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ArribaAbajoCapítulo XV

Oratoria


Aguilera. -Carrillo de Ojeda. -Ferreira. -Lillo y la Barrera. -Viñas. -Jáuregui. -Predicadores jesuitas. -Don Manuel de Vargas. -Espiñeira. -Alday. -Cano. -Zerdán. -Lastarria.

El primer chileno de quien se tenga noticia que cultivando la oratoria sagrada dejase algún monumento escrito, fue el jesuita Fernando Aguilera, oriundo de la ciudad Imperial, e hijo del valiente conquistador Pedro de Aguilera. En 1579, a los diez y ocho años, abrazaba el Instituto de Jesús, y en 1600 era ya profeso de cuarto voto. En la primera entrada que los jesuitas hicieron en Chile, Aguilera doctrinó en lengua araucana467, y desde entonces vivió constantemente dedicado a la predicación evangélica, trabajando especialmente en la conversión de los indios; legando a la posteridad como fruto de sus tareas de misionero varios volúmenes de Sermones en estado de darse a la prensa, al decir de un biógrafo de la Compañía. De Chile pasó Aguilera a regir el colegio de la Paz y fue a morir al Cuzco, «cargado de dios y de buenas obras», el año de 1637468.

Muy pocos años después que Aguilera expiraba en el Perú, un fraile agustino de quien hemos debido ocuparnos ya en más de   —426→   una ocasión, y que a una inteligencia fácil de abarcar los objetos más variados unía una ilustración nada común, fray Agustín Carrillo de Ojeda predicaba en Lima en las vísperas de su regreso a Chile, en presencia de la primera Autoridad del virreinato, un Sermón de dos festividades sagradas, etc. Carrillo era en esa época regente de estudios de la provincia chilena y había ido a Lima en calidad de procurador general.

Nuestro orador se propuso expresar «lo que alcanzó la especulación» en el tema esencialmente teológico que se había propuesto dilucidar, y lo hizo con una erudición completamente inadecuada a las circunstancias, y, sin embargo, tan al gusto de su época que es muy difícil encontrar documento alguno que lleve impresas a su frente más exageradas alabanzas.

Muestra del entusiasmo despertado entre la gente de letras por el sermón de Carrillo de Ojeda pueden dar las siguientes décimas, que fray Miguel de Utrera, otro fraile de la Orden, su discípulo e hijo también de la provincia de Chile, escribió en honor suyo:



Con imperiosa eficacia
supiste unir peregrino
al Espíritu Divino
el sacramento de gracia:
bien tu favor te regracia  5
la heroica intención, haciendo
que todos en ti, aprendiendo,
vean, Carrillo, admirando
o la gracia predicando,
o el Espíritu, escribiendo.  10

Con él tu pluma valiente
es en cada culto pliego,
de muchas lenguas de fuego
sutil intérprete ardiente,
cuyo clamor elocuente,  15
que a doctas líneas reduces
y la gracia que introduces
de erudiciones tan bellas
son de aquel fuego centellas
y son de su llama luces. Etc.  20

Salvo esta corta interrupción, el cetro de la oratoria sagrada continuó vinculado por largos años en los miembros del Instituto de Jesús, y ¡cosa singular! el primer jesuita que siguiera a Carrillo,   —427→   se hizo notar por un Panegírico de la luz de los doctores Agustinos, etc.

Su autor, Francisco Ferreira, y su hermano el padre Gonzalo Ferreira, al entrar en la Compañía cedieron su legítima, de no escaso valer para aquellos años, para la fundación de un noviciado en Santiago «y con esta hacienda que donaron se compró una casa, una viña y un molino con dos paradas de piedras, que todo estaba en una calle ancha que se llama la Cañada»469. No fue poco el desprendimiento de los hermanos Ferreiras, observa con razón el señor Barros Arana: «indudablemente ambos tenían el más perfecto derecho al título de fundadores del noviciado de San Francisco de Borja; pero si ellos lo hubiesen reclamado para sí, los padres jesuitas no habrían podido ofrecer el mismo honor a otro individuo que quisiera hacerles un nuevo donativo. Así fue que contentándose los Ferreiras con el rango de benefactores, «dejaron la puerta abierta, agrega Olivares, para que otro diese la cantidad competente y pudiese ser fundador de la casa del Noviciado»470. Pero ya que los Ferreiras fueron asaz modestos para renunciar a su título de fundadores, el provincial de la Orden, en cambio, mandoles decir por toda la Compañía las misas que acostumbra por los benefactores.

Francisco Ferreira era de origen ilustre y tuvo por patria a Chile, al decir de un afamado escritor lusitano471. Algún tiempo después de su entrada en la Compañía sirvió la cátedra de teología en Santiago; fue rector de Bucalemu donde trabajó muchísimo en la fábrica del colegio, construyendo las casas y levantando la iglesia. En Santiago edificó el templo del Colegio Máximo, haciendo viaje expreso a Lima a tomar las medidas del que la Compañía poseía con la advocación San Pablo, a cuya planta deseaba amoldar el edificio de Santiago. Más tarde ascendió a viceprovincial   —428→   de Chile, y murió, por fin, de la gota después de largos años de enfermedad.

Su Panegírico fue honrosamente calificado por sus contemporáneos. Fray Sancho de Osma472, de la religión de San Agustín, que probablemente se sentía agradecido a los elogios tributados por Ferreira al gran obispo de Hipona, le decía en letras de molde: «Un tan docto catedrático llamó testigos para que en voces públicas no censuren sino que aplaudan tanta instrucción a las costumbres, tanta elocuencia en sus discursos, tanta novedad en sus noticias, al fin, tantas luces de ingenio...».

Ferreira predicó su sermón en el templo de las monjas agustinos en Santiago. Don Francisco Rodríguez de Ovalle que se encargó de darlo a la estampa, invocaba el testimonio de la abadesa doña Águeda de Urbina, y añadía: «De los aplausos Vuestra Majestad con todo su coro de ángeles fue testigo, y las voces del auditorio pregonero, que impaciente de delatarle la gloria casi le interrumpía los pensamientos». Y expresaba enseguida como hombre galante: «mucho me costó sacar esta perla de las conchas de la modestia de su autor, pero desquito el cuidado que me costó al sacarlo, con el gusto del acierto al dedicarlo». La verdad del caso era que Ferreira presentaba en su discurso la apología del gran Agustín con gran método y cierta novedad, entremezclando con frases animadas, anécdotas de buen gusto en el árido campo de la pesada erudición de los textos latinos.

Ocurrió en Santiago por los fines del siglo XVII la curación de una monja carmelita que se suponía obrada por intercesión del santo jesuita Francisco Javier. Decíase que una noche en que doña Beatriz Rosa se hallaba en oración, se le apareció el santo rodeado de luces, anunciándole su inmediato restablecimiento, y que en el acto sintió la monja «que con gran dolor se le conmovía el vientre, y aplicándose la reliquia del dicho santo que cargaba   —429→   consigo se halló repentinamente sin el bulto que tenía en el vientre».

Sobre este hecho siguiose expediente ante el cabildo eclesiástico en sede vacante entre el padre Andrés Alciato, Provincial de los jesuitas, que hablaba de milagro, y el promotor fiscal que en virtud de su oficio lo contradecía. Por fin, oídas las partes y vistas las declaraciones aducidas, los jueces dictaron sentencia estableciendo la efectividad de un hecho milagroso. Con esto, llevose en procesión la imagen de San Francisco Javier hasta la catedral, con acompañamiento del cabildo y concurso de todo el pueblo, y buscose predicador que solemnizase la función. Había por ese entonces en Santiago cierto jesuita chileno llamado Nicolás de Lillo y la Barrera «sujeto de las primeras estimaciones de la provincia en cátedra y púlpito, y el oráculo con quien se consultaban los casos más dificultosos»473, que estaba en vísperas de jubilarse de los numerosos lauros que cosechara en cincuenta años que llevaba de predicación. El provincial Alciato creyó aumentar el brillo de la fiesta encomendando el sermón a orador tan prestigioso, y Lillo y la Barrera que también había tomado una parte activa en el asunto de la religiosa doña Beatriz, no se hizo de rogar y subió al púlpito de la metropolitana.

El padre José de Buendía, distinguido jesuita limeño, decía refiriéndose a Lillo «que los grandes créditos que de predicador y maestro se había granjeado en cátedra y púlpito vivían muchos años ha superiores a cualquier examen y acreedores de la mayor estimación. Merecí oírle, agrega, en mis primeros estudios de facultad predicando en esta ciudad de Lima a la fiesta del apóstol San Pablo..., y el juicio que entonces se hizo fue que del predicador de las gentes, sólo el padre Nicolás merecía ser en predicador».

Probablemente en la función motivada por el supuesto milagro de San Francisco Javier, ya Lillo estaría en el ocaso de su talento   —430→   y de sus fuerzas, porque, a decir verdad, en su Sermón predicado en la catedral de Santiago, se limita simplemente a hacer el elogio de un santo de su Orden y de algunas particularidades de su vida en relación más o menos directa con la curación de la monja carmelita, con frases que, si es cierto que no carecen de algún vistoso aparato, se ven, por regla general, desleídas con pueriles digresiones teológicas.

El jesuita Miguel de Vinas, de quien nos ocuparemos con alguna más detención cuando estudiemos su obra capital, hizo también oír su voz pocos años más tarde en las bóvedas de la catedral con ocasión de la muerte del obispo don Francisco de la Puebla y González. Ninguno más a propósito que Viñas para esa ceremonia, pues además de haber sido el confesor del prelado, gozaba de extraordinaria reputación en Santiago. El jesuita se excusó en un principio, considerándose, según decía, muy lejos de las grandes virtudes del obispo Puebla González. «Mirábame pigmeo, añade, en comparación de un gigante de la perfección; por esto, y por verme sin alma rehusé el predicar este día con más razón que el grande Nazianceno en las fúnebres exequias de su mayor amigo... Faltome el espíritu, y sólo me quedó aliento para consentir en el mandato...».

Sin embargo, a pesar de tantas protestas, Viñas no tiene palabras de verdadero sentimiento, y huye siempre de expresar sus propias ideas para ocultar su fingido dolor tras las frías declamaciones de eruditas frases. Comienza por pintar los estragos de la muerte, y a renglón seguido, sin poder desprenderse de sus antecedentes de estudioso, se entretiene en indagar la etimología de una palabra. Examina después la vida pública de su penitente en sus diferentes faces, pero de tal manera entremezclada con negocios extraños que es necesario andar a salto de mata para dar con un período que ataña verdaderamente al asunto. ¡Y aún en lo pertinente, cuánta vana palabrería, qué alarde de ingenio, cuánta sutileza, cuánta pompa superflua! Si no, veamos cómo retrata al héroe de su discurso: «Bien lucido era nuestro ilustrísimo   —431→   prelado, sol brillante en la cátedra, luz ardiente en el púlpito y luminar grande y lucido en todas prendas. Anduvo rodando, no tres días, como ese sol material, sino muchos años por varias tierras, bien que alumbrándolas con los resplandores de su doctrina y virtud; y ahora pretende su profunda humildad que pisen todos esos lucidos talentos, con una diferencia, que el sol rodó por la tierra antes de verse con la mitra y presidencia de los astros; pero nuestro sol mitrado, lucidísimo obispo quiere verse abatido y pisado con todas sus prendas después de haberse colocado en el cielo de su solio episcopal».

Un presbítero apellidado don Melchor de Jáuregui, en una de las fiestas de tabla a que la Real Audiencia debía concurrir en la Iglesia Metropolitana, predicó en 1714 un corto sermón que los quisquillosos miembros del tribunal, con buenas o malas razones, creyeron que iba dirigido contra ellos, por lo cual formaron tan grande alboroto que redujeron el asunto a expediente y lo elevaron en consulta a Su Majestad.

Nos restan también, aunque en manuscrito, los sermones de algunos jesuitas que florecieron en Chile con alguna posterioridad al autor de la Philophia scholastica, pronunciados especialmente con ocasión de algún grave acontecimiento, como ser uno de San Ignacio de Loyola cuando ocurrió el alzamiento de 1743; otro predicado en San Miguel a propósito de la celebración que la provincia de Chile hizo en 1739 por la canonización de San Juan Francisco de Rejis; uno muy curioso sobre la costumbre que se había ido introduciendo en muchas casas con pretexto de la moda (1760) de no rezar «el alabado» cuando nuestros antepasados encendían luz o se levantaban de la mesa; y, finalmente, el que el maestro don Manuel de Vargas declamó en el colegio de San Francisco Javier en 1764 sobre la triunfante Asunción de María, con motivo de cierta fiesta estudiantil.

Algunos años más tarde, en 1772, hallamos en letras de molde la Oración que el obispo de Concepción fray Pedro Ángel de   —432→   Espiñeira pronunció en la Iglesia Metropolitana de la ciudad de los Reyes en la solemnísima función con que el concilio provincial dio principio a su segunda sesión.

Era Espiñeira hijo del reino de Galicia y ejercía las funciones de vicario de coro de su provincia cuando movido del deseo de convertir infieles sentó plaza de misionero para el reino de Chile. En Chillán concurrió a la fundación del colegio de Propaganda fide y más tarde, promovido a su prelacía, adelantó la obra, predicó algunas misiones por todo el obispado de Concepción, y penetrando por los Andes hasta los indios pehuenches y huilliches, dejó fundada una casa de conversión en la parcialidad de Lolco. El presidente don Manuel de Amat, testigo del celo religioso del fraile franciscano, aprovechó del fallecimiento de don José de Toro Zambrano, que acababa de gobernar la iglesia de Concepción, para manifestarle sus méritos al soberano y pedirle que lo nombrase para la silla episcopal vacante. En 21 de diciembre fue consagrado en Santiago, y pasó a desempeñar sus funciones por febrero siguiente. «Reformó su clero y restableció la disciplina de su catedral, que con la división de los vecinos de la Concepción sobre la traslación de la ciudad estuvo decadente desde su ruina por falta de catedral. Solicitó para ella el aumento de dos prebendas, y a su instancia las concedió el rey. Restableció su colegio seminario, e incorporado en él el Convictorio de San José, fundado por los jesuitas, con todas sus rentas, le dio la denominación de «Colegio Carolino». Levantó la casa episcopal y terraplenó el suelo donde se habían de abrir los cimientos para la nueva catedral. Asistió al último concilio limense celebrado en 1772, y predicó con aplauso en una de sus sesiones»474.

Los primeros que dieron la señal de los aplausos que el cronista de Chile supone tributados en Lima al religioso de San Francisco, fueron los mismos miembros de la orden. Buscaron impresos que se hiciese cargo de grabar para siempre las palabras del prelado, dieron el dinero para los gastos, y pusieron al frente   —433→   de la obra una multitud de alabanzas en honra del autor. La provincia la publica, decían, «por la gloria que le resultará de este ejemplar prelado, a quien venera y veneró siempre como a uno de sus más esclarecidos hermanos desde que le conoció alumno del colegio de misioneros apostólicos de Santa Rosa de Ocupa». Y en la misma dedicatoria en que la orden compartía su incienso con el antiguo presidente de Chile y entonces virrey del Perú, don Manuel de Amat y Junient, agregaba, dirigiéndose a este elevado funcionario: «la notoria propensión de Vuestra Excelencia a el sabio autor de este discurso, a ninguno se esconde la alta estimación que hizo de su apreciabilísima persona desde que le conoció misionero y uno de los primeros fundadores del colegio de Ildefonso de Chillán y a donde fue meritísimo prelado».

«La reforma espiritual de estas provincias es el argumento de la presente Oración; y si por su contexto se trasluce al recto corazón e incorruptible pureza de la doctrina de este ejemplarísimo prelado, igualmente consta con una irrefragable certidumbre ser estas mismas reglas aquellas que prestan todo el influjo a sus operaciones».

Espiñeira comienza por disertar sobre la utilidad de los concilios, haciendo una rápida reseña de su historia y circunstancias que los han acompañado. Entra después manifestando que la Iglesia ha padecido persecuciones, ha tenido tiranos que la han oprimido, pero que sobre todos estos males está la relajación de costumbres. «Las pasiones hallan en tanta novedad de doctrinas, dice, y en tanta multitud de opiniones nuevas, laxas y relajadas, como hay esparcidas en muchos de nuestros moralistas modernos, mil apoyos a la relajación, mil interpretaciones a las leyes y un sinnúmero de efugios a los preceptos y consejos evangélicos. En este diluvio de aguas se ahoga la semilla, se vicia la mies, se malogra la cosecha y padece la Iglesia amarguísima amargura»475. De tales antecedentes deduce, en consecuencia, nuestro obispo que es necesario guardar un término razonable como   —434→   único remedio, ni una laxitud extremada, ni un rigorismo insufrible.

Su estilo es sobrio, moderado, sin adornos, sin grandes frases, pero enérgico y que deja vislumbrar un alma convencida y entusiasta. Apoya sus opiniones en los doctores y en la Biblia, y aún cita de cuando en cuando a Cicerón y otros profanos, por más que algunas veces no haya podido resistir a la corriente común y pésimo gusto de su tiempo, dejándose ir en brazos de las citas por mostrar una vana erudición.

Este defecto es aún mucho más grave en el Dictamen sobre el probabilismo, que a instancias superiores presentó al mismo concilio a que concurrió como sufragáneo y que se publicó el mismo año que la provincia de la Orden daba a la estampa la Oración476. Ya en este escrito Espiñeira había lanzado de paso sus ataques a los jesuitas, mas ahora entra de frente a combatir, ahora es éste el tema de su discurso; y sin embargo, no va a arrojar la burla acerada y punzante sátira de Pascal, ni mucho menos a emplear su estilo ni su talento. Espiñeira sólo sabe ocurrir a los arsenales ajenos, sin decir nada propio. Emplea los términos más duros, quizás por complacer al rey que deseaba a toda costa que no se enseñasen las peligrosas teorías que los jesuitas expulsos de sus dominios habían implantado sobre el regicidio.

El obispo franciscano no se detiene en expresar que «ese modo licencioso de opinar es anti-evangélico, escandaloso, sanguinario, depravador de las costumbres, corruptor de la moral cristiana, introductor y patrono de todas las inmundicias, de todos los delitos»; y que sus fautores y secuaces, «son profetas falsos y engañadores de los hombres, sembradores del embuste que inventó el padre de la mentira, doctores hipócritas que halagando el oído llenan de mortífero veneno el corazón; nuevos fariseos intrusos   —435→   en la Iglesia para pervertir con estas interpretaciones vanas sus más sagradas leyes, enemigos jurados del evangelio, etc. Esta filípica de un vigor notable y aún de cierto alcance por las conclusiones a que arriba, es poco, muy poco lo que revela de trabajo en el autor, que en este caso es más bien un compilador que ha querido evadir la responsabilidad de sus juicios con palabras ajenas.

Después de los triunfos literarios que Espiñeira alcanzara en la metrópoli americana, regresó a Chile, para morir seis años más tarde de una calentura que fue minando lentamente su debilitada constitución. La catedral de la que fue su diócesis conserva sus cenizas.

«Fue prelado verdaderamente religioso, dice Carvallo: llevó siempre interior y exteriormente el hábito de su religión. No descaeció un punto en la práctica de las virtudes que observó de religioso; principalmente en la virtud de la penitencia fue rigoroso observante; contínuamente llevaba el cuerpo ceñido de ásperos cilicios, y se disciplinaba diariamente. Repartía sus rentas a los pobres, y en su fallecimiento nada se halló que le perteneciese; tuvo cuidado en los últimos días de su vida de enajenarse de todo para tener el consuelo de morir sin propiedad de cosa alguna aún de las de poco valor... Su esposa, la Iglesia, tuvo que costear el entierro y funerales»477.

Otro distinguido prelado chileno, contemporáneo del anterior, y que por análogos motivos realizó un viaje a Lima, donde le tocó cosechar no inferiores lauros oratorios, fue el ilustrísimo don Manuel de Alday y Aspée.

Alday disertó en la primera sesión del concilio para preguntarse el porqué de la reunión de la asamblea. En su Oración, (que corre impresa «con general aplauso», decía Carvallo) les decía a sus colegas: «no tenéis que esperar pensamientos vivos, discursos sutiles, estilo elegante, ni variedad de figuras en las sentencias y en las palabras». Con todo, es incuestionable que en el   —436→   trabajo del obispo de Santiago hay más observación y conocimiento del arte que en el de su compañero de obispado, un modo de insinuarse más fino, una manera de convencimiento más adecuada. Tomando por tema la conocida sentencia del apóstol San Mateo, ubi sunt duo vel tres congregati in nomine meo, ibi sum in medio corum, comienza a analizar la verdad evangélica de estas palabras en los escritos de los padres de la Iglesia y en la historia de los concilios, con método y claridad en el desarrollo de su exposición, con detenido estudio del asunto y sobriedad de citas, y un animado estilo.

Cierto es que el obispo de Santiago no era la primera vez que se hallaba en funciones de ese género, pues ya cuando en 1763 había reunido una sínodo diocesana, tomó el primero la palabra, como el pastor en medio de su grey, e invocando de una manera amable su autoridad, habló con cierto agradable desembarazo, que hubiéramos querido notar también en su discurso de Lima. Esta pieza fue dada a la estampa por el maestre escuela de la catedral del Rimac, don Esteban José Gallegos el cual, «sensible al clamor universal, y más que todo, a la pasión que le imprimió una pieza perfecta en su género, elocuente, edificativa y llena de sagrada unción para penetrar los ánimos, se resolvió a pedirla a aquel ilustrísimo señor, quien ni la encomendó a la memoria ni la tenía escrita...» En cuanto a su Oración predicada en Santiago, el mismo Alday la entregó a la imprenta, como ha cuidado de advertirlo en los comienzos de su obra.

El obispo de Santiago es también autor de numerosas Pláticas, piezas cortas escritas para las principales festividades de la Iglesia, en que con tono sencillo, anque algo amanerado, se procura instruir a los fieles en las principales verdades del catolicismo. Algunas fueron predicadas en los conventos de monjas de esta capital, y versan, en consecuencia, sobre la vida monástica; manifestándose su autor en ellas instruido pero falto de elevación478.

A la misma época de Alday pertenece aquel padre agustino fray Manuel de Oteiza, de quien en otro lugar nos hemos ocupado, y que pasaba, como decíamos, por gran orador; el autor de un Sermón del glorioso patriarca San Ignacio de Loyola, predicado en la iglesia catedral el día 31 de julio de 1779, que conocemos manuscrito; y el jesuita Manuel Hurtado, del cual se conservan inéditos un Sermón de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, dos sobre la Inmaculada Concepción y la Natividad de Nuestra Señora, y por fin, una Oratio panegyrica in laudem San Joannis Evangelistae, declamada en el Seminario eclesiástico.

Cúpole a Alday la suerte de ver brillar en Chile durante su obispado a otro orador sagrado más distinguido aún que Oteiza y los que acabamos de señalar, y acaso el primero de todo el período colonial, el religioso de la Casa de Observancia de Predicadores fray Francisco Cano. Por eso, cuando el Reverendo Padre fray Manuel de Acuña daba el último suspiro en su celda de la Recoleta, que había fundado, la Orden se apresuró a encomendarle a Cano que pronunciase sobre su tumba el panegírico de sus virtudes. Brillante era el concurso que se agrupaba en torno de aquel féretro, grande el hombre que acababa de morir, y digno de su fama el discurso que Cano iba a pronunciar en aquella solemne ocasión. «No imaginéis, señores comenzó por decir, que vengo a hacer hoy paño de lágrimas, para dar fin al llanto más justo y lastimoso; no penséis que pretendo cegar los cauces por donde se desahogan unos corazones tan oprimidos del dolor; no penséis que vengo a consolar a esas tórtolas tristes, solitarias, que se ahogan en gemidos en el retiro de sus pechos. Tan lejos estos de moderar su llanto que quisiera, cual otro Jeremías, se hiciesen mis ojos dos fuentes de lágrimas para aumentar el curso de las suyas. Quisiera que alternando mis suspiros con sus lúgubres trinos, resultase de ambas la más triste la más lastimosa, la más funesta consonancia».

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«Lleno del espíritu del cristianismo, dice uno de sus admiradores479, llama a todos a los principios de la fe, todo se dirige a la religión, se empeña en hacerla amar y respetar sus leyes, emplea los colores más tocantes para pintar la virtud, ya en los oráculos que anuncia, ya en los ejemplos de las virtudes de ese varón justo, con que persuade a su imitación, con que honra su memoria, glorificando al Dios de las ciencias y de las virtudes. Penetrado del carácter de un orador cristiano, jamás ha olvidado que la publicación del Evangelio es la condición de su ministerio: fundado en las Sagradas Escrituras y los Santos Padres, hace brillar la verdad, la santidad y el ingenio, corrigiendo el culpable abuso de aquellos que no pocas veces profanan tan sagrado lugar, empeñándose en componer una fabulosa oración de vanos discursos y pueriles razonamientos, y de aquellos que declinando en el extremo contrario quieren formarla de un conjunto de voces que digan y nada signifiquen, y que arguyan su convicción, y que, como el relámpago, brille un momento para deslumbrar en el siguiente y dejar en mayor confusión y oscuridad.

Pero no es ésta la conducta del autor de la Oración fúnebre de Acuña: «convencido de que la profesión evangélica es una apostólica comisión en que se le encarga anunciar el reino de Jesucristo, y que la retórica sagrada es una suave persuasión de la virtud y seria reprensión del vicio; que siendo su único fin la gloria de Dios y santificación de las almas, jamás se ha propuesto otro fin que este digno fruto de su ministerio, ¡Con cuanta elegancia empeña sus reflexiones para poner a la vista los riesgos y estragos del vicio! ¡Con cuánta sutileza raciocina y extiende sus discursos, sin que se vea desaparecer el apóstol cuando habla el filósofo, ni aparecer el académico en el lugar del cristiano! ¡Con cuánto espíritu y dulzura anima a la perfección evangélica, uniendo las virtudes de la más austera moral con las escrupulosas atenciones del gobierno, el cumplimiento de los preceptos del cielo con la práctica de los humanos, para poner en perfecta consonancia las   —439→   sublimes verdades del Evangelio con los deberes necesarios del estado y de la condición! En la humildad, base y fundamento de las demás virtudes, y la más racional operación del hombre, en la pobreza, ese heroico uso de los bienes perecederos, y en el óleo de la caridad nos presenta las ventajas de la virtud sobre las ruinas del vicio, el triunfo del espíritu en el desprecio de los tristes restos de nuestra mortalidad, de esa terrible y necesaria condición del hombre que nos representa en los espantosos y saludables sentimientos que la naturaleza inspira, que la razón aprueba y permite la religión: sentimientos arreglados por la sabiduría y la fe para disponer el principio de la justificación del hombre. Tal es el juicio que a un hombre ilustrado mereciera en su tiempo la publicación de la Oración fúnebre, hecha en Lima en 1782. Acaso al presente estos elogios nos parezcan exagerados, pero no puede negarse que la frase de Cano corre con soltura, con método, y con cierto entusiasmo que la distingue de las demás empleadas en obras análogas, cargadas de citas importunas y desprovistas de verdaderos hechos.

Cano, por esta época, hemos dicho, era ya un hombre de vasta reputación a quien acataban las personas más distinguidas por su saber, y a quien sus superiores daban esclarecido lugar entre los sujetos de su religión. Lector jubilado, dirigía sus estudios en el colegio de la Orden; orador notable, buscábase su concurso en toda ocasión en que se tratase de alguna grave y solemne fiesta, o del entierro de algún considerado personaje. Decíase que desde que comenzara a ejercer el ministerio de la predicación excitó la atención y fijó la curiosidad de la capital. Estos méritos la llevaron al doctorado y al delicado cargo de examinador sinodal del obispado, y por último, al provincialato de la Orden en Chile, que ejerció durante el período de 1794 a 98.

En este último año casualmente ocurrió la muerte de una monja de apellido Rojas, hermana de don Manuel Nicolás, obispo de Santa Cruz de la Sierra, y tocole a Cano pronunciar la Oración fúnebre en las pomposas exequias que se le hicieron, como a pariente inmediata de tan alto personaje. El provincial de la Recoleta,   —440→   en un discurso lleno de una agradable naturalidad y enteramente extraño a las vanas y exageradas declamaciones de otros oradores, hizo a grandes rasgos el elogio de la difunta religiosa, con una elocución florida aunque sin pretensiones, y no ajena, sin embargo, a las palabras inspiradas de los Santos Libros, consuelo eficaz en esos momentos solemnes de dolor y del umbral de una nueva vida.

Algunos autores nos han conservado también la noticia de distinguidos predicadores chilenos que florecieron algún tiempo antes, entre otros el jesuita Tomás Larrain, hijo del presidente de Quito don Santiago Larrain, que deleitó a la sociedad ecuatoriana por sus poesías mucho más juiciosas que la generalidad de las de sus contemporáneos480; y el padre José Irarrázabal, que al decir de Gómez de Vidaurre481, «fue precisado a dar a luz un Sermón de la Concepción de María Santísima, por lo devoto, sólido y bien proveído de su asunto»; y, por fin, fray Diego Briceño que publicó en Madrid en 1692 un Sermón de la Asunción gloriosa de la Reina de los Ángeles, María, predicado en la iglesia de Alarcón en Madrid482.

Fray Diego José Briceño hizo su profesión en el convento de la Merced, en Santiago, en manos del provincial fray Juan de Salas firmada y redactada de la letra el 25 de abril de 1646483. Treinta años más tarde, el novicio fray Diego era calificador del Santo Oficio por la Inquisición de Cartagena, maestro de teología y provincial de su Orden en Santiago, puesto que empezó a desempeñar segunda vez en 1686. Como aparece de la portada de su obra, Briceño residió en sus últimos años en la Corte española. Consérvanse, asimismo, en la biblioteca de la Merced dos tomos manuscritos incompletos, y probablemente por este motivo   —441→   sin nombre de autor, uno de Sermones sobre temas de la Escritura, escritos mitad en castellano y mitad en latín, que por su relación y por su asunto parece que no hubieran sido destinados a la predicación; y otro de Pláticas morales sobre la doctrina cristiana que según se deja ver han sido compuestos por algún párroco para instrucción de sus feligreses y que, aunque suponen a su autor versado en los lugares teológicos, son en verdad, bastante insignificantes.

Un género de oratoria tan vulgar hoy como fue desusado en lo antiguo entre nosotros y del cual apenas nos ha quedado una que otra muestra, son las alocuciones que suelen dirigirse a los estudiantes con ocasión de alguna fiesta de la enseñanza. En esta ciudad de Santiago, en 3 de abril de 1778, don Ambrosio Zerdán y Pontero, fiscal del crimen y protector de indios, en la apertura solemne del Real Colegio Carolino de patricios nobles dirigía a los alumnos una Oración pomposa en que lo trabajado y ficticio de la elocución corre parejas con la vaciedad de conceptos, reducidos en su parte más sustanciosa a ponderar las excelencias del latín484.

Escrito en un estilo también declamatorio, aunque animado de un mejor espíritu es el Discurso económico leído por don Miguel Lastarria en las dos primeras sesiones de la Hermandad de la Conmiseración de Dolores, en 1798. Esta pieza contiene una exposición franca que se aparta mucho de los trillados caminos con que nuestros escritores de antaño acostumbraban pintar el estado de Chile en aquella época. La gran miseria que devoraba al país, ocasionada principalmente por las enormes porciones de tierras concentradas en una sola mano; los diferentes ramos de la administración, desde el sistema seguido para la erección de poblaciones   —442→   hasta los abusos de que eran víctimas los cosecheros de Valparaíso; y muy especialmente el lamentable estado a que la educación se hallaba reducida, están pintados con animación y honrada franqueza en el Discurso de Lastarria. Don Miguel se indigna contra los que han ponderado la engañosa y apática felicidad de los colonos chilenos, y ataca principalmente a Molina por este error, acaso involuntario de su parte.

Pero la obra capital de Lastarria es su Organización y plan de seguridad exterior de las muy interesantes colonias orientales del río Paraguay o de la Plata, que se conserva en la Biblioteca Nacional de París. Su primera parte es una simple compilación de documentos; pero en lo restante, llaman la atención los conocimientos de ciencias que el autor manifiesta poseer, y la seriedad del tono con que está escrita. Ocupado del examen detenido de su asunto, Lastarria lo ha analizado metódicamente, dando noticias del país de que se trata, de su descripción topográfica, de sus recursos, sus fuentes de comercio, costumbres de sus habitantes, etc. Es evidente que este tratado fue escrito para ser presentado reservadamente a Carlos IV y que, por lo tanto, jamás se pensó en publicarlo485; mas, precisamente por esa circunstancia, el autor ha podido hablar sin rodeos y expresar su pensamiento por entero con la misma plausible franqueza con que elaborara su discurso.

Cuando don Miguel Lastarria estampaba su nombre en Madrid al pie del Plan de seguridad, por los fines del año cuarto de este siglo, como hubiese en él emitido conceptos que demostraban cierta inclinación por el país de cuya defensa se ocupaba, le refería al monarca, protestando de su imparcialidad, que había tenido por patria a Arequipa, que estaba entonces avecindado en   —443→   la capital del «delicioso Chile», aunque había residido más de cuatro años en la República Argentina. «Desprendido de todas relaciones personales, agregaba, precisado a estudiar los intereses públicos y a descubrir los objetos importantes desde la mayor eminencia, y cerca de la persona de un virrey, mis opiniones no pueden tacharse de parciales».

De entre la multitud de discursos forenses, o más bien de alegatos de bien probado, para hablar con la gente de profesión, difícilmente hubiéramos podido hacer elección de las piezas más dignas de ser conocidas, si la prensa vocinglera no se hubiera encargado de este escrutinio, la cual, como se supondrá, no movería sus resortes sino en aquellos asuntos muy interesantes o que más ruido formaron en nuestra antigua y curial ciudad486.

De esos escritos sin interés y hasta hoy ajenos a las formas literarias, uno de los más curiosos fue el presentado a nombre de la muy noble y leal ciudad de Santiago en un pleito con el fiscal sobre «unión de las armas» por el licenciado don Alonso Hurtado de Mendoza, de cuyo lenguaje se tendrá una muestra, por lo demás característica de las piezas de su especie, en el siguiente pasaje: «Menos obsta lo juzgado por los dichos tres autos citados en el dicho número 9 por dicha Real Audiencia de Chile, y en ejecución de ellos haber puesto en posesión al real fisco de la cobranza de todos los dichos doscientos mil ducados del dicho servicio de la unión de las armas, que se repartió al dicho Reino en la primera forma de su introducción; y que así el Real Fisco debe ser mantenido en ella por haberla conseguido en fuerza de lo juzgado en dichos autos, y con la autoridad de la dicha Real Audiencia».

Los jesuitas se enredaron también con los canónigos sobre los diezmos que debían pagarlos arrendatarios de las tierras que la Compañía gozaba en Chile. Sobre este tema publicó el provincial   —444→   Pedro Ignacio Altamirano, poco tiempo antes de la expulsión de la Orden, un largo escrito en que se discutía s los privilegios que eximían al instituto de Jesús del entero de la contribución eran reales o personales, que era en lo que estribaba toda la controversia.

Los agustinos de Santiago tuvieron, asimismo, un pleito que se hizo ruidoso por la publicidad que se le dio y que ciertamente forma un interesante capítulo de la historia colonial de las Órdenes monásticas entre nosotros.

Convocados y congregados los vocales para celebrar capítulo provincia, en víspera de la elección, se presentaron a la Real Audiencia ocho padres maestros solicitando se mandasen poner en ejecución ciertos breves a fin de que se privase de voz activa a los priores de los conventos donde no hubiese ocho religiosos. En virtud de lo suplicado, fue al convento, el Real Acuerdo, «con la autoridad y comitiva acostumbrada», e hizo saber al provincial fray Diego de Salinas lo que pedían sus colegas de capítulo. Salinas por toda respuesta, mientras los señores oidores esperaban, reunió a sus súbditos y promulgó un auto en que se declaraba excomulgados a los solicitantes. Mandoles incontinenti que sin tardanza saliesen de la sala capitular, y como se resistiesen, se retiró a toda prisa, y fue a verse con los ministros del tribunal. «Lo cierto es que viéndose el Real Acuerdo con un procedimiento tan irregular y no esperado, le hizo de oficio al Reverendo Padre provincial repetidas y benignas amonestaciones privadas sobre que era materia delicada, y que los absolviese ad cautelam, y en todo caso le obedeciesen efectivamente dichos breves y cédulas, a que se excusó su P. R. Vista la resistencia, se procedió a las cartas de exhorto en la forma ordinaria; y habiéndose negado a todas ellas, se le despachó la última carta de extrañamiento».

Sobre esta base se armó la contienda, gestionaba fray Próspero del Pozo por los excomulgados; Salinas se defendía por sí los oidores no se descuidaban en levantar grandísima polvareda: y la verdad del caso fue que después que cada una de las partes copió documentos, citó leyes y habló por demás en la prensa, quedaron   —445→   las cosas en su primitivo estado, salvo en cuanto a los oidores que no quedaron tan bien parados merced a los empeños que el provincial Salinas interpuso en la Corte487.

Por fin, debemos mencionar entre los que cultivaron este género de trabajos al padre dominico fray Antonio Miguel del Manzano Ovalle, que con motivo de la ruidosa competencia sobre derecho a la jurisdicción del beaterio de Santa Rosa, sostenida por su Orden contra el obispo Romero, escribió, para ilustrar la materia, algunos opúsculos que demuestran al mismo tiempo que conocimiento del derecho canónico falta de acierto en la manera de expresarse488.



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ArribaAbajoCapítulo XVI

Explicación del territorio chileno



- II -

Explicación de la plaza puerto de Valdivia. -Martínez. -Pinuer. -Delgado. -Orejuela. -Fernández Campino. -Madariaga y Sota. -Bueno. -Plan del estado del Reino de Chile. -Ojeda. -Ribera. -González Agüeros.

Después de habernos ocupado en un capítulo anterior de los escritos referentes a sucesos particulares, vamos ahora a dar a conocer los que tienen por objeto la descripción del territorio chileno, dejando lugar para que en otros párrafos tratemos de la historia de los viajes de exploración y descubrimiento, y más especialmente de los que tienen relación con la geografía.

A mediados del siglo XVII ya hemos visto que Ponce de León publicaba en Madrid una Descripción de Chile y que en esa misma época otro religioso, fray Miguel de Aguirre, daba a luz una extensa Población de Valdivia. Pasose casi un siglo entero sin que nadie pensase en continuar describiendo las apartadas regiones de Chile, hasta que el gobernador de esa misma plaza de Valdivia, don Pedro Moreno, estampaba, con fecha de 1731, una Explicación de la plaza y puerto que regía, con inclusión de sus costas y términos de jurisdicción. Moreno no tuvo el propósito de trabajar una pieza literaria, sino, cuando más, dar las explicaciones consiguientes a la buena inteligencia del mapa que acompañaba. Bajo este aspecto, tiene detalles que pueden servir mucho para apreciar lo que era el puerto y los medios de defensa que tenía.   —448→   Por lo demás, redactada en estilo sencillo aunque algo amanerado y sin la soltura de pluma de persona dada al ejercicio de escribir, en las pocas páginas que comprende, aborda su asunto sin preámbulos y lo continúa sin digresiones.

Otro personaje que vivió en la misma ciudad y que, como el anterior, se precia de llevar «la verdad por timbre», escribió sobre igual tema una obra mucho más original y en Chile más conocida, titulada la Verdad en campaña489, etc. Fue su autor don Pedro Usauro Martínez de Bernabé, infanzón de sangre490 del reino de Aragón, natural de Cádiz, alguacil mayor de la Inquisición y en esa época capitán del batallón que guarnecía la plaza. Llevaba entonces treinta y tres años de servicio y sus superiores tenían de él la convicción de que era un militar sin aplicación y sin valor, y que, aunque hábil, tenía mala conducta. Cúpole, además, la desgracia de que habiendo sido comisionado para recibirse del situado que se mandaba de Lima para el pago de la guarnición, quedó en descubierto a la Real Hacienda en más de seis mil pesos.

Martínez debió de llegar a Chile muy joven, porque cuando apenas contaba diez y siete años estaba ya de cadete en Valdivia por los comienzos de enero de 1749. Consta que vivía aún en su ciudad treinta y nueve años más tarde, siempre sirviendo en la guarnición, casado, pero con su salud ya decadente y en estado de suma pobreza, pues hasta del sueldo que gozaba tenía que ir descontando el pago del desfalco que se le achacaba491.

Su situación inmediata a los indios y sus largos años de permanencia en el sur de la frontera le han permitido conocerlos perfectamente; su espíritu elevado, el arte de preguntarse las   —449→   causas y de darse cuenta de los efectos, que le ha inducido a entrar en consideraciones generales sobre los hechos que veía, lo que es muy difícil encontrar en otros escritores del coloniaje; su tino literario, por último, lo ha sabido inducir a que, sin dañar al método, a la claridad y a la buena exposición, haya dado a sus noticias la justa proporción compatible con la extensión de su obra. Martínez se muestra, además, como un notable observador, y no se le han escapado ni las nociones de historia natural, entendida conforme las teorías de su época y los hombres de su raza, ni la mineralogía, reducida, es cierto, a las noticias sobre los lavaderos y a la explotación de las minas; ni se ha olvidado aún de consignar detalles sobre el clima, ni sobre la calidad, y educación de la gente entre la cual vivió. Su genio, a nuestro juicio, no puede compararse mejor que con el del ilustre Molina; mas, al paso que a este último no podría reprocharse falta de pulimiento en el estilo, don Pedro Usauro Martínez habla con la energía y la rudeza de su trato de soldado.

Era creencia muy corriente por aquellos años que lejos, hacia el sur, por allá en el centro de la Patagonia, existía una famosa ciudad que llamaban de los Césares «que se había hecho la tertulia de los españoles, que ni los siglos ni vanas diligencias para lograr su ocular conocimiento había podido borrar la satisfacción de creer en las tales poblaciones».

Hasta aquí han pasado los años a completar siglos sin que se hayan visto tales gentes ni tales poblaciones: constante siempre la vulgar noticia de Césares, pero cuáles sean ni quién los haya visto, dónde están ni cómo están, nunca se ha propasado de las opiniones, y cuantos los creyeron y relacionaron dejaron vinculadas las noticias las memorias, pero pasaron a los sepulcros sin las satisfacciones de su creencia y volvieron a la nada con sus relaciones».

Pero no sólo se habló de tales fábulas durante la colonia sino que se hicieron largas y arriesgadas expediciones en busca de esa ciudad encantada cuya existencia viniera de tarde en tarde a aseverar algún indio dando pábulo a la credulidad de los conquistadores. Pero, ¿por qué el vulgo había de resistirse a creer si siendo   —450→   niños escuchaban contar las maravillas del Dorado y los prodigios de las Amazonas? ¿Qué inventaría de más extraño la imaginación que no se viese superado por las relaciones que se hacían de las tierras recién descubiertas?

¡Cosa curiosa, sin embargo! Esta especie de mito que se levantaba con el soplo de las pampas y las brumas del Estrecho, dio origen en Chile a una serie de escritos en que se contaban las expediciones que ilusos ansiosos de fama y de riquezas organizaban de tarde en tarde492.

Don Pedro Usauro Martínez, que había tomado cierta participación en un expediente que se levantó con el fin de indagar qué hubiese de verdad acerca de la existencia de la famosa ciudad y había podido penetrarse de los deleznables fundamentos en que estaba basada aquella creencia, ¡probablemente con el fin de desengañar a sus compatriotas escribió unas Reflexiones críticas político-históricas sobre los nominados Césares493.

Comienza nuestro capitán por una especie de disertación filosófica sobre los motivos de credulidad en general, y enseguida entra a discutir las diversas opiniones emitidas, establece sus comparaciones y aún se vale de la sátira. A resucitar don Quijote, dice, él nos sacara de duda!

Como Valdivia era el centro de donde salían aquellos osados aventureros, Martínez había tenido ocasión de presenciar los desengaños con que volvían; se había informado, además, por extenso de los indios de distintas localidades, y conocía como pocos las variadas dificultades materiales del descubrimiento. Por eso cuando en su tiempo don Ignacio Pinuer quiso salir con el mismo propósito que otros tenían ya abandonado, don Pedro fue el primero en pronosticarle que ni siquiera pasaría de cierto punto que determinó de antemano. No dejo, con todo, de ser muy digno de notarse que a pesar de tales convicciones Martínez en último resultado exclamose como Montaigne: ¡quién sabe!

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Sea como quiera, las miras que ostenta en su libro, su espíritu investigador, su carácter reflexivo, la solidez de su lenguaje y lo nuevo y curioso de su argumento lo hacen interesante bajo muchos aspectos.

Aquel mismo Pinuer a quien el capitán Martínez había pronosticado el mal éxito de su descabellada cuanta entusiasta expedición en busca de los Césares, que en su tiempo parecían ya olvidados escribió también para el presidente de Chile don Agustín de Jáuregui una Relación sobre una ciudad grande de españoles situada entre los indios, 1774, que en extracto fue publicada algunos años más tarde en el Semanario erudito de Madrid y reproducida también en América en la Colección de Documentos, etc., de don Pedro de Angelis494.

«...Era Pinuer natural de Valdivia, padre o abuelo de aquel oficial del mismo nombre que fue segundo del coronel Sánchez en las campañas de la patria vieja y más tarde, cuando desterrado por godo, triste mozo de café en Mendoza... Crédulo, valiente, y en su calidad de comisario de indígenas, vivía desde muchos años en diaria comunicación con los indios... Conocedor desde su mocedad de la tradición de los Césares, que aún vive en el recuerdo de los valdivianos, el comisario interrogaba día a día a los mensajeros y caciques de las diversas tribus que con él necesitaban entenderse»495.

Como era de esperarse, la expedición que mandaba Pinuer, después de haber padecido no pocos trabajos, tuvo que dar la vuelta a Valdivia, trayendo sólo a cuestas un desengaño más..., que iba a ser el último, y el Diario fabricado por fray Benito Delgado, que había hecho de capellán»496.

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El ingeniero irlandés don Juan Mackenna, que nos ha dejado una corta Descripción de la ciudad de Osorno, cuyo gobernador era acompañado de un grupo de indios fieles, visitó también más tarde aquellos solitarios parajes, «y habiendo llegado, encorvado sobre el lomo del caballo por la espesura del monte a tiro de arcabuz de la laguna de Puyehue, recorrió a pié los mismos sitios que habían visitado tal vez los exploradores de 1777».

Desde aquel entonces la idea de hallar una ciudad en el centro de la Patagonia fue perdiéndose poco a poco de entre los sueños, que hacían brotar en el sur de Chile los mirajes de lo desconocido. Pero, ¡cosa curiosa! la corte de España fue la última en abandonar la peregrina idea de una ciudad perdida en el desierto, y cuando más tarde que Pinuer don Manuel José de Orejuela se presentó en Madrid al ministro don José de Gálvez, se le facultó para que saliese en busca del anhelado descubrimiento.

«Orejuela era un viejo morisco español que había contado en el mar tantas aventuras como en tierra. Había sido negrero y había hecho cierta fortuna en África y en Buenos-Aires con este maldecido tráfico. Había sido negociante de algún fuste en Chile, donde tenía un hermano licenciado, que había hecho una ruidosa quiebra en 1752. Había sido armador, y perdido y ganado buques en Valdivia, en el Callao, en Guayaquil, en Panamá, en las costas de Méjico y en sus dos mares, así como en Cádiz, la Coruña y todo los puertos de España que traficaban con las Indias. Por último, después de cincuenta y nueve años de penalidades y trabajos, sazonados con quince o veinte viajes a Europa por el Cabo de Hornos en los galeones de registro, habíase hecho cesarista497.

Después que Orejuela obtuvo la deseada autorización del monarca merced al memorial, etc. presentado, vínose a América, pero se encontró aquí con que el virrey del Perú don Teodoro de Croix era un hombre bastante sensato para no creer en patrañas y con el presidente de Chile Benavides que más vivía preocupado de sus achaques que de fabulosos descubrimientos.

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Para subvenir a la expedición cuyo mando le confirió una cédula real, imaginé el arbitrio de acuñar en Chile moneda de cobre de un precio ínfimo; pero tanto se sobresaltaron con la medida los comerciantes de la pacífica ciudad de Santiago que a campana tañida se reunieron en cabildo abierto, dijeron que el proyecto era absurdo, perjudicial, y que su autor no podía menos de ser un hereje. Con la gritería formada desanimose al fin el viejo marino y tuvo por más acertado aceptar el grado de capitán reformado y quedarse tranquilo en su casa, donde aún vivía por los años de 1781.

Entre las piezas que Orejuela presentó a don José de Gálvez se encuentra un Diario en solicitud de los nuevos españoles de Osorno, hecho por el capitán de artillería del ejército de Chile don Salvador Arapil, y que como hemos indicado, está demostrando, como muchos otros documentos que pudiéramos citar, la larga ocupación que proporcionó a los plumarios de la colonia la fábula de los portentos de los Césares498.

Muy poco antes que por disposiciones reales se marchaba a la conquista de imaginarias tierras, órdenes superiores disponían también que los oficiales de la Real Hacienda de Santiago y corregidores diesen cada uno acabadas noticias de las partes puestas bajo su inmediata dirección. Enviados los diversos datos que cada cual había podido recoger, púsolas en orden don José Fernández Campino y formó de esta manera una Relación del Obispado de Santiago de Chile que fue enviada primero a Lima y más tarde a España.

El libro de Fernández Campino escrito con una pobreza de estilo muy en armonía con el asunto de que trata, es más bien una compaginación de noticias estadísticas referentes a las diversas ciudades de nuestro territorio, que abraza sus gastos, producciones, organización de sus milicias, etc. No faltaron ingenios que maravillados del saber desplegado por Fernández le dirigiesen   —454→   largos y encomiásticos romances que, a la verdad, si hoy nos parecen inmerecidos, en aquellos tiempos la escasez intelectual y material, (las entradas ordinarias de esta ciudad de Santiago apenas pasaban de dos mil pesos anuales, no eran fuera de propósito.

En el mismo año de 1744 en que Fernández Campino concluía su Relación, dos individuos, oficiales también de la Real Hacienda, el tesorero don Francisco de Madariaga, y el contador don Francisco de la Sota acompañaban al expediente que se había formado dando noticia puntual del reino, según la orden de 28 de junio de 1739, a que hemos hecho referencia, la Relación del obispado de Santiago de Chile y sus nuevas fundaciones. Don José Manso de Velasco, entonces presidente de Chile, estaba empeñado en formalizar algunas poblaciones en el territorio chileno. La oportunidad de las descripciones de los oficiales reales era, pues, manifiesta.

Comenzaban dichos señores su trabajo por una vista general del país, para continuar enseguida individualizando cada uno de los corregimientos en que estaba dividido, insistiendo especialmente, después de precisar los límites de cada uno, en las producciones del suelo, medios de defensa, número de pobladores, arreglo de los curatos y encomiendas de indios, todo sazonado con grandes y repetidos elogios al primer funcionario del reino. Pero aunque la naturaleza de un estudio semejante alejaba manifiestamente de la mente de sus autores las pretensiones literarias, no puede negarse que dieron cima a su empeño con un regular y bien ordenado acopio de datos y una facilidad de lenguaje nada vulgar y sin embargo animada.

Veamos, por ejemplo, cómo describen el corregimiento de Colchagua.

Es el corregimiento de Colchagua uno de los apetecidos partidos de este obispado y reino, y porque lo solicitan por beneficio la codicia de los hombres; es uno de los más poblados de viviendas en rancherías por su extensión de tierras y haciendas, que, cuasi iguales en temperamento y frutos, son todos sus partidos una misma especie, benigno su temperamento, ameno y deleitoso de pastos y flores, abundante de aguas por lo que le circulan sus ríos y esteros, que lo fertilizan y humedecen con el riego que les contribuye con sus acequias para beneficio y cultivo de sus siembras y plantíos, que, junto con la benigna influencia   —455→   y aguas que con más abundancia por su altura les contribuye el cielo, aseguran las cosechas más ciertas y abundantes que otros corregimientos, y prevalecen en este copioso beneficio los pastos en las montañas, cercanías y vegas más tiempo que en otras partes, motivo por que son copiosas las crías y engordas de ganado y de vacas; abunda de yeguas, mulas, potros, borricos, mucho ganado ovejuno y cabrío que rinden mucho sebo, grasa, cecina, suela, cordobanes y trigos, anualmente, y de que se conducen al puerto de Valparaíso, los trigos y sebos para beneficiarlos en los navíos que a él llegan a cargar frutos para Lima, y los cordobanes para los que los compran para aquella ciudad o el reino del Perú, en que reconocen algún alivio sus hacendados. Cogen asimismo muchas... y de cuantas layas las quisieren sembrar, hortalizas y frutos los que plantaren o sembraren; con abundancia tienen sus cuarteles de viñas las haciendas de más nombre, que rinden el suficiente vino para el consumo y abasto de su corregimiento, aunque no sobra para otras partes porque no todos se dedican a plantarlas en sus posesiones.

Sin ser, pues, de primer orden el estudio que dejaron realizado Sota y Madariaga, es un documento que podría explotarse muy ventajosamente para la estadística de nuestro país en aquella remota época499.

Después de los anteriores, pero con la maestría propia de su gran saber y no escaso talento, trató también este mismo tema el insigne médico y cosmógrafo don Cosme Bueno. Su Descripción de las provincias pertenecientes al Obispado de Santiago, su Descripción del Obispado de Concepción son piezas notables que revelan para su tiempo singulares adelantos y que contribuyeron como ningunas para desterrar en parte la general ignorancia que reinaba respecto de estas comarcas, merced al prestigio de su autor y a que estas obras circularon impresas, en forma de calendarios500.

Casi a esta misma época pertenece un Plan de estado del Reino de Chile, que sólo conocemos incompleto, y que es también una especie de descripción del país, compendioso, pero escrita con naturalidad y método. Ilustra el autor por medio de notas los puntos   —456→   principales de su relación, que no sólo abarca la noticia natural de los pueblos, sino también su organización interior y el mecanismo de su administración. Quien hizo esta pieza indudablemente que perteneció a las altas regiones oficiales, y acaso como Campino recibió orden de escribir una obra de esta naturaleza, que, si no es literaria, propiamente hablando, no carece de alguna utilidad para el estudio de ciertos detalles del atrasado gobierno de la colonia.

Otro sujeto, que también años más tarde obtuvo recomendación oficial de escribir sobre Chile, fue el coronel don Juan de Ojeda. Ya desde tiempo atrás comenzaba a figurar su nombre en esta clase de comisiones, pues don Antonio Guill le había mandado figurar en láminas todo el obraje de la artillería; Morales, el plano de la frontera y de sus fuertes, y el de todo los colegios que los jesuitas poseyeron en Santiago; O'Higgins, los planos de las plazas que se ven en la Historia del abate Molina, y asimismo la difícil tarea de compaginar una relación de los sucesos políticos del reino, desde los tiempos de Meneses, que no pudo efectuarse por falta de documentos a la mano; en 1803, por fin, presentaba al gobierno un Informe descriptivo de la frontera de la Concepción de Chile, que era el fruto de la última comisión en que se hubiese empleado501.

Ojeda comienza su trabajo por una vista general sobre los territorios del sur, para entrar enseguida a dar noticias particulares de cada una de sus plazas; manifiesta después, la situación de cada una de ellas, su aspecto, etc., para hablar de sus alrededores y de la historia de los sucesos de más bulto acaecidos en aquellos lugares; y, cual el viajero que después de encumbrar una montaña tiende por última vez sus miradas sobre el valle que deja a sus espaldas, recopila lo que ha expresado en detalle y lo presenta en globo a la consideración del lector. Merecen notarse, sobre todo, en el libro de Ojeda sus observaciones sobre historia natural, que   —457→   es muy difícil encontrar en escritores de aquellos años. «Más hubiera adelantado en mi tarea, agrega nuestro coronel, si mis domésticas ocupaciones y escasa fortuna en que vivo en estos míseros lugares (Chillán) no me hubieran ceñido el tiempo». Por eso se nota en su escrito cierto desaliño y despreocupación, como que hubiese trabajado sin ánimo, y cierto ceño adusto y agriedad en el carácter, que tal vez la pobreza le originara.

Ingeniero como Ojeda, pero de alma muy superior, era el alférez don Lázaro de la Rivera, que habiendo sido enviado a la provincia de Chiloé, escribió con este motivo un Discurso, que servirá siempre de eterno monumento de oprobio al sistema colonial español. «El amor a mi rey, dice Rivera, la dignidad de mi patria y el profundo respeto y obediencia que profeso a la autoridad soberana y patriotismo de los altos jefes que dirigen el gobierno, me han obligado a emprender este trabajo». ¡Qué profunda contradicción, sin embargo, entre lo que añadía después y estas palabras con que aquel digno subalterno procuraba templar la vergüenza que iba asomar al rostro de aquellos negociantes sin pudor que explotaban la miseria de ese pobre pueblo! Pero, ante todo, escuchemos a Rivera pintar con palabras de santo entusiasmo la situación de la comarca que había ido a visitar. Después de enumerar las producciones de ese suelo olvidado en la extremidad de la América, agrega: «el sistema de cambio que en él se practica es capaz por sí solo de destruir y aniquilar al país más industrioso y opulento del mundo. No hay con qué compararlo: los pueblos más estúpidos de la Tartaria siguen máximas preferibles en esta parte; y a la verdad, ¿qué nación por inculta y bárbara que sea, será capaz de abandonarse a un comercio en que cada operación es una quiebra espantosa? Para sacrificar la industria de Chiloé no se necesita más que escasear los efectos que le faltan, porque en este caso no hay más recurso que perecer al rigor del hambre o sufrir la ley impuesta por tres o cuatro tiranos».

Oigámosle todavía con cierto placer mezclado de amargura las penurias inauditas por que debía pasar el infeliz trabajador para   —458→   proporcionarse unos cuantos girones de telas contrahechas. «Para llenar estos precisos y reducidos renglones, no le alcanza al jornalero el trabajo continuo de un año, aún suponiendo que todo él lo pudiese emplear en su beneficio, lo que queda demostrado que le es imposible. De modo que por este cálculo se infiere que a esta familia le falta para mantenerse, pan, carne, sal, bebida, tabaco, ají, calzado, jabón; en una palabra, todo lo necesario para conservar la vida. A vista de un sistema tan desgreñado ¿se podrá esperar que los hombres sean industriosos y trabajadores? ¡Qué! ¿Se ignora que el único estímulo que tiene el hombre para el trabajo es la condición de mejorar su suerte, facilitándose por medio de su sudor todas las ventajas y comodidades posibles para su existencia? Ahora bien; si este trabajo, en lugar de rendirle un producto igual a sus necesidades, lo destruye lentamente, lo precipita en un caos de miserias y le usurpa, digámoslo así, el fruto o recompensa que debía sacar de él, ¿no es preciso que el abandono sea una consecuencia forzosa de sus desgracias? No se diga, pues, que estos isleños son perezosos y enemigos del trabajo; sustitúyase la verdad a la impostura; búsquese con ojos imparciales el verdadero origen de los males, y se verá que la insaciable codicia de unos, la ignorancia de otros, y la insensibilidad de machos, han ido degradando poco a poco las disposiciones activas que la naturaleza no negó a estos hombres.

¿El Estado podrá preferir el débil producto de cuatro tablas a las ventajas que resultan de darle consistencia a un archipiélago tan importante?...

«Se ha exagerado sin cesar que aquellos vasallos son perezosos y enemigos del trabajo; pero si me es permitido manifestar la verdad, no temo de decir que los autores de estos discursos son los primeros que han conspirado a la destrucción total de la provincia.

»Para evidenciar la torpe falsedad de estas razones, no se necesita más que examinar sencillamente la conducta que se ha observado con aquella provincia. La práctica constante que se ha seguido de forzar al trabajo a aquellos míseros isleños, de pagarlo   —459→   mal, y de tenerlo, digámoslo así, en una esclavitud perpetua, ha sido el origen preciso del abatimiento en que está su industria.

»Si los sagrados derechos de la humanidad, concluye Rivera de la justicia y de la sana política no se hubieran violado, es positivamente cierto que la prosperidad y la opulencia hubieran vivificado todas las partes de aquel cuerpo, ya cadáver. ¿Cómo es posible que aquellos vasallos sean industriosos ni trabajadores si están empleados continuamente en las faenas más duras y penosas, sin ser recompensados jamás?»

Pero Rivera no se detenía sólo en las causas y efectos materiales, pues sabía rastrear el origen del mal y adelantarse a presenciar sus desastrosas consecuencias en una esfera más elevada todavía. Comprendía perfectamente y lo declaraba sin embozo, que si los hombres no trabajaban, nacerían con el ocio, la embriaguez y la sensualidad, y que el vicio se asentaría como único señor entre esas gentes heridas en el entendimiento y el corazón. En verdad que el cuadro no podía ser más triste: en el auge ya de sus males la provincia, la población había disminuido casi en la mitad, habíase olvidado ya el santo amor del suelo natal; fabricábanse olvidadoras bebidas de cuantas semillas pendían de los árboles; aquella gente no tenía hogar, no tenía recompensas, todos los verdaderos principios habían retirado su influencia protectora para emigrar a otras regiones menos ingratas. Y esa degradación que patentizaba Rivera con verdad y elocuencia, y cuyo causante único era el egoísmo y la avaricia de una Corte inmoral, debió hacer brotar sangre de vergüenza en el rostro del monarca azotado con tanta justicia por aquel vasallo fiel.

Pero el digno alférez no sólo pintaba la situación, sino que se ingeniaba por buscar los arbitrios más conducentes para restablecer el comercio y volverle a aquel pueblo tan cruelmente tratado días más venturosos y a sus hijos un porvenir menos triste. Después de tales antecedentes, ¿no es un hecho verdaderamente singular, que ese Chiloé, víctima infeliz de la España, le ayudase con la sangre de sus hijos a luchar contra sus hermanos que querían   —460→   hacerlo libre, y que fuese el último sobre quien brillaran los albores de nuestra independencia?...

El Discurso de Rivera es, pues, ante todo, la labor de un hombre honrado, ajeno al egoísmo y defensor verdadero del pobre y del oprimido. Sin hipocresía ni disfraz ha sabido decir lo cierto, y con su palabra acerada echar a los gobernantes en cara la serie de pequeñas bajezas, indignidades y ardides de que se valían para esquilmar a unos infelices isleños. Su obra, ajustada a un método rigoroso, ha sido escrita con pluma fácil, amena e interesante, porque en mente ha sabido concebir; y su estilo es el grito de un alma entera herida por el espectáculo de la miseria y de la infamia; es rápido como una bala y certero como la flecha envenenada del salvaje; siempre preciso, sin divagaciones, fruto de una lógica de hierro, está revestido, asimismo, de nobleza, de sentimiento y de entusiasmo.

Muy poco es lo que sabemos de la vida de este hombre merecedor a la gratitud de los chilenos, pues sólo consta que en 1789 residía en Lima y que posteriormente se encontraba en el Paraguay.

No deja de tener cierta semejanza con la obra anterior una y que publicó en Madrid en 1791 el padre franciscano fray Pedro González de Agüeros, con el título de Descripción historial Chiloé; pero, al paso que a la de Rivera distingue una noble franqueza, oígase lo que el mismo González dice referente a la suya: «No expresé ni puntualicé las circunstancias prolijas que patentizaban el infeliz estado de aquellos pobres pero fidelísimos vasallos de Vuestra Majestad porque conocí no debía dar al público tan puntuales razones de aquel estado infeliz de miserias en que los veo constituidos, porque la crítica maliciosa podría disparar sus tiros contra lo político y lo cristiano»502. Sin pretender, por cierto, hacer al fraile franciscano un mérito por esta reserva, vamos a ver,   —461→   sin embargo, cuánta razón tenía para callar a la Corte mucho de lo que sabía.

Apenas apareció el libro en Madrid, por las prensas de Benito Cano, envió el autor, como era uso desde antaño, un ejemplar al soberano, personas reales y señores ministros. González había acompañado a su obra, en forma de apéndices, entre el relato de algunas de sus navegaciones por los canales del archipiélago, cierta descripción de un viaje emprendido a los mismos lugares por el piloto don Francisco Machado, y tanta fue, por este motivo, la alarma que se levantó en la Corte por el temor de que los ingleses se hiciesen de las escasas y vulgares noticias declaradas por el marino español, que la Suprema junta de Estado mandó incontinenti suspender la publicación. Originose de aquí, desde luego, para el padre la necesidad de presentar un recurso503 para demostrar que los datos expresados por Machado eran insignificantes y que nada nuevo venían a enseñar a los enemigos extranjeros que poseían ya en aquel entonces trabajos mucho más acabados y derroteros exactos para navegar por entre las islas del remoto Chiloé. Difícil nos parece, a pesar de eso, que la representación de González Agüeros surtiese efecto en el ánimo de los reales consejeros, por más que la obra contase de antemano con una aprobación de la Real Academia de la Historia.

A consecuencia de las dificultades de comunicación con el resto de Chile, se resolvió por acuerdo del monarca, fecha de 1771, que las misiones de Chiloé dependiesen en adelante del Colegio establecido en Ocopa. En cumplimiento de esta nueva disposición, a fines de ese mismo año salieron del Callao quince religiosos, entre los cuales venía González Agüeros, los que, después de una navegación que en su acabo se hizo en extremo peligrosa, arribaron a San Carlos y fueron a establecerse al Colegio que los jesuitas hacía poco acababan de abandonar. Destinado en un principio nuestro autor a la isla de Quenac, fue más tarde trasladado a San Carlos con el carácter de capellán real, puesto que   —462→   sirvió por espacio de cuatro años. Consta, asimismo, que en 1784 se hallaba en tránsito de Concepción.

Como en virtud de su ministerio solía el padre recorrer aquellas islas en débiles piraguas, fabricadas de tablas encorvadas al fuego y entretejidas con coligües, tratando diariamente a los sencillos habitantes de aquellas regiones, sufriendo el frío y las tormentas, asociándose a la pobreza de sus religiosos hijos, tomoles al fin cariño y se dolió de sus desgracias. ¡Ah! ¡Si entonces hubiese dicho toda la verdad!

Las palabras que emplea González son a veces rudas, pero tienen la ventaja de darnos a conocer el país tal cual es, sin transformarse sus impresiones al través de sus ideas de escritor de viajero. Esos mismos términos peculiares del lugar tienen la propiedad de cautivarnos vivamente, y de seguro que ningún hijo de las islas las oirá sin suspirar por esas tierras azotadas por el viento y bañadas por el mar. «Sencillamente he expuesto, dice González Agüeros, cuanto en esta Descripción se halla, porque sólo tengo por objeto principal expresar con verdad y claridad lo que aquello es y puede ser, así para noticia de quienes compete mirar en todo a beneficio de aquella pobre provincia, como para manifestar el deseo que me acompaña de que estén en todo auxiliados». Sin embargo, lo que distingue especialmente la obra del misionero franciscano, es su tendencia manifiesta a dar en ella vasto campo a todo lo que de cerca o de lejos se relaciona con las cosas de religión, y así mientras dedica gran trecho a la historieta del Santo Cristo de Limache, estampada por Ovalle, descuida notablemente otros detalles más pertinentes a su asunto.

Dividido su libro en dos partes, que tratan respectivamente del estado natural y político, espiritual y eclesiástico, da principio a él por una ligera noticia sobre la expedición de Almagro, contrayéndose enseguida a describir las ciudades del territorio; pero escrito con cierto tono suave y dándose razón de lo que dice, se resiente, en último resultado, de falta de cohesión en su dictado.





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ArribaAbajoCapítulo XVII

Historia eclesiástica


Don Bartolomé Marín de Poveda. -Don Domingo Marín. -Fray Antonio Aguiar. -Noticias de su persona. -Su Razón de las noticias de la Provincia de San Lorenzo Mártir. -El padre franciscano fray Francisco Javier Ramírez. -El Cronicón sacro-imperial de Chile. -Algunas noticias de su autor.

Los jesuitas Rosales y Olivares escribieron respectivamente dos obras que deberían ocupar un puesto de honor en estos acápites si por razones de método no hubiésemos estimado más a propósito, hablar de ellas en otro lugar.

Pero aparte de esas producciones, existen en nuestra literatura colonial otras de igual género, la del dominicano fray Antonio de Aguiar, que ha escrito la historia de su Orden en Chile, y la del padre franciscano Ramírez, autor del Cronicón sacro-imperial de Chile. Aún prescindiendo de estos trabajos, más o menos generales, debemos mencionar también, además de un Dictamen sobre las misiones al interior de la Araucana, pasado al presidente Muñoz de Guzmán por el padre Melchor Martínez en 1806504, la Relación de un caso milagroso acaecido en el Reino de Chile, publicada en   —464→   Europa por don Bartolomé Marín de Poveda a instancias del monarca español505.

Era don Bartolomé hermano del conocido gobernador de Chile don Tomás María de Poveda, y pertenecía a una familia de seis hermanos varones, todos ellos dedicados a la carrera de las armas; pero ninguno «con más dicha ni mejor fortuna» que nuestro autor, según su propio decir, «pues para el relevante premio de su buen celo y del mérito de sus hermanos, tuvo y logró la de verse sirviendo a Su Majestad desde la ciudad de Bayona hasta esta Corte».

Contaba este vasallo, tan fácil de verse pagado de sus servicios, que cuando estuvo en Chile, dos indios que resucitaron habían referido que después de muertos fueron llevados por la mano de un padre a la presencia de un hombre todo vestido de oro, «que les quitaba la vista», el cual les mandó que no usasen más de sus mujeres, y que después de esto, habían sido de nuevo devueltos por el padre al seno de sus amigos.

Toma pretexto de esta fábula el buen don Bartolomé para quemar sus granos de incienso en honor de la real majestad, y más que todo, para referir las hazañas de su hermano en la guerra de Arauco, preciso es confesarlo, con estilo tan firme y seguro que hacen de esta pieza tan frívolamente comenzada un documento agradable de leerse.

El escrito de Marín de Poveda, que en buenos términos no pasaba de ser una apología de los jesuitas, a quienes se presentaba como intercesores en el cielo, fue seguido de otro mucho peor por su forma, redactado por un personaje que llevaba también el apellido de Marín. Hablábase mucho en Chile por ese tiempo del poco fruto que reportaban los misioneros, y sin duda con el fin de contrarrestar estas hablillas, fue que don Domingo Marín escribió su   —465→   Estado de las misiones en Chile, que más que otra cosa, es un folleto contra los detractores de los jesuitas, en que, a una pretendida elevación de lenguaje, se una la más extemporánea erudición506.

Muy de boga estuvieron siempre durante el período colonial en América las relaciones que algunos frailes escribieron de la llegada de las Órdenes a que pertenecían en los países en que se establecieron y de los progresos que más tarde ejecutaron, bien fuera en el ministerio de la predicación o simplemente en la fundación de nuevos conventos. En estos antiguos y voluminosos mamotretos es frecuente, sin embargo, encontrar diseminados una porción de hechos referentes a la historia política de las colonias americanas. La vasta extensión que en un principio se asignara a las provincias religiosas en que la América se dividió, fue siempre un favorable pretexto para consignar en estos escritos los acontecimientos militares de los primeros conquistadores, y ya más tarde, cuando esas divisiones eclesiásticas se restringieron, en virtud de la misma importancia que iban adquiriendo las secciones del continente, ejercitando una vida propia y rigiéndose por funcionarios especiales, cada provincia tuvo su particular historiador. De esas crónicas religiosas una de las más vastas y de más renombre y que hoy por desgracia es bastante escasa, fue la que escribió el dominicano Meléndez con el título de Tesoros verdaderos de las Indias, en que, bajo un nombre figurado, refiere las hazañas y fastos de los miembros de su Orden. En esta obra se dio también un lugar a la relación de los hechos verificados en la provincia de San Lorenzo Mártir en Chile; pero que, por ser escasa y no comprender sino los primeros tiempos de la conquista, dio origen a que otro fraile que vivió en la Recolección de Santiago redactase los acontecimientos de la provincia de Chile y los adelantase   —466→   en cerca de un siglo a la fecha en que Meléndez alcanzó en su libro.

Tuvo por nombre este religioso Fray Antonio de Aguiar y por patria la Serena, donde vio la luz, de estirpe distinguida, allá por el año de 1701. «Ocupado en el aprendizaje de las ciencias eclesiásticas entre los alumnos, salió de esta esfera para tomar lugar entre los preceptores del convento principal de su Orden, en la ciudad de Santiago, en julio de 1725, conservando en este honroso cargo un lugar muy distinguido»507.

A consecuencia de ciertos disturbios ocurridos en la elección de provincial de la Orden, algunos de los padres maestros que se daban por agraviados resolvieron dirigirse a Roma, enviando a Aguiar para que con los poderes de la provincia sostuviese la elección que habían hecho. Aguiar salió de Santiago por enero de 1734 con dirección al convento de Mendoza para de allí pasar al puerto de Buenos-Aires en busca de nave que lo llevase a Europa; «y habiendo llegado allí, refiere él mismo, por abril, no hallé otra vía sino una nave inglesa que estaba surta en dicho puerto, y por el mes de agosto salía para Londres». Aguiar siguiendo este camino, llegó a la Metrópoli inglesa, y de allí a Roma, estando de regreso en Chile en 1740.

Seis años más tarde era a su vez nombrado provincial, cuyas funciones desempeñé por el ordinario tiempo de los cuatro años Aguiar murió por los comienzos de 1757.

«Deseoso, decía Aguiar, de que el tiempo no sepultase en los retiros del olvido las noticias de esta provincia, me dediqué a solicitarlos, pues ya en la noticia de la serie de los provinciales que la habían gobernado se hallaban, y considerando que esto todos los días había de ser más dificultoso, pues las noticias se acaban con las vidas de los sujetos que mueren, atendiendo al reparo según lo posible, empezaré a dar la noticia desde el año de 1551». Fray Antonio sigue durante la primera época de su relación los apuntes de su antecesor y maestro Meléndez, y para los tiempos   —467→   posteriores se vale de las actas de los capítulos, de los documentos conventuales, y de lo que verbalmente puedo inquirir acerca de algunos sujetos de su religión, logrando de esta manera dejarnos una Razón de las noticias de la provincia de San Lorenzo Mártir en Chile que alcanza hasta el año de 1742, esto es, hasta poco tiempo después de su regreso de Europa. El libro de Aguiar, sin embargo, aunque escrito imparcialmente y con frialdad no se asemeja a esas crónicas a que hemos hecho referencia, llenas de milagros y absurdos, pero también sembradas de hechos históricos de bastante interés, pues carece de una y otra cosa; más bien dicho, sólo apunta los sucesos caseros del convento. Además de esta consideración que disminuye en mucho el mérito de la obra de fray Antonio, podemos todavía reprocharle las frecuentes interrupciones que introduce en su asunto, ahorrándose trabajo, pero sacrificando el método y la hilación, y lo rebuscado de su lenguaje, sin pretensiones algunas veces, pero de ordinario de mal gusto508.

Análogo en sus propósitos al libro de fray Antonio Aguiar, fue el que escribió el religioso franciscano fray Francisco Javier Ramírez con el título de Cronicón sacro-imperial de Chile. Vivía patente en la memoria de los que vestían el hábito de la religión seráfica las memorias del antiguo obispado de la Imperial, los recuerdos de esa tierra asolada por los araucanos renacían en los corazones que ansiaban el restablecimiento de su arruinada Iglesia, como las tristes cuanto dulces impresiones de los que han sido desterrados del hogar. La restauración de la Imperial era   —468→   uno de los proyectos más queridos que pudiera halagar la devoción y vanidad de los hijos de San Francisco; puede decirse aún que era un mito en el cual creían y confiaban como los errantes hijos de Judá en el restablecimiento de la grandeza de Jerusalén. El primer obispo de la diócesis, fray Antonio de San Miguel, era para ellos una especie de patriarca adornado de todas las virtudes que distinguieran a los prelados de los primeros siglos de la civilización cristiana. Por un efecto de imaginación, todos esos ardientes sectarios a quienes la realidad diera un desencanto cada día, se figuraron ver, sin embargo, las glorias de esa antigua Iglesia heredadas por la silla de Concepción. Hacer esta historia, por consiguiente, sería continuar la de la pasada Imperial y la de los misioneros que predicaron en ella. Tal fue el fin que fray Francisco Javier Ramírez se propuso en su Cronicón dándole el agregado de imperial en memoria de la destruida ciudad.

Nombrado Ramírez escritor del colegio apostólico de Chillan y de todas las misiones, púsose a desempeñar su cometido «trabajando en obsequio de la verdad y de la justicia, dando a César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». «No obstante, agregaba, no esperaba yo de mi natural moderación o de mi genio austero y filosófico el gusto y el honor de vencerme a mí mismo..., si la obediencia no fuera tan poderosa para el vencimiento propio...».

Se quejaba, enseguida, aunque sin razón, que de los setenta escritores de Chile, tanto impresos como manuscritos que había consultado, sólo tres hubiesen bosquejado la historia de Chile sagrada. «Las historias de Chile impresas y manuscritas, decía, han seguido por desgracia la suerte de la guerra, y la única que se contrae en parte a lo sagrado, que es la del abate don Miguel de Olivares, no ha visto la luz de la prensa, ni se sabe de su paradero». No podía, a continuación, dejar de recordar a fray Juan de Barrenechea, que tan vasto tributo pagara con su imaginación a los recuerdos de la Imperial. «Este, agregaba, y las noticias que me comunicaron varios sujetos de carácter sobre los sucesos del último siglo, especialmente el finado doctor Guzmán   —469→   de Peralta, mis observaciones y experiencia de treinta años, los documentos del archivo del colegio y del monasterio de Trinitarios, varios apuntes de la secretaría episcopal y de la intendencia, han formado el plan de este Cronicón...». Más adelante, cuando ya procuraba entrar en materia, no dejaba de repetir nuevamente ese hecho de la prescindencia de las cosas sagradas de los escritores de Chile, que tan vivamente había herido su imaginación. «No puedo menos de quejarme, añadía, de la indiferencia y aún de la injusticia de algunos escritores extraños y aún propios, que forman sus historias civiles y de las Indias sin que tomen a Dios en la boca, aunque creen en él, no según las luces de Dios y de su verdad, que debe ilustrar nuestros pensamientos, formar todo nuestros designios, animar todos nuestros deseos y dirigir todas nuestras empresas y gobernar nuestras plumas».

Después de esta mística declaración, Ramírez continúa todavía desarrollando el programa que a su juicio debe adoptarse como ideal en la ejecución de un tratado histórico. Así dice: «la verdad es el alma cuando se puede decir sin ofensa de la caridad y de la justicia, mucho más con los difuntos y especialmente las potestades y superiores; no puede la historia ni crítica dar leyes contra la religión. Esto se entiende principalmente a favor de los fieles, no contra los herejes e infieles que mueren en su obstinación».

Con tales antecedentes, fácil nos será ya presumir cual ha de ser el carácter que en su conjunto asuma la obra del padre Ramires por lo que a los asuntos religiosos se refiere. Dotado de una credulidad exagerada y de un misticismo entusiasta, el misionero de Propaganda fide divisa en todas partes la intervención de la Divina Naturaleza; en una peste que diezmó a los indios que sitiaban a la Imperial, señala un milagro; en la derrota de un ejército, el castigo de sus faltas; en una ciudad arruinada por un terremoto, señales de la ira de Dios; en cada uno de los lances en que los guerreros españoles creían ver a los santos combatiendo por ellos, la expresión exacta de la verdad, etc., etc.

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De este mismo prurito de mistificarlo todo, ha nacido también que en el libro de Ramírez se encuentren ventiladas una porción de cuestiones con las más sutiles armas de la teología, que, preciso es confesarlo, degeneran a veces en el más completo ridículo.

Vamos a ver un ejemplo.

Trátase de saber con quién habrá tenido que luchar el arcángel San Miguel en un encuentro fatal a los araucanos, y Ramírez dice: «Como este gran príncipe era titular y protector, con este motivo de la iglesia imperial, parece consiguiente y conforme a esta policía mística que hubiese su competencia con el ángel custodio de los araucanos y no con Lucifer con quien no cabía disputa, ni éste podía levantar cabeza estando a sus pies sobre siete mil años desde que lo arrojó del cielo».

Como es natural, Ramírez no pierde ocasión en que no procure elevar a los hijos de San Francisco; pero lo más curioso es que a pesar que manifiesta profundo disgusto por todos esos enredos y competencias que estuvieron en uso en la colonia, fiel a las tradiciones de los autores que escribieron obras del carácter de la suya, entra en una serie de pequeñas rivalidades acerca de la primacía de las Órdenes religiosas, dando, por cierto, el primer lugar a la propia. Quienes peor escapan de sus alfilerazos, algunas veces demasiado fuertes, y hasta poco devotos, son los mercedarios que reclamaban para sí ser los primeros que habían predicado en la tierra americana. Ramírez refiere a este propósito que en el viaje en que Colón descubrió la América vino con él fray Juan Pérez de Marchena con otros religiosos franciscanos, «y dado que trajese capellán mercenario, agrega, esto prueba que lo fue y no la primacía, a no consistir ésta en saltar primero a tierra, pues en este caso nos ganan el pleito los lancheros».

En otra parte, carga contra los dominicanos: «¿Quién creerá, agrega, lo que cuentan algunos historiadores de Santo Domingo cuando al diablo que le estaba metiendo miedo obligó a tener el candil y velón en sus manos, sintiendo en esto no sólo molestia sino un dolor increíble?... ¿No parece ridículo el caso de Nuestro   —471→   Padre Santo Domingo que el diablo tuviera tanta molestia y dolor con el candil y la luz del velón siendo príncipe de las tinieblas? Y más increíble parece el que pudiera alumbrar».

Sin embargo, hay un tema que corre parejas en el ánimo de fray Francisco Javier con su predilección de sectario y su entusiasmo por la Imperial. Ramírez instruido en la lectura de la Biblia, se ha propuesto por modelo en su libro el lenguaje de esa obra excepcional, y así para juntar la ruina de aquel pueblo ha tratado de arrebatar a los profetas algunos rasgos de su inspiración.

«Por un terrible juicio de Dios, cayó de improviso la ciudad Imperial en poder de los araucanos. Ya la tenemos como viuda y desamparada a esta nueva Jerusalén, señora de las gentes, y tributaria de los bárbaros, la princesa de las provincias. Los ojos son mares de lágrimas que inundan sus mejillas y corren impetuosas por su bello rostro en la funesta noche de esta tribulación. Ninguno de sus allegados la consuela. Todos sus amigos la desprecian y abandonan y aún la tratan como enemiga. Todas sus murallas y puertas son destruidas, y sus iglesias profanadas, sus conventos demolidos, sus sacerdotes gimen inconsolables; sus vírgenes consumidas; sus doncellas cautivas y violadas por las calles y plazas; los inocentes martirizados en los tiernos brazos de sus madres. Las esposas cautivas a presencia de sus maridos y estos muertos y esclavos a la vista de sus esposas».

He aquí ahora las exclamaciones del real cacique Millalican (que supone traducidas del araucano) a la vista de la ciudad destruida.

«¡Pueblos imperiales! Venid y ved por vuestros ojos el trofeo lamentable de los araucanos. Ellos han destruido vuestra capital, la Gran Señora de las Gentes, la princesa de vuestras provincias. Ellos han cautivado, han muerto a los españoles, vuestros patrones, vuestros protectores benéficos; ellos mataron traidoramente a vuestro jefe en Curalaba. ¡Oh! cielos! ¡Pueblo tirano! ¡Pueblo traidor! ¡Arauco infame! Verdugo del más amado jefe que había tenido Chile. Tú has profanado los templos, conculcado las sagradas imágenes, pisado las cosas santas, destruido los altares, incendiado los edificios. ¡Pueblo rebelde y sacrílego! ¡Tú has martirizado las esposas de Dios, has sacrificado los sacerdotes, y quién sabe también si has muerto al buen pastor y padre de los pobres! Yo derramo mi vista cecuciente del llanto, latiendo por todas partes, y no veo más que ruinas, incendios y desolación, sólo lucen sus cenizas: ¡Aquí fue Troya!

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Pueblos comarcanos, reducciones imperiales, amigos fieles de Tirua, del Budí, del Guapi, de Tolten. Baroanos y maqueguanos, prófugos, cobardes, indolentes, pero invencibles unidos. A vosotros es a quienes se dirige mi proclamación, a vosotros es a quien inspira para ser los vengadores de esta desolación, para vindicar el honor de los costinos de este fiel butalmapu. ¡Pues qué! ¿Los araucanos y purenes se han usurpado todo nuestros poderes, os han despojado con indolencia de todos nuestros derechos patrióticos, y vosotros indolentes, insensibles no habéis experimentado siquiera los trasportes de la indignación y venganza? ¡Ellos coligados con los cuncos y huiliches han hecho una desolación general de todos los pueblos españoles por vengar algunos excesos y oposiciones y nos han sometido e infamado a todos con la más cruel y la más inaudita del todas las sublevaciones y tiranías!

¡La bella Imperial!... ¡Ay, Ay! Nuestra rica y opulenta metrópoli, nuestra amada madre, tenía numerosas encomiendas, había criado grandes haciendas para nuestra utilidad y socorro, mantenía un comercio fluido para nuestras necesidades; poblaba nuestras tierras de iglesias y conventos para nuestra doctrina educación de nuestros hijos, y ¡todos estos bienes, todos estos recursos, todas estas grandezas, se han desvanecido, se han incendiado y destruido! Los que mandaban eran respetados, las iglesias estaban veneradas y extendidas maravillosamente, ¡y en el día todo se ha reducido a nada, todo está envuelto en cenizas! y qué, todos los fieles, todos los imperiales ¿no se unirán para destruir y exterminar todos los araucanos, fautores de tantos males y desdichas?

¡Ea, valientes costinos! ¡Ea! ¡Mi amado butalmapu! Condolámonos, pues, lloremos tan lamentable desolación, tan fatal trastorno, tan lúgubre catástrofe. La buena fe, la religión y la humanidad nos obligan y competen a ello, pero al mismo tiempo nos dictan y mandan la pública vindicta. Reunamos nuestras fuerzas, debilitadas y abatidas, pero invencibles unidas. No temamos a los araucanos por más aguerridos y numerosos que nosotros. El cielo sabe instruir para la guerra y vencer con pocos fieles, ejércitos innumerables de infieles, siendo la causa suya. Venganza, pues, venganza, dun, dun, dun; guerra, guerra, zape, zape; mueran, mueran los infieles y traidores araucanos. Clamemos al cielo para que proteja y felicite nuestras armas. Vuelva, vuelva la ciudad imperian su magnificencia y esplendor, los españoles cautivos a su libertad y comercio. Busquemos donde estuviese por toda la provincia la silla episcopal para restablecerla en su solio. Pidamos sacerdotes para nuestro consuelo y auxilio, para doctrina y enseñanza de nuestros hijos y familia.

¿En qué nos detenemos? Todo está en nuestras manos y todo el interés es nuestro. Nuestras almas, nuestros cuerpos, nuestros bienes y felicidades, nuestras mujeres, nuestros hijos, nuestro reposo y tranquilidad, nuestro mismo honor y fama se interesan en la empresa, y la salud pública de toda la provincia imperial es la suprema ley. Así los imperiales se remudarán en la nota de rebeldes como los araucanos; Tolten, el Guapí, Tirúa y Boroa acreditarán su debilidad, su amor a los españoles, harán inmortal y gloriosa su memoria en los frutos de Chile».

Parece que la obra del misionero franciscano debía constar de dos partes, de las cuales sólo la primera conocemos, dividida en cinco libros y estos en capítulos509. Separa imaginariamente el territorio   —473→   en tres climas, pencopolitano, osorniano y valdiviano, y habla respectivamante de sus habitantes y de sus producciones; ponderando, en general, la belleza del país y la fertilidad de su suelo; y adelanta su relación hasta la pastoral del obispo de Concepción don José de Toro Zambrano, a propósito del temblor de 1751.

No puede negarse que la obra de Ramírez es una de las más curiosas de la época que estudiamos, pues ella deja ya traslucir el verdadero sistema de escribir la historia eclesiástica, con sus noticias sobre los acontecimientos religiosos y las biografías de las personas más distinguidas por sus letras y virtudes. Libro de una condición poco indigesta, sembrado de hechos curiosos, y escrito con un estilo que se aleja del ordinario de los claustros de la colonia, debe leerse con despacio. Sobre todo, es un ensayo bastante feliz de una materia apenas desflorada por otros, porque como decía Ramírez muy bien, los chilenos preferían el ruido de las armas, y los escritores, las relaciones de un suelo maravilloso, o de una guerra heroica, para llamar la atención en el extranjero. Su prólogo, especialmente, es muy curioso como uno de los primeros trabajos de crítica literaria entre nosotros. Sin duda que el libro está muy distante de haber recibido su última mano, pues se notan en él vacíos e inconexiones que con la aplicación de la lima del tiempo y de un segundo repaso habrían podido desaparecer fácilmente.

Persona de no escaso mérito debió ser fray Francisco Javier Ramírez cuando don Ambrosio O'Higgins, entonces intendente de Concepción, le confié la dirección de su hijo. El mismo don Bernardo nos refiere que aprendió sus primeras letras con el padre   —474→   Ramírez, a quien pocos años más tarde daba en su correspondencia doméstica «los cariñosos títulos de maestro y de taitita»510.

Creemos que Ramírez fue oriundo de España. Acaso en la parte perdida de su libro hubiésemos encontrado algunas noticias suyas, pues de lo que conocemos sólo consta que, viniendo de España, hizo su travesía a Chile por Mendoza.