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Año 1537

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- XVIII -

Muerte de Alejandro de Médicis en Florencia.

     Ocupado me han los hechos del Turco y su cosario Barbarroja, sucedidos en el año de 1537, sin darme lugar a decir otros que más tocan a nuestras gentes, en Italia y otras partes de Europa. Comenzarlos he con luto y lágrimas, cuales las hubo en la desastrada muerte de Alejandro de Médicis, primero duque de Florencia, y yerno del Emperador, a quien mató malamente un Lorenzo de Médicis, deudo suyo, a seis días del mes de enero de este año de 1537. El cual caso contaré (si bien no sea tan propio de esta historia) por el deudo que este desdichado duque tenía con él Emperador, por haber casado con su hija, madama Margarita.

     Pasó, pues, así este abominable hecho. El duque Alejandro, habiendo casado en Nápoles con madama Margarita, hija del Emperador, volvió a Florencia, y comenzó a gobernar con tan buen término y madura prudencia, que a satisfacción de todo el pueblo daba fuerzas a su nuevo Estado; que si bien su edad no pasaba de veinte y seis años, el término que tenía en la administración de la justicia y el ser apacible, oyendo a todos y haciendo mercedes a sus propios enemigos, ganaba las voluntades (que por eso se dijo que dádivas y buenas razones ablandan peñas y corazones), y parecían obras de un hombre cuerdo y maduro.

     Lo que le hizo el daño que contaré, fue ser demasiadamente dado a mujeres, sin mirar a su honra ni salud. Andaba de noche rodando las calles, trababa pendencias muy peligrosas, todo por este negro vicio. Tenía un pariente casi de su edad que se llamaba Lorenzo de Médicis, que en estos pasos le acompañaba, o por ser de su humor o por traerle por aquí al estado infeliz en que lo veremos. El talle, traje y semblante de este Lorenzo daban a entender, quién él era, y los pensamientos malos que tenía, porque siempre andaba solo, el gesto cetrino y amarillo, la frente arrugada; hablaba muy poco, y a pocos. Extrañábase de todos, andando por lugares apartados de la gente, con tan profunda melancolía, que unos se reían de él y le tenían por loco; otros juzgaban que éste andaba maquinando algún terrible hecho. Y más que en Nápoles le habían visto tratar con los Strozis, enemigos del duque, y hablar muy mal de él; y doblando la traición decía a Alejandro lo que oía decir a los Strozis, de suerte que este traidor usaba trato tan infame y doble, tenía tan ciego al duque y tan engañado, que, si bien Pendulfo, un gran amigo suyo, le avisó de su mal trato, y Pedro Strozis lo dijo en muchas partes, llamándole dos veces traidor, y que el duque sabia poco, pues se dejaba así engañar, no aprovechó, si bien es verdad que el duque le hizo cargo de lo que de él decían; mas el Lorenzo, sonriéndose, respondió que así era, lo que Strozis de él decía; pero que mirase cómo podía él ser espía doble y avisarle de los secretos de sus enemigos, ni saberlos de ellos, si no era haciéndoles creer que era su enemigo, y que deseaba matarlo.

     Con estas palabras quedó el duque satisfecho y libre de toda sospecha mala, que su hado iba en él ejecutando el triste fin que había de tener. Demás de ser espía doble, como Lorenzo de sí decía, servíale de un mal oficio de tercero en sus deshonestidades, y en particular era este hombre inclinado a tratar con monjas, siendo un sacrilegio y pecado que tanto ofende a Dios, y que por maravilla dejan de tener fin desdichado los que esto tratan.

     Era tanta la familiaridad que entre ellos había, que teniendo las casas vecinas, tenían abierta una puerta para que, todas las veces que Lorenzo quisiere pudiese entrar al aposento dónde el duque dormía, y tenían ambos llaves de esta puerta. Quería Lorenzo hacer su hecho sin peligro de la vida, para gozar, como él confesó después, de la libertad que deseaba dar a su patria, matando al duque, que llamaba tirano; y así, si bien se le ofrecieron hartas ocasiones, no quiso usar de ellas hasta verse en la más segura.

     Moraba cerca de palacio una mujer principal y hermosa; pero honrada, cuales deben ser las que son tales. El duque se aficionó grandemente a ella; Lorenzo de Médicis, haciendo su oficio, dijo que él haría que aquella señora diese gusto al duque, y que podría él tener mucha mano para tratarlo con ella, por ser deuda.

     Aquí se determinó Lorenzo de efectuar la traición que tenía pensada. Fue, pues, así, que a cinco de enero, en la noche, después de cenar, teniendo trazada la traición, se llegó a la oreja del duque, y mintiendo como traidor, le dijo que la señora haría su voluntad; y que aquella noche la habría, con que de ninguno fuese vista ni sentida, y que se le había de dar lo que había prometido. Luego el duque se levantó, y como solía hacerlo, se fue a la casa de Lorenzo de Médicis con el apetito de gozar lo que tanto había deseado. Despidió los criados, que así lo pidió Lorenzo, y el desdichado duque acostóse en la cama del Lorenzo para ir a casa de la dama que, según había dicho el traidor, había de ser a medianoche, porque entre el postigo del palacio del duque y la puerta de la señora no había más que una angosta calle.

     Estando el duque esperando tendido en la cama, díjole Lorenzo que se quitase la espada para poder reposar más descansadamente. El duque lo hizo. Lorenzo de Médicia metió disimuladamente la pretina por la guarnición como suelen hacer para que si el duque quisiese echar mano a la espada para defenderse no la pudiese desnudar fácilmente. Hecho esto díjole que durmiese hasta que él volviese a llamarle cuando estuviese todo a punto. Salióse dejando luz en la cámara, y corrido el pabellón, cerró la puerta tras sí, que era de golpe.

     Puesto todo en tal orden, llamó un lacayo que se decía Escoroncolo, a quien el mesmo duque había librado de la muerte en que por sus delitos le había la justicia condenado, y díjole Lorenzo que le cumpliese la palabra que le había dado de ayudarle a matar un hombre principal, gran enemigo suyo, que no era menester más que ánimo y no espantarse con su vista, porque el negocio se podía hacer sin peligro. El lacayo respondió animosamente, que por servirle no sólo mataría un hombre principal, mas, al mesmo duque si se lo mandase. Entonces le dijo Lorenzo: «Muy bien has adivinado; él mismo es, y aquí lo tenemos encerrado en esta cámara dormiendo.»

     Luego abrieron muy paso la puerta y entraron, llevando también consigo un mozo de caballos de Lorenzo, que porque andaba muy despacio llamaban Saeta, a contrario sentido. Lorenzo, echando mano a un puñal grande, metióselo por las costillas al duque que estaba durmiendo. El duque, con el dolor de la muerte, echóse de la otra parte de la cama y andando a gatas metióse detrás de la cama, y queriéndose levantar, Saeta le dio una cuchillada en el carrillo. y los demás, viendo que animosamente había tomado un banquillo y se escudaba con él, cercáronlo, hiriéndole con fieras y crueles cuchilladas. El duque, rabiando como una fiera, arremetió a Lorenzo de Médicis, y llamándolo en voz tan alta traidor, que, como consta del dicho de unas mujeres, se oyó en toda la casa, cogióle con los dientes el pulgar de la mano siniestra y quebróselo. Lorenzo de Médicis, sintiendo gran dolor, pidió que le ayudase Escoroncolo, el cual, degollando al duque, lo derribo en el suelo muerto, echando mucha sangre por la boca,. y dándole otras muchas estocadas lo echaron en la cama sin que nadie de toda la casa acudiese al ruido, porque Lorenzo de Médicis, mucho antes, para engañar a los de su casa, solía en aquella cámara luchar con sus amigos, haciendo gran ruido con bancos, y rodelas y lanzas, todo para efecto que aunque este día de la traición hubiese ruido no reparasen en ello.

     Tal fin tuvo el desgraciado Alejandro de Médicis y el casamiento de madama Margarita; no se logró más; las revueltas y alteraciones que hubo en Florencia considérelas cada uno; yo las callo, pues las escriben muchos.

     Al fin, Cosme de Médicis, aunque con harta contradición, se apoderó de Florencia y se valió de Francisco Sarmiento y de los españoles contra Filipo Estroci y otros contrarios de los Médicis; vengó la muerte, de Alejandro de Médicis y procuró siempre ser muy leal servidor del Emperador y amigo de los españoles, que le valió para conservarse en el Estado y dejarlo firme a sus sucesores como ahora, lo tienen; y el Emperador le confirmó el Estado, y dióle el título de duque de Florencia, guardando aún en muerte a Clemente la amistad y favor que le prometió viviendo.



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- XIX -

Baja gente francesa en socorro de la Teruana.

     Primero día de hebrero de este año envió el rey Francisco gente para socorrer a Teruana, y llegaron una noche tan escura y tempestuosa, que sin sentir los imperiales su peligro, entraron en la ciudad, y poco después entraron de la misma manera otros docientos de a caballo. Había cada día escaramuzas entre cercados y cercadores, con igual pérdida de ambas partes; o poco diferente.

     Estaban en Teruana caballeros nobles mancebos de honra y vergüenza, que habían entrado de socorro, que ni sufrían estar ociosos ni a otros daban ventaja, y como ya les faltase la comida y pólvora, envióles el rey de socorro por el mes de marzo al duque Ambaldo la Novelara con mil y docientos caballos y mucha gente de pie con bastimentos, pólvora y munición que les faltaba, llevando por guías los más principales caballeros de San Juan, franceses, italianos y albaneses. Fueron a ponerse en la Selva Fau, que es en la Bélgica, esperando los caballos que habían de venir de Teruana, los cuales, como supieron la llegada del socorro, vinieron luego, saliendo del lugar de golpe, y rompieron por el campo de los cercadores, matando algunos pocos los imperiales que estaban por aquella parte, y llegaron a juntarse con los que en la Selva esperaban. Sabido por el conde Reusio, que estaba a la parte de San Audomaro, que Aníbal había salido de la ciudad, púsole, en celada ochocientos caballos cerca de Teruana.

     Descubrieron los franceses la emboscada, y echaron por otra parte, y llegaron y entraron en salvo en la ciudad con toda la provisión que traían, y Reusio se volvió descontento a su puesto.

     Quedóse Anibaldo en Teruana, enviando la mayor parte de la caballería a Monstreolio.



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- XX -

Acto que contra el Emperador hizo el rey Francisco en París con más cólera que jurisdición, ni poder, ni justicia. -Sitian los franceses a Hesdin. -Ríndese Hesdin al francés. -Toma el francés San Pablo: pone presidio en él. -Los flamencos se echan sobre San Pablo, combaten y entran el lugar con sangre.

     En el tiempo que pasaba lo sobredicho, estando el rey Francisco en París, en forma jurídica y acto público, procedió contra el Emperador, condenándole en perdimiento de los Estados de Flandres y otros dictados que antiguamente reconocían a los reyes de Francia como a soberanos señores, y los aplicó el fisco real, y condenó al Emperador dándole por rebelde y desobediente, todo a pedimiento de su fiscal; que no hiciera más si tuviera al César en la cárcel de París, como él estuvo en la de Madrid.

     Y hecho esto, juntando sus gentes, nombró por capitán general del ejercito a monsieur Anna Montmoransi, que era un caballero muy lucido, y vino a ser condestable de Francia. Este, pues, con todo su ejército, partió contra Picardía, que es una parte de los Países Bajos o Germania inferior, tierra de los estados de Flandres y señorío del Emperador. Llegó Montmoransi y tomó a partido una fuerza llamada Auchiaca; de ahí pasó contra la ciudad de Hesdin y púsose sobre ella. Los que dentro estaban la defendían y aun ofendían valientemente, más no hallando seguridad en los muros ni asiento del pueblo, se retiraron a la fortaleza, que la tenía grande el castillo.

     Era alcaide dél por el Emperador, Sanfonio, caballero noble de Namur y soldado de larga experiencia, señor de Borbeso. Tenía consigo quinientos soldados escogidos: era el campo del rey de más de veinte y cinco mil hombres. Minaron la fortaleza, mas no hicieron efeto; batiéronla porfiadamente y dieron con un lienzo del muro en tierra. Arremetieron luego a dar la batalla algunas banderas francesas; rebatiéronlos de tal manera, que dejando muchos y principales muertos en el foso, volvieron con más furia huyendo que llevaron acometiendo. Murió en el combate Carlos Buillo, conde de Sanxerra. Pero viendo los del castillo que no podían defenderse contra tanta multitud y sin esperanza de socorro, diéronse a partido, saliendo libremente con todas sus armas y ropa y entregaron al francés el castillo y ciudad de Hesdin, que cuando el Emperador lo supo recibió harta pena.

     Pusieron los franceses guarnición, y pasaron contra San Pablo, y tomáronlo con la fortaleza, lugar que hasta agora no había reconocido rey ni señor. Mandó el rey fortificar este lugar, por orden y traza de Antonio Castelli, su ingeniero, y porque nadie pudiese impedir la obra, estuvo el ejército francés a la mira en Pernesio. Poco después, tomó a Lillero y le puso guarnición. Tomó por fuerza a Venancia, ciudad puesta en una laguna; y fue muy reñida y sangrienta la toma de este lugar. Hiciera lo mismo en Maraville, si Reusio no se adelantara con cuatro mil soldados y seiscientos caballos.

     Puso el rey en San Pablo antes de acabarse la obra y fortificación a Juan Tutevillo y a monsieur de Villaboni, con dos mil infantes y seiscientos caballos, y en el castillo puso a Reinero Pallicrio, con mil soldados, los cuales todos habían de trabajar en la obra con los demás oficiales y obreros, hasta ponerla en perfección. De ahí volvió el rey a Dortlan y despidió el ejército, salvo ocho mil alemanes, que Guillelmo, conde de Furstemberg, gobernaba, al cual puso en Dortlan, añadiéndole algunos caballos de presidio, para que pidiéndolo la ocasión socorriese a San Pablo.

     Había muy bien mirado Reusio la nueva obra, llegando a reconocerla con mil y docientos caballos hasta el pueblo, y en el mes de junio juntó en Lentsii la gente que pudo. Con el conde de Bura vino a San Pablo, y requirióles que abriesen las puertas al Emperador su señor; los franceses que dentro estaban respondieron que en tomando a Perona ellos mirarían lo que habían de hacer. Decían esto burlándose de los flamencos, porque no habían podido tomar a Perona, y los tudescos que en el campo imperial andaban sufrían mal estas burlas. Batieron fuertemente la ciudad, y dando con gran parte de los muros en tierra, dieron señal de arremeter, y fue con tanto denuedo y indignación, que en el asalto volaban por las ruinas de los muros llevados de la cólera.

     Resistían bien los franceses, estando porfiando a la batería, unos por entrar, otros porque no entrasen. Dudosa la victoria, acometieron por la otra parte del lugar cinco banderas de imperiales, y no habiendo por allí la guardia y gente que convenía, mataron veinte y cinco hombres, que guardaban aquel puesto y entraron el lugar, y dieron por las espaldas en los franceses, que peleaban en la batería; y como los imperiales que combatían de fuera entendieron que los suyos habían entrado la ciudad, apretaron fuertemente y saltaron dentro, matando sin misericordia a todos, no perdonando a soldado ni capitán, salvo a Villabonio, Bellayo, Laubino, Blerentarcio y Jullio, con otros algunos, si bien pocos, que dejaron con las vidas y pusieron en prisiones, esperando grandes rescates.

     El alférez de Jullio, viendo que los tudescos entraban el lugar, de puro dolor quedó de manera que no sabía qué hacer, y llevando la bandera, pensando que huía para el pueblo, se metió en medio de los enemigos, donde luego lo mataron; tanta fue la turbación de su ánimo, que no supo de sí ni qué camino llevaba. Otro caballero francés tuvo tanto temor que se le extinguió el calor natural, y cayó muerto súbitamente. Murieron en el lugar y en la fortaleza cerca de cuatro mil y quinientos franceses que estaban de presidio sin los ciudadanos; los tudescos bravos no perdonaron a mujeres, viejos, ni niños; tan ciegos y llenos de furor entraron, indignados por las palabras que haciendo burla de ellos, les habían dicho los franceses.

     Después de haber acabado la matanza, allá a la tarde mandó el conde de Bura que trajesen ante sí los presos; estando con sus soldados en orden, envió a Villabonio a Gravelinguas; y después, dio por su libertad diez mil florines; Bellayo dio tres mil, y quedó por su fiador monsieur de Glayono.



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- XXI -

Prosigue la guerra en Picardía. -Poderoso campo de flamencos e imperiales contra franceses.. -Pelean sobre Teruana. -Guerra de Picardía. -Rota que los flamencos dieron a los franceses. -Treguas entre franceses y flamencos. -Condiciones de treguas.

     Como supo el rey Francisco que San Pablo estaba en aprieto, envió a Anna Montmoransi con su hijo el delfín Enrico con una buena parte de su ejército para que socorriesen. Supieron en el camino cómo era perdida, y la mortandad que se había hecho, y volvieron muy tristes para acudir a la defensa de otras plazas.

     El conde de Bura quemó el pueblo y arruinó el castillo hasta los cimientos, luego hizo recuento de la gente que tenía y halló quince mil tudescos y ocho mil valones de infantería, y ocho mil caballos flamencos, que era un campo muy poderoso.

     Caminó con él a vista de Hesdín, y llegó a batir con la artillería los muros de Monstreuli. Defendióla monsieur de Canaple, y desconfiando de poderse valer, dióse a partido de que a los naturales no se les hiciese daño, y que los soldados saliesen libremente con su ropa y armas, y entregó el lugar al conde de Bura.

     A este tiempo acudieron los franceses a Teruana, y la bastecieron, temiendo, que darían sobre ella. Y a 22 de junio llegó Enrico, delfín de Francia, con Montmoransi y su gente, a Ambiano. Marcharon a Fustenbergue con la infantería que tenía, y juntaron con éstos otros cuatro mil herejes, que en las guerras de Dinamarca y Monasterio se habían hallado, de los cuales era capitán Nicolao Rustikio, que se llamó el Giboso; los cuales juntos en Abbevila, mandó Anibal que metiesen en Teruana pólvora y algunos infantes arcabuceros.

     Había combatido el conde de Bura reciamente a Teruana, y maltratado los muros, y tenía la ciudad en mucho aprieto. Partió Aníbal de Hesdín con cuatrocientos escopeteros y alguna gente de a caballo, llevando cada cual al cuello una talega de pólvora, los cuales entraron sin detrimento en Teruana, y Aníbal quedó con los hombres de armas, que los franceses llamaban corazas, esperando y haciendo la retaguardia a los caballos, que fueron en conserva de los soldados que entraron en Teruana. Pero éstos, con deseo de pelear y ganar honra contra el orden que se les había dado, se trabaron con los imperiales que salieron a ellos, y hubo entre ellos una sangrienta escaramuza.

     Mientras éstos peleaban, otra banda de los caballos imperiales, por camino no usado ni pensado, fue para donde estaba Aníbal sin imaginarlo él, y se le puso de cara, acometiéndole furiosamente. Trabóse en dos partes la pelea sangrientamente, llevando lo peor los franceses, porque los habían tomado las espaldas, y en lugares apretados y desiguales, por lo cual muriendo muchos, y, otros heridos, desbaratados, huyeron; y Aníbal, perdiendo el caballo, fue preso, y con él monsieur de Pienua, conde de Vilars, y otros capitanes y oficiales de las compañías que no pudieron pasar el río, que por aquella parte corre.

     Cortaron la cabeza a un capitán llamado Capusenanzo, porque se había pasado del Emperador al rey Francisco. De esta manera se trataban los imperiales y franceses en Picardía, con tanta pérdida del rey Francisco, y honra de los flamencos, que les daban bien en qué entender.

     Después de esto, acudió el delfín Enrico con monsieur de Montmoransi, que era como su ayo y maestro en la guerra. Traían consigo veinte y seis mil infantes, y mil y seiscientos hombres de armas, y dos mil caballos ligeros, para socorrer a Teruana, y pusiéronse en un sitio fuerte entre Guinegata y Teruana al río Conchea, donde con dificultad se les podía hacer daño, ni sacarlos a pelear, no queriendo ellos. De aquí miraban las ocasiones para socorrer a los suyos y ofender a los contrarios.

     Andando la guerra con tanto furor por estas partes, a principio del mes de julio se pusieron treguas por tres meses entre flamencos y franceses, porque la guerra no servía de más que destruirse unos a otros. Trataron esta suspensión de armas el duque de Ariscot con algunos del consejo de Flandres, y Poyeto, presidente del parlamento de París, y el gobernador de San Andrés, y Nicolás Berterano, secretario del rey, los cuales concertaron con estas condiciones: Que suspendan las armas ambas partes. Que se alce el cerco de Teruana. Que los daños que los unos a los otros hubieren hecho se satisfagan. Que los franceses saquen de Picardía la gente de guerra. Que los unos no reciban los fugitivos de los otros. Que las condiciones de estas treguas se publiquen en un mismo día en cada uno de los reinos. Que el tiempo que duraren estas treguas no pueda el rey enviar gente en la tierra y lugar de San Pablo, ni ponerla en otro lugar fuerte. Que los vasallos de ambas las partes puedan libremente ir donde quisieren, y tratar los unos con los otros. Que el rey dé paso seguro por Francia, para que dos caballeros con seis criados puedan pasar con despachos de la reina María en España, para tratar con el Emperador de la paz, y esto cuatro días después de publicadas las treguas.

     Publicáronse estas paces, y condiciones de ellas, a 31 de julio año 1537. Firmáronlas Enrico, delfín de Francia, la reina María, gobernadora de Flandres, Florencio Egmindio, el conde de Bura, capitán general del ejército de los flamencos, el duque de Ariscot, Anna Montmoransi, y los consejeros que fueron en tratarlas.



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- XXII -

Guerra que hubo en el Piamonte. -Mata un tiro al marqués de Saluzo. -Bajan alemanes en favor de los imperiales del Piamonte. -Los franceses se recogen a sus presidios. -Quiere el del Vasto combatir a Quier.

     Ya que dejamos en paz a los flamencos, y contadas sus guerras, si bien sumariamente, con los franceses, volveré agora por lo que se hizo en el Piamonte por muerte de Antonio de Leyva. Dio el Emperador el oficio de capitán general y gobernador de Milán a don Alonso de Avalos, marqués del Vasto y de Pescara. Este valeroso caballero hacía su oficio con tanto valor, que con él se perdía el deseo, que se podía tener, de los grandes capitanes sus pasados. La guerra andaba en el Piamonte, casi de la manera que he contado la de Picardía, siendo los sucesos tales, que se puede decir que los daños y peligros de ambas partes fueron iguales; porque los capitanes, queriendo ejercitar sus soldados, y que no holgasen en el invierno y continuar la guerra, hicieron diferentes empresas, en las cuales tomaron algunos lugares de enemigos, o los defendieron de ellos, con sangre y muertes, los lugares que cercaron y combatieron, y entrada la primavera, el marqués de Saluzo, habiendo tomado la Carmañola, quiso combatir el castillo, que defendía Estéfano Balia Modanes, y un tiro, que estaba asestado contra los de dentro, le mató, pasándole la pelota de parte a parte. No pesó a muchos su muerte, que esto ganan los que son bandoleros y tornadizos; los españoles loábanle de valiente capitán. El marqués del Vasto, en lo exterior, mostró pesarle, mas entendióse de él que sentía otra cosa.

     Rindióse la fuerza, y el marqués hubo a las manos al capitán Estéfano Balia, que la defendía; mandóle ahorcar en venganza de la muerte del marqués de Saluzo, queriendo con tal sacrificio hacer exequias a su émulo. Con esto parecía, que los daños de ambas partes se igualaban, si bien no del todo, porque poco antes los franceses habían perdido al conde Aníbal de la Novelara, caballero esforzado y de noble generación. Murió el conde en un lugarejo llamado Busca, porque dando de noche un asalto le acertó acaso una bala de artillería pequeña, que le quitó la vida.

     Vino en este tiempo por general del ejército francés Humerio, ayo del delfín Enrico, aunque no muy a gusto de los capitanes del campo francés. Llegó a Aste con el campo, y si tuviera resolución de combatir luego este lugar, lo tomara, porque los de dentro, vecinos y naturales, eran aficionados al nombre francés, por amistades que años atrás, siendo súbditos de Francia, habían tenido.

     Estaba en guardia de Aste, con poca cantidad de gente, don Antonio de Aragón; y el marqués del Vasto tenía gran cuidado de su peligro, porque don Antonio era mozo generoso, y rico, y no muy ejercitado en guerra, y miraba más de lo que suele un buen soldado por su salud, y así, pedía con instancia al marqués que lo socorriese. El marqués envió a Francisco Ruiz, con mediana compañía de españoles, con que don Antonio cobró ánimo, y Humerio lo perdió con la esperanza de tomar el lugar. Determinó de retirarse, sabiendo que se decía que el marqués, juntaba gente para venir a pelear con él, y caminando fue fortificando la retaguardia con escogidos soldados, porque se creía que los imperiales, viendo que se retiraban, saldrían a dar en ellos, como lo hicieron, dando los imperiales en la retaguardia francesa; y Paulo de Cherri, viendo que se metían animosamente, cercólos con su infantería, y hiriendo a muchos y matando algunos, refrenó su furia y mató a Cola Toraldo, caballero napolitano, descendiente de linaje español.

     Humerio, no siendo más seguido de los imperiales, fuese a Alba, y alojó su campo fuera de la ciudad. Lo cual sabido por él marqués del Vasto, juntó un buen ejército de la infantería italiana y española, y fue contra los franceses con su campo, y alojóse cerca de Aste, entre dos monasterios, y mandó a San Severino, príncipe de Bisignano, que era general de toda la caballería, que extendiese todas las bandas, por la ribera del río Tanaro, y que, estando a punto de pelear enviase sus espías, y esperase lo que los franceses querían hacer.

     El marqués, viendo que monsieur de Humerio estaba quedo y mal obedecido de sus soldados, y menos respetado de los capitanes (que es lo que más destruye un ejército), con todo, como el campo francés crecía cada día, dudando de la lealtad de algunos lugares, envió al rey don Fernando, suplicándole enviase para la defensa del Piamonte dos legiones o regimientos de alemanes. El rey despachó luego a Frederico Frustembergo, caballero muy principal de Alemaña, con los dos regimientos o legiones de alemanes, que bajaron por las montañas de Trento con muy lucida caballería de Baviera y de Augusta, deudos de señores alemanes.

     Este Frederico Frustembergo era hermano carnal de Guillelmo Frustembergo, que andaba en servicio del rey de Francia, pero de diferente condición, talle y trato; y Guillelmo mal cristiano, y que, como dice Paulo Jovio, demás de hacerle ladrón hasta robar el sueldo o pagas de los soldados, andaba a sueldo de un rey enemigo extranjero, en afrenta de la nación alemana.

     Juntáronse los alemanes con la gente del marqués del Vasto, que eran seis mil españoles, y cuatro mil infantes italianos, con muy buena caballería. Viéndose monsieur de Humerio, con la venida de los alemanes, inferior en fuerzas y ánimo y tan desigual a los imperiales, repartió su gente por los presidios y lugares, y puso en cada uno guarnición bastante. En Quier puso a Azal, natural de la Romania, hombre más fanfarrón que valiente, y dejó con él, demás de los soldados italianos, dos banderas de gascones. En Quirasco puso a César Fregoso, en Alba a Julio Ursino. Fregoso acetó el cargo que le daban con protestación que él defendiera aquel puesto, si monsieur de Humerio cumplía como le prometió, de enviarle dentro de cuarenta días cierta cantidad de soldados y bastimentos. Julio Ursino también se cargó de Alba de mala gana, porque estaba mal reparada. Y enviando Humerio a Turín veinte y cinco mil ducados para pagar a los soldados, dejó libre al marqués y señor en el Piamonte, volviéndose a su tierra con poca honra, y el marqués del Vasto dentro de pocos días trajo todo el aparato de su campo y artillería a Quier para combatirlo.

     Tenía el marqués veinte y cinco mil infantes, tres mil caballos y cuatro tiros gruesos, con los cuales a 30 de agosto cercó a Quier. Comenzóle a dar la batería por la parte de los muros que cae a la iglesia de San Agustín, por ser por allí el muro más flaco. Tenían los cercados hecho una trinchea por la parte donde los imperiales habían de entrar, y en el suelo había encajados gruesos tablones, y en ellos, clavos con las puntas afuera muy agudas, para que los que entrasen se los hincasen por los pies. Demás de esto, habían puesto en lugares escondidos mucha pólvora y materiales secos, para que dándoles fuego se levantasen las llamas de manera que abrasasen a cuantos entrasen. Habían los franceses muy bien proveído la defensa, si la ejecución fuera tal, y tal el ánimo, como fueron las palabras. Mas en comenzando a batirse el muro, cayó una parte de él, tanta cuanta bastaba para poder dar el asalto. Luego los españoles, dándoles el marqués señal, arremetieron, siguiendo los italianos, y entraron en el lugar.

     En esta animosísima arremetida, Azal se hubo tan cobarde y ignorantemente, que ninguno de los suyos peleaba, ni él parecía en los lugares donde el peligro lo requería y le obligaba; y así, los imperiales pasaron sus, trincheas sin que los clavos los embarazasen un punto, ni las demás invenciones de fuego, y los franceses fueron rendidos, presos y muertos, y a Azal hallaron en un lugar poco limpio.

     Al tiempo que los imperiales entraban en la ciudad, los gascones, turbados y medrosos, se metieron en un bestión que el año antes había hecho el conde Aníbal de Novelara, y no osando parar allí, queriendo huir, comenzaron a saltar en el foso de fuera que estaba sin agua. Los infantes alemanes, que habían quedado fuera en orden, como vieron esto, cerraron con ellos, y si bien se rendían, los mataron todos, que fueron hasta trescientos. Todas las mujeres del lugar, que habían huido a una torre con las joyas y riquezas que más estimaban, se rindieron. Saqueólas Diego de Arce, maese de campo, el cual, sospechando lo que fue y buscando dónde habría más rico saco, llegó primero que todos a la torre; los demás robaron como pudieron, Azal, siendo traído ante el marqués, dio que reír a todos, pues, habiendo hecho tantas prevenciones, de ninguna se había aprovechado. El pagó como cobarde y compró su libertad con gran suma de dinero.



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- XXIII -

Prosíguese la guerra en el Piamonte. -Va contra Quirasco. -Asalto sangriento. Pelean en competencia españoles y alemanes. -Ríndese Quirasco. -Los españoles van por ser valientes señalados, en los asaltos y mayores peligros. -Emulación y competencia de los italianos. -Va el marqués contra Piñarola, ciudad fuerte. -Sale el rey de Francia en socorro de los suyos contra el del Vasto.

     De Quier pasó el marqués a Quirasco, y luego se le dio batería, y aunque fue por parte que parecía fácil hacerla y dar el asalto, no salió así por un hondo foso que había lleno de lodo y de mala bajada y subida. Los soldados, ardiendo por dar el asalto, arremetieron; hízoseles harta resistencia y morían más, aunque el marqués no era amigo de victorias sangrientas, sino que quería mucho la salud de sus soldados; la reputación de quien era, le obligó a persuadir en lo que esforzadamente había comenzado. Reforzaba el asalto con gente que enviaba de refresco.

     Los alemanes le pidieron licencia para arremeter, envidiosos de la gloria que los españoles y italianos ganaban en los asaltos. Con la competencia que había entre estas naciones, se avivó tanto la pelea cuanto era posible; mas los soldados de Fregoso, por consejo de Pedro de Prato, habían hecho aquella noche una trinchea encima del muro caído, de basura y inmundicias, que por ser blandas tragaban las balas, de manera que en aquel muladar quedaban sepultadas sin poder pasar adelante. Con esta nueva trinchea peleaban al seguro, rebatiendo a los imperiales con arcabuzazos, alabardas y picas, de manera que daban con ellos en el foso; finalmente. habiendo durado este bravo asalto unas horas, quedaron muertos más de docientos, y fueron heridos mortalmente sobre quinientos, y entre ellos murió Vulcano Alemán, mancebo valiente y atrevido, hijo de Guillelmo Rocandolfo, capitán famosísimo. De los de dentro murió Livio, hijo del capitán Liviano, varón de famosos hechos, como queda visto. A éste, por ser de extremado valor, había hecho Fregoso su lugarteniente, porque él estaba muy enfermo de calenturas, y como supo su muerte, turbáse tanto Fregoso, que viéndose tan enfermo y desconfiando de que Humerio le enviaría el socorro que había prometido, porque ya era pasado el término que había señalado para ello, y demás de esto, hallándose sin pólvora, y muy pocos bastimentos, determinó de rendirse, si el marqués le otorgaba algún honrado partido.

     De esta manera, dentro de pocos días, Luis de Gonzaga, que estaba en el campo del marqués y era deudo y amigo de Fregoso, los concertó con buenas condiciones, que el marqués holgó de acetar, doliéndose mucho de los buenos soldados que había perdido y temiendo de perder otros, porque en Quirasco había gente escogida y de honra, que antes de rendirse habían de vender muy bien las vidas. Las condiciones fueron, que César Fragoso y los suyos pudiesen irse con su ropa, armas y banderas tendidas, pero que dejasen la artillería y los mantenimientos con que el marqués pagase el trigo, y que no se hiciese daño a los ciudadanos.

     De esta manera, César Fregoso, acompañándole la caballería imperial, llegó a Piñarolo, y de allí fue a Francia a contar al rey cómo le fue en Quirasco.

     Puso el marqués en guarda de Quirasco a Jerónimo de Sangro y en Quier a Fernando Lofredi, y al punto fue sobre Alba; reconoció el sitio y puesto de la ciudad y plantó la artillería de la otra banda del río Tarano. Batieron luego los muros por dos partes casi juntas, y dio orden que por la una arremetiesen los españoles, y por la otra los italianos; los alemanes, por ser pesados, quedaron en guardia del campo. Quisieron decir que el marqués había reprendido a los alférez españoles porque en Quirasco, con arrogancia, se habían puesto, en lugar de penachos, unas banderetas, diciendo que querían ir así señalados por ser vistos en los mayores peligros y ser los primeros conocidamente y que después no habían sido las obras como las palabras, y que aquí en Alba pensaban mostrar que eran más sus obras que palabras. Los italianos se enojaron de que los españoles quisiesen para sí solos las honras; y el suceso desta emulación fue, que los italianos, que estaban cerca de los españoles deseando igualarse con ellos, arremetieron a manadas a entrarse por la batería, aunque no era muy grande. Esta loca presunción fue causa de que muchos entrasen en la ciudad y de que los enemigos que estaban dentro y el ejército que estaba fuera, y asimismo el marqués, viesen derribadas de lo más alto de los muros las banderas imperiales.

     Fue muy reñido el asalto, en que de los italianos que por ganar honra se adelantaron, perdieron muchos las vidas, peleando valerosamente, y de una casamata se les hizo grandísimo daño. Mandó el marqués hacer señal de recoger para mudar la batería por otra parte. Julio Ursino, espantado de la multitud y determinación de los imperiales, determinó retirarse y entregar el lugar, a imitación de Fregoso, y casi con las mismas condiciones con que él salió de Quirasco, lo entregó al marqués.      Ganada Alba, el marqués se fue luego a echar sobre Piñarol, con intención de apretar con un largo cerco aquel lugar. Es Piñarol una ciudad grande y extendida, fuerte por arte y naturaleza; no podía ser ganada con artillería. Era capitán de esta ciudad, Francisco Ponteremio, y tenía cinco mil infantes italianos; vio el marqués la dificultad que había en quererla batir ni dar asalto, y así acordó de cercarla apretadamente.

     Estaba el rey de Francia en la ciudad de León recogiendo gente para venir contra el marqués del Vasto, que en menos de un mes le había quitado tan importantes plazas, y envió a su hijo Carlos, acompañado de caballeros de experiencia, contra los flamencos, porque las paces se acababan, y le hacían ya guerra en Picardía por el sobrado esfuerzo y cuidado de la reina María, que gobernaba aquellos Estados.



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- XXIV -

Engaños de Paulo Jovio. -Caralle. -La pena que tienen los que se defienden temerariamente. -Casal de Monferrat: 1536, noviembre. -Lo que ganaron imperiales desde 1536 hasta 1537. -Busca, defendido de españoles valerosamente. -Los duelos y desafíos fueron generales en las naciones del mundo. -Ciudad de Aste. -Socorro de Aste: 1537. -Sancho Bravo era gran parte en el ejército imperial. -Quier: 23 de agosto de 1537. -Tómase Alba. 1537. -Van a Piñarol y Turín. -Aquí vino el rey. -Desorden de Jovio en la narración.

     Contado he esta historia de las guerras del Piamonte de este año entre españoles y franceses, en la cual he ido sumariamente siguiendo unas relaciones de capitanes que se hallaron en ella; y antes de decir el poder con que el rey de Francia vino a socorrer los suyos, que fue grande, satisfaré, respondiendo a algunos engaños de Paulo Jovio, que quiso él tenerlos por decir mal de españoles y tudescos, naciones que jamás este autor pudo tragar, en tanta manera, que por decir mal de ellos hizo su historia, si bien escrita con elegancia latina, en muchas partes falsa, engañosa y sin tiempo ni orden; habré de repetir algo de lo dicho, pero será brevemente.

     Dice, en la toma de la villa de Caralle (o Carallo, como él lo llama), que habiendo el marqués de Saluzo y los españoles vencido a Torresiano (que había de llamar Torresán), el cual había traído una multitud de villanos, y entrádose con ellos en Caralle, que fueron entrados y vencidos por los españoles, y que hicieron cruel matanza en los enemigos, porque el marqués Francisco les decía que matasen hasta hartar de aquella miserable turba. De lo cual había sucedido, que gran multitud de hombres (alabándolo el de Saluzo) habían sido muertos, si bien los tristes, humilmente, pedían merced de las vidas, cosa que jamas en lugar alguno hizo gente por bárbara y rabiosa que fuese, todo lo cual es falso; y la verdad del hecho en Caralle fue de esta manera.

     En Torresán con once banderas de la infantería francesa y italiana, se había entrado en este lugar, pareciéndole acomodado para el propósito que tenía. Y habiendo ido el marqués de Saluzo, con cierta parte de la infantería italiana y española, por comisión del marqués del Vasto, hacia la villa del Zendal, repararon en Caralle, por verle ocupado y fortificado de enemigos. Y erró el Jovio en decir que en esta sazón estuviese allí Torresano (como él lo llama), porque ocupado el pueblo se había ido a Turín, y aun de aquella vez pasó en Francia; y quedó allí, por general o superior de aquellas once banderas, un italiano calabrés, que se llamaba Cola, y así se sitió el lugar, requiriéndoles primero que se rindiesen, y no lo quisieron hacer; si bien es verdad (porque se diga todo), que se rendían, pero no con las condiciones que Francisco Saluzo quería, que eran en efeto, que se diesen a discreción suya. Y estando así sitiados los franceses, tomóse alojamiento en los burgos. Los franceses, la noche antes que se perdiesen, echaron muchas alcancías de fuego sobre las casas del burgo, y quemáronse hartas, que eran de paja, y con la claridad del fuego hicieron muy gran daño en los españoles, tirándoles, como dicen, al terrero; y otro día, con solas dos medias culebrinas, fue batido el pueblo, y dádole batalla por tres partes, por la una parte italianos, y por las dos españoles, y fue entrado y saqueado, y muerta mucha gente de los enemigos, porque se defendían, y aunque no se defendieran.

     Había una cierta causa para ello, que los generales y gente de guerra suelen tener por justa, que es querer castigar, cuando un pueblo o una fuerza no merece ser defendida, y quieren con obstinación, sin embargo de la flaqueza de su suerte, estallo ellos demasiadamente, y no porque lo están, sino porque lo quieren estar; y no por ganar honra tampoco, sino porque estos tales son como los que desesperan y se matan, que dicen muy bien los teólogos que lo hacen de puro cobardes. Así los semejantes, de pura vileza, y de no dárseles nada de rendirse después con afrentosas condiciones, y creyendo que no se les han de negar, porque otorgarán todas las que quisieren, atrévense a defender sin propósito y sin plaza que lo merezca; que cuando la hay, muy justa es la defensa, y mientras más flaca es la fuerza sobran demás esforzados en defendella. Y con todo esto, no se castigan después de rendidos los semejantes obstinados, sino cuando han hecho alguna matanza en persona o personas señaladas, que merecían morir en otra batalla de más tomo que en la que murieron; como fue en este caso de Carallo, que mataron aquellos de dentro el día antes de su perdimiento a Cristóbal Arias, sargento mayor del ejército, persona notable y en grande manera amado de todos, y muy señalado por su antigüedad y valor, y por el mucho tiempo que había que servía en los ejércitos de Su Majestad.

     Asimesmo fueron allí muertos otros algunos soldados muy estimados, y fuera bien que el Jovio entendiera la diferencia que hay entre esfuerzo y obstinación, y de dos maneras de obstinaciones que hay en la guerra, como fue en la muerte del valeroso Garcilaso de la Vega, cuando unos pocos de villanos quisieron resistir la subida de una torre en la guerra y retirada pasada, y mataron aquel caballero merecedor (si la ventura quisiera) de otra muerte, venida de otras más nobles y esforzadas manos.

     Con todo esto que está dicho, es así que este día (que el Jovio no dice) que. fue a los 29 de enero del año de 1537, no fueron los muertos tantos como él lo encarece. Y los que murieron fueron hasta mil hombres a lo largo, o ciento o docientos menos en ejecución de la vitoria; y todos los demás se escaparon, unos huidos por otras puertas del lugar, y otros rendidos. Y estos muertos, no sé yo por qué el Jovio los asienta más a la cuenta de los españoles, que a la de los italianos, pues unos y otros entraron en la tierra, que yo aseguro que si ello se pudiera saber el justo, como se sabe a bulto, que no se hallarían ciento muertos a manos españolas; pero no por esto digo que muriesen a las italianas, porque sé que la mayor parte de aquella gente que allí fue muerta, lo fue por los villanos del mesmo pueblo, que andaban por las calles, ni más ni menos que los soldados, matando a los que habían tenido de guarnición, porque en solos diez y siete días que allí habían estado, habían cometido los franceses tantos insultos y excesos, y los italianos de las mesma guarnición, tan abominables lujurias, que no se pueden escribir ni decir con palabras cristianas.

     Así los mesmos villanos los abrían y los sacaban los hígados y entrañas y daban bocados en ellos de pura rabia, dando voces que no lo hacían por hacienda que les hubiesen tomado (aunque se la habían tomado toda), sino por las otras maldades indignas de decirse, que contra ellos y contra sus mujeres y hijos habían cometido. Y esto no es hablar al sabor de paladar, sino lo que pasó a la letra, y se puso por escrito, porque el conde Guido Rangon (general entonces en el Piamonte por Francia) escribió al marqués del Vasto sobre lo de Carallo, queriéndosela cargar, y diciendo que la guerra no se había de hacer de aquella manera, ni con aquellas crueldadas, y el marqués se descargó bastantemente de ello, y se averiguó, por fees y testimonios, lo que está dicho haber todo pasado así como está contado, sino que al obispo le pareció buen propósito para llamar a los españoles de Carallo bárbaros y crudelísimos, y los otros epítetos de que los arrea; que si por crueldades cometidas en rendidos y vencidos se hubiese de llamar lo del barbarismo, bien sé yo, y lo saben Francia y España, qué nación es más bárbara (si bien entren en ellos turcos e indios) que cuantas hay en la redondez de la tierra.

     Al tercero capítulo deste libro, donde cuenta el caso del Casal, pueblo y cabeza del estado de Monferrat, el cual, en suma, se rebeló contra el nuevo señor que el Emperador les había dado, y por orden y trato de un Guillermo de Viandra, recibieron a monsieur de Buria con guarnición francesa dentro, y pusieron el pueblo por Francia, lo cual sabido que el marqués del Vasto, que estaba a la sazón en Aste, fue luego allá y peleando bravísimamente con los enemigos, tornó a ganar la tierra (y ganóla a 23 de noviembre del año de 1536), habiendo estado sólo un día (que fue el pasado 22 del dicho mes) en poder de franceses.

     Llevó el del Vasto para esta jornada solos españoles, y llegó a Casal buen rato después de salido el sol, y fue una de las bien reñidas cosas que acontecieron en toda aquella guerra, y de más importancia, y adonde los españoles obraron muy esforzadamente. Porque habiendo recibido algunos de ellos en el castillo que estaba por imperiales, y otros por otras partes de la muralla, acometieron a escalavista al pueblo que estaba (especialmente la parte del castillo) fortísimamente guarnecido con cinco bestiones de demasiada defensa, y así por todas partes fueron acometidos. Y aunque en el principio fueron muertos algunos españoles, de docientos que por la parte del castillo arremetieron en la primera batalla (y entre ellos fueron don Jerónimo de Mendoza, maestre de campo, y don Hugo de Moncada, hijo del otro deste nombre, virrey de Nápoles, y herido el capitán Jaén), salió luego de golpe toda la demás gente, y peleando valentísimamente con los enemigos, los hicieron desamparar sus fuertes, y fue entrado el lugar, y saqueado como el Jovio dice, contándose por dichoso el Casal (aunque aquel día fue desdichado), pues, en virtud suya (o no sé de quién) Jovio contó la batalla, que se le dio verdaderamente, sin que tengamos necesidad de añadir ni quitar sino dos o tres pasos, no de mucha importancia.

     El primero es la cuenta en este caso, de la puente que se quebró por pasar encima de ella un tiro de artillería, que impidió salir tan presto los soldados; y no fue así, sino que los mesmos enemigos pusieron fuego a la puente, que era de madera, y ésta fue la falta de la puente, y no quebrada, como Jovio lo cuenta. En lo que más dice, que entrado el pueblo, así los güelfos como los gebellinos (que es tanto cómo decir los imperiales y franceses), que todos fueron presos y rescatados por los españoles, digo que se engaña, y que no cuenta fielmente lo que pasó, porque en diciendo uno que era del bando imperial, y averiguándolo ante el marqués del Vasto (que era fácil de averiguar), luego le mandaba soltar sin rescate alguno, si bien fuese prisionero del más principal soldado, y así monsieur de Buria, superior de aquella empresa, y otros pocos franceses y güelfos, fueron solos los presos.

     Y todavía, por no olvidar lo pasado, se le olvidaron al obispo dos cosas en esto de Casal, que ya que no acontecieron dentro del pueblo, acontecieron en torno de él en el mesmo día; la una fue, que en saliendo el capitán Malacarne (que así era llamado) con cien soldados, huyendo de Casal, cuando ya era entrado, yendo a la vuelta de Turín, topó con treinta soldados españoles en la campaña, y los treinta acometieron a los ciento, y peleando ambas partes valerosamente. Y estando así trabados acudió el capitán Luis Pizaño, que venía por la posta de Milán, y viendo lo que pasaba, se apeó, y animando a los treinta de su nación, hizo que la otra contraria fuese vencida, con muerte y huida de toda aquella gente. La otra es otro buen hecho de italianos; que en su olvido los quiso igualar con los españoles, que no es poco de espartar; y fue que el mesmo día, el conde Ludovico, con un Alejandro Milanés, teniente del capitán Bilorte, con sus compañías italianas, fueron al paso del Po, junto a la villa de Chibas, y deshicieron otra gran cantidad de franceses arcabuceros, que en aquel pueblo se habían recogido, y se iban cada hora recogiendo en Casal; y matando muchos y desvalijando todos, no quedó francés (aunque se defendieron bien un rato) en toda aquella comarca.

     En el principio de su cuento, yerra grandemente en decir que los daños de la guerra de este año fueron iguales entre ambas partes, que no sé cómo lo puede decir, porque desde el principio del año de 37, hasta casi el fin de él, que el rey pasó los montes a socorrer sus cosas por su propia persona, y antes que esto en el fin de 36, nunca hicieron los imperiales, y el su marqués del Vasto, otra cosa sino ganar plazas fuertes sin dejar al cabo sino dos o tres a franceses, que fueron Turín y Peñarol y Saviñán, y no otra alguna. Con pasar esto así, dice que no se ganaron sino dos lugares de cada parte; y sobre todo, lo mejor que hace es contar a Arraconis por lugar ganado por franceses en la guerra de aquel año, habiéndola tornado a ganar luego los españoles, sin el cual pueblo de Arraconis ganaron los imperiales en aquel tiempo grande multitud de pueblos de importancia, sin los que poseían cada una de las partes, que no de todo se puede dar razón por menudo, pero diré algunos: Caralle, Linzo, Votillera, Carmenola, Parpalla, Reconis, que ya está contado, Casal de Monferrat, Casal Graso, Ponterol, Cambia, Saluzo, Riba de Quier, Haye, Chibas, Mencalvo, Moncarel, Carrinal, Vigón, Caiban, Quier, Quierasco, Alba y otros muchos.

     Pero no vengamos a tratar sino de los particulares que el Jovio trata; y la toma de los demás lugares se queden para otros que tengan más cuidado de no hurtar a los españoles ni a alguna nación su gloria. Viniendo a lo de Carmenola, cuenta este autor que aunque se tomó el lugar y el castillo, fue muerto allí de una pelota de artillería el marqués de Saluzo, para que acabando la vida acabase ya el Jovio de decir mal de él, aunque en el paso de la muerte también lo hizo, y tanto quiso quedar debiendo al ánima del Saluzano, que (olvidando el oficio de obispo) acordó de decirle por responso que le habían muerto con razón, y otros males con que no pudo dañar el alma del marqués, sino a la suya. Para igualar la sangre pone por contrapeso de esta muerte la del conde Aníbal de la Novelare, no debiéndolos de emparejar, pues había tanta desigualdad del uno al otro (hablo en estado y calidad) que no trató de otra cosa, siendo en estas dos cosas muy aventajada la persona del marqués.

     Y dice que este conde fue muerto cabe un lugar llamado Busca, y dice la verdad; pero cállala en lo tocante a este mesmo negocio, por no contar sesenta glorias de sesenta españoles que defendieron aquel pueblo a monsieur de Humieres y a todo el campo de Francia con ser el pueblo no muy fuerte. Pues pasa así que en aquesta tierra estaba un soldado español llamado Pedro de los Santos, que por causa de cierta enfermedad que tuvo cuando el Emperador entró en Francia, se quedó allí a curar, y habiendo recogido consigo sesenta españoles que he dicho, que iban a una correría hacia tierra del Delfinado (que parece que la ventura los trajo por, allí en aquel tiempo); sucedió que Humieres vino a sitiallo o, por mejor decir, a tomallo y entregarse de él, porque por tomado lo tenía no habiendo guarnición dentro; pero aunque le batieron y asaltaron, fue tan valerosamente de los sesenta defendido, que no les pudieron entrar en aquella batalla ni en otra que después les dieron, haciendo aquellos pocos españoles una hazaña maravillosa, con que dejaron espantadas en aquel tiempo a todas aquellas comarcas, y en el de después, a todas aquellas naciones que tuvieron noticia de aqueste caso. En las cuales dos batallas murieron no sólo el conde que el Jovio dice, sino otros muchos capitanes y alféreces y personas de cuenta, y entre ellas un valeroso capitán (que cierto lo era) llamado Marcozo de Asculi, con otra grande cantidad de gente, y sobre todo perdieron dos banderas los franceses, que quedaron en poder de los sesenta españoles, y llama, con todo esto, a Busca, lugarejo, porque se tenga en menos.

     Acabado lo de Busca, se volvió Humieres a Francia, dejando muy principalmente guarnición a dos lugares, que Jovio cuenta, que son Quier y Quirasco, y Alba y a Sabillán, de quien no se le acordó al dicho autor; pero antes de esto había puesto sitio a Aste, de que hace mención. Mas primero dice, sobre cierto desafío de Carin de Gonzaga y César Fregoso, que solos los italianos, y no las naciones extranjeras, tienen esta costumbre de desafiarse, o cómo ellos los llaman, entrar en estacada, para concluir las diferencias y debates de personas a personas. Estoy espantado que se atreva tanto un hombre a decir semejante cosa, esto cuanto a los tiempos pasados; y cuanto a los presentes, pues por nuestros ojos, y cada día, se ve lo contrario, y se ha visto infinitas veces, y en su mesma provincia de Italia, donde en estacada combatían españoles para vengar pendencias particulares, y cuán valerosamente hayan combatido muchos de ellos, no hay aquí para qué tratallo, y acordarse el Jovio que él mesmo escribió en la vida del Gran Capitán el combate de once españoles y once franceses, y el de trece de esta nación contra otros trece italianos, y no sé yo alguna generación de gente que no tenga la misma costumbre que la que quiso aplicar el Jovio a sola Italia, en la cual confieso que se trata más esto de particulares desafíos en campo cerrado, que en otra parte; lo uno, por causa de la guerra ordinaria que suele haber en aquella provincia, y lo otro, porque Italia está dividida entre muchos señores que tienen privilegios para dar semejantes campos, lo que no tienen otras provincias que no pueden dar autoridad a tales desafíos, si no son los reyes, y éstos lo rehúsan mucho, y con razón, si no es con gran causa y para estorbar mayor mal. Acordárase también el Jovio de cuantos libros había visto escritos sobre estas materias en español y en otras lenguas, y que no es sólo su duelo el con que nos puede hacer fieros, demás de que es cosa tratada en derecho y tocada y declarada por los doctores de aquella profesión, para hacer solos italianos los grandes hombres, y solos ellos los únicos, y no otra nación alguna, de matarse por carteles en batalla particular. Y si no quiso creer al tiempo presente, fuera bien que creyera a todos cuantos tiempos ha habido, dende que Adán o pocos tiempos después fue echado del Paraíso; y ninguna edad hubo en que las naciones de aquel tiempo no combatiesen, singularmente con aprobación del superior de la provincia. Y debiósele ciertamente de olvidar con meterse tanto en la Historia, lo de la Sagrada Escritura, pues allí hallara aquel tan nombrado desafío de David y Golías. Y si de esto, se acordó y quiso disimular con la Sagrada Escritura, no se le debiera olvidar la Historia, pues no se acordó del desafío de Codamano con el armenio, ni del Tito Manlio con el francés, ni del de Marco Valerio en la mesma guerra, ni de otros infinitos y, en fin, como es notorio, todas las naciones han usado y usan, cuando hallan quien les dé el campo, y más los españoles, el desafiarse y matarse particularmente de persona a persona sobre injurias y agravios particulares, hasta que últimamente el Concilio Tridentino lo ha santísimamente reprobado y prohibido.

     Pero volviendo a lo de Aste, es como Jovio dice, que el capitán general Humieres fue con su ejército y lo sitió; y sin hacer cosa que lo valiese, se levantó de aquel cerco a diez de julio, habiéndolo puesto a siete del mesmo mes, y a la retirada mataron muchos tudescos, que venían en la coronelía de Guillermo de Fuentenbergo, que quedaron aquel día al retirarse de retaguardia. Todo esto, le pareció a Jovio, que era bien callar, con no ser italianos los muertos, y aún ojalá lo callara y no añadiera lo que no pasó, diciendo que Paulo de Cherri había refrenado la furia de los imperiales, habiéndola acrecentado.

     En este negocio de Aste (porque no se me olvide) dice más: que había poca gente en Aste con don Antonio de Aragón, y tiene en ello razón; pero no en decir que sola media compañía de españoles con el capitán Francisco Ruiz le entró de socorro, porque aunque esto redundaba en alabanza de españoles, en cualquier negocio, y más en los semejantes de historia se ha de contar la verdad a la letra. Así digo, que los que entraron al socorro de Aste fueron muy buenos trecientos arcabuceros, y no con solo el capitán Francisco Ruiz (como el Jovio dice), sino también con el capitán Luis Quijada, inducidos ambos capitanes para ello por Sancho Bravo, que por ausencia del marqués (que estaba en Milán y vino luego por la posta, cuando supo el caso de Aste) mandaba mucho en el ejército; y después de esto, el francés fue sobre Alba y se apoderó de ella, aunque duró poco en sus manos, que casi se puede decir que con él estar en Alba, nunca vio el día.

     Después de todo esto, Humieres se volvió en Francia, dejando bastantísima guarnición en los lugares que poseía, y en cada uno de ellos una señalada persona, que son las que en principio de este capítulo contamos, sumando el de Jovio. El marqués, en este medio, dejando otras muchas cosas que primero pasaron, por contar solamente las que trata Jovio, fue con su campo sobre Quier, y llegó a él a 23 de agosto, y pasados ciertos requiebros primero entre él y el caballero Azal, que tenía a cargo el pueblo, se asentó luego la batería y se dio después la batalla, furiosamente acometida, y de la misma manera defendida; pero, en fin, se entró la tierra, ganándola valerosamente los imperiales. Y es bien de notar, cómo el Jovio en este paso, contando otras veces cosas de menos sustancia, no contó cómo el primero que subió a la batería y entró en el pueblo fue un alférez de italianos, y tras este alférez de italianos que he dicho, Juan de Solís, alférez de Ruy Sánchez Vargas, el cual iba herido, y por eso no pudo subir con la ligereza que el otro, y luego, en pos de éste, entró Arce, alférez del maestre de campo del mesmo nombre.

     Pero vengamos a lo que apunta el Jovio de que el capitán y maestre de campo Arce saqueó todas las joyas de las mujeres que se habían acogido a una torre. Y dice la verdad en cierta forma, que algunas mujeres, no todas, como él cuenta, habíendose allí metido, topó Arce con ellas, y se aprovechó de aquellas joyas. Ellas fueron muy dichosas en que fuesen españoles los que las hallaron, y no otra nación de las que allí había, lo cual si sucediera, bien sé que no fueran solas las joyas perdidas, sino que quizá también las personas; a lo menos, yo certifico que si tardaran en quitar las ajorcas, que por despachar más presto el negocio, que les cortaran las manos y se hiciera otra cualquier carnicería para abreviar más aína.

     Con ser estas cosas notorias y puestas en la plaza de las gentes, que estuvo el mundo lleno de ellas, y de las crueldades o piedad de cada nación, y de lo que cada una en general, que de lo particular no hablamos, es inclinada, nos quiere pintar Jovio, a pesar de nuestra naturaleza, por muy crueles y bárbaros, y con los otros galanos nombres de que nos adorna. Como si fuera algún gran mal, en un saco de un pueblo tomado por fuerza de armas, tomar todo el provecho que les viniese a las manos, pues por eso se llama saco, y con ese intento se entra en él con aquel rigor; aquel despojo en todas las guerras ha sido uno de los frutos de la victoria.

     Dice también en este mesmo negocio, que los demás soldados repartieron entre sí los barrios y casas y las saquearon, y prendieron a sus dueños, haciendo que les diesen dineros por su libertad, y dice la verdad; pero no en reprendello, porque esto es lo que se sigue de los vencimientos, y lo uno anda asido con lo otro, especialmente en los pueblos totalmente enemigos, como Quier lo era, porque no había pueblo más francés en el Piamonte, y con haber todos los otros lugares saboyanos recibido por fuerza o de miedo guarnición francesa, solos los de este pueblo hicieron una civil traición (aunque nunca puede haber lo uno sin lo otro), pero ésta lo fue civilísima, que enviaron a buscar franceses a quien entregarse contra su proprio señor, y trajeron un trato con ellos para entregárseles como se entregaron en sus manos, entregando también a su pueblo a su devoción. Así, el marqués, luego ganada esta tierra, mandó prender a Bartolomé de Cepo, principal persona de aquella villa, y después de atormentado para saber de él cierto suceso de la conjuración, lo hizo ahorcar ignominiosamente, y mereció mucha más pena en esta cosa la gente de la tierra que la de guerra, porque esta última no tenía más pena de que merece el vencido, y la primera merecía mucho más por su traición.

     Pero dejemos a Quier tomado y saqueado a 26 de agosto, y vamos a Quirasco, para donde de allí a pocos días partió el marqués, y puesta la batería y no queriéndose rendir César Fregosio, a cuyo cargo estaba el pueblo, se dio la batería y batalla bravamente, y fue gentilmente defendida por los de dentro, pero no con estos encarecimientos que el Jovio hace, que son las más cosas de ellas ridiculosas, y que quitados sus encarecimientos no les queda cosa de sustancia. No hay en ello más que decir, sino que este César, sin esperar segunda batalla, se rindió a los 17 de setiembre, y desde allí el marqués, con su campo y ejército, fue sobre Alba, gobernada y a cargo de Julio Ursino, con bastante guarnición que tenía dentro, como los demás que se habían tomado la tenían. Pero antes de esto, le pareció al Jovio que era bien contar cómo los españoles se habían arrogantemente alabado en Quirasco que habían de subir primero a la muralla que otra alguna nación, y que después no se habían mostrado tan animosos, y que decían que lo que no habían podido hacer en Quirasco lo habían de enmendar en Alba; y que el marqués les reprendió esto, y que los italianos se enojaron de ver que los españoles querían para sí solos la honra.

     Podemos pensar y sacar de todo esto que el Jovio, por descargar a los de su nación de una bandera que perdieron en esta batalla y les fue tomada por los de dentro, y para otras desgracias bien grandes que allí les acontecieron, supo buscar una causa, diciendo que arremetieron habiendo ruin batería; y de esta causa saca primero una ocasión, que es de haber querido los italianos aventajarse a los españoles, por lo que habían dicho, y que por esto les sucedió mal en el asalto de Alba, porque no haya cosa ni se haga sin culpa de españoles.

     Es el caso, cierta y brevemente, que nada de lo que cuenta entre españoles y italianos pasó, ni tal se hallara. Lo que hay que decir en esto es que la batalla se dio a los de Alba por españoles y italianos, y, bravamente dada, pero con singular defensa de los de dentro, que también los más de ellos eran italianos, peleando tan valerosamente ambas partes, que hartos ya de arcabuzazos y de los otros instrumentos de guerra, (enemigos de las fuerzas y valentías inventadas por el demonio en este postrer tercio del mundo para destruición del género humano), vinieron a las espadas y a los brazos unos con otros. En este trance y medio fue la pérdida de la bandera italiana y otros desastres como éste, que suelen andar pegados con aquel ejercicio de armas; en fin, el pueblo fue defendido y no entrado. Pero visto por Julio Ursino que se le aparejaba otra segunda batalla, no la osó esperar, y así se rindió a los 23 de setiembre de aquel año de 1537, y el marqués, ganada la tierra, puso guarnición en Alba y se partió de aquel pueblo, dejando muerto en el combate de aquella tierra un harto buen soldado español y digno de memoria, que fue el capitán Jaén, con otros muchos españoles que murieron en aquella pelea. Con esto, hace el Jovio fin a las cosas del Piamonte, dejándose de contar otras muy principales que antes y después acontecieron.

     Baste agora saber que, después de esto, que solamente es lo que el Jovio quiso contar, sucedió que el marqués fue a poner sitio y a apretar a Piñarol y a Turín, que eran dos plazas que, solas con otras algunas o pocas, quedaban a los franceses, y teniéndolas bien apretadas, vino el rey de Francia con ejército, socorro y mantenimientos, y sucedió todo lo que dejo contado; y así, el francés descercó y desapretó aquellos lugares, que estaban ocupados por él. Demás de esto, tomó a Moncaler; después de lo cual, llegó la nueva de las treguas hechas por las reinas de Francia y Hungría (de que el Jovio dio cuenta antes que la diese de la guerra, de la cual habían sucedido estas treguas), y el rey se volvió a su Francia, dejando proveídos los lugares que estaban a su devoción; y el marqués, asimesmo, poniendo la orden y gente que convenía para los que el Emperador poseía.

     Y con esto dejo de referir otros agravios que el obispo de Nochera, apasionado hizo en su historia a las dos naciones, tudesca y española, a las cuales dicen aborreció por el mal tratamiento que le hicieron cuando entraron en Roma con el duque de Borbón, año 1527.



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- XXV -

Los franceses, apretados del marqués, piden socorro a su rey. -Afectos del rey de Francia en una mala nueva. -Valor grande del rey Francisco. -Cabeza grande del rey Francisco, y aparato poderoso que ordena para la guerra. -Conviene que el rey sepa su reino y que lo visite, y por su propia mano conozca y trate sus cosas.

     Dióse tan buena maña, como hemos visto, el marqués del Vasto, que en pocos días ganó en el Piamonte los más fuertes lugares que tenían franceses, como fueron los que ya dije, y trajo a los capitanes franceses a términos de perder todo lo que en el Piamonte tenían, de tal manera que, viendo que los españoles y demás imperiales les habían consumido y muerto los soldados, y comido los bastimentos, desesperaban de poder defender aún la ciudad de Turín, y escribieron encarecidamente al rey de Francia, que estaban cercados de armadas y con falta de trigo, que si no los socorría con tiempo, la hambre les haría dejar la tierra en poder de los imperiales. Dicen que el rey de Francia recibió estas cartas andando a caza, y que, como las leyó, estuvo un rato suspenso, parado el caballo, y que teniendo los ojos tesos y trayéndose la mano diestra por la barba, fregándose con ella una vez y otra la frente y los ojos, sospiró gravísimamente, pero que volviendo luego con gran ánimo a pensar en lo que convenía, sin moverse de allí ordenó y trazó el socorro que se había de hacer, con tanta firmeza y grandeza de ánimo, que en espacio de media hora escribió en aquél lugar todo lo que era necesario para esta jornada, en la cual quería ir en persona, y que llamando a sus caballeros, y principalmente a monsieur Anna de Montmoransi, estando así a caballo, nombró con toda prudencia y raro discurso los hombres más competentes para cada cosa, para que cada uno proveyese con suma diligencia lo que era necesario.

     Era el rey Francisco, como ya he dicho otras veces, el príncipe de más valor, capacidad, increíble y presta memoria que se sabía haber en su tiempo; y lo que aquí hizo fue una prueba manifiesta de lo que de él digo, pues sin bajar del caballo ni mudarse del lugar en que estaba, en sola media hora de tiempo trazó y ordenó cuántos y cuáles bastimentos podría dar cada provincia de su reino, qué caminos y qué ríos eran más fáciles y cercanos para llevarlos, de dónde traería caballos; finalmente, pareció a todos que tenía en su memoria medidos y contados los pasos y lugares de todo su reino, las navegaciones de los ríos, y dónde había abundancia o falta, de manera que puso harta admiración; porque si bien muchos días se consultara sobre ello y llamaran a los que más sabían del reino, no se pudiera trazar ni ordenar mejor, que cierto es la cosa que más importa a un rey, porque si el rey no conoce su reino ni sabe lo que tiene en él, más de lo que le quieren decir sus ministros y privados, él no será rey, sino los criados.

     Sobre esto dije al católico rey don Felipe, nuestro señor, que Dios guarde, que convenía que Su Majestad viese y anduviese su reino y supiese de quién era rey, qué puestos tenía, qué guarda en ellos, qué provisiones, qué justicia en las ciudades, y esto, aun muy por menudo; que así lo hacían los reyes sus pasados, y sabría el reino qué rey tenía, porque del conocimiento de las cosas resulta y nace o se engendra el amor. Si el ojo del señor engorda (como dicen) al caballo, y a un labrador o padre de familia le importa estar sobre su hacienda, y si no se la roban o maltratan, ¿qué habrá menester un príncipe a quien muchos de los que le sirven, sirven más por el interés que por amor?

     Fue cosa notable que con el buen orden que el rey dio, en pocos días se juntaron tantos bastimentos, acudiendo con grandísima voluntad a servir al rey desde los montes Pirineos y de las ciudades del mar de Normandía, que todos los ríos que en Francia se navegan se hincharon de innumerables navíos, y los caminos iban llenos de carros, que por una ladera de los Alpes se vieron subir pasadas de treinta mil bestias cargadas, en cuya defensa venía el rey, habiendo enviado delante a su hijo, el delfín, y a monsieur de Montmoransi, con parte del ejército, dejando el rey para sí siete mil alemanes de Guillelmo de Frustembergo, cerca de los cuales venían seis mil esguízaros y cuatro mil italianos; los demás infantes que llevaba eran gascones, y soldados escogidos de la infantería ordinaria que había en Francia. Todos los cuales llegaban a otro tanto número como eran los alemanes, esguízaros y italianos. Después de esto venía toda la nobleza de Francia, y pasaron con tanto aparato brevísimamente los Alpes. Partieron de León a 10 de octubre, el delfín con monsieur de Montmoransi delante, y el rey en su seguimiento.



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- XXVI -

El marqués se previene sabiendo que el rey venía contra él.

     El marqués del Vasto, sabiendo la venida del rey, alojóse cerca de Montecalero, y envió delante a César Massio, napolitano, y a Camilo Colona, romano, para que embarazasen los pasos de los montes y valles Susanos, por donde los franceses habían de bajar. Pero el delfín y Montmoransi, con un escuadrón de caballería de nobles, si bien con trabajo, apeándose de los caballos para quebrar los yelos y poder andar sendas ásperas y estrechas, los acometieron con gran furia. De manera que los apartaron de aquellos pasos, haciéndolos volver con pérdida, a pesar suyo, y enviaron gente y bastimentos a Turín, que padecía gran hambre.

     Luego bajó el rey con su gente por el camino de Susa, y sin que nadie se lo estorbase, llegaron a un lugarejo llamado Vilana, donde un capitán napolitano, que con pocos soldados estaba en guarnición de una torre antigua, defendía con docientos españoles el camino real, sin dar muestra alguna de quererse rendir. Enojóse Montmoransi, y pareciéndole que no era razón que el rey pasase por camino que no estuviese llano y sin enemigos, amenazó al capitán, que si luego no se rendía le costaría la vida. Mandó batir la torre. Los de la torre se rindieron, y Montmoransi los ahorcó, exceto al capitán, que lo asentó a sueldo del rey, porque no era español.

     El rey pasó ganando algunos lugares y provisiones, por no haber guardado los capitanes lo que el marqués del Vasto les había ordenado.

     El marqués fortificó los lugares más importantes, y aunque se veía con menos gente de la que el rey traía, pensó provocarle a la batalla. Y ansí mandó a toda su caballería que una noche diese en el real de los franceses y que los trajese a una emboscada donde tenía la infantería, y principalmente la arcabucería española, que suelen, cuando así los despiertan, salir con mucha furia; pero el trabajo que los imperiales tomaron fue en vano, porque los franceses estuvieron cuerdos y quedos, sin querer salir de los alojamientos.



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- XXVII -

Treguas entre el Emperador y rey. -Va el marqués a besar las manos al rey. -Fidelidad notable del conde Frederico, alemán. -Cortesía grande del rey Francisco: virtud amable en los príncipes. -Anna Montmoransi, condestable de Francia.

     Entendiendo la gente del Emperador y la del rey Francisco en fortificar los lugares con nuevos presidios de soldados y bastimentos, y el marqués del Vasto con mucho cuidado en considerar y saber los fines del rey Francisco, y para dónde enderezaba sus banderas, llegaron cartas al rey en que le decían cómo las reinas María y Leonor, y Margarita, hermana del rey, a quien llamaban reina de Navarra, habían puesto treguas entre el Emperador, casi con las mismas condiciones con que siete años antes habían apagado el fuego de esta maldita guerra. El rey holgó de ello, y luego monsieur de Montmoransi envió a decir al marqués del Vasto las treguas que estaban hechas, y que brevemente tendría aviso del Emperador de las condiciones con que había de cesar la guerra.

     Trataron las reinas de concordar a los príncipes sus hermanos, y para poderlo hacer pusieron treguas desde este día hasta 22 de hebrero del año siguiente de 1538, y que cada una de las partes quedase con lo que al presente poseía. Publicáronse las treguas a 29 de noviembre de parte del Emperador en Aste, y en nombre del rey en Carmañola, primero día de diciembre. El marqués del Vasto holgó de ello, porque se veía falto de dinero y habíase de sacar de Lombardía, y llegábale al alma cargar tantos tributos en la tierra y gente, que lo sentirían gravísimamente. Era el marqués de generoso corazón y poco codicioso, y deseaba conservar las tierras del Emperador, y esto hácese mejor con blandura que con rigor de tributos ni injusticias.

     Quiso el marqués hacer una cosa digna de quien él era, y fue ir a visitar y hacer reverencia al rey, que estaba alojado cerca de Carmañola. Salió el marqués de su campo acompañado de la más lucida gente que en él había, todos caballeros, para que el rey viese las fuerzas y gentes en quien la parte del César confiaba, porque los españoles (que son muy amigos de ponerse bien) llevaban muchos collares y cadenas de oro y otras galas cuales las suelen usar los bizarros soldados de esta nación. Iba al lado del marqués el conde Frederico Frustembergo, el cual, viendo a su hermano Guillelmo cerca del rey, mirólo con ojos y semblante airado, como a hombre que siendo alemán y vasallo del Emperador servía contra su nación al rey enemigo, que fue muy notada y alabada la lealtad y buen miramiento del conde. Puso el rey toda su gente en ordenanza en el lugar por donde había de pasar el marqués, de tal manera, que le mostró todo su ejército, especial su infantería.

     Al tiempo que el marqués llegó, hizo salva toda la artillería y acompañándole Montmoransi, el rey, por honrarle, le tomó en medio de sí y del delfín, su hijo, con tanta cortesía de aquel humanísimo príncipe, que ganaba los corazones, y haciendo sus coroneles y capitanes la misma honra a los del marqués, llegaron todos a besar las manos al rey y a su hijo.

     El rey habló largamente con el marqués y trataron de las treguas y de los límites que había de tener y guardar en el Piamonte; con esto se despidieron. El marqués se tornó a Milán, y el rey, pasando los Alpes, a Francia; envió el rey por su parte al cardenal Locace.

     Fueron los secretarios del Emperador Granvela y Cobos y el cardenal Juan de Lorena y Anna Montmoransi, su mayordomo mayor; y el Emperador envió a Granvela y al secretario don Francisco de los Cobos, comendador mayor, para tratar de las paces; pero no se concertaron, porque cada uno quería lo que al otro no le contentaba. Alargáronse las treguas por seis meses más; esto es, hasta 22 de agosto del año siguiente, para que en el ínterin, con más comodidad, se pudiesen concertar.

     Quiso el rey de Francia pagar a monsieur de Montmoransi sus servicios y premiar su valor y ingenio, que lo tenía grande en todas las cosas de paz y de guerra, y hízole gran condestable de Francia, que es la mayor dignidad de aquel reino, como en España. Había estado este oficio sin proveerse desde la ausencia del duque Carlos de Borbón, hasta estos días, que se dio a Montmoransi, y tuvo en ellos trabajos que adelante veremos, cayendo en desgracia de su rey, por malos terceros, que con este peligro viven los que más valen con ellos.



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- XXVIII -

Sale en socorro Andrea Doria, para toparse con los turcos. -Encuéntrase Andrea Doria con los turcos: rómpelos y mata.

     Pues hemos acabado de contar los hechos de la tierra y dejamos a nuestros príncipes medio conformes en ella, será bien acudir a los que se hicieron en el mar este año de 1537. A la fama de que el Turco hacía la poderosa armada que dije, para venir contra Italia, fue Andrea Doria con las galeras a Mecina, por mandado del Emperador, que sabía los tratos del rey Francisco con Solimán; y sabiendo cómo ya el Turco estaba en la Valona con su gente, caminó a Grecia, y supo en el camino que la flota era partida tres días había. Llegó al Zante, y a la Chefalonia, teniendo aviso de siete esguízaros, y tres naos, que venían de Alejandría, habiendo ido de la Chefalonia a Santa Maura, y tomado agua en Fiquer, y hallando un ginovés que por entero le certificó de la flota y ejército del Turco.

     Volviendo a la Chefalonia, tuvo el aviso de las naos y esguízaros del ginovés renegado, que venían cargadas de arroz, queso, bizcochos y lino y otras cosas para el ejército del Turco. Saqueó una nao veneciana que traían unos judíos con escarlatas, cariseas y otras mercaderías, y a la postre topó cerca de cabo Blanco, de Corfú, los esguízaros que buscaba, estando él en calma, Tomólos sin pelear, porque los moros, que serían hasta trecientos, no se pusieron en resistencia, pensando que aquellas galeras fuesen de turcos, o venecianos. Quemó aquellas diez naos y luego dos galeras turquescas de Junosbey, que dieron al través, huyendo de otras venecianas, como después diremos.

     Supo de unos griegos que andaban en una fragata, que estaban en las islas Merleyas doce galeras; fue a ellas, remando toda la noche, paró a que descansase la chusma y a empavesar las galeras, dos leguas antes de llegar a ellas; caminó luego antes del día, guiado de las lanternas, que cada una llevaba la suya.

     Venían los turcos tierra a tierra por descabullirse, aunque algunos dijeron que por pelear más a su ventaja, pues como se juntaron al son de las trompetas y clarines, dispararon los cañones de crujía y los otros tiros; entraron recio unas con otras, yendo a boga arrancada, que con los truenos y encuentros y grita no se entendían unos a otros. Combatieron más de una hora con arcabuceros y espadas valerosísimamente, y así, fue muy sangrienta la pelea, si bien desigual, pues eran de doce a treinta y cinco, porque los jenízaros y espaises, o espais, guarda escogida del Turco, que son hombres de caballo, quisieron morir peleando antes que rendirse a sus enemigos, y cuando más no pudieron, echaron a la mar sus finas cimitarras, porque no las hubiesen los cristianos; otros, ya vencidos del todo, se arrojaron al agua, pensando escapar la vida, pero también murieron a manos de Cimarotes, así que pocos de ellos o, como dicen, quinientos, fueron presos.

     No se alegró mucho Andrea Doria con la vitoria, como pensaban, por perder docientos y cincuenta hombres y quedar herido Antonio Doria en la rodilla izquierda, y otros muchos. Echó a fondo las galeras cascadas, y remolcando las otras, se traspuso al otro cabo Blanco, de Corfú, por huir de algún peligro; y como entendió que Barbarroja le venía buscando con ochenta y más galeras, tomó la vuelta de Sicilia, y entró en Mecina triunfando.



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- XXIX -

Por qué dejó Solimán la guerra contra el Emperador. -Enójase el Turco con los venecianos. -Deseó el Papa hacer una liga contra el Turco. -Tratábase la paz entre el Emperador y rey de Francia. -Incendio del monte Etna en Sicilia por abril. -En este año de 1537 celebró Cortes el Emperador en Valladolid, a la Corona de Castilla, y en Monzón, isla de Aragón.

     Halló más dificultosa Solimán, que pensara, la guerra de Italia, ni que le dijera Barbarroja que se la había facilitado; porque ni los pulleses se removieron ni alteraron, ni el rey de Francia acudió, como había prometido, ni Barbarroja encerró a Andrea Doria, antes él afrentó su armada en tomar delante de sus ojos los esguízaros y galeras que contamos.

     Escipión de Samaya echó los turcos de a caballo, que corrían la tierra de Otranto, aunque llevaron sus palandrias llenas de hombres, ganado y ropa. Don Pedro de Toledo, que en este tiempo era virrey de Nápoles, proveyó bien los castillos de Pulla y Calabria, juntando otra mucha gente de a pie y caballo. Así también el Papa hizo ejército para defender sus tierras y para socorrer las del Emperador, siendo menester. Volvió el Turco las armas y enojo contra venecianos, dejando al Emperador, a causa que habían acogido en sus puertos a Andrea Doria, dándole bastimentos y avisándole con fragatas de cuanto hacía su armada, en lo cual mostraban estar de secreto aliados con el Emperador, que así se lo afirmaban Barbarroja y Ayas Basá y, otros. Y sin esto, porque siendo amigos, Alejandro Contarino, con seis galeras, echó a fondo cerca de Otranto dos galeras que andaban desmandadas de su flota, porque no amainaron como debían, según costumbre de marineros, ni le saludaron con la artillería ni de palabra. En las cuales dos galeras se ahogara Ustán, alcaide de Galipoli, con docientos jenízaros; y porque también Jerónimo Pésaro corriera otras dos galeras, que después quemó Andrea Doria, como dije, en que iba Junosbey, gran dragomán, o faraute, a Corfú a demandarle satisfacción, como capitán general de una nave turquesca, que los suyos anegaron, por no amainar.

     Parece que Junosbey cayó en manos de albaneses, que le rescataron en muchos dineros, matando los demás turcos que pudieron coger, y por eso procuraba encender la ira del turco Solimán contra venecianos; y Barbarroja, asimesmo, por apartarse de Italia y de Andrea Doria, porque no le sucedía como al Gran Turco había dicho, pintado y prometido.

     La guerra que hubo entre turcos y venecianos en Corfú no toca a esta historia, más de tratar de los deseos santísimos que el papa Paulo III tuvo de concordar al Emperador y rey de Francia y hacer una liga general de todos los príncipes cristianos contra este enemigo tan poderoso y contra los herejes de Alemaña, donde algunos de Güeldres llamaron a Guillén de Cleves, porque los quería dar el duque Carlos al rey de Francia, que lo uno y lo otro era en perjuicio del Emperador.

     Por este tiempo se trataba muy de veras la paz entre el Emperador y rey de Francia, mas el demonio, enemigo de ella, ponía los estorbos que con su obrada astucia podía. Pensando el Emperador que tuviera efeto, había enviado a llamar al condestable de Castilla para acompañarse de su persona en las vistas que se concertaban con el rey; a 14 de enero del año 1538 le escribió diciendo que no habiendo sucedido la plática y trato de la paz con el rey de Francia, como por agora no sucedía, cesaba el efeto para el cual le había rogado que se llegase a Barcelona para hallarse con su persona en caso que sucediera; y que siendo justo excusarle de este trabajo, que con la buena voluntad que en cosas de su servicio siempre había tenido, acetara, satisfaciéndose de ella, como si se hubiera puesto por obra, le mandaba que por agora dejase la jornada para Barcelona, reservándose para cuando fuese menester, que cuando fuese necesario sería avisado. De suerte que, conforme a esta carta, por este tiempo, que era fin del año 1537 y principio del de 1538, no tenía el Emperador esperanzas de paz con el rey de Francia.

     A 19 de octubre, en Valladolid, parió la Emperatriz un hijo, a quien llamaron Juan, estando el Emperador en las Cortes de Monzón. Duró poco tiempo el gozo de este infante, porque en el mes de marzo del año siguiente murió aquí en Valladolid.

     Tuvo el Emperador cartas de un incendio grandísimo, que este año hubo en Sicilia, que pensaron ser perdidos los de aquella isla. Echó de sí el monte Etna, que debe de ser todo de piedra azufre, una pella grandísima de esta masa; no de golpe, sino poco a poco, que el fuego le iba llevando y echándola sobre los campos y lugares vecinos, de suerte que abrasaba los montes y términos, volviéndolo todo en ceniza. Mató infinitos hombres y ganados; era tan grande el humo encendido en fuego que este gran monte de sí echaba, que se veía muchas leguas, con miedo de todos los isleños. La razón natural que dan los filósofos de estos incendios es que Sicilia es tierra porosa y muy llena de mineros de piedra azufre, piedra alumbre, fuego y agua y otras cosas que son materia dispuesta para el fuego, y así se hallan en esta isla muchas fuentes calientes y salobres; y como sea natural al fuego subir estando violentado dentro en la tierra, busca por dónde salir, y así brotan los incendios, buscando caminos para respirar, y algunas veces sale con tanta violencia y fuerza, que levanta en las nubes grandes peñascos, tierra y arena, de suerte que se vive con peligro.

     Escribe Trogo, lib. IV, diciendo esto y otras cosas a este propósito de Sicilia, y Estrabón dice que estuvo en lo alto del monte Etna y que lo miró todo con curiosidad. Entienden algunos, que este monte y otros semejantes son bocas del infierno y cárceles penales donde Dios atormenta las almas de los dañados, como otro monte Hecla, que es en Islandia, isla del mar Océano, en el cual hay grandes y profundas bocas que no se les halla suelo, que echan de sí fuego, ceniza, carbones, y el fuego es tal, que abrasa y consume el agua, y no la estopa. Vense allí los espíritus de muertos que en figuras pías de sus cuerpos hablan con sus conocidos; de manera que los que saben que son muertos, piensan que son los mismos, y rogándoles que se vengan con ellos los que son deudos o amigos, dicen con grandes gernidos que van al monte Hecla, y luego desaparecen. Oyense en este monte grandes y dolorosas voces, como de personas que padecen con tormentos. No cuento patrañas, sino lo que dicen graves y santos doctores, y quien de veras se considerare aquí, será más que ciego si pecare.

     Este año de 1537 hubo Cortes en Valladolid, y el Emperador mandó labrar nueva moneda de oro, y fue los que llamamos escudos, bajando dos quilates la fineza del oro de la moneda que llamaban nobles.

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