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Año 1525

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- XVI -

Desafía el rey de Francia al marqués de Pescara. Responde el marqués al rey. -Responde el rey en qué forma quiere que se ejecute el desafío. Replica el de Pescara.

     Notable debe ser este año de 1525, pues en el principio de él fué preso el muy poderoso rey de Francia, no por otro príncipe tal como él, sino por unos capitanes que pocos días antes casi le huían (que son las suertes de la fortuna en quien tan poco se debe fiar).

     La Pascua y fin del año que el Emperador tuvo en Madrid estuvo el rey de Francia en el campo y cerco de Pavía a las inclemencias del cielo, apretando con más determinación que antes a los cercados, que no con menos valor le resistían. De manera que con el furor de la guerra que acabó el año de veinte y cuatro comenzó el de veinte y cinco: confiando el rey de Francia en su numeroso y fuerte ejército, que según todos dicen tenía más de cincuenta mil combatientes, y los cercados y demás imperiales en el socorro que esperaban de Alemaña, que ya sabían les venía, y en la virtud y esfuerzo de la gente que tenían, ufana y gloriosa por las vitorias que contra Francia habían ganado.

     Y andando así la porfía bien caliente, como el rey de Francia se preciaba de hablar valentías y hacerlas, envió a decir al marqués de Pescara (que en Lodi estaba) con un criado del mismo marqués que se llamaba Hernando, que sobre seguro y negocio de rescates y otras cosas había venido a su campo, que un trompeta suyo le había dicho de su parte, que dentro de ocho días le iría a buscar, y que no lo había cumplido. Que él le daba otros veinte más de término para ello. Y que si dentro de ellos hacía lo que había dicho, le daría veinte mil escudos, y que si lo dejaba de hacer por no tener tanta gente como él, que él tenía por bien que fuesen tantos a tantos y que luego le enviase respuesta secretamente.

     El marqués de Pescara, recibida esta embajada, por guardar el respeto debido al virrey de Nápoles, que era el general, la comunicó luego con él. Y los dos se concertaron en que se le respondiese al rey de Francia con el mismo Hernando en la manera siguiente:

   Respuesta del marqués al rey.

     «Muy poderoso señor: con aquel acatamiento que a tan gran príncipe se debe y un criado y servidor del Emperador mi señor es obligado, os digo que no es de mi condición decir cosa que no pensase poderla cumplir. Y que me maravillo que algún trompeta haya dicho cosa de mi parte sin yo se lo decir, especialmente a un príncipe cristianísimo. A mí no se me acuerda haberlo dicho. Pero en cuanto a lo demás que Vuestra Alteza ha tenido por bien de me mandar decir y ofrecer, digo que por ello beso sus reales manos. Que bien muestre el valor de su persona, como siempre lo ha hecho, confiando más en la virtud que en el número de su gente. Yo lo he comunicado con el ilustrísimo virrey de Nápoles, capitán general del Emperador mi señor, y pedídole sea contento esto se acepte, y él lo tiene por bien. Y, por tanto, digo que dentro de diez días, contándolos desde el día que supiéramos la respuesta de Vuestra Alteza, sacaremos de toda la gente que tenemos en Italia, que juntaremos para ello diez y ocho mil hombres. Con los cuales en campo igual, asegurado del resto de los ejércitos, contra otros tantos del ejército que Vuestra Alteza tiene en Italia, combatiremos la difinición desta empresa; y queriéndolo Vuestra Alteza se podrá esto luego concertar con suficientes capítulos y seguridad. Y la otra merced de los veinte mil escudos, guardarla he para tal tiempo (quedando yo vivo), que, como de amigo del Emperador mi señor la pueda recibir de Vuestra Alteza. Y de lo sobredicho se esperará respuesta.

     »De Lodi a 5 de enero 1525.»

     El Hernando fué con esta respuesta, pero no le dejaron hablar con el rey de Francia. Y dióla a monsieur de la Tremulla, el cual, por mandado de su rey, escribió y respondió al marqués que el rey de Francia decía que, aunque él negaba lo que su trompeta le había dicho, no por eso quería negar lo que a Hernando dijo, que siempre había estado presto y aparejado de lo cumplir dentro del término de los veinte días. Y agora era contento de salir con otra tanta gente, con condición que los fosos de una y otra parte fuesen allanados, y que no fuese a escoger del marqués de combatir señaladamente a pie, y que si él tuviera gana de que aquesto se hiciera, que no hubiera dilatado tanto la respuesta. Y a lo que decía que juntarían la gente que tenían en Italia, que él le aseguraba de parte del rey que no podrían juntar los que estaban en Pavía, aunque el término fuese más largo. Y porque el rey no quería andar en carteles, ni en disimulaciones, estaba determinado de no enviar más a él. Que quiriendo hacer lo susodicho, que fuese cierto que lo saldría a recibir; y que él le prometía que se cumpliría así sin falta. En fe de lo cual lo firmaba de su nombre, y lo selló con su sello, a los trece del dicho mes y año.

     El marqués de Pescara, vista la respuesta, respondió luego lo que se sigue:

     «Yo he visto lo que vuestra merced dió por respuesta a Hernando, criado del marqués del Vasto. A lo cual no me parece necesario replicar, pues decís que el cristianísimo rey no quiere andar en carteles y disimulaciones y yo también soy muy mozo para saberlas. Cuanto a lo demás, que bien creo que el cristianísimo rey lo hará siempre como valeroso príncipe, pero yo, como caballero que estima su honra, no dejaré de procurar lo mismo donde pudiere.»

     Estas levadas pasaron entre el rey de Francia y el marqués de Pescara. Porque el rey, si bien era un valeroso y esforzado príncipe, holgábase de hablar con soltura, no igual a su autoridad y gravedad real.

     Y así, sucedió después que el campo del Emperador lo vino a buscar y él no lo salió a recibir como había dicho.





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- XVII -

Llega el socorro a los imperiales, que envió el archiduque a 5 de enero. -Determinan los imperiales salir en campo y arrimarse al francés. -Plática del marqués de Pescara a los españoles. Cerco de Pavía y lo que hicieron los imperiales, por relación de Juan de Caravajal, paje de lanza del marqués del Vasto y después fraile dominico, que se dijo fray Juan de Ozaya, a quien conocieron y trataron personas muy principales que conocemos.

     En tanto que pasaban estas cosas a los capitanes del Emperador, les vino alguna gente de armas y artillería que el infante de Castilla, archiduque de Austria, envió, y algunas compañías de infantería alemana. Y desde a seis o siete días de enero llegó el cumplimiento de los diez mil alemanes, gente muy lucida, que el duque de Borbón, con favor del infante don Fernando, había levantado, y esperaban que luego se juntarían con el campo imperial los venecianos y saldrían a socorrer a Pavía o darían la batalla al rey de Francia si ellos no se fuesen de allí.

     Y el infante llegó a Espirne, recogiendo más gente de a pie y de a caballo, para entrar con ella en Italia siendo necesario. Era coronel de estos alemanes Jorge de Austria; serían doce mil alemanes, los más lucidos que se habían visto en Italia.

     Los franceses se estrecharon algo; mas, con todo, tenían en poco a los imperiales, porque a esta sazón eran más de sesenta mil combatientes.

     Con este socorro tan aventajado, luego se juntaron el virrey de Nápoles, marqués de Pescara y duque de Borbón, y vino aquí el duque de Milán; y hubieron consejo y determinación, que convenía salir en campo y acercarse a los enemigos y hacerles el mal que pudiesen.

     Determinados en esto, el marqués de Pescara, habiendo juntado todos sus españoles, hablóles altamente, diciendo la confianza que de su esfuerzo tenía, por haberlos visto en tantas ocasiones gloriosamente vitoriosos. Y que no desconfiaba agora menos, si bien entraban a pelear sin paga. Que los enemigos eran aquellos que tantas veces habían vencido. Que aunque estaba allí el rey, no había más fuerzas, sino más riquezas que saquear.

     Que la soberbia francesa los había de cegar y vencer. Que habiendo estado tres meses sobre Pavía, envió parte de su campo sobre Nápoles en desprecio del ejército imperial. Que no dejasen de pelear por no estar pagados, que de España se traían muchos dineros. Que venciendo (como esperaba), toda Italia y Lombardía daría dineros y del enemigo los sacarían. Que era gloria suya acometer al francés y vencerlo, o hacer que se levantase de Pavía. Que tan ardientes como él decía, había tomado de estar erre allí y porfiado en quererla entrar.

     Con estas y otras buenas razones que el marqués sabía muy bien decir, dispuso los ánimos de sus soldados. Dicho esto calló el marqués, al cual sin ningún alboroto respondieron los españoles con hacimiento de gracias por la estima que de ellos tenía, y ofreciéndose de salir en campaña no sólo sin paga, pero aún que de lo que tuviesen venderían hasta la camisa para comer, y darían para dar paga y socorro a los tudescos. El que tuviese ciento, ochenta; y el que diez, seis. Y que por eso no quedase el salir en campaña.

     El marqués se holgó mucho de ver el buen ánimo y voluntad de sus soldados, y agradeciéndoselo mucho, los mandó ir a sus posadas, y ordenó que cada capitán recogiese los dineros que de su compañía contribuyesen los soldados, tomándolo por cuenta y memoria, para que después Angiliberto, escribano de raciones o contador del ejército, tuviese cuidado de hacerlos pagar.

     Y en este mismo día, los capitanes españoles llevaron al marqués los dineros que suyos y de sus compañías pudieron haber; y con estos y otros que dieron los caballeros, hubo para dar un escudo de socorro a cada tudesco, y aderezar algunas cosas necesarias para la artillería y municiones, como son carros, ruedas, sogas, azadones y otras cosas deste jaez, que son muchas y grandes las que un ejército ha menester.



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- XVIII -

24 de enero sale el ejército imperial de Lodi, y con qué orden. -Llama Chuchar a los españoles hijos de Marte. -Pobreza grande de artillería y munición.

     Otro día mandaron llamar la gente de armas y caballos ligeros y alguna infantería napolitana que en la Geredada tenían alojada; y viniendo todos, junto ya el ejército en Lodi, martes a veinte y cuatro de enero por la mañana, con gran alegría de todos, ruido y música de trompetas y atambores, salió el ejército imperial de la ciudad de Lodi tan triunfante, que a quien le veía se le representaba el triunfo de la vitoria que esperaban.

     Salieron en esta orden: en la vanguardia salió don Fernando Castriot, marqués de Civita de Sant Angel, caballero griego de linaje, gran servidor del Emperador y muy estimado en las armas, capitán general de los caballos ligeros. Y así, salió con su gente a punto de guerra, muy acompañado de buenos capitanes y muy bien aderezados de caballos y armas. Serían en todos hasta quinientos caballos, entre los cuales iba el capitán Chuchar, albanés, con su compañía de capeletes, gente de provecho para correr la campaña. Luego el virrey Carlos de Lanoy, que era general de todo el ejército, con sus trompetas y reyes de armas delante y insignias de su oficio. Salió con él el duque de Borbón, que representaba bien quién era, y Hernando de Alarcón, marqués de la Ulciciliana; todos acompañados de ilustres caballeros y capitanes con la gente de armas, que serían docientas lanzas muy lucidas. Así como iban saliendo, hacían luego alto juntándose con sus escuadrones en el campo.

     Luego salió el marqués de Pescara, general de la infantería, con sus escuadrones de hasta seis mil infantes españoles, tales y tan bien puestos, que viéndolos el capitán Chuchar, albanés, recibió tanto contento de su buen semblante, que los llamó este mismo día hijos del dios Marte. En este escuadrón salió el marqués del Vasto, que iba por teniente de su tío, el de Pescara, aunque ambos llevaban compañías de gente de armas, pero iban con ellos los tenientes en la retaguardia.

     Después deste escuadrón salió el de la gente italiana, soldados viejos y de vergüenza, con sus capitanes Papapoda y Cesaro de Nápoles y otros. Volvió el marqués de Pescara a salir con éstos, porque era tal, que todo lo andaba, honraba y cumplía; serían estos hasta dos mil hombres, antes menos que más.

     Luego salió la artillería, que era tan poca, que casi es vergüenza decirlo, porque sólo había cuatro piezas de bronce y dos lombardillas de hierro del tiempo viejo, que sacaron del castillo de Lodi. La munición eran tres carros de pólvora y dos de pelotas. Llevaban otros cinco o seis carros con barcos para echar puentes donde fuese menester. Con esto salieron hasta docientos gastadores azadoneros que dió el duque de Milán, y fueron tales, que aun dos jornadas no siguieron el ejército.

     En la retaguardia salió Jorge de Austria con su escuadrón de tudescos muy bien ordenados y vestidos.

     Quedó en Lodi el duque de Milán con su gente, el cual, dejando allí recaudo suficiente para las provisiones que al ejército se habían de enviar, él se volvió a Cremona.

     Pasóse toda la mañana, hasta que ya era más de mediodía, en salir la gente con gran sonido de trompetas y atambores, y comenzaron a moverse los escuadrones por explanadas que, camino de Milán, estaban hechas. Y a este tiempo los sargentos mayores de la infantería española, que se decían Aldana, y el otro Pasate, hombres muy diestros y de la confianza que para aquel oficio se requiere, tenían apercibida toda la arcabucería, y en comenzando a marchar los escuadrones, hicieron una maravillosa salva con que se regocijó todo el ejército y los que en la ciudad quedaban, puestos en los muros y torres, para verlos salir.

     Y el duque de Milán, que quedaba bien suspenso, considerando el fin desta jornada, en que estaba la ventura de verse un gran príncipe, o en mucha misería, cautiverio y servidumbre.



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- XIX -

Marcha el ejército imperial la vuelta de Milán. Dejaron a Milán y toman el camino de Pavía.

     Salido el ejército de Lodi con el orden dicho, semblante y denuedo, comenzaron a marchar, cada escuadrón por su parte, la vía de Milán. Fueron aquella noche a alojar a Mariñán, que (como dije) está en medio del camino; y a la entrada hicieron otra muy hermosa salva de arcabucería.

     Los enemigos que por allí cerca estaban aposentados, que tenían por muerto y acabado al ejército imperial, despertaron a este son y abrieron el ojo, sintiendo que no les convenía dormir ni tener en poco tales contrarios. Pasada la noche con buena guardia, habido su acuerdo, los capitanes imperiales determinaron de partir a la mañana, dejando el camino de Milán, para donde habían hecho muestra de querer ir. Volvieron sobre la mano izquierda a ponerse en el camino que va de Lodi a Pavía, por ser el más breve para llegarse a sus enemigos y hacerles aflojar en la batería y combates que porfiadamente le daban; y también porque allí ternían más seguras las vituallas que de Lodi les habían de venir. Porque el estorbo que en el camino hallaban, pensaban quitarle; éste era:

     Entre Lodi y Pavía hay un lugar bien fuerte de sitio y muros y fosos de agua que se llama Sant Angel, y junto a él pasa un río grande llamado Lambartmuerto, a diferencia del que pasa por Mariñán, que se llama Lambartvivo, porque lleva más descubierta y furiosa la corriente, y éste otro, más mansa y honda. Este lugar tenían los franceses bien proveído de gente italiana, así de a caballo para correr la campaña, como de a pie, para su guarda y defensa, que eran Pirro Gonzaga con ochocientos infantes y docientos caballos. De suerte que se tenían por seguros los que en él estaban. Pues para esta villa tomaron los imperiales el camino desde Mariñán, y con jornadas muy pequeñas, así por estar la tierra llena de agua como por haber de ir siempre en escuadrón (y fué sobre aviso), llegaron en dos días cerca de él. Y echando una puente de barcas en el río, se fueron a alojar entre él y Pavía, por hacer rostro en todas partes, fortificándose de bestiones y trincheas una parte, donde pudiesen esperar la batalla, si los franceses, por no perder aquella gente, la quisiesen venir a dar.

     Otro día, luego que llegaron, el marqués de Pescara con hasta mil infantes y dos cañones de artillería, fué a poner batería sobre Sant Angel, dejando ordenado que el ejército estuviese muy sobre aviso, esperando al enemigo, que se creía vernía en socorro del lugar, luego que oyesen los golpes de la artillería.

     Y para esto pusieron gente de a caballo en centinelas y parte que pudiesen avisar con tiempo.

     Llegó el marqués al lugar, y reconocida su fortaleza y defensa, asentó la batería a la parte que le pareció más flaca. Y entretanto que batían hizo cortar mucha fajina o rama, para cegar el foso.

     Diéronse tan buena maña, que en poco espacio dió con parte de la muralla en tierra, aunque no tan bajo, que no quedase dificultosa la subida y entrada.

     Y viendo que no se podía allanar más con la artillería, por estar el muro por la parte de dentro terraplenado, mandó apercibir para el asalto, queriendo ser el primero, como lo hizo en Génova, con su espada y rodela, y muerte dibujada en ella.

     De esta manera, con unas calzas de grana y jubón de raso carmesí, arremetió a la muralla de Sant Angel. Y como en el traje iba tan señalado, tirábanle a puntería las piedras y arcabuzazos, pero de todo lo quiso Dios librar.

     Llegado a la batería, quísosele poner delante para entrar el capitán Quesada, animoso andaluz y estimado capitán de arcabuceros españoles; hizo esto con celo de anteponerse a los peligros, por defender dellos la persona del marqués. Lo cual él no consintió, diciendo: «¿Cómo, capitán Quesada, y con título de amigo me queréis quitar mi honra? Ya Dios no me ayude, si yo tal consienta.» Y con esto se lanzó por la batería delante de todos, apellidando, como siempre lo hizo: «España, España.»

     Entró tras él el capitán Quesada, y luego otros muchos buenos soldados. Derribaron algunas garitas, de donde los de dentro hacían daño con saetas y arcabuzazos. Con esto desampararon los muros y retiráronse al castillo.

     Entonces, estando el marqués y otros soldados en el foso, que aunque era hondo habían cegado, un cabo de escuadra español subió por las piedras caídas de la batería y alzó un bonete colorado en la pica, poco más alto que la muralla. Y después, tomó un muchaco y levantóle sobre la muralla, y como ninguno de dentro le tiraba, entendieron que los de la estancia habían huido. Luego el español subió en lo alto del muro, y tras él el marqués y todos los demás, y abrieron las puertas del lugar y acometieron y rindieron el castillo.

     De suerte que en poco tiempo fué tomado el lugar, y muerta y presa la gente que le defendía, a veinte y nueve de enero. Pusieron aquí una compañía de caballos ligeros, para asegurar el camino a las provisiones, y otra de infantería italiana para la defensa. Y con esto, dejando allí algunos que en el combate habían sido heridos, volvió el marqués con su gente y artillería a juntarse con el ejército que había estado en arma. Porque ciertos caballos franceses se habían descubierto, que venían a reconocer cuando oyeron la batería. Mas no hicieron sino dar una vista y volverse huyendo.



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- XX -

Pónese el campo imperial cerca de Pavía, a vista del francés. -Incítale a la batalla. -Pónense los campos a vista y escaramuzan con porfía, sangre y muertes. -Lo que decía el almirante de Francia de los españoles. -Pobreza grande del campo imperial.

     Otro día, de mañana, 30 de enero, partió el ejército imperial de aquel alojamiento, camino de Pavía. Las jornadas eran tan pequeñas, que en doce millas, que son cuatro leguas, que hay de Sant Angel a Pavía, tardaron cinco o seis días. Pero en ellos no hubo más de ir muy sobre aviso, y muchas veces ponerse en escuadrones y en arma con alguna gente que de los enemigos venían a reconocer el campo. Al cabo de estos días, llegó el ejército a ponerse ya cerca de los franceses y a vista de Pavía, representando al francés la batalla que él había pedido.

     Lo cual, visto por los cercados, hicieron grandes alegrías, disparando la artillería y arcabuces, y poniendo luminarias por las torres y ventanas de la ciudad y repicando las campanas.

     Los franceses los recibieron con una salva enemiga de más de cincuenta cañones y culebrinas, que habían hecho asestar a la parte por donde venía el ejército. Pero había en el medio tanta arboleda y tan espesa, que hicieron poco daño. Allí se alojaron y fortificaron con bestiones y trincheas, y se fueron acercando tanto al campo francés, que se pusieron a tiro de arcabuz de sus bestiones y fuerte. De manera que las centinelas (que llaman estrechas) del un ejército hablaban con las del otro.

     La vecindad tan grande era ocasión de que las escaramuzas fuesen apretadas y continuas cada día entre la gente de a pie y de a caballo.

     El rey de Francia mandó hacer a la parte del campo imperial tres o cuatro caballeros de tierra bien altos, y otros grandes bestiones, donde puso mucha artillería con que hacía daño. Y como la campaña se desmontaba cortando de una parte y de otra los árboles para quemar (que era el tiempo frío), estaba ya tan raso, que la artillería jugaba a puntería y mataba alguna gente. Por lo cual hacían sus reparos delante de las tiendas, que les valían las vidas.

     Salía el marqués de Pescara cada día a las escaramuzas, y para defensa mandó hacer un gran bestión algo apartado del campo y cerca de los enemigos. Guardábanle con mucho cuidado de día y de noche mil infantes. Y de aquí descubrían los franceses cuando salían de su fuerte, y les resistían y entretenían en tanto que la gente se ponía en arma.

     En estas fortificaciones y reparos se gastaron seis o siete días, trayendo (como dice la Sagrada Escritura de otros) en una mano las armas y en la otra la azada o instrumento para hacer la obra.

     Díjose en el campo que el almirante de Francia se holgaba mucho de que los españoles descalabrasen a los franceses, y que le servía de consuelo de su pérdida; y decía al rey que mirase por sí, que si hasta entonces los españoles dormían, vería presto cómo estaban despiertos y las manos que tenían. Pero el rey con su buena gracia se reía mucho de ello, por la grandeza de su corazón. Estimaba en poco los enemigos que delante de sí tenía, pareciéndole muy inferiores en número, pobres de dinero, armas y vituallas, y aun sin esperanza de socorro. Y que con tales faltas, o se habían de rendir o desamparar el campo; y se decía que se gastaban más escudos en el campo francés que cuatrines o blancas en el imperial. Y a la verdad así era, que los imperiales vinieron a tanta necesidad, que no daban de ración cada día a cada soldado más de un pequeño panecillo, repartiéndose con esta tasa porque durasen las provisiones algo más. Y las provisiones de Lodi los villanos de la tierra no querían traerlas al campo, por el poco dinero que en él había.



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- XXI -

El marqués de Pescara inquieta el campo francés; dale armas falsas y una muy mala verdadera. Descuídase el francés pensando que los españoles se burlaban y sálele a los ojos. -Entran los españoles el campo francés. -Peligro en que estuvieron los franceses. -Algunos del campo francés desamparan la guerra.

     En este tiempo quiso el marqués de Pescara hacer verdadero al almirante de Francia, para lo cual dormía algún tanto de día, por velar mejor de noche y dañar cuanto pudiese a sus enemigos. Sucedió, pues, que una noche, cuando los franceses dormían a sueño suelto, se fué a una de las compañías que hacían guardia, y tomando de ella hasta treinta arcabuceros, fué con ellos secretamente a los bestiones, donde los franceses hacían guardia. Y luego que las centinelas le sentían, hacía disparar todos los arcabuces con grande grita, diciendo: «España, España.» Con lo cual los enemigos se alteraban y tocaban arma, y cuando los veía muy revueltos y confusos, callando se volvía con sus arcabuceros a la guardia de donde los había sacado.

     Con estos sobresaltes continuos se cansaban los franceses en hacer sus escuadrones y saber de qué cuartel había venido la arma. Y sabido, no hallando otra cosa, tocando a la ordenanza se volvían a sus aposentos.

     Y cuando el marqués, que andaba por las guardias, conocía que ya estaban reposando, tomaba de otra guardia otros tantos arcabuceros, y iba por otra parte de los bestiones, y les tocaba fuertemente al arma, como la primera vez: de suerte que los hacía volver a poner en orden a sus escuadrones. Usó de este ardid el marqués cinco o seis noches, con que los tenía tan desvelados, que lo sentían grandemente al principio. Pero como vieron que no era más de tocar arma, entendieron que se burlaban de ellos, y vinieron a tenerlos en nada, y mandar a las guardias que por nada de aquello tocasen al arma, pues no era más de inquietar el ejército.

     Entendiólo así el marqués, y hizo experiencia dos noches, viendo que cuando sus arcabuceros tiraban, las guardias no hacían más de burlarse de ellos, diciéndoles desde sus bestiones: «Ah, marranos, canalla, ¿pensáis que habemos de tocar al arma? Engañaísos, que no os tememos en tanto.»

     De esto se holgaba mucho el marqués, porque era el fin que había tenido.

     Y con esto, a la tercera noche, a la hora de las once, hizo poner el ejército con mucho silencio en escuadrones, habiendo dado el arma a los enemigos una vez, como las noches pasadas, y a la hora que solía ir la segunda vez, tomó consigo hasta mil y cuatrocientos infantes españoles, y avisados que cuando oyesen sonar una trompeta clarín que consigo llevaba, todos se recogiesen, volviendo a la parte por donde entrasen en buen orden, en sus escuadrones.

     Con grandísimo silencio arremetieron a una parte de los bestiones, donde hacían guardia cinco banderas de italianos. Fué tanta la furia con que los embistieron, que antes que se pudiesen revolver, mataron y hirieron muchos de ellos, y los demás se pusieron en huída, perdiendo las banderas y despojo que tenían.

     Los españoles, no contentos con esto, entraron por el campo francés adelante, discurriendo por las tiendas y aposentos, matando y hiriendo cuantos por sus pecados les esperaban. Y ansí llegaron hasta la plaza principal del campo, de donde sacaron gran despojo de ropas y joyas, y algunos caballos y muchas provisiones de las que allí hallaron.

     El marqués hizo enclavar y echar en un foso muchas piezas de artillería, que allí los franceses tenían. Hizo esto porque era imposible sacarlas de los bestiones para llevarlas.

     Y a esta hora el ruido de las trompetas y atambores y las bocinas con que los esguízaros tocaban al arma era tan grande, que por toda la comarca parecía que el mundo se hundía; y ya los escuadrones franceses se rehacían a más andar, si bien por la grande escuridad de la noche no sabían qué se hacer, porque ninguna luz había sino el resplandor de los arcabuces, que los españoles a todas partes tiraban. Lo cual atemorizaba más a los franceses, pensando que no era tan poca la gente, sino que estaba sobre ellos todo el ejército imperial. Por lo cual los españoles tenían lugar de hacer el daño que querían, pues los enemigos no hacían otra resistencia más que recogerse a sus escuadrones.

     Y cierto aquella noche los franceses se tuvieron por perdidos, y así fuera si los españoles fueran más. Pero con recelo que los franceses, reconociendo los pocos que eran, perderían el miedo y revolverían sobre ellos, en lo cual no podrían dejar de recibir daño, antes de salir de su fuerte, porque los españoles estaban muy dentro de sus alojamientos, al marqués le pareció que convenía contentarse con lo hecho y retirarse, pues esperar más sería temeridad antes que valentía. Y así, mandó tocar el clarín cuando los españoles pudieron oírlo, y con los despojos que cada uno había tomado, sin turbación alguna, sino muy a su placer, se retiraron todos, llevando algunos prisioneros que habían prometido buen rescate, porque no los matasen, y salieron fuera de los bestiones de los enemigos sin pérdida de más que un soldado que andando en las tiendas de los franceses cayó en un silo que junto a una casa abierto estaba, al cual, por la escuridad, no pudiendo socorrer sus compañeros, si bien le oyeron dar voces dentro del silo.

     Vueltos los españoles a su campo con gran honra y gloria, llenas las manos de lo que habían robado, los escuadrones se detuvieron por espacio de una hora en su fuerte, esperando lo que los enemigos hacían; y sintiendo que ellos se sosegaban, fortificadas bien las guardias, se fueron a reposar, que lo habían bien menester.

     Otro día comenzaron a venir trompetas y atambores franceses para rescatar los que habían sido presos. De los cuales se supo haber sido casi dos mil los muertos y heridos, y que quedaban tan espantados los franceses, que algunos que seguían por su gusto el campo, habían pedido licencia al rey para volver a sus tierras, entre los cuales fueron el cardenal de Lorena y el datario del Papa, que bajamente se había pasado del campo imperial al francés, y dádole avisos.

     Y de éste y otros que así se fueron, pesó mucho a los españoles, que tenían tan buenos pensamientos que pensaban prenderlos y haber de ellos ricos rescates. De lo cual el marqués y los demás señores se reían muy de buena gana en ver los buenos pensamientos de los españoles, y el marqués los consolaba diciendo que quedaban hartos príncipes en el campo francés para satisfacerse con ellos de aquella pérdida.

     Y lo que más todos sintieron fué la ida de Juan Mateo, el datario, que le deseaban pagar las ofertas que en Lodi les había hecho. Mas él se quitó destos ruidos, como quien sabía las manos que tenían los imperiales.



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- XXII -

Tuvo aviso el rey que no diese batalla a los imperiales.

     Temían ya los franceses a los imperiales y no se desmandaban cosa. Tenían por saludable un consejo que Alberto Carpense había escrito desde Roma en nombre del Papa al rey, para que de todas maneras excusase la batalla, y que se fortificase en su campo, de suerte que no le pudiesen entrar, ni obligar a batalla. Y el rey, siguiendo este parecer y la determinación de no alzarse hasta rendir a Pavía, mandó venir y recoger toda la gente y guarniciones que en diversos lugares comarcanos tenía, y que se hiciesen grandes fosos y fortificaciones en su campo contra la parte imperial.

     Puso las esperanzas de su jornada en entretener la guerra, por el aviso que tenía de la falta de dineros y vituallas que había en el campo imperial y en Pavía; juzgaba el rey que no se podrían sustentar mucho tiempo los unos ni los otros.

     Esperaba también que el duque de Albania había de hacer grande efeto en el reino de Nápoles, el cual se había detenido en la Toscana procurando apartar de la devoción del Emperador las ciudades de Sena y Luca. Y asimismo sacar de ellas dineros y artillería para reforzar su gente y proseguir el camino que llevaba, lo cual no se le aliñó así.

     De manera que con la dilación del tiempo pensaba el rey de Francia hacer su hecho, no queriendo venir a la batalla que él había ofrecido.



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- XXIII -

Hecho notable del capitán Francisco de Haro, socorriendo a Pavía.

     Otro hecho señalado hizo el capitán Francisco de Haro, que era de caballos ligeros, y fué que teniendo aviso el virrey de Nápoles que en Pavía había gran falta de bastimentos y municiones, le encargó que buscase manera cómo poderlos proveer. Y él, tomando una noche consigo veinte o treinta de a caballo de su compañía, hombres escogidos, puso a las ancas de los caballos un saco de pólvora. Y saliéndose del campo por diferentes caminos, se apartó gran trecho y se entró en el camino real que de Milán va a Pavía (el cual los franceses andaban cada día), yendo disimulados a la francesa.

     Y por el camino, con los que topaban hablaban francés.

     Y con esta disimulación y fingimiento y con la escuridad de la noche no fueron al principio conocidos, hasta que ya estaban muy cerca de la ciudad. Y viéndose en buena disposición, arremetieron de tropel y llegaron hasta la puerta de la ciudad sin ser atajados, donde por la seña que tenían fueron luego conocidos y les abrieron la puerta, recibiéndolos con gran gusto y risa por la burla que habían hecho al enemigo y por el socorro, que fué de mucha importancia, por la falta que de munición había. Porque con las continuas salidas y rebatos que Antonio de Leyva hacía en los contrarios, estaba muy gastado.

     Tuvieron algunos reencuentros, particularmente uno con Juanín de Médicis y su gente, en el cual le mataron más de quinientos hombres y él fué herido de una escopeta en el tobillo o espinilla, y fué tan mala la herida, que hubo de irse del campo a curarse a Plasencia. De manera, que el ejército francés se sentía muy apretado, y de cercador parecía ya cercado.

     Y algunos aconsejaban al rey que se retirase y alzase de sobre Pavía; pero él no quiso tomar este consejo, antes se afirmaba y fortificaba más cada día; y por otras partes andaban las armas por mar y por tierra entre estas gentes, con el mismo furor que sobre Pavía.





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- XXIV -

De Alejandría sale un capitán imperial: rompe dos mil franceses, prende y mata y saquea. -Los imperiales, viendo que el francés se estaba quedo en sus alojamientos, determinan acometerlo. -Falta grande que de bastimentos había en el campo imperial. -Pareceres diferentes entre los imperiales. -Parecer que tuvo el marqués de Pescara.

     Estaba en Alejandría con guarnición de italianos Gaspar Moyano, capitán milanés, y tuvo aviso que venían al campo del rey dos mil soldados que por su mandado se sacaron de Marsella y desembarcaron en Saona. Salió con su gente y con alguna de la ciudad, y al paso de un río llamado Mura dió sobre los que venían descuidados, y con poca resistencia los desbarató, y fué siguiendo hasta una villa llamada Castellazo, donde él y su gente entraron a las vueltas de ellos y prendieron a los que quisieron y a los demás desarmaron y despojaron, y con la vitoria y despojo y siete banderas que ganaron en ella, se volvieron a Alejandría.

     Y acaeció asimismo que el duque de Milán, que en Cremona había quedado, viniendo a Lodi con pensamiento de cobrar a Milán, teniendo alguna plática con los vecinos de ella Juan Ludovico Palavicino, capitán del rey de Francia, pareciéndole que Cremona quedaba mal proveída, se acercó a ella pensando tomarla, y siendo el duque avisado, envió luego contra él a Alejandro Bentivolla con la más gente que pudo juntar. Y hubieron los dos un recuentro cerca de una villa llamada Casal Mayor (que, como está dicho, es en la ribera del Po), donde el Palavicino se había fortificado; y siendo vencido y preso el Palavicino, la tierra se tomó por fuerza y fueron presos algunos capitanes y todos los demás robados y deshechos, y el Bentivola volvió muy vitorioso a Cremona, donde el duque estaba.

     Así que, tratándose la guerra por todas partes tan reciamente, habiendo ya veinte días y más que los campos estaban juntos, visto por el virrey de Nápoles y marqués de Pescara y el de Borbón y los otros capitanes del Emperador, que el rey de Francia tenía propósito de dilatar la guerra y no venir a batalla, fortificándose en su real cada día más y que aunque en las escaramuzas ellos ganaban honra y ventaja, la dilación les era muy dañosa, porque ni socorrían a Pavía, que estaba en grande aprieto (aunque después que llegó el campo imperial a vista del francés no se les dió combate), ni podían sostenerse en campo muchos días por la falta que tenían de dineros y de vituallas, pareciéndoles que deshacer el campo era poco menos que perderlo en batalla.

     Y sintiendo ya la falta de provisiones, que era tanta que aquella tarde tocándose al arma por cierta escaramuza que se trabó no estaban en el campo la mitad de los españoles, que los más eran idos a buscar de comer por los lugares comarcanos, para sí y para los que quedaban. Lo cual, visto por el marqués de Pescara y demás capitanes, mandaron que don Alonso de Córdova, hermano del conde de Alcaudete, y don Filipe Cervellón, caballero catalán, señalados capitanes, fuesen a recogellos. Los cuales se dieron tan buena maña, que al tercero día tuvieron junto todo el ejército.

     Luego se juntaron los caballeros y capitanes, que eran del Consejo de guerra, en la tienda del virrey de Nápoles, para consultar lo que les convenía hacer. Porque tenían aviso que los venecianos se apercebían de secreto para sacar ejército en favor del francés. Y siendo así, era llano que habían de procurar de tomar a Lodi, que por falta de gentes, vituallas y municiones, no se podría defender, y lo mismo se temían del Papa y de los demás potentados de Italia.

     Y lo que más se sentía era que ya el pan que se daba de ración se había acabado, sin tener de dónde haberlo. De suerte que a este punto había llegado el ejército imperial con la mayor necesidad que en toda la guerra se había visto, sin esperar socorro sino del cielo; y así, en el Consejo hubo diferentes pareceres.

     Porque unos decían que sería lo más acertado levantar una noche el campo y caminar para Cremona, donde hallarían vituallas con que entretenerse hasta que el Emperador enviase socorro, que ya sabían que tenía nueva del aprieto en que estaban, por un soldado catalán que sabiendo la lengua francesa y con su traje, por mandado del virrey, había ido por Francia a España. Otros decían que era mejor meterse una noche en Milán, donde los franceses habían puesto muchas previsiones. Otros querían ir a Nápoles, y que el francés no los seguiría, contentándose con el estado de Milán que le dejaban libre, y que no había que temer de Antonio de Leyva, porque él haría sus partidos como quisiese para sacar en salvo su persona y gente.

     Finalmente, los pareceres eran varios, los ánimos dudosos y el temor cierto, y así pidieron al marqués de Pescara, que aún no había hablado, que dijese lo que sentía, pues todos habían de seguir su determinación. Esto le dijo el duque de Borbón, que era lugarteniente del Emperador en Italia.

     Estimó en mucho el marqués el crédito que de él se tenía, y dijo con muy elegantes razones (que tales las tenía) que conocía con cuánta razón el capitán Juanín de Médicis se excusaba cuando le pedían semejantes pareceres, diciendo que quería más pelear que dar consejo, porque en lo uno aventuraba sólo la propria vida, y con ella pagaba lo que debía, y en lo otro no sólo la vida propria, sino la de muchos, y, lo que más era, la honra y perpetua fama. Y que conociendo él de sí que ni para pelear ni para dar consejo se podía comparar con los que allí estaban, tenía legítima excusa. Pero, que cumpliendo con lo que un tan gran príncipe le mandaba, decía que muchos de los que allí estaban sabían de él cuán enemigo era de batallas, y que tenía por sentencia lo que vulgarmente se dice: «Deme Dios cien años de guerra y no un día de batalla, de la cual son tan varios y dudosos los sucesos y tan ciertos y calamitosos los peligros.» Pero que aunque esto fuese así, las causas presentes para no dilatar la batalla ni poder sustentar la guerra, eran tan manifiestas que no había para qué repetirlas, pues todos las tenían bien vistas. Y que los medios que allí se habían dado parecían buenos y que se podría acertar en cada uno de ellos. Pero que si se quería advertir en la ida a Milán o en la de Cremona, y asimismo en la de Nápoles, quedaban sujetos a la voluntad del enemigo; porque si el rey de Francia, teniéndose por vitorioso con su retirada, se le antojaba seguirlos, nadie podía negar sino que, a pesar suyo, le habían de aventurar la batalla; y por ventura no tendrían lugar para prevenir lo necesario y buscar lugar cómodo para ella como agora lo podían hacer.

     Y que así, su parecer era que lo que habían de hacer forzados, hiciesen de voluntad, libremente, y a tiempo que, ni como temerosos huyendo, ni como acometidos turbados, sino muy como quien tiene la justicia de su parte y con ella debe confiar que terná también a Dios, que da las vitorias, no según la multitud, sino por la razón y justicia, y que la gente que en el campo imperial había era tal, que aunque pocos en número, se podía confiar de ellos que tendrían manos para doblados, de los que los contrarios eran.



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- XXV -

Determinase en el Consejo por los capitanes imperiales que den la batalla al rey. -Encomiendan el orden y manera de darla al de Pescara. -Habla el de Pescara a los españoles. -Lo que es la honra, y lo que cuesta y vale encarece el marqués. -Dice el marqués a los españoles que si quieren comer, que lo busquen en el campo del francés. -Acetan los españoles con muy buen ánimo. -Dales orden y que se pongan camisas sobre las armas. -Dan aviso desta determinación a los de Pavía.

     Satisfizo a todos el parecer del marqués, y el duque de Borbón, levantándose de su silla, lo aprobó, y lo mismo el virrey de Nápoles, y todos los demás caballeros. Y fué acordado que la batalla se diese otro día, teniéndole por favorable y dichoso, por haber nacido en él el príncipe a quien servían.

     Remitióse el orden que en esto se había de tener al marqués de Pescara, y que todos estarían a lo que él dispusiese.

     Aparejaron las armas, sillas y caballos, cada uno como mejor podía. Y el marqués dobló la guarda y centinelas, porque nadie pudiese dar aviso a los enemigos, aunque hasta bien tarde solos los del consejo supieron esta determinación.

     Oyeron misa este día con mucha devoción, y el duque de Borbón hizo plato en su tienda al virrey y marqueses. Y los demás caballeros y oficiales principales del campo recogiéronse a sus tiendas para dormir y descansar un poco, porque esperaban tener muy mala noche.

     Y jueves en la tarde, último de las Carnestolendas, vigilia de San Matía, el marqués de Pescara mandó a los sargentos mayores que en dos o tres partes juntasen la infantería española, porque las guardias no se quitasen, para hablarles; y siendo juntos les dijo, estando sobre un cuartago puesto en medio de todos, mirándolos con ojos amorosos: Que nunca los juntaba sino para contarles trabajos y lacerías, de lo cual sabía Dios cuánto a él le pesaba, porque más se holgara de verse con ellos para alegrarse y regocijarse, como con verdaderos amigos, pero que se temía que la ventura no le había de dar tanta vida para gozar de este bien, y que como a todos los que allí estaban, él tuviese en su corazón, no podía dejar de comunicarles lo que en él se trataba. Y que no pensasen que habían hecho esto por él, en tenerle puesto en lugar tan honroso, como era ser su capitán general, que él a la verdad así lo conocía, que se lo debía; pero que quería que supiesen cuán caro se lo vendían, que era tanto, que estaba por decir que maldita fuese la honra y quien honra del mundo quiere, que el sabio aunque la hallase por el suelo no se había de abajar por ella, pues en tomarla se obligaba a perder bienes y vida y aun el alma, que duele más sustentarla. Y que poner vida por la honra, cuando con sola ella se puede satisfacer, era nada, y en tal lo tenía, y como tal podía decir, que en todas las afrentas donde se habían hallado, siempre le habían visto delante de todos, por perder antes la vida que la honra de su capitán, pero que cuando la vida no basta para sustentar la honra, que mirasen qué podría sentir él, pues a tanto le tenían obligado, y que, pues el decirlo por la boca tampoco satisface, lo sintiese el corazón y lo sintiesen todos, pues en ello le tenían puesto.

     Dijo estas palabras con tanta ternura de corazón, que se le arrasaron los ojos y enterneció los ánimos de los que le oían, porque todos le amaban de corazón. Lo cual como él viese, prosiguió con su plática, diciendo:

     «He dicho esto, señores y hijos míos, para daros parte del extremo a que la fortuna nos ha traído. Y es que de toda la tierra, sola la que debajo de los pies tenéis podéis contar por amiga, que la otra toda es nuestra enemiga, y como tal se nos ha querido mostrar, en que sólo un pan que daros mañana para comer, yo ni todo el poder de nuestro Emperador no lo alcanzamos ni sabemos de dónde poderlo haber, si no es en aquel campo de franceses que allí veis. Porque allí, como alguno de vosotros vistes la otra noche, hay abundancia y sobran el pan y el vino, la carne y las truchas, y carpiones del lago de Pesquera, para mañana viernes. Por tanto, hermanos míos, la cuenta es que si mañana queremos comer, allí lo hemos de ir a buscar. Y si esto no os parece, dicídmelo, para que yo sepa vuestra voluntad.»

     Como los soldados esto oyeron, con muy buen semblante y animosos corazones respondieron que aquello era lo que siempre habían deseado, y que de ninguna manera se dejase de dar la batalla el día siguiente. El marqués les dió muchas gracias, y ordenó que de los piqueros ninguno saliese de su escuadrón, hasta ser conocida la vitoria, y que los arcabuceros que anduviesen desmandados no se embarazasen en robar ni tomar prisioneros ni hacer otros sacos hasta que la vitoria estuviese cierta por su parte, y que si alguno lo hiciese, los demás le matasen los caballos o prisioneros y aún al mismo, cuando fuese necesario, para atemorizar los demás. Y que aquella noche, a la hora de las nueve, andarían los atambores sin las cajas, sino sólo con los palillos, tocando por los cuarteles, para que todos se armasen, y con camisas encima de las armas y vestidos, saliesen a ponerse en los escuadrones. Y los que tuviesen camisas sobradas, las diesen a los tudescos que no las tenían, y los demás, de sábanas y tiendas, y si no bastasen, de pliegos de papel se cubriesen los cuerpos, para ser conocidos en la escuridad de la noche. Que los que tuviesen ropa o otros embarazos lo enviasen con el bagaje, que se enviaba a un castillejo allí cerca, para que con los mozos estuviesen seguros de los villanos de la tierra, hasta el fin de la batalla. Y que siendo esto hecho pusiesen fuego a sus tiendas, chozas o barracas, que todo el ejército haría lo mismo. Porque viendo los franceses moverse todo el campo, pensarían que huían, y por ventura saldrían de su fuerte.

     Enviaron al capitán Arriano, que se ofreció a ello, para que avisase en Pavía a Antonio de Leyva de lo que estaba determinado, para que al mismo tiempo él hiciese por su parte lo que pudiese, aunque era muy dificultoso, por los grandes reparos y trincheas que entre el campo y la ciudad había.

     El capitán mudó la banda roja imperial en la blanca francesa, y se hizo soldado de Juanín de Médicis y pudo así, pasar, hasta entrar en Pavía, donde luego con humos hicieron la señal.

     Recogiéronse al castillo de Sant Angel los embajadores que andaban en el campo y todos los carruajes del ejército, con que quedaron más libres y desembarazados; y puestos todos en orden, la jornada se hizo en la forma siguiente.



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- XXVI -

Van a media noche a derribar el muro del parque, que era una cerca de una dehesa, gran heredad de cartujos. -La casa de Mirabel, que los cartujos tienen en medio de esta dehesa, recreación de los duques de Milán. -Quemaron los imperiales sus alojamientos. -El francés piensa que huyen. -Confiésanse los imperiales con devoción. El campo francés estaba ya en orden pensando seguir a los que a su parecer huían. -Los italianos no quieren juntarse con los españoles. -Orden que llevó el campo imperial.

     Venida la noche, se pusieron las guardias y centinelas dobladas, por que los franceses no pudiesen ser avisados, y para esto puso el marqués tres capitanes, Luis de Viacampo y a Juan de Herrera y a Gayoso, hombres muy diestros en las armas y diligentes, para que con sus compañías velasen en mirar que no se pasase algún espía ni otro alguno al otro campo.

     Hecho esto y llegada la hora señalada, estaban todos a punto como el marqués había ordenado. Luego el marqués mandó a Santa Cruz, capitán viejo de arcabuceros, y al capitán Salcedo, de piqueros, que con sus compañías fuesen a derribar una parte del muro del Parque, que es una dehesa del monasterio de cartujos, que se llama la Certosa y llega hasta junto a la ciudad de Pavía, que es casi una legua de dehesa con algunas pequeñas arboledas. Y por la una parte con fina con un río llamado el Grabalón, que cerca de Pavía se junta con el Tesin, y por la otra estaba cercado de un muro de cal y ladrillo, de altura de una pica o más.

     Este muro viene desde el dicho monasterio hasta junto a la ciudad. Llámase esta dehesa el Parque de Pavía. Es apacible para la recreación de los religiosos; en medio de ella está una buena casa llamada Mirabel, cercada a la redonda con un foso de agua, que de un arroyo que por allí corre le pueden echar. Esta dehesa está, como dije, a una parte de Pavía, y como el campo francés fuese tan grande que cercaba toda la ciudad, venía a estar dentro de este parque gran parte del ejército. Y porque lo de fuera era todo arboledas y viñas y tierra no competente para la batalla, quiso el marqués entrar en el parque, que es tierra llana y descombrada para pelear.

     Y para esto envió los dos capitanes que dije, para que algo apartado del campo francés, a la mano derecha derribando una parte del muro, hiciesen entrada al ejército. Los cuales, con picos y vaiveines, trabajaron toda la noche sin ser sentidos y con gran dificultad, por ser la pared muy fuerte; al romper del alba tenían derribado tanto que podía entrar el ejército.

     A la hora de las diez de la noche todo el ejército imperial se juntaba en sus escuadrones, cuando puesto fuego a las tiendas y chozas comenzó a arder, que parecía quemarse toda aquella tierra. Lo cual como los franceses vieron, fueron al aposento de su rey, diciendo cómo los españoles quemando los alojamientos se iban huyendo. El rey salió de su cámara y, visto el fuego, creyó ser así; y con gran placer, pareciéndole haber salido como él había pensado y dicho, mandó que en siendo de día estuviese la gente en arma en sus escuadrones, que él quería seguir a sus enemigos hasta desbaratarlos, o a lo menos echarlos fuera de todo el estado de Milán. Y con esto se sosegaron hasta casi el alba.

     Siendo ya juntos los escuadrones imperiales encamisados o empapelados, comenzaron los tudescos poco a poco a caminar donde el muro que dije se rompía. Y como no pudo derribarse hasta que ya era de día, todo el resto de la noche, que fué bien larga y fría, se les pasó en confesarse algunos soldados con los capellanes de las compañías y otros sacerdotes que andaban en el campo. Ordenaron testamentos. Abrazábanse los unos a los otros como si no se hubieran de ver más, no por causa de flaqueza que en ellos hubiese, sino por buena providencia, cual deben tener los que en semejantes peligros se ponen. Aunque la noche era fría, estaba serena y clara por el gran resplandor de las estrellas y sin algún aire.

     Y venida la mañana, ya que abría el alba, los guardias se levantaron de donde estaban secretamente y se vinieron a los escuadrones. Y cuando ya la pared que Santa Cruz y Salcedo derribaban cayó en tierra, mandó el marqués juntar un escuadrón de cinco banderas de españoles y otras tantas de tudescos, y metióse con ellas por el portillo dentro del parque, para reconocer lo que los enemigos hacían. Y entrados un poco dentro del parque, hizo detener el escuadrón, entre tanto que solo llegó a una arboleda pequeña que delante estaba, de la cual podían ver todo aquel campo, hasta los bestiones de los enemigos. Y llegado allí, vió cómo todo el ejército francés estaba fuera de su fuerte en lo llano de aquella misma dehesa, ordenados en escuadrones, con intento, a lo que se creyó, de seguir a los que a su parecer huían; y para esto habían sacada mucha artillería con sus caballos y municiones y todo puesto a punto de batalla. Lo cual visto por el marqués, considerando ser aquel buen lugar para lo que deseaba, volvió al ejército con rostro muy alegre y los hizo entrar a todos en el parque, y que los tudescos se pusiesen en escuadrón y los españoles en otro, y pareciéndole que por ser los italianos pocos sería bien juntarlos con españoles y ellos que holgarían de ello. Pero los italianos, con una honrosa presunción, no quisieron, diciendo que si se juntaban con españoles y la batalla se perdía, sería dar ocasión a que todos dijesen que por ellos se había perdido, y si la batalla se ganaba, sabían que toda la gloria y honra se había de dar a los españoles, sin acordarse de ellos. Y que así, era mejor que señalándose cada nación por su parte, cada cual hiciese lo que pudiese para ganar honra.

     A todos pareció bien este pundonor, y ansí se concertó que de la gente de armas se hiciesen tres escuadroncillos, como ellos suelen repartir.

     Y como todos llevaban camisas sobre las armas, no se pudo notar bien sus sobrevistas y divisas, y las camisas iban cosidas con las mangas sobre el codo; las faldas a la cintura. Todos llevaban sus bandas de tafetán colorado sobre las camisas.

     El escuadrón de la vanguardia llevaba el virrey como capitán general, con hasta docientas lanzas muy bien aderezadas, y más los continuos de Nápoles y los suyos, que serían cerca de otros ciento, los estandartes en medio del escuadrón muy en orden. Delante del virrey iban seis trompetas vestidos de colorado y amarillo, con banderas de tafetán colorado, y en ellas las armas imperiales. Estas eran particulares de su persona; porque las trompetas de las compañías iban con los estandartes. El virrey iba muy bien armado de unas armas doradas y blancas; en el almete, un penacho muy hermoso colorado y amarillo. Llevaba un sayo de brocado y raso carmesí muy lucido, sobre un caballo ruano muy bueno y muy bien encubertado, y todo de la misma divisa, y delante de él hasta cincuenta alabarderos a pie de su guarda. Los cuales, al tiempo del romper, se metieron o recogieron en la infantería.

     El segundo escuadrón, que era de la batalla del duque de Borbón, como lugarteniente del Emperador (que aquél es su lugar), llevaba casi docientas lanzas muy lucidas y algunos caballeros que le acompañaban. Llevaba el duque un sayo de brocado sobre un fuerte arnés blanco, sin otra divisa ninguna. Iba a su lado el marqués del Vasto, que fué uno de los más gentiles hombres que en su tiempo se conocía, y junto con esto muy galán. Iba muy bien armado de unas armas de veros dorados y azules, muy bien labrados. Llevaba en el almete una pluma muy hermosa, blanca y encarnada, y un sayo de tela de plata y oro encarnado; sobre un caballo castaño escuro, las cubiertas de la misma divisa, y sobre todo una camisa rica con el collar de perlas, y otras piedras de valor, tan bien puesto en el caballo que era contento mirarlo.

     Quisiera el marqués hallarse a pie con la infantería; pero su tío, el de Pescara no lo consintió, sino que fuese en compañía del duque de Borbón, pues en aquel escuadrón iba su compañía de gente de armas.

     El escuadrón de la retaguardia llevaba Hernando de Alarcón, con hasta docientas lanzas bien aderezadas. Iba bien armado con sobrevista de terciopelo negro, sin otra divisa alguna. De suerte que toda la gente de armas, sin los continuos, serían hasta setecientas lanzas, o poco más.

     Los capitanes y tenientes y otros muchos particulares hombres de armas iban galanes, con divisas que, por no ser prolijo, no digo.

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- XXVII -

Descuido de las cadenas del marqués de Sant Angel, y costóle la vida. -Va este marqués a reconocer la casa de Mirabel. -Había en el campo seis mil españoles. -Acompañaban los italianos la artillería. -Los escuadrones franceses llegan y acometen. -Monsieurs de Francia que venían con el rey. -Juan de Caravajal, paje de lanza del marqués del Vasto en esta jornada. -Poderoso ejército francés.

     Esta gente entrando en el parque, tomando todos lanza en cuja y echando de sí los mozos, se apartaron a la una parte en la orden que he dicho.

     Salió delante el marqués de Civita de Sant Angel con hasta cuatrocientos caballos ligeros, de quien era capitán general, gente de valor y vergüenza, y muy bien aderezados, así de caballos como de armas. El iba en un buen caballo castaño escuro, a la ligera, aunque no tan proveído de cadenas en las riendas y guarniciones como fuera menester, el cual descuido le costó la vida. Llevaba sobre las armas un sayo de terciopelo carmesí, y los paramentos o cubiertas del caballo de lo mismo.

     A este marqués mandaron que luego fuese con su gente a reconocer la casa de Mirabel, que en medio del parque estaba, y la desembarazase de alguna gente de los enemigos que allí estaba; porque los escuadrones pensaban ir derechos allí; y el lo hizo muy bien, y después volvió a ponerse en la batalla.

     De la infantería española se hizo un escuadrón, a quien se dió la vanguardia. Serían hasta seis mil españoles infantes, antes menos que más, delante de los cuales iba el marqués de Pescara armado de infante, sobre un hermoso caballo tordillo que llamaban el Mantuano, al cual él tenía en tanto precio, que no tenía cosa que estimase en más. No llevaba otra divisa más que la común; sus calzas de grana y jubón de raso carmesí, con una camisa rica de oro y perlas. Iban con él sus continuos y gentiles hombres, ellos y los capitanes lo más bien aderezados que pudieron.

     De la infantería tudesca se hizo un hermoso escuadrón de hasta doce mil infantes; llevábale micer Jorge su coronel. Llevaba sobre su coselete y camisa una capilla de fraile francisco, por su devoción, de que mucho se rieron el virrey y los demás. Este escuadrón fué muy señalado.

     En la retaguardia venían Papapoda y Cesaro de Nápoles con los otros capitanes italianos. Ternía su escuadrón aun no dos mil infantes, aunque en el valor y esfuerzo era harto poderoso. Estos traían la artillería, que era no más de la que dije, y la munición que traían unas yeguas, y encerró cada una con un costalejo de pólvora o pelotas, que parecía cosa de risa.

     Ordenados de la manera dicha los escuadrones, y puesto cada uno en su lugar, ya el sol comenzaba a resplandecer cuando (aunque algo lejos) vieron venir sobre la mano izquierda hacia sí los escuadrones contrarios, que al parecer ponían espanto por su gran multitud. Porque venían en un escuadrón con monsieur de Alanson quinientos hombres de armas, y en guarda de ellos cinco mil esguízaros, algo apartados de los otros. Cerca de ellos venían otros escuadrones de casi dos mil lanzas gruesas, donde venía la persona del rey, así como don Enrique de Labrit, que se llamaba rey de Navarra, y el príncipe de Escocia, el almirante de Francia, el duque de la Palisa, gobernador de Borgoña, el conde de Sant Pol, el marqués de Aveni, con otros; más de sesenta príncipes monsieurs, todos tan aderezados de armas y atavíos, que en comparación de ellos era pobreza lo que traían los imperiales, como lo dice quien lo vió por sus ojos y escribió esta relación con mucha puntualidad y noticia de todo, por ser criado de confianza del marqués del Vasto, y que se halló en estas ocasiones. El cual dice que vió los brocados, y joyeles y cadenas gruesas de oro que traían y los soldados vitoriosos les quitaron.

     Venía luego un gran escuadrón de infantería alemana, de los que llaman de la banda negra, de más de quince mil hombres puestos en ala por aquella llanura. Tras ellos venía otro escuadrón de diez mil esguízaros y otro de quince mil italianos, y otro de diez mil franceses a pie (que llaman frantopines), gascones y bearneses. Estos eran sin más de otros diez mil italianos y franceses de a pie y de a caballo que quedaban sobre Pavía, para asegurar que los de dentro no saliesen a dañar a los franceses, ni a robar su campo, ni de parte de los imperiales se les pudiese meter socorro.



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- XXVIII -

Animo notable de los imperiales. -Dicho gracioso del de Pescara para indignar al español contra el francés. -El capitán don Alonso de Córdova se casó con su amiga antes de entrar en la batalla

     No desmayaron los imperiales viendo venir un ejército tan poderoso, antes se dijeron dichos muy graciosos y con buen donaire, como gente que tenía muy enteros los ánimos. Adelantóse un poco el marqués de Pescara, acercándose más a los enemigos, y no estuvo mucho que volvió con una risa que parecía muy de veras, diciendo: «¿Pasáis por la soberbia destos locos? Sabed que el rey de Francia ha mandado echar bando o pregón, que nadie tome español a vida, so pena que la perderá también el que lo tomare. ¡Mirad qué venidad, si piensa que nos tiene ya las manos atadas!»

     Este dicho (dado que algunos conocieron ser burla y fingimiento) encendió a la mayor parte en tanto coraje, que hizo gran daño en los enemigos. Porque se enojaron tanto los españoles, que muchos juraron luego de no tomar hombre a vida y de antes morir mil muertes que rendirse, que era lo que el marqués quería.

     En este tiempo el capitán don Alonso de Córdova mandó a su capellán que fuese por doña Teresa su amiga, que allí cerca en la retaguardia había quedado, en la cual tenía dos hijos, y, venida, le dijo:

     -Ya, señora, veis el tiempo en que estamos, y sabed que yo estoy obligado a pelear por tres, que es por mí y por mis hijos. Querría si vos mandáis que me fuese lícito pelear por cuatro; quiero decir, que fuese también por vos. Y por esto, estoy determinado, si vos lo tenéis por bien, que volviéndonos a Dios nos pongamos en su servicio, y recibiros por mi mujer, y los muchachos por mis legítimos hijos. Porque con esto con más ánimos podré poner la vida por vos primero que por mí, y ayudarnos ha Dios.

     Viendo ella la merced que Dios le hacía, se apeó presto del cuartago en que estaba y se puso de rodillas a los pies de don Alonso. Y él la levantó y allí les fueron tomadas las manos y hecho el casamiento por su capellán, y ella se volvió con muchas lágrimas donde había venido.

     A todos pareció bien ese hecho, y lo tuvieron en mucho. Y luego vino allí don Juan de Córdova su hermano, capitán de gente de armas por el duque de Sessa, y le abrazó, que había días que no se hablaban, y aprobó y loó mucho lo hecho. Y lo mismo hizo don Pedro de Córdova su hermano, que estaba con la gente de armas. Los cuales luego se volvieron a sus escuadrones, porque ya comenzaban a tocar los atambores a la orden.



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- XXIX -

Juega la artillería francesa contra los imperiales. La infantería española va contra la casa de Mirabel. -Dos valientes españoles quieren mostrarse al tiempo del romper. -Aprovechó poco la artillería imperial. -Monsieur de Alanson se topa con los italianos y los maltrata. -Valiente italiano. -Los franceses ganan la artillería que traían los italianos y apellidaron vitoria. -El marqués da voces al virrey de Nápoles que rompa y no tema la artillería. -Marqués de Pescara y su valor. -Gusto grande que recibió el duque de Borbón viendo ya romper de todo punto la batalla. Armas, vestidos y divisa del rey de Francia. -Blasón. -Los príncipes que acompañaban al rey. Anima el rey a los suyos y salen a encontrarse con la gente de armas española. -Rompen furiosamente unos con otros. -Llega el de Pescara con la infantería. -Sale el capitán Quesada con su compañía a socorrer a los caballos. -Daño notable que hizo Quesada con sus docientos arcabuceros que dicen eran mosquetes. -Matan a monsieur de la Palisa.

     A esta hora ya los enemigos habían puesto delante de sus escuadrones el artillería que dije que habían sacado, que eran más de treinta piezas gruesas, sin otras muchas de campaña. Y comenzaron a tirar a los escuadrones imperiales. Porque la traían con tal arte, que sin quitar de la pieza los caballos que la llevaban, sino con sólo revolver la boca adelante con un estribo grueso de hierro que en la cureña traían, donde hacían hincapié para la coz, podían jugar de cada pieza sin tener a qué detenerse, más de para asestar a la parte que el artillero quería.

     Y con la primera rociada mataron algunos hombres de armas y infantes de los escuadrones imperiales.

     Viendo esto el marqués, mandó que el escuadrón de la infantería española caminase poco a poco derecho a Mirabel, dejando los enemigos sobre la mano izquierda, y mandó traer las dos piezas de artillería y algunas yeguas de las cargadas con munición, que llevasen consigo, para que llegados cerca de un altillo que junto a Mirabel está, las pusiese para dañar de allí a los enemigos tirándoles de través.

     En esto salieron del escuadrón dos muy buenos soldados de la compañía del capitán Ribera, el uno llamado Pedro Caráez y el otro Juan de Medina, armados con sus coseletes y picas en las manos, y suplicaron al marqués les diese licencia para que al tiempo del acometer los escuadrones, ellos dos solos pudiesen ponerse algo delante al largo de tres o cuatro picas, para que allí tuviesen lugar de mostrarse. El marqués se lo hubo de conceder por el crédito que de ellos tenía. Pero como nunca los enemigos llegaron a esa manera de romper, no tuvo efeto su petición. Aunque se dieron bien a conocer por lo mucho que aquel día estos dos valientes españoles hicieron.

     Caminando, pues, el escuadrón de españoles paso a paso, llegó al arroyuelo que está junto a Mirabel, cuya agua llegaba a la rodilla; pasáronle y llegaron junto a la casa. De la cual los caballos ligeros habían echado algunos enemigos y mercaderes que en ella estaban. Y poniéndolos en aquel cerrillo para tirar con las dos piezas de artillería, las yeguas que la munición traían se habían espantado y huido, que no las pudieron tener los villanos que las traían. De suerte que si no fué de dos tiros que venían cargados, de otra cosa no se aprovecharon de su artillería, y ansí, se la dejaron allí.

     En este tiempo, monsieur de Alanson, cuñado del rey, que algo apartado de los otros escuadrones con quinientas lanzas y cinco mil esguízaros venía, como dije, rodeando por detrás de unos álamos, vino a salir a la retaguardia de los imperiales, con intento de tomar el paso por donde habían entrado y herirlos por las espaldas. Pero como ya así la infantería española como tudesca y la gente de a caballo no estaban como él pensó, vino a encontrarse con los italianos que con la artillería algo más se habían detenido. Los cuales, como viesen venir contra sí tanta gente de a pie y de a caballo, con muy buen ánimo se apercibieron para los esperar. El capitán Papapoda, que en la hilera estaba, dijo viendo el peligro: «Paréceme que sería cordura recogernos a aquella alamedilla. Porque allí fácilmente nos podremos defender de la gente de a pie y de la de a caballo, y estaremos seguros por la espesura de los árboles.» Al cual respondió el alférez que estaba detrás de él con su pica en la mano (porque día de batalla campal las banderas y van en medio del escuadrón y llévanlas los banderados, y los alféreces van en la segunda hilera del escuadrón con sus picas, y así iba este valiente soldado, y de allí dijo a su capitán): «Mirad, capitán; no es tiempo de buscar esas securidades a los que más buscan honra que vida. Acordaos que para este día os ha pagado el Emperador muchos años. Por tanto, no os mudéis de donde estáis; si no, tened por cierto que el primer picazo que diere será en vos.»

     Apenas había dicho estas palabras, cuando la gente de armas por una parte y los esguízaros por otra arremetieron con tanta furia, que en breve espacio rompieron aquel escuadrón y mataron y hirieron 1a mayor parte de él, aunque ellos pelearon con grande ánimo y derribaron y mataron muchos de sus enemigos, tanto, que la gente que los rompió no osó más entrar en batalla. Y vista su pérdida, se fueron de allí sin más pelear. Pero en este reencuentro ellos quedaron vitoriosos y ganaron la artillería, y la dispararon contra los imperiales, gritando en alta voz: «¡Vitoria, Francia, vitoria!»

     Lo cual visto por el virrey de Nápoles, con alguna turbación de lo que había pasado sin poderlo remediar, envió de presto con el capitán Aguayo uno de sus continuos a decir al marqués que le parecía que él con la infantería española se metiese dentro del foso de Mirabel y allí se fortificase para recoger la gente más a su ventaja. El marqués, que sin alguna turbación lo miraba todo, vió que era una gran ceguedad lo que el virrey quería, porque dentro de dos días era fuerza que se rindiesen por hambre, o salir a buscar los enemigos. Que por ventura viendo la ventaja se fortificarían de bestiones en torno de ellos y con sola su artillería los hundirían allí.

     Considerados estos inconvenientes, respondió el marqués en alta voz que oyeron todos: «Decid al virrey que sin más esperar el daño que la artillería hace en la gente de armas, acometa y rompa los enemigos. Porque, al fin, el que espera da ánimo a su contrario; que yo seré luego en la batalla.»

     Con esta respuesta fué Aguayo y volvió luego, diciendo: «Señor, el virrey manda que vuestra señoría tome luego a como lo dice, que lo demás sería ir a ir a buscar la muerte a sabiendas.»

     El marqués respondió: «Decid al virrey que acometa a sus enemigos; que pues la muerte no deja de alcanzar a los que huyen, más vale buscarla con honra que huirla con perpetua infamia.»

     Y dicho esto, mandó volver de allí el escuadrón para ir a la batalla de los enemigos. Y tornando a pasar el arroyo, hizo que todos sus continuos y criados se apeasen y se metiesen en su lugar del escuadrón, que es la tercera hilera. Porque la primera es de los capitanes, y la segunda de los alféreces, y la tercera de los gentiles hombres del capitán general.

     Y ordenado bien el escuadrón, los arcabuceros delante, que serían hasta ochocientos o pocos más, salió solo el marqués delante en su caballo Mantuano, y viendo tendida en tierra una lanza de hombre de armas, pidió que se la diesen, y poniéndola en la cuja la tornó a lanzar al suelo, diciendo: «Quítame allá ese embarazo.» Y echó mano a su espada.

     Y el capitán Aguayo llegó al virrey con la respuesta y determinación del marqués. El cual, viendo ser aquello lo que cumplía, se volvió a su escuadrón diciendo: «Ea, señores, que aquí no hay más que esperar sino en Dios. Por tanto, os ruego a todos que me sigáis, haciendo como yo haré.»

     Cerca de él estaba el marqués de Sant Angel, que, echada la gente de Mirabel se volvió a su estancia. El virrey envió a decir al duque de Borbón que luego acometiese con la batalla y Alarcón con la retaguardia. El de Borbón, cuando aquello oyó, alzó juntas las manos al cielo, como hombre que veía llegarse lo que para mostrar el enojo que contra el rey de Francia tenía había días que deseaba. Y así lo publicó en palabras.

     El virrey, haciendo la señal de la cruz sobre sí, tomó su lanza y con su escuadrón comenzó a caminar en buen orden hacia los escuadrones franceses, que algún tanto se habían parado. Lo cual como el rey de Francia viese, que muy bien armado sobre un caballo rucio andaba discurriendo por sus escuadrones y traía sobre las armas un sayo de brocado y terciopelo morado a escaques y bordadas en él muchas F F; al contrario, en el brocado terciopelo, y en el terciopelo brocado, con unos cordones de oro y seda morada. En el almete traía una gentil pluma o penacho grande amarillo y morado. Las caídas del penacho llegaban a las ancas del caballo. De entre las plumas salía una bandera de cendal morado con una salamandria dorada en un fuego, y al cabo de ella una F grande dorada y una letra a la redonda del pendoncillo que decía: Ista vice et non plus. Que quiere decir, «esta vez y no más.» Esta traía él, porque en aquella jornada pensaba quedar seguro señor de Italia.

     Junto a él venía el príncipe de Navarra con ricas armas doradas y sobrevistas de hermoso brocado verde, con unas esferas doradas por las sobrevistas, el caballo encubertado de terciopelo pardo y fajas de oro. Venía también allí el príncipe de Escocia, muy hermoso de rostro y bien dispuesto, de hasta diez y ocho años. Traía sobre las armas un sayo de brocado muy lleno de cruces blancas, con una gruesa cadena de oro a la garganta con un rico joyel. Otros muchos venían de brocado y sedas muy ricamente ataviados sobre hermosas armas.

     Pues, como dije, andaba el rey con sus escuadrones y solicitando a los artilleros a que se diesen toda priesa a tirar. Y como viese que la gente de armas de España iba la vuelta suya, dijo en alta voz: «Ea, caballeros, que pues esta gente viene como buenos a buscarnos y nos quitan de trabajo, razón será que como tales los salgamos a recibir.»

     Y luego mandó al príncipe de Navarra que con monsieur de la Palisa y el conde de San Pol y el mareschal de Montmoransi, todos grandes señores, y otros muchos, saliesen con la vanguardia delante.

     A este tiempo ya el virrey venía con su escuadrón a más andar juntándose a ellos. Y puestas las lanzas en los ristres, con gran ánimo arremetieron los unos a los otros, que era hermosa cosa ver los lindos encuentros que se daban, y muchos caballos salir sin señores. El alarido de las voces de los unos y de los otros era tan grande, y las voces que daban los unos apellidando Francia, y los otros, Santiago y España, y el ruido del quebrar las lanzas y de las caídas de los caballeros, era cosa espantosa, que parecía estar allí todo el mundo junto. Lo cual como el marqués de Pescara viese, que venía a la mano derecha con los españoles, temiendo el peligro de su gente de armas, que era tan poca, y los enemigos tantos, vuelto el rostro al escuadrón dijo:

     -Ya, señores, véis cómo nuestra gente de armas hace como buenos lo que en sí es, y si revés o daño han de recibir será por ser tan pocos, que largamente hay tres para uno, por tanto conviene socorrerlos. Y porque no sería acertado ir todos éstos, salga el capitán Quesada con su compañía de arcabuceros y váyalos a socorrer.

     Y en diciendo esto, salió Quesada con su arcabuz en la mano, y vestido una cuera de ante con mangas de malla y morrión, y camisa y banda colorada, y llamando sus soldados salieron todos, que serían hasta docientos arcabuceros bien aderezados, y puédese decir, por digno de memoria, que aquel día, sin haber sargentos mayores ni menores que del escuadrón saliesen, su buena estrella los gobernaba de tal manera, que solos sus soldados, sin juntársele otro ninguno, le siguieron con muy buen orden, y llegaron donde la gente de armas peleaba valerosamente. Con cuya llegada perdieron muchos franceses los caballos y las vidas. Porque en llegando comenzaron a tirar a los escuadrones de los enemigos, aunque no andaban bien mezclados. Pero en viendo cruz blanca o el caballero sin camisa sobre las armas, daban con ellos en tierra.

     El ruido de la arcabucería y el humo puso gran temor en los caballos de los enemigos; tanto, que enarmonados muchos de ellos, se salían de la batalla, sin poderlos sus dueños señorear. Allí murieron muchos señores y caballeros franceses, como fué el almirante de Francia, monsieur de la Palisa, y otros muchos. Que aunque salían de la batalla, se rendían a quien pensaban les salvaría las vidas, y para esto prometían gran rescate. Pero no tenían remedio, porque llegaban los arcabuceros y sin alguna piedad los mataban.

     Y de esta manera vió quien escribió esto morir a monsieur de la Palisa, caballero anciano y muy estimado, y se había rendido al capitán Chuchar y prometídole veinte mil ducados de talla o rescate; y llegó un arcabucero y le mató. Mostráronse mucho como valientes en este primer encuentro el virrey de Nápoles y el duque de Borbón, que se metió cuanto pudo en la batalla con deseo de toparse con el rey y matarle. También el marqués del Vasto hizo lo mismo, y Hernando de Alarcón, que entró con su retaguardia y se puso en tanto peligro que aunque mató algunos, le derribaron del caballo, y si no le socorrieran ciertos arcabuceros y Jorge de Sevilla, buen soldado que se puso en gran peligro por darle un caballo que quitó a un francés, peligrara.



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- XXX -

Matan al marqués de Civita de Sant Angel. -Lo que dijo el marqués de Pescara a los españoles mandándoles ir a romper un grueso escuadrón.

     Entró (como dije) con el virrey el marqués de Civita de Sant Angel, mostrando bien quién era. Y yendo peleando le cortaron las riendas del caballo, por el descuido de no llevar cadena de hierro (como dije). Y como el caballo se sintió suelto metió a su dueño por el tropel de los enemigos, aunque él siempre con su maza de hierro iba hiriendo a una parte y a otra, hasta que fué a dar donde el rey de Francia andaba. El cual, con una gruesa lanza que traía, le encontró, de suerte que, como el marqués iba armado a la ligera, o estradiota, le derribó muerto en tierra.

     Y esto pareció ser así, porque el mismo rey, después de la batalla, dando buenas señas de él, dijo lo que había acaecido.

     Andando la gente de armas en los principios de la batalla, el marqués de Pescara, que a mano derecha venía con la infantería española, vió venir hacia su escuadrón otro bien grueso y con buen concierto de los enemigos. Y con una disimulación y fingimiento gracioso, que naturalmente tenía, se volvió a su gente diciendo: «Ea, mis leones de España, que hoy es día de matar la hambre que de honra siempre tuvistes. Y para esto os ha traído hoy Dios tanta multitud de pécoras, en que os cebéis. Y mirad que aquel escuadrón que algo lejos viene hacia acá, me parece que es la gente de Pavía, que con el mismo deseo de ganar honra ha salido y viene a se juntar con nosotros. Por tanto, vamos a recibillos. Y juntos podemos volver sobre la mano izquierda y a nuestro salvo entrar por los enemigos.»

     Y con esto no cesaba el escuadrón de caminar paso a paso hacia ellos, dejando la retaguardia algo desviada.



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- XXXI-

Los tudescos imperiales recogen los españoles arcabuceros desmandados. -Acometen los españoles un escuadrón de quince mil tudescos. -Mortandad grande y destrozo que hicieron seiscientos arcabuceros españoles. -Sale Antonio de Leyva de Pavía a dar en los que huían y escaramuza con los italianos que guardaban el real del francés.

     El escuadrón de los tudescos se estaba quedo en el campo, para acudir donde fuese necesario. Y si algún arcabucero español pasaba acaso cerca de ellos, micer Jorge salía y tomándole por el brazo le metía en el escuadrón, diciéndole en su lengua: Fermi, fermi; esto es, que estuviese allí con él. Y desta manera juntó consigo más de treinta arcabuceros que viendo su buena voluntad holgaban de le complacer.

     Todavía caminaba el escuadrón de españoles derecho al escuadrón que el marqués les había hecho creer que era de los de Pavía, aunque algunos claramente vieron no ser así. Pero entendiendo que el marqués lo hacía por animar a su gente, y que cuando hubiesen de romper fuese como de improviso, callaron. Y así iba con gran regocijo, y el marqués delante en su caballo, haciendo mil gentilezas y diciéndoles muy buenas razones, que alegraban a todos, les ponía esfuerzo, hasta que ya llegaron tan cerca los unos de los otros, que no tuvo más lugar la disimulación. Porque vieron claramente las cruces blancas y se conoció ser aquel escuadrón de los quince mil tudescos de la banda negra, los cuales venían en muy buen orden, trayendo en la vanguardia más de cuatro mil coseletes escogidos. Y delante venían hasta docientos escopeteros.

     Y a esta sazón ellos comenzaron a calar las picas hacia delante y decir: Her her. Que es: Arma, arma.

     Lo cual visto por el marqués, y que no era ya tiempo de más disimular, volvióse a los españoles diciendo, como que se admiraba: «¡Oh, cuerpo del mundo, engañados veníamos, que enemigos son! Sus, todo el mundo hincadas las rodillas haga oración, y nadie se levante hasta que yo lo diga.»

     Ya los arcabuceros españoles que estaban delante del escuadrón se habían apercebido de encender cada uno dos o tres cabos de mecha para poder tirar más liberalmente, y llevaba cada uno en la boca cuatro o cinco pelotas para cargar más presto.

     Hincados, pues, todos de rodillas, las mechas puestas en las llaves de los arcabuces, hicieron oración; y los enemigos hicieron lo mismo. Al levantar salieron los docientos escopeteros que los tudescos delante traían, y adelantándose hasta diez pasos dispararon todos a una. Pero como los españoles estaban de rodillas y ellos no tiraban de puntería, sino puesta la mecha a un palillo, teniendo con la una mano la escopeta, con la otra pegan el fuego, no mataron ni hirieron a nadie. Y en tirando volvieron a quererse meter en su escuadrón para tornar a cargar.

     Volviendo, pues, para esto las espaldas, comenzó el marqués en alta voz: «¡Santiago y España!, a ellos, a ellos, que huyen.» A esta voz se levantaron los arcabuceros y comenzaron a tirar con tanto concierto, que parecía había allí seis mil, no siendo más de seiscientos los que allí estaban. Fué tanta la furia, que los enemigos no pudieron dar dos pasos adelante, sino que caían tan espesos, que las picas, cayendo unas sobre otras, parecían algún cañaveral que derribaba el viento. En medio cuarto de hora no había coselete de la vanguardia de los enemigos, que todos habían caído, y hallábanse después muertos con cinco arcabuzazos en el peto, y otros con cuatro, y tres, y con dos, señal que todos habían llegado juntos, y a un tiempo; tan espesa y concertada fue la puntería, pues cada uno de aquellos tiros era mortal. De suerte que en el tiempo que tengo dicho, cayeron más de cinco mil hombres. Porque no hubo arcabucero que por lo menos no tirase seis tiros, y otros, ocho, y a diez.

     Los enemigos se vieron perdidos y haciendo una ciaboga, dejando el pelear, se fueron donde el cuerpo del campo imperial estaba; y quiso su ventura que pensando salvarse por allí, toparon con la compañía de Quesada, que había socorrido la gente de armas y casi rompido y desbaratado la de los enemigos, y venían con gran furia a socorrer el escuadrón imperial de españoles, que venía peleando. Y como los toparon, volvieron a darles otra rociada, que, matando muchos de ellos, fué del todo desbaratado aquel escuadrón.

     El rey de Francia, que por una parte veía desbaratada su gente de armas, y por otra el gran peligro de sus tudescos, fuese a juntar con los esguízaros, animándolos a que fuesen a pelear contra el escuadrón de españoles. Fueron dificultosos de arrancar y mover de donde estaban. Y llegaron a pasar por junto al escuadrón de los tudescos imperiales, de donde salieron los arcabuceros españoles, que micer Jorge había recogido, y otros de los suyos, y dieron una mala rociada a los esguízaros. Y llegando a tentarse de las picas, no quisieron acometerlos ni detenerse por el terror de que los arcabuceros había cobrado. Por lo cual decía después el rey que no le habían roto sino arcabuceros españoles; que a donde quiera que había ido, los había hallado.

     Y pasando de allí los esguízaros casi juntos con el otro escuadrón de italianos y frantopines, se venían hacia donde los españoles estaban. Y llegando cerca, por el un costado le salió una buena banda de arcabuceros, que desmandados habían llegado al artillería francesa, y muerto los artilleros que hallaron y desjarretado los caballos y carros de la artillería, apoderándose de mucha de ella. Y como vieron la multitud de gente que iba contra el escuadrón de españoles, dejándolo todo, por un lado dieron en ellos, de suerte que fácilmente cortaron el escuadrón. Los otros arcabuceros que estaban con la infantería española le salieron con tanto ánimo al encuentro y tanto concierto en el tirar, que hicieron detener a los enemigos, esperando acabasen de tirar. En el cual tiempo recibieron gran daño.

     Y viendo que jamás aflojaba ni un punto la furia del tirar, volvieron sobre la mano derecha, y dejando la batalla, tomaron el camino del río para salvarse, que realmente fué huir.

     Y en esto, Antonio de Leyva, que dentro de Pavía estaba y con poca salud, se hizo sacar en una silla a la puerta de la ciudad. Y de allí mandó salir hasta mil soldados españoles y tudescos de los que tenía dentro; y que con mucho tiento comenzasen algunos de ellos a escaramuzar con la gente italiana que el rey de Francia allí había dejado por guardia. La escaramuza se trabó de suerte que tuvieron impedida y ocupada aquella gente, que no fuese a la batalla. Que fué un buen hecho por ser la gente buena.

     Estando ya las cosas en el estado que digo, el capitán Guevara, que con algunos españoles al rey de Francia servía (como ya dije), aquel día fué mandado ir a guardar la puente al Tesin, que tenían echada. Y como vió la perdición de su ejército, procuró defender aquel paso, para por allí recoger alguna gente que venía huyendo, para ponerla en salvo, derribando después la puente o desbaratando las barcas sobre que estaba armada.



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- XXXII -

Díjose que el marqués de Pescara era muerto por haberse metido demasiado en los enemigos. -Piérdese el rey de Francia. -Fué este Juanes de Urbieta de grandísimas fuerzas: conozco a quien le vió hacer extrañas pruebas y muestras de ellas. Notable hecho de Juanes de Urbieta. -Salva Urbieta su alférez y su estandarte después de rendido el rey. -Acuden otros a rendir al rey caído en tierra. -Vióse el rey en peligro de que le matasen por no conocerlo. -Los muchos que acudían a tomar joyas y prendas del rey rendido. -Derrámanse los franceses por diversos lugares. -Ahóganse muchos en el río Tesin. -Lástimas que hacían los rendidos. -Muchos franceses, oyendo que su rey era preso, vinieron voluntariamente a ponerse en prisión. -Acude el marqués de Pescara donde el rey estaba preso. -Cortesía grande del marqués de Pescara. -Llega el virrey de Nápoles. -Llega el del Vasto. -Acude el duque de Borbón donde estaba el rey. -Túrbase el rey con la venida de Borbón. -Notables y lastimosas palabras entre el rey y Borbón. -Lo que los españoles decían al rey yendo a Pavía preso, por vía de donaire. -Lo que le dijo el soldado Roldán de las dos pelotas. -Afréntase el rey de entrar en Pavía. Pide le lleven a otro lugar. -Lo que dijo el marqués de Pescara que se debía a la nación española por lo que hoy había hecho. -Encomiendan la guarda del rey a Hernando de Alarcón.

     Al tiempo que el escuadrón de los imperiales rompió con los de la banda negra, el marqués se metió en los enemigos como un león. Que no sólo hacía el oficio de capitán de palabra, sino también con admirables obras; y matando y hiriendo se lanzó entre los contrarios: de tal manera y suerte, que en más de media hora no supo hombre de todos ellos de él.

     En el cual espacio, como el marqués de Sant Angel fué hallado muerto y como no dijesen cuál de los marqueses, y el de Pescara se les hubiese perdido de vista, los soldados, creyendo ser él el muerto, costó harto caro a los enemigos. Porque perdida toda la piedad que los españoles suelen tener, andaban como lobos hambrientos, matando cuantos hallaban, y algunos con las lágrimas en los ojos, de dolor por la muerte de un príncipe, capitán tan amado de todos, acrecentándose a algunos esta saña, porque a la misma sazón vieron entrar herido al capitán Quesada, que yendo a la artillería de los enemigos, de un escopetazo por las espaldas le hirieron. Pero fué su ventura que la herida, aunque mala, no fué de muerte.

     Este capitán se llamaba Pedro Fernández de Quesada, hidalgo noble, natural de Segura de la Sierra, villa frontera entre el reino de Toledo y el de Granada y Andalucía. Fué uno de los señalados capitanes que el Emperador tuvo. Y de los despojos de esta guerra trajo a su lugar telas de terciopelo azul oscuro, sembradas de flor de lis de oro, de que hoy día hay frontales y otros ornamentos en las iglesias.

     Andando los soldados españoles tan encarnizados como tengo dicho, salió el marqués de Pescara de un escuadrón que de enemigos se desbarataba, y en las veneras que traía se pudiera bien saber las romerías que había andado. El venía herido en el rostro junto a la nariz de una pequeña herida, que con una pica le habían dado; y traía otra herida en la mano derecha, no peligrosa; pero traía un arcabuzazo por medio de los pechos, que pasándole el coselete y los vestidos llegaba a la carne. Y como la pelota estaba caliente, dábale pesadumbre pensando que entraba por el pecho en el cuerpo, y esto le traía algo fatigado. En las armas traía mil cuchilladas, y alabardazos y golpes de picas. El caballo venía con una gran herida en las quijadas y otra en la barriga, que le hacía venir las tripas arrastrando. Con todo esto, en saliendo del escuadrón de los enemigos comenzó a relinchar, y como el marqués lo viese y supiese cuál el caballo salía, dijo:

     -¡Ah, Mantuano, ese es el cantar del cisne; pluguiera a Dios que con mil ducados pudiera yo salvarte la vida!

     Y llegado a los españoles les dijo: «Ea, amigos, nadie descanse, pues el tiempo no da lugar, que agora es tiempo de seguir la vitoria que Dios os ha dado. Y sabed que la guerra y mis días acabarán juntamente, porque vengo mal herido de un arcabuzazo por estos pechos.»

     ¿Quién podría contar la tristeza que en todos esta palabra puso? Bien se puede creer que la alegría de haberle visto venir después de tenido por muerto se volvió en mortal tristeza con tales nuevas. A la hora llegaron a él el que más presto pudo y le apearon del caballo. Y un gentilhombre suyo, llamado Antonio de Vega, le quitó presto los correones del coselete, y metiendo la mano al pecho halló la pelota juntó a la carne, hecha una tortilla. Pidiendo albricias al marqués se la mostró, y como él se vió libre, de presto se hizo tornar a armar.

     Y tomando otro caballo, dejó allí su Mantuano, que de allí a poco murió.

     Y recogiendo la gente que pudo (que ya mucha se había desmandado a seguir la vitoria), se fué la vía del río Tesin, donde veía ir muchos de los enemigos. La gente de armas, aunque retirándose, siempre iban defendiendo lo que podían.

     Como el rey de Francia vió que no podía hacer tornar sus esguízaros (que era la gente de que más estima hacía) a la batalla, y que claramente parecía su perdición, trató de ponerse en salvo, y tomó el camino de la puente del Tesin. Iba casi solo, cuando un arcabucero le mató el caballo, y yendo a caer con él, llegó un hombre de armas de la compañía de don Diego de Mendoza (llamado Juanes de Urbieta, vascongado, natural de Hernani, en Guipúzcoa), y como le vió tan señalado, fué sobre él al tiempo que el caballo cayó. Y poniéndose el estoque al un costado por las escotaduras de las armas, le dijo que se rindiese. El rey, viéndose en peligro de muerte, dijo: «La vida, que yo soy el rey.» El guipuzcoano lo entendió, aunque era dicho en francés, y diciéndole que se rindiese, él dijo: «Yo me rindo al Emperador.» Y como esto dijo, el guipuzcoano alzó los ojos y vió allí cerca al alférez de su compañía, que cercado de franceses estaba en peligro, porque le querían quitar el estandarte. Juanes, como buen soldado, por socorrer su bandera, sin tener acuerdo de pedir gajes o señas de rendido, dijo: «Si vos sois el rey de Francia haceme una merced.» El rey le dijo que se la prometía. Entonces alzando la vista del almete le mostró ser mellado, que le faltaban dos dientes delanteros de la parte de arriba, y le dijo: «Pues en esto me conoceréis.»

     Y dejándole en tierra, la una pierna debajo del caballo, se fué a socorrer a su alférez.

     Y hízolo, tan bien, que con su llegada dejó el estandarte de ir en manos de los franceses.

     Entretanto, llegó a donde el rey estaba otro hombre de armas de Granada, llamado Diego de Avila, el cual, como viese al rey en tierra con tales atavíos, fué a él a que se le rindiese. El rey le dijo quien era, y que él estaba rendido al Emperador. Y preguntando si había dado gaje, dijo que no. El Diego de Avila se le pidió, y el rey le dió el estoque, que bien sangriento traía, y una manopla. Y apeado Avila, procuraba sacarlo de debajo del caballo, cuando llegó allí otro hombre de armas, gallego de nación, llamado Pita, el cual le ayudó. Y al levantar tomó al rey la orden que de San Miguel, en una cadenilla, traía al cuello. Que es la orden de caballería que los caballeros de Francia traen, como los del Emperador el Tusón. Por ésta le ofreció el rey seis mil ducados. Pero él no quiso sino traerla al Emperador.

     Estando ya el rey de Francia en pie, acudieron hacia aquella parte algunos soldados arcabuceros, los cuales, no conociéndole, le quisieron matar, porque no daban crédito a los que le tenían, que decían ser el rey. Y sin duda ellos no le pudieran salvar la vida, si a la sazón no viniera por allí monsieur de la Mota, deudo y muy gran amigo del duque de Borbón, que con él había andado, y desmandándose hacia aquella parte vió la contienda que allí tenían; porque ya se había llegado copia de soldados de a caballo y de a pie, y unos alegando lo que el marqués les había encomendado, le querían matar, no creyendo ser el rey; otros le querían defender.

     Como monsieur de la Mota entendiese que toda la contienda era por no haber quien le conociese, pidió que se le dejasen ver. Y llegado luego, conoció quién era; y hincadas las rodillas por tierra, le quiso besar la mano. El rey le conoció, y haciéndole levantar le dijo que le rogaba que hiciese como quien siempre había sido. Y viendo esto los soldados, se certificaron ser aquel el rey. Y quitándole Diego de Avila el almete, el rey, por limpiarse el sudor, con una poca de sangre que en una mano tenía, se ensangrentó un poco el rostro, por donde algunos pensaron que estaba herido en él; pero no fué así.

     Luego llegaron algunos soldados; y unos le tomaron los penachos y bandereta que en el yelmo traía; otros, cortando pedazos del sayo de sobre las armas como por reliquias, para memoria, cada cual que podía llevaba su pedazo, de suerte que en breve espacio no le dejaron nada del sayo. A todo esto siempre se mostró magnánimo, mostrando reír y holgar de todo, y los soldados le daban bien de qué, porque le decían cosas donosas para reír.

     En esto el escuadrón de la gente de armas y los esguízaros que con monsieur de Alanson (que era cuñado del rey) habían rompido la gente italiana, por poco que se quisieron detener a descansar y repararse del mucho daño que habían recibido, como tan presto conocieron la perdición y desbarato de su ejército, recogiendo la gente que hacia aquella parte iba, tomó el camino de Vegeven (que es una buena villa, diez y ocho millas de Pavía), en donde muchos señores de los franceses tenían sus recámaras y estaba bien guardada. La otra gente comenzó a huir por diversas partes.

     Y algunos llegaron a la puente que Guevara guardaba. Y recogidos los más que pudo, viendo ya venir cerca la gente española, que en el alcance iba, cortó la puente y fuése con aquella gente a salvo la vía de Turín, de donde se pasaron en Francia. Otros muchos que no pudieron tomar el camino de la puente se lanzaron en el río, y como iba tan grande, todos se ahogaron. Estos fueron muchos, y entre ellos el escuadrón de los esguízaros y frantopines, que de la batalla salieron (como dije).

     Y tomando la vía del río, no bastaron muchas voces de españoles, que tras ellos iban, prometiéndoles buena guerra, asegurándoles las vidas, porque no pereciese tanta multitud. Finalmente, con el gran temor que llevaban, se lanzaron casi todos en el río. Y como iba grande, todos se ahogaron, que éstos fueron más de seis mil hombres. Otros, temblando, se venían a poner en manos de españoles. Y asido uno al estribo del español, otro se asía a aquel, otro al otro, y así venían con cada uno cuarenta o cincuenta rendidos, y con algunos, más de ciento. Todos con lágrimas pedían misericordia, que era la mayor compasión del mundo vellos. Los españoles los aseguraban, y prometían de hacerles buen tratamiento, como lo hicieron.

     Hallóse en esta batalla el príncipe de Bearne, conde de Foix, don Enrique, rey de Navarra, el cual, viendo perdida la batalla y destrozado el campo del rey cristianísimo, procuró salvar su real persona, y volviendo las riendas al caballo le vió salir del campo un hombre de armas natural de Portillo, cerca de Valladolid, llamado Ruy Gómez, soldado criado en la milicia desde la guerra y conquista de Granada, siguiendo la bandera del Gran Capitán, como he visto lo certifican el marqués del Vasto y Hernando de Alarcón. También lo vió salir del campo o retirarse Cristóbal de Cortesía, caballo ligero, y asimismo Juan de Pernia, soldado valiente, natural de Carrión, que con pies muy ligeros siguió los dos caballos que persiguían al príncipe don Enrique.

     Alcanzáronle desigualmente, según los pies que los llevaban, sin saber quién era el príncipe; mas de ver era de estima por las ricas armas, caballo y cubiertas que llevaba. Rompiéronse o quebraron las riendas del caballo de Ruy Gómez, y así no pudo ser el primero. Llegó a unos franceses ya rendidos, con la espada desnuda, sangrienta y levantada en la mano, y ellos, temiendo que los iba a matar, se le arrodillaron (con la humildad que el rendido suele tener), diciendo: «Monsieur, la vida.» Ruy Gómez les dijo le adrezasen las riendas quebradas del caballo, y hecho, le arrimó las espuelas en seguimiento del de Bearne, que halló detenido y embarazado con Cristóbal de Cortesía, y como un Hércules no puede contra dos, el generoso príncipe, hijo de los reyes de Navarra, se rindió, siéndole enemigo de a pie el de Carrión. Entregó el príncipe a Ruy Gómez la maza de armas (que he tenido en mis manos) y el estoque, y del caballo del príncipe le quitó las cubiertas, que eran de terciopelo pardo, y fajas de tela de oro, que Ruy Gómez trajo a Portillo, lugar de su nacimiento, y les dió a su parroquia, de las cuales hicieron una manga de cruz.     Procuró el marqués de Pescara haber la persona del príncipe de Bearne (como aquí digo), y dió mil florines de oro del sol de contado a Ruy Gómez y otros tantos a Cortesía, y ochocientos a Pernia, que era su soldado, obligándose de dar a cierto plazo otros tres mil florines de oro a cada uno de los de a caballo, la cual obligación se hizo en latín, y otorgó ante Estéfano Escrono, notario, a 2 de junio deste año. Y porque no cumplió el marqués, Ruy Gómez puso demanda a sus herederos y se hizo información, de la cual he sacado lo que he dicho. Y en este proceso presentó Ruy Gómez una certificación escrita en pergamino y en lengua francesa, firmada del príncipe don Enrique, preso en el castillo de Pavía, primero de agosto deste año, en que dice cómo Ruy Gómez fué uno de los que le prendieron en la batalla que se dió delante de Pavía y le tomó el estoque. Alguna otra gente huyó por la vía de Milán, de los cuales fueron muchos muertos de los del villanaje que por allí en cuadrillas se habían juntado de toda la comarca (como es costumbre), para perseguir al vencido.

     Y era cosa maravillosa que hasta las mujeres todas se habían juntado, y allí muchas en la propria batalla andaban despojando los que caían. Andando la batalla, muertes y prisiones de esta manera, divulgóse la fama de la prisión del rey de Francia entre los unos y los otros. Lo cual fué causa que muchos buenos caballeros franceses que estaban ya en salvo, o se pudieran salvar, se volvieron voluntariamente a darse por prisioneros de españoles, prometiéndoles grandes rescates, con una honrosa consideración, diciendo que no quisiese Dios que ellos, con gran ignorancia, dejando su rey en prisión, volviesen a Francia. De éstos fueron muchos, y algunos, principales señores. Como la nueva se derramó por el campo y llegó a oídos de los señores, cada uno procuró de ir a aquella parte por verle. El primero fué el marqués de Pescara, que a la sazón de junto a Pavía venía. De donde con alguna gente que consigo llevaba y con algunos que salieron de Pavía había hecho huir los italianos que sobre la ciudad habían quedado, y de ellos traían muchos presos. Volviendo, pues, de esta empresa, supo dónde el rey estaba, y fuése para allá.

     Con el rey estaban algunos soldados, aunque pocos, que ya se habían ido en seguimiento de la vitoria. Estaba allí monsieur de la Mota, el cual, como vió el marqués, diciendo al rey quién era, se fué a buscar al duque de Borbón, para traelle allí. El marqués, hincadas las rodillas por tierra, con gran acatamiento pidió las manos al rey. El, no se las queriendo dar, se las puso sobre los hombros y le hizo levantar, mostrando holgarse mucho de su venida, y le habló con buen semblante, rogando que mirasen lo que a caballeros vencedores debían. Que los pobres vencidos fuesen tratados con la piedad a que los españoles, como los mejores soldados del mundo, estaban obligados.

     Al marqués se le vinieron las lágrimas a los ojos de pura compasión, de oír semejantes palabras a un tan gran príncipe, y por no darle aflición las disimuló, diciendo que Su Majestad no tuviese pena de aquello, que él le certificaba ser la nación española, tan piadosa, que él estaba seguro que aún de las muertes ya pasadas les pesaba. Y que él haría buen tratamiento a los soldados presos y los pondría en libertad. Esto mostró agradecerlo mucho el rey. Y luego llegó allí el virrey de Nápoles, y haciendo el acatamiento que el marqués, fué recibido con buen semblante del rey, y a todos decía palabras, aunque con ánimo, que movían a piedad.

     Estando en esto llegó el marqués del Vasto con el mismo acatamiento, y el señor Alarcón; y como el rey viese la persona del marqués del Vasto, y tan señalada gentileza entre todos, con buen semblante y risa le dijo: «Marqués, yo he deseado mucho veros, pero no quisiera que se me cumpliera mi deseo así, sino de manera que yo pudiera haceros la honra que merece vuestra persona.»

El marqués, con mucha gracia, le respondió: «Señor, a Dios gracias por todo, de esa manera bien puedo yo decir que se me ha cumplido a mí mejor mi deseo, pues veo a Vuestra Majestad en poder del Emperador mi señor.» Y lo uno y lo otro dió algún regocijo a los que lo oyeron.

     A esta sazón vieron llegar allí cerca el duque de Borbón con su estoque en la mano, muy teñido de la sangre francesa, y la camisa que sobre el sayo de brocado y armas traía, muy salpicada de la misma sangre, que bien mostraba no haber estado ocioso. Al cual como él vió, preguntando quién era y diciéndoselo, dió dos o tres pasos hacia atrás, retirándose hasta ponerse casi en las espaldas del de Pescara, con alguna turbación de semblante. Conocido esto, y la causa, por el marqués, salió adelante hasta llegar adonde el duque venía, y con mucha gracia le dijo que le diese el estoque. El duque, que la vista del almete traía levantada, con gran alegría le respondió: «Yo, señor marqués, soy contento de daros mi estoque, pues tan justamente os deben hoy todos los nacidos las armas por vencedor.» Y tendiendo la mano le daba el estoque.

     El marqués, con gran agradecimiento del favor y honra que le daba, le suplicó que poniendo el estoque en su lugar, se apease, y con toda mansedumbre y acatamiento hablase al rey, pues allende del deudo le obligaba verle en su prisión. El duque dijo que así lo haría, y apeándose se fué a poner de rodillas delante del rey y porfió con él que le diese la mano, y no lo pudiendo acabar, con los ojos arrasados de agua dijo al rey:

     «Si mi parecer en algunas cosas hubiera tomado Vuestra Majestad, ni se viera en la necesidad que al presente está, ni la sangre de la nobleza de Francia anduviera tan derramada y pisada por los campos de Italia.» A lo cual el rey, con gran turbación de rostro, alzados los ojos al cielo, con un entrañable sospiro, respondió: «Paciencia, pues ventura falta

     Como el marqués de Pescara vió la pena que recibía, hizo a Borbón que se apartase un poquito, y con palabras alegres dijo al rey cuánto a su persona y gravedad hacía el no recibir ni mostrar turbación en cosa alguna, ni pensar que había otra ventura que la voluntad de Dios, la cual había permitido aquel revés; pero que le debía dar gracias, pues le había traído a poder del más benigno príncipe que la Cristiandad había tenido muchos años había, que era el Emperador. Por tanto,que en alguna manera dejase de mostrar ánimo, porque los que no le querían bien no tuviesen, lugar de atribuírselo a flaqueza. El rey se lo agradeció, y limpiándose los ojos mostró alegre semblante.

     Y dándole un sombrero del virrey, y así armado en blanco, salvo manoplas y cabeza, le dieron un cuartago en que subió sin espuelas, y movieron todos aquellos príncipes de allí hacia la ciudad de Pavía. Las banderas españolas recogieron alguna gente, porque mucha de ella seguía el alcance, y vinieron por mandado del marqués a donde el rey los pudiese ver, y mostráronle el escuadrón de los tudescos, y pasando cabe a los españoles, hiciéronle una muy hermosa salva.

     Y allí pasaron cosas de reír. Porque uno llegaba y le decía: «Ea, señor, que en semejantes toques se prueban los valores de los príncipes.» Y otros le decían que tuviese paciencia, porque podía estar seguro que sería mejor tratado en poder del Emperador que no lo fuera el Emperador en poder suyo. Otros le decían que con pensar haber sido preso de la mejor nación de todo el mundo, lo debía tener por bien empleado. De todo esto y mucho más que le decían, él se reía, y hacía que le declarasen en su lengua todas las palabras que él no entendía. Lo cual hacía monsieur de la Mota que allí venía.

     En esto llegó a él un soldado español, arcabucero, llamado Roldán (que bien se lo podía llamar por su esfuerzo); traía dos pelotas, una de plata, y otra de oro, de su arcabuz, en la mano, y llegado al rey le dijo: «Señor, Vuestra Alteza sepa que ayer, cuando supe que la batalla se había de dar, hice seis pelotas de plata y una de oro, para vuestros monsieurs, y la de oro para vos. De las de plata, las cuatro yo creo que fueron bien empleadas, porque no las eché sino para sayo de brocado o carmesí. Otras muchas pelotas de plomo he tirado por ahí a gente común; monsieurs no topé más, por eso me sobraron dos de las suyas. La de oro veisla aquí, y agradecedme la buena voluntad, que cierto deseaba daros la más honrosa muerte que a príncipe se ha dado. Pero, pues no quiso Dios que en la batalla os hubiese visto, tomalda para ayuda a vuestro rescate, que ocho ducados pesa una onza.»

     Tendió la mano el rey y la tomó, y le dijo que le agradecía el deseo que había tenido, y más la buena obra que en darle la pelota hacía.

     Esto fué muy reído de todos, y todavía se iban acercando a la ciudad, y a la continua topaban con caballeros franceses en prisión de españoles, que ellos holgaban ser vistos de su rey, el cual los saludaba con buen semblante, diciendo por gracia que procurasen de aprender la lengua española, pero que pagasen bien los maestros, que haría mucho al caso. Y siempre encomendaba y pedía a aquellos señores que encomendasen el buen tratamiento a los que los llevaban.

     Yendo de esta manera llegaron cerca de Pavía, y como el rey vió la puerta, con alguna turbación detuvo el cuartago en que iba. Lo cual como el marqués conociese, llegando a él le preguntó la causa. El rey le dijo: «Quería os rogar, marqués, que vos y todos estos caballeros me hiciésedes un placer, y es que no me metáis en Pavía; ruégoos que no reciba yo tan gran afrenta como sería, después de con tante gente haberla tenido cercada tanto tiempo y no haber sido para tomarla, meterme en ella preso.»

     Al marqués le pareció justo hacer lo que el rey pedía, y comunicándolo con aquellos señores, fué acordado que le aposentasen en un monasterio que allí fuera estaba. Al cual llegados, hubieron su acuerdo a quién se daría el cargo de la guardia de la persona del rey; y todos lo remitieron al parecer del marqués de Pescara.

     En presencia de todos aquellos príncipes y señores dijo: «No es justo, señores, que en lo que Dios Nuestro Señor tan aventajadamente pone su mano de favores, los hombres lo contradigamos. Digo esto, porque nadie, que sentido tenga, habrá que niegue de verse hoy el prez y gloria de esta tan maravillosa vitoria a la nación española, que tantas y tan señaladas hazañas hoy han hecho. Y pues, Dios, de cuya mano todo ha venido, ha querido mostrar tan particulares favores, así en romper las batallas como en prender los príncipes, dándoles tanta gloria, razón será que nosotros nos conformemos con lo que su divina Majestad muestra, no queriendo quitar a esta tan excelente nación lo que de nuestra parte le debemos. Y con esta consideración, después de besadas las manos a vuestra señoría, por cometerme a mí este tan arduo negocio, digo que la guardia de la persona del rey se debe dar al señor Alarcón, que presente está, porque allende del gran valor de su persona (al cual en esto no damos sino trabajos), por ser de la nación española, y cabeza de todos los que de ella acá estamos, soy cierto que el Emperador será servido y la nación honrada, y todos podemos dormir seguros.»

     A todos aquellos señores les pareció muy acertada la determinación del marqués, o a lo menos lo mostraron así. Y luego fué dada la guardia del rey al señor Alarcón, y le aposentaron en aquel monasterio, y ellos en las tiendas francesas.





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- XXXIII -

Al príncipe de Navarra ponen en el castillo de Pavía. -Un villano mató al hijo del rey de Escocia.

     Aposentado el ejército imperial en las tiendas y aposento de los franceses, vino Cristóbal Cortesía con el príncipe de Navarra, su prisionero, el cual dió al marqués del Vasto, quedando él a pagarle el rescate. Fué puesto en el castillo de Pavía, donde estuvo muchos días. Después, por poca fidelidad de un criado del marqués que tenía cargo de él, se fué en Francia, y la guardia con él. Luego otro día después de la batalla vino al real y aposento donde los príncipes del campo imperial a la continua estaban, un villano de aquella tierra, y venía preguntando por el marqués de Pescara, y puesto con él pidió albricias, y sabida la causa, era porque decía haber muerto al hijo del rey de Escocia. El cual, como viese la perdición de la batalla, queriendo ponerse en salvo, tomó a un su paje un capote verde que traía, cubierto encima de un sayo de brocado que sobre las armas traía, se salió de la batalla, y quitando el yelmo se iba por un camino que va a Vigeven, donde no lejos del campo halló una cuadrilla de villanos que aguardaban el vencimiento o por una parte o por otra. Llegado a ellos les rogó que alguno de ellos le guiase hasta Vigeven, y que les prometía pagárselo muy bien.

     Uno de ellos se le ofreció a guialle, y yendo algo delante el pobrecito príncipe, por asegurar más su guía le dijo quién era, prometiéndole que si se quisiese ir con él, que le haría hombre; y si no, que llegado a Vigeven, a donde él tenía sus criados y recámara, le daría docientos ducados, y para señal le dió una cadena rica que al cuello llevaba.

     El traidor del villano, llegados a un pantano, le dijo que atravesase por allí, y no fué entrado el caballo, cuando se hundió hasta las ancas, y llegó luego sobre él, y por las espaldas dióle un tan grande golpe con su espada sobre la cabeza desarmada, que se la hundió hasta los sesos; y dejándole muerto, venía a pedir las albricias y mostró por señal la cadena que le había dado. La cual conoció bien el rey por el joyel que tenía, y lloró la muerte del príncipe. El marqués envió por el cuerpo y salió con muchas hachas y caballeros a recibirle. Era la mayor lástima del mundo verle, que era hasta de diez y siete años, la más hermosa criatura que se ha visto. Fué depositado en un monasterio de Pavía hasta que le llevasen a su tierra.

     Las albricias del villano fueron mandarle ahorcar, y cierto bien empleado.

     El día de la batalla en la tarde vino al campo el señor Antonio de Leyva bien acompañado de sus capitanes y buenos soldados; fué recibido de todos aquellos señores. Fué a besar las manos al rey, el cual le mostró grandes favores, loándole por uno de los mejores capitanes del mundo, y diciendo palabras de placer. Allí estuvo el ejército cinco o seis días, entrando cada día en la ciudad de Pavía, y saliendo los de dentro.

     El despojo y rescates, y vajillas de plata y joyas, y vestidos, y caballos y acémilas, fué tanto que no se puede creer su valor. Las vituallas que en el aposento francés se hallaron fueron muchas, que había para proveer al ejército y la ciudad. Luego dieron libertad a la gente prisionera que no era de rescate, que cada uno se fuese a su tierra, y algunos caballos ligeros acompañaron a los extranjeros hasta sacarlos de peligros del villanaje.

     En este tiempo volvieron muchos que habían seguido el alcance, y muchos vinieron ricos, que llegaron hasta Milán; y lanzados los enemigos de ella con el favor de la ciudad, que luego apellidó «Imperio y Duque», hubieron muchas riquezas de franceses y forajidos ciudadanos. Otros habían llegado a Vigeven, y echado de ella la gente francesa, saquearon cuanto hallaron, que fué mucho.

     Finalmente, en ocho días no había francés libre en el estado de Milán, y los españoles se recogieron al ejército.



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- XXXIV -

Los que murieron en esta batalla.

     Los señores principales de Francia que murieron en la batalla fueron: monsieur Francisco, hermano del duque de Lorena; monsieur de la Tremulla, el almirante de Francia, el caballerizo mayor de Francia; monsieur de la Palisa, monsieur de Bussy de Ambuesa, monsieur de Dasmont de Ambuesa, el duque de Suforque, que pleiteaba con el rey de Ingalaterra sobre el reino. Muertos y presos, de los monsieurs de Francia, fueron en esta batalla, el rey de Francia, monsieur de Alanson, su cuñado; el príncipe de Navarra, el conde de San Pol, el marqués de Saluzo, el hermano del marqués de Saluzo, Luis, hermano del conde de Nevers; el príncipe de Talemon, señor de la Tremulla; el gran maestre de Francia, tío del rey; el mareschal de Francia, monsieur de Montmorancy, monsieur le Vidame de Chartres; monsieur de Boneval, gobernador de Limosín; el capitán Boneval, su hermano; el vizconde Galliazo, monsieur Federico de Bozolo, el vizconde de Lavadam, hijo de Carlos de Borbón, monsieur de Remont, hermano del cardenal de Ans; monsieur de Montpesat, senescal de Montalbán; monsieur de Poties, general de la artillería; monsieur de la Barra, preboste de París; monsieur de Montegni, monsieur de Gayga, hermano del duque de Lorena; monsieur de la Dalta, monsieur de San Moseo, senescal de Pienregit; monsieur de Floranges, el hijo mayor de Roberto de la Marca; monsieur de Pontiens, el capitán Jorge, el barón de Bufarrí, monsieur de Nasi, capitán de la guarda, monsieur de Villeroy, secretario de Francia; monsieur de Rohan, monsieur de Berry, monsieur de Lori, monsieur de San Menas, el hijo del chanciller de Francia; monsieur de Monleón.

     El duque de Milán vino luego y no quiso ver al rey, hasta que por importunación de aquellos señores un día le fué a hablar, no con el acatamiento que los demás; y el rey le recibió bien y habló con buen comedimiento.

     Luego de allí fueron despachados correos a España y mensajeros al Papa y venecianos, y a las otras señorías de Italia, de los cuales se sacó gran suma de dinero, porque so color de disimulada amistad lo pedían a todos, diciendo la necesidad que había de pagar el ejército, que aunque vencedor estaba pobre. El Papa envió luego dineros, como dije, con muestra de gran placer de la vitoria. Venecianos y florentinos, y ginoveses y duque de Ferrara también ofrecieron muchos pesos de oro, tanto que luego se dieron tres pagas a todo el ejército.

     A los alemanes enviaron a sus tierras, y al rey llevaron al castillo de Piciguiton, que es muy fuerte, y en el lugar y cámara alojaron una parte de los españoles que le hiciesen guardia, la cual tenía buena, día y noche. Los capitanes generales del Emperador se fueron con el duque de Milán a ordenar lo que debía hacer hasta esperar mandato del César, el cual tardó algunos días.

     Vinieron todos o se lo notificar al rey de Francia en Piciguiton; el cual, viendo que le pedía a Borgoña y le mandaba dejar la Provenza y todo lo que tenía usurpado, puso las manos sobre un puñal que ceñido traía, y con gran suspiro, dijo: «De esa manera mejor sería morir rey de Francia.»

     Hernando de Alarcón se llegó presto y le desciñó el puñal, con temor no hiciese algún desconcierto con su propria persona. A lo cual el rey no pudo disimular sin apartarse algún tanto y limpiar las lágrimas, que todos las vieron.

     Entonces llegó el marqués de Pescara y con palabras de piedad le consoló, diciendo que todos aquellos habían sido fieros del Emperador como de hombre enojado, pero que tuviese por cierto que al fin el Emperador tenía tal condición, que no haría más de lo que él quisiese. Con esto y con otras buenas palabras que todos aquellos príncipes le dijeron se volvió a sosegar. Ellos volvieron a Milán dejándole muy buena guardia y en poder del señor Alarcón, el cual le daba todos los pasatiempos posibles y cuanto dinero quería para que jugase.



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- XXXV -

Jovio, apasionado, quiere deshacer la gloria de esta gran vitoria. -Errores de Jovio.

     Por lo que debo a la verdad y a la nación de quien soy, diré aquí dos palabras respondiendo al agravio que Paulo Jovio hace a la gente española. Queriendo disimular tan señalada vitoria, dice que se enflaquecieron las fuerzas del ejército francés por haber enviado el rey a Juan Stuardo, duque de Albania, con ciertas lanzas ligeras y de armas y alguna infantería contra el reino de Nápoles. Que se le habían ido tres mil y, quinientos grisones a poner cobro en sus tierras, que las molestaba Juan Jacobo de Médicis. Que había crecido el poder imperial con seis mil tudescos que trajo el duque de Borbón. Y es cierto que había en el campo francés seis mil infantes más que en el imperial, y que la caballería era mayor y mejor, cual suele ser la francesa.

     En el campo imperial no había más que dos mil y quinientos italianos, y se perdieron con el artillería que traían a cargo a la entrada del parque, y Jovio mezcla con ellos tres compañías de españoles; y es verdad que en aquella retaguardia (que en ella venían los que he dicho) no iba un solo español. El primer escuadrón de españoles y alemanes mezclados fué a combatir el palacio del Mirabel, y hecho esto volvió luego a la batalla, y otro escuadrón de solos españoles, sin mezcla de otros, rompió de parte a parte otro de suizos que era el primero de los contrarios, y rompido éste y viniendo otro de la misma nación a dar de través y por el lado en los españoles, les fué necesario dar casi en rededor una vuelta escuadronadamente, para volver la cara a los enemigos, que inadvertida y quizá maliciosamente Galeazo Capella llamó retirar. Que si bien el retirar a veces es conveniente y sustancial en la guerra y muchas necesario, pero aquí no lo fué, porque no fué necesario ni hubo más misterio de aquel que hay cuando un hombre vuelve cara a cara siendo acometido por un lado o por las espaldas, o como cuando en la mar andan dos navíos por ganar el viento el uno al otro. Y así, estando mezclados los unos con los otros, llegó otro escuadrón de alemanes en socorro de los españoles, y luego todos los de una banda y otra, ni más ni menos se mezclaron peleando como debían. Los caballos hicieron lo mismo, y con ellos a un lado dos compañías de españoles (provisión del marqués de Pescara), las cuales fueron la de don Alonso de Córdova y la de Rodrigo de Ripalda. De manera que llegando los caballeros contrarios a encontrarse con estotros, quedaron primero bien rociados de aquella arcabucería española; y por otra parte, también el capitán Quesada, con cuatrocientos españoles, por orden del mesmo marqués de Pescara, arremetió en el principio de la batalla a la artillería francesa, y la ganó, y echó de allí a monsieur de Alanson, que estaba de retaguardia con sus caballos y con cierta infantería gascona, a donde luego llegó el marqués del Vasto con sus españoles y alemanes, vuelto ya de Mirabel, donde también habían ido con el marqués de Sant Angel, con el cual se acabó el hecho de la artillería, dando tan gran carga al de Alanson, que hicieron que volviese huyendo y que él mesmo rompiese su propria infantería.

     Todo esto calla Jovio, por decir pocas verdades en lo que toca a españoles.

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