pot febrero de 1646, en su calidad de procurador de la vice-provincia de Chile, a la sexta congregación general de la orden, y en ese mismo año169, dio a luz su libro. Con igual fecha de 1646 apareció después una traducción italiana, y posteriormente la inglesa que se incluyó en la colección de viajes de Churchill170.

Una vez que Ovalle se desocupó en Roma, pasó de nuevo a España, trayendo para Chile una porción de gracias espirituales que había conseguido, y el cargo de rector del colegio de Concepción. En la Península convocó a los diez y seis religiosos que debían acompañarle y se embarcó con ellos a fines de 1650.

Parece que el viaje se hizo sin novedad hasta Paita, pero que   —129→   ahí no encontraron los expedicionarios embarcación que los condujese al Callao. Tanta era, sin embargo, la impaciencia de Ovalle por llegar pronto a su patria, de donde faltaba ya tiempo considerable, que sin esperar la ocasión de un navío, tomó la valiente resolución de hacer la jornada por tierra. Grandes hubieron de ser las penurias que tuvo que pasar por un camino escaso de agua, sembrado de arenales, calentados por el sol, y sobre todo, por la escasez de provisiones. Su constitución delicada de por sí y duramente trabajada ya de tiempo atrás por las exageradas abstinencias de un misticismo exaltado, se resintió fuertemente de la prueba a que acaba de someterla; y muy probablemente, el peligroso clima de esas regiones de los trópicos a las cuales no estaba acostumbrado, le ocasionó en breve de llegar a Lima una fiebre violenta que en pocos días lo condujo al sepulcro171. Fue grande el ejemplo que dio a sus compañeros de claustro durante su enfermedad, soportando con valor y resignación cristiana los sufrimientos consiguientes a su mal. Después de recibir los sacramentos, murió172, fijos los ojos en una imagen de Cristo, el 11 de mayo de 1651. Las exequias que se le tributaron fueron solemnes.

En su testamento dispuso que toda la herencia de sus padres que le correspondía y todas las limosnas que había colectado en su viaje, deduciendo previamente un legado a favor de un hermano y algunos sobrinos, y la cantidad necesaria para dotar en el   —130→   establecimiento de que fue rector, dos becas y media173, en beneficio de personas nobles de poca fortuna, se distribuyese entre el Colegio Máximo y el Convictorio de San Francisco Javier.

Ya cuando Ovalle entregaba a la estampa su libro y daba a conocer a su patria, otro sujeto, de calidad noble, como él, natural del reino de Galicia, hacía tres años que había llegado a Chile (fines de 1643) con un refuerzo de trescientos hombres que el virrey del Perú, temeroso de los holandeses, despachó para Chile.

Llamábase Jerónimo de Quiroga, y era entonces un mancebo que apenas frisaba en los diez y ocho. Contaba escasamente diez años cuando partiera de España y servía en aquella época al rey entre nosotros de simple soldado y siempre con honra, celo y desinterés. A los veinte y tres, contrajo matrimonio en la capital con una señora distinguida, y tres años más tarde, fui ascendido a capitán de caballería.

Los méritos que aquí contrajo no fueron escasos ni de poca cuenta: comisionado para hacer un viaje a Mendoza y traer a Concepción tres mil armas que necesitaba el ejército, lo realizó con toda felicidad; regidor perpetuo, con real confirmación en el ayuntamiento de la capital y uno de sus vecinos de encomienda, dirigió la obra de la Catedral, gastando diez mil pesos de su patrimonio; la fuente de la plaza mayor, los tajamares y casa de ayuntamiento; fortificó los fuertes de Valparaíso y Concepción, en cuya ciudad fabricó una hermosa sala de armas; levantó las plazas de Arauco y Tucapel, y reparó las ramas de todas las demás fortificaciones de la frontera.

«Fue tres años maestre de campo de las milicias urbanas de Santiago, diez y siete174 maestre de campo general175 del reino y   —131→   comandante general político y militar del obispado de la Concepción, con facultad que le concedieron los gobernadores don Juan Henríquez y don José de Garro para dar los empleos militares, cuyo uso hizo en dos ocasiones con equidad y proporción al mérito de los sujetos. Tuvo también facultad para conceder grados hasta maestre de campo.

«El virrey del Perú, don Melchor de Navarra y Rocafull, duque de la Palata, pasó orden a don José de Garro para que, orientado del número de hombres que podían poner en campaña los indios que gozan de independencia, propusiese el método de reducirlos a civilización. El gobernador comisionó este cargo a Quiroga, y después de haber hallado diez y ocho mil indios de armas, expuso su dictamen sobre su sujeción»176.

Negocio parecido al anterior y no menos delicado fue el que el mismo gobernador confirió al maestre de campo Quiroga. Como los ingleses en un desembarco que hicieron en la isla de la Mocha fuesen bien recibidos de los naturales, don José de Garro tomó a empeño el quitar este recurso a los bajeles piratas; no quería, sin embargo, que la cosa anduviese mezclada de trastornos y violencias, y al efecto se fijó en Quiroga para que la negociase por medios suaves y amistosos. «Quiroga, que conocía bien el carácter de aquellos hombres, les ganó la voluntad con dádivas y promesas, y les ofreció ventajoso territorio para au trasmigración, con habitaciones hechas, donde hallarían todo lo necesario para su subsistencia, y para labrar las tierras de su pertenencia, y algunos ganados de lana, cerda y vacunos para que estableciesen su crianza. Convinieron los isleños que mejoraban de situación y de fortuna,   —132→   y se resolvieron a la despoblación de su isla, que la eficacia de Quiroga verificó sin mal suceso en un barco de dos polos, dos piraguas, y muchas balsas (1686). Puestos en el continente seiscientas cincuenta personas de todas edades y sexos, que era el número de aquella población, las condujo a la parte septentrional del Biobío a unas fertilísimas vegas situada sobre la ribera de este río, que comenzando dos leguas más arriba, de su embocadura en el mar cerca del cerro, de Chepe, se extiende cinco leguas hacia arriba. Aquí, hallaron todo lo que se les prometió, y luego destinó el gobernador dos conversores jesuitas para que verificasen su conversión al cristianismo. Los celosos conversores hallaron buena disposición en aquella gente, y para que tuviesen continua instrucción estableció una casa de conversión (20 de abril de 1687) dedicada al glorioso patriarca señor San José, con el sobrenombre de la Mochita, que fue una de las condiciones de su traslación, y todo se dignó el rey aprobarlo por su real cédula de 15 de octubre de 1696»177.

Residía don Jerónimo en Concepción cuando le ocurrió un lance que le pasó más tarde la pluma en la mano. Estaba para salir del puerto cierto, bajel, cuando, la noche antes del día de su partida se presentaron en casa de Quiroga el corregidor de la ciudad don Alonso de Sotomayor, y el ayudante del gobierno, quedando a la puerta de su cuarto don Antonio Marín de Poveda, don Diego Luján, y todos los criados del presidente, que venían a ser testigos de las diligencias del corregidor. Quiroga, que estaba escribiendo, preguntole:

-¿Qué busca vuesa merced a tales horas?

-Vengo con orden del señor presidente de llevar los papeles, que usted tenga.

-Enhorabuena, llévese el cajón de esta mesa en que escribo, que tiene papeles para cargar un esquife; pero advierta su señoría que son todos pertenecientes a la larga ocupación que he desempeñado en esta frontera, y muchos de ellos secretos que   —133→   sería perjudicial hacer públicos. Por ejemplo, aquí tiene usía este proceso que levanté contra su padre cuando era corregidor de Chillán: cargue con él a su casa porque en la del señor presidente no se renueve su buena memoria, pasando por la censura pública de los demás papeles.

Fuéronse los visitantes con el cajón, seguidos de mucha gente, «como si llevasen algún indio al quemadero», y a poco volvieron todos repitiendo que tenían orden de no dejar papel alguno en la casa, y al efecto, pusiéronse a trasegar los rincones, las camas, y hasta los vestidos de la mujer de don Jerónimo.

Sucedió que a la vuelta toparon en la calle a don Juan de Espinosa, alcalde ordinario que había sido el año anterior, el cual llevaba una carta, que en unión de otras personas escribía al virrey dándole cuenta del estado del país. Espinosa, que malició en qué andanzas iban los del acompañamiento, entregó el pliego, al paje que le acompañaba; pero los contrarios, en llegando a él, lo reconocieron, se lo sacaron del seno y se fueron a manifestarlo al gobernador.

Mientras tanto, la gente entraba y salía de casa de Quiroga. Unos venían a avisar que aquella carta era suya, que la catedral y la casa del alcalde estaban cercadas de gente armada, que al escribano de cabildo lo tenían en el cepo; tratando todos de persuadirle que se retirase a un convento para evitarse mayores vejámenes.

El miedo, sin embargo, iba creciendo entre sus allegados con tales demostraciones, y ya don Francisco Reinoso, alcalde que era a la sazón, se había encerrado dentro de los claustros franciscanos. Cuando, esto llegó a noticia de Quiroga, escribió sin tardanza a uno de los cuatro hijos religiosos que tenía en el convento para que indagasen de Reinoso si allí se había recogido por devoción o miedo, y por toda respuesta, todos azorados salieron a casa de Quiroga y se lo llevaron con ellos.

Desde esa misma noche las rondas no cesaron de vigilar el convento.

Muchas eran las personas que iban a visitar a Quiroga a su   —134→   asilo, tratando todas de persuadir a Espinosa y al otro alcalde, que también estaba encerrado en Santo Domingo, a que se desdijeran de lo que habían escrito.

Muchos de ellos habían sido llamados a declarar bajo juramento, lo que resistieron, en un proceso criminal, que se estaba siguiendo al maestro de campo por unas coplas que le atribuían desmintiendo un libelo que echara a correr don Antonio de Poveda en que tantas lindezas se decían de don José de Garro y de otros señores y hasta de un sacerdote y del mismo Quiroga, que según es fama nadie lo acabó de leer. Y lo cierto fue que tan indignado se manifestó el pueblo con el tal pasquín que obligó a un religioso a que desde el púlpito reprendiese severamente la maldad.

Como hubiesen trascurrido ya quince días y la forzosa reclusión continuase, el maestro de campo ocurrió a la Real Audiencia, haciendo presente entre otras razones mayores, «que el mismo corregidor y todo el pueblo está cierto de que yo no soy coplista y que los malos poetas que hay en los pueblos los tienen todos asalariados en palacio: uno, con una compañía de caballos, otro con el corregimiento de Rere, otro, con una leva que ha de ir a hacer a Santiago; y así como el modo de ganar el pleito de un mayorazgo grande es coger a todos los abogados, así han cogido a todos los poetas para hacer cuanto quisieran y culpar a quien quisieren...».

Y más adelante agregaba: «Asimismo estoy casado con una señora de la primera calidad y virtud de este reino, hija, nieta y biznieta de quien le conquistó, y la noche del asalto hicieron con ella mil indecencias, buscándole la cama y las sayas y sus escritorios, donde tienen sus secretos y cosas mujeriles, de lo cual se quejó a la excelentísima señora virreina mi señora, y extrañó que habiéndolo sabido no la hayan preso»178.

Para explicarnos la mala voluntad de Marín de Poveda para con Jerónimo de Quiroga es necesario que recordemos algunos   —135→   antecedentes. Marín de Poveda cuando mozo había servido bajo las órdenes del maestro de campo, quien en más de una ocasión lo reprendió con aspereza por algunos deslices de juventud y faltas de servicio. Esto Poveda no lo olvidó jamás. Hallábase en la Corte cuando don José de Garro pasó al rey un informe muy favorable de los méritos y servicios de Quiroga, pero tanta maña se dio su enemigo que frustró el informe e impidió el ascenso. Más tarde, cuando el antiguo subordinado de Quiroga vino como presidente de Chile, los vecinos de Concepción y sobre todo la clase militar, se esmeraron en su cortejo, y especialmente el mismo Quiroga, y quizá por esto y en atención a su distinguido mérito no fue removido del empleo por entonces179.

Terminada la diferencia que tuvo con motivo del registro de sus documentos, y privado y de todo cargo público, se encerró en su casa a continuar los días de su ancianidad en penosa pobreza.

Por aquel entonces, un tal don Francisco García Sobarzo subastó las ocho mil fanegas de harina que se necesitaba para el consumo del ejército; pero tan estéril fue el año que sobrevino, que Sobarzo se vio en la imposibilidad de cumplir sus compromisos, por lo cual el gobernador le obligó a satisfacer a razón de seis pesos fanega. Apelada la resolución ante la Audiencia, se formó ruidosa competencia, y al fin y al cabo quedaron arruinados las familias de Sobarzo y las de sus fiadores.

«Este hecho dio margen a muchas quejas que envolvieron pésimas consecuencias. Don Jerónimo de Quiroga no pudo acomodarse a sufrir el abandono de su mérito y contentarse con el reposo de la vida privada a que le conducía el despojo de su empleo, se contempló agraviado y de todos modos explicaba y desahogaba su dolor. Compuso unos versos satíricos contra aquel jefe (Poveda) que llegaron a sus manos; y éste, viéndole en cierta ocasión pensativo, y mirando hacia el suelo que pisaba, le reprendió con prudente moderación: «Señor Quiroga, le dijo, ¿esta usted haciendo versos a sus pies?» Quiroga satisfizo con aquella impavidez que   —136→   le inspiraba su realzado mérito, desairado, y con la libertad a que suele dar margen la ancianidad, y no sin grandeza bastante a quitar todo cuanto podía tener de poco respetuosa la respuesta. «Señor, respondió, quien los ha hecho a su cabeza, más bien puede hacerlos a sus pies», y siguió contestándole con denuedo, y sin sobresalto180.

«De las quejas privadas Quiroga pasó a las judiciales. Expuso su agravio al virrey, y conde de la Moncloa, quien escribió al gobernador insinuándole que le restituyese en sus funciones al despojado maestre de campo, aunque sin efecto alguno.

«De ello se siguieron muy malas resultas. El presidente desairó a Quiroga cuanto pudo y le proporcionó desmejoras en sus intereses. Su mérito no era acreedor a estos daños. El sentimiento que le causaba el frecuente desaire penetraba mucho el corazón de aquel hombre de talentos de orden superior, y estos aumentaban el dolor y su gravedad. Ignorante de la indolencia y frialdad con que los cortesanos acostumbraban atender a las urgencias de los pueblos remotos, buscó el remedio en los pies del trono... Unido, pues, con Francisco García de Sobarzo, con los fiadores y con otros damnificados, se quejó de agravios. Y como es imprescindible de una queja de esta naturaleza la narración de los hechos, y de ésta el dejar de hablar de la conducta del gobernador que dio mérito a ella, fue indispensable el informe contra aquel jefe, para que no fuese un papel sonso y nada significativo, de la persecución que sufrían, y concebido en términos poco airosos al gobernador, lo dirigieron al soberano. El gobernador (como lo hacen todos los que tienen suprema autoridad en América) tenía en la Corte valedores bien gratificados, que no sólo supieron impedir supiera el rey la noticia de sus justos lamentos, sino que con la mayor impiedad, negociaron se le pasase original a sus manos. Luego que tuvo en ellos el papelón encarceló a todos los que lo firmaron, menos a Quiroga, que tomó el sagrado asilo: sus impíos   —137→   recelos le hicieron tener a estos hombres en una estrecha prisión muchos años, y redujo a pobreza y miseria a aquellas familias181.

Quiroga había sido, pues, vencido. Contaba por aquella fecha muy cerca de setenta años182. La incansable actividad de que estaba dotado, ya que no le permitían emplearla en su antigua profesión, lo empujó a una nueva, y el viejo soldado se hizo escritor. Propúsose contar hasta sus días los sucesos de la historia del país en que tan largos años había vivido, en un libro que debió titularse Memoria de las cosas de Chile183, y del cual sólo nos queda hoy un extracto de la primera parte, publicado en el tomo XXIII del Semanario erudito de Madrid, en 1789, con esta designación: Compendio histórico de los más principales sucesos de la conquista y guerras del Reino de Chile hasta el año de 1656184.

Como el autor figuró durante tantos años en todas las ocurrencias de la frontera, estaba en cabal situación para comprender y explicar con plena conciencia a sus lectores los hechos de que quería der cuenta, y por eso en sus combates hay animación, movimiento y colorido. El lenguaje de su libro posee cierto, cuidado que en muchas ocasiones admite con felicidad las figuras: rapidez   —138→   en la narración, concisión para expresarse, energía para pintar armonía en las frases, a veces, y siempre facilidad y elegancia, son cualidades inherentes a su estilo. Tampoco es inferior en la pintura de los sentimientos, ya del dolor que se apodera de los habitantes de las ciudades al ver llegar vencidos a los soldados; ya del pavor que domina al pueblo cuando se tienen noticias de la aproximación de los indios; ya del valor heroico de una defensa desesperada.

Independiente en sus juicios por carácter, no trepida jamás en discutir la razón de ser de un mandato, aunque venga del mismo rey; espíritu sarcástico, se ríe a veces de las cosas tenidas por más serias entonces, y no escasean las anécdotas picantes; buen soldado, estima la audacia y detesta a los cobardes; ambicioso de mando, aplaude a los que se hacen una carrera por sí mismos, y señala el poder como recompensa a los buenos servicios; hombre severo pero bondadoso, aborrece la crueldad y enaltece la compasión; buen creyente, sabe, sin embargo, moderar su credulidad.

Su libro fue conocido y explotado por escritores posteriores, especialmente por Carvallo y Pérez García, y aún los modernos lo consultan con provecho, por más que contenga algunos errores. Carvallo dice de Quiroga que «fue el que más ne acercó a la verdad de los sucesos antiguos, y que escribió los de su tiempo con aquella libertad que da la fuerza y la pérdida de toda esperanza».





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ArribaAbajoCapítulo IV

Descripción de Chile



- I -

Fray Miguel de Aguirre. -Noticias biográficas. -Su llegada a Lima. -Honores que recibe. -Expedición a Valdivia. -Aguirre renuncia su cátedra en la de Copacavana. -Viaje de Aguirre a Europa. -Sus trabajos religiosos en Madrid. -Parte para Italia. -Dotes de Aguirre. -Su muerte. -Lo que nos ha dejado. -La Población de Valdivia. -Fray Francisco Ponce de León. -Fray Gregorio de León. -Descripción y cosas notables del Reino de Chile. -Don Miguel de Olaverría. -Tomás de Olaverría. -Andrés Méndez.

Si en Chile preguntamos quien fue Fray Miguel de Aguirre, los pocos que algún dato de él nos pudiesen dar, sin vacilaciones dirían que era el autor de la obra titulada Población de Valdivia. Acaso sería difícil encontrase nuestra curiosidad alguna respuesta más satisfactoria y luminosa.

Sin embargo, los que creen ver en un libro el reflejo de las ideas a cuya inspiración ha sido escrito, los que estiman que él no es sólo un hecho aislado en la gran historia de la humanidad, sino que aceptan en sus líneas la fiel representación de un estado de la sociedad a la satisfacción de cuyas necesidades responde y en cuyo seno ha germinado, concentrándose en él las diversas ideas que circulan en su rededor, y que al fin vienen a asumir un cuerpo bajo la pluma del escritor; sin dejarse desalentar por una respuesta tan poco concluyente, procurarán llegar por el libro al autor, y estudiando su obra y aquella sociedad, concluirán al fin por formarse un concepto más o menos cabal del personaje.

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Si esta opinión tiene algún fundamento en estos tiempos en que parecen concurrir a una, a desquiciar la unidad del estado y fisonomía social, los varias formas elementos que componen nuestra civilización, formada bajo el impulso de fuerzas tan opuestas y de tan encontrados intereses, sabe inmensamente aquella consideración, si remontamos nuestra imaginación, por los dictados de un criterio más o menos ilustrado, a los tiempos de mediados del siglo XVI, y si agregamos que los actores que en la escena toman parte son los fieles vasallos del rey de España, estrechados en sus lejanos dominios de la América de un lado por el inmenso océano, el cual no surcaban aún las gigantescas máquinas que anima el vapor, y del otro, por impenetrables bosques, que se prolongan hasta tocar en sus últimos lindes con las nevadas cumbres de los majestuosos Andes. Allí, es fácil aplicar con éxito el escalpelo de la crítica, y el ojo escudriñador del cronista o la vista elevada del historiador filósofo podría aprovechar con ventaja en un campo tan limitado, y sobre todo, de una personalidad tan concentrada diremos así

Fray Miguel de Aguirre tuvo por patria a Chuquisaca. Hijo de una familia de estirpe noble, rica y opulenta, «y lo que más es, devota», vistió el hábito de los ermitaños de San Agustín cuando apenas pisaba los dinteles de la adolescencia, a los quince años de su edad.

Sería inútil que preguntásemos por el año de su nacimiento, porque por más que estudiemos las fuentes que pudieran darnos alguna luz a este respecto, parece que de intento guardan estudiado silencio sobre el particular. Las noticias de su vida, esparcidas aquí y acullá, no conservan ninguna concordancia para que relacionándolas pudiéramos establecer una deducción; mas, ¿qué importa una fecha de esta naturaleza, qué importa desconocer el día en que vio la luz, que ignoremos lo que hizo cuando niño, si sus actos de trascendencia, si sus acciones de hombre podemos vislumbrarlas y aún definirlas? Grande, sin embargo, debió ser su vocación religiosa cuando en esa edad temprana decía un adiós al mundo (que es verdad no conocía) para vestir un hábito tosco y   —141→   encerrarse para siempre tras de las murallas de un convento. Parece, con todo que esta elección no fue precipitada, ya que sus compañeros y los que le conocieron, sólo tienen elogios para su conducta posterior. El espíritu de cuerpo y el prestigio de su persona; por elevados que se les suponga, nos explicamos que induzcan en ocasiones a silenciar lo que no es un motivo de honra, pero audacia sería prodigar elogios cuando existen faltas.

Fray Fernando Valverde fue su maestro: distinto del Dante que colocaba en el infierno a Bruneto Latini, el novicio Aguirre sólo tuvo para aquél palabras de gratitud y en ranches ocasiones aún manifestó cierto orgullo, de haber sido su discípulo.

El lugar de au nacimiento sin duda que influyó mucho en la conducta posterior de su vida.

Chuquisaca era llamada entonces «la segunda madre de ingenios felices», como nos lo dice el padre Bernardo de Torres, y esta ciudad, situada no muy lejos del santuario de Nuestro Señor de Copacavana, a la cual debían llegar palpitantes los portentos que de esta bendita imagen se referían, debió por su proximidad al sitio milagroso encender su ánimo en la devoción que después llegó a ser el anhelo de su vida.

Los bellos horizontes de la laguna de Titicaca, cuyas márgenes conoció, dejaron en su memoria el recuerdo imperecedero de los lugares de la patria en que se deslizaron sus primeros años. A ella se referían sus afectos posteriores, e ingenuamente pudo decir en una ocasión en que vestía ya la severa toga de doctor y en que se veía honrado con el alto puesto de calificador del Santo Oficio, al dar su aprobación a un libro que se le había mandado examinar, pudo asentar, decimos, estas palabras: «Y si he pasado algo de la línea de censor pareciendo encomiador, no ha sido tanto por el autor, que tiene muy en desprecio que en deseo las alabanzas, cuanto por la patria común; pues no es pequeño honor de la nuestra haber producido en este sujeto la universal erudición; y podremos blasonar los indianos, etc.»185. No puede negarse   —142→   que es este un bello rasgo de su carácter, tanto más de aplaudir cuanto que en esa época estaba muy distante de acarrear consideración el mero título de criollo.

Mas, no limitando ya el círculo de sus preferencias a sólo sus compatriotas, extendía aún sus miras a los americanos todos y precisamente en un sentido de los más laudables. Sucedía muchas veces que los naturales de Indias a quienes sus asuntos llevaban a la corte de España, en una tierra extranjera siempre llena de percances para esas gentes sencillas e incultas, no tenían un lugar propio en que hospedarse. Se hacía sentir más esta falta porque otras naciones poseían en Madrid hospederías, que ordinariamente eran los mismos conventos. Fray Miguel de Aguirre que si no había experimentado personalmente las incomodidades de semejante vacío, había tenido ocasión de penetrarse cuán útil sería llevar eficaz remedio a esa situación, edificó una capilla que siquiera sirviese para sepultura de los pobres hijos del Nuevo Mundo que morían mientras se tramitaban los eternos expedientes de sus solicitudes. He aquí los términos sencillos y expresivos en que su apologista resume el pensamiento del padre Aguirre: «Fueron las ansias de nuestro reverendísimo padre maestro que esa capilla fuese sepultura de indianos, que fuera de sus casas vienen a negocios a esta Corte. Porque le hacía lástima que cuando diversas naciones tienen templos en Madrid, que son asilo de sus naturales, no le tuviesen los indianos peregrinos; y con este intento labró esta capilla»186.

Los cuatro capítulos provinciales que en la Orden de San Agustín se sucedieron hasta el de 1641, habían sido origen de gravísimos escándalos y de turbulentos sucesos. Sin embargo, el de ese año en nada se asemejó a los anteriores, y todo pasó del modo más tranquilo. El provincial era en aquella fecha fray Pedro Altamirano, al cual graves dolencias detenían muy a menudo en cama. Para proceder a las elecciones de estilo, se reunieron los votantes   —143→   el 21 de julio, bajo la presidencia de fray Gonzalo Díaz Piñeiro, nombrado al efecto por letras patentes del padre general, en la celda del provincial, a quien su enfermedad no le había permitido, como de costumbre, salir de au celda. Procediose al escrutinio, y este dio por resultado la elección canónica de fray Miguel de Aguirre y de fray Francisco de Loyola Vergara para los puestos de definidores de la Orden, que debían durar cuatro años187.

Este es el dato más antiguo, preciso, que, acudiendo, al testimonio de extraños, hayamos podido obtener de la llegada del padre Aguirre a Lima; y nuestras deducciones reciben una amplia confirmación, cuando registrando los mismos recuerdos de nuestro hombre, escasamente consignados en la Población de Valdivia, encontramos que ese año fue en verdad aquel en que dejando su bastón de viajero se apeaba a las puertas de su convento de Lima.

En esta ciudad, en el colegio de la orden, leyó con general aplauso Artes y Teología, «en que sacó discípulos tan provectos que poblaron la Universidad de grados y la provincia de doctores»188. Su reputación llegó hasta la Universidad, la que durante aquel profesorado le dio en propiedad la cátedra de Prima del Maestro de las Sentencias; siendo tan «estimado en aquellas regias escuelas, que conformes la voluntad del virrey y rector», le honraron con el título de Doctor y examinador.

Por disposición del Consejo, más tarde, desempeñó, asimismo, la de Escritura.

No se detuvo aquí la carrera de los honores que se había iniciado para el maestro Aguirre. El tribunal de la inquisición quiso también por su parte confiarle un puesto distinguido en su seno, y lo eligió por su calificador, «y de los del número, que allí se estiman»189.

No sabríamos precisar las fechas en que el padre Aguirre obtuvo tales nombramientos; pero es de creer fuera muy temprano190,   —144→   ya que en la aprobación que hemos dicho que prestó al Sueño191 de Maldonado, datada en junio 12 de 1646 desde el colegio de San Ildefonso de Lima, llevaba tales títulos, y ya que el autor de la Suma Encomiástica expresamente afirma que regenté sus cátedras durante muchos años, siendo ya doctor y examinador.

Mas en la Orden de San Agustín había tenido dates ocasión de señalarse en otras funciones de alguna elevación y responsabilidad. Fray Luis de Jesús nos dice que la Religión lo nombró prior de «diferentes y gravísimos conventos», y Maldonado se explica aún algo más al expresar que esos conventos fueron los de La Plata y Lima, en los cuales desplegó «celo grande, prudencia superior y constancia valerosa para el gobierno». Tales dignidades es natural se confiesen sólo a personas de cierto prestigio; y por esto es que estimamos que Aguirre debió salir de Lima, cuando contaba ya con cierta reputación, yendo al priorato de la Plata para regresar enseguida al Perú y ejercer su puesto conjuntamente con los grados de que se le había hecho merced. Tanto más de presumir es esta circunstancia, cuanto que los enumeradores de sus méritos colocan sólo en último lugar los prioratos mencionados.

Hemos visto ya la voluntad y buena disposición con que el virrey había concurrido a que se diese al padre Aguirre la cátedra de teología; y sin duda tan sincera era entonces la merecida distinción que le hacía, tan penetrado, se hallaría andando, el tiempo de sus buenas cualidades, que sabemos lo llamó a servirle de consejero.

Desempeñaba Aguirre este cargo de confianza cuando ocurrió en Chile la ocupación de Valdivia por los holandeses. Tan pronto,   —145→   como la noticia traída tarde y mal, llegó a oídos del virrey, marqués de Mancera, se preparó con toda diligencia para rechazar una expedición que, a diferencia de las anteriormente practicadas por aquellos enemigos de la monarquía y de la fe, no se limitaba a meras correrías en busca del oro, de los galeones y del saco e incendio, de las poblaciones, sino que meditaba ya establecerse seriamente en las apartadas costas del mar del Sur. La tentativa asumía, pues, un gravísimo carácter y el delegado de la majestad real pensó desde luego en buscarle también varios remedios. Equipó una escuadra de doce naves, la más fuerte de cuantas había visto el Pacífico océano, cuyas olas morían en las costas de los dominios confiados a sus desvelos, con mil ochocientos hombres de mar y tierra y ciento ochenta y ocho piezas de artillería. Paso estos elementos a las órdenes de su hijo don Antonio Sebastián de Toledo, a ejemplo de aquel de sus predecesores que buscando glorias para el suyo, lo había enviado casi un siglo antes a luchar con otros enemigos un menos temibles; hizo que lo acompañasen algunos jesuitas, y probablemente también su propio inspirador, el padre maestro fray Miguel de Aguirre, y se dieron a la vela el 31 de diciembre de 1644.

Al llegar los expedicionarios al punto de su destino, en 6 de febrero de 1645, lo encontraron libre de enemigos y hubieron de retornar al Perú «contando incidentes de escaso interés bélico: tales eran, que la escuadra había salido del Callao en viernes, había tocado otro viernes en Arica, arribado y dejado a Valdivia también en viernes»192.

Habríamos podido relatar por extenso la historia de los actos de devoción a que los religiosos tripulantes de esta famosa escuadra se entregaron en los días que duró su navegación, si no temiéramos apartarnos del hilo de nuestros apuntes, ya que no podemos asegurar que fuese efectivamente de los expedicionarios nuestro padre Aguirre. El conocimiento de los lugares que manifiesta   —146→   en su libro de la Población de Valdivia, las particularidades que nos enseña y el tono en que se expresa, nos inclinarían a pensar en su viaje; mas el padre José de Buendía, autor de la Vida admirable y prodigiosas virtudes del venerable y apostólico fray Francisco del Castillo, ha omitido el nombre de Aguirre, entre los sacerdotes que se embarcaron para esa cruzada193.

Es verdad, sin embargo, que no puede desconocerse la muy esparcida tendencia de aquellos tiempos de rivalidades entre las diversas órdenes religiosas, en callar o deprimir cuanto no perteneciese a lo que se estimaba redundar en provecho y loor de la propia194; circunstancia que reviste tanto más fuerza, en nuestro caso, cuanto que Buendía atribuye la felicidad de la empresa a la asistencia, del padre Castillo, cuyas virtudes y milagros nos está contando.

Sea como quiera, es manifiesto que el estudio de esta expedición ocupó largo tiempo la atención del padre Aguirre, compaginando los antecedentes históricos del tema que iba a tratar, compulsando datos de todo género, y asentando, por fin, el resultado de sus labores y vigilias en el libro que publicó en Lima el año de 1647 con el título de Población de Valdivia, y que merced a su posición de consejero del virrey y a los documentos auténticos que en él inserta, ha llegado a asumir cierto carácter oficial. Dejamos para otro lugar la apreciación del trabajo del padre agustino y nos limitamos por ahora a consignar de cuanto provecho ha sido para historiadores posteriores de la ocupación de Valdivia por los holandeses. Entre nosotros, baste decir que don Miguel Luis Amunátegui en su hermoso libro de los Precursores de la Independencia   —147→   de Chile se ha valido de los datos del padre Aguirre, coloreándolos con el brillante estilo de su pluma fácil y erudita.

Aguirre continuó alternando, sus ocupaciones literarias, sus deberes de religioso, las tareas de la enseñanza y las responsabilidades de su puesto de consejero de la suprema autoridad, «cuya conciencia descargaba en la expedición de aquella monarquía», hasta el afín de 1648, en que el marqués de Mancera dejó el virreinato del Perú. Tal vez desde entonces pensé ya en acompañar a tu protector, que se dirigía a España, corriendo su suerte, puesto que en ese mismo año hizo dejación de su cátedra en la Universidad, en la cual tuvo por sucesor al célebre continuador de Calancha. Es probable que el virrey Toledo hiciese mención de su consejero en la Memoria que debió dejar al nuevo mandatario que le reemplazaba; mas cuantas investigaciones ne han practicado para encontrarla, han fracasado todas por desgracia, siendo la única, de todos los virreyes del periodo colonial que aún la posteridad no conoce. Con ella a la vista, habríamos podido averiguar la influencia que el padre Aguirre tuvo en las determinaciones de aquel elevado magnate, la índole de las medidas que inspiró, y en general sus trabajos en la administración de los negocios políticos de la colonia.

En abril de 1650 el marqués de Mancera se hizo a la vela para la corte de Madrid, llevando a Aguirre en calidad de confesor. El fraile agustino, por su parte, tampoco se había descuidado, cargando consigo a quien creía podía fortalecerlo en las tribulaciones de su conciencia, protegerlo de los peligros que iba a atravesar, y consolarlo de su ausencia de la tierra americana. Llevaba una imagen de Nuestro Señor de Copacavana, que había tocado en su mismo original; y ardiente de entusiasmo religioso, se proponía implantar en la misma Europa la que era devoción de los infelices indígenas de las orillas de la laguna de Titicacal.

Es muy de notar la renuncia anticipada que el padre Aguirre hizo de su cátedra, porque ello se presta a varias conjeturas más o menos inverosímiles. Necesario es creer que existiesen graves consideraciones para que se resolviese a hacer abandono de una   —148→   colocación que era honra, que debía también serle muy grata y en la cual había visto deslizarse largos años de su vida. Desde luego ocurre que comprometido para acompañar al Marqués, hubiera este proyectado partir en ese entonces y que sucesos posteriores hubiesen retardado su marcha. Es esto aceptable, pero estimamos más fácil de explicar otra suposición. Se recordará que dijimos tenía el padre su familia en Chuquisaca, no lejos de la cual Nuestro Señor de Copacavana tenía también establecido su santuario195. ¿No sería, pues, de creer que Aguirre se diese tiempo, antes de partir para un viaje larguísimo, del cual acaso jamás volvería, de despedirse de su familia? Con esto iba a tener la oportunidad de llevar a la devota España una copia de la venerada imagen de Copacavana, y satisfacer así los afectos de su corazón de hombre y de obedecer al mismo tiempo a los impulsos de su imaginación excitada con su entusiasmo religioso. He aquí la razón por la cual nos parece que renunció el padre anticipadamente su cátedra en la Universidad; y si consideráramos la distancia que mediaba entonces de Lima a Chuquisaca y el trabajo que se proponía realizar, veremos que no fueron muchos los meses de que pudo disponer antes de ausentarse, pues, hecha su renuncia, como hemos dicho, en 1648, ya en abril de 1650 había emprendido su travesía a Europa.

Para explicarnos la afición del padre por el culto de aquella imagen, tiempo es ya digamos dos palabras acerca de su historia, valiéndonos para ello del libro que publico en Madrid en 1663 fray Andrés de San Nicolás, agustino descalzo de la congregación de España, con el título de Imagen de Nuestro Señor de Copacavana.

Celebran los autores que han escrito de las cosas de las Indias una laguna sita entre Lima y Potosí, una de las mayores que en el orbe se numera, y cuyas olas a veces desafían a los mares extendidos. Llamese de Titicaca por una isla que en ella se ve, la cual tomó asimismo la designación de cierta pena «celebérrima   —149→   por el culto que al Demonio y al Sol allí dieron los gentiles», y cuya longitud alcanza a dos leguas y a otras tantas en latitud, y que así viene a ser la mayor que domina aquella serie. Allí había tenido fabuloso principio la familia de los Incas, que por más de quinientos años gobernara el opulento imperio del Perú, y de ahí «el fundamento que los indios tuvieron para reverenciar esta isla y peñasco con mayor grandeza y aparato que ninguna otra nación de las quemas se aventajaron en el culto de sus falsos simulacros y deidades».

Levantaron un templo magnífico por su arte y ornamentos, servido y asistido con relevante preeminencia, que pudo competir con el del Cuzco, pues su riqueza era tanta, como refiere Garcilaso de la Vega (Comentario, tom. I, lib. 3.º, I, cap. 2.º) «que estaban las paredes sin verse por los grandes tablones de oro macizo que tapaban su rudeza».

«Para introducir y asentar el Demonio más temor y reverencia de su falso adoratorio en los pechos de los bárbaros gentiles, se aparecía de ordinario en forma de culebra, que rodeaba como guarda las seis leguas del contorno de la isla infundiendo con esta inaudita visión tal horror a los que iban temblando de llegarse al lugar destinado a su ceguera, que como hijos de la ignorancia tenían por infalible deidad aquel peñasco...196 Con lo dicho, se colige cual fue la gentílica adoración que dieron a este templo ciegamente aquellos indios, y asimismo el engaño y las ficciones o remedos con que la astuta serpiente pervirtió sus corazones, haciendo célebre aquesta romería no tanto desde su antigua institución cuanto después que Tupac-Yupanqui la emprendió, siendo ya absoluto señor monarca del imperio de los Incas. Éste fue hijo del otro Yupanqui que dio perfección a las políticas leyes y al gobierno, y el que pasó con su dominio hasta Chile, nuevo Flandes de aquel mundo».

Tanto había crecido el nombre del famoso templo por las frecuentes apariciones del Demonio, que fue necesario poco después   —150→   levantar un palacio que en adelante sirviese de hospedería a la augusta persona del monarca, cuya visita fue ya obligada a que el paraje. Así, continúa fray Andrés, «tenía necesidad esta selva de las bestias más feroces y más bravas que en las Indias habitaba de un remedio más patente que amansase sus indómitas costumbres; y como para tanto efecto no hubiese otro mejor que el precioso de María, dispuso la divina piedad el poner allí su imagen, en cuya presencia como ante el arca del testamento, cayese el Ídolo Dragón o el Demonio de su trono; y para que los emponzoñados con el veneno mortal de su ciego gentilismo, luego que la viesen venerada en sus contornos, cobrasen salud, consiguiesen vida, y hallasen el camino del cielo, ya perdido por su necio desatino.

Entre las festividades que anualmente celebraban los indios era de notarse la que llamaban Cusquier Aymi, la tercera en solemnidad de las cuatro que existían, en la cual suplicaban a la divinidad, entre bailes y convites, que la helada no destruyese las sementeras y produjese el hambre: ceremonia que traían su origen desde una ocasión en que, perdidas las conchas, habían muerto millares de habitantes. Con la predicación del cristianismo por la conquista de los españoles, aquella fiesta había sido reemplazada por las oraciones de los neófitos, que habían erigido también cofradías por consejos de sus curas, «para que teniendo la intercesión de algún santo, obtuviesen fácilmente buen despacho en sus plegarias». Se conservaban entonces en el lugar las parcialidades de los Urinsayas y Amausayas, originarias de dos de aquellas naciones que allí trajeron los Incas «para el fasto y autoridad de su peña endemoniada». Los primeros habían elegido, como patrón a San Sebastián y los segundos a la Virgen Santísima, pretendiendo ambos tener derecho de colocar en la famosa peña al santo de su devoción; mas tantas proporciones iban asumiendo la disputa que fue preciso ordenar se abandonase lo proyectado.

Mientras tanto, don Francisco Tito Yupanqui, heredero de la sangre de los Incas, comenzó a acariciar el proyecto de fabricar la imagen que había de ser colocada. Ningunos eran sus conocimientos   —151→   en arquitectura, pero, decidido se puso a la obra, y muy presto pudo presentar una tosca figura de barro, que en realidad fue desalojada del lugar en que se reverenciaba en fuerza del ridículo que se vio en lo grotesco de sus formas. No por eso se desanimó el artista, y empeñado ya en una cuestión de amor propio y aguijoneado por la vergüenza que le produjo el fracaso de su primera tentativa, se dedicó a proseguir con nuevo ardor lo empezado.

Partió a estudiar a Potosí, y aunque era mucho su empeño en el trabajo y no escaso en ingenio, sus adelantos eran insignificantes. Obtuvo al fin un modelo, en el cual creyó ver realizadas las exigencias del gusto más delicado; se le dio en Los Charcas el permiso para erigir la hermandad, y con esta provisión y el busto labrado de sus manos, se presentó en Chuquiago, donde un artífice español debía darle los últimos retoques. Depositado en la celda de un religioso del convento del lugar, llamado fray Francisco Navarrete, contaba éste que cuando buscaba en la noche su retiro, se veía deslumbrado «por unos rayos que salían muy ardientes de aquel rostro».

No continuaremos refiriendo las peripecias por que pasó la obra de don Francisco Tito Yupanqui antes de ser definitivamente colocada en el templo de Copacavana. Baste decir que era general la admiración que en todos los que la veían despertaba, y que fray Antonio Calancha pinta con las siguientes palabras: «Es aquesta imagen desde aquel punto, un asombro de la naturaleza, un pasmo de humanos ojos y un éxtasi de cualquier entendimiento: pues ninguno acaba de entender la grandeza o la maravilla que encierra en sí aquel rostro sobrenatural», etc.197.

Que esa Virgen era milagrosa era un hecho que estaba en la conciencia de los sencillos habitantes de todos los contornos, y que poco a poco la fama había extendido hasta las más remotas comarcas de la América. Debemos notar esta circunstancia porque ella influyó naturalmente en el alto prestigio y en la sincera   —152→   admiración, que el religioso agustino le tributó. Fray Andrés de San Nicolás ha dedicado la mayor parte de su libro a la relación de estos prodigios que su criterio los hacía preceder aún a la colocación definitiva de la imagen en el lugar que en su tiempo ocupaba. «Pruébase esto, concluye, con el suceso que contó uno de los neófitos y fue que siendo él pequeño, se halló en cierto convite o baile hecho y celebrado entre los suyos, asistiendo allí el Demonio en figura de lechuza; y saludando a los presentes con voces humanas del idioma aimará, en que todos le respondieron, después de algunas bárbaras y muy toscas cortesías, añadió que les había agradecido el ave fingida con palabras amorosas, sus afectos, encareciéndoles el gusto que tenía de verlos congregados en tal fiesta; y que luego le rogaron bajase de la parte alta en que estaba, y se pusiese en medio dellos para más honrosa junta, como lo ejecutó; y que allí le dieron de beber en señal y memoria de su culto; pero que ya con la entrada de la Virgen no había aparecido más en la dicha figura, ni en otra»198.

De entre los numerosísimos prodigios consignados en la obra citada, vamos a escoger solamente uno, que no es ni con mucho el más estupendo ni de más asombrosos resultados, pero que por referirse a un personaje célebre en la historia de Chile no lo creemos enteramente fuera de propósito.

Ocupaba el que después fue gobernador de Chile, Alonso García Ramón, el cargo de corregidor de Chuquiago, cuando su hija única de dos meses de edad, María Magdalena, adoleció de una tos y calentura que hacía estragos entre los niños. Ya próxima a expirar, ocurrió el padre a la Virgen de Copacavana, invocando su clemencia, y doña Luciana Centeno, la madre, entre sus angustias le hizo voto de dar para su altar la cera que pesase la que era ya como un cadáver. «Acabado de pronunciar el voto, como si despertara de un blando sueño, se mostró más alegre la muchacha y la vieron buena y sana. Aplaudiose el milagro, y olvidose la promesa: con que después de algunos días volvió el achaque   —153→   otra vez luego a la niña, y estuvo tan a punto de difunta que la cubrieron como tal en su camilla. Dentro de breve rato echaron de ver que vivía, pero con ninguna esperanza de que hubiese de durar, aún pocas horas. Acordose entonces la madre de la quiebra de su oferta, y mandó con toda priesa, que la entregasen en Copacavana, despachando para este fin luego un correo, y así que salió, dentro de poco se levantó la dicha niña, sin rastro del achaque, que la tuvo tan propincua de la muerte»199.

Conocido ya el objeto de la devoción de fray Miguel, veremos con cuanto ahínco persistió en ella, y cuanto trabajo por extenderla mientras estuvo en Europa.

Recién llegaba a Madrid, el Ilustrísimo Monseñor Gaetano, nuncio apostólico en España, lo eligió por su confesor. El Tribunal Supremo de la Inquisición lo llamó también a ser uno de sus miembros.

Los hombres de aquellos tiempos que pasaban a América, los conquistadores por su profesión de soldados y los religiosos por su ministerio, con la mayor frecuencia se veían obligados a emprender largos viajes, o aún más propiamente hablando, su vida era un continuo ir y venir de un país a otro país, de una conquista a otra conquista. Parece que este esfuerzo superior, que la delicada civilización del siglo hoy rechaza, les era tan inherente que jamás se detenían ante obstáculos que con nuestros medios de comunicación y las comodidades acarreadas por un extenso comercio y une abundante población, se miran todavía casi como insuperables. Así, hemos visto que fray Miguel de Aguirre había corrido todo el espacio comprendido entre Chuquisaca y Lima, que de aquí había partido para Buenos Aires, volviendo enseguida para dirigirse de nuevo a las orillas del lago Titicaca y emprender, por último su travesía a Europa. Basta la sola consideración de la insalubridad de los climas, del espíritu más o menos hostil de las tribus salvajes por donde debió atravesar, y su misma calidad de religioso, que en ocasiones era una buena recomendación para la   —154→   vida crueldad de los indios o para sus expectativas de rescate, para darnos una idea de los serios sacrificios y el valeroso empeño que todas estas peregrinaciones suponen. Pues bien, aún Aguirre no permaneció largo tiempo en Madrid. Elegido en 1655 por procurador general de la Provincia del Perú, se encaminó a la Corte romana a tomar parte en el capítulo general que debía celebrase ese año, y en el cual, luego veremos por qué circunstancia, de hecho no ocurrió con su voto a la elección de general de la Orden, recaída en fray Pablo Luciano de Pesaro.

Sin perder de vista el objeto de todas las complacencias de su celo religioso, se dedicó a propagar en la ciudad de los emperadores romanos la devoción a la imagen de Nuestro Señor de Copacavana. En el Hospicio agustino de San Ildefonso se colocó con solemne ostentación la Virgen americana, celebrando la misa inaugural, el obispo de Porfirio y sacrista pontificio, fray Ambrosio Landucio.

«Causó esta fiesta con la relación de la recién conocida Señora, tal fervor en la piedad del duque de Sermonera, don Francisco Gaetano, que haciendo sacar de ella un trasumpto muy al vivo, le tuvo en su palacio, con tanta fe y reverencia, que luego comenzó a manifestar Dios en él sus maravillas superiores, según consta de una información, hecha en la villa de Cisterna, el año de 1670, ante Jacobo Catenas de Nomento»200.

No contento aún con haber establecido el culto de esa efigie, el entusiasta y devoto agustino juzgó con acierto que sería perpetuar el recuerdo de sus milagros y su historia, buscar quien se encargase de redactarla; empresa no difícil entonces, siendo que en esa fecha circulaban ya en España relaciones de sus maravillas, contadas por autores de nota, si hemos de creer a sus contemporáneos. El primero había sido fray Alonso Ramos Gavilán, más tarde fray Fernando de Valverde, y aún fray Antonio de Calancha. No estaríamos distantes de pensar que Aguirre estimase tanto, como hemos insinuado ya, a su maestro Valverde, sino   —155→   por la armonía que entre ambos reinaba respecto de un punto tan notable en la vida de su espíritu cual era su devoción a la Virgen de Copacavana, que acaso no sería aventurado creer que, por la común observación de la influencia del maestro sobre el discípulo, el uno hubiese heredado del otro.

Con los abundantes materiales acopiados, con la insinuación de todo sectario, con lo piadoso del objeto, y con el reciente favor que se despertaba en la ciudad papal por aquella devoción, Aguirre no debió esforzarse mucho en decidir al padre Hipólito Marracio a que se hiciese cargo del trabajo. Y no habría de ser este aún el último libro que se imprimiese sobre tan fecundo tema, pues con poca diferencia, se dieron más tarde a luz los de fray Gabriel de León y de fray Andrés de San Nicolás, al cual nos hemos referido en el presente estudio.

Todas estas circunstancias, que hacen de Aguirre un hombre de mérito, contribuyeron a que se le designase para el obispado de Ripa Transona en la Marca, «puesto de grande estimación; pero antepuso su humildad la capilla a la mitra». En repetidas ocasiones Aguirre tuvo la oportunidad de manifestar su desprendimiento por los honores: los oficios mayores de la religión que en varias circunstancias le fueron ofrecidos, los rehusó siempre «con tanto cuidado cuanto el más ambicioso pudiera poner en pretenderlo». Muchas veces llevaba en modestia hasta lo exagerado, y su conducta en el capítulo general para el cual se le había hecho hacer viaje a Roma bastará a demostrarlo. Tan pronto como llegó a su noticia que se le llamaría para asistente del padre general, no le faltó pretexto para detenerse en su marcha y llegar así cuando la elección había tenido lugar. Nombrado visitador de las provincias del Perú y Méjico, se excusó, manifestando no había que visitar en aquellas observantísimas provincias.

No sólo una sino muchas veces, deseché la oportunidad de que se le eligiese obispo, pues «grandes ministros desearon premiar sus muchas prendas poniéndole un báculo pastoral en las manos; presintió sus deseos y excusó por eso su comunicación y visitas. «Yo depongo», continúa fray Luis de Jeans, «que una   —156→   persona grande desta Corte, que tiene mucha mano en palacio, quiso fuese obispo nuestro padre maestro, juzgando que haría buen prelado quien tenía tanto celo del culto de Dios, y era tan amigo de los pobres. Díjome esta persona se lo significase, y que sólo quería de su reverendísima que lo admitiese (tanto se temía de su humildad); hícelo aunque con recelo de lo que sucedió, y la respuesta fue muchos desvíos y retiros»201.

A pesar de los trabajos realizados, parece que Aguirre no permaneció más de un año en Roma, si hemos de tomar a la letra una expresión de fray Andrés de San Nicolás, en que refiriéndose a él dice lo siguiente: «cuando estuvo en Roma el año en que fue electo general de toda la Orden el reverendísimo padre», etc. No debe, sin embargo, causarnos extrañeza esta aserción si nos fijamos en que con la celebración del capítulo al cual debió concurrir con su voto, quedaba por lo mismo terminada en misión. Por otra parte, no es aceptable que prolongue mucho su permanencia en aquella ciudad, si atendemos a las constantes ocupaciones que distrajeron en actividad a su vuelta a Madrid, y que no habría podido realizar en el corto tiempo que aún duraron sus días.

Antes de partir para Italia había expuesto la imagen, que tocada en el mismo original traía del interior de las Indias, en la iglesia del insigne colegio de doña María de Aragón, que por las fiestas y octavarios era célebre en Madrid, y en cuyo adorno costoso había gastado muchísimo dinero, y que pudo, al fin estrenarse el día 8 de abril de 1652, celebrando una misa solemne el nuncio del Papa202.

Colocó después otra en el Colegio de Alcalá, que al tiempo de su muerte era ya famosa por los milagros que se le atribuían.

Una cuarta se veneraba en la suntuosa capilla que se le había dedicado en Madrid y que era el lugar de cita de todos los cortesanos, al decir de un contemporáneo.

En agradecimiento probablemente a los beneficios recibidos del virrey Toledo, quiso se honrase el lugar de donde era titular el noble   —157→   español; y de eso se preocupaba casualmente, cuando «con quinta imagen le cogió la muerte, que la tenía en la celda para colocarla en Mancera, cuya capilla y retablo se está obrando; y se verificó que gustaba esta soberana reina de sus servicios, pues esta última imagen impensadamente se le entró por la celda, encajonada donde menos pensó venía prenda de tanta estimación203.

Este había sido el sueño de su vida, que nacido con sus impresiones de niño vinculado al lugar de su familia y nacimiento, se veía alimentado más tarde con los recuerdos de la patria que esa Virgen había hecho famosa, y con su entusiasmo religioso. Había efectuado la propaganda por cuantos medios estuvieron a su alcance; estimulando a los escritures a que se ocuparan de ella, levantándole templos en las ciudades europeas donde deseaba fuese conocida la que se había dignado honrar un pobre lugareño del Nuevo Mando. «En los ratos que le daban lugar sus ocupaciones, medité escribir alabanzas no vulgarmente discurridas de esta Soberana Reina... No había pared de iglesia o esquina de calle que no le pareciese bien para poner imágenes de María. Yo le solía decir: Padre maestro; ¿por qué pone vuestra paternidad tantas imágenes? Y me respondía: a lo menos el que las ve les hará una cortesía y rezará una Ave María o una salve»204. Después de esto no hallaremos exagerado concluir con el autor de las palabras anteriores, que siempre Aguirre anduvo cargado de imágenes de Nuestro Señor de Copacavana.

Antes de acompañar a nuestro héroe a recoger sus acentos de despedida en su lecho de muerte, necesario es que digamos dos palabras acerca de sus cualidades morales, para que así podamos apreciar debidamente la pérdida que la Orden de San Agustín iba a experimentar en él.

Hemos hablado de la modestia del padre Aguirre valiéndonos del testimonio de algunos de sus compañeros de claustro que le conocieron, y a este respecto hay alguno que cita de él una anécdota que merece ser conocida por los términos expresivos en que   —158→   está redactada. Desde luego habrá llamado la atención y más de uno se habrá preguntado de donde sacaba el padre tanto oro para edificar templos costosos en un espacio de tiempo tan reducido. Pues es el caso que recibía de sus amigos y parientes sumas de dinero para invertirlas en obras piadosas; y de éstas ninguna que más realmente lo fuese a sus ojos que levantar santuarios donde pudiese ser reverenciada la Virgen de Copacavana. Tal era la procedencia de los elementos con que el padre fomentaba su pasión; y bien, agrega fray Luis de Jesús «aún el aplauso, de ser instrumento glorioso, de tan loables acciones evitaba con cuidado su modesta humildad».

«Púsose en esa capilla (la de Madrid) encima de la puerta un rótulo en que se da a entender el nuestro, Reverendísimo Padre Maestro escultor de ella, niñería que dictó nuestro agradecimiento. ¡Cuántas veces me dijo que a él afligía aquel rótulo! ¡Oh! ¡Quitémosle de ahí, repetía, no sea que se lleve el aire este pequeño servicio, que se hace a la Virgen! Y le hubiera quitado a no habérsele con todo cuidado defendido».

Estas virtudes que Aguirre mostraba en el interior del hogar no eran las solas que formasen la corona de sus merecimientos de fraile, si hemos de creer al prior del convento de San Agustín de Madrid, el mismo, encumbrado personaje que había prestado su aprobación al libro de fray Andrés de San Nicolás y al cual había cabido el honor de pronunciar en las exequias de su súbdito aquel panegírico que tantas veces hemos mencionado. Él nos dice que era ejemplar la conducta del padre Aguirre en el cumplimiento de sus deberes de religioso, durante el tiempo de más de año y medio que vivió bajo su dependencia. «Otras temporadas, agrega, estuvo antes, mas digo lo que vi. Tan rendido le hallé en pedir las licencias, aún para cosas más menudas, que me edificaba. No es eso lo más. Lo más es el rendimiento de su propio dictamen y parecer. A mí me hacía confusión que un varón de sus prendas que muchas veces (que excuso el referir) se hallaba asistido de razones, hijas de su mucho caudal y grande erudición, rindiese tan humilde su dictamen al mandamiento del superior».

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Iniciado ya el panegirista en el elogio de las bellas prendas de un miembro de su orden, en un sermón predicado en la iglesia ante oyentes a quienes es necesario presentar un modelo en el que acaba de pasar a mejor vida, no se detiene en la fácil pendiente de las alabanzas. Parece que en esas circunstancias el orador dominado de cierta vertiginosa excitación que insensiblemente se ha apoderado de su buen criterio, va elevándose más y más; hasta que, despertados sus temores de sana ortodoxia, concluye por asentar al final del discurso las sacramentales palabras de sub correctione Romanae Ecclesiae. No decimos esto porque nos permitamos abrigar dadas de las recomendables virtudes del padre Aguirre, sino únicamente por advertir al lector de las fuentes a que por precisión debemos ocurrir cuando un largo trascurso de tiempo, y la insignificancia relativa del hombre cuyos hechos apuntamos nos cierran el campo a la investigación y al resultado definitivo de una discusión. Pues bien, en aquel catálogo es necesario que contemos todavía la caridad, la constancia para soportar con paciencia las adversidades de la suerte, el fervor en la oración, su palabra jamás empleada en las murmuraciones del prójimo, etc. Con razón este conjunto de eminentes cualidades que rodeaban a Aguirre de cierta aureola de santidad, despertaba en el profano valgo, la más ciega admiración, encomendándose a él según pudiera presumirse de cierta circunstancia205, no sólo la gente ignorante y por lo mismo más crédula, sino aún la que no carecía de cierta instrucción.

Con esto, creemos ya oportuno decir algo acerca de la muerte de fray Miguel de Aguirre El padre Torres, del cual hemos extractado algunos datos biográficos, concluye en lo que se refiere a su antecesor en la cátedra de teología, en aquel punto en que ha pasado a Roma, en 1655, de definidor y procurador general de la provincia, agregando, «que por no haber llegado el aviso de España cuando esto se escribe (1657), no se da noticias de los demás   —160→   progresos de su historia»206. (Lib. I, cap. XXXXII pág. 232). El libro de fray Andrea de San Nicolás que supone vivo todavía al padre Aguirre, se acabó de imprimir el 24 de setiembre de 1663, y ya el 7 de noviembre del año siguiente puede registrarse la aprobación prestada para la impresión del sermón del padre Luis de Jesús. De estos antecedentes si no podemos deducir, pues, el día exacto del fallecimiento, nos dan, sin embargo, bastante luz para afirmar que debió haber ocurrido a mediados de 1664.

Conocida ya la época, recojamos los apuntes que nos quedan acerca de los particulares de que se vio rodeada. Entre los ejercicios de su instituto y las prácticas de una rígida disciplina había visto llegar Aguirre su última enfermedad. Durante su progreso se confesó y comulgó muchas veces; «sus pláticas en este tiempo eran de Dios y de su Santísima Madre, y porque éstas le eran dulces, llamaba diferentes religiosos que se las fomentasen; y atendiendo a esto le llevaron a la celda la devotísima imagen de Copacavana, que era todo su consuelo».

Así iba a expirar contento; el objeto de todas las adoraciones se encontraba allí, la que había sido la constante preocupación de sus días lo acompañaba en el último trance; y ardiente de fe, pronto esperaría recibir el premio de sus esfuerzos. Aguirre debía hallarse satisfecho. Sus afectos los tenía puesto en quien no podía serle ingrato; y mientras alguien hubiese querido reírse de lo que se llamaba una necia credulidad y una vana superstición, él se sentía tranquilo porque conservaba intactas sus creencias, tenía la conciencia de haber obrado bien. ¡El adiós al pasado era la risueña esperanza que llegaba!

Cuando los médicos estimaron que iban ya a cortarse para siempre los lazos que lo ataban a la vida, le llevé la comunidad el Viático, «como es de estilo». Las voces de sus compañeros que   —161→   llegaban hasta las desnudas paredes de su celda, a lo largo de los sombríos corredores de los claustros del convento, pronto le anunciaron quién se aproximaba hasta él, «y sintiendo que llegaba ya, se arrojó de la cama, con estar tan flaco y sin fuerzas, y poniéndose el hábito se le vistió. De rodillas en el suelo, arrimado a un banquillo que sustentaba su flaqueza, recibió el cuerpo de Cristo nuestro Señor, con tantas lágrimas y devoción, que las ocasionó en los que asistían a ese acto».

Al recordar la muerte de fray Miguel de Aguirre luego ha venido a nuestra memoria el nombre de un sacerdote ilustre que para siempre pertenece a la historia de Chile; fray Luis de Valdivia. Sin duda el apóstol de los indios chilenos no puede compararse con el propagador de la devoción a Nuestro Señor de Copacavana, como el misticismo del fraile encerrado tras las murallas de su claustro no puede compararse a los heroicos sacrificios del misionero que se dirige sólo a desconocidas y lejanas tierras, sin más guía que su fe, sin más armas que la palabra divina del Cristo, a luchar por una doble y santa causa; pero Alonso de Ovalle y Luis de Jesús se tocan aquí muy cerca para no unirlos en un mismo estrecho abrazo.

Las exequias de fray Miguel de Aguirre fueron muy concurridas. Asistió a ellas lo más selecto de la Corte y lo más escogido del clero. Se le enterró en esa capilla que había destinado para sepultura de pobres indianos que iban a sus negocios al viejo mundo y que morían allí desamparados. Allí se predicaron sus alabanzas y allí descansa.

Aguirre no fue sólo un religioso entregado a las austeridades de su vida ascética, sino también un escritor, calificado de erudito, por sus contemporáneos.

Es muy digno de notarse cuanta influencia tuvo en la composición de sus obras su afecto al marqués de Mancera, de cuya fortuna y de cuyo nombre es imposible separar al que fue su ministro, su confesor y su apologista.

Es cosa singular que el padre Torres, escribiendo en 1657, en el capítulo de su Crónica destinado a celebrar los escritores de la   —162→   Orden haya silenciado completamente entre los trabajos de Aguirre su obra más importante, cuyo título es Población de Valdivia. En la primera página de este libro se ve que fue impreso en Lima en 1647: ¿cómo es entonces que Torres no lo menciona en su catálogo? Por el contrario, el mismo autor atribuye al padre Aguirre dos Apologéticos, impresos en lengua castellana, y escritos «uno en defensa del valeroso y prudente marqués de Mancers, virrey de estos reinos, otro a favor del doctor don Francisco de Ávila, canónigo de la catedral de Lima, calificando y defendiendo un libro que imprimió hispano-índico en dos lenguas española y peruana declarando los misterios de Nuestra Santa Fe y Evangelios de todo el año para instrucción y enseñanza de los indios de este reino Reino»207. Tal anomalía apenas nos atreveríamos a atribuirla a ignorancia del cronista agustino, ya porque la rareza con que una de esas obras salía a luz constituía un verdadero acontecimiento literario con su aparición, como porque el asunto sobre que versaba debía hacer el gasto de las conversaciones de los hidalgos y monjes de la colonia, asustados de continuo con las misteriosas apariciones de los bajeles de los herejes en las costas del mar del Sur. Aguirre, además, vestía el mismo hábito que Torres, el cual, por consiguiente, estaba verdaderamente interesado en que no pasase desapercibido un trabajo que era una honra para la religión de los ermitaños, y cuyo autor, por su elevado ministerio de definidor y catedrático de la Universidad, debía ser un hombre popular. Así, pues, si debemos concluir que tal particularidad no es fácil de explicar también es verdad que su misterio a nada conduce208.

El padre Aguirre en la creencia general de la gente culta de ese tiempo, y más que todo, de la jente de sacristía, profesaba cierto desprecio por el castellano, que sin duda le fue inspirado por su continua lectura, de los autores clásicos latinos o de los in-folio teológicos también en latín, como lo requiere la gravedad del asunto. Hablando de su idioma nativo se le escapó en una ocasión esta   —163→   frase «nuestro vulgar español», que por sí sola publica las tendencias del buen padre a este respecto. Mucha resolución debió, pues necesitar para animarme a escribir su obra en un idioma que le permitía ser entendido por toda la colonia, pero que no iba a asumir ese carácter de sentenciosa seriedad y de magistral erudición que se vinculaba a todo libro escrito en latín. Afortunadamente, Aguirre trabajaba para el virrey, y en general para los habitantes del Perú y demás países que le estaban sujetos, y así la disyuntiva no podía zanjarse de otro modo. Es verdad que si aquel campo le era vedado, se le ofrecía la expectativa de injertar en el cuerpo de la obra cuantas citas se le ocurriesen, y con que el título fuese en castellano y con que las frases más usuales pudiesen distinguirse en sus líneas, estaban salvadas las apariencias y asegurado el desquite.

Tanta era la afición de Aguirre por el latín, que muy pronto veremos que nada le importaba dar una pobre muestra de su numen poético en las veces en que se sentía inspirado, con tal de amoldarse a la opinión corriente de ilustración, inseparable del que componía versos en latín, y que en ocasiones eran de regla tratándose de prodigar exageradas alabanzas al frente de un libro que iba a publicarse y cuyo autor vivía.

He aquí, porque el lenguaje de Aguirre marcha tan entorpecido en la extensión de la obra que nos ocupa; por nada se contiene en el citar, y donde la más vulgar observación le hubiese dicho a voces era absurdo mezclar textos de autores tan heterogéneos como Tácito y San Agustín, Tito Livio y Santo Tomás, él pasa sobre ello como lo más natural, pagando, como buen tradicionista, en tributo a esa curiosa época de variada erudición y de insufrible pedantería. Ante todo, es necesario, a su juicio, presentar la reflexión moral, a trueque de producir el fastidio en los que le oyen, y que por cierto han creído que no se acercaban a un púlpito a oír consejos y amonestaciones, sino que, confiados en la promesa de la primera línea, han ido a buscar, cuando no agradable entretenimiento, al menos un solaz serio y provechoso.

Asumiendo ese tono dogmático del predicador que se supone   —164→   escuchado sin contradicción, no le era difícil elevarse a las más sublimes regiones de la retórica, que, si es verdad a veces son la admiración de los profanos, en ocasiones mal empleadas las frases o fabricadas sin talento, sólo acarrean desdenes o irónicas sonrisas. Véase sino en el ejemplo siguiente la altura que Aguirre, cree dar a su estilo, y sobre todo, nótese el magnífico asunto que la motiva. A propósito de ciertas contribuciones y de algunos gastos inútiles que los díceres mal intencionados de los buenos y honrados criollos imputaban al supremo mandatario, fue expresa así el reverendo padre maestro: «No se muestra la Providencia tanto, en emprender grandes, importantes y gloriosos fines, cuanto en disponer los medios más eficaces para conseguirlos con fruto y sin desabrimientos: son todos los medios que ha puesto el virrey de esta calidad».

Si en este pasaje, como en el que va a continuación, que trascribimos también como muestra del modo de composición de nuestro autor, se le pueden disculpar sus términos de adulación o de trivial alabanza en atención al sentimiento que en parte se los ha inspirado, nadie podrá absolverle, buenamente hablando, lo ampuloso de sus frases y las pretensiones de su estilo, que no son más que pedantería y manifestación de un gueto literario de la peor escuela. Poco después de haber estampado aquella lisonja que como grato murmullo debió resonar en los oídos del Marqués, continúa así en el terreno en que va ya deslizándose: «Oída la verdad cómo pasa, se verá con evidencia que de los desacatos más numerosos de la calumniosa envidia, sacan las acciones justificadas su mayor alabanza, sin que para esto sea necesario más diligencia que representen el hecho con relación verdadera, sacada de los instrumentos, papeles originales, etc. Ni es aquí necesario valerse de aquella doctrina aprobada por la Sagrada Escritura, acreditada con el común sentimiento de doctores, teólogos y juristas, y asentada por los mayores políticos de las repúblicas todas, sagradas y profanas, que los nuevos accidentes justifican los nuevos tributos empleados en la causa pública y defensa común, en que consiste la salud y vida de todos; ni en lo que respondió   —165→   Santo Tomás de Aquino a la santa Duquesa de Brabante, en ocasión quizá de menor necesidad», etc.

Estos pasajes y otros que pudiéramos recordar, servirán también para que relacionemos con ellos la causa a que nuestro escritor atribuye al afecto que le cobró Don Pedro de Toledo. Hallábase, refiere, recién llegado a Lima el año de 1641, cuando el Marqués, deseando tener noticias de los países que el padre acababa de dejar, le llamó para pedirle algunos informes de las provincias de La Plata y los Charcas; añadiendo candorosamente que «pareciéndole que le trataba sin lisonja, gustó le asistiese de ordinario, sin que se haya embarazado este debido obsequio, con las ocupaciones de mi profesión y estado». Esta buena cualidad que el maestro se atribuye y que debía quizá a ese mismo aislamiento en que había vivido, y a su situación de jefe de sus demás compañeros, debemos creer que la perdió a poco andar, ya que acabamos de ver las frases que no se acortaba de consignar en un libro que debía pasar a la posteridad. Sin embargo, esa penetración que le había hecho adivinar las preferencias nacientes del virrey no la perdió con los años, menos aún con su trato de cortesano, pues en la misma Población de Valdivia se conoce ya que si «la gratitud con que se halla reconocido al Marqués, que le declara por su doméstico capellán, pudiera excepcionar su relación, siempre será firme la que se funda en verdad», y la que yo refiero, agrega, «se ejecutaría con los autos instrumentales, cédulas, libros reales, cartas originales de los ministros, gobernadores, historiadores clásicos, y recaudos auténticos a que se ajusta este papel».

Tenía razón el padre Aguirre: si los historiadores que más tarde deban tratar el asunto de su libro pueden apartar de él cumplimenteras frases y eruditas controversias, siempre encontrarán datos abundantes, y más que todo, certeza de la verdad de las noticias, cuyas fuentes le fueron todas conocidas.

En su libro comienza por manifestar los peligros a que las costas del sur de Chile se hallaban expuestas por las invasiones probables de enemigos extranjeros, que las lejanas guerra de Europa arrojaban a nuestros mares como los restos del buque náufrago   —166→   que las olas llevan a la distancia, y que ya en más de una ocasión habían arribado a sus orillas. Bosqueja enseguida la historia de las diversas expediciones de aquellos osados aventureros, ejecutadas desde medio siglo antes por los holandeses e ingleses, los aprestos y defensas preparadas por los diferentes gobernadores de la tierra para resistirlas; y por último, da cuenta de la población de Valdivia y de los diversos combates ocurridos con los indios y de las negociaciones con ellos celebradas. A pesar de lo interesante del asunto, que se prestaba a una hermosa monografía histórica, todo está allí mal tratado: no hay interés de ningún género, ningún conocimiento de las emociones dramáticas, ni menos, criterio en el escritor. Aguirre corre, corre, pero siempre arrastrándose; y llevado por su prurito de citar a diestro y siniestro, confunde lastimosamente historia, erudición, reflexiones morales y filosóficas. Más que otra cosa puede decirse que el libro es la apología del virrey hecha por un servidor humilde, concretada a un asunto determinado, pero que, lo repetimos, llamará siempre la atención por la especialidad del objeto y la novedad de los datos209.

Siéndonos completamente desconocidas las otras obras de Aguirre a que Torres se refiere, ningún juicio podemos emitir a su respecto. Pero poseemos también del fraile, autor de aquella aprobación del Sueño de Maldonado en que tan honrosa manifestación   —167→   hace de su patria y de los americanos en general, que ya en otra parte hemos citado y que no pasa de ser tampoco un trasunto de su estilo, adornado de la misma erudición, aunque a no dudarlo, de una notable facilidad, cierta Oda latina a que también hemos hecho referencia. Puede registrarse en el libro que Diego de León Pinelo escribió en loor de la Academia limense y del cual tan lisonjero elogio hace el conocido Bernardo de Torres al llamarlo, «libro de pocas hojas, pero de mucho valor porque en él son más las sentencias que las letras». Pues bien, en este olvidado pergamino debemos ir a registrar las producciones poéticas de aquella musa frailesca, mas nosotros, incapaces de juzgar con acierto inspiraciones a cuya armonía no concurre aquel desdeñado y «vulgar español», dejamos a la consideración de lectores más eruditos aprecien a qué altura sabía elevarse el padre maestro. Con todo, si en esos pocos versos pudieran sentirse lastimados oídos acostumbrados a la dulce cadencia de Virgilio, a los gratos acentos del autor de la Epístola a los Pisones, no dejarán tampoco de reconocer lo respetable del impulso, que dicta esas líneas.

Helas aquí:

Epigrama


America de justi lipsio quaeritur et autorem laudat.
Quid me barbariem dicis? Quid pignora nostra?
Non, Justi, insumulas? Indicus Orbie sit.
Nam licet ingenii non tot miracula nosces,
quae sunt occiduis luxque, decusque plagis;  5
en Pinelus adest, Limani germen honoris,
me latium ut vocites, hic fatis unus erit210.

El mismo año que veía la luz pública la Población de Valdivia salía de las prensas de Madrid la obra de otro religioso llamado fray Francisco Ponce de León, intitulada Descripción del Reino de Chile, de sus puertos, caletas, y sitio de Valdivia, etc. No era poca la reputación de su autor, ni escasos los títulos que tenía derecho   —168→   de añadir a su nombre: descendiente de las casas de los duque de Arcos y Medina Sidonia, en treinta años que vestía el hábito de mercedario había sido comendador de distintos conventos, provincial de la provincia de Lima, visitador en ella, definidor y elector de capítulo general, visitador y reformador de las provincias de Chile y Tucumán, provisor y vicario, y juez eclesiástico en los obispados de Quito, Trujillo y Chile, y por añadidura comisario del Santo Oficio, y a la fecha provincial de Chile y su procurador en la corte de España.

Pero más que tan relumbrantes títulos valían sus servicios prestados cuando residía en Jaén de Bracamoros por los años de 1619, en que con cincuenta soldados españoles y muchos indios amigos, por orden del virrey del Perú, príncipe de Esquilache, se embarcó siguiendo aguas abajo el río Marañón, redujo a cuatro mil indios guerreros a la corona real y asistió a la fundación de la ciudad de San Francisco de Borja. Recorrió durante tres años sin estipendio alguno, todas esas inexploradas regiones, predicando la ley evangélica en ocho diversas tribus de indios y bautizando cerca de tres mil infieles.

Posteriormente, en 1624 el marqués de Guadalcázar por la satisfacción que tenía de su persona, cristiandad, buen gobierno y ajustado proceder, le nombró por capellán mayor del ejército y armada real, en ocasión que la flota holandesa estaba anclada en la bahía del Callao. En tales circunstancias el religioso mercedario no excusaba fatiga alguna, embarcándose muchas veces con el agua a la cintura, haciendo que los demás frailes que estaban bajo su dependencia se situasen en las trincheras y puestos de más peligro para que animasen a los soldados e hiciesen de su parte lo posible en servicio de Su Majestad.

«El mismo virrey le envió con el gobernador don Luis Fernández de Córdoba, que iba por presidente de la Audiencia de Chile, donde le nombró por capellán mayor de aquel real ejército, que sirvió cinco años y más, ayudando y favoreciendo a los soldados, y hallándose en todas las campeadas y malocas que se tuvieron con los indios rebeldes, y haciendo en ellas particulares esfuerzos   —169→   para que los soldados cumplieran con sus obligaciones211, y haciendo otros muchos servicios de gran consideración, y siendo su persona de mucha importancia para conseguir muy buenos efectos, que así lo escribe la dicha Audiencia, refiriendo en particular las ocasiones y servicios que hizo. Por los cuales, y sus letras, calidad y virtud, le propone para prelacías de las iglesias de las Indias, y merece ser premiado para que otros se animen, a hacer semejantes servicios; y lo mismo escriben los obispos y cabildos eclesiásticos y seglares, y todo el ejército. Y por el amor y voluntad que tenía a los soldados, y buenas obras que recibieron de su persona para conseguir las mayores, conociendo su buen celo, le nombraron por su procurador general y pidieron viniese a estos Reinos a tratar de sus causas, y procurar el remedio de ellos; y aunque no tenía intento de venir, por hacerles bien se determinó de ponerse en camino a su expensa y gastando de su patrimonio, a tratar de los dichos negocios212.

Recién llegado a la Corte, escribió su Memorial al Rey por el Reino de Chile, cuyo original se guardaba en la librería de Barcia; pero pasaron quince años desde entonces, y medió nuevo encargo de sus comitentes, antes que publicase su Descripción213.

En ella se limita simplemente a proponer en pocas palabras la guerra ofensiva como único remedio, de reducir a la obediencia a los araucanos, y a manifestar el peligro que se seguiría en caso que no se desalojase con prontitud a los holandeses que se habían establecido en Valdivia. Añade enseguida la relación de sus servicios, año por año, desde que se estableció en Jaén hasta el de 1632, en que en un capítulo general celebrado en Barcelona se   —170→   manda a los cronistas de la orden que no se olviden de hacer memoria «de los grandes, calificados y lucidos servicios que ha hecho a la Religión».

Consta que por este año de 1644 Ponce de León tenía también escritas las Conquistas y Poblaciones de Marañón, pero que por hallarse pobre no podía darlas a luz; mas, nada sabemos de la época de su muerte214.

Acaso de un género, parecido a la de Ponce de León debió de ser el Mapa de Chile dedicado al presidente don Luis Fernández de Córdoba, que se atribuye a un religioso franciscano, llamado fray Gregorio de León215, que según se dice, se imprimió, pero que jamás hemos visto en catálogo alguno.

De estilo análogo a las obras anteriores es la que cierto autor anónimo escribió con el título de Descripción y cosas notables del Reino de Chile, que probablemente es la misma que el abate Molina incluye en su índice. Dividido este opúsculo en dos partes, la primera se contrae a dar noticias del territorio chileno y de las costumbres de los araucanos, y la segunda, al análisis de las causas que ocasionaron el alzamiento de los indios.

Pero más importante que las precedentes es el Informe que   —171→   sobre el Reino de Chile, sus Indios y sus guerras elevó a la Corte don Miguel de Olaverría y que don Claudio Gay ha publicado al frente de su segundo volumen de Documentos. Como en el trabajo anterior, Olaverría comienza por describir las ciudades, para ocuparse enseguida de las calidades y condiciones de los indios, y por fin, de un breve sumario de la historia de los gobernadores hasta su tiempo.

Sábese, asimismo, que el historiador Pérez García conservaba en su poder, a fines del siglo pasado, un escrito histórico de otro soldado llamado Tomás de Olaverría que después de la pérdida de Osorno se internó en todas direcciones por aquellos lugares, llegando hasta la laguna de Puyehue; pero tanto de esta Relación, como de la que Andrés Méndez publicó en Lima en 1641 con el título de Centinela del Reino de Chile, que se encontraba en la biblioteca de Ternaux Compans, no nos es posible dar ningún detalle por no haber llegado a nuestras manos216.