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ArribaAbajoCapítulo IX

Jurisprudencia


Calderón. -Polanco de Santillana. -Pedro Machado de Chávez. -Escalona Agüero. -Corral Calvo de la Torre. -Solórzano y Velasco. -García de Huidobro.

En cuanto a las obras abstractas del derecho, el primero que se avisó de escribirlas, por los años de 1598, fue el canónigo tesorero de la Catedral de Santiago don Melchor Calderón en un libro de pocas páginas que tituló: Tratado de la importancia y utilidad que hay en dar por esclavos a los indios rebelados de Chile.

Calderón vino a este país por los años de 1555 y vivió siempre dedicado a los oficios de su ministerio. Se le presentaba como hombre de «gran reposo y quietud». Luis de Gamboa mientras permaneció en el gobierno lo consultaba en todos los casos que se le ofrecían, y decía refiriéndose a él «que siempre lo había visto muy honrosa y honesta y virtuosamente, sin jamás haber visto, oído ni entendido cosa en contrario»310.

Calderón sirvió también los cargos de comisario del Santo Oficio y de Cruzada y de vicario general del Obispado, y era ya sin duda muy anciano cuando se publicó su trabajo sobre esclavitud de los indios de Chile (1607).

Don Melchor hizo un viaje a la Península con poder de las ciudades de Santiago y Concepción, y del obispo, deán y cabildo a   —300→   fines de 1564, y se presentó al rey haciéndole un sumario estado del país y de su historia para pedirle que se enviase de nuevo a Chile a don García Hurtado de Mendoza. En una presentación posterior expuso que uno de los principales objetos de su viaje era obtener de Su Santidad una bula de composición para que los encomenderos hicieran a los naturales las restituciones a que en conciencia estaban obligados. Posteriormente fue elegido miembro del cabildo de Santiago, en 1579311.

Cuando en 1598 los araucanos dieron muerte a García Óñez de Loyola, se despertó contra ellos en el reino, como era natural, cierta especie de rencor, no sin asomos de miedo, y los más perspicaces se preguntaron cuál sería el mejor arbitrio que pudiera tomarse contra ellos. Don Merchor Calderón reunió en un cuerpo a que dio unidad con sus palabras; las opiniones de la gente más docta de la colonia y elevó a la consideración del virrey el resultado de sus investigaciones para que ese alto magistrado resolviese en última instancia el dar por esclavos a los araucanos. Nuestro canónigo traía a colación en primer lugar la importancia que se seguiría de la medida propuesta y las razones que la apoyaban, concluyendo por decir que si se podía darles muerte, era más llevadero para ellos el servir como esclavos. Aducía enseguida los motivos que obraban en contra de esta teoría y dejaba en último resultado al virrey el encargo de apreciar la fuerza de sus razonamientos. Como sabemos, una resolución real vino también a consagrar, teóricamente, las teorías del canónigo Calderón312.

Vinieron a Chile en todo el curso del siglo XVII a ocupar los sillones de la Real Audiencia varios distinguidos personajes que cultivaron con ardor la jurisprudencia.

Cuando en 13 de mayo de 1647 un terrible sacudimiento de tierra redujo a escombros a esta buena ciudad de Santiago, uno de los oidores, llamado don Nicolás Polanco de Santillana, que al   —301→   parecer esas aflictivas circunstancias debía hallarse con gran tranquilidad de espíritu, se metió en una choza que improvisó con algunas tablas, y en una mesa que por acaso salvara de entre las ruinas, redactó en ocho meses un libro de ocasión que tituló De las obligaciones de los Jueces y Gobernadores en los casos fortuitos, que, «según hemos oído a todas las personas doctas y entendidas, decían dos graves sujetos de aquella época, es de lo más docto que se ha podido escribir en la materia»313. Consta también que Polanco de Santillana era autor de un tratado sobre el Comentario de las Leyes del título Primero del Libro Primero de la Recopilación, que ocupaba mil y seiscientas fojas de papel «de su letra y mano», y que como el anterior perece haberse extraviado.

Contemporáneo de Polanco de Santillana fue el oidor de la Audiencia de Santiago don Pedro Machado de Chávez, «varón de muchas letras, gran virtud e integridad», según apunta el ilustrísimo Villarroel.

Machado de Chávez, por uno de esos súbitos cambios que abundan no poco en la era de la colonia y de los cuales aún en nuestro día pudieran señalarse algunos ejemplos, abandonó de un día a otro su garnacha de oidor y se vistió el hábito clerical. El mismo obispo a quien acabamos de citar cuenta que el buen oidor anduvo gravemente preocupado en averiguar si podría presentarse en ese traje precediendo a sus colegas legos en los actos públicos, sobre lo cual envió consulta a la Corte, le vino cédula, y pudo al fin el día de San Pedro exhibirse en la Catedral con el distintivo de su nuevo estado.

Machado de Chávez escribió los Discursos políticos y reformación del Derecho, que en su tiempo no vieron la luz pública y que al presente se creen perdidos314. Consérvanse, sin embargo, algunas muestras de la obra en ciertos pasajes trascritos por Villarroel y que efectivamente inducen a dar fe de los notables conocimientos del oidor de Santiago.

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«Provenían los Machado, apellido evidentemente portugués, de un pequeño mayorazgo de Extremadura, cercano de la raya de Portugal, y su fundador en Chile había venido en la primera década de la Real Audiencia trayendo tantos hijos como sobrinas. Llamábase aquél don Hernando Machado de Torres, y su esposa doña Ana de Chávez. A una de aquellas sobrinas, como antes contamos, casola el oidor su tío, contra las leyes de España, con don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano por el año de 1633.

»De sus dos hijos don Pedro y don Francisco hizo don Hernando dos potentados.

»Al primero lo hizo oidor.

»Al segundo lo hizo arcedeano.

»Era tan absoluto el predominio de don Hernando Machado de Torres que habiendo pasado el mismo de la fiscalía al puesto de oidor en 1620, doce años después (1632), había hecho ya fiscal a su hijo don Pedro, y tres años más tarde le dio su propio puesto en la Audiencia. Tenía esto último lugar en 1635 cuando el advertido obispo Salcedo acusaba a aquel tribunal cobarde y corrompido por la impunidad escandalosa de doña Catalina de los Ríos, de estar constituido en un verdadero club de parientes. El oidor Adaro y el oidor Güemes eran deudos de los Machado. Siempre en Chile los parientes»315.

En esta lista de oidores que en Chile escribieron sobre materias legales, debemos mencionar también a don Gaspar de Escalona y Agüero, a don Juan del Corral Calvo de la Torre, y a Solórzano y Velasco.

Escalona y Agüero llegó a Chile a los principios de 1649. Siendo natural de Chuquisaca316, había hecho sus estudios en Lima   —303→   (donde fue condiscípulo con el célebre León Pinelo) para pasar enseguida a desempeñar los cargos de corregidor de la provincia de Jauja en el Perú, gobernador de Castro Vireina, procurador general de la ciudad del Cuzco, visitador de las arcas reales, y por fin, el de oidor de la Audiencia de Santiago. Escalona era un hombre, además de instruido, extraordinariamente versado en los asuntos administrativos de las colonias españolas. En su puesto de visitador de las arcas reales le había sido preciso imponerse con minuciosidad de las disposiciones referentes a la hacienda pública, había examinado por el mismo el estado de las oficinas, el desempeño de los empleados, el manejo de los caudales, etc. En tan favorables condiciones don Gaspar se aprovechó de sus conocimientos teóricos y prácticos sobre la materia y escribió un libro que designó con el título de Gazophilacium regium perubicum, que sólo vino a publicarse en 1675, merced al generoso patrocinio de un sujeto llamado Gabriel de León317.

Escalona Agüero ha dividido su trabajo en dos libros, y cada uno de ellos en otras tantas partes, escribiendo el primero en latín y el segundo en castellano. Este defecto capital de su redacción está, con todo, balanceado por la sobriedad de su estilo y la multitud de disposiciones que cita y comenta en forma breve. Sus páginas forman un tratado de cuantos objetos se refieren a la administración de la hacienda pública, hecho con bastante método y con singular conocimiento del asunto318.

El erudito amigo de don Gaspar, León Pinelo, le atribuye también otro libro intitulado Del oficio del virrey, al cual tributa   —304→   no pocos elogios, pero que, según parece, nunca llegó a imprimirse.

Este mismo bibliógrafo dice que el conocido oidor de Chile, don Alonso de Solórzano y Velasco, es autor de un Panegírico de los Doctores y maestros de la Universidad de San Marcos que florecían el año de 1651, y de Dos discursos jurídicos, uno «sobre que se concede a la Universidad la jurisdicción del maestre escuela de Salamanca, y otro sobre que se sitúe319 en vacantes de obispados, renta para cátedra del Maestro de las sentencias», agrega sin señalar el lugar, que el libro fue impreso folio el uno de 1653320.

Solórzano y Velasco dirigió también al rey, con fecha de 1657, un desordenado Informe sobre las cosas destinado principalmente a sostener el principio de la guerra defensiva, pero en el cual se hallan algunas noticias sobre el estado de las ciudades Chilenas a mediados del siglo XVII321.

Don Juan del Corral Calvo de la Torre era hijo de la ciudad de la Plata y había seguido en Lima sus estudios forenses hasta obtener el título de abogado por la Real Audiencia. Siendo oidor en Santiago, en 1698, se ocupó durante mucho tiempo en la redacción de una obra en tres volúmenes en folio que designó con el título de Expositio ac explanatio omnium leg. Rec. Ind., en que además de dilucidar las cuestiones teóricas legales, se propuso demostrar la aplicación práctica que de ellas se había hecho en los diferentes casos ocurridos en América.

A pesar de que en su libro Calvo de la Torre se manifestaba   —305→   decidido encomiador de las disposiciones del gobierno español, sin exceptuar las que se referían a las publicaciones por la imprenta, tuvo el sentimiento de saber cuando quiso dar a luz a la suya, en contestación al permiso obligado que solicitaba, que se le decía lo siguiente: «El rey don Juan del Corral Calvo de la Torre, oidor de mi Audiencia del Reino de Chile. En carta de 10 de marzo del año próximo pasado, dais cuenta del método que habéis observado en la ejecución de los comentos y exposiciones de las leyes de Indias, teniendo ya acabados dos tomos y el primero remitido a Lima; para enviar el segundo; y habiéndose visto en mi consejo de las Indias, con lo expuesto por su fiscal, se ha considerado que la aprobación que pedís de esta obra, como el que sea su impresión de cuenta de mi real hacienda, se debía suspender por ahora hasta tanto que se vea y reconozca, en cuyo caso, y siendo digna de darse a la prensa, se podrá ejecutar en España, para cuyo efecto la podréis ir remitiendo en las ocasiones que se ofrecieren. De Madrid a 25 de mayo de 1726. Yo el Rey».

Tuvo, pues, don Juan que renunciar por el momento a ver en letras de molde los abultados partos de su ingenio y de su paciencia; y aunque más tarde el presidente de Chile eligió a don José Perfecto de Salas, elogiando en carta al soberano «su literatura, juicio y aplicación, para que continuase la obra que Corral había dejado inconclusa, el trabajo del antiguo oidor de Chile permanece inédito hasta hoy322.

Acerca de trabajos de codificación, resumen de los conocimientos legales y de su régimen en un país determinado, no tenemos más noticia que de las Nuevas Ordenanzas de Minas para el Reino de Chile, que compuso de orden real don Francisco García Huidobro, marqués de Casa Real, caballero del orden de Santiago, alguacil mayor de la Real Audiencia y fundador de la Casa de Moneda. Por uno de los artículos en que se dispuso y la fundación de este establecimiento, en 1743, se autorizó a García Huidobro,   —306→   para que propusiese al Supremo Gobierno de Chile las modificaciones que a su juicio convendría introducir en las reglas que se dictaron para los minerales del Perú en su aplicación a nuestro país. Usando de esta facultad, don Francisco hizo recorrer el territorio minero de Chile a una persona de su confianza, y con vista de lo que ésta le trasmitió, presentó al presidente Ortiz de Rosas el nuevo código que debía ponerse en planta para los mineros de Chile. Redactado en una forma clara, siguiendo un sistema análogo al de las Leyes de Partida en cuanto a la razón de sus disposiciones, el proyecto de Huidobro no llegó jamás a regir entre nosotros.

No fueron pocos los trabajos que en Chile se escribieron sobre minas, pues para prueba de nuestro aserto bastará con que citemos las Cartas y Noticias de don José de Mena, don Martín Carvallo, y el del manso padre fray Gregorio Soto Aguilar que aconsejaba se trajese a los araucanos a las minas para que con los trabajos es extinguiesen poco a poco. Debemos estos datos al señor Vicuña Mackenna. Pinelo, Bib. Occ., t. II, col. 118, señala también en este orden un manuscrito titulado Orden que en el Reino de Chile separa la labor de las minas de oro y quintos del Rey.



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ArribaAbajoCapítulo X

Costumbres indígenas. Novela.


Alonso González de Nájera. -Algunos datos de su vida. -Su intervención en la guerra de Arauco. -Lance con los indios. -Desengaño y reparo de la guerra del Reino de Chile. -Noticias de este libro. -Don Francisco Núñez de Pireda y Bascuñán. -Detalles sobre su vida. -La batalla de las Cangrejeras. -Prisión de Bascuñán. -Su permanencia entre los indios. -Regreso al territorio español. -Sus desengaños. -Examen de su Cautiverio feliz. -El padre mercedario fray Juan de Barrenechea y Albis. -Pormenores biográficos. -La Restauración de la imperial. -Argumento de esta obra. -Una procesión nocturna en la ciudad de la Concepción. -Muerte del autor.

No era raro en los tiempos de la colonia enviar a la Corte personas calificadas que con título de procuradores del Reino fuesen a esponer a Su Majestad las necesidades de que habían menester aquellas remotas partes de sus dominios. Cansados los chilenos de acreditar en Madrid religiosos y personas de papeles, se determinaron un día a sacar de la ocupación de las armas, en que siempre lo había pasado, al maestre de campo Alonso González de Nájera para que expusiese al monarca el peligroso estado de la conquista araucana. «Donde llegado por tal ocasión a Madrid, y haciendo en él oficio de celoso procurador de provincias tan necesitadas de socorro, noté una cosa que no poco me admiró, dice Nájera, y fue que, comunicando en diversas partes algunas notables maravillas de aquellas tierras y lastimosos sucesos de su presente guerra, hallé tan pocas noticias de cosas tan dignas de ser sabidas, que me movió ardiente deseo de hacerlas notorias a cuantos las ignoraban».

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Tales fueron los motivos que determinaron a escribir a González de Nájera, pues, como él mismo confiesa, nada llevaba redactado de Chile, ni le habría sido posible dedicarse, como le pasaba a tantos otros que allí había, no menos ejercitados en la escuela de Minerva que en la de Marte (como dicen los poetas) al sabroso ejercicio de la pluma, andando siempre entre el usado rumor de trompetas y atambores y experimentando día a día los contrastes de la guerra.

González de Nájera323, había pasado a Chile en los tiempos de Alonso de Rivera el año de 1601324, y a poco quedó a cargo de una compañía de soldados que llevó don Francisco Rodríguez del Manzano, el padre del historiador Ovalle, gente lúcida que servía en la guerra con satisfacción del presidente y los ministros.

Luego que llegó de España, se fue a la guerra en la primera entrada que se hizo aquel verano a las tierras de los enemigos, en tiempo que los recién rebelados indios estaban ufanos con la muerte del gobernador Loyola y más de parecer de acabar de libertar su tierra que de sujetarse a nuevas paces y servidumbre, por ningún partido. Construyó un fuerte de palizadas a orillas del Bio-Bio, comarca que entonces estaba muy metida en distrito de indios, y allí se quedó de guarnición, con dos compañías de infantería que tenían cien hombres.

«Habiendo yo puesto el fuerte, dice en su obra, en la más defensa que me fue posible, con foso, hoyos, estacas y abrojos con que las suelen fortificar, y otras muchas prevenciones contra arrojadizos fuegos, y de haber peleado algunas veces ¡en escoltas que salían a cosas del servicio del fuerte, en emboscadas que les tenían hechas los indios, de que nunca faltaban heridos, y de haberse pasado extremas hambres y otras necesidades; sucedió que pasados seis meses, en tiempo que por algunos indios tenía ordenado que los soldados durmiesen con sus armas en los puestos señalados de la muralla que habían de defender, llegó una noche al cuarto del   —309→   alba una general junta de nueve mil indios (cuyo número se averiguó después, como diré) la cual se fue acercando al fuerte por sus cuatro frentes, según venían repartidos, con tanto silencio, que de ninguna manera fueron sentidos de rondas ni centinelas, hasta que llegaron a cierta distancia que con alguna luna que hacía fueron descubiertos de una centinela, la cual aún no hubo bien dicho arma, cuando todos a un peso por todas partes cerraron con el fuerte, sin que les fuese de algún efecto abrojos, hoyos ni foso, en cuya repentina arremetida atravesaron la misma centinela de una lanzada derribándola dentro del fuerte, que era un mosquetero llamado Domingo Hernández. A la voz que dio la centinela diciendo armas, salté del cuerpo de guardia donde estaba con sólo la rodela y espada en la mano, y como la gente del fuerte se halló en los puestos que dije habían de defender, estaba ya toda con las armas en las manos, repartiéndose por todas partes los cabos de cuerdas encendidas, que en manojos les habían llevado con gran presteza otros soldados, que para tal efecto hacía que asistiesen de noche en el cuerpo de guardia; cada uno con su manojo de los cabos de cuerda, así para conservarlas por tener poca y muy pocas balas y pólvora (porque todas las cosas van en aquel reino de pie quebrado), como porque los soldados de la muralla en tan repentina ocasión no perdiesen tiempo y dejasen sus puestos para ir a encender la cuerda al cuerpo de guardia, donde de fuerza se habían de embarazar. Finalmente llegado yo adonde se peleaba, se comenzó un encendido combate, disparándose del fuerte por todas partes muchos arcabuzazos y mosquetazos, y de la parte de los indios, por haber dellos un tan gran número, se tiraba infinita flechería, aunque hacían mayor daño en los nuestros con sus largas picas, hiriéndoles de muy malas heridas por entre los palos del ya dicho parapeto, sintiéndose su general murmúreo que parecían espíritus infernales. Andando yo, pues, de una parte a otra peleando en las partes más flacas con mi espada y rodela, me fue dada una lanzada por debajo della, y asimismo un flechazo, y de otra lanzada me pesaron la misma rodela con ser de hierro; andando otras veces esforzando a los soldados a la pelea y a que   —310→   ninguno desamparase su puesto por haber muchos que me decían que estaban malheridos, a los cuales animaba diciendo que no era tiempo de desamparar ninguno su puesto, hasta vencer o morir peleando, ayudándome a todo con muy grande ánimo otro capitán que conmigo estaba, aunque también malherido, llamado Francisco de Puebla. A muchos de los soldados que tiraban botes de picos a los enemigos con hacerlo con gran presteza con todo ello, les hacían presa dellas y se las quebraban, quedándose con los trozos de los hierros en las manos, llegando su porfía a tanto, que por entre los palos del parapeto en que estaban otros muchos enemigos encaramados y abrazados, le quitaron a un soldado el arcabuz de las manos, y a otro un mosquete; y sacaron de la muralla una capa y una frazada de las con que se cubría la gente en los puestos de la misma muralla donde dormían por hacer algún frío.

«Nombrábanse por sus nombres los capitanes (de la manera que dije arriba) sin sonar otra voz conocida en medio de su tácito y común murmúreo. Pero sobre todo era de notar el estruendo que por todas partes andaba de golpearse hachas, como si talaran un monte. Por lo que viendo ya las aberturas que iban haciendo en algunas partes, que no me dejaban de dar cuidado, y que había ya cerca de dos horas que duraba el combate sin dar los enemigos muestra de flaqueza, con cuanto eran de nuestra aventajadas armas ofendidos, y los muchos soldados que me habían herido, tomé por remedio el hacer pasar la palabra y todos, los que en alta voz dijesen: «Que huyen, que huyen», y como habla muy gran parte de los indios nuestra lengua, y muchos más la entienden a causa de haber servido en otro tiempo a españoles, fue de tanta eficacia el levantar los nuestros tal vocería, que pensando los de los unos lados que los que estaban en los otros huían, comenzaron a huir por todas partes, desamparando la empresa al punto que comenzaba a abrir el día, viéndose ya de los indios que huían los campos llenos; por lo cual los nuestros comenzaron luego a tirar a lo largo325.   —311→   Si tales peligros eran diarios para la pobre gente que vivía encerrada entre cuatro murallas, vendiendo su vida a toda hora del día y de la noche, no eran menos terribles las penurias que allí pasaban, aislados en medio de enemigos sin piedad y destituidos de todo socorro humano. Hablando de los padecimientos de aquellos heroicos soldados, González de Nájera retrataba los propios contando lo que él mismo experimentó. «Llegado el tiempo, declara, en que se acabaron las tasadas raciones de trigo y cebada, y ordenó al principio que, de dos compañías que conmigo tenía, saliese cada día la una a los infructuosos y estériles campos a traer cardos, de los que en España suelen dar verde a los caballos, que era la cosa más sustancial que en ellos se hallaba, y acabados (no con poco sentimiento de los soldados), cargaban de otras yerbas no conocidas, de que se enfermaban algunos, y los sanos ya no se podían tener en pie. Salía yo cada día en un barquillo que allí tenía, y iba el río arriba, de cuyas riberas traía cantidad de pencas de áspera comida, de unas grandes hojas mayores que adargas de una yerba llamada pangue, cuyas raíces sirven allá a los nuestros de zumaque, para curtir los cueros. La partición de las cuales pencas era menester hacerla siempre con la espada en la mano, porque sobre el comer mostraban ya atrevimiento los soldados y falta de respeto. Llegó, finalmente, el extremo de la hambre a tales términos, que no quedó en el fuerte adarga ni otra cosa de cuero, hasta venir a desatar de noche la palizada de que era hecho el fuerte, para comer las correas de cuero crudo de vaca, y podridas de sol y agua, con que estaba atado el maderame, y aunque se vivía con cuidado haciendo mirar los soldados que iban de noche a la guardia de la muralla, que no llevasen cuchillos y aún espadas más de unos gorqueces o chuzos, con todo ello sucedió que una mañana amaneció el fuerte en veinte y tantas partes desatado y abierto, por lo que tuve soldados muy honrados en prisiones, y a otros que los hallaba asando, las correas debajo del rescoldo del fuego326.

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Si tantos sinsabores le ocasionaba su sola residencia en el fuerte, no era carga menos pesada los cuidados constantes y no interrumpida vigilancia, que le demandaban las frecuentes estratagemas que sus astutos enemigos ponían diariamente en planta para apoderarse de aquellos españoles que no tenían más recurso que su valor, y una constancia a toda prueba. Nájera ha pintado algunas de ellas con rasgos animados y con forma no poca seductora.

»Digo, pues, que deseando un famoso capitán de indios de guerra, llamado Nabalburi, ganarme el fuerte que he dicho tenía a mi cargo con dos compañías de infantería, se resolvió a enviar quién pegase fuego dentro dél a las barracas de carrizo del alojamiento, la noche que con una gran junta llegase él a combatírmelo; y para que se siguiese el efecto de su resolución, usó desta estratagema. Hizo buscar entre los indios de guerra uno muy flaco, convaleciente de alguna enfermedad, pero animoso, y una mujer y un niño chiquito de la misma disposición, y habiéndolos traído de diferentes tierras, todos tres tan flacos, que no tenían sino la armadura, prometió al indio e india cierto interés de su usanza, y les dio orden que viniesen a mi fuerte, pareciéndole que por verlos yo tan flacos, y que de su voluntad se venían a rendir, no les haría mal alguno, y que me confiaría dellos. Y así dijo al indio, que con esta ocasión procurase hacer un tan gran servicio a su patria, como era pegar fuego a las barracas del alojamiento del fuerte, la noche que con una muy gran junta llegase él a combatirlo; y que en caso que yo le enviase por el río, a cuya ribera estaba el fuerte, a otro que estaba a la parte de las tierras de paz en un barco que allí tenía, pusiese la mujer en ejecución el intento; porque ayudados con el incendio, no habría duda en que llegando los indios, ganarían el fuerte, y degollarían a todos los viracochas, (que así llamaban ellos a los españoles) de cuyo saco y cautivos tendrían él y la mujer sus partes. Advirtiole que, para que más a su salvo lo pudiese poner por obra, procurase hacer en el fuerte alguna barraquilla arrimada a otras grandes, donde con la mujer y niño, lo dejarían estar, por no hacer caso ni presumir mal dellos; que de tal manera podría en ella tener apercebido   —313→   el fuego con más secreto para la noche que lo había de dar al fuerte, y que comenzase por su misma barraca; que por ser todos hechos de carrizos, no habría duda en el efecto. Diole también un cordel en el cual había tantos nudos, cuantos días habían de pasar hasta el de la noche que pensaba combatir el fuerte, para que estuviese advertido la que había de poner por obra su designio, la cual había de ser al tiempo que por la llegada de las juntas se tocase arma en el fuerte en el del alboroto della. Usan los indios de este cordel, a que (como dije en el capítulo pasado) llaman yipo, para todas sus cuentas, deshaciendo un nudo cada día, desde el en que se partió a poner en efecto la orden que le dio su capitán. Y para que en tan importante empresa no hubiese yerro de la una ni de la otra parte, se quedó el Nabalburi con otro semejante cordel, de otros tantos nudos, que había de ir deshaciendo, por la misma orden, que el indio los del suyo. Finalmente, le ordenó que, llegado al fuerte, dijese que la india y niño eran su mujer y hijo, y que por haber sido, en su tierra el año estéril, pasaban todos los indios tanta necesidad de mantenimientos que se comían unos a otros, y que así la excesiva hambre le había obligado ir a buscar su remedio entre los cristianos, como gente piadosa. Instruido, pues, muy bien el indio, llegó en fin a mi fuerte con la mujer y niño, tan flacos como dije; y haciendo su plática con las razones que traía a cargo de decir, la acompañaba, con algunas lágrimas, significando la extrema padecían todos los de su tierra, diciéndome con esto de cuando en cuando: 'Capitán, ten lástima de mí'. Díjome también, cómo antes de la última general rebelión había sido él del repartimiento de una principal señora, llamada doña María de Rojas, mujer que había sido del famoso maestre de campo Lorenzo Bernal, y que acordándose de la buena vida que en aquel tiempo tenía en servicio de su señora entre los cristianos, se volvía a amparar dellos con su mujer y aquel hijo, que sólo le había quedado entre otros que en sus brazos se le habían muerto de   —314→   hambre, y a esta razón se comenzó la mujer a limpiar los ojos de las lágrimas que vertía mostrando sentimiento. Preguntéle al indio qué nuevas había entre los de la guerra, y si trataban de juntarse para algún efecto, y dijo: 'Señor, más cuidan ahora de buscar qué comer por lo mucho que pelean con la hambre que de tratar de otra guerra'. Díjele que qué decían de aquel fuerte. Respondió, que vivía yo con recato, y que tenía muchos arcabuces, y que por ello todo el reino junto no se atrevería a acometerlo.

»Traía la india a las espaldas un envoltorio dentro de una red de que se sirven como de mochila, y habiéndola puesto en el suelo, me abajé a querer ver lo que traía dentro, y fue cosa de notar, que con estar el indio tan flaco y haberse mostrado en sus razones tan cuidado y humilde, se volvió a mí con tanta soberbia y aún descomedimiento a estorbarme que no viese lo que había en la mochila, como si me tuviera sólo en su tierra entre los suyos. Púsome esto mayor deseo de ver lo que allí traía, y en fin lo miré aunque hacía toda instancia el indio para que no lo viese.

»Hallé unos ovillos de hilado y alguna lana para hilar, y envueltos en ella unos palos con que los indios acostumbraban a encender fuego. No fue esto lo que me dio indicio del mal intento que traía, considerado que pocos indios caminan sin el tal aparejo de hacer fuego; pero diome grande sospecha el hallar en otro escondrijo el yipo o cordel de los nudos que dije, y aumentola ver cómo se había opuesto el indio a no consentirme reconocer la mochila. Disimuló la sospecha a que semejante venidas de indios obligan, y híceles dar de comer, teniendo gran cuidado con ellos. Ordené que tuviesen siempre una centinela de vista y que con ella estuviesen de noche en el cuerpo de guardia. Pero mostrando el indio gran sentimiento por ello, comenzó a hacerme tanta instancia en que le dejase hacer una barraquilla donde vivir dentro del fuerte con su mujer y hijo, que esto y el haberle hallado el cordel que dije, fue causa de que me resolviese a hacerle dar tormento. Entreguelo a sus verdugos, que fueron algunos de los indios amigos que tenía allí, y estando presente en él el faraute que tenía en   —315→   el fuerte, confesó todo lo que ya he referido con lo cual confrontó la confesión que también hizo la india apartada dél. Condenéle a alancear; y porque lo detuve dos días para que le convirtiese y muriese cristiano, no se puede creer lo que me molestaban los indios amigos para que se me entregase para alancearlo. Entreguéselos al fin viendo que no quería morir cristianos y todos con sus picas muy contentos lo llevaron a un llano donde lo alancearon, mostrando con su muerte el mortal odio que tienen a los indios de guerra. La india y el niño, que ni eran su mujer ni hijo, ni aún el niño hijo de la india (según su confesión), ganaron en lo que el indio perdió, pues se bautizaron luego y quedaron entre cristianos, donde aprendiesen a serlo.

»La junta que fue general, vino dentro de doce días (del cual número no hubo diferencia al de los nudos del corral) y me combatieron el fuerte aquellos bárbaros con el valor que refiero en el Desengaño quinto.

»Otro suceso referiré en que se echará también de ver cuán astutos y advertidos soldados son los indios de Chile.

»Por estar fundado mi fuerte, como dije, a las riberas del gran río Bio-Bio, tenía en él un barco en que enviaba por leña y carrizo y otras cosas necesarias para el servicio del fuerte, haciendo que fuesen en él un sargento, y ocho o diez arcabuceros, prevenidos de convenientes órdenes del recato que habían de tener, así para que llegando a la ribera, no encallase el barco, como para saltar en tierra. Variaba cada día los lugares a donde había de ir, desmintiendo espías de esta manera, para que no pudiesen con certeza atinar los enemigos la parte a donde lo enviaba; y así les salieron vanas muchas emboscadas que pusieron en diferentes tiempos y lugares. Pero advirtiendo ellos al cabo de algunos días, en tener cuenta con los lugares a donde acostumbraba a ir el barco, que las más eran a la otra parte del ancho río, y contando que eran ocho, hicieron en un mismo día otras tantas emboscadas bien reforzadas de gente, y pusieron en cada lugar la suya. Fue, en fin, fuerza que el barco hubiese de dar en una de ellas y que los que habían saltado en tierra peleasen con la muchedumbre de indios   —316→   que sobre ellos cargaron. En esta ocasión perdí un sargento llamado Gabriel de Malsepica, muy esforzado soldado, con otro de alto valor nombrado Alonzo Sánchez, que vinieron a morir de heridas al fuerte, habiéndose llevado el río a otro que cayó en él, muerto de un golpe de macana. Escaparon los demás por puro valor de sus personas, aunque bien heridos de lanzadas y flechazos, viniendo el barco cubierto de flechas, de que aún hasta los remos y estaban atravesados de parte aparte. Retiró un soldado harto valiente llamado Vallados (aunque malherido) una pica que quitó a los enemigos, que tuvo treinta y cuatro palmos de asta. Constó manifiestamente haber sido ocho las emboscadas que aquel día habían puesto, por haber sido tantas las que se contaron desde el fuerte, que descubieron, luego como vinieron los demás, a aquella donde había dado el barco, procurando con toda diligencia ir a ayudarla y socorrerla, como lo hicieron las más cercanas con grandes gritos y vocería.

»Otra estratagema usaron los indios conmigo y fue de esta manera. Creciendo en el invierno el río en tanto exceso cual jamás se había visto, vino a quedar el fuerte, que está a sus riberas, aislado en medio dél, siendo necesario guarecernos todos sobre lo alto de la palizada con el poco trigo que había para el sustento envuelto en frazadas. Duró esta avenida y el llover por dos días, hallándonos a peligro de perecer anegados. En este tiempo, a la parte de tierra de donde estaba el fuerte más distante, hicieron apariencia y muestra tanto número de indios de caballería o infantería, que cubrían toda una grande vega que allí había, y escaramuzando con grande grita y algazara, mostraban solemnizar nuestro presente peligro con fiesta, pareciendo la otra contraria y más cercana ribera yerta y solitaria, sin que se viese en ella un indio; industria y traza de los enemigos, pareciéndoles que había de pensar yo a que en la otra parte estaban juntos todos, y que a esta otra, como más cercana y segura, pues no parecía en ella algún indio, me había de atrever a salir a salvarme con la gente en el barco, que ellos sabían que tenía atado cabe el fuerte. Pero venían engañados, porque poca exhortación fue menester hacer a los soldados   —317→   para que todos prometiesen, como lo hicieron, de morir anegados conmigo antes que pretender tan vil remedio. En fin, como Dios fue servido, que iba hecho un mar, y vieron los enemigos, manifiestamente que iba descubriendo el fuerte (el cual, se pudo tener a milagro no habérselo llevado el ímpetu de la gran corriente) entonces se descubrió por encima de un collado un copioso escuadrón dellos armados de mucha piquería que había estado emboscada, donde hasta entonces no había parecido ninguno, encontrándose con su silencio muy tristes y melancólicos, por haberles sucedido su designio conforme había sido su deseo.

»Otro ardid fue que viendo los indios el cuidado con que vivía en mi fuerte, y la orden con que salían las escoltas que acostumbran ir a menudo por aquellos campos a cosas del servicio del fuerte, y a traer algunas yerbas de que nos sustentábamos por faltarnos ya la comida, y que con cuantas diligencias hacían para hacerme en mi gente algún daño, nunca hallaban alguna descuidada, apartada o desmembrada para ejecutar en intento, determinaron darme ocasión para que algunos soldados se desmandasen adonde sus emboscadas tuviesen en qué cebarse. Acordaron, pues, de echarme algunos caballos sueltos que se me viniesen al fuerte como que se les habían huido de algún pasto, pareciéndoles que, apoderándome dellos me atrevería a enviar soldados de a caballo, y que confiados en ello los mismos soldados, se alargarían a pie, lo que hasta entonces no habían hecho, mostrando aquellos enemigos en estas trazas la gran codicia que tenían de quitarnos las vidas, pues holgaban perder los caballos que tienen en mucha estima, por ejecutar su rabioso intento en los nuestros. Dieron pues, un día aviso los centinelas que de unos collados bajaban al llano y vega del fuerte, caballos maneados, que mostraban ser hasta diez dellos. Salí con gente a ver qué misterio era aquel, maravillado de la novedad y no sin recelo de estratagema, porque sabía que el enemigo no podía tener tan cerca pasto donde tuviesen caballos. Quise con todo ello probar la mano a ver si a salvo   —318→   podía coger algunos, y finalmente retiró los seis dellos, que eran los que estaban a menos peligro de emboscada. Fue esta presa de consideración para el fuerte, porque la tuvimos a muy buena montería para remediar la presente hambre, y así quedó no menos burlado el enemigo en su esperanza, que en la del pasado suceso. Averiguase haber sido tal como lo he dicho el intento de los enemigos, por relación de muchos indios que luego dieron la paz»327.

Como buen sectario, González de Nájera trataba muchas veces de convertir a los indios con quienes estaba en relación a que abrazasen el catolicismo, lo que en ocasiones daba lugar a lances en extremo graciosos.

Cuenta él que una vez le dijo a uno que a quienes tenía por hombres más sabios y de mejor razón y entendimiento, si a los españoles o los araucanos. A los españoles contestole el interrogado; y entonces le replicó el jefe español, ¿por qué no te conviertes? Quedose pensativo el indio y al cabo de un rato de estar callado lo dijo «si quería darle una herradura, que es cosa, agrega Nájera, que ellos precian para cavar sus posesiones».

Cinco años permaneció nuestro hombre llevando aquella vida de mal traer, en los cuales ni una sola vez pudo pasar a poblado a darse un rato de descanso: todo lo que había conseguido era de hacerse de incurables achaques ocasionados de las heridas que le dieron. Fuese después a vivir a Santiago, donde al parecer permaneció tres años logrando en este tiempo ser ascendido a maestre de campo. Fue en estas circunstancias cuando Alonso García Ramón se fijó en él, como persona experta en los negocios de Arauco, que había visto de cerca, y que a más no carecía de cierta instrucción y despejo, para que pasase a la Corte en calidad de procurador del reino a pedir a Su Majestad el remedio que le proponían para la terminación de la guerra.

En Madrid, algo distraído por las propias pretensiones que lo embargaban, no descuidaba, a pesar de eso, el desempeño de su   —319→   cometido, creyendo que de esa manera servía a Dios y a su rey; y al efecto presentó una sumaria relación del estado de las cosas de Chile. Como recayese en él el nombramiento de gobernador de Puerto Hércules, en Italia, pasó allí a desempeñar sus funciones y entretuvo su tiempo en la terminación de El Desengaño y reparo de la guerra del reino de Chile, que dedicó al conde de Lemus, a la fecha presidente del Consejo de Indias.

«Yo he escrito, dice, como mejor he podido, no historia de seguida narración de acontecidos sucesos..., sino especulados pareceres y discursos sobre los puntos más esenciales para el reparo de una tan antigua conquista, como es la del reino de Chile... He procurado con cuidado cuanto me ha sido posible en sacarla tan casta que se manifieste en ella una sencilla original verdad, desnuda de toda arte, especialmente de ficciones».

Es sabido cuan celosa fue la corte de España en cubrir como con un velo las atrocidades de que usaban los conquistadores en América para con los naturales, o el abandono en que dejaba a los soldados, que muchas veces llegaba en extremo hasta recoger el libro en que se hubieran estampado verdades que por demasiado amargas era conveniente ocultar al público. González de Nájera no ignoraba este antecedente, y por eso temía haber sido demasiado explícito en su obra sobre este particular, porque en efecto los datos sobre la triste condición del ejército real abundan en ella.

Además, como había vivido tantos años en Arauco conocía perfectamente la índole y carácter de los indios, y sus noticias en esta parte son también bastante abundantes. Su libro fue titulado Desengaño porque era su opinión que los directores de los negocios de Chile vivían engañados y convenía manisfestarles sus errores.

Al efecto, analiza el estado de la guerra y propone los medios que más convenientes le parecen para terminarla. Entre estos, lo hace gran fuerza sobre todo, el que se mantenga vigente la cédula que mandaba dar por esclavos a los araucanos, y que en las acciones de guerra no se tome indio a vida que pase de diez y   —320→   seis años o que no sea de los principales. Sigue después desarrollando su sistema, (y esta es la parte más árida de su libro) que para surtir buenos efectos habría necesitado una propicia voluntad de los gobernantes y algunos desembolsos y condiciones ambas, que era casi inútil exigir. Nájera no es, sin embargo, un autoritario que decida por capricho; se hace cargo, de las objeciones, y sólo después de discutir la materia, se pronuncia.

Como conocía perfectamente la materia que dilucidaba, su pluma corre fácil y abundante salpicando a cada paso su relación con variados incidentes de la vida araucana, y contados en lo posible con el mismo lenguaje inculto y expresivo de gentes que de ordinario expresan su pensamiento sin ambages. «El autor agregan sus editores, al traer amplia y circunstanciada relación de las cosas de la guerra, sabe descubrir con ojo perspicaz los desaciertos de sus compatriotas, y señalar con feliz discernimiento los precisos remedios para realizar rápida y seguramente la conquista de unos lugares que con incansable y valeroso tesón defendieron siempre sus hijos, y con ánimo de recrear o instruir a la generalidad, aunque sin intento de entrar en un profundo estudio de historia natural, llena una buena parte de la obra tratando con individualidad y ameno estilo de las más notables producciones de aquel suelo, de la índole y costumbre de sus habitantes, y de otras cosas no menos dignas de ser sabidas: trabajo en verdad utilísimo, singularmente en un tiempo en que corrían apenas algunas breves memorias y concisas e imperfectas relaciones sobre un país tan espléndidamente favorecido por la naturaleza, y de que se han ocupado en época más reciente muchos y muy aventajados escritores»328.

Fue, al fin, dado a la estampa, sirviéndose del mismo ejemplo que su autor puso en manos del conde de Lemus, existente en la biblioteca del duque de Osuna, en Madrid, el año de l 866, y forma el tomo XLVIII de la Colección de Documentos inéditos   —321→   para la historia de España, por los señores marqués de Miraflores y don Miguel Salvá329.

Don Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, según todas probabilidades, era oriundo de Chillán, hijo de don Álvaro Núñez y de una señora noble apellidada Jofré de Loaiza, descendiente de uno de los principales y más distinguidos conquistadores de Chile.

Don Álvaro era un militar español que servía al rey desde la edad de catorce años, asistiendo por más de cuarenta en las campañas de la frontera, y durante un decenio con el título de maestro de campo; habiéndose retirado del servicio sólo cuando la edad y los achaques lo redujeron a no poder moverse de su casa.

Naciole don Francisco allí por los años de 1607, y como algún tiempo después (1614) quedase sin su esposa, llevó el niño a su lado a los estados de Arauco, donde servía, y lo colocó en el convento o de residencia que allí tenían los jesuitas, sirviéndole de maestros los padres Rodrigo Vásquez y Agustín de Villaza. Vivió allí hasta los diez y seis, habiendo llegado a adquirir durante este tiempo regulares conocimientos de latín y no poca versación en el manejo de los padres de la iglesia y lugares bíblicos, y las nociones filosóficas que entonces se profesaban en las escuelas. Como hubiese cometido ciertos desaciertos juveniles, su padre, que entonces contaba sesenta y seis años, que se veía privado de un ojo y sin poderse mover sin el auxilio de artificiosas trazas e instrumentos de madera, aunque siempre con fervorosa inclinación de servir al rey, determinó de sacarlo de la clausura, y que fuese a sentar plaza en calidad de soldado y a arrastrar una pica en una compañía de infantería española. «El gobernador, dice el mismo Bascuñán, era caballero de todas prendas, gran soldado, cortés y atento a los méritos y servicios de los que le servían a Su   —322→   Majestad, y considerando los calificados de mi padre, le había enviado a ofrecer una bandera o compañía de infantería para que yo fuese a servir al rey nuestro señor con más comodidad y lucimiento a uno de los tercios, dejándolo a su disposición y gusto, de lo cual le hice recordación diciéndole que parecía más bien que como hijo suyo me diferenciase de otros, aceptando la merced y ofrecimiento del capitán general y presidente; razones que en y sus oídos hicieron tal disonancia que lo obligaron a sentarse en la cama (que de ordinario a más no poder la asistía) a decirme con palabras desabridas y ásperas que no sabía ni entendía lo que hablaba que cómo pretendía entrar, sirviendo al rey nuestro señor con oficio de capitán si no sabía ser soldado, que cómo me había de atrever a ordenar ni mandar a los experimentados y antiguos en la guerra sin saber lo que mandaba; que sólo serviría darles qué notar y qué decir, porque quien no había aprendido a obedecer, era imposible que supiese bien mandar».

Es probable que el joven soldado entrase al ejército por los principios de 1625; pero es lo cierto que de los comienzos de su carrera militar sólo se sabe que en algunos años que estuvo ocupado en la guerra, desempeñó el puesto de alférez de una compañía, que después fue su cabo y gobernador, y últimamente su capitán: «asistiendo siempre cerca de la persona del presidente y gobernador, capitán general de este reino, hasta que por indisposición y achaque que me sobrevino, habiendo vuelto a cobrar salud a casa de mi padre, quedó reformado; y habiéndola solicitado con todo desvelo sin que volviese a continuar el usual servicio, me hizo volviera a él, como lo hice».

De los cuerpos en que entonces estaba dividido el ejército español, uno servía en el pueblo de Arauco, donde al principio estuvo destinado Bascuñán, y el otro en el tercio de San Felipe de Austria, cerca del lugar que hoy llamamos Yumbel, parte por donde eran frecuentes y terrible a las incursiones de los bárbaros. A principios de 1629, los araucanos aumentaron sus fuerzas y cobraron la determinación de dar un asalto serio en las poblaciones australes. Pasaron el Bio-Bio por el lado de la cordillera y   —323→   fueron a dar a los campos de Chillán, donde el capitán Osorio que defendía la plaza fue derrotado y muerto. Entonces las tropas del tercio de San Felipe, en que servía Bascuñán, recibieron orden de ponerse en campaña y de cortar la retirada a los araucanos, y así hubiera sucedido a no haber divisado a la partida española que estaba emboscada cerca del forzoso paso de un estero con barrancas altas, tres corredores enemigos que dieron la noticia a los de su bando. Con sólo este descuido los araucanos se envalentonaron al exceso y resolvieron a poco venir a atacar el fuerte. A los quince de Mayo (1629) después de haber saqueado y destruido una porción de chacras y estancias comarcanas al tercio, se presentaron en número de más de ochocientos a vista del fuerte y se quedaron en un estrecho paso del estero que llaman de las Cangrejeras, resueltos y alentados, esperando que le presentasen batalla campal. Dispuso entonces el sargento mayor que una partida de caballería como de setenta hombres saliese adelante a reconocer al enemigo, que en aquel lugar tenía dispuesto que se aguardasen unas a otras las diferentes partidas que en los contornos del valle se iban replegando al paso del estero. Llegó la primera cuadrilla de hasta doscientos hombres, y sin esperar a las otras cargó con la caballería española, degolló del primer encuentro a quince enemigos, cautivó a tres o cuatro y obligó a los demás a retirarse a una loma rasa, cercana del paso.

Era el intento del valiente Osorio formar su escuadrón en un cuerpo y embestir juntos infantería y caballería para obligar al enemigo a desamparar las favorables posiciones que ocupaba, y quedar de esta manera libre del peligro que le amenazaba por la espalda. Pero cuando comenzaba a poner en ejecución sus designios, llegó un ayudante con orden de que formase en cuadro su infantería, movimiento que no se alcanzó a ejecutar porque el enemigo se vino de seguida a la carga, avanzando en forma de media luna, con los infantes al centro y la caballería a los costados. Soplaba un fuerte viento del norte que azotaba de frente al cuadro español, y que les impidió hacer más de una descarga; la caballería desamparó a sus compañeros y a poco aquel puñado de valientes,   —324→   sin abandonar sus puestos, murieron los más como alentados, soldados, envueltos por la turba de bárbaros. «Y estando yo, dice Bascuñán, haciendo frente a la vanguardia del pequeño escuadrón que gobernaba, con algunos piqueros que se me agregaron, oficiales reformados y personas de obligaciones, considerándome en tan evidente peligro, peleando con todo valor y esfuerzo por defender la vida, que es amable, juzgando tener seguras las espaldas, y que los demás soldados hacían lo mismo que nosotros, no habiendo podido resistir la enemiga furia, quedaron muertos y desbaratados mis compañeros, y los pocos que conmigo asistían iban cayendo a mi lado algunos de ellos, y después de habernos dado una lanzada en la muñeca de la mano derecha, quedando imposibilitado de manejar las armas, me descargaron un golpe de macana, que así llaman unas porras de madera pesada y fuerte de que usan estos enemigos, que tal vez ha acontecido derribar de un golpe un feroz caballo, y con otros que me asegundaron, me derribaron en tierra dejándome sin sentido, el espaldar de acero bien encajado en mis costillas, y el peto atravesado de una lanzada; que a no estar bien armado y postrado por los suelos desatentado, quedara en esta ocasión sin vida entre los demás capitanes, oficiales y soldados que murieron. Cuando volví en mí y cobré algunos alientos, me hallé cautivo y preso de mis enemigos.

Viéndose en tan crítica situación, Bascuñán se dijo para sí que si los indios llegaban a saber que era hijo del temido don Álvaro y lo mataban sin remedio, por lo cual cuando le interrogaron quién era, dijo ser un pobre soldado que arribaba recién del Perú; mas, un mocetón que por allí estaba, lo reconoció al punto y la cosa no tuvo vuelta; pero casualmente lo que el capitán creía que iba a ser su perdición fue lo que vino a salvarlo.

Tocole por amo un indio esforzado y de buen carácter llamado Maulican, quien sin tardanza le prestó un caballo, y a gran prisa comenzaron a seguir el camino de la tierra adentro. En el paso del Bio-Bio, que por aquellos tiempos de invierno venía crecido en extremo, fue grande el peligro que pasó la caravana; pero habiendo el español logrado llegar primero a la ribera opuesta   —325→   con otro soldado de condición humilde, que también iba por cautivo, fue a ayudar a su dueño, que se encontraba en afanes por salir a la otra orilla, captándose desde ese momento su buena voluntad.

Grande fue el alboroto y novedad que tuvieron los indios de otras parcialidades con aquella famosa presa, no faltando quienes de mal intencionados y vengativos se concertasen para ver modo de dar la muerte al joven cautivo cuanto desgraciado capitán.

Reuniéronse en parlamento en casa de Maulican, el cual a pesar de las ventajosísimas ofertas de compra que tuvo por su prisionero, se mantuvo firme en guardarlo por tener ya al intento empeñada su palabra voluntad; pero considerando poco seguro al mancebo, lo condujo a otras partes más remotas, al otro lado de las orillas del río Imperial cerca de la antigua y arruinada ciudad. Los caciques de las inmediaciones deseosos de conocer al hijo de Álvaro Maltincampo (que así llamaban al anciano muestre) tan renombrado por sus hazañas y bondad de su carácter, a porfía se disputaban el honor de aposentarlo en sus casas, no faltando algunos más ostentativos que con el intento de conocerlo daban nunca vistos banquetes y borracheras a que asistían por miles los pobladores comarcanos.

El prisionero, merced a su discreción, a la seriedad de su conducta y amabilidad de su trato, logró despertar en cuantos le conocieron afectos verdaderamente sinceros que fueron en ocasiones la salvaguardia de los dañados propósitos de aquellos indios que no cesaban un instante de maquinar contra su vida; y su gentileza y juventud, la causa de graves tentaciones en que su virtud estuvo a punto de sucumbir. En esos momentos difíciles, Bascuñán ocurría a la oración, pidiéndole a Dios fuerzas para resistir en aquellos apretados lances.

La elevada posición de don Álvaro, sin embargo, y el general apreció con que era mirado en el ejército español, no dilataron largo tiempo su rescate; pudiendo al fin, después de poco más de siete meses330 de cautiverio volver a abrazar a su anciano padre.   —326→   Es verdaderamente tierna y digna de referirse la entrevista que tuvieron esos dos seres que corrían parejos en su afecto, cuando volvieron de nuevo a verse. Oigamos al hijo: «Otro, día, que se contaron cinco de diciembre, proseguimos nuestro viaje para la ciudad de San Bartolomé de Chillán, adonde tenía mi padre su asistencia y vecindad, y en tres días nos pusimos en mi casa, a los siete del mes, víspera de la Concepción de la Virgen María Señora Nuestra, poco antes de mediodía, y sin llegar a la presencia de mi padre, le envié a pedir licencia para ante todas las cosas ir a oír misa a la iglesia de nuestra Señora de las Mercedes, que estaba a media cuadra de mi casa en la misma calle, adonde fuimos a dar gracias de nuestro buen viaje y a oír con afecto misa que la dijo el padre presentado fray Juan Jofré, mi tío, por mi intención; y todos los del lugar que salieron a recibirme con la asistencia del corregidor, me acompañaron en la iglesia, que hasta ponerme en la presencia de mi padre no me quisieron perder de vista ni dejarme el lado. En el entretanto que oímos la misa, mandó el corregidor que la compañía de infantería tuviese las armas de fuego dispuestas para cuando los soldados de a caballo diesen una carga al entrar por las puertas de casa, respondiesen con otra los mosqueteros y con una pieza sellasen sus estruendos. Aguardamos al padre presentado, mi tío, que después de haberse desnudado de las vestiduras sagradas, salió adonde estábamos, y por estar breve espacio del convento nuestra habitación, determinamos no subir a caballo, y porque también se habían allegado algunos más religiosos y ciudadanos de respeto y de canas; con que nos fuimos a pie, poco a poco, paseando el corregidor con los alcaldes y otros del cabildo, el cura vicario de la ciudad y el comendador de aquel convento, y algunos religiosos de mi padre San Francisco, y otros del orden de predicadores, que mientras dijeron la misa habían llegado a dar los parabienes a mi padre. Los mozos y soldados de a caballo festejaron con carreras mi llegada, y al son de las trompetas   —327→   y cajas de guerra al entrar por las puertas de mi casa, dieron la carga los soldados de a caballo, y respondió la infantería en la plaza de armas, conforme el corregidor y cabo de aquella lo tenía dispuesto.

»Entré con el referido acompañamiento a la presencia de mi amado padre, que en su aposento estaba a más no poder echado por su penoso achaque de tullimiento, y al punto que puse los pies sobre el estrado que arrimado a la cama le tenían puesto, en él me puse de rodillas y con lágrimas de sumo gozo le regué las manos, estándoselas besando varias veces; y habiendo un rato estado de esta suerte sin podernos hablar en un breve espacio de tiempo, mi rostro sobre una mano suya y la otra sobre mi cabeza, me mandó levantar tan tiernamente que movió a la circunstancia a ternura.

»Dieron muchos parabienes a mi padre porque ya había logrado sus deseos, y a mí por hallarme libre de trabajos y de los peligros de la vida en que me había hallado; con cuyas razones se despidieron los religiosos y los más del lugar, que todos manifestaron con extremo el gozo y alegría que les acompañaba. Salimos a la sala, adonde ya la mesa estaba puesta, y en el ínterin que mi padre se vestía y se levantaba de la cama, habiendo convidado al corregidor, que era amigo y muy de su casa y a otros del lugar, a los prelados de los religiosos y al cura y vicario, estuvimos asentados en amena conversación, preguntando algunas cosas de la tierra adentro los unos y los otros; hasta que salió a la cuadra, afirmado en dos muletas, en cuya ocasión me volví a echar a sus pies y a abrazárselos tiernamente...»331.

Al día siguiente por la mañana, ambos se fueron a San Francisco, se confesaron y recibieron la sagrada hostia de manos de un mismo sacerdote. Mas tarde volvió Bascuñán al servicio militar, hallándose por los años de 1654 de comandante de la plaza de Boroa. Don Antonio de Acuña y Cabrera, el gobernador, asistía también por ese   —328→   entonces en la frontera y tomaba a empeño, por las influencias de su mujer, en que sus cuñados, de conocida ineptitud, estuviesen a la cabeza de los soldados. Llegó en esas circunstancias un indio a darle aviso de una proyectada expedición de los araucanos, y don Antonio que creía que era ardid de los capitanes del ejército contra sus cuñados, mandole dar cincuenta azotes. Tras eso vino a sus manos una carta de Bascuñán imponiéndole de lo mismo, «y si no se le pudieron dar cincuenta azotes, se le castigó con el desprecio y se le dio una áspera reprensión». Pero Bascuñán que no podía desentenderse de las obligaciones de su conciencia de su fidelidad al rey, repitió otra diciendo que catorce caciques de Boroa y otras parcialidades le pedían con instancia hiciese presente al gobernador sería infalible una general sublevación, si se repetía la expedición de Río Bueno, hecha el año anterior. Ya el gobernador no se pudo desentender de noticia tan terminante como ésta; pero su mujer le advirtió hasta dónde llega la malicia de los hombres, y que era tramoya para impedir la salida del ejército, porque se le daba a su hermano y no a ellos el mando de él. Entonces dispuso el gobernador que se hiciesen informes sobre el pronosticado alzamiento, y se pusieron las cartas de Bascuñán por cabeza de los autos. Nada se probó en ellos, porque la gobernadora no quiso que se probase, y todos hicieron su juramento falso por agradarla»332.

Completamente adulteradas las noticias de la sublevación por las informaciones erradas que se hicieron, salió a campaña el ejército por los principios de febrero de 1655, tomando de paso a Bascuñán con la guarnición que mandaba. Los indios para frustrar la expedición se levantaron en masa, y el resultado fue que cautivaron más de mil trescientas personas españolas, arrearon cuatrocientas mil cabezas de ganado y saquearon trescientas noventa y seis estancias, subiendo la pérdida total a ocho millones de pesos.

Al año siguiente, Bascuñán, se hallaba ya de maestre de campo   —329→   y sirviendo a las órdenes de don Pedro Porter de Casanate. Por ese entonces los Indios tenían estrechamente sitiado el fuerte de Boroa donde Bascuñán, tenía un hijo y alguna hacienda. «Embistiéronle dos o tres veces con fuerza de más de cinco mil indios a llevársele; y si cuando yo llegué a gobernarle no pongo todo mi cuidado en hacer de nuevo la muralla con estacas nuevas y de buen porte, se llevan el fuerte; finalmente, se expidieron valerosamente los que le asistían, y como fue el cerco de más de un año, necesitaron de valerse de la hacienda que tenía en mi casa, que sería cerca de tres mil pesos con plata labrada y los reales, de que hicieron balas para defenderse, y la ropa la gastaron en vestirse y conchabar al enemigo algún sustento; todo lo cual sacaron de mi casa por acuerdo del cabo que había quedado, del factor y de los demás. Y como cuando llegamos a las fronteras, hallé mis estancias despobladas, y por cuenta del enemigo toda la demás hacienda del ganado e indios de mi encomienda, me vi obligado, después de haber sacado la gente de aquel fuerte (que me costó harto cuidado y desvelo, siendo maestre de campo general del ejército), a querer valerme de la hacienda que para socorrer los soldados y para otras facciones del servicio de Su Majestad me habían sacado de mi casa; esta fue causa de que presentase los recaudos y órdenes del cabo y el entrego del factor, por cuya mano había corrido el dispendio de esta hacienda, y habiendo reconocido mi justicia el gobernador y capitán general, lo remitió al acuerdo de hacienda, de donde salió dispuesto que los propios soldados volviesen a reconocer por la memoria del factor la partida que cada uno había recibido, y que las confesasen; y no tan solamente las confesaron, sino que a una voz respondieron, que era muy justo que se me pagase de sus sueldos, por haberle sido de gran alivio en sus trabajos el socorro que con mi hacienda habían tenido».

«Volví con estos recaudos al acuerdo, después de haberse pasado más de seis meses en estas demandas y respuestas, y viendo la repugnancia que había en satisfacerme lo que se me debía justamente, me reduje a que se me pagase la mitad que por cuenta de Su Majestad se había sacado, y que de la otra parte hacía gracia y donación

  —330→     —331→     —332→  

el escrito de oposición que presentaba, que por aquella vez le suspendiese, porque el gobernador tenía hecho empeño con quien forzosamente había de llevar la encomienda...

»Hice lo que me mandaron por entonces, por ver si la promesa que me hacían de no faltarme en otras ocasiones, tenía mejor lugar que el que habían tenido las pasadas ofertas. Dentro de pocos meses y breves días se vino la ocasión que deseaba, juzgando que entre tantos la justicia y el mérito llegarían a tener su conocido asiento.

»Llegó la ocasión, como tengo dicho, de otra vacatura cuantiosa. Juzgando que alguna vez tuviese la fortuna su turno cierto, y el superior, empacho de faltar tantas veces a una obligación forzosa y a sus repetidas palabras y promesas, volví a presentar mi escrito, que fue lo propio que no presentarle, porque dieron la encomienda a quien dio tres mil patacones, y yo me quedó sólo con las promesas...».

»Yo soy el menos digno entre todos, que a imitación de mis padres he continuado esta guerra más de cuarenta años, padecido en un cautiverio muchos trabajos, incomodidades y desdicha, que aunque fui feliz y dichoso en el tratamiento y agasajo, no por eso me excusé de andar descalzo de pie y pierna, con una manta o camiseta a raíz de las carnes..., que para quien estaba criado en buenos pañales y en regalo, el que tenía entre ellos no lo era; y con todo esto, me tuviera por premiado si llegase a alcanzar a tener un pan seguro con qué poder sustentarme, y remediar en algo la necesidad de mis hijos, que por el natural amor que he tenido por servir a Su Majestad, (aunque conozco la poca medra que por este camino se tiene), los he encaminado a los cuatro que tengo, a que sirvan al rey nuestro señor...

»¿Qué es lo que tengo, después de haber trabajado en esta guerra desde que abrí los ojos al uso de la razón, y en este alzamiento general, en que quedaron las fronteras asolados, poblándolas de nuevo, sustentándolas y asistiéndolas con doscientos o trescientos hombres cuando más, en los principios de sus ruinas? Y en los tiempos de mayores riesgos me solicitaron para el   —333→   trabajo y peligro, y después de mejorada la tierra, me dieron de mano, porque no supe acomodarme a lo que se usa. Esto es lo que he granjeado en esta tierra de Chile, y hallarme hoy al cabo de mis años por tierras extrañas, buscando algún alivio y descanso a la vejez, aunque sin esperanzas algunas de consuelo ni remuneración de los trabajos padecidos, en una tierra y gobierno adonde se cierran las puertas de las comodidades a los pobres dignos y merecedores de ellas; pues, habiéndome opuesto a algunas encomiendas de consideración que han vacado, me han preferido los que han tenido que dar por ella tres mil y cuatro mil patacones».

Sin embargo, por los años de 1674 y la real Audiencia de Lima que entonces regía el virreinato, dando cuenta del tiempo de su gobierno al marqués de Castelar, le decía hablando del gobernador de Valdivia: «Nombramos para este cargo al maestre de campo general don Francisco de Pineda Bascuñán, que actualmente está gobernando aquel presidio, y en el último bajel que llegó por el mes de junio no se han recibido cartas suyas, si bien las de algunos castellanos y milites se remiten a la relación que dicen envía del estado en que halló la plaza, especificando algunas circunstancias»333.

Bascuñán fue designado también posteriormente por el virrey para un corregimiento en el Perú, pero murió allí por los comienzos de 1682, y cuando al parecer no había aún tomado posesión del destino con que se quería recompensarle los largos y desinteresados servicios que prestara a la causa de Castilla334.

  —334→  

Moría pobre de bienes de fortuna legando cuando más un pleito a sus hijos, pero junto con él el manuscrito de un libro titulado Cautiverio feliz y razón de las guerras dilatadas de Chile. Escrito en los años de la vejez para recordar las aventuras de la juventud335, sus descendientes encontrarían allí la historia de un hombre, experimentado y de bien, y el modelo de un militar valiente y fiel como ninguno en beneficio de las armas del rey.

A no dudarlo, una de las obras más leídas en Chile y aun en el Perú durante la colonia fue la del maestre de campo Bascuñán. En ella encontraban los pocos que tuvieron tiempo y gusto por la lectura, dos condiciones que la hacían harto recomendable: el interés y novedad de sus aventuras durante su cautiverio, y la instrucción moral, religiosa y erudita que era inseparable de todo escritor, que aspiraba a demostrar que no era un ignorante; pero si aquella cualidad subsiste para nosotros, la pesada erudición que le acompaña constituye un lunar feísimo que hubiera más valido arrancar. Sin él, y aún con él, la obra de Bascuñán es la más agradable de leer y la más literaria, diríamos, de cuantas heredamos de la colonia. Si el autor se hubiese limitado simplemente a contarnos con su estilo admirablemente sencillo y verdadero la relación de sus aventuras entre los indios de Arauco, su obra no habría desmerecido de figurar en la literatura de las naciones más cultas de cualquier tiempo.

A guiarnos por la primera impresión, difícil nos parecerá vincular   —335→   tan notable interés en el relato de un prisionero de los indios de Purén. ¿Qué podrá contarnos de interesante, nos preguntaremos unos días que han debido correr siempre iguales en la monotonía de la vida de un pueblo no civilizado? ¿Pero es que Bascuñán ha sabido desde un principio formar una especie de drama cuyo desenlace está en suspenso hasta el último momento de su cautividad. Maulican su amo cumplirá al fin su promesa de libertarlo? ¿Los caciques que se han propuesto quitarle la vida lo conseguirán? Tal es el marco dentro del cual se desarrollan los acontecimientos que Bascuñán nos describe. Fuera de este arte que la verdad le proporcionó, tiene todavía otros motivos que cautivan nuestra atención; la ingenuidad con que refiere sus tribulaciones de toda especie, la suerte del ser amable que sin quererlo retrata en él, y una porción de costumbres curiosas de los salvajes en cuyo centro vivía. Además, la figura de su padre, vaciada en el molde antiguo de los castellanos del Cid, retratada con los más bellos colores de un cariño respetuoso, domina siempre el cuadro como un recuerdo lejano de la tierra civilizada y del hogar. ¡Qué hermosa escena aquella en que padre e hijo vuelven a verse después de tan triste separación!

Pero la historia de sus días de prisionero, como él mismo lo declara en muchos lugares, no es el fin principal que tuvo en mira en la composición de su obra. Testigo tantos años de los manejos, usados en la guerra de Chile, y víctima él mismo de las injusticias que se cometían, siempre con la mira de servir al soberano, se propuso manifestar las causas que hacían interminable la lucha araucana. Y al efecto, valiéndose casi siempre de su propia experiencia, nos va descubriendo abuso por abuso, descuido por descuido, de aquellos que contribuían insensiblemente a mantener a los rebeldes sobre sus armas tantas veces victoriosas. Esta parte de su libro no carece, pues, tampoco de atractivos para el historiador. En resumen, la persona de Bascuñán y su obra merecen de lleno un lugar único en la relación de nuestros acontecimientos políticos y literarios.

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Si el libro de Bascuñán ocupa un lugar aparte por su argumento y estilo en la historia de la literatura colonial, no puede, menos de decirse otro tanto de la obra escrita por el religioso mercedario fray Juan de Barrenechea y Albis con el título de Restauración de la Imperial y conversión de almas infieles, citado de ordinario muy equivocadamente como una Historia de Chile.

Los pocos autores que se han ocupado de recoger algunos datos biográficos de este religioso (de por sí bastante escasos) fijan la fecha de su nacimiento ya en el año de 1669336, ya en 1656337; pero aunque discordes en este punto todos están y contestes en asignarle por patria a Concepción338. De los hechos que vamos a apuntar podrá fácilmente colegirse que aquellos datos son del todo inexactos.

En efecto, a fojas 74 del Libro Primero de Cautivos del convento de la Merced de esta ciudad, se apunta que fray Juan de Barrenechea pidió la limosna el 25 de julio de 1659, mereciendo de sus superiores no pocos elogios por el celo con que ejercitaba tan productivo ministerio. Al año siguiente, era aún simple corista en la comunidad.

Consta asimismo de igual fuente que en 1603 era lector en la Orden y que se hacía notar por el entusiasmo con que abrazaba la obra de la redención. Algunos meses después, (15 de agosto de 1664) el obispo Humanzoro le confería la orden sacerdotal.

Esto sólo sería bastante para justificar cuánto erraron aquellos autores, si él mismo no hubiese cuidado de advertir en su obra, que después de haber estado algún tiempo entre los indios de Arauco, asistió a uno de los parlamentos que celebraron con los españoles, y que se halló en el levantamiento que se verificó en 1655. De estos antecedentes se deduce con claridad que el padre Barrenechea debió haber nacido en los últimos años de la primera mitad del siglo XVII.

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Es opinión generalmente recibida que nuestro autor estudió la filosofía en Santiago, y que pasó a Lima a instruirse de la más prestigiosa ciencia de que se creían dotados en el estudio de la teología a los catedráticos de la entonces bien conocida y celebrada Universidad de San Marcos de Lima. Mas, en honor de la verdad sea dicho, que aunque registramos con cuidado los libros de matrícula de aquella corporación, no dimos nunca con el nombre del estudiante chileno. Dícese que después volvió a Chile, y así debió ser, ya que estuvo sirviendo por algún tiempo de comendador339 de la Orden en su ciudad natal340 y de profesor de filosofía y artes en el convento de Santiago. Lo que consta plenamente es que ascendió al provincialato el año de setenta y ocho y que permaneció cuatro en estas funciones341.

Afirmase también con insistencia que después de su provincialato Barrenechea se fue a establecer a Lima y que allí escribió su libro, sin embargo, de uno de los pasajes que podemos aprovechar al intento, es fácil deducir que lo escribía en 1693342; y que de una representación que elevó al Consejo de Indias, que no está fechada, pero que se deduce fue elevada en 1701, se desprende que en esa época residía aún en Concepción.

Es cierto que la obra de Barrenechea la trajo de Lima para obsequiarla a nuestra Biblioteca Nacional el padre franciscano Antonio Bausá en 1818; pero esto sólo demostraría que, o fue enviada allá por su autor, acaso con el fin de que se imprimiese (de lo cual es fácil señalar varios ejemplos en nuestra historia literaria), o que el mismo la condujo, ya que parece probable que Barrenechea haya muerto en territorio peruano.

En extremo difícil se hace clasificar el género literario dentro   —338→   del cual pueda caber la obra del religioso mercedario, aunque más bien debe decirse que participa algo de la historia y mucho más de la novela.

He aquí su argumento como invención.

Entre los bárbaros araucanos había uno de nombre Millayan que tenía muchas hijas de diversas mujeres, que por la hermosura de que estaban dotadas, aseguraban su riqueza. Pero de entre todas ninguna tan hermosa como Rocamila, niña de ojos graves y apacibles, de honestidad singular y claro entendimiento, humilde y obediente. Su belleza era famosa en la comarca y cuantos la veían difundían por los aires sus aplausos y alabanzas.

Era natural que joya de tanta estimación tuviese muchos codiciosos; pero de entre los que la requebraban ninguno se hacía notar tanto como Carilab, mozo gallardo, bien apersonado, de bríos y ostentoso, hijo de Alcapen, toquí de los más principales de Tirúa.

La guerra encendida por aquel tiempo entre indios y españoles hacía frecuentes las escaramuzas e incursiones a las posesiones araucanas. Una partida de treinta españoles ocupada en este género de guerra, llegó un día a casa de Millayan, y aunque sus moradores se defendían con valor próximos estaban ya a rendirse, cuando llegó Carilab acompañado de dos de sus sirvientes, quienes terciando en la refriega lograron distraer la atención de los asaltantes a fin de que Millayan y su familia fueran a escapar a un bosque vecino. Ahí permanecieron hasta la aurora siguiente en que retornando a la casa pudieron ver el horroroso cuadro que se les presentaba; muertos yacían y tendidos por el patio los criados de Carilab, y ni éste ni el hijo del cacique parecían, dando a entender muy claro que habían sido hechos prisioneros. Rocamila que penetra la verdad, cae profundamente desmayada, y cuando vuelve a la vida es sólo para lamentarse de su suerte, y prorrumpir en amargos sollozos. Prisionero, se dice, el objeto de mi amor, ¿cuando podrán cesar mis lágrimas?

Entretanto, ¿qué era lo que había pasado en el combate? Carilab en un principio ayudado de dos de los de su gente sostuvo   —339→   con éxito la lucha contra cuatro adversarios, pero cuando ya iban de rendida, un nuevo refuerzo de cinco enemigos vino a desvanecer sus esperanzas de triunfo. Jadeante de fatiga combatía aún queriendo dar tiempo a que alcanzase a ocultarse en el bosque la prenda de su alma y luz de sus ojos. Entregose al fin. Los españoles querían al punto sacrificarlo como que era la causa de habérseles escapado una buena presa, y así hubiera sucedido, sin duda, a no haber mediado uno de los recién venidos que apiadándose de él redujo a sus compañeros a que se contentasen con llevárselo prisionero.

En la jornada que emprendieron al fuerte de Yambel, el joven cautivo no cesaba de animar a Guenulab, hermano de Rocamila, que se mostraba abatido, manifestándole que no debía afligirse, que los trabajos habían sido hechos para el hombre, que él lo acompañaría siempre, y que tras eso, allá en el porvenir podrían divisar desde luego, indecisa todavía, la libertad, y con ella el recobro de la familia y de las aspiraciones de su corazón, su felicidad. Guenulab agradece tan oportunos consuelos y asegurando corresponder a ellos se propone dar en premio a Carilab una noticia que servirá a endulzar las amarguras de un largo e indefinido cautiverio. Mi padre, le refiere, asediado por numerosas pretensiones a la mano de su hija, la llamó la noche de la víspera de nuestro desgraciado accidente y comenzó a proponerle uno a uno los sujetos de mérito y para los cuales se consideraba obligado. ¿Con cuál quieres casarte, le preguntaba? Y por toda respuesta Rocamila rompió a llorar; en aquella muchedumbre de pretendientes no había figurado su nombre el primero ¡Padre mío! Le dijo, entre esos jóvenes solo hay uno que responda a las aspiraciones de mi corazón y que pueda hacerlo feliz, es Carilab. Con cualquier otro que me propongáis una boda, desde ese momento deberé cambiar la alegría de mi noche de desposada por la frialdad de una tumba. Millayan al oír estas palabras, la abrazó prometiéndole que aprobaba su elección y que no sabría oponerse a su felicidad.

Ahora, amigo Carilab, le dijo el hijo del cacique, todo lo que   —340→   has oído es para ti un motivo de alegría, ¿o acaso cuando conoces la correspondencia de tu afecto, te empeñarás en seguir llenando el aire con tus suspiros?

Entreteniendo el tiempo con tan agradables pláticas llegaron los dos prisioneros al fuerte de Yumbel, donde los cargaron de cadenas y los encerraron en oscuro calabozo. Mientras tanto los vencedores comenzaron a propalar la valentía de aquel joven cautivo que prometía convertirse en aventajado caudillo si llegaba a volver a sus tierras. Don Lorenzo Suárez de Figueroa, un viejo y valiente capitán que allí mandaba, dispuso que sin tardanza fuesen ejecutados, y que antes penetrasen en la prisión sacerdotes que procurasen convertir y bautizar a aquellos infieles. Por su intermedio logra Carilab una entrevista con el jefe, y hallándose ya en su presencia, manifiéstale sin embozo su situación; no creáis le dijo, que soy guerrero; mis días se han deslizado al lado de mis padres, en el cuidado de sus ganados; las dulzuras del hogar y las bellezas de la naturaleza eran mi único encanto; los mismos soldados que me han hecho prisionero podrán repetiros que pude escaparme a un bosque inmediato y que voluntariamente me he expuesto a este trance para defender a una mujer que es mi esposa. No me arrepiento de este proceder, pues de nuevo si la ocasión se presentase daría mil vidas por ella. Así, pues, no me mates. Suárez se manifiesta sensible a las palabras del joven y conviene en que sea canjeado por los prisioneros españoles que existan en poder de algún toquí araucano.

Pero no es esto todo, agrega Carilab, gime aquí también un hermano de mi esposa y un criado fiel; consentid en que partan conmigo y os daré por su libertad dos cautivos más. Convenido, responde Suárez, y arreglado todo, se dirigieron a la Imperial.

Acelerado seguía Carilab el camino del hogar paterno, cuando topó con un mensajero que iba en busca de noticias suyas. En primera pregunta es por su amada. Muy pronto se casará con Maltaro, le responden uno de sus más antiguos y obsequiosos amantes. Desesperado, redobla su marcha hasta llegar a casa de su padre. ¿Y los prisioneros españoles que aquí había? Pregunta.   —341→   ¡Ha mandado por ellos Millayan para sacrificarlos en las bodas de su hija en satisfacción de la muerte de Guenulab y de la tuya! Prométese entonces Carilab revolver todos los escondrijos, reconocer todas las chozas en busca de otros cautivos a fin de libertar su palabra empeñado, o entregarse de nuevo a los españoles si no lo consigue. En vano su padre procura animarlo, porque él permanece frío e indiferente a sus palabras, y sólo cuando le cuentan que a pesar de las instancias de Maltaro la boda no se ha verificado todavía, renace un tanto su esperanza y resuelve presentarse en casa de Millayan.

Aquí todo es confusión y trastorno. Rocamila, muerta de pesar, llora la desgracia de aquel a quien llama su esposo y asegura que su tálamo le servirá de sudario.

En esas circunstancias llegan al rancho tres hombres encubiertos.

Conocíase que se hacían allí preparativos de boda: los patios estaban barridos y la borrachera reinaba sin rival entre los gritos de una turba enloquecida. Esta fiesta que los bárbaros aprovechaban, con avidez dio a uno de los concurrentes la idea de prolongarla por un día más, como era de estilo en los usos de aquel pueblo, lo cual oyendo Carilab, rebozando de alegría, se desmonta y se da a conocer a la reunión que lloraba en muerte, a virtud de las pérfidas informaciones de Maltaro. Millayan, loco de contento, da el primer lugar a su salvador y se empeña en que la boda de Rocamila se celebre ahora con Carilab. Grande gasto sería para mí, le responde el joven, enlace tan deseado, pero tengo empeñada mi palabra de entregar en cuarenta días a los españoles algunos prisioneros y ante todo quiero cumplir mi compromiso. Aplazaremos esta fiesta para mejor día, que yo parto al punto para Tirúa en busca de mis trescientos mocetones.

De vuelta de su expedición, que llevó a cabo con toda felicidad, pasa por la morada de Rocamila, la que le da un precioso cofre tejido de raíces y rebosando de pepitas de oro para que entregue al comandante Suárez en manifestación de su gratitud por haberle concedido a él la libertad.

Carilab llega por fin a Yumbel y hace la prometida entrega de   —342→   su rescate. Un padre mercedario con quien traba amistad procura atraerlo a la religión católica, alza sus dudas y le arranca la promesa de que nunca tomará armas contra los españoles y que hará que su esposa se bautice.

Mas, cuando a su vuelta, lleno de ilusiones, cree ir a encontrar un descanso a sus fatigas, y la realización de sus más caras esperanzas, se encuentra con que Rocamila ha sido robada. Dando algún descanso a su gente se encamina a la cordillera, donde presume que su novia deba hallarse en poder de Maltaro. Ella, por su parte, en un lugar distante, se ve presa de las amarguras más crueles y de un profundo aborrecimiento por el pérfido raptor, cuya ausencia aprovecha para exhalar de esta manera sus quejas:

«A las ásperas montañas y a los riscos se lamenta. Enternecían a los troncos sus bien sentidos ayes. Pasajera es la vida (dice, cuando al alma no la atormentan penas, -¿Por qué llega con pasos lentos la muerte y no acaba con los destrozos de este corazón herido y mal tratado? Acabe ya la Parca con sus rigores. Córtese el estambre de una vez de esta angustiada vida. Mas ¿qué es lo que hablo? ¿Dónde estoy? ¿Dónde me veo? ¿Qué delirio me enajena? No a otro intento el poeta cantó lastimando las voces en que prorrumpe:

Quid loquor? Aut ubi sum! Qum mentem insania mulat?

»Cuanto es horror se la representa en las sombras tristes de esta lóbrega montaña y el mismo silencio atemoriza. ¡Qué! ¿En esta habitación y domicilio de fieras ha conmutado mi suerte el amado albergue de los míos? Ya no han de ver mis ojos, ni ninguna esperanza de volver a gozar de las dulzuras de mi amada patria. ¡Oh crueles hados! ¡Oh miserable fortuna, que nací tan desdichada! ¿Antes de gozar la luz no me abrigarán las sombras de un sepulcro tenebroso? ¡Qué! ¡Alegra a todos la aurora, y con las brisas del alba se solemnizan las flores, y para mí todo es noche y tristeza y un profundo desconsuelo! ¡Ay sí! ¡De mí tan desdichada! ¡Oh esposo mío, ¿cómo agora no me dais la vida?; oh Carilab valiente, ¿dónde están vuestras hazañas? ¿Viviendo vos, y yo cautiva? ¿O   —343→   me habéis olvidado; o no vives ya en el mundo para el remedio de los males de mi suerte desdeñada?».

Mientras tanto, los soldados de Carilab habían penetrado ya en el bosque y combatían con Maltaro y sus secuaces. Este último después de haber sido vencido y visto morir de diez de sus compañeros, desciende al valle, persuade al cacique de aquella parcialidad de que sus mocetones han sido cobardemente asesinados, reduce al jefe a sus intentos y penetra de nuevo en el bosque hasta el lugar en que Carilab y Rocamila yacían entregados a los naturales trasportes de un encuentro inesperado. El joven, aunque combate con denuedo, viéndose al fin acosado de una enemigos y desfallecido por sus heridas, se lanza a una laguna inmediata en compañía de su amante, y con gran esfuerzo y no pocos peligros logran ponerse a salvo en la otra orilla y arribar a la morada de Millayan.

Carilab, después de un corto reposo, organiza una nueva expedición para vengar aquel fracaso que compromete su honra. Vuelto a las tierras del cacique que lo venciera, ofrece perdonarlo si le entrega a su rival; prende fuego a los bosques y difunde el pavor en todas las poblaciones comarcanas. Las familias atemorizadas huyen hacia las breñas o procuran esconderse en lo más distante de las montañas. Maltaro mismo quiere también escapar, pero turbado por aquel siniestro y extraviado por el humo, pierde la verdadera senda y viene a dar frente a frente con Carilab. Desenvainan al punto las espadas y traban una lucha a muerte que termina en favor del invasor.

Libre ya de cuidados por esta parte, emprende su retirada a la imperial a fin de celebrar aquel suspirado himeneo, «y siguiendo iba bien alegre su viaje y con el gozo de volver con el laurel del vencimiento y a los ojos que eran las estrellas que guiaban en sus pagos la derrota», cuando le llegó nueva de que el ejército español había entrado a la tierra asolándolo todo, y que mm pronto se daría una batalla en que iban a hacer de jefes Lieutur y Putapichun.

En llegando a casa de Rocamila, ordenó Carilab se retirase al   —344→   interior de la comarca resguardada por cien de sus más esforzados guerreros, mientras él partía a casa del viejo Alcapen su padre, en busca de los soldados con que debía concurrir al llamado de los generales. Recomienda al anciano que vele por su amante y que se halle listo para el casamiento que tendrá lugar tan pronto como vuelva; recibe su bendición, y se dirige al campo de batalla al mando de un destacamento de ochocientos soldados. Después de andar a marchas forzadas, hallábase ya cerca del lugar en que debía darse el combate, cuando en la noche se siente acometido de un horrible dolor que cree ser precursor de su muerte. Tan repentino suceso introduce la turbación entre los suyos; dase al punto la orden de contramarcha. ¡Carilab acababa de acordarse que había prometido no tomar armas contra los cristianos! En vano lo esperaron los jefes araucanos reunidos para presentar batalla, y entonces, como no llegase, se dispersaron. Los correos entretanto se sucedían en casa de Rocamila. Según los cálculos más prudentes hacía dos días que la batalla había debido darse. ¿Había muerto Carilab; qué era de él?

En tales conflictos resuelve Millayan dirigirse en busca de Alcapen a informarse del joven guerrero; noticiándole al fin su restablecimiento, y encargándole que ya que la tierra estaba de paz, se volviese a esperarlo al lado de su hija.

Mas, a la noticia de la desgracia de Carilab renacieron de nuevo los pretendientes. Curillauca, el más audaz, como conociese que su felicidad dependía de la muerte del joven, lo prepara una emboscada en unión de su pariente Antelé para sorprenderlo en su viaje. En efecto, saliéronle al camino, pero fueron derrotados y Antelé muerto. Sorprendido Carilab de tan repentino ataque quiso indagar lo que lo motivaba, ofreciendo perdonar la vida a uno de los vencidos si lo revelaba el secreto, y después que por este medio llegó a descubrir lo que pasaba, no fue poca su sorpresa cuando reconoció una banda que pertenecía a Rocamila y que ceñía el cadáver de Antelé. Desde ese momento se despertaron en su alma las sospechas más violentas, y en el acto resolvió abandonar aquel viaje tan alegremente emprendido, regresando   —345→   a su casa con el corazón lleno de tristeza, de incertidumbres y dudas.

Hacía tres días ya que Millayan esperaba a su futuro yerno y este no parecía. Rocamila más impaciente que nadie, determina sin tardanza enviar un mensajero que averiguó lo que pasa; pero tiene que volverse sin traer más noticias, que la de haber encontrado a Carilab herido y que por el camino se veían todavía cadáveres que las aves aún no habían devorado por entero. De aquí nueva alarma en la familia de Rocamila, la cual aunque inocente no se atreve a presentarse delante de su padre, y solamente por los bosques discurría llenando el aire de suspiros tristes y humedeciendo las plantas y las flores con el riego de sus ojos... La afligida novia movía los corazones más duros llorando amargamente su suerte y su desventura. Préstanle elegantes voces los heroicos poemas que hablan en su causa y su dolorosa suerte:



«Qué dolor nos oprime y pone en calma,
esposo, en negras sombras de tristeza,
que en tanta confusión sospecha el alma
que arguya algún defecto mi pureza.
Darás a tu pasión gloriosa palma  5
y a tan intenso amor dulce tibieza.
Si la mancha que enluta mis entrañas
del presumido error con sangre bañas.

»Y si es orden fatal, decreto justo,
porque en tanta pasión quede oprimida,  10
que fortuna cruel usurpo el busto
de intempestivas flores de mi vida,
a su disposición mi suerte ajusto
en tantas opresiones combatida,
porque tus sentimientos, tus pesares  15
templen el rigor en mis purpúreos mares.

»Así quedó triunfante, vencedora,
que pues yo soy: en esto parecía
cual roja clavellina que la aurora
baña de perlas cuando rompe el día;  20
el corazón del fuego que atesora
suspiros forma que el amor envía,
no goces, que la acción que alimentos mide
en la garganta su dolor divide.

»Ay prenda dulce, donde a mis enojos  25
halla refugio el ánimo constante
que retratan las niñas de mis ojos
imagen de la muerte en tu semblante.
—346→
Usurpe ya por míseros despojos
La Parca injusta el aura respirante,  30
porque al imperio del amor rendida
le ofrezca los deleites de mi vida.

»Ceda a la muerte, ceda a su tributo
mi aliento por mi mano dividido;
observarás el bárbaro estatuto  35
contra ley natural constituido,
porque no vista el alma eterno luto
de las nocturnas sendas del olvido:
llévame el corazón porque así pruebas
que de mi vida lo mortal remuevas.  40

»Ven a abrir con tu diestra el pecho ardiente:
y en las fraguas verás de mi fe pura
el corazón que es lámina viviente
donde tu viva estampa se figura:
con esta prenda el ánimo valiente  45
de Marte las victorias te asegura,
porque justa venganza al cielo clama
el ardor de la sangre que derrama».

La casa era toda confusión, habíase llegado a penetrar el secreto del sentimiento de Carilab: se acusaba de traición a Millayan y diciendo que él había obsequiado aquella banda fatal; a Rocamila misma pudiera creerse que era cómplice de aquella indigna madeja.

El infeliz Carilab, después de perseguir a Curillanca, el causante de su desgracia, lo había derrotado y obligado a que huyese de la tierra a refugiarse entre los españoles; él mismo triste y abatido sigue más tarde sus huellas, llega al fuerte de Santa Juana, donde el gobernador don Francisco Lazo de la Vega manda ponerlo en prisión y que después de instruírsele en la fe cristiana sea ajusticiado y colocado su cuerpo en los caminos para escarmiento de otros traidores, porque lo acusaba de falso, como se había reconocido ser pocos días antes cierto toquí Carillanca que también llegara allí en busca de asilo. Un religioso mercedario, su embargo, logra esclarecer la verdad, y presentándose ante el gobernador consigne el perdón de Carilab.

Hasta aquí el manuscrito del padre Barrenechea. En su relación final, ¿Carilab se casaba al fin con Rocamila? Es probable que sí, y que ambos se hicieran cristianos y se fueran a vivir en tierra de españoles.

  —347→  

Tal es el argumento que forma la trama de la obra del religioso chileno. Como se ve, el autor ha pretendido, siguiendo a Virgilio, hacer una especie de epopeya o novela heroica, donde figuren sentimientos elevados, un amor intenso y el cariño de la patria. La parte que contiene algo de historia es la relación de las campañas de don Alonso de Sotomayor; pero a veces diserta también sobre la guerra y su objeto, modo cómo ha sido llevada en Chile; cita reales cédulas, habla de las costumbres de los indios, si ha habido o no mi logro, cual será el medio más a propósito para la restauración de iglesia de la Imperial, etc.

También al lado de oraciones a María, suplicando por la terminación de la guerra, se encuentran relaciones sobre la conquista del vellocino de oro, y haciendo de esta fábula en caballo de batalla, deduce ejemplos, cita versos latinos, o se engolfa en discusiones teológicas.

El padre Barrenechea es un iluso que estudiando un capítulo de Isaías cree ver en las dulzuras que describe el profeta las futuras prosperidades de la Imperial, y en los textos de San Pablo y de Baruch la preponderancia intelectual reservada en el porvenir a los hijos de la arruinada ciudad.

Por esta disposición se conocerá fácilmente que el libro de fray Juan es una verdadera algarabía, que no tiene más norte que la filosofía que procura inculcar, reducida a convencernos de que aquí en la tierra todo es miseria y que sólo más allá no habrá lágrimas ni pesares. «Busquemos, pues a la Majestad Excelsa, dice, para que sean de agrado a sus divinos ojos nuestras obras, sean encaminadas, y apelemos a la conversión de las almas: este sea todo el interés que nos arrastre, que en este mismo empleo se asegura que sea como la del justo eterna la memoria».

Pero por más que fray Juan ha procurado pintarnos situaciones conmovedoras, no ha ido a buscarlas en un sentimiento verdadero, y si sólo en las frases rebuscadas y en una falsa e impertinente erudición; sus caracteres son del todo imaginarios, sus personajes muy relamidos; el argumento mismo de la obra traspira ficción por todas partes. Acaso debemos exceptuar de esta reprobación   —348→   general el tipo de los amantes, pues ellos nos agradan por lo impetuoso y noble de su pasión y por su juventud, y aún más, porque en las ceremonias y costumbres a que asistimos con ellos hay mucho de verdad, y para los sucesos en que figuran un teatro eminentemente nacional, como son las riberas del Tolten y las incidencias de una guerra que sin duda será el tema verdadero, acentuado y característico de toda novela histórica chilena.

Fray Juan compuso, asimismo, por los últimos años, unas Letanías a la Vera-Cruz, que fueron impresas en Lima con aprobación del arzobispo Liñán de Cisneros. La historia de esta producción del fraile chileno está íntimamente ligada a cierto suceso desagradable que le ocurrió con el prelado de Concepción, y del cual vamos a hablar.

Existía en esa ciudad desde los tiempos de la conquista una cofradía llamada de la Vera-Cruz, cuyo instituto principal era rogar por la salud espiritual y corporal de los soberanos españoles, quienes, desde Carlos V en adelante le habían procurado no pocas gracias y beneficios. De antiguo era una institución de buen tono, de tal manera que no vivía en la ciudad quien creyendo llevar en sus venas sangre de cristiano viejo y en sus pergaminos algún girón de rancia nobleza, no formase en sus filas en la procesión que se celebraba todos los jueves santos por la noche a implorar al cielo por el magnánimo príncipe que regía los destinos de América. Cupo a fray Juan, en 1701, la honra no pequeña de ser el director de tan ilustre asociación, en cuyo honor había compuesto de antemano las famosas letanías que merecieron en Lima el favor de la impresión y que se cantaban ya en la fiesta susodicha. Pero, héteme aquí, que el jueves santo de ese año de gracia de 701, el obispo sin decir agua va ni agua viene, cuando la procesión recorría las calles con gran acompañamiento de devotos, canto en coro y no poco aparato de luces, dijo «alto allá», mandó apagar las velas y que los ciscunstantes se retirasen a sus casas a dormir tranquilos o a ocuparse de fiestas menos ostentosas y más de su agrado. Originose de aquí grandísimo alboroto, quedaron los fieles escandalizados, y no poco mohíno   —349→   nuestro fray Juan, que desde ese momento púsose a visitar con empeño y en persona a cada uno de los cabildantes para que le diesen testimonio del suceso y elevasen una representación al monarca en que constase el desacato cometido indirectamente sobre la real persona por el mal intencionado diocesano. Prometiéronselo así aquellos graves y calificados vecinos, y en tal seguridad el religioso mercedario dirigió nada menos que a Su Santidad una Comunicación en que pintándole el suceso, le suplicaba renovase para la cofradía de la Vera-Cruz los privilegios que en otra época le fueran concedidos, que por haberse perdido los papeles de que constaban en una salida que hizo el mar sobre la ciudad medio siglo antes, acababan de motivar el injustificable proceder del obispo.

Hubiese llegado sin duda la tal solicitud a los pies del Pontífice si por una disposición de las leyes recopiladas no estuviese ordenado que antes de pasar a Roma se examinasen en el Consejo de Indias las comunicaciones de esa naturaleza. El tribunal dio vista sobre el asunto al fiscal, quien, por parecer de tres de setiembre de 1705, se opuso lisa y llanamente a la remisión del expediente de fray Juan Barrenechea343.

No sabemos si, en parte, lance tan bochornoso para el prestigio del religioso mercedario lo determinase a salir de Chile, pero lo cierto es que, según asienta Garí, murió a poco en Lima el año de 1707344.