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Libro decimoquinto

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Año 1526

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- I -

Responde el Emperador al Pontífice. -Recélase el Emperador de la fe del rey de Francia. -Declárase Francisco y pone excusas. -Enfádase el Emperador y quiere paz con el Papa y venecianos.

     Cuando al parecer perseveraban firmes en la paz los corazones de los príncipes cristianos, se levantaron mayores tempestades. Aún no había el rey Francisco puesto los pies en Francia, cuando ya tenía los pensamientos en Ingalaterra, solicitando al rey Enrico, y lo mismo al Papa, con la intención y fin que aquí veremos, siendo Clemente VII el primero que comenzó a descubrir su mal propósito.

     Había este Pontífice escrito al Emperador una carta (que casi dejo referida), queriendo en ella justificar sus hechos y santas intenciones, con la liga que tenía tramada, que fué la que presto veremos. Sentíase en la carta doliéndose, pero no llanamente, diciendo razones que, si bien quería cubrirlas con un velo santo (cual debe tener quien preside por Cristo) se veía en ellas la acedia amarga que tenía en el alma, como dentro de pocos días la descubrió; y lo que aquí decía por rodeos, manifestó bien claro quejándose al mundo todo.

     Representaba al Emperador los servicios que le había hecho, el amor grande que siempre le había tenido, los enemigos que por su respeto tenía, y que agora que era nuevo hombre no podía dejar de acudir y ser igual a todos; que por las entrañas de Jesucristo le pedía se contentase con lo que tenía y quisiese concertarse con el rey de Francia, y mirase el peligro en que estaba la Cristiandad, y no quisiese ser causa de su perdición, con otras cosas que adelante largamente veremos.

     Esta carta, armada sobre falsas razones y sospechas, recibió el Emperador en Sevilla cuando ya sabía la mala intención del rey de Francia. Quiso responder y satisfacer al Papa, mostrando ser muy diferentes sus intentos de los que el Papa y venecianos pensaban, y que sus deseos habían sido siempre hacer bien a Italia y amar la paz como el tiempo lo había mostrado.

     Despachó el Emperador luego al comendador Herrera con dos cartas escritas de su mano para el Pontífice, dándole breve cuenta de la libertad del rey de Francia y de las condiciones con que se hizo la paz entre los dos. Y en lo que el Pontífice había pedido cerca de la libertad de Francisco Esforcia, duque de Milán, le respondió en parte con blandura y amor, y parte con razones graves y severas. Porque el Emperador tenía muy bien entendido el corazón del Papa y lo poco que él gustaba de sus buenas fortunas, y los malos oficios que le hacía en Italia, y asimismo sabía el parabién que había enviado al rey de Francia de su libertad, con Capino Mantuano, y otra carta que con Gaulara había enviado al rey de Ingalaterra, y lo que en voz y secreto les había mandado tratar con estos príncipes en ofensa suya. Por manera que Clemente no trataba sino de recoger y ganar los corazones de todos los príncipes de Europa contra el Emperador, debiendo ser otro su oficio, como lo pide el de padre espiritual de todos, y aun el de un hombre honrado y agradecido.

     Viendo, pues, el Emperador los ánimos de tantos enconados, que el rey Francisco dilataba el cumplimiento de los capítulos de la concordia de Madrid, y que lo que había jurado de hacer, que los estados eclesiásticos y seglar de Francia lo jurasen y confirmasen, no lo hacía, comenzó a sentir mal de su fe y dudar de su palabra, que no la había de guardar. Envió a mandar a Carlos de Lanoy y a Hernando de Alarcón que apretasen al rey para que cumpliese. Respondió el rey, que no era en su mano ni él tenía poder para desmembrar cosa alguna de su reino sin consentimiento de la misma parte y de todo el reino. Pidió amigablemente que en lo que tocaba a restituir a Borgoña se conmutase en dinero, que él daría cumplidísimamente.

     Turbóse el Emperador viéndose engañado; no quiso dar oídos a la satisfacción del dinero de Borgoña ni a que se alterase en cosa alguna lo capitulado en Madrid, y se resolvió en querer más la paz con el Pontífice y venecianos, y dar a Francisco Esforcia a Milán, que hacer otra nueva concordia con un rey que poco antes había sido su prisionero y agora le faltaba en la promesa que había hecho, atreviéndose a esto por parecerle que todos los príncipes de Europa se juntaban contra el Emperador. Caso por cierto notable y digno de memoria para no soltar de las manos sin cierto y seguro fruto la vitoria que ofrece el cielo por una vana esperanza de grandes promesas; ni se debe dar tan fácilmente libertad a enemigos tan poderosos, si bien den prendas de lo que más aman; ni por algún juramento ni seguro que hagan se puede fiar de ellos, sino apretarlos antes de la libertad a que cumplan lo que prometen.



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- II -

Rompimiento entre imperiales y milaneses. -Pierden los imperiales a Lodi por mal trato. -En Roma se publica la Liga. -Contradícela el duque de Sesa.

     En este estado se ponían las cosas, y aún se disponían para nuevas y sangrientas guerras, cuando en Milán, Antonio de Leyva y don Alonso de Avalos apretaban a Francisco Esforcia, encerrado en su castillo, que ya no podía sufrir el cerco. Y los imperiales, viendo la porfía de Esforcia y que se sentían los malos humores de Italia contra el Emperador, determinaron poner a la ciudad en todos los trabajos posibles antes que el duque fuese socorrido; y así, ante todas cosas, procuraron con promesas y con amenazas que los ciudadanos jurasen fidelidad al Emperador; y sobre esto y ciertas demandas de dineros, tuvieron algunos desabrimientos y alborotos, hasta llegar a levantarse los ciudadanos y ponerse en armas y salir el duque con los suyos en favor de los ciudadanos. Y llegaron las cosas a tanto mal, que estuvo muy cerca de perderse la ciudad, porque abiertamente rompieron los imperiales y milaneses, unos contra otros; y eran tantos los agravios, que solos tres mil españoles y tres mil alemanes que estaban en Milán, hacían que los naturales, dejando sus casas, haciendas, mujeres y hijos se salieran de Milán; otros, de puro desesperados, se ahorcaron; otros daban voces al cielo, pidiendo a Dios remedio de tantos males.

     Acudían al duque de Borbón, al marqués del Vasto, a Antonio de Leyva, con grandísima humildad y sumisiones, pidiendo que los librasen de gente tan mala. Entreteníanlos con buenas esperanzas. Pidióles Borbón treinta mil ducados, y temiéndose los de Milán que en dándolos sería lo mismo, les juró Borbón que no, y que el primer tiro que sus enemigos disparasen le matase, si tal hiciese. Dicen que por esta maldición que se echó, le mató un tiro en Roma, como se dirá.

     Perdieron los españoles a Lodi por traición que hizo Ludovico Vistarino, que era allí sargento y tiraba sueldo del Emperador; el cual con su traza dió entrada a los venecianos, y si bien los españoles de Milán acudieron a favorecer, no fueron poderosos y la hubieron de desamparar, teniendo por mejor perder a Lodi que no a Milán.

     De esta manera andaban en Lombardía, y el Pontífice y los demás de la conjuración se daban priesa a poner en orden las armas para salir con sus banderas. Envió el Papa al rey de Francia relajación del juramento que había hecho de cumplir los conciertos hechos en Madrid; y si bien fué esto al principio en secreto y con disimulación y haciendo algunos cumplimientos fingidos, diciendo que los de su reino no querían venir en aquella concordia, y que los naturales de Borgoña no sufrirían ser enajenados de la corona real de Francia, que por esto no podía cumplir, no tardó mucho en declararse y publicar su mala voluntad; y al virrey de Nápoles, que en su corte estaba, no le dejaba pasar a Italia para hacer su oficio, antes lo compelía a que volviese en España, y estuvo cerca de prender a don Hugo de Moncada, y hubo de pasar disimulado por Francia, que ya no había cosa segura.

     Finalmente, la liga se hizo entre el Papa, venecianos, florentines y duque de Milán, no obstante que el duque de Sesa, embajador del Emperador en Roma, hizo toda la resistencia que pudo por la estorbar y entretener al Papa, hasta que don Hugo llevase el poder que dije. Pero el Papa jamás quiso esperar, y la liga se hizo con títulos muy santos y justificados, llamándola Liga y confederación Santa, paz y concordia común para la defensa y libertad de Italia y de los confederados, y que daban lugar al Emperador para entrar en ella, siendo en la verdad contra el mismo Emperador, que el poder da esta licencia a los príncipes de colorear como quieren sus hechos, si bien claramente las gentes vean y entiendan lo contrario.

     Entraron en esta liga el rey de Francia y el de Ingalaterra, que ya andaba fraguando el abominable repudio que poco después hizo de la reina doña Catalina, su legítima mujer. Los capítulos de la concordia fueron los que aquí diré.



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- III -

Confederación clementina. -Mala intención con que se hizo.

     Llamóse la confederación, concordia o liga que intitularon clementina, defensiva y ofensiva y santísima; que tales títulos dieron, mereciendo otros diferentes. Cuál ella fué no es menester decirlo a quien supiere de quién tuvo su principio, y con cuáles su progreso y en qué tiempo principalmente y con qué ocasiones; y es cierto que juzgará no haberse hecho, para la paz y tranquilidad universal, como en ella se dice, sino para ser materia de mortales enemistades, y el sujeto y sustento de una cruel guerra. Porque, ¿qué príncipe, por mediano que sea, podrá llevar en paciencia que el veneciano y el milanés le dé las leyes y condiciones de paz? ¿Quién, pues, no sentirá, considerando consigo, haber venido la república cristiana a tal punto que en los ojos de un príncipe le salten y quiebren la fe y palabra y no cumplan las promesas que justa y legítimamente le fueron hechas, y más por un rey, cuyos mayores ganaron el nombre de cristianísimos? ¿Y que autorice y dé favor a esto el Sumo Pontífice, pastor universal de la Iglesia, dándole color del bien común, paz y tranquilidad de todos? Que si tal era el celo, ¿cómo hizo unas condiciones tan fuera de razón y término tan odiosas y perjudiciales?

     Que si bien el César no fuera César, sino muy inferior, de ninguna manera las sufriera. Mándanle (como si tuvieran autoridad superior y las manos sobre su cabeza) que ponga en libertad los hijos del rey de Francia, como si no bastara haber fiado una vez de su palabra; que no entre en Italia, si no fuere con los criados y gente que al Pontífice y venecianos bien pareciere; que no sólo permita las tiranías de los potentados de Italia, pero aún que las defienda; que perdone a todos los acusados sin oírlos; y estas cosas y otras, que las cumpla y haga antes que en tan santa y religiosa concordia sea admitido.

     Si esto no excede los términos de la modestia y equidad, para exacerbar el ánimo de un príncipe, considere cada uno y asimismo vea y repare cuán desigual es la concordia con el estruendo de armas y aparatos de guerra. El mar lleno de galeras, estandartes y atambores del Pontífice. Por la tierra, compañías de soldados y gente de a caballo. La máquina de artillería y otros aparatos belicosos, amenazando con ellos al César, que parecía que juntaba el mundo contra este príncipe; y era el capitán y cabeza de esta santa jornada el Pontífice, a título de pacificar la Iglesia, como si asentara bien la paz a palos en el pecho generoso, y más de Carlos V.

     Dirán que excedo de mi oficio, que no es ahogar, sino referir limpiamente; que hablo como español en favor de mi príncipe. Dígalo la concordia y júzguenlo buenos y desapasionados juicios.

     Diré aquí los capítulos de la liga, como ellos fueron y no en sola relación, porque vean que la que hago de esta historia, es cumplida y verdadera, no fingida ni apasionada.



Concordia que llamaron Santísima, entre Clemente, Pontífice romano, y el rey Francisco, venecianos, duque Francisco Esforcia y florentines, contra el Emperador Carlos V.

     «Como a todos sea notorio cuántos años ha que con continuas guerras se ve fatigada la república cristiana, que si con el favor de Dios no se pone fin a tan crueles guerras y la república cesando en ellas no tomase algún aliento, está muy cerca de verse en gran peligro, principalmente que de una guerra, por mal que suceda, se saca materia para sustentar el fuego de otras muchas, y vemos que crece la llama demasiadamente; y lo cual viéndolo y revolviéndolo en su ánimo el santísimo señor nuestro Clemente VII, Pontífice máximo y pastor vigilantísimo, quiso no dejar cosa alguna por tentar en razón del bien, salud y seguridad de la república cristiana, y asentar una paz verdadera, firme y estable entre los príncipes cristianos. Para lo cual no ha dejado por intentar cosa alguna, hasta traer un bien tan saludable y necesario al deseado fin; pues intentando muchas cosas, vino finalmente a saber que el rey Cristianísimo Francisco estaba ya 1ibre de la prisión en que el Emperador le había tenido y envióle por su nuncio y embajador a Capino de Cappo, dándole el parabién de su libertad y principalmente para que tratase con él de componer una paz universal entre los príncipes cristianos. Y para alcanzarlo con más brevedad, dió comisión particular al dicho nuncio para que por medio de él se hiciesen las condiciones, tratados y capítulos necesarios a esta paz general o particular. Lo cual entendido por Andrea Griti, duque de Venecia, y por el senado o dominio de esta ciudad y por el duque Francisco Esforcia (que deseaban esta concordia), considerando los intereses que de ella se seguían, movidos con el ejemplo del Pontífice, enviaron a Andreas Roberto, secretario del dicho duque y dominio de venecianos, por su embajador, al rey Cristianísimo con los mismos fines y por la misma causa que el Pontífice tenía enviado. Los cuales oídos por el rey Cristianísimo, que tanto siempre había deseado la paz universal de la Cristiandad, procurándola con los medios que pudo, sin perdonar a trabajos ni costas, los recibió con cara alegre y pronto ánimo, tanto, que luego nombró sus procuradores generales y especiales para hacer y concertar con los demás los capítulos de la dicha concordia. Consideradas, pues, bien todas las cosas, los dichos nuncios y procuradores por y en nombre del dicho Papa y rey Cristianísimo, duque y dominio de venecianos, y duque de Milán, ordenaron y concertaron un tratado de paz, asimismo por el Emperador, y rey de Ingalaterra, y los demás príncipes cristianos y potentados que en esta concordia quisiesen entrar, dejándoles lugar y puerta abierta para ello. Lo cual porque sea dichoso y feliz a los dichos príncipes contrayentes y a la república cristiana, invocando el nombre divino, a gloria y honra del omnipotente Dios, y para paz y salud de todos los cristianos, y no para injuria de nadie (del cual pensamiento están muy lejos), sino para provecho, tutela y quietud de todos, se concluyó el dicho tratado de la dicha paz en la manera siguiente:

     »Primeramente, se conciertan y prometen los dichos contrayentes, que no se dañarán, ni ofenderán, ni perturbarán de alguna manera, directe, ni indirecte, pública ni secretamente, ni darán favor ni ayuda a alguno de sus enemigos, antes les resistirán y se ayudarán entre sí mismos, los unos a los otros, defendiéndose los reinos y estados que al presente tienen. Pero que no se comprendan en esta cláusula general los dominios que el Papa y venecianos tienen fuera de Italia. Y que prometen los sobredichos, que con todas las fuerzas y armas, que aquí se dirán defenderán la persona y dignidad del Pontífice, contra cualquiera que la quisiere ofender, como la propria salud de cada uno.

     »Y que se deje lugar para poder entrar si quisiere en esta santísima concordia, primeramente al serenísimo y potentísimo príncipe Carlos, eleto Emperador, y al serenísimo rey de Ingalaterra, no sólo como contrayente, sino como protector de esta concordia. Y asimismo al ilustrísimo don Fernando, archiduque de Austria, y a los demás reyes, príncipes y potentados de la Cristiandad. Pero que no será recibido ni admitido en esta concordia el sobredicho Emperador si primero no restituyere los ilustrísimos hijos del rey Cristianísimo, que tiene en rehenes, dándole la recompensa competente, honesta y razonable. Y si no dejare el ducado de Milán libremente al dicho duque, y los demás Estados y dominios de Italia, en la manera que estaban antes de la guerra pasada. Y que no pueda entrar a se coronar en Italia, o a otra cosa, si no fuere con la casa y acompañamiento que al Papa y venecianos pareciere apto y conveniente, teniendo respeto a la seguridad del Sumo Pontífice, y de toda Italia, y también a la dignidad y seguridad de su imperial majestad. Y que dentro de tres meses después de la conclusión de este tratado entrando en él el rey de Ingalaterra le dé y pague el dinero que debe al dicho rey de Ingalaterra.

     »Y que por los dichos confederados, y a común expensa, se haga en Italia un ejército de treinta mil infantes, y de dos mil y quinientos hombres de armas, y tres mil caballos ligeros, con la artillería y municiones necesarias y competentes, así para impugnar, como para defender las ciudades y fuerzas; el cual dicho ejército se pondrá en orden y recibirá la paga otro día después que la ratificación de este presente tratado se entregare al rey Cristianísimo. Lo uno, para defender a los dichos confederados; lo otro, para resistir a los que en esta paz no hubieren venido, o perturbaren las cosas de Italia contra la presente confederación. Para el cual ejército ha de contribuir el Papa por su parte ochocientos hombres de armas y setecientos caballos ligeros, y ocho mil infantes. Y el rey Cristianísimo ha de contribuir en cada un mes, para el sueldo y otros gastos de la guerra, cuarenta mil escudos del sol; y demás desto, quinientos hombres de armas, aderezados al uso de Francia, en los cuales se comprenden mil caballos ligeros. Y los venecianos han de dar ochocientos hombres de armas, y mil caballos ligeros, y ocho mil infantes. El duque de Milán, cuatrocientos hombres de armas, trecientos caballos ligeros y cuatro mil infantes; y que si no pudiere cumplir este número, particularmente en el principio de la guerra, obligados el Pontífice y venecianos a prestarle los cuatro mil infantes, con condición que cuando pareciere que el duque puede cumplir, no estén obligados sino por sus ocho mil, como está dicho. Y en el gasto de la artillería, municiones y bastimentos, den respetivamente en la forma que lo demás se ha repetido. Y que este ejército se sustente y conserve entero, hasta acabar la guerra de Italia, o hasta que sean echados de ella los que la perturban, o su ejército sea totalmente deshecho, o de tal manera debilitado, que le sea forzoso encerrarse en alguna ciudad o lugar fuerte para defenderse. Y que no puedan salir en campo, ni tengan fuerzas para alojarse en él; y en este caso se pueda deshacer el ejército de la liga, quedando solamente los que bastan para acabar de consumir las reliquias del enemigo, o para tomar algunas fuerzas, si las hubiere de mayor momento, y esto sea al parecer de los capitanes del ejército. Y para este ejército que así ha de quedar, den al respeto de lo que antes daban.

     »Demás desto, promete el rey Cristianísimo a los confederados que por las dichas causas hicieren guerra en Italia, que él también tendrá su ejército de esa parte de los montes, para divertir las fuerzas de cualquier enemigo, y embarazarle que no pueda juntar nuevas gentes y ayudas contra los confederados de Italia, ni las consentirá pasar. Y que al tiempo que en Italia se comenzare la guerra, él la hará, acometiéndole sus tierras con poderoso ejército, que por lo menos sea de dos mil hombres de armas y conveniente infantería, y no sólo por tierra, sino por la mar, haciendo cruel guerra por todas partes a los enemigos de los confederados.

     »Que para el dicho ejército de la liga, los confederados levanten la gente de suizos que les pareciere, y que el rey Cristianísimo dé su favor y su autoridad y ponga el suyo, para que con estas condiciones y conveniente sueldo vengan lo más presto que puedan.

     »Que como esta Santísima Liga (como arriba se ha dicho) sea así para salud, seguridad y quietud de los príncipes que entran en ella y de sus tierras y Estados, como para pacificar la república cristiana, que luego que por los dichos procuradores este tratado fuere ratificado, que en nombre de todos ellos sea requerido y rogado el serenísimo príncipe eleto Emperador que por la paz y salud de toda la república cristiana quiera benignamente restituir los hijos del rey Cristianísimo en la manera que se ha dicho y, dejadas todas enemistades, reconciliarse con él, pues no habrá cosa que más firme y estable haga la paz en los dos, que usar de esta liberalidad. Y si no lo quisiere hacer, se le diga que los dichos príncipes no alzarán 1a mano hasta tanto que le fuercen a hacerlo. Para ejecución de lo cual ordenan que, acabada la guerra de Italia que por la presente capitulación se ha ordenado, se den al Cristianísimo rey por los confederados diez mil infantes y mil hombres de armas, y mil caballos ligeros o el dinero que para levantar esta gente fué menester para que haga esta guerra, hasta tanto que libremente se le restituyan los hijos.

     »Prometen demás desto los dichos confederados, los unos a los otros, de ayudarse y favorecerse y defenderse perpetuamente contra cualquiera que quisiere perturbar el quieto y pacífico estado que tienen, o dañarle sus tierras, ofreciendo los de Italia al rey los diez mil infantes y dos mil caballos, y el rey a ellos otros tantos.

     »Que porque para la conclusión de esta guerra no sólo son menester las armas por la tierra, sino también que las haya en el mar, que se haga una armada por lo menos de veinte y ocho galeras y otros navíos, hasta el número que a los confederados pareciere bastante, y que para esta armada dé el Cristianísimo rey doce galeras muy bien armadas y bastecidas, aprestadas dentro el dicho tiempo, para que puedan salir a cualquiera parte de Italia que a los confederados importe. Y las demás se armen y apresten a costa de los demás de la liga, dando el Papa las cinco galeras, y las demás los venecianos. Y que el duque de Milán dé para el gasto que en el progreso de la guerra se hiciere, lo que pareciere conveniente y honesto, y que se pueda disminuir este número que cada uno ha de dar, en caso que la ciudad de Génova se quiera juntar con los confederados dando sus galeras. Y que toda esta armada junta haya de acudir a cualquiera parte de Italia, que importare a los confederados por razón desta guerra, y que se sustenten y hagan los gastos en esta forma. El rey de Francia los doce, los venecianos trece, y las otras tres el Papa, todo el tiempo que durare la guerra, y que el rey de Francia ayude con las dichas doce galeras, con condición que habiéndolas menester para la defensa de su reino por guerra que el enemigo le haga, se le vuelvan, y siendo menester más por ser grande el peligro y poder del contrario, vayan todas las demás en su ayuda, excepto las tres del Papa, que han de quedar para guarda de sus puertos. Y que sirvan al rey, no sólo, como dicho es, para lanzar sus enemigos, sino también para hacer guerra con ellas, hasta tanto que saque de prisión sus hijos.

     »Que para quitar toda sospecha al duque de Milán por las cosas que en tiempos pasados sucedieron, promete el rey Cristianísimo que en ningún tiempo moverá ni intentará cosa alguna contra el Estado y duque de Milán, sino que le dejará que libre y pacíficamente, sin perturbación ni molestia, le goce, y le defenderá perpetuamente si acaso el rey de romanos o el príncipe su hermano o otros algunos príncipes les hicieren guerra, y le dará los capitanes y gente que está obligado a dar para la guerra de los confederados, y esto con condición que el dicho duque, por razón de derecho que los reyes de Francia han tenido en el dicho ducado de Milán y muchos gastos que en la pretensión de él han hecho, dé en cada un año la pensión que al Papa y venecianos pareciere, puesta en la ciudad de León, de Francia, y que no sea menos de quinientos mil ducados, y de ello haga seguridad.

     »Y porque esta paz ha de ser perpetua y la libertad de Italia firme y eterna, y es bien que todos gocen de esta felicidad (que con ayuda de Dios se ha de ver), determinan que se restituyan todos los bienes que se hubieren tomado en cualquier manera, por los que siguieron la parte del rey, y se les alza cualquier impedimiento, para que queriendo quedan volverse a sus tierras.

     »Que para declarar más el rey Cristianísimo la voluntad que tiene al duque de Milán, le dará mujer de la sangre real, la que el Papa juzgare ser más conveniente. Y que procurará que los suizos se junten con él para defensa y tutela de su Estado, en aquella forma y con las condiciones que estaban juntos cuando poseía el dicho Estado, y les alzará la obligación que le tenían hecha los dichos suizos, de defender aquel Estado por Su Majestad. Y que el duque pague a los suizos ciertas pensiones, y que los suizos gocen en su Estado las libertades y preeminencias que tenían cuando el rey Cristianísimo lo poseía. Y que dará de esto al duque la seguridad necesaria, luego que sea libre de los trabajos en que agora se ve oprimido, y no lo haciendo quede privado del favor que en esta concordia se le promete, pero que el rey Francisco no entiende, ni quiere apartarse de la amistad y confederación que siempre tuvo con los suizos.

     »Que se restituya al rey Cristianísimo el condado de Aste como cosa distinta del ducado de Milán y perteneciente por derecho antiquísimo a los duques de Orleáns. Y que si pareciere por alguna causa, que no se deba hacer esta restitución, a lo menos se dé el gobierno del dicho condado al ilustrísimo duque de Orleáns, su hijo, o que otro le gobierne en su nombre, hasta que el duque tenga edad.

     »Que en Génova quede por duque Antonio Adorno, si entrare en esta concordia o se mude el estado de esta ciudad, en la forma que a los confederados pareciere conveniente para la seguridad y quietud de Italia. Reservando empero al rey Cristianísimo el título y derecho del supremo dominio, de la manera que lo tenía cuando poseía la dicha ciudad.

     »Y prometen los dichos confederados que si el eleto Emperador negare o dilatare hacer y cumplir lo que en el segundo artículo de esta capitulación se contiene, que luego que se hubiere acabado la dicha guerra por la pacificación de Italia (el cual dicho fin ha de ser cuando el ejército enemigo quede acabado o debilitado, o tan desamparado que le sea forzoso retirarse y no osar más salir en campaña), que los dichos confederados acometan y conquisten el reino de Nápoles con todas sus ciudades y puertos de mar, como está declarado, salvo aquellas que a su voluntad se han de dejar para hacer guerra a los enemigos que quedaren. Y que si el eleto Emperador fuere lanzado del dicho reino de Nápoles con su ejército, que el dicho reino quede a voluntad del Papa, para que haga de él como de cosa que pertenece a la Iglesia. Y que el rey ni los demás confederados no disminuyan las ayudas que cada uno de ellos debe hacer en esta guerra, hasta tanto que el ejército del Emperador quede de todo punto deshecho, o de tal manera debilitado, que para defenderse se haya de encerrar en alguna fuerza. Contra los cuales (para los acabar de consumir) se ha de enviar los que pareciere a los capitanes del ejército ser bastantes, y que éstos se sustenten a costa común de los confederados por su rata parte, y que el reino de Nápoles quede en poder del Pontífice, con tal condición que, con consentimiento de todos los cardenales, se obligue por sí y por todos sus sucesores, y dé seguridad en Francia de que en cada un año dé al rey Cristianísimo, por razón del derecho que en este reino pretende tener, la pensión que le pareciere, con que no sea menos de sesenta y cinco mil escudos de oro del sol. Y esto promete el rey Cristianísimo, en caso que el estado de estos reinos se mude. Pero sucediendo de otra manera, le quede salvo el derecho y acción que pretende tener al dicho reino.

     »Y que en caso que faltase alguno de los confederados, apartándose de esta liga, esto no obstante quede firme y estable y en su fuerza y vigor entre los demás. Y si la falta fuere por muerte, que el sucesor del muerto pueda entrar en su lugar. Y que el Papa hará aprobar esta liga en el colegio de los cardenales.

     »Que todos los confederados tomen la defensa, protección y amparo de los Médicis y de todos sus sucesores, y la sustenten en la dignidad y grandeza en que de tiempo antiguo han estado y están en Florencia.

     »Y determinóse que porque el serenísimo y potentísimo rey de Ingalaterra, Defensor de la Fe, siempre amó la paz, como agora parece por la que hizo con el rey de Francia, y que siempre empleó sus fuerzas y deseos en servicio de la Iglesia católica, así él como su padre, y que no se podía interponer mayor autoridad para conservar en paz los buenos y reprimir los que la perturban, se determinó que Su Majestad sea protector y conservador de esta santísima concordia, que siempre llana y inviolablemente sin alguna excepción se guardará todo lo en ella contenido, y se lo requieren y suplican todos los confederados, y le ofrecen para él y sus hijos un Estado del reino de Nápoles con título de duque o príncipe, y que no valga menos de treinta mil ducados de renta. Y asimismo ofrecen otro Estado de Italia, que rente diez mil ducados, para el cardenal evoracense, por lo mucho que había trabajado en aquella concordia.

     »Y que los confederados no se puedan ligar, confederar ni hacer treguas con otro príncipe que no sea de los contenidos en esta concordia, y que si antes de este tiempo la tuviesen hecha, la den por ninguna.

      »Y que antes de la ratificación de esta concordia cada uno de los contenidos en ella nombre los amigos que tiene, con que no sean súbditos o vasallos, o enemigos de las demás partes. Y de parte del Papa se nombraron el rey de Ingalaterra, el marqués de Mantua, reservando el nombramiento de otros dentro del tiempo señalado. De parte del rey de Francia se nombraron los reyes de Ingalaterra y Escocia, Navarra, Portugal, Polonia, Hungría, duques de Saboya, Lorena y Güeldres, y los trece cantones de los suizos. De parte de los venecianos se nombraron el rey de Ingalaterra, reservando el nombramiento de otros.

     »Y que el rey de Francia envíe los dineros dentro de un mes a la ciudad de Roma o los ponga en Venecia o Florencia, y dé fianzas seguras en los bancos seis días antes de cada mes.

     »Que dentro de un mes aprueben y confirmen esta dicha concordia; y si el duque de Milán no pudiere por estar muy apretadamente cercado, que el Papa y venecianos firmen por él. Fué hecha a 22 de mayo de 1526.»



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- IV -

Buenos oficios que Clemente debía al Emperador. -Mortal enemistad entre los cardenales Volterra y Julio de Médicis.

     A quien más se podía culpar de esta concordia (más ofensiva que defensiva, y ella), era a Clemente VII, que tantas oblipervertidora de la paz que causadora de gaciones tenía a reconocer los beneficios que de mano del Emperador había recibido, porque cuando no hubiera otros, bastaba haberle librado de las manos de Francisco Soderino, cardenal de Volterra, su enemigo capital, y de toda su generación; el cual le había hecho notable contradicción en todas sus pretensiones y aumento, y le llegó al alma cuando el Papa León, su primo, le dió el capelo; y en muriendo, entrando los cardenales en su recogimiento para elegir Pontífice (como eligieron a Adriano), el dicho Soderino pidió que echasen fuera a Julio de Médicis, porque se le había dado el capelo contra las leyes y constituciones de la Iglesia, que prohiben que aquesta dignidad no se dé a bastardo, y que Julio lo era; y es así que siempre se tuvo escrúpulo de esto, porque cuando Lorenzo de Médicis y su hermano menor, Juliano de Médicis, hijos ambos de Pedro de Médicis y nietos de Cosme, gobernaban a Florencia, en una conjuración de florentines llamados los Pazzis, estando oyendo misa mayor, cuando el sacerdote alzaba la hostia, el Juliano fué muerto a puñaladas; el cual dejó preñada a una mujer su amiga, y de allí a pocos meses parió a este Julio, Clemente VII. Pero después, cuando el primo le hubo de dar el capelo, se hizo información, y él dió testigos que juraron que su padre se había casado con su madre antes de su muerte, y es de creer que no faltaría quien jurase. Y así, en el cónclave desecharon aquel impedimento y dejaron al Julio en su posesión, reservando el derecho a salvo, en lo que el de Volterra le quisiese pedir.

     Elegido Adriano, luego que vino a Roma se mostró muy favorable al Julio, por saber que era hechura del Emperador, y que le había servido de legado en su campo; y ansí le confirmó en el gobierno de Florencia; lo cual fué de tanta acedia para el de Volterra, que luego comenzó a tratar con los franceses (y esto es lo que apunta Jovio) para que echasen de Florencia al Julio.

     Y ansí, enviaron a Renzo de Cherri con alguna gente, que no hizo efeto; la cual trama, entendida por cartas, prendió Adriano al cardenal Soderino de Volterra y le tuvo en el castillo de San Angel, hasta que murió Adriano a 24 de setiembre del año 23.

     El colegio de cardenales, para elegir nuevo Pontífice le mandó soltar y venir al cónclave, donde se renovaron las barajas entre Soderino y Julio; y fué la ventura de Julio que le eligieron por Pontífice, y los cardenales se echaron a sus pies, pidiéndole perdonase a Soderino.

     El lo hizo así; mas Soderino murió muy presto, de pura melancolía.

     En todas estas cosas halló Clemente, y le valió, el favor del Emperador y una afición grande, y hizo que Adriano hiciese de él más cuenta, y haberle ayudado en lo de su legitimidad, y favorecido su familia, de manera que por ella mandó que los suyos dejasen las cosas de Lombardía y acudiesen a la Toscana para conservar a Julio en Florencia contra sus enemigos.

     Dióle sobre el arzobispado de Toledo diez mil ducados de pensión; y últimamente, cuando murió Adriano, envió tres nombrados a su embajador don Luis de Córdoba, duque de Sesa, para que trabajase que uno de ellos fuese elegido por Pontífice, y el primero era Julio, y cuando no pudiese, que fuese el cardenal Colona, y si no, Farnesio, que después fué Paulo III. Por manera que el Emperador le hizo legítimo dueño de su patria, aumentó su fausto con oficios y dineros y, finalmente, le puso en el Pontificado.

     Y cuando se vió en él se volvió francés y su enemigo encubierto, y después adelante muy declarado; y si bien fué requerido que guardase la liga de su predecesor y la confirmase, pues él había sido autor en ella y puesto una condición, que, muriendo el Pontífice, el que sucediese la confirmase, no sólo no lo quiso hacer, antes mandó revocar el ejército de la liga y reducirse a las tierras de la Iglesia, y que desamparase al Emperador, que tales fueron los principios de su pontificado, y de allí adelante se fué quitando la máscara, hasta quedar del todo francés, como aquí se ha visto y verá.



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- V -

Las quejas que Clemente tenía del Emperador.

     Daba color a tales intentos y hechos quejándose del Emperador y sus ministros, como presto veremos, que el duque de Borbón había hecho una mala entrada en Francia, y que por esta entrada, irritado, el rey se había levantado, y con poderoso ejército pasado en Italia y encendido la guerra, particularmente en Lombardía, abrasándose otra vez aquella provincia con armas, por no querer contentarse el Emperador con haber deshecho al almirante y su ejército francés y echádolos de Italia, sacándoles de las manos el Estado de Milán. La cual nueva guerra se hubiera excusado, y otros mil inconvenientes, si el Emperador quisiera contentarse con lo que había hecho, sin dejar entrar sus gentes a despertar al enemigo.

     Y así, dice que por estas y otras cosas, él y venecianos se abstuvieron de esta guerra, lo cual no pareció así, pues el uno se apartó por la liga secreta que con el francés tenía, mediante Alberto, conde del Carpio, su grande amigo, al cual, al principio de su pontificado, le hizo apartar de la amistad del Emperador y ponella en el francés y los venecianos, por no enojar al rey y a las demás señorías.

     Destas quejas del Pontífice veremos adelante una larga relación.



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- VI -

La limitación que se puso al Emperador, no muy bien mirada. -Júntase el ejército de la liga. -Ríndese el duque Esforcia con el castillo al 24 de julio.

     Con estas y otras condiciones, no de tanta cuenta, se hizo la concordia y firmó por las partes a 22 de mayo.

     Fué también capítulo de esta liga, que dentro de tres meses el Emperador pagase todo lo que debía al rey de Ingalaterra, y que pudiese pasar en Italia a se coronar y no a otro fin; pero que fuese con tan moderada compañía y gente, de manera que sin temor ni escándalo de los señores de Italia se pudiese hacer; y la moderación y tasa fuese al parecer del Papa y del duque Esforcia y de la señoría de Venecia; y cumpliendo esto le admitiesen en su liga, y no queriendo luego venir en ello, que se le denunciase y hiciese guerra hasta hacer que cumpliese, y ser deshecho del todo el ejército que tenía en Italia, de manera que así ponían leyes al vencedor, como si le tuvieran vencido.

     Para conseguir tan santos intentos se asentó que juntasen luego un ejército de treinta mil combatientes y tres mil caballos ligeros, con la artillería y municiones necesarias. El cual repartieron entre sí (como dije), supliendo por el duque de Milán lo que no pudiese cumplir el Papa y venecianos, hasta ser restituido; el cual ejército había de estar entero hasta ser deshecho el del Emperador y echado de Italia y conquistado el reino de Nápoles. Demás de lo cual, el rey de Francia había de tener otro campo de respeto para los casos que se ofreciesen.

     Nombraron el Pontífice y venecianos por general de su ejército al duque de Urbino.

     En fin del mes de mayo de este año, por no perder tiempo ni darlo al Emperador para proveer ni hacer nuevo ejército más del que tenía en Milán, los confederados juntaron a gran priesa los suyos, queriendo comenzar (como lo hicieron) la guerra por Lombardía, para socorrer a Francisco Esforcia; mas no lo pudieron hacer como la necesidad pedía, porque el castillo estaba falto de vitualla y fuertemente de los imperiales apretado.

     También el rey Francisco se detenía con esperanzas de cobrar sus hijos.

     Y con esta dilación, Francisco Esforcia, apretado en el castillo, con falta de comida y sin esperanzas de socorro, a 24 de julio se concertó con los capitanes imperiales y les entregó el castillo de Milán, y él se fué con todos los suyos y con toda su ropa a Como, donde él tenía guarnición. Y diéronle para su sustento las rentas della, hasta que el Emperador sentenciase sobre el estado y culpas que le ponían. Mas el duque se rigió tan mal, que descubriéndose se fué al ejército de la liga y la confirmó y se confederó con los otros príncipes de Italia, y comenzó a hacer guerra contra los españoles como contra enemigos comunes.

     Desta guerra de Milán y desventuras de Francisco Esforcia escribieron largamente Galleazo Capilla y Francisco Guiciardino, lib. 17; Paulio Jovio, 24 y 25.



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- VII -

Encuentro de las armadas imperial y de la liga.

     El ejército de la liga que pensó librar a Francisco Esforcia no hizo suerte que algo valiese, antes parecía que iba muy de caída. Habían hecho en el agua los confederados una flota de treinta y siete galeras sin otros navíos con Pablo Justiniano, poniendo el Papa seis galeras, venecianos, catorce, y las demás el rey de Francia, con Pedro Navarro, que le habían soltado en trueque del príncipe de Orange, Filiberto Chalon, y con Andrea Doria, que servía al rey Francisco con seis galeras suyas.

     Volvían a Italia Carlos de Lanoy y Hernando de Alarcón en treinta naves, con hasta ocho mil hombres, los cuales se toparon con Andrea Doria y Pedro Navarro entre Córcega y Elba y hubieron una brava batalla, en que los imperiales perdieron una nave o dos; empero, arribaron a Córcega y aquí se rehicieron, y también tuvieron tormenta de calma.

     Finalmente aportaron a Cabo Monte donde les calmó el viento, por lo cual no pudieron entrar en Génova para la socorrer, que la tenía como cercada la flota de la liga, que corrió toda la ribera de Génova haciendo muchos daños. Y como pareció la flota de España, fueron a ella ciertas galeras venecianas, que la hicieron salir al largo de la mar, y con un temporal que sobrevino a la Armada, unos fueron a Liorna, otros a Gaeta y algunos a Bonifacio.





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- VIII -

El Parlamento de París da por nula la concordia de Madrid. -Llegan a Granada los embajadores de Francia y piden.

     Estando el Emperador en Granada supo cómo el rey de Francia había hecho en París un acto solemne en que los del su Parlamento o Consejo daban por nula la concordia que el rey había hecho en Madrid, atento que la hizo estando preso y sin libertad, y que así no era obligado a la cumplir.

     Y antes que el Emperador saliese de Granada llegaron los embajadores de Francisco, diciendo que él no podía cumplir la dicha concordia, pues Borgoña no podía ser enajenada de la corona real de Francia, y que volviéndole los hijos por un precio razonable, que tomaría su hermana por mujer; donde no, que los entendía cobrar por guerra.

     Favorecían esta demanda los embajadores de los aliados que estaban en la corte, diciendo a Su Majestad que descercase al duque de Milán y que sacase los españoles de Lombardía; que dejase a Nápoles, que no pasase a Italia con ejército y que pagase al rey de Ingalaterra; si no, que todos le harían guerra, pues, para ello se habían ligado.





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- IX -

Respóndeles el Emperador.

     Eran recias las demandas y temerosa la guerra, por ser muchos y muy poderosos los confederados. Pero no por eso torció su brazo el Emperador, sino que les respondió, con su acostumbrada gravedad, que haría mal el rey Cristianísimo en no cumplir su palabra y juramento, que su reino no le podía estorbar los capítulos de paz, pues no le estorbaba los de la guerra; mayormente, que el reino los había sabido y otorgado; que deternía los rehenes; que no debía dejar por algún enojo su mujer; que Francisco Esforcia, como duque de Milán, era su vasallo feudatario, y lo podía y debía castigar por rebelde y alevoso; que los españoles estabanbien allí, habiendo de ir a coronarse a Italia; que no dejaría él a Nápoles, pues era suyo por herencia, y otros muchos títulos de conciertos y buena guerra; que iría a Italia cuando él quisiese y como quisiese, y si guerra le hiciesen todos ellos, que de todos se sabría defender con sus buenos y leales vasallos, llevando a Dios y a la razón delante. Y que pagaría al rey de Ingalaterra con los dineros del rey de Francia.



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- X -

Infeliz jornada de Luis, rey de Hungría.

     Habiendo Solimán, rey poderosísimo de los turcos, ganado la isla de Rodas, como queda dicho, quiso ensanchar sus reinos por la parte de Hungría y Valaquia, por donde ya había entrado hasta Belgrado. A la cual (allende de la ordinaria y natural sed suya) le incitó ver que Ludovico, rey de Hungría, demás de ser muy mozo y poco ejercitado en la guerra, no había de tener quien le favoreciese, estando como estaba el Emperador, su cuñado, tan lejos de él, envuelto en guerras con todos los príncipes cristianos que contra él se acababan de confederar.

     Y habiendo el rey Sigismundo de Polonia poco antes asentado tregua con el mismo Solimán, pareciéndole buena la ocasión que en esto y en otras cosas había, este año entró por Hungría con tanto poder, que dicen llevaba docientos mil combatientes.

     Quiso el rey Luis resistirle, y viéndose tan inferior en fuerzas para valerse de los príncipes cristianos, escribióles dándoles cuenta de la potencia del Turco y de los grandes daños que en aquel reino hacía, y los que se temía que haría si con todas las fuerzas de la Cristiandad no se le oponían.

     Y estando el Emperador en Granada recibió una carta del rey Luis, en que decía:





Carta del rey Luis de Hungría al Emperador.

     «Católico y muy poderoso príncipe y Emperador. Los errores pasados y los pecados presentes han sido causa que la primera causa olvidase sus redemidos, para castigarlos con cruel pena de su demasiada culpa en lo presente, que no para corregirlos de sus malas obras en lo venidero, pues en lo uno no hubo enmienda, ni en lo otro que esperar remedio. No por falta de conocimiento que en lo malo y bueno tenemos, sino por sobra de malicia que en lo uno y en lo otro alcanzamos y obramos con todos nuestros sentidos. Y lo peor, que no procuramos con alguno el arrepentimiento, y así el daño venidero no reparamos, y los males presentes quedan sin enmienda y castigo, y por esto el que puede tomarla de sus injurias, ha dado lugar a los hijos de la soberbia y a los hermanos de la ambición y vanagloria, y a los padres de todo mal ejemplo, y a los inventores de toda prestita condenación, que entren por nuestro reino de Hungría matando los inocentes, despedazándolos sin culpa, corrompiendo las vírgines, forzando las casadas, afrentando las viudas, agraviando los huérfanos, violando los divinos templos, acoceando los cultos, cruces e imágines celestiales, abofeteando los sacerdotes y poniéndolos en sujeción vilísima, y martirizando los perlados y haciendo renegar las dignidades, no dejando por eso de convertir con persuasiones falsas a su diabólica y condenada seta las tristes mujeres y a los de mísero y flaco ánimo, con los infantes desventurados que a las desdichadas tetas hallaban mamando. Ya no nos queda gente para resistir, y con que resistir podamos demasiado, porque la mayor parte que teníamos es muerta o cautiva, y el resto tenemos tan herido y desmayado, que más por desesperación que por esperanza de remedio, sale mi persona mañana al campo, donde hay más enemigos de nuestra santa fe que yerbas hay en el campo, acompañado de doce perlados que, despojados de sus prelacías, se han venido a morir con nos, para que, como nos fueren compañeros en el martirio, nos sean guiadores para en la gloria por nuestro buen morir. Bien tenemos por cosa muy cierta que sus crudas manos derramarán nuestra sangre, mas creemos que los santos recibirán nuestras ánimas. Fáltanos el socorro de los príncipes cristianos y reyes católicos, y olvidónos el Rey de la gloria, por ver quién sería vencedor en el bien morir, que mañana esperamos. Muchas veces fué suplicado a Vuestra Majestad Cesárea por el infante, nuestro carísimo hijo y vuestro hermano, que socorriésedes la mísera Cristiandad, que ansí para desesperar estaba, y fué tan socorrido por vos cuanto desdichado por mí. Y porque la presente es la última letra que a Vuestra Majestad podemos escribir, quisiera proceder en ello dando larga cuenta del demasiado poder de nuestro enemigo el Turco; pero no lo permite el día de mañana que esperamos, ni lo sufre el de hoy, que tan mísero tenemos. De una cosa aviso a Vuestra Majestad: que si con todo vuestro poder no socorréis lo que queda, que no quedará la romana ciudad sin tornarle los combates de este carnicero lobo, porque tenemos por cierto, que salido mañana con la vitoria de nuestra muerte, espera pasar su ejército a las haldas de Italia y enviar su armada a las islas de Venecia y Sicilia. Bien creemos que la piedad del inmenso Dios Nuestro Señor detendrá sus pasos y estorbará sus dañados propósitos, pero con que Vuestra Majestad procure hacer resistencia a lo que hombres no bastan. Y porque me remito a la carta que enviamos al embajador de nuestro reverendísimo infante, ceso rogando por el ánima que de este nuestro cuerpo espera salir, y por la vida de los que están en aventura. Acreciente Nuestro Señor el estado de Vuestra Majestad con vitoria contra los infieles.

     »Del campo, a 27 de agosto de 1526.»

     El fin de esta jornada fué que en los campos de la villa de Mugacio, o Mohacz, entre Belgrado y Buda, se atrevió el rey Luis, con desiguales fuerzas (habiendo treinta turcos para cada cristiano), a dar batalla campal al Turco, en la cual el desdichado y malogrado rey fué vencido y roto con muerte de casi todos los suyos; y él, por salvarse huyendo, al pasar de una laguna, como el caballo iba fatigado, dió de ojos en el agua y de tal manera se le embarazaron los pies en los estribos, que se ahogó en menos de palmo y medio de agua y cieno.

     Por la muerte del rey Luis, y no dejar hijos, sucedió el reino en el infante de Castilla archiduque de Austria, don Fernando, hermano del Emperador, y estando el Emperador en Granada le llegó la nueva desta desgracia y una carta de su hermano, el nuevo rey don Fernando, en que le decía:



Carta del infante don Fernando al Emperador su hermano (El correo que trajo esta carta pasó por Burgos a 5 de diciembre.)

     «Muy alto y muy poderoso señor: Hago saber a Vuestra Majestad que a los veinte y nueve de agosto pasado, el Turco en persona, acompañado de docientos mil hombres y más, demás de la gran guerra que había hecho en el reino de Hungría, vino y se acercó con su gran ejército a veinte leguas de la gran Buda, donde el rey de Hungría estaba con cuarenta mil combatientes en el lugar. La batalla se dió y fué ganada por el dicho Turco, y el rey de Hungría fué muerto en ella y perdido su artillería, y a causa de esto soy tan triste que no puede ser más. En especial, que en nuestros tiempos tan gran plaga inestimable haya venido a la Cristiandad, en que la necesidad y perplejo en que yo me hallo presente es de dineros y de ayuda de socorro para remediar y defender contra tal y tan cruel enemigo de Cristo, y contra su pujanza, que es la del dicho Turco. Suplico a Vuestra Majestad con toda humildad lo quiera pensar y considerar como el caso lo requiere. En cuanto a la reina nuestra hermana, ella está al presente en una villa que está diez leguas de Viena, como Vuestra Majestad podrá considerar, con su trabajo o fatiga; y para la consolar mis regentes de Austria (visto las dolorosas, tristes y lamentables nuevas) han enviado personas para la consolar, y de mi parte yo la he mandado consolar y visitar lo mejor que de mí ha sido posible. Y por esto, señor, es de dudar y temer que el Turco, visto su tan venturoso vencimiento y bastante pujanza, que no se retirará de Hungría, antes querrá pasar más adelante a la Cristiandad, en que yo seré el primero acometido, lo que Dios no quiera; y aún puede ser que el Turco quedará y fortificará tanto cuanto pudiere en mis tierras, por pasar en ellas el invierno y durante el dicho tiempo correrá y saqueará y quemará, y hará muchos daños y crueldades en ellos, y aun por ventura, viendo el dicho Turco que no está dentro del invierno, que su ejército puede durar aún harto tiempo en el campo, querrá seguir su vitoria a la primavera, y querrá pasar adelante. De manera que el peligro será tan grande y tan a la mano, que no se podrá más encarecer, y no solamente de perder mis tierras y patrimonios, que son agora fronteras del Turco, mas toda la Germanía que queda, y, por consiguiente, toda la Cristiandad, lo que Dios no quiera. Yo me hallo aquí solo, muy pobre y desproveído, sin alguna esperanza de ayuda ni socorro, si no es la de Dios Nuestro Señor y la de Vuestra Majestad; y la ayuda que mis tierras me podrán hacer será casi nada contra tan gran pujanza como es la del Turco. Suplico a Vuestra Majestad humilmente, como a cristianísimo y católico príncipe y cabeza que es de la Cristiandad, tenga piedad y respeto tal cual conviene a este lamentable negocio. Y sea el ayuda y socorro el más pronto y mayor, y con la mayor brevedad que ser pueda, como la necesidad y el deber pide y requiere, pues esta es causa de Dios que todos somos obligados defender, y que por falta de dinero, tan presto perdido, no caya en mayor perdición. Yo prometo a Vuestra Majestad que no digo esto por dejar de poner mi persona y cuanto tengo en este mundo en tan santo trabajo; pero, como tengo dicho, no me queda alguna esperanza, salvo en Dios Nuestro Señor y en Vuestra Majestad. Y asimismo tenemos perdido a nuestro cuñado el rey de Hungría en la batalla, y la reina, nuestra hermana, echada del reino con tanta lástima y desconsolación y con tanto aparejo que hay para que muy presto puede permitir Dios a mí acaezca el mismo caso e infortunio, lo que Dios no quiera, porque los turcos no tardarán de hacer lo que digo, si no se pone remedio y socorro de la Cristiandad. Suplico a Vuestra Majestad como su humilde y obediente solo hermano y verdadero servidor, con la mayor humildad que puedo, que tenga respeto a lo susodicho, pues tanto importa a la Cristiandad, con buenas provisiones y con toda diligencia, como tengo dicho, provea y remedie de socorro, porque de otra manera todo es perdido, caído, desolado y gastado (lo que Dios no quiera), y no será después en nuestro poder de lo remediar aunque queramos. Porque ya he sabido cómo el Turco ha entrado en la ciudad de Buda y ha hecho gran crueldad en ella, y que ya tiene despachados dos capitanes generales con gran número de gente para contra mis tierras de Austria, y el otro lo mismo contra Estiria y Carintia y Carniola.»



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- XI-

Carta del Emperador al condestable en que le dice el desdichado suceso del rey de Hungría. Manda el Emperador en Castilla que se hagan procesiones y plegarias.

     Sabida esta nueva, el Emperador hizo el sentimiento que se puede pensar de un pecho tan cristiano, y trató luego del remedio que un mal tan grande pedía. Escribió a los grandes del reino y a los perlados pidiéndoles su consejo y ayuda, pues a todos tocaba, y al condestable de Castilla, por ser persona de las más importantes de estos reinos, por la grandeza de su casa y sangre y por el mucho valor de su persona, le escribió dándole cuenta de esta desdichada jornada. La carta fué:



Carta del Emperador al condestable.

     «EL REY.

     »Condestable primo. El ilustrísimo infante don Fernando, mi muy caro y mi muy amado hermano, me ha escrito cómo el Gran Turco, enemigo de nuestra santa fe católica, con más de docientos mil combatientes de a caballo y de a pie, y con gran copia de artillería, vino al reino de Hungría, y cómo el serenísimo rey de Hungría, nuestro muy caro y muy amado hermano, por atajar las grandes crueldades que los cristianos de su reino recibían, salió contra él al campo con toda la más gente que pudo, que serían hasta cuarenta mil combatientes, y en una batalla que hubieron fué muerto el rey y algunos perlados y grandes de sus reinos y la mayor parte de todos los otros cristianos que se hallaron en la batalla. Y el dicho Turco entró y tomó la gran ciudad de Buda, que es la mayor y más principal del dicho reino de Hungría, con otras ciudades y lugares que metió a cuchillo, y mató a todos los cristianos, así hombres como mujeres, de edad de trece años arriba. De manera que fueron por todos los cristianos muertos más de ciento y cincuenta mil ánimas, y los de trece años abajo los llevaron consigo a su tierra para los tornar moros de su perversa y mala seta y dañada, y otros muchos cristianos se convirtieron a su mala seta en los pueblos que tomó, viéndose afligidos por temor de la crueldad tan grande que hacía. Ya véis cuán grandes causas y razones hay para que no solamente yo, a quien tanto me toca, tenga de ello muy gran sentimiento, como lo tengo en ver que en mi tiempo y por nuestros pecados Dios Nuestro Señor haya permitido que el Turco haya hecho tan grandes daños y crueldades como ha hecho y por esta causa cada uno debe tenerla por suya propria y defensa de ello, y no menos gran lamentación para toda la Cristiandad, pues que principalmente lo que el dicho Turco hace es muy grande ofensa a Dios Nuestro Señor y de toda la religión cristiana, pues toma y ocupa las tierras y señoríos de los príncipes cristianos, despedazándolos y martirizando los cristianos que se defienden y no le quieren seguir ni obedecer y que en los templos donde se servía y alababa a Nuestro Señor Dios, se hagan agora vituperios y cosas y ritos de menosprecio contra Su Majestad. Y continuando con su diabólica y dañada guerra dice que ha proveído sus capitanes con mucha compañía de gente, para que vengan a las tierras del dicho infante nuestro hermano, que están comarcanas y en frontera de las otras que agora tomaron, que es otro muy gran daño y dolor y sentimiento que de ello tenemos, viendo que con su infidelidad y crueldades quiere señorearse y sujetar los cristianos. Y teniendo consideración a todo esto, en conocimiento de los muy grandes, señalados y buenos beneficios que hasta aquí habemos recibido y cada día recibimos de Nuestro Señor, que nos puso para que en su lugar reinásemos en la tierra y que nos dió señal y imperio y señorío con que le sirviésemos, y también por el deudo tan cercano que tenemos al dicho rey de Hungría con el dicho infante don Hernando, y que será en bien de las tierras de nuestro patrimonio y cumplir con la obligación que tenemos, para defensión de nuestra santa fe católica y religión cristiana, quiero, teniendo a Dios delante mis ojos, pues es la causa mía propria y defensa y es servicio de Nuestro Señor, en el cual yo espero que me dará galardón, y a todos los cristianos que en ello se emplearen, la vitoria de ella, así para resistir como para recobrar lo que se ha tomado y ocupado de cristianos, y hacerle a él y a todos sus súbditos y infieles todo el daño e mal que pudiéremos, y procurarlo con todo nuestro poder, de resistir al dicho Turco y estorbarle que no haga cosas en tan grande ofensa de Nuestro Señor y de nuestra santa fe católica y religión cristiana, y trabajaremos con todas nuestras fuerzas de quebrantar y acabar la gran soberbia del dicho Turco, la cual, con ayuda de Nuestro Señor, entendemos poner así en obra en el tiempo más breve que ser pueda, según al caso conviene, y se entenderá en ello con todo cuidado y lo que para el asiento de ello es menester. Entretanto, yo entiendo socorrer al ilustrísimo infante nuestro hermano con alguna suma de dineros con que pueda sostener y pagar a la gente, que es menester para impedir y resistir que no reciban daño sus tierras y las otras que allá tenemos, con las otras de cristianos de aquellas comarcas, ni se hagan tan grandes daños, muertes, robos, cautiverios y crueldades como las pasadas; porque de otra manera no le convenía esperar al gran poder del Turco. Hágooslo todo saber, pues esta empresa toca a nuestra santa fe católica y a toda la Cristiandad, que tiene obligación al remedio por las causas ya dichas, y nos va y cumple mucho la defensa de esto. Encárgoos que, pues importa esto al bien universal de nuestra santa fe, que penséis bien la forma e manera que conviene que se tenga para proveer todo lo que conviene y fuere menester para tan gran caso como éste, que, según la calidad de todos, nos debemos disponer y trabajar en ello, porque en nuestro tiempo sirvamos a Dios Nuestro Señor y Redentor y no solamente defendamos nuestra santa fe católica y la aumentemos como tenemos confianza en El, que nos dará gracia para lo poner en obra como dicho es; mas para que hagamos tales obras, que dejemos buen nombre y el ejemplo en la santa Iglesia universal y en el mundo a los que después vinieren; y hacednos saber cómo la recibistes.

     »De Granada, a 29 de noviembre, 1526 años.»

     La misma, sin faltar letra, escribió este día y año al marqués de Denia y otros grandes de Castilla.

     Escribió asimismo el Emperador al presidente de la Chancillería de Valladolid que mandase hacer procesiones por el bien de la Cristiandad, y que se hiciesen plegarias en las misas, acabada de alzar la hostia, y asimismo al mediodía, rogando a Dios hubiese misericordia de la Cristiandad y no permitiese que el Turco, encarnizado en la sangre cristiana, pasase adelante con sus vitorias, sino que lo confundiese volviendo por su pueblo. Lo cual se hizo ansí con mucha devoción en todo el reino, y el Emperador envió al infante don Fernando, su hermano, docientos mil ducados para que, se entretuviese la guerra hasta que le pudiese ayudar con todas sus fuerzas.



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- XII -

Palabras que el César dijo al embajador del rey, de las cuales resultaron los desafíos.

     Ya que por este año hemos acabado con las cosas que fuera de Italia sucedieron, será bien volver donde dejamos los cuentos de las guerras de la liga y los demás con el rey de Francia.

     Por el mes de setiembre envió el rey de Francia al arzobispo de Burdeos por su embajador a la corte del Emperador, donde, juntamente con el nuncio del Papa y el embajador de venecianos, le requirieron que, pues el rey su señor, como ya había mostrado, no podía cumplir lo que había prometido, que le restituyese sus hijos que tenía en rehenes, tomando por ellos algún honesto rescate. Respondió el Emperador a esta embajada con muestras de harta indignación, en breves palabras, que si el rey de Francia no podía, como decía, cumplir lo que había prometido y quería libertar a sus hijos, que se viniese él a la prisión donde ellos estaban, como lo había prometido y jurado, porque de otra manera no entendía dárselas. A la cual respuesta ningún descargo ni disculpa tenía que dar el rey de Francia, porque aquello no podía decir que no estaba en su mano, y lo podía hacer, como era obligado, y para ello tenía ejemplo de los reyes sus predecesores, que así lo habían hecho; señaladamente estaba fresca la memoria del rey Juan, único deste nombre, que siendo preso por los ingleses en una batalla y después suelto con ciertas condiciones, vuelto a su reino, y no pudiéndolas cumplir, se volvió a la prisión y permaneció en ella hasta morir.

     Y demás de esta respuesta, tomó aparte el Emperador al embajador y díjole que dijese al rey de Francia que lo había hecho laschemente y meschantemente, que en castellano suenan muy ruinmente y villanamente en no le guardar la fe y palabra que le había dado por la capitulación de Madrid, y que si esto quisiese contradecir, que se lo haría conocer de su persona a la suya.



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- XIII -

[Apología de Francisco I contra la concordia de Madrid.]

     Tan apoderada estaba la pasión del rey de Francia, que no se contentando con la sangre que en las guerras derramaba, quiso también mostrarla en las palabras y cartas que contra el Emperador escribía. Y para justificar su mala voluntad, y el no querer cumplir lo que en Madrid había prometido y aun jurado, escribió a todos las príncipes de Italia y Alemaña, y demás desto una apología que mandó imprimir para sembrarla por todo el mundo, cuyo título era: Apología disuasoria Madriciae conventionis.



Apología del rey contra la concordia de Madrid: qué decía en ella:

     Que por si acaso hubiese alguno que pusiese en duda la fe del Cristianísimo rey de Francia, por no haber guardado la concordia o concierto que entre él y el eleto Emperador se había hecho, les rogaba que no se determinasen en cosa alguna, ni lo pensasen, hasta entender bien el hecho de la verdad, y que para que mejor la entendiesen, le pareció acertado ponerla según se refería este escrito. Luego (dice) que el rey Cristianísimo recibió la administración del reino de Francia, ninguna cosa procuró con mayores veras que confederándose con los demás príncipes de la Cristiandad, emplear las florescientes fuerzas del reino y de su edad contra los crueles enemigos de la fe cristiana. Y para conseguirlo, ni perdonó a trabajos ni gastos, ni otras dificultades, confederándose de diversas maneras, particularmente con el eleto Emperador. Las cuales confederaciones guardó firmemente por ser en favor y para bien de la república cristiana y de los súbditos de ambos. Pero no le siendo guardada por el eleto Emperador la misma fe, porque le negó el tributo que le había de dar por el reino de Nápoles, y la restitución del reino de Navarra; acometiendo asimismo con tratos secretos el Estado de Milán, y no queriendo hacer el juramento de las apelaciones que por los condados de Artois y Flandes era obligado, y por otras muchas causas en que había faltado, que por razón de superioridad que el rey tenía en los dichos condados de Artois y Flandes debía cumplir. Y lo que más grave y penoso fué, que le sacó con largas promesas a Carlos de Borbón, siendo su vasallo, y hizo que se levantase contra él. Finalmente, después que estas y otras muchas cosas (que sería largo contar), fueron intentadas en perjuicio del rey y del reino, llegaron a las armas, y se hicieron guerra en el ducado de Milán, que es suyo, por juro de heredad y concesión de los pontífices, y donación en feudo de Maximiliano, Emperador de felice memoria, abuelo paterno del nuevo eleto, echando fuera (no mucho después) del Estado de Milán el presidio del rey Cristianísimo. Y cuando se pensaba que el eleto Emperador había de quietarlo y apagar el incendio tan grande de la guerra, entonces la encendió y movió con rabia y furia; y, confiando demasiado en la fortuna, que se le mostraba tan favorable, acometió con su ejército el condado de Proenza, antiguo patrimonio de los reyes de Francia, y cercó a Marsella. Necesitado desta manera el rey Cristianísimo juntó sus fuerzas y levantó un campo con el cual defendió sus tierras. De manera que forzó al enemigo a levantar el cerco y poner su salud en la huida. Y yendo en su seguimiento hasta Lombardía, cobró la ciudad de Milán. Después desto, poniéndose sobre Pavía, siéndole contrario algún mal hado, y antes, por ventura, que por virtud de los contrarios, ni por saber más de la guerra, sustentando por su persona la batalla, y esforzando a otros y deteniéndolos para que peleasen, cayó en manos de sus enemigos. En el cual suceso como no hubiese tanto vencido el eleto Emperador, cuanto caído en mayor peligro, pues era así que recogiéndose las fuerzas del rey, que estaban enteras, y sólo derramadas, y levantándose casi toda Italia contra el eleto Emperador temeroso, viendo crecer tanto sus fuerzas, y amotinándose los alemanes de su campo porque no se les daba paga, debiéndoseles muchas, por no tener de donde sacar dineros, cercados de tantas dificultades, no sabían en qué parte podrían tener al rey que estuviese seguro. Pues en esta turbación, como la ilustrísima Luisa, madre del rey (a quien había dejado el gobierno de todo Francia) tuviese por acertado para la libertad de su hijo y salud de toda Italia que se apretase y diese sobre el ejército del César, que era muy fácil, pues estaba desavenido, para desta manera poner a su hijo en libertad, por librarse el César de un peligro tan notorio, ofreció por sus embajadores grandes partidos, y la paz, amistad y parentesco con el rey. Demás desto, los que estaban con el rey le aseguraban del buen ánimo del César, encarecían su clemencia, y que con sólo ir el rey donde el César estaba, con facilidad no sólo alcanzaría libertad, sino su amistad y una paz perpetua y saludable para sí y para toda la Cristiandad. Con las cuales razones el Cristianísimo rey se inclinó a querer en su armada (cuando de otra manera ser no pudiese) pasar en España, donde procuró con ruegos y buenos consejos cuanto pudo, para que dejadas las enemistades, se acudiese a la república cristiana, que estaba en tanto peligro, y que bastase la sangre que se había derramado, y ver a Italia casi asolada, que no se veían en ella sino muertes y incendios, porque con éstas tenía lugar el enemigo cruel para ofender la religión cristiana: que ya que no le moviese piedad, a lo menos supiese que había de dar cuenta a Dios de todas cosas. Que en lo que a él le tocaba, estaba muy presto para hacer una perpetua confederación y amistad con él, y daría por su libertad una gran suma de dineros, cual debía dar un rey de Francia cautivo. Pero despreciando esto el César, pedía unas condiciones tan duras y graves, que si bien el reino quisiera, no las pudiera cumplir. Porque era tanto el rigor, que decía que si no le daba el ducado de Borgoña, jamás saldría de la prisión. Y demás desto le añadió otras condiciones, sobremanera inicuas, que sería largo contarlas, amenazándole con cárcel perpetua, y otras penas graves y indignas no sólo de un rey, pero de otro cualquiera. De lo cual conoció el rey Cristianísimo que le habían engañado y faltado notablemente en las muchas promesas que le habían hecho. Fatigado, pues, con semejante molestia del cuerpo y del alma, cayó en una grave y peligrosísima enfermedad. Entonces, temiéndose el César de perder con la muerte no pensada del rey lo que deseaba, y las provincias del reino francés, que deseaba, junto con que caería en un odio general y aborrecimiento de todos, fué a visitar al rey Cristianísimo, que apenas ya sustentaba el último espíritu, y no se apartó de él animándole y prometiéndole grandes cosas, tanto que le puso en segura esperanza de conseguir su libertad. Pues como el rey por la voluntad de Dios buena y grande, convaleciese, envió sus embajadores y con su hermana a rogar al César, que con las condiciones honestas que había ofrecido, fuese contento de darle libertad, y que mirase bien lo que había dicho a los suyos en Italia. Que si le pidiese condiciones inicuas, que él no pudiese cumplir, que de ninguna manera las guardaría y dándosele ocasión vengaría cuando pudiese su injuria. Pues como viese en el César muchas señales de un ánimo enemigo y duro, fácilmente descubría que jamás alcanzaría libertad hasta hartar la inmensa codicia del César. Y temiéndose que por no estar confirmado en la salud, con esta pesadumbre de ánimo caería en alguna enfermedad peligrosa; y demás desto, que con su larga ausencia podrían nacer algunos movimientos en su reino, como en otros tiempos sabía haber sucedido, movido, demás desto, con un justo miedo de perpetua servidumbre, como no hallase otro camino para librarse de la cárcel, considerando que en un estado tan feliz del César y por sus grandes fuerzas, no habría alguno que o con armas, o por su autoridad, le pudiese compeler, para guardar las leyes de los cristianos, que vedan como cosa indigna y no conveniente a la religión cristiana, que algún rey preso en la guerra, esté perpetuamente cautivo, sino que se le dé libertad por un justo precio. Por las cuales causas el rey Cristianísimo vino en las condiciones que el César había procurado, y como las quiso no solamente feas y perniciosas a su reino, pero aun indignas que el César las pidiese y quisiese Y si bien el Cristianísimo rey tenía entendido, que los dichos capítulos se habían ordenado con inhonestas e indignas condiciones, con todo eso luego que entró en su reino, mandó juntar todos sus grandes y senadores de él, y les pidió su consejo y mandó que consultando entre sí el hecho, le dijesen lo que según derecho y su dignidad real debía hacer. Estos, pues, con madura deliberación respondieron, y fué tal su sentencia y parecer.

     «Las confederaciones y contratos no acostumbrados, que contienen notable detrimento y daño del que promete, hechos con el más poderoso, según derecho, se han de tener por violentos y involuntarios; y así no se deben guardar. Y demás desto, cuando el rey, según costumbre, fué ungido en la ciudad de Reims, entre las ceremonias de la consagración juró de no enajenar el patrimonio del reino. Por tanto, si hubiere prometido algo contra el dicho juramento, de ninguna manera lo debe guardar. Asimismo es derecho, que ninguno pueda transferir en otro ciudad o provincia contra la voluntad y repugnando los súbditos; y así no pudo el rey venir en semejante enajenación sin consentimiento de los suyos. Demás desto, habiendo protestado que si el César le ponía condiciones inicuas y graves, que no las cumpliría, tiene satisfecho bastantemente a sí y a su honor. Y lo que más es de notar, que cuando se trataba de la libertad del rey, no se miraron estas cosas, o al César se le olvidaron. Así que, es necesario confesar que se hizo por justo juicio de Dios, a cuya cuenta estaba la libertad del rey Cristianísimo. Y dejando otras muchas cosas: ¿Quién era tan ignorante de los derechos de Francia, que no entendiese que de alguna manera podía el rey obligarse a tales condiciones, sin que los parlamentos de Francia (cuyo consentimiento había de pasar por sus consultas) admitiesen una enajenación como esta, o las consintiesen guardar, por estar juramentados estrechamente de amparar y conservar el reino en todo lo que tiene? ¿Qué se puede pensar que sentirían o dirían todos los naturales del reino, pueblos y comunidades de Francia? ¿Cuáles serían sus pensamientos viendo que le metían en las entrañas del reino un enemigo tan antiguo y poderoso, y que enajenaban de él, dando a los estraños un fuerte seguro y firme de Francia, que tanto tiempo había sido suyo? Bien fuera, pues, que se esperara el consentimiento de todos en la que el César se había convenido con el rey, principalmente acordándose que el eleto Emperador no se había fiado de la fe del rey, antes le había puesto guardas de día y de noche, hasta que entregó sus hijos, a quien estaba cometido por el César. Por lo cual, la libertad que con la prisión de los hijos alcanzó, puede decir que la tiene según derecho de guerra. Y también es derecho cierto, que no se debe guardar la fe y palabra, donde hay peligro conocido de muerte, o de perpétua servidumbre y cárcel. Y esto principalmente si se hace la promesa por miedo o fuerza. Y según esto, ninguno podrá dejar de confesar ser lícito al rey Cristianísimo, cuando ya las condiciones dichas no las pudiera ni aprovechara recusar, procurar como pudiese su libertad, principalmente no habiendo alguno, que le pudiese librar de la fuerza que padecía, y darle su ayuda, y asimismo al reino, puesto en tanto peligro. Finalmente, de ninguna manera pudo venir en que el ducado de Borgoña se enajenase o diese al César, como estaban convenidos, pues aquel ducado era anejo al de Normandía y incorporado en el reino por el rey Juan de Francia, de suerte que no pudiese enajenarse o dividirse, pues se gobiernan con las mismas leyes que todo el reino de Francia. Y es cierto y sin duda, que conforme a la ley Sálica, no pueden pasar en hembras, ni en los decendientes dellas. Y por el mismo derecho tampoco se podía transferir o enajenar el dicho ducado agora. Y como estas cosas fuesen dichas y alegadas largamente, como todo eso, el rey Cristianísimo no quiso determinarse en este parecer, hasta tanto que diese parte por sus embajadores y cartas a los demás príncipes amigos y confederados suyos, por saber dellos qué era lo que en esta materia sentían. Los cuales todos fueron de parecer que de ninguna manera debían ser guardadas condiciones tan inicuas y perniciosas al reino. Porque demás que en ellas se contenía la enajenación del ducado de Borgoña, y se soltaba el feudo de los condados de Artois y Flandes, y entregaba el condado de Borgoña, y el vizcondado de Anxous, el ducado de Charlois, y señoríos de Noyers y Chastel Chinon, anejos al dicho condado y superioridad de San Lorenzo, etc. Y se apartaba del derecho que tenía al reino de Nápoles y ducado de Milán, y de las demás cosas que de derecho pertenecen al rey de Francia y a su reino, de la parte de los Alpes y en Italia. Y perdonaba gran suma de dinero, que muchos años antes el eleto Emperador debía al rey de Francia. Y lo que más indecente debe a cada uno parecer, se obligaba el rey Cristianísimo de acompañar al Emperador cuando fuese a coronarse, con mil hombres de armas y seis mil infantes. A los cuales había de dar la paga junta de seis meses. Y demás desto, había de dar una armada para esta jornada, en la cual habían de ser capitanes solos los que el Emperador nombrase; de suerte que aun no le quedaba al rey seguridad para volver a cobrar su armada. Y que donde quiera que el César fuese, hubiese de ir el rey con gran ejército. Finalmente, de tal manera se olvidó de todos los amigos del rey, sin hacer cuenta dellos, que quiso que se apartase dellos. Y como pareciesen a todos estas condiciones inhonestas y demasiadamente pesadas, y aun indignas de que el César las quisiese, juzgaron que de ninguna manera se debían guardar. Y no queriendo el rey dejar cosa por intentar, mandó llamar ante sí muchos de los principales y caballeros de Borgoña; a los cuales, como les explicase todo el negocio, respondieron que no podían resolverse en cosa, hasta que lo consultasen con todo el Consejo de Borgoña, y en lo que a ellos tocaba, que jamás vendrían en concierto alguno que los enajenase de Francia, antes perderían haciendas y vidas; y enviando el rey algunos de los suyos para que hablasen a los del Consejo (o como ellos llaman, Estado) y les persuadiesen por buena esta enajenación, unánimes respondieron, que antes se pondrían a cualquier riesgo y peligro, que verse en poder de otro señor del que tenían. Y que si el rey Cristianísimo estaba en tal determinación, le pedían una cosa, que de ninguna manera se la podía negar, y era que oyendo los pares de Francia, y los del Parlamento, hiciese después lo que según justicia determinasen. Porque en las calles y plazas abominaban todos públicamente desta enajenación, y decían a voces que no la consentirían. Finalmente, por satisfacer en todo el rey Cristianísimo, y hacer lo que en sí era, rogó al virrey Carlos de Lanoy (que algunos días estuvo en su corte, y vió al ojo estas cosas) que tratase con el eleto Emperador que se quitasen de las condiciones las cosas que no eran tan honestas, y quede ninguna manera se podían cumplir. En cuyo lugar daría una bastante suma de dinero, y se compondría la paz tan deseada entre cristianos, y que se le volviesen los hijos que tenía en rehenes, y se quitaría el impedimento para que su muy amada esposa, Leonor, entrase en Francia, que por esta razón, habiéndose puesto en camino se había vuelto. La cual muchas veces le había encarecidamente pedido por sus cartas y embajadores, siendo tan justo, que según derecho divino y humano no se le podía negar. Lo cual hasta este día no se pudo alcanzar de él. Siendo, pues, estas cosas tantas veces intentadas sin poder tener efeto, hubo de dar en un extremo, que era el que quedaba, como último remedio de su salud, y de todos los cristianos, que fué confederarse con el Papa y con el duque y senado de Venecia. De la cual liga había de ser el protetor y defensor el rey de Ingalaterra. Y para que más fácilmente se viniese a la universal paz y concordia de todos los reyes y príncipes, le quedó libertad al Emperador para que, teniendo consideración a su dignidad, pudiese entrar en esta liga; con tal que dejase libre y quieta a Italia, y que las condiciones que tanto ofendían a la libertad del rey de Francia, las diese por nulas, inhonestas, inicuas y imposibles, y le restituyese sus hijos, dándole el rey por su redención lo que fuese justo. Habiéndose, pues, hecho tantas diligencias, para que de todo punto no quedase cosa por intentar en satisfación de su honra y fe, rogó y suplicó encarecidamente al Sumo Pontífice y reverendísimos cardenales, y a la Santa Sede Apostólica, a la cual siempre ha venerado, y a los demás reyes y príncipes cristianos, que por Aquel que es rey de los reyes, y nos redimió con su preciosísima sangre, tomasen esta su causa y la defendiesen. Y asimismo juzgasen si debía hacer más de lo que mandaban las leyes, los derechos, la equidad, o qué es lo que permite la Iglesia cristiana que se debe pedir al rey de Francia, preso en una batalla, por su libertad; porque promete a Dios y a la Iglesia Apostólica, y a todos los príncipes cristianos, de cumplirlo así, y que en ningún tiempo faltará dello.

     »Siendo, pues, esto así, será ya fácil el poder juzgar, ¡oh reyes, oh príncipes!, si por ventura es más justa la causa del eleto Emperador, que tan duras y imposibles leyes puso, o la del Cristianísimo rey, que no estando obligado a cumplirlas, con todo, no dejó (cuanto en sí fué) cosa que importase a la guarda de su fe, y palabra inviolable. Defended, pues, la causa del rey Cristianísimo y de sus hijos, pues es común y general de todos los reyes y príncipes, porque no se ensoberbezca esta sacrosanta dignidad, y se perviertan las leyes cristianas. Recibildes, os ruego, y ayudadla.»

     Con esto acaba la apología francesa, que parece bien justificada; pero sabida la respuesta, se verá cuán en la corteza o sobre haz tiene la verdad. Acaba la apología con un tetrasticón o cuatro versos, que decían al lector:

                                  Foedera vana putes, ratio si desit iniqua.
Pactio nec stringet, quod sacra jura velant.
Ergo ubi vis cogit, pacti conventio nulla:
Compulsum salva non negat ire fide.

     Que es:

                                  Si falta la razón, juzga por vanos
Los injustos conciertos, pues no aprietan,
Ni fuerzan con violencia
En los casos humanos,
Que las sagradas leyes nos decretan:
Pues donde hay fuerza ciega,
No la tiene alguna conveniencia,
Ni el concierto se niega
Al que ha sido forzado
Que busque libertad y nuevo estado.


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- XIV -

Respuesta a la apología del rey de Francia por parte del Emperador. -Confiesa que el rey no guarda la concordia, y quiere defenderlo como si fuera loable no cumplir la palabra. -No hay cosa mejor en el príncipe que la verdad de su palabra. -A los enemigos se ha de guardar la palabra. -Comparación notable, siendo juez desto el rey de Ingalaterra, año 1521. -Prueba que el rey de Francia no guardó la concordia de Noyón ni otras. -Los malos oficios que el rey procuró hacer siempre al Emperador. Responde a lo que se agravia sobre la restitución de Navarra. -Satisfación a la queja del Estado de Milán. -Sobre las apelaciones de Flandes y otros estados que acudían al Parlamento de París. -Filipo introdujo el acudir a París con las apelaciones. -A la queja que el rey tenía de la fuga del duque de Borbón. -El condado de Proenza pertenece al Emperador. -Condado de Anjou es del Emperador. -Derecho de la corona de España a las dos Sicilias. -Las Vísperas sicilianas fueron en esta ocasión. -Cuándo el rey de Aragón hubo el reino de Nápoles. -En Aviñón. -Justificación de la entrada que el duque de Borbón hizo en la Proenza. -No fué fortuna vencer al francés, sino valor. -Responde a lo que dice de la venida del rey en España. -A lo que dice de la paz universal que el rey trató en España. -Quiso el rey escaparse en Madrid, como dije, con traza de su hermana. -Responde a lo que dice que en el Parlamento de París se había acordado. -Responde a lo que dice de que los de Borgoña no consentían. -Vióse en este peligro años adelante.

     Causó escándalo la apología francesa, y varios pareceres en diversas partes.

     En Castilla se escandalizaron, y el Emperador recibió pena, viendo las razones por donde el rey de Francia se alzaba con el crédito de su fe y palabra, no queriendo cumplir lo que en Madrid había prometido y jurado. A todos parecía que el rompimiento había de ser grande.

     Querían unos que no se respondiese, pareciéndoles que ni lo merecía, ni tenía razón, que a algún buen ingenio hiciese fuerza. Otros decían que sí, que al fin es infinito el número de los necios en el mundo, y es necesario a veces responder a los tales, porque no se tengan por sabios.

     La respuesta que por parte del Emperador se dió, es larga, y no querría serlo, de manera que cansase, si bien personas dotas me persuadieron que pusiese estos papeles, al pie de la letra, por ser gravísimo y de gusto.

     Diré en relación lo que bastare, para que todos sepan estos cuentos que ya en nuestros tiempos están olvidados.

     Diré, pues, que la pestilencia de los aduladores (según Isidoro) es ponzoñosa enemiga de amistades, y sin verdad; Séneca dice que los príncipes y Estados más altos padecen este mal, y se ven en este peligro, que los más poderosos son más pobres, y carecen de quien les diga abiertamente la verdad. Porque el cuidado de los aduladores es engañar blandamente; y todo lo que el señor dice o hace, loarlo sin moderación. Encarecen adulando, fingen el semblante exterior, callando lo que sienten, sin decir verdad, hablando al gusto o favor del señor. Si niega, niegan. Si afirma, afirman. Y como dice Plutarco, tienen la naturaleza del camaleón, que se vuelve del color que se le pone delante, salvo del blanco.

     Así, el adulador toma los colores de las cosas torpes y feas, revístese dellas; pero no de la blancura honesta de la verdad, que de ninguna manera puede vestirse della ni imitarla; y como el pintor con las sombras levanta los colores, así el adulador loando y aprobando los vicios, los sustenta y favorece; y como la áspide mata al que hiere con su ponzoña, entorpeciéndole con un pesado sueño, y es su veneno incurable más que otro alguno, así los aduladores matan de tal manera que privan de los sentidos.

     Pues el que quisiere librarse de un mal tan dañoso y ponerse en la razón, conózcase a sí mismo, como dice Taletis Milesio, que desta manera entenderá si le tratan verdad, y entendiéndola echará muy lejos de sí afrentosamente los tales aduladores.

     Habiendo, pues, salido de las manos del embajador de Francia, que residía en la corte del Emperador, y venido (dice este autor sin nombre) a mis manos una cierta escritura, que llaman (si bien es más invectiva) apología, hecha por un incierto autor, llena de adulación y engaño, en la cual no hay cosa justa, verdadera, ni honesta; porque tanta ponzoña saliendo en público no ofendiese y dañase los oídos de muchos, no me pude contener, antes armado del escudo de la verdad y con favor de Aquel que es luz, vía, verdad y vida, preparar la medicina de un mal tan contagioso, deseando y procurando la salud de todos los oyentes con sola la verdad destas cosas, deshaciendo las mentiras y fingimientos con los cuales este adulador quiere engañar y apestar los ánimos de tantos reyes y príncipes, y apartarlos de la verdad.

     Pretende este adulador, con sus engañosas palabras, persuadir que ninguno tenga duda de la fe del rey Cristianísimo, por no haber querido cumplir lo que tiene capitulado con el Emperador, y que ninguno imagine cosa, ni se determine en ella, antes de enterarse y haber entendido el hecho de la verdad. La cual (sí bien falsamente) promete decir en su escrito. Pero hiriéndose con su azada en el principio de su oración, confiesa por su propia boca que el rey no ha guardado la concordia, fatigándose en defender la fe en que ha faltado, quiere introducir un monstruo, llevando por blanco, proposición o tema, la misma infidelidad y mentira; no mirando el adulador, que no hay cosa que más resplandezca en un príncipe, que la firmeza de su palabra, ni que más firmes tenga sus cosas que la verdadera religión.

     Porque según graves autores, tres cosas sustentaron a los romanos y los hicieron señores del mundo, que fueron las letras, el ejercicio de las armas, la religión y verdad que trataron. Que es intolerable la falta de la palabra, que, como dicen los derechos, aun a los enemigos se ha de guardar, como mostró Marco Régulo, queriendo más volver a las prisiones de Cartago, que dejar de cumplir lo que había prometido. Y así lo hizo Juan, rey de Francia, que siendo preso en una batalla que le dieron los ingleses y dándole libertad conque no cumpliendo lo que había prometido, se volvería a la prisión, quiso más viéndose libre volver a la cautividad y acabar la vida en ella, que faltar a su fe y palabra.

     Que la fe, es fundamento de justicia, que está en la comunicación y trato de las gentes. Y hace este adulador predicando por fe la falta della y la contravención por observancia de la religión, como el que cae en el lodo, que porfiando a levantarse, sin que otro le ayude, más se revuelve y ensucia en él, y echa mano, para salir del cieno, de cualesquier ramos, o del primero que puede, de los cuales unos están secos, otros son delgados y cenagosos, y quedándose con ellos en las manos vuelve a tenderse en el mismo lodo, lastimándose las manos con ellos, por tener espinas o ser ásperos.

     De suerte que le cumple echando mano dellos, soltarlos y no asirse más de su flaqueza.

     Comienza el autor desta apología con que luego que el rey Cristianísimo tomó la administración del reino de Francia, ninguna cosa procuró con más veras que guardar las concordias y pactos con los reyes y príncipes cristianos, y principalmente su amistad, para emplear las armas florecientes de su reino y edad en los enemigos crueles de la fe cristiana.

     Quien tal dice, es fuerza que confiese o estar sin memoria, o no saber las historias de lo pasado, y de qué manera el Cristianísimo ha amado y guardado la paz. Testigo es el que todo lo sabe, de qué suerte comenzó a reinar y lo que luego que se sentó en la silla intentó, y quién fué el autor de la paz cristiana, quién el primero que la admitió y concertó por cinco años con León X para quietud de la Cristiandad y quién gustó della, quién tuvo limpias las manos de la sangre cristiana, quién levantó primero campo contra los enemigos de la fe y les hizo guerra y entró sus tierras, testificanlo las confederaciones que hizo después que comenzó a reinar. Dígalo la jornada primera del rey Cristianísimo para ocupar el Estado de Milán, con tantas muertes de los suizos y otros cristianos, siendo duque Maximiliano Esforcia. Testigos son los dos ejércitos que el César, antes de recibir el Imperio, envió contra los enemigos de la fe, desde los reinos de España, de los cuales el uno rindió la isla del Peñón de Argel, promontorio muy fuerte de los piratas. Siendo, pues, estas cosas tan notorias,que con ninguna cautela se pueden encubrir, fuera más acertado dejarlas en silencio, que tomar principio y fundamento dellas. Cayendo, pues, y faltando tal fundamento, había de tomar otro de nuevo, sobre el cual pudiese renovar y blanquear las paredes abiertas que se estaban cayendo, cubriendo y ocultando los defetos aparentes.

     Porque refiere los conciertos hechos con el Emperador, que, como dice, siendo importantes para la salud de la república cristiana y bien de los súbditos de ambos, los guardó siempre firmes y inviolables. Pero que no se le guardó a el la misma fe, porque se le negó le pensión del reino de Nápoles y restitución de Navarra, etc.

     Pero cierto que fuera mejor callar estas cosas y no remover tal sentina, porque a los presentes no diese mal olor, o fuera causa que quitándose las cortezas y jalbegues de las paredes viejas, descubriéndose sus aberturas y vicios, cayese todo el edificio, tomando debajo al que edificaba. Bastaba, cierto, haberse disputado largamente, no sólo con palabras, sino por obras en Calais, cuya era la culpa. Cuando estando en cuestión quién de los dos príncipes que contendían, había quebrado la concordia y por virtud del concierto había de asistir y juzgarlo el serenísimo rey de Ingalaterra, y él puso en su lugar por medianero al Cardenal Evoracense, legado de Ingalaterra, para que, haciendo sus veces, determinase quién primero había faltado en la concordia, y provocado la guerra y acometido a tomar las armas contra el otro, para favorecer según la condición del concierto, al que lo había guardado y sido provocado y acometido. Y siendo finalmente conocida la verdad, y por cartas proprias y propria confesión del rey Cristianísimo comprobada haber sido el primero en quebrantar la concordia, y el que primero acometió; el serenísimo rey de Ingalaterra, guardando justicia determiné, que el César, por haber guardado el concierto y sido provocado y acometido del francés, debía ser amparado, y que le había de ayudar con todas sus fuerzas, y se declaró por enemigo del francés como la justicia lo pedía, según la forma del concierto.

     Y porque nadie piense que esto se hizo por favor y no conforme a justicia, procuraré (dice) responder abiertamente a cada cosa en particular. Que no hayan sido siempre guardadas estas concordias inviolablemente por el francés, consta claro, porque en el primer año que el rey Cristianísimo comenzó a reinar, viviendo el rey don Fernando el Católico y no siendo Carlos aún rey de las Españas, sino que sólo tenía el título de príncipe de Castilla, concertándose entre el rey Cristianísimo y el príncipe Carlos la concordia que llamaron de París, en la cual se trataba de los socorros que le había de dar para obtener los reinos de España en muriendo el Rey Católico, y del matrimonio que se había de hacer entre Carlos y Renata, hija del rey Luis, sucediendo poco después la muerte del Rey Católico, tratándose de la guarda de este concierto y ejecución de él, quiso el rey Cristianísimo que no se cumpliese en lo que tocaba al matrimonio y sucesión de los dichos reinos. Y por estas cosas, mudando el parecer del primer concierto, ordenó que se hiciese otro de nuevo, que llaman de Noyon, el cual tampoco parecerá haber guardado el Cristianísimo rey, antes ha faltado en todo, porque llamando el Cristianísimo su hijo a Carlos y prometiéndole amorosamente su grandeza, hiere como serpiente con la cola, y procura de todas maneras derribar y disminuir sus fuerzas. Y para poderlo hacer más fácilmente, procuró con todo ahinco (por fas o por nefas) impedir que, muerto el Emperador Maximiliano, no le sucediese Carlos en el Imperio. Pero no le saliendo así sus intentos, buscó nuevas causas y maneras para apartarse de su amistad. Pidió rehenes para la seguridad de la Junta en la concordia de Noyon, sin haberse prometido. Pidió la restitución del reino de Navarra, de la cual nunca se trató, y que no se le concediendo esto, se diesen por rotas las concordias. Demás de esto, trató de quitar al César todos sus amigos y confederados. Solicitó (si bien en balde) los eletores y príncipes del Sacro Imperio, para que difiriesen la Dieta de Wormes y la diesen por nula, y entretuviesen y ocupasen al César. Concertóse asimismo con León X, para ocupar los reinos de las dos Sicilias, y que partiesen entre sí los Estados de Italia. Incitó con letras y correos los pueblos alterados de España, para que se apartasen de la obediencia del César. Movió, finalmente, las armas, así contra Flandes como contra España, y ocupó el reino de Navarra; pero no sin llevar lo que merecía, echándole de él los españoles por su gran virtud, con muerte de muchos de los suyos. Estas cosas, pues, intentó el Cristianísimo, antes que el César tomase las armas o se apartase de la observancia de la concordia; juzgue cualquiera de sano entendimiento y sin pasión, qué concordias firmes y inviolables puede mostrar haber guardado, pues aun con sus proprias letras se comprueba lo contrario. Y veamos en qué podrá mostrar que el nuevo competidor no ha guardado la fe al rey Cristianísimo, si no es que, como el asna de Balam, profetizando, diga la verdad que no entiende, esto es, no se haber guardado una misma fe. Siendo así, porque el César en nada ha contravenido al Cristianísimo. Y añade que se le negó el censo del reino de Nápoles, en lo cual se muestra totalmente ignorante. Porque hablando del censo, ignora su naturaleza; y así, para descubrir lo poco que de esto entiende, hemos de acudir a la concordia de Noyon, la cual se hizo siendo Carlos menor de edad, y que no había venido a España, ni los españoles le habían jurado por su rey, ni sabía los derechos de sus reinos, ni tenía cerca de sí consejeros que los supiesen, y vino en tal concordia por consejo de algunos que pensaban que no tenía segura la entrada en España si primero no se concertaba con el francés, haciendo nueva concordia a su gusto.

     Engañado, pues, y vencido de la ignorancia del hecho y del derecho, por medio destos consejeros que tales cosas (ignorando los derechos) le aconsejaban, creyendo a las palabras solas y pretensión del francés, vino en el desposorio y matrimonio que se había de hacer a su tiempo con Luisa, hija del rey Cristianísimo, niña aún no de un año. Y que faltando ella, casase con otra, que aún no era nacida, si acaso después naciese, y que faltando ambas, volviese al desposorio antes concertado con Renata. Y como entonces Carlos poseyese el reino de Nápoles iure heroeditario, y por investidura de la Sede Apostólica, de quien es feudatario, y el rey Cristianísimo pretendiese tener derecho a este reino, aunque en efeto no pueda pretenderlo, como está declarado por el señor del feudo, y puede constar y por manifiestos documentos. Y si bien tuviera algún derecho el rey Luis su antecesor, que no lo podía tener, lo perdió; y le había dado en dote (antes que la sucesión del reino pasase al mismo rey Francisco) a madama Germana de Fox, su sobrina, reina de Aragón, que entonces vivía. Y así al rey Francisco no le quedó derecho alguno. Y como los agentes del rey Cristianísimo pretendiesen que el Rey Católico don Fernando se había obligado, por razón del derecho que en el dicho reino el rey Cristianísimo pretendía, de dar cada año cien mil ducados, si bien de esto no mostraran obligación ni escritura bastante, y ya que la mostrase parecerá en ella haberse ya extinguido y perdido su valor, y después se convenieron y concertaron que el derecho que el Cristianísimo pretendía al dicho reino, se diese en dote en el matrimonio que con el rey Carlos se había concertado, y en el ínterin, hasta que el matrimonio se contrayese, diese Carlos al Cristianísimo cada un año los dichos cien mil ducados para los alimentos de su esposa y gastos de su casa. Y conforme a esto, podrá este autor juzgar que tal censo no se debe si no es al señor propio, que el derecho llama directum; o ha de confesar su ignorancia y error en que estaba. Y si bien conociéramos no haber errado, con todo, no decía bien habérsele denegado el censo, porque de las escrituras del mismo rey Cristianísimo, y su confesión, consta claramente que se le dieron y pagaron los dichos cien mil ducados, hasta que él rompió la concordia. Y no la guardando, conforme a ella perdió la acción y derecho que tenía al dicho censo. Y no sólo esto, mas aún debía restituir todo lo que había recibido y se le podía pedir lícitamente. Y si bien no hubiera faltado en la concordia, conforme a la otra de Noyon, si la guardara, no se le debía el dicho censo.

     Arguye y quéjase de que no se haya hecho la restitución del reino de Navarra, sin mostrar que jamás se haya ofrecido ni puesto en la concordia de Noyon, ni parecerá por otro contrato; porque ni en el de Noyon se hace mención, ni hay una palabra que tal diga, sino solamente se da al Cristianísimo que si el César (mostrando el navarro el derecho que tenía a este reino, y visto y entendido) no le contentase y satisficiese de manera que razonablemente se debiese contentar, pudiese en tal caso el Cristianísimo darle su favor y ayuda. Pero es cierto que no constara tan claro el derecho del navarro como dicen. Ni tampoco parecerá que el César tenga noticia de otro algún derecho, ni lo imagine. Y así, no se podrá inferir que por culpa del César no estén razonablemente contentos, pues no dejó de hacer cosa conforme a razón, ni puede hacer más hasta tanto que parezca más líquidamente otro derecho de donde abiertamente conste lo que es razón y justicia. Y si se entendiera esta razón, ninguno se quejara de que el César no hubiera restituido el reino de Navarra. Antes de la concordia de Noyon consta que el rey de Francia estaba obligado a dar todo su favor y ayuda al César contra los que acometiesen al reino de Navarra, y ampararle en la posesión de él. Y a lo que queja de haber acometido el César repentinamente y alterado el estado de Milán, responde que ninguna cosa hizo, sino clara y abiertamente y con buena guerra, y cuando ya el francés había rompido la paz y movido la guerra contra el César, que es direto señor del feudo, y en desacato del Sacro Imperio, no se habiendo preciado el rey Francisco de pedir la investidura al Emperador Maximiliano, ni agora al César. Por lo cual, si bien tuviera algún derecho (que no tenía), se hizo indigno, y como ingrato quedó privado de él, y el dominio útil se volvió al direto. De manera que lícitamente el César pudo con todos los medios de hecho y derecho, recuperar el Estado de Milán, indebidamente ocupado, sin poderse decir que haya violado las concordias. Y asimismo se responde haber mal entendido lo que dice que se le debía el Estado de Milán como juro de heredad, y por concesión de la Silla Apostólica y investidura que de él hizo el Emperador Maximiliano. Lo cual es falso, que aun la naturaleza del feudo no permite que pase en juro de heredad, ni el decreto de la Sede Apostólica puede alterar la naturaleza de los feudos imperiales, ni quiere decir tal cosa la concesión de Maximiliano, ni conforme a la concordia de Cambray, que no se guardó. Y ya que se guardara, no por eso tenía algún derecho al ducado de Milán.

     Y a lo que se queja de que no se le guarda el juramento de apelaciones y reconocimiento que se le debe, por razón de los condados de Artois y Flandes, responde que en esto no hubo falta hasta tanto que el rey de Francia faltó y quebró las concordias. Y demás de esto, puesto ya el César como nueva persona en la dignidad imperial, no reconoce superior alguno en lo que es temporal, ni debía, ni por algún derecho era obligado a hacer juramento de fidelidad al rey de Francia, por razón de los Estados que antes poseía, ni reconocerle por superior; porque aquella superioridad se suprime con la potestad imperial, de donde primero salió. Que, según dicen los derechos, del Imperio, Como de una fuente, todas las jurisdiciones como los ríos proceden, y de allí manan y corren; porque fácilmente cualquiera cosa se convierte en su propia naturaleza; y esto se puede entender y admitir más fácilmente, si se miran los instrumentos antiguos, en los cuales parecerá cómo no se debe la tal superioridad al reino de Francia, si bien el duque Filipo I, último hijo de Juan, rey de Francia, por tener los vasallos (que en razón del matrimonio nuevamente había adquirido) con autoridad real, en ciertos casos introdujo esta manera de superioridad y reconocimiento a Francia; pero no en todo, antes quedaron en muchas cosas exentos y sin reconocimiento alguno. Y queriendo agora el nuevo rey de Francia meter más la mano y tener mayor derecho del que solía, justamente se le negó y quitó aún lo que tenía. Y mucho más por razón del concierto hecho entre Luis XI, rey de Francia, y Carlos, duque de Borgoña, bisabuelo del César, en el lugar de Perona, donde, por las causas que allí se expresan, todas las tierras del duque quedaron exentas de la superioridad y jurisdición francesa, por todo su tiempo, y de todos sus sucesores perpetuamente. Lo cual se cumplió así el tiempo que duró la vida del duque Carlos; y todo lo que después se intentó fué violento y contra las concordias, que por no las haber guardado, aún perdieron éste y otros derechos. Y ansí, las quejas que tienen del César, con más justo título se deben tener de los franceses, que nunca guardaron concordia salvo en lo que les está bien. Y a lo que se quejan gravemente del duque de Borbón, y que el Emperador le inquietó con promesas y hizo levantar contra su rey, se responde ser tan ajeno de verdad como lo pasado, pues no podía haber promesa que moviese a hacer traición el ánimo de un príncipe, verdaderamente con sangre real decorado. Sino que le forzó el no le hacer justicia en las cosas que pretendía serle justamente debidas. Y la manifiesta sed y codicia de ocuparle sus Estados, poniéndole pleito injustamente a ellos, no en el tribunal ordinario, sino fuera de orden, ante jueces sospechosos, nombrados con particular comisión, sin haber remedio de poder tener jueces sin sospecha ni pasión.

     Compeliéronle asimismo muchas persecuciones y amenazas que tocaban a su vida, dignidad y estado, que habían de estar muy lejos del señor del feudo. Y por las razones cerca de esto dichas, pudo el duque de Borbón, sin incurrir en pena, procurar su libertad y sacudir el yugo de tan inicua sujeción, porque no sucediese que lo que contra él no se podía intentar según derecho, violentamente ejecutasen en él. Y pidiendo por esto su libertad y favor al César contra tantas injusticias, debía el César, siendo de su sangre y por razón de la dignidad cesárea (que en cuanto fuere lícito ha de socorrer a los oprimidos, y que ya en este tiempo le tenía por enemigo descubierto), dar el favor que el duque de Borbón pedía y ampararle, pues se acogía a él como a seguro refugio, pobre y despojado de todos sus bienes. Principalmente, que entonces trataba el Emperador de casarle con su hermana, y por eso le puso en su lugar en Italia. Y así, confiando en su justicia, consiguió la vitoria, y echó no sólo del Estado de Milán, sino de toda Italia, al ejército francés, con gran daño de todos ellos y pérdida de artillería.

     Y alcanzada esta vitoria, no siendo aún muerto el incendio de la guerra, que el francés (como se ha dicho) había levantado, como fuese muy notorio que el mismo rey de Francia levantaba nuevos movimientos de guerra, para volver a turbar la paz de Italia, según pareció por la obra, habiendo peligro en deshacer el ejército y dar materia al enemigo para acometer fácilmente, ni tampoco convenía que el ejército estuviese ocioso; y el duque de Borbón, debajo de cuya ventura (favoreciendo Dios) se había alcanzado la vitoria yendo a recuperar su Estado y pretendiendo demás de esto ser suyo el condado de Proenza, pidió al César parte de su ejército. La cual no pudo lícitamente negarle, si bien el César tenía mejores derechos que el duque de Borbón, para pretender este condado, por ser suyo y no del rey de Francia, que de ninguna manera puede decir ser patrimonio de los reyes de Francia, porque constará de títulos antiquísimos y otros documentos, que Girberga, condesa de Proenza, teniendo una sola hija, que se llamaba Dulcia, la casó con Raimundo, conde de Barcelona, y la dió en dote el condado de Proenza y otras tierras que había heredado así de su padre como de su madre.

     Casada así Dulcia, hizo donación a su marido Raimundo de todas estas tierras, para que las poseyese todo el tiempo de su vida juntamente con ella, y después las heredase el hijo o hija que hubiesen. Y no teniendo hijos, que le sucediesen los herederos de su marido Raimundo. Esto fué el año de 1112. Hecho, pues, Raimundo señor de estas tierras, en esta manera, murió su mujer Dulcia sin dejar hijos, y nombró por sucesor en las dichas tierras a Raimundo Berengario, hijo de un su hermano, el cual, viviendo aún su tío Raimundo, fué recibido y jurado de los vasallos y súbditos del dicho condado de Proenza, por futuro sucesor, en el año de mil y ciento y cuarenta y seis, y en el año de mil y ciento y cincuenta y uno. Muerto ya Raimundo, conde de Proenza, y sucediéndole su sobrino Raimundo Berengario, que también era conde de Barcelona y príncipe de Aragón, casó con doña Rica, sobrina del emperador Frederico, del cual, año de mil y ciento y sesenta y dos recibió la investidura del dicho condado de Proenza, como se contiene desde Durancia hasta el mar, y desde los Alpes hasta el río Ródano, con la ciudad de Arlés y condado de Foricalceri, y todo lo demás que el Emperador tenía en Aviñon y en otras tierras. Después de la cual investidura, el dicho Raimundo Berengario obtuvo el dicho condado de Proenza todo el tiempo que vivió; y muerto él, sucedió en el dicho condado, por nombramiento del mismo conde, su hija Beatriz, la cual casó con Carlos, conde de Anjou, que fué el primero deste nombre que tuvo el reino de las dos Sicilias. Porque siendo llamado por Urbano IV para que echase de él a Manfredo intruso, después recibió la investidura de Nicolas III, que sucedió a Urbano. Por razón del cual matrimonio, el dicho condado de Proenza se encorporó por muchos tiempos con el reino de Sicilia. Y para mostrar mejor el derecho del dicho condado de Anjou, es forzoso (aunque sea de paso) tocar en el de los reinos de las dos Sicilias.

     Del matrimonio, pues, de Carlos el I, rey de Sicilia (como dije), con madama Beatriz, condesa de Proenza, nació Carlos el II, de quien dicen que tuvo de María, hija del rey de Hungría, catorce hijos, los nueve varones, y los cinco hembras. De ellos fué uno Juan, príncipe de Amorea y duque de Duraco, que engendró a Luis, del cual nació Carlos III de este nombre, de quien se dirá.

     Y volviendo a Carlos I. Como éste reinase en Nápoles, en una batalla que hubo cerca de Benavente con Manfredo, siendo vencido Manfredo, se apoderó del reino, prendiendo después a Conradino, que era el verdadero rey. Y muerto por orden del dicho Carlos, fué llamado de los sicilianos don Pedro, rey de Aragón (que con armada muy poderosa había pasado en Africa contra los moros), porque de ninguna manera podían sufrir las demasías de los franceses que los gobernaban, siendo el movedor don Juan de Próxita. Pretendía el rey de Aragón tener derecho al reino de Sicilia, por razón de la reina su mujer, llamada doña Costanza, que era hija de Manfredo, rey de Sicilia y Nápoles. Llegó, pues, el rey de Aragón, con su armada, a Palermo, y allí le aclamaron por rey, y el rey Carlos, marido de madama Beatriz, que estaba sobre Mecina, viéndose inferior, y que no podía esperar al rey don Pedro, levantándose del cerco, se retiró a la Calabria. Y siguiéndole Rogerio, general de la armada de Aragón, le tomó parte de la flota, escapando los que pudieron huyendo. Entró Rogerio en el puerto de Nápoles, y peleó con Carlos, hijo de Carlos el I, que había llegado allí con algunos navíos a socorrer a su padre. Vencióle Rogerio y húbole a las manos. Volvió con él a Sicilia, y de allí le trajo a Aragón, donde estuvo preso.

     De aquí comenzaron las guerras sangrientas que hubo entre aragoneses y franceses, hasta que muerto Carlos el I y don Pedro, rey de Aragón, y su hijo primogénito don Alonso, sucediendo en Aragón su hijo segundo, que fué don Jaime, se hicieron paces, y dieron los aragoneses libertad a Carlos II, concertándose en que quedase con el rey de Aragón, Sicilia, que se dijo Ultra farum (que es lo que agora llamamos Nápoles), y con Carlos, Sicilia Citra farum (que es la isla que ahora se dice simplemente Sicilia) con el condado de Proenza, por herencia de la condesa Beatriz su madre. El primogénito de este Carlos vino a reinar en Hungría por sucesión de la reina María su madre. Y murió dejando dos hijos, a Luis, que sucedió en Hungría, y a Andrés, que fué segundogénito, del cual se dirá. Pero Roberto, hijo tercero de Carlos II, y conde de Proenza, fué coronado por rey de Sicilia y Apulla, dándole la investidura Clemente II, excluyendo los nietos de Carlos II.Tuvo Roberto, rey de Sicilia y conde de Proenza, un hijo llamado Carlos, que fué duque de Calabria, y muriendo en vida del padre, dejó dos hijas, Juana y Isabel. Por descargar su conciencia el rey Roberto, que se había alzado con Sicilia, quitándola a los nietos de su hermano, casó estas dos nietas con los descendientes de su hermano Carlos, rey de Hungría. A Isabel su nieta, que era la segunda, casó con Luis, hijo de Carlos Marcelo, primogénito, que reinaba en Hungría. Y a Juana, que era su nieta mayor, y que le había de suceder en el reino de Nápoles y condado de Proenza, casó con Andrés, hijo segundo del dicho Carlos Marcelo.

     Esta Juana, primera de este nombre, muerto el rey Roberto, su abuelo paterno, sucediendo en el reino con su marido Andrés, incitada de un espíritu diabólico, ayudada de sus mujeres, damas y criados, ahorcó a su marido de una ventana; y temiéndose del rey Luis de Hungría que querría vengar la muerte del hermano, y decían que ya venía con gran ejército, huyó al condado de Proenza, y allí dicen que adoptó a Luis, conde de Anjou, primero deste nombre. Confirmó esta adopción Clemente, antipapa, de quien dicen recibió la investidura año de mil y trecientos y ochenta y dos. Y de aquí tiene principio el derecho de la casa de Francia, comenzando por los condes de Anjou y después por los duques de Lorena, y finalmente, por los reyes de Francia. Por manera que el derecho de Francia tiene su origen de una mujer que mató a su marido, huída de su reino, enemiga de la Iglesia romana, y que no tenía derecho alguno en el reino ni en el dicho condado de Proenza, para poder adoptar a alguno; ni la autoridad de un antipapa la pudo valer, contradiciéndola la sentencia que dió Urbano VI, verdadero Pontífice, contra la dicha Juana. Y por la misma razón, merecidamente y según derecho, en el año de mil y trecientos y ochenta y uno, concedió la investidura a Carlos, tercero de este nombre, que, como arriba se mostró, era descendiente de Carlos el I y de su mujer, madama Beatriz, condesa de Proenza, por medio de Carlos su hijo segundo, y de Juan y Luis, y así gradatim por otros descendientes. El cual Carlos III se comprendía en la investidura que se concedió a Carlos el I. Y por esto, con mucha razón el dicho Carlos III investido, en una batalla en que alcanzó la vitoria, prendió a la reina Juana, que habiéndose vuelto de Hungría, había tornado a su reino; y se lo quitó, venciendo asimismo al dicho Luis, conde de Anjou, su adoptado. El cual, con un grueso ejército de franceses, siguió dos años la guerra contra el dicho Carlos III, y murió en Apulla. Sobreviniendo después su muerte natural al dicho Carlos III, dejó dos hijos, que fueron Ladislao y Juana, segunda deste nombre. Ludovico II, conde de Anjou, hijo del dicho Ludovico I adoptado, en virtud de la dicha adopción (que, como se dice, era nula), confiando más en las armas que en la justicia, muerto su padre antes que la reina Juana que le había adoptado muriese, acometió el reino de Nápoles con poderosa mano, y ocupó parte de él. La cual, después, Ladislao, hijo de Carlos III, volvió a cobrar con ayuda de la ciudad de Gaeta, y de Bonifacio, Pontífice máximo, nuevamente eleto, y así poseyó el reino de su madre todo el tiempo que vivió, que fueron cerca de treinta años.

     Difunto Ladislao sin hijos, sucedió Juana su hermana, segunda de este nombre, que recibió la investidura de Martino V. Esta, después de haber adoptado al rey don Alonso de Aragón, dicen que adoptó a Luis III deste nombre, conde de Anjou, hijo de Luis II, al cual (viviendo aún la dicha Juana) Martino V dió la investidura con tal que volviendo el reino a la Iglesia romana le tuviese por su feudo, y que muriendo sin hijos sucediese en él Regnato y después Carlos, sus hermanos, guardando el orden de nacimiento y sexo. La cual investidura no tuvo efeto, porque el que la dió y el que la recibió murieron antes que la dicha Juana segunda, que había adoptado. Por lo cual, el rey don Alonso de Aragón, primero adoptado, obtuvo justamente la posesión del reino, si bien Regnato, hermano del dicho Luis III, conde de Anjou, por razón del primer fundamento inválido, obtuvo subrepticiamente otra investidura de Eugenio IV con ciertas condiciones que no se guardaron. Por lo cual, el mismo Eugenio la dió después por nula, envistiendo al dicho rey don Alonso y confirmándolo en la posesión del reino por los servicios y señaladas obras que había hecho a la Iglesia romana derogando y dando por nulo el derecho de los de Anjou con la cláusula de plenitudine potestatis, por el estado y beneficio de la Iglesia romana. Del cual rey don Alonso quitado el dicho derecho y la sucesión de don Fernando su hijo, por no ser legítimo, pasó el derecho y sucesión del reino en el Rey Católico don Fernando, y de él, por medio de la reina doña Juana, su hija, pasó al Emperador Carlos V. Y así, por cualquiera vía, sea del rey don Pedro de Aragón y doña Constanza su mujer, hija de Manfredo, o por Carlos el I y su mujer doña Beatriz, es clara y manifiesta la sucesión y derecho, que el Emperador tiene al reino de Nápoles, y por el consiguiente, al condado de Proenza. Aunque los que tuvieron el reino de Nápoles, después de la dicha Juana II, por la injusta ocupación de los condes de Aujou, y después de ellos, de los reyes de Francia, no pudieron conseguir el dicho condado de Proenza. Y no por eso se le pudo quitar por algún transcurso de tiempo el derecho que a él tiene el dicho Emperador. Así que puede justamente, por las razones dichas, pretender por armas, o en otra manera, el dicho condado.

     Pero deseando el César gratificar al duque de Borbón sus servicios y por contemplación del matrimonio que con su hermana estaba concertado, pretendiendo asimismo ser suyo el dicho condado, por razón de la concesión que Regnato, duque de Lorena, había hecho en Ana su hermana, duquesa de Borbón, y sus herederos, y que por ningún derecho pertenecía a la corona de Francia, quiso ayudarle con parte de su ejército, para que conquistase el dicho condado de Proenza que decía pertenecerle. De suerte, que por la entrada que el duque de Borbón hizo en Proenza, estando las cosas en este estado, no se podía culpar al César, antes darle gracias; porque no tanto confiado en su fortuna, como dice, cuanto en su justicia, quiso ayudar a Borbón por ser tan benemérito. Y no deben gloriarse los franceses, porque no tomó a Marsella, pues las vitorias se han de atribuir a sólo Dios, que las da a quien quiere, y muchas veces niega al justo lo que da al malo, para después castigarle con dobladas penas. Y no volvió, como dice, huyendo a Italia, ni siguiéndole el rey Cristianísimo, sino sin recibir daño alguno, para oponerse al rey, que a toda furia con poderoso ejército por caminos más breves pasaba en Italia, y impedirle el acometimiento que quería hacer en Lombardía. Y no fué posible llegar tan a tiempo, que el rey primero acometiese a Milán y la ocupase, estando bien descuidada, sin haber en ella quien la defendiese.

     Y llegando Borbón con los demás capitanes y soldados imperiales, sin temor ni falta de ánimo, con su ejército entero guarneció con suma diligencia las demás ciudades del ducado de Milán, poniendo en ellas presidios. De manera que echándose el rey sobre Pavía, que pensaba ser la más flaca, deteniéndose con muy poderoso ejército (sin poder salir con cosa de cuantas intentó) muchos días que duró el cerco, fué rebatido en los asaltos y en otros acometimientos, con gran pérdida de los suyos y de su reputación, permaneciendo siempre el ejército imperial en su fuerza. Y después, aumentándose con socorros que le vinieron, estando el rey de Francia en su alojamiento, fortificado por extremo, dentro de sus mismas trincheas y fuertes le acometieron y vencieron, matando y prendiendo gran parte de los más lucidos de su ejército, huyendo los demás. Y el mismo rey, no (como dice) sustentando la pelea, ni animando los suyos para que resistiesen en ella, sino acompañado, como era razón, de los mayores y más principales capitanes de su ejército, buscando por donde salvarse, cayó en manos del virrey de Nápoles, que en nombre del César le cautivó, y los demás príncipes que con él venían fueron cautivos y muertos. Del cual suceso consta, que no por sola fortuna y mal hado de los franceses, sino por la voluntad de Dios, valor y esfuerzo de los imperiales, se ganó esta vitoria, como parece por el fin della y por otras muchas que por virtud de los capitanes imperiales, con gran daño han visto los franceses.

     Y quitando a los vencedores la virtud y conocimiento del arte militar, más se ofenden y pierden de su honor, pues confiesan ser vencidos de soldados que no sabían de guerra. Y quererlo atribuir todo a la fortuna es ofender a Dios y tenerle en poco, pues de él procede toda vitoria; y como dice San Agustín, no está la vitoria de la batalla en la multitud del ejército, sino del cielo es la fortaleza, y da Dios la vitoria al que da osadía de pelear. Porque no nos espanta la multitud de los enemigos, no el orden y forma de los que pelean, ni el resplandor de sus lucidas armas. Venció a Golías con sola una pedrada solo David, pequeño y desarmado, siendo un gigante robusto y espantoso en las armas, acompañado de infinitas gentes, que turbados de sola esta vitoria huyeron.

     Y así, a Dios se debe la vitoria, no a la fortuna o hado, si no es que hagamos dioses como hacían los gentiles a la fortuna y al hado.

     Por eso impertinentemente se dice que no venció tanto el Emperador cuanto cayó en otro mayor peligro, pues fué Dios el que venció, y no podía suceder otro peligro mayor, si no es permitiéndolo el mismo Dios, ni las fuerzas del rey quedaron tan enteras que se pudiese temer dellas, siendo presos o muertos todos sus capitanes y de los demás tantos, que los que escaparon huyendo, por ninguna vía ni con algún dinero los hicieran volver a pelear de nuevo contra los imperiales vitoriosos.

     Ni arguya el adulador que toda Italia se levantó contra el Emperador, antes quedó atemorizada de que las águilas vencedoras, armas y banderas imperiales, no volviesen sobre los que habían quebrado la fe y no guardado lo que habían prometido; y luego se vió al ojo la benignidad y clemencia del César, que hizo estar quedo su ejército vencedor y abrazó muy de voluntad los medios de paz.

     Y ofende este autor a la fidelidad y generosos ánimos de los tudescos en decir que porque no se les daba paga se querían amotinar; pues estuvieron siempre firmes y perseverantes en el cerco de Pavía sin recibir en siete meses paga, y pelearon con conocido daño de los franceses. Ni faltó lugar donde poner preso al rey de Francia y guardarle, teniendo el César un ejército tan fuerte y vitorioso. Ni estaba tan aparejado el poder de madama Luisa para rescatar a su hijo, oprimiendo al ejército imperial, y si lo intentara no lo hallara tan fácil, antes muy dificultoso, y aun imposible, como se vió por el efeto. Y si el César, siendo vencedor y teniendo a su enemigo cautivo, ofreció medios de paz, no fué (como dice) para ocurrir al peligro que amenazaba, que ninguno había, sino sólo para mostrar el ánimo y deseo grande que tenía de la quietud de los cristianos, y que las armas de todos se volviesen contra los enemigos de Cristo. Por lo cual, antes se le habían de dar gracias que no vituperarle.

     Y en lo demás que dicen, que por no tener donde le guardar en Italia seguro, le persuadieron que se viniese en España, donde alcanzaría del Emperador lo que quisiese, y que el rey, fiado, quiso venir, y dió para la jornada su armada, se responde cómo llevándole el virrey a Nápoles, partidos ya de Génova en quince navíos del Emperador, el rey pidió a Carlos de Lanoy que le trajese a España, y mandó venir algunos navíos suyos (como se dice en la historia de esta jornada), que no fué por orden ni traza del Emperador, sino antes sin saberlo él. Y en España se le hizo tan buena acogida como si fuera rey de ella, o no viniera preso y cautivo, como por cartas del mismo rey se podía mostrar.

     Y asimismo se le responde ser falso lo que dice de que el rey trató con el Emperador de una paz universal, y que se juntasen las armas contra los enemigos de la fe; antes fué al contrario, que el Emperador era y siempre fué el que pidió esto, como lo más principal que pretendía y deseaba, y por ello ofreció grandes partidos. Y el rey de Francia le ofreció que si se le daba su hermana doña Leonor por mujer, y con ella le cedía el derecho de Borgoña, que con todas sus fuerzas le ayudaría hasta que se hiciese señor de toda Italia, y a su costa haría guerra a los venecianos y florentines hasta los sujetar, y cedería cualquier derecho que tuviese a Milán y Génova para que fuesen del Emperador y sus herederos, y lo mismo haría de Nápoles y de las ciudades de Arras y Tornay, y la superioridad que tenía en Flandes y Artois, y le acompañaría con su armada hasta Italia cuando fuese a coronarse, y si el César hiciese otra guerra contra infieles o otros cualesquier, le haría la mitad de la costa, y yendo el César le acompañaría con su persona.

     Esto todo y otras cosas ofreció, no solamente estando en España, mas en Italia. A lo cual respondió el César que él no renunciaría el derecho de Borgoña, que era de su patrimonio, ni le daría su hermana, que tenía ofrecida al duque de Borbón, si el duque no daba su consentimiento; ni quería levantar en Italia nuevas guerras, sino sustentarla en paz, y ayudarse de ella contra los enemigos de la fe. Y lo demás que le ofrecía de su armada y gente de guerra, lo admitía con hacimiento de gracias.

     Y en lo que ofrecía de Nápoles, Milán, etcétera, que no tenía qué decir, porque él lo poseía, y no entendía que el rey tuviese que dar ni que renunciar en ello; y que restituyéndole el ducado de Borgoña, de la manera que lo había tenido el duque Carlos su bisabuelo, se acabarían luego las cuestiones que entre los dos había; y que él no quería los dineros que el rey ofrecía, ni se le pusieron condiciones imposibles, sino muy suaves, que el mismo rey las ofreció; ni el Emperador era obligado a tomar por fuerza dineros por el rescate del rey, sino aquello que mejor y más a cuento le estuviese.

     Y ser asimesmo falso y engañarse en lo que dice que le amenazaron con cárcel perpetua, antes la tenía muy libre, y salía al campo, y a caza, y, a otras recreaciones.

     Y de la enfermedad que tuvo el rey, menos se le podía poner culpa, sino a la poca paciencia con que el rey sufría aquel azote que Dios le había dado, que no estaba en manos del Emperador darle salud, ni conservarle con ella, ni quitarle sus melancolías, que el César no tenía codicia de ningunos de los Estados del rey, para juntarlos a los suyos, ni le importaba su vida ni muerte, para perderlos o ganarlos. Que le visitó humanísimamente, y le pidió no se acordase de más que, tener salud, que con ella se haría todo muy a su gusto.

     Que la venida del legado del Papa y otros, no fué a ofrecer lo que habían prometido, sino a moderar y quitar lo que pudiesen de las cosas que por su libertad el rey dijo que daría estando en Italia. Y andaba este trato cuando en Italia se concertaban el Papa y otros para deshacer el ejército imperial y poner en tanta necesidad al Emperador, que hubiese de soltar al rey con las condiciones que quisiesen. Y teniendo el rey entendido esto, no quiso pasar por lo que primero habían ofrecido, y hacía otros partidos muy diferentes. Que madama Alanson, hermana del rey, con otros, vino a España, con achaque de visitar a su hermano, a tratar con él esto y avisarle de lo que se concertaba en Italia. Y como no salió según pensaban, concertó que el rey huyese de la cárcel, y tenía aparejadas las postas y franceses que habían entrado disimulados para este efeto. Y fueron presos algunos de los que eran en este trato; particularmente se supo de tres, que eran los principales, y el César tuvo por bien que se disimulase, poniendo más guarda y cuidado en la prisión del rey.

     Y entendiendo su hermana que había sido sentida, pidiendo nuevo salvoconduto para sí y los suyos, se volvió llena de vergüenza en Francia.

     Niega haberse hecho ante el César la protestación que el apologista dice; que nunca el rey vió en el Emperador mal semblante, sino grandísimo amor, ni el Emperador tuvo la codicia inmensa que dice, ni pidió más de lo que notoriamente era suyo. Que antes parecía culpable el rey en esto, pues con codicia de lo que no era suyo había revuelto el mundo. Que eran muy frívolas y de ningún peso las causas que dice de su miedo. Que no fué culpa del Emperador si el rey por su melancolía llegó a estar desahuciado. Que es ridiculoso decir que el rey vino en aquellas condiciones por miedo de verse en perpetua servidumbre. Que no hay en el mundo las leyes que dice el francés que veden dar cárcel perpetua a los que fueren presos en buena guerra, antes conforme a la disciplina militar es lícito al vencedor que al que prendiere en buena guerra, pueda tener preso perpetuamente, o darle libertad o matarle si quisiere. Y si se componen, como las condiciones no excedan sus fuerzas, siendo imposibles, está obligado a cumplirlas, aunque las haya hecho en durísima cárcel. Y esto es lo que dicen todos los derechos. Que demás de esto, era falso que el rey fuese compelido a hacer condiciones inicuas ni imposibles, pues no se le pedía en ellas sino que le restituyese su patrimonio. Y le daba por mujer su hermana mayor, segunda en la sucesión de tantos reinos y estados; y otras ventajas que no a un rey cautivo, mas libre y muy poderoso, fueran muy favorables, y se le concedieran con dificultad. Y si el rey fuera bien aconsejado, lo había de conocer así, y guardarlas para el bien de su reino y de toda la Cristiandad.

     Y responde a lo demás que dice que en el Parlamento de París, con maduro acuerdo, se había determinado que el rey no cumpliese la concordia por las condiciones inicuas, y por ser contra lo que juró cuando lo coronaron: que lo miraron mal, y que más fueron aduladores que consejeros; que no hay condición nunca usada, porque no se promete cosa que no sea debida; que el César, a quien agora el francés llama más poderoso, no fué jamás tenido por los franceses sino por menor, y de menos poder; que conforme a todo derecho pudo el rey ser compelido a que restituyese lo que tenía usurpado; que el juramento que hizo no tiene que ver en esto, pues no era sino de aquello que era del patrimonio real, y aquí se trata de la restitución de lo que tiene usurpado, y no era de su patrimonio; que no se trata de enajenación, sino de restitución, y cuando fuera enajenación, no era necesario el consensu de los súbditos, haciéndose la enajenación en el que es mayor o superior. Y si fuera necesario se quitaba el fundamento de la unión que alegan del ducado de Borgoña con la corona de Francia, porque volviendo la sucesión del ducado al rey Juan, los súbditos que querían tener duque por sí, la contradijeron de tal manera, que la hicieron dar por nula, y se les dió por duque a Filipo Le Hardi, hijo del dicho rey Juan, a quien se hizo concesión de este ducado para él y para todos sus descendientes que por línea legítima de él viniesen. Por la cual línea vía recta desciende el César desde el duque Filipo, y se le debe por esta el dicho ducado de Borgoña, pues de él está despojado y niega haber hecho el rey Francisco la protestación que dice, para si el César le pidiese condiciones inicuas, y cuando las hubiera hecho, que no las hay en toda la concordia.

     Que puesto ya el rey Francisco en libertad y dentro en su reino, había dicho y prometido a los embajadores del César, que cumpliría todo lo que en España había prometido; y lo mismo había hecho por cartas escritas de su propria mano para el César. Que los borgoñones que había llamado para decirles lo que de ellos había prometido, habían sido sobornados por sus ministros y impuestos en lo que habían de decir delante del embajador del César, el cual lo había muy bien entendido. Que, no obstante lo que los borgoñones habían dicho y protestado, el mismo rey respondió que había de guardar lo que había prometido. Que si no hubiera cautela, no tenía necesidad del consensu de ellos ni de otros, pues tenía en su poder todas las fuerzas y castillos del ducado de Borgoña. Que estando en su reino no le valía quererse salvar por razón de la protestación o miedo, siendo clarísima determinación del derecho, que no dura más el miedo de cuanto dura la razón de temer, y así, el consensu que se da, cesando la causa del temor, purga el miedo que antes hubo, y se quita la presunción de cualquier temor, para que así se juzgue el acto precedente ajeno de todo temor, y según esto no ha lugar toda excusa, para no guardar la dicha concordia. Que debía temer (pues todas las cosas suceden por justo juicio de Dios) que como de cautivo le habían puesto en libertad, no volviese de la libertad al cautiverio, por no haber cumplido sus juramentos, y por la dureza de su corazón. Que la autoridad del Parlamento de París valía poco para esto, pues aquel Consejo se ordena sólo para administrar justicia, y no para resistir que el rey restituyese lo que injustamente poseía. Y era cierto que no se resistieran ellos, ni los demás parlamentos de Francia, si él no quisiera, pues el mismo rey confiesa que es señor, no sólo de los bienes públicos, pero aún de los particulares de su reino. Y así, es claro que los suyos no le podían forzar ni resistir. Que estando el rey Francisco en Italia ofreció de su voluntad, por su embajador don Hugo de Monte Cateno, que todas las condiciones de paz que con él hiciese, demás de las rehenes que había de dar para seguridad, haría que las confirmasen y las aprobasen los parlamentos del reino, y en las Cortes generales que en él se harían. Que el ducado de Borgoña no es, ni está en las entrañas de Francia, ni se puede decir ser de Francia, ni su defensa, si no es queriéndose escudar (como hacen otros) con armas ajenas.

     Y responde a lo que dice de la enajenación del ducado de Borgoña, de no se poder hacer por le haber incorporado en el reino, juntamente con el de Normandía, el rey Juan, que si bien fuese así, no por eso se le quitaba al César el derecho que pretende en persona del duque Filipo Le Hardi, de quien por línea recta desciende. Y pone la sucesión en la manera que yo la tengo dicha en esta historia, y concluye la obligación que el rey tiene, estando bien informado a cumplir lo que prometió, si no es que dejándose guiar de un ciego den ambos (como dice el proverbio) consigo en el barranco; y que la gente de armas, y el acompañamiento que para su coronación ha prometido al César, fué de su mera liberalidad, ofreciéndola el rey, sin que se lo pidiesen. Que antes le perdonó muchas cosas, que conforme a derecho eran del Emperador; que asimismo le prometió de ayudarle y acompañarle con su persona y fuerzas en las guerras que hiciese contra turcos y luteranos. Y a lo que se queja de no se haber tenido respeto a sus amigos que habían seguido su parte, le responde que se dió libertad a muchos, y a algunos, como Florencio, hijo de Roberto de la Marca, y Pedro Navarro, y otros a quien no se debía, y eran dignos de muerte, por haber tomado las armas contra su señor natural. Y que al virrey de Nápoles no se le había dado comisión para hacer nuevas capitulaciones, sino para que procurase que se cumpliesen las prometidas y asentadas. Y que no estaba obligado, según la forma de la concordia, a entregarle la reina Leonor su esposa, hasta tanto que cumpliese lo que había prometido. Y que no eran estas causas bastantes, ni habría hombre cristiano que las tuviese por justas para hacer una liga tan fuera de toda razón y justicia y equidad, con el Pontífice y venecianos, y poner por protector della al rey de Ingalaterra, sin saberlo, como lo dice el mismo rey, ni pasarle por pensamiento; y querer atrevidamente y con soberbia obligar al Emperador a que entrase en ella, siendo el fin desta liga (que llamaban santísima) excluir al Emperador y echarle de ella, pues dice que no le admitirán hasta tanto que ponga en libertad los hijos del rey de Francia. Y que antes que se le intimase esto al César, se levantase un ejército, y todo lo demás que en la concordia se refiere.

     Responde finalmente a una protestación que la apología hace al Pontífice, cardenales y a otros príncipes, tan larga y picantemente, que no le quedó nada a deber al francés para la otra vida; y por pagarle en todo, respondió últimamente a los versos con otro, que para el curioso pongo en dos lenguas.

IN APOLOGIAM GALLICAM.

                               Quod violata lides, quod foedera pactaque rupta
     Patronum, quis non ista stupescat? habent.
Invenere suas lauctucas labra: probatur
     A coeco lippus, cum nihil ambo vident.
Fertur in authorem, vicium quod prodit ab ipso,
     Et male defensus fit magis inde reus.
Foedera sic cum tu non observata tueris,
     Non bene suscepti causa clientis habet.
Debet enim promissa lides et in hoste morari,
     Hanc ab amicitia tu procul esse jubes.
Nonne lidem rex iste tuus jam factus amicus,
     Et post conjugii vincula, sponte dedit?
Pactio nulla valet, verum est, ut dicis, iniqua:
     Hic sed iniqua refert pactio qualis erat?
Rex bello captus, promisit reddere, jure
     Quod nunquam tenuit: dic sacra jura vetant?
Sic postliminio liber dimittitur: haec ne
     Vis tanta est, liceat quod violare fidem?
Non noscit siquidem perfricta fronte pudorem:
     Rex etiam quem non novit et iste tuus.
Dedecus hinc semper, si non resipiscat, habebit,
     Et tecum aeternam quam facis ipse notam.
Injustae siquis defendit crimina causae.
     Qua forsan voluit parte juvare: nocet.

IN FOEDERIS RUPTOREM

                               Et vento, et foliis quanquam plus ponderis esse,
     Quam vobis constat rex modo France tuis
Esse tamen vana haec cum dicis foedera: credo.
     Hic saltem posum dicere: vera refers.
Idem etenim es facti, atque idem sermonis es author,
     Idem, qui dicis foedera vana: facis.
Cum subdis: ratio quia defuit: hoc quoque credo,
     Miretur quis non tam bona verba tibi?
Sis animi compos, sis non rationis egenus.
     Non credis testes foederis esse Deos?
Qui te ultro instantem: qui te videre rogantem:
     Vota aeques rapidis non licet illa Notis.
Pactio iniqua fuit: fateor. Nam dicere aequa
     Incolumem quod te fecerit esse, nequit.
Nec stringit quod jura vetant sacra: te quoque posse,
     Cum sacra sint, stringi, Gallica jura vetant.
Et sacra sunt certe. Nam quid sacratius illis
     In quibus omnis abest cum ratione pudor?
Et prohibent stringi: quia ne stringaris, id a te
     Nunc totis fieri viribus, illa vident.
Sed vis cogebat: verum est ut fallere posses.
     Haec ubi adest, nulla est pactio; cedo tibi.
Rhetoribus quantum debes, Francisce? videris.
     His ducibus verum iam didicisse loqui.
Si responderent istis alia omnia verbis.
     Hannibalem nemo, te Latiumque vocet.
Quis neget e phrigio prognatos sanguine Francos,
     Tam bene cum proavum Laomedonta refers

     Que en romance son:

                               Si falta la razón, juzga por vanos
Los injustos conciertos, pues no aprietan
Ni fuerzan con violencia,
En los casos humanos,
Que las sagradas leyes nos decretan,
Pues donde hay fuerza ciega,
No la tiene ninguna conveniencia,
Ni el concierto se niega
Al que ha sido forzado
Que busque libertad y nuevo estado.
Que la violada fe y las alianzas,
Y los conciertos quebrantados tengan
Patrón que los defienda, ¿a quién no admira?
Halla al fin su manjar cualquiera gusto.
Aprueba el ciego al otro ciego, y ambos
No ven alguna cosa, culpa el vicio
A quien lo aprueba, y por autor lo nota
Y parece más reo y más culpado
Aquel que flojamente es defendido.
Así tú, defendiendo los conciertos
No bien guardados, con razones frívolas,
La causa y el cliente que a tu cargo
Tomaste a defender, quedan perdidos.
Porque debe la fe siempre guardarse
Aun con el enemigo, mas tú mandas
Que aún de las amistades esté lejos.
¿Acaso este tu rey, después que hubo
Amistad confirmado, tras los vínculos
Del matrimonio, di, su fe no puso
Muy de su grado y voluntariamente?
Verdad es (como dices)que no vale
Algún concierto injusto; mas aqueste
¿De qué injusticia, di, podrás culpalle?
Rey cautivo en la guerra dió palabra
Lo que no poseía con derecho
Volvello: ¿qué derecho esto impide?
Libre volvió después del cautiverio.
¿Tan gran violencia fué esta, tanta fuerza,
Que quebrantar su fe le fuese lícito?
Pobre tienes la frente de vergüenza,
La cual, tampoco este tu rey conoce;
Seguirásele desto siempre infamia
Si en ello persevera, y juntamente,
La nota que tú haces ser eterna.
Porque si alguno crímines de injusta
Causa defiende, por la parte misma
Que pretendió ayudalla, la destruye.
De aquesto consta, pues, ¡oh rey de Francia!,
Que hay más peso y firmeza aun en el viento
Y blandas hojas, que no en tus promesas.
Mas cuando dices que estas alianzas
Fueron vanas, lo creo, y decir puedo
Que a lo menos en esto verdad dices.
Un mismo es el autor del dicho y hecho:
Uno mismo el que dice los conciertos
Ser vanos, y el que hace que lo sean.
Y cuando añades que ellos fueron vanos
Por faltalles razón, lo creo: ¿no admira
Que tan buenas palabras en ti se hallen?
Ten alma, de razón no seas ajeno.
¿Tú no crees que a las justas alianzas
Sirven los mismos dioses de testigos?
Los que rogar te vieron con instancia,
Verán en el suceso tus promesas
A los rápidos vientos ser iguales.
El concierto fué injusto: eso confieso,
Porque el concierto ser no puede justo,
Pues hizo la injusticia de librarte.
Y no te obliga, porque los derechos
Lo prohiben, los cuales, por sagrados,
Obligar no te pueden, pues lo vedan
Los sagrados derechos de tu Francia.
Mas sagrados no son, sino execrables,
Pues la razón les falta y la vergüenza,
Y vedan obligar, porque ven ellos
Que con todas tus fuerzas tú procuras
El no estar obligado en algún modo,
Compelióte la fuerza, verdad dices;
Pero fué sólo a que engañar pudieses.
Y donde hay fuerzas ya cesó el concierto.
¿Cuánto debes, Francisco, a los retóricos,
Pues que te enseñan a hablar verdades
Siendo ellos maestros que te adiestran?
Mas si todas las obras respondiesen
A estas tales palabras, ya ninguno
Te llamaría Annibal o el gran Latono.
¿Quién negará que los franceses bajen
De frigia sangre, pues tan bien imitas
A su rey Laomedón, falso, perjuro?


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- XV -

A 6 de octubre, lo que escribió el rey de Francia a los príncipes del Imperio, quejándose del Imperio.

     Paréceme que hasta lo referido de la apología francesa y de la respuesta española, que si bien no es todo lo que se dice, es lo más y de más sustancia, para que sepamos cuál andaba la cólera y ciega pasión entre estos príncipes.

     Por el mes de octubre deste año (que no sé si fué antes de la respuesta que he referido o después de ella) escribió el rey de Francia a los príncipes eletores y demás del Imperio romano de Alemaña, que estaban en la Dieta de Espira, diciendo que, habiendo recibido sus cartas, en que le pedían libertad y seguro para que sus correos pasasen por Francia, se la daba. Que deseaba verse con ellos para consultar y tratar cosas tocantes al bien común. Pero que después que supo que el terrible enemigo de nuestra fe había entrado con poderoso ejército en Hungría y tomando algunos lugares, vencido y muerto al rey en una batalla, y ocupado casi todo el reino, había sentido (como era razón) notablemente un daño tan grande de la Iglesia cristiana, y lloraba consigo mismo lo que en estos tiempos había perdido la Cristiandad, la pérdida de la fortísima ciudad de Belgrado y la nobilísima isla de Rodas, que era una defensa grande de los cristianos, verla en manos de los enemigos; y que se temía que le sería fácil al enemigo entrar con el ejército vitorioso hasta el ducado de Austria, sin podérselo impedir algunos presidios ni fuerzas, que no las había en él.

     Al cual si ocupase -dice- ¿qué podíamos esperar de toda Alemaña estando todas las ciudades desconformes y las gentes llenas de nuevas opiniones? Y lo que más pena nos daba era que en tanta turbación de cosas veamos la religión cristiana desamparada de todos. Y que las armas que se habían de emplear en los enemigos, las fuerzas que se debían volver contra ellos, los consejos que habían de aprovechar, no sólo para defendernos, pero para totalmente destruirlos, se volvían contra nosotros y se metían por nuestras entrañas y derramaban la sangre humana. De manera que con nuestros odios y enemistades sentimos más las fuerzas de los enemigos. Y ellos, concordes, nos quitan lo que tenemos, y con guerra y armas y derramamientos de sangre, el pequeño espacio de tierra que tenemos se consume. Y el enemigo, entretanto, nos ocupa los reinos, islas y provincias. Y lo que más sentimos, y es vergüenza decirlo, que cuanto más la religión cristiana se ve en peligros, tanto con mayores enemistades se incitan y revuelven entre sí los ánimos. Y ciertamente, si bien estamos más lejos de estos peligros, no por eso dejamos cosa con la cual pudiésemos socorrer tantos males. Aconsejamos con diligencia al César eleto Emperador, y le rogamos y protestamos que, dejadas todas enemistades, procurase la concordia entre los príncipes cristianos, pues estaba en su mano, si quisiese, con honestas condiciones que se le proponían componer la paz de todos. Que mirase, no fuese que queriendo con demasiada codicia lo ajeno, perdiese lo proprio y cayese en la ira de Dios. Y dice más, que porque no hubiese impedimento en la tranquilidad de los cristianos, le soltaría todo lo que le pertenecía con muy buen derecho en Italia; pero que no había querido admitir las condiciones de paz, dando largas al tiempo, y así daba lugar para que se destruyese la Cristiandad y se abrasasen sus campos, robasen sus ciudades y consumiesen con muertes y incendios. Lo cual todo, si bien hasta el día presente fuese notorio haber hecho con él, no hallaba más de lo que se ha dicho. Porque sabiendo el evidente peligro de Austria (que era su patrimonio), el peligro de toda Alemaña, la miserable suerte de su hermana y cuñado, vencidos y echados de Hungría, si no le despertaban la religión cristiana, la fe de Cristo, la salud de su pueblo, cuyo patrón y defensor se predicaba, ¿qué esperanzas podía haber de sus consejos y ruegos? No fuimos, dice, cierto, de parecer que desamparásemos la república cristiana, sino antes procurar su remedio, porque del todo no cayese.

     De esta manera habla el rey a los príncipes alemanes, y les pide y ruega que hagan con el Emperador, que se quiera quietar, apartándose de un propósito tan dañoso y de tan notorio peligro para sí y para toda la religión cristiana.

     Y dice más:

«Sabernos que prudentemente le diréis que las cosas de la Cristiandad están en el estado que ya no sufren dilación, porque la enfermedad, creciendo, ha penetrado hasta las entrañas y meollos de los huesos, que no se mira sólo por su salud cuanto por la de los demás príncipes y pueblos cristianos. Y si pusiere achaques o dilaciones, si encareciere sus fuerzas y disimulare más su miedo, os avisamos que con estas dilaciones hemos venido en peligros tan notorios, que ya no hay quien no vea que apenas tienen lugar los príncipes cristianos para entenderse y concertarse, y juntar sus fuerzas para defenderse a sí y a sus cosas del peligro que nos está amenazando. Y que estas sus excusas no quieren otra cosa, sino hartar aquel deseo insaciable de su ambición, que si contiende con los príncipes cristianos por la gloria o honra; si dijere que quiere defender sus cosas, ¿qué se le podía ofrecer más honroso ni feliz que, juntas las armas de todos los príncipes cristianos, lanzar al enemigo, no sólo de sus tierras, mas aún perseguirle vencido y deshecho, hasta cobrar de ella tierras que han sido de cristianos, que sería fácil? Que queriendo todos con tanta sangre un Estado tan pequeño, era fuerza querer la perdición, estando ya en Italia juntas las fuerzas y armas que abrasaban a Lombardía, derramando la sangre de cristianos, y sería más conveniente volverlas contra los enemigos y deshacerlos; y restituir el reino a su cuñado, y defender sus tierras y ganar grandes reinos y ciudades, aumentando la religión cristiana y librando las almas de los desdichados que, forzados, reniegan de Cristo. Como se puede acordar que hicieron nuestros pasados, cuando saliendo de sus tierras entraron mano armada en Asia, y vencieron poderosos enemigos, y ganaron de ellos aquel santo lugar donde tuvo principio la religión cristiana. Y si como imaginamos y deseamos, viniere en esto, fácilmente nos y los demás príncipes, con las condiciones que ofrecimos, o con otras, si parecieren más convenientes, nos concertaremos y nos pondremos en hacer esto, que tanto ha que deseamos, y prometemos delante de Dios, y os damos palabra de emplear en esta empresa todas nuestras fuerzas y bienes de nuestro reino, y nuestra persona, sin reparar en trabajos, peligros de la vida, ni gastos por la defensa y aumento de la religión cristiana. Pero si (lo que Dios no permita) estuviere porfiado en su parecer y no quisiere la paz que se le ofrece (que la había él de desear más que nosotros ofrecérsela), pues estamos más libres de peligro que él, y gozamos dentro en nuestro reino de la paz dulce y amable, protestamos delante de Dios, que sabe los corazones, que no hemos dejado cosa que importase para la defensa de su santísima ley, y verdadera y saludable fe, y religión católica, y así sernos lícito probar las armas si nos negaren lo que es tan honesto.»

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