Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.



ArribaAbajo

Libro diez y ocho

ArribaAbajo

Año 1529

ArribaAbajo

- I -

Partida del Emperador para Italia, y la nobleza de España que fué con él. -A 28 de julio de 1529 se hizo a la vela. -Cabello largo en España. -Imaginación que del Emperador tenían los de Italia. -Van ocho mil tudescos y mil caballos en Italia. -Deseaban los florentines apartar al Emperador de la amistad del Pontífice.

     La concordia que las madamas ordenaron en Cambray entre el Emperador y rey de Francia, humilló los ánimos inquietos de Italia y otras partes, que por ser poco poderosos, faltándoles el arrimo de Francia, no se atrevieron a tratar más de las armas, ni tomarse con el Emperador, a quien temían y no amaban.

     El Papa, que tan recio había estado, deseaba ya las vistas del Emperador, habiéndose concertado los dos príncipes, con mucho gusto de ambos, ofreciéndole el César sus fuerzas y amparo, para, a pesar de enemigos, conservarle en la dignidad pontifical y sujetarle a Florencia, ciudad de su nacimiento, hasta hacerle señor de toda la Toscana, para lo cual enviaría el ejército vitorioso que tenía en el reino de Nápoles, como se hizo, quedando por virrey de Nápoles el cardenal Ascanio Colona, y por capitán general Hernando de Alarcón, varón señalado, con la gente que para la guarda de aquel reino fuese menester y con orden que prosiguiese la guerra hasta cobrar las tierras que estaban por venecianos, en la costa del mar Adriático, que eran del señorío y pertenecientes a Nápoles.

     Demás desto, trataron que Alejandro de Médicis, sobrino del Papa, para quien él procuraba el señorío de Florencia, casase con madama Margarita, hija natural del Emperador, como se hizo.

     Puestas las cosas en tal estado, dejadas las armas, deseaban la paz todos los cristianos. Queriendo el Emperador pasar en Italia a recebir la suprema corona del Imperio de mano del Pontífice, aprestada la armada en Barcelona, escribió al príncipe de Orange, que estaba en Nápoles gozando de la vitoria, que juntando el poder todo que tenía, fuese a favorecer al Pontífice y a toda su familia contra los de Florencia, y que sujetase aquella ciudad por fuerza o de grado, satisfaciendo a los Médicis de los agravios que habían recibido; y que, finalmente, siguiese en todo el orden que el Pontífice le diese, que fué principio de una muy reñida guerra, como aquí diremos.

     Luego que el príncipe de Orange recibió este despacho del Emperador, partió a Roma, en fin del mes de junio, llevando toda la gente de guerra que pudo, y trató con el Pontífice de lo que se había de hacer en Florencia. Recibió dineros y artillería, y todo el favor que el Papa le pudo dar, que sería de muy buena gana, pues era para hacer una empresa que él tanto deseaba.

     Después desto, el Emperador envió por Andrea Doria, mandándole veniese con la armada a Barcelona para hacer su viaje. Juntóse la flota, que fué de muchas naos, urcas y carracas, sin los escorchapines y tafurcas cuyo proveedor fué Micer Joan Regna, que murió obispo de Pamplona. Llegó también la gente de guerra, que, según contaban, eran más de ocho mil infantes españoles. Había también quince galeras, sin otros bergantines y fustas, cuyo capitán era Rodrigo de Portundo.

     Habiendo ya el Emperador ordenado todas las cosas para el buen gobierno de España, y hecho jurar por príncipe heredero a su hijo don Felipe, de edad de dos años, dejándole con la Emperatriz, su madre, después de siete años cumplidos que estuvo sin salir de España, con la armada que tenía y la que había traído Andrea Doria, a 28 de julio de 1529 estaba ya en su galera, y partió de Barcelona, y con próspera navegación llegó a Génova.

     Pasaron con Su Majestad en esta jornada muchos caballeros de Castilla, con gran demostración de sus riquezas, en las grandes casas y ricas libreas que llevaban; los cuales fueron, para sus consejeros y para los negocios, Mercurino de Catinara, gran chanciller; García de Loaysa, obispo de Osma (que ambos fueron cardenales), el secretario Francisco de los Cobos; don García de Padilla; comendadores mayores, Cobos de León y don García de Calatrava, don Hugo de Urrías, señor de Ayerbe, para las cosas de Aragón; capellán mayor, don Diego Sarmiento, que fué arzobispo de Santiago, y cardenal; sacristán mayor, don Felipe de Castilla, deán de Toledo.

     Algunos de los capellanes fueron después obispos, como don Francisco Manrique.

     Caballeros seglares pasaron, don Pedro Alvarez Osorio, marqués de Astorga, que se mostró más que ninguno de cuantos señores hubo en la coronación, haciendo gastos de gran príncipe y magnánimo; don Iñigo López de Mendoza, conde de Saldaña; don Diego López Pacheco, marqués de Moya; don Pedro Ramírez Arellano, conde de Aguilar; don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, que fué virrey de Nápoles; don Juan de Heredia, conde de Fuentes; don Andrés Hurtado de Mendoza, hijo mayor del marqués de Cenete; el conde de Altamira; don Pedro de Guzmán, primero conde de Olivares, hermano del duque de Medina Sidonia, señalado caballero; don Pedro de Avila; el conde de Cocentaina, don Jorge de Portugal, que fué conde de Gelves; don Juan Manrique, heredero del conde de Castro; don Juan de Zúñiga, que fué ayo del rey; don Pedro de la Cueva, que murió comendador mayor de Alcántara; don Diego de la Cueva; don Luis de la Cueva, capitán que fué después de la guarda; Sancho Martínez de Leyva; don Miguel de Velasco; don Luis de Avila, que fué comendador mayor de Alcántara; don Alvaro de Córdova; don García y don Bernardino Ponce de León, hermanos; don Juan Manrique, duque de Nájara; don Alonso Manrique, conde de Osorno; don Enrique de Toledo, que murió presidente de Ordenes; don Rodrigo Manrique; don Carlos de Arellano, mariscal de Bolonia; don Joan Hurtado de Mendoza, señor de Morón, comendador de Santa Cruz de la Zarza, que fué de los caballeros más lucidos que allí iban, aunque, vuelto desta jornada, cegó y vivió así treinta años; don Alvaro de Arellano; don Joan de Luna, que fué alcaide de Milán; don Francisco de Aragón; don Enrique de Rojas; don Antonio de Rojas, que murió ayo del príncipe don Carlos; don Antonio de Fonseca; don Pedro Manrique; don Alonso Téllez Girón y Pacheco, señor de la Puebla de Montalbán; don Hernando de Viamonte, don Joan de Lanuza, Jerónimo Agustín, Gutiérre López de Padilla, que fué contador mayor; don Joan Pacheco, don Francisco de Tovar, que fué alcaide de la Goleta; don Pedro de Urrea, el maestre racional de Aragón; don Francisco Gatalla, el baile general de Cataluña; don Rodrigo de Borja; Mosén Albañel; don García de Paredes y el licenciado Leguízama, alcalde de corte.

     Con todos estos caballeros salió el Emperador de Barcelona, donde, porque él se cortó el cabello largo que hasta entonces se usaba en España, por achaque de un dolor de cabeza, se le quitaron todos los que le acompañaban, con tanto sentimiento, que lloraban algunos. Y ha quedado en costumbre que no se usó más el cabello largo, cosa que los primeros siglos tanto preciaron.

     Llegó el Emperador a Génova a 12 de agosto, donde fué recibido con grandísima demostración y alegría de los ginoveses, que estaban ya esperando, y tres cardenales legados del Pontífice, que fueron Alejandro Farnesio, que fué presto papa Paulo III; Hipólito de Médicis, sobrino de Clemente, y fray Francisco de Quiñones, que llamaron de los Angeles. Con ellos estaban también Alejandro de Médícis, el que había de ser yerno del Emperador.

     Diósele a Su Majestad por aposento el palacio de la Señoría, y porque Andrea Doria lo quiso y lo pretendió con todas sus fuerzas, fueron todos recibidos por aposento de gracia, en las casas de los vecinos, al uso de España, que no fué poco poderlo acabar con ellos, mayormente siendo españoles, que poco antes habían sido en el saco de aquella ciudad, si bien es verdad que se han pagado a satisfacción de todo lo que tudescos, más que españoles, en Génova le saquearon.

     Dióles grandísimo contento a los ginoveses y a todos los demás de Italia, ver y conocer al Emperador, y desengañarse de la figura en que antes le tenían, viendo su rostro hermoso, su condición blanda y apacibles y católicas costumbres, que le habían imaginado muy diferente, inquieto, cruel, amigo de guerras, áspero, intratable, y que sería como un Totila o alguno de aquellos bravos godos, que en los siglos pasados habían destruido a Italia y sido en el mundo la ira y azote del cielo. Acabaron entonces de satisfacerse, con sólo verlo, de la poca culpa que tenía de las guerras pasadas, crueldades, fuerzas y robos que sus gentes habían hecho en Italia.

     Tuvo correo en Génova con la concordia que se había hecho en Cambray, y confirmóla, como por la escritura de confirmación, que está en Simancas, parece.

     Allí supo cómo Félix, conde de Furstemberg, estaba ya para entrar en Italia, con ocho mil infantes tudescos y mil caballos, y alguna artillería, que a cuenta del Emperador venían, el cual aparato espantó grandemente a los confederados, principalmente viéndose desamparados del rey de Francia.

     Enviaron todos los príncipes y señores de Italia, y el marqués de Mantua vino en persona a darle el parabién de su venida (excepto los venecianos y los florentines), pensando aplacarle con buenas palabras y apartarle de la liga del Sumo Pontífice. Nombraron cuatro embajadores que tratasen con él de la paz. Fueron los embajadores Nicolao Caponio, que había sido dictador, Tomás Soderini, Mateo Stozi y Rafael Jerónimo. Era tan grande la mala voluntad que los florentines tenían al Pontífice, que les mandaron expresamente que no pasasen por Bolonia ni hablasen con él, temiendo que el Papa los volvería o engañaría. Mas porque no pareciese que rehusaban la paz, enviaron al Papa, no más de para tentarlo a Francisco Portonari, con otros dos hombres bajos, sin facultad ni creencia de república, los cuales no sirvieron sino de enconar más al Pontífice.

     Llegados los embajadores a Génova, y dándoles el Emperador audiencia, pidieron perdón, con mucha demostración de arrepentimiento, por haberse juntado con Lautrech en la guerra pasada de Nápoles y ofreciendo la enmienda con nuevos y grandes servicios, con que Su Majestad los conservase en su libertad, porque todo lo que hasta entonces habían hecho, había causado el deseo que tenían de defenderla, y así, estaban determinados de padecer cualquier género de trabajo, antes que dejarla perder, y perder antes las haciendas, hijos y mujeres, con las vidas.

     Con la misma determinación, les respondió el Emperador, diciendo que los florentines habían hecho muy mal y atrevidamente en enviar socorro de gente contra Nápoles, en favor de los enemigos del Imperio, sin haberles jamás dado ocasión, y por haberlo hecho ansí, tenían del rigor de derecho perdida la libertad y todas cualesquier exenciones y privilegios que por la benignidad imperial les habían sido concedidos. Pero con todo eso, aunque, sin hacerles agravio, pudiera muy bien Su Majestad proceder contra ellos ásperamente, usaría de su clemencia, olvidando sus proprias injurias, y remitirles el crimen lesae majestatis, que contra él habían cometido, si ellos, como debían y era razón que lo hiciesen, querían recibir en su ciudad al Pontífice, poniendo en su antiguo lugar a los de su familia, pues tan injustamente lo habían echado della y despojado de lo que tenían, y que si querían ser perdonados de sus yerros y ser admitidos a la paz, que la hiciesen ellos primero con el Papa y le tomasen por medianero para eso, por que por nadie mejor que por su respeto, podrían alcanzar la gracia y benignidad imperial, y con esto excusarían muchos males, daños y calamidades en su república. Y que de otra manera no se cansasen, porque la resolución última que Su Majestad tenía, era cumplir con el Papa lo que tenía prometido, hasta ponerle en la posesión de su patria, por fuerza o de grado.



ArribaAbajo

- II -

Tres legados del Papa salen a recebir al Emperador y le piden que jure. -Viene Antonio de Leyva, llamado del Emperador.

     Ya el Papa había salido de Roma, con toda su corte y colegio de cardenales, camino de Bolonia, para esperar allí al Emperador, el cual, habiendo estado algunos días en Génova, poniéndose en orden para su camino, mandó que de la gente que había ido de España y desembarcado en Saona, quedase parte para su acompañamiento, y la otra fuese a Milán, a juntarse con Antonio de Leyva, que ya era señor del campo, sin haber enemigo que le osase esperar en él.

     Y el duque de Urbino se había retirado por mandado de los venecianos, cuyo general era, y Francisco Esforcia no trataba ya de más que su salud, y gracia del Emperador, con solas las ciudades de Cremona, Lodi, Pavía y Alejandría.

     Pasó Plasencia, y al tiempo que iba a entrar en las tierras de la Iglesia, saliéronle a recebir los tres legados del Papa, para que jurase en la forma acostumbrada de no hacer jamás fuerza a la Iglesia en lo que fuese su libertad. Tomábase este juramento con cierta forma solemne, que leían en un libro de ceremonias. Pero el Emperador, acordándose del derecho que le compelía como a Emperador, hizo juramento, con protesto que no entendía perjudicar a su derecho, porque parecía que por derecho claro se había guardado, [que] pretendía haber a Parma y a Plasencia, como ciudades unidas de tiempo antiguo con el Estado de Milán; el cual siempre había sido tributario a los emperadores romanos.

     Envió el Emperador a llamar a Antonio de Leyva, que por su gran fama le deseaban ver el Emperador y los españoles que con él habían pasado. A la sazón estaba Antonio de Leyva haciendo guerra a los venecianos, después de la presa de Borbón, conde de San Pol. Holgó el Emperador de ver a Antonio de Leyva, y le recibió con mucho amor, y a todos pareció cabían en él las cosas que de él se decían. Porque aunque estaba muy fatigado y impedido de la gota, mostraba en su persona ser un capitán de incomparable virtud y esfuerzo; y en su gran cuerpo y fornidos miembros se echaba de ver cuáles eran sus fuerzas. Y si el mal no le tratara tan mal, sin duda que fuera de los mejores capitanes del mundo, y aun excedía a los pasados, pues se vió que estando ligado con paños, sin pies ni manos, venció grandes ejércitos y conquistó grandes lugares, que toda esta gloria le dan aún sus proprios enemigos.

     Procuró Antonio de Leyva apartar al Emperador de la paz y ponerle en que acabase la guerra, facilitándole la vitoria y el hacerse señor de todos sus enemigos. Aunque el Emperador holgó de oírle, su pecho tan católico quiso más la paz que la guerra, donde no fuese forzosa, por quererla sus enemigos. Deseaba el Emperador grandemente pasar en Alemaña, para remediar las cosas de la religión, que Lutero tenía por extremo estragadas y perdidas, y ir contra el Turco, del cual supo por un correo que el rey don Fernando, su hermano, le envió, cómo por el mes de setiembre había con poderoso ejército entrado por Hungría, con más de docientos y cincuenta mil combatientes, abrasando con guerra cruel aquel miserable reino, y ocupado gran parte de él y llegado a Austria, y echádose sobre la gran ciudad de Viena, porfiando más de un mes por tomarla; si bien fué que, el enemigo se levantó, sin hacer efeto y con pérdida a 10 de octubre, pero amenazando con furor que el año siguiente volvería a ponerle muy bien la mano.

     Al mismo tiempo llegaron a Plasencia, de parte de los lugares protestantes, con demandas atrevidas; a los cuales respondió el Emperador con amor y blandura, en, cargándoles y mandando que guardasen lo que en Wormes y Espira se había decretado. Y como llegase en estos días la mala nueva de la venida del Turco, atreviéronse desvergonzadamente a dar al Emperador una protestación de las ciudades principales del Imperio, de lo cuál se enojó grandemente y los mandó echar de su corte y que no parasen en Italia, que fueron las primeras brasas del fuego que se encendió en Alemaña.

     Todo lo cual dio que pensar al Emperador, y ardientes deseos de pasar en aquellas partes; para lo cual convenía dejar en paz a Italia. Y así, mandó a Antonio de Leyva que se volviese de Plasencia y tomase a Pavía, lo cual hizo él con poca dificultad, porque se le rindió sin esperar combate. Y quisiera Antonio de Leyva ir sobre Santángel y pasar adelante, mas el Emperador no lo consintió, por la paz a que estaba inclinado, y Francisco Esforcia la pedía instantemente.

     Y envió a mandar que dejando parte de la gente a Ludovico Barbiano, con el resto del ejército volviese a le acompañar para la coronación que se concertaba en Bolonia. Y a 23 de octubre deste año escribió a la Emperatriz y grandes de Castilla diciendo la poderosa entrada que el Turco había hecho en Hungría, y que había tomado y destruído todo aquel reino, y pasado y tomado mucha parte de Austria, que era de su patrimonio, donde habían hecho grandes crueldades y daños, en que, según escribían, habían muerto más de cuarenta mil personas, y tenían cercada la ciudad de Viena, que es la principal de aquella tierra, con tan grueso ejército y tanta potencia, que aunque dentro se habían metido muchos caballeros y gentiles hombres y otra gente, si con brevedad no se socorría, por el poco bastimento que tenía, se dudaba poderse defender; que así se lo escribían el serenísimo rey don Fernando, su hermano, por dos criados que le había enviado; y que el rey, y todas aquellas partes, y la Cristiandad, corrían peligro, si luego no se proveía en el socorro y resistencia deste enemigo. Por lo cual, cumpliendo con lo que era obligado, determinaba de ir en persona, con todas las fuerzas que pudiese, a esta empresa.

     Que demás del estrecho en que estaba el dicho serenísimo rey, el peligro de aquellas partes tocaba a toda la república cristiana, y que así, se desembarazaba de lo de Italia, y pondría luego en ejecución su camino, porque el daño iba creciendo tanto, que no sufría dilación; que si el Turco se apoderaba de Alemaña, tendría mal remedio.

     Y que tenía por cierto, que en estos reinos de España y en los grandes, perlados, caballeros y personas dellos, había de hallar la lealtad y voluntad que siempre en ellos hubo.

     Los príncipes de Italia, no sabiendo bien la intención santa del Emperador, y deseos que tenía de dejar en paz y buen estado, a satisfacción de todos, aquella provincia, y volver las armas y todo su poder contra el enemigo común, y limpiar a Alemaña de las herejías, estaban a la mira esperando en lo que daría. Porque los que eran de su devoción, y habían favorecido sus hechos, pensaban que estando él en Italia harían lo que ellos quisiesen, y los que deseaban que el duque Francisco Esforcia quedase con el Estado de Milán, pensaban que por intercesión del Papa y con la guerra ya dicha con el Turco, y la que se temía con los protestantes de Alemaña, el Emperador, de fuerza, le restituiría el Estado, en lo cual insistía grandemente el Papa, de quien el duque Esforcia, como siempre, se valía.

     Y hacía esto el Papa, pareciéndole que la guerra de la Toscana no se podría acabar si no se compusiesen las cosas de Lombardía.

     Y así, el Emperador, antes de partirse para Bolonia, adonde el Papa le salió a recibir, envió a Cremona, para tratar con el duque Esforcia la forma de su restitución, a Mercurino Catinara, cardenal y gran chanciller del Imperio, y con éste envió a mandar a Antonio de Leyva (como dije) que contradecía esto, que viniese a Bolonia, y entretanto mandó tener la guarnición de Lombardía a Ludovico Barbiano.

     En este tiempo, los venecianos, porque no dijesen que ellos solos huían de la paz y sosiego de Italia, enviaron sus embajadores al Emperador, para que tratasen los mejores medios, y con ellos se concordasen con el César.



ArribaAbajo

- III -

Conciértanse el Emperador y venecianos. -Casa Francisco Esforcia con Cristierna, sobrina del Emperador.

     A ruego del Papa, el Emperador se concertó con los venecianos en esta manera: Que los venecianos restituyan al Pontífice las ciudades de Rávena y Cecena, y el Pontífice les remita y perdone cualquier ofensa que dellos haya recibido; que los venecianos restituyan al Emperador, dentro de un mes, todos los lugares que en el reino de Nápoles ocuparon con las guerras pasadas, y den dos mil libras de oro, que conforme a las concordias antiguas debían, y satisfagan a los que han desterrado de su república, por ser amigos del Emperador. Que dentro de diez meses den al Emperador otros quinientos mil ducados, y los demás en fin del año, después de los dichos diez meses. Que el duque de Urbino, capitán general de venecianos, se entienda y comprenda en esta concordia. Que los venecianos perdonan al conde Gambara. Que corran libremente los comercios y mercaderes de ambas partes, y no se consientan piratas. Que los venecianos gocen todo lo que tienen pacíficamente. Que todos los que de Venecia a la parte imperial se han pasado desde el año de 1500, puedan volver libremente a su tierra. Pero que los bienes que les fueron confiscados no se les vuelvan si la señoría no quisiere. Que para el bien común de Italia se asiente la paz perpetua por todos, y que por su conservación el Emperador y venecianos pongan todas sus fuerzas. Que para defensa del duque Esforcia estén siempre en Lombardía ochocientos hombres de armas y otros tantos caballos ligeros, con seis mil infantes y la artillería necesaria. Que habiendo necesidad, los venecianos pongan otros tantos en campaña; no para hacerse guerra, sino para guardarse y defenderse unos a otros. Que si alguno viniere contra el reino de Nápoles, el Emperador y venecianos ayuden con quince galeras. Que se comprendan en esta conformidad los amigos y allegados de ambas partes que en ella quisieren entrar, como es el duque de Ferrara, si viniere en gracia de Pontífice y Emperador.

     Firmados y sellados estos capítulos, el duque Esforcia fué puesto y restituido en su Estado, como adelante diré, y para más le obligar y mostrar el Emperador sus buenas entrañas, le dió por esposa a Cristierna, hija de Cristierno II, rey de Dacia, y de doña Isabel, hermana del Emperador, doncella de solos diez años.

     Y los venecianos restituyeron luego al Emperador los lugares que tenían ocupados en el reino de Nápoles, y al Pontífice los que le tenían; y desta manera alcanzaron en Italia, del Emperador vitorioso, con humildad, la paz y quietud y restauración de la tierra, que con guerras continuas de ocho años, y entradas de diversas gentes, miserablemente estaba arruinada, lo que con ningunas armas ni fuerzas pudieran alcanzar. Sólo quedaba en armas Florencia, de la cual diremos en su lugar.

     Supo el Emperador que el Papa había llegado a Bolonia, partió de Plasencia y vino por las ciudades de Rezo y Módena, que son del duque de Ferrara, en las cuales mostró el duque su magnificencia. Llegó a un lugar llamado Castilfranco, a quince millas de Bolonia; de aquí salió a 4 de noviembre, y fué a aposentarse a un monasterio, dos millas de la ciudad.

     Este día le salieron a recebir y aposentar allí veinte y cuatro cardenales, que el Papa envió, y el senado, caballeros y nobleza de Bolonia, ricamente aderezados y con mucha música, otro día que fué viernes.



ArribaAbajo

- IV-

Entra el Emperador en Bolonia a fin de octubre. -Tratan el Papa y el Emperador del duque de Milán. -Perdónale el crimen lesae Majestatis y su ingratitud. -Vuélvele el ducado de Milán, habiendo gastado en él más de diez millones. -Viene Francisco Esforcia y ora con humildad ante el Emperador. -Grandeza del Emperador en dar libremente el Estado de Milán, que tanto le había costado. -Paz y concordia entre los príncipes de Italia con el Emperador. -Nacimiento y muerte del infante don Fernando.

     Entró en Bolonia el Emperador en fin del mes de octubre deste dicho año con grandísima pompa. Iba armado de todas armas todo el cuerpo, fuera la cabeza, en un caballo blanco ricamente enjaezado. Entraron delante cuatro banderas de caballos ligeros y de hombres de armas, con riquísimos atavíos. Seguíase luego la infantería española, tan famosa por tan extrañas cosas como habían hecho en Italia en aquellos años. Iban todos aderezados costosísimamente de los despojos de tantas ciudades vencidas, y llevaban su orden y paso de guerra con atambores y pífanos.

     Encima de la cabeza del Emperador iba un riquísimo palio de oro, que le llevaban los principales doctores de aquella universidad, con ropas rozagantes de seda, de diferentes colores; alderredor del Emperador iba toda la juventud de Bolonia a pie, sirviéndole de lacayos, vestidos con sayos de brocado pelo, y encima raso blanco muy golpeado. Luego iban tras él los magistrados y el regimiento de la ciudad con su bandera.

     A la entrada de la ciudad estaba el obispo de Bolonia con toda la clerecía, cantando Te Deum laudamus.

     Llevaban los soldados en hombros a su capitán Antonio de Leyva; paróse en medio de la plaza con los tudescos a otro. Plantóse la artillería con tan buen orden, como si hubieran de pelear.

     Poco después del Emperador iban los señores y caballeros que con él pasaron de España, y luego se seguía el estandarte y águila imperial en una bandera de oro.

     Detrás destas banderas iba la guarda de caballo, con su librea amarilla, en sus compañías conforme a las naciones, españoles, flamencos y tudescos.

     A los lados del Emperador iban dos gentiles-hombres muy bien aderezados, derramando moneda de oro y plata, que traían en dos muy grandes bolsas colgadas a los cuellos.

     Fué a parar toda esta pompa a la iglesia catedral de San Petronio, a la puerta de la cual estaba hecho un cadalso, con sus gradas, todo entapizado riquísimamente, como cuyo era, Estaban sentados en las gradas los cardenales por su orden, y los obispos perlados que allí se hallaron, que fueron muchos. En medio de todos ellos, en una silla muy alta, estaba sentado el Pontífice, vestido de pontifical, con su tiara en la cabeza.

     Cuando el Emperador llegó al pie del cadalso, hizo de mano a los grandes de España, que con él iban, como que los llamaba, y acudieron todos a le apear. Acudieron luego de lo alto dos cardenales, y tornáronle en medio para subirle arriba. Cuando se vinieron a juntar los dos mayores príncipes del mundo, llevaron tras sí los ojos de todos los presentes. Los que estaban lejos no podían oír nada, y así, estaban admirados, contemplando un tan raro espectáculo. Los que se hallaron cerca, miraban con atención y si acaso alguno mostraba en el semblante algún rastro de las disensiones grandes que poco antes se habían visto entre los dos. Gustaban mucho todos de considerar el rostro grave y varonil del César, e color plateado, y su delicada tez, cubierta de una mesura hermosa y grave. La nariz corva un poco y levantada de en medio, que suele ser señal de magnanimidad y grandeza, como se advirtió antiguamente en Ciro, y en los otros reyes de Persia sus descendientes. Llevaba tras sí a todos los circunstantes, con el mirar de sus ojos garzos vergonzosos, con los cabellos un poco crespos, y la barba entre roja y rutilante de color de oro muy fino. Dábale mucha gracia y majestad el cabello cortado en derredor, a manera de los antiguos emperadores. Sobre todo notaban el labio inferior un poco caído, como los tienen de grandes tiempos a esta parte casi todos los descendientes de la casa de Borgoña, lo cual le añadía antes gravedad que imperfección en su rostro y hermosa figura; con lo cual venía en buena proporción el cuerpo de mediana y justa estatura, con la carne que bastaba para que ni fuese flaco, ni demasiado de grueso.

     El que con más atención y gusto le miraba era el Pontífice. Parecióle harto más humano y lleno de majestad de lo que se le habían pintado; porque muchos de los que le habían visto antes y le conocían, se le habían pintado muy al revés, de semblante áspero, triste y feroz, y que parecía bien godo, tan bravo como sus soldados y capitanes; lo contrario de todo lo cual veía él allí en su semblante, y de antes se había visto por muchos ejemplos en Génova y en otras partes, en la humanidad y llaneza con que se negociaba con él, y en su excelente conversación y cristiandad, sin que en él se hubiese hallado rastro alguno de crueldad ni de soberbia; antes se había mostrado justo y enemigo de los malos, en los ásperos castigos que había mandado ejecutar en algunos bandoleros y sediciosos amotinadores.

     Luego que el Pontífice le vió, le juzgó (según él después dijo) por digno y merecedor de otro mayor Imperio.

     Al punto que el Emperador llegó a igualar con el Pontífice, púsose de rodillas y adoróle besándole el pie con mucha humanidad. Levantóle el Pontífice y dió la paz en el rostro con grandísimo amor.

     Dijo luego el César estas palabras en español: «Ya soy llegado, Padre Santísimo, a los sagrados pies de Vuestra Santidad (que cierto es la cosa que más en este mundo yo he deseado), no más de para que de común voluntad Vuestra Beatitud y yo ordenemos y pongamos en conocimiento las cosas de la religión cristiana, que están tan estragadas. Pido y suplico al omnipotente Dios mío, pues ha sido servido cumplir este mi santo deseo, sea servido de asistir siempre en nuestros consejos y hacer que sea para bien de todos los cristianos esta mi venida.»

     Respondióle entonces el Pontífice diciendo: «Dios del cielo, y todos los santos que asisten siempre en su divina presencia, saben muy bien, y me son testigos, que ninguna cosa yo jamás he deseado tanto, como que nos viésemos, hijo mío, así juntos. Doy infinitas gracias a Nuestro Señor, porque dejó llegar aquí con próspero tiempo a Vuestra Majestad con la salud que todos habemos deseado. Estoy muy contento, y, Dios sea bendito y loado, que veo las cosas puestas en términos que vendrán en toda concordia por vuestra mano.»

     Con esto y con algunas otras cortesías que pasaron entre los dos (después que el César, en señal de obediencia, hubo ofrecido hasta diez libras de oro en moneda) se bajaron los dos mano a mano por las gradas hasta la puerta de la iglesia, adonde el Pontífice se despidió y se fué a su posada, y el Emperador se entró a hacer oración. De allí se fué a su aposento que le estaba hecho en el mismo palacio del Papa, y en la misma cuadra, que no había más que una pared en medio bien delgada, y aquélla se pasaba por una puertecica hecha así aposta secretamente, para que se pudiesen los dos ver y comunicar a solas, sin que nadie los viese.

     Estuvieron así juntos algunos días, y aun meses, y en ellos nunca dejaban de tratar entre sí negocios importantísimos. Después que el uno y el otro se hubieron satisfecho a las quejas que por cosas pasadas podían tener, vino a tratarse del negocio de Francisco Esforcia, que estaba medio preso y desterrado en Bresa como dejo dicho. Pedíanle de merced al Emperador todos los príncipes de Italia que le perdonase; y sin el Papa, que no deseaba otra cosa, vinieron a solo esto embajadores de Venecia, los cuales, después de haber hecho muy grandes salvas, excusándose de las guerras pasadas, ofrecieron al César todas las fuerzas del Senado, para que usase de ellas a su voluntad, y prometieron restituirle, si algo les había quedado del reino de Nápoles, y de dar al Papa las tierras que le tenían, como atrás dejo ya apuntado, con sólo que Su Majestad tuviese por bien de perdonar a Francisco Esforcia. Porque si no tenía culpa en el delito de que el marqués de Pescara le había achacado, claramente era digno de perdón; y si la tenía, no era mucho que usase con él de su clemencia y hiciese gracia de él a toda Italia, que con tanta eficacia se lo pedía.

     El Papa, por otra parte, era el que apretaba más al Emperador en favor de Francisco Esforcia, como aquel que vía en ello el buen suceso de las cosas de Florencia. Sabía tan bien decir el Pontífice lo que quería, que no pudo el Emperador dejar de condecender a sus peticiones. Porque su autoridad pontifical, y la que le daba su venerable persona, y las canas que sin tiempo le habían nacido, eran de grandísima fuerza para vencer otro pecho más duro, cuanto más el del Emperador, que naturalmente era inclinado a hacer bien y merced, mostrando su generoso ánimo.

     Vino, pues, el Emperador en perdonar a Francisco Esforcia, y en darle la investidura y título del Estado de Milán. Despachósele luego un correo a Bresa con salvoconduto, y dentro de pocos días él vino a Bolonia.

     Púsose Francisco Esforcia a los pies del Emperador, y díjole:

     -Ninguna cosa más he deseado, invictísimo César, mientras los tuyos no me lo han estorbado, que tener ocasión en que mostrar el amor y reverencia que a tu majestad tengo, para que conocieses que no me olvidaba de tus beneficios. Y así, después que me restituiste en el Estado, todas las veces que tus enemigos tornaron contra mí, aunque algunas les favoreció la fortuna, empero siempre los tuyos me hallaron firme en tu servicio; que ni promesas ni consejos bastaron a mudar la fe que contigo he tenido. Y siendo esto así, y sabiendo yo que tú lo sabías, no pensaba que era posible que habiendo visto tantas señales de fidelidad en mí, cayese en sospecha de lesae majestatis contigo. Pero como la invidia y pasiones de muchos, que dan siempre el peor consejo, escureciesen mi justicia, no me maravillo que les dieses crédito. Por lo cual he yo mucho sentido mi desdicha en no poder, por la distancia de los lugares, probar delante de ti mi clara justicia; y estando cercado y muy apretado de los tuyos, nadie dirá que yo he dicho que me tratabas áspera y cruelmente, antes siempre he tenido esperanza que no solamente a las fatigas de Italia, pero a las mías principalmente, de ninguna parte le podía venir el remedio más cierto que de ti. Porque así como en tu ausencia fuí injustamente condenado, espero en tu presencia ser justamente librado.

     Sacó entonces el salvoconduto del seno, diciendo que no quería usar de él, sino poner su persona, vida y hacienda en las manos de Su Majestad, para que de todo dispusiese como fuese servido.

     Recibióle el Emperador con mucha demostración de amor, llamándole duque de Milán, y mandándole dar luego los despachos del título. Púsole un moderado tributo (en reconocimiento del feudo) harto menor del que él prometía antes de las guerras.

     Fué esto, cierto, una de las mayores hazañas que el Emperador hizo en su vida, de que todo el mundo quedó admirado, viendo que daba de su pronta voluntad un Estado tan grande y tan importante, después que había contendido sobre conquistarle con los mayores príncipes del mundo, y había vencido y allanado todas las dificultades y conseguido tan insignes vitorias. Y lo que más era, que en tanto que los negocios iban de manera que se podía tener alguna duda del suceso, nunca había querido arrostrar a concordia; y ahora que no había contra él resistencia alguna, daba lo que pudiera (con buen título) retener para sí.

     Acabado tan a contento de todos el negocio de Francisco Esforcia, luego se comenzó a dar asiento en una paz y liga universal de todos los príncipes cristianos, cuyos embajadores allí se hallaron. Después de bien disputado el negocio, vino a concluirse la paz, que fué de las más generales que en grandes tiempos se habían visto en el mundo entre los príncipes cristianos, porque entraron en ella el Papa, el Emperador, los reyes de Francia, Ingalaterra, Portugal, Hungría, Bohemia, Escocia, Polonia y Dinamarca, los duques de Ferrara y Milán, las repúblicas de Venecia, Génova, Sena y Luca, y generalmente todos los cantones católicos de tierra de suizos. Sola Florencia y los luteranos quedaron fuera de esta concordia general.

     Publicóse con solenísima pompa, a primero de enero del año de 1530, en una misa que se celebró en San Petronio. Pronuncióla, después de un elocuentísimo sermón y doctísimo, Rómulo Amaseo, e llamó allí al Pontífice y al Emperador, autores y conservadores de la paz y del nombre cristiano, padres de la patria y fundadores de la libertad de Italia.

     Lloraban todos los circunstantes de placer, y fueron los perlados y embajadores a besar las manos al Emperador y darle las gracias por tan alto beneficio.

     Voló luego por la Cristiandad la fama desta general confederación y concordia. Alababan al Pontífice de la buena manera que había tenido en saber ganar al Emperador para que viniese en ella. Engrandecían la clemencia del César, porque con tanta facilidad se había dejado vencer de los ruegos del Pontífice. Tenían en mucho la prudencia y liberalidad de los venecianos, porque de tan buena gana habían pospuesto sus particulares provechos al bien común. Holgábanse todos los buenos con esta paz, aunque los hombres de guerra más quisieran otra cosa, puesto que les quedaba Florencia, que luego habían de dar tras ella, como lo hicieron.

     Porque los capitanes principales no quedasen malcontentos, acabó el Emperador con Francisco Esforcia que diese al marqués del Vasto y al capitán Antonio de Leyva, y a otros, algunas tierras en el Estado de Milán.

     En estos días llegó a Bolonia un correo de España con la nueva de cómo la Emperatriz acababa de parir a don Fernando, que murió niño. Hiciéronse grandes fiestas en Bolonia, jugáronse cañas a uso de España y sacaron cuadrillas el marqués de Astorga y el duque de Escalona; justaron cuatro días arreo entre italianos, flamencos y españoles, y sacaron en una y otra fiesta riquísimas invenciones.



ArribaAbajo

Año 1530

ArribaAbajo

- V -

Enferma el Emperador. -Determinan que no se haga la coronación en Roma.

     Luego que se dió a Francisco Esforcia el título de Milán, mandó el Emperador a sus capitanes que sacasen de Lombardía todas sus gentes y las llevasen a la guerra de Florencia.

     Dióle al Emperador estos días una enfermedad de esquinancia, de que se vió bien fatigado, y se tuvo algún temor de su salud, no tanto por ser la enfermedad muy peligrosa, cuanto por ser mal heredado de padre y abuelo. Pero con el favor divino, y con la ayuda del doctor Narciso, su médico, guareció presto de ella.

     Disputóse mucho entre el Pontífice y el Emperador sobre si recibiera la corona en Roma o en Bolonia. A los principios se tuvo creído que en Roma se hiciera aquella fiesta, y así se habían aparejado ya los romanos y tenían puesta la ciudad y sus casas en tan buen orden, que apenas había quedado rastro de la calamidad pasada. Pero al fin, por muchas razones, y principalmente por no renovar llagas viejas ni dar ocasión a que se quisiesen algunos pagar de las injurias pasadas, y por estar más cerca de Alemaña, donde el Emperador entendía ir con brevedad a entender en el negocio de la religión entre luteranos, vínose a resolver que en Bolonia tomase la corona, pues no era de esencia del acto el lugar, sino las voluntades del Papa y Emperador.

     Señalóse para ello el felice día de su nacimiento del Emperador, que era el de Santo Matías, porque en tal cumplía los treinta años; y en el mismo, cinco años antes, había sido preso por sus capitanes el rey de Francia en Pavía; y fué dos días antes que recibiese la segunda corona que llaman de hierro, que estaba en costumbre de recebirse en Milán, y llámase de hierro porque lo era de este metal.

     Hízose un pasadizo de madera desde el palacio pontifical a San Petronio, que está a un lado de la plaza, frontero del palacio, para que por él fuesen el Papa y el Emperador sin estorbo de la gente; y para que fuesen vistos del pueblo, adornóse el pasadizo de todas las tapicerías y riquezas que se pueden pensar.

     Dos días antes, para cumplir con la ceremonia, vinieron allí los magistrados de Monza con la corona de hierro, que por antigua costumbre se ha de tomar en Milán, en señal del reino de Lombardía, y de sus manos de éstos recibió aquí la segunda corona, que es de hierro.

     La segunda fiesta para recebir la corona de oro fué la más suntuosa que los hombres han visto. Y porque se sepa la forma que se acostumbra tener en la coronación de los emperadores cristianos, quiero (aunque me detenga un poco) poner aquí lo que en ésta se hizo muy particularmente, que no creo será penoso en leerlo.



ArribaAbajo

- VI -

Da información de cómo fué canónicamente eleto Emperador. -Coronación de hierro. -Llega a la corte el duque de Saboya.

     Dos días antes que hubiese de recibir la corona, se le pidió de parte del Papa que diese información de cómo había sido canónicamente eleto rey de romanos, y por parte del Emperador fueron presentados por testigos el conde de Nasau, su camarero mayor, que se halló allí como su embajador; y el protonotario Araciola, como nuncio del Papa, y micer Andrea de Burgos como embajador del rey de Hungría, y Maestre Alejandre, secretario de la embajada, los cuales juraron haber sido eleto canónicamente en concordia de todos los príncipes eletores.

     Hecha la información, luego otro día, que fué a 21 de febrero, mandó el Papa juntar consistorio solemne de todos los cardinales, en el cual el cardenal de Ancona, como protector de España, presentando la dicha información, propuso la coronación del Emperador, y hizo una oración, diciendo las causas justas que había para otorgarla. Votaron luego todos, y quedó así concluido y proveído que otro día siguiente, martes, recibiese la segunda corona, que había de tomar en la capilla del palacio apostólico, y que el jueves adelante se le diese la de Emperador de romanos en la iglesia de Santo Petronio.

     Llegado el día, que fué de la Cátedra de San Pedro, vinieron a palacio todos cuantos grandes señores y embajadores había en Bolonia, con los perlados españoles y de otras naciones. El Emperador salió de su aposento acompañado de todos ellos para ir a la capilla donde había de recibir la corona. Iba delante de él el marqués de Astorga con el cetro imperial, al cual siguía don Diego Pacheco, marqués de Villena, con el estoque, y luego Alejandro de Médicis, sobrino del Papa, que se llamaba duque de Pina, que después lo fué de Florencia, con el mundo o globo de él en las manos, y después Bonifacio, marqués de Monferrat, con la corona que allí había de recibir de rey de Lombardía, y luego el Emperador entre dos cardenales diáconos, que vinieron a su aposento a lo llevar y acompañar.

     Detrás de él iban los embajadores de los reinos y príncipes y otros hombres principales.

     A la puerta de la capilla estaba el cardenal Runqueforto, que había de decir la misa y le había de ungir, vestido de pontifical, y acompañado de cuatro arzobispos y seis obispos, con sus mitras y capas.

     Y entrando el Emperador en ella, y hecha oración, el obispo de Malta, chanciller de Alemaña, que con él venía, presentó al dicho cardenal Runqueforto un breve del Papa, en que le cometía le ungiese, y se leyó allí delante de todos.

     Y estando el Emperador humillado ante el altar, después de algunas ceremonias y oraciones descubrió el hombro derecho, trayéndole el vestido acomodado para esto, y le ungió la espalda y lado derecho. Hecho esto le metieron en la sacristía, donde desnudándose el sayo y capa que traía, le vistieron una ropa de brocado larga hasta en pies, como sotana de clérigo, con mangas estrechas, y se la ciño, y encima un manto de brocado, pelo morado, con una capilla redonda, todo de la hechura de una capa de coro, aforrada esta capa en armiños; y vestido así, salió de la sacristía trayendo la falda el conde Nasau, su camarero mayor, y sentóse en el estrado, y algo apartado de él sentáronse en un banco los seis que habían traído las insignias, después de haberlas puesto sobre el altar.

     A este tiempo, el Papa salió de su aposento y vino a la misma capilla, vestido con mitra y capa, como Sumo Pontífice, acompañado de todos los cardenales y otros perlados; y el Emperador le salió a recibir hasta la puerta de la capilla y le hizo grande acatamiento; y el Papa bajó la cabeza mucho, y en haciendo oración, el cardenal comenzó la confesión para decir misa, y dicha, el Papa se levantó y se fué a sentar en el estrado y silla que estaba aparejada para él, más cerca del altar que la del Emperador, y el Emperador se fué la suya; y procediendo por la misa, acabada de cantar la epístola, fueron traídas por cuatro obispos ante el Papa las insignias, las cuales los señores que las trujeron las habían puesto sobre el altar; el cual dijo sobre ellas ciertas oraciones, y las bendijo, y el Emperador se levantó de su asiento y, llevándolo los dos cardenales diáconos, se puso de rodillas delante del Papa. Y el Papa se levantó y después de decir ciertas oraciones, los bendijo, y dándole el cardenal Cibo el estoque desnudo, se le puso en la mano diestra el Emperador, diciendo otra oración; y luego lo tornó a tomar, y ayudándolo el cardenal, lo volvió a meter en la vaina y se tornó a poner de rodillas. Y luego el Papa tomó el cetro, y se lo puso en la mano diestra, y el mundo en la izquierda, con sus bendiciones y oraciones; y hecho esto, se puso la corona en la cabeza y acabado así de coronar, el Emperador se levantó, y hecha al Papa una gran reverencia, se volvió a su estrado, llevándolo en medio los dos cardenales.

     Y el Papa comenzó luego a cantar el Te Deum laudamus, y hasta que se acabó estuvieron ambos en pie, y en este tiempo se disparó mucha artillería y se hizo grande estruendo de trompetas y todo género de música.

     Y cesando esto, el cardenal procedió por su misa; y llegando al ofertorio, el Emperador se levantó, y dándole las insignias a los caballeros que las habían traído, y acercándose al altar, ofreció al celebrante ciertas monedas que le fueron allí traídas para ello, y ofrecido, se volvió a su estrado y tornó a tomar sus insignias; y cuando ya querían alzar, hizo seña al marqués de Monferrat, y a los demás, que le quitasen la corona y las otras insignias, y puesto de rodillas, estuvo así sin ellas con mucha devoción, hasta que acabaron de consumir.

     En el cual espacio, al tiempo de la paz tornó a ir al altar y dió paz en el rostro al cardenal, y de allí vino al Papa, y hizo lo mismo, y después de haber consumido, recibió el Santísimo Sacramento de mano del mesmo cardenal, guiado y acompañado de los dos cardenales.

     Y acabada la misa, el Papa le dió su bendición, y tomando con su mano siniestra la diestra del Emperador, se salieron juntos de la capilla, llevando el Emperador la corona en la cabeza, y llevándole la falda de la ropa el conde Nasau; e partiéndose en el camino, se fué cada uno a su aposento, y de esta manera se acabó la solenidad de este día.

     En la tarde de él entró en Bolonia Francisco María de la Noya, y el duque de Milán, muy bien acompañado, para se hallar en la coronación y usar de su preeminencia, que era llevar el estoque como prefecto de Roma. Y el siguiente día, que fué miércoles, se gastó en acabar de poner en orden todas las cosas necesarias para la coronación principal, que había de ser el jueves.

     Y este miércoles vino a Bolonia el duque de Saboya, vicario del Imperio, casadocon hermana de la Emperatriz, por la cual razón y por la grandeza y antigüedad de su casa, el Emperador le mandó hacer gran recibimiento, y salieron a él todos los príncipes y caballeros españoles y italianos que en aquella corte estaban, y viniéndose a apear a palacio, el Emperador lo salió a recebir desde su cámara hasta la sala, y lo trató haciéndole mucha honra, alegre y humanamente. Y habiendo besado las manos al Emperador fué a besar el pie al Papa, y de allí se fué a su posada.

     Y el mismo día vino a Bolonia uno de los duques de Baviera por la posta, y asimismo llegó el obispo de Trento, embajador del rey de Hungría, al cual también se hizo recibimiento. Y vinieron otras muchas gentes de las comarcas por ver y se hallar en esta coronación de Emperador, porque había grande tiempo que no se había visto otra en Italia, desde que fué coronado en Roma Federico, bisabuelo suyo.

     El duque de Ferrara no vino a ella por las diferencias que traía con el Papa sobre las ciudades de Módena y Rezo; y el de Mantua por no concurrir con el marqués de Monferrat, con el cual traía pleito y contienda; y el duque de Saboya por estar enfermo no se pudo hallar presente a la una ni a la otra, aunque, como dije, había venido y estaba en la ciudad.



ArribaAbajo

- VII -

[Segunda coronación.] -Los españoles se señalan en las libreas. -Quiébrase el pasadizo por donde iba el Emperador.

     Venido el jueves 24 de hebrero, día de Santo Matías, el cual, como tengo dicho, estaba señalado para la imperial y augusta coronación, el pasadizo que dije haberse hecho desde el templo de San Petronio a palacio, amaneció todo cubierto de ramos de laurel y de hiedra, que no se parecía tabla de él, y por una parte y otra puestos muchos escudos de armas del Emperador y del Papa. Los tablados que dentro de la iglesia se habían hecho, todos aderezados y cubiertos de doseles de brocados y de seda, y de la misma manera toda la plaza en torno, y las ventanas de ella, en las cuales estaban infinitas damas y señoras de la ciudad y de la comarca que eran venidas a ver esta solenidad, y las fiestas que antes y después de ella se hicieron.

     Toda la ciudad estaba casi en la misma forma; y por las puertas y ventanas había diversas divisas y invenciones, pinturas e imágines de las vitorias del Emperador, de sus reinos y señoríos y de las tierras y mares descubiertos por su mandado. Finalmente, los hombres y los edificios todos estaban de fiesta y de placer, y la representaban y mostraban lo posible.

     Y luego como amaneció, vino a la plaza la más de la infantería española y alemana, y todos los soldados, armados y muy galanes. Y Antonio de Leyva, trayéndolo en hombros sus soldados, se puso a un lado de la plaza, y ansí se estuvieron lo más del día haciendo la guarda.

     Y para regocijo de la gente, por las bocas de dos leones, que se pusieron en la pared que dije, manaron dos fuentes de vino blanco fino, y por el pecho del águila otra de tinto, que duraron todo el día; y de la ventana de palacio nunca hicieron sino echar al pueblo pan en diversas hechuras de rosas y tortas, y todos géneros de frutas, peras y nueces, y asimismo confituras de todas maneras; y a un cantón de la plaza, por ceremonia, se asó un buey entero con cierto artificio lleno de cabritos y conejos y otras salvajinas.

     Puestas, pues, estas cosas muy en orden, bien de mañana acudieron al palacio del Papa y Emperador todos los cardenales y los otros perlados, con el mayor y mejor acompañamiento que pudieron; y ansimismo todos los príncipes y caballeros seglares de todas naciones, los más ricamente vestidos de brocados de oro y plata, y telas finas, y recamados de oro y piedras y perlas, que jamás se vió riqueza semejante, galanes y costosas las libreas a sus criados y servidores, en lo cual, a juicio de todos, los caballeros españoles se señalaron y aventajaron más.

     Y siendo ya hora de ir al templo, el Papa salió primero vestido de pontifical, llevándolo en hombros debajo de un paño de brocado, acompañado de cincuenta y tres obispos y arzobispos, y de todo el colegio de los cardenales, todos con muy ricas capas y mitras, y de la grande multitud de oficiales y magistrados romanos y de Bolonia.

     Y caminando por el dicho pasadizo hasta llegar al altar mayor de la iglesia, apeándose de la silla y hombros en que venía, hizo su oración y se sentó en una silla y estrado que junto al altar mayor estaba aderezado para él, y se comenzaron las horas; y en tanto, que se decían y el Papa se vestía para decir la misa, volvieron a palacio dos cardenales de los más antiguos a acompañar y venir con el Emperador, el cual salió con la corona puesta que el martes había recebido, y vestido de la misma forma, acompañado de todos los príncipes y caballeros que para este efeto habían allí venido, delante de él las insignias imperiales; en la delantera venía el marqués de Monferrat con el cetro, y luego el duque de Urbina con el estoque; detrás de él el de Baviera con el mundo, y al cabo el más cercano del Emperador, el duque de Saboya, con la corona imperial que entonces había de recibir. Y todos estos duques venían casi vestidos de una manera, con ropas o mantos largos a lo antiguo, sus bonetes ducales y coronales, con medias coronas de oro en ellos.

     Y luego venía el Emperador en medio de los dos ya dichos cardenales, y el marqués de Cenete, que le llevaba 1a falda de la ropa.

     Y caminando por el pasadizo, como el Papa había llegado a la capilla que dije haberse hecho sobre la puerta menos principal de la iglesia, a mano derecha, fué allí recibido en procesión, y entrando en ella, hizo cierta forma de juramento en mano del cardenal Salviati, de defender y amparar la Santa Iglesia Romana y la santa fe católica, y luego le fueron desnudadas las ropas reales que traía, y le vistieron una capa y roquete de canónigo de Santa María de Torres en Roma, y fué hecho canónigo de ella, como era antigua costumbre de los emperadores pasados en las ceremonias y oraciones ordinarias, para el cual efeto se había hecho allí la dicha capilla.

     Acabada esta ceremonia, procedió por su camino, y acabando de entrar por la iglesia (a la puerta de la cual le salieron a recebir otros dos cardenales), acaeció una cosa que, aunque hizo poco daño, fué grande la alteración que causó. Y fué que, pasando el Emperador, se rompió y cayó un pedazo del pasadizo por donde iba. Cuando el Emperador oyó el golpe y el estruendo de la caída del sobrado, no hizo otra mudanza más de torcer con gravedad el rostro, y volver a mirar lo que era, y encoger un poco los hombros, como quien daba gracias a Dios por librarle de tan notorio peligro. En el cual cayeron algunos de las guardas y otras personas; fueron algunos mal heridos y descalabrados; pero fué Dios servido que no peligró persona de cuenta, sino un caballero flamenco que murió allí luego. El cual acaecimiento, algunos italianos inclinados a mirar en agüeros y abusiones, interpretaron que mostraba que nunca otro emperador sería coronado, y que esto significaba romperse y cortarse el pasadizo habiendo ya pasado el Emperador, pues era cortar el paso a los que quedaban atrás.

     Sosegado el rumor y alteración del pueblo, el Emperador llegó a la otra capilla que se había edificado a la mano siniestra, que era lugarteniente de la capilla de San Gregorio de San Pedro de Roma, como arriba dije, en la cual le desnudaron el roquete y ropa de canónigo, le vistieron de diácono con el dalmática y manípulos, con otras ceremonias, y encima la capa imperial riquísimamente guarnecida.

     Y hecho esto, pasó adelante por el grande tablado del altar mayor; y entrando en él por un lado y acabada su oración, se puso de pechos sobre un estrado que allí cerca estaba. Y estando así le cantaron la letanía, la cual acabada, le llevaron los cardenales que siempre le acompañaron, a una capilla que a la mano izquierda del altar mayor estaba, y representaba la de San Mauricio, de San Pedro en Roma, en la cual el cardenal Frenesio (que después fué Sumo Pontífice) por comisión del Papa lo ungió en la espalda y hombro derecho con óleo santo, de la manera que el martes había sido ungido.

     Y acabado esto, y vestido de capa imperial, le tornaron a sacar al altar los dichos cardenales, y hecha su reverencia al Papa, que estaba vestido para decir la misa, se fué a hincar de rodillas en un sitial que le tenían aderezado, donde hizo su oración. Y luego el Papa se levantó de su silla y fué al altar con los cardenales que le asistían; comenzando la misa, dijo la confesión Y se comenzó a cantar y entonar el introito, y después incensó el altar.

     Pasado este tiempo, el Emperador se levantó, y guiado por los cardenales subió al altar, y dió paz en el rostro el Papa, y ansimismo besó el palio que tenía puesto en los hombros sobre el pontifical. Y luego ambos se bajaron, y el Papa se sentó en la silla que tenía puesta en el altar, y el Emperador en su sitial, que estaba a la mano derecha del altar.

     Y los príncipes que llevaban las insignias se fueron con ellas al altar y las dieron por su orden al uno de los cardenales, el cual las puso sobre él, y ellos se volvieron y se sentaron en un banco que estaba atrás, desviado algo del estrado, y luego trujeron de un aparador que allí estaba armado al cantón de la tribuna aguamanos al Papa, la cual trajo el embajador de Venecia.

     Y prosiguiéndose la misa, dicha ya la epístola, la cual cantaron dos cardenales, el uno en lengua latina y el otro en griego, conforme a la costumbre que se tiene cuando el Papa dice la misa, y de ahí a poco, el Emperador se levantó, y lo llevaron adonde el Papa estaba, y en una almohada se puso de rodillas ante él.

     Y estando así, un obispo fué al altar y trajo el estoque o espada, y dióla al diácono cardenal que asistía a la misa, de cuya mano el Papa la tomó, sacada de la vaina, y lo bendijo, y lo dió al Emperador, diciéndole en latín estas palabras: «Recibe el cuchillo, don santo de Dios, con el cual venzas y quebrantes los enemigos del pueblo del Dios de Israel.»

     Y dichas estas palabras, el diácono tornó a tomar el estoque y púsolo en la vaina, y lo tornó a dar al Papa, el cual, ayudando los dos cardenales, lo ciñó al Emperador; y él entonces se levantó en pie y lo desnudó, y hizo con él tres levadas con muy lindo aire y gracia, volviendo en cada una de ellas el filo del estoque hacia tierra; y hecho esto, lo tornó a poner en su vaina y a hincarse de rodillas, y luego el Papa le puso por su mano las otras insignias por el orden como fueron allí traídas, diciendo con cada una de ellas una oración al propósito como al estoque.

     Y acabándole de poner la corona imperial, que fué la postrera, el Emperador se humilló a besar el pie al Papa, y luego se levantó y se fué, así coronado, a sentar a su silla imperial.

     Y a este tiempo dispararon mucha artillería en la plaza y en las puertas de la iglesia, y tocaron infinitos instrumentos, y el pueblo comenzó a apellidar «Imperio, Imperio, España, España», de lo cual se formó un tan gran ruido y sonido, que parecía que todo el templo y la tierra se hundía, y que bastó a derribar algunos de los tablados altos de la iglesia.

     Y acabado de asegurar esto, la misa procedió, y se dijo el Evangelio también en ambas lenguas latina y griega por dos diáconos cardenales, y luego el Papa se fué al altar prosiguiendo su misa; y llegando al ofertorio, el Emperador se levantó, y quitada la corona y las insignias, subió al altar y ofreció una bolsa con ciertas monedas de oro, y después sirvió al Papa de darle la patena con la hostia, y luego el agua y vino para hacer el cáliz, con muy buena gracia y desenvoltura; y el embajador del rey de Hungría trajo el aguamanos al Papa, y el Emperador, acompañado siempre de dos cardenales y del maestro de las ceremonias, se volvió a su estrado, donde estuvo de rodillas hasta que, habiendo ya alzado y dicho el Pater noster y los Agnus, tornó a ir al altar y dió paz en el rostro y en el pecho al Papa, el cual, antes de consumir, dejó el Santo Sacramento en el altar a los cardenales, y se fué a su estrado, y el Emperador al suyo; y hincando ambos las rodillas, adoraron al Santo Sacramento que en el altar quedaba; y entonces el cardenal subdiácono tomó el Sacramento del altar en la patena en dos formas, una grande y otra pequeña, y dió una vuelta con él de cara al pueblo, y entrególo al diácono cardenal, y él tomó el cáliz con la sangre, y fueron a do el Papa estaba, a que consumiese; y el Papa tomó la patena en las manos, ayudado de ambos cardenales, y dividiendo la forma mayor, consumió una parte de ella y la sangre del santo cáliz, que también le fué allí traída. Y habiendo consumido, comulgó a ambos cardenales con las partículas que había hecho, y después llegó el Emperador y comulgóle con la forma pequeña.

     Lo cual acabado, el Emperador fué traído a su silla y tornó a tomar todas sus insignias, donde estuvo hasta que la misa se acabó, y el Papa echó la bendición y concedió indulgencia.

     Y entonces al Papa le quitaron la capa y mitra, y tornó a tomar su tiara y capa más liviana, y lo mismo hicieron todos los cardenales y perlados que estaban con capas, y luego comenzaron a caminar por donde había venido, llevando el Emperador al Papa a la mano derecha, yendo ambos a dos debajo de un palio hasta haber salido de la iglesia a la plaza, para lo cual estaba hecha una bajada ancha desde el pasadizo, con sus gradas, por donde todos bajaron a ella, porque la vuelta había de ser a caballo.

     Y habiendo bajado las gradas, el Papa se puso en un caballo turco que allí tenía, y el Emperador, al ponerse en él, en señal de humildad y obediencia, llegó a hacer muestra de tener el estribo, y 1uego lo tomó de la rienda y anduvo dos o tres pasos con él; pero el Papa no le permitió pasar adelante.

     Y el Emperador, dando las insignias a los príncipes que las traían, quedando con solo la corona, subió en un grande caballo riquísimamente aderezado, ayudándole el duque de Urbino, y púsose al lado izquierdo del Papa, y fueron ambos debajo de un grande y rico palio que llevaban los principales gentiles hombres boloneses con muy grande trabajo y pompa.

     Y en la forma y orden como caminaron fué ésta. En la delantera iban los familiares y criados de los cardenales, y otros prelados, y de todos los príncipes y señores seglares, puestos muy en orden, en hermosos caballos ricamente aderezados, y tras éstos seguían los de la familia del Papa y casa del Emperador, vestidos de sedas y de telas de oro de sus colores y divisas, y luego venían los cuarenta tribunos o regidores de la ciudad de Bolonia, y todos los doctores de los colegios, y el gobernador, y los otros oficiales con su guarda ordinaria, y el gonfaloner de la justicia, armado a caballo, que llevaba el estandarte de Bolonia, que era una hermosa cuadrilla. Luego los estandartes del Papa y del Emperador; el de la ciudad de Roma llevaba el conde Julio Cesarino; el del Papa el conde Rudollico y Rundón; el de la águila imperial llevaba don Juan Manrique, hijo mayor del marqués de Aguilar, y el de las armas reales, monsieur de Lautreque, camarero del Emperador; y estos caballeros y sus caballos iban extremadamente aderezados y armados, y con grande copia de lacayos y hermosas y diversas libreas. Y aquí iban luego grande copia de trompetas y menestriles, y todo género de instrumento, de lo cual aquel día hubo una gran multitud en todas partes. Tras éstos iban las cuatro hacaneas blancas del Papa, muy bien aderezadas, que llevaban de diestro cuatro palafreneros, y luego cuatro camareros del Papa, que llevaban cuatro capelos en sendos bastones. A éstos seguía el colegio de los abogados consistoriales de Roma, y el de los cubicularios y los acólitos, clérigos de la cámara del Papa y los auditores de la Rota, y luego los subdiáconos del número con la cruz del Papa, de ellos a mulas, de ellos a caballo, diferenciados en los vestidos y hechuras de ellos; y luego traían el Santísimo Sacramento y cuerpo de Jesucristo, como los Papas lo acostumbran hacer cuando caminan.

     Iba delante un subdiácono en una mula con una gran lanterna de cristal, una vela encendida en ella, y otro en otra con la cruz del Papa, y luego una hacanea debajo de un rico palio de brocado con guarnición y gualdrapa de lo mismo, y al cuello una campanilla, y cercada de ocho o diez palafreneros, uno de los cuales la llevaba de diestro, y en la silla iba encajada una pequeña arca o custodia, cubierta ansimismo de brocado, en que iba el Santísimo Sacramento, y delante doce gentiles hombres con doce hachas de cera blanca encendidas.

     Venían luego todos los caballeros principales de todas naciones, duques, condes, marqueses, barones, gobernadores, capitanes, hijos y hermanos de ellos, donde venía toda la riqueza del mundo, de los aderezos de sus personas y caballos, de oro y de plata, de piedras y perlas, brocados y telas de oro, y recamados, y bien poco menor la de sus pajes y lacayos.

     Tras ellos iban los ballesteros de maza, y los reyes de armas del Emperador, y también del rey de Francia y del de Ingalaterra, y del duque de Saboya, que por la pretensión del reino de Jerusalén lo puede traer; de cada uno, uno, con las cotas y armas de sus reyes. Y unos del Emperador iban derramando monedas de oro, que para aquel efeto había labrado entonces, las cuales en la una tenía su rostro y imagen, con la letra alrededor, que decía en latín: Carolus Quintus, imperator. Y de la otra, las dos colunas de su divisa con su letra de Plus Ultra, y el número de mil quinientos treinta, que denotaba el año.

     Luego venían todos los cardenales, de dos en dos, con muy grande pompa y suntuosidad, y grande multitud de palafreneros.

     Luego seguían los príncipes que llevaban las divisas, que son los ya dichos, por la orden que habían venido, salvo que el duque de Saboya, que había de traer la corona, no la llevaba, porque la traía el Emperador en la cabeza, el cual y el Papa iban juntos, como tengo dicho, ambos debajo de un palio.

     Al Papa cercaban a pie sus palafreneros, y delante del Emperador, en el lugar de los suyos, le acompañaron a pie treinta caballeros mancebos españoles, hijos y hermanos de señores, todos muy ricamente vestidos.

     Tras el Papa y el Emperador iban los embajadores de los reyes y príncipes, y los otros perlados que no eran cardenales, patriarcas, arzobispos, obispos y protonotarios, y tras de ellos cuatro estandartes, y cuatro compañías de hombres de armas del Emperador.

     Y en esta forma de triunfo fueron juntos por algunas de las más principales calles de la ciudad, las cuales todas estaban maravillosamente entoldadas y aderezadas, y con tanta gente, que con harto trabajo se podía caminar por ellas.

     Y llegando después a una plaza, adonde se apartaba una calle para ir al monasterio de Santo Domingo, que aquel día era lugarteniente de San Juan de Latrán en Roma, adonde el Emperador había de ir después de coronado, conforme a la ceremonia y costumbre antigua, el Papa con su mitra, y los cardenales con el Santo Sacramento, y muchos de los perlados y cortesanos romanos, tomaron por la otra calle que volvía a su palacio, y todo lo restante de lo ya dicho, la vía de Santo Domingo. Y llegando a la división de las calles, el Papa siguió su camino, y el Emperador el suyo, haciéndose primero grande acatamiento, bajando sus cabezas.

     Esperaban, a la boca de la calle, al Emperador con otro palio de rico brocado, debajo del cual fué su camino; y llegando a Santo Domingo, fué recebido en procesión de los canónigos de San Juan de Latrán, que para ello eran allí venidos de Roma; y llegando al altar mayor, fué ansimismo recibido por canónigo, con las solenidades y ceremonias ordinarias. Y hecho esto, y habiendo armado caballeros a muchos de los gentileshombres de todas naciones, por la mesma orden que había venido se tornó a palacio, donde le hicieron salva con grande copia de artillería y arcabucería de los soldados que en la plaza estaban, y subió a su aposento, y se retrajo a una pieza, y mudando la ropa imperial y pesada que traía, se vistió otra muy rica, y salió a una grande sala, en la cual sobre un estrado estaba puesta una mesa, y otra bajo de él, y el Emperador se sentó a comer en la mesa del estrado, y los príncipes que habían traído las insignias comieron en la baja, donde se hizo el servicio. Y fué la comida conforme a todo lo demás.

     Y de esta manera se hizo y solemnizó este día la coronación del Emperador Carlos V, y en el día ya dicho, habiendo grande tiempo que otra no se había visto, que fué desde que en Roma fué coronado por el papa Eugenio el emperador Federico, su bisabuelo, en el año del Señor de 1442. Y la noche siguiente, y otros días que en Bolonia estuvo, hubo muchas justas, máscaras y diversos géneros de fiestas.



ArribaAbajo

- VIII -

Lo que el Emperador hizo en Italia después de su coronación.

     Habiendo el César, con tanta autoridad y reputación, alcanzado la corona del Imperio en la manera dicha, que tan temida y estorbada había sido por el rey de Francia y venecianos, y por otros potentados de Italia, y por el rnesmo Papa, que vino a dársela como se ha visto, ninguna cosa acometió ni intentó de aquellas que habían temido y recelado, antes manteniendo en sus estados y dignidades a todos, en los pocos días que después estuvo en Bolonia procuró asentar más la paz y sosiego en Italia, juntamente con dar orden de su partida para Alemaña, con deseo de poner algún remedio, si fuese posible, en las cosas de la fe y religión, contra los errores luteranos y en la defensa contra los turcos.

     Túvose por contento de los venecianos con la restitución que le hicieron de las tierras de la Pulla, y sin pedirles otra cosa de las que tenían ocupadas, mandó enteramente guardar la paz con ellos, y envió por su embajador de aquella Señoría a un caballero llamado don Rodrigo, natural de la ciudad de Toledo, y dió orden ansimismo cómo el duque de Milán fuese luego restituído en su Estado, y así se hizo, para cuya seguridad mandó quedar con alguna gente en Lombardía a Antonio de Leyva, al cual hizo merced de la ciudad de Monza, y de otras tierras en Lombardía, y le hizo otras muchas mercedes, honrándole con títulos y dignidades y conforme al asiento que con él se había tomado.

     Puso por alcaide en la fortaleza de Milán a Juan de Mercado, maestre de campo y caballero español; y a don Lorenzo Manuel por gobernador en la ciudad de Como. A Sena mandó ir a don Lope de Acuña, con alguna gente, para tener en sosiego aquella república, por causa de los bandos y disensiones que había en ella.

     Ocupóse también en dar algún medio y concierto entre el Papa y Alonso de Este, duque de Ferrara, así sobre las ciudades de Módena y Rezo (que como tengo dicho había tornado el papa Julio, pretendiendo ser de la Iglesia, y él las había comprado en los tiempos pasados) como lo demás de su Estado y ciudad de Ferrara, la cual en tiempos antiguos había sido poseída y gobernada por los Sumos Pontífices y sus pasados del duque la habían ocupado, y después poseído como vicarios y feudatarios de la Iglesia.

     Y después de muchos tratos del Papa y del duque, comprometieron su justicia y diferencia en manos del Emperador, y prometieron de estar por su parecer y sentencia. Y el duque de Ferrara vino allí a Bolonia a besar el pie al Papa, y quedó por entonces en su gracia, y para seguridad y firmeza de este compromiso, y que cumplirían lo que fuese sentenciado, el duque entregó al Emperador la ciudad de Módena, y el Emperador envió allá un caballero llamado Pedro Zapata, natural de la villa de Madrid, con gente de guarnición. Y después, el año siguiente, dió cierta sentencia en este caso, como se dirá en su lugar.

     Y en lo tocante a la amistad Y concierto con el Papa, el Emperador estuvo firme y constante sin faltar un punto, si bien en el cumplimiento de la promesa mandó sostener el cerco sobre Florencia en su nombre, teniendo sobre ella su gente y capitanes, como se dirá adelante; el marqués del Vasto y don Hernando de Gonzaga en la una parte, y el príncipe de Orange, capitán general, de la otra. Y los florentines le ofrecieron muchas veces de le servir con más de quinientos mil ducados, y le daban la obediencia y guarda, por que mandase alzar sus gentes de sobre ellos; mas el Emperador, por cumplir su palabra, jamás lo quiso hacer, aunque no faltaron pareceres que lo podía y debía hacer; y otros murmuraron de ello, y tuvieron por demasiado rigor el del Papa y suyo en apretar tanto aquella república, que viniese a perder su libertad; pero es la verdad que los desacatos y delitos que contra el Papa y todos los de su sangre hicieron, fueron tantos, que a muchos hombres de buen juicio y rectitud les pareció que merecieron bien el castigo que se les dió, como aquí se dirá, y la guerra cruel que contra ellos se hizo.



ArribaAbajo

- IX -

Mal que Barbarroja hizo en la Cristiandad. -Barbarroja contra el Peñón. -Piérdese el Peñón.

     No es posible contar las cosas todas juntas, si no se corta el hilo que llevan, ni los sucesos pueden venir tan medidos en un año, que en el siguiente se entre con otros nuevos. Algunas cosas he dicho que son del año de 1529, y entrado he con ellas en el de 1530, dejando otras, porque no he tenido lugar de contarlas. Volviendo, pues, agora por ellas, para decirlas sucesivamente, sin que haya impedimento en la corriente del año, por no dejar coronación del Emperador comenzada.

     Ya es llegado el tiempo en que Haradin Barbarroja (aquel cuyo vil nacimiento y bajos principios, con que llegó a ser rey de Argel, escribí en la primera parte desta obra) nos dará que decir de lo mucho que dió que llorar a la Cristiandad. Estando, pues, como le dejamos, de asiento en Argel, enviaba sus navíos a correr las costas del mar de España y sus islas. Tenía Barbarroja guerra con un hermano de Benalcadi, señor del Cuco, el cual se había hecho fuerte en una serrezuela, y de ella con mil y quinientos azagos, hombres diestros en armas, y con algunos escopeteros, se bajaba muchas veces a correr el campo y talar las tierras de Argel. Barbarroja, que no podía sufrir tal enemigo por vecino, fué contra él con la más gente que pudo, y entre ella muchos moriscos de Granada, Valencia y Aragón. Combatió la serrezuela y perdió en el combate cuatrocientos turcos y moriscos, y si su contrario le siguiera, él quedaba preso, y por ventura muerto.

     No perdió por eso Barbarroja el corazón, ni tuvo pensamiento de dejar las armas, antes las empleó de veras contra los españoles, que guardaban el Peñón de Argel. El cual es un risco pegado casi a tierra, en que había un castillo fuerte. Guardábalo Martín de Vargas, natural de Madrid, con ciento y cincuenta españoles, valientes soldados, y que tenían el pie sobre el pescuezo a los de Argel.

     Como tenía Barbarroja muchos turcos y algunos grandes cosarios, combatía el Peñón recio y a menudo. Martín de Vargas, temiendo de perderse por falta de gente, munición y comida, envió a pedir al Emperador (que a la sazón estaba en Barcelona de partida para su coronación) socorro, y le avisó cuán importante era el Peñón, contra tan poderoso enemigo como Haradin Barbarroja, tan vecino de España y que tantos cosarios amparaba. El Emperador se olvidó de aquello por los muchos y grandes negocios que trataba entonces, y aun por culpa de sus criados, de manera que ya cuando el mensajero volvió, y con tan mal despacho, no había pólvora en el Peñón, ni mucho que comer.

     Barbarroja, viendo el poco fruto del cerco, movió partido a Martín de Vargas, no malo para en tanta estrechura y tan poca esperanza de socorro; porque le dejaba ir con sus armas, ropa y artillería, dando rehenes del seguro. Vargas respondió, con parecer de todos los soldados, que antes querían morir defendiendo aquella fuerza, pues se la entregaba su rey, que pasar afrenta por entregarla.

     Oída por Barbarroja tal respuesta, desconfió de poder tornar el Peñón; pero como los españoles aflojaban de tirar, entendió ser por falta de pólvora y arreció el cerco, aunque él también tenía pocas pelotas. Mas un judío, que después se fué a vivir a Marsella, se las mostró a hacer de hierro, y le aconsejó que los combatiese de noche, y no de día. El, tomando aquel consejo, les combatía noches y días. Rodeó el Peñón con cuarenta y cinco navíos bien artillados y llenos de gente morisca y turquesca, en los cuales había ciertas galeras y algunas galeotas. Arremetió de hecho, batió y combatió tan furiosamente el Peñón y castillo, que lo tomó viernes a 21de mayo 1529 años.

     Pelearon aquellos pocos españoles valentísimamente con cinco mil turcos desde la mañana hasta la noche. Mataron muchos de los enemigos, y ellos murieron todos, sino veinte y cinco, y aquellos quedaron vivos, y tan heridos, que casi no lo parecían, los cuales, y veinte mujeres, quedaron cautivos y maltratados.

     Barbarroja mandó arrasar el castillo y hizo allí un jardín para recrearse y acordarse mejor de la vitoria, con lo cual cobró doblado nombre que hasta allí tenía entre alárabes y españoles.



ArribaAbajo

- X -

Los moriscos de Valencia se quieren pasar a Berbería. -Cosarios por las costas de España. -Cautiverio y trabajos notables de Pedro Perandreo, caballero valenciano, y lo que hizo su hijo por rescatarlo.

     Recogíanse muchos cosarios en Argel a sombra de Barbarroja, a quien todos reconocían, como a famoso en este oficio, el cual traía entonces grandes inteligencias con los moriscos de Valencia, para los pasar a Berbería con sus mujeres, hijos y haciendas, de suerte que despachó para esto a Hardin Cachadiablo con once fustas y galeotas, cuyos capitanes raeces, como ellos llaman, eran Solac, Saba, Magali, Tabac, Azán y Solimán, afamados ladrones y cosarios.

     Cachadiablo corrió la mar tres meses, sin hallar en qué hacer mal, entretanto que se acercaba el tiempo que tenían puesto los moriscos. Púsose a esperar en Santa Pola que saliese de Denia, de Alicante o Cartagena algún navío, en que echar lance, y no se ofreciendo nada, dió proa de noche, víspera de San Lucas, en el río de Altea, donde con mucho secreto salió en tierra y sacó cien turcos en cada bandera, de seis que apeó, con los cuales y con hombres pláticos de allí que guiaban, llegó a Parcent aquella noche sin ser sentido.

     Recogió los moros de aquel lugar con sus mujeres, hijos y ropa. Envió luego dos compañías a Murla, los cuales hicieron otro tanto, y cuando amaneció tenía de ambos lugares y de otros de por allí más de seiscientas personas y mucha ropa, que todos se llevaban cuanto podían.

     Viendo que fué el día, combatió la casa de Pedro Perandreo, señor de Parcent, nueve horas, sin poderla ganar; porque Perandreo se la defendía maravillosamente con siete cristianos. Mas al cabo la ganó por aviso y industria de los vecinos vasallos del Perandreo, que viendo que ni por fuerza, ni fuego, ni otros ingenios la tomaba, le subieron al tejado, por donde luego la entró, saqueando cuanto halló a mano. Llevó cautivo a Perandreo y los otros siete, entrando esta vez los turcos más adentro que nunca en España habían entrado por tierra, porque hay tres grandes leguas desde Murla hasta el río de Altea, por donde entraron.

     Envió contra ellos el conde de Oliva, don Serafín de Centellas, cuya es Murla, cosa de sesenta caballos, pensando que les podían quitar la presa, o a lo menos detenerlos, hasta que llegase más gente. Pero como sea la tierra muy áspera para caballos, principalmente por donde fueron los turcos, no hicieron cosa que importase algo.

     Hardin Cachadiablo alzó banderas de paz luego que metió en sus galeras la presa y hombres sobredichos, y así se trató el rescate de Pedro Perandreo en once mil ducados; y mientras fueron por los dineros a Valencia, llegaron cuatro fustas de Argel a decir a Cachadiablo cómo Rodrigo de Portundo le andaba buscando, con la armada española; por eso, que se guardase de él, y con tanto se partió de allí sin rescatar a Pedro Perandreo, y le llevó a Argel, donde le tuvo Barbarroja por cautivo, aunque sin premio. De aquí se le siguieron grandes trabajos y gastos a él y a sus hijos y mujer, porque se rescató cuatro veces, sin ser rescatado alguna, por engaño de uno que fué a Argel a rescatarle, porque rescató a otros por codicia dejándole a él; bien que llevó su pago.

     Estuvo en Argel Perandreo cinco o seis años en aquel cautiverio, y llevóle Barbarroja cuando se fué a Constantinopla, según después pareció. Su mujer Margarita de Roda, sintiendo mucho su cautiverio, envió a su hijo Pedro de Roda a la guerra de Túnez, a servir al Emperador y a procurar algún turco o moro, para darlo en trueque de su padre. Mas como no se pudo haber, procuró el mismo Pedro de Roda ir con crédito de mercaderes a Flandes y de allí a Venecia, a redimir a su padre o pasar a Constantinopla.

     Hubo, pues, un salvoconduto de Barbarroja por medio de Jorge Corregia, mercader caudaloso, que residía en Constantinopla; con el cual, y con cédula de cambio, se fué a Ragusa, y aun iba determinado de quedar por el padre, cuando los dineros que llevaba de crédito no bastasen. Mas estando allí le aconsejó Marín de Zamami, caballero del hábito de Santiago, que no pasase a Constantinopla en aquel tiempo por las guerras que había entre venecianos y turcos, y porque Barbarroja venía con ochenta velas a estos mares con temor de la grande armada con que fué el Emperador a Argel; y así, hubo de invernar en Ragusa, y se volvió a Venecia, donde hubo cartas de Renata, duquesa de Ferrara, para el capitán Polín, embajador en la corte del Turco por el rey de Francia, y favor de don Diego Hurtado de Mendoza, embajador allí, sobre el rescate de su padre, que se concluyó en cinco mil ducados.

     Pero aun este concierto no tuvo efeto, porque se vino Barbarroja a Tolón, y con él Polín. Fuélos a buscar, y tuvo cartas en Génova de Constantinopla, cómo era muerto su padre, y al otro día de Valencia, cómo era muerta su madre, de manera que se hubo de volver a Valencia.



ArribaAbajo

- XI -

Rodrigo de Portundo se pierde, año de 1529.

     Rodrigo de Portundo, volviendo a España desde Génova, donde fué con el Emperador para guardar las costas de España, tuvo aviso cómo andaba Cachadiablo con once velas a robar y escandalizar todos estos mares. Tomó en Ibiza ciento y cincuenta hombres para reforzar ocho galeras, que las demás allí se quedaron, y fué a la Formentera, donde halló a Cachadiablo, que por tiempo contrario se había metido en el Despaldar, que llaman, y detenídose desde que salió del río de Altea, para ir derecho a Argel, como se lo mandaba Barbarroja. El cual, como vió las galeras de España, se dió por perdido.

     Hizo arbolar las áncoras y echó a huir, porque estaba ya con miedo de Portundo, capitán esforzado y nuevo, y por muy embarazado con ropa de los moriscos, como lo descubrió Rodrigo de Portundo, hizo enarbolar las galeras, empavesarlas y armar la gente. Llamó los capitanes a la capitana, que fueron Domingo de Portundo, don Pedro de Robles, don Juan de Córdova, Juan Vizcaíno, Martín de Arén, Mateo Sánchez y Juan de Cisneros, que llevaba la galera de Tortosa. Animólos a pelear apocando los cosarios y las fustas, que como era de gran corazón no los temía, y como era soberbio y cabezudo, no consideraba el número.

     Su hijo Domingo de Portundo, mancebo cuerdo y valiente, le amonestaba que no peleasen, contando quince fustas, cuatro más de las que pensaban. Airóse el padre entonces, diciéndole que no era su hijo, pues temía aquellas fustillas cobardemente, porque solo él con su galera los echaría a fondo.

     Tras esto, porque no se fuesen, siguió los enemigos, a bogarrancada, y como algunas galeras no podían a tener con las suyas y las de su hijo, que bogaban mucho, detúvose a esperarlas un poco levantados los remos, aunque no todo lo que fué menester.

     Viendo esto, caminó adelante con mucho enojo, y cuanto más se acercaba a los enemigos, tanto más se alejaba de los suyos, aventajándoseles con la galera de mejor aderezo. Llevaba en su flota algunas galeras nuevas de aquel año, y tenían buena parte de la chusma de los gascones y otros franceses, que mandó el Emperador, yendo de Barcelona para Italia, prender y echar a galeras, porque había también echado al remo muchos españoles el rey de Francia, de suerte que andaban poco y malo, y causaron la perdición de todas las galeras.

     Hardin Cachadiablo animó los capitanes, ajuntando sus galeras luego que conoció la desorden de las galeras de Portundo, y les certificó la vitoria, si peleasen como valientes cosarios. Ordenó que pues eran doblados, que los contrarios diesen en cada galera, ya que todas ocho peleasen juntas, una galeota de cara, y un bergatín de lado. Y si todas no peleasen por quedar rezagadas, que embistiesen tres en una.

     Arremetieron, pues, los cosarios con grande alarido. Azán y Solimán encontraron con la galera de Portundo, uno por proa y otro por lado, y por más que procuraron valerosamente defenderse, se comenzó a entrar de los bárbaros, y aunque con sangre y daño, la vencieron y ganaron antes que fuese ni pudiese ser socorrida, por quedar las demás rezagadas.

     Portundo, con la lástima de los suyos, fué despedazado a la vista de su hijo, que, como prudente capitán, le había aconsejado lo contrario. Derribaron el estandarte imperial para desmayar a los enemigos y alegrar a los suyos. Cachadiablo peleó con Juan Vizcaíno y matólo con otros muchos, ayudándole otros bergantines. Salac, con su galeota y otras fustas, tomó la galera de Tortosa y luego la de Domingo de Portundo, matando casi todos los armasdos, que se defendieron mucho, salvo al capitán Portundo, que fué herido y preso. Saba combatió con Mateo Sánchez, y lo venció y mató, apoderándose de su galera. Mengali, con otros, siguió las tres que huían viendo el pendón real caído, y perdidas la capitana y la de Juan Vizcaíno. Alcanzó Mengali la de don Juan de Córdova, que dió en unas peñas, y cogióla.

     Escapáronse de aquella perdición la de don Pedro de Robles y la de Martín Arén.

     De esta manera venció Cachadiablo, que al principio huía, a Rodrigo de Portundo, que lo tenía en poco, a 25 de octubre de veinte y nueve. Fué gran pérdida ésta para las costas de España, porque las corrían cada día los de Argel sin temor alguno; y el Emperador lo sintió, y dió las galeras de España a don Alvaro Bazán, padre del famoso marqués de Santa Cruz.

     Holgóse mucho Barbarroja de esta vitoria, no habiendo muerto en ella más de veinte turcos, habiendo peleado con españoles, y porque tenía más en su flota dos galeras y un bergantín, con las galeotas, tiros y armas que habían menester, y por quedar sin galeras España, donde pensaba cargar la mano. Holgóse con la riqueza y reputación que ganaba entre los mismos españoles y entre los demás cristianos de Europa, y entre los moros y alárabes, con quienes andaban en guerra. Los cosarios le reverenciaban más que nunca, y porque el gran Turco también le conociese por medio de aquella vitoria y le favoreciese en todos sus pensamientos, le envió un presente, más hermoso que rico, de ropa morisca y seda, que le dieron moros renegados de Aragón, Valencia y Granada; algunos muchachos y mancebos cristianos y algunas niñas; de la cubierta de popa de la galera de Portundo, que era obra costosa y vistosa, y que se hizo pensando que pasara el Emperador en ella a Italia, sino que pasó en la de Andrea Doria, por mostrar que se confiaba de él.

     Envióle con estas y otras muchas cosas el estandarte imperial, que lo estimaba tanto como toda la presa.

     Solimán alabó mucho a Barbarroja y la vitoria que hubo tan a propósito para el buen suceso de sus pretensiones y de lo mucho que deseaba hacer un buen golpe en España.

     Esta pérdida de Portundo escribió la Emperatriz al condestable de Castilla, y la soberbia que por ella tenían los berberiscos, y que el rey de Tremecén se había puesto en armas no quiriendo paz con Castilla, y que se apercibía para ir contra Orán, y tenían pensamientos de echar los españoles de toda Africa y robar las costas de España, y que el Emperador era pasado en Alemaña a resistir al Turco, que estaba sobre Viena, con más de cuatrocientos mil combatientes, y amenazaba a toda la Cristiandad, y que había hecho en aquellas partes tantas crueldades y males, que era lástima decirlas.

     Estas y otras cosas llora la santa Emperatriz en esta carta: la pérdida de Portundo, con seis galeras, por el mal orden que tuvo en pelear. Escribióla estando Su Majestad en Madrid, a 13 de diciembre año mil y quinientos veinte y nueve.



ArribaAbajo

- XII -

Sinán, judío cosario, compañero de Barbarroja. -Andrea Doria va contra Alí, cosario. -Mala suerte de Andrea Doria. -Crueldad de Barbarroja contra españoles. -Valerosa muerte del capitán Martín de Vargas.

     Tenía propósito Barbarroja de hacerse señor del mar, desde Gibraltar a Sicilia, escribiendo para ello a Sinán, judío que le faltaba, para que dejase los Gelves y se viniese con él, donde entraría a la parte que le importaría harto más, pues juntándose los dos en un cuerpo, harían muy grandes lances.

     Era Sinán de Synirne tuerto de un ojo y judío conocido por renombre y no por linaje; manso con los esclavos, piadoso con los enfermos, templado en los vicios, firme en el consejo, astrólogo y grande hombre de mar, así para las alturas como para las derrotas; era, en fin, el mejor cosario de su tiempo, si tuviera la dicha que Barbarroja; y así, le escogió después el gran Turco por capitán para contra los portugueses en el mar Bermejo y en la India.

     Sinán se holgó mucho con la amistad de Barbarroja, aceptando el partido que se le ofreció, y así se vino a Argel con dos galeras y veinte y cuatro galeotas y fustas, aunque otros cuentan menos.

     Vino también otro cosario de Túnez llamado Alí Caramán, a ruego de Sinán judío, con cuatro galeotas y dos galeras que tomara cerca de Ostia, viniendo de Nápoles a Florencia, con pelotas y pólvora, para el príncipe de Orange, que la tenía cercada, una de las cuales se llamaba Sevillana. Vinieron también otros cosarios menores, que después ganaron fama.

     Barbarroja, como también la deseaba, se holgó mucho con tantos cosarios, nacidos como él para hacer mal. Festejóles mucho, y juntando hasta sesenta navíos, diez galeras, las demás galeotas, se puso a punto para hacer un buen salto, y como se vió tan poderoso, los dió a entender que tomarían a Cádiz si fuesen sobre ella.

     Y aunque se les hacía muy de mal pasar el estrecho de Gibraltar, le prometieron de acompañarle en la demanda. Todos se apercibieron de cuanto habían menester para la empresa. Enviaron a Alí Caramán con veinte y cinco velas a Sargel, por bizcocho, y por otros pertrechos de guerra.

     Andando en esto, salió Andrea Doria por mandado del Emperador en busca de Barbarroja, a vengar la de Portundo, con treinta y ocho galeras, y entre ellas las de Francia, que ya el rey Francisco estaba amigo del Emperador, aunque se sospechaba otra cosa, perdonando a Andrea Doria, el cual supo en Mallorca que Barbarroja tenía sesenta bajeles de remo bien aderezados, aunque la mitad de ellos en Argel y la otra mitad en Sargel.

     Partióse luego para Sargel, por ser menos galeotas que tenía Alí, y porque Barbarroja, Cachadiablo y otros, estaban en la otra parte.

     Pensaron las atalayas de Sargel, luego que descubrieron la flota de España, que eran los de Argel, y así se descuidaron. Mas viendo que era Andrea Doria, quitó de presto Alí los hierros a los cristianos galeotes, que serían más de ochocientos, y metiólos en mazmorras y cuevas, pensando escaparlos, ya que otra cosa no pudiese, porque valían mucho dinero. Barrenó algunos navíos porque no se los llevasen, echó fuera del lugar todos los vecinos, para que llamasen quien les socorriese de presto, y él se metió con sus turcos en el alcázar.

     Entró en el puerto Andrea Doria sin golpe de artillería. Apoderóse del pueblo y envió tres compañías de soldados nuevos italianos con Jorge Palavecino a sacar los cautivos, que luego supo de ellos. Trajeron los cautivos a las galeras, y dándose a saquear a Sargel y a las aldeas con algún desorden, salió Alí con sus turcos sobre ellos, y muchos alárabes de pie y de caballo, que les desconcertaron muy mal y les degollaron muchos, sin poderles valer las galeras, aunque se acogieron a ellas. Quedó preso el Palavecín con más de sesenta, y murieron cosa de cuatrocientos, tornándose Andrea Doria sin tentar el alcázar, con todos los cautivos, dos galeras y seis o siete fustas, corriendo ya el año de 30.

     Supo luego Barbarroja este negocio y sintiólo de manera -por ver perdida la empresa de Cádiz y por la pérdida de los navíos-, que pensando vengarse de Andrea Doria, envió a correr la costa de Génova, no hizo otro daño más que coger dos naos ginovesas. Fuése a reparar la cerca de Argel y la fortaleza, oyendo de muchos que quería ir allá la armada del Emperador, y como quedó lastimado de la perdida de Alí quiso vengarse en los cristianos españoles que tenía.

     La crueldad se nota; que la muerte, de una manera o de otra, a todos les viene. Empaló a Domingo de Portundo, y acañavereó otros muchos. Atropelló algunos con caballos, manera de muerte tan cruel como nueva. Hacía para esto en el campo hoyos y metía los cristianos en ellos, dejándolos las cabezas y brazos fuera solamente. Echaba luego sobre ellos hombres de a caballo, que les atropellaban hasta despedazarlos.

     Cortó las cabezas a diez y siete cautivos principales, porque supo de cierta conjuración -que trataban de matarle y alzarse con Argel-. Degollólos, aunque le importaban más de quince mil ducados de sus rescates. Descoyuntó el cuerpo a Martín de Vargas, valiente capitán, cortándole (por lo de Andrea Doria) cada miembro por su parte, y porque no se quiso tornar turco ni casarse con mora, haciéndole grandísimas mercedes si en cualquiera de estas cosas le daba gusto haciendo su voluntad.

Arriba