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- XVI -

[Respuesta por notas a la carta anterior.]

     Con esto acaba el rey su carta, que si se leyere a solas no sabiendo las historias que toca, parece justificada y santa, y que el Emperador tenía mil culpas. Pero por sacar al mundo de esta ignorancia, luego que en Espira se publicó, enviaron los que querían bien al Emperador copia de ella, y algún curioso la imprimió en Alcalá, arrimándole por la margen unas anotaciones con que responde aguda y brevemente a los puntos que al Emperador mordían. Y no tengo por tan sufridos y modestos a los franceses, que no se pagaran, ni hallaran con qué.

     Bastará lo dicho para que entendamos qué tiempos tan miserables eran aquellos, y con cuánto trabajo se vivía en ellos, con qué amor se tratarían los súbditos de los reyes, cuando los mismos reyes así se trataban, con qué rabia y furor usarían de las armas, y se quitarían las haciendas, las honras, las vidas, pues aun a las plumas no perdonaban.

     De la misma manera, la cólera, el enojo, indignación y rabia encendían el pecho de Clemente VII y lo hacían fulminar censuras, anatemas más hinchadas y espumosas, que el mar Océano cuando más airado, que como rayos del cielo asombraban la tierra y encogían los corazones humanos.

     Dije cómo había procedido contra el cardenal Colona, y Vespasiano, y Ascanio Colona, y otros caballeros desta familia, y contra Carlos de Lanoy, virrey de Nápoles, y algunos príncipes; y aun llegó la demasía hasta tocar en el Emperador y súbditos suyos, criminando sus cosas y quejándose de él y de los coloneses por todo el mundo. Y si bien es verdad que había muchos que se reían de estas censuras y las tenían en poco como de persona demasiadamente apasionada, otros, temerosos de Dios, con buena conciencia, se escandalizaban llenos de temores. Y así, fué necesario que por parte del Emperador respondiesen a ellas, satisfaciendo a todos y al mismo Pontífice.



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- XVII -

[Escribe el Papa al Emperador.]

     Escribió Clemente un breve o carta al Emperador, en 23 de junio del año de 1526, y en él decía que no pensaba que tendría necesidad de muchas razones para mostrar cuánto había procurado con obras y palabras desde el principio de su pontificado su gracia y amistad, pues era tan notorio. Y que él mismo estaba de sí muy cierto que no había dejado cosa que fuese del oficio de buen pastor y verdadero amigo para con el Emperador y todos sus súbditos. De las cuales buenas obras y verdadero amor que le había tenido, no había sacado otra cosa, más de verse despreciado y echado de su amistad, sin haber jamás hallado muestra alguna de amor ni voluntad en él, o por causa y engaño de aquellos que jamás gustaron de que entre ellos dos hubiese amor, o porque lo quería él así para oprimir a Italia y disminuir la dignidad pontifical; y que así le era forzoso llegarse a la amistad de aquellos, que por naturaleza y propria voluntad él mismo había aborrecido, y esto con más veras que lo que la autoridad de muchos y su proprio honor y bien público de Italia pedía.

     Pero como ya hubiese llegado a punto que, por su larga paciencia y grande espera perdía reputación, teniéndole por negligente en lo que tocaba al bien público, le convenía ya tomar aquellas armas que para defensa de la justicia y libertad de Italia, y suya propria, fuesen necesarias; no para ofender a nadie, sino para amparo y conservación de su honor y oficio proprio. Y que para recontar brevemente las causas que le forzaban a esto, se podía acordar el Emperador cómo le había servido siendo cardenal, y cuán su allegado y apasionado había sido en vida de su tío León X, y después de su muerte, deseando gloriosos fines en todos sus hechos, cuales el mismo Emperador pudiera desear, sin perdonar a trabajos ni peligros de su propria persona. Y que, como después, siendo ya llamado por la Providencia divina al Sumo Pontificado, teniendo los enemigos del Emperador gruesos ejércitos en Italia, si bien el oficio de pastor le obligaba a no tratar de las armas, por que los hechos del Emperador no se disminuyesen no sólo permitió que en sus ejércitos entrasen ayudas de los florentines, sino también de la Iglesia romana, y aun les dió grandes socorros de dinero; y finalmente, todos los favores que importaban a los capitanes imperiales, hasta tanto que se vieron libres de aquel peligro. Pero que después, como el honor pontifical pidiese una persona que fuese padre común de todos, él se apartase de las armas y guerras, y llamase y recogiese sus soldados, cuando las cosas imperiales estaban no sólo no inferiores, mas superiores a sus enemigos.

     Y que dejadas así las armas a los capitanes imperiales para la entrada que hicieron en Francia, había socorrido, según su caudal, con copia de dineros. De la cual entrada, sin orden ni tiempo, había sucedido un acelerado y grave rompimiento de los franceses, viniendo su rey poderosísimo por caudillo de sus gentes y tomando la ciudad de Milán. En el cual tiempo, como los capitanes imperiales totalmente perdiesen la esperanza y aún se temiesen y viesen en peligro las tierras que eran proprias del Emperador, y el mismo Pontífice estuviese con gran miedo del peligro en que estaban las suyas, fué forzado de venir en los medios y conciertos que el Emperador muy bien sabía. De las cuales cosas había cierto visto y conocido, cuánto había sido su cuidado; cuánta la diligencia que en la salud de las causas imperiales había puesto, pues igualmente había mirado por sus cosas y de los suyos, como por las proprias, y de los que la tocaban. Y que, pues él sabía bien todo esto, no tenía necesidad de referir en particular sus acciones y buenos oficios que en su gracia había hecho, pues fácilmente las podía entender. Pero que si acaso no las supo o estaba olvidado, habría tiempo cómodo para se las decir, pues él detuvo de muchas maneras el acometimiento que los franceses hicieron en sus tierras, con los cuales si se hubiera querido confederar y seguir sus partes se le habían ofrecido grandes intereses. Y no sólo ofrecido, pero aún entregado, porque se apartase de la opinión que hasta entonces había tenido. A lo cual no dió lugar, porque había valido con él más la memoria de su antigua amistad que otro algún interés.

     Y que habiendo alcanzado los capitanes imperiales aquella célebre vitoria de los franceses, pareciéndole que ya era acabada la competencia con ellos, y que así podría con estrecho vínculo ligarse con él, sin sospecha de las partes ni de alguna mala codicia (en lo cual entendía estaba todo el bien de Italia y aun de la Cristiandad), no sólo se confederó con el César, pero a sus capitanes y ejército (que estaban faltos) proveyó de dineros con que se pudiesen sustentar, enviándoles cien mil ducados, con condición que si desta confederación el Emperador tuviese alguna duda, se restituyese al Pontífice esta maneda. El cual concierto no le aceptó el Emperador claramente, así por su mal ánimo como por las enemistades de algunos de sus capitanes y malos consejos.

     Y comenzó el marqués de Pescara a tratar y mover lo que era detrimento y peligro de su Estado; los cuales tratos entendidos por el Pontífice, viéndose totalmente despreciado, y que el Emperador no admitía su amistad, faltándole como le faltaba en todo, había querido buscar a quien se llegar para seguridad de sus hechos. Pero no lo había puesto por obra, antes venciendo el amor que le tenía su dureza, había acordado amonestarle que mirase cómo los capitanes de quien fiaba sus cosas en Italia no estuviesen quejosos, en lo cual debía el Emperador entender cuán a cuenta del Pontífice estaban la quietud y firmeza de sus cosas.

     Pero después de esto, con grandísimo sentimiento y dolor suyo y de toda Italia, ocupando los capitanes imperiales el Estado de Milán, tratando de sitiar el castillo en que estaba Francisco María, entonces, pidiendo el peligro su cuidado y severidad contra un desacato tan grande y suplicándoselo con encarecimiento todos, conocidos y no conocidos, ofreciéndose con sus armas, haciendas y personas, y animándole casi todos los reyes de la Cristiandad, viendo que ya no podía resistir a sus demandas, quejas y ruegos, moviéndole la deuda de su oficio, y calamidad y peligro general de Italia, llegó a este tiempo el comendador Herrera, que el Emperador había enviado con despachos suyos, con los cuales volvió a caer en la antigua esperanza y deseo de reconciliarse en alguna manera con él; y dejando los consejos, las armas y ofertas de muchos, con queja y grave indignación de todos, que con sentimiento se agraviaban que los desamparase, determinó volverse a juntar con él, queriendo darle la gloria y hacerle autor de la paz en la Cristiandad.

     Y ansí, admitiendo los capítulos que el dicho Herrera había traído, con alguna leve moderación, los volvió a enviar al mismo Emperador, escribiéndole de su propria mano y pidiéndole que por la misericordia de Dios quisiese quitar de sí la sospecha que de su demasiada codicia todos tenían, y le ofrecía la perpetuidad y fruto de su amistad; lo cual le aconsejaba amigablemente, y finalmente, le pedía con toda blandura y amor lo que lícitamente se podía pedir de otra manera. Esto es, la seguridad de Italia, y que perdonase al duque de Milán, si acaso había errado, y mirase el amor que al Pontífice debía por tantas obras y buenos oficios que con él había hecho; y otras muchas que cada día le pedía, y largamente, con generosa voluntad se las concedía; de las cuales le resultaba honra y provecho.

     Lo cual podía fácilmente entender por los bienes que de ellas había recibido, y que de la manera que se le había agradecido era fácil conocerlo. Lo primero, por las afrentas que los capitanes que tenía en Italia le habían hecho; los cuales (porque el Pontífice no había luego venido en lo que ellos por su demasiada codicia querían), habían hablado mal de su fe y voluntad, y puesto muchas sospechas con siniestra relación cerca del César, sin mirar lo que su oficio y honor pontifical pedía; queriendo despeñarle con ellos mismos, en todas las determinaciones que arrebatada y temerariamente se ponían. Y cuando veían que con mayor moderación y recato procedía, perdía la gracia con ellos, olvidándose de todos los beneficios que de él habían recibido; y que el Emperador daba a éstos más crédito de lo que convenía; y demás de esto, que en la ciudad de Sena habían procedido los ministros imperiales con tanta aspereza y maldad con los amigos y aficionados del Pontífice, que destruida casi toda la nobleza y hechas muchas muertes, ninguna otra cosa parecía hacerse más abiertamente que darle a él con aquellas afrentas y oprobrios en los ojos, guardando él en todo con paciencia, disimulación y modestia, tanto respeto al César, que de ninguna otra parte procuró el remedio de las calamidades de tantos inocentes, sino del mismo César. Y estuvo tan lejos de darle, que cada día crecían los males y el rigor, y la afrenta de sus amigos. Que había mostrado el César cuán dañado tenía su ánimo con él, en la confederación y pacto que con sus embajadores, por el poder que tenían, habían hecho, y el virrey Carlos de Lanoy le había aprobado y confirmado y ratificado; y él lo había tenido por tan firme, que no solamente esperaba que el Emperador le había de ratificar, sino ejecutar. Y fué así, que lo que le estaba bien admitió de buena gana. Pero lo que era del provecho y dignidad pontifical, lo había reprobado como cosa dañosa y mala. Como fué en la restitución de los sacos de las tierras y lugares de la Iglesia y de otros. En el cual caso no sólo no había recobrado (según el pacto) sus dineros; pero aún, contra lo prometido y fe dada, se había aposentado gran parte de su ejército mucho tiempo en los lugares y tierras de la Iglesia, con tantos robos y graves injurias, sacos y detrimentos de sus súbditos, que habría de ello una larga memoria de crueldad, avaricia e innumerables maldades nunca oídas, terribles y espantosas.

     Quejábase más el Pontífice, que en la concordia hecha en Madrid entre el Emperador y rey de Francia se habían guardado de sus legados; y que habiendo querido saber lo que en ella se hacía, apenas y con trabajo alcanzaron a saber algunas particularidades de cosas ligeras, y que no se les permitía que escribiesen, ni le avisasen de lo que oían, o podían sacar por conjeturas. En lo cual se daba manifiesta señal de la mala voluntad del Emperador, contraria y perjudicial a la fe que el Pontífice con él tenía. Que dejaba otras innumerables cosas en las cuales el César jamás había tenido consideración, ni respeto de su honra y buena voluntad. Que habiéndole escrito unas cartas con mucho amor y amistad, había respondido a ellas de tal manera, que donde pedía su clemencia para el duque de Milán, daba el rigor de la justicia. De suerte que (contra toda razón) era antes la pena que el juicio, y la sentencia que el conocimiento de la causa. Que si se quejaba de los excesos de sus soldados, que por la misma razón que él los criminaba y pedía castigo, el Emperador los facilitaba, y daba a los reos por libres. Que lo que él daba al César benigna y largamente, él tomaba y pedía como si de rigor se le debiera. En lo cual manifiestamente hacía burla de él, y mostraba lo poco en que le tenía.

     Que los capítulos que había llevado Herrera, para que el Emperador los aprobase, habiendo tenido muy ampla facultad para hacerlos, porque ya el Emperador tenía hechas sus capitulaciones y concordias con el rey de Francia, los había limitado y hecho diferentes de los primeros, mostrando abiertamente cómo lo tenía en lugar inferior y en menos, cuando tenía amistad con otros. Que viendo tantos disfavores y muestras tan contrarias de buena voluntad, había desconfiado grandemente del Emperador, hallándole tan contrario en todo.

     Y demás desto, entendía que la perversidad y malos consejos de tantos que con él podían (que eran sus enemigos) ponían en mucho peligro sus cosas y las de toda Italia. Pero que procuraría siempre el amor, paz y concordia de todos, armándose de sus acostumbradas armas de paciencia y poniendo en Dios todas sus acciones y esperanzas, si no le despertara la pertinacia de los imperiales en el cerco del castillo de Milán, para ponerle en el último peligro en defensa de la libertad de Italia.

     Principalmente habiendo el Emperador, para mayor muestra de su mala voluntad, promulgado una pragmática en España en perjuicio de la autoridad de la Silla Apostólica y diminución de la dignidad pontifical, siendo en derogación de la facultad y libertad eclesiástica, con otras cosas semejantes que en el reino de Nápoles, feudatario de la Iglesia romana, se habían hecho, y demás de esto el haberse quedado en la corte del rey de Francia el virrey de Nápoles, cuando estaba señalado que había de ir a verse con el Papa; donde se entendía que había algunos tratos secretos, porque se guardaban muchos de sus legados, y que estaba en él firme la determinación de querer oprimir la dignidad pontifical y dejar su amistad. Y que se confirmaba esto por la tardanza de don Hugo de Moncada, que había ido a Francia y había de venir a Roma para confirmar la paz y amistad; estando allí como espía para ver, si las cosas del Emperador sucedían a su gusto, dejar las del Pontífice. Y de ahí tratar de la misma suerte con el duque de Milán, para que por todas vías pareciese que los imperiales que estaban en Italia trataban las cosas en público y secreto contra el Pontífice y Estado de la Iglesia.

     Que había intentado de tomarle por traición la ciudad de Parma, que era suya. Que por tantas injurias y causas contra su voluntad, y con grave sentimiento, le era forzado desconfiar ya de todo punto de su amistad, y ponerla (pues él le había despreciado tantas veces) con otros grandes reyes y príncipes, cuyos buenos ánimos y santas intenciones en la religión cristiana y Silla Apostólica, si acaso él despreciase, perdería por ello la loa y honra de pastor y padre común de todos, y se le daría el nombre de soberbio y insolente.

     Que cuando ya esto estaba hecho Y él confederado con los reyes, llegó don Hugo de Moncada con muy tardas y perezosas jornadas, al cabo de muchos días, ofreciendo la amistad y condiciones que él muchas veces deseando su amistad y bien de toda Italia y la Cristiandad y cómodo del Emperador y su honra, le había ofrecido y no le había querido admitir. Y que agora, cuando no había ocasión para ello, se le ofrecía.

     Que pues amenazaba ya a Italia un grave peligro de servidumbre y turbación de toda la Cristiandad, le era forzoso, para librarse de tantos males, fortalecer la Silla Apostólica con armas y ejército (rompimiento, por cierto, que él siempre había aborrecido), pero que no veía otro camino para defender la justicia y deseada paz con iguales condiciones entre todos. Que en esto le daba la razón de su hecho y consejos, la cual sumariamente había querido declarar así y manifestar al mundo para justificar sus acciones, no sólo delante de Dios, que ve los corazones humanos, sino con los hombres. Y que con todo estaba al presente con tal ánimo (y así lo protestaba delante de Dios y del mismo Emperador que si quisiese ponerse en lo que era equidad y humanidad, que sus armas no solamente no le serían contrarias, antes favorables, para hechos verdaderamente gloriosos. Pero que si perseverase en seguir los consejos y codicia de los suyos, queriendo ocupar cada día más a Italia y perturbar otras partes de la Cristiandad, él no había de faltar a la justicia ni a la libertad de Italia, en la cual estaba la defensa de la Sede Apostólica, sino que movería sus justas y santas armas, no tanto en ofensa suya, a quien deseaba las cosas honestas y prósperas, cuanto en defensa de los suyos, salud de la patria y dignidad pontifical.

     Que porque no le fuese forzoso hacer esto, necesitado y con de gusto grande suyo, le suplicaba por las entrañas de Dios y por la esperanza que todos tenían de su virtud, favorable al pueblo cristiano, quisiese mirar bien esto, echando de sí la demasiada codicia, mirando más al bien público de la Cristiandad y no quererse alzar con todo, y que se sosegasen los movimientos de Italia y asegurasen los peligros de la Cristiandad, pues a él le tocaba esta carga y cuidado juntamente con el Pontífice, pues a ambos los había Dios puesto en la honra en que estaban con tal obligación, en el cual oficio y deuda él nunca había faltado ni faltaría en cuanto a él no faltase el favor de la justicia. Y que si en las cosas que había propuesto de la paz general, tenía verdaderas raíces de prudencia y piedad, en esto se le daba ocasión para declarar que lo que sentía, lo había siempre así sentido muy de voluntad; y mostrando con las obras sus palabras adquiría loa singular de bonísimo príncipe. Y que si quisiese satisfacer, así a él (que tanto deseaba su amistad y la libertad de Italia) como a los confederados, en sus justas demandas llenas de razón y justicia, ganaría mayor nombre y gloria de su virtud y claro ingenio, y de conservador de la paz universal y seguridad, así de sus cosas como de toda la Cristiandad.



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- XVIII-

A 20 de agosto responde el Emperador a las quejas de Clemente. -Justificación grande del Emperador con el Papa.

     Recibió esta carta el Emperador estando en Granada, y quiso responder a ella largamente, satisfaciendo al Pontífice y a todo el mundo. Y públicamente, a 17 de setiembre, a las nueve del día, delante de notarios, dió y entregó la respuesta a Baltasar Castilleón, nuncio y legado apostólico, para que la enviase a Su Santidad, en la cual, sumariamente, decía: Que cuando recibió su carta, que fué a 20 de agosto, estaba con mucha pesadumbre, llorando la calamidad general de toda la Cristiandad, por lo que había oído que Su Santidad andaba removiendo humores contra él y sus reinos y dignidad del Sacro Imperio. Que esta pesadumbre había aumentado en gran manera la carta de Su Santidad que su nuncio le había dado, porque en ella no parece que trataba otra cosa sino justificar su causa y condenar la del Emperador y los suyos, y cargarlos de amenazas, guerras y muertes, y tratarlos de ambiciosos, avarientos y demasiadamente codiciosos de reinar y mandar. Las cuales cosas eran muy indignas de un verdadero pastor de la Iglesia y de la devoción, piedad y obediencia que el Emperador tenía no sólo a la Iglesia, sino a Su Santidad, y dignidad que tenía. Y mucho más ofendían al amor y cuidado con que desde el principio de su reinado siempre había abrazado la república cristiana y deseado su paz, quietud y aumento con todas veras y fuerzas posibles.

     Que agora se sentía tan lastimado, que si no era que callando quisiese ofender a su honra y clara fama, le era forzoso rechazar los tiros y enconosas saetas que le tiraba, mostrando su inocencia limpia y desnuda de semejantes calumnias, y que él (que sabía bien su conciencia y tenía bien considerados los secretos de su alma) no hallaba en sí culpa, de las que le oponían. Que juraba delante de Dios que jamás había tenido cosas más sobre sus ojos que a Su Santidad, después que el Señor del cielo le había puesto en aquella Silla, y le respetaba como a Vicario de Cristo en la tierra. Y esto por serle tan natural la obediencia y veneración que a aquella dignidad tenía.

     Que aun antes desto, siendo cardenal había tenido mucha amistad con él y deseado con particular amor su acrecentamiento, como lo vió en los tiempos de León y Adriano, y era notorio a todo el mundo no imaginando que alguna dignidad ni aumento pudiera hacer que Su Santidad, degenerando de sus antiguas costumbres y buenos propósitos, si bien había oído algunos tratos (muy ajenos de su dignidad, estimación y autoridad) que él intentaba quiriendo oprimir la felicidad, potestad y grandeza de los reinos y Estados que Dios le había dado. Y que ni había dado fe a quien esto le decía, ni él podía creer tal cosa de Su Santidad. Ni por eso había dejado de oír con buen ánimo la voz de la paz, y había incitado y movido a Su Santidad para que, como Padre y verdadero Pastor, la propusiese a todos y la abrazase. A la cual paz su ánimo, naturalmente, era inclinado.

     Que nunca entre los cristianos había movido ni intentado guerra, sino provocado de ellos; porque habiendo juntado su ejército para ir contra los infieles y tomarles una isla con resolución de pasar adelante en aumento de la fe católica, los ejércitos de Francia, acometiéndole por diversas partes, le forzaron a volver en defensa de sus proprias tierras.

     Que por mano de Su Santidad y diligencia suya se había confederado con León X y movido sus armas en defensa de la Sede Apostólica y guarda de sus preeminencias y del Sacro Imperio, y había ido a Lombardía para hacer guerra al francés, juntando su ejército con el del Pontífice, en el cual, siendo Su Santidad cardenal, hizo el oficio de legado. Lo cual el Emperador había hecho con recta y justa intención, por la quietud de la Cristiandad y libertad de Italia, y no por pura codicia, como él decía. Que de esto era Dios testigo, que sabe los corazones y mira sus secretos muy de lejos; y por esto había siempre defendido y amparado su causa y justificado sus hechos con tan señaladas vitorias.

     Que Su Santidad era de esto buen testigo, si tuviese memoria y razón de las cosas pasadas y quisiese decir la verdad. Y asimismo, eran testigos sus ministros, que muchas veces habían a él venido proponiendo medios de paz y treguas. Los cuales abiertamente experimentaron que él siempre (aun cuando sus fortunas eran felicísimas) estaba muy presto para admitir con cualesquier honestas condiciones, con que su honra, y de sus allegados, no padeciese detrimento, y lo mismo testificaban infinitos mandatos y embajadas que en tiempo de Adriano y de Su Santidad había enviado a Roma. De suerte que él nunca dejó de intentar medio alguno para conseguir la paz, que él tanto deseaba por razón del bien público, ni fué menos codicioso y celoso de la paz, que riguroso y pronto vengador de las injurias; y cuando la razón lo pedía, clementísimo perdonador y liberal en dar bien por mal y honras por afrentas recibidas.

     Y a lo que Su Santidad decía, que no había dejado a sabiendas oficio alguno que fuese de buen pastor o de fiel amigo, no quería contradecirle en esto ni contender con él en lo que era de su conciencia y ánimo, sino creer a las obras, y lo demás dejarlo a Dios que lo juzgue. Que cuando así fuese como dice, se había de atribuir eso a Dios, por cuya gracia se hizo, más que a fuerzas humanas o industria de alguno, si bien era verdad que muchas cosas se le habían referido harto contrarias que respondiendo aquí se descubrían.

     Que en lo que decía que en pago de sus buenas obras y del amor que le tenía había recibido baldones y desprecios sin haber sentido rastro de amor, o por engaño y malas artes de los que nunca habían querido la amistad de los dos, o por su mala voluntad que era oprimir a Italia y disminuir la dignidad pontifical, se maravillaba mucho que semejantes cosas saliesen del corazón de Su Santidad y tan fuera de tiempo y de razón, y sin saberlo cierto, dijese una palabra tan ajena de verdad el Sumo Juez que hace las veces de Cristo en la tierra; que él no era hombre ingrato a los beneficios recibidos, ni tenía odio debiendo tener amor, ni despreciaba a quien le quería, antes pagaba en la misma moneda, y aún daba más de lo que recibía. Ni le debían tener por tan flaco y de tan poco ánimo que con las artes de algunos, o engaños, se apartase de la verdadera amistad cuando estuviese ligada con verdaderos lazos.

     Que menos se le debía hacer cargo de la opresión de Italia y diminución de la dignidad apostólica; que era Dios testigo que nunca tal había intentado, ni aun pensado, antes había puesto todas sus fuerzas y cuidados para poner a Italia en quietud y libertad; y la Silla Apostólica (como protetor y defensor de ella) en su honra y dignidad. Y que pacificada la república cristiana, se volviesen las armas de todos contra los infieles.

     Que donde no había acto de opresión que hubiese hecho, no era justo presumir de él cosa en contrario, pues en las cosas dudosas, según el derecho, se ha de tener la mejor presunción, y no condenar a alguno por sospechas, si no es que haya evidentísima probanza, o cuando es tal la presunción que, por evidente, los derechos no piden probanza. Lo cual no tenía lugar en este caso, pues no sólo no le empecía presunción alguna de hecho o de derecho, pero estaba muy lejos cualquiera mácula que se pudiese sospechar o imaginar de su intención y obras. La cual voluntad, sincera y casta, no podían ofender la toma del Estado de Milán y el haberle ocupado su ejército, y de ello había procurado satisfacer a todos los que con sano juicio ponían los ojos en ello, y a Su Santidad respondería en particular, recontándole todo el hecho, no paliada y encubiertamente, sino con pura verdad, abierta y claramente, para que todos los que estuviesen sin pasión lo juzgasen. Y que si de esto Su Santidad se sentía, y decía haber sido agraviado y tener obligación a hacer lo que contra su natural y propria voluntad tanto era, como tomar las armas tan en deshonor suyo y del bien público de Italia, para defenderse y defender la justicia y libertad de sus tierras, le rogaba mucho que Su Santidad mirase con qué fundamento se moviese. Y si era lícito esto al oficio pastoral, si convenía que Su Santidad desenvainase la espada que Cristo mandó envainar, que es prohibido regularmente usar de ella, aun contra los enemigos de la fe; que considerase si resultaría de ello lo que convenía a su honra y público bien de Italia, o cuán provechoso sería a la justicia, libertad y quietud de Italia; que antes, por el contrario, se disminuiría la honra y autoridad del Sumo Pontífice. Y que se proceda tan injustamente con el protetor y defensor del Sumo Pontificado y se conturbe la república cristiana y estado de toda la Iglesia y se encienda un fuego que no pueda tan fácilmente apagarse.

     Que viese que, debilitándose las fuerzas de los cristianos, los enemigos infieles, como lobos robadores, poco a poco irían tragando el rebaño cristiano, y se daría ocasión para que cada día nazcan nuevos errores y prevalezcan más y más las nuevas dotrinas de los herejes, dañando la religión cristiana irreparablemente.

     Y en lo demás que protestaba Su Santidad en el exordio de su carta, que no hacía esto por causa de ofender a alguno, sino por amparar y conservar su honra y oficio; que era muy santa esta protestación si por el hecho contrario no pareciese ser fingida y de ningún efeto, y si se pusiera en solos términos de defenderse, sin pasar a cosas que notoriamente ofenden, o por lo menos dan ocasión de ofender, ¿cómo se aparejaban las armas para defenderse donde no había ofensor que ofenda la santidad del Pontífice ni su honra o dignidad? Antes si hubiese ofensor, con todo su ánimo y fuerzas procuraría ampararla y defenderla, no teniendo cosa tan antigua en su ánimo como era hacer aquellas cosas que pertenecen al oficio y que son proprias de un cristianísimo Emperador y de la dignidad imperial, y que si como Su Santidad protestaba era sólo su ánimo de defenderse, ¿por qué antes que aquella protestación saliese a luz y sus cartas viniesen a manos del Emperador intentó ofender el Estado de Milán, que es feudo del Sacro Imperio, apoderándose de la ciudad de Lodi, sacándola de la mano de sus gentes cuando estaban descuidados? Que ¿por qué sin preceder alguna amonestación o cortesía, acometió con sus gentes y fuerzas y de sus confederados al ejército que tenía en Milán? Que si esto era defensión, o, antes, manifiesta ofensa, aún los ciegos lo veían.

     Que Su Santidad para escaparse de esta nota urdía una gran tragedia, contando lo que hacía a su propósito y callando las cosas que tenían más verdad. Y tomándolo más de atrás, para que cada uno pudiese ver la sinceridad de su ánimo, si lo que Su Santidad siendo cardenal había hecho por él y por sus cosas, mirando bien en ello se conocía cierto que, en muriendo el Emperador Maximiliano, su abuelo paterno, de feliz recordación, habiendo él (siendo vivo) ganado las voluntades de los electores, para que él sucediese en el Imperio, y estando estrechamente ligado con el rey de Francia y por razón de estar desposado con su propria hija, de manera que le trataba como a hijo y que no se veía en él cosa indigna, ni ajena de un amor paternal, este tal se puso y movió del tal manera para conseguir el Imperio, que por diversas vías procuró inducir a los electores que le eligiesen; y que cuando a él no, fuese otro muy inferior, tanto, que antes fuese mandado que poder mandar, sólo por excluirle a él. Y no pudiendo salir con ello, venciendo la virtud de los electores, que ni por fuerza ni por miedo ni por otras artes pudieron ser movidos, unánimes y conformes le eligieron y nombraron Emperador. La cual eleción él no quiso aceptar sin que primero interviniese el consensu y autoridad del Pontífice, y que pudiese con su dispensación obtener el reino de Nápoles; en lo cual pareció claro cómo él no buscaba medios para disminuir la autoridad pontifical, antes se buscaban por sus contrarios para abatir y deshacer la del Sacro Imperio y derribarle y disminuir sus fuerzas, de lo que habían intentado con cartas y embajadores y otros varios tratos para que se defiriese y impidiese su coronación en Aquisgrán, y después, en la Dicta de Wormes, se diese por nula la eleción.

     De lo cual fué el agente y movedor Alberto Pío, con orden de Su Santidad, confederándose su tío, el papa León X, con el francés, para quitarle los reinos de Nápoles y Sicilia y dividir entre sí los potentados de Italia y usurpar su Imperio o deshacerle del todo. Lo cual se había sabido por cartas originales que se les habían cogido y él tenía en su poder.

     Y que, como el rey de Francia, fiado de la confederación y liga que había hecho, deseoso de ampliar los términos de su Estado, violando el concierto que con el primero había hecho, moviese sus armas contra las tierras de Flandes por Roberto de la Marca, y sus soldados y capitanes, que estaban en Italia, procurasen ocupar engañosamente las tierras de la Iglesia, como fué la ciudad de Rijoles. Y que entonces confesaba él que el Pontífice León, temeroso del francés y dudando de su fe, por orden de Su Santidad se había confederado y juntado con él antes que con el francés, por conservarse en la dignidad apostólica y restituir a la Iglesia lo que franceses habían ocupado, y también había restituido a Francisco Esforcia en su Estado, que el francés le tenía.

     Todo lo cual había hecho con tan buen ánimo y voluntad, posponiendo y olvidando las cosas pasadas, que en su deservicio y perjuicio de su dignidad había hecho, y que no pensaba haber hecho por orden de Su Santidad menos que dos grandes lumbreras del orbe, que para siempre le ilustrasen y redujesen a perpetua paz y quietud.

     Que fiado en esta concordia, juntando sus ejércitos con los de León X, como antes había dicho, yendo él por legado, se conquistaron y restituyeron para la Iglesia las ciudades de Parma y Plasencia, y a Francisco Esforcia en el Estado de Milán y otros lugares, con muertes de los que los tenían, por esfuerzo de los ilustres capitanes Próspero Colona y marqués de Pescara, y otros valientes capitanes y soldados de su ejército imperial, echando de todo punto a los enemigos de Italia. Que éstas eran las obras que, en tiempo de León, Su Santidad había hecho por él, las cuales no habían sido remuneradas como quiera, pues la Iglesia romana había aumentado con ellas su patrimonio, no sólo recuperando a Parma y Plasencia, sino también acrecentando los tributos y cargas en el reino de Nápoles para el Pontífice.

     Que a Su Santidad (que esto no se le decía por darle con ello en rostro) le había dado por su mera libertad diez mil ducados de pensión en el arzobispado de Toledo, y que llegando a lo que en tiempo de Adriano se había hecho por él, que Su Santidad mirase con cuántos disfavores el papa Adriano había recibido al cardenal Volterra, su émulo y enemigo capital, y con cuántas artes y medios había procurado quitarle la vida, y en qué manera pretendió excluirle de la administración de la república de Florencia. Y que asimismo sabía cómo había recibido y tomado a su carga la protección y amparo de sus cosas y de su familia, y de la misma república florentina, con aumento conocido de su estado y de todos sus sobrinos. Y el mismo Adriano, por su favor y respeto, no sólo había recibido en gracia a Su Santidad, pero le había favorecido tanto, que salió en todas sus cosas con cuanto quiso, hasta prender a su adversario, el cardenal Volterra, y le castigara ásperamente si no le sobreviniera la muerte, con la cual el Colegio de los Cardenales le sacó de la cárcel para la eleción del nuevo Pontífice.

     La cual hecha por medio y intercesión de los cardenales, alcanzó perdón de Su Santidad, con que murió en paz dentro de pocos días, si bien era verdad (y él confesaba) que viviendo Adriano y estando Su Santidad en su gracia, con su industria le había atraído a la concordia y liga que se llamó defensiva, con el cual medio, volviendo los franceses a entrar en Italia, y cercando a Milán, fueron vencidos y echados de Italia por el ejército de esta liga. Lo cual, si bien le había hecho y concluido en el pontificado de Su Santidad, pero había sido debajo de las banderas y gente de Adriano, y en virtud de la concordia y liga hecha en su tiempo, la cual Su Santidad (hecho ya otro hombre y puesto en nueva dignidad), despreciando la obra de sus manos, no la quiso aprobar ni confirmar, aunque no impidió la ejecución de la liga, en la cual estaban firmes los confederados, concurriendo con ellos los venecianos. Y si bien entonces faltaron las ayudas de la Iglesia, no por eso fué menos cierta la vitoria de los suyos, ni por eso dejaba de reconocer y estimar el favor que Su Santidad en aquella ocasión había hecho, y le daba muchas gracias y ofrecía servirle en la misma moneda; y con mayores fuerzas si caso se ofreciese, estaba aparejado como verdadero hijo a padre corresponder en todo sirviendo a la Iglesia. Del cual propósito jamás se apartó ni se apartaría, no se le ofreciendo impedimento que le embarazase sus fuerzas para defender sus tierras, y confesaba deber esto a Cristo, cuyas veces Su Santidad hacía en la tierra. Y al cargo que Su Santidad le hacía de la entrada que sus capitanes habían hecho en Francia, que había sido ocasión para que el rey viniese con poderoso ejército y tomase a Milán, le responde que él ni excusa ni condena aquella entrada; pero que no negaba que se hubiese hecho sin consultarle, porque no pudo dejar de dar su ejército al duque de Borbón, su deudo, para recuperar el Estado que por haberse pasado a su servicio se lo había quitado, porque fuera duro y al parecer inhumano, que siendo él su capitán general y haciendo sus veces en Italia, habiendo alcanzado vitoria del común enemigo y echado de allí los franceses, le negara sus armas vitoriosas, para recuperar los Estados que por su causa había perdido; principalmente, que de la entrada de su ejército en Francia parecía quedar más quieta y pacífica Italia, y libre de las insolencias y demasías que los soldados vitoriosos suelen usar.

     Pero sucedió la cosa al contrario de lo que pensaba, por ser tal la suerte de la guerra y la vitoria, que sólo Dios la da y no sucede siempre como se espera. Pero valió por lo menos la prudencia de los capitanes, su osadía y ánimo para volver el ejército con tiempo oportuno, sin pérdida, en Italia, a reprimir el ímpetu de los franceses y oponerse a sus intentos, que, según se tenía por relación de personas dignas de crédito, Su Santidad y ministros habían persuadido y incitado al francés para que acometiese semejante empresa y hiciese una guerra tan cruel en Italia. Pero favoreciendo el Altísimo su justicia y causa, fué vencido el rey con gran mortandad de los suyos, y cautivo, le fué llevado por su virrey de Nápoles, y después se le dió libertad, con las condiciones que Su Santidad sabía.

     Y que lo que Su Santidad se excusaba, que estando sus capitanes imperiales sin esperanza de poder defender aquel Estado, y aun con miedo de perder lo que era proprio, y Su Santidad en gran peligro, se había concertado por miedo y fuerza, y venido con los enemigos en las condiciones que él sabía, le responde: que él no podía saber los conciertos y condiciones en que habían venido, habiéndose tratado sin darle parte ni haberlas visto ni leído, ni mostrádose a sus ministros, si no es que hubiese de creer a lo que los franceses dicen, que era muy diferente de lo que Su Santidad decía.

     Y sobre esto dice el Emperador muchas razones, cargando al Papa del término doblado y cauteloso que en esta ocasión con él había tenido, pero con tanto respeto y moderación, que en nada parece quererle ofender, más de mostrar su inocencia y la culpa que Clemente tenía.

     Y al cargo que el Papa hacía al Emperador del cuidado que de sus cosas más que de las proprias había tenido, queriendo estorbar la entrada de los franceses en sus tierras, le responde que la devoción que con él tenía lo merecía, y era proprio oficio de Su Santidad, y así lo pedía la salud de la república cristiana, porque no se encendiese en ella algún gran fuego; si bien del efeto pareció haberse más determinado en el camino los franceses, por sacar dineros y artillería de las ciudades del Sacro Imperio, Luca y Sena, para hacer guerra a él y a su reino, y. para turbar el Estado de la ciudad de Sena y meter en ella tiranos que a su voluntad mudasen el Gobierno, para de todo punto apartarla de la devoción del Sacro Imperio, levantando gente en las tierras de la Iglesia, con los dineros que habían sacado por fuerza de las ciudades del Imperio, para entrar y acometer con mayor potencia las tierras de su reino, si Dios, por su misericordia, dándoles a sus capitanes la vitoria de Pavía, y preso el rey, no pusieran tanto temor en ellos, que ya no trataban de acometer, sino de su salud y huída.

     Y a lo que Su Santidad decía que si siguiera su amistad, no sólo se le ofrecían grandes premios, sino que luego se los daban, le pedía dijese qué razón, qué causa justa podía mover a Su Santidad para ayudar a un acometimiento semejante, contra su proprio feudatario, sin merecerlo. Pues estaba obligado, como señor del feudo, a defenderle y ampararle en él antes que dar entrada o juntarse con los invasores o acometedores, pues por la misma razón que un vasallo debe por causa del feudo servir al señor, así debe el señor amparar en el feudo al vasallo. Y por las mismas causas que el vasallo pierde el feudo, es privado el señor de la propriedad directa y directo dominio del feudo, por ser tal la naturaleza del feudo.

     Que era fácil acometer a un reino desapercibido y salteado y tomar parte de él. Pero que mirase Su Santidad si esto era lícito y convenía al oficio de pastor.

     Y a lo que Su Santidad decía, que luego que se alcanzó la vitoria de los franceses y fué preso el rey, cuando parecía que ya las contiendas eran acabadas, por quedar vencida la una de las partes, y él se podía sin sospecha llegar al Emperador, no sólo lo hizo, pero aún dió cien mil ducados, etcétera: confesaba que aquella vitoria le había quitado de toda contienda, y que sin sospecha de alguna codicia (la cual nunca él tuvo), se debía pensar, según razón, que se había de juntar con él, pues en ello estaba el bien de toda Italia, si el sembrador de la cizaña no ahogara este fruto. Pero negaba la condición que decía que se había puesto en el concierto de que habiendo alguna duda se le restituyesen los cien mil ducados que había dado a sus capitanes, pues constaba del progreso de aquella jornada lo contrario, ni parecía hacerse mención alguna de tal condición en el concierto.

     Y en lo que dijo que el marqués de Pescara por disgustos había tratado de alzarse con el reino de Nápoles en deservicio del Emperador, responde: que se maravillaba mucho de que Su Santidad dijese semejante cosa, que si bien otros lo habían escrito, nunca había dado crédito, ni agora lo creyera, si no lo viera firmado de su nombre, siendo la verdad, según parece, por cartas del marqués y por las confesiones de otros que aún vivían, que fueron sabidores y participantes desta traición. De las cuales consta manifiestamente que el marqués de Pescara, no descuidándose de su propria honra y conciencia, no sólo no tratase alguna cosa en deservicio y daño suyo, sino que fingió lo que no le pasaba por el pensamiento, para descubrir con indicios más verdaderos, y claros argumentos, el fuego que se iba encendiendo, cuyo humo había sentido; porque avisando de él pudiese ser apagado con tiempo. Y por esto había fingido estar descontento del Emperador, porque los contrarios, que urdían tal trama, le convidasen y atrayesen, y pudiese saber lo que se trazaba, y de todo punto entenderlo. Y así, llamado el marqués para entrar en esta tragedia, disimulando su ánimo se juntó con los autores de ella y dió muestras de consentir la traición.

     Y habiendo sabido los que estaban conjurados para acometer tal maldad, entendida de todo punto, y que Su Santidad era el principal autor de quien el marqués tuvo despacho enviado por su nuncio, en que debajo de la creencia de un cierto breve le ofrecía la investidura y posesión del reino de Nápoles si el marqués se pasase con los soldados, de quien él más se fiaba, a la parte de Su Santidad y de sus confederados, para que juntas las armas de los confederados con el ejército del rey de Francia, en que había gran número de suizos, y asimismo otras ayudas de los venecianos, tratasen de libertar al rey de Francia y sacarle por fuerza de la prisión, y que se levantasen todos los pueblos de Italia, a título de libertad, y de un golpe diesen en el ejército imperial y le acabasen, excluyéndole a él, no sólo del Estado de Milán, sino del reino de Nápoles y imperio de toda Italia; y demás de esto, que Su Santidad le privase y depusiese de la dignidad imperial. Y que pidió el marqués tiempo para consultar, si podía hacer tal cosa sin detrimento de su honra, ni incurrir en el crimen de la lesa majestad, y que él respondería dentro de quince días que pedía de término, para tener tiempo de avisarle, como lo hizo.

     Y para más disimularse el marqués, lo consultó con hombres dotos, y tuvo pareceres de Roma que le persuadían poderlo hacer lícitamente sin daño de su honra ni del juramento de fidelidad, ni incurrir en el crimen de la lesa majestad, y pasarse a la parte de Su Santidad, como de supremo señor de aquel reino, y recibir el feudo de su mano, principalmente estando de por medio su mandato, y que si esto es ansí como lo cuenta el marqués (que hasta que acabó la vida dijo y afirmó siempre de una manera) si eran tales los consejos y tratos que Su Santidad confesaba haber oído, viese con el ojo derecho de su entendimiento si son dignas tales marañas de un tan gran pastor, y qué fruto se podía sacar de ellas; cuál escándalo, cuántas alteraciones nacerían en la Iglesia de Dios y en toda la república cristiana.

     De esta manera va el Emperador cargando el Papa con palabras elegantes y razones que concluyen; le responde al cargo que hizo de que los capitanes imperiales tenían ocupado el Estado de Milán y cercado en el castillo a Francisco María Esforcia. Y a las quejas de la embajada que hizo el comendador Herrera, y a lo demás que dice, que desesperado de él era forzoso juntarse con otros príncipes, descargándose largamente el Emperador y diciendo la poca verdad que en estos cargos había, con un término cortés y elegante, y confesando que si tales cosas tuvieran verdad no se podía tener por dignas de un príncipe cristiano, sino condenarlas a los infiernos, va asimismo respondiendo a cada uno de estos cargos, satisfaciendo en todos.

     Y funda desde su principio el derecho que tenía al Estado de Milán, y que pudiéndole con justos títulos retener en sí, o darle a su hermano, el archiduque don Hernando, o a otro, no quiso sino a Francisco María Esforcia, por ser la persona que parecía más grata, y a satisfación de los milaneses de toda Italia; y que el tenerle cercado, que era lo que Su Santidad tanto lloraba, lo tenía bien merecido, por haber sido el movedor principal de los tratos que se habían traído con el marqués de Pescara, y que, como ingrato, merecía ser despojado de lo que con tanta liberalidad le había dado. Refiere los embustes, cautelas y casi traiciones que había urdido por medio de Jerónimo Morón, su consejero, como lo he referido tratando de la conquista de Milán; y el proceso, de esta causa, que es bien largo, está hoy día en el Archivo Real de Simancas.

     Y al cargo que el Pontífice hacía de que el Emperador había alterado las capitulaciones que el comendador Herrera, con pleno poder de Su Majestad había asentado con el Papa en Roma, quitando unas cosas y poniendo otras, a su voluntad, responde con razones bien justificadas y concluyentes.

     Finalmente, concluye ofreciendo su amistad, su hacienda y reinos, persona y vida, pidiendo al Pontífice se ponga en lo justo y se quite de pasiones, y vea el oficio que tiene, las obligaciones que trae, y que, pues puso Dios en su Iglesia las dos dignidades, pontifical y imperial, como dos lumbreras, para dar luz al mundo, no lo escureciesen eclipsándose la una a la otra, y esto dice con palabras tan católicas, elegantes y devotas (usando muy a propósito de lugares de la Escritura), que si no temiera cansar, los tradujera aquí al pie de la letra. Bástanos decir que se imprimieron en Alcalá, y se derramaron por la Cristiandad, y juzgaban de ellas según la pasión que cada uno tenía.



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- XIX -

Segunda carta al papa Clemente para el Emperador. -Carta del Emperador a la Congregación de cardenales: pide Concilio.

     Luego se arrepintió y conoció su cólera el papa Clemente, porque dos días después de haber escrito la carta que arriba dije, que fué a 23 de junio, escribió otra a 25 del mismo mes, para que el Emperador oyese y diese crédito a Baltasar Castilleón, su nuncio. En la cual carta de creencia, con palabras blandas y amorosas, le pide quiera oír los tratos de paz y amistad, pues de ellos había de resultar tanto bien a la Cristiandad. A la cual carta respondió el Emperador a 18 de septiembre, dándole gracias por verle con tan diferente ánimo del que había mostrado en la primera carta, y ofreciéndose al bien y paz universal de toda la Iglesia con razones católicas y dignas del ánimo cristianísimo que este príncipe siempre tuvo.

     Y a 6 de octubre de este año de mil y quinientos y veinte y seis, estando el Emperador en Granada, escribió otra carta al Senado o Colegio de los Cardenales, pidiéndoles encarecidamente que si el Pontífice negase o difiriese el Concilio general que se pedía, ellos lo señalasen o echasen, pues veían les peligros en que estaba la Iglesia, principalmente en las partes de Alemaña, con las novedades de las herejías y errores que allí se habían comenzado, y lo que él había hecho, y peligros en que se había puesto, no obstante la contradición y guerras que el rey de Francia y otros príncipes le habían hecho.

     Y porque esta carta no la impidiese el Papa, y se pudiese leer en el ayuntamiento de los cardenales, para que fuese notorio a todo el mundo el celo que deste bien el Emperador tenía, dió traza su embajador en Roma, como Alonso de las Cuevas, clérigo de la ciudad de Burgos, notario apostólico, diese esta carta cerrada y sellada al Colegio de los Cardenales, delante de los testigos, para que allí se leyese, como se hizo.



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- XX -

[Escribe el Emperador a los eletores.]

     Quiso demás desto el Emperador satisfacer a los príncipes y ciudades de Alemaña, porque sabía las trazas que sus enemigos traían para le desacreditar con ellos.

     Y último día de noviembre de este año de mil y quinientos y veinte y seis, estando aún en Granada despachó un correo con su carta para los eletores del Sacro Imperio, en que decía que entendía ser a todos muy notorio el ánimo que hasta entonces había tenido de la salud de la república, paz, quietud y tranquilidad, de manera que ninguna malicia de hombres podría por alguna parte ofender su nombre y honra, porque había sido siempre tal su ánimo, que no con palabras dobladas y ajenas de lo cierto (como algunos hacían), sino con la misma verdad las comprobaba, y eran notorias, no sólo a todos los del mundo, sino delante de Dios que sabe los corazones de los hombres, que por no referir cosas pasadas, diría solamente cómo no haciendo caso del interés ni propria gloria, antes deseando muy de corazón la salud de la república particularmente la quietud de Alemaña, había hecho tantas y tan buenas obras al rey de Francia, que, como era notorio, con justo título había tenido preso después de haberle recibido en estos sus reinos de España con toda benignidad y clemencia, siendo tratado por los naturales con grandísima honra, tanto, que no parecía ser cautivo, ni haber sido vencido en la batalla de Pavía, sino antes sido el vencedor.

     Que siendo enemigo, le había dado por mujer su propria hermana mayor, y segunda en la sucesión de tantos reinos, para hacerle de enemigo hermano o cuñado. Que siendo tenido, al juicio de todos, por conturbador de la quietud cristiana había partido con él la gloria de la salud común. Que teniendo usurpados muchos Estados y tierras, así de los reyes de España, sus predecesores, como de los duques de Borgoña, ocupándolos con violencia y fuerza, contra razón y derecho, le había cedido la acción que a ellos tenía, pidiendo sólo lo que fuera de perder su honor y diminución de dignidad, e incurrir en indignación de los suyos, no pudo perdonar. Y que él mismo, no rogado, ni pidiéndoselo (si con razón usa del título Cristianísimo), debía restituir. Y que cargado de tales beneficios, había restituído un rey cautivo a su libre y real dignidad; si bien muchos se lo disuadían, que fiaban poco de su palabra, dándole libertad para ir a Francia; queriendo más experimentar su fe y perder con él de su derecho, que no que se le pudiesen imputar en alguna manera los males que acaso podían suceder en la Cristiandad. Y cuando aparejaba para pasar en Italia, como entre los dos estaba concertado, y sus armas contra los enemigos de nuestra religión, con las cuales pudiese defender a Hungría y lanzar de ella los contrarios, faltando en su fe y palabra, se aparejaba para hacerle una cruel guerra, confederándose con el Pontífice romano y otros potentados de Italia, haciendo entre sí una liga que llamaron ofensiva y defensiva, partiendo y dividiendo entre sí el reino de Nápoles. Y cuando el uno con vanas promesas aseguraba de cumplir lo que había prometido, y el otro (que era el Pontífice) le incitaba a la defensa de Hungría, para con este ardid cogerle y acometerle descuidado, y que acometieron de esta manera como crueles enemigos las tierras suyas y del Sacro Imperio, sin tener respeto ni consideración de su amor y amistad, ni de la salud de la república cristiana y de nuestra religión. Los cuales intentos y malos fines, no le sucediendo (por justo juicio de Dios) como pensaba, no contento el rey de Francia de contender con él (usando de las armas), quería ofenderle con palabras, estampándolas con su real privilegio, y enviándolas por todas partes, sin temer ni reparar que en sus obras se veía la falsedad de sus palabras. Y si bien contra su voluntad se le había respondido bastantemente a una apología, o por mejor decir, invectiva, satisfaciendo en diversas lenguas, a lo que decía, no consintió, antes mandó expresamente que no se imprimiese en alguna parte de sus reinos ni Estados, queriendo más vencerle con virtud que con sus denuestos, esperando que con su modestia reprimiría su demasía.

     Pero agora, habiendo llegado a estas partes un tanto de las cartas que el dicho rey les había escrito, con ocasión de las que a él le habían escrito, pidiéndole paso para que sus embajadores pudiesen ir y venir por sus tierras de Alemaña a España, veía en ellas que el rey de Francia hablaba palabras pesadas y descompuestas contra él y la dignidad y honor suyo. Y que con todo eso, era tal su ánimo, que en tiempos tan turbados y dificultosos deseaba más hacer la causa común que la propria particular. Pero por que no pareciese que con el mucho callar hacía verdaderas las criminaciones y injurias que los enemigos decían, de fuerza o de grado había de mostrar la verdad a todos y dar razón de sus acciones; que por eso les enviaba, juntamente con esta carta, aquella apología, o por mejor decir invectiva, con la refutación que en su justificación se había hecho, para que mejor entendiesen con qué derecho o con qué razón quería el francés excusarse de la fe y juramento en que había faltado; y con qué título y verdad pueda decir que ama la paz, y que ofreció medios honestos de ella, pues que no sólo no quiso estar en los que se habían capitulado, sino que, contra la palabra que de todas maneras dió, habiendo hecho la liga ofensiva, cuyo traslado también iba con ésta, con mano armada le entraba sus tierras. Y que podían ver con cuánto afecto respetó la república cristiana y el ornamento de nuestra religión y gloria del nombre de Cristo, pues en oyendo que el Turco había entrado con poderoso ejército contra el reino de Hungría, luego el francés le movió guerra y le forzó a detener las armas que había juntado para ir a la defensa de Hungría dentro en sus tierras, para defender sus súbditos. Por lo cual sucedió con grandísima ignominia del nombre cristiano, que el común enemigo saliese con lo que quería, sujetando aquel firmísimo muro de la religión a su imperio y señorío, muriendo el rey en edad floreciente, cautivos y desterrados los cristianos de sus proprias casas, profanando los templos, derramada tanta sangre de sus inocentes, lo cual él no podía referir sin muchas lágrimas y con sentimiento del alma. Y habiendo sido el francés causa de estas y otras calamidades y infortunios de la república, predicaba agora que sentía mucho estos males, como si se hubiera de dar mayor crédito a sus palabras que a las proprias obras y ojos de cada uno. Y que entendía haber el de Francia escrito aquellas cosas con ánimo de querer cerrar las bocas de los que afirman (después que se le cogieron unas cartas) que por su causa y por su consejo acometió el Turco con tanto ímpetu a Hungría.

     Pero que dejando lo que otros decían (dice) y viniendo a las cartas del rey, escritas con tan fingido y disimulado color de sentimiento, si tanto temía el peligro de la religión cristiana, si deseaba la salud de la república, si la espada que se había de sacar contra los enemigos de la fe, si las fuerzas que se habían de volver en ellos; si tan mal le parecía que se derramase la sangre cristiana, y entre sí se consumiesen sus ejércitos, ¿por qué él mismo, con nuevos movimientos de guerra, quiso poner la república en tanto peligro? ¿Por qué estando en paz la turbó? ¿Por qué acometió con mano armada sus tierras y quiso dar principio a su reino con derramamientos de sangre? ¿Por qué quiso tantas veces con sus marañas y malos tratos embarazarle, para no poder defender sus súbditos contra los enemigos de la religión, siendo sus tratos ajenos de la salud común? ¿Y que por qué, tantas veces vencido, favoreciendo la Divina justicia su causa, quiso experimentar diversas suertes de fortuna adversa, con efusión de la sangre cristiana, más que tener respeto a la gloria de Cristo y mirar por su propria honra y dignidad?

     Que si bien estas cosas eran notorias a todos, no mirando si era falso o verdadero lo que decía, procuraba echarle a él toda la culpa, diciendo que a costa de sangre humana pretendía un palmo de tierra. Que era así por cierto, que por un breve término de tierra, que era el ducado de Borgoña, había dado libertad a un rey tan grande, el cual nunca él pidiera, si no fuera por ser tan claro el derecho que a él tenía, como constaba claramente de la respuesta dada a la apología de los franceses. Y que el no hacer caso de él, parecía antes cortedad de ánimo, que religión o liberalidad.

     Que aunque el mismo rey, así en el concierto de Madrid como fuera de él, con sus proprias palabras dichas por su boca, y confirmadas con juramento, hubiese prometido de restituirlo; y demás desto, libre ya en su reino, muchas veces con palabras y cartas firmadas de su propria mano, que le había escrito, prometiese de cumplir todo lo contenido en la dicha concordia; después, mudando parecer, no quiso hacer la restitución.

     Y que no por eso el Emperador había tratado de satisfacerse de esta injuria y quebrantamiento de palabra y concordia. Ni quiso tocarle a sus tierras, ni con nuevos movimientos perturbar la paz pública, sino con cartas y embajadas hizo solicitar su endurecido corazón, para que cumpliese lo que había prometido. Que cuando no quisiese tener consideración a la república, la tuviese a su honra y dignidad. Pero él, queriendo más poner la república cristiana en manifiesto peligro, olvidándose de su palabra y juramento, fué causa de que sucediesen los males que dice. Y demás de esto, era vergüenza suya decir tan falsamente que muchas veces había protestado por la religión cristiana y la paz, y usa de las mismas palabras con que diversas veces se le había pedido, que no quisiese violar su fe, faltando en lo que había jurado. Por lo cual, con varias dilaciones se gastaba en vano el tiempo, y las tierras de los cristianos se destruían, las ciudades se asolaban, crecían los incendios, las muertes se multiplicaban, los términos de los infieles se dilataban, sus fuerzas se augmentaban cada día. Y esto era lo que la república cristiana debía al rey de Francia, que se gloriaba de tener su reino en medio de la Cristiandad, seguro y libre de semejantes incendios y peligros, y él lo conturbaba todo, sin dejar vivir a alguno en paz, procurando que las armas que se habían de usar contra los turcos, se convirtiesen sobre su cabeza; y que prendía los correos que iban con despachos en servicio de la república cristiana, y contaba entre sus triunfos la entrada de los turcos en el reino de su cuñado el rey Luis, contentándose y pareciéndole le bastaba que los suyos le llamasen Cristianísimo. Que solenizaba la miserable suerte del rey Luis su cuñado, que dió su vida por la fe, por la religión, por su patria, por la gloria de Dios y den Jesucristo su Hijo, siendo él llamado a otro más feliz reino, dejó loable nombre y perpetua memoria de escogido príncipe, valiente y magnánimo, porque el morir por Cristo, es suerte que debe parecer a cualquier hombre de sano entendimiento, no miserable, sino felicísima.

     Y el mismo rey de Francia podía bien decir cuánto más miserable era su propria suerte, y que él cierto quisiera más trocar la suya con el húngaro que con el francés. Aunque indiscretamente repetía tantas veces, que quiere tentarlo todo, procurando la paz de la república cristiana.

     Y que si la deseaba, ¿quién le provocaba a la guerra? ¿Qué enemigos le entraban las tierras? ¿Quién le desafiaba? ¿Quién era el que deseaba mover la mata que de sí echaba tan mal olor? Que si deseaba cobrar los hijos que había dado en rehenes, ¿por qué no guardaba las leyes que se le habían puesto? Y si le era imposible, como decía, ¿por qué siendo posible no se volvía a la prisión, como había prometido? Que se hallaría cierto muy deseoso de la salud pública y de las cosas de su honor.

     Pero que si quería continuar las armas, ¿había de ser él tan negligente y sin cuidado de su honor que tenía de permitir que se encarnizase un enemigo en el rebaño que Dios le había encomendado? Y que así la amonestación y protestación que el francés quería que se le hiciese, se debía hacer a él con más razón; pero que se avergonzaba cierto, usar de tantas palabras respondiendo a semejantes niñerías y vanas fábulas.

     Que si estaba apartado de todo peligro y dentro de los términos de su reino, y gozaba de la dulce paz y grata quietud, que ninguna envidia le tenía de aquesta felicidad, antes muy de ánimo se holgaba de ella, y holgaría mucho más si gozando él de tal quietud, permitiese que sus vecinos viviesen en paz, y no sembrar en tantas partes la guerra, turbando todas las cosas con repentinos acometimientos.

     Que aunque estas cosas eran a todos muy notorias, de manera que no tenía necesidad de comprobación, pero con todo se las había querido escribir, porque no hubiese quien diese crédito a semejantes burlerías; y porque palabras tan descompuestas no tuviesen lugar para poder ofender su clara fama, y para que supiesen cómo el mismo rey de Francia había sido causa de embarazarle la jornada que los días pasados les había escrito que quería hacer. Pero que esperaba con el favor de Dios disponer sus cosas de tal manera, que si bien el rey porfiase, quedando sus intentos frustrados y vencidos, satisfaría cumplidamente a todos del deseo que tenía de hacer bien a la república y limpiar y dilatar la religión cristiana.

     Que para esto tenía convocadas Cortes en Valladolid a los 20 de enero, para donde él ya caminaba, y allí trataría de enviar con toda brevedad la gente y ayuda que pudiese en Alemaña, con la cual pensaba, no sólo defenderla, sino quebrantar y reprimir el ímpetu de los enemigos, Y apartarlos lejos de las cervices de los cristianos; porque conmovidos y indignados los ánimos de los españoles con tal injuria, de su propria voluntad le habían ofrecido sus fuerzas, riquezas y propria sangre, y le instaban a que hiciese esta jornada, por la cual, pareciendo convenir, prometía no tanto sus reinos y dominios todos, sino su persona y su sangre, y ofrecía a Cristo, Dios bueno y poderoso, su propria vida y alma. Y que si ayudándole Dios en este tiempo, el rey de Francia mudase propósito y quisiese volver a su amistad, procuraría, sin duda, muy de corazón, todo lo que fuese de su provecho, honra y dignidad; y liberalmente le perdonaría esta injuria y perdería con él de su proprio derecho, para que quitadas estas contiendas, con las fuerzas y armas juntas, pudiesen fácilmente vencer los enemigos y echarlos de sus tierras, o, si Dios quisiese, reducirlos al rebaño de Cristo.

     Y demás de esto, dice el Emperador a estos príncipes que bien sabían las artes y sutilezas de los franceses, que por hacer su negocio no cesaban de sembrar discordias; y que era suyo no fiar más en sus promesas para que entiendan cuán sin fruto solicitaban los ánimos de tan grandes príncipes.

     Con esto acaba el Emperador su carta hecha en el tiempo que dije; y dice ser el año octavo de su Imperio romano.



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- XXI -

Movimientos de guerra generales contra el Emperador.

     En este tiempo, el príncipe de Bearne, que se llamaba rey de Navarra, con favor y ayuda del rey de Francia comenzó a hacer gente, diciendo que quería venir a cobrar su reino.

     Por la parte de Italia estaban los enemigos que he dicho, y tan poderosos, que llegaba su campo a sesenta mil combatientes. El de Ingalaterra amenazaba con rabia. Lo cual todo no tomó al Emperador tan apercibido como convenía, para ofender y defenderse de tantos, porque su fin y pensamientos habían siempre sido de paz. Solamente tenía en Lombardía el ejército ordinario, del cual una buena parte, que eran tres mil alemanes, estaban ocupados en Milán, y los que restaban, con la paz y el tiempo se habían menoscabado mucho, y demás de esto, cansados y indignados los ciudadanos de Milán por los agravios que habían recibido, y ver al duque su señor tan mal tratado, con el aliento de la liga, estaban alborotados, y aun levantados, sino que la necesidad de no poder más los hacía estar quedos con muy buenos deseos de que el duque con los de la liga viniesen a vengar sus injurias.

     Viendo el Emperador lo que en Italia pasaba, y que ya todo iba tan de rota que no bastaba razón para llevarlo sino por armas, y que su ejército estaba flaco y deshecho en Italia, y el poder de los enemigos era grande, determinó escribir al infante su hermano que levantase algunos alemanes, y los enviase a Italia, si bien el rey Francisco, por divertir al Emperador, mandó hacer mucha gente y enviarla al príncipe de Bearne, con voz de que quería conquistar a Navarra; y en la Picardía, que es tierra que confina con Flandes en la raya de Francia, mandó hacer otros acometimientos que inquietaron aquellas fronteras.



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- XXII -

Van contra Cremona los de la liga. -Combaten a Cremona. -Ríndese Cremona al campo de la liga.

     Andaba, como dije, en el campo de los de la liga el duque de Milán, Francisco Esforcia, y con su acuerdo y voluntad, el duque de Urbino acordó de enviar sobre la ciudad de Cremona, cuyo castillo aún estaba por Esforcia, a la defensa de la cual estaban mil y quinientos alemanes y ochocientos españoles, y ciertos caballos ligeros de los de Nápoles, con algunas compañías de italianos.

     Encomendóse esta jornada a Malatesta Vallon, general de la infantería de venecianos, y con él a Julio Manfredonio, capitán de gente de armas, los cuales con buena parte del campo y mucha artillería, se partieron para allá, quedando el duque de Urbino con la otra parte del ejército en una villeta cerca de Milán, por conservar la reputación de que estaban sobre ella y por quitar los bastimentos a los españoles.

     Llegados a Cremona los dichos capitanes, pusieron luego el cerco sobre ella, y con mucho ánimo y diligencia le dieron la batería, y después la batalla; pero los cercados lo hicieron tan valientemente, dos veces que fueron acometidos, que matando gran número de los que acometieron, los forzaron a retirarse más que de paso, quedando muertos el Julio Manfredonio y Alejandro Marcelo, y otros principales capitanes venecianos, de lo cual quedaron tan mal parados y deshechos, que no se atrevieron a acometerlos otra vez.

     Avisado de esto el duque de Urbino, y teniendo este hecho por muy importante, movió luego con todo su campo y púsose sobre Cremona, apretándola tanto con baterías y combates, que si bien los capitanes alemanes hicieron todo su poder por defenderla, fueron puestos en tal necesidad, que hubieron de venir a tratar de medios para entregarse. Y así, se concertaron que dentro de diez días que se cumplieron a tantos de setiembre, si no fuesen socorridos, entregarían la ciudad, con tal condición, que a todos los que dentro estaban, así alemanes como españoles, los dejasen salir libres con sus ropas, y armas, y banderas tendidas, tocando sus atambores. Lo cual se cumplió después de pasado el término, y hubieron los de la liga la ciudad de Cremona para el duque Esforcia.

     Y habiéndola entregado al duque, se tornaron a poner en los lugares que antes estaban en torno de Milán.

     En los días que duró este cerco pasaron en él muy grandes cosas y hechos de armas, así en las escaramuzas como en los combates, los cuales no puedo contar por menudo, por lo mucho que hay que decir en este año. Diré de lo que en estos días sucedió en Sena, por que comencemos a dar noticia de esta república, que adelante dará bien que contar por lo mucho que dió que hacer a los imperiales.



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- XXIII -

Entrada de don Hugo de Moncada en Roma. -Encuentro del Papa con los Colonas. -Don Hugo de Moncada entra en Roma, y el Papa huye. -El Papa, apretado, se concierta con don Hugo. -Engaño del Jovio. -Capítulos en que el Papa y el Emperador no se concertaban.

     Andaban muchos de los vecinos de la ciudad de Sena desterrados, por los bandos y discordias que entre los ciudadanos naturales había.

     Y estando la ciudad en paz debajo de la obediencia y gobierno del Emperador, estos forajidos, pareciéndoles buena la ocasión con la guerra de Lombardía y liga que había contra el Emperador, pidieron favor al Papa y florentines para entrar en su tierra, y ellos se lo dieron.

     Tomando, pues, por capitanes a los condes de Gangiulera y Petiliano, hicieron ejército de más de seis mil hombres, con el cual fueron sobre las tierras de Sena, y después sobre la misma ciudad, y tuviéronla cercada muchos días. En la cual guerra, así de cerco como de correrías, pasaron señalados trances de armas. Hubo muertes de personas señaladas, quemas y robos, y otros grandes daños, combates y escaramuzas.

     Finalmente, paró por entonces en que un día los cercados salieron y dieron súbitamente en el campo de sus enemigos, y los rompieron y desbarataron, matando muchos dellos, con que la ciudad quedó, libre por entonces.

     Dicho queda el camino o embajada que el Emperador encomendó a don Hugo de Moncada desde España a Roma.

     Llegado que fué en Italia, hallando ya la liga hecha contra el Emperador, comunicó con los capitanes imperiales en Milán lo que convenía hacer, y pasó adelante, si bien con peligro, derecho a Roma.

     Como halló las cosas todas turbadas, y que el duque de Sesa, embajador del Emperador, se había salido de la corte romana, desesperado de la paz con el Pontífice, sin embargo de los buenos cumplimientos y partidos que de parte del Emperador le había ofrecido, haciéndole las salvas posibles; pero como nada aprovechase, don Hugo salió de Roma y fué a Nápoles, y la guerra se rompió por Lombardía, como está dicho.

     Luego comenzó el Papa a perseguir los coloneses, porque tenían la voz del Emperador, y hizo gente en Roma y su comarca, en que pasaron muchas cosas y tratos entre ellos. Lo cual visto por don Hugo, y sabido cómo ya el ejército de la liga, después de haber estado sobre Milán, iban a cercar a Cremona (como arriba dije), con intento y pensamiento de que el Papa hiciese por fuerza y temor lo que por tratos y ruegos no había querido, y por divertir la guerra de Lombardía, quiso metérsela dentro de las puertas de su casa.

     Era el cardenal Pompeyo Colona tan verdadero servidor del Emperador, que en ninguna manera podía sufrir que el Papa se hubiese confederado contra él, y si bien al cardenal se le ofrecían hartas dificultades, él se concertó con don Hugo de Moncada y con Carlos de Lanoy, virrey de Nápoles, para hacer guerra al Papa y echarle de Roma, y aun prenderlo, y ponerle en tanta necesidad que le fuese forzado salir de la liga que había hecho, que todo se hizo.

     Y para poder el cardenal hacer esto y valerse de los imperiales, fingió estar tocado de la gota, y fuése a tener el invierno a Tusculano. Juntóse con el duque de Sesa y con don Hugo de Moncada, los cuales todos comenzaron secretamente de aparejarse para saltear al Papa. Juntaron hasta mil y quinientos infantes, que los más eran españoles, y mil y quinientos caballos de los de Nápoles, y de los coloneses.

     Partiendo con esta gente la vuelta de Roma, echando corredores delante que tomasen y atajasen los caminos, diéronse tan buena maña y diligencia, que antes que el Papa pudiese ser avisado del camino que traían o llevaban, llegaron a Roma un día en amaneciendo, y en entrando por la puerta de San Juan de Latrán, sin que nadie se lo defendiese, entraron en la ciudad con la gente en orden, de a pie y de a caballo, apellidando «Libertad, libertad», y pregonando que ningún viejo tuviese temor.

     Y como luego avisasen al Papa, con el miedo y turbación que se puede pensar, salió huyendo de su palacio con los cardenales y otros perlados y cortesanos que con él se hallaron y habían acudido al rebato, y fuése a meter en el castillo de San Angel, por un pasadizo que va del mesmo palacio al castillo.

     Don Hugo de Moncada pasó adelante con su gente y banderas tendidas, por medio de Roma, y atravesando el río se apoderó de todo el burgo llamado Vaticano, y del palacio sacro, al cual los soldados, contra la voluntad de don Hugo, y sin poderlo resistir, robaron y saquearon, y lo mismo hicieron en San Pedro y en gran parte del burgo.

     Viéndose el Papa tan apretado y afligido, parecióle que no tenía en el castillo bastimento para sufrir el cerco, aunque fuese de pocos días. Y si bien decía don Hugo que su venida no era para más que para hacer que el Pontífice fuese amigo del Emperador y se apartase de la liga, el Pontífice envió a pedirle con grandísima instancia y promesas que le quisiese hablar, y don Hugo vino en ello, dándole el Papa en rehenes y seguridad unos sus sobrinos.

     Y así, se hablaron y pasaron entre los dos largas pláticas, descargándose el Papa de las cosas pasadas, y don Hugo disculpándose por lo que agora se había hecho, diciendo que forzado y deseoso de la paz había venido a ello.

     Finalmente, se concertaron de esta manera: que el Papa y el Emperador tuviesen treguas por cuatro meses; que se retirase el ejército que tenía en Lombardía; que perdonase a todos los coloneses; que don Hugo sacase luego la gente de Roma, y se tornasen al reino de Nápoles.

     En esto se detuvieron dos días, y los coloneses quedaron poco contentos, porque se temían que ida la gente, había de proceder el Papa contra ellos. Don Hugo salió de Roma sin hacer otro daño ni fuerza en ella, y dejando a los coloneses su gente, se fué a Nápoles con la demás.

     Pasó esto en fin de agosto, al tiempo que Cremona estaba para se entregar (como ya está dicho), y aunque todo esto se hizo sin orden ni consulta del Emperador, ni hubo tiempo de podérselo consultar, el Emperador aprobó la paz y treguas que don Hugo había hecho con el Papa, la cual él no cumplió, y le costó caro.

     En estos días murió en Roma, de su enfermedad, don Luis de Córdova, duque de Sessa, embajador de España.

     Dice Jovio, por calumniar, como suele, los hechos del Emperador, que cuando don Hugo entró en Roma estaban hechas treguas con los Colonas; y es falso: porque las treguas se hicieron con Vespasiano y Ascanio Colona, pero no por el cardenal, antes requiriéndole el Papa constantemente, no quiso entrar en ellas, ni tampoco don Hugo de Moncada, que había muy poco tiempo que era vuelto de España, y traído al Papa despachos del Emperador, en que le ofrecía todos los capítulos sobre que estaba descontento, otorgándoselos el César conforme a la pretensión que tenía; los cuales, como dije, había primero enviado con el comendador Herrera y no se habían concluido.

     Y agora traía esta conclusión don Hugo en los puntos sobre que estaban desacordados, que, entre otros, eran cuatro los principales. El uno sobre la distribución de la sal en el ducado de Milán, cosa muy reñida de tiempo antiguo, y de mucho interés, que los duques de Milán pretendían que era suya, y el Emperador, como señor del feudo, lo defendía, y porque el duque de Milán lo había dado al archiduque de Austria su hermano, por la gente que había enviado a la guerra de Pavía.

     El segundo era del hecho de las ciudades de Módena y Razo, que el Papa decía que la Iglesia estaba despojada dellas, y sin embargo de que el duque de Ferrara, que las poseía, alegaba otro nuevo despojo hecho a él primero, quería el Papa que el Emperador y su campo le concediesen el útil dominio, el de Ferrara lo defendiese, como cosa del feudo imperial.

     La tercera pretensión del Papa era la libertad de Esforcia, aunque hubiese cometido la traición y crimen laesae majestatis.

     La cuarta carta era cerca de una pragmática del reino de Nápoles sobre los beneficios de extranjeros y otras cosas que el Papa pretendía que eran contra la libertad de la Iglesia.

     Llegado don Hugo con estos despachos y ofrecimientos posibles, respondió el Pontífice que ya era tarde, porque había firmado y ratificado la capitulación con los confederados, y que no se podía apartar della; y por esto don Hugo y el cardenal Colona, haciendo gente con mucho secreto dentro en Roma, y en la comarca della, la juntaron cerca de San Juan de Latrán, en aquella ciudad, y hicieron aquel hecho que tan mal pareció, y no se saqueó sino parte del palacio, y al Papa se le dijo con toda reverencia que no se hacía aquello para más de forzarle a que no fuese contra el Emperador.

     Y así se concertaron entre él y los cercadores treguas por cuatro meses, y que la gente de guerra que tenía en Lombardía con los confederados la retirase desta parte del río Po, y para lo uno y lo otro dió rehenes, y con esto se salieron don Hugo y el cardenal Colona de Roma, y todo quedó pacífico en una tarde y otro solo día, y esto es lo que Jovio tanto agrava y acrimina.



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- XXIV -

Lo que hizo el Papa contra los coloneses. -Campo del virrey de Nápoles y Colonas contra el Papa. -Suspenden las armas por ser invierno.

     El hecho pasado de don Hugo y los demás fué tenido por atrevido y casi temerario; él no sirvió de más que indignar al Papa más de lo que estaba, porque fué así. Que como se vió libre de don Hugo, mostró que quería guardar la tregua y paz que había asentado, y envió a retirar el ejército de Lombardía de la otra parte del Po hacia Roma y que aposentase en Parma. Y mandó venir de él para Roma dos mil suizos y siete banderas de infantería que había tenido Joanin de Médicis, su sobrino, en la guerra de Milán, y lo más de la gente de a caballo. Y demás desto nombró a otros capitanes y mandó levantar cuatro mil hombres.

     Juntas estas gentes, luego procedió al descubierto contra los coloneses y sus tierras. Y con haber sido perdonados en el concierto que hizo con don Hugo, les hizo tan dura y tan cruel guerra, que en pocos días fueron quemadas y destruídas catorce villas.

     Y procedió contra el cardenal Pompeyo Colona, y lo descomulgó y privó del título y dignidad.

     Y llevaba camino de hacer mayores daños, y destruirlos si pudiera, si no llegara a este tiempo el virrey de Nápoles con Hernando de Alarcón en el puerto de Gaeta, en el reino de Nápoles, con treinta naves y siete mil españoles y alemanes en ellas, aunque se encontró en el camino con todas las galeras del Papa y rey de Francia (como dije y diré), y le hicieron algún daño; pero refrescando el tiempo se salvó.

     Como el Papa supo la venida desta gente, mandó luego recoger los suyos a la comarca de Roma, y los coloneses tuvieron esfuerzo para se rehacer y defender mejor, ayudándose del favor del virrey; al cual pareció que era justo dárselo, por lo que por ser devotos del Emperador habían padecido.

     Y sacada su artillería con los demás que del reino y coloneses habían juntado, formó su campo y partió a hacer guerra a las tierras del Papa.      Juntó el virrey su gente con la de don Hugo, y se hizo un campo de veinte mil hombres, y luego tomó el camino para Roma; y el Papa, temiendo que iban contra él, se salió de Roma.

     Monsieur de Borbón estaba en Milán con quince mil hombres; los florentines le temían, y enviáronle a suplicar los tomase y recibiese debajo de su amparo, y le ofrecieron quinientos mil ducados. El no quería sin licencia y mandato del Emperador; esperaba que le diesen un millón de ducados, porque, de otra manera, amenazó que saquearía a Florencia sin duda alguna.

     El Papa de nuevo acrecentó su ejército, en el cual estaba el cardenal Tribulcio, grande enemigo de españoles, y venían en él capitanes señalados, algunos de la gente de armas, y se comenzó una muy reñida guerra entre ellos.

     El virrey, saliendo de los términos del reino de Nápoles, se fué a poner sobre una tierra y castillo fuerte llamado Fronsobona, el cual estaba proveído de gente y artillería bastantemente. Y habiéndolo batido con su artillería, vino el campo del Papa a lo socorrer con tan buen orden y tan poderoso, que al virrey le pareció que no debía esperarlo allí, y alzándose de sobre él, se retiró a un lugar llamado Castro, y fué su retirada con tan buena manera, que escapó de recibir daño, y los del Papa socorrieron a Fronsobona, y el virrey, dejando fortificado y proveído a Castro, se pasó a Esperano, que es en la raya y término del reino de Nápoles y tierra de Roma, donde se afirmó su campo.

     Y pasando adelante el del Papa, se alojó en otro lugar llamado Posea, a cinco o seis millas de allí, en los cuales lugares, por ser ya el comienzo del invierno y fin de noviembre, pararon ambos campos, fortificándose y proveyéndose cada uno contra el otro lo más que podía, y pasaron grandes trabajos y necesidades, haciéndose la guerra con correrías, escaramuzas y rebatos, en que había bien que escribir, si otras cosas dieran lugar.



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- XXV -

Cómo andaba la guerra en Lombardía. -El duque de Urbino quiere estorbar el paso a los alemanes imperiales. -Muere Joanín de Médicis. -Tratan los imperiales de juntarse y arde vivamente la guerra en toda Italia. -Los príncipes de Francia se ponen en Pedraza con rigor y cuidado.

     Estando, pues, las cosas en estos términos, lo que en Lombardía pasaba es que retraído el campo del Papa de sobre Milán, y de la otra parte del Po hacia Roma, como tengo dicho, en manera de cumplimiento de la paz con don Hugo de Moncada, dentro de pocos días hicieron lo mismo el campo francés y venecianos; porque teniendo nueva que doce mil alemanes que el Emperador había mandado venir a Italia eran ya llegados y venían con alguna caballería, cuyo capitán general era Jorge Frondespergo, que en los años pasados lo había sido de la otra gente, y era un muy valiente y sabio capitán, el duque de Urbino con el ejército veneciano acordó acercarse a las tierras de la señoría para amparo dellas; y el marqués de Saluzo se pasó con el francés a la ribera del río Ada, con fin de estorbar y inquietar a los imperiales que estaban en Milán, y estorbar el paso a Jorge Frondespergo, que por servir al Emperador había ya levantado con su dinero los doce mil infantes y quinientos caballos, el cual venía ya por Trento en el mes de noviembre.

     Sabiendo, pues, el duque de Urbino que los alemanes eran ya llegados a tierra de Mantua y parecía iban encaminados a pasar el Po la vía de la ciudad de Parma, él se determinó acercarse a ellos, pensando poderles estorbar el paso, y haciéndolo así, ayudado y acompañado de Juan de Médicis, con su caballería, con la más gente suelta del campo, trabó con ellos muy recias escaramuzas, en una de las cuales, al paso del río Mincio (o Burgofortum), fué herido Juan de Médicis de una bala, de la cual murió en Mantua, no habiendo cumplido treinta años de edad, en el cual perdieron los de la liga un buen capitán.

     Pero al fin, a pesar del duque de Urbino, Jorge Frondespergo con sus alemanes pasó el río Po, y caminó hasta Florey, en la comarca de Plasencia y Parma, donde se alojó, siendo ayudado y favorecido del duque de Ferrara con artillería, municiones y bastimentos.

     Habiéndose puesto los alemanes donde convenía, el duque de Borbón y los capitanes imperiales se comenzaron a poner en orden para salir con sus gentes en campo a se juntar con ellos y hacer los efetos que veremos.

     Y cada una de las partes procuró ponerse en los lugares donde más daño pudiese hacer a su enemigo. De manera que la guerra ardía con grande furia por toda Italia y Lombardía, la cual el Emperador había suspendido, entreteniendo de varias maneras con esperanzas de paz al Pontífice, al rey de Inglaterra y al de Francia; mas cuando se vió superior a ellos, declaró que no alzaría la mano de la guerra hasta que el rey de Francia cumpliese lo que había jurado, y que Francisco Esforcia pusiese su persona y causa al juicio de las personas que el Emperador nombrase.

     Con esto se perdieron las esperanzas de la paz, y había temores de cruel y sangrienta guerra.

     Y el Emperador, cierto de que el rey Francisco no había de cumplir su palabra, mandó traer los delfines a Valladolid, para de allí enviarlos a la fortaleza de Pedraza, cerca de Segovia, como se hizo.



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- XXVI -

El rey de Ingalaterra se pone de por medio y trata de paz. -Conjuración y liga poderosa contra el Emperador. -Cortes en Valladolid. -Parte el Emperador de Granada.

     En tanto que estas cosas pasaban en Italia, el Emperador había estado en Granada con harto cuidado dellas. Y si bien procuró proveer de gente y dineros lo necesario, no por eso dejaba de dar oídos a los tratos de paz.

     Quiso ponerse en ellos el rey de Ingalaterra, escribiendo al Emperador que él no quería ser protector de la liga, sino medianero de la paz; que los confederados tenían en su corte embajadores con bastantes poderes para tratar de ella. El Emperador, con muy gran voluntad, envió instrucción y poder al suyo, que estaba en la corte del rey de Ingalaterra, con medios muy iguales y justos. Pero como todos eran cumplimientos fingidos y querer entretener, no resultó efeto alguno.

     Y lo mismo pasó con el nuncio del Papa, con los embajadores del rey de Francia y venecianos, que habían publicado esta paz. Los cuales todavía andaban en su corte diciendo que no eran enemigos del Emperador, y que la guerra que hacían era por la libertad de Italia y asistencia del duque de Milán.

     De manera que la voz era de Jacob, y las manos, de Esaú. Porque en Angulema se habían conjurado el Papa, el de Ingalaterra, Sigismundo, rey de Polonia; Jaques, rey de Escocia; la señoría de Venecia, Francisco Esforcia, duque de Milán, florentines y otros, so color de librar al duque Esforcia y a Italia de los españoles, y porque el rey Francisco no cumpliese lo que prometió en Madrid, y para escoger un nuevo rey de Nápoles, que había de ser Juan de Médicis, con que pagase el rey de Francia setenta mil ducados por año, y cincuenta mil el duque de Milán, habían de juntar para esto tal ejército, que lanzase al imperial de Italia, y sustentarlo hasta le haber echado.

     De Granada también escribió el Emperador en el fin de este año a los eletores del Imperio, dándoles cuenta larga de todo lo sucedido, y de las justificaciones y cumplimientos que había hecho con el rey de Francia y con el Papa, y les pidió cómo, se podría resistir al Turco por aquellas partes; y cómo fué recibido por rey de Bohemia y Hungría el infante don Fernando, archiduque de Austria, su hermano, por ser casado con hermana del rey Luis, como está dicho, y fué coronado en principio del año venidero de 1527, con gran solemnidad y fiestas.

     Así que, puesto el Emperador en tantos cuidados y excesivos gastos de la guerra, y de los grandes ejércitos que había sustentado, convínole empeñar y vender las rentas para se ayudar en estas partes de sus reinos; y para tratar otras cosas convenientes al bien común y la gobernación de ellos, mandó convocar los procuradores de las ciudades de Castilla y llamarlos a Cortes generales para 20 de enero, en la villa de Valladolid, para la cual partió luego de Granada con la Emperatriz y toda su corte, a 10 de noviembre, año 1526.

     Detúvose mucho en el camino, por las grandes aguas y nieves que en toda España hubo este año, que fué su invierno de los rigurosos que los nacidos vieron, y resultaron grandes daños con las crecidas de los ríos y enfermedades peligrosas.



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- XXVII -

Lutero daña las gentes. -Dieta en Espira a 25 de junio. -Manda el Emperador que no alteren en la Dieta una jota de la ley Evangélica. -Librea de los luteranos. -Diligencias del rey Francisco para ganar voluntades en Alemaña. -Quejas del rey Francisco contra el Emperador. -Responde el Emperador a lo que, el de Francia le caluniaba. -Muere doña Isabel, hermana del Emperador. -Peligro, en que el Emperador se vió andando a caza.

     Las cosas de Alemaña en este tiempo, tocantes a la fe, andaban malas, porque el hereje Martín Lutero se había desvergonzado tanto, con el favor que muchos le hacían, que procuraba traer a su opinión alguna gente de lustre que la autorizasen, y en algunos (ayudándole el demonio) halló más entrada de lo que convenía, si bien otros santísimamente le resistieron.

     Estando, pues, los negocios en tales términos, mandó el Emperador que se tuviese Dieta en Espira, así para tratar del negocio de la religión como para dar orden de resistir al turco Solimán.

     Escribió a los de la Dieta, desde Sevilla, por marzo, diciendo que muy en breve partiría para Italia a recibir la corona de oro de mano del Pontífice, y haría con él que señalase lugar y tiempo para el futuro Concilio, en el cual se tratarían las cosas de la religión, y se verían las nuevas opiniones que en aquella tierra andaban, y la verdad que tenían; que en el ínterin mandaba que ni los príncipes ni las ciudades alterasen ni quitasen una tilde de lo que hasta allí se había tenido en la religión cristiana, sino que en todas maneras guardas en la fe en que sus padres murieron, como en la Dieta de Wormes se ordenó y mandó por todos.

     Vinieron a esta Dieta los príncipes luteranos Sajonia y Lantgrave. Los cuales hacían predicar en sus posadas la secta luterana, y no guardaban fiesta ni domingo, ni oían misa, ni dejaban de comer carne los viernes y días vedados, con grandísima disolución y rotura. Traían estos luteranos todos sus criados de librea con una manga largada de un hombro, y bordadas en ella estas letras con hilos de oro. V. D. M. I. AE., que es: Verbum Domini manet in aeternum. «La palabra de Dios permanece para. siempre.»

     Pronuncióse en esta Dieta un decreto por el cual, a fin de evitar otros mayores daños, se dió facultad a todos los tudescos para que cada cual sintiese en la religión aquello que conforme a su conciencia pensase poder defender delante de Dios y del mundo, sin otra mejor conclusión.

     Halláronse en esta Dieta embajadores del rey de Francia, y tratándose de la guerra contra el Turco; dijeron que ayudaría su rey en ella, si hiciesen que el Emperador dejase las armas en Italia (por ventura sería para entrarse el francés con ellas en ella). Trajeron estos embajadores franceses cartas de su rey para los príncipes de Alemaña y ciudades libres, doliéndose mucho de la desdichada muerte del rey de Hungría, y de que la Cristiandad hubiese padecido una tan gran plaga, y que se avecinase tanto a Hungría y Alemaña y Austria un enemigo tan crudo, feroz y poderoso como el Turco; y que la causa de estos males era el Emperador, que por su demasiada ambición quería sujetar a todos y hacerse monarca absoluto, dando leyes superbas a Francia y Italia, con la mayor parte de Alemaña; y que habiendo él sido por su desventura preso en la batalla de Pavía, y traído a su poder, le había querido despojar de su reino; y ya que para esto no halló camino, le obligó a cumplir unas condiciones intolerables en destruición y acabamiento de su reino; y que su demasiada ambición en parte era causa de que de todo punto olvidase a Alemaña y despreciase a Austria, siendo el solar de sus padres, y las dejase para que los turcos las destruyesen, y que les convenía mirar con tiempo, no fuese que con sus trazas y engaños hiciese más daño a Alemaña que las armas al descubierto de los turcos los podían ofender. Que él estaba siempre con pronto ánimo y voluntad muy entera, como lo habían hecho todos los reyes de Francia, para con el cuerpo y con el alma, y con todas las fuerzas de Francia enfrenar los acometimientos de los turcos, y echarlos de la tierra si el Emperador no le embarazase con guerras; y así lo protestaba ante todos los alemanes y naciones del mundo, y que si algún gran mal viniese a la Cristiandad, se cargase la culpa dél al Emperador, y no a él, que en cuanto pudiese no la tendría.

     Tuvo aviso el Emperador de estas cartas, y en respuesta dellas escribió otras a los mismos príncipes y ciudades de Alemaña, refutando las calunias del rey Francisco, y diciendo su poca fe, y lo poco que valía su palabra, y que él sólo era causa para que las armas de toda la Cristiandad se consumiesen entre sí mismos, y no contra los turcos. De lo cual eran buenos testigos todos los príncipes de Italia, con cuya ayuda hubiera acometido por mar y por tierra la Acaya y Peloponeso, si Francisco hubiera cumplido lo que debía, y no fuera el impedimento y perturbador de la república cristiana.

     Con esta respuesta se turbó el rey de Francia, y con tanta acedia hablaba el Emperador, que se echaba bien de ver el ánimo tan enconado que tenía, y que no hablaba por descargarse y justificarse, sino vencido de envidia, odio y mortal pasión, por donde ya se tuvo por cierta la guerra.

     El Emperador respondió a todo de tal manera, que los franceses dejaron el papel y plumas, y acudieron a aparejar las armas y comenzaron a usar dellas. Llegó a tanto el enconamiento de sus ánimos, que contra Dios, y contra todo lo que se puede pensar, se confederaron con el Turco, y trajeron sus armadas a la costa de la Cristiandad, y invernaron en sus puertos, haciendo robos y muertes, cautivando los inocentes cristianos, profanando las iglesias, como en el discurso desta historia se verá.

     Este año murió (como dije) en Bruselas doña Isabel, infanta de Castilla, hermana del Emperador, reina de Dinamarca, dejando un hijo que se logró poco, y dos hijas, de las cuales, una, que se llamó Dorotea, casó con Fadrique, conde Palatino del Rhin, príncipe eletor, y otra, dicha Cristierna o Cristiana, casó con Francisco Esforcia, duque de Milán, y después casó con el duque de Lorena, como aquí se dirá.

     En este año que el Emperador estuvo en Granada se vió en notable peligro de perder la vida andando a caza en las sierras que están a vista de aquella hermosa ciudad. Siguió tanto un jabalí, que vino a perderse de los suyos, y estar tan lejos, que aunque tocó la corneta, ninguno le oyó ni acudió; ni él sabía dónde estaba, ni qué hacer de sí. Y andando descaminado por lugares ásperos y montuosos, vino a dar en un lugar de moriscos.

     Con discreción no quiso darse a conocer, temiendo algún peligro de la vida o prisión que atrevidamente [le impusiesen], siendo malos cristianos y estando descontentos por el castigo que en ellos había mandado hacer en la visita general, según queda dicho; y topándose con uno de aquellos moriscos, dijo cómo había perdido el camino; que iba para Málaga, y si estaba cerca. Esto fingió por deslumbrar al morisco. El cual, riéndose, dijo que Málaga estaba lejos de allí, que muy más cerca estaba de Granada. El Emperador le pidió que le guiase para Granada, aunque fuese de noche, y el morisco lo hizo, pagándoselo bien el Emperador.

     Y llegando ya noche cerca de Granada, estaban las torres y ventanas llenas de luminarias, repicando las campanas, para que el Emperador atinase allá; y demás de esto habían salido todos los caballeros de la corte y ciudadanos y otras gentes con lumbres en las manos en busca del Emperador, y como toparon con él, fueron grandes las alegrías que hicieron.

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