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Libro sexto

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Año 1520

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- I -

Viles cabezas de las Comunidades.

     Rayo es del cielo cuando con la potestad reina la ira. Enojáse demasiadamente Antonio de Fonseca, capitán general del reino, contra Medina. Abrasó como un rayo sus casas y haciendas, y mucho más los corazones y voluntades para dar como desesperados en mil absurdos. Por vengar ya sus pasiones, el común todo de este lugar se puso en armas; escribían lástimas a todo el reino, deseaban la venganza, y el que más se señalaba era más estimado.

     En los bullicios y alborotos que aquí hubo, por ser valiente o atrevido, tuvo nombre un tundidor llamado Bobadilla, hombre bajo, cruel y grosero, al cual siguieron muchos de los que quedaban tan lastimados y tan apasionados. Mató a cuchilladas a Gil Nieto, como diré, cuyo criado el tundidor había sido; y después mató a un librero llamado Téllez, y a otro regidor llamado Lope de Vera. Y asimismo mataron él y otros a los que imaginaban que habían sido en que allí viniese Antonio de Fonseca a pedir la artillería, y en querérsela dar. Y derribaron las casas que allí tenía don Rodrigo Mejía y hicieron otras crueldades y desatinos semejantes.

     De este atrevimiento quedó el tundidor Bobadilla tan acreditado en el pueblo, y él con ánimo tan de señor, que de ahí adelante no se hacía más de lo que él quería y ordenaba y gobernaba, como cabeza del pueblo. Y luego tomó casa y puso porteros, y se dejaba llamar señoría.

     Tales cabezas como éstas tenían las Comunidades de muchos lugares, como Villoria, pellejero en Salamanca, y un Antonio, casado en Segovia, y otros semejantes en otras partes que, como por atrevidos y desvergonzados se señalaban, al punto el común echaba mano dellos, si bien es verdad que hubo muchos caballeros culpados en esto, que hicieron harto daño, atizando de secreto el fuego; y otros al descubierto, no por deservir a su rey, sino por los bandos que entre ellos había, arrimándose unos a la Comunidad por prevalecer contra los otros. Y los que más crédito y estimación alcanzaban en su república eran los que llamaban comuneros. Los otros, de fuerza, se habían de arrimar a la voz contraria: de manera que más fueron bandos y sediciones particulares que desobediencia contra su príncipe.

     Escribió luego Medina a la villa de Valladolid, como amiga y vecina, una lastimosa carta llorando su desventura, diciendo en ella:



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- II -

Escribe Medina sus lástimas a Valladolid su vecina.

     «Después que no hemos visto vuestras letras ni vosotros, señores, habéis visto las nuestras, han pasado por esta desdichada villa tantas y tan grandes cosas, que no sabernos por do comenzar a contarlas. Porque gracias a Nuestro Señor, aunque tuvimos corazones para sufrirlas, pero no tenemos lenguas para decirlas. Muchas cosas desastradas leemos haber acontecido en tierras extrañas, y muchas hemos visto en nuestras tierras proprias; pero semejante cosa como la que aquí ha acontecido a la desdichada Medina, ni los pasados ni los presentes la vieron acontecer en toda España. Porque otros casos que acaecieron no son tan graves que no se pueden remediar: pero este daño es tan horrendo, que aún no se puede decir. Hacemos saber a vuestras mercedes que ayer martes, que se contaron 21, vino Antonio de Fonseca a esta villa con docientos escopeteros y ochocientas lanzas, todos a punto de guerra. Y cierto no madrugaba más don Rodrigo contra los moros de Granada que madrugó Antonio de Fonseca contra los cristianos de Medina. Ya que estaba a las puertas de la villa, díjonos que él era el capitán general y que venía por la artillería. Y como a nosotros no nos constase que él fuese capitán general de Castilla y fuesemos ciertos que la quería para ir contra Segovia, pusímonos en defensa della. De manera que, no pudiendo concertarnos por palabras, hubimos de averiguar la cosa por armas. Antonio de Fonseca y los suyos, desque vieron que los sobrepujábamos en fuerza de armas, acordaron de poner fuego a nuestras casas y haciendas. Porque pensaron que lo que ganábamos por esforzados perderíamos por codiciosos. Por cierto, señores, el hierro de los enemigos en un mismo punto hería en nuestras carnes y por otra parte el fuego quemaba nuestras haciendas. Y sobre todo veíamos delante nuestros ojos que los soldados despojaban a nuestras mujeres y hijos. Y de todo esto no teníamos tanta pena como pensar que con nuestra artillería querían ir a destruir la ciudad de Segovia: porque de corazones valerosos es, los muchos trabajos proprios tenerlos en poco, y los pocos ajenos, tenerlos en mucho. Habrá dos meses que vino aquí don Alonso de Fonseca, obispo de Burgos, hermano de Antonio de Fonseca, a pedirnos la artillería; y agora venía el hermano a llevarla por fuerza. Pero damos gracias a Dios y al buen esfuerzo deste pueblo, que el uno fue corrido y al otro enviamos vencido. No os maravilléis, señores, de lo que decimos; pero maravillaos de lo que dejamos de decir. Ya tenemos los cuerpos fatigados de las armas, las casas todas quemadas, las haciendas todas robadas, los hijos y mujeres sin tener do abrigarlos, los templos de Dios hechos polvos; y, sobre todo, tenemos nuestros corazones tan turbados, que pensamos tornarnos locos. Y esto no por más de pensar si fueron solos pecados de Fonseca o si fueron tristes hados de Medina, porque fuese la desdichada Medina quemada. No podemos pensar nosotros que Antonio de Fonseca y la gente que traía, solamente buscasen el artillería: que si esto fuera, no era posible que ochocientas lanzas y quinientos soldados no dejaran, como dejaron, de pelear en las plazas y se metieron a robar nuestras casas, porque muy poco se dieron de la pólvora y tiros, a la hora que se vieron de fardeles apoderados. El daño que en la triste de Medina ha hecho el fuego, conviene a saber: el oro, la plata, los brocados, las sedas, las joyas, las perlas, las tapicerías y riquezas que han quemado, no hay lengua que lo pueda decir ni pluma que lo pueda escribir; ni hay corazón que lo pueda pensar, ni hay seso que lo pueda tasar; ni hay ojos que sin lágrimas lo puedan mirar. Porque no menos daño hicieron estos tiranos en quemar a la desdichada Medina, que hicieron los griegos en quemar la poderosa Troya. Halláronse en esta romería Antonio de Fonseca, el alcalde Ronquillo, don Rodrigo de Mejía, Joannes de Ávila, Gutierre Quijada. Los cuales todos usaron de mayor crueldad con Medina, que no usaron los bárbaros con Roma. Porque aquéllos no tocaron en los templos, y éstos quemaron los templos y monasterios. Entre las otras cosas que quemaron estos tiranos, fue el monasterio del señor San Francisco, en el cual se quemó de toda la sacristía infinito tesoro. Y agora los pobres frailes moran en la huerta, y salvaron el Santísimo Sacramento cabe la noria, en el hueco de un olmo. De lo cual todo podéis, señores, colegir que los que a Dios echan de su casa, mal dejarán a ninguno en la suya. Es no pequeña lástima decirlo, y sin comparación, es muy mayor verlo, conviene a saber, a las pobres viudas, y a los tristes huérfanos y a las delicadas doncellas, como antes se mantenían de sus proprias manos en sus casas proprias, agora son constreñidas a entrar por puertas ajenas. De manera que, haber Fonseca quemado sus haciendas, de necesidad pondrán otro fuego a sus famas. Nuestro Señor guarde sus muy magníficas personas. De la desdichada Medina, a veinte y dos de agosto, año de mil y quinientos y veinte»



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- III -

Lo que de parte del Emperador y Valladolid se había escrito antes que Valladolid se alterase. -Levántase Valladolid con sentimiento del daño de Medina. -Desconciertos notables que hizo el común de Valladolid. -Queman las casas de Antonio de Fonseca. -Lágrimas de Castilla. -Ronda, vela y armas en Valladolid. -Hacen jurar la Comunidad a los caballeros. -El infante de Granada, capitán de Valladolid.

     Tenía el Emperador escrito a Valladolid dándole las gracias, porque se conservaba en tanta quietud, y por la buena acogida que hacía al cardenal su gobernador, y a sus consejeros. Y la villa respondió en ocho de julio deste año con muchos agradecimientos, y dando a Dios en ellos alabanzas, porque les había dado tal príncipe y Emperador, de quien esperaban que había de conquistar la Tierra Santa y ser un gran defensor de la Iglesia, como lo habían sido los emperadores y reyes de quien él venía.

     Y junto con esta carta suplicaron diciendo que esta villa no sólo se había mostrado leal en servir con las armas a los reyes sus pasados, como fue a don Alonso el onceno, y don Juan el segundo, y a otros; mas en aconsejarles lo que cumplía a su real servicio; y que pues parecía que por el servicio que se había concedido en las Cortes de La Coruña, estaban tantas ciudades alteradas, que usando de su liberalidad fuese servido de hacer merced a todos, en que este servicio no se cogiese. La cual merced sería tan agradable a todos los deste reino, que venido Su Majestad, como esperaban que sería presto, le harían tantos y tan señalados servicios, que tendría por muy buena esta suplicación y conocería más claro el deseo que tenían de servirle.

     Pero causó tanto escándalo en Castilla la quema de Medina del Campo, que se avivó y encendió más el fuego que en las comunidades había, y enconó las voluntades de manera que se levantaron otros muchos lugares donde no había aún llegado esta plaga.

     El mismo día que sucedió el incendio de Medina, escribieron, como queda visto, a Valladolid, a las cinco de la tarde. Y con tanta furia como el alquitrán abrasó las casas de Medina, se encendieron los corazones de Valladolid con la carta y nueva dolorosa que recibieron.

     Y sin algún respeto del cardenal gobernador, ni del presidente y Consejo, ni de otra justicia, olvidándose de los favores y mercedes que el Emperador les había hecho y ofrecido con sus cartas, tocaron luego la campana de San Miguel, que es la que agora se tañe a la queda. Y el pueblo se puso en armas; corriendo de todas partes se juntaron en la plaza, que ninguna cosa aprovecharon para detenerlos el conde de Benavente ni el obispo de Osma, don Alonso Enríquez, que salieron al alboroto y estruendo del pueblo y trabajaron por sosegarlos.

     Y así juntos cinco o seis mil hombres fueron a las casas de Pedro de Portillo a la hora del Avemaría, porque a la sazón era procurador mayor de la villa, para que fuese con ellos al arzobispo de Granada, presidente del Consejo, para que proveyese de ciertas cosas que cumplían a la villa. Pero Pedro de Portillo no les respondió tan bien como ellos quisieran, antes los llamó alborotadores y ladrones, que andaban a robar. Y con estas palabras y el mal propósito que llevaban, se enojaron tanto que le rompieron las puertas y ventanas y entraron la casa; y Pedro de Portillo tuvo bien que hacer en escapar de sus manos escondiéndose de ellos. Y como no lo pudieron haber, tomáronle el aparador de plata que tenía puesto, y caláronle la casa y saquearon la tienda que tenía de riquísimos paños y sedas, y hicieron muy gran fuego delante de su puerta y quemaron muchas piezas de brocados y sedas, paños y tapicerías, mantas y armiños y otras cosas de gran valor, porque era riquísimo el hombre; hasta las gallinas y otras cosas; todo lo echaron en el fuego o se lo hurtaron. Y sobre el llevar cada uno lo que podía, entre sí mesmos se acuchillaban.

     Aprecióse el daño en más de tres cuentos de maravedís.

     Y no contentos con esto, le comenzaron a derribar la casa, y unos muchachos que seguían a sus padres pegaron fuego a la solana, donde había leña y manojos y quemábase a más andar. Pero temiendo que se prenderían las casas vecinas, lo apagaron; que si no, según este lugar es desdichado en fuegos, y los edificios dispuestos para ellos, sin duda ninguna corriera peligro gran parte de él. Esto así hecho, como estaban con aquel furor popular que el demonio había sembrado en España, dando voces fueron a las casas de Antonio de Fonseca, el que quemó a Medina. Y en venganza de aquel daño les pegaron fuego y las echaron por el suelo, saqueándole cuanto en ellas tenía, que ni una teja ni un madero quedó.

     Y de allí volvieron a las casas de don Alonso Niño de Castro, merino mayor de la villa, y buscáronle para lo matar; y como no lo hallaron, derrocáronle el pasadizo de sus casas. Y de ahí fueron a casa de Francisco de la Serna, procurador de Cortes, y como se habían detenido en lo pasado, tuvo lugar de alzar gran parte de su hacienda y ponerse en salvo; pero todo lo que hallaron robaron, y cerraron las puertas y dejaron estar así las casas con propósito de las derrocar, y después le tornaron cuanto tenía en Geria, que es una aldea cerca de Simancas, pan, vino y cebada, y lo vendían a menos precio.

     También fueron a buscar a Gabriel de Santisteban, otro procurador de Cortes, y no le hallaron, ni cosa que le pudiesen tomar, que todo lo había sacado y escondido, que casas no las tenía.

     Y este mesmo día fueron a la del comendador Santisteban, regidor de la villa, y queriendo entrar a robar y derribar la casa, hallaron a las puertas todos los frailes de San Francisco, revestidos, como para decir misa, con cruces y con el Santísimo Sacramento en las manos; y, los pechos por el suelo, suplicaron a aquella canalla que se contentasen con lo hecho y no hiciesen más mal ni daño, y que por amor de Jesucristo les hiciesen limosna de aquellas casas del comendador, lo cual, si bien se hizo no poco en acabarlo con ellos, algunos, movidos a piedad, lo rogaron a los otros, y así todos fueron contentos de hacer lo que los frailes habían pedido.

     Otros muchos regidores huyeron de los que firmaron el servicio, y anduvieron, como dicen, a sombra de tejados, perdidas sus haciendas y con peligro de las vidas.

     Dice el autor que sigo, que es un natural deste lugar, que lo vio: «Que merecían todo esto los regidores, porque sus ambiciones y pretensiones desordenadas no miraron por el bien común, dejando cargar de tributos a España y sacar de ella todo el dinero, que estaba en suma pobreza y nunca Castilla lo había sentido, hasta que Xevres, poco a poco, se lo llevó todo. Que se hallaba haber llevado de la moneda de Castilla tres veces tres millones de oro; y lo que peor es, no gozar de ellos Su Majestad, porque Xevres y otros caballeros de Flandes los repartían y gozaban entre sí, que es cierto que si nuestro Señor no provee a España, tarde o nunca cobrarán lo perdido.» Ésta era la queja, éste el llanto general de Castilla, que dicen los de aquel tiempo que con gotas de sangre se habían de escribir, según los grandes males que esperaban.

     Hiciéronse luego fuertes los de Valladolid, andando en sus rondas y velas con gente armada de día y de noche, con menestriles y atabales, que pasaban de mil y quinientos hombres los que hacían la vela o ronda. Y por ser los gastos que en esto se hacían excesivos, quitaron las hachas y los atambores, y que no se rondase sino por veinte hombres.

     Algunas noches hallaron pólvora mezclada con alquitrán, sembrada por las calles, y se dijo que Antonio de Fonseca la había mandado echar por enojo de sus casas. Y de allí adelante hicieron la ronda y guardas de las puertas con mayor cuidado, y estaban con tanto temor del fuego de alquitrán, que regaban las casas con vinagre, pensando que habían de quemar a Valladolid como a Medina.

     Juntáronse en el monasterio de la Trinidad, y eligieron nuevos procuradores y diputados. Y de allí enviaron a llamar todos los caballeros y vecinos de la villa, y les hicieron jurar la comunidad y ellos, de temor de la muerte, lo hubieron de hacer, y nombraron por su capitán general al infante de Granada, y lo hubo de hacer mal de su grado o morir, y juraron todos de obedecer y no salir de su mandado.

     El infante comenzó a ejercer su cargo con mucha discreción, y porque supieron que don Alonso Enríquez, obispo de Osma y hermano del almirante, no sentía bien desto, le echaron de la villa. Y así echaron a otros muchos caballeros, porque de ninguno se fiaban, y luego enviaron mensajeros a Medina del Campo, ofreciéndole socorro; y para ello alistaron dos mil soldados y nombraron también seis procuradores para enviar a la Junta que se había de hacer en Ávila, que va la llamaban Santa.



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- IV -

[El autor trata de su propia persona.]

     Dion Casio y otros graves escritores, siempre que se les ofrecía hablar de sus proprias personas en las materias donde habían tenido parte, no lo excusaron, si bien con modestia. Pues no siendo yo corto ni descuidado en tratar los hechos de mi nación y celebrar la honra de muchos que no conozco, justo será que si mis pasados, de quien por línea recta desciendo, hicieron cosas dignas de memoria, que no las condene, por ser parte y religioso, a perpetuo silencio, y por él queden en eterno olvido, que sería ofender a quien más debo.

     Fueron mis pasados Fernán Gutiérrez de Sandoval, que casó con Catalina Vázquez de Villandrando, de la casa del conde de Ribadeo, y fue veinte y cuatro de Sevilla, por merced del rey don Juan el segundo, y alcalde mayor del rey entre moros y cristianos. Éste, con su hijo Ruy Fernández de Sandoval, se perdieron por seguir a Diego Gómez de Sandoval, adelantado mayor de Castilla y conde de Castro, que eran hijos de dos hermanos, en tiempo del rey don Juan el segundo, hasta quedar en un hospital. Y junto con esto perdió Fernán Gutiérrez de Sandoval un hijo que se llamaba Gutierre de Sandoval, que murió en Valladolid en una justa que se hizo, estando aquí la corte y el rey, año de mil y cuatrocientos y veinte y ocho, y perdió en él mucho, porque era grande el favor y merced que el rey le hacía.

     Y aunque los hijos y nietos de Fernán Gutiérrez volvieron a Valladolid, donde era su naturaleza, no fue con tanta hacienda y caudal que bastase a ponerlos en el ser ilustre que solían tener, ni darles fuerzas para poder sufrir, sin descaer mucho, algún caso adverso de fortuna.

     En este año de 1520 vivían en este lugar Francisco Rodríguez de Sandoval, que fue mi abuelo, padre de mi madre, y hijo de Ruy Fernández de Sandoval y nieto de Fernán Gutiérrez de Sandoval. Éste, siendo, como debía, leal a su rey, si bien los alterados de Valladolid le ofrecían las ventajas que a otros caballeros porque fuese con ellos y siguiese sus desatinos, jamás consintió en ellos, y sufrió que le derribasen las casas y saqueasen la hacienda. Y de tal manera le apretaron, que salió huyendo de Valladolid con su mujer y hijos, y se recogieron en Nuestra Señora de Duero, priorato de la Orden de San Benito, cerca de Tudela, padeciendo harto trabajo, todo el tiempo que duraron las alteraciones.

     Y vuelto el Emperador a estos reinos, se le dieron memoriales de lo que Francisco Rodríguez de Sandoval había perdido por serle leal; pero no se le hizo la satisfación que según justicia merecía.

     Consoláronse él y sus hijos, que si perdieron hacienda les quedó la nobleza tan conocida y antigua, con la honra de su lealtad, que es la que no tiene precio, aunque cuando falta hacienda todo se escurece, y con ella los terrones y otros borrones lucen más que estrellas del firmamento.



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- V -

Miedo del cardenal y de los del Consejo, viendo furioso al pueblo. -Sálese Fonseca del reino.

     El cardenal y los del Consejo, viendo lo que pasaba, no solamente no proveyeron ni mandaron cosa, pero aun juntarse a hablar en lo que se debía hacer no osaron, ni parecía posible; antes, como en tormenta de mar, cuando ya ni hay velas ni marineros, ni pilotos, perdida toda esperanza, dejan la nave que vaya do la tempestad quisiere; y así al cardenal y al arzobispo de Granada y a los del Consejo pareció que no había resistencia, sino dejar ir aquel pueblo arrebatado de tanta tempestad y furor.

     Y el cardenal les hizo mil salvas y dio disculpas que nunca él había mandado quemar a Medina ni sido parte en los demás daños, antes le pesaba entrañablemente de lo que Fonseca había hecho.

     Y siéndole pedido por la villa, y pareciéndole que así convenía, mandó pregonar que toda la gente que con Antonio de Fonseca estaba, lo dejasen y se fuesen a sus casas. Y envió su provisión para él, mandándole que la que tenía a sueldo la despidiese, y que diese licencia a la gente de guardas y acostamiento para que se fuesen a sus aposentos, dejando la que para guarda de su persona hubiese menester, porque no había manera para tener campo en aquella comarca, ni de do se sacase dinero para él ni bastimentos.

     Hubo de obedecer Antonio de Fonseca, conformándose con el tiempo, y con alguna gente de a caballo se salió del reino, porque toda aquella tierra le era contraria, y no quiso dejarse cercar de sus enemigos en Arévalo ni en sus villas de Coca y Alaejos, antes dejándolas fortificadas y a su hijo don Fernando en Coca, se pasó a Portugal, y después, por mar, a Flandes, con el licenciado Ronquillo.



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- VI -

Cáceres. -Jaén. -Badajoz.

     En Extremadura se alzó Cáceres. En el Andalucía, donde aún no se había descubierto esta plaga, la ciudad de Jaén comenzó la voz de Comunidad, si bien don Rodrigo Mejía, señor de Santa Eufemia, que tiene mucha parte y naturaleza en esta ciudad, trabajó lo posible en estorbar que no hiciesen los desatinos que en otras ciudades hacían; y no pudiendo, a fin de refrenar el pueblo, se encargó de la justicia y comunidad; que muchos caballeros usaron desta prudente disimulación a más no poder.

     Alzóse Badajoz, y el mesmo don Rodrigo, con su buena industria, fue templando aquel pueblo, y tomaron la fortaleza al que la tenía por el conde de Feria.

     Y no hay por qué abonar a los andaluces más que a los castellanos, que en todas partes fueron los disparates casi iguales, y hechos como si entre sí la gente común estuvieran muy acordados y concertados, años atrás, para hacer unos mismos desatinos.



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- VII -

Úbeda y Baeza. -Bandos en estas ciudades, y males que por ellos hubo. -Los caballeros no fueron comuneros, sino vengadores de sus particulares pasiones.

     Úbeda y Baeza estaban divididas en bandos entre Benavides y Caravajales, ambas familias nobles y antiguas en Castilla. De los Benavides era capitán don Luis de la Cueva, primo del duque de Alburquerque. Del otro bando era Caravajal, señor de Jódar, que es un lugar cercado de más de docientos vecinos, que está dos leguas de Úbeda.

     Y estando tan vivos estos bandos, un día, viniendo don Luis de Úbeda dentro de una litera, porque era hombre viejo, salió a él Caravajal, señor de Jódar, con ciento de a caballo, y diole tantas lanzadas que le mató dentro en la litera en que iba. Y hecho esto volvióse a Úbeda, a donde sabido por don Alonso, hijo del don Luis de la Cueva, y por sus parientes, en venganza de su padre, con mucha gente vinieron para el lugar de Jódar, y degollaron y mataron cuantos estaban dentro, y después pegaron fuego al lugar por muchas partes, que no podían valerse los tristes vecinos del lugar, y se echaron por las ventanas por librarse del fuego.

     Y fue tanta la destruición y mortandad, que contaban haber muerto abrasados cerca de dos mil personas, entre hombres, mujeres y niños; y el daño y destruición que se hizo en el pueblo, permanece hoy día en muchas casas deste lugar, que están caídas y con las señales del fuego, que las han querido dejar así en señal de su lealtad.

     Mas verdaderamente, aunque estos caballeros son tan leales como nobles, siempre fueron así, que aquí más hubo pasiones y bandos antiguos, que cosa de Comunidades. Porque los Benavides ni los de la Cueva jamás fueron comuneros, ni pretendieron deservir a los reyes, sino que en estos lugares, con la ocasión de ver alterado el reino, se valían del común para vengar sus pasiones, y prevalecían sus bandos, que esto causó más alteraciones, que pensamiento de ofender ni deservir a sus reyes.

     Y es claro que si los caballeros siguieran la Comunidad por quererla, que no fueran capitanes della sogueros, cerrajeros, pellejeros ni otros tales oficiales mecánicos, y vinieron a estimar en tan poco a los caballeros, que tenían por buena ventura que los dejasen vivir, y en muchos lugares los forzaban a seguir la Comunidad.



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- VIII -

Cuenca.

     Levantóse Cuenca, como las demás ciudades, y se hicieron en ella semejantes desatinos. Fue aquí capitán de la Comunidad un Calahorra, y con él otro, frenero, a los cuales obedecía la ciudad como a señores.

     Y siendo en esta ciudad y en el reino persona principal y gran parte Luis Carrillo de Albornoz, señor de Torralba y Beteta, le perdieron el respeto de tal manera, que no viviera si no disimulara y usara del mucho valor y prudencia que tenía. Y llegó el atrevimiento a tanto, que yendo por la calle en su mula, un pícaro de la Comunidad se le puso a las ancas, diciéndole: Anda, Luis Carrillo, burlando dél, y hubo de pasar por ello, porque el tiempo no daba lugar a otra cosa.

     Era casado Luis Carrillo con doña Inés de Barrientos Manrique, mujer varonil, y queriendo vengar la injuria hecha a su marido y quitar aquel oprobrio de la ciudad, convidó a cenar a los capitanes comuneros, y cargándolos de buen vino, los hizo llevar a dormir cada uno a su aposento. Sepultados ya en el sueño y en los vapores del vino, mandó que los criados los matasen, y muertos, los colgaron de las ventanas de la calle; que fue una hazaña digna de esta memoria y de quien la hizo.



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- IX -

Ávila. -Caballeros leales de Ávila. -Don Gonzalo Chacón defiende la fortaleza de Ávila.

     Ávila fue silla donde todas las ciudades pusieron la Junta. Aquí se hicieron los desatinos que no debiera consentir Ávila la leal. Fueron en ellos los del común, que los nobles siempre perseveraron en la fidelidad de sus pasados. Porque Antonio Ponce, como leal, no quiso jurar de seguir la Comunidad le comenzaron a derribar las casas; y no lo hicieron porque lo estorbaron algunos caballeros. Los demás juraron la Comunidad como en las otras ciudades, siguiéndola unos de grado y otros por no se entender, y otros de miedo.

     Quisieron derribar las casas de Diego Hernández de Quiñones, porque siendo su procurador en las Cortes había otorgado el servicio; no se hizo, estorbándolo algunos buenos. Quiso el común tomar la fortaleza; sino que don Gonzalo Chacón, señor de Casarrubios, como era alcaide della, y vio los movimientos, y que Toledo había tomado los alcázares a don Juan de Silva, y Segovia había querido hacer lo mismo al conde de Chinchón, prudentemente y con disimulación fue proveyendo su fortaleza de bastimentos y armas y gente, llevándolos de noche y escondiéndose de día. Desta manera se fortaleció el alcázar, y cuando el común de la ciudad quiso acudir a tomarlo, halló más resistencia de la que pensaba.

     Y viendo los de la ciudad que podían recibir daño de la fortaleza, y los de la fortaleza de la ciudad, trataron de concordarse, en que los unos a los otros no se hiciesen mal.

     Y don Gonzalo Chacón lo trató con el cardenal gobernador, y con su voluntad se hizo y se otorgaron escrituras en forma ante los escribanos de la ciudad. Y con esto vivieron en paz, y los de la ciudad, en la confusión de su Comunidad, y los caballeros y gente noble, con deseo de servir a sus reyes, como lo hicieron sus pasados; siendo firme fortaleza y amparo seguro de ellos, por donde mereció Ávila renombre de leal.



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- X -

En las aldeas había el mesmo desorden.

     No sólo en las ciudades que he nombrado había el desorden dicho, mas en otros lugares particulares y aldeas, y con tanto desconcierto que no había ley, ni respeto entre padres y hijos, siendo unos de una opinión y otros de otra, como entre herejes.

     En un lugar que se llama Medina, cerca de la Palomera de Ávila, estaba un clérigo vizcaíno medio loco, el cual tenía tanta afición a Juan de Padilla, que cuando echaba las fiestas en la iglesia decía: «Encomiéndoos, hermanos míos, una Ave María por la santísima Comunidad, porque Nuestro Señor la conserve y nunca caiga. Encomiéndoos otra Ave María por Su Majestad del rey don Juan de Padilla, por que Dios le prospere. Encomiéndoos otra Ave María por Su Alteza de la reina nuestra señora doña María de Pacheco, porque Dios la guarde, que a la verdad éstos son los reyes verdaderos, que todos los demás eran tiranos.»

     Duraron estas plegarias tres semanas. Después desto, pasó por allí Juan de Padilla con gente de guerra, y posaron en casa del clérigo unos soldados, y cuando se fueron lleváronle una moza que él quería bien, bebiéronle el vino que tenía en una cubilla, matáronle las gallinas, y con esto perdió el amor que tenía a Juan de Padilla. Y el primer domingo dijo en la iglesia: «Ya sabéis, hermanos míos, cómo pasó por aquí Juan de Padilla, y cómo los soldados no me dejaron gallina, y me comieron un tocino, y me bebieron una tinaja de vino, y me llevaron mi Catalina. Dígolo porque de aquí adelante no roguéis a Dios por él, sino por el rey don Carlos y por la reina doña Juana, que son reyes verdaderos.»

     Cuento algunas destas niñerías porque se vea cuán niños y ciegos estaban los hombres, y cierto no debía ser más en su mano. Y que alguna mala estrella reinó estos dos años por estas partes, pues semejantes disparates hacían los hombres.



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- XI -

Soria. -Toro se alza, y Ciudad Rodrigo.

     La ciudad de Soria hizo lo mismo que las otras, levantándose la Comunidad. Y es así, que si hubiera de contar particularmente lo que en cada lugar se hizo, nunca acabaría. Ninguno de los que trataron de Comunidad dejó de matar a sus vecinos, derribar sus casas y dar en mil disparates, como gente sin juicio, y descomponer la justicia, quitándoles las varas y nombrando otros jueces, sin reparar ni hacer discurso, qué fin había de tener un desorden como éste, ni quién los había de conservar en él.

     Alzóse la ciudad de Toro, y Ciudad Rodrigo, y juraron la Comunidad. Quitaron las varas a la justicia, que estaba por el rey, y pusieron otros de su mano. Y los caballeros que allí se hallaron, que más pudieron, echaron a sus contrarios de la ciudad: que es lo que más atizaba la Comunidad estar los lugares banderizados y querer vengar sus particulares pasiones. Y así podría decir que fueron más sediciones y tumultos civiles que levantamientos contra su rey, que jamás hubo tal voz ni entre los nobles ni gente común



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- XII -

León. -Sangrienta pendencia en León. -Quince ciudades de voz en Cortes se pusieron en Comunidad. -Culpa el cardenal a Xevres.

     Acertara León si perseverara en el buen propósito con que respondió a Valladolid, cuando se trataba de la Junta que Toledo pedía. Pero, como tantas veces he dicho, los bandos y parcialidades que en las ciudades había, hicieron más daño que otra cosa en estos levantamientos.

     También los Guzmanes estaban tan lastimados, por haberlos quitado del servicio del infante don Fernando, que fue menester poco para alterar la ciudad, en la cual son muy antiguos, muy nobles y poderosos. Traían algunos encuentros o bandos con el conde de Luna, que había ido por procurador de la ciudad a las Cortes que se tuvieron en La Coruña. Y cuando volvió con el consentimiento del servicio, no le recibieron con buen semblante.

     Y dicen que Ramiro Núñez de Guzmán dijo al conde: Dicen que consentistes en el servicio y que excedistes en más de lo que vos fue mandado; si así es, mucha pena merecéis por ello. El conde le respondió: Ramiro Núñez, yo he hecho muy bien lo que debo y me ha sido encomendado, y dello no he excedido un punto. Y de allí, de palabra en palabra, vinieron a se enojar, y Ramiro Núñez le dijo: Yo vos haré conocer por la espada, de mi persona a la vuestra, cómo fuistes traidor y hicistes traición a la ciudad. Y el conde echó mano a la espada, y Ramiro Núñez a la suya, y hubo entre ellos una mala pendencia que puso a la ciudad en bandos, por ser estas dos familias antiguas cabezas della, y tener muchos amigos, parientes y veladores.

     Mas como el conde estaba desfavorecido por el enojo que con él tenía el pueblo, y Ramiro Núñez con mucha gente y aficionados, cargaron sobre el conde y su gente, de tal manera, que le mataron trece hombres, y de ambas partes hubo muchos heridos, y el conde se salvó a uña de caballo.

     Llegó la nueva de esto a Valladolid y el cardenal lo sintió grandemente, por no saber qué remedio poner, viendo el fuego encendido en tantas partes, que de diez y ocho pueblos de Castilla que tienen voto en Cortes, los quince estaban levantados por la Comunidad, y habían nombrado procuradores para la Junta que se había de hacer en Ávila, siendo muy gran parte de estos alborotos frailes y judíos.

     Echaba la culpa de todo este mal el santo cardenal a Mr. de Xevres, que tan mal consejo había dado al Emperador, en que se pidiese aquel servicio; y lo peor era que no se cobraba. Andaba el cardenal fatigado y con hartos temores de que en Valladolid no estaba del todo seguro.

     Dice esta memoria o libro que escribió quien vio estos tiempos y casos lastimosos, llorando tanta desventura y pérdidas de España, y tan sin culpa de su rey, sino por malos y avarientos consejeros:

     «Ya habéis oído, como dije, que el servicio que se pedía eran trecientos cuentos; y en otra parte dije seiscientos cuentos. Aquí digo agora que dicen que son novecientos cuentos, y por esto non vos maravilléis desta diferencia non se averiguar, porque nadie pudo saber el secreto de cuánto era.»

     Y dice que el Emperador no quería más del servicio ordinario que se hacía a sus abuelos, los Reyes Católicos, que eran docientos cuentos cada año, y que lo demás que agora se pedía era, sin saberlo él, para robarlo al rey y al reino.



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- XIII -

Pronósticos y profecías en que creía el común.

     Estaban las cosas de España tan turbadas, los hombres tan desatinados, que no parecía sino azote del cielo, y que venía sobre estos reinos otra destrución y acabamiento peor que la que fue en tiempo del rey don Rodrigo. Creían en agüeros, echaban juicios y pronósticos amenazando grandes males. Inventaron algunos demonios, no sé qué profecías, que decían eran de San Isidro, arzobispo de Sevilla; otras de fray Juan de Rocacelsa, y de un Merlín y otros dotores, y de San Juan Damasceno; llantos o plantos que lloró San Isidro sobre España. Y en todas ellas tantos anuncios malos de calamidades y destrución de España, que atemorizaban las gentes y andaban pasmados.

     Helas visto y leído, y son tantos los desatinos que tienen, que no merecen ponerse aquí, sino espantarnos de que hubiese tanta facilidad en los hombres de aquel tiempo, que creyesen semejantes cosas.

     Particularmente creían los ignorantes en una que decía que había de reinar en España uno que se llamaría Carlos, y que había de destruir el reino y asolar las ciudades. Pero que un infante de Portugal le había de vencer y echar del reino, y que el infante había de reinar en toda España. Y paréceme que ha salido al contrario.

     Tales obras hace la pasión ciega, y tales desatinos persuade.



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- XIV -

Escribe Toledo a las ciudades del reino, pidiendo que se junten.

     Había Toledo escrito el año pasado de mil y quinientos y diez y nueve, antes que el Emperador partiese de estos reinos, que se juntasen las ciudades para ver lo que les convenía y lo que debían suplicar al Emperador, antes que de estos reinos partiese; y como aquella Junta no se hizo, y las cosas estaban agora en tanto rompimiento, que por todo el reino se jugaba al descubierto, como no se entendían, ni aun fiaban los unos de los otros, para entenderse y para fortificarse más la Comunidad, que llamaban santa, escribió Toledo otra carta a todas las ciudades, en que decía:

     «Muy magníficos señores. Pues nuestra gente de guerra ha ya pasado allende los puertos y está en su tierra, no es necesario decir cómo la enviamos para socorrer a la ciudad de Segovia. Y a la verdad, aunque el socorro no fue mayor de lo que merecían aquellos señores, todavía fue más de lo que pensaban sus enemigos. No dudamos, señores, que en las voluntades acá y allá seamos todos unos; pero las distancias de las tierras nos hacen no tener comunicación las personas. De lo cual se sigue no poco daño para la impresa que hemos tomado de remediar el reino, porque negocios muy arduos tarde se concluyen tratándose por largos caminos. Muchas veces, y por muchas letras os hemos, señores, escrito, y pensamos que tenéis conocida la santa intención que tiene Toledo en este caso. Pero esto no obstante, queríamos mucho que personalmente oyésedes de nuestras personas lo que habéis visto por nuestras letras. Porque hablando la verdad, nunca es acepto el servicio hasta que se conozca la voluntad con que es hecho. Los negocios del reino se van cada día más enconando y nuestros enemigos se van más apercibiendo. En este caso será nuestro parecer que con toda brevedad se pusiesen todos en armas. Lo uno, para castigar los tiranos; lo otro, para que estemos seguros. Y sobre todo es necesario que nos juntemos todos para dar orden en lo mal ordenado destos reinos, porque tantos y tan sustanciosos negocios, justo es que se determinen por muchos y muy maduros consejos. Bien sabemos, señores, que agora nos lastiman muchos con las lenguas, y después nos infamarán muchos con las péndolas en sus historias, diciendo que sola la ciudad de Toledo ha sido causa deste levantamiento, e que sus procuradores alborotaron las Cortes de Santiago. Pero entre ellos y nosotros, a Dios Nuestro Señor ponemos por testigo e por juez de la intención que tuvimos en este caso. Porque nuestro fin no fue alzar la obediencia al rey nuestro señor, sino reprimir a Xevres y a sus consortes la tiranía; que según ellos trataban la generosidad de España, más nos tenían ellos por sus esclavos, que no el rey por sus súbditos. No penséis, señores, que nosotros somos solos en este escándalo, que hablando la verdad, muchos perlados principales y caballeros generosos, a los cuales no sólo les place de lo que está hecho, pero aún les pesa porque no se lleva al cabo; y según hemos conocido dellos, ellos harían otras peores cosas, si no fuese más por no perder las haciendas que por no aventurar las conciencias. Así, para lo que se ha hecho como para lo que se entiende hacer, debría, señores, bastar para justificación nuestra, que no os pedimos, señores, dineros para seguir la guerra, sino que os enviamos a pedir buen consejo para buscar la paz. Porque de buena razón el hombre que menosprecia el parecer proprio, y de su voluntad se abraza con el parecer ajeno, no puede alguno argüirle de pecado. Pedímosos, señores, por merced, que vista la presente letra, luego sin más dilación enviéis vuestros procuradores a la santa Junta de Ávila, y sed ciertos que, según la cosa está enconada, tanta cuanta más dilación pusiéredes en la ida, tanto más acrecentaréis en el daño de España. Porque no es de hombres cuerdos al tiempo que tienen concluido el negocio entonces empiecen a pedir consejo. Hablando más en particular, habéis, señores, de enviar a la Junta tales personas y con tales poderes, que si les pareciere puedan con nuestros enemigos hacer apuntamiento de la paz, e si no, desafialles con la guerra. Porque según decían los antiguos, jamás de los tiranos se alcanzará la deseada paz, si no fuere acosándolos con la enojosa guerra. No pongáis, señores, excusa diciendo que en los reinos de España las semejantes Congregaciones y Juntas son por los fueros reprobadas, porque en aquella santa Junta no se ha de tratar sino el servicio de Dios. Lo primero, la fidelidad del rey nuestro señor. Lo segundo, la paz del reino. Lo tercero, el remedio del patrimonio real. Lo cuarto, los agravios hechos a los naturales. Lo quinto, los desafueros que han hecho los extranjeros. Lo sexto, las tiranías que han inventado algunos de los nuestros. Lo séptimo, las imposiciones y cargas intolerables que han padecido estos reinos. De manera que para destruir estos siete pecados de España, se inventasen siete remedios en aquella santa junta; parécenos, señores, e creemos que lo mesmo os parecerá, pues sois cuerdos, que todas estas cosas tratando y en todas ellas muy cumplido remedio poniendo, no podrán decir nuestros enemigos que nos amotinamos con la Junta, sino que somos otros Brutos de Roma, redemptores de su patria. De manera que de donde pensaren los malos condenarnos por traidores, de allí sacaremos renombre de inmortales para los siglos venideros. No dudamos, señores, sino que os maravillaréis vosotros y se escandalizarán muchos en España de ver juntar Junta, que es una novedad muy nueva. Pero pues sois, señores, sabios, sabed distinguir los tiempos, considerando que el mucho fruto que de esta santa junta se espera, os ha de hacer tener en poco la murmuración que por ella se sufre. Porque regla general es que toda buena obra siempre de los malos se recibe de una guisa. Presupuesto esto, que en lo que está por venir todos los negocios nos sucediesen al revés de nuestros pensamientos, conviene a saber, que peligrasen nuestras personas, derrocasen nuestras casas, nos tomasen nuestras haciendas y, al fin, perdiésemos todos las vidas. En tal caso decimos que el disfavor es favor, el peligro es seguridad, el robo es riqueza, el destierro es gloria, el perder es ganar, la persecución es corona, el morir es vivir. Porque no hay muerte tan gloriosa como morir el hombre en defensa de su república. Hemos querido, señores, escribiros esta carta para que veáis que nuestro fin, y el hacer esta santa junta, e los que tuvieren temor de aventurar sus personas, e los que tuvieren sospecha de perder sus haciendas, ni curen de seguir esta impresa, ni menos de venir a la Junta. Porque siendo como son estos actos heroicos, no se pueden emprender sino por corazones muy altos. No más sino que a los mensajeros que llevan esta letra, en fe della se les dé entera creencia. De Toledo, año de mil y quinientos y veinte.»



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- XV -

Murcia. -El alcalde Leguízama va contra Murcia. -Alborótase Murcia contra el alcalde. -El capitán Diego de Vera detiene a los de Murcia que no hagan un desatino. -Junta Murcia ocho mil hombres contra el alcalde Leguízama.

     A cinco de julio deste año, el adelantado de Murcia se quejó al cardenal y Consejo de que la ciudad de Murcia se había levantado y muerto al corregidor, y a un alcalde y a un alguacil y a otras personas; y que la ciudad estaba muy alterada y puesta en armas, y porque él había querido sosegar y pacificar aquel pueblo y les había afeado lo que habían hecho, le habían echado de él, y que habían puesto velas y rondas y procedían con grandísimo desorden.

     Proveyóse en el Consejo que fuese sobre ellos un alcalde de corte llamado Leguízama, con grandes poderes y alguaciles, y que de los lugares vecinos pudiesen juntar la gente necesaria para allanarlos.

     Llegó el alcalde Leguízama a Murcia, y entró en la ciudad pacíficamente. Notificó las provisiones a la justicia y caballeros y al consejo o ayuntamiento, para que le diesen favor y ayuda. Lo cual obedecieron al principio, y el alcalde comenzó a hacer su pesquisa secreta, por la cual halló algunos culpados, y comenzó a prenderlos, y el común no lo llevaba bien, y quisiera echar de la ciudad al alcalde.

     Sentenció a un zapatero que le diesen cien azotes, y como lo llevaban por las calles públicas azotando, alborotóse el pueblo y armáronse muchos, y quitaron el preso con muy grandes voces y alboroto, y metiéronse en una casa para consultar lo que habían de hacer.

     Y como el alcalde vio esto, fuese a toda priesa en casa del marqués de los Velez, que estaba en la ciudad; y cuando el marqués supo que el alcalde iba a su casa, no le quiso esperar, antes cabalgó a priesa y salióse de la ciudad, y fuese a Mula, que es una villa siete leguas de Murcia: el alcalde salió en seguimiento del marqués, y alcanzóle en el campo, buen trecho de Murcia; y allí le notificó la provisión que llevaba, y de parte del rey le puso pena de muerte y de perdimiento de bienes volviese luego con él a la ciudad a le dar favor y ayuda para que pudiese hacer justicia. El marqués respondió muy enojado, porque antes había pedido que mirase mucho cómo procedía, y el tiempo que era, que no usase de rigor; y no lo había querido hacer, y así dijo: «Alcalde, a otros como vos id a hacer esos requirimientos, y no a mí, que porque soy muy servidor de Su Alteza os doy esta respuesta y no otra. Pero por obedecer y acatar a la corona real, a quien en vuestro requirimiento habéis nombrado, a quien debo servicio, venga en pos de mí vuestro escribano, y responderé a lo que pedís.»

     Y así volvió la rienda a su caballo y se fue la vía de Mula. Y el alcalde volvió a Murcia y se fue a su posada.

     Y a esta sazón estaba la Comunidad muy alborotada, y con determinado acuerdo se juntó gran golpe de gente, así de la ciudad como de las alquerías más cercanas, y fueron a la posada del alcalde con voluntad de la quemar, con todos los que dentro della estaban. Y pusiéranlo en ejecución si no fuera por Diego de Vera, que entonces se hallaba en Murcia con toda su gente, que así como lo supo, cabalgó y fue a la posada del alcalde, adonde halló que la tenían cercada la casa con mucha gente, dando voces: «¡Muera, muera!» Pero no lo hicieron por los ruegos e instancia del capitán Diego de Vera, que les pidió no hiciesen tal cosa y que lo dejasen en sus manos, que él haría que el alcalde se fuese y que no entendiese más en el negocio.

     Alcanzó de ellos con mucho trabajo e importunación que harían lo que él mandase; pero que ante todas cosas les entregasen los procesos, y dentro de una hora el alcalde saliese de la ciudad.

     Diego de Vera dijo que así se haría, y entró en la posada del alcalde, el cual le entregó los procesos y él los entregó a la Comunidad, y les rogó y tomó palabra que no llegarían a la persona del alcalde ni a ninguno de sus criados, sino que los dejasen ir en paz, y que se iría luego y no pararía más en aquellas partes. Y no fue poco alcanzarse esto, y fue bien menester la autoridad de Diego de Vera, sus canas y nombre de tan gran soldado como fue, y tuvo harto que hacer en amansarlos y acabar con ellos que se fuesen a sus casas. Y luego tomó consigo al alcalde y a su gente, y salió con ellos fuera una legua de la ciudad.

     Y el alcalde fue a Mula muy corrido y enojado. De allí quiso sacar gente para volver sobre Murcia, y como la ciudad lo supo, levantáronse otra vez y tocaron alarma con mucha furia, y luego avisaron a Lorca. Y de Lorca y de las aldeas de Murcia en breve tiempo se juntaron al pie de ocho mil hombres con los de Murcia, y salieron en busca del alcalde derechos a Mula.

     Pero como el alcalde lo supo, no los esperó, y huyendo de día y de noche, no

     paró hasta llegar a Valladolid, adonde estuvo no más de dos días; y un domingo en la noche se fue a Aldeamayor, tres leguas de Valladolid, porque no osó esperar, sabiendo que Valladolid estaba mal con él por cosas pasadas; y como en esta villa no había sino una paz sobre falso, temió no le matasen.



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- XVI -

Sevilla.

     Sevilla, que hasta agora se había estado a la mira, tuvo también su movedor, que la quiso inquietar y sacar de quicios. Fue el caso que don Juan de Figueroa, hermano de don Rodrigo Ponce de León, duque de Arcos, estando el duque su hermano en su villa de Marchena, se puso en alzar la ciudad y pueblos della en Comunidad. pensando ser capitán y gobernador. Para lo cual, teniéndolo de antes amasado y concertado con los que eran con él en este trato, domingo a diez y seis de setiembre deste año de 1520, después de la hora de mediodía, él y algunos caballeros, deudos y criados del duque su hermano se fueron a la casa del mismo duque.

     Convocados y llamados allí más de sietecientos hombres, se armaron ellos y él, y poniéndose a caballo él y los otros caballeros, y la demás gente a pie, tomando cuatro piezas de artillería que en la propria casa estaban, salieron por las calles apellidando: «¡Viva el rey y la Comunidad!»

     Y así caminaron hasta la plaza de San Francisco, sin que otros del pueblo se alterasen ni juntasen con ellos, más de a ver lo que pasaba.

     Y en el camino hizo don Juan quitar las varas a la justicia y púsolas en otras personas por la Comunidad.

     Era en este tiempo duque de Medina Sidonia don Alonso Pérez de Guzmán, que por ser menor de edad estaba debajo de la curaduría y tutela de doña Leonor de Zúñiga, su madre, la cual era de tanto valor, que viendo se encendía un fuego tan peligroso en Sevilla, hizo juntar la gente de la casa y parcialidad de su hijo contra don Juan de Figueroa, y habiendo llegado a aquella plaza los movedores de la alteración, la gente del duque de Medina Sidonia, que al rebato se había juntado, comenzaron a venir contra él por la calle de la Sierpe, siendo su capitán Valencia de Benavides, caballero esforzado, natural de Baeza, que era cuñado del duque, casado con su hermana. Estuvieron muy cerca de pelear los unos con los otros, mas pusiéronse de por medio algunos caballeros que amaban la paz. De manera que los del duque de Medina se hubieron de volver, y el don Juan, con su gente, pasó adelante, y llegando a la puerta del alcázar real, que es una casa llana y sin defensas, determinó de apoderarse de ella. Y hallándola cerrada, hizo tirar algunos tiros, con los cuales derribaron las puertas y entróse dentro con su gente.

     Prendió a don Jorge de Portugal, conde de Gelves, que tenía las casas en tenencia y estaba en ellas, y siendo ya de noche, se aposentó allí. Y pensando don Juan que acudiera con él el común y pueblo de Sevilla a le favorecer, aprobando lo que había hecho, no solamente no acudió, pero de los que con él habían ido, los más le desampararon y se fueron a sus casas.

     Aquella noche y otro día bien de mañana tenía hechas tan buenas diligencias la duquesa, que don Hernando Enríquez de Ribera, hermano del marqués de Tarifa, don Fadrique, que era ido en romería a Hierusalén, y los veinte y cuatros y justicias se juntaron en las casas del ayuntamiento y trataron que se sacase el pendón real, y por mandado de la ciudad por todos se combatiese el alcázar y se restituyese al alcalde que por el rey lo tenía. Tomado este acuerdo, acudió allí don Fernando de Zúñiga, conde de Benalcázar, que acaso se halló en Sevilla, y muchos caballeros de la ciudad armados, y otros del pueblo. Pero en tanto que esto se trataba, los capitanes y gente del duque de Medina, siendo su general el dicho Valencia de Benavides, por orden y mandamiento de las duquesas doña Leonor de Zúñiga y doña Ana de Aragón, su nuera, y de don Juan Alonso de Guzmán, su marido, duque de Medina, que estaba en la cama enfermo, se juntaron y convocaron a muy gran priesa y sin esperar aquel pendón real ni que la gente de la ciudad viniese, con gran ánimo y determinación fueron al alcázar y le comenzaron a combatir reciamente. Y aunque don Juan de Figueroa y los que con él habían quedado lo defendían esforzadamente, en menos de tres horas los entraron por fuerza; y en el combate y entrada murieron quince o diez y seis hombres de los unos y de los otros, y hubo algunos heridos; y don Juan de Figueroa fue preso con dos heridas que le dieron al tiempo que lo prendieron, y fue entregado sobre su fe y palabra al arzobispo don Diego de Deza, que lo pidió con grande instancia; y el alcázar se restituyó a don Jorge de Portugal. Y así se deshizo en menos de veinte y cuatro horas este nublado, que tanta tempestad amenazaba.



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- XVII -

Pide Segovia gente a Salamanca. -El común de Salamanca echa los caballeros fuera porque no eran con ellos.

     Envió la ciudad de Segovia a pedir a Salamanca gente de a caballo, para defenderse del alcalde Ronquillo, cuando los tenía cercados. El común de Salamanca y algunos caballeros fueron de parecer que se les enviase socorro, mas la mayor parte de la nobleza lo contradecía, diciendo que era en deservicio del rey y contra su justicia.

     Hubo entre ellos hartos enojos; mas el común pudo más, y echó los caballeros de Salamanca, y quemaron una casa principal de un mayordomo del arzobispo de Santiago. Y los caballeros no libraran bien si no se pusieran en salvo; y viniéronse a Valladolid a decir lo que pasaba. Y este fue el principio del levantamiento descubiertamente de Salamanca, y comenzaron las rondas y velas, y hicieron la gente de a caballo y la enviaron a Segovia.

     Y antes que la gente partiese, envió Salamanca, con otras ciudades, dos personas al cardenal y Consejo, suplicándoles que dejasen el castigo de Segovia, porque si no, la ciudad de Salamanca no podía dejar de socorrer a Segovia.

     Levantaron por su capitán general a don Pedro Maldonado, nieto que fue del dotor de Talavera. El cual echó de la ciudad a los demás caballeros contrarios a su parcialidad, y hizo de manera que el corregidor se saliese della, dejando la administración de la justicia, más de temor que de grado. Y la ciudad puso justicia, y hizo lo que adelante se dirá.



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- XVIII -

Escriben al cardenal y los del Consejo al Emperador.

     Como el cardenal gobernador vio que las cosas iban en tanto rompimiento y tan sin esperanzas de remedio, aunque él y los del Consejo lo habían con medios muy suaves procurado, acordaron el presidente y los del Consejo escribir al Emperador dándole cuenta de todo lo que en España pasaba, diciendo así:

     «Sacra, cesárea, católica, real Majestad. Después que Vuestra Majestad partió de estos sus reinos de España, no habemos visto letra suya ni sabido de su real persona cosa cierta más de cuanto una nao que vino de Flandes a Vizcaya dijo cómo oyó decir, que sábado víspera de la Pascua de Pentecostés, había Vuestra Majestad aportado a Ingalaterra. Lo cual plega a Dios Nuestro Señor así sea, porque ninguna cosa nos puede dar al presente igual alegría como saber que fue próspera la navegación del armada. Han sucedido tantos y tan graves escándalos en todos estos reinos, que nosotros estamos escandalizados de verlos, y Vuestra Majestad será muy deservido de oírlos. Porque en tan breve tiempo y en tan generoso reino parecerá fábula contar lo que ha pasado. Dios sabe cuánto nosotros quisiéramos enviar a Vuestra Majestad otras mejores nuevas de acá, de su España. Pero pues nosotros no somos en culpa, libremente diremos lo que acá pasa. Lo uno para que sepa en cuánto trabajo y peligro está el reino, y lo otro para que Vuestra Majestad piense el remedio como fuere servido. Porque han venido las cosas en tal estado, que no solamente no nos dejan administrar justicia, pero aun cada hora esperamos ser justiciados. Comenzando a contar de lo mucho poco, sepa Vuestra Majestad que en embarcándose que se embarcó, después de las Cortes de Santiago, luego se encastilló la ciudad de Toledo, en que tomó la fortaleza, alanzó la justicia, apoderóse de las iglesias, cerraron las puertas, proveyóse de vituallas. Don Pedro Laso no cumplió su destierro. Fernando de Ávalos cada día está más obstinado. Han hecho un grueso ejército, y Juan de Padilla, hijo de Pedro López de Padilla, ha salido con él en campo. Finalmente, la ciudad de Toledo está todavía con su pertinacia, y ha sido ocasión de alzarse contra justicia toda Castilla. La ciudad de Segovia, a un regidor que fue por procurador de Cortes de La Coruña, el día que entró en la ciudad le pusieron en la horca, y esto no porque él había a ellos ofendido, sino porque otorgó a Vuestra Majestad el servicio. Porque ya a los que están rebelados llaman fieles, y a los que nos obedecen llaman traidores. Enviamos a castigar el escándalo a Segovia con el alcalde Ronquillo, al cual no sólo no quisieron obedecer, mas aun si lo tomaran lo querían ahorcar. Y como por nuestro mandado pusiese guarnición en Santa María de Nieva, cinco leguas de Segovia, luego Toledo envió contra él su capitán Juan de Padilla, de manera que se retiró el alcalde Ronquillo; Segovia se escapó sin castigo y se quedó allí el capitán de Toledo. Porque dicen aquellas ciudades rebeldes que no los hemos nosotros de castigar a ellos como rebeldes, sino que ellos han de castigar a nosotros como a tiranos. Los procuradores del reino se han juntado todos en la ciudad de Ávila, y allí hacen una junta, en la cual entran seglares, eclesiásticos y religiosos, y han tomado apellido y voz de querer reformar la justicia que está perdida, y redemir la república, que está tiranizada. Y para esto han ocupado las rentas reales para que no nos acudan, y han mandado a todas las ciudades que no nos obedezcan. Visto que se iban apoderando del reino los de la Junta, acordamos de enviar al obispo de Burgos a Medina del Campo por el artillería, diciendo que la diesen luego, pues los reyes de España la tenían allí en guarda. Pero jamás la quisieron dar, ni por ruegos que les hecimos, ni por mercedes que les prometimos, ni por temores que les pusimos, ni por rogadores que les echamos. Y al fin, lo peor que hicieron fue que el artillería que no nos quisieron dar a nosotros por ruego, después la dieron contra nosotros a Juan de Padilla de grado. Habido nuestro Consejo sobre que ya no sólo no nos querían obedecer, pero tomaban armas en las manos para nos ofender, determinóse que el capitán general que dejó Vuestra Majestad, Antonio de Fonseca, tomada la gente que tenía el alcalde Ronquillo, saliese con ella en campo, porque los fieles servidores tomasen esfuerzo y los enemigos hubiesen temor. Lo primero, apoderóse de la villa de Arévalo, y de allí fuese a Medina del Campo, a fin de rogarles que le diesen el artillería, y si no, que se la tomaría por fuerza. Y como él perseverase en pedirla y ellos fuesen pertinaces en darla, comenzaron a pelear los unos con los otros. Y al cabo fuele a Fonseca tan contraria la fortuna, que Medina quedó toda quemada, y él se retiró sin el artillería, y de este pesar se es ido huyendo fuera de España. Si no ha sido aquí en Valladolid, no ha habido lugar do pudiésemos estar seguros, porque la villa nos había asegurado. Pero la noche que supieron haberse quemado Medina, luego se rebeló y puso en armas la villa; de manera que algunos de nosotros huyeron y otros se escondieron. Y si algunos permanecieron, más es porque los aseguran algunos particulares amigos que tienen en la Junta por ser del Consejo y ministros de justicia. El capitán de Toledo, Juan de Padilla, viendo que ya no tenía resistencia, tomando la gente de Segovia y Ávila, se vino a Medina; tomó consigo el artillería y fuese a Tordesillas, y echó de allí al marqués de Denia y apoderóse de la reina doña Juana nuestra señora y de la serenísima infanta doña Catalina. Y esto hecho, luego se pasó a Tordesillas la Junta que estaba en Ávila. De manera que Vuestra Majestad tiene contra su servicio Comunidad levantada, y a su real justicia huida, a su hermana presa y a su madre desacatada. Y hasta agora no vimos alguno que por su servicio tome una lanza. Burgos, León, Madrid, Murcia, Soria, Salamanca, sepa Vuestra Majestad que todas estas ciudades son en la misma empresa, y son en dicho y hecho en la rebeldía; porque allá están rebeladas las ciudades contra la justicia y tienen acá los procuradores en la Junta. Que queramos poner remedio en todos estos daños, nosotros por ninguna manera somos poderosos. Porque si queremos atajarlo por justicia no somos obedecidos; si queremos por maña y ruego, no somos creídos; si queremos por fuerza de armas, no tenemos gente ni dineros. De tantos y tan grandes escándalos, quienes hayan sido los que los han causado y los que de hecho los han levantado, no queremos nosotros decirlo, sino que lo juzgue Aquél que es juez verdadero. Pero en este caso, suplicamos a Vuestra Majestad tome mejor consejo para poner remedio, que no tomó para excusar el daño. Porque si las cosas se gobernaran conforme a la condición del reino, no estaría como hoy está en tanto peligro. Nosotros no tenemos facultad de innovar alguna cosa hasta que hayamos desta letra respuesta. Por esto Vuestra Majestad con toda brevedad provea lo que fuere servido, habiendo respeto a que hay mayor daño allende lo que aquí habemos escrito, porque teniendo Vuestra Majestad a España alterada, no podrá estar Italia mucho tiempo segura. Sacra, cesárea, católica Majestad: Nuestro Señor la vida de Vuestra Majestad guarde y su real estado por muchos años prospere.

     De Valladolid, a 12 de setiembre de 1520.»



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- XIX -

Lo que sintió el Emperador y los de su corte los movimientos de España. -Afrenta de Xevres. -Trata el Emperador y busca medios para quietar a Castilla. -Varios pareceres. -Gobernadores de Castilla el condestable y almirante. -Lo que confiesa el Emperador deber al condestable. -Mercedes que el Emperador hace a los castellanos por acallarlos, que si las hubiera hecho cuando se le suplicaron, no fuera lo que fue.

     Ya el Emperador sabía las alteraciones de España por vía de mercaderes de Flandes y aun por cartas de algunos particulares. Pero cuando recibió en Lovaina esta carta, sobremanera le cayó notable tristeza, porque era grande la necesidad que tenía de ir a coronarse, y era mayor la que había de tornar en España.

     Divulgada esta carta de las tristes nuevas que escribían de Castilla, hubo varios pareceres, como suele, entre cortesanos que al Emperador eran acetos. Porque los flamencos culpaban a los españoles diciendo que en ausencia del rey se habían alzado, y los españoles acusaban a los flamencos, que por su mala gobernación habían dejado el reino perdido, y aún que lo habían robado. Y hablando verdad en este caso, los unos y los otros fueron bien culpados: porque a los flamencos faltóles la prudencia en gobernar y sobró la codicia y avaricia sin orden, y los españoles, si bien tuvieron razón de se quejar, ninguna tuvieron para levantarse.

     Monsieur de Xevres andaba afrentado después que fue pública la rotura de España en Flandes; lo uno por saber lo que de él en la corte se decía; lo otro, por pensar que el Emperador con razón le echaría la culpa. Porque fue tan absoluto señor en el tiempo que estuvo en Castilla, que dicen que el Emperador don Carlos era rey según derecho, y monsieur de Xevres, de hecho.

     Estando, pues, el Emperador en este conflito, mandó juntar los del Consejo para tomar con ellos parecer, y lo que allí les propuso fue que pensasen qué medios tendría para tomar la corona que él tanto deseaba, y para remediar a España, en que tanto le iba; porque su coronación no podía suspenderse, y el remedio de España no se podía alargar.

     Los consejeros deste caso fueron alemanes, flamencos, italianos, aragoneses y castellanos, los cuales fueron tan diversos en los pareceres cuanto diferentes en las naciones. Porque los alemanes decían que le convenía subir a Alemaña. Los italianos, que era necesario visitar a Italia. Los flamencos le importunaban que se detuviese en su tierra. Los aragoneses decían que Valencia estaba alzada, y los castellanos le persuadían que se tornase a Castilla.

     Como el caso era tan general y tocaba a tantos reinos, hizo bien el Emperador en tomar el consejo de muchos. Pero al fin la resolución del negocio se tomó por pocos, según los grandes príncipes suelen hacer en casos arduos.

     Lo que deste Consejo resultó fue que el rey prosiguiese su camino a tomar la corona del Imperio, y que dejase bien asentadas las cosas de Alemaña, como hombre que no había de tornar cada día a ella. También se determinaron que el Emperador escribiese unas cartas amigables a todas las ciudades y villas de Castilla, a las unas mandándoles que volviesen en sí y a su servicio, y a las otras, agradeciéndoles su buen propósito; y a los caballeros les rogase y encargase y mandase que favoreciesen a los de su Real Consejo, y que a todos prometiese en fe de su palabra real, que él sería lo más presto que pudiese en Castilla. Porque de pensar la gente común que jamás el Emperador había de volver en España, vino a atreverse tanto, haciendo tales desatinos.

     Determinóse también que el Emperador escribiese una carta al presidente y Consejo, condoliéndose de su persecución y trabajo, y junto con esto le enviase a mandar que en un lugar o en otro los seis dellos estuviesen siempre con el cardenal y hiciesen consejo, lo uno porque los buenos tuviesen a quien se llegar, y los malos a quien temer; porque de otra manera se deshiciera el Consejo de la Justicia, y sería perderse la real preeminencia.

     También se concertó que el rey señalase otros dos gobernadores que juntamente gobernasen con el cardenal, los cuales fuesen dos caballeros limpios en sangre, ancianos en días, generosos en parientes, poderosos en estado y, sobre todo, naturales destos reinos. Todo lo cual pareció al Emperador que procedía de sano consejo, y que como estaba ordenado se pusiese en efeto; y parecióles que los gobernadores que de nuevo habían de hacer, para que gobernasen juntamente con el cardenal, fuesen don Fadrique Enríquez, almirante de Castilla, y don Iñigo de Velasco, condestable de Castilla, los cuales eran caballeros ancianos y generosos; de cuya eleción todos los castellanos quedaron contentos, porque ellos se mostraron en su gobernación cuerdos y esforzados, y en todos sus hechos fueron venturosos.

     Diré aquí el valor y prudencia con que estos señores gobernaron, y aun el Emperador dice escribiendo al condestable y dándole las gracias por ello, que por sus servicios era rey de Castilla; y verdaderamente el Emperador dijo lo que fue.

     Junto con esto envió a mandar que el servicio que se le había hecho en las Cortes de La Coruña no se cobrase de aquellas ciudades que estaban en su obediencia, ni de las que a ella se redujesen, que él les hacía gracias y merced dél.

     Y hizo asimismo merced a todo el reino de que las rentas reales se diesen por el encabezamiento, de la manera que estaban en tiempo de los Reyes Católicos, sus abuelos. Quiso perder y hacer suelta de las pujas que se habían hecho, que eran muy grandes; y asimismo envió a ofrecer y certificar que ninguno oficio se proveería en estos reinos, sino en los que fuesen naturales; de lo cual todo envió sus cartas y provisiones bastantes.

     Y con ser estas tres cosas las más principales y importantes de las que Toledo y las otras ciudades se agraviaban y lo habían pedido, y lo daban por disculpa y descargo de su levantamiento, no fueron bastantes para los quietar y traer a obediencia, porque los movedores que habían inducido a los pueblos, se hallaban ya bien con aquella vida, y estorbaban que no se supiesen estas mercedes, y cuando se sabían decían que eran promesas vanas y fingidas, hechas a más no poder, hasta desbaratarlos, y que luego darían tras ellos.



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- XX -

Resólvense las Comunidades que se haga la Junta. -Comiénzase la Junta de Ávila a 13 de julio. -Lo que juraron en ella.

     Ya en estos días habían llegado a Toledo despachos de todas las ciudades sobre la Junta que se les había pedido en Ávila, y todos venían en que la Junta se hiciese como Toledo decía. Para la cual nombró Toledo por sus procuradores a don Pedro Laso de la Vega, a quien Toledo honraba tanto después de la venida de La Coruña, por la porfía con que allí estuvo; que le recibieron solemnísimamente, llamándole libertador de la patria, y con él enviaron a don Pedro de Ayala y dos jurados, y otros diputados del común, los cuales acertaron a salir a este efeto el mismo día que salió Juan de Padilla al socorro de Segovia.

     Hízose la Junta en Ávila, por ser ciudad puesta en medio de Castilla la Vieja y reino de Toledo.

     Las ciudades que se juntaron aquí fueron Toledo, Madrid, Guadalajara, Soria, Murcia, Cuenca, Segovia, Ávila, Salamanca, Toro, Zamora, León, Valladolid, Burgos, Ciudad Rodrigo.

     Juntos, pues, los procuradores destos lugares, nombraron sus secretarios y oficiales para el efeto, y a 29 de julio, día de Santa Marta, comenzaron a tratar la manera que se podía tener para remediar los daños del reino, y suplicar al Emperador fuese servido dello.

     Y en esto se detuvieron algunos días, hasta que se pasaron a Tordesillas, como se dirá.

     Tenían la junta en el capítulo de la iglesia mayor. Halláronse en ella los procuradores de Toledo, Toro, Zamora, León, Ávila y Salamanca. Y eran presidentes don Pedro Laso, procurador de Toledo, y el deán de Ávila, natural de Segovia. En el capítulo tenían una cruz y los Evangelios sobre una mesa, y allí juraban que serían y morirían todos en servicio del rey y en favor de la Comunidad.

     Y al que no quería hacer esto en Ávila le maltrataban de palabra y le derribaban la casa; pero de éstos no hubo más de don Antonio Ponce, caballero del hábito de Santiago, hijo del ama del príncipe don Juan, que los demás, con miedo del furor del pueblo, condecendían con ellos por el peligro notorio de las vidas.

     Estaba en medio de los procuradores de la junta un banco pequeño, en el cual se sentaba un tundidor llamado Pinillos, el cual tenía una vara en la mano, y ningún caballero, ni procurador, ni eclesiástico osaba hablar allí palabra, sin que primero el tundidor le señalase con la vara. De manera que los que presumían de remediar el reino, eran mandados de un tundidor bajo. Tanta era la violencia y ciega pasión de la gente común.

     Lo primero que aquí ordenaron fue quitar la vara al corregidor de Ávila, y escribieron al alcalde Ronquillo, que no entrase en tierra de Segovia, poniéndole graves penas si lo contrario hiciese



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- XXI -

Quién fue don Antonio de Acuña, obispo de Zamora.

     Ya que de las ciudades y lugares principales he contado el levantamiento, con la Junta general de muchas dellas, que se hizo en Ávila, diré agora los sucesos destas alteraciones tan ciegas y sin juicio, hasta el fin miserable que tuvieron, si bien con tanta misericordia cuanta de un príncipe tan singular podían esperar los que erraron.

     Y porque uno de los que más se señalaron en estos ruidos fue don Antonio de Acuña, obispo de Zamora, cuyo nombre dura hoy día por haber sido hombre de tan extraña condición y por haber tenido muerte indigna de un perlado, pero digna de sus obras, pues se hizo con grandísima justificación del Emperador y con autoridad del Papa Clemente VII, como parece por el breve que hoy día está en el archivo de Simancas y yo lo he visto, diré aquí brevemente quién fue este obispo, con otras condiciones suyas.

     Reinando en Castilla don Juan el segundo vivía en el reino don Luis Osorio de Acuña, caballero principal, cuales son los destas dos familias. Hubo en una doncella noble a don Diego Osorio y a don Antonio de Acuña. Fue don Luis obispo de Segovia y después obispo de Burgos, donde murió y está en particular capilla honrosamente sepultado. Su hijo, don Antonio de Acuña, quedó con el arcedianato de Valpuesta y otros bienes que su padre le dejó, y en este tiempo sirvió a los Reyes Católicos, y fue por su embajador a Francia y a Navarra en las ocasiones que dije. Diosele el obispado de Zamora. Y el Rey Católico se enfadó de él, porque don Antonio era inquieto, amigo de armas, mal sufrido y esforzado, y el que lo presumía más de lo que pedía su profesión y estado. Fue honesto en gran manera, y que no se le sintió descomposición alguna. Su natural inclinación era a las armas.

     Quisiera don Antonio de Acuña hacerse dueño de Zamora. Vivía en ella el conde de Alba de Lista, como ya dije, yerno del duque de Alba, caballero esforzado y amigo de honra. Encontráronse el obispo y el conde. Enconáronse tanto sus voluntades, que no bastaron buenos medianeros para ponerlos en paz.

     Y estando Zamora rebelada, que no obedecía sino a la Junta, el obispo por su parte y el conde por la suya, trabajaban por ganar las voluntades del pueblo.

     Estaba el conde más bien quisto, y así tuvo más valedores, y mano en el lugar; de manera que el obispo hubo de dejarle y salió medio desesperado de Zamora, porque perdía su casa y su ciudad, y su enemigo prevalecía contra él en ella.

     Fue el obispo a Tordesillas, donde estaban los procuradores de la Junta, y confederóse con ellos, pidiéndoles que le diesen favor para echar al conde de Alba de Zamora.

     Todos le recibieron con gran gusto, pareciéndoles que acreditaban más su causa con perlado tan principal. Diéronle gente y artillería con que fue a Zamora, y como el conde supo en la forma que venía su enemigo, no le quiso esperar por no venir en tanto rompimiento. Desamparó la fortaleza y juntóse con los caballeros leales, como diré. De aquí adelante siguió el obispo la Junta, y el conde siguió al Consejo Real, favoreciendo cada uno a su parte en tanta manera, que no hubo dos que más se señalasen.

     Tenía el obispo sesenta años de edad; mas en el brío y las fuerzas, como si fuera de veinte y cinco, era un Roldán. Conocí a quien le conoció y recibió órdenes de su mano, y aún lloraba acordándose de él; y me decía que jugaba las armas maravillosamente; que hacía mal a un caballo como escogido jinete, que traía en su compañía más de cuatrocientos clérigos, muy bien armados y valientes, y que era el primero que arremetía a los enemigos y decía: «¡Aquí mis clérigos!» Lo demás se verá en lo que aquí diremos.



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- XXII -

Segovia pide misericordia al cardenal, y que les quitase a Ronquillo. -Castigo notable que hizo Ronquillo de dos que fueron en la muerte de Tordesillas.

     Dije cuán fortificados estaban en Segovia, tomadas las calles que van a la plaza con gruesas cadenas, hechos hondos fosos y en el arrabal un fuerte palenque, y que había en la ciudad doce mil hombres armados, con voluntad obstinada y conformidad de morir por la defensa de su ciudad; y, sobre todo, que eran muy bien proveídos, porque habían hecho franco general para cuantos fuesen y viniesen, con que acudían muchos y Ronquillo no lo podía estorbar. Animábalos Toledo con que luego les enviaría un buen socorro. Envióles dineros. Lo mismo hacían Madrid, Guadalajara y Salamanca, tomando su causa por propria. Medina les aseguró el trato, ofreciendo a pagar cualquiera pérdida de personas o hacienda.

     La ciudad de Ávila, viendo lo que el alcalde Ronquillo hacía contra Segovia y contra sus aldeas; que entraba en las de Ávila prendiendo, matando y justiciando, y que con provisiones del cardenal y del Consejo había quitado a Segovia todos los lugares que eran de su jurisdición y mandado que no los obedeciesen, ni fuesen a sus llamamientos, ni les diesen provisiones más que a enemigos, so pena de muerte y perdimiento de bienes, dándoles poder y facultad para que ellos pudiesen tener justicia por sí y jurisdición aparte, y otros castigos con que querían destruir la ciudad. Hicieron su ayuntamiento y enviaron en nombre y con firmas de la justicia y regidores y caballeros y religiosos y monjas y de toda la comunidad, suplicando al cardenal humilmente quisiese poner remedio en estas cosas y no proceder con tanto rigor contra Segovia. Que antes se allanaría aquella ciudad por bien y blandura que con rigor de justicia. Que mandase a Ronquillo se levantase de sobre Segovia y no les fuese molesto ni tan cruel.

     El cardenal y los del Consejo no proveyeron cosa de lo que Ávila suplicaba. Y indignóse tanto, que envió a decir al Consejo que pues no le remediaban, que ellos lo remediarían.

     El alcalde Ronquillo estaba en Santa María de Nieva apretando cuanto podía a Segovia y corriéndole la tierra y armando emboscadas para prender los que salían.

     Sucedió que salieron de la ciudad dos mancebos; toparon con ellos las guardas, y preguntándoles de dónde eran y dónde iban, dijeron que eran de Salamanca y que venían de trabajar de Segovia y que se volvían a sus casas. Quisiéronlos dejar ir por parecerles que eran pobres, mas después echaron mano de ellos y lleváronlos al alcalde, el cual les preguntó quiénes eran, y adónde iban y de qué vivían. Dijeron que eran cardadores, y que como veían a Segovia puesta en tanto trabajo, se volvían a sus casas.

     Preguntó a cada uno por sí, que de qué manera habían muerto a Tordesillas el regidor, y no se conformaron en lo que dijeron.

     El alcalde comenzó con esto a apretarlos más en las preguntas, de manera que confesaron el uno que él había sacado una soga con que habían llevado arrastrando a Tordesillas, y el otro que le tiró y mesó los cabellos.

     Y el alcalde los condenó a muerte y que los arrastrasen y descuartizasen al uno, y al que confesó que le había tirado de los cabellos le cortó la mano y luego lo ahorcaron; que pareció castigo del cielo meterse aquellos hombres en las manos de la justicia y confesar su pecado sin tormento.



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- XXIII -

Prende Ronquillo a Francisco de Peralta. -Líbrale Dueñas.

     En otro encuentro que tuvo el alcalde Ronquillo, prendió a Francisco de Peralta, hombre principal y muy bien quisto en Segovia, y no quiso el alcalde justiciarle, sino mandó que un alguacil lo llevase sobre un asno con prisiones al castillo de Magaz, que es del obispo de Palencia, y lo tenía Garci Ruiz de la Mota, hermano del obispo, y está puesto en un cerro entre Dueñas y Torquemada.

     Topó Francisco de Peralta con un hombre que le preguntó por qué le llevaban preso. Contóselo, y siendo éste de opinión que la causa que la Comunidad seguía era santa y justa, quiso librarle y quitárselo al alguacil.

     Adelantóse y dio parte dello a los de Dueñas, los cuales salieron luego con mano armada a voz de Comunidad y se lo quitaron al alguacil, que tuvo bien que hacer en escaparse del común.

     Y los de la villa regalaron mucho a Peralta y le dieron un caballo con que fue a Burgos, que estaba entonces por la Comunidad.



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- XXIV -

Viene Juan de Padilla con dos mil soldados. -Juan de Padilla ruega a Ronquillo que se alce de Segovia. -Retírase Ronquillo a Coca. -Manda el Emperador que se proceda rigurosamente contra Segovia.

     Salió, como dije, Juan de Padilla con los dos mil hombres de guerra bien armados de Toledo, y con buena artillería pasó la tierra del duque del Infantado, sin consentir que se hiciese a nadie la menor ofensa del mundo; y en los lugares eran tan bien recebidos y tratados y con tanta voluntad como si a cada uno le fuera la vida en ello.

     Pasado el puerto de la Tablada, llegaron a vista de Segovia y asentaron su real en un llano allí cerca; y otro día Juan de Padilla envió un trompeta al alcalde Ronquillo, rogándole con palabras muy comedidas que se fuese y dejase la ciudad de Segovia en paz, y no diese lugar a que entre ellos hubiese algún rompimiento y muertes, pues todos eran unos y cristianos, y que si no quisiese, que él no podía hacer menos sino amparar la ciudad y hacer lo que la ciudad de Toledo le mandaba, y que si muertes de hombres y robos y otros males hubiese, que fuese su culpa y cargo.

     El alcalde estaba muy apretado con mandatos de don Antonio de Rojas, presidente del Consejo, que no se alzase de Segovia hasta allanarla y hacer justicia rigurosa de los culpados, y así no pudo responder a esta embajada como Juan de Padilla quisiera.

     El cual, vista la determinación del alcalde, movió su ejército contra él; y como Ronquillo vio el gran poder de Toledo, y que no era parte para le esperar, y que, por otra parte, salían los de Segovia a punto de guerra, retiróse con los suyos hacia Coca, adonde estaba Antonio de Fonseca fortaleciendo el lugar con gente, y armas y provisiones. Y así quedó Segovia libre del alcalde, y Antonio de Fonseca y el alcalde se pasaron a la villa de Arévalo, donde los recibieron, aunque después les pesó. Pero en el arrabal, que es un gran barrio, hubo un grande alboroto, que los quisieran echar fuera, mas acudieron tarde, porque ya estaban apoderados de la villa; y Antonio de Fonseca les habló amigablemente, y con buenas y dulces palabras les rogó que hiciesen alarde, porque así cumplía al servicio de Su Majestad y al bien de aquel pueblo.

     Hízose el alarde saliendo todos armados lo mejor que pudieron, y aunque contra su voluntad los llevó a Medina para traer la artillería, como queda dicho.

     Llegaron cartas del Emperador para el cardenal y Consejo, en que mandaba que se procediese contra los de Segovia rigurosamente, porque las demás ciudades escarmentasen. Desembarcaron en Cartagena dos mil y quinientas lanzas y casi cuatro mil infantes que venían de los Gelves, todos soldados viejos; y el cardenal y Consejo mandaron que luego viniesen sobre Segovia, mas no fueron todos, porque por la Comunidad se ganaron parte de ellos con muy buenos partidos y pagas que les hicieron.



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- XXV -

[Procura el cardenal con blandura matar el fuego.]

     El cardenal y los del Consejo, prudentemente, quisieron primero proceder con blandura, y enviaron con ruegos a pedir a la Junta que la hiciesen en Valladolid, donde estaba el Consejo, que allí se remediarían las cosas muy a gusto. Supieron los de la Junta desta embajada, y enviaron a decir al que con ella venía antes que llegase a Ávila, mandándole que so pena de la vida no entrase en ella. Los del Consejo, viendo que no aprovechaba su blandura, les enviaron a mandar requerir, que no hiciesen aquella Junta, pues era vedada por el rey y leyes del reino, sin licencia de su príncipe. Que si algo quisiesen pedir, que viniesen a Valladolid, que el Consejo lo suplicaba al Emperador, juntamente con ellos.

     Lo cual ellos no quisieron oír y enviándoles con la misma embajada al comendador Hinestrosa, no le quisieron dar audiencia ni aun dejar entrar en la ciudad.

     Y de allí adelante, los de la Comunidad llamaban a los del Consejo tiranos, y los del Consejo a los de la Comunidad traidores; lo cual como se supiese en Valladolid, echaron fama diciendo que a los señores del Consejo mandaban prender los de la Junta, por cuya causa, el licenciado Francisco de Vargas, tesorero general, y el licenciado Zapata, del Consejo, huyeron una noche. Porque, como habían tenido mucha mano, el uno en la hacienda y el otro en la justicia, estaban odiosos en la república.



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- XXVI -

Pretende el cardenal que la reina firme unas provisiones para quietar los pueblos. -Quéjase la reina del marqués de Denia. -No había sabido la reina hasta agora la muerte del rey su padre. -No quiso firmar, aunque prometió que firmaría.

     Procuraban cuanto podían el cardenal y presidente y los del Consejo, que la reina firmase ciertas provisiones para enviar por el reino contra los que le levantaban; porque la mayor autoridad que los de la Junta tenían en sus cosas, era decir que lo que hacían era en servicio de la reina, cuyo era este reino, y otras cosas a este tono. Fueron a Tordesillas el presidente y algunos del Consejo, y hablaron con la reina públicamente, y ella se regocijó con ellos y se quejó, diciendo que había quince años que no la trataban verdad, ni a su persona bien, como debían.

     Y volviéndose al marqués de Denia, que estaba presente, dijo: «El primero que me ha mentido es el marqués.»

     El marqués se puso de rodillas, y con lágrimas en los ojos dijo: «Verdad es, señora, que yo os he mentido; pero helo hecho por quitaros de algunas pasiones, y hágola saber que el rey vuestro padre es muerto, y yo lo enterré.»

     Replicó ella: «Obispo, creedme que me parece que todo cuanto veo y me dicen que es sueño.»

     Respondió el presidente: «Señora, en vuestras manos está, después de Dios, el remedio destos reinos, y más milagro hará Vuestra Alteza en firmar, que hizo San Francisco.»

     Replicó que se fuesen a reposar y volviesen otro día. Fue así que otro día, domingo de mañana, tornaron, y sobre estar de rodillas o sentados los del Consejo, pasaron buenas cosas; porque el presidente dijo: «Señora, el Consejo no se ha de dar de esta manera.» Y mandó traer en que se sentasen, y trajeron sillas, y dijo ella: «No sillas, sino banco, porque así se hacía en vida de la reina mi señora; y al obispo dénle silla.»

     Seis horas estuvieron con ella en secreto; lo que se acordó fue que volviesen a Valladolid a consultar con los demás las provisiones que se habían de hacer, y que ella las firmaría. Vinieron a Valladolid, y entre tanto vino Juan de Padilla a Tordesillas como se dirá; y luego se temieron los del Consejo que los querían prender, y aún se dijo que había ido un capitán tras los que salieron de Tordesillas.



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- XXVII -

Llega Juan de Padilla a Medina del Campo con otros capitanes de Madrid y Segovia. -Lastimoso recibimiento que se le hizo en Medina, con luto y lágrimas. -Muerte de Gil Nieto. -Va Juan de Padilla para Tordesillas. -La reina mandó que saliesen a recebir a Juan de Padilla. -Lo que dijo Juan de Padilla a la reina. -Desacuerdo grande de la reina.

     Pues como Juan de Padilla vio libre a Segovia, pasó adelante con su campo, llevando ya mucha más gente, que de Segovia y otras ciudades se le habían juntado.

     Y el mismo día que Valladolid se levantó descubiertamente, que fue miércoles 29 de agosto, llegaron a Medina Juan de Padilla y Juan Bravo, capitán de Segovia, y Juan Zapata, con la gente que de Toledo y Segovia y Madrid traían. Y con ellos, los de la villa recibieron gran favor y consuelo, y los salieron a recibir con pendones y banderas de luto y muchas lágrimas que movieron a gran compasión, y más viendo aquel lugar abrasado. Juan de Padilla y los caballeros que con él iban los consolaron cuanto pudieron, y el ejército fue muy bien aposentado y regalado con gran voluntad de todos.

     Juan de Padilla dijo a los de Medina: «Señores, si vosotros mirárades bien en la carta que os escribí avisando que Fonseca hacía gente, y que era para venir por el artillería, quizá no hubiérades padecido este trabajo.»

     Los de Medina se maravillaron, porque no habían sabido de tal carta, y allí se vino a saber que había recibido la carta el regidor Gil Nieto, y que no la había dado a la villa, y enojáronse grandemente.

     Y estando en esto, por sus pecados vino allí Gil Nieto, y tratando de cosas, dijéronle: «Si en Medina no hubiera traidores, no nos hubiera venido tanto mal.»

     Respondió Gil Nieto: «¿Quién son esos traidores?»

     A éste salió el tundidor Bobadilla, criado que había sido del mismo Gil Nieto, y dijo: «Vos sois el un traidor, juro a Dios.»

     Y diciendo esto echó mano a la espada y arremetió; diciendo y haciendo, de un tajo le cortó la cabeza, y echó el cuerpo por las ventanas del regimiento, sobre las picas de la gente de guerra, que estaban fuera, y halláronle la carta en el seno, que Juan de Padilla había escrito. En la cual vieron todo lo que Juan de Padilla había dicho; y los parientes de Nieto tomaron el cuerpo y enterráronlo; y al Bobadilla llevaron a su casa con mucha honra.

     Después hizo otras muertes, como dejo dicho, y llegó a tener la estimación que dije.

     Estuvo Juan de Padilla cinco días en Medina, y le dieron dos tiros de artillería y partió con su gente para Tordesillas. Él decía que iba a besar las manos a la reina y darle cuenta de lo que pasaba en Castilla. Otros dijeron que se iba a apoderar della atrevida y temerariamente.

     Llegó a la villa lunes dos de setiembre. Puso el ejército en forma y cargó los dos tiros gruesos, y estuvo así hasta que hizo saber su venida a Su Alteza y a la villa. Luego la reina mandó que lo saliesen a recibir. Y la villa salió con el mayor acompañamiento que pudo, y al tiempo que querían emparejar mandó disparar los dos tiros con mucho ruido de voces y de trompetas.

     Y con esta salva, tomando a Juan de Padilla en medio, entraron en la villa con el mayor aplauso que se puede pensar, y después que hubo reposado fue a palacio y la reina le dio audiencia y recibió muy bien, y le preguntó quién era. Y él respondió que se llamaba Juan de Padilla, y que era hijo de Pedro López de Padilla, que había sido capitán general en Castilla y servido a la esclarecida reina doña Isabel, su madre, y que asimismo venía a servir a Su Majestad con la gente de Toledo. Que hacía saber a Su Alteza que después que el Católico Rey, su padre, era fallecido, había habido y había en estos reinos muchos males y daños y disensiones por falta de gobernador; aunque el poderoso ilustre don Carlos, su hijo, había gobernado en España; pero por su breve partida quedaban estos reinos muy alborotados y levantados en tanto grado, que toda España estaba para se abrasar, y que agora él venía con cierto ejército de gente de Toledo para servir a Su Alteza, que viese qué mandaba, que él estaba presto de morir en su servicio.

     La reina quedó muy maravillada de oír tales cosas, diciendo que ella nunca lo había sabido, porque diez y seis años había que estaba encerrada en una cámara en guarda del marqués de Denia, y que se maravillaba mucho de oír tales cosas, y que si hubiera sabido la muerte del rey, su padre, hubiera salido de allí a remediar algo destos males. Tan desacordada y sin juicio como esto estaba la reina.

     Y dijo: «Id vos agora, que yo mando que tengáis el cargo, y uséis el oficio de capitán general en el reino, y poned todo recaudo en las cosas que son menester, hasta que yo provea otra cosa.»

     Y dicho esto se metió en su retrete. Y Juan de Padilla volvió a su posada bien acompañado y alegre por la merced que la reina le había hecho y comisión de su cargo.

     Habló muchas veces Juan de Padilla con la reina, y ella daba audiencia de muy buena gana a él y a otros de la Junta. Dijéronle una vez que el rey, su hijo, había hecho grandes daños en el reino; ella respondió que su hijo tenía poca culpa, porque era muchacho, y que la culpa era del reino, que se lo había consentido. Y mandó que la Junta del reino se hiciese allí, y que ella quería dar autoridad para ello.

     Luego la Junta mandó pregonar en Medina y otras partes que todos los procuradores del reino que se hallaron en las Cortes de La Coruña viniesen a dar cuenta en Tordesillas, so pena de la vida.



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- XXVIII -

Manda la reina que la Junta venga a Tordesillas. -Quitan los de la Junta al marqués de Denia del servicio de la reina. -Envían las ciudades gente de guerra en favor de la Junta. -Trata la Junta de prender al presidente y Consejo. -Lo que el fraile dijo a la Comunidad de Valladolid sobre la prisión del Consejo. -Amenazan las haciendas de los consejeros. -Siente Valladolid dificultad en la prisión del Consejo. -Votan los de Valladolid que la junta los prenda. -Los consejeros que nombradamente mandó prender la Junta. -Daño que hicieron en San Benito el Real buscando los que en él se habían escondido.

     En este tiempo se hacía la Junta en Ávila, y les llegó un mandamiento o provisión de la reina en que los mandaba venir a Tordesillas. La cual luego obedecieron, porque lo debieran ellos de tramar así, que la reina no estaba para tratar destas cosas.

     Los contrarios de la Junta decían que los despachos que en nombre de la reina se traían y publicaban eran falsos, y los testimonios que se daban, hechos por falsarios.

     Quisieron los de la Junta quitar al marqués de Denia del servicio de la reina, por lo mal que como leal sentía de los comuneros, diciendo que ella estaba descontenta de él. Y enviaron, para que se informase de cómo servía el marqués a la reina, al maestro fray Pablo, fraile dominico, procurador de León y gran comunero; y al comendador Almaraz, procurador de Salamanca, y al bachiller de Guadalajara.

     Y de la relación que éstos hicieron, que no sería santa, si bien fue en ella un fraile, resultó que quitaron al marqués y marquesa del servicio de la reina y los echaron de su casa y de Tordesillas apretadamente, sin darles una hora de término para sacar su hacienda.

     Y aunque hicieron sus requirimientos, no hicieron caso de ellos; y pusieron en servicio de la reina a doña Catalina de Figueroa, mujer de Quintanilla, y algunas mujeres de la villa. Y los marqueses se fueron a una aldea, sufriendo con paciencia tal tribulación por el servicio de sus reyes.

     Llegada la Junta a Tordesillas, trataron del gobierno y quietud del reino. Luego enviaron Salamanca, Ávila, Madrid y otros pueblos mucha gente de guerra, infantería y caballos pagados a costa de las mismas ciudades con sus capitanes, con orden que estuviesen en el servicio del rey y de la reina, su madre, y en favor de la Junta. Y eran ya tantos los caballeros y capitanes, que no cabían en Tordesillas, aunque los que eran de guerra estaban alojados en las aldeas.

     La villa de Valladolid envió mil hombres muy escogidos y bien armados, y fue por capitán dellos don Diego de Quiñones, caballero noble y muy valiente.

     Estando en la Junta todos los procuradores, caballeros, capitanes y, lo que más es de notar, muchos frailes graves y dotos, aunque no bien mirados, fueron de acuerdo que enviasen a prender al presidente y Consejo real, y que fuesen traídos a Tordesillas, y que Valladolid los prendiese o, a lo menos, que no tuviesen en Valladolid espaldas, y que diese lugar que la junta los prendiese y llevase, y dicen que no faltó voto, ni aun de los frailes, porque, decían, era necesaria su prisión para bien del reino.

     Enviaron con esta embajada a Valladolid a un fraile dominico, que dice este libro que era muy honrado y muy letrado, y trajo sus cartas de creencia para la Comunidad de la villa y para el infante de Granada, que era capitán mayor de ella. El fraile dio la carta al infante, y él dijo: «Padre, en lo que a mí toca, como capitán de Valladolid, yo obedezco lo que la Junta manda; pero conviene llamar la Comunidad para que allí les digáis la embajada a todos, y ellos respondan lo que quisieren.» Llamaron luego a los diputados, jurados y procuradores menores y cuadrilleros, y les mandaron que hiciesen juntar por cuadrillas a todos los vecinos en Santa María la Mayor, a las nueve del día, y así se hizo; que otro día que era fiesta, en el mes de septiembre se juntó la mayor parte de la villa con el capitán infante de Granada, y don Pedro Girón y otros algunos caballeros. Y el fraile se subió en el púlpito, donde les representó su embajada, y con muy buenas palabras les dijo que él venía de parte de aquellos señores de la Junta, que estaban en Tordesillas, que eran la mayor parte del reino, que se habían juntado para remediar algunos de los daños y males hechos en España, con su poder y cartas de creencia, las cuales había mostrado a la muy noble Comunidad de Valladolid y al señor infante, su capitán; y porque le parecía que para cosa tan ardua como la que él traía era más acertado manifestarlo allí a todos, que no en particular, que pues estaban allí todos los procuradores, diputados y cuadrilleros, que otra vez les notificaba las cartas de creencia que traía, y que agora les hacía saber que aquellos señores de la Junta, movidos con muy santo propósito y celo del bien común del reino y servicio de Su Majestad, habían hallado que convenía para que el intento de la Junta hubiese efeto, que no hubiese Consejo real, y que debían ir allá presos, o que los enviase Valladolid. Y que porque su propósito era santo, y para servir a Dios y al rey, que él, en nombre de aquellos señores procuradores de la Junta, aseguraba las vidas a los del Consejo, pero no las haciendas; porque les hacía saber que el que culpa tenía en el Consejo del rey, que su hacienda lo había de pagar, cada uno conforme a la calidad de su culpa, y que con la hacienda que se sacaría dellos, habría para pagar parte de los daños que se habían hecho.

     Y sobre esto dio el fraile muchas razones -que si era fray Pablo el prior de Santo Domingo, de León, tenía hartas letras- y que la villa lo tuviese por bien, porque si no se hacía, el reino se acabaría de perder; y que si había Junta y Consejo, gobernando la junta en contrario del Consejo, y el Consejo deshaciendo lo que hacía la Junta, era fuerza que se confundiese todo; y que luego le diesen la respuesta, porque se quería volver a Tordesillas.

     Respondieron que el negocio era muy arduo y requería mucho acuerdo; que esperase hasta la noche y darían su respuesta.

     Dividiéronse en sus cuadrillas para tratarlo, y a todos parecía cosa muy recia deshacer un Consejo de tanta autoridad y puesto por el rey; en especial habiendo recibido de ellos tantas mercedes este pueblo, franquezas y libertades, y que eran todos amigos que se habían fiado de ellos, y que era inhumanidad y villanía poner las manos en ellos. Por otra parte les parecía que no se podía dejar de hacer lo que mandaba la Junta, pues lo habían jurado, y que tenían allá sus procuradores, y habían jurado de obedecer todo lo que en la Junta se ordenase. Con esto acordaron de responder al fraile que si la Junta quería prender a los del Consejo, que enviase por ellos su gente y capitanes, que Valladolid no quería ser en favorecerlos ni en estorbarlos, ni ser por unos ni en contrario de otros. Lo cual todo se llevó votado por ante escribano a San Francisco, adonde aquel mismo día se juntaron, para recibir los votos, el fraile dominico y el infante capitán y don Pedro Girón y el licenciado Bernardino, con todos los procuradores menores, diputados y cuadrilleros, y Suero del Águila, capitán de la gente de Ávila, y Juan Zapata, capitán de la gente de Madrid, que venían con el fraile con mucha gente de a pie y de a caballo, que dejaron fuera de la villa, para si fuera menester llevar presos los del Consejo.

     Fueron los votos conformes en lo que dije de no querer la villa hacerse parte en este negocio, y el fraile y los capitanes que con él venían, se contentaron con esto. Y allí luego el fraile nombró todos los consejeros que la Junta mandaba que fuesen a Tordesillas, que fueron don Alonso, el licenciado Zapata, el dotor Tello, el dotor Beltrán, el licenciado Aguirre, el licenciado Qualla, el licenciado Guevara, el dotor Cabrero, el licenciado Santiago, el licenciado Acuña y otros que fueron avisados y se pusieron en cobro; porque el presidente, don Antonio de Rojas, se metió en San Benito el Real y entraron en su busca y rompieron el depósito y llevaron de él trece mil ducados que estaban, de particulares.

     Entraron en la bodega y rompieron las cubas. El licenciado Francisco de Vargas se salió por un albañar. Al licenciado Zapata sacaron los frailes de San Francisco en hábito de fraile hasta Cigales. El licenciado Leguízama, alcalde, también se escapó, por miedo de no se ver afrentado ni preso, como adelante se dirá. Asimismo mandaban ir al licenciado Cornejo y al licenciado Gil González de Ávila y al licenciado Hernán Gómez de Herrera, alcaldes del Consejo, y a todos los alguaciles y escribanos del Consejo, a Juan Ramírez, a Castañeda, a Salmerón, a Luis del Castillo, a Victoria, a Antonio Gallo, abuelo del secretario Gallo, que es el más antiguo del Consejo, y tanto en el servicio y lealtad de los reyes, y a todos los oficiales de contadores y a los escribanos del Crimen de la cárcel del Consejo.

     Y así, todos nombrados, fue allí acordado que cada diputado de la villa tomase por escrito cuatro o cinco de los nombrados, para que, con un escribano cada uno, fuese a requerirles que se juntasen luego en casa del señor cardenal gobernador, donde se les mandaría lo que hubiesen de hacer. Lo cual se hizo así como fue mandado. Y otro día se juntaron todos los del Consejo que no pudieron huir, en el palacio del cardenal, y allí el fraile, con los capitanes ya dichos, les notificaron y mandaron de parte de la Junta, que se fuesen con ellos a Tordesillas, y que no usasen más de los oficios, y que allí les mandarían lo que habían de hacer, y que fuesen con seguro de las vidas, pero no de las haciendas. Los cuales respondieron que ellos tenían los oficios y cargos de mano de Su Majestad, a quien habían servido y servían, y que presos, que no entendían ir si ellos no los llevaban por fuerza.

     No hubo más por entonces, sino que el fraile se partió para Tordesillas con este despacho. El cual volvió después a Valladolid con ciertas provisiones y cartas de creencia y con unos testimonios signados, como se dirá.



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- XXIX -

Vuelve otro fraile con despachos de la junta a Valladolid, y predícalos en San Francisco.

     Pocos días después de haber llevado el fraile dominico a la Junta las diligencias que había hecho en Valladolid sobre la suspensión del Consejo real y prisión de los consejeros, volvieron a enviar a fray Alonso de Medina, maestro en Santa Teología, de la Orden de San Francisco, con ciertas provisiones de la Junta. Y venido, hizo que llamasen por cuadrillas toda la villa y que se juntasen en el monasterio de San Francisco. Lo cual así fue hecho, y junta toda o la mayor parte de Valladolid, el fraile se subió en el púlpito y mostró las cartas de creencia que traía de la Junta, y dijo allí otra vez cómo los de la Junta habían acordado que los del Consejo real fuesen presos a Tordesillas, y a los del Consejo de guerra, que eran idos y ausentados, no les acudiesen con los salarios ni renta alguna, sino que todos fuesen castigados como cada uno merecía, y que Su Alteza de la reina lo mandaba y quería que se hiciese así porque convenía al reino. Que de otra manera, los malhechores y malos consejeros perpetradores de tantos males y daños, quedarían sin castigo y los agraviados sin alcanzar justicia. Y dijo otras muchas razones de que todos quedaron bien satisfechos y con deseo de ver el castigo.

     Y después de haber hecho su plática y razonamiento, mostró y leyó un testimonio signado de tres escribanos públicos, escrito en papel. Su tenor del cual era:



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- XXX -

Testimonio de lo que la Junta trató con la reina en Tordesillas, y ella ordenó y mandó a veinte y cuatro de setiembre. -Lo que respondió la reina a la plática que hizo el dotor Zúñiga, de Salamanca.

     En la muy noble y muy leal villa de Tordesillas, lunes 24 días del mes de setiembre, año del nacimiento de Nuestro Salvador Jesucristo de mil y quinientos y veinte años. Estando la muy alta e muy poderosa reina doña Juana, nuestra señora, y con ella la ilustrísima señora infanta doña Catalina en los palacios reales de la dicha villa, en presencia de nos, Juan de Mirueña y Antonio Rodríguez y Alonso Rodríguez de Palma, escribanos y notarios públicos de Sus Altezas, ante los testigos de suso escritos, se presentaron ante Su Alteza los procuradores de las ciudades y villas y lugares que tienen voto en Cortes. Conviene a saber, por parte de la ciudad de Burgos: Pedro de Cartagena, Jerónimo de Castro; por parte de la ciudad de León: don Antonio de Quiñones y Gonzalo de Guzmán y el maestro fray Pablo, prior del monasterio de Santo Domingo, y Juan de Benavente, canónigo de León; y por parte de la ciudad de Toledo: don Pedro Laso de la Vega y de Guzmán, y Pero Ortega, y Diego de Montoya Jurados, y Francisco de Rojas, y el dotor Muñoz; y por parte de la ciudad de Salamanca: Diego de Guzmán y el comendador fray Diego de Almaraz, de la Orden de San Juan, y Francisco Maldonado, de la calle de los Moros, y Pero Sánchez Cintero; y por parte de la ciudad de Ávila: Sancho Sánchez Zimbrón, regidor, y Gómez de Ávila y Diego del Esquina; y por parte de la ciudad de Segovia: el bachiller Alonso de Guadalajara y Alonso de Arellar; y por parte de la ciudad de Toro: don Hernando de Ulloa y Pero Gómez de Valderas, abad de la ciudad de Toro, y Pedro de Ulloa y Pero Merino; y por parte de la villa de Madrid: Pedro de la Sondax, y Pedro de Sotomayor, y Diego de Madrid, panero; y por parte de Valladolid: Jorge de Herrera, regidor, y Alonso Sarabia y Alonso de Vera; y por parte de Sigüenza: Juan de Olivares y Hernán Gómez de Alcocer; y por parte de Soria: el protonotario don Hernando Díez de Morales, deán de Soria, y don Carlos de Luna y de Arellano, y Hernán Bravo de Sarabia, y el licenciado Bartolomé Rodríguez de Santiago; y por parte de Guadalajara: Juan de Orbita y el dotor Francisco de Medina, regidores, y Diego de Esquivel. Los cuales hicieron a Su Alteza la reverencia y acatamiento debido a Su Majestad, y Su Alteza los recibió benigna y alegremente. Y luego el dicho Pedro de Cartagena llegó a Su Alteza e hincó la rodilla en el suelo y pidió la mano a Su Alteza, e no oímos lo que dijo, y luego llegó el dicho don Pedro Laso de la Vega y de Guzmán a Su Alteza, y hincó las rodillas en el suelo, y pidió la mano a Su Alteza y la habló largamente. Y entre las otras cosas dijo a Su Alteza que él era procurador de la ciudad de Toledo, e que Toledo era la primera e principal que se había movido para el servicio de Su Alteza y bien destos reinos, y que él había sido el que había salido para ello, y que los procuradores del reino estaban allí y venían para servir a Su Alteza y obedecerla como a su reina y señora natural. Y que suplicaban a Su Majestad que se esforzase para regir e gobernar este reino. Y ansimismo llegaron otros procuradores e hincaron las rodillas en el suelo e pidieron la mano a Su Alteza. Y luego el dotor Zúñiga, vecino de la ciudad de Salamanca y catedrático en ella, que presente estaba, hincó las rodillas en el suelo, como persona nombrada y elegida por los dichos procuradores para decir y manifestar a Su Alteza las cosas cumplideras al servicio de Dios y de Su Alteza, y bien y pacificación y remedio destos sus reinos. Y entre muchas cosas que el dotor Zúñiga dijo a Su Alteza tocantes a su servicio, le dijo cómo los procuradores del reino que allí estaban, se habían movido con santo celo y espiración de Dios a visitar y besar las manos a Su Alteza, como a su reina y señora natural, doliéndose del mal y gran daño que estos sus reinos habían padecido y padecían a causa de la mala gobernación que en ellos había habido, después que Dios había querido llevar para sí al Católico Rey, su padre, y después que el hijo de Vuestra Alteza, príncipe nuestro, entró en estos reinos de Vuestra Alteza con aquella gente extranjera, que Vuestra Alteza mejor conoció que nadie. Los cuales trataron tan mal estos vuestros reinos, que aliende de muchos y grandes males que en ellos hicieron, que aquí no se pueden decir por extenso, nos dejan casi sin algún dinero. Y asimismo, doliéndose de la opresión y manera de la estada de Vuestra Alteza, porque todos vuestros reinos están para obedecer y servir a Vuestra Alteza y traella encima de sus cabezas, como a su reina y señora natural y dejarse morir por ella. Por que humilmente suplican a Vuestra Alteza se esfuerce para regir y gobernar y mandar sus reinos, pues que no hay en el mundo quien se lo vede ni impida. Pues como la más poderosa reina y señora del mundo lo puede todo mandar. No deje todos sus reinos y súbditos y naturales, pues que por ella y por su servicio se dejarían todos morir, y sobre ello le encargo la real conciencia de Vuestra Alteza. Y al tiempo que el dicho dotor Zúñiga comenzó la dicha plática con Su Alteza, Su Majestad estaba en pie, y el dicho dotor Zúñiga de rodillas en el suelo, delante de Su Alteza, y Su Alteza le mandó levantar diciéndole: «Levantaos, porque os oiré.» Y el dicho dotor se levantó, y en pie, continuando su habla, Su Alteza dijo: «Tráiganme una almohada, porque le quiero oír despacio.» Y luego fueron traídas a Su Majestad almohadas, y Su Alteza se sentó en ellas. Y luego el dicho dotor Zúñiga tornó a hincar las rodillas en el suelo, y continuó y acabó su habla en la manera susodicha. A lo cual Su Majestad respondió larga y muy compendiosamente, mostrando mucho placer de haber oído la habla del dicho dotor.

     Y entre otras palabras que Su Majestad dijo, dijo las siguientes: «Yo, después que Dios quiso llevar para sí a la Reina Católica, mi señora, siempre obedecí y acaté al rey mi señor, mi padre, por ser mi padre y marido de la reina mi señora. Y yo estaba bien descuidada con él, porque no hobiera alguno que se atreviera a hacer cosas mal hechas. Y después que he sabido cómo Dios le quiso llevar para sí, lo he sentido mucho y no lo quisiera haber sabido, y quisiera que fuera vivo, y que allá donde está viviese, porque su vida era más necesaria que la mía. Y pues ya lo había de saber, quisiera haberlo sabido antes para remediar todo lo que en mí fuere. Yo tengo mucho amor a todas las gentes, y pesaríame mucho de cualquier mal o daño que hayan recibido. Y porque siempre he tenido malas compañías, y me han dicho falsedades y mentiras y me han traído en dobladuras e yo quisiera estar en parte donde pudiera entender en las cosas que en mí fuesen. Pero como el rey mi señor me puso aquí, no sé si a causa de aquélla que entró en lugar de la reina mi señora o por otras consideraciones que Su Alteza sabría, no he podido más. Y cuando yo supe de los extranjeros que entraron y estaban en Castilla, pesóme mucho dello; y pensé que venían a entender en algunas cosas que cumplían a mis hijos, y no fue ansí. Y maravíllome mucho de vosotros no haber tomado venganza de los que habían hecho mal, pues quien quiera lo pudiera. Porque de todo lo bueno me place, y de lo malo me pesa. Si yo no me puse en ello, fue porque ni allá ni acá no hiciesen mal a mis hijos, y no puedo creer que son idos, aunque de cierto me han dicho que son idos. Y mirad si hay alguno de ellos, aunque creo, que ninguno se atreverá a hacer mal, siendo yo segunda o tercera proprietaria señora, y aun por esto, no había de ser tratada ansí, pues bastaba ser hija de rey y de reina. Y mucho me huelgo con vosotros, porque entendáis en remediar las cosas mal hechas, y si no lo hiciéredes, cargue sobre vuestras conciencias, y así os las encargo sobre ello. Y en lo que en mí fuere yo entenderé en ello, así aquí como en otros lugares donde fuere, y si aquí no pudiere tanto entender en ellos, será porque tengo que hacer algún día en sosegar mi corazón y esforzarme de la muerte del rey mi señor. Y mientras yo tenga disposición para ello, entenderé en ello. Y porque no vengan aquí todos juntos, nombrad entre vosotros de los que aquí estáis, cuatro de los más sabios, para esto que hablen conmigo, para entender en todo lo que conviene. Y yo los oiré, y hablaré con ellos y entender en ello cada vez que sea necesario, y haré todo lo que pudiere.» Y luego, fray Juan de Ávila, de la Orden de San Francisco, confesor de Su Alteza, que presente estaba, dijo: «Que los oiga Vuestra Alteza cada semana una vez.» A lo cual Su Alteza respondió y dijo: «Todas las veces que fuere menester les hablaré, y elijan ellos entre sí cuatro de los más sabios, que cada día y cada vez que fuere necesario, yo les hablaré y entenderé en lo que yo pudiere.» Y luego el dicho dotor Zúñiga, en nombre de todos dijo: «Besamos los pies y las manos de Vuestra Alteza por tan largo bien y merced como nos ha hecho, y puédense llamar los más bienaventurados hombres del mundo en haber venido a Vuestra Alteza y conseguido tan alta merced.» Y el dicho dotor Zúñiga, en nombre de todos, la pidió por testimonio. Y nos, los dichos escribanos y otros muchos de los dichos procuradores, lo dimos por testimonio. A lo cual fueron presentes por testigos el padre fray Juan Ávila, de la Orden de San Francisco, confesor de Su Alteza, y Pero González de Valderas, abad de la iglesia colegial de la ciudad de Toro, y Diego de Montoya, jurado vecino de la ciudad de Toledo, y Hernán Bravo de Sarabia, vecino de la ciudad de Soria, y otros muchos que allí estaban. Y nos, los dichos escribanos y notarios públicos susodichos, presentes fuimos a todo lo que dicho es en uno con los dichos testigos, y lo vimos e oímos así pasar. Por ende, fecimos escribir e signamos de nuestros nombres en testimonio de verdad. Juan do Mirueña, Antonio Rodríguez, Alonso Rodríguez de Palma.»

     Después desto, el dicho Alonso Rodríguez de Palma, escribano, se puso de rodillas ante la reina y dijo que si era servida y mandaba que los procuradores del reino que estaban en la junta entendiesen en las cosas del reino tocantes a su servicio. Y ella dijo que sí. Y más le preguntó, si era servida que los procuradores nombrasen cuatro personas para que, con Su Alteza, comunicasen las cosas tocantes a su servicio. Y ella respondió que sí, y que lo diese así signado.

     Pidió don Pedro Laso a la reina que Su Alteza nombrase los cuatro que habían de venir a consultar las cosas tocantes al gobierno del reino. Ella dijo que no; sino que los señalasen en la Junta, que ella los oiría de muy buena gana todas las veces que quisiesen y ella estuviese para ello.



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- XXXI -

Lo que Valladolid se holgó con las escrituras sobredichas, creyendo que la reina tenía salud para gobernar. -Quiere Valladolid que entren a prender los del Consejo. -Entra Juan de Padilla en Valladolid.

     Dieron grandísimo contento al pueblo las escrituras sobredichas, y teníanlo a milagro, que la reina, al cabo de tantos años de encerramiento, tan retirada de negocios y del gobierno de sus reinos, que casi hombre no la veía, saliese agora, en tiempo de tanta necesidad, con tanta luz y claro juicio al gobierno destos reinos. Alababan las gentes a Dios, porque así usaba de misericordia con España. Si bien es verdad no faltaba quien dijese que estos testimonios eran falsos y fingidos por los de la Junta; que la reina ni tenía juicio para atender a estas cosas, ni era tratable, y esto se decía no sólo en Valladolid, mas en muchas partes.

     Y conforme a esta opinión, escribe Pero Mejía, tratando esta materia: «Yo escribo lo que hallo en quien lo vio, y que no fue comunero ni amigo dellos.»

     Luego dijo el fraile que fuera de la villa estaba mucha gente de guerra; que si querían y no recibían enojo, que entrarían para llevar presos a los del Consejo: que si la villa no gustaba, que no entrarían.

     Concertaron con voluntad de todos que entrasen otro día hasta docientos hombres que bastaban para prender los consejeros, y que éstos los podrían llevar a Tordesillas.

     Hízose así, que otro día entró en Valladolid Juan de Padilla, capitán general de la junta, con trecientas lanzas de Ávila y Salamanca, y ochocientos piqueros y escopeteros, adonde se les hizo un noble recibimiento, dándoles posadas y todo lo necesario largamente. Que gastó Valladolid sin duelo en todas estas alteraciones, y cierto al principio con intención bien sana mostráronse a lo menos harto valerosos los deste lugar, sustentando la máquina de toda Castilla.

     Luego Juan de Padilla llevó presos a los del Consejo, que a la sazón en la villa estaban, que fueron el dotor Beltrán, el dotor Tello y el dotor Cornejo, y el licenciado Herrera, alcaldes; y por un día los mandó detener en sus casas con penas que les puso y fianzas que dieron, poniendo guardas a cada uno. Y quitó las varas a los alguaciles y justicias, y mandó a los otros oficiales debajo de grandes penas, que pareciesen personalmente en Tordesillas.

     Y así, otro día los llevó presos con mucha gente de a caballo, con el acatamiento y honra que cada uno merecía. Y asimismo llevó los libros de contaduría y el sello real con que sellaban las provisiones del Consejo.

     Y para que con más autoridad se hiciese, suplicaron a la reina que firmase lo que por ellos fuese acordado como personas de su Consejo. La reina no quiso, y así, los procuradores que allí estaban enviaron a sus ciudades que les diesen poder para entender en el gobierno del reino por defeto de gobernador, y para hacer Consejo. Algunos pueblos lo enviaron; otros no quisieron teniéndolo por ninguno, grave y peligroso. Y en Toledo hubo caballeros que sintieron muy mal dello, y les pesaba de que Juan de Padilla se hubiese metido en tantas honduras, y le enviaron a reprender, y a sus procuradores, y no les quisieron dar tal poder sobre lo que tocaba al gobierno del reino.



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- XXXII -

Envía la junta un fraile para que engañe a los de Palencia.

     Deseaba la Junta que se le arrimasen las ciudades del reino para autorizar y asegurar más su levantamiento, y hacía las diligencias posibles. De Palencia sabían que con poco trabajo los levantarían, por las inteligencias que con algunos tenían.

     Envió la Junta luego un fraile de San Agustín, y diéronle orden que procurase ganar la voluntad del vicario que estaba en lugar del obispo; y hechas con él sus diligencias, hablase luego con la ciudad, diciéndoles la obligación que tenían de favorecer a la Junta, pues lo que en ella se trataba y el fin para que se había hecho, era el bien general del reino. El fraile fue -que le fuera mejor estarse en la celda-, y con mucha libertad y desenvoltura, comenzó a tratar de su embajada y a convocar el pueblo y predicarla públicamente en el púlpito.

     Detúvose en esto algunos días, y cuando el cardenal ya estaba en Rioseco con el Consejo, enviaron a prenderlo. Hubo lugar de echarle las manos, porque en la ciudad había muchos leales que estaban escandalizados del mal ejemplo del fraile Lleváronle preso a Medina, y dieron con él en la cárcel, y dentro de pocos días, averiguada su culpa, le dieron garrote. Ganan y merecen esto los frailes que se meten tanto en los tratos seglares y no guardan el recogimiento y modestia que pide el estado que profesan, renunciando el mundo y sus bullicios.

     Pero no fue tan poco el fruto que el fraile hizo en Palencia, que casi todo el pueblo se alteró. Huyó el corregidor y quitaron las varas a los ministros del rey y las dieron a los de la Comunidad, y quisieron que su alcalde fuese alcalde mayor del adelantamiento; echaron de la ciudad los provisores del obispo y la audiencia episcopal; hicieron otras novedades. Quitaron los regidores que puso el obispo, y el común puso otros. Juntóse el pueblo a campana tañida, y armados vinieron a Villamuriel, casa y fortaleza, y cámara del obispo, y derribaron parte de la torre a 15 de setiembre deste año de mil y quinientos y veinte, Talaron la mayor parte del soto que llaman de Santillana, qué es del obispo e hicieron otros daños en la ciudad y su comarca como si fuera tierra de enemigos, obras proprias de un vulgo ciego y furioso.



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- XXXIII -

El cardenal se quiere salir de Valladolid. -Tañen en Valladolid la campana de San Miguel. -Peligro grande que hubo en la puente-Gente de armas mucha y lucida de Valladolid.

     Como el cardenal gobernador del reino vio lo que pasaba, y que él en Valladolid no estaba obedecido como debía, antes en peligro de que de todo punto le perdiesen el respeto, quiso salirse a un lugar de un señor, donde estuviese seguro. Supiéronlo en la villa, y fueronle a hablar algunos de los diputados para saber el intento con que se quería ir. Y el santo varón, con mucha mansedumbre, dijo que quería retirarse a Medina de Rioseco con el almirante. Pero como a los de Valladolid estaba bien tenerle, no le dejaron ir, y pusieron guardas a las puertas, para que no saliese persona del pueblo, que ya temían de que se juntasen con el condestable, que se ponía en armas para resistir a tanta demasía o tiranía como en el reino andaba. Y se habían juntado con él los consejeros que habían escapado de la prisión de Valladolid, porque Castilla no estuviese sin justicia.

     Quiso el cardenal salirse de hecho, y otro día bien de mañana salió de su casa con ciento y cincuenta personas de a pie y de a caballo, y con otros muchos principales de la villa que iban a su lado. Llegando a la puente no le dejaron salir, adonde estuvo un rato mandando a los suyos que estuviesen quedos, porque algunos se querían poner en quebrar las puertas y salir por fuerza. Pero como en la villa se supo, alborotáronse todos, diciendo que el gobernador se iba.

     Y vino un Alonso de Vera, diputado, y sin tener consulta ni mandato del capitán general de la Comunidad fue a toda priesa a la campana del consejo, y comenzó a dar alarma muy a priesa, y como se oyó por la villa, levantóse una revuelta y alboroto con tanta confusión que espantaba. Quitaban las tiendas; cerraban las puertas, salían armados por las calles todos derechos a la puente, donde en muy poco tiempo se juntó un ejército numeroso de gente muy bien armada, de nuevas y lucidas armas, que ya estaban todos dellas bien proveídos. Venían unos tras otros a más correr, sin orden y sin capitán, como si la villa se entrara de enemigos.

     Pues como el cardenal vio esto, dio la vuelta por la puente adelante, volviéndose para la villa.

     Y estando en mitad de la puente, unos criados suyos le dijeron: «Señor, débese vuestra señoría reverendísima estar aquí quedo, hasta ver en qué para el gran denuedo que trae esta gente.»

     Y así se estuvo un poco; y los de su guarda se hicieron fuertes delante de él. Mas cargaba la gente de la villa como hormigas.

     Y a esta sazón llegó don Pedro Girón, a quien todos tenían gran respeto, como si fuera su dueño. Venía encima de un caballo armado de unas platas, y el almete alto muy dorado en la cabeza y un capellar de grana cubierto; al galope del caballo entró por el tropel de la gente, que era mucha, hasta donde el gobernador estaba, y hízole su acatamiento y diole algunas quejas, entre las cuales dijo:

     «Mucho me pesa, señor, de que vuestra reverendísima señoría se vaya así, sin que la villa y el reino sea placentero. De mi consejo es, si a vuestra señoría pluguiere, que se vuelva a su posada, porque si más se detiene, no será en mano de hombres remediar ni evitar el daño que de su ida puede recrecer.»

     Y no entendiendo bien esta palabra los criados y guardas del cardenal, quisieron echar mano a las armas, y algunos que estaban allí cercanos de los de la villa, como vieron esto, dieron voces: «¡A las armas, a las armas! ¡Comunidad, favor, favor!» Aquí se levantaron tantas voces con tanta confusión y ruido, que si no fuera por el presidente de la chancillería que estaba allí, y don Pedro Girón y otros caballeros que los detuvieron y apaciguaron, apenas quedara hombre con la vida de los que eran con el cardenal. Y apaciguado, el cardenal se volvió acompañado de su guarda y de los otros perlados y caballeros, y en pos de él toda su recámara, como había salido. Y toda la gente armada de la Comunidad iba delante tocando los atabales y trompetas en son de guerra; y así lo llevaron a su posada con toda la reverencia y acatamiento debido.

     Dice más este autor; que como toda la gente iba en hileras por las calles armados tan ricamente, y con tanto orden de guerra tocando trompetas, pífanos y atabales, que eran más de cuatro mil hombres armados, que era la cosa más vistosa del mundo; y que serían las doce del día cuando el cardenal entró en su casa. De manera que se gastaron más de seis horas en esta porfía de quererse el cardenal ir y los de Valladolid detenerle. Quejábase mucho el infante de Granada, capitán de Valladolid, porque sin su orden se había tañido la campana de San Miguel y había salido la Comunidad armada, y quería dejar el oficio. Y así, se mandó debajo de graves penas que ninguno fuese osado de tañer la campana, ni salir con armas sin orden del capitán; y queriendo castigar al Vera, huyó a la Junta de Tordesillas.

     Ordenó Valladolid que cada veinte y cinco vecinos tuviesen un capitán particular, para que cuando fuese menester se guiasen por él, y él por el capitán general. En Tordesillas se supo luego lo que en Valladolid habían hecho con el cardenal, y el buen orden que tenían para gobernarse en la guarda y defensa de la villa, y enviaron luego una persona con carta de creencia, para que en nombre de la Junta diesen las gracias al pueblo y lo pusiesen en las nubes loando su valor, con que les levantaban los ánimos para hacer mayores desatinos.



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- XXXIV -

Sale el cardenal de Valladolid disimuladamente. -Diferencias entre los de Valladolid. -Quieren matar a su capitán.

     Viendo el cardenal que no podía salir de Valladolid públicamente, y lo que importaba el salir de allí, donde no tenía más que una honrada prisión, acordó de salir disimulado. Y así se fue una noche, disfrazado y solo, y había ya diez días que era ido y aún no lo sabían, y la guarda de a caballo de su persona, tampoco. Los de a pie se salieron el día antes de dos en dos. Y después envió el cardenal a rogar a la villa que le enviasen su hacienda y que tuviesen por cierto que su salida no había sido por enojarlos ni los enojaría, y que el haber salido cumplía así al servicio de Su Alteza, y porque no tenía ya qué gastar en la villa; que donde quiera que él estuviese, haría lo que a todos cumpliese.

     La villa le envió toda su ropa con todo cumplimiento y cortesía a la villa de Rioseco, donde se fue a esperar al almirante.

     Hubo en estos días en Valladolid particulares encuentros entre los de la Comunidad y su capitán el infante de Granada. Quisiéronlo matar, tratáronle mal de palabra, pusiéronse en armas muchos contra él. Él salió a la plaza con más de seiscientas lanzas para prender a Alonso de Vera que lo revolvía todo -y dicen que era un frenero- y a otros semejantes atrevidos. Quejáronse en la Junta, y en ella proveyeron que el infante de Granada dejase el oficio de capitán, porque era mucha costa darle cada mes treinta mil maravedís; que ninguno lo pudiese ser que no fuese natural de la villa; que bastaba que fuese capitán general para lo de guerra don Diego de Quiñones. Mas el infante se agravió. Y el negocio se puso por mandado de la Junta en votos y tuvo muchos de su parte, y la Junta le confirmó el oficio, y que él perdonase a Alonso de Vera y a los que le habían injuriado, y mandaron que no se hiciesen juntas ni se pidiesen las cosas por armas, sino por justicia y razón. Que luego, so pena de cien azotes, saliesen de Valladolid todos los vagamundos y que no tuviesen oficio, y así se pregonó en Valladolid día de San Lucas.



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- XXXV -

La Junta amonesta a Valladolid que se conformen, que tienen enemigos, y lo mucho que hacen por el bien del reino. -Justificación de los de la Junta.

     Por el mes de otubre de este año, estando toda la Comunidad de Valladolid votando sobre si el infante de Granada sería capitán general o no, vino de parte de la Junta un procurador, y les hizo una plática en nombre de ella, pidiéndoles que se conformasen y que no se dividiesen ni anduviesen en pasiones, porque tenían muchos enemigos y habían comenzado una cosa de las más graves y arduas del mundo. Que si sus corazones no se hubieran levantado a esto, ellos y sus mujeres y hijos quedaran en miserable servidumbre; que debían, con ánimos varoniles y buen deseo, proseguir esta demanda y hacer espaldas a los caballeros que se habían puesto en ella, para que les pudiesen ayudar a salir de la mala ventura en que estaban; porque sabiendo los señores de la Junta que Valladolid era la más noble y más principal villa de todas las Españas, y que había sido principio de todo su bien, como hizo en lo pasado, poniendo sus personas y vidas al tablero, que era mucha razón darles parte en las cosas que han hecho, y que para esto enviaban a les hacer saber que de noche y de día nunca paraban, trabajando siempre en servicio de Nuestro Señor y del rey y bien común del reino, ni comiendo ni bebiendo con concierto, desvelándose con mucho estudio para que Dios y el rey sean servidos y acatados, y el reino para siempre libre, dejando sus proprias casas, haciendas, hijos y mujeres, desvelándose con mucho trabajo por buscar el remedio del pueblo sin ningún interés. Que antes que entrasen en la Junta de Tordesillas, habían jurado todos que ninguno procuraría para sí, ni para sus hijos, ni mujeres ni amigos, rentas, ni oficios, ni beneficios, porque más sin interese y lealmente pudiesen servir al común. Que siendo cada uno de los de la Junta caballero y viviendo con el rey, estaban libres de los pechos que en el reino se echasen. Y que, pues, ni por lo que esperaban ni por librarse de lo que pagaban se habían puesto a tanto riesgo, y ellos no eran más de cincuenta, que se ayudasen y favoreciesen y aunasen en este negocio que tanto tocaba a todos. Que la Junta, sin ellos y sin su favor, podía hacer poco, siendo la causa de suyo ardua y peligrosa; que certificaban a Dios que antes de ocho días saldría de la Junta tanto bien que Castilla quedaría pacífica, sosegada y rica como lo estaba de antes; porque no esperaban sino los capítulos de las ciudades del reino para de ellos tomar lo mejor, lo cual se sacaría de molde y se enviaría por todo el reino, para que todos viesen tanto bien como salía de aquella Junta.

     Estos capítulos que en la junta se apuraron, con que pensaban, como aquí dicen, remediar a Castilla, pondré en el libro siguiente como ellos fueron. En Valladolid se alegraron todos grandemente con esta plática y promesas que de parte de la Junta se les ofrecieron, y quedaron, llenos de mil buenas esperanzas, que dentro de siete meses vieron vanas. Ofrecían sus haciendas muy de gana, sus vidas y ser a manos llenas en defensa de la santa Junta, que así la llamaban.



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- XXXVI -

Lo que decían los leales de los comuneros.

     Hablaban mal unos de otros, sin mirar que ésta es una de las más viles venganzas de la tierra, de la cual no usan sino gente común y baja. Los que eran enemigos de la Comunidad decían que no se movían los caballeros della sino por particulares respetos y ambiciones; que don Antonio de Acuña, obispo de Zamora, cuyos cuentos aún no han llegado, quería ser arzobispo de Toledo; don Pedro Girón, que lo hacía por el estado de Medina Sidonia; el conde de Salvatierra, que quería las Merindades; Fernando de Ávalos, vengar sus injurias; Juan de Padilla, ser maestre de Santiago; don Pedro Laso, ser señor de Toledo; Quintanilla, mandar a Medina del Campo; Fernando de Ulloa, echar a su hermano de Toro; don Pedro Pimentel, alzarse con Salamanca; el abad de Compludo, ser obispo de Zamora; el licenciado Bernardino, ser oidor en Valladolid; Ramiro Núñez, apoderarse de León, y Carlos de Luna y Arellano, ser señor de Soria. Ansí andaban las lenguas más sueltas que las manos, si bien no dormían, haciendo mil disparates. Y ya algunos caballeros se veían tan empeñados y tan adelante en este desorden, que no podían volver atrás ni tampoco sabían de quién fiarse.



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- XXXVII -

Levantamiento de Valencia del Cid. -Valencia del Cid. -Sitian a Corbera. -Sorolla vence al virrey. -Vitoria del duque de Segorbe. -Vitoria del marqués de los Velez. -Vicente Periz, capitán de la Germanía de Valencia. -Rayo que cayó sobre la iglesia de Valencia, y mal notable que hizo. -El Encubierto de Valencia, embustero. -Talle del Encubierto. -Don Rodrigo de Mendoza, marqués de Cenete, toma el gobierno de Valencia. -Vence el marqués a los germanados en Monviedro. -Justicia el marqués al Encubierto.

     El levantamiento de Valencia, que dejamos comenzado, por ser el más ciego y peligroso que hubo en España, antes de pasar adelante con la historia de lo que las Comunidades hicieron en Castilla, quiero escribir y fenecer aquí. Que fueron tales, que si bien hay dello historias y memoriales lastimosos, no dicen la mitad de lo que fueron.

     Precedieron a este miserable desconcierto dentro en Valencia algunas temerosas señales. El año de mil quinientos diecisiete, el río que pasa por Valencia, que apenas trae agua, creció y salió de madre, tanta, que puso a Valencia en el mayor aprieto que jamás se vio. Viose asimismo muchos días y noches por las calles de Valencia un león muy bravo, que con bramidos corría por ellas, del cual huía la gente con grandísimo pavor, y si algunos tenían ánimo de esperarle para ver lo que era, no veían cosa. Otras cosas cuentan de esta manera que sucedieron en los años de diecisiete y dieciocho.

     Dije cómo al tiempo de partir el Emperador en La Coruña nombró por virrey de Valencia a don Diego de Mendoza, hijo del cardenal don Pedro González de Mendoza y hermano de don Rodrigo, marqués de Cenete; y estando sirviendo su oficio en Valencia, cuando ya el pueblo agermanado comenzó a competir con la nobleza y perseguir a los caballeros y maltratar a sus criados y moriscos vasallos, con gran desvergüenza y atrevimiento, el primer escándalo que sucedió fue que, pasando dos esclavos de don Ramón de Cardona, señor de Castalla, por la calle de Nuestra Señora de Gracia, cuartel de la ciudad donde más comuneros había, los oficiales que estaban trabajando a las puertas se burlaron, como suelen, de ellos.

     Porque los esclavos les respondieron, tomaron las armas y los acuchillaron, matando uno de los negros y queriendo matar al otro que se defendía; un hombre que acaso pasó por allí, que se llamaba Diego Pisador y era salinero, se apiadó del negro y se puso en defenderlo.

     Fue tanto lo que se ofendieron de él, que dejando al negro, dieron tras Diego Pisador y le persiguieron atravesando toda la ciudad; y él se metió en su casa por guarecer la vida, y se la combatieron siendo poco antes de mediodía, sin osar la justicia ponerse a remediarlo.

     Cerca desta casa está la iglesia de San Nicolás, y los clérigos de ella, por apaciguar esta gente sacaron el Santísimo Sacramento y llegaron con él a la casa; y los comuneros, teniendo algún respeto a quien tanto debían, cesaron del combate y se apartaron algo.

     Diego Pisador, no teniéndose por seguro si quedaba allí, quiso meterse en la iglesia y bajó, y tomándole el sacerdote que llevaba el Sacramento, le puso a su lado, y yendo así con él a la iglesia, los comuneros arremetieron con él y le mataron a puñaladas.

     Acudió a este ruido Avendaño, pelaire, autor y cabeza de la Germanía, dicen que para estorbar este daño y desacato tan grande, mas no fue ello así, porque hecho el mal recaudo y muerte del hombre, se entró en una casa y reventó luego allí, muriendo miserablemente, dicen que de cólera, por el desorden de aquel exceso.

     Éstos y otros desórdenes hizo éste pueblo antes que el Emperador saliese de España, y los nobles y caballeros le avisaron de ello. Remitíase a Xevres, y como sus cuidados eran más por irse con su tesoro que por el remedio de España, no curó dello.

     Lo más que se hizo fue remitirlo al infante don Enrique, duque de Segorbe, para que él concertase y pusiese en razón a esta gente; y si bien el infante avisó de ello al Emperador, olvidóse la gente de su gobierno, engolfados en lo que más les iba.

     Y así se acabó de declarar el rebelión y malas intenciones de la Germanía, porque llevando a justiciar a un hombre por graves delitos, salieron los comuneros, y mano armada, en medio de la plaza pública le quitaron a la justicia, maltratando, a los ministros della. No había señor ni caballero que anduviese por la ciudad a quien no baldonasen y escarneciesen los agermanados, y llegó a tanto, que estando la mujer de un sombrerero en su casa en la plaza de Santa Catalina aderezando un sombrero con unos hijuelos suyos, pasando por allí unos caballeros, la madre dijo a los hijos que mirasen aquella gente que pasaba; y preguntando los muchachos a la madre que por qué les decía que los mirasen, ella les dijo: «Porque cuando seáis grandes podáis decir que vistes los caballeros.» Dijo esto la mujer, porque la gente común tenía pensamientos de consumir la nobleza del reino todo, sin que quedase rastro della.

     Por la muerte de Avendaño, el pelaire, levantó la Germanía otro tal por cabeza y capitán suyo, llamado Sorolla, también pelaire, grandísimo bellaco y atrevido, el cual, entre otras maldades que hizo, fue subir a la sala de la ciudad cuando se trataba de elegir jurados, y entre otras cosas que dijo a los del regimiento de parte de la Germanía fue que si no hacían lo que allí les decían, que era meterlos en el regimiento, que aquellos ladrillos habían de manar sangre. Y cumplióse esta amenaza, porque los jurados hicieron la eleción conforme a los fueros y costumbre de la ciudad, y el pueblo se indignó tanto, que hizo los desatinos que aquí veremos.

     Y con estos ánimos y disposición halló don Diego de Mendoza este reino cuando vino a gobernarle. Y entendiendo Sorolla y Vicente Periz y un Juan Caro y otros cabezas de la Germanía que el virrey sabía muy bien sus voluntades y el estado de las cosas, y que disimulaba entendiendo que de miedo y también por saber las fuerzas que tenía su Germanía y crédito en el pueblo, fingieron y dieron traza que Sorolla se escondiese en su casa y no saliese de ella, y que los demás saldrían por Valencia y dirían a sus amigos y aliados que el virrey había llamado a Sorolla y no parecía, que entendían que le habían dado garrote o que estaba cerca de ello, y que no se debía sufrir que aquel hombre padeciese por ser defensor del bien común.

     Echóse la voz y creció tanto y indignó los ánimos de manera, que en un punto se alborotó la ciudad y acudieron a sus cofradías, y salieron dellas armados con cajas y banderas tendidas, y así fueron a las casas del virrey -que eran las del conde de Ribagorza- apellidando: «Muera el virrey si no nos da a Sorolla.» El virrey estaba en su casa con algunos caballeros, y éstos y sus criados tomaron las armas y defendieron las puertas y ventanas de unos entresuelos por donde era el combate; y tal, que hoy en día, en las ventanas están señalados los picazos que les daban, y fue necesario sacar a doña Ana de la Cerda, mujer del virrey, por los terrados de la casa, y llevarla a otra lejos de aquélla, asegurando su persona.

     Duró el combate el día todo, y estando la ciudad en este conflito y turbación tan grande, siendo ya de noche, quiso Dios que una mujer vecina del Sorolla le vio en su casa, y como la gente decía a voces que combatían al virrey por la muerte de Sorolla, esta mujer, alumbrada del cielo, dijo al obispo de Segorbe, que posaba allí cerca, cómo ella, por sus ojos, había visto bueno y sano al Sorolla en su casa. Entonces el obispo fue en casa de Sorolla y entró en ella por fuerza, y le halló escondido, y reprendiéndole su bellaquería y maldad, respondió el Sorolla que de miedo no osaba salir.

     Mandó el obispo ensillar sus mulas, y él se puso en una y el Sorolla en otra, y con muchas hachas lo llevó por la ciudad a casa del virrey para que viesen que ni era muerto ni el virrey le tenía preso. Cuando los agermanados vieron a su Sorolla, con mucha alegría cesaron del combate en que habían gastado aquel día y casi toda la noche.

     Después desto prendieron a un hombre sentenciado a muerte, y como fuese emparentado, mandó el virrey que luego le confesasen y diesen garrote, porque fuese primero muerto que los parientes acudiesen a pedir por él.

     Los trece síndicos y Sorolla echaron fama que le mataban sin razón, y oyendo esto la ciudad, luego se alborotó y puso en armas; y fueron a la cárcel y sacaron el preso, y entendiendo que el virrey juntaba gente para venir a resistirlos, fueron a sus casas y le cercaron en ellas, y apretaron de manera que el virrey dio orden cómo sacasen a su mujer de Valencia, y él, en grupa de una mula de un caballero, embozado se salió también de la ciudad. Y yendo por una calle, sintieron parte de los agermanados que entraban en una de sus cofradías, y rodearon por otras calles por no ser sentidos dellos.

     Salido el virrey desta manera, desamparando la ciudad, toda la nobleza y caballería le siguió, y se salieron della con sus mujeres y hijos, retirándose a sus lugares; y el virrey y su mujer se fueron a Cocentaina, porque era deudo del conde de Cocentaina. Y los caballeros, dejando sus mujeres y hijos pequeños en seguro, con sus armas y caballos y gente que pudieron juntar armada, acudieron unos al virrey don Diego de Mendoza y otros al infante don Enrique y al duque de Segorbe, don Alonso, su hijo, apercibiéndose todos a seguir la voz y servicio del Emperador contra los rebeldes. A los cuales todos derribaron las casas y se las quemaron, y saquearon las haciendas. Y luego dieron en hacer otros mil males, haciendo cosas que es vergüenza decirlas; tan feroz es la bestia del vulgo cuando pierde el freno.

     Armaron los esclavos; recibieron muchos moriscos por soldados. De Cocentaina se pasó el virrey a Játiva; los vecinos desta ciudad le pidieron licencia para hacer alarde día de San Bartolomé, y como no se la diese, perdiéronle el respeto y salieron y hicieron el alarde en su presencia.

     Y temiéndose el virrey de trato doble de Valencia, subióse en la fortaleza, lo cual, visto por los de Játiva, pregonaron que, so pena de la vida, alguno le diese comida ni provisión alguna. Viendo esto el virrey, fuese a Denia, porque si le cercasen por tierra pudiese escaparse por mar. Como los de Valencia supiesen que Játiva se había rebelado y que el virrey había huido a Denia ocuparon las rentas reales, así del general como del peaje. Y para esto fueron a las casas de los derechos y quebrantaron las tablas y tomaron los libros, y dijeron tales palabras, que fueron peores que las obras.

     Viéndose los de Valencia señores de la ciudad por haberla desamparado el virrey y caballeros, ordenaron el regimiento de ella. Nombraron trece personas que la gobernasen y defendiesen, a los cuales llamaron los trece de la Germanía. Éstos nombraron por general de la guerra a Juan Caro, que tenía tienda de azúcar, y tuvieron sus inteligencias por todo el reino, de tal manera, que, como se derramó la nueva que Valencia era rebelada y Játiva, y el virrey huido, luego la ciudad de Orihuela y el marquesado de Elche hicieron lo mismo; de manera que no quedó ciudad ni villa que no se rebelase imitando a Valencia, tratando a los caballeros y vecinos nobles con la tiranía y desvergüenza que en Valencia. Y los caballeros con sus armas, fuerzas, vasallos y haciendas, acudieron a servir a su príncipe, de manera (y es muy notable y digno de estimarse) que ningún caballero ni hombre noble de todo este reino se halló de la parte de aquella vil Comunidad, sino que, unánimes y conformes, aventuraron sus vidas y haciendas en servicio de su rey, si bien ausente y fuera destos reinos; y consintieron saquear sus casas, abrasar sus haciendas, destruir sus lugares, por la fidelidad que debían a su príncipe.

     Fue capitán del levantamiento de Orihuela un vecino que se llamaba Palomares, el cual se hizo tan absoluto señor de aquel pueblo, siendo él un pobre escudero, que muchas veces sacaba cinco mil hombres en campo para pelear, aunque después lo pagó bien.

     Los agermanados, como ya habían perdido la vergüenza al virrey, acordaron de perder el temor a Dios; y para esto hicieron un monipodio, en el cual determinaron de robar todas las riquezas de los monasterios e iglesias. Y como se descubrió, los leales rogaron a don Rodrigo de Mendoza, marqués de Cenete, que tomase las varas de justicia por el rey, y así lo hizo, y él, como buen caballero, ahorcó a tres alborotadores, y así se remedió el robo que querían hacer y se quietó la ciudad por algunos días.

     Mas luego salieron los agermanados en campo para ir a Denia y echar al virrey del reino. Salieron diez mil hombres armados de Valencia. Salió la clerecía con sus capirotes en las cabezas y cruces en las manos, y pusiéronse a la puerta del carrer de San Vicente. Y cuando salían los agermanados, decíanles los clérigos y religiosos: «¡Señores, misericordia, misericordia!» Respondieron ellos: «¡Justicia, justicia, cuerpo de Dios!»

     Y quiso Él, por ser sumamente justo, que redundase sobre sus cabezas, porque los más de los que esto dijeron, o murieron en batalla o fueron justiciados. Fueron capitanes desta gente Juan Caro y Sorolla.

     Apoderados de la ciudad de Valencia los comuneros, salió Juan Caro con muchos de ellos a sitiar el castillo de Corbera, que es seis leguas de Valencia. Cercólo, y estándolo combatiendo con alguna artillería que trajo don Jerónimo Vique -que a esta sazón estaba en Nuestra Señora de la Murta, monasterio de frailes jerónimos, media lengua distante del castillo-, tuvo forma como hablar con Juan Caro, y por sus buenas razones dejó el combate del castillo, lo cual, entendido por los trece de la Germanía, privaron a Juan Caro del oficio de capitán general y lo dieron a Sorolla.

     En esta ocasión, el virrey, con la gente que se le había llegado, fue en socorro del castillo de Corbera con su ejército a Gandía; y Sorolla, con el suyo, en busca del virrey, haciendo gran daño en los lugares de don Jerónimo Vique, por lo que había persuadido a Juan Caro. Llegado a Gandía se encontró con el ejército del virrey, y se dieron la batalla, en la cual murió mucha gente de ambas partes. Y llevaron la vitoria los comuneros, con gran mortandad del ejército del virrey, el cual, con el conde de Oliva y otros señores y caballeros que quedaron vivos, se retiraron a Denia, siguiéndolos Sorolla con su gente. Y llegados al lugar de Vergel, que es una legua de Denia, mosén Baltasar Vives, señor de aquel lugar, los recogió y defendió, de suerte que pasaron salvos a Denia, donde, hallando una nave, se embarcaron, y desembarcaron en la villa de Peñíscola, de donde fueron a la villa de Morella para rehacerse de gente y volver a la defensa del reino.

     Y Sorolla volvió con su ejército a la ciudad de Valencia, donde entró alegre y ufano como vencedor.

     A esta sazón había salido en campaña el duque de Segorbe, don Alonso de Aragón, con la gente que pudo hacer de los caballeros y sus vasallos, porque muchos caballeros habían venido personalmente a servir al Emperador, siguiendo al gobernador de aquel reino, que era don Jaime Ferrer, hijo de don Luis Ferrer, mayordomo que fue de la reina doña Juana estando en Tordesillas, que en razón de su oficio era capitán de la caballería; de suerte que se hallaron con el duque de Segorbe ciento y sesenta caballeros que iban con el gobernador, como general de la caballería, y más de cuatro mil infantes, y siendo la villa de Monviedro, que otro tiempo fue Sagunto, la mayor fortaleza que los agermanados tuvieron; donde, por ser fuerte y estar cuatro leguas de Valencia, se recogieron y hicieron fuertes en ella.

     El duque, con su ejército, vino acercándose a Monviedro, y habiéndose alojado en Almenara, legua y media de Monviedro, tuvo aviso cómo salían en su busca los comuneros con ejército de más de ocho mil hombres y algunos caballos, alentados con la vitoria que habían habido del virrey, y socorridos de los comuneros de la ciudad de Valencia con gente que les habían enviado, pareciéndoles que si desbarataban al duque de Segorbe quedaban por señores de todo el reino. El duque ordenó luego a don Jaime Ferrer que con la caballería saliese a reconocer los enemigos y le fuese dando avisos, porque le iría siguiendo con la infantería lo más presto que pudiese. Salió don Jaime y reconoció que los comuneros eran muchos, y que iban marchando por las cordilleras de unos montecillos que hay de Monviedro a Almenara, tomando sitios fragosos y fuertes, para que la caballería no pudiese hacerles daño, creyendo que eran más de los que eran. Don Jaime llegó cerca, provocándolos a escaramuzar, y los comuneros, como vieron que era tan poca la caballería, se acercaron escaramuzando; los caballeros los iban sacando a lo llano, y cuando dejaron los montecillos con alguna desorden, envió don Jaime aviso al duque, que si quería alcanzar vitoria marchase apriesa con la infantería, porque la caballería no podía dejar de dar Santiago al ejército enemigo, porque confiaba en Dios de romperlo.

     Con este aviso marchó el duque apriesa y llegó a tiempo que ya don Jaime había dado Santiago a los enemigos y le llevaban de vencida; pero la infantería peleó tan esforzadamente, que alcanzó vitoria de los enemigos, dejando muertos más de cinco mil, por lo cual se llama hoy el sitio donde fue esta batalla el Campo de la Matanza.

     Con esta vitoria se restauró el reino; y si se perdiera, los comuneros fueran señores de él sin contradición alguna.

     Estando en este estado las cosas, el virrey volvió a rehacerse de gente, y fue con su ejército campeando sobre Alcira y Játiva, porque con la vitoria del duque estaban amedrentados ya los comuneros.

     Los de Játiva y Alcira salieron con su ejército buscando al virrey una legua antes que llegase a la ciudad, y topándose en los campos de Belluz, se dieron la batalla, y fue tan peleada y sangrienta, que estuvo en un peso, sin reconocerse ventaja de ninguna parte, hasta que venida la noche dejaron de pelear, bien heridos y cansados los del uno y otro campo, retirándose cada uno a reparar y curar los heridos.

     En este tiempo, las ciudades de Orihuela y Alicante, con todos los pueblos de su gobernación, que son cuatro leguas de la ciudad de Murcia, se acomunaron con la ciudad de Valencia; pero los caballeros y gente honrada siguieron a su gobernador, don Pedro Maza, señor del estado de Maza, que le fue forzoso desamparar estas dos ciudades y el castillo de Orihuela, de que era alcaide. Pero un valeroso caballero, don Jaime de Puig, que era teniente del castillo por el gobernador, con quince o veinte hombres se puso en su defensa, y cuando los comuneros de la ciudad, matando, y saqueando las casas de los caballeros, comenzaron a sitiar y combatir el castillo.

     El marqués de los Velez, don Pedro Fajardo, adelantado mayor del reino de Murcia, cuando tuvo aviso de que Orihuela se había levantado, juntó la gente que pudo y marchó a dar socorro a los caballeros, por tener orden del Emperador para acudir con gente al gobernador de Orihuela en las ocasiones que se ofreciesen.

     Don Pedro Maza, que andaba por el campo con la caballería y sus vasallos, se juntó con el marqués de los Velez; y los comuneros de la ciudad de Orihuela y su gobernación, que eran más de ocho mil, salieron en busca del marqués y gobernador, hacia la punta de una sierra que llaman Rajolar, con intento de pelear, por entender que les eran superiores en gente. El gobernador trató con el marqués de socorrer al castillo de Orihuela, que estaba en gran necesidad, metiendo sacos de bastimentos en grupa de los caballos, mientras él comenzaba a pelear con los comuneros, que él procuraría volver a tiempo de pelear con los enemigos. Hízose así, y cerrando el un campo contra el otro, don Pedro Maza tomó la senda que iba al castillo, donde llegó con sus caballos y metió el bastimento que llevaba por un postigo y volvió a la batalla, que ya andaba bien sangrienta. Pero el marqués hubo vitoria de los comuneros, degollando más de cuatro mil, con lo cual se allanó toda la tierra de Orihuela.

     El marqués, viendo cuán inficionado estaba todo el reino y la mucha gente que con la vitoria se le había juntado, porque siempre el vulgo sigue la parte superior, marchó con su ejército por el reino adentro, y cada día se engrosaba tanto, que cuando llegó cerca de Valencia pasaba de once mil hombres y llevaba trece piezas de artillería. Con el cual llegó a Paterna, lugar que está a la vista de Valencia, amenazando a la ciudad.

     Y por andar en tratos de rendirse, volviendo el virrey a la ciudad el marqués retiró su ejército y volvió al reino de Murcia, pareciéndole que ya quedaba todo allanado.

     Después de esto no se concluyendo los tratos que el marqués intentó con los de Valencia, los agermanados se retiraron a Játiva, y allí hicieron capitán a un vellutero que se llamaba Vicente Periz, y combatieron la fortaleza y la entraron, porque estaba mal proveída, y los agermanados peleaban de buena gana.

     De todo lo sobredicho hubo algunos presagios harto notables, porque martes veinte y siete de mayo en la tarde cayó un rayo sobre la iglesia de la Seu de Valencia que derrocó el chapitel y quebró el reloj, que no había otro en toda la ciudad. Y a doce de setiembre, jueves, en la tarde, creció el río de Valencia de tal manera, que tal no se había oído ni visto, como lo dicen unas letras, que se pusieron en la puente que está a la puerta de Serranos. Hizo grandísimos daños en edificios, heredades, moliendas e hombres que ahogó; y si como fue la creciente de día fuera de noche, el daño fuera incomportable A veinte y seis de mayo, año de mil y quinientos y veinte, viernes por la mañana comenzó a tronar y apedrear, y súbitamente en una heredad que estaba entre el condado de Oliva y ducado de Gandía, cayeron de las nubes tres piedras de color y manera de pedernal; y vio fray Antonio de Guevara, coronista del Emperador y obispo de Mondoñedo, colgada la una en Santa María, una legua de Oliva, que por lo menos pesaba una arroba, y todos los que venían allí en romería hurtaban della lo que podían, y por esto la colgaron de lo más alto de la iglesia con una cadena.

     Duraron las alteraciones de Valencia hasta los años de 1521 y 22, y aunque nos esperen las de Castilla, quiero anteponer aquí todo lo que tocare a los de Valencia.

     Es tan notable el caso que quiero contar, que admirarán las gentes ver cuán ciegos andaban los miserables hombres que seguían estos levantamientos. No había cosa más cierta en España que el príncipe don Juan, único de sus padres, los Reyes Católicos, heredero destos reinos, murió en Salamanca con gran dolor y sentimiento de sus padres y de toda España; y en esto jamás hubo duda ni opinión. Pues en este tiempo de las comunidades ciegas, los de Valencia, agermanados, lo estaban tanto, que un hombre vil, advenedizo que se juntó con ellos, viniendo huyendo de África, lo recibieron y creyeron por el príncipe don Juan y lo juraron por rey y los mandó y rigió dos años, hasta que tuvo el fin que merecía, como aquí veremos.

     Queda visto con cuánta liviandad se comenzaron las guerras y alborotos de Valencia. Fue, pues, el caso así. En el año del Señor de mil y quinientos y doce, un mercader vizcaíno que se llamaba Juan de Bilbao fue a tratar a la ciudad de Orán. En el navío en que iba juntósele un hombre, el cual le dijo que sabía muy bien leer y escribir y otras lenguas, y que si quería concertarse con él podría servirle de enseñar a sus hijos y ser fator de sus tratos. Lo cual oído por el mercader, concertóse con éste, y en el puerto de Cartagena embarcóle consigo, y pensaba que en toparle era el más bienaventurado del mundo, porque tenía quien le criase los hijos y se los enseñase, y quien le guardase y aventajase la hacienda. Este hombre era de estatura pequeño, la cara tenía delgada, la tez del rostro algo amarilla, los ojos espantosos, así como verdinegros; tenía pocos cabellos y menos barbas, hablaba poco, en el vivir parecía honesto, comía demasiado, y en el beber templado, sabía la lengua española y arábiga y hebrea. No se alcanzó a saber quién fuese su padre, más de que cuando lo castigaron confesó ser hijo de un judío, y que era circunciso, y que nunca fue bautizado, porque él y su padre se pasaron en Berbería en el año que echaron los judíos de Castilla.

     Estuvo en Orán en casa de aquel mercader hasta el año de 1516, que fueron cuatro años, y por ganar más la voluntad de su amo dijo que se quería mudar el nombre y llamarse, como él, Juan de Bilbao.

     Y andando más adelante el tiempo, como el mercader hiciese ausencias de su casa y dejase encomendados a aquel su criado la mujer y hijos y tienda, una vez que volvió de Castilla fue avisado que aquel Juan de Bilbao su criado no era seguro, que unos decían que con su mujer, otros que con su hija, andaba revuelto. Y el mercader, como hombre prudente, echólo luego de su casa sin decir a nadie la causa porque lo echaba, porque no podía él quitar a su criado la vida sin quitarse a sí la honra.

     Había a la sazón en Orán un corregidor algo mozo, el cual, no sabiendo porqué el mercader había despedido a su criado Juan de Bilbao, lo recibió en su servicio para que fuese su despensero; y como el corregidor tuviese una manceba secreta, procuró tener amistad con ella y aun enseñarla a ser hechicera. Porque este mal hombre de Juan de Bilbao no sólo era moro y judío, pero preciábase de nigromántico.

     Acordó la manceba de decir al corregidor su amigo cómo la seguía el despensero, y que le enseñaba cosas de hechicerías, en especial que concertaba con ella de darle a él bebedizos, para que entre ambos a dos fuesen para siempre fijos los amores; lo cuál todo como lo oyó el corregidor quedó espantado, porque pensaba que tenía segura su casa y manceba con Juan de Bilbao, como si la tuviera en guarda de algún eunuco.

     El corregidor, aunque del todo al presente no dio crédito a las palabras de la manceba, al fin estuvo más avisado para mirar por su casa, y como hallase por verdad todo lo que le habían dicho, en especial que halló los hechizos que tenía para dárselos, mandóle llevar a la cárcel pública, y de allí le sacaron un día de mercado, y puesto en un borrico con los hechizos al pescuezo, le dieron por las calles públicas de Orán cien azotes, quedando todo el pueblo espantado de un bellaco tan encubierto, porque tenían todos de él muy buena opinión.

     Asimismo le desterraron de Orán, y hubo de volverse en España y desembarcó en la costa de Valencia, y fue cuando el reino andaba tan revuelto como digo. Hízose con sus embustes gran parte con los agermanados ladrones que andaban en Algecira, y ganó con ellos grandísima opinión y crédito. Entró en Játiva llamándose don Enrique Manrique de Ribera, y como era tan gran embustero y los agermanados de tan poco entendimiento y tan ciegos y apasionados, vino a ganar tanta opinión entre ellos, que le hicieron su general; y llegó a ser tanto con ellos, que por Dios y por rey le tenían.

     Vicente Periz le reconocía, con ser este tirano la cabeza de los agermanados rebeldes de Valencia.

     Dijo que lo enviaba Dios para darles libertad, y que les descubriría muchas armas y dineros. Los de Játiva le seguían como a su redentor; llamábanle el Encubierto, y que Dios le enviaba para remediar los pueblos.

     Prendiéronle y ahorcáronlo, y les hizo creer que era el príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos, y que por ciertas revelaciones y causas secretas de los juicios de Dios, convino encubrirse al mundo, y que agora que estos reinos estaban tan perdidos y con tanta necesidad de rey natural que los amparase y defendiese y volviese a su antiguo ser, como lo tuvieron en vida de los reyes sus padres, se había querido descubrir, y Dios lo quería así.

     En esto creían los viles agermanados, y así le respetaban y seguían como si fuera su Dios. Y después de haber ganado el crédito y voluntad de los rebeldes en la manera que dije, tuvo su trato y concierto con muchos de la ciudad de Valencia y otros de la huerta y lugares de la redonda, para poner en obra todo lo que el tirano Vicente Periz había procurado. Tenía sus tratos con algunos lugares de Aragón y Cataluña, que estaban medio alterados y conmovidos, y concertado con ellos para que, al punto que hubiese puesto los pies en Valencia, todos se moviesen y lo siguiesen. Y dentro, en Valencia, tenía sus inteligencias para matar al marqués de Cenete que la gobernaba, y éranle tan leales los que en esto le ayudaban, que no faltó quien le metiese por los muros dentro en la ciudad, para que mejor pudiese dar la traza viendo la disposición del lugar, y para que se comunicase con los que dentro en la ciudad eran con él en esta traición. La cosa llegó al punto crudo y tan peligroso que corría el reino notable peligro si Dios no lo remediara, como se dirá.

     Viéndose la ciudad de Valencia, como ya dije, en tan miserable estado, los religiosos y otros buenos y leales fueron a suplicar al marqués de Cenete, que estaba en el real, que tomase la vara y gobierno de aquella afligida ciudad, y el marqués lo hizo como quien él era, y en la ciudad recibieron tanto gozo y consuelo que en todos los monasterios y iglesias cantaron Te deum laudamus y repicaron las campanas con general regocijo.

     Y el marqués tuvo tanto valor, que cuando dentro en Valencia nadie se atrevía a nombrar Dios, rey ni justicia, prendió muchos de aquellos revolvedores y ahorcó las cabezas dellos, de manera que comenzaron a temer y detenerse. Y luego salió contra una bandera de agermanados que había salido de Valencia, y los alcanzó en Monviedro y los rompió y desbarató y les ganó la bandera.

     Y entre muchos peligros que el marqués se vio con esta gente agermanada, uno fue muy lastimoso: que acudiendo dentro en Valencia infinitos destos perdidos a la casa del marqués, sin entenderse ni saber lo que pedían, sino con voces y estruendo de armas, hundían el cielo; el marqués bajó por los quietar, y como la marquesa viese a su marido entre tan vil gente y con tanto peligro de perderle el respeto y aun quitarle la vida, recibió tanta alteración y pena, que brevemente expiró.

     Llegó Vicente Periz, capitán destos perdidos, a ponerse sobre Valencia con gran número de agermanados, y se atrincheró y asentó la artillería a vista de la ciudad, y estuvo así muchos días; y tenía en su campo una campanilla, y en tocándola salían de la ciudad infinitos ladrones, tales como los que estaban en el real de Vicente Periz; y si el marqués no viviera con mucho cuidado, sin duda le entraran la ciudad, y como no hallaron lugar, levantáronse de allí y tomaron el camino de Monviedro, que está cuatro leguas de Valencia, por estorbar que este lugar no se entregase al virrey, como se entregó de ahí a dos días, que fue negocio de mucha importancia, con que se les cerró la puerta a sus disinios y se abrió camino para meter mucha gente de Castilla que venía en favor del virrey, que estaba en Nules con muy poca gente.

     Y como el marqués supo que los agermanados iban camino de Monviedro con el artillería y los intentos que llevaban, salió con mucha presteza de Valencia, acompañado de gente, no toda segura, y caminó en su seguimiento, y halló algunas compañías de infantería que habían enviado delante a detener al enemigo, tan amedrentadas del artillería y escopetería que los contrarios les habían tirado, que no eran de provecho. Mas el marqués los animó cuanto pudo con muy buenas razones, y poniéndoles delante el servicio de Dios y de su rey; pero no bastó. Y con todo, el marqués pasó adelante y acometió a los enemigos, diciendo a grandes voces: «Viva el rey y mueran traidores.» Y sin temor del artillería y arcabucería que contra él disparaban, entró en ellos, guardándole el Señor, cuya causa hacía.

     Y cayó tanto temor en aquella vil gente viendo la persona del marqués, que se les rindieron; y fue tan pío el marqués con quien no lo merecía, que comenzando los suyos a matar en los enemigos, él se lo estorbó y quitó, diciendo a grandes voces: «¡No mueran, no mueran!» Y fuera mejor que allí los acabaran, porque en ellos jamás hubo enmienda. Tomóles toda la artillería, deshizo aquel campo de amotinados y volvió con los despojos a Valencia, donde fue con lágrimas y gozo recibido.

     Estaba el virrey donde digo sobre Játiva, para allanarla y reducirla al servicio del Emperador, y los rebelados tuvieron tal maña, que ganaron muchos de los soldados que el virrey tenía, y en su proprio campo sembraron tal discordia, y lo mismo dentro en Játiva, para que a hora cierta con sus señas se entendiesen, y todos a una y a una hora diesen en los leales y los matasen, y tomándoles la artillería pasasen a saquear a Valencia y degollar todos los que deseaban el servicio del Emperador. Súpose esta conjuración, mas no se hallaba remedio para ella ni en el campo del virrey ni dentro en Valencia, porque los conjurados eran muchos y los leales muy pocos, y no había sino morir. El marqués, a ruego de los de Valencia, fue al campo que estaba sobre Játiva. Sintió que aún había más de lo que se decía, y que era sin remedio la traición que en el campo del virrey y en la cuidad estaba urdida. La señal que tenían estos conjurados era que de noche y a un mismo tiempo, los del campo apellidasen: «¡Paga, paga, motín, motín!» Y a la misma voz respondiesen en la ciudad: «¡Paga, paga..., motín, motín!» El virrey y los caballeros del campo suplicaron al marqués que se metiese en la ciudad y que procurase ponerlos en razón y quitarles de hacer una traición tan grande; y aunque parecía temeridad, y llanamente lo era meterse en un pueblo tan alterado y determinado en la traición, el marqués entró valerosamente, y fue milagro que con su presencia y buena traza los apaciguó y trajo a la razón.

     Los contrarios, rabiosos por el buen efeto que el marqués había hecho en Játiva, dieron traza cómo Vicente Periz, su capitán, entrase secretamente en ella; y juntando los que pudiese bien armados, procuraron prender al marqués. Hízose así, y esperando coyuntura, el Vicente Periz con un gran golpe de gente bien armada, acometió al marqués, que armado muy a la ligera y con poca gente lo esperó. Y viendo venir aquel escuadrón de ladrones, disimuló el marqués, haciendo que no los conocía, y preguntóles: «¿Sois amigos de los nuestros? ¿Venís a servir a vuestro rey?»

     No respondieron sí ni no, mas pareció que en viendo al marqués se habían empachado. Luego el marqués con mucho amor les comenzó a decir: «Ea, pues, hijos, ¡viva el rey, viva el rey!» Y diciendo esto, les quitaba las saetas de las ballestas que traían armadas; mas luego los enemigos se declararon, y comenzaron a pelear y disparar las escopetas y ballestas contra el marqués y los suyos. Y viendo esto el marqués, dijo con gran voz: «¡Oh, traidores, aquí fuerza es menester!» Y dejando el bastón de justicia, tomó una pica, y diciendo: «¡Viva el rey!, ¡mueran traidores!», a ellos se adelantó, y hiriólos tan reciamente, que antes que la gente del marqués emparejase con él, les hizo volver las espaldas; y el marqués fue herido de un bote de pica en el brazo izquierdo.

     Y si bien peleó el marqués como valiente, al fin la multitud del pueblo lo prendió y le subieron al castillo de la ciudad, donde a la sazón estaba preso el duque de Calabria, que recibió al marqués con mucha honra. Y los comuneros metieron al marqués en un sótano de una torre llamada San Jorge, hasta donde le fue acompañando el duque; y aquí le tuvieron los germanados, esperando que con su prisión el virrey su hermano haría lo que ellos quisiesen.

     Estuvo el marqués algunos días preso y en harto peligro de ser muerto. Fue finalmente suelto, y viendo sin remedio la tierra, se retiró a la suya. Mas hizo tanta falta en Valencia su persona, que viéndose esta ciudad perdida, y que el enemigo Vicente Periz estaba apoderado de toda la huerta y lugares de la redonda, y dentro en la ciudad removida y alterada toda la gente, que los jurados y el capítulo de la Seu le enviaron a suplicar fuese servido de condolerse de aquella ciudad y mirar por el servicio del rey.

     El marqués estaba en Ayora, que es un lugar suyo, y a la hora que recibió este despacho se puso en camino para Valencia. Jueves 27 de hebrero, año de 1522, se atrevió tanto el tirano de Vicente Periz, que dentro de la ciudad de Valencia se atrincheró y hizo fuerte, con intención de matar los que le resistiesen, y saquearla.

     Y estando con todos sus secuaces para hacerlo, y la ciudad por extremo atemorizada, salió el marqués armado y se puso en la plaza de la Seu, y mandó tocar la campana que se acostumbraba tañer a los rebatos para que allí se juntasen los leales. Y estuvo así hasta la hora de mediodía, habiendo intentado los medios posibles para allanar por bien y sin sangre aquel alboroto; y no siendo posible, reconoció la gente y armas que tenía, y vio que no era la que bastaba para poder acometer al tirano que estaba dentro en la ciudad muy fuerte.

     Y el marqués tuvo tal maña y traza, que la cosa no vino en rompimiento, y la gente que tenía Vicente Periz agavillada se deshizo, yéndose cada uno a su casa.

     Fue éste un día en que Valencia estuvo en grandísimo peligro, y si el Vicente quisiera romper, se hiciera señor del pueblo; y así, lo llamaron el jueves de Vicente Periz. Mas quedándose el enemigo y sus valedores dentro de la ciudad, y los tratos que con otros rebeldes de fuera había, no aprovechara la buena prudencia del marqués, para que ya que el jueves los rebeldes agermanados no hicieron su hecho, no lo hicieran otro día. Pero proveyó el marqués que el viernes, sábado y domingo, todos los leales de Valencia fuesen llamados por sus oficios, así ciudadanos como mercaderes y oficiales, a los cuales tocaba la paz y sosiego de aquella ciudad, y librarse de aquellos forajidos. Y el marqués los habló y animó y hizo que todos tomasen las armas, pues tanto les tocaba a ellos como al rey librarse de aquellos salteadores, que en las haciendas, hijos, mujeres y vidas, querían poner sus manos sangrientamente; y que demás desto, harían lo que los fieles y leales vasallos deben hacer, contra los que se levantan en desobediencia de sus reyes.

     Hicieron tanto efeto las razones del marqués, que todos juraron en sus manos de tomar luego las armas y pelear con ellas hasta vencer y matar aquellos enemigos, o morir en la demanda.

     Como el marqués fue sentido del Vicente Periz, y asimismo las trazas buenas que daba y que le entretenía con buenas razones, y por otra parte se rehacía de gente y armas, y que le desbarataba las esperanzas que tenía de ser socorrido de la gente de Játiva y de Alcira, donde andaba el Encubierto príncipe don Juan o Juan de Bilbao el Judío, lunes 3 de marzo del dicho año de 1522 se levantó con gran priesa antes del día y se puso en un caballo llevando consigo atambores tocando alarma. Y muchos que le seguían fueron por las calles de Valencia, donde él pensaba que tenía más amigos que se le habían de juntar; y a grandes voces iban diciendo: «¡Arma, arma!» y hasta que fue de día claro no paró de recoger la gente que pudo.

     Venido el día prosiguió en la misma manera en llamar gente y ponerlos en orden para pelear; y al mediodía estaba fortificado en las calles y plazas con los escuadrones en orden, hundiéndose la ciudad con ruido de armas, y lágrimas y voces de mujeres y de los viejos y niños que ya no esperaban sino la muerte y el saco de sus casas.

     No sabían de quién podrían ser socorridos, porque de Castilla no lo esperaban. El virrey tenía bien que hacer en Játiva. Nunca Valencia se vio en semejante aprieto.

     Acudieron luego todos los afligidos y leales a las casas del marqués, el cual con muy buen ánimo los esforzó y los puso en orden para salir a pelear los enemigos caseros. Mandó que los caballeros quedasen dentro de la Seu, que es la iglesia mayor, porque el número del pueblo era tan grande, y no todos muy seguros; y temíase no revolviesen sobre los caballeros por los bandos que con ellos tenían, y de amigos se le hiciesen enemigos aquellos oficiales, como se vio, que muchos de la parte del marqués estando en la pelea dijeron: «Volvamos y degollemos los caballeros que quedan en la Seu y será mejor que matarnos los unos a los otros para darles placer.» Mandó asimismo el marqués que cerrasen las puertas de la ciudad; y fue una gran providencia, porque se le quitaron a Vicente Periz una infinidad de ladrones que venían a socorrerle, que si entraran por ventura se volviera la suerte. Usó el marqués de un ardid que fue importantísimo para asegurar y animar los que con él estaban, que al punto que ya querían salir contra el enemigo, llegó un correo bien disimulado, diciendo que Játiva se había tomado y que el virrey estaba ya dentro de ella, que fue treta de tanta importancia, que conocidamente puso nuevos corazones en aquella gente que con miedo y poca voluntad iba con el marqués.

     Siendo, pues, ya las cuatro o las cinco de la tarde, este día salió el marqués muy en orden contra el enemigo, que estaba fortificado con los suyos en la calle que llamaban de la Virgen María de Gracia. Estaba el Vicente Periz muy bien atrincherado; tenía tomadas con gente todas las calles que rodeaban la suya, y todos muy bien armados, así en lo alto de las casas, como en las ventanas y puertas, con muchas piedras, escopetas, picas y ballestas y con muy buenas ganas de pelear. Muchos de los del marqués, de miedo o por no ser del todo buenos, se le iban y escondían, y por el contrario se le aumentaban y llegaban a Vicente Periz. El marqués en persona fue a acometer el puesto donde Vicente estaba, porque en venciendo a este enemigo era acabada la contienda. Y si se detenía, fuera muy dificultosa la jornada y tarde se deshiciera este hombre. El marqués descubrió a Vicente Periz ciento y treinta pasos donde él estaba y reconoció que estaba bien fuerte y con muy buen orden. Y todo este espacio estaba sin gente, porque ninguno había osado llegar allí, siendo como era una calle estrecha y de ambas aceras, las casas llenas de gente armada y con las piedras, ballestas y demás armas que dije. Y aunque la calle estaba desta manera, el marqués arremetió el delantero por ella, diciendo a grandes voces: «¡Viva el rey y mueran traidores! ¡A ellos, hermanos!» Como el Vicente Periz vio al marqués, luego le conoció y quedó tan desmayado y turbado como fue en Játiva. Mas algunos de los suyos, veinte pasos antes que el marqués llegase a Vicente, arremetieron a él para le matar, y le dieron muchos golpes de picas, de los cuales le guardaron sus buenas armas.

     Y el marqués jugaba tan bien de las suyas, que cayeron a sus pies algunos de los que hirieron. De las ventanas arrojaron un canto que dio al marqués en el hombro y brazo izquierdo, dándole primero en la rodela, que le valió para que el daño no fuese mayor. Mas con todo, le atormentó aquel lado.

     Viendo Vicente Periz el ánimo con que el marqués iba contra él, huyó y metióse en una casa; y como los suyos vieron que se había desaparecido, huyeron luego todos, y no hubo más que hacer que andarlos a sacar de las casas, donde no tenían manera de defenderse hallándose derramados y deshecho el cuerpo de su gente.

     Siguiendo el marqués a Vicente Periz para prenderlo, una mujer le arrojó un gran tiesto lleno de tierra de lo alto de una casa, que dio al marqués en la cabeza y cayó en tierra sin sentido, que pensaron que era muerto, y ya que no fue, quedó bien descalabrado. Acudieron luego los criados y metieron al marqués en una casa la más cercana.

     Apenas había caído el marqués en tierra, cuando luego corrió la voz de que era muerto, que puso el negocio en harto peligro. Mas volviendo en sí, salió en público diciendo: «Si el marqués es muerto, el rey es vivo.» Y con esto se prosiguió la vitoria hasta prender a Vicente Periz, y luego sin más dilación le cortaron la cabeza, con que se acabó la pelea, quedando muertos muchos de aquellos perdidos, y Valencia llana.

     En los monasterios y conventos hubo tanta pasión y bandos como en los de fuera. Tuvieron este día el Santísimo Sacramento descubierto, y estaban en dos coros en cada convento, partidas las monjas y frailes; los unos pidiendo a Dios vitoria por los agermanados, y los otros por los caballeros.

     Esperaba el Encubierto el suceso de Valencia y la muerte del marqués para venir y apoderarse de ella; mas ordenólo Dios mejor, y el marqués lo aseguró. Y al fin fue preso, y a 19 de mayo del año de 1522 fue arrastrado por las calles públicas de Valencia y ahorcado, y la cabeza puesta en la punta de una lanza. Y desta manera fue coronada aquella vil cabeza, que de un infame judío y hechicero quiso reinar en España.

     Después desto hubo otras alteraciones en aquel reino que no fueron tan peligrosas; y porque me llaman las de Castilla las dejo de escribir de la suerte que fueron: que se hay desto historias particulares y cumplidas entre personas curiosas de aquel reino; y para lo demás, basta lo que aquí he dicho.

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