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ArribaAbajoCapítulo V217

Teología



- II -

Fray Jacinto Jorquera. -Su Parecer en defensa de don Bernardino de Cárdenas. -Datos acerca de su vida. -Contiendas religiosas de los dominicos. -Jorquera es elegido obispo. -Su muerte. -Fray Gaspar de Villarroel. -Una carta suya al cronista agustino de la Orden en América. -Noticias biográficas. -Rasgo notable de su padre. -Fray Gaspar se hace religioso agustino. -Fray Pedro de la Madrid lo hace su secretario. -Opónese a una cátedra de la Universidad de Lima. -Hace un viaje a España. -Aparición de su Semana Santa. -Predica en Madrid para la Corto. -Es presentado para obispo de Santiago. -Recibimiento que le hacen en esta ciudad. -Su norma de conducta con las demás autoridades. -Pequeños encuentros. -Retrato de fray Gaspar. -Visita la provincia de Cuyo. -Temblor del 13 de mayo de 1647. -El Gobierno eclesiástico pacífico. -Obras perdidas. -Las Historias Sagradas y eclesiásticas morales. - Villarroel es trasladado al obispado de Arequipa. -Par a ser arzobispo de Los Charcas. -Su muerte.

Hacía tres años que don Bernardino de Cárdenas regía su obispado del Paraguay. Consagrado, por sólo dos obispos y dos dignidades, aunque con la competente dispensa, la ceremonia había tenido lugar sin la presentación de las bulas de su institución y confirmación. Una orden real, además, le había autorizado para   —174→   entrar en la diócesis. Sucedió que un día en que dispuso que los curas del obispado observasen las disposiciones del Tridentino, se alzaron todos, dijeron que no era obispo, o que por lo menos, no existía razón para que los gobernase, concluyendo por expulsarlo del reino, para poner en su lugar a cierto canónigo, que por añadidura se decía que estaba demente.

Es de suponerse la algazara que se armó con tal escándalo, de lo cual bastante testimonio dan los muchos escritos que se redactaron y dieron a la prensa218, defendiendo unos la autoridad del obispo, combatiéndola otros. En lo más recio de la contienda, el capitán general de la provincia del Paraguay, que deseaba saber a qué atenerse en la duda que se presentaba, rogó a un fraile chileno llamado fray Jacinto Jorquera, instruido del negocio y que no carecía de cierto prestigio, que diese su dictamen en aquella por entonces acalorada disputa.

«Este sujeto era uno de los mayores que en aquel tiempo ilustraban la provincia; así por su mucha virtud como por su genio religioso era de todos muy amable, aplicado, con gran vigilancia no sólo a lo espiritual de los religiosos sino también a las fábricas de los conventos y atendiendo con igual celo a uno y otro; por sus letras era de todos respetado y atendido, su literatura se acreditó en Roma, y sólo su prudencia y fortaleza pudo sobrellevar el trabajo grande que padeció el convento de Santiago en el segundo año de su provincialato, pues estando determinado a salir a practicar la visita, vino el temblor de trece de mayo, arruinando la iglesia y los claustros sin que quede a los religiosos en qué vivir, siendo preciso armar algunos ranchos para permanecer mientras   —175→   tanto. Se afligió, sobre todo, de ver la iglesia que estaba recién concluida y con tanto trabajo labrada, por el suelo y sin esperanza de poderse nuevamente levantar por la cortedad de los medios219.

Es de suponer que a pesar de tantos azares como eran los que reclamaban la presencia de Jorquera en Chile, quisiese cumplir con la práctica de visitar en provincia, ya que en 1648 databa en la Asunción el Parecer en defensa del obispo Cárdenas, que había quedado de presentar al capitán general maestre de campo don Diego Escobar y Osorio220.

Jorquera procede en su trabajo con bastante método y hace el uso conveniente de las buenas razones que apoyaban su dictamen; por eso, si es aceptable en cuanto a su fondo, no es una muestra literaria por la marcha embarazada de su estilo.

Jorquera algunos años más tarde figuró también en Chile en cierta contienda religiosa en la cual le cupo una parte muy activa. Fray Antonio Abreu, cuyas funciones de provincial comenzaron en 1662, al tercer año de su gobierno, yendo para la visita de Buenos Aires por el territorio de Cuyo con unos cuantos religiosos que llevaba en su compañía, celebró consejo por el camino y acordó remover la asamblea capitular designada en Santiago; a cuyo efecto despachó un auto para que el próximo capítulo se celebrase en Córdoba, fundando su resolución en su poca salud y sus años y en que los priores de muchos conventos tenían los más algunas fábricas empezadas de donde no podían hacer falta largo tiempo.

Es de advertir que en el capítulo antecedente se había convenido en que la capital de Chile fuese el lugar de reunión.

Tan pronto como la nueva determinación del provincial llegó a   —176→   los vocales de Chile, le dirigieron una representación encabezada por Jorquera, como prior de provincia más antigua, interponiendo suplicación in voce. Decían que la designación hecha en el capítulo anterior les daba un derecho adquirido que no podía desvirtuarse sin urgentísima causa, que en el caso presente no existía desde que ninguna novedad había tenido lugar. «Calificada, agregaban, la injusticia de esta innovación por las razones dichas, y también por haberse divulgado mucho antes que se hiciera, y en esta conformidad, el padre prior de este convento se hallaba con prevenciones muy anticipadas cuando llegó la convocatoria para hacer su viaje a esa ciudad de Córdoba, y aún insinuó varias veces la esperaba sin ninguna duda, de donde resulta nulidad notoria y se ve claro la afectación con que se ha procedido en las causas de la remoción sobre el fin de paliar y encubrir el intento verdadero de la remoción, y por la notoriedad de él y los inconvenientes que resultaron de la remoción del capítulo pasado al mismo convento de Córdoba, los señores presidente y oidores de esta Real Audiencia previnieron en su real acuerdo que viniese un señor oidor a requerir a V. P. M. R. que no hiciera la tal remoción como en efecto vino el señor don Alonso de Solórzano, oidor más antiguo de la sala y no obstante ha proseguido, V. P. M. R. en el intento tan anticipadamente prevenido».

Ni pararon en esto los vocales chilenos, pues le manifestaron a Abreu que por su preceder se constituía en prelado ilegítimo y que, en consecuencia, cesaba de parte de ellos la obligación que tenían de obedecerle. Abreu, por toda respuesta, se limitó a conminarlos con las penas que las leyes de la Orden previenen para los inobedientes, advirtiéndoles que esa era la última monición.

La Audiencia, y el presidente de Chile, por su parte, le escribieron también al provincial «haciéndole patentes los numerosos inconvenientes que le habían de resultar a la provincia de celebrarse el capítulo en Córdoba, y que respecto de los pareceres de los sujetos de mayores letras de esta ciudad con quienes se había tratado el asunto, eran de parecer tenían justificada razón los padres maestros y demás vocales para alegar su derecho».

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Los religiosos de San Francisco, a quienes también se pidió dictamen sobre el caso, estuvieron, asimismo, unánimes en apoyar las razones de los chilenos.

Pero, a pesar de esto, como se supondrá, Abreu se mantuvo inflexible, y aún mas, envió a sus súbditos de Santiago un auto de excomunión mayor y privación de voz activa y pasiva para el capítulo.

Llegó, sin embargo, el día 24 de enero designado para la reunión, y aunque que los padres de Santo Domingo estaban en menor número que los de Córdoba, se reunieron en la sala capitular del convento, eligieron de provincial a fray Valentín de Córdoba y procedieron a los nombramientos de estilo, entre otros al de procurador, que recayó en fray Pedro Veliz, el cual inmediatamente debía partir a Europa con todos los documentos necesarios para mover en su favor al general de la orden.

Mientras tanto, al otro lado de la cordillera se elegía otro provincial y otro procurador que fuese también a Roma a representar por su parte el derecho de sus colegas, y tan diligente anduvo que al cabo de un año llegó providencia anulando, lo obrado en Santiago, y castigando a los que en el capítulo aquí celebrado habían intervenido.

Afortunadamente para fray Jacinto, se había retirado del complot antes de la celebración del capítulo.

Jorquera fue elevado más tarde a ese mismo episcopado del Paraguay, cuyos derechos defendiera años antes221.

Murió en 1678222.

Cuando en 1654 el padre agustino fray Bernardo de Torres, en obedecimiento de órdenes superiores, se ocupaba en la continuación de la crónica de su orden en América, dirigió a fray Gaspar de Villarroel, obispo que fue de Santiago, una nota atenta pidiéndole   —178→   que le comunicase los rasgos principales de su vida. Villarroel a la sazón prelado de Arequipa, le contestó en los términos siguientes: «Pideme vuestra paternidad noticia de mi persona para honrarme en lo que escribe: ahora veinte años enviara yo a vuestra paternidad cohecho para que me pintara en su historia con muy delgadas líneas, aunque faltase a la verdad del escribir, pero en tan crecida edad bastantemente persuadido a que no puedo vivir mucho, le diré a vuestra paternidad lo que sé de mí. Nací en Quito, en una casa pobre, sin tener mi madre un pañal en qué envolverme»223.

Es natural que con tan anticipada prevención fray Gaspar no dijese la verdad por entero, y por eso en ese documento que le honra, sus palabras van dirigidas más bien a deprimir su persona que a hablar de sí con imparcialidad. Consignemos, pues, el hecho y hablemos por él.

Fray Gaspar de Villarroel había nacido en Quito hacia el año de 1587 y era descendiente de una familia pobre, aunque de noble origen. Su padre, que llevaba su mismo nombre, era un licenciado de cierta consideración, natural de Guatemala, y su madre, una señora venezolana, era una distinguida matrona, llamada doña Ana Ordóñez de Cárdenas. «Mi padre, dice el mismo Villarroel, que me dejó por herencia no sus virtudes, sino su nombre, era (no importa que yo lo diga) de los mayores letrados que se vieron en las Indias. Hay hoy de él bastante memoria en las escuelas y no se apagará su crédito sino se acaba el nombre de sus discípulos»224.

Siendo justicia mayor del Cuzco sucedió un lance que debió fallar como juez y cuyas resultas le fueron fatales: lágrimas amargas derramó toda en vida por una apresurada ejecución de su sentencia, «y díjome a la postrera hora, cuenta su hijo, que todos sus pecados juntos no le hacían en ella tanto peso». Tan pronto como falleció su esposa, entrose de fraile, y murió recordando todavía aquel lamentable suceso.

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Por dar educación a su hijo, el licenciado y su mujer vinieron a establecerse a Lima. La estrechez en que vivían era extrema. El padre de nuestro fray Gaspar, que por aquellos años no había dejado de la mano los estudios, trataba de graduarse en cánones; pero tanta era su pobreza que el 5 de noviembre de 1596 presentaba una solicitud a los maestros de la Universidad para que se le exonerase del pago de la mitad de las propinas que debía satisfacer por el grado; lo que, sin embargo, no se le concedió225.

Con ejemplo tan edificantes el futuro obispo de Chile, entonces adolescente de figura seductora, no perdió su tiempo.

Trabajé con tesón incansable y provecho excelente, y después de haber sido «la admiración de muchos y el agrado de todos», sintiéndose con vocación para el estado religioso, se vistió el hábito de san Agustín en 1667 y al año siguiente, por los principios de octubre, hacía su profesión solemne en el convento de la orden en Lima.

En su nuevo estado, no descuidó desde el primer momento el cultivo de las letras, y tanto se enriqueció de ciencia, que muy pronto los superiores lo destinaron a que leyese Artes y Teología en el mismo convento principal de Lima, y poco más tarde la Universidad lo llamó también a formar parte de su cuerpo de profesores dándole la cátedra de Prima. Algo después, Villarroel obtuvo la borla de doctor.

Pero si los talentos de Villarroel como catedrático estaban probados, no eran menores los que la gente devota le reconocía en el púlpito. Fray Pedro de la Madrid, visitador y reformador general de la provincia, una vez que le oyó quedó tan prendado del joven predicador que inmediatamente lo hizo su secretario y compañero de visita, en cuyo puesto tanto se hizo notar que cuando se celebró capítulo provincial en 1622, en «remuneración de su trabajo y premio de sus merecimientos, le eligieron por definidor de la provincia, supliendo ellos la falta de los canas, por haberse en él   —180→   anticipado la senectud del obrar a la del vivir, la de las acciones a la de los años»226.

En ejercicio de este cargo se hallaba fray Gaspar cuando vacó en la Universidad la cátedra de teología de Vísperas. Inscribiose sin tardanza en la lista de opositores, entre los cuales figuraba el docto cura de la catedral de Lima don Pedro de Ortega Sotomayor, que después ascendió también al obispado; y aunque Villarroel hizo en esta ocasión un lucido alarde de su ingenio y erudición, su competidor salió favorecido por el voto de los examinadores.

Fray Gaspar que en esta derrota sólo había conseguido poner más de relieve su mérito, fue elegido en el siguiente capítulo provincial para el cargo de prior del Cuzco, en el cual permaneció hasta su viaje a España, que hizo por la vía de Buenos Aires.

Villarroel llevaba en su equipaje algunos cuadernos de manuscritos, que deseaba a toda costa publicar siquiera en parte para prevenir el juicio de la corte en favor de su persona, completamente desconocida hasta entonces; y al intento, se detuvo en Lisboa hasta dar cima a la impresión del primer volumen de una obra bastante extensa que tituló Semana Santa, Tratado de los comentarios, dificultades y discursos funerales y místicos sobre los Evangelios de la Cuaresma, en que, en una aduladora dedicatoria al rey, le hablaba del relativo contentamiento de que entonces gozaban los criollos por la igualdad con los españoles, a que se les había declarado con derecho.

El sistema que Villarroel ha empleado en este tratado es tomar un pasaje de la Sagrada Escritura, exponer enseguida el asunto en general y ocuparse después del comentario a la letra y de las dificultades que se presentan en la interpretación. Villarroel demuestra en su obra un saber muy notable y un cabal conocimiento de los escritos de los Padres de la iglesia y de la Biblia. Pero arrastrado siempre por el pésimo gusto de las sutilezas teológicas, deslustra y hace estériles los asuntos más importantes y   —181→   mejor elegidos y deja así sin objeto las conclusiones que procura establecer. Tiene discursos sobre temas frívolos con exceso; pero en cambio, a veces sienta algunos principios que le honran. «La ciencia, dice, es conveniente, muy útil para salvarse, pero siempre es necesario que vaya acompañada de la virtud». Anatematiza todos los vicios, examina sus consecuencias, y siempre partiendo de los preceptos y ejemplos del Evangelio, llega a establecer una doctrina sana y al mismo tiempo útil. Sin duda que en su estilo no hay brillo, ni animación, ni colorido, porque la forma de comentarios no se presta para ello; pero siempre deja traslucir al hombre de bien, al filósofo y al teólogo.

Villarroel publicó en Madrid al año siguiente el segundo volumen de su obra, y dos años más tarde en Sevilla la última parte227.

Fray Gaspar publicó también en Madrid en el año de 1636 un tratado en latín «escrito con mucha elegancia y agudos picantes», dice Torres, comentando el libro de Los Jueces, literal y moralmente, con gran acopio de aforismos y lugares de la Sagrada Escritura y citas de los Padres de la Iglesia.

Hacían ya pues cinco años a que el sacerdote quiteño se encontraba en Europa, y si muestra de su ingenio y de su saber daban sus publicaciones, sin duda que eso sólo no habría bastado a formar su reputación y su fortuna, si un talento especial para la predicación no lo hubiera puesto en relieve para con los más altos personajes de la Corte. En esta parte el principio de su fortuna parece que se la debió a don García de Haro. Este noble señor manifestó un día deseos de oír predicar a Villarroel en el monasterio de Constantinopla, y tan complacido quedó probablemente de la elocuencia del orador americano que una vez concluida la fiesta ordenó lo llevasen en su carruaje hasta el convento de San   —182→   Felipe, donde estaba hospedado, y en el acto hizo consulta a Su Majestad para que lo hiciese su predicador.

Desde entonces Villarroel solía ser llamado para predicar delante del rey y del Consejo de las Indias; la moda hizo aumentar su renombre, y tanto, que vulgares poetas escribieron en su honor panegíricos en que se le pinta con


Su viva acción, tan fiel y verdadera:
discípula es del alto pensamiento
que en los límites breves de su esfera
la mano (con airoso movimiento
que el arte dicta y la razón impera)  5
lengua es sin voz, alma sin acento,
que el más sutil concepto que suspende,
partes que lo dice o que lo entiende.

Una vez que don García de Haro vio a su protegido en tan buen pie de fortuna quiso que lograse la oleada del favor real, consiguiendo de Felipe IV, que lo presentase para el obispado de Santiago de Chile en 1637228.

Al año siguiente, fray Gaspar recibió la consagración en su convento de Lima.

Cuando Villarroel tuvo noticia de su presentación, dio dinero para tres comedias para que se regocijasen con él sus colegas de convento en Madrid229. ¡Quién le hubiera de haber dicho entonces que más tarde se arrepentiría tanto de haber aceptado la dignidad con que se le honraba!

A la vuelta de los años, en efecto, cuando Villarroel se penetró de la difícil misión que se le confiara, culpaba a su ambición y decía: «fui tan vano que para no acetar el obispado no bastó conmigo el ejemplo de cuatro frailes agustinos, que, electos en aquella circunstancia, no quisieron aceptar»230. En otra ocasión, refiriéndose al caso de los cuatros frailes, exclamaba: «ninguno de estos   —183→   quiso ser obispo, y sólo yo aconsejado de mi poca edad, y apadrinando a mi ambición la corta experiencia del tamaño de la carga, me eché al hombro un peso con que castigado jimo»231.

Cuando Villarroel llegó a Santiago, fue notable el recibimiento que se le hizo. Como era de estilo con los presidentes y obispos, antes de entrar en la ciudad se quedaban en las inmediaciones del pueblo para concertar la forma en que debieran presentarse y esperar las salutaciones de las autoridades. El primero que se acercó a nombre de la Audiencia fue don Pedro Machado de Chávez, a quien mes tarde el obispo recién llegado cobró particular afección. Preguntole fray Gaspar en qué forma sería la entrada, y contestando don Pedro que de dos en dos y que el señor obispo iría al lado izquierdo del oidor más antiguo, Villarroel se excusó desde luego dando las gracias por la merced que se le hacía y solicitó que sólo le honrasen dos de los miembros del tribunal, «porque no parecería suya la entrada, agregó, sino del oidor que le precedía». Machado de Chávez se volvió con esta respuesta; discutiose largamente el caso con los colegas, atribuyendo los puntillos de resistencia del obispo a celo de su dignidad, y acordando al fin que iría en medio de los dos oidores más antiguos, y que más atrás seguirían los demás miembros de la Audiencia formados de dos en dos, el cabildo, etc.

A haberse portado menos galantes los señores de la Audiencia, era seguro que habría bastado este pequeño incidente para que se hubiese formado una competencia de bulto. Estos encuentros entre las autoridades civiles y eclesiásticas, que ocupan largas páginas en la historia colonial, nacidos ordinariamente de una susceptibilidad extremada por la defensa de vanas prerrogativas, fueron casualmente las que el obispo Villarroel tuvo un tino especial para hacerlas olvidar durante su gobierno. «Siempre fui enemigo de competencias», dice en uno de sus escritos, y en otra parte agrega que ha procurado siempre «no ser litigioso». Cuando fray Gaspar en vísperas de partir para Chile, hacía su visita de   —184→   etiqueta para la despedida, dice él que después de la muchas mercedes que le otorgara el virrey Conde de Chinchón, «fue la más estimada una admirable advertencia, y tengo en la memoria sus palabras. Hízome un discreto preámbulo como paladeándome el gusto para darme un consejo. Cargó la mano en alabarme mucho, como el diestro barbero que antes de picar con la lanceta, la trae por el brazo. Tanto amarga en el mundo un buen consejo, que le pareció al virrey que era bien almibararlo, siendo de tanta importancia uno que me traía. Díjome que en España ya eran conocidas mis letras, que el Supremo Consejo me había visto en el púlpito, que mis escritos andaban impresos, y a esto añadió otros favores como captando la benevolencia del oyente: «Yo soy ya, me dijo, gobernador viejo: Vuestra Señoría está en España conocido por las partidas todas referidas; lo que no se puede saber es si sabe gobernar, y así quiero darle un consejo brevísimo, en que se cifra toda la razón de estado que cabe en un buen gobierno: no lo vea todo, ni lo entienda todo, ni lo castigue todo». He procurado, añade Villarroel, seguir este consejo y débole a él toda la paz que he gozado»232.

Pero aún desde dates que llegase a Chile ya el obispo de Santiago estuvo dando pruebas de su espíritu enemigo de discordias y de su prudencia en el ejercicio del poder. Era costumbre bastante acreditada que mientras el prelado llegaba a su diócesis delegase sus facultades en algún sujeto del cabildo eclesiástico, de lo cual nacían rivalidades entre los miembros de ese cuerpo, odiosidades y malquerencias anticipadas respecto de un hombre a quien ni siquiera se conocía de vista y que tanto importaba viviera en paz con los auxiliares de su ministerio. Pues bien, Villarroel luego conoció el error que solían cometer los prelados que se encontraron en su caso, y por eso desde Lima dio el gobierno a todo el cabildo y su autoridad para que designase el provisor.

Y sin embargo, no es que faltaran durante el tiempo que aquí residió ocasiones en que hubiera podido entablarse formal oposición   —185→   con los oidores u otras autoridades. Véanse algunos casos que refiere el mismo Villarroel en su Gobierno eclesiástico.

«Hiciéronse unas comedias en esta ciudad en el cementerio233 de la Merced. Convidaron a los señores de la Real Audiencia y a mí. Excuseme yo: y como era la fiesta del señor don Bernardino de Figueros, oidor de esta Real Audiencia y que con aparato real solemniza cada año la Natividad de Nuestra Señora, me pidió con encarecimiento que asistiese a las comedias. Resistime cuanto pude y al fin me dejé vencer, y no faltó algún oidor que tropezase en mi sitial. Reprimieron todo lo posible el hablar en ello; pidiéndome que esos días (porque eran tres los de las comedias) me sentase en una de sus sillas. Aceptelo con condición que por lo menos el primer día, aunque yo no había de estar en él, no había de retirarse mi sitial. Y que el día siguiente, teniendo el pueblo entendido que en todo lugar sagrado era aquella la forma de mi asiento, podrían mis criados retirarlo. Sentáronme consigo, prefiriéndome el presidente, sin embargo que aquella honra era expresamente contra una cédula...

«El siguiente día se olvidaron mis criados de remover el sitial; fui temprano yo; entreme a esperar a la Real Audiencia en la celda del prelado; hacíase tarde, no venía, y ya a deshora me enviaron a decir que tenían en el acuerdo cierta ocupación, que la comedía se hiciese y que yo la honrase. Todos menos el obispo entendieron que la ocupación era el sitial. Salí con los religiosos y clérigos, y viéndolo allí no quise sentarme en él. Senteme en la misma silla donde el día dates. Vi la comedia, y representadas ya las dos primeras jornadas, entraron los señores de la Real Audiencia. Mandaron que la comedia se comenzase; entendió todo el pueblo que sólo había venido a hacer aquel lance en el prelado, y parece que lo dieron a entender porque mandaron atropellar música, baile y entremeses, porque anochecía ya, y en esta ciudad   —186→   de Santiago es muy perjudicial el sereno. Estúvelo yo mucho y desquitéme del hecho con instarles mucho que había de repetirse un entremés muy frío. No les fue posible resistir mi importunación y vieron a su despecho el entremés. Y somos tan vengativos los prelados que habiéndome molido, la vez primera, viera yo del porte otra media docena de entremeses por dar ese mal rato a los oidores.» ¡Ojalá en todos los obispos fueran de este tamaño los desquites!234.

Cuando recién llegó Villarroel a Santiago, le hicieron unas grandes fiestas de toros y de cañas; los criados del obispo arrojaron sobre una de las celosías de su palacio un paño de seda y encima pusieron una almohada. Repararon el hecho los oidores, pero no se quejaron, ni el obispo dio tampoco satisfacciones.

Como se ve, en todos estos pequeños encuentros cada parte manifestaba un poco de tolerancia y las cosas marchaban sin tropiezo. De advertir es, sin embargo, que, prescindiendo de las relaciones de amistad que ligaron a los oidores de Chile con fray Gaspar de Villarroel, este prelado tenía particular inclinación por los letrados miembros del primer tribunal del reino. El miembro lo declara en términos explícitos de la manera siguiente: «Un obispo de casa en casa es indecente, y en la de un oidor a nadie puede parecer mal. Los hombres que se crían en escuelas cómo podrán vivir sin comunicar letrados?... En casos arduos ¿es malo tener a mano un buen consejo? ¿Cómo puede pasar un hombre sin amigos? Y no pudiendo haber amistad sino entre iguales, ¿con quién la tendrá el obispo sin oidores? Y para el morir, que es lo principal, ¿es de poca importancia su protección? ¿De quién puede el obispo fiar con gusto las cosas de su alma sino de la virtud, piedad y letras de una Audiencia?

Pues, si el gusto, la honra, los aciertos y la conciencia con las audiencias reales se aseguran, ¿por qué los obispos no las desean?

Esto fue efectivamente lo que Villarroel tuvo constantemente en mira mientras vivió en Chile, y por eso nada de raro nos parecerá   —187→   que los oidores de Santiago estuvieran siempre unánimes en rendir honroso testimonio al obispo en sus comunicaciones al Consejo de Indias.

Es verdad que respecto de Villarroel existen, además de sus principios de tolerancia y esmero en conservar buena armonía con todo el mundo, la conducta verdaderamente ejemplar que empleaba consigo mismo, su celo religioso por el bien de sus ovejas y fin generoso desprendimiento para con los pobres.

Fray Gaspar jamás quiso abandonar el hábito modesto de su religión por el traje más ostentoso de un obispo; las prácticas religiosas tenían en él un fiel observante; su liberalidad se extendía a tanto que repartía en limosnas las dos terceras partes de su renta; todos los lunes del año enviaba a los presos de la cárcel el pan y la carne de toda la semana; los viernes siempre lo vieron los enfermos del hospital de San Juan de Dios llevarles una palabra de consuelo. «El señor Villarroel, dice con razón un compatriota suyo, no sólo se hizo notable entre los obispos de América por su sabiduría, sino también por sus eminentes virtudes, y por su infatigable celo en el desempeño de sus funciones pastorales»235.

Entre éstas, debemos contar especialmente la visita que hizo a la provincia de Cuyo, entonces anexa al obispado de Chile, en cuya expedición gastó casi un año entero esperando que concluyese el invierno para pasar de nuevo la cordillera, y trabajando mientras tanto en la fábrica de la iglesia de los jesuitas hasta verla concluida, y consagrada de su mano236.

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Pero en circunstancia alguna brillé tanto el elevado carácter y distinguido celo del prelado chileno como en la terrible calamidad que cayó sobre Santiago el día 13 de mayo de 1647. Serían como las diez y treinta y siete minutos de la noche, cuando, sin anuncio de ningún género tembló la tierra de una manera tan espantosa que los cimientos de algunas casas volaron por el aire como impulsados por la fuerza de oculta mano. «Era una noche de juicio y lastimoso espectáculo, dice Rosales, oír los clamores y la vocería de la gente pidiendo a Dios misericordia y la tierra temblando y tiritando como mar, causando espanto el ruido de las casas y iglesias que se caían»237.

Una inmensa polvareda se levantó de aquellas ruinas, oscureciendo la tierra; y la luna que brillaba pura y diáfana en lo alto, cuando alumbró de nuevo, fue para mostrar los cadáveres de seiscientas personas perdidas entre los escombros. Junto con las vidas de estos desgraciados, todo se perdió. Arruináronse todos los templos, a excepción de San Francisco; y de algunas casas no quedaron ni sus asientos.

«El obispo, que fue sin disputa el más heroico de los moradores de Santiago, pasó también por uno de los más felices. Encontrábase sentado a la mesa de su parca cena, acompañado de un fraile llamado Luis de Lagos, que parecía ser su coadjutor, pues él solo le llama «su compañero» cuando le nombra, y le rodeaba una parte de su servidumbre, que tan humilde como era aquel noble pastor, pasaba, según su propia relación, de treinta personas, encontrándose entre estos dos pajes hijos del corregidor de Colchagua, don Valentín de Córdova. Cuando vino el terremoto el anciano intentó huir; pero estorbáronle en gran manera el paso sus familiares,   —189→   sus pajes de servicio y «los muchachos que por los rincones se quedaban dormidos». Al atravesar un pasadizo cayole encima una viga y le postró en el suelo bañado en sangre; pero asegura el santo obispo que no perdió el sentido ni la fe, antes bien encomendándose a su santo favorito, que lo era San Francisco Javier, cuenta él propio, con su exquisita y tierna ingenuidad que le decía: «Javier, ¿dónde está nuestra amistad?» Escuchó su plegaria aquel celeste amigo, y un paje que iba por delante y que también había caído llamado Leonardo de Molina, logró recobrarse y arrancando el farol que aún pendía del zaguán, llamó socorro, y sacaron de los escombros al noble pastor, el cuerpo todo ensangrentado, pero lleno su espíritu de celestial unción. Constituido en la plaza, y con una mala capa que le ofreció un criado, pasó la noche dictando medidas de salvación espiritual para los fieles, dando consuelos, oyendo confesiones y exhortando con su ejemplo a cuantos le rodeaban»238.

Triste por demás era el espectáculo que ofrecía la destruida ciudad en la mañana del catorce de mayo. Improvisose un cementerio especial para enterrar los cadáveres, que llevaban por las calles de seis en seis, desfigurados, hechos pedazos. «Entraban, dicen los oidores, a carretadas, mal amortajados, terriblemente monstruosos los difuntos a buscar sepultura». Hiciéronse a la ligera simulacros de altares para las misas que se celebraban al aire libre; los franciscanos sacaron la imagen de la Virgen del Socorro y la llevaron en procesión a la plaza; los agustinos cargaron sobre sus hombros el Cristo tan maravillosamente escapado, y que desde entonces la tradición conoce con el nombre del «Señor de Mayo», que el obispo fue a recibir un trecho distante con sus pies descalzos, para colocarlo también en la plaza con las demás imágenes.

En ese lugar se encontraba fray Gaspar desde que rompió la luz arrimado a un fogón que encendiera su mayordomo, transido del frío y de la humedad, con su herida atada con un lienzo y rodeado de su clero y de los miembros de las órdenes religiosas, dictando   —190→   en unión del cabildo, las providencias que reclamaba aquel angustiado trance. Mientras tanto, los sacudimientos se sucedían sin interrupción. Al llegar la noche, un irresistible pánico se apoderó de aquella pobre muchedumbre, cundió la voz de que se iba a abrir la tierra, y un tropel de gente se precipitó en la plaza pidiendo a gritos la última absolución. Un rapto de santo entusiasmo se apoderó entonces del noble prelado, y así herido, debilitado por la fatiga, se sube sobre una mesa y comienza a predicar al pueblo procurando desvanecer sus locos temores con voz tan esforzada que hubo algunos que aseguraron haberle oído, desde los claustros de Santo Domingo.

He aquí indudablemente la página más brillante de la vida de nuestro obispo y que le hace merecedor para siempre de un homenaje sin tasa. Y aún no paró ahí su celo evangélico: después de la catástrofe vino la obra de reconstrucción, y si heroicamente se portara en la hora del dolor, fue activo e incansable cuando se trató de levantar sobre las ruinas un templo en que reverenciar la Majestad de Cristo. Ahí se vio a fray Gaspar acarrear como simple peón los adobes a cuestas, y desplegar tanta actividad que al cabo de año y medio quedó concluida una fábrica que los buenos vecinos de Santiago creyeron un momento que no la verían sus nietos.

Con los antecedentes morales e intelectuales de fray Gaspar de Villarroel, fácil es comprender que muy pocos pudieron hallarse en situación tan ventajosa para escribir una obra como su Gobierno eclesiástico pacífico, que es propiamente la producción que revela con más exactitud su educación, su saber, sus principios. Lo que en su tiempo más llamó la atención en el trabajo del obispo chileno fue la grande imparcialidad que mostró escribiendo de las prerrogativas civiles, cuando por su estado y muy especialmente por las tendencias de los religiosos en esa época, eran de ordinario el norte principal de los que trataban de esas materias hablar del poder civil o del eclesiástico siempre con detrimento del uno o del otro. Villarroel vino a constituir bajo este respecto una verdadera excepción, como lo había demostrado, en Chile en su persona   —191→   que tan ajena viviera de sus pequeñas rivalidades con las otras autoridades que había sido la norma de algunos de sus inmediatos antecesores en el obispado. Campomanes239 dice refiriéndose a la obra de Villarroel, que «dejó admirables documentos para el uso e inteligencia del derecho del patronato real», y el marqués de Baides, a la sazón gobernador de Chile, agregaba, dirigiéndose al obispo: «lo que yo alabo es que Vuestra Señoría haya hallado traza para pintar el estilo con que gobierna, y que como buen pastor ha ejercitado ocho años enteros lo que ahora escribe en estos dos libros, pues en todas las Indias nunca hemos visto un prelado tan pacífico. Y es cosa muy para admirar que tenga tanta afición a los ministros del rey, y esto en tierra donde los obispos han tenido con ellos tantos encuentros: y no contentándose con lo que les ama y con lo que les honra, escribe libros para que los amen y los honren los demás prelados».

Siguiendo, pues, el método que Villarroel se había propuesto, comienza por tratar de las prerrogativas de las dignidades eclesiásticas para ocuparse a continuación de las que corresponden a los ministros del rey, valiéndose en un caso de los preceptos legales o decisiones particulares, y en otro de los cánones de la iglesia, y de las prácticas más en uso. Sentados los principios que rigen la materia, demuestra enseguida que no hay oposición entre unos y otros, y que con un espíritu sin preocupaciones y con un conocimiento de lo obrado en casos controvertibles, es siempre posible establecer un amistoso acuerdo entre ambas potestades. Esta misión supone naturalmente en el autor un vasto conocimiento de las disposiciones generales de ambos derechos y una larga experiencia.

Bajo este aspecto, su obra está sembrada de una porción de casos más o menos curiosos sucedidos en América, y algunos de ellos referentes a él contados con tan agradable ingenuidad que indudablemente es lo más atrayente de su obra.

Este vasto arsenal de los conocimientos legales en tiempo de   —192→   la colonia y que ocupa dos gruesos volúmenes en folio, atestados de citas, parece increíble que hubiese sido trabajado en el corto espacio de seis meses, como alguien lo asegura en lisonjeras frases en el comienzo de la obra. Por poco, sin embargo este resumen del saber de nuestros antepasados no encuentre, inmerecida sepultura en el fondo del mar, pues habiendo sido remitido a España en 1646, hizo naufragio el bajel en que iba en las costas de Arica de donde meses más tarde volvió a manos de su autor, que aprovechó la ocasión para darle los últimos Moques. Así se explica que sólo diez años más tarde viera la luz pública la obra del obispo Villarroel.

Parece que debido a una desgracia semejante quizá no conoce la posteridad otros trabajos del obispo de Santiago. «Escribí cuatro tomos, dice en alguna parte, y estoy persuadido que fueran de provecho: remitilos a Madrid, y el que los llevó, por aprovecharse del dinero, se le volvió a las Indias, dejándose el cajoncillo en el Consejo, y después de tres años corridos parecieron en la secretaría por milagro; cobrose el dinero en Lima, con que hasta hoy está detenida la imprenta». En una obra suya posterior leemos también que había mandado a la imprenta «un librito pequeño» titulado Preces diurnae-nocturnae que creemos que tampoco ha visto la luz pública. Otro trabajo de Villarroel que él expresamente afirma que anda impreso y que sería bien interesante conocer para juzgar de sus talentos oratorios, fue cierto Sermón de Nuestro Padre San Agustín que no carece de historia. Predicaba fray Gaspar en Lima delante del obispo Gonzalo de Ocampo y por «una cláusula medida que se puede decir al Papa» creyó el prelado que hablaba con él, y sin más ni más suspendió al orador.

Lances de este género, es verdad, le ocurrieron a Villarroel en más de una ocasión, como cuando predicó en Madrid en San Sebastián el día de la Encarnación en la gran fiesta que celebraban los comediantes. Le habían prevenido de antemano que alabase a los del gremio «y que así podría crecer la limosna del sermón»; pero en llegando al púlpito, el buen fray Gaspar no tuvo palabras con que hacer el elogio de «esa gente perdida» y por nada no lo   —193→   apedrean; y las resultas fueron que además de este percance «los curas de aquella parroquia, interesados en su cofradía le dieron por baldado para su púlpito».

Además de su Gobierno eclesiástico pacífico escribió Villarroel mientras residió en Santiago una obra en tres volúmenes intitulada Historias sagradas y eclesiásticas morales, que por acaso formaba parte de la reunión de manuscritos que por la infidelidad de su agente quedaron depositados en la secretaría del Consejo de Indias. Todo el libro está dividido en quince coronas, cada corona en siete consideraciones, y estas, por fin, en historias. El autor recomendaba que se meditase cada consideración y que por cada una de ellas se rezase diez avemarías y un padrenuestro, en memoria de los setenta y tres años que vivió la Virgen, y agregaba que sus deseos eran «aprender enseñando; aprovechar al prójimo; dar pacto a las almas sencillas; imitar la vida del templo, ofreciendo su pobre cornadillo; pagar jornal a la Virgen, madre de Dios, y granjear que los que leyesen rogasen por él; que si los perrillos tienen acción a las migajas, también la tendría quien sazona la comida y sirve la mesa».

Parecerá curioso ahora atender a la explicación que da Villarroel del titulo de coronas atribuido a las divisiones generales de su obra. «Leyendo, dice, las crónicas del glorioso serafín Francisco, para predicar de este santo religioso, dichosamente me encontré con una revelación de la corona de Nuestro Señor, apoderándose de mi alma dos deseos: uno, de rezarla toda mi vida en la forma que la enseñé la Virgen Sacrosanta, y otro, de esparcir y predicar tan alta devoción, y para eso hice un cuadernito que divulgué en mi obispado en la forma de rezarla...».

«En la tercera parte de esa crónica se refiere que un mancebo desde tierna edad, devoto de la Madre de Dios, acostumbraba tejerla una corona cada día. Llevabásela a la iglesia; poníasela a la Virgen en la cabeza y gozosísimo se recogía a su casa; obligada la Virgen del santo celo de su devoto negocio con su hijo sacrosanto que se lo pagase con hacerlo fraile de San Francisco. Inspiróselo en divina Majestad, y pronto obedeció él. Entró en la   —194→   religión y a pocos días echó menos su jardín. No tenía a mano flores para su guirnalda; por su cortedad no dijo su devoción, y como para perdernos se vale tal vez el demonio aún de lo santo, apretole por aquí con desconsuelo, y resolviose a dejar el hábito.

Dispuso la salida y resolvió hablar a la Virgen antes de volverse a su casa. Fuese a una imagen muy devota y díjole con muchas lágrimas: Señora mía, no hay aparejo en esta casa para haceros vuestra corona; allá fuera os la presentaba cada día y con esto recreaba yo mi alma. Y veis que por vos me voy, dadme licencia para volverme a mi casa. Apareciósele la Virgen gloriosísima, no sufriendo en un devoto suyo tan disimulado engaño, y díjole: Hijo, no te vayas, que yo te enseñaré a hacer una corona para mí de mayor gusto, para ti de mayor provecho. Rezarasme setenta veces el Ave María y a cada diez un pater-noster, ofreciéndome cada denario un misterio de los que me causaron más gozo, y declarole los siete que se acostumbran. Anunciación, Visitación, etc. Desapareció la Virgen dejando a su novicio consolado. Entabló su devoción y rezaba la corona cada día. Un día entre otros tuvo curiosidad su maestro de ver en qué se ocupaba aqueste religioso. Acechole una mañana por entre los resquicios de la puerta y vio a la Virgen Santísima entre grandes resplandores, asistida de unos ángeles; al novicio arrodillado y que de la boca le salían unas rosas hermosísimas y a cada diez un lirio, y que un ángel ensartaba estas flores en un hilo de oro. Anudelo después y quedando en forma de corona se la puso a la Madre de Dios en la cabeza. Desapareció la visión, desvaneciose la claridad; quedó atónito el maestro, y quiso examinar al novicio. Contole todo el caso, con que entendió que cada Ave María era una rosa y cada lirio la oración del Padre Nuestro; y de aquí se comenzó a propagar esta santa devoción».

Basta, además, la indicación de los títulos dados a las diversas partes del libro para deducir a primera vista que están tomados de consideraciones místicas: así, por ejemplo, cuida el autor de advertir que los quince misterios de que se trata en el cuerpo de la obra están en relación inmediata con la institución del rosario.

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Cosa difícil es elegir de entre las setecientas historias que más o menos se encuentran en los tres volúmenes, las que pudieran citarse de preferencia, pues las hay de toda especie y sobre asuntos muy variados, aunque siempre llevando por norte la edificación del lector. Ya juegan la humildad, ya la diligencia, ya la mansedumbre, ya los deberes de los padres y de los hijos, etc., etc., que como ángulos del edificio llaman preferentemente la atención del autor, dedicando ocho o diez historias a cada uno de los temas. Pero Villarroel no inventa los hechos, o la ficción, si es que la hay, pues no hace más que estudiarlos en su original para trascribirlos enseguida revestidos de un lenguaje claro, preciso, lacónico y firme, a veces destituido de gracia, y siempre inspirado por la fe más sincera y el más firme propósito de encaminar a la práctica del bien. Esto supone en él un gran cúmulo de lecturas y un tacto especial para adoptar el caso referido al propósito que trae entre manos. El libro, que dentro de su objeto dista mucho de ser pesado, no adolece tampoco de esa vaciedad de otros de su especie, ni está tan colmado de aquellos estupendos milagros que sólo despiertan nuestra incredulidad. Aceptados, por otra parte, como invenciones de la imaginación o de exaltadas fantasías, no carecen asimismo de cierto mérito; pero, como decimos, Villarroel no es autor de la invención sino simplemente el decorador que adorna y reviste la obra conforme a las exigencias de su gusto; por eso, si no podemos juzgar de su facultad inventiva, debemos anticipar que si hubiese dado a su estilo, un poco más flexibilidad apartándolo, algo de los asuntos demasiado serios en que estaba acostumbrado, a ejercitarse, habría producido indudablemente cuentos tan agradables y entretenidos como los de otros autores populares hoy. Si con algún libro pudieran compararse especialmente en la literatura española, sería con el de Patronio de don Juan Manuel.

Como ejemplo de las historias contadas por Villarroel aventuramos las dos que siguen:

San Doroteo, insigne monje en la Tebaida, fue espejo de la religión. Juzgaba que la ociosidad era polilla de la virtud. Oraba mucho, y en acabando el ejercicio   —196→   de su oración todo era trabajar, pero el trabajo de manos no le divertía un punto de su espiritual ejercicio. Cuando no tenía otra cosa que hacer se iba al mar. Traía de él cargadas muchas piedras, hacía barro y como albañil edificaba celdas y dábalas a los monjes que por su vejez no les podían labrar. Hacía espuertas, tejía cestillas, torcía cuerdas, y en conclusión, no había instante sin trabajar. Admirábanse los monjes de una diligencia tan continuada en ocupación de por vida. Y dijéronle en una ocasión: Padre, ¿por qué no descansas? ¿Por qué así maltratas tu mismo cuerpo?. Y respondioles: porque él me mata el espíritu240.

Un hombre pobrísimo nunca había sido codicioso, hasta que tuvo dinero: cuatro maravedís fueron su primer caudal; comprolos de vino, echó otra tanta agua, e hizo ocho. Pareciole aquel trato sin peligro y que no navegando ganaba ciento por ciento. Aguolo, volviolo a vender y dobló el caudal. Para hacer en su mercancía aqueste beneficio, se iba al río Secana, por evitar los testigos de su casa. En estas negociaciones llegó su hacienda ya a cien males. Pareciole engrosar la granjería y fuese a una feria. Había fabricado mil torres de viento. Soñábase muy rico con el nuevo empleo. Salió de su casa con grandes memorias de los géneros que podría comprar en aquella feria, apuntando los de más ganancia. Apeose a la orilla del río Secana y sacó una bolea en que llevaba su plata. Contola lleno de alegría. Púsola sobre unas yerbas y alargose un poco por refrescarse en el río. Era de cuero ella y debía ser colorada, y pareciole a un cuervo que había estado atento a todo que era carne la bolea, echele las garras y llevósela. Siguiole a voces el cuitado que se soñaba rico; pero con el ave voraz importaba poco que levantase la voz. Voló con ella por medio del río. Cayósele de las uñas, y el agua que lo había multiplicado, le quitó el dinero241.

Villarroel «había trabajado antes otras obras que se perdieron inéditas, según se colige del testimonio del padre fray Pedro de la Madrid, sabio, religioso de San Agustín, visitador de su orden en las provincias del Perú y Chile, que dice: 'Me consta que el padre maestro fray Gaspar de Villarroel, definidor de esta provincia y vicario provincial de nuestro convento de Lima, ha compuesto un libro sobre los Cantares y unas Cuestiones quodlibéticas, escolásticas y positivas que disputó en esta Universidad, real de la dicha ciudad de los Reyes cuando hubo de recibir en ella el grado de doctor en teología. Y sería de muy gran servicio a Dios y honra de nuestro hábito que se imprimiesen'»242.

Villarroel sin embargo de que permanecía en Chile consagrado a las necesidades de su diócesis y de que ocupaba el resto de su tiempo en las prácticas religiosas y en sus trabajos literarios, vivía   —197→   con el pensamiento puesto en otra parte. «Tengo a Lima en el corazón», repetía a menudo, la ciudad que lo había visto crecer y que fue teatro de sus primeros triunfos. Un hombre con el cual probablemente en más de una ocasión evocaría recuerdos de esa tierra adorada para ellos, don Nicolás Polanco de Santillana le repetía con acento lastimero: «¡Triste cosa será, señor, morir en esta Libia, desterrados de nuestra patria, en ajeno sepulcro!» Además, el clima de Chile no le probaba bien: «vivo muriendo» era su expresión ordinaria cuando trataba de calificar este temperamento tan distinto del de las zonas tropicales, cuyo ardor era el único que podía convenir a su naturaleza delicada y al frío de sus años. El monarca español se acordó al fin del antiguo predicador de la Corte, y en recompensa a su mérito lo ascendió en 1651 al obispado de Arequipa, de rentas mucho mayores y de un temple más benigno.

En su nueva morada, Villarroel continuó la obra evangélica que iniciara cuando fue prelado de Santiago: fabricaba templos, repartía limosnas con su ordinaria liberalidad, era siempre el consuelo del afligido y el sostén de los pobres. Su biblioteca, que es el «tesoro de un sabio», la regaló a diversos conventos y a los clérigos más estudiosos del obispado, siendo todo indicio claro, como dice uno de sus biógrafos, que su ilustrísima sólo trataba de estudiar la importante ciencia del morir. Posteriormente fue trasladado al arzobispado de Los Charcas, donde consiguió al fin fallecer tan pobre cuanto lo deseaba, pues su capellán tuvo que costearle los gastos del entierro243.





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ArribaAbajoCapítulo VI

El doctor Cristóbal Suárez de Figueroa admite el encargo de escribir una obra sobre don García Hurtado de Mendoza. -Retrato de don García. -Análisis de los Hechos de don García, etc. -Datos sobre el autor. -Sus querellas con otros escritores. -Rasgos de la figura del doctor Suárez de Figueroa. -Francisco Caro de Torres. -Datos biográficos. -Sus relaciones con don Alonso de Sotomayor. -Publica la Relación de los servicios de este personaje. -Estudio de aquella obra. -Santiago de Tesillo. -Motivos de su obra sobre don Francisco Lazo de la Vega. -Análisis. -Persona del autor. -Su apología de don Francisco de Meneses. -Datos sobre Tesillo. -Fray Juan de Jesús María emprende la defensa de don Tomás Marín de Poveda. -Las Memorias de Chile. -Datos sobre el autor. -Estudio del libro.

Las expresiones que Ercilla dejó escapar en su Araucana respecto de don García Hurtado de Mendoza habían herido las susceptibilidades del marqués. Don García que había muerto olvidado del monarca, y que desde la esfera de su alto puesto de virrey había descendido hasta verse humillado, por otros cortesanos, merecía a juicio de sus deudos una rehabilitación de su memoria. Con tal motivo, ocurrieron estos al doctor Cristóbal Suárez de Figueroa a fin de que, con los papeles de la familia, compusiese un libro que recordase a la posteridad los méritos de don García. El doctor aceptó la propuesta.

El escritor, en verdad, no tomaba la pluma por un motivo desinteresado, no iba a escribir la historia, por consiguiente. Era más bien el abogado que se encargaba de la defensa de un ilustre cliente.

Suárez de Figueroa comprendió perfectamente el papel que le correspondía: en su obra no debía de haber otro blanco, no encaminaría   —200→   sus esfuerzos a otro fin que a dar a conocer a su defendido. Y realmente que por el modo como se desempeñó, sus comitentes debieron quedar satisfechos.

Suárez de Figueroa divide su apología en siete libros: dedica los tres primeros a referir los hechos y campañas de don García en Chile, y los restantes comprenden su gobierno en el Perú, y especialmente la rebelión de Quito y las correrías de Hawkins en el Pacífico, que Oña había contado en sus versos; la expedición de Álvaro de Mendes, a las islas de Salomón, y por último, aunque muy brevemente, el tiempo en que su héroe, ya oscurecido, frecuentaba la Corte de simple pretendiente.

Don García hubo de ser, como era natural, el objeto de todas las complacencias del escritor: por eso comienza por describirnos en el prólogo la genealogía de sus antepasados, los servicios que cada uno había prestado a la nación, y entrando de lleno a ocuparse de don García, nos habla de la antigüedad del lugar en que nació, de los santos que ilustraron con sus favores su cuna, y basta la casual coincidencia de que hubiese nacido en el día de la toma de Tunes, es un feliz augurio que el escritor no olvida de apuntar.

No hay buena cualidad que no se halle reunida en don García. ¿Se trata del guerrero? Para Suárez de Figueroa, su héroe casi nació combatiendo; fue insigne por su valor, famoso por las armas.

¿Se trata del hombre de estado?... Siempre vivió gobernando, y gobernando a satisfacción.

¿Del hombre simplemente?...

Fue un espejo de perfección en la juventud, oráculo de sentencias en la ancianidad; sus acciones fueron virtudes... El cielo mismo mira a don García como a su hijo predilecto: es él quien estando enfermo el futuro pacificador de Arauco, lo impulsa a embarcarse, siguiendo a su padre, a fin de que se realicen las grandes hazañas a que estaba destinado; y el viento que hasta entonces, tardo y flojo, impedía que las naves se alejasen del puerto, dando lugar a que llegase don García, como gozoso y satisfecho   —201→   con la venida, comienza a soplar alegremente; y es siempre el cielo el que en protección de la vida de don García, se digna favorecerlo con un milagro. En cuanto a las damas, era consiguiente que, atraídas por su buena disposición, gentileza de su cuerpo, hermosura de su rostro y discreción de en palabra, lo favoreciesen sobremanera; esto no hay para qué decirlo244.

Don García es, pues, para nuestro autor un ente muy superior, casi divino, es un hombre que no tiene defectos y que, a rebuscárselos, sólo se le podrían hallar a título de exceso de alguna buena cualidad. Osados fueron los chilenos, dice Suárez, por haberse atrevido a pedir al virrey del Perú que les enviase a su hijo, y ¡si no hubiese sido por la copia y humildes ruegos!...

Pero hay veces en que, queriéndolo ensalzar, sólo consigue hacerlo caer en ridículo, obcecado por su admiración sincera, o... pagada. Así, en una ocasión encontrándose de viaje el joven Hurtado de Mendoza topó en una fonda con varios enemigos. Luego le preguntaron entre otras cosas, quién era «obligando siempre a recato y respeto»; pero exigiéndole que dejase la banda que llevaba, «deseando más perder la vida que pesar por semejante baldón, habló al capitán en esta forma: jamás fue de caballero permitir demasías, ni estimar despojos derivados de ellos. Estoy cierto que siéndolo vos no consentiréis que agravien sin ocasión muchos a uno, noble soy soldado, si acaso estáis deseoso que cuerpo a cuerpo defienda esta divisa militar (indicio del señor a quien sirvo) pronto estoy; señalad de los vuestros el que quisiéredes,   —202→   supuesto la pienso mantener al paso que tuviese vida». Los contrarios, admirados de este valor, la echaron de bromistas y lo dejaron ir. Tal situación no puede menos de recordarnos los famosos caballeros andantes de Amadís, o a don Quijote, y no podrá negarse que la terminación del negocio tiene una analogía sorprendente con aquella del soneto de Cervantes:


Caló el Chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo,
fuese, y no hubo nada.

Suárez de Figueros como ciertos letrados (y él también lo era) que, a fin de ponderar el trabajo que han tenido, creen imponer fabricando extensos escritos, sólo ha cuidado de alargarse, pues para nada toma en cuenta la precisión, ni se preocupa de los elementos extraños al sujeto que hace entrar en su libro, ni aún de su arreglo material, colocando en el cuerpo de él documentos cuya disposición natural evidentemente no es esa. Si pasa por una ciudad, no nos ha de faltar su descripción, si habla de un pueblo de seguro que nos referirá su historia, y si se trata de una respuesta sencilla y corta, nos ha de regalar con un fastidioso y pulido discurso, por más que le falte naturalidad literaria e histórica.

Si esto puede afeársele como obra de arte, tiene, sin embargo, cierto valor para la posteridad. Su trabajo, basado en papeles de familia y documentos que no nos habrían llegado de otro modo, le permite entrar en particularidades de la historia del tiempo que refiere, que sería inútil buscar en otra parte.

La misma falta de método de su libro y la apología que emprendiera hacen que en cada coyuntura se ocupe del carácter y cualidades de don García. No es necesario gran esfuerzo para encontrar la pintura del héroe, pues cualquiera incidencia le proporciona la cesión de retocar hasta el cansancio el bosquejo más o menos acabado que desde las primeras páginas delineó, acompañándolo siempre con reflexiones y opiniones de los sabios antiguos.

El prurito que tiene de hacer que sus personajes se expresen en forma de discursos lo ha arrastrado hasta violar los principios   —203→   de la verosimilitud y del buen sentido. Así, cuando refiere el encuentro de Aguirre y Villagra a bordo de la nave en que quedaron presos por orden de don García lejos de limitarse a las conocidas y elocuentes palabras, «ayer no cabíamos en un reino y hoy nos sobra una tabla», que ordinariamente se atribuyen al primero, se extiende en una larga arenga sobre la instabilidad de las cosas humanas, arrebatando así todo el interés a la situación violenta en que se supone hallarse los actores, y que naturalmente excluye los menudos conceptos.

Mucho más lejos lleva todavía Suárez de Figueroa su falta de verdad cuando les atribuye en los discursos de que se valen los rudos araucanos el saber, la cultura y las nociones filosóficas que no pueden armonizarse con el estado de salvajes. El enviado por los naturales a la llegada de don García se extiende en su embajada, perorando sobre el modo como se ha de predicar una religión, sobre el alma casi divina del hombre, sobre la virtud de la defensa, etc.

Y ya que hablamos de discursos, debemos notar como un modelo de buen sentido, de amor patriótico y de verdad el que pone en boca del viejo Colocolo y en cuya composición olvida por un momento Suárez de Figueroa su amaneramiento habitual para posesionarse de una hábil naturalidad. Ojalá pudiésemos decir otro tanto de aquel en que don García se dirige a los encomenderos reunidos en la Serena, pieza curiosa en que se habla por más de una larga página de todo menos del tema propuesto.

No puede negarse que esta malhadada tendencia del escritor perjudica muchísimo al crédito que pudiera prestársele como historiador, puesto que no en todos los casos es fácil distinguir a primera vista, cuál sea la parte del declamador y cuál la del biógrafo: por lo menos siempre queda una mala impresión en el ánimo del que lee, sin que deje de ser exacto, con todo, lo que asienta el señor Barros Arana en la Introducción a los Hechos del Marqués de Cañete, que «un lector medianamente advertido conoce fácilmente estos defectos de su obra y sabe apartar lo útil de lo superfluo, los hechos de las declamaciones literarias», y por   —204→   más que Antonio de Herrera, el conocido cronista de Indias, en la aprobación que prestó a la obra, sostenga que, «la historia va siempre con la verdad en toda ella».

Los materiales de que dispuso para la composición de su libro fueron los papeles de la familia de don García, las comunicaciones del rey a su delegado, los borradores de las providencias del gobernante, y algunos otros documentos extraños245.

Suárez de Figueroa tuvo que ocuparse de un país que jamás visitó, de gentes con las cuales nunca se había comunicado, y de batallas y hechos que jamás presenció. De aquí es que dedique tan cortas líneas a los grandes acontecimientos y que borronee tanto con declamaciones inconducentes. Como muestra podríamos citar la descripción que nos hace de Chile, tan diversa del entusiasmo con que lo pintan o lo sueñan los que una vez han divisado nuestras cordilleras y nuestros valles. Pero no se trate de un incidente, por frívolo que sea, y que toque de cerca o de lejos a su don García porque pronto lo recoge, lo revuelve en todo sentido hasta agotarlo, consecuente con el carácter de su obra y con los elementos de que disponía.

Por lo demás, ha podido rastrear mucho de los mares más prominentes del pueblo araucano; da noticias de las artes que emplean en la guerra, de las borracheras a que se entregan, de las circunstancias en que eligen sus jefes, de los embajadores de que se sirven, de su inquebrantable tesón; haciendo respecto de ellos una declaración que le honra como enemigo, y que le acredita como historiador; «pues, sería faltar en todo a la verdad, dice, sino se confesase haber hecho proezas dignas de inmortales alabanzas». Son también muy notables como exactitud las palabras con que pinta a Caupolicán, les cuales nos complacemos en trascribir: «Así feneció este varón, lustre de su patria, y en razón de gentil, el más digno que entre ellos se conocía entonces. Fue mientras vivió amador de lo justo, desapasionado premiador,   —205→   templado en el vicio, blandamente severo, ágil, animoso y fortísimo por su persona. Observé pocas palabras. No se alteró la próspera fortuna, no le aniquiló la adversa, mostrando hasta en la muerte la magnanimidad que tuvo en la vida».

Para pintar el carácter belicoso de nuestros célebres bárbaros se vale de una magnífica comparación: ellos imitan al lagarto, que mientras más dividido en menudas partes, siempre más áspero amenaza a su ofensor, mostrando aún muerto vivamente su rabia. Mas, en otras ocasiones da oído a patrañas, sin que se alarme su buen sentido al referir candorosamente que los agoreros indios viven en cuevas y en compañía de sabandijas.

Su estilo vale más, en general, que el de muchos otros autores que han escrito sobre América; es casi siempre cuidado, fácil, cuando trasposiciones violentas no vienen a oscurecer el sentido de su frase. Se conoce leyendo su libro que antes de darlo a la estampa ha corrido por él más de una vez una lima que ha sido pulida. Las noticias que nos quedan de don Cristóbal Suárez de Figueroa, han sido consignadas por él, en su obra El Pasajero. Su historia, como él mismo se expresa, por ser de vida vagabunda, puede que no carezca de variedad. Nació en Valladolid246 en albergue de mediano caudal cuanto, a bienes de fortuna. «Mi padre, cuenta él, originario de Galicia, profesaba jurisprudencia y el grado de causídico en los tribunales de cierta cancillería, donde fue cobrando tan larga opinión que con el tiempo pudo legarnos algo más de lo que tenemos. No fue, con todo, negligente en nuestra educación y crianza. Éramos otro y yo. Por la mala salud de mi hermano quedé condenado al remo de los libros, que entonces me parecía au ocupación no menor trabajo. Envidioso de las atenciones que mi padre prestaba a su otro hijo y hallándome ya de diez y siete años, salí de mi casa y tierra, deseoso de pesar a Italia, proponiendo su presencia de los autores de mis días no volver a España mientras viviesen; palabra que cumplí después. Me embarqué en Barcelona en una de diez y seis galeras que iban a Cartagena.   —206→   Tomé tierra en Génova, pasé a Milán, donde me hallé en los principios como en alta mar bajel sin gobernalle. Continué mis estudios en Bolonia y muy luego me gradué, pues llevaba al salir de mi tierra natal apretados cursos de Universidad. A los diez y ocho años, conseguí del gobernador de Milán, que lo era el condestable, me permitiese entrar en el número de los pretendientes a oficio y por mis importunidades obtuve ser despachado en plaza de auditor de un cuerpo, de tropas que debía operar en Piamonte contra Francia. Disuelto el ejército, volví a Milán con nombre de haber servido bien. En ese tiempo perdí a mi hermano, después a mi madre y por último a mi padre; y lo que no pudieron sus amorosas cartas, lo hizo el amor de la patria, haciendo que volviese a Valladolid. Aquí, en lugar de herencia, hallé deudas y más deudas, todo necesidad, todo miseria y todo penuria. Tuve, pues, de nuevo que salir para esos mundos y una tormenta que nos sorprendió en el golfo de León por poco no da fin al hilo de mi vida. En Cuéllar un hombre con el cual tuve una pendencia, por vengarle de los mojicones que le di, me acusó de homicida y largos días de prisión se siguieron. De nuevo regresé a Valladolid. Me aconteció aquí un lance que involuntariamente me recuerda en cuantos peligros me han puesto los ardores de mi juventud, mis ímpetus arrebatados, mi corta prudencia. Yo que entonces profesaba ser el más borrascoso y pendenciero de la tierra, tanto me acaloré en una disputa con un letrado que el medio más expedito que encontré de terminarla fue despacharlo de una puñalada. Con este motivo recorrí Úbeda, Jaén, Granada. Aquí me enamoré perdidamente de una dama noble y rica, hija única muy disputada de pretendientes, y a pesar de mi humilde condición, supe hacerme corresponder. Su muerte inesperada causó en mi tal sentimiento que de nuevo me vi a la puerta de la muerte; porque debo confesar que soy de aquellos a quien con más facilidad prende amor en sus redes, flaco extremamente, sin consideración, sin resistencia. En otra ocasión quise casarme, con quien de buena gana me otorgaba su mano, mas la madre, alabando mis letras, mi capacidad, llegando a decir «no tiene», enmudecía. Más tarde cuando   —207→   obtuve su consentimiento rehusé, porque no había ya para qué. De Granada pasé a Sevilla, y en Santa María trabé verdadera amistad con Luis Carrillo. Pasé a Madrid, tomé la pluma, escribí algunos borrones a quien doctos honraron por su mucha cortesía Soy pobre y a más soberbio y con la duda que domina mi corazón, miro las cosas de día como si fuera de noche, cuando sólo se divisan los bultos; temo acercarme por no descubrir objetos de disgusto, y con mi carácter egoísta me ahorro impertinencias y enfados. Para mayor admiración debéis saber que de siete libros que he publicado247 dirigí los tres a quien estando en la Corte no vi los rostros248. Fuime deteniendo pues en la Corte algunos años, parte contrastando a la ociosidad con la pluma, parte apoderándose sin contraste el ocio de sentidos y potencias. Aburrido de esta vida, me embarqué segunda vez para Italia desde Barcelona; me desterraba   —208→   de mi patria sin ocasión, si ya no lo era bastante haber nacido en ella con alguna calidad y penuria de bienes, y con título de doctor. Esta vez no tuve el mismo sentimiento al abandonar el patrio suelo, donde se alimentó la infancia, se pasó la puericia y la juventud recibió ejercicio y educación, como la vez primera, pensando que al valeroso puede servir toda parte de patria y habitación».

Hasta aquí hemos procurado, extractando lo que Suárez de Figueroa ha dado como personal en el Pasajero, que él mismo refiriese su historia, creyendo que así, conservando sus palabras; en lo posible, se diseñara más fácilmente un personaje que escribe bien y que demuestra ingenuidad en sus confesiones.

«Por el año de 1617, dice don Luis Fernández Guerra, en su hermoso libro sobre el mejor de los poetas mexicanos, en que empezó Alarcón a dar mayor número de comedias al teatro, un hombre maldiciente, de otra índole que Villamediana y Góngora, traía revuelta la Corte; y con él tuvo que habérselas el mexicano. Era doctor por Salamanca, hombre de entendimiento y de laboriosidad incansable, pero que no perdonaba ni a los vivos y a los difuntos. Al revés de Cervantes, que no quería que salieran a luz las culpas de los muertos, él hasta les formaba capítulos de culpas con las más altas y generosas acciones. Buen poeta, insigne traductor de El Pastor Fido, tragi-comedia pastoral del Guariní, y émulo de Montemayor, oponiendo a su Diana, La constante Amarilis... Había nacido en Madrid, y se firmaba doctor Cristóbal Suárez de Figueroa.

»Su pluma corre con desenfado y belleza, pero destilando hiel en el trecho que menos puede esperarse. Quevedo, superior en la profundidad y alcance, no tiene frases mucho más felices y atrevidas que Figueroa para pintar el gobierno de los malos e ignorantes, a los ambiciosos y serviles, a escolares y académicos, a los ociosos y lindos galancetes de capa y espada. Pero, sin aguardar a que se metieran con él, daba de improviso un botonazo a Jáuregui, a Pedro de Espinosa, Góngora, Quevedo, el anacreóntico Villegas, a Lope y a todo escritor famoso; y no viviendo el envidiado,   —209→   complacíase en morderle, pagando con fiera ingratitud la deuda de constantes alabanzas. Al año de muerto el autor del Quijote, se goza en maldecir de que, habiéndole sucedido naufragios en el discurso de su vida, los hubiera entregado a la fama en sus novelas. Y sin piedad, quizá sin razón, y sobre todo sin originalidad (repitiendo lo que de sí mismo dijo Cervantes en su Viaje del Parnaso) le llama autor de sus propios y grandes infortunios; y se arroja a sentenciar que al haberlos tomado por argumento o episodios de sus obras, sólo podía servir de manifestar al mundo su imprudencia, firmando de su mano sus mocedades, escándalos y desconciertos. Táchale el título de ejemplares puesto a las Novelas; llama abultado y hueco el de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha; critícale porque hizo versos en la vejez para certámenes literarios; y búrlase de la publicación de las ocho comedias, y aguarda que se presenten en el valle de Josafat, donde no ha de faltar auditorio. En fin, envidiando aquel pincel maravilloso, a que otro ninguno iguala, sueña que le desluce el maldiciente de Figueroa con escupir sobre la sepultura de Cervantes estas venenosas palabras: «No falta quien ha estudiado procesos suyos, dando a su corta calidad maravillosos realces, y a su imaginada discreción inauditas alabanzas; que, como estaba el paño en su poder, con facilidad podía aplicar la tijera por donde la guiaba el gusto. Errar es de hombres, y perseverar en los yerros de demonios. No sé qué tiene la pluma de aduladora, de hechicera, que encanta y liga los sentidos, luego que se comienza a ejercitar. Arráigase este afecto en el alma: un librico tras otro, y sea lo que fuere. Anda toda la vida el autor en éxtasis, roto, deslucido, y en todo olvidado de sí. Si es imaginativo y agudo en demasía, pónese a peligro de apurar el seso, concetuando cómo le perdieron algunos que aún viven. Si es algo material, bruma a todos, abofeteando y ofendiendo, con impertinencias el blanco rostro de mucho papel. Dura en no pocos esta flaqueza hasta la muerte, haciendo prólogos y dedicatorias al punto de espirar. Dios os libre de tan gran desdicha. Dad paz a vuestros pensamientos. Seguid recreo más terrestre   —210→   y menos espiritual; que así pasareis mejor la vida, y así posareis más dinero».

«¡Conque, en 1617, y muerto Cervantes, aún vivía el modelo que le sirvió para trazar la figura de don Quijote! ¡Conque en sus obras el Apeles de la naturaleza vino a describir en propia vida y sucesos, dándoles maravillosos realces! ¡Conque era verdad el éxtasis en que Cervantes pasaba la vida, como aquellos poetas que diseñó en el Viaje del Parnaso! Conque roto y deslucido en su traje, y morando en los espacios imaginarios, se atrajo el despego de los demás y el olvido y pobreza! Figueroa estaba por lo positivo:


Ouro et prata; que esta vida
nao sustentao papeis, nao.

«Así al muerto Cervantes le pagaba el afectuoso recuerdo del Quijote y este del Viaje del Parnaso:


Figueroa es estotro, el Dotorado,
que cantó de Amarili la constancia
en dulce prosa y verso regalado.

»Es de esperar que los cervantistas, que tanto discurren buscando el original de don Quijote, redoblen sus pesquisas, enardecidos por el testimonio de Figueroa, en que no creo se haya reparado hasta ahora.

»Si la muerte y elogios no escudaron a Cervantes contra el mordaz vallisolitano, ¿cómo podía escapar Alarcón de la lengua del maldiciente? Un licenciado que en el hábito de su profesión presume de atildado y limpio, vistiendo bien cortada sotanilla, capa de gorgorán de Nápoles, siempre lustroso, crujidor y casi por estrenar, sin ser menos lucido en el restante ornato de zapato, medias y ligas, cuello, sombrero y guantes, un advenedizo, que tiene osadía para pretender graves oficios, y se imagina con dicha para alcanzarlos, y ánimo para ejercerlos y gobernar el mundo; en fin, un contrahecho, descolorido y flaco, de frente ancha y despejada, melancólicos ojos, chupado de mejillas y punteagudo de barbas, que hace con su ingenio olvidar a las hermosas mujeres lo ridículo de su giba, era para desatinar a Figueroa.

  —211→  

»En el libro de El Pasajero, advertencias utilísimas a la vida humana, esparció muchas de las pullas con que quiso mortificar el amor propio de Alarcón, y a que este respondió en el teatro. Figueroa desafiaba en tan singulares discursos a las mismas personas de quien maldecía, advirtiéndoles tener 'ánimo de inmortalizar a alguno destos inhábiles, destos ignorantes (¡digo quienes eran: Lope, Góngora, Alarcón, Cervantes, Quevedo!) destos engreídos'; y excitábalos a publicar los brutos partos de su capacidad y que después hablen. «Mas en tanto echen de ver que no me escondo tratando dellos, sino que hablo de modo que de cualquiera pueda ser entendido». Alarcón no se hizo de rogar, e introduciendo en la escena a un criado con nombre de Figueroa respondió victoriosamente a todas las malicias...

...»Llegar a Madrid el mejicano, y tropezar en triste figura en la envenenada lengua del atrabiliario Figueroa, fue un punto mismo. Tomó por su cuenta el Doctor al Licenciado; y no pudiéndose ya contener éste, hizo decir al estudiante Zamudio, en La Cueva de Salamanca:


Don Diego ¡Qué la Corte sufra tal!
Zamudio Pues esto ¿es mucho? Un letrado
hay en ella, tan notado
por tratante en decir mal,
que en lugar de los recelos  5
que dan las murmuraciones,
sirven ya de informaciones
en abono sus libelos;
y sois enemiga fortuna,
tanto su mal solicita,  10
que, por más honras que quita,
jamás le queda ninguna»249.

Ni paró aquí el desquite que el poeta de América se creyera autorizado para tomar de las pullas con que el bueno del doctor trataba de zaherirlo de su libro de El Pasajero, pues, en una de sus más lindas comedias de costumbres y de carácter, que se titula Mudarse por mejorarse, hay un diálogo del tenor siguiente; en la escena segunda del último acto:

  —212→  
Mencía Si Figueroa porfía
que lleva puesta la proa
en eso...
Leonor ¿De Figueroa
haces tú caso, Mencía?  5
Mencía Hace libros.
Leonor El papel
hecha a mal.
Mencía Pues, por mil modos,
dice en ellos mal de todos.  10
Leonor Y todos, dellos y dél.

Las noticias posteriores que de él encontramos, aparecen consignadas en una representación hecha al rey a su nombre por Luis de Prada, que se registra al frente de la primera edición de la obra que escribió sobre Chile, y de la cual consta que solicitaba un entretenimiento, en los estados españoles, «atendiendo a que hacía diez y seis años que servía en cargos de administración de justicia, en el de abogado fiscal de la provincia de Martesansa y contraventor de Blados; que asimismo fue juez de la ciudad de Teraneo en el reino de Nápoles, y comisario del Colateral, donde hizo muy particulares servicios contra delincuentes y forajidos».

Cuando se publicó la elección del duque de Alba para el virreinato de Nápoles, Suárez de Figueroa se hallaba en Madrid, «quieto y en corta esfera». «La necesidad de cosas, y sobre todo, el deseo que siempre tuve de servirle perturbó aquel sosiego, ya en mí como natural para salir de Madrid». En llegando allí le dieron el puesto de auditor, y como la justicia andaba por el suelo, los malhechores amparados y protegidos por los nobles, quiso hacer que cambiase tal situación, y sin más respeto que la ley comenzó a aplicarla estrictamente.

A los clérigos revoltosos y de mala opinión que pululaban, quitoles las armas en que abundaban siempre, remitiéndolos después a sus prelados, y allí donde en cuatro años no se había visto una ejecución, en seis meses se enviaron cien hombres a galeras, se ahorcaron cinco y condenaron a muerte otros. Como no ignoraba que este proceder debía acarrearle odios, por más que había cuidado de advertir al duque que no se dejase predisponer, no tardó en verse separado de su puesto. Pidió que se le   —213→   manifestaran sus yerros para justificarse o que siquiera se le permitiese hacer su renuncia, «todo con palabras de tanta fuerza, y sumisiones tan dignas de piedad y consideración que movieran las piedras», pero todo fue en balde. A fin de obtener mejor lo que solicitaba, dirigiose con eminente riesgo de su vida a la residencia del duque, queriendo la casualidad que por el camino topase con el sucesor que le destinaban. Perdida ya toda esperanza, siguió sin embargo su viaje, y como el secretario lo recibiese con frialdad, convenciéndose de que no sería oído, renunció a justificarse. «Me rendí, exclama, del todo a la desesperación y sólo traté de irme a España en la primera embarcación».

Lo cierto del caso era que la conducta de Suárez de Figueroa estaba distante de merecer semejante recompensa, y que en realidad, las influencias que de un principio recelaba eran las que ocasionaban su desgracia. El presidente del Consejo, que a la llegada del nuevo auditor hacía seis meses que estaba en cama y que quería a toda costa pasar por hombre rígido, comenzó a mirar con envidia el enérgico proceder de Suárez de Figueroa, que le había hecho ya acreedor al título de justiciero. Concertose con el gobernador de la ciudad, hombre débil, y con el fiscal que no era poco susceptible, y delataron al recién llegado como que se jactaba de vender los favores de la Corte y que con su compañero de tribunal hacían lo que se les antojaba.

Cuando de esto se hablaba, el doctor decía: «lo cierto es merezco yo más estrecha tribulación, y por lo menos quedo en no poco deber a los autores por haberme hecho experto en arte en que confieso era ignorantísimo; ...¿mas, contra flecha tan veloz y al improviso tan penetrante, qué remedio sino el de Dios?»250.

Nada se sabe de su muerte. Los traductores de la Historia de la Literatura Española de Ticknor la fijan en 1616; Barrera y Leirado dice que aún vivía por el año de 1621, lo que se confirma con sólo registrar la fecha de la publicación de algunas de   —214→   sus obras, y el señor Barros Arana deduce de la carta autógrafa que hemos citado, de la cual aparece que en ese entonces llevaba veinte y siete años de buenos servicios, que nuestro escritor nació en 1578.

De las obras del literato e historiador podemos deducir todavía otras consideraciones sobre su carácter e inclinaciones. Suárez de Figueroa tenía sus gustos, sus antipatías y sus contradicciones. Era muy grato para él, por ejemplo, asistir a las iglesias para oír sermones, y así dice en el Pasajero: «certifico que no se halla cosa en que de mejor gana gaste el tiempo que en sermones, por tener la acción y voz muy grande eficacia para regalar los oídos y mover los corazones».

En cambio, profesaba una aversión decidida a todo lo que se refería a la América, despreciaba a sus hombres, sostenía que nunca había producido nada de grande, y hasta aborrecía su nombre.

Suárez de Figueroa era un poeta, y poeta del cual Cervantes había dicho:


Figueroa es estotro el Dotorado,
que cantó de Amarili la constancia
en dulce prosa y verso regalado;251

y, sin embargo, el divino arte era a su juicio causa de grandes daños, ocupación propia sólo de gente que no halla otra cosa en que gastar su tiempo, y el causante de «la desautorización suma de sus profesores que se juzgan incapaces de otro ministerio por divertidos demasiados en aquél».

Era además un hombre al cual sus ocupaciones y aventuras habían dejado, sin embargo, el tiempo suficiente para pensar a cerca, de las cosas humanas y que, a una inteligencia clara, unía una instrucción nada vulgar. Se manifiesta conocedor de la historia, de la poesía y del drama, de la de la Europa de su tiempo, de los preceptos para la composición de una obra literaria, y de los de la oratoria sagrada, y aún no desconoce la medicina. Sus libros   —215→   están sembrados de reflexiones filosóficas y morales que revelan, en ocasiones un corazón noble, humanitario y desinteresado.

Es un hecho curioso y muy digno de notarse en la historia literaria de Chile que el olvido o apreciaciones de dos poetas hayan dado origen también a dos libros idénticos por sus propósitos. Era el tiempo en que publicada la Dragontea de Lope de Vega, destinada a recordar las hazañas de los españoles y la derrota del famoso pirata inglés Sir Francis Drake, alcanzaba una gran boga, mirándose como la expresión exacta de la verdad la serie de inauditos errores en que había incurrido el célebre poeta madrileño. El héroe cantado en ese poema con el título de capitán general, era don Diego Suárez de Amaya, el que, por lo menos, había compartido por mitad las glorias de la jornada con don Alonso de Sotomayor. Francisco Caro de Torres, que había tomado una parte activa en los sucesos referidos, quiso reivindicar para don Alonso la gloria que le correspondía exclusivamente, despojando al personaje ideado por Lope de las alas postizas con que se pretendía encambrarlo: he aquí el motivo especial de la publicación de su libro Relación de los servicios de don Alonso de Sotomayor.

Si hay dos nombres que el historiador deba unir con el vínculo indisoluble de los juicios de la posteridad, son, a no dudarlo, los de Sotomayor y Caro de Torres. Las inclinaciones mutuas, la carrera que siguieron, la amistad que se profesaban, los mismos acontecimientos en los cuales figuraron juntos, y por último, sus relaciones de actor y de biógrafo son lazos que debemos respetar. Desde que se conocieron, formaron una comunidad que jamás se desmintió y que siempre los mantuvo unidos, y así desde esta época la historia de Sotomayor o de Caro de Torres ha de ser precisamente una misma.

Caro de Torres había nacido en Sevilla en los primeros años de la segunda mitad del siglo XVI. Hizo sus estudios de humanidades en su ciudad natal, pasando enseguida a incorporarse a las aulas de la entonces famosa Universidad de Salamanca. Después   —216→   de una pendencia que ahí tuvo con otros estudiantes por una cuestión de honra nacional, «como si no hubiéramos sido cristianos y amigos» como él dice, se vio obligado, a lo que parece a abandonar su patria, cambiando juntamente su humilde traje de la escuela por el vistoso del militar, y el hermoso cielo de su país por otro más bello todavía; de España pesó a Italia en las galeras de don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Iniciada ya su carrera de aventurero, la única que entonces quedaba el estudiante sin hogar, pero, que con el prestigio de la juventud veía los campos de batalla abiertos a su ambición y a su fama, se embarcó para las islas Azores, a las órdenes del mismo jefe. La gloria que cupo a la expedición en que iban fue escasa, pues el marqués de Santa Cruz derrotó completamente (en 1583) a don Antonio, prior de Crato, que bajo los auspicios de Enrique III de Francia pretendía reivindicar de Felipe II los derechos a la monarquía portuguesa arrebatados a don Sebastián Caro de Torres, mucho más tarde, y cuando la época de su vida militar se desvanecía ya de entre sus recuerdos de joven, no olvidaba aún que él también había sabido ser valiente soldado en esta ocasión.

Después de la acción de las Terceras, piérdese su huella, y otro tanto sucede después de su enrolamiento en el ejército que iba a combatir a los flamencos que luchaban por su independencia. En 1585 se encontraba en Sevilla Don Fernando de Torres, conde del Villar, cargaba su última nave para partir al Perú con sus equipos de virrey. ¡Bella oportunidad la que se ofrecía al hidalgo pobre que esperaba rápida fortuna; preciosa ocasión para lucir el soldado su valor y talento de guerrero! Caro de Torres no esquivó la aventura, y se dio a la vela para las lejanas tierras de las Indias, que sólo de nombre conocía y en las cuales tantas novedades y tan grandes cambios le aguardaban.

Durante la navegación supo captarse las simpatías del virrey que sospechó en él bajo el pobre equipaje del emigrado un hombre de una inteligencia no común y de no escasos conocimientos. «Por darle gusto, dice Caro de Torres, leímos las historias que   —217→   en nuestra lengua estaban escritas así de las guerras de Italia y Flandes. Leí muchas cosas de las que en mi presencia sucedieron muy diferente de lo que había visto, oído y observado».

Desde el treinta de noviembre de 1586 en que llegó a Lima, comenzó a ocuparse en el servicio militar, sin que tales obligaciones le impidiesen dedicarse al estudio de la historia del reino que acababa de pisar; y aunque no pudo continuar esas tareas por largo tiempo, demostró al menos más tarde que sus horas de trabajo no habían sido perdidas. Al año siguiente, en efecto, emprendió a las órdenes del hijo del virrey, Jerónimo de Portugal, una corta expedición contra los corsarios ingleses que surcaban el Pacífico, y algunos meses más tarde, cuando arribaron los emisarios del gobernador Alonso de Sotomayor en busca de refuerzos, Caro de Torres partió del Callao al teatro de la guerra, en calidad de cabo o segundo jefe de una de las dos compañías de ciento cincuenta hombres que el virrey enviaba a nuestras tierras al mando de Luis de Carvajal y Fernando de Córdoba.

Inmediatamente de llegar estas fuerzas entraron en campaña. Fue entonces cuando Sotomayor conoció a Caro de Torres, y desde ese momento se ligaron por una amistad sincera y merecida, que sólo tuvo un término en el dintel del sepulcro.

Es más que probable que en este mismo tiempo Caro de Torres colgase su espada y que se ciñese el hábito de san Agustín. Sus inclinaciones militares no se extinguieron, sin embargo, con el grado que dejaba, pues más tarde dio pruebas de que tras la humilde cogulla del fraile respiraba todavía la arrogancia del soldado. ¿Cuál fue el motivo de este cambio? El sentirse fatigado de una vida errante, el amor a la soledad y al silencio? ¿El deseo de servir mejor a Dios, buscando la tranquilidad de su conciencia? ¿Quizá algún desengaño? ¡Quién sabe!

Los esfuerzos de don Alonso se vieron coronados del mejor éxito. La flotilla inglesa tuvo que retirarse después de una derrota, dejando en las aguas del istmo el cadáver del temido cuanto celebrado almirante inglés. Este suceso, feliz más que ninguno para los españoles, motivó la ida a España de Caro de Torres.   —218→   En la Corte fue introducido a la presencia del rey, ya para expirar, (de cuya entrevista nos ha conservado la relación) y por la buena cuenta que dio del suceso y por ser el portador de tan dichosa noticia, se vio en una situación que lo autorizaba a solicitar para sí una prebenda rentada en América y algún título o empleo para el gobernador de Panamá. Fue en esa época cuando para satisfacer la curiosidad general y celebrar un acontecimiento que Lope de Vega cantó en sus versos, dio a la estampa la relación del hecho que había motivado en viaje. Sus solicitudes salieron, sin embargo, fallidas por lo que a él tocaba, mas no así para su amigo, para el cual obtuvo el nombramiento en propiedad de gobernador y capitán general y presidente de la Real Audiencia de Panamá, y la merced de la encomienda de Villamayor en la Orden de Santiago.

En ese mismo año llegó a la Corte don Alonso, y en sabiendo el destino que se le había conferido, dio pronto la vuelta a Panamá en compañía de Caro de Torres. Sotomayor dirigió desde luego sus esfuerzos a la construcción de fuertes que protegiesen las costas de su mando; pero habiéndose suscitado con este motivo ciertas dificultades con los ingenieros sobre la colocación de las fortalezas, encomendó de nuevo a Caro de Torres que pasase a España a fin de que con los planos a la vista se resolviese el lugar definitivo en que debían quedar asentadas. Caro de Torres fue también feliz esta vez en su embajada, obteniendo de los ingenieros peninsulares que diesen la razón a su mandante, a cuyo lado regresó pronto, para llevarle la noticia.

Caro de Torres se encargó también más tarde de dar cuenta minuciosa de los trabajos del gobernador. Era precisamente la época en que don Alonso de Sotomayor fue reelegido gobernador de Chile después de las desgracias ocurridas a Óñez de Loyola; mas, como contase cincuenta y ocho años de edad gastados en su mayor parte en guerras y afanes del servicio, quiso buscar antes de morir el descanso que hasta entonces nunca había encontrado. Dio, pues, la vuelta a España, y con él su inseparable Caro de Torres. Sotomayor se ocupó todavía en la expulsión de los moriscos   —219→   de Toledo, en 1609, siendo este el único servicio que prestó a su rey, ya que falleció el año siguiente a los sesenta y seis de su edad.

He aquí, como decíamos, la historia de dos hombres que se comprendieron y se amaron; sus destinos permanecieron siempre unidos; mientras y siempre que se hable de Sotomayor, será forzoso recordar a Caro de Torres. El aprecio que se profesaron en vida no terminó con ella. Don Alonso al morir recomendó aún a Caro de Torres el cuidado de velar por su familia, especialmente por su hijo mayor, y de dar cumplimiento a sus últimas voluntades. Caro de Torres demostró que sabía corresponder a la misión que se le confiaba, y la historia misma del libro que nos ocupa, es una prueba más de que la muerte no había borrado de su memoria el recuerdo del amigo.

En posesión de los documentos del gobernador de Chile y de algunos del Consejo de Indias, Caro de Torres trabajó constantemente en su obra. Cuando en 1618 tuvo concluida su historia de los sucesos de Panamá y el permiso para imprimirla, retardó aún su publicación hasta no dar a conocer perfectamente a su héroe refiriendo las hazañas anteriores de don Alonso. En 1620 entregó, por fin, a las prensas de Madrid un tomo en 4.º de ochenta y tres fojas, sin las dedicatorias y aprobaciones que lleva por título: Relación de los servicios que hizo a Su Majestad del rey don Felipe Segundo y Tercero, don Alonso de Sotomayor, del Consejo de Guerra de Castilla, de los estados de Flandes y en las provincias de Chile, en Tierra Firme, donde fue capitán general, etc., dirigido al rey don Felipe III nuestro señor, por el licenciado Francisco Caro de Torres.

Esta no es, sin embargo, la única y la principal obra de nuestro autor: al modesto en 4.º de la Relación siguió un imponente infolio, publicado en Madrid en 1629, con et título de Historia de las Órdenes militares de Santiago, Calatrava y Alcántara, desde su fundación hasta el rey don Felipe Segundo, administrador perpetuo de ella. Como no entra en nuestro plan la apreciación de este trabajo del historiador y biógrafo, nos limitaremos a trascribir   —220→   aquí lo que el señor Barros Arana dice de él en su Introducción a la relación de los servicios, etc: «No es esta sin duda la obra capital de Caro de Torres; pero su mérito no está en el arte ni en los atractivos del estilo, porque en esta parte su libro no se eleva del rango de los historiadores españoles más vulgares de su siglo, si bien no se abaja hasta afiliarlo con los peores de un tiempo en que los hubo de tan mala calidad. La importancia de la obra está en las noticias que contiene, amontonadas con bastante confusión en cada una de sus páginas».

En esta época Caro de Torres debía ya aproximarse a los setenta años; después nada se sabe de él, y si no fuera por las obras que dejó, dormiría su historia confundida, como la de tantos otros, con el polvo del cementerio que recibió sus despojos.

En la Relación de los servicios de don Alonso de Sotomayor pueden distinguirse de una simple ojeada tres partes más diversas que corresponden a otras tantas épocas de la vida del personaje. La primera, desde el nacimiento de don Alonso hasta su nombramiento de gobernador de Chile, comprendiendo especialmente sus campañas, sus servicios y sus embajadas durante la guerra de Flandes; la segunda, su gobierno en Chile; y por último, el tiempo en que estuvo de capitán general en Panamá, con inclusión de su última residencia en España. En la composición de su libro se nota la falta de un método cualquiera, pues se trata únicamente de una serie de acontecimientos que no tienen enlace moral ninguno y que el autor presenta sin otra ligadura que la de las conjunciones; y hay además interminables periodos de páginas enteras, que ni aún puntuación tienen y que hacen su lectura sumamente pesada. Tan falto de discernimiento literario se ha mostrado Caro de Torres que no ha tenido escrúpulo alguno en insertar en el cuerpo de su obra una multitud de documentos que absorben más de la mitad de toda ella. Hay ocasiones en que abandona del todo el hilo de su narración para engolfarse en digresiones que a nada conducen, y que, si bien es cierto que esto sucede pocas veces, la extensión del libro no admitía recortes que el autor debió desde luego reparar sin permitir que afeasen su obra.   —221→   Razón demás tenía, pues, Caro de Torres, al asentar en una de sus páginas que su relación «va desnuda de colores retóricos», porque en realidad su modo de expresarse no es un estilo, con su sonsonete, y con sus trasgresiones de las más sencillas reglas gramaticales; su lenguaje es el martillo de una máquina que no se detiene por nada, yendo a cajas destempladas, sin armonía, difuso, incoherente.

Mas, siempre que Caro de Torres habla de sí lo hace en un tono que capta todas las simpatías lisa y llanamente, sin pedanterías y sin alabanzas, y sin hacerse su mérito de la participación que pueda corresponderle en un buen suceso: es como siempre el amigo que sacrifica su personalidad al héroe que quiere ensalzar. Lejos de dejarse arrastrar a declamaciones sobre los indios que combatió, o sobre el inglés a quien por lo menos pudo calificar de hereje en su época, se muestra imparcial y justiciero, demostrando así que por esta parte no careció de dotes para escribir la historia. Es casualmente bajo este punto de vista como podemos apreciar su libro y donde está su interés, porque como se expresa el señor Barros Arana en su citada Introducción, «aparte de las noticias biográficas de uno de los más famosos capitanes españoles que hayan venido a este país, y de los documentos que acompañan al texto, y en los cuales se revela la gran importancia de aquel personaje, hay allí noticias sumarias y concisas pero bastante importantes».

La larga duración de la guerra araucana, que tanto dinero costaba a les arcas reales, tanto desvelos a los gobernadores chilenos, y sobre todo tanta sangre y tanta miseria a la nación, había despertado en alto grado la atención de los mismos mandatarios, de la gente pensadora y de los hombres de corazón humanitario. Cada cual se forjaba un plan más o menos ideal, y se emitían opiniones que había empeño en poner en planta a toda costa. Entre aquellos que lograron ver siquiera en parte realizadas sus teorías, se contaba el padre Luis de Valdivia; y en la época en que vamos a entrar era casualmente cuando podían apreciarse los   —222→   efectos de su sistema de la guerra defensiva. Santiago de Tesillo llegaba en ese momento a Chile: a poco su alma se impresionó violentamente con el conocimiento que tuvo de la gente a la cual se pretendía aplicar y con los resultados obtenidos, y desde entonces se propuso consignar en un libro sus ideas sobre la prolongación de la guerra. Gobernaba casualmente a Chile don Francisco Lazo de la Vega, hombre batallador, soldado de los tercios de Flandes, y que contaba con todas las simpatías del futuro escritor. Tesillo, al punto, por gratitud y por la coincidencia del buen modelo que se le presentaba y que era como la encarnación de su sistema, se apoderó de su figura y se propuso «formar un bosquejo de virtud militar debajo de sus lineamientos».

He aquí, pues, los dos puntos de partida del autor sobre los cuales había de rodar su relación: descrédito de la guerra defensiva, y la convicción de que el rigor era su remedio, y sobre estas bases cerniéndose sobre ellas, dominándolas con las alas que la prestaba su entusiasmo y admiración al representante de este sistema, don Francisco Lazo de la Vega. Fiel a sus propósitos, nos manifiesta que el ocio en que durante aquel tiempo permanecieran las armas españolas había llegado a disminuirlas y a enflaquecerlas; que ya no eran los hombres resueltos de antes, aquellos a quienes no asustaban los peligros, que intrépidos vadeaban los correntosos ríos, se internaban en las espesas selvas, sin dejarse arredrar jamás por el número, y confiados sólo de su valor y buena estrella. El descanso había disminuido su ardor militar, al paso que los contrarios habían tenido tiempo de fortificarse en sus ánimos y de crear mayores bríos para emprender de nuevo la lucha, olvidados de sus pasados reveses y sedientos de venganza y exterminio. La suavidad de aquella guerra no podía merecer el título de tal: su nombre propio era paz. Por lo demás, ¿quiénes eran esos a quiénes se pretendía reducir por el bien? Indios bárbaros «con leyes cautelosas que las tienen escritas y rubricadas en el papel de sus comunes y llenos de odio y de envidia, no discurren otra cosa que la traición y el engaño»; su ley son sus vicios, su Dios la libertad; hijos de la mentira, válense de ella cuando   —223→   sus armas no florecen victoriosas, y prestos en toda ocasión a sellar con su sangre el amor a su país que llevan desde niño grabados en lo más profundo de sus pechos. No es posible, pues, valerse de la mansedumbre: es exponerse a que tras la sedosa piel aparezca la encorvada garra; por eso, guerra a ellos, y que sólo el valor halle cabida en el ánimo español.

Después de esto seria de creer que Tesillo fuese alguna especie de vampiro, sediento de la sangre de sus enemigos; pero, ¡cosa singular! El mismo hombre que dominado por sus convicciones, y en la íntima persuasión del buen efecto de sus ideas de combate, no cesa de predicar el ataque, posee al mismo tiempo ideas más diversas de los conquistadores de su época; así hace votos porque jamás se llegue a terminar la guerra en batallas, que se decida más bien por astucia, que las sorpresas y ardides sean la espada que desate la dificultad. Otras veces, su alma dolorida por las miserias que ve y conmovida por las desgracias de los hombres que la tierra de Chile, lo hace prorrumpir en exclamaciones que dejan en trasparencia las ideas de su tiempo y su educación española, confiando en Dios en que ha de llegar día en que esos rebeldes, «hijos del veneno», lleguen a ser humildes. Pero esos mismos enemigos no le son indiferentes, y allá en su servidumbre, en medio de la crueldad y avaricia de sus compatriotas, los sigue todavía para indignarse contra los que, olvidados de su conciencia y de sus deberes de hombres, les daban un trato que su sola calidad de prisioneros debiera excluir. ¿Cómo es posible, dice, que la guerra se convierta en granjería, la milicia en contrato, que se encadene a los pobres indios a la servidumbre, que se abuse de ellos hasta hacerlos morir, que se les retenga por la fuerza, y que no sea en ellos libre el contrato como en los demás?»...

Tal es una de las causas de esa guerra interminable, y al señarla no hay respeto humano que lo detenga: dominado por su obligación al servicio del rey y al público bien de su reino, no teme manifestar cuanta indecencia hallas en la conducta de sus compañeros; nos expone, asimismo, la falta de disciplina en el ejército; las órdenes que emanadas de los superiores no reciben   —224→   cumplimiento; los indios amigos vacilantes en la fe prometida; los gobiernos que se suceden unos a otros sin que ninguno alcance a terminar lo emprendido; los abusos de los soldados, el escamoteo de que a su vez son víctimas en el pago de sus sueldos, y las rivalidades de los mismos jefes.

Veamos ahora cómo Tesillo pagaba su deuda de agradecido, los términos en que el subalterno se expresaba respecto del que fue su jefe, que le dio honores militares y cuya hechura fue. Esta declaración del autor, que desde luego revela un espíritu sincero y un alma que no se olvida de los beneficios recibidos, pudiera predisponer en contra de su imparcialidad; pero por el estudio del libro y de los hechos no es tal vez difícil convencerse de que Tesillo no necesitaba violentarse para ser verídico, describiendo a Lazo de la Vega, pues, donde se ve la mano del apologista es precisamente en la explicación o disculpa de un proceder o de una acción que ya han sido fielmente manifestadas. El primer estreno del gobernador no le fue favorable: Tesillo no lo calla, pero agrega que este fracaso le sirvió de precaución para lo futuro y le dio a conocer con qué enemigo se las había; en resumen, lo que aparentemente fue una desgracia, vino en realidad a constituir una buena suerte. Estos son los subterfugios inocentes a que el autor ocurre por defender a su héroe, prescindiendo, como lo expresa, de que la guerra es una cuestión de azar donde lo más bien concebido, una circunstancia insignificante lo destruye, donde una derrota puede constituir una desgracia pero no un crimen. Hay más todavía; a veces no teme recordar expresamente que el gobernador hizo mal apartándose de los sanos consejos y adoptando su sólo parecer, por lo cual los resultados no le fueron favorables; y en ocasiones, precisando todavía más, dice: discutimos tal cosa, desechó mi parecer y siguió el suyo, y salió mal. Otro que no asentase la verdad no se expondría a estas comparaciones desfavorables al jefe y todas en honor del subalterno, cuya modestia debemos también confesarlo, apenas le permite insinuar sus acciones.

Consecuente con el objeto de su obra, se apodera de su héroe   —225→   sólo desde el punto que le es necesario para comenzar su cuadro; no se empeña por fatigarnos con la relación de las hazañas de un personaje, anteriores a la época cuyo conocimiento nos importa, y fiel al precepto de Horacio, no quiere exponerse a que se diga que comienza a contar la guerra de Troya desde el huevo de Leda. En las páginas de Tesillo vemos al gobernador, cuyo nombramiento han designado misteriosas circunstancias, sus informaciones en España antes de pasar a Chile, sus diligencias en el Perú para reunir soldados, sus desvelos militares para organizar la defensa, su caballerosidad en el juicio de residencia de su sucesor, su celo religioso, su prudencia y su valor: es una figura retratada con colores enérgicos, guiados por un pincel varonil. Todo es aquí grave, serio, nada de pulimento, ningún retoque ni más armonía que lo agreste del medio en que se agitaba y lo violento de los recursos que se veía obligado a poner en práctica. Tesillo creía que el que gobierna tiene un ángel particular que le asiste al acierto de sus resoluciones, y con tal teoría nada tiene de extraño que se complacen en volver sobre esa tela, objeto de todas sus admiraciones y de todos sus aplausos. Esa misma especie de veneración, por un efecto singular de nuestra alma, consigne comunicarla a nosotros; si está penetrado de la nobleza y valentía de su jefe, seducidos ya sus lectores por la misma pasión y por lo amable del sentimiento, que lo impulsa, dueño ya de los demás, los arrastra consigo, y todos aplauden y admiran. Pero sus palabras no son la adulación, ni la bajeza del palaciego; ni su calidad de subalterno protegido le coloca la venda en los ojos para no ver y referir lo que halla reprochable: una imprudencia lo alarma y ocasiona una advertencia de su parte; un descuido, un consejo saludable para los que vengan en pos.

Tesillo tiene un motivo de predilección para nosotros, sino por lo acabado de su trabajo o por las bellezas literarias que contiene, por lo bien que ha sabido expresar la hermosura y encantos de nuestra tierra. Molina más tarde se complació en ponderar lo majestuoso de sus montañas, lo ameno de sus valles, la fertilidad de su suelo, lo dulce de su clima, y pudo decírsele que en pasión   —226→   era la del peregrino ausente, a quien su imaginación exaltada con la distancia hacia hermosear y prestar colores a lo que probablemente era bárbaro, inculto, vulgar; ¿pero de dónde nacía en Tesillo este notabilísimo entusiasmo? Aquí hasta entonces el maestre de campo fue agasajado, aquí le sonrió la fortuna, y acaso el suelo que vio deslizarse los años de su juventud fue testigo de dulces relaciones, como lo había sido también de sus proezas. Las chilenas son para él huríes de este paraíso terrenal, el céfiro y el austro los padres de nuestros ganados, y Chile, el más hermoso y florido reino que tuviere el soberano de España en su dilatado imperio. Todo es aquí regalo y abundancia: las flores con sus pétalos de brillantes colores que guardan el rocío de las apacibles noches de verano; los árboles con sus frutos a los cuales un sol tibio presta delicado calor; aguas que encierran en su seno peces deliciosos y abundantísimos, y cosechas que hacen rico al labrador en unas cuantas siembras. Aquí, todo es finezas: igualdad de sacrificios de los súbditos y del rey, aquellos prestándose con entusiasmo a su servicio, sacrificando gustosos la hacienda y la vida en defensa de la fe y de la reputación de sus armas, y el rey gastando su patrimonio en provecho de sus vasallos. Y concluye en una parte de su libro con estas palabras, dictadas en un generoso arranque de entusiasmo y admiración: «¡Oh! Chile, ¡oh! ¡Provincia la más agradable, sin duda, de toda la América, cuánto debes a tus dichas y cuánto deben tus hijos a mi afecto, poco a mi pluma, pues corre tan escasa en el encarecimiento de tantos méritos, etc!» Pero, como lo observa muy bien el más ameno y fecundo de nuestros escritores, Tesillo viviendo en Chile, encontraba en las cumbres de los Andes la reproducción fiel y engrandecida del agreste país de Santander, y de seguro que estas reminiscencias hablaban a su corazón. Muy bien pudo consolarse, como Eneas, recordando lejos de la destruida Troya las aguas de su río en el pequeño Simois; pero lo que para Eneas era una ficción que sólo su imaginación podía forjarse, para Tesillo debió ser un sueño en que todo lo veía majestuoso y hermoseado; el uno, desgraciado, peregrinando con su infortunio a cuestas, el   —227→   otro feliz y combatiendo a los enemigos de su país: he aquí la diferencia.

Al lado de estos tintes halagüeños y encantadores, coloca Tesillo cuadros que ha compuesto con los colores más sombríos de un paleta; cuando ha querido mostrarnos los combatientes españoles y araucanos pintando sólo la realidad, a pesar de lo conocido del tema, nos sorprende con las revelaciones que apunta. Sin duda que describiendo al indio, despojándolo del prestigio que los cánticos poéticos y los nobles sentimientos de libertad que lo caracterizan, y al español conquistador, audaz, emprendedor y admirable bajo este aspecto, no queda más que miseria, sepulcros blanqueados que sólo encierran hediondez y podredumbre. Y hemos indicado que el proceder del indio en la guerra le hacía aconsejar la dureza para con él, y al manifestarnos su carácter y costumbres, tal vez no estamos distantes del desprecio por lo que es sucio y repugnante, visto no más a la distancia, pues ahí tenemos borracheras, asesinatos, venganzas, traiciones, crueldades, ni un sentimiento humanitario, ni un trasunto de virtud: es un estado de barbarie en todo su apogeo. Pero si nos acercamos un poco a los invasores, acaso tal vez quedaríamos complacidos, ¿serán ellos el reverso de la medalla? ¡Oh! no. Tesillo ha tenido bastante franqueza para exhibir a sus compatriotas despojados del prestigio de hombres civilizados y del oropel de sus brillantes armas; mirados cara a cara, la elección permanece incierta, sin saber cuáles valgan más, los hombres de las ciudades o los hombres de los bosques y las ciénagas. Los compañeros de Lazo de la Vega son rapaces, lujuriosos, llenos de envidia y rivalidades, consumidos por la avaricia, negociadores de sus semejantes, sanguinarios a sangre fría, llenos de insubordinación; y sobre todo la penetración del escritor no se ha olvidado de un mal que parece tras su origen en estos pueblos de españoles tan poco amigos de la actividad y tan poblados de beatas: ya se habrá adivinado que nos referimos al chisme. «No hay, dice, gobernadores en el mundo de más atormentadas orejas que los de Chile: achaque debe ser de la cortedad de los pueblos y de la hartura del   —228→   sustento, pues nadie se desvela en el que ha de tener otro día, y libres de este cuidado, gastan el tiempo en acarrear novedades estas que el vulgo llama parlerías, etc.».

Este es uno de los caracteres más recomendables de Tesillo como historiador; su tino de buen gusto le hace herir precisamente la dificultad, y donde un observador vulgar habría visto un hecho sin importancia, Tesillo se apodera de él, lo examina y apunta sus conclusiones. Para cerciorarnos de su proceder, baste decir cuántas curiosas e interesantes noticias trae sobre las costumbres y cualidades de los chilenos, datos sobre los empleos y oficios, y en general, sobre la máquina del gobierno; repasa los deberes del capitán general, habla de la Real Audiencia, colaciona largamente una rencilla del cabildo, define las funciones del veedor y hace la historia del desempeño de este cargo en Chile, da cuenta del real situado y del modo de distribuirse, etc. Veamos como está todo esto en la distribución de la obra, examinemos su modo de composición.

Su libro titulado Guerra de Chile y causas de su duración, advertencias para su fin, etc252, promete algo de filosófico y razonado, y a guiarnos por la carátula, pudiéramos pensar por un momento que no se trata de una relación más o menos minuciosa de hechos, sino de apreciaciones y estudios posteriores a los acontecimientos y basados sobre ellos. Una obra como esta, que habría constituido una verdadera excepción en la literatura colonial y realizado, un adelanto positivo en el modo de escribir los españoles la historia, no pasa de ser un programa cumplido muy imperfectamente. Hay en el libro, a no dudarlo, una porción de observaciones que revelan un espíritu elevado, un carácter juicioso, apreciaciones sobre los hombres y las cosas, y un sistema más o menos desarrollado al través de las acciones de guerra y escaramuzas que ha contado año por año desde el primer día de gobierno de don Francisco Lazo de la Vega hasta la llegada de su sucesor.   —229→   Participa, pues, del cronista y del filósofo. Bajo el primer aspecto, a pesar de la forma analítica que ha adoptado, refiriendo todo en estricto orden cronológico, sin olvidarse ni un día de una acción, (que ordinariamente refiere a las festividades de la Iglesia) su relación no es pesada; pues ha sabido amenizarla con cierto colorido dramático en el cual no debemos ver tanto el arte del escritor cuanto la bondad misma del asunto. Tratándose de los araucanos que defienden su país de invasores extranjeros, cualquier autor, por más desconocedor que le supongamos del prestigio de decir bien las cosas, sabrá despertar interés; son, por consiguiente sus antagonistas, esos mismos que le habían ocasionado su fortuna y los que le han dado también esta cualidad; ellos cuyas acciones se han considerado dignas de la epopeya y que como dice nuestro autor, «entienden que por derecho natural están obligados a morir en defensa de su patria».

Hay un defecto sumamente común en los cronistas de la colonia, y es esa irregularidad en sus narraciones que los hace dedicar largas páginas a acontecimientos sin gran importancia, descuidando lo más serio y trascendental. Tesillo no ha sabido escapar a este escollo, engolfándose a veces en largas disgresiones, que le proporcionan la oportunidad de citar autoridades y ejemplos; se apodera de un proverbio, y de él, valiéndose de su buen sentido, va de deducción en deducción, hasta tocar el caso práctico que se le presenta.

Tesillo no es tampoco, hemos dicho, un simple narrador, pues cuenta las causas de un proceder y nos manifiesta perfectamente los móviles de los combatientes; vemos ahí delineado el porqué de la duración de la guerra, el interés de ambos beligerantes, sus ardides, modos de combatir, las marchas de los escuadrones, las astucias de los indios, y todo desapasionadamente, sin dejarse dominar por su afecto o su rencor. Su calidad de hombre de bien se trasluce en todo esto; si no es al enemigo, nunca se permite un reproche, jamás interpreta una acción cuyos antecedentes no conozca; las máximas que se ven diseminadas en sus líneas traicionan acaso la norma que siempre se propuso en su conducta de   —230→   hombre público y en sus relaciones de simple particular. ¿Aventuró una opinión? Los hechos consumados ya lo exoneraban de apreciarla. Pues bien, si sus ideas salieron erradas, tiene la franqueza de confesar que fue engaño en eso como en «otras muchas cosas que hacemos los hombres».

La excelencia de su método sobre otros escritores de su época salta a la vista. Si se trata de bosquejar el retrato de algún personaje, lo encontramos todo de una pieza, sin tener que andar a salto de mata de una página en otra buscando el perfil que nos falta; si de pintar las costumbres de los araucanos, agrupa sin confusión todos los detalles apetecibles, la vida privada y la vida pública, la guerra y el gobierno.

A veces se manifiesta crédulo, y su misma religiosidad lo extravía; a los indios, por ejemplo, va a perder su soberbia, y ellos, armados de la fe triunfarán; a aquellos los destruirán sus blasfemias, y en estos los ejercicios de la confesión, y la práctica del ayuno harán santa su causa. Como hidalgo español de pura sangre, asienta sobre todo el valor, y no trepida en exponer que para el lustre y honor de España, Dios enviará al apóstol Santiago que ha de combatir por ellos.

Odi profanum vulgus et arceo, que el poeta latino expresó con tanta concisión y energía, he aquí uno de los guías de nuestro autor en su conducta. Él repasaba cuántas mentiras tienen su origen en ese vulgo, cuántos trastornos ocasiona con sus habladurías, cuán injusto y apasionado es en sus juicios e ignorante hasta en las desgracias casuales, se dijo, «no merece en mi concepto más que el desprecio este hidalgo monstruoso, que tiene mucho de quiromántico y quiere siempre mirar en las rayas de las manos el intento de los corazones», frase notable en aquella época esclava del ajeno qué dirán, y profesada por un español de esos que creían en la asistencia divina de los que mandan, y cuya independencia en materia de autoridad estaba concretada a lo que podían procurarse allá en los estrechos límites de una aldea, o en la extensión de una campiña encerrada entre dos ríos. De aquí al amor, a la libertad no había más que   —231→   un paso, y Tesillo, no se detuvo, en el umbral, y proclamó que ese amor es lo que hay de más natural y de mayor fuerza en el pecho humano.

Tesillo, criollo y contemporáneo de una época de trastornos, habría sido el primer revolucionario de la colonia; la firmeza en sus convicciones, el amor a su país, su independencia y ese entusiasmo por la libertad, que encontraba lo más natural del mundo, eran cualidades que, a haber nacido en otros tiempos, lo habrían hecho un caudillo valiente y experimentado.

Cuando Tesillo se ocupa de acontecimientos de alguna importancia, su estilo se encuentra, por lo general a la altura del asunto que lo ocupa; pero cuando se desvía en las intrincadas vueltas de imperceptibles escaramuzas, se hace difuso y pesado. Su lenguaje se resiente también de ciertas brusquedades que a trechos lo hacen correr disparejo y desligado, como respondiendo a ideas que interiormente abriga el autor y que no nos ha dado a conocer; pero en otras ocasiones sus términos son de una naturalidad notable, semejantes a los sencillos cuentos de los niños, sin grandes frases, sin adornos ni pretensiones. Muchas veces tiene pinceladas de maestro, y en dos palabras forma todo un cuadro, y acentos desgarradores que constituyen rasgos de un conmovedor interés.

Tampoco ha caído Tesillo en la manía tan al gusto de otros escritores de su tiempo de poner estudiados discursos en boca de sus personajes; en los suyos, (que son contados) no ha querido hacer alarde de cultista, ni de sus calidades de retórico; hay en ellos sencillez, son razonados, punzantes. Dirigidos por un jefe a sus soldados respiran verdad, y están más distantes de ser como los de esos personajes que a cada paso y sin motivo nos aburren con sus frases interminables y que, haciendo de sus palabras una lanza, embisten como los caballeros andantes con el primero que se presenta; estos, por el contrario, son dichos en ocasiones que el buen sentido admite y en que la razón se los explica. Este modo de proceder del autor se comprende perfectamente si recordamos que sus lecturas de predilección fueron Lucano, Virgilio y Julio   —232→   César, donde el buen gusto ha sabido moderar lo largo de los periodos y no escribirlos, sino cuando era necesario. Relata, pues, con sencillez, y en ocasiones afectando cierto aire dramático despierta y mantiene la atención. Nos hace asistir a las juntas de ambos bandos, nos manifiesta las opiniones de uno y otro, el temor que los penetra, el valor y entusiasmo que los alienta y sin pronunciarse en ningún sentido, deja que el lector adivine por lo que sucedió después, cuál fue lo mejor. Cuando habla de sí y a pesar del alto puesto que le correspondía, y en el cual sus acciones debieron resaltar tanto, lo hace siempre con modestia, siendo éste uno de sus títulos o la estimación del lector.

Las noticias que nos quedan de Tesillo son muy escasas. Su nombre era Santiago y su cuna la montaña de Burgos, en Galicia. De su infancia y adolescencia nada sabemos, a no ser que a los veinte y dos años había hecho ya algunos estudios y adquirido tal vez toda la instrucción que más tarde en sus expediciones y en su vida aventurera, lejos de los centros de civilización, no tuvo sin duda ocasión de proporcionarse. En esa edad, años de ensueños y esperanzas, sintiendo bullir su sangre de mozo y queriendo labrarse un porvenir, se embarcó para el Perú, donde en 1624 lo encontramos de soldado en una compañía que guarnecía al Callao. Los holandeses intentaron ese mismo año un desembarco en aquellas costas, y el cuerpo en que servía Tesillo recibió encargo de impedirlo, yendo más tarde en su persecución en una escuadrilla que se alistó con tal objeto. Cuatro años después y en vísperas de trasladarse a Chile, fue ascendido al grado de sargento. La navegación fue feliz hasta avistar la Mocha, pero antes de arribar a Concepción se levantó un furioso huracán del norte que los tuvo en el mayor peligro. Elocuentemente ha pintado Tesillo esa noche de angustia en las líneas que siguen: «Reconocieron los pilotos y fuéronse arrimando a tierra con ánimo de tomar puerto en la isla de Santa María y repasar en ella el temporal, y esta resolución fuera aceptada si no fuera remisa; acordáronlo tarde, y tan tarde que no tuvimos día para ejecutar lo resuelto. Hallámonos encerrados dentro   —233→   de la misma valla, pero dudoso el surgidero con la misma oscuridad del tiempo y del temporal, cuyo rigor iba apretando con mayor fuerza y no dio lugar a tomar el puerto, y seguir a la mar. Cerrose la noche más horrible que han visto los antiguos chilenos. Hallábanse los pilotos perdidos y casi desconfiados de remedio; no se vía otra cosa sino lágrimas. Llamaban a Dios unos con votos y otros con plegarias; cada uno por su camino invocaba la Misericordia Divina: todo era un lamento de horror y de confusión.

Muy pronto Lazo de la Vega lo elevó a alférez y más tarde a capitán de una compañía253, desde cuyo puesto tuvo en más de una ocasión que medirse con los araucanos, emprendiendo esta guerra de sorpresas e incursiones que bien poca ocasión de gloria ofrecían, y que demandaban en cambio serio contingente de sacrificios, trasnochadas y días en que se debía sufrir la lluvia a todo campo. Pero en todo esto, su ánimo se vigorizó, creció su prudencia y le enseñó a fiarse un poco en su buena suerte. Adquirida la confianza de su jefe, a quien sirvió de secretario durante treinta y dos meses, era consultado por éste en las ocasiones difíciles, en las cuales nunca tuvo embarazo para confesar ingenuamente cual era su opinión, por más que estuviese distante de ser conforme a la de su superior.

Cuando don Francisco de Meneses vino por gobernador de Chile trabó íntima relación con Tesillo, confiándole la delicada misión de que escribiese su apología y el discurso de sus hazañas en Arauco para contrarrestar las denuncias que sus enemigos llevaban al gobierno de Lima. Un contemporáneo dice, hablando de esta obra del maestre de campo, la titulada Restauración del Estado de Arauco, y otros progresos militares conseguidos por las armas de Su Majestad, etc.: «Corre hoy en estampa una relación florida y ascada, que viste cautelosamente las fábulas con tal artificio que mueven   —234→   igualmente las verdades, y en este traje es tanto más peligroso el engaño cuanto es más apetecido del pueblo que se deja llevar del blando sonido de las voces, sin el riguroso examen de la verdad o la mentira que en ella se envuelven; y así a ningún veneno se debe ocurrir tan seriamente como a las relaciones falsas que engañan con hermosura de estilo, ni hay locura más lastimosa que sudar con la pluma en la mano para infamar con escritos mentirosos, sin dar honra alguna a quien pretendió adular. Y es dolor que un talento que con largas fatigas había ganado tanta fama de prudente, como el del autor con otros escritos que de su lúcido ingenio corren impresos, haya desacreditado su pluma con semejantes patrañas»254.

Esta buena armonía cambiose, sin embargo, más tarde en enemistad, y el viejo cronista y maestre de campo fue desterrado a un fuerte de la frontera donde padeció no pocas fatigas.

En 1670, vivía aún en Concepción «cuando el gobernador don Juan Henríquez levantó una información acerca del estado desastroso en que había encontrado los negocios de la guerra al recibirse del mando. Su nombre aparece por última vez en las informaciones que con este motivo dio a requerimiento del gobernador Henríquez. Entonces Tesillo contaba cerca de setenta años, y es probable que muriera muy poco tiempo después»255.

Tesillo concluyó su obra principal en 1641, la cual conservó guardada durante cuatro años; fue dada a luz en Madrid en 1647, y basta la fecha de su reimpresión en Santiago en 1864 era uno   —235→   de los libros más raros que pudiera encontrarse sobre nuestra historia nacional256.

Después que Tesillo publicó en Lima las hazañas de don Francisco de Meneses, sucesor de don Ángel de Peredo en el gobierno de Chile, no faltó cronista que tratase de llevar a la historia el mismo antagonismo de que se vieron dominados aquellos señores, y a Tesillo respondió el franciscano de la Recolección de Santiago fray Juan de Jesús María257.

Por más que se examinen detenidamente los documentos que nos restan de la era colonial, es imposible hallar el menor indicio del padre recoleto y de su libro, Memorias del Reino de Chile y de don Francisco Meneses. Aún los datos biográficos que no es raro encontrar diseminados por los autores en sus obras, y faltan aquí casi del todo. Fray Juan sólo ha cuidado de proclamar muy alto que Chile es su patria; pero fuera de esa confesión hasta el apellido que por herencia de sus abuelos debió corresponderle lo ignoramos completamente. Ocurriendo a los archivos que se conservan en el que fue su convento, no hemos podido cerciorarnos de la época de su nacimiento, de su nombre, de su entrada en la vida monástica, de su profesión, de los cargos que desempeñó ni de la fecha de su muerte.

Salta a la vista, sin embargo, que era ya sacerdote a mediados del siglo XVII, y que alguna debió ser su importancia cuando ha podido imponerse y revelarnos detalles que suponen en él un hombre de buenas relaciones. El medio en que ha vivido, diremos así, no ha sido de los menos elevados.

  —236→  

Era costumbre en aquellos tiempos poner todo trabajo literario a la sombra de algún nombre ilustre que lo escudase con su prestigio o su poder. El fraile chileno miró hacia arriba y en alguna distancia, distinguió el Conde de Lemos gobernando la América desde su doncel de virrey del Perú. Hombre de religión, no pudo encontrar sujeto más a propósito que el sobrino de un Santo para dirigirle algunas palabras aduladoras en cambio de su deseada protección; y acaso por este motivo llegaron a Lima las Memorias del Reino de Chile muy bien copiadas por su autor y hasta ahora perfectamente conservadas, a esperar quizá que la prensa les diese un lugar258. ¡Larga antesala han hecho!259

Fijándose un poco en el método de las grandes divisiones establecidas en el libro, parece manifiesto que la residencia habitual del autor fue la ciudad de Santiago. Con ella relaciona la llegada o salida del gobernador, y a veces expresa que tal hecho aconteció «en esta ciudad de Santiago».

¿Cuál fue la causa que vino a distraer al padre de la Recoleta de sus ocupaciones religiosas para empujarlo a narrar los sucesos históricos de una época de su país? «Peligrosa tarea, decía, es escribir de los modernos; gloria vana la de los que tratan de sacar a luz pública los acontecimientos pasados, gloria incierta que se acaba con el mundo; y para nosotros el mundo se acaba con la vida». Sí, es verdad; pero queda todavía al historiador la gran misión de la enseñanza de las generaciones venideras por el estudio de las que fueron aprendiendo en las experiencias ajenas a que   —237→   en los presentes se anime la virtud o se desengañe el vicio. Que la prudencia, sin embargo, y su entereza, contengan al escritor dentro de los límites de la austera verdad, procediendo sin lisonja y sin pasión, lastimando lo menos que sea posible, «aunque lo merezcan, ni es calidad de las historias divulgar lo que privadamente errasen sin daño del público».

Realza todavía el autor este bello programa que extractamos de sus páginas prometiéndose a sí mismo el servicio de Dios y de la patria y concluyendo por pedir «a aquel Señor de los ejércitos que con su palabra encendió su luz el sol, que sus frases vayan desembarazadas de los odios presentes y que los ejemplos que de ellos se sacaren, sirvan al escarmiento y no a la imitación».

Si estos propósitos generales habían de animar a fray Juan de Jesús María en la realización de su empresa, existían, sin duda, especiales consideraciones que lo inducían a escribir. El gobierno de Chile se vio entonces sucesivamente desempeñado por dos jefes de tendencias y caracteres enteramente opuestos: Don Ángel de Peredo, hombre religiosísimo y naturalmente inclinado a todos los que vestían hábito o sotana, y don Francisco de Meneses, espíritu belicoso, turbulento, ansioso de goces, carácter de una originalidad incuestionable y cuya figura se destaca en el libro de fray Juan como una sombra de los antiguos emperadores romanos.

Como ya sabemos, apareció por aquel tiempo en Lima una relación de los sucesos acaecidos en los primeros tiempos de la administración de Meneses, en que se le pintaba con brillantes colores. Peredo, por el contrario, se veía desdeñado de la fortuna y perseguido sin tregua por su sucesor. Fue entonces cuando el fraile chileno resolvió trabajar sus Memorias, estampando a su frente que escribía «de gobernadores y para gobernadores». No necesita lo primero comentario alguno; mas, ¿cómo entenderemos esta frase «para gobernadores»? Será, que si como fray Juan pretende, Meneses se había buscado cronista que recordase sus acciones, él a su vez iba a desempeñar iguales funciones respecto de Peredo?

  —238→  

No admite duda que desempeñó abiertamente el oficio de apologista de aquel rezador incansable; pues si promete ocuparse sólo de Meneses, sabe siempre contraponerle los hechos de su predecesor: jamás le escasea epítetos que su imparcialidad debía rechazar, resumiendo en último resultado sus intenciones en aquella chillona expresión del «ángel» y del mal ladrón Barrabás que tan seriamente nos trasmite. Viene así a asumir su trabajo las líneas de un paralelo, que sólo abandona al tirar la pluma cuando, en globo recorre los antecedentes de ambos magistrados.

Nace aquí la cuestión de saber en qué forma realizo el padre la redacción del libro. ¿Escribió sin detenerse cuando ya los hechos pertenecían al pasado; o iba dando forma a sus notas coetáneamente con ellos? Dijo el autor al principio que ignoraba si el cielo le concedería vida para concluir las Memorias; en lo que, discurriendo con sensatez, pudiéramos entender que no se refería al trabajo de la redacción, puesto que su corta extensión haría mirar como forzada la interpretación contraria. Más juicioso será, pues, creer en vista de esas palabras, que dudaba concluir el libro porque ante su vista se ofrecía no ya una simple cuestión de dedicación, sino la legítima incertidumbre de alcanzar a presenciar sucesos cuya verificación era difícil adivinar.

Resuelto en este sentido, el problema, llevaría el historiador en su apoyo la persuasión de que procedía con toda honradez, sin propósito alguno previo, y como un hombre que miraba las cosas desde la altura que su aislamiento de los actores le proporcionaba. La explicación de sus tendencias en favor de Peredo vendría en tal caso a encontrarse en sus simpatías por un personaje a quien buenamente casi podía llamar un colega.

Y en verdad que prescindiendo de la declaración expresada, hay graves circunstancias que conspiran a hacernos pensar de este modo. Recorriendo las páginas que fray Juan nos ha dejado, fácil es convencerse que, al través de las numerosas y prolijas incidencias en que impone al lector, se trasluce algo como las impresiones de lo que se acaba de presenciar, algo de muy vivo y minucioso que en otra hipótesis indicaría en el narrador muy buena   —239→   memoria y un vehemente deseo de no olvidar lo menor. Si aquello puede perjudicar a la imparcialidad del relato, tiene en cambio la ventaja de darnos a conocer lo que junto a sus testigos se pensaba y se sentía.

¿El título mismo de Memorias no contribuirá por algo en nuestra convicción?

En todo el curso del escrito se nota también un arte notable para ir presentando los sucesos sin que en manera alguna dejen ver el desenlace probable; tal como en esas novelas de intriga en que el lector ve en suspenso la suerte de los héroes mientras no recorre las últimas líneas. Pero las palabras del autor de las Memorias van propendiendo, al parecer en fuerza sólo de los sucesos al término de los desvaríos de Meneses, como en los climas en que la atmósfera impregnada de electricidad, en el aire sombrío y pesado y en los vagos rumores, se presiente la tormenta que se aproxima.

Nosotros que no miramos este arte como hijo del estudio sino como la expresión pura y simple de lo que se copia de la naturaleza, nos decidimos por que las Memorias del Reino de Chile han sido escritas paso a paso, día por día. Con el ánimo prevenido del autor contra el objeto de sus indignaciones, nos parece asimismo, muy difícil que no hubiese en ninguna ocasión anticipado siquiera una palabra respecto del destino que se le aguardaba. Sea como quiera, siempre redundará en honor del que ha sido bastante artista o bastante sincero.

Mas, sin duda que en los detalles, en la intimidad de los hogares del pueblo, en cuyo centro nos hallamos, es donde debemos ver el más alto realce de los apuntes de fray Juan de Jesús María260. Quizás ninguno de los libros escritos en el periodo colonial   —240→   deja traslucir mejor lo que era esa sociedad y ese gobierno. Como no se hace en él materia de generalidades, o relación de los innumerables encuentros que los tercios de las fronteras mantuvieron siempre contra los indios, que es lo que de ordinario forma el caudal de otras crónicas, sino que lo llenan los acontecimientos caseros, las puerilidades que ocupaban el ánimo de los colonos de la república, asuntos frailescos o de alta chismografía, es por lo mismo interesante y muy curioso. Están retratados ahí los latidos de un pueblo a quien se tiene postrado, con su personalidad usurpada y que debe renunciar a su propia savia y energía para esperarlo todo de fuera, de quienes o no conocían sus necesidades o se proponían sólo explotarlo hasta en lo más sagrado. ¡Cómo nos parece ver ahí esas gentes sencillas y crédulas tendiendo ávidas sus miradas por el horizonte inmenso y desierto, acogiendo ansiosas un rumor, un indicio cualquiera que les anuncie un cambio favorable en su suerte o un motivo de temor!

Ninguna época mejor que la elegida por su variedad de incidentes y por los hechos únicos en su género, podríamos decir, que los de la administración de Meneses. Su fisonomía llena de excentricidad las peripecias de su matrimonio, sus prodigalidades y sus gustos, las competencias en que se envolvió con otras autoridades, la confesión que hizo, especialmente sus proyectos de independizarse en Chile, aunque se acepten sólo como vaguedades, hacen que su historia sea la de toda una centuria de la colonia; porque no hay nada que no nos veamos obligados a pasar revista leyéndola. ¿Modo de ser social? ¿Sistema político? ¿La guerra araucana? ¿El comercio? ¿Los situados?... Es el reflejo fiel de una ciudad extraordinariamente agitada por incidentes que estimaba de la más trascendental importancia, abultados por hablillas de un vulgo parlero, ascendiente antiguo entre nosotros de la crónica de los periódicos. Fray Juan de Jesús María se apodera de uno de esos susurros, lo examina con detención y lleno de curiosidad, y llega hasta sus efectos y al resultado que ha producido en el ánimo del aludido. Hay ahí, pues, no sólo el hecho, sino también   —241→   el principio de la acción, un intento, el punto céntrico de la mancha de aceite que ha ido creciendo más y más.

Continuando con el modo de composición del autor, veremos que los pensamientos y máximas que ha creído oportuno ofrecer, de ordinario sólo en lo que mira como hechos notables, proceden de la rutina y de los estrechos horizontes de los lindes de su claustro. Nada propio, nada mediano. Escritor que, como hemos indicado, a pesar de sus protestas de imparcialidad no omite expresiones denigrantes contra quien no estima y que, exhibiéndose así como un sectario y un enemigo, se expone a que se dude de su palabra.

Habría podido suprimir vanas declamaciones, comentarios poco congruentes, digresiones de mal gusto; aunque es verdad que esto mismo concurre a dar testimonio de la cultura de la época, viniendo a deponer con sus palabras ante la posteridad el narrador con su lenguaje impregnado de los giros y del decir de las gentes de su tiempo. De ahí proviene que su estilo sea en parte afectado, sin que su sonoridad pase más allá de los términos ampulosos, poco exactos y hasta ridículos, con palabras y frases poco cultas, fruto de una sociedad algo tosca y poco circunspecta en su expresión. Su estilo, es la misma conversación y todos sus descuidos. Allí también cuando se siente muy conmovido y entusiasmado, ocurre a las citas de autores, como una vaga reminiscencia de aquellos días en que desde lo alto del púlpito exponía a sus oyentes para mayor edificación las palabras de algún gran santo o padre de la iglesia.

Donde no ha podido olvidar tampoco los recuerdos de su citado y educación es en la gran intervención que suele atribuir a los santos en las acciones humanas; en los continuados ejemplos que entresaca de la Biblia para desplegarlos a nuestra vista, y más que todo, en los dos goznes sobre los cuales gira y se mueve en relación: Dios y el rey. Confunde, pues, aquí ya su espíritu religioso con sus inclinaciones de súbdito obediente, así como no da un peso sin traer a colación su doctrina del premio y castigo que aguardan al hombre y al magistrado, bajo el doble aspecto de criatura y de subordinado.

  —242→  

No reciben estas tendencias otra modificación que la que le ocasiona su estudio de algunos textos latinos, Tácito, especialmente, a quien parece hubiese querido tomar por modelo; y por eso es que no se olvida de recordar de cuando en cuando algunos acontecimientos de la historia romana, cuyos héroes presenta a la admiración del vulgo.

A juzgar por sus palabras, fray Juan de Jesús María fue un religioso amante de su país y un decidido adorador de la libertad que al estimarlo por su obra no olviden, pues, estas dos circunstancias los hijos de Chile.



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ArribaAbajoCapítulo VII

Historia general



- III -

Diego de Rosales


Primeros datos sobre Rosales. -Su venida a Chile. -Batalla de Piculhue. -Id. de la Albarrada. -Diego de Rosales misionero. -Parlamento de Quillin. -Primer viaje a la Cordillera. -Carta al padre Luis de Valdivia. -Misión de Boroa. -Alzamiento general de los indios. -Sitio de un fuerte español. -Rosales vuelve a Concepción. -Es nombrado provincial de Chile. -Viaje a Chiloé. -Últimas noticias. -Motivos que tuvo Rosales para escribir la Historia general del Reino de Chile. -D. Luis Fernández de Córdoba y el jesuita Bartolomé Navarro. -Materiales de que dispuso nuestro autor. -División de su obra. -Análisis de sus dos partes. -Conclusión.

Es cosa verdaderamente desesperante llegar al primero de nuestros historiadores, el primero por su saber, por su anhelo de verdad, el más notable por su figura, y casi sin segundo por su estilo como escritor, y encontrarse tan faltos de noticias que ni aún las épocas de su nacimiento o de su muerte se hayan llegado todavía a vislumbrar. Sólo sabemos que Diego de Rosales era castellano, hijo de la coronada villa de Madrid, según lo declara en la portada de su obra, a cuyo nacimiento vinculará más tarde cierta especie de nativo orgullo, porque, como decía, «en la sinceridad y en la puntualidad tienen mucho crédito adquirido los que lo son»261.

Es manifiesto, sin embargo, que no ha podido venir al mundo   —244→   sino a los fines del siglo siguiente al en que Colón regaló su mundo a los soberanos de España, o a más tardar a los comienzos del XVI, porque consta que en 1625 ó 1626 regentaba cátedras en su ciudad natal. Por esa misma época emprendía viaje a las Indias, y venía a incorporarse en Lima a los oficios de la Compañía de Jesús, donde debía principiar su probación y ordenarse para el altar.

Había ido de Chile por ese tiempo a Lima el celebrado jesuita Vicente Modollel en busca de misioneros que quisieran venir a Chile, lugar por entonces de arduos combates por la fe, campo fecundo, de triunfos para los verdaderos apóstoles del Evangelio, y el joven Rosales, ardiente de entusiasmo, no quiso desperdiciar la primera oportunidad que se ofrecía. Alistose entre los reclutas de la mística expedición, y llegó a nosotros allá por el año de 1629262.

«Los estrenos del ardoroso misionero en su nueva carrera de predicador y de soldado fueron dignos de una noble vida.

»No hacía muchos meses que residía en su misión, enseñando la doctrina a los bárbaros vecinos, llamados falsamente 'indios amigos' y dando a los soldados ejemplo de la continencia y del deber, cuando una tarde, hacia el 21 de enero de 1630, presentose a dos leguas de Arauco y en el pequeño llano que se llama todavía de Piculhue el atrevido y macizo Putapichion a la cabeza de un campo de indios, cuyo número hacen subir algunos cronistas a siete mil lanzas.

»El general en jefe del ejército de las fronteras, cuyo alto destino era conocido en la milicia colonial con el nombre de maestre de campo general, residía en esa coyuntura en Arauco, y éralo el valeroso caballero don Alonso de Córdoba, abuelo del historiador. Y aunque había recibido órdenes terminantes del gobernador recién llegado al reino, don Francisco, Lazo de la Vega, para mantenerse quieto, no fue aquel impetuoso capitán, dueño de sí mismo cuando llegó a su noticia el reto y la osadía del toquí araucano.

  —245→  

Hizo salir en consecuencia, el día 22 ó 23 de febrero, una compañía de caballería al mando del capitán Juan de Morales, con orden terminante, sin embargo, de no pasar más allá de una angostura de cerros que se llama de 'Don García' (por el de Mendoza) a cortísima distancia del fortín de Arauco y a la entrada del llano de Piculhue.

Pero, así como el maestre de campo no obedeció al gobernador, el capitán Juan de Morales se excedió en su comisión, y se internó imprudentemente más allá del seguro y bien defendido desfiladero, para verse envuelto con su puñado de jinetes en un verdadero torbellino de bárbaros aguerridos. Noticioso Córdoba de este peligro, salió apresuradamente al campo con todo el tercio que guarnecía a Arauco, pasó a su vez el desfiladero de 'Don García' y presentó temeraria pero generosa batalla a los indios, diez veces más numerosos, para salvar en comprometida vanguardia. En la tropa de Arauco iba Rosales, más como voluntario y como cruzado que como capellán castrense, cuyo era otro sacerdote.

»El valeroso, Córdoba no tardó en ser envuelto y derrotado, perdiendo su caballo, y quedando mal herido, al paso que murieron sus más valientes capitanes, y entre otros el famoso Jinés de Lillo, que había medido todo el reino como agrimensor y perito.

»Cuando el padre Rosales se retiraba con la rota columna de los cristianos hacia la estrechura que dejamos mencionada, alcanzole un indio y sujetándole el cansado caballo por la brida, iba a matarle, cuando se interpuso un mestizo que militaba en el campo enemigo y al cual el misionero había salvado de la horca hacía poco en Arauco, reo por alguna fechoría.

»No obstante el riesgo inminente de su vida, el capellán de los castellanos cumplió hasta el último momento su deber, confesando a los heridos y auxiliando a los moribundos, si bien puesto al abrigo de espesos matorrales, donde milagrosamente escapó en aquella fatal jornada»263.

  —246→  

Cabalmente un año más tarde Diego de Rosales hubo de prestar servicios análogos a los religiosos tercios españoles cuando se batieron con las huestes araucanas en la Albarrada, el 31 de enero de 1631; pero tanto como había sido de fatal aquel primer encuentro, fue feliz en esta ver el suceso de las armas castellanos. ¡Es verdad que los soldados se habían confesado antes del combate, y que por estar bien con Dios, se creían ya invencibles en las batallas y seguros del cielo si morían en defensa de la causa por la cual peleaban!

«Durante el resto del gobierno de Lazo de la Vega, que duró diez años, (l629-1639) el misionero en jefe de Arauco hizo una vida completamente espiritual y pacífica, llenando con fervor de anacoreta el largo plazo de su segunda profesión. Era un incansable ministro de conversiones. Había aprendido con perfecta llaneza la lengua indígena, y confesaba, predicaba y convertía en todas las tribus. Viajaba para estos fines, a veces, a los puntos vecinos de Arauco, como Paicaví o Lavapié, escapando, muchas ocasiones su vida de celadas asesinas que le armaban los indios fingiéndose cristianos, al paso que cuando obtenía la necesaria licencia de sus superiores extendía eu propaganda a todo el territorio araucano, llegando hasta el Imperial, hasta Villarrica, hasta Tolten, a la isla de Santa María y a Valdivia mismo. En la Vida del padre Alonso del Pozo, que escribió años más tarde, refiere él mismo que encontrándose en Tolten alto, es decir, en las vecindades de Villarrica, se dirigió al valle de la Mariquina, hoy San José, junto al río de Cruces, camino de Valdivia, y añade que en esa jornada tardó un mes entero, predicando y convirtiendo en las dos márgenes del río Tolten. 'Porque habiendo ido desde la misión de Boroa, dice el fervoroso misionero, refiriéndose a una época algo posterior, a Tolten el alto a hacer misión y tardando más de un mes en llegar a Tolten el baxo, con deseo de ver esta maravilla (la iglesia edificada por el padre Francisco Vargas en   —247→   el valle de la Mariquina) y saliendo todos los días de un pueblo a otro, porque son muchísimos los que hay en aquella ribera del Tolten'...

»De Valdivia hasta donde extendió su excursión el ardoroso misionero, en esa ocasión, regresó por tierra a la Imperial, y de allí otra vez a su querida misión de Arauco.

»Tenían lugar los más esforzados de aquellos ejercicios de predicador y misionero por los años de 1638 y 39. Y con sobrados títulos y pruebas se acercaba ya el día tan deseado por en alma de profesar plenamente en la orden de que había sido simple mílite y aspirante por más de veinte el conversor Rosales. Según un testimonio encontrado por el padre Enrich en el archivo del ministerio del Interior, en Santiago, Rosales hizo su profesión definitiva en el Colegio Máximo de la capital sólo en 1640, en manos de su provincial el padre Juan Baustista Ferrufino.

»Incorporado como ministro de la Compañía de Jesús, el padre Rosales volvió otra vez a su vida de misionero y de soldado de la cruz en la frontera.

»El marqués de Baides, inducido por su índole a una política diametralmente opuesta a la de su antecesor, el belicoso Lazo de la Vega, respecto de los araucanos, se dirigió a ajustar con ellos las famosas paces generales que llevaban su nombre, 'las paces de Baides', y el padre Rosales le acompañó al parlamento de los llanos de Quillin, situados a corta distancia de Lumaco, en calidad de consejero, de amigo, y sobre todo, de jesuita. El marqués de Baides, como Alonso de Rivera, en su segundo gobierno, y como Óñez de Loyola y el presidente Gonzaga, en el trascurso de dos siglos de uno al otro, fueron todos gobernadores hechuras de los jesuitas o amoldados con infinita habilidad a su escuela. El mismo Rosales, que salió de Concepción con el campo castellano rumbo de Quillin el 6 de enero de 1641, refiere en su Historia diversas incidencias de aquella pacífica campaña.

»El padre Rosales tuvo un puesto conspicuo en el parlamento de Quillin. Es cierto que con su natural modestia, ni una sola vez desmentida en el curso de su escrito, sino al contrario confirmada   —248→   con hechos verdaderamente preclaros; es cierto, decíamos, que en aquella ocasión solemne cedió el puesto de honor, que oro el de la arenga general con que se abría el parlamento en nombre del rey, a su colega y amigo el padre Juan de Moscoso, quien, por ser natural del reino (hijo de Concepción) le aventajaba en la soltura con que vertía la lengua de los naturales; pero lo que pone de relieve la importancia política alcanzada ya por Rosales en esa época, es que el marqués de Baides le confiara la pacificación de los pehuenches, así como él en persona había logrado desde años atrás la de los huilliches o araucanos propios.

»Completa y rápida fortuna acompañó al embajador jesuita en este primer viaje al corazón de la cordillera, pues trajo de paz todas las tribus inquietas, y además recogió en aquella jornada nociones preciosas de geografía, de botánica y aún de geología, cuya ciencia apenas era en su época una especie de nube que envolvía la tierra desde los días del Génesis. El primer libro de su Historia, consagrado a las tradiciones de ritos de los indios, el entendido jesuita hace caudal de aquellos reconocimientos, que a su juicio, entre otras deducciones científicas, dejaban certidumbre natural de la universalidad del diluvio»264.

Dos años más tarde (20 de abril de 1643), le escribía al padre Luis de Valdivia lo siguiente: «Este año fui a la campeada con el campo de Arauco; pasamos por la costa, visitando las nuevas poblaciones de amigos, y en todas partes nos salían a recibir a los caminos con camaricos. Fuiles dando noticia de Nuestro Señor, y predicándoles los misterios de nuestra santa fe, que oyeron con gusto. Rezaban las oraciones con afición. Dos veces he entrado por la costa a predicarles, y es para alabar a Dios ver una gente antes tan feroz, tan domésticos y tratables, y cuan capaces se hacen de las cosas de Dios, y el gusto con que reciben la fe.

«En la campeada se juntaron con el gobernador todos los caciques de la costa y de la Imperial, y después de sus parlamentos   —249→   y de haber tratado de la firmeza de la paz, y que no fuesen como los otros, que tenían dos corazones, me dijo el gobernador que les predicase los misterios de nuestra santa fe, y les dijese cómo el fin de Su Majestad en sustentar aquí las armas era para que fuesen cristianos, y que a eso se enderezaban estas frases. Prediqueles largamente dándoles a conocer a su Criador, y los medios por donde se habían de salvar, y todos dijeron que ya tenían un corazón con los cristianos y que querían ser de una ley y religión y que recibirían el agua del santo bautismo. Pidieron algunos al gobernador nos dejase allá, y el padre Francisco de Vargas, flamenco y yo hicimos harta instancia con el gobernador para que nos dejase en la Imperial, que sería de gran provecho para confirmar a aquellos antiguos cristianos en la fe y bautizar sus hijos; más, como acababa de publicar la guerra a los de la cordillera, que están cerca, no quiso porque no corriésemos algún riesgo».

«He salido razonable lenguaraz, le añadía, y creo que no anda en las misiones quien me gane, si no es el padre Juan Moscoso, que es criollo, y a más que la ejercita. Estamos tres padres aquí en Arauco, tres en Buena Esperanza y cuatro en Chiloé. Mucha gente es menester ahora para estas nuevas misiones, que necesitan de operarios fervorosos. ¡Dios nos dé su espíritu, y nos los envíe!»265.

Continuando enseguida su relación al padre Valdivia de las cosas de Chile, le agregaba: «Habían vivido los padres en el Castillo, donde V. R. los dejó, y yo también algunos años con el padre Torrellas, (que ya se fue a gozar de Dios cargado de merecimientos) y viendo la estrechura e incomodidad de habitación, hice fuera del Castillo una iglesia muy buena, que se aventaja a la del colegio de Penco, y voy edificando la casa para nuestra habitación, grande y capaz para muchos misioneros, para que desde aquí puedan ir la tierra adentro»266.

Incendiada más tarde la iglesia por el descuido de un muchacho,   —250→   volvió el animoso jesuita a reedificarla aún con más esplendor.

No habían sido escasos los servicios prestados por Rosales en el parlamento de Quillin, para que no acompañase a su segunda celebración (24 de febrero de 1547) a su íntimo amigo el presidente Mújica. Pero de nuevo, cual si se le obligase a salir a despecho suyo, regresó a su misión de Arauco a seguir en la conversión de los indios y en los demás ministerios de su oficio.

«Toma desde aquí arranque la parte más brillante y mejor conocida de la vida militante de Diego de Rosales.

»El misionero se hace soldado y el soldado se hace héroe.

»Vuelto a España el marqués de Baides, a la vista de cuyas costas encontró glorioso fin (1646), y muerto tristemente por un tósigo el presidente Mújica en su propio palacio de Santiago, perdió el reino sus hombres más prudentes, y Rosales sus mejores amigos. A uno y otro sucedió un mandatario inepto, atolondrado y de tal modo codicioso, él y su esposa, que entre ambos y dos hermanos de ésta, llamados don Juan y don José Salazar, pusieron el esquilmado reino a saco y lo precipitaron en el último abismo de su perdición y menoscabo.

»Pero vamos a contar únicamente la parte que al padre Rosales cupo en heroísmo y sufrimiento en aquella gran catástrofe.

»Antes de regresar de Penco a Santiago donde debía de morir a los tres días 'de bocado', dejó el presidente Mújica órdenes al segundo jefe de las fronteras, el veterano Juan Fernández Rebolledo, para que repoblase la Imperial, desolada desde la gran rebelión de hacía medio siglo (1600). Pero el entendido capitán juzgó más acertado establecer aquel punto estratégico en el antiguo asiento de Boroa, siete leguas hacia el sudeste de la antigua ciudad consagrada a Carlos V, pero siempre a orillas del Cautín y en su confluencia con el río de las Damas.

»Como Arauco era la garganta del país de los indios rebelados y la puerta de su entrada, así Boroa era su corazón, y por esto habíase asentado allí hacía cuarenta años el bravo Juan Rodulfo Lisperguer, pereciendo en una celada con todos sus secuaces, cuyo   —251→   desastre fue la victoria más cruel y más completa de los araucanos después de la muerte de Valdivia y de Óñez de Loyola (1606). Boroa está situado en el riñón de la Araucania, equidistante entre Penco y Valdivia, y en medio de colinas blandas y boscosas densamente pobladas.

»Como corrían tiempos de paz, la elección de los misioneros de Boroa hacíase asunto capital de buen gobierno y de buen éxito. 'Pidió, dice el propio Rosales del gobernador Mújica, al padre Luis Pacheco, vice provincial de la vice-provincia de Chile, dos padres de buen celo y espíritu para esta misión, sabios en la lengua de los indios y del agrado y virtud necesarios para tratar con gente nueva. Y habiéndose encomendado a nuestro Señor ymandado hacer en la vice provincia muchas oraciones para escogerlos, eligió al padre Francisco de Astorga, rector de la misión de Buena Esperanza, y por mi buena ventura me señaló a mí para su compañero»267.

«El que fundó esta misión fue el padre Diego Rosales, y con el mucho celo que tenía de la salvación de las almas, salió por toda la tierra a correrla y registrarla, publicando el santo evangelio por las tierras de la Imperial, hasta la costa o boca del río, que en sus márgenes por una y otra parte están muy pobladas de gente, Maquehua, Tolten alto y bajo; y en fin no dejó paraje de mar o cordillera que no corriese entre los ríos de Tolten y Cautín o Imperial, viendo y predicando a todas aquellas naciones y provincias. Y era tan bien recibido el padre que los caciques andaban a porfía sobre cuál había de ser el primero que mereciese en sus tierras al padre, para ser instruido y que su familia recibiese el agua del bautismo. Viendo tan buena disposición hacía levantar iglesias, donde los juntaba a rezar, principalmente a aquellos que eran cristianos antiguos, de que sólo la memoria de que fueron bautizados les había quedado. Encontraba a muchos españoles, que habían sido cautivos cuando muchachos o niños, que ya no se acordaban de lo que fueron, ni de la fe que recibieron; juntaba   —252→   a todos estos, les explicaba sus obligaciones, los instruía y confesaba a muchos de aquellos infieles que con ansias le pedían el bautismo después de instruidos.

«Mas el enemigo del linaje humano procuraba estorbar este fruto por medio de hechiceros que con sus dichos y artes diabólicos les hacían creer a aquellos bárbaros sus patrañas y embustes. Persuadíanles a que tenían poder de curar sus enfermedades, haciendo con los enfermos muchas pruebas, como sacarles aparentemente las entrañas, lavarlas y volvérselas a entrar sin que quedase señal, con otras invenciones para persuadirles el poder del demonio, y que le llamen en sus aflicciones y enfermedades, sin admitir a los padres sacerdotes. Todas estas marañas deshacía el padre Rosales con la luz de la verdad, dejándoles persuadidos que todo era engaño del demonio, como sucedió con un indio de Maquehua que se estaba muriendo. Fue el padre a verlo y a todos los suyos los halló muy llorosos, porque le perdían después de haber gastado su hacienda en hechiceros. Pidiéronle algún remedio, y el padre respondió que él no usaba ninguno para el cuerpo, que sólo tenía uno espiritual para el alma, y este era el bautismo, que sin duda ninguna le daría la salud del alma y la del cuerpo, si conviniese. El indio que casi tenía pedida el habla, pidió el agua del bautismo, instruyole, y juzgando que aquel día había de morir le bautizó. Mas, Dios que quería acreditar la predicación de sus ministros, dispuso que sanase de aquella enfermedad; que un hermano del enfermo alcanzó al día siguiente al padre, y le dijo como ya estaba bueno su hermano con aquella medicina del alma.

»También convirtió a muchas hechiceras en otra misión o expedición de éstas. En las cuales fue célebre la de un famoso hechicero, que por las apariencias que hacía de sacar entrañas, ojos y lengua de los indios y volverlos a su lugar, era el más célebre de toda la tierra y a todos los tenía embelesados.

»Deseoso mucho el padre de avocarse con este indio, a ver si podía con el favor de Dios quitar este lazo de Satanás y romper esta red que llevaba tantas almas el infierno, fue hacia su tierra   —253→   y predicó contra los engaños del demonio, explicándoles quién era y la enemiga que tiene con nuestras almas. Después llamó al tal hechicero aparte y le dijo lo mucho que tenía enojado a Dios por sus grandes pecados, dándoselos a conocer; porque a él le parecía que aquello era bueno y se justificaba diciendo que hacía bien a muchos curándoles sus enfermedades, adivinándoles quién les había hurtado sus haciendas, descubriéndoles quiénes eran sus enemigos ocultos, que les mataban sus hijos y parientes, que él (decía) predicaba a los ladrones que no hurtasen y a los hechiceros que ocultamente pintaban con veneno, y así que a él no tenía que decirle nada, porque él hacía cosas buenas. Estaba tan iluso y rebelde, que no se podía alcanzar de él cosa buena. Sólo le rogó el padre que cogiese una cruz que le daba y la trajese consigo; esperando que a vista de esta santa señal habría de huir el demonio para que entrase en su alma la luz del conocimiento.

»No la quiso recibir, antes se fue muy enojado contra el padre porque le persuadía a dejar sin oficio de tanto bien para toda la tierra, y de tanto provecho y utilidad para él. Porque cuantos iban a preguntarle o a curar sus enfermos, le pagaban muy bien. Conoció el padre que este género de demonios no se lanzaba sin la oración y el ayuno; por lo cual cogió muy a pecho encomendar a Dios aquella alma, para que el demonio, quedase confundido. Volvió a exhortarle de nuevo, y sólo dijo: 'Muchas cosas he revuelto en mi corazón con lo que me has dicho estos días'. Cobró con esto nuevas esperanzas el Padre; y prosiguió siguiéndole hasta que se rindió al verdadero Dios, y desechó de sí al demonio, renunciando a él; pero puso por condición que habían de venir en ello todos los caciques. Admitió el padre la condición, y en la primera plática que tuvo trató con los caciques; que no había de haber dungul (así llaman a estos adivinos) en sus tierras, y que pues, todos recibían la ley de Dios, y su adoración, que era fuerza que todos renunciasen al demonio, y le echasen de ellas para que sólo Dios reinase. Respondieron todos: 'desde que entrasteis en nuestras tierras, recibimos a Dios: y así todo lo que   —254→   fuese contrario a en ley, desde luego lo queremos dejar'; y volviéndose al hechicero, le dijeron que dejase el trato con el demonio, y le apartase de sí, pues todas sus obras eran falsedad y mentira.

»Recibió con gran fervor el agua del bautismo, haciendo muchos actos de contrición y detestación del demonio. Ni quería apartarse del padre, para que le enseñase las cosas de la ley de Dios, seguíale adonde iba y aprendía con gran afecto los cantares de devoción y del santo nombre de Jesús para invocarlo con ellos en vez de los que cantaba para llamar al demonio. Convirtiose tan de veras, que diciéndole el padre que lo refiriese los cantares que el solía cantar, respondió: «No me mandes que los diga, ni me acuerde de ellos, no piense el demonio que yo le vuelva a llamar, teniendo ya a Dios en mi corazón.' Alegrose el padre de oír tan buena respuesta, y mucho más cuando le dijeron que aquellos días le habían venido a consultar de lejos diferentes indios, y traídoles paga, para que supiese del demonio varias cosas, y que a todos los había despedido, diciéndoles: 'Ya no trato de eso; ya soy cristiano, y tengo a Dios en mi corazón. Ya he conocido los engaños del demonio, a quien de todo punto he dejado; no me tratéis más de eso, que es darme pesadumbre'. Vino al padre a pedirle remedios para librarse de la persecución de tanta gente como venía a pedirle que hablase al demonio, haciéndole muchas lástimas, llorando con su enfermo, el otro con su hijo o pariente enfermo, para que les dijese quién se lo había muerto; y son tales las lástimas que hacen que movieran una piedra. Armole el padre contra estas tentaciones del enemigo con santas palabras y consideraciones; diole una cruz para que la trajese siempre consigo, y le sirviese de escudo contra los tiros del enemigo. Recibiola con veneración y la guardó en una bolsita.

»Prosiguió el padre su misión hasta llegar a Tolten el bajo, que es junto al mar. Viéronse allí los padres que de Valdivia andaban aquella misión; donde después se puso una misión útil. Viéronse así los padres con grande consuelo; y juntos fueron haciendo   —255→   misión por toda la costa, doce leguas hasta la Imperial, enarbolando en todas partes el estandarte de la cruz y dando noticias, a los indios que habitaban por aquellas montañas, de la ley de Dios. Era grande el gusto con que recibían a los padres, porque son indios dóciles y de buenos naturales, y con ser este año de grande carestía y hambre, tanto que los indios andaban haciendo yerba por los campos, sustentándose con hojas de nabos y raíces de achupallas y sus tallos, a los padres proveían los caciques con abundancia; de suerte que tenían con qué hacer limosna a los pobres, dándoles pasto espiritual y corporal para que no desmayasen en la vuelta los que habían venido a buscar la salud del alma.

»...Cargados de semejantes trofeos y palmas conseguidas del enemigo común, volvían los padres de sus expediciones, habiendo dado a conocer a Dios por todos aquellos llanos y montes, sin que hubiese quien se escondiese de su fervor y celo, dejando catequizados a muchos, muchos confesados de los cristianos antiguos, y a los bien dispuestos bautizados, a su fuerte de Boroa, no a descansar sino a trabajar con mayor fervor con los indios y españoles de quienes, siempre que estaban en el fuerte, con las exhortaciones y pláticas procuraban desarraigar los vicios que se introducen con la libertad de la soldadesca, poniéndoles a la vista el buen ejemplo que debían dar a los indios bárbaros para que cobrasen amor a las cosas de nuestra religión, viendo en ellos vida ajustada a los santos mandamientos; porque si ellos no los guardaban, siendo de profesión cristianos, ¿cómo, dirán ellos, quieren que nosotros los guardemos viviendo atentos a las acciones de los españoles? Con semejantes pláticas quitaron muchos amancebamientos, la mala costumbre de jurar, con otros pecados...

»...Con la ocasión del hambre que padecía la tierra, venían muchos indios al fuerte, que todos experimentaban la caridad de los padres; quienes con el socorro corporal procuraban introducir el espiritual, enseñándoles antes a rezar, y disponiéndoles para el bautismo. Entre estos uno cayó tan enfermo perdiendo el habla y el juicio antes de acabar de instruirle, que puso en mucha aflicción a los misioneros. Mas, mediante sus fervorosas oraciones,   —256→   fue Dios servido que el indio recobrase el habla y sentidos el tiempo que fue necesario, para instruirle y bautizarle, muriendo luego para gozar de la eterna bienaventuranza»268.

«Encontrábase ocupado Diego de Rosales con Juan Fernández Rebolledo en plantear la fortaleza y casa de conversión de Boroa cuando hizo su entrada en el reino el funesto don Antonio de Acuña, cuyo es el nombre del mal soldado y detestable gobernante que hemos dicho sucedió a Mújica (1650).

»Puesto desde el primer día por Acuña y sus deudos en ejecución su plan de saqueo de haciendas y robo de indios, llamados estos últimos simplemente 'piezas', para venderlos en las minas del Perú (en cuyos distritos (aquél había sido corregidor) comenzó de nuevo el sordo fermento de las tribus, mal apagado por las paces de Baides.

»Empeñáronse desde luego los dos cuñados del gobernador, nombrado por su hermana el uno maestre de campo general, y sargento mayor el otro de los tercios españoles, que eran los dos puestos militares más altos del reino, en maloquear las reducciones de la cordillera para robarles sus hijos, y comenzaron a convocarse los expoliados caciques para tomar las armas; receloso de mal suceso el gobernador, suplicó al padre Rosales se dirigiese a Boros a apaciguar con promesas a los pehuenches, los puelches y otras tribus belicosas que habitan en el interior de los valles andinos.

»Ejecutó de buen grado y con su acostumbrada buena estrella esta penosa misión el padre misionero, pero exigiendo antes del gobernador y sus rapaces cuñados garantías de lealtad en el cumplimiento de sus pactos, porque el padre no sólo era hombre de bien, sino que amaba sinceramente a los indios, cuyos vivos sentimientos viénense a los puntos de su pluma en cada página de su libro.

»Pasó el animoso misionero en esta excursión hasta las famosas lagunas de Epulabquen, situadas en el riñón de la cordillera   —257→   de los Andes, frente a Villarrica, y que no deben confundirse con las que llevan el mismo nombre en las dereceras del Nevado de Chillán, donde siglos más tarde encontró su desenlace el sangriento drama de los Pincheiras, en el primer tercio de este siglo (1832).

»Atrajo el incansable misionero jesuita a la obediencia a los indios descontentos e irritados, al punto de regresar a Boroa acompañado de cuarenta caciques principales que ofrecieron humilde vasallaje a sus expoliadores.

»No perdió tampoco aquella ocasión el fervoroso jesuita para predicar, convertir y bautizar cuantas cabezas y almas pudo haber a mano269; y al propio tiempo trajo consigo de las mesetas andinas numerosas muestras de conchas y petrificaciones geológicas, que acusaban ya el estudio asiduo del naturalista y del historiador. Tenía esto lugar en el estío de 1651-52.

»Concluida aquella campaña diplomática, espiritual y filosófica con tan prósperos resultados políticos, el misionero volvió a encerrarse en Boroa, cuyo fuerte había sido confiado a un capitán llamado Juan de Roa, tan cebado en la rapilla de indios como sus jefes inmediatos los dos Salazar270.

  —258→  

»Llegó a tal punto aquel inhumano procedimiento271 que, a pesar de los ardientes protestas del padre Rosales y de su compañero de misión Francisco de Astorga, plantose en la Araucania una verdadera trata de esclavos como en la Nubia, haciéndose Boroa, como punto central del territorio, el mercado más concurrido de aquel horrible tráfico.

»Amenazó de nuevo la conflagración por el lado de los Andes, los ladrones de hombres que gobernaban el reino, encubiertos en las faldas de una mujer, volvieron a recurrir al influjo de Diego de Rosales entre los pehuenches para aquietarlos.

»Aceptó otra vez aquel encargo peligroso el jesuita cual cumplía a su obediencia, o más propiamente a su magnanimidad. Pero exigió esta vez prendas más positivas de honradez de parte de las autoridades, y no consintió en emprender su jornada si no se lo entregaban previamente más de quinientos cautivos que los Salazar y Juan de Roa tenían en sus corrales, a fin de restituirlos él mismo a sus desolados hogares.

»Aceptó otra vez esta condición el gobernador, que era tan desenfrenado   —259→   en la codicia como irresoluto en las medidas, y Rosales volvió a salir de su pajiza celda conduciendo al seno de las cordilleras los cautivos de aquellos insaciables Faraones.

»Dirigió en este tercer viaje el jesuita su rumbo por la parte austral de las cordilleras, y penetró hasta la laguna de Nahuelhuapi, frente a Osorno, dando la vuelta tan pronto como dejó sosegados los ánimos y bautizados todos los párvulos a que su valiente diligencia dio alcance en aquellas asperezas. En un pasaje de su Historia menciona con cierta suprema felicidad el nombre del primer puelche en cuya sucia chasca vertió el agua purificadora de la gracia. Llamábase éste Antulien.

»Entró y salió de los Andes en esta campaña el misionero de Boroa por el boquete de Villarrica, del cual da los detalles más prolijos en su Historia, revelando que es un paso llano, así como el de Chagel, situado en su vecindad, 'el cual dice (del de Villarrica) se pasa sin penalidad ninguna, por ser toda una abra, y al fin della una pequeña subida'.

»En este viaje pasó Rosales a vado el Tolten, 'con el agua a las rodillas del caballo', en el verano de 1652-53, y a su regreso visitó las minas de sal de Chadigue, de que hace minuciosa descripción en el libro segundo de su Historia; y las cuales constituyen la mayor riqueza y comercio de los indios pehuenches. Son fuentes salinas sumamente abundantes que se evaporan en diversos arroyuelos, dejando gruesas capas de alba sal, que aquellos cogen y venden a los araucanos del interior. Este comercio existe todavía.

»Cuando el infatigable misionero regresaba a los llanos, en el verano de 1653-54, encontró que el ejército español, a las órdenes de Juan Salazar, se dirigía con el pretexto de castigar a los indios de Carelmapu y de Valdivia por el asesinato alevoso de unos náufragos, a robar 'piezas' en los llanos de Osorno, de modo que se halló presente en la total y miserable derrota de aquel ladrón de niños ocurrida a orillas del río Bueno, el memorable 14 de enero de 1654.

»En esta ocasión los indios acaudillados por los bravos mestizos   —260→   que habían nacido de las cautivas de las siete ciudades, pelearon tras de trincheras y con armas de fuego. Cuenta el mismo Rosales que una de sus balas cayó a sus pies. Sucedió esto en el vado llamado del Coronel.

»Alentados los indios con aquel castigo de sus opresores, hicieron viajar secretamente su flecha desde el río Bueno al Maule y desde Carelmapu, en la costa del Pacífico a las cordilleras de Ático, y quedó acordada una rebelión general que sobrepasaría en estragos y en venganzas y en horrores, a las dos que la habían precedido en tiempo de Valdivia (1553) y del gobernador Loyola (1599)272.

»Por las relaciones íntimas y afectuosas que el padre Rosales mantenía entre las tribus araucanas, y no obstante la veleidad de estas, o tal vez en razón de ella, supo o sospechó aquél en tiempo el plan de los conjurados en su asilo de Boroa, y dio continuos avisos, pero en vano a las autoridades militares del lugar y del reino. Mas, estaban de tal modo engolosinados en el botín los Salazar y su hermana la gobernadora, que a nada, ni siquiera al cuerno de guerra que tocaba al arma en todos los valles, prestaban oídos aquellos incorregibles expoliadores.

»Al contrario, contra las advertencias cautelosas de Rosales273 y de su colega el padre Astorga, tan avisado como él, el aturdido maestre de campo, general Juan de Salazar, abandonó el reducto de Boroa en los primeros días de enero de 1655, llevándose todo el ejército para hacer una campeada de rapiña en ambas márgenes del Tolten. Y no sólo condujo consigo los tercios veteranos, sino los indios amigos de las reducciones vecinas y la mayor parte de la guarnición de Boroa, incluso a su capitán y castellano   —261→   don Francisco Bascuñán y Pineda, autor del Cautiverio feliz. Todo lo que quedó en Boroa con los dos padres conversores fueron cuarenta y siete soldados al mando de un oficial bisoño llamado Miguel de Aguiar.

»Debía ser la señal de la conflagración general la llegada del ejército a orillas del Tolten, y así sucedió que acampado allí Juan de Salazar, los primeros en volver sus lanzas contra él fueron los indios amigos de Boroa que le acompañaban.

»Con su cobarde atolondramiento de costumbre, Juan de Salazar precipitose con su ejército desmoralizado y hambriento hacia Valdivia, sin hacer frente a los sublevados, como con voces de soldado pedíaselo el pundonoroso Bascuñán, y embarcándose como un prófugo en aquel puerto para Penco, dejó degollados en la playa, entre caballos y reses, siete mil animales.

»No fue menor ni menos infame el aturdimiento de su hermano, el sargento mayor y segundo en el mando militar José Salazar, que guarnecía la inexpugnable plaza de Nacimiento con más de doscientos buenos soldados. Atropellando por todo consejo y todo honor, hizo el despavorido capitán amarrar balsas y echolas al Bio-Bio en la estación del año en que apenas es flotable para trozos de madera, de suerte que después de haber hecho encallar las embarcaciones que conducían las familias de la guarnición de Nacimiento, frente a San Rosendo, entregándolas al cuchillo de los enfurecidos bárbaros alzados, sucumbió él mismo con el último de sus soldados, atascado en la arena en el paso de Tanaguillin, entre Gualqui y Santa Juana. Allí le atacaron los indios por una y otra margen, y peleando en el agua con indomable fiereza, no dejaron un sólo hombre con vida.

»Con mayor vergüenza todavía, abandonó el gobernador, tan cobarde como sus cuñados, la plaza fuerte de Yumbel, donde se hallaba cuando estalló la rebelión, y huyendo como un gamo, seguido de innumerables familias que dejaban sus hijos tirados en los campos y de soldados sin honor que arrojaban sus pesados arcabuces en el sendero, encerrose en el fuerte Penco, donde fue depuesto con ignominia por sus propias tropas indignadas.

  —262→  

»Todas las posesiones españolas fueron al mismo tiempo arrasadas hasta el Maule, arrojándose los pehuenches, más feroces todavía que los araucanos, porque son menos bravos, sobre las haciendas de los españoles, matando y cautivando más de mil familias y causando daños que en aquella época de comparativa penuria fueron valorizados en ocho millones de pesos: el botín de ganados pasó de trescientas mil cabezas.

»Aún la plaza de Arauco, llave maestra de la frontera, defendida durante un corto tiempo animosamente por un soldado natural de Navarra llamado José Bolea, hubo de ser evacuado, retirándose su guarnición por mar a Penco.

»Sólo esta ciudad fuerte no había caído en manos de los bárbaros, pero teníanla en tan continuo sobresalto que en una ocasión se robaron los indios un sacristán del año de la catedral...

«Tal era el lastimoso aspecto del reino un siglo después de su conquista y ocupación por los castellanos, reducidos ahora únicamente a las ciudades de Santiago y de la Serena, arruinadas ambas por un espantoso terremoto (1647). Todo lo demás había vuelto a ser indígena.

»Pero en medio de aquella desolación general quedaba todavía un muro en que se guardaba con honor la bandera de Castilla.

»Era ese muro una simple estacada de rebellines de roble defendida por el consejo y el ejemplo de dos monjes de pecho levantado.

«Hemos dicho que la recién fundada fortaleza y misión de Boroa había sido desamparada por el maestre decampo Salazar, quien lejos de regresar a ese punto estratégico, huyó para la costa desde el Tolten»274.

«Del fuerte Boroa que tenía cien soldados de presidio, sacó el maestre de campo para la jornada que intentaba hacer a las tierras de Cunco, los mejores soldados, dejando solos en aquel presidio cuarenta y siete sin bastimento, ni municiones o muy pocas, como en tiempo de paz. Cuando a los cuatro días de que pasó   —263→   el maestre de campo tocaron armas, que los indios estaban alzados y andaban corriendo la campana, y cautivando algunos soldados, que con la seguridad de la paz vivían fuera del fuerte con sus mujeres e hijos, como también robaban los ganados y caballos que tenían en los potreros: algunos españoles y mujeres que se escaparon huyendo, vinieron a dar parte al fuerte de cómo toda la tierra estaba alzada. Al punto el capitán mandó cerrar el fuerte, dispuso la poca gente que tenía para defensa y ordenó lo que en un caso repentino e inopinado, le dictó el aprieto y le dejó discurrir la turbación.

»Encerró en la guardia todos los indios e Indias que había en el fuerte, que por el amor que tenían a los españoles los habían venido a servir, y recibido con nuestra santa fe, el agua del bautismo. Recelando el capitán que se hiciesen a una con los de su nación, y que mientras los soldados estuviesen peleando, ellos diesen entrada al enemigo, o quemasen el fuerte, cogió la resolución de degollar aquellos miserables inocentes indios, dando y aprovechando su dictamen los soldados diciendo que de los enemigos los menos, y que, pues ellos habían de morir, que no podían escapar de tanto número de enemigos, como venían sobre ellos, que muriesen también aquellos indios primero. Llegó a noticia de los padres esta resolución del castellano y soldados, y le persuadieron a que no hiciese semejante crueldad y barbaridad, derramando la sangre inocente; que sería provocar a Dios a mayor castigo y al degüello de todos los españoles. Porque aquellos indios estaban inocentes del alzamiento, porque los indios que lo habían fraguado se habían recatado de ellos de que no lo supiesen, porque alguno no lo descubriese a los soldados a quienes servían; y sería crueldad y mal pago quitar las vidas a unos indios e indias que les habían venido a servir de su propia voluntad y recibido la fe con el santo bautismo, que si se recelaba de ellos y no los podían guardar, ni había comodidad para sustentarlos, que los echasen puertas a fuera para que se fuesen a sus tierras y después se volverían si las cosas se compusiesen. Dijéronles también que aquel era tiempo de obligar a Dios, usando de misericordia   —264→   para que Su Majestad la usase con nosotros, y que lo primero que debían hacer era confesarse todos, como quien estaba esperando la muerte y que todos debían recelar mucho por ser tan pocos, y los enemigos tantos millares, que con lágrimas de penitencia expusieran debajo del amparo de María Santísima.

»Pareció bien a todos el consejo de los padres. Abrieron las puertas a todos los indios e indias para que se fuesen, en que yo juzgo estuvo su seguridad, que si hubieran hecho lo que intentaban, ¿cómo Dios los había de haber ayudado? Fuéronse los indios, muchos contra su voluntad y llorando. Mas los padres los consolaron, que aquello era lo que convenía, que después se podrían volver si las cosas se componían. Los indios enemigos alabaron la piedad de los españoles y la caridad de los padres, como después lo mostraron y dieron a entender en ocasión. Confesáronse los soldados, diciendo sus pecados a voces y clamando a Dios, pidiendo a Su Majestad misericordia. Fueron a ofrecerse debajo del amparo de María Santísima en su santa imagen de nuestra señora de Boroa, que en otro fuerte que estuvo antiguamente, en el Nacimiento, defendió a los soldados milagrosamente de una gran junta de indios, y era grande la devoción que los soldados tenían a esta santa imagen, y fue grande el afecto con que se encomendaron debajo de su patrocinio, y la confianza grande que tenían de su auxilio. A la verdad esta santa imagen fue todo su amparo y felicidad, y la que les defendió del furor de tantos enemigos, la que les sustentó año y un mes de cerco y la que les sacó de él con tanto aplauso y honra, siendo los soldados de Boroa en aquellos tiempos el aplauso de la fama en hechos y valor, como se verá.

»La noticia del alzamiento llegó al fuerte, sábado 13 de febrero al anochecer; y el día siguiente amanecieron las campañas llenas de indios que venían a gozar de los despojos del fuerte, y a llevar, según pensaban, algún esclavo español o española a su casa. Venían con grande confianza de que todos eran suyos, sintiendo de que fuesen tan pocos, y ellos tantos que pasaban de seis mil y quinientos; y no les podía caber a pedazo de español. Empezaron   —265→   a hacer sus parlamentos por sus parcialidades. Despidieron el miedo a su usanza a vista del fuerte, haciendo estremecer la tierra con los golpes de los pies que dan en ella. Antes de acometer enviaron de cada parcialidad los caciques más principales, su huerquen o mensaje a los padres, muy cumplido y con muestra de grande amor, diciéndoles cómo estaba alzada la tierra y que ellos, aunque con sentimiento suyo, habían venido en aquel alzamiento y habían de acometer el fuerte y ganarle; que saliesen con tiempo, que ellos les tendrán en su tierra con la estimación que se debía a sus padres, a quienes amaban y estaban agradecidos a los muchos bienes que les habían hecho; que conocían que eran muy diversos de los españoles, y que de los padres no tenían queja, ni de ellos habían recibido algún agravio.

»Respondieron los padres agradeciéndoles sus consejos, y que les estimaban su aviso y buena voluntad; mas, que no podían dejar de asistir a los cristianos en aquel lance tan apretado, para confesarlos y ayudarlos, como tenían obligación de asistir a sus hermanos, ni que el capitán les había de dejar salir a estar entre enemigos rebeldes a la fe de Dios y al rey, y que quien no guardaba a Dios y al rey la fe y palabra que les habían dado, menos se la guardaría a su ministro. Además de estos mensajes, se llegó el cacique Chicahuala cerca del fuerte, dejando a la vista sus tropas; llamó a un padre para hablar con él a distancia que se pudiesen oír, y le dijo lo mismo, y que sentiría que los padres cayesen en manos de los puelches, que son indios más feroces y más bárbaros; y así que se saliesen con tiempo, que él los tendría en su casa y amparo; que huyesen, que ya todo estaba a punto para dar el asalto y que dijese a los españoles que ya se rindiesen en la confianza que era lo que mejor les podía estar; que con el fervor de la pelea no pereciesen todos, que conociesen cuán imposible era escapar de sus manos, por no tener esperanza de socorro de parte alguna; pues todos los españoles habían perecido en la Concepción y en los fuertes y tercios. Conocíase que su piedad era fingida e impía.

»Respondió el padre con palabras de cumplimientos en cuanto   —266→   a su salida. Mas el capitán del fuerte le dijo, que para rendirse él y sus soldados, era necesario hacer consejo de guerra, como ellos hacían sus parlamentos; que dilatase el asalto para el día siguiente, que le daría la respuesta. Díjole esto por ver si los podía entretener aquel día para tener lugar de fortificarse; porque con la seguridad de que la tierra estaba en paz, no estaba el fuerte como quisieran, y ahora con el repente no se habían podido fortificar mejor. A que respondió Chicahuala que no podía dar más tiempo, que su gente estaba impaciente para acometer. El capitán dijo: 'Pues, Chicahuala sabe que mis soldados y yo estábamos con grandes ánimos de pelear y morir en la defensa del fuerte antes que rendirnos; y así para luego es tarde; y esperamos con el favor de Dios rendir tu soberbia y presunción'.

»Con esto (Chicalhuala) llamó su gente, que con gran ímpetu, gritería y algazara, acometieron el fuerte por todos cuatro costados; derribaron la contraestacada, quemaron algunos ranchos que había fuera, y ya les parecía que era suya la victoria. Acometieron a la segunda estacada, hallaron tan valiente resistencia en los pocos soldados, que aunque gastaron todo el día peleando no ganaron nada, sino la muerte de muchísimos indios, que como iban cayendo los iban retirando, arrastrándolos afuera porque no desmayasen los demás viendo tantos muertos. En este tiempo estaban los padres, como Moisés en el monte de María, pidiendo a Dios por el buen suceso de los cristianos y pidiendo el favor de donde se podía esperar sólo, que era de Dios por intercesión de su Santísima Madre; porque sin su ayuda y socorro era imposible salir bien de tan reñida batalla con tantos y tan sangrientos enemigos. Acudían a ratos a animar a los soldados, y a ver si les faltaban municiones para hacerles proveer de ellas; oficio que cogieron a su cargo las mujeres acudiendo con gran solicitud de unas partes a otras, sin temor a las lanzas de los indios.

»Sucedió que estando en el fervor de la batalla, Cristo y su majestad quisieron dar a entender estaban en favor de los españoles en un milagro que acaeció, que luego que lo supieron los soldados, cobraron grande ánimo y esfuerzo contra sus enemigos,   —267→   y confianza de que habían de conseguir victoria. Fue que la imagen de un santo crucifijo y de la Virgen María y que estaban en el altar con cuatro velas encendidas, comenzaron a sudar275, viéndolo muchas personas que estaban allí haciendo oración, pidiéndole a Dios y a su Santísima Madre favor en aquel aprieto.

»Repitiose esta maravilla las dos noches siguientes; porque viendo el enemigo cuan mal le iba en el asalto y la mucha gente que iba perdiendo peleando de día, pareciéndoles que con la oscuridad de la noche podrían más fácilmente asaltar el fuerte y rendir, cautivar o matar a los españoles, se retiraron para acometer las dos noches siguientes, como lo hicieron con el mismo furor que antes, perseverando en la pelea desde medianoche hasta rayar el alba, con lanzas, flechas, macanas y laquis, levantando los gritos hasta el cielo sus caciques y capitanes, y aún baldonándoles, porque tantos no acaban de rendir a tan pocos soldados. Usaron de mil trazas e hicieron varias invenciones para pegarles fuego dentro del fuerte, ya que no podían sujetarlos. Arrojaron hachones encendidos sobre las casas, que eran de paja seca que arde como yesca; tirábanles flechas de fuego que se clavaban en la paja, y otras invenciones que inventaron para abrasarlos vivos. Esto fue lo que más atribuló a los cercados, y lo que les daba mayor cuidado, porque si se pegaba fuego a una casa todo se había de abrasar por lo junto de ellas y lo estrecho del fuerte. Los soldados hacían harto en defender la entrada del enemigo, que por varias partes intentaban. No podían dejar un punto la muralla por atender a apagar el fuego. Mas las mujeres anduvieron tan valerosas, que repartidas unas a dar municiones, y otras sobre las casas o ranchos, cuidaban de apagar el fuego que venía en las saetas.

»Pero quien sin duda lo apagó fue aquel rocío divino que las   —268→   santas imágenes derramaban en la serenidad de la noche; porque se vio manifiestamente que al tiempo del combate las dos imágenes derramaban el precioso rocío de sus rostros, pudiéndose decir que venía a instancias y suplicas de aquellos Jedeones, que delante de su acatamiento estaban pidiendo a Dios viniese como rocío soberano de socorro sobre aquella era donde sin su auxilio habían de ser trillados los que confesaban su santo nombre. Descendió tan favorable que ni el fuego prendió en la seca paja, ni los indios después de tan porfiados combates consiguieron más que la muerte de muchísimos de sus compañeros; y los que quedaban viéndose tan destrozados se retiraron con harta confusión suya. Porque habiendo venido tres veces de día y noche, seguros de victoria, por ser tantos contra tan pocos, nunca pudieron contrastar aquel pequeño castillo. Conociose evidentemente que Dios estuvo por los cristianos por la intercesión de su Santísima Madre, por haberse dispuesto los soldados y armados para la batalla con las armas que les aconsejaron los padres, lo primero no haciendo aquella injusticia que habían intentado contra los indios inocentes, lo segundo confesándose y haciendo penitencia de sus pecados, que son la causa de sus calamidades.

»Pasadas estas batallas, mantuvieron los padres a los soldados en mucha virtud, apartando a las mujeres solteras que no viviesen entre los soldados, hacíanlos rezar todos los días el rosario y letanías de Nuestra Señora, y que frecuentasen a menudo los sacramentos. De suerte que se podía decir que los padres mantenían sobre sus hombros aquel fuerte, con fervorosa oración y ásperas disciplinas. Mantenían a los soldados con sus limosnas que el padre Diego Rosales como superior les daba; porque cautelando el alzamiento, encerró trescientas fanegas de granos que el padre con grande amor y agrado los repartía por en mano. Mas, siendo ésta corta provisión para trece meses de cerco, porque eran muchas las mujeres y chusma de muchachos que allí habían dejado los soldados que fueron con el maestre de campo, creció el hambre; y fueron muchas las ocasiones que aquella gente con su capitán tuvieron resueltos de ir a buscar víveres desamparando   —269→   el fuerte; queriendo más morir peleando o cautivos que padecer una muerte tan penosa a rigor del hambre. Todas las veces que se hallaron en estos aprietos, confesó el capitán después, que el padre Rosales los reprendía diciendo: 'Hombres de poca fe, fíen en Dios que no pasará el día de mañana sin que tenga alivio este trabajo. Y aquella noche sin falta venía socorro al fuerte. Porque había indios en perpetuas emboscadas, y a estos Dios les movía a compasión y traían carne al fuerte, y otras cosas.

»Otras veces salían de noche a hacer presa en los ganados de los indios, como aves de rapiña. Pedían a los padres, por el concepto que tenían de ellos, que les señalasen día, y fue cosa singular que siempre que el padre les decía: 'Tal día vayan', que regularmente eran días de la Virgen, nunca los indios pudieron apresar alguno, ni quitarles las presas de vacas y de caballos que traían para su sustento. También oí contar a un don Pedro Riquelme, que entonces era cautivo, cómo un cacique principal de Boroa, padre de Autuvilce, a quien conocí mucho, secretamente favorecía a los españoles. Este traía ganado y lo ponía donde lo pudiesen coger los españoles, y le encargaron que fuese a Valdivia, y les trajo pólvora. Después premiaron a este indio».

«Hubo momentos, añade el señor Vicuña Mackenna, en que no obstante estos socorros providenciales, faltó el plomo en los baleros. Ocurriose en tal apuro a la plata del Servicio del castellano del fuerte, y cuando ésta se hubo agotado, el padre Rosales convertido en un verdadero Pedro el Ermitaño de aquella defensa entre los infieles, echó en las ascuas de la fragua los vasos sagrados, rasgo verdaderamente sublime de responsabilidad enrostrada al cielo por un monje en aquella tenebrosa edad y en aquel preciso sitio.

Pero no sólo dio el valeroso misionero a los soldados la plata de los altares para fundir balas sino que, desencuadernando los misales y hasta sus libros de devoción, hizo de ellos petos y corazas para los combatientes...276

  —270→  

»En fin, el fuerte se mantuvo todo el tiempo dicho, aunque los indios le acometieron muchas veces. Mas siempre se defendió aquella roca, aunque pequeña, haciendo mucho estrago en los enemigos sin hacer algún daño a los españoles, que es cosa digna de toda admiración. Sólo una vez se mató un soldado a sí mismo con la fuerza que hizo por quitar a un indio la lanza, que se la soltó a tiempo que con su mismo impulso se la atravesó por los pechos.

»Viéndose los indios que por fuerza no habían podido contrastar aquel castillejo tan pequeño y de tan poca gente, recurrieron al engaño. Para esto fueron ochocientos indios fronterizos bien armados y los mayores traidores, que más sacrilegios y muertes habían hecho, y en dos noches caminando a la ligera en buenos caballos, se pusieron en el fuerte, diciendo a los españoles que venían a llevarlos, fingiendo mil patrañas y traiciones; porque en el camino habían hecho un parlamento, en que se determiné que en sacando a los españoles con maña o por fuerza no había de quedar ninguno vivo ni aún los padres. Los soldados encomendaron a la Madre de Dios el suceso; y fingiendo que se querían ir con ellos, hicieron acarrear a las mujeres a la puerta del fuerte entre los dos fosos los trastos y varias alhajas, para que las llevasen. Los indios pasaron el primer foso a coger y a hacerse dueño de aquellas pobres alhajas, pensando que todo era suyo; y ya querían cantar victoria. Cuando al verlos divertidos en el pillaje dispararon una pieza y toda la mosquetería, con que hicieron en ellos un gran destrozo y los pusieron en huida, dejando lo que habían cogido. Quedaron muchos muertos y heridos, y entre ellos su sargento mayor Huicalaf, que era cristiano y murió confesado; y su maestre de campo Lehuepillan, que era el mayor traidor y enemigo de los cristianos, el principal motor de los fronterizos y yanaconas; el cual después del alzamiento, habiendo cautivado a una española hija de buenos padres, queriendo usar mal de su honestidad,   —271→   ella se le resistió una y muchas veces, porque no quiso condescender con su gusto le dio nueve puñaladas y la privó de la vida que gloriosamente ofreció a Dios en honor de la castidad por medio de este cruel tirano; que quiso Dios que en Boroa pagase sus maldades para que un fuertecillo como aquel humillase su soberbia, para que fuese su alma a penar para siempre sus delitos.

»Para solicitar socorro, se determinaron los cercados de enviar a la Concepción dos indios a dar cuenta al gobernador del peligro en que estaban, ya sin bastimentos ni municiones. Animáronse a ir dos yanaconas de los más y fieles, y pasar de noche por toda la tierra del enemigo; los cuales confesado y comulgados, que fue su principal viático, se pusieron en camino, que fácilmente concluyeron con admiración de todos los españoles de la ciudad de Penco y alegría del ejército; por ver personas del cerco y saber nuevas de sus personas y conmilitones. La llegada de este mensaje a la Concepción puso espuelas al deseo que todos tenían de aventurar sus vidas por sacar de tan manifiesto peligro a los padres y españoles; aunque hubo algunas diferencias si convenía o no arriesgar todo el ejército por favorecer a tan pocos, mas prevaleció la opinión de los esforzados, y el padre Jerónimo Montemayor, rector de Buena Esperanza se ofreció a ir con el ejército.

»Pusiéronse en campaña, hasta mil infantes con pocos caballos; y bien dispuesta la marcha caminaron en escuadrón para Boroa. Quedaron en la Concepción y en Santiago haciendo continuas rogativas, penitencias y procesiones por el buen suceso del ejército, en que consistía todo el bien del reino; porque apenas quedaban en él más soldados, y todo era temores y recelos; que si se perdía aquella poca fuerza que había quedado, se había de perder todo el reino; porque si el enemigo, como era forzoso pelear con él lo derrotaba o lo vencía, vendría luego a apoderarse de la Concepción y acabaría con todo. El recelo se fundaba en que en otros tiempos, para entrar en campaña, llevaba el ejército tres y cuatro mil hombres y mucha y muy buena caballería, y apenas se podía conseguir buen suceso. Ahora eran sólo mil, habiendo de entrar por   —272→   medio de los enemigos, que habían de intentar cortar el paso a la ida y a la vuelta, por estorbar el viaje.

»Llegó el ejército al primer río, que es de la Laja; y allí encontró al enemigo, quien le estaba esperando en emboscada, y acometió a los nuestros de repente. Mas, se dieron tan buena maña los españoles, quienes les acometieron con tal coraje, que en breve tiempo mataron muchos indios, y cortando a uno la cabeza, cantaron la victoria, con lo cual desmayó el enemigo y se retiró con intento de hacer otra junta mayor y aguardarlos en campaña rasa. Los cristianos se animaron mucho con esta primera victoria. Fuéronse todos por el camino, confesados para obligar a Dios les concediese fortuna y feliz viaje, pues le cogían obligados a la caridad de sus hermanos. Iban persuadidos que en cada paso habían de pelear; por lo cual dispusieron su marcha con grande cuidado y ordenanza, sin permitir los jefes que se faltase a ella, estando como estaban en medio de los enemigos en una vega muy extendida llamada Carape. Encontraron segunda vez al enemigo. Los nuestros puestos en buen orden le esperaron con grande ánimo. Ellos hicieron algunas acometidas, y en todas le fue muy mal al enemigo. Con esto los fronterizos se acobardaron, viendo tanta resistencia en los españoles, y trataron de retirarse y hacer llamamiento a los de la tierra adentro.

»Mas los indios de adentro viendo que los fronterizos, estaban quebrantados ya dos veces por los españoles y que ya no tenían fuerzas, que los españoles se iban entrando en sus tierras y sus casas, no se quisieron juntar ni venir a su llamamiento. Respondieron sólo que guardase cada uno su distrito y su tierra. Con esta respuesta no hicieron más juntas que fuesen de consideración, sino en algunos pasos, que limpiaban fácilmente con la mosquetería. Iban por los caminos talando las sementeras, quemando casas, sin alguna oposición del enemigo, hasta que llegaron a Boroa con gran regocijo de los cercados, quienes, estándose lastimando que ya no había nada que comer, y los padres habían barrido su granero, sin tener más ya que repartir a los soldados. Cuando empezaron a oír los tiros de los mosquetes que ya iban   —273→   llegando y haciendo salvas, el gusto que uno y otros recibieron, no se podrá explicar bien; los del fuerte por verse libres, los del ejército por el logrado ha trabajo. Abrazáronse los unos a los otros con amor y caridad como hermanos y el padre Montemayor a los padres con aquella ternura de ver a los que juzgaban muertos.

»Lo primero, dieron a Dios las gracias, haciendo una fiesta a María Santísima sacándola en procesión, y confiados en tan rica prenda y en tan poderoso amparo, volvieron a la Concepción campeando y haciendo daños al enemigo en sementeras y ranchos. Tenía el enemigo una junta de cuatro mil indios en el paso del río Bio-Bio, y peligraran muchos de los nuestros si hubieran caído en aquella emboscada. Pero Dios y la Virgen les libró de ella, inspirándoles que pasasen el río dos leguas más arriba del camino, por donde antes le habían pasados y él enemigo quedó burlado; que cuando los vio y vino su caballería corriendo a atajar el paso, por priesa que se dio, no llegó a tiempo, y el ejército pasó sin embargo, y caminó sin estorbo hasta la ciudad de la Concepción con el gusto y aplauso que se puede considerar de todos los padres y soldados de Boroa, que fueron recibidos de toda la ciudad con mucho regocijo.

»Todo el reino reconoció y los soldados de Boroa lo publicaban a voces, que por las oraciones, consejos y dirección de los padres, se habían conservado en aquel cerco, y tenido tan buenos sucesos que a no haber estado allí los padres, sin duda, se hubiese perdido el fuerte y hubieran perecido todos los cristianos que en él había. Porque, además de quitar los pecados públicos, que en el fuerte había, causa de todos los males, animaron a los soldados a sufrir con fortaleza los trabajos, sustentando a los soldados con el alimento que tenían para sí, vestían a los cautivos que venían desmayados, ayudando y solicitando su rescate y dando pagas por ellos, componían las diferencias de los soldados y sufrían con mucha paciencia lo poco que tenían cabos y soldados; que a juicio de todos en sus manos solas todo se hubiera perdido, y con la discreción y consejo de los padres, salieron todos con bien, con lustre,   —274→   honra y nombre. El padre Diego Rosales, al llegar a la Concepción, se halló con la patente de rector de aquel colegio y empezó luego a gobernar. Después cogió las riendas de toda la vice-provincia de Chile»277.

»El padre Rosales ocupó su incansable actividad en beneficio de sus nuevos deberes, enseñando a la juventud fomentando los intereses de su orden. Compré con este fin para el rectorado de Concepción la hacienda de Conuco, adquirió otra más pequeña para la subsistencia de la misión de Arauco, y se preocupó de reconstruir la iglesia principal de Penco bajo el pie de suntuosidad, con que algo más tarde promovió y llevó adelante la edificación del famoso templo de Santiago que todos hemos conocido.

»Hallábase el padre en Concepción a la cabeza de su iglesia cuando sobrevino un espantoso terremoto del cual han hablado poco los historiadores porque parece que, como el de 20 de febrero de 1835, fue sólo local, en las latitudes del sur278.

»El 15 de marzo de 1657, nos dice el mismo Rosales, a las ocho de la noche padeció la ciudad otro temblor y inundación del mar igualmente horrible al antiguo; vino con un ruido avisando y pudo salir la gente de las casas, y luego tembló la tierra con tanta fuerza que en pie no podíamos tenernos; las campanas se tocaban ellas con el movimiento, las casas bambaleaban y se caían a plomo. El mar comenzó a hervir estando la marea de creciente, de aguas vivas y cerca del equinoccio autumnal, según el cómputo de este hemisferio, que es cuando por estas costas más se hincha el mar; explayose entrando por el canal del arroyo que pasa por medio de la ciudad, y retirase; pero de allí a una hora cayó hacia el poniente un grande globo de fuego y volvió a salir el mar con tanta violencia que derribó todas las casas que habían quedado, sin reservar iglesia, sino fue la de la Compañía de Jesús y todo el Colegio, que no recibió daño considerable con haberlo entrado el mar.

»Salimos todos corriendo a socorrer y confesar los que habían   —275→   maltratado las ruinas. Clamaba la gente por las calles pidiendo a Dios misericordia y confesando a voces sus pecados, y por estar cercano un cerrito, donde se acogieron cuando el mar salió bramando de repente y explayando sus furias, se escapó la gente; que si no, perecen todos. No fueron muchos los muertos, por haber sido a tiempo que todos estaban despiertos y sobre aviso del temblor, aunque algunos que no se dieron tanta prisa a huir quedaron envueltos en las olas del mar, que a la retirada se llevó mucha hacienda y alhajas, de cajas, escritorios y arcas, trasportándolo todo a otras playas, más de dos leguas de la ciudad»279.

«Refiere el padre a propósito de esta catástrofe un caso curioso que revela en discreción y sagacidad, porque habiéndose aparecido un niño asegurando bajo mil juramentos que un ermitaño lo encontró en el monte y le dijo que iba a temblar de nuevo con mayor estrago y a perecer el pueblo entero, alborotose éste a tal punto que el presidente Porter Casanate y el obispo don Dionisio Cimbrón hubieron de convocar a una reunión de notables y de teólogos para examinar la profecía. Traído el muchacho a presencia de la asamblea, ratificose con grandes veras de candor en todo lo que había revelado, aumentando las zozobras de los circunstantes y de la muchedumbre, hasta que el padre Rosales tomó el partido de fingir que le creía, y poniéndose de su lado, en contra de los que le argumentaban, díjole: 'Mira, niño, que te has olvidado que el ermitaño te dijo que no buscasen su cuerpo porque los ángeles le habían de llevar al monte Sinaí'... Cayó el muchacho en el ardid, y respondió que aquella y otras circunstancias que le inventó el padre de seguido eran ciertas, pero que se le habían olvidado. De todo lo cual resultó que el niño estaba inducido a aquella patraña y maldad por un soldado que probablemente pagó al pie de la horca su mala ocurrencia. Tomó pie de aquella falsa revelación el jesuita para poner en guardia la credulidad ajena sobre la prodigalidad de los milagros; pero no parece que él abandonara la suya propia, porque en el curso de   —276→   su Historia cita no menos de cien casos milagrosos de algunos de los cuales él deja constancia como testigo presencial. Era aquella singular edad de fe, de batallas, de dolores, de milagros, no sus hombres, la que engendraba cada día esos portentos y hacíalos correr como hechos llanos en el vulgo»280.

Después de haber ejercido su ministerio en Concepción por cuatro o cinco años, Rosales fue llamado por los de 1662 a regir la vice-provincia de Chile. Hacía treinta años a que se hallaba en el reino y apenas si había estado en la capital algunas veces como de paso.

Su salud, con todo, parece que no había sufrido considerable detrimento hasta esta fecha. Es cierto que una vez había estado «muy malo», pero su fortuna en aquel apretado lance fue tal que con un cántaro de las aguas termales de Bucalemu (que hoy según parece han desaparecido) que se «echó a pechos, luego, al punto comenzó a sentir la mejoría»281.

A pesar de su avanzada edad, sin embargo, el misionero jesuita no había perdido nada de ese entusiasmo juvenil que lo arrastrara a estas remotas playas con el prestigioso halago de la conversión de infieles. Frisaba entonces en los setenta, y llevado sin duda de la particular afición que siempre tuvo a las regiones del sur donde el fruto de la predicación entre los indios se hacía sentir más, dejó de nuevo a Santiago y sus ocupaciones de gabinete en ese mismo año de 1665282 para lanzarse a los peligros, que ofrecen aquellas regiones bañadas por mares tempestuosos. Sin más medios de transporte que las débiles piraguas que los naturales fabricaban encorvando tres tablas al fuego y uniéndolas entre sí por lazos de algunas enredaderas iba de isla en isla anunciando la palabra divina a aquellas gentes tan sencillas como dóciles. En una de esas ocasiones, cuenta él mismo, «aconteciome hallar el viento tan contrario y el mar tan encrespado, que para no perecer hube de salir de la piragua y con toda la gente caminar dos   —277→   leguas a pie por la playa del mar»283. Poco más tarde, el incansable jesuita salía de las puertas de su residencia de Santiago, caballero en una mula, para trasmontar las cumbres de los Andes con dirección a Mendoza, cuyo valle, como el de San Juan, recorrió en la práctica de la visita que se había propuesto.

Rosales tuvo que defender en esas regiones los intereses de la Compañía, comprometidos por la revuelta de un indio llamado Tanaqueupú, por lo cual «viendo que no había cosa segura en la estancia que la Orden poseía en Mendoza, mandó retirar los ganados a la Punta, sesenta leguas de allí, por asegurar el mantenimiento del colegio»284.

Pero si Rosales era un incansable misionero, no era menos ardoroso sectario de los intereses de la sociedad a que pertenecía. Consta que fue él el primero que mandó extraer del Mapocho el canal de la Punta, y según confiesa en alguna parte de su obra, «siendo provincial, intentó poblar la isla de Juan Fernández para que la religión se apoderase de las utilidades que en aquellas islas tiene285.

Tal es lo último que sepamos de este grande hombre, que es como el resumen de toda su vida de misionero y de jesuita; de una parte, el bien espiritual de las almas; de otra, el provecho temporal de la orden en que servía.

Pero aunque Rosales dormite en ignorado sepulcro, el nombre que no se ha esculpido sobre su fosa, está para siempre grabado al frente de un monumento «más duradero que el bronce»: La Historia general del Reino de Chile.

Parece que un doble motivo impulsó al jesuita castellano a la composición de esta obra; un impulso místico y una exigencia política. Su ardiente misticismo no podía permitir que el silencio consumiese las memorias de aquellos hombres sus compañeros cuyas tareas evangélicas admiraba con entusiasmo; y por su afecto,   —278→   fácil de explicar por un país que había consumido sus mejores años y en cuya historia desempeñara muchas veces un papel conspicuo, veíase inclinado a consagrar para la posteridad los primeros hechos de armas ocurridos en su suelo y muchos de ellos obrados por gobernadores que fueron sus amigos.

Por otra parte, los materiales del trabajo estaban en gran parte acopiados. El presidente don Luis Fernández de Córdoba, con rara ilustración, «por ser tan leído y amigo de las historias, dice Rosales, deseó mucho ver escrita la historia general del reino, y a ese fin, con gasto suyo y diligencia, juntó muchos y muy curiosos papeles», con los cuales había empeñado años antes a un colega de nuestro jesuita, que fue también su compañero, al padre Bartolomé Navarro, para que compaginase una relación de los sucesos ocurridos en el país, tomando especialmente por base los apuntes que había adquirido del cronista Domingo Sotelo Romay. «Pero sus muchas ocupaciones en la continua predicación, cuenta nuestro autor, y las enfermedades que le quitaron la vida, no le dieron lugar a hacer nada, hasta que al cabo de cuarenta años que estuvieron arrinconados todos estos papeles, con otros muchos que junté, hube de tomar a cargo este trabajo»286.

En otro lugar de su libro, Rosales después de excusar a Ovalle que le había precedido en semejante tarea, «en la curiosa, elegante y discreta aunque breve historia que hizo del reino de Chile», declara que la general a que su antecesor se refería, era la suya, «en que de papeles de personas verídicas, graves y que por sus ojos vieron las cosas que en ella se refieren, y de las noticias que yo he adquirido en muchos años que he estado en este reino, corriéndole todo y estando muy de asiento en las principales ciudades, fuertes y tercios, he entretejido esta curiosa guirnalda para corona de los invictos y generosos gobernadores»287.

Rosales hubiera podido agregar que había alcanzado a conocer   —279→   también a alguno de los primeros conquistadores que llegaron con Pedro de Valdivia; que había sido misionero durante casi todos los cuarenta y tres años que residiera entre nosotros, corriendo a Chile de extremo a extremo, y pasando cuatro veces la cordillera; que había ocupado el alto puesto de provincial de su orden, y de los primeros cargos del reino, y por fin, que había peleado como soldado junto con las batallas de la fe las de la guerra araucana.

Con las exigencias de ministerios semejantes, y lo difícil de la tarea que se echaba a cuestas, era natural que nuestro autor tardase algún tiempo antes de dar cima a su obra; y en efecto, parece que transcurrió más de un largo decenio antes de que pudiese ver sus originales en estado de darse a la prensa, pues Carvallo que cita varias veces la Conquista espiritual de Chile, dice que la escribía por los años de 1666, en tanto que Rosales declara que en 1674 continuaba todavía trabajando en su obra288.

Según pudiera presumirse, nuestro jesuita poco después de esta última fecha debió partir a Roma con calidad de procurador de la vice-provincia que había regido, y era acaso esa la oportunidad que eligiera para llevar su manuscrito a Europa y entregarlo a la publicidad. Pero quiso su poca fortuna que por entonces se le privase del lauro que justamente merecía por tan estimable trabajo, hasta hoy en que recientemente ve la luz pública, siquiera en parte, merced a los patrióticos esfuerzos del más fecundo de nuestros escritores289.

El plan primitivo de la obra de Rosales es perfectamente marcado, pues habiendo dividido su libro en dos tomos, el primero   —280→   lo dedicaba a la relación de los hechos civiles del país (que es el mismo que acaba de publicarse en tres volúmenes), y el segundo a lo que él llamaba Conquista espiritual de Chile.

La primera parte que comprende diez «libros», divididos en capítulos.

El libro primero está consagrado a los primitivos habitantes de Chile y a la época en que parte de nuestro suelo estuvo sometido a la dominación peruana, materias interesantísimas; y casi originales, y que sin duda muy pronto podrán estimarse por su verdadera importancia por los futuros narradores de esas remotas épocas.

El libro segundo es igualmente interesante y se aparta en un todo del método seguido de ordinario por nuestros antiguos cronistas, pues refiere muy al pormenor y con gran método la historia de las diversas expediciones realizadas en nuestras costas por los marinos españoles y por los aventureros extranjeros consagrándose igualmente a dar noticia de las producciones naturales de nuestro territorio, bien sea en lo que pueda interesar a la industria o en lo que se refiere de la medicina.

Rosales tuvo empeño especial en estudiar con detención la geografía del país, ajustándose a una cédula dada en Madrid a 30 de diciembre de 1633, en que se encarga a todos los gobernadores de América que «se hagan luego mapas distintos y separados de cada provincia, con relación particular de lo que se comprende en ellas, sus temples y frutos, minas, ganados, castillos y fortalezas; y qué naturales y españoles tienen todas, con mucha distinción, claridad y brevedad».

«Y así no será digresión de la historia general de este reino, añadía nuestro autor, el tratar por menudo y con distinción de estas cosas, sino una de las principales obligaciones de ella, y un preciso y obediente cumplimiento de los mandatos reales en dicha cédula, que he pretendido ejecutar con singular estudio, inquisición y diligencia, viendo por mis ojos lo más de lo que refiero, para que bien examinada la verdad, vaya más pura. Y quise hacer de todas estas cosas relación aparte en los dos libros primeros,   —281→   por no interrumpir con ellas la narración de las conquistas, poblaciones, guerras y batallas de los diez libros siguientes»290.

Desde el tercero en adelante hasta el décimo, que es el último, continúa Rosales en la narración de los sucesos políticos de la nación hasta el gobierno de don Antonio de Acuña, cuya última parte aparece bruscamente interrumpida, como si de intento se hubiese arrancado al manuscrito las páginas que la contenían291; siendo de advertir, con todo, que ya desde el gobierno de don Francisco Lazo de la Vega el estilo y redacción comienzan a decaer, como si de intento no hubiese alcanzado a darles los últimos retoques. ¡Cosa singular! Sin embargo, casualmente desde ese mismo momento, Rosales había comenzado a ser testigo de los sucesos de Chile, pues como él mismo lo declara, «hasta ahí he escrito muchas cosas por noticias de papeles y relaciones, escogiendo siempre las verídicas y más ajustadas, pero en adelante escribiré lo que he visto y tocado con las manos».

Esta condición de verdad, la primera sin duda de un relato histórico y la cual con razón tanto se preciaba Rosales de poseer, le fue siempre concedida por los contemporáneos suyos que vivieron en Chile y conocieron sus cosas. Don Francisco Ramírez de León, deán de la catedral de Santiago, le decía con mucha exactitud:

  —282→  

«Y puede su reverendísima sacar la cara entre todos los historiadores del mundo, y decir que ha escrito de este reino de Chile lo que en él ha oído de los más verídicos y antiguos originales, lo que ha visto por sus ojos y tocado con sus manos, pues desde los primeros años de su más florida edad, con que se ofreció de Europa a la espiritual conquista de este Nuevo Mundo, comenzó a correrla todo, y despreciando cátedras que con lucidas prendas le merecían, no dejó parte de Chile que no viese y tocase con sus manos...».

»Y un colega suyo, el jesuita Nicolás de Lillo, del cual más adelante tendremos ocasión de hablar, le repetía con mucha verdad, «que entre los historiadores de mejor crédito podrá volar el del autor con la satisfacción de testigo ocular en la mayor parte de su historia...; y así no mueve guerra de treinta años acá (1668) en cuyas batallas no haya asistido capellán esforzado; no trata paces que su dirección e industria no estableciesen; no recapitula gobierno en quien no tuviese lugar en consejo; no numera presidio a que su caridad no asistiese; no trata conquista espiritual en que no se haya empleado su celo. Las conversiones de infieles por la mayor parte son fruto de sus trabajos; los fervores de los misioneros, o son sondas de sus adelantadas huellas, o imaginación de sus empleos. Finalmente, no trata costumbres supersticiosas que no haya destruido con su predicación ni idolatría que no haya desterrado su celo... Esto, todo Chile lo conoce...».

Por fin, el dominicano fray Valentín de Córdoba, provincial de su Orden en Chile, expresaba: «Sale pues el reino de Chile en esta Historia general como Dios le crió: admirable en la fecundidad, colmado en la hermosura, repartido en la perfección, tan sin perder circunstancia en la verdad, tan sin añadir accidentes a la narración y tan sin desfigurar con ajenos afeites el natural, que quien la leyese en la región más distante, le conocerá en este escrito como si lo tuviese presente».

Y a pesar de que estos elogios aparecen tributados a Rosales por eclesiásticos que sin duda fueron sus amigos y admiradores, no se crea, sin embargo, que sean exagerados. Basta leer sus páginas,   —283→   basta conocer su persona, y las incidencias de su vida en Chile para penetrarse a primera vista de la profunda exactitud que reviste su relato. Jamas se encontrarán en su obra esas exageraciones comunes en otros personajes de su época que escribían casi sin criterio, guiados por el más completo asenso a palabras ajenas, comunes, sobre todo, al tratarse de la apreciación de las fuerzas araucanas en combate. Rosales, por el contrario, si no le constan los hechos, cuando los estima abultados, los reduce a sus verdaderas proporciones, guiándose por los dictados de una razón sana y desapasionado, y por las inspiraciones de una crítica juiciosa y sensata.

Pero no se crea que la Historia general del Reino de Chile es sin defectos. Su autor vivía en una época, respiraba cierto aire que era imposible que hubiese dejado de contagiarlo con su influencia. Rosales es adulador, y es crédulo por excelencia en materia de crónica milagrosa. Cuando un gobernador termina su período, cuando algún grave sujeto ha pasado a mejor vida, jamás le falta al buen jesuita un poco de incienso que tributar a sus manes.

Con todo, no es esto lo que más deslustra su interesante relación, pues es de mucho peor efecto todavía la inconcebible ceguedad con que admite las más estupendas patrañas, lo que en aquella época de oscurantismo y de vana superstición se llamaba milagros. La lectura de la segunda parte de la Historia general, la conquista espiritual de Chile, como él la tituló, es completamente ilegible bajo este aspecto. El crítico de hoy no puede menos de sorprenderse y preguntarse admirado cómo aquel hombre de un saber relativamente vasto, de su buen juicio a toda prueba, y de no poca experiencia del mundo, podía admitir aquella serie de inauditos portentos que cuenta con la más completa buena fe. Pero es necesario hacerle justicia, porque comprendía que podía equivocarse en sus juicios y no quería inducir a los demás a error bajo el crédito de su palabra, que debía parecer más o menos autorizada, y así dijo en la protesta de estilo en el principio de su obra, que declaraba que ninguna de las cosas que refería   —284→   quería entenderla o que otro la entendiese, «en otro sentido de aquel en que suelen tomarse las cosas que estriban en autoridad sólo humana...».

Después de haber bosquejado el fondo del libro, examinemos un momento su estilo. He aquí, indudablemente, un punto sobre el cual cuantos en lo antiguo como en el presente lo han estudiado, unánimes vienen a deponer la «levantada pluma» con que Rosales ha tratado su vasto tema.

Un poeta nada mediocre que tuvo a honor estampar los partos métricos de su numen al frente de la Historia general, declara que:


Alto el lenguaje, por el grave imperio
se explaya como río caudaloso
huyendo en culto ambágico misterio;
Ostenta en lo moral lo sentencioso;
en la verdad con rígida censura
lo cierto afirma, excluye lo dudoso.

«No se citará, añade el erudito literato y retórico español don Vicente Salvá, no se citará en los diez libros de la Historia de Chile, un solo concepto, una sola metáfora incongruente, ni una frase afectada de las que tantas veces se escaparon a la pluma del panegirista de Cortés. Allá debe a lo dicho las dotes de ser perspicuo, majestuoso, animado, y sobre todo, tan puro en la dicción, que lleva en esta parte grandes ventajas a Solís».

Pero para que no se crea que el bibliófilo exageraba, no resistiremos a la tentación de transcribir aquí una de las páginas más brillantes, por su viveza, su colorido y la verdad del cuadro, que hayan salido de la pluma de nuestro autor.

Tratan esos párrafos del cerco del fuerte de Arauco, y dicen así:

De día en día se pasaron quince sin acometer al fuerte, aunque nunca dejaron los enemigos de acometer a nuestros capitanes en algunas escoltas que por necesidad se hacían a lo largo, ya de yerba, ya de leña, hasta que últimamente fueron constreñidos a no salir fuera; y un día salieron de los escuadrones hasta mil indios briosos, y delante uno más que todos con una pica larga en las manos y en ella un hachón de fuego ardiendo, y enderezando hacia las rancherías del fuerte, apretó a correr hacia la muralla, dejando a los demás, y pegó fuego por la parte que la casa fuerte estaba cubierta de paja, arrojando el hachón de fuego, y aunque más voces dio Pedro de Villagra para que lo matasen a balazos   —285→   y más dispararon, ninguno lo acertó, o por dicha del bárbaro o por su gran ligereza, que en ir y venir fue un pensamiento.

Levantó el incendio gran llamarada, sin que lo pudiesen atajar, y con él los escuadrones a dar el asalto, acometiendo sin orden en confusos tropeles. Y al os entrar al fuerte hubo grande alboroto entre los cristianos, porque los unos decían «aguaí» y los otros «armaí». Unos «¡pelear, españoles, y dejar el fuego!»; otros «¡ataquen el fuego, que es el mayor enemigo!» Púsose Pedro de Villagra a defender la puerta con gran valor, diciendo, «¡aquí soldados!» y con la confusión del fuego unos acudían a unas partes, otros a otras sin descaecer ni perder el ánimo. Había en cada baluarte nuevo españoles, que sin dejar el fuerte que les habían señalado, peleaban defendiéndoles con gran valor, y para cada español había más de quinientos indios, y por estar cubiertos de teja los baluartes sustentaron allí la pelea. Pero acercándoseles el fuego y el humo, saltaron fuera de los baluartes por encima, revolviéndose con los indios y peleando con ellos. La mayor fuerza de los bárbaros acudió a la puerta y la ganaron entrándose hasta el cubo de la mar, donde mataron a un soldado, y sacaron cuatro arcabuces y una pieza de artillería por una tronera y se la llevaron, tapando con barro las bocas de las demás, que como bárbaros o ignorantes de la fuerza de la pólvora pensaban que por tapar las bocas no habían de disparar. Los artilleros daban voces pidiendo socorro, y como era la gente tan poca y dividida en pelear y en apagar el fuego, sólo el cielo se le podía dar, y por no tenerle, perdieron la ocasión de hacer grande riza en el enemigo.

Acudió Bernal a las voces de los artilleros y acometió al enemigo con tan grande ánimo que apartó a los indios y los hizo retirar doscientos pasos de los cubos, y revolviendo con esto a dar vista a los daños primeros, y vio a muchos españoles abrazados y a su general en una cama, que de pelear entre el fuego había perdido el sentido, y llamando a tres españoles, que este día trabajaron valerosamente y pelearon a su lado con grande esfuerzo, llamados Andrés López, Gaspar de la Barrera Chacón y Martín Cano, les encargó que reparasen los portillos abiertos. Y él reparó el quemado baluarte, y un cuarto principal que con barretas le tenían ya los indios por tierra, y dio esfuerzo y ánimo a los caídos para que volviesen a pelear de nuevo y mostrar su valor contra los bárbaros, que querían volver a dar otro asalto al fuerte, corridos de no haberle ganado el primero, habiendo tenido tanta ayuda en el fuego; mas, la valentía de los españoles fue tal, que acudiendo unos al fuego y otros al enemigo, de todos se libraron.

Entraron los bárbaros en consejo y reprendiendo su poca constancia en el pelear, se determinaron corridos a volver a dar segundo asalto al fuerte por la parte más flaca antes que los españoles se rehiciesen, diciendo que si los dejaban resollar serían invencibles. Lorenzo Bernal, viendo la nueva determinación, salió a ellos con veinte lanzas, y anduvo tan bizarro que mató y hirió a muchos, perdiendo el capitán Lope Ruiz de Gamboa, que cayó del caballo y fue muerto, sin poder ser socorrido, por favorecer a otros dos que con él también cayeron. Cortáronle los enemigos, la cabeza y levantándola en una pieza cantaron victoria con ella con grande algazara y triunfo porque lo conocían por valiente capitán. Fueron con la cabeza hacia la iglesia, hicieron muchos sacrilegios, como bárbaros y sin Dios, y los demás se recogieron a sus escuadrones y fuertes.

«A las voces que estos sacrílegos daban, salió un paje del capitán muerto y por un portillo fue a ver lo que los bárbaros hacían con la cabeza de su amo, y vio que un indio, a manera de sacerdote que quiero celebrar, tenía un altar hecho y alzaba por hostia una tortilla y por cáliz un vaso de palo que figuraba cáliz, con tanto escarnio y mofa, que no se diferenciaban de aquellos que con el profano rey Baltasar mancharon y profanaron los vasos del templo del Señor.

»Pasado aquel día entraron en consejo y dieron otra traza diabólica para asaltar el fuerte, que fue entrar y acometer con unos tablones que para el caso   —286→   revinieron y mucha seca, y echando por delante mil indios con unos tablones de un estado en alto, de dos de ancho y de tres dedos de grueso, se llegaron a las paredes del fuerte y los arrimaron a ellas, y siguiéndose a estos otros tres mil indios cargados de paja seca, la arrojaron encima y la pegaron fuego. Y aunque los españoles, viéndoles acercarse con tan grande atrevimiento, dispararon la artillería y mataron a muchos, no hicieron caso ni desistieron de su determinación. Temerosos los españoles de que el fuego y el humo habían de ser parte para que el enemigo les entrasen, o ellos se viesen obligados a salir y a perecer entre tanta multitud de bárbaros, pidieron favor al cielo, y envióselos Dios mudando de repente el viento sur que les era favorable a los indios y llevaba el fuego y el humo a los españoles, en viento norte, que llevó el fuego hacia el enemigo y dejó de todo libre el fuerte.

»Descubriéronse los indios dando muestras de querer acometer, y dispararon los artilleros tan a tiempo las piezas y matáronse tantos, que volaban por los aires las piernas y brazos de los que allí quedaron, con que se retiró el enemigo y se alentaron los del fuerte a muchas peleas, gustosos de haberles rechazado tanta veces con tanta pérdida suya y tan poca nuestra. Victoriosos los del fuerte y no haciendo caso del enemigo, salieron al día siguiente con los yanaconas a hacer yerba, y de los escuadrones del enemigo salieron a los nuestros ochocientos araucanos, los más atrevidos y de mejores manos; mas, nuestros caballeros cerrando con ellos, alancearon de estos casi quinientos, quedando unos muertos y huyendo los otros heridos; suceso que hirió de tal suerte al corazón lastimado de Colocolo por no haber salido con su intento, después de haber tomado tantos medios que mandó levantar el campo jurando de sustentar la guerra contra aquella fortaleza cuatro años continuos.

»El asedio alzado y la campaña libre, quedaron vanagloriosos y con razón los españoles de haberse defendido, siendo tan pocos, de tanta multitud de bárbaros. Y salió el capitán Bernal con treinta hombres de a caballo y corrió los llanos y los altos de Laraquete, metiendo mucho sustento que quitó al enemigo, de que se proveyó la fuerza para muchos días, la cual fue fortificando Pedro de Villagra con mucho cuidado sin faltar a la cura y regalo de los enfermos y heridos, que en estos asaltos y combates hubo mucho. El gobernador cuidadoso en la Concepción de la necesidad que aquella plaza tendría, envió un barco con cinco hombres, mucha munición, comida y ropa, que a esta razón fue este refrigerio de mucha importancia y como venido del cielo. Y viendo Pedro de Villagra que si no le reforzaban de gente no se podía defender, fue a Concepción a pedírsela al gobernador y dejó encomendado el fuerte al capitán Bernal con noventa hombres, municiones bastantes e instrucciones de paciencia para la hambre que esperaban, que tan valerosos soldados, que no se rendían a tantos y tan porfiados enemigos, no era justo que se rindiesen al hambre, sino que hiciesen lo posible para sustentarse de sus sembrados»292.

Mas si todo lo bueno anteriormente expuesto puede atribuirse sin temor de equívoco a la primera parte de la obra de Diego de Rosales, no debe desgraciadamente decirse otro tanto respecto de la Conquista espiritual de Chile, o sea de la recopilación de las vidas de los jesuitas que florecieron en Chile hasta la época en que el autor escribía. Tema de por sí mucho menos interesante, o infinitamente más pobre en su ejecución que la historia general   —287→   del reino, vese todavía deslustrado por la interminable relación de extraordinarias y nunca vistas maravillas atribuidas por el padre jesuita a sus compañeros de misión o de claustro, y revestidas todavía de un lenguaje pobre y casero, muchas veces bajo, casi de ordinario trivial.

Esta obra que por fortuna nuestra hemos logrado volver a su suelo nativo desde tierra extranjera, donde estaba destinada sin duda a deteriorarse cada día más, se encuentra también incompleta como la primera parte, y sus pliegos encierran el manuscrito del autor con todas las correcciones. Es interesante bajo este aspecto rastrear en sus líneas medio borradas por el polvo de los siglos los pasos inciertos de Rosales en su redacción la timidez de su pluma, que en muchas ocasiones borraba lo más inocente sólo por escrúpulos demasiado estrechos. En el fondo encierra muy pocos hechos generales de nuestra historia, pero puede ser útil para el estudio de las costumbres de los indígenas pintados con ocasión de las peregrinaciones de los misioneros.

Henos ya el fin de nuestra tarea por lo que a Rosales corresponde con preferencia en ella, y de nuevo viene a nuestra mente deplorar la oscuridad que reina sobre los extremos de la vida de este sacerdote benemérito, «¡como si el destino hubiera querido que el hombre que más dilatada y copiosa luz proyectara sobre los orígenes de nuestra vida de pueblo civilizado, hubiera querido dejar la suya envuelta eternamente en la niebla de antigua e insubsanable incertidumbre!»293.





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ArribaAbajoCapítulo VI

Biografía


Doña Catalina de Erauso. -Loubaysin de la Marca. -Ferrufino. -Pastor. -Sobrino. -Rosales, Olivares, Díaz. -Bel. -Zevallos. -Sor Úrsula Suárez. -Caldera. -Ribadeneyra.

Puede decirse con fundamento que los Memoriales de los soldados españoles, o de todos aquellos que pretendían del rey alguna merced en recompensa de servicios prestados a la corona, contienen, además de los sucesos que los motivan, datos biográficos de los pretendientes estampados por ellos mismos. Bajo este punto de vista pues, los dichos memoriales son verdaderas autobiografías y les correspondería en este capítulo un primer lugar si no fuese que hemos de tratar de ellos en otra parte.

De este mismo carácter de autobiografía participa también un libro, del cual debemos aquí ocuparnos por la relación que tiene con las cosas de Chile, que corte impreso, y que por lo extraño de las aventuras que lo motivaron, así como por las especialísimas circunstancias del héroe, ha alcanzado cierta boga. Refiérese que allí por los fines del siglo XV cierta doncella natural de Guipúzcoa, llamada doña Catalina de Erauso, se educaba en un convento de su ciudad natal, y que una noche, violando su clausura le dio por salir a correr tierras, vestida de hombre; que después de haber servido en España a varios amos bajo ese disfraz, embarcose para América con plaza de soldado, viniendo por fin a parar en Chile por ciertos lances en que la justicia tuvo que intervenir;   —290→   y que, por último, después de haber servido entre nosotros por más de cinco años en la guerra de Arauco, le cupo por su mala ventura matar en desafío a un hermano suyo que por acaso aquí se hallaba.

Mucho más lejos lleva doña Catalina la historia de sus propias y mal andantes aventuras, que allá el curioso lector podrá registrar en su libro, si la novedad de personaje tan extraño por fortuna le tentase; mas, bástenos a nuestro propósito expresar la opinión de que la historia de la monja-alférez no la creemos auténtica, por su estilo, por lo inverosímil del asunto, y por los muchos anacronismos que encierra, como en último dictamen así pudiera desprenderse de las conclusiones estampadas por su editor en la larga introducción con que creyó conveniente ilustrarla294. Sobre lo que no cabe duda es que en Chile vivió en cierta época una mujer de su nombre y apellido, de honestidad averiguada y de un comportamiento militar distinguido, como lo testifica   —291→   el padre Rosales refiriéndose a la verdadera Vida de la monja-soldado que escribió entre nosotros cierto capitán llamado Romay295.

Este apartado país de Chile, que tan pocos de los europeos visitaron en aquellos remotos tiempos, se prestaba maravillosamente a la fábula, y todo lo que la imaginación podía inventar de más extravagante y aún de absurdo296, hasta en el orden material, se suponía que aquí tenía su cuna. Por eso no nos parecerá extraño que después que el autor de los hechos de la monja-alférez creyó conveniente atribuirle sucesos novelescos durante su residencia entre los hijos de Arauco, otro vizcaíno de nacimiento como doña Catalina, llamado Francisco Loubayssin de la Marca, publicó su Historia tragi-cómica de don Enrique de Castro, «amalgama confusa y extraña, dice Ticknor, de sucesos ciertos con aventuras imaginarias. Por medio de la relación puesta en boca de un tío del héroe, que en la vejez se hace ermitaño, la escena retrocede hasta las guerras de Italia en tiempo de Carlos VIII   —292→   de Francia, y enseguida el lector se ve transportado hasta la conquista de Chile por los españoles, llenando el autor el espacio que media entre ambas épocas del mejor modo que le sea posible: como novela histórica es cansada y malísima»297.

Mas, dejando aparte estas relaciones sobre temas más o menos imaginarios, sábese de cierto que el jesuita Juan Bautista Ferrufino, provincial que fue de este reino298 autor de una Carta anuas299 de Chiloé y de una Relación sobre la entrada del Marqués de Baides en Chile, que apunta el padre Ovalle, escribió la Vida de otro jesuita que se distinguió en Chile llamado Melchor Venegas, cuyo manuscrito existía en el archivo del convento de la   —293→   Orden en Roma y ha servido al cronista Alegambe para la redacción de su obra Firmamento religioso, impresa en Madrid en 1744300.

El mismo Alonso de Ovalle a quien acabamos de citar, refiere que el padre Juan Pastor, misionero que fue de Cuyo y procurador en Roma, tenía casi acabada por los años de 1646 una Vida del padre Diego de Torres Bollo, «por haberlo conocido mucho y a la larga y haber tenido curiosidad muchos años de recoger con puntualidad lo particular de sus hechos»301; y otro cronista señala entre los autores que escribieron biografías en Chile a los jesuitas Gaspar Sobrino, Rodrigo Vásquez, Bartolomé Navarro y Baltasar Duarte, a quienes supone autores de una Vida de doña Mayor Páez Castillejo302. No debemos olvidar tampoco que otros jesuitas; Rosales y Olivares, trataron el género biográfico, éste escribiendo la Vida del padre Nicolás Mascardi, que según toda probabilidad formaba parte del segundo volumen de su Historia militar, civil y sagrada303, y aquél, apuntando a la larga en su   —294→   Conquista espiritual de Chile los sucesos de los principales miembros de su orden que figuraron entre nosotros. Conste, además, ya que de estos personajes hemos de tratar en lugar separado, que el religioso de la Recolección dominicana fray Sebastián Díaz, destinó dos de sus trabajos a recordar los rasgos del prior Acuña y de la monja sor María de la Purificación Valdés.

En esta larga lista de biógrafos de la Compañía de Jesús, nos resta todavía por señalar a los padres Juan Bernardo Bel y Javier Zevallos.

Bel era autor de un tratado biográfico intitulado De los varones ilustres de la Provincia de Chile, (que hoy parece perdido) y a fin de hacerlo más completo púsose a redactar la Vida del siervo de Dios... hermano Alonso López, sobre cuyo tema el jesuita Domingo Javier Hurtado había anteriormente escrito. Bel tuvo, además, a la mano los apuntes de la vida del lego hechos por él mismo a instancias de su confesor. «Acuérdome, dice Bel, que el año de 1699 le trató y le comuniqué y que siempre me pareció por lo que de él se hablaba, era poco; que la humanidad, desprecio de sí mismo, paciencia que mostraba era como lo que se cuenta de los santos, la modestia y trato con que se portaba, aquel hablar de Dios y de la Virgen, a quien llamaba en madre, con unos términos y semejanzas tan propios que aquella lengua no era de lo que producía su natural corto y encogido, sino de muy superior ilustración».

Dominado por la idea de una comunicación superior especialmente acordada a su héroe, Bel ha fundado su libro sobre esta falsa base, que, si en esos tiempos de credulidad en que las patrañas eran maravillas estaba muy bien, hoy nos parece absurda y grotesca. Añádese a esto que teniendo por objeto contarnos revelaciones y milagros, su relación interminable concluye al fin por fastidiarnos sobremanera, y aunque salpicado de algunas originales anécdotas, el pesado estilo del narrador extingue del todo en mérito: la monotonía de la vida del hermano López ha pasado íntegra a las páginas de su biógrafo. Codéanse allí la credulidad   —295→   más estupenda y los elogios más exagerados, todo es ficticio como si el autor se transportase a una región imaginaria, en que parecen nacidas las flores prodigadas en sus trozos descriptivos y el falso lenguaje de sus comparaciones.

Cuando en un día del mes de agosto de 1767 se apeaba a la puerta del palacio de los presidentes de Chile un capitán de dragones del regimiento de Buenos Aires, y entregaba a don Antonio Guill y Gonzaga el pliego que contenía la orden de expulsión de todos los jesuitas que hubiese en el reino, llegaba casualmente a visitarlo su confesor el jesuita español Javier Zevallos, «montañés». El buen padre tuvo la debilidad, cuenta Carvallo, de hacerle abrir aquel misterioso papel; mas, «viendo la estrictísima reserva que se le prevenía, se la advirtió, pero no fue bastante a separarlo de su inconsideración. El padre Zevallos orientó de todo al rector del colegio Máximo, y de allí salieron correos para todas sus casas, colegios, residencias y estancias, que así tuvieron tiempo no sólo de reservar escrituras y quemar los papeles que podían perjudicarles, sino también de trasponer algunos géneros comerciables, y el dinero que tenían»304.

Puestas en ejecución las apretadas órdenes del rey el 17 del mismo mes y año, el confesor del condescendiente gobernador de Chile, a la sazón profeso de cuarto voto, fue embarcado a bordo del navío Nuestra Señora de la ermita, «que dio al través», ahogándose los sesenta jesuitas que iban en él, entre estos el padre Zevallos305.

El libro de este padre que conocemos, intitulado De la vida y virtudes del siervo de Dios padre Ignacio García, que se ha dicho «contiene muchos pormenores importantes de la historia de Chile»306, está escrito sobre el arte de la más completa pedantería y del más vulgar agrupamiento de palabras sonoras. El epítome de   —296→   la obra: lo formaría una página y en otros términos, todo se va en divagaciones, recomendaciones y una no interrumpida apología307.

Por los años de 1708, una monja del convento de la Victoria llamada sor Úrsula Suárez, con el lenguaje de una carta familiar en que se manifiesta rendida y sumisa, escribió a despecho suyo, pero cediendo a las reiteradas órdenes de su confesor una Relación de las singulares misericordias que el Señor ha usado con una religiosa indigna esposa suya. Sor Úrsula había ascendido a vicaría del Convento, y de cuando en cuando se daba a la tarea de apuntar por escrito sus propios hechos para remitirlos al sacerdote que manifestaba interés en repasarlos despacio en el papel.

Aparte de los sucesos de su primera juventud de sus travesuras de niña, puede decirse que el manuscrito de sor Úrsula no contiene más que la historia de sus propias imaginaciones. La natural monotonía que pesa sobre todas esas relaciones del interior de los claustros, es apenas turbada aquí por algunos cuadros pintados con animación, o por las mezquinas intrigas de faldas en algún acalorado capítulo. La obra de sor Úrsula, como se supondrá, no está terminada, pues lejos de eso, en su última parte, el hilo de la narración comienza a ir entrecortado, y el estilo que al principio era ligero, cual convenía al genio travieso de una muchacha, se hace más grave a medida que el autor avanza en la historia de sus años y en la madurez de su carácter. Sor Úrsula Suárez murió el 5 de octubre de 1749308.

El dominicano fray Agustín Caldera, autor de unos cortos Recuerdos para conservarse fiel a Dios, en que se revela un acendrado misticismo, profesó de corta edad en Santiago, enseñó teología   —297→   en el convento de su orden y mereció que la Universidad de San Felipe le regalase con la borla de doctor. En sus últimos años se dedicó a escribir un Compendio de la vida de sor Ignacia, que dejó incompleto por su muerte, (que le sobrevino siendo todavía muy joven) el 13 de octubre de 1794, muy poco después de la de la mujer cuyas virtudes religiosas se había propuesto celebrar.

Otra dama que mereció el honor de que sus hechos ocupasen la ociosa pluma de sacerdotes con aires de letrados fue la condesa de la Vega, esposa de don José Vásquez de Acuña. La vida de esta señora, que se ha llamado «la santa de Chile», ha sido escrita por su confesor con una rara naturalidad y no escaso interés, derivado de que, a diferencia de lo que de tantos otros personajes hemos apuntados, Rivadeneyra309 ha descrito la mujer del hogar.