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Libro treinta y dos

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Año 1555

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- I -

Muerte de la reina doña Juana, en Tordesillas, a once de abril, en edad de setenta y tres años.

     Comenzaré este año por muertes de príncipes; que ninguno de los reyes tiene más en esta vida, ni es de mejor condición en lo que a esto toca que un pobre labrador o mendigo.

     La reina doña Juana, señora proprietaria de estos reinos y madre del Emperador, enviudó, como vimos, por muerte del rey don Felipe, su marido, año 1506, siendo de edad de veinte y siete años. Y habiendo estado poco menos de cincuenta viuda en la villa de Tordesillas, falta de juicio, si bien con continua salud del cuerpo, siendo ya de edad de setenta y tres años enfermó gravísimamente en el principio de este año, y fue tan grande el trabajo que se tuvo con ella para que se dejase curar y quisiese comer, que he visto cartas que el marqués de Denia escribió a la princesa y a otros, en que se lastimaba mucho del gran mal que la reina tenía, y cuán impaciente y furiosa estaba, y que de día y de noche no hacía otra cosa sino dar voces, con que a todos sus criados traía fatigados y con pena, y el bueno del marqués que lo sentía grandemente.

     Duróle este mal desde enero hasta once de abril. Y Dios que la tenía guardada para sí, a lo que podemos creer por su infinita misericordia, pocos días antes que la llevase de esta vida le dio muy diferentes sentidos y juicio de lo que hasta allí había tenido. Y a los once de abril, jueves de la Cena en la noche expiró, hallándose a su muerte el padre Francisco Borja, aquel duque ejemplar de Gandía,que dejando sus estados ricos y nobles, tomó el estado y vida de los jesuita, que el vulgo llama teatinos. Escribió una carta al Emperador en que decía que con un correo que a diez de abril había despachado el marqués de Denia dando cuenta a Su Majestad de la indisposición de la reina, hiciera relación de la merced que Nuestro Señor hizo a Su Alteza en su enfermedad, por haberla dado, al parecer de los que se habían hallado presentes, muy diferente sentido en las cosas de Dios del que hasta allí se había conocido en ella, y que el contador Arizpe daría más particular cuenta, como hombre que siempre tuvo mucho cuidado del bien espiritual de Su Alteza, y que tanto había trabajado para que se pusiesen todos los medios para traerla en el recuerdo de Dios Nuestro Señor; que daba muchas gracias a la Majestad divina por la satisfacción que a todos estos reinos quedó del buen fin que Su Alteza hizo, cuyas últimas palabras, pocas horas antes que expirase, fueron: «Jesucristo crucificado sea conmigo.»

     Y el marqués de Denia escribió al Emperador diciendo lo mismo, enviando con este despacho a Juan Pérez de Arizpe, contador de la reina, y dice que lo envía para que en particular diese cuenta a Su Majestad del católico fin de la reina, como por muchas cartas lo había escrito. Y junto con esto, para que representase a Su Majestad la suma pobreza con que la reina había muerto, y quedaban sus criados, que era tan gran lástima, que por no dar pena a Su Majestad, no lo decía en particular, y por no desampararlos no iba él en persona a suplicar por el remedio de todos ellos.

     Y lo mismo escribió al Emperador la princesa de Portugal, su hija doña Juana, que gobernaba estos reinos, y a su hermano el príncipe don Felipe, rey de Ingalaterra; y al arzobispo de Sevilla, inquisidor general, escribió lo mismo. Luego que el Emperador supo la muerte de la reina su madre, le hizo las honras funerales que su grandeza merecía en Bruselas, donde le llegó la nueva, y en Brabante. Y lo mismo hizo el rey don Fernando, que estaba, como diré, en la Dieta de Augusta.

     Residían en Valladolid la princesa doña Juana, gobernadora de estos reinos, y el príncipe don Carlos, los cuales hicieron las honras reales solemnísimamente en San Benito el Real, de esta ciudad, como en casa suya propria. El príncipe estuvo con luto, y con todos los grandes y Consejos en lo bajo de la iglesia, junto al túmulo. La princesa, en el coro alto, que no quiso ser vista ni mostrarse en este acto funeral en público, por mostrar mayor dolor por la muerte de su abuela, cuyo nombre tenía puesto a su devoción.



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- II -

[Mala voluntad del nuevo Pontífice.]

     También murió este año, sábado a 23 de marzo, el papa Julio, III de este nombre, varón santísimo y de muy sanas entrañas y católicas intenciones, habiendo tenido la Silla Pontificial cinco años cumplidos. Sucedióle en la Silla Marcelo, II de este nombre, y semejante en la virtud y santidad cristiana a los muy santos de sus antecesores. Logróse poco, porque no vivió más de veinte y dos días después que fue puesto en la Silla, con grandísimo dolor de los que le conocían, porque se esperaban de él grandes cosas y muy importantes al bien de la Cristiandad en la Iglesia. Sucedióle en el Pontificado Paulo IV, que se llamó el cardenal Teatino, Juan Pedro Garrafa, de nación napolitano, hombre que antes de llegar al Pontificado tuvo nombre de un santo, y siendo arzobispo de Tieti renunció la dignidad y se retiró a hacer vida solitaria, y aún dicen que fue monje benito y que tomó el hábito de esta religión en el monasterio de San Severino, de Nápoles, y después de colocado en la Silla Pontifical, con ser viejo de más de ochenta años, se revistió de un espíritu tan recio y bravo, que se tomó con el Emperador y con su hijo el rey don Felipe, y les movió guerra, confederándose con sus enemigos, y sacó de aquellas cenizas de su viejo pecho unas brasas de cólera y indignación contra las cosas de estos dos príncipes, que parece quiso vengar las pasiones antiguas de Nápoles en el levantamiento que hubo siendo virrey don Pedro de Toledo. Veremos aquí algo de esta pasión, y comenzará con ella el que escribiere la vida del católico rey don Felipe, II de este nombre.

     Avisaron al Emperador de la mala voluntad del nuevo Pontífice don Juan Manrique de Lara, su embajador, y don Juan de Acuña Vela, que por estar sin salud don Juan Manrique hacía este oficio, y Marco Antonio Colona, y Julián Cesarino, y otros que secretamente se congregaron en casa del cardenal Santa Flor, y que esta eleción de Paulo no había sido legítima, por muchas causas, y que sería bien ponerse en ello y deponerle. A lo cual respondió el Emperador que, pues en ella habían concurrido tantos cardenales, no convenía alterar la Iglesia, y si bien ellos y otros insistieron en que para poner freno a la mala voluntad del Papa, que cada día iba descubriendo en las cosas del César, convenía poner duda en su elección y amenazarle con el Concilio; el Emperador no lo consintió ni dio oídos, antes mandó a don Juan Manrique que de su parte y de la del rey su hijo le visitase y diese el parabién de la suprema dignidad en que Dios le había colocado, y que holgaría Su Majestad que a su sobrino don Carlos Garrafa honrase y favoreciese, y a sus deudos, y que las cosas en que don Carlos había deservido a Su Majestad, las tenía olvidadas, que eran mocedades de que no se había de hacer caso, y que así le podía dar su capelo: lo cual el Papa hizo luego con ser su sobrino, no merecedor de él, sino muy indigno y que había alterado y revuelto a Nápoles, y así andaba huido de él, sirviendo contra el Emperador a franceses, que los príncipes, si bien poderosos, han de saber disimular a veces, y es acto de suma prudencia. El Papa, que por su larga edad y experiencia la debiera tener, no usaba de ella, antes entró con unos bríos más que verdes, de querer sublimar la Silla Pontifical no menos que con las armas, quitando todo lo que los príncipes seglares tenían usurpado de su patrimonio. Pensamientos por cierto ajenos de su edad, y que le pusieron en harto trabajo, y al Emperador dieron pena; porque sus deseos ya no eran de guerras y jamás lo fueron con los pontífices, sino de venerarlos como se les debe.



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- III -

Dieta en Augusta. Preside en ella el rey don Fernando.

     Ya que he acabado con los muertos, diré ahora algo de lo que hicieron los vivos. Tenía mandado el Emperador que para principio de este año se juntasen en Augusta los príncipes y ciudades del Imperio para tener Cortes o, como ellos dicen, Dieta, en la cual se pensaba hallar. Esto no fue posible, por la guerra que tenía trabada con Enrico, rey de Francia; por sus grandes enfermedades, que le tenían tan impedido y acabado, que casi ya no era hombre, con unas melancolías mortales, que no se dejaba ver ni tratar de nadie.

     Dio la presidencia de esta Dieta a su hermano el rey don Fernando, el cual propuso allí a los Estados el deseo grande que la majestad del César tenía de ver puestas en sosiego y paz las cosas de la religión en Alemaña, y rogó a los príncipes encarecidamente tratasen entre sí de la forma que para esto se podría tener. Que si bien era así, que el verdadero camino para conseguir esto era la conclusión del Concilio que tantas veces se había comenzado, que por entonces no se hallaba medio para volver a él, todavía debían buscar otro razonable camino para venir a lo que tanto debían desear, y que si les pareciese que se tornase a comenzar el Concilio, que de su parte y de la del César, su hermano, se haría todo lo posible, hasta darle el fin y conclusión que tanto convenía.

     Detuviéronse sobre este punto algunos días, y resolviéronse en que de allí adelante, sobre las cuestiones de la religión, ninguno hiciese a otro guerra, y que ni el Emperador ni sus amigos pudiesen molestar a los protestantes de la confesión Augustana, ni ellos pudiesen faltar en su servicio, quedándoles su libertad para poder gozar del ínterin en lo tocante a la mesma confesión Augustana, con tanto que las otras sectas diferentes, pareceres y opiniones quedasen fuera de esta paz y capitulación. De esta manera se ordenaron algunas cosas que no tocan a esta historia; sólo digo que con esto, si bien no fue muy favorable para la parte de los católicos, quedó Alemaña razonablemente compuesta, y se remediaron algunos desafueros y males que de la discordia entre ellos había cada hora.



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- IV -

Vuelven a las armas imperiales y franceses. Júntanse para concordar los príncipes.

     Habían estado quedos los capitanes fronteros imperiales y franceses lo que duró el invierno; mas luego, como abrió el verano, volvieron a las armas con el mismo coraje que las habían usado el año pasado. El mariscal de Francia, monsieur de San Andrés, entró por el condado de San Pablo haciendo los daños, muertes y incendios que podía. Corrió toda aquella tierra y la de Arrás, procuró impedir la fortificación que se hacía en Hesdin, mas no salió con ello, y así volvió contra Cambray, destruyendo los campos; tomó a Cambresi y destruyólo, matando los que en él estaban de guarnición. Apoderóse de otros lugares del marquesado de Montferrat. Por manera, que por ser esta banda, entre franceses y flamencos no había otra cosa sino fuego, sangre, muertes, robos y estragos infernales, que los unos contra los otros hacían sin piedad ni respeto de que eran cristianos, ni aun hombres de razón; tanto ciega una pasión desordenada.

     Para dar fin a tantos males y tomar algún medio de concordia entre los reyes, se juntaron en Maré, que cae entre Artois, Calés y Gravelingas, por parte del Emperador: don Juan de la Cerda, duque de Medinaceli; Antonio Perresin, obispo de Arrás, y los presidentes Viglies y Briarre; y por parte del rey de Francia: el cardenal Carlos de Lorena y los obispos de Vanes y Orleáns, y Carlos Marillas y Claudio de Aubespina, secretario del Estado, y estaba también el cardenal Reginaldo Polo, inglés, como legado del Papa, y que procuraba mucho por las paces. Detuviéronse en esta junta hartos días, sin conclusión alguna, y así quedaron las cosas en el ruin estado que antes estaban, y volvieron a ejecutar las armas con el mismo rigor que antes.



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- V -

Fortifica el francés a Marienburg para embarazar con el Emperador. -Los españoles rompen a los franceses.

     Temíase el rey Enrico de que el Emperador, aunque viejo, enfermo y cansado, irritado había de dar sobre él con todas sus fuerzas, quiso atajarle los pasos fortificando a Marienburg y Masseria, y puso en ella muy buena guarnición, basteciéndolas de vituallas y municiones todo lo que pudo. Andaba por esta parte Martin Van Rosen con un buen ejército, al cual los franceses temían, porque era un capitán valeroso, experimentado y sagaz, como en esta historia se ha visto, y el Emperador hacía mucha confianza de tanta, que no faltaban émulos envidiosos, cuales la virtud suele tener.

     El duque de Saboya fortificó a Ghibeya, ribera del río Mosa, haciéndola casi inexpugnable, y púsole nombre a esta fortaleza Carolomonte, digna memoria del Emperador Carlos V. Intentó el francés impedir esta obra, mas el duque estaba tan poderoso, que los hizo estar a raya. Aquí en Carolomonte murió el capitán Martín Van Rosen, señor de Pourroie, digno de nombre y larga memoria por sus hechos y por la lealtad y amor con que sirvió a su príncipe, después que en Dura lo recibió en su gracia. Díjose que le habían dado veneno en una paloma cocida (que era muy amigo de comerlas), con envidia de la merced que el Emperador le hacía. Vino en su lugar al ejército Guillermo Nassau, príncipe de Orange, el cual acabó de fortificar Carolomonte, fue contra el castillo de Fragnolio y tomóle por fuerza, y echólo por el suelo y levantó otro en el lugar de Saltorio, sitio arriscado, y lo hizo muy fuerte, y dióle nombre Felipovilla, en gracia del rey don Felipe, hijo del Emperador.

     Hiciéronse otros dos fuertes en el condado de Henaut y de Namur, a la raya de Francia, en un monte o selva que llaman Arduenna, y deshicieron a Marienburg, y como los franceses viesen que no eran parte para impedir estas obras, intentaron tomar a Saltorio y Chimao, y pasaron contra el nuevo Hesdin, amenazando a los de Arrás; pero los españoles que estaban en la guarnición de Hesdin y en otros presidios vecinos, se juntaron, y armaron a los franceses una celada, en la cual cogieron toda la caballería y les dieron tal mano, que mataron la mayor parte de ellos y prendieron otros, y escaparon muy pocos.



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- VI -

Abrásanse en guerras franceses. -Flamencos destruyen los campos. -Rompe Orchimont a los franceses.

     Deseando vengar este daño monsieur de Humerio, gobernador de Perona y general de aquella frontera, y Jallayo, capitán de los aventureros, que siendo llamados del rey son obligados a seguirle a su costa en la guerra cuatro meses del año, acometieron a los de Arrás y corriéronles la tierra, haciendo gran presa de los rústicos y ganados. Salió contra ellos Maximiliano Melunio, vizconde de Granden y gobernador de Arrás, con la gente que tenía de guarnición en Arrás; mas como vio la multitud de los franceses en que era tan desigual, volvióse a la ciudad. Estaba en Baupama monsieur de Orchimon; salió con toda la caballería que pudo juntar, y recogió los rústicos labradores de la comarca y armólos como pudo, y púsoles encubiertos en lugares estrechos por donde los franceses, cargados de su presa, habían de pasar, dándoles a esta gente capitanes diestros que los gobernasen.

     Los labradores tomaron las armas muy de gana, por la que tenían de cobrar sus haciendas que los franceses les llevaban, y vengar las injurias que de ellos habían recebido. Volviendo, pues, los franceses cargados de grandísima presa y sin pensamiento de hallar la tierra tan armada, el señor de Orchimont les puso aquélla de manera que los acometieron por los dos costados, y otros por las espaldas. El, con la caballería, se les puso delante, y de tal manera los apretaron y pelearon los labradores, que en breve espacio los rompieron y mataron a muchos, huyeron muy pocos, cobraron toda la presa y quedaron presos los dos capitanes, Humerio y Jayllio o Jallao, malamente heridos, con otros nobles franceses, y perdieron más de mil.



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- VII -

Don Hernando de Gonzaga, señalado en esta historia por su gran valor y hechos.

     Las guerras que con Enrico, rey belicoso de Francia, se hicieron en Picardía, Lombardía y Piamonte, si bien Felipe, rey de Ingalaterra, tenía la investidura y títulos de Nápoles y Milán, por orden del Emperador se hacían, que era rey de España, y con sus dineros y gente, nombrando él los capitanes, que nunca el Emperador alzó la mano del gobierno de todos sus reinos, hasta que de todo punto los dejó y se vino al monasterio de Yuste, como presto veremos.

     Digo esto por haber visto un pedazo de historia compuesta de diversas relaciones mal ordenadas, donde la guerra del Piamonte entre imperiales y franceses la cuentan con título de historia del rey don Felipe, que si lo fuera debía de contar otras mil cosas que pasaron estos años.

     Digo, pues, que con la misma rabia y furor que en Picardía se hacían la guerra imperiales y franceses, se trataban, mataban y destruían en el Piamonte, corriéndose la tierra unos a otros, procurando con ardides tomarse los lugares y fortalezas. Unas veces prevalecían unos, y los que se veían inferiores encerrábanse en sus fuertes y dejaban la campaña, no habiendo jamás entre ellos jornada que llegase a todo rompimiento.

     Viernes primero de marzo de este año de 1555, a las veinte y dos horas, partieron los franceses de Sancial, que es a veinte millas de Casal. Iban con esta gente monsieur de Monen, monsieur de la Mota Gondrin, monsieur de Salvason, gobernador de Veruga, y el gobernador de Cortamilla; serían por todos hasta mil franceses, y con voz de que iban a la escolta caminaron toda la noche hasta junto a Casal, y con barcas, que al llegar ya estaban aparejadas, pasaron por el Po, y con cuatro escalas por la parte de la roqueta, entraron sábado de mañana, a las diez horas, que son dos horas antes del día. Y el embajador Gómez Juárez de Figueroa, que estaba dentro, y don Juan de Guevara y otros españoles y alemanes, viéndose así salteados, se recogieron al castillo, y don Ramón de Cardona y el conde de Valencia se salieron por la muralla y se fueron a Aste.

     Había el Emperador enviado a llamar a don Hernando de Gonzaga, porque dieron contra él a Su Majestad muy malos memoriales de quejas y cargos que le imponían, y como la guerra andaba tan viva en el Piamonte y del Papa no se tenía mucha satisfacción, quiso el Emperador poner en Italia un capitán de quien se tuviese entera satisfacción, que tendría manos para todo, y dio el gobierno de Milán y Nápoles a don Hernando de Toledo, duque de Alba, con poderes amplísimos, para lo que era de gobierno y de guerra, con seiscientos mil ducados, los ciento y sesenta mil luego, los demás librados en España, y alguna caballería alemana, y que en Milán se hiciesen armas, artillería y municiones. Partió el duque de Flandres a grandes jornadas para Lombardía, y entró en Milán a trece de junio. Y este mesmo día que el duque entró en Milán, monsieur de Brisac, general en el Piamonte, con el ejército francés, había tomado la tierra y castillo de Poma, y la de San Salvador, y vino sobre Valencia, estando en ella Gómez Juárez de Figueroa, y el marqués de Pescara, y don Alvaro de Sandi, con una parte del ejército, y salieron en campaña; y hubo entre ellos grandes escaramuzas, en las cuales perdieron los franceses, y se hubieron de retirar.



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- VIII -

[Entrada del duque de Alba en Italia.]

     El crédito con que el duque de Alba entró en Italia fue tan grande, que a muchos causó temor, y a los franceses puso en cuidado no pequeño para defenderse de un capitán de tanto nombre. Y monsieur de Brisac, general francés en el Piamonte, envió a pedir al rey de Francia le ayudase con nueva gente para ponerse con más fuerzas y tentar fortuna si fuese posible romper el primer ímpetu del duque de Alba para hacerle caer de su opinión. Juntó Brisac su ejército en Casal, y una noche quiso romper la puente que había de barcas en el río Po junto a Valencia, para que Gómez Juárez de Figueroa perdiese la esperanza de poder socorrer este lugar, y deshacer dos tercios de infantería española que estaban alojados de la otra banda del Po, pareciéndole que con esto embarazaba al duque, para que no hiciese fuerte de nombre y que perdiese el que tenía.

     El rey de Francia Enrique, viendo que por los Países Bajos el Emperador no le hacía guerra de consideración, más de la que tengo dicha, que era abrasar los campos y lugares, aparejaba un ejército poderoso para enviarle en Italia. Monsieur de Brisac sacó de los presidios de menos importancia la gente que pudo, y juntó hasta catorce mil infantes, y tres mil caballos, y una noche a buena hora envió ocho barcas cargadas de arcabuceros, para que rompiesen la puente de Valencia, llevando los aparejos necesarios para este efecto, y que, rompida, se pusiesen los arcabuceros a la parte de Valencia, estorbando que no pasen barcas con gente que pudiese socorrer a los españoles. Y que monsieur de Brisac, parando por debajo de Casal la fente que allí había, fuese sobre los dos tercios, cuyos maestros de campo eran Sancho de Mardones y don Manuel de Luna, juzgando que si deshacía esta gente el duque de Alba, no tendría fuerzas, y el embajador Gómez Juárez de Figueroa desampararía a Valencia, que estos y otros designios tuvo el capitán francés en esta empresa. Los cuales se entendieron por los apercibimientos que hizo, y Gómez Juárez ordenó que don Lope de Acuña, caballero natural de Valladolid, capitán de caballos ligeros, con su compañía y la del capitán Jorge Zapando Albanés, que también era de caballos, y dos de infantería italiana del conde de Valencia, se metiesen en Poma, lugar poco fuerte, entre Casal y Valencia, para cortar el camino a los franceses y hacer espaldas a Valencia.

     Y temiendo don Lope que le viniese a cercar el ejército francés, por no verse en lugar donde se podía hacer tan poca resistencia, cada noche salía con la caballería a la campaña, dejando dentro la infantería, poniendo centinelas hasta el burgo de San Martín, y así pasaba malas noches a caballo y armado, porque los franceses no le cogiesen descuidado, y como la noche en que monsieur de Brisac envió las barcas para romper la puente fuesen vistos de las centinales de don Lope de Acuña, dispararon dos arcabuces (que era la señal que se les había dado) y fue un caballo ligero a decir lo que pasaba. Y luego llegaron hasta treinta caballos, y dando en dos centinelas preguntaron los unos a los otros quién vivía, y conociendo que eran franceses, quedándose una centinela, la otra fue a todo correr del caballo a dar aviso, que causó alteración en los franceses irse el uno y quedar el otro, y recelándose que estuviese allí toda la caballería de Valencia, volvieron a buscar su gente, que eran hasta trecientos caballos, con cien arcabuceros a caballo, que monsieur de Brisac enviaba a Valencia para que a un tiempo tocasen armas a la villa, y con la turbación no acudiesen a defender la puente, y los que iban tuviesen lugar de desbaratarla, y creyendo los treinta caballos franceses que en aquel paso de las centinelas los esperaba la caballería de Valencia, se volvieron a su ejército, que estaba en Casal. Don Lope de Acuña, juntando su caballería, envió la compañía de albaneses a gran trote a avisar a Valencia de las barcas que iban por el Po, y mandó que en una torre de Poma se hiciesen grandes fuegos y ahumadas, avisando que era grande el número de gente que iba, y el mismo don Lope fue con su compañía, haciendo espaldas a los albaneses. Entendido en Valencia lo que pasaba, dispararon dos piezas de artillería, para que los españoles estuviesen sobre sí, y los de Valencia acudiesen a la defensa de la villa y puente. Los franceses, viéndose descubiertos, acordaron de volverse por tierra dando con las barcas al través, por la dificultad de subillas contra la corriente del río. Y siendo ya de día salió don Alvaro de Sandi con alguna gente. Y viendo las barcas con una invención de molino que venía en ellas, desamparadas, corrió la ribera y prendió ciento y cincuenta franceses, que halló derramados, y con ellos se volvió a Valencia.



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- IX -

Frustrado Brisac del primer intento, va sobre los españoles de Brema y Sartirana. -Avisan dos villanos de una emboscada francesa.

     Monsieur de Brisac, sentido del mal suceso, acordó de ir sobre los dos tercios españoles, que estaban sobre Brema y Sartirana, y deshacellos con las dos compañías de caballos de don Lope de Acuña, y levantando su campo se fue a alojar a Gerola, milla y media de Poma. Y la noche antes Gómez Juárez había enviado al teniente de don Antonio de Tejeda con veinte celadas para tomar lengua de lo que los franceses hacían, el cual a boca de noche fue a Poma a ver lo que sabía don Lope de Acuña, y lo que le aconsejaba que hiciese, y con esto pasó la vuelta de Casal. Otro día por la mañana el teniente de la compañía albanesa avisó a don Lope que la vuelta de Casal se sentían muchos arcabuzazos, y que debía de ser el teniente de don Antonio de Tejeda que escaramuzaba con los franceses, y yendo a gran priesa a socorrerle llevando consigo cien infantes arcabuceros que dejó en lo alto de una cuestecilla o cerro, para que si la mucha caballería que había en Casal le cargase, le amparesen, y pasando adelante vio un tropel de hasta veinte y cinco caballos que a su vuelta venían al galope, y ochenta que los seguían a gran priesa, y creyendo que eran los caballos de la compañía de don Antonio de Tejeda, se apresuró para socorrellos; pero vio las banderas blancas con cordones leonados, que era seña francesa, y de la compañía de monsieur de Ambila, general de la caballería francesa. Por lo cual mandó apartar sus dos compañías, en que había ochenta caballos y que se pusiesen a los lados, porque ya los franceses iban llegando, y ordenó a los albaneses que si los franceses los cargasen se fuesen retirando muy cerrados, y que él se quedaría para embestirlos por costado, y que al mismo tiempo revolviendo ellos les diesen por la frente, y que esto se hiciese a priesa, antes que llegase en otros escuadrones que va parecían por la campaña, y cine si le acometiesen los franceses ellos hiciesen lo mesmo de embestillos por el costado. Llegando, pues, los franceses y reconociendo las casacas verdes (que era la librea de la compañía de don Lope de Acuña), dejándolos fueron sobre los albaneses, los cuales, yendo muy cerrados sin dejar su paso, mostraron tener poco miedo, porque ya don Lope, bajas las lanzas, iba a embestir los franceses; por lo cual, apartándose los franceses con vuelta redonda, excusaron su encuentro, procurando de ille entreteniendo hasta que llegase su caballería, que habiendo sido avisados desde el principio, iban a gran priesa, no se viendo por aquella campaña sino escuadrones que, levantando gran polvareda, caminaban aquella vuelta, por lo cual los albaneses llevaban con desorden su retirada a Poma.

     Y como vio don Lope que si dejaban su orden eran perdidos por la mucha gente que llegaba, dejando su compañía a Miguel Díaz de Almendárez y a su alférez Gonzalo Fernández Montejo, y al galope, atravesó su escuadrón al de los albaneses para irse con ellos. Y saliéndole al través dos franceses sin que los viese, el uno le encuentró con la lanza por el lado izquierdo, por entre los espaldazetes, pero sin herirle se quebró presto, y abrazándose con él procuraba de prenderle con el favor del otro francés. Pero don Lope hizo gran fuerza para soltarse, y revolviendo de presto contra el otro francés, no le oso esperar, y así tuvo lugar de llegar a los albaneses, los cuales, juntamente con los españoles, en buen orden se fueron hasta junto a Poma, sin que los franceses (si bien muchas veces lo intentaron) pudiesen rompellos.

     Y habiéndose roto de ambas partes algunas lanzas, llegaron al pie del collado o cerro, adonde don Lope de Acuña había dejado su arcabucería, que siendo vista de los franceses, no osaron pasar adelante, volviéndose a los suyos, y si bien eran más de trecientos caballos, no llevaron un solo prisionero. Don Lope de Acuña, desde lo alto de la cuestecilla o collado, vio que la infantería y artillería del campo francés hacía alto en Gerosa, adonde aquel día hizo su alojamiento, y que la caballería en nueve escuadrones, en que habría cerca de cuatro mil caballos, pasaba adelante, y acercándose a la cuesta, la cercaron con intención de encerrar aquella caballería y infantería de los españoles en Poma, para que llegando otro día el artillería la tomasen a manos. Había en el campo francés muchos caballos ligeros albaneses, que en su lengua (que pocos de los demás entendían) decían a voces a los albaneses del capitán Zapando, que se retirasen, porque ya caminaba un grueso golpe de infantería a tomalles el paso.

     Llegaron en esto dos villanos muy sudados, y sin sombreros, que dijeron que desde media noche estaban emboscados en un carcavón que estaba entre Poma y Valencia hasta trecientos caballos, que se pensaba que estaba aguardando a que se retirase don Lope de Acuña con la gente de Poma a Valencia. Nada turbó a don Lope que los enemigos supiesen que tenía esta orden, cuando viese el ejército enemigo sobre sí, porque habiéndosela enviado de palabra el marqués de Pescara con un soldado italiano, conoció que luego la sabrían los enemigos. Pero diole cuidado que estando atajado el paso con tanta caballería, era imposible pasar, porque el carcavón era muy hondo y largo y por los lados con despeñaderos para gente de caballo imposibles de subir, y por medio atravesaba un arroyo hondo, que se pasaba por una puente de fajina angosta, que veinte hombres la podían defender.



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- X -

[Prosigue la misma materia.]

     Con este cuidado que don Lope tenía, apartándose con los villanos se informó cómo estaba puesta la gente francesa, lo cual le dijeron muy bien, porque habían sido presos, y aquella noche, estando atados porque pagasen la talla, se habían saltado. Y habiendo pagado don Lope a los villanos el aviso que le dieron, y proveídolos de sombreros y zapatos, envió a decir a Gómez Juárez de Figueroa que si no enviaba al carcavón alguna arcabucería, que echase aquella caballería francesa, él era perdido; y demás desto, ordenó a los soldados que llevaban este recado, que si por caso fuesen presos, dijesen que iban a dar aviso que aquella gente de Poma estaba sin esperanza de salvarse por tierra, que les enviasen barcas para retirarse por el río. Y por otra, envió a don Bernardino de Ossorio para que reconociese siguiendo por debajo de los ribazos, despeñaderos del río, viese si entre ellos y el agua, aunque hubiese de nadar un poco, hallaba paso. Y dejando de cintinela a su alférez Montejo, para que viese los movimientos de la caballería francesa, se entró en Poma, y comenzó a reparar el castillo, por si hubiese de quedarse en él, porque don Bernardino Ossorio le desconfiaba de aquel paso del río. Los cuatro caballos que se enviaron a Valencia, como cada uno iba de por sí, llegaron ayudados de la espesura de los árboles, pasando por entre escuadrón y escuadrón de los franceses. Gómez Juárez de Figueroa, vista la esperanza que daba don Lope de poder salir de Poma, envió a don Manuel de Luna y a Cesaro de Nápoles para que con la arcabucería y alguna caballería ligera echasen los franceses del carcavón, lo cual hicieron, dando a los franceses una gran rociada, y salieron a gran furia como atronados y esparcidos, cada uno por su parte. Viéndolo don Lope de Acuña, teniendo ya cargados los bagajes con gran presteza, y llegado donde estaba Cesaro de Nápoles, se vio en salvo. Hubo este día gran diferencia entre don Alvaro de Sandi y don Manuel de Luna, sobre que don Alvaro, que era maestre de campo del tercio de Lombardía, había apartado tanto la infantería española de Valencia, que dio lugar a que si cargara la caballería francesa la rompiese. A lo cual respondió don Manuel, que, teniendo el carcavón a sus espaldas, era tan dificultoso y fuerte que ninguna caballería, por mucha que fuese, le podía enojar, y que cuando bien llevara infantería yéndose por el carcavón al ojo hasta la ribera del río, y por ella hasta Valencia, toda la gente del mundo no le podía hacer daño.



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- XI -

Bate Brisac a Poma, y rindesele; pasa a sitiar a Valencia. -Los imperiales salen y le hacen rostro.

     Sintió mucho Brisac que aquellas dos compañías de caballos y infantería de Poma se hubiesen salvado por su inadvertencia. Y llegando otro día sobre Poma, la comenzó a batir, y como los de dentro ni esperaban socorro ni se podían defender, se rindieron, y Brisac con el campo pasó a Valencia, con intención de asentar el ejército de la otra parte del carcavón, entre la puerta de Alejandría y San Salvador, y ver la demostración que hacían los de dentro. Y teniendo Gómez Juárez tanta gente en Valencia, quiso que saliesen y se mostrasen a los franceses, y mandó que don Manuel de Luna, con su tercio y el de Nápoles, se pusiese a la puerta de Poma, y que cuatro mil alemanes del conde Alberico de Lodrón se pusiesen a la puerta de Alejandría, y un poco más adelante nueve estandartes de hombres de armas, de los cuales era cabo don Antonio de Vivero, teniente de don Hernando de Gonzaga, porque no había capitán en alguna de estas compañías; y más adelante de la gente de armas estaba el marqués de Capestrano, primo del marqués de Pescara, con diez y seis cuadretes de caballos ligeros, y con el comisario general de la caballería, Juan Bautista Romano, y por estar enfermo el marqués de Pescara, no salió fuera este día, y más adelante a la punta del carcavón a don Lope de Acuña con cuatro compañías de caballos ligeros y docientos arcabuceros españoles, con los cuales con continua escaramuza defendía que los franceses, que pasaban delante de la punta del carcavón, no entrasen en la llanura entre el carcavón y Valencia, que era lo que más deseaban. Lo cual maravillosamente defendían los arcabuceros españoles viéndose amparados de las cuatro compañías de caballos, y tirando de mampuesto cubiertos desde los bordes altos del carcavón, hacían mucho daño en la infantería francesa, que descubierta quería a pura fuerza subir a lo alto, y habiendo tomado a la infantería francesa un carro de pólvora, para que tomasen de ella los que no la tenían, un arcabucero español con más priesa que recato llegó con su cuerda y dio fuego a un barril, y aquél a los otros, que abrasaron a más de ciento, de los que tomaban pólvora, de los cuales se dijo que murieron allí treinta luego.



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- XII -

[Baeza.]

     El ejército francés, cuando pasaba lo que queda dicho de la pólvora, estaba en el sitio adonde había de alojar, que era la otra parte del carcavón, y con cuatro piezas de artillería, que se habían puesto en un collado, comenzaron a batir los escuadrones imperiales que estaban en el descubierto de ella, y habiendo muerto cinco soldados del escuadrón de los alemanes con un tiro, causó tanto espanto en ellos, que sin poderlos tener se metieron en la villa, no mostrando mayor ánimo la gente de armas, porque atemorizados de algunas balas que habían dado cerca de ellos, retirándose a mano derecha de la puerta de Alejandría, se metieron entre unas grandes honduras; solamente la caballería ligera, sin mostrar algún temor, si bien estaba más cerca de la artillería enemiga, con gran sufrimiento estuvo queda, sustentando la compañía, no cesando la artillería de batirla con más estruendo y espanto que daño, porque no mataron más de dos caballos y un soldado.

     Y como pareció que por aquel día no trataban los franceses sino de asentar su campo, don Alvaro de Sandi, y Cesaro de Nápoles, con la compañía de caballos de Lázaro de Mezuca, capitán de la guarda de Gómez Juárez, fueron a reconocer el continente del enemigo para, conforme a ello, o retirarse a la villa o estar en campaña. Los caballos ligeros y la gente de armas había hecho alto en el carcavón que estaba entre la sierrecilla (adonde tenían el artillería), y Valencia para dar lugar a que se asentase su campo sin impedimento de los españoles, y como se acercasen don Alvaro de Sandi, y Cesaro de Nápoles, y el alférez Baeza, que había ido de Alejandría con cien infantes españoles, salió de una ermita adonde estaba, viendo a don Alvaro de Sandi, y se fue por los trigos adelante, que a la sazón estaban altos, que era víspera de Corpus Christi, hasta ponerse encima del carcavón, comenzando desde allí a dar arcabuzazos en los franceses, con mayor ánimo que cordura.

     Los franceses, viéndose tirar de parte tan desviada de Valencia, y hallándose más de tres mil caballos juntos, sin perder punto cargaron con gran furia contra el Baeza, y no hallando reparo en don Alvaro, en cuya confianza había hecho aquella demasía, sin poder hacer alguna defensa fue con sus soldados atropellado, pasando toda la caballería sobre ellos, sin que escapase alguno que no fuese muerto, sino sólo el Baeza, que viéndole armado de buenas armas, le tomaron preso por codicia de la talla. Fue Baeza preso este mismo año otras cuatro veces, porque siendo de ánimo temerario y poco cuerdo, acometía sin mirar el fin (en que ha de poner los ojos todo soldado prudente en cualquier hecho peligroso).

     Don Alvaro de Sandi, y Cesaro de Nápoles no pudieron remediar a tanta infantería, ni resistir a esta caballería, y así volvieron retirándose hacia el marqués de Capestrano, en el cual no hallaron más socorro del que halló en ellos la infantería, y todos quien más podía iban a meterse por las puertas de Valencia, viéndose desde el carcavón, hasta el entrar en la villa, un gran tropel de caballos muy grueso, que como corriente arroyo no cesaban de seguir unas a otros, sin otros muchos caballos que por todas partes se veían con tanta priesa y desconcierto, que al entrar de la puerta caían muchos en el foso, y otros que atravesando la campaña se iban a meter por la puerta de Poma, adonde estaba la infantería española, o por las de Basiñana, yendo a salir al lado del castillo. Y este feo espectáculo acrecentaban en gran manera los vivanderos y gente del servicio del ejército, que con la gente de la villa habían salido a ver lo que pasaba, que siendo muchos con gran grita y alboroto caían unos sobre otros y se atropellaban.



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- XIII -

Socorre don Lope de Acuña valerosamente y remedia el desorden de los suyos.

     En esta turbación hallándose don Lope de Acuña el postrero, no viendo esperanza de remedio, y pareciéndole que era perdido, cerrando bien su escuadrón fue para embestir a los franceses, cuatrocientos pasos encima de la villa, porque ya iban tan adelante, y él quedaba tan atrás, que no podía salir a su frente, y encargando la vanguardia al capitán Chucarro el Mozo, soldado animoso, dio una vuelta a su gente, amonestándoles que fuesen bien cerrados, y que entendiesen que en aquella ocasión iban las vidas de sus amigos y suyas y la reputación de todos. Esta amonestación no fue en todos de provecho, porque algunos, estimando más la vida que la honra, desampararon el escuadrón y se fueron a la puerta de Poma huyendo, que sería más de la quinta parte. Y porque entre ellos se huyó un paje francés que llevaba la pica de don Lope, tomando la de Villaluena su soldado, acometió a los franceses con tan venturoso suceso, que fue el único remedio, porque los franceses, viéndose debajo de la villa y acometidos de tan poca gente por el costado, tuvieron por cierto que no lo hacían como hombres que iban a perderse, sino confiados en grandes espaldas, y así hicieron alto con tanta polvareda y confusión, que no se conocían los unos a los otros, haciéndoles muy gran falta sus cabezas, que con la larga carga que habían dado, unos quedaban atrás y otros venían por los lados.

     Los españoles prendieron allí a muchos franceses y libraron a Juan Bautista Romano, el cual, habiendo caído del caballo, un francés le hirió en una nalga, con un golpe de lanza, y dando libertad a otros que estaban caídos, revolviendo a muy buen tiempo el marqués de Capestrano con la caballería, porque viendo que con la furia de don Lope había parado la de los franceses, dio vuelta sobre ellos animosamente, parando los unos y los otros con tanto temor y confusión, que con estar frente a frente a diez pasos unos de otros, no había quien hablase ni se moviese, tan cubiertos de espesa polvareda, que parecía una escura niebla muy cerrada. Y acaeció (cosa raras veces vista) que estando con esta suspensión y temor, que un trompeta francés, puesto en medio de los unos y de los otros, con más ánimo de lo que conviniera, comenzó a tocar su trompeta incitando a los suyos a que cerrasen, y viéndolo Figueroa, soldado de don Lope de Acuña, arremetió a él y le asió de la trompeta y dio tres cuchilladas en la cabeza, de que cayó muerto, y con la trompeta y el caballo por la rienda se volvió a su capitán, sin que hubiese francés que se moviese. Y concibiendo de este hecho gran temor los franceses, viendo que de la muralla habían disparado dos piezas de artillería, aunque con incierta puntería por el mucho polvo, sin discernir cuáles eran amigos o enemigos, matando a un sobrino del capitán Lázaro, Mezuca (mancebo de gran esperanza), dando la vuelta sobre la mano izquierda se comenzaron a retirar con mucha conformidad de la caballería del ejército español, que sin hacer demostración alguna se retiró por el otro lado, poniéndose en un altillo cien pasos atrás.



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- XIV -

Culpa de la gente de armas del ejército imperial.

     La gente de armas del ejército español tuvo este día mucha culpa, porque habiéndose metido en aquellas honduras cerca de la puerta de la villa que va a Alejandría, no lejos de donde todo esto pasó, no salió a dar calor a las cosas que estaban en necesidad extrema, porque con sólo mostrarse, hubiera sido de grandísimo provecho en Ia retirada del marqués de Capestrano, y de muy gran eficacia a la llegada de don Lope de Acuña, y procediendo tibiamente, ni salieron, ni se mostraron hasta que los franceses se retiraban la vuelta de otros sus estandartes de gente de armas que, haciéndoles espaldas, sin desordenarse ni entrar en el ruido, estuvieron muy cerrados guardándose para el último trance. Tomaron en el último paso, adonde llegó don Lope de Acuña, hasta sesenta franceses, y más se tomaran si al principio los soldados dieran en ellos, los cuales, si bien veían muchos caídos, y que por las armas doradas y casacas recamadas conocían que eran hombres principales, no los prendían, no se teniendo a sí mismos por seguros, según el paso en que se hallaban.

     El marqués de Capestrano con gran contento de tal suceso en un caso perdido, no queriendo aguardar otro tal, dejando mandado que obedeciesen a don Lope de Acuña hasta que volviese, fue a la villa a dar cuenta a Gómez Juárez y al marqués de Pescara de lo que había pasado. Fue este día tan apretado para el ejército español, que hubo muchos que teniendo el negocio por perdido, entrando por una puerta de la villa, se salían por la del Po; y porque don Alvaro de Sandi había hecho quitar algunas barcas de la puente, para que no huyesen, se echaron a nado y se ahogaron muchos. Y habiendo sabido Gómez Juárez lo que pasaba, y en el estado que las cosas quedaban, y que los franceses desde lo alto de la tierra miraban el asiento de Valencia, para resolverse en lo que habían de hacer, pareciendo que convenía que la gente descansase, mandó a don Lope que quedándose con su compañía, mirando atentamente los designios del francés, toda la demás caballería se recogiese a su cuartel. Quedóse don Lope hasta las cinco de la tarde en el campo, sin que los franceses bajasen a él, y Gómez Juárez le envió a mandar que se fuese a descansar, lo cual hizo dejando algunas centinelas.



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- XV -

Quieren los franceses desbaratar dos compañías del príncipe de Piamonte y conde de Potencia. Mata un tiro a don Hernando de Bobadilla.

     Estando apeado don Lope y desarmado, oyó gran grita y arma que se tocaba en lo alto del carcavón, de que le pesó por ver a sus soldados cansados, y los caballos flacos y fatigados, y subiendo en su caballo, que estaba ensillado, mandó a sus soldados que se armasen, y saliendo a ver lo que era y mirando la vuelta de Basiñana, vio que dos compañías de gente de armas iban al galope y sus caballos y bagajes a más correr delante, y mirando a los estandartes, y hallando que ambos eran rojos, y que el uno tenía un sol dorado, conoció que ambos eran del príncipe de Piamonte y del conde de Potencia, y luego llegó Ginés de Escocer, que era de aquellas compañías, que iba delante a tocar arma, y mostró con la mano un gran golpe de franceses que habiendo bajado un collado alto, que estaba sobre su mano derecha la vuelta de Pece, venían a gran priesa atravesando la campaña para atajar los estandartes, los cuales serían como mil caballos, hombres de armas y caballos ligeros.

     Estos franceses, con industria de guerra, por detener aquellas dos compañías, hasta que ellos llegasen, echaron delante sesenta caballos, para que escaramuzasen con ellos y los detuviesen, si bien fuese con daño; pero como vieron que los hombres de armas iban bien cerrados y en orden y que eran ciento y cincuenta, no los osaron esperar ni embestir por frente, sino rodeándolos llegaron a picarlos por la retaguardia, y sacaron siete soldados del escuadrón, que prendieron, no curando los otros de revolver para ayudarlos, temiéndose que si se detenían en esto se les acercaría el cuerpo grueso de los franceses y correrían peligro. Y aunque los sesenta franceses volvieron a cargar, no pudieron, porque don Lope de Acuña estaba alojado fuera de la villa, y la compañía de Zapando salió luego que oyó tocar al arma, y lo mismo hicieron don Manuel de Luna y otros, y defendieron que aquellos estandartes no recibiesen daño. Los franceses, como vieron libres los hombres de armas, hicieron una vuelta para coger a don Lope y a don Manuel, y los demás, metiéndose entre ellos y el carcavón, y conociendo el intento se les torcieron, dando una vuelta, de suerte que salieron de entre sus manos encontrándose por un lado y rompiendo muchas lanzas.

     Levantóse tal polvareda, que casi no se conocían unos a otros, y como hubiesen subido algunos arcabuces a lo alto de la ribera, que eran de la compañía del capitán Saavedra, y por el polvo no conociesen cuáles eran españoles ni cuáles franceses, tiraron a vuelto una rociada de arcabuzazos y mataron nueve caballos de la compañía de don Lope, y algunos franceses, y los que iban en ellos fueron luego muertos por la gente de pie. Y como la caballería francesa vio salva la gente de armas y oyó la arcabucería, se apartó de aquel carcavón, retirándose a su alojamiento. Fue una buena suerte librarse las dos compañías de hombres de armas, que eran de las mejores del ejército, y hubo hartas ocasiones para perderse, porque don Alvaro de Sandi había quitado las puentes o barcas de la puente, porque los que estaban en Valencia no se saliesen y la dejasen sola con temor de los enemigos, y quiso que esta gente pasase por Basiñana, que era añadiendo desorden a desorden, echarlos en las manos de los franceses y hacerlos presa suya. Alojáronse los franceses en el sitio que habían tomado de la otra parte del carcavón, donde habían tenido la artillería.

     Aquí estuvieron dos días tirando a los que salían. Mataron de un tiro a don Hernando de Bobadilla, y levantado el campo se fueron a alojar de la otra parte de Valencia, teniendo a Poma a las espaldas, para desde allí batir la puente que estaba sobre el Po.



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- XVI -

Viene el duque de Alba a socorrer a Ulpián con poderoso campo. -Llega el duque a
Valencia a 18 de julio. -Bate el duque el castillo de Poma, y tómale. -Socorre el duque a Ulpián. -Los franceses desamparan las plazas con temor del duque. -Provisiones y gente que el duque metió en Ulpián. -Queda mal proveído Ulpián, y descontentos los soldados. -Envía el duque a reconocer a Santián. -Parecer de don Alvaro de Sandi sobre sitiar a Santián. -Engaño de los capitanes del duque. -Resuélvese el duque de echarse sobre Santián. -Sitia el duque a Santián. -Conoce el duque haber sido engañado. -Retírase el duque de Santián. -Fortifica el duque a Puente Astura.

     El duque de Alba, que ya estaba en Milán, había juntado en pocos días un ejército en que había cerca de treinta mil infantes y tres mil caballos con la artillería necesaria. De este tan gran aparato de guerra, y de que ya se aprestaba para salir en campaña, tuvo aviso monsieur de Brisac, y que el duque quería socorrer a Ulpián, que tenía gran falta de vituallas, y viendo que en vano era batir la puente de Valencia sobre el Po, se retiró a Casal, y de allí a Turín, llevando artillería para batilla, y teniéndola plantada supo cómo ya el duque de Alba había salido de Milán, pareciéndole que si allí se detenía le alcanzaría antes que pudiese hacer efeto. Pasando la Dora hizo demostración de querer defender aquel paso y dar la batalla al duque, antes que consentirle meter provisiones en Ulpián, haciendo romper todos los caminos y subidas de la Dora y cortando grandes árboles con que por todas partes atajaban aquella ribera.

     Llegó el duque de Alba a Valencia a 18 de julio, y otro día, a 19, llegaron los maeses de campo don Manuel de Luna y Sancho de Mardones con sus tercios. Puso el duque en orden las lanzas alemanas, y herreruelos que habían bajado de Alemaña, que era gente de mejor parecer que obras. Partió sobre el castillo de Poma, diéronle este día una recia batería y tomáronle por batalla, matando los franceses que dentro estaban. Y a 20 del mesmo mes partió al campo de Valencia, caminó nueve millas este día y fue sobre Frixene del Po, en cuyo castillo estaban hasta cincuenta franceses, y envió el duque de Alba a requirirles que se rindiesen. No quisieron, haciendo de los valientes; púsoles la batería, y en sintiendo los golpes de ella se rindieron, y por el desacato de haberse puesto cincuenta hombres a resistir a un ejército real (que esta ley dicen que guarda la vida del soldado.), mandó el duque ahorcar al castellano y a otros cuatro, y los demás envió a galeras y echó el castillo por el suelo. Otro día, que fue 23 de julio, se hizo una puente sobre el río Po, y pasando por ella caminaron dos millas y alojóse el ejército en la granja de Abadía. Y el día siguiente, a 24, caminó el ejército nueve millas hasta Tilciro, a seis millas de Beral, y dos del Torrión, que estaba por franceses. Y este día Cesaro de Nápoles, que iba con la infantería de vanguardia, fue al Torrión y con seis piezas de artillería lo comenzó a batir. Los franceses que dentro estaban se rindieron y enviáronlos a Casal de Monferrat. Estuvieron allí hasta 28, y de aquí pasaron a se alojar a Castil Merlin, a cinco millas de Telcero.

     A los 29 fueron a alojar a Liorno, y martes a 30 pasaron a Saluce, donde se puso puente a la Dora para dar socorro y vituallas a Ulpián, que estaba muy falto de bastimentos y apretado del francés, y parecía que por entonces estaba allí el peso de la guerra, por la demostración grande que monsieur de Brisac hacía de querer defender la Dora y quitar que Ulpián no recibiese el socorro que tanto había menester.

     Llegó el duque a Saluce, y luego los franceses se retiraron de todas las partes fuertes que habían hecho en torno de Ulpián, y así vino al duque Tiberio Brancacio con veinte soldados diciéndole que no había enemigo con quien pelear y que seguramente podía socorrer a Ulpián y meterle vituallas. Y era así, porque monsieur de Brisac, hallándose inferior, que no tenía más de ocho mil infantes y hasta mil caballos, viendo la determinación del duque, desamparó la Dora y dejó libre a Ulpián y repartió la gente en los presidios.

     El duque, llegado sobre la Dora, asentó allí su campo, y viernes 2 de agosto envió a don García de Toledo, hijo de don Pedro, al marqués de Pescara y Vespasiano Gonzaga, y don Alvaro de Sandi, con parte del ejército, con los bastimentos y municiones que eran menester para abastecer a Ulpián y renovar el presidio, cuya gente estaba cansada y enferma por los grandes trabajos que había padecido. Llevaban setecientos pares de bueyes, con carros cargados de vituallas, y docientos carros de caballos, que los herreruelos habían prestado, y otros docientos caballos de particulares que traían provisiones al campo. Caminóse con todo este aparato, y aquel día llegaron con él a Ulpián, y descargando todas las vituallas que llevaban, sábado a 3 de agosto volvieron a Saluce, donde el duque estaba esperando con el resto del ejército. Y como a los soldados que estaban en Ulpián se les debiesen muchas pagas, y el duque de Alba estuviese con falta de dinero, esperando a Luis de Barrientos que había venido a España por ellos, que eran los cuatrocientos y cuarenta mil ducados que se habían librado para esta guerra, y los soldados se quejasen pidiendo sus pagas a don García, por el poco remedio que había de darles socorro de dinero, por huir de sus quejas, si bien justas, sin hacer tanta diligencia como convenía, a lo menos en la mudanza de la gente, dejó aquel presidio muy mal reparado y falto de gente y dijo el duque que Ulpián quedaba muy bien bastecido, que no le faltaban sino mantequillas de Guadalajara. Domingo 4 de agosto pasó el ejército a alojarse a Liorno, y aquella noche don García de Toledo y don Alvaro de Sandi con la arcabucería española fueron a reconocer con la infantería española a Santián, adonde era gobernador Ludovico Birago, rebelde del Estado de Milán, y monsieur de Bonivet era coronel de la infantería francesa, personas de reputación y nombre en la guerra, y tenían dos mil soldados escogidos y docientos caballos ligeros.

     Y según la relación de quien se halló presente, eran los que estaban dentro tres mil hombres de guerra con escogidos capitanes y bien proveídos, porque era plaza de importancia. Hubo pareceres en el consejo del duque que se dejase Santián y que fuesen sobre Berruga, lugar fuerte de la otra parte del Po, y muy importante, para que los españoles pasasen el Po, sitio apropiado para dar mano a todos sus fuertes. Y que poniéndose allí el campo, necesitaba los franceses a poner guarniciones en la mayor parte de sus fronteras, y tan gruesas y bien proveídas, como si tuviera cada uno sobre sí el enemigo, que era un cuidado penoso y costoso. Pero volviendo don García y don Alvaro de Santián, don Alvaro, como hombre que de su natural era altivo, dijo públicamente comiendo con el duque, que Santián era plaza tan flaca, que se podía tomar con espada y capa, cosa que se hizo dura de creer, porque demás de haber estado el campo francés mucho tiempo fortificándola, y que había en ella muy escogidos capitanes, y por general monsieur de Bonivet, que como coronel de la infantería francesa había llevado la mejor y más valientes capitanes, sin otros ventureros, que por su gusto y por ganar honra seguían la guerra.

     A la opinión de don Alvaro de Sandi ayudó una nueva que Birago y Bonivet, espantados de la fama del ejército del duque y conociendo no poder defender a Santián, se habían ido la vuelta de Ibrea, para desde allí ir a Turín, y esta nueva fue verdadera cuanto a la salida, mas no cuanto al efeto, porque estando estos capitanes franceses determinados de defender a Santián, hacían todo lo que en esto podían. Y así, entendiendo que Galloni, castillo muy fuerte a cuatro millas de Santián, era a su propósito para que en él pudiesen hacer escala los que por la parte de Ibrea los fuesen a socorrer, le fueron a ver, y qué gente pondrían en su defensa, de donde resultó la falsa nueva que desamparaban a Santián, y afirmando con esto don Alvaro la flaqueza de Santián, quedaron sin conclusión las opiniones de los que aconsejaban que se fuese sobre Berruga, y el duque se resolvió de ir contra Santián, pareciendo a la mayor parte que un fuerte tan reciente no podría resistir a tanta y tan buena artillería como el ejército llevaba, que era la mayor que hasta aquel tiempo se había visto en Lombardía, y sabiéndose que los muros y reparos de Santián eran de una arena gruesa y seca, que jamás pegaba, y que batiéndola, con facilidad se desmoronaba y caía. Y juzgaban que tomándose esta fuerza y degollando la gente que en ella estaba, siendo tan buena se pondría tanto miedo a los demás presidios franceses, que ninguno tendría ánimo para defenderse, ni aun para esperar que se le pusiesen encima. Resuelto el duque en ir sobre Santián, lunes a 5 de agosto pasó el campo a se alojar en Bianca, adonde don García de Toledo y don Alvaro se juntaron con la gente que con ellos había ido con todo el resto del campo. Caminóse aquel día con la infantería española a una villa que se llama Troncán, dos millas de Santián.

     Otro día caminó todo el ejército, y pasó de la otra banda de Santián, donde se asentó el campo, y se hicieron las trincheas y plantaron la artillería y le comenzaron a batir; más no hallaron la batería tan fácil como se habían prometido los que persuadieron esta empresa, porque habiendo vuelto Birago y Bonivet de Gallani, se reparaban con grandísima diligencia, y si bien la artillería tiraba a menudo, no hacía efeto de consideración, porque con mucha madera que habían echado en los caballeros, suplían la falta del terrapleno, que era de muy mala tierra. Había cada día muy reñidas escaramuzas, y monsieur de Brisac recogió toda la gente que pudo y envió a Francia para que le viniese más, con intento de descercar este lugar o socorrello de manera que los españoles no lo ganasen.

     Conoció el duque de Alba haber sido engañado en lo que pensaba de Santián, porque halló en él más resistencia de lo que pensaba, por ser fuerte y serlo la gente que le defendía. Faltábale ya el dinero, y lo que esperaba de España no le iba, ni aun había esperanza de ello. Los soldados se quejaban de que no hubiese paga, y a los alemanes se les debía muchas del tiempo de don Hernando de Gonzaga y de Gómez Juárez, y andaban para amotinarse. Acordó de levantarse y irse a fortificar a Ponte Astura, lugar sobre el Po y de grandísima importancia, porque demás que cortaba el paso a los que bajaban de Turín, Chibas, Berlengoy y Berruga, la vuelta de Casal, quitandoles totalmente el río que les era importante para las empresas que quisiesen hacer en el Estado de Milán, daba gran mano a los que habían de pasar de Aste y Alejandría a Turín, Vercel, Crecentín y San Germán, fuertes de la otra parte del Po.

     Jueves, pues, a 22 de agosto, mandó el duque llevar a San Germán muchas municiones de pólvora y balas, y artillería, y hato, y doce piezas que quedaron en las trincheas. Quiso el duque que se llevase esto, porque de Santián a San Germán hay más de dos millas, por si acaso (como lo era) viniesen los enemigos, le hallasen más desocupado. Y el sábado 24 de agosto, día de San Bartolomé, se retiró todo el ejército, y fue a alojar una milla de San Germán cerca de Vercel, volviendo el duque con poca honra de esta jornada, que aún se dijo que había perdido parte del bagaje, que buenamente no pudo llevar.

     Y de Santián salieron a picar en la retaguardia, mas hiciéronlos volver bien de paso. Y el lunes a 26 caminó el ejército a Trecello, y toda la artillería y municiones se llevaron otro día domingo a Vercel. En Trecello estuvieron hasta el miércoles 28, y de ahí se fueron a alojar junto al Po, frente del puente Astura, donde se hizo una puente, y pasó el ejército, y cincuenta soldados franceses que estaban en el castillo de puente Astura se rindieron.

     Y el jueves 29 de agosto acabó de pasar el ejército y en puente Astura, y en torno de ella, se alojó el campo todo. Viendo el duque que el sitio de puente Astura, importaba conservarse, quísolo fortificar, para ser (como dije) señor del Po, y haber parte en Montferrat, y sujetar a Casal, que los franceses tenían ocupado. Y luego se comenzó la obra, y de los cuatro caballeros que en ella había de haber, encargó el uno a su hijo mayor don Fadrique de Toledo, el segundo a don García de Toledo, el tercero a don Juan de Figueroa, castellano de Milán, hermano del conde de Oropesa, y tomando para sí el cuarto, trabajaban en todos con grandísimo cuidado no sólo los gastadores, mas los soldados de todas las naciones. Crecía la obra trabajando todos en competencia.



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- XVII -

Va don Lope de Acuña con paga a San Germán. Vese en peligro. -Avísale una vieja. -Segundo peligro en que se vio don Lope. -Don Lope de Acuña, quién fue.

     Había días que no se daba paga, y en el campo y en los presidios se padecía. Buscó el duque dineros, y hallados con harto trabajo, dio una paga y envió otra a los presidios. La que se había de llevar a San Germán cometió al marqués de Malaspina, con su compañía de caballos ligeros, y como sabía que en Santián había caballería, y que por estar San Germán no más de dos millas de allí corría peligro, procuró con el marqués de Pescara que enviase a otros.

     Y así, ordenó a don Lope de Acuña (a quien no tenía buena voluntad) que hiciese aquella jornada. Esto sintió don Lope, porque se mira mucho en la caballería que habiéndose dado una orden a uno se mande ejecutar a otro. Pero obedeció don Lope, y con muy buen esfuerzo entró en San Germán y pagó la gente, y hecho esto volvió a salir, sin que bastasen ruegos ni protestos para que no lo hiciese, porque se sabía que salía caballería de Santián para cogerle en el camino. Y media milla de San Germán topó con una mujer, que puestas las manos le pidió que no pasase adelante, porque le estaban esperando en el camino más de trecientos caballos franceses, que la habían preguntado si los españoles eran salidos de San Germán. Agradeció don Lope a la mujer el aviso, y la dio algunos dineros, y mandó a los soldados que muy bien cerrados acometiesen a cualquiera gente que se les pusiese delante, y le siguiesen. Y él, dejando el camino real, que era cerrado por los lados con dos fosos de agua, por no ser tomado en lugar tan estrecho, pasó el foso a mano izquierda, y llegando a ver los franceses sin ser visto, con maravillosa astucia los engañó; porque ellos pensaron ser descubiertos en un camino, que era el que don Lope había llevado a San Germán, y irle a coger en el otro que iba a Vercel, y que se le metería en las manos. Mas don Lope los entendió y dejó burlados, sintiendo mucho el Birago haber perdido esta suerte, que ellos esperaban buena.

     Tuvo después de esto don Lope de Acuña una peligrosa escaramuza con manifiesto peligro de la vida o de ser preso, escapando de una emboscada que los franceses le armaron, que si bien antes la sintió, no la pudo excusar, por haber hablado mal un herreruelo, capitán alemán, diciendo que los españoles no eran para más que andar de aquí para allí sin hacer nada, y éste fue después el que puesto en la ocasión huyó primero; y el marqués de Pescara y otros capitanes, si bien vieron el peligro en que estaba don Lope de Acuña, se estuvieron a la mira. Libróle Dios, con confusión de todos ellos, y después con el duque de Alba encarecían su valor, para pagarle en esto lo que en no socorrerle habían faltado con vergüenza y confusión suya. Fue don Lope uno de los buenos capitanes de su tiempo, y de la noble familia de los de Acuña, caballero de tanta virtud, que nunca juró, ni jugó, ni bebió vino; fue natural de Valladolid.



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- XVIII -

Monsieur de Brisac y el duque de Aumala vienen contra Puente Astura. -Don Alvaro de Sandi, enfermo, defiende a Ponte Astura, mal fortificada, de treinta mil franceses. -Levántase el francés de Ponte Astura. Pasa a Moncalvo. -Infame hecho de Cristóbal Díaz, ruin capitán.. -Hecho notable de don Alvaro castigando al cobarde capitán.

     Faltáronle al duque de Alba dineros, y más lo que se le había prometido de que embarazarían al francés, haciéndole guerra por Picardía, para que no pudiese echar todas sus fuerzas en el Piamonte, lo cual no se hizo, y monsieur de Brisac solicitó tanto a su rey, que le envió a monsieur de Aumala con mucha y buena gente, que llegó Brisac a tener ejército de cinco mil caballos escogidos, y veinte y cinco mil infantes, y en él era general el duque de Aumala. Estando en la obra de Puente Astura, cuando los cuatro caballeros llegaban a la mitad de lo que habían de ser, llegó nueva de que el ejército francés marchaba contra ellos por el camino de Casal. Ordenó el duque que en Puente Astura quedase cantidad de infantería española, italiana y alemana y algunos caballos, y encargo a don Alvaro de Sandi (aunque estaba enfermo), que quedase con ellos, y él acetó de muy buena gana, y el duque caminó a la vuelta de Valencia, sin querer esperar al francés, porque no tenía campo para ello. Supo don Alvaro que los franceses eran llegados a Casal de Montferrat, y entendiendo que habían de venir sobre él daba priesa en hacer reparos o parapetos en los caballeros, para que la infantería pudiese estar cubierta, y para el artillería cuando llegasen a dar el asalto. Llegó el ejército francés a vista de Puente Astura, hicieron sus alojamientos en lo llano, asentaron la artillería de tal manera, que dentro de la tierra y bestiones metían las pelotas, y llegada la vanguardia a lo llano, mandó don Alvaro que saliese la infantería a escaramuzar con los franceses, y el caballo enfermo y flaco, andaba en la escaramuza; duró gran rato, hasta que los enemigos hicieron sus alojamientos. Don Alvaro mandó al sargento mayor que retirase la gente, y andándola retirando, le dieron un arcabuzazo, del cual murió luego allí.

     Reconoció Brisac el fuerte para asentarle la batería, y en todas partes en torno dél hallaba a don Alvaro con su gente fuera, y aunque los caballeros estaban bajos y la obra muy imperfecta, por el poco tiempo que para acabarla había habido, el francés no paró allí, y caminó la vuelta de Moncalvo.

     Estaba en Moncalvo una compañía de españoles con el capitán que se llamaba Cristóbal Díaz, puesto de mano de don García de Toledo, y antes que los franceses viniesen a Puente Astura llamó don Alvaro a este capitán y le dijo que el campo francés había de venir sobre Puente Astura, y que también creía iría a Moncalvo, que si tenía ánimo para defender el castillo que se lo dijese; si no, que él metería otro en su lugar, y si había menester más gente y municiones, vituallas y otras cosas semejantes, que se las daría. Respondióle Cristóbal Díaz que él no había menester nada, que defendería su castillo. Llegados, pues, sobre él los franceses, comenzaron a batirle de manera que al segundo día el capitán se rindió con tal partido, que la bandera, armas y ropa fuesen salvos; y así, acompañados de franceses, vinieron a Puente Astura. Don Alvaro, que tuvo aviso cómo le habían rendido tan vilmente y que venían donde él estaba, salió al camino, y en unas praderías esperó con alguna cantidad de soldados, y como llegaron el capitán, y alférez, y soldados, preguntóles don Alvaro cómo se habían rendido; comenzó el capitán a excusarse. Dijo don Alvaro a los soldados que con él habían venido: «Amigos, peláme estas gallinas», y no lo hubo bien dicho, cuando al punto fueron todos desvalijados, como si fueran enemigos.

     Mandó poner en prisión al capitán y alférez, y otros oficiales, y dio aviso al duque de Alba, que estaba en Milán. Y el duque mandó cortar la cabeza al Cristóbal Díaz, y a un cabo de escuadra que le arrastrasen por un pie, y desterraron del ejército al alférez y soldados. Castigo muy merecido de cobardes, y hecho digno del gran valor de don Alvaro de Sandi.



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- XIX -

El duque de Aumala, incitado de un soldado, quiere sitiar a Ulpián. -Mala suerte de Garcilaso de la Vega.

     Hallábanse los franceses superiores por la grandeza de su ejército y porque el duque de Alba, por falta de dineros, había deshecho el suyo, dejando a Juan Bautista Gastaldo con una pequeña parte dél, que era muy inferior, y el duque de Aumala, deseando ganar honra, se ponía en orden para ir sobre Ulpián, a lo cual le incitaba un italiano llamado Mantin, que habiendo sido mucho tiempo capitán de infantería en Piamonte, siendo preso de los de Ulpián, le habían tenido en aquella villa con menos recato de lo que en semejantes partes conviene tener a los prisioneros. Y como era hombre de experiencia, y hablase con muchos soldados italianos de aquella guarnición, y conociendo que la fortaleza de aquella villa consistía más en opinión que en otra cosa, queriendo dar reputación a monsieur de Aumala le persuadía a aquella empresa, a lo cual ayudaba, que los días pasados se puso el señor de Brisac a tomalla por hambre, y ocupádose en ello mucho tiempo para que el rey de Francia entendiese que no había dejado de ganarla por hierro, ni falta de militar disciplina, y que el haber perdido tanto tiempo sobre aquella plaza no había sido inconsideradamente, y le había escrito que Ulpián era inexpugnable, y tal que con dificultad se podía tomar.

     Y sabiendo el duque de Alba la llegada del duque de Aumala y falta de gente que Ulpián tenía, porque la mayor parte de los soldados estaban enfermos a causa de no se haber renovado el presidio cuando fue avituallado, acordó de enviar a meterse en él a Garcilaso de la Vega, hermano del conde de Palma, caballero mancebo, de quien según su manera y brio se podía tener buenas esperanzas en las cosas de guerra, con cien caballos ligeros y seicientos españoles, y llegando al Po junto a Gaso, que es el mejor vado que por aquella parte se sabe, y hallando el río muy crecido por las nieves de la montaña, que era el principio de agosto, espantado de las dificultades que los soldados le ponían, como hombre mozo y sin experiencia se volvió al campo, con mucho sentimiento del duque de Alba, que con aquella gente que tan a tiempo había enviado le parecía que había dado buen asiento por entonces a lo de Ulpián. Y así se resolvio de enviar a don Manuel de Luna, maestre de campo del tercio de infantería española de Lombardía, con seicientos infantes y cien caballos, para que dejando dentro los infantes se volviesen los caballos, pues dentro estaban dos compañías de caballos de Cesaro de Nápoles y Demetrio Basta Albanés, sólo se reparaba en hallar capitán de caballos, que venciendo la dificultad del río metiese dentro aquella gente y se volviese en salvo.



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- XX -

El duque de Aumala tiene sitiado a Ulpián. -Consulta el duque de Alba con don Lope de Acuña cómo socorrer a Ulpián, y encomiéndale esta empresa con gran encarecimiento. -Responde don Lope ofreciéndose a la empresa.

     El duque de Aumala, que ya estaba con su ejército sobre Ulpián, sabiendo que la gente española que traía Garcilaso se había vuelto del vado, le hacía guardar de noche y de día con gran diligencia, poniendo gente en los castillos del Monferrato, que estaban de la otra parte del río, para que avisasen con fuegos o humos de su venida, si acaso otra vez lo intentasen.

     Y pareciendo al duque de Alba que aunque don Lope de Acuña estaba con calenturas sería a su propósito, le envió a llamar, y delante del marqués de Pescara estuvo tratando y consultando con él la orden que se podría tener para meter aquella gente en Ulpián, mandándole el duque de Alba que de la caballería española escogiese cien celadas sobre las suyas, y que al amanecer le fuese a hablar, que le daría la orden de lo que habían de hacer.

     Llegada la hora, el duque, con un largo razonamiento, le dijo la importancia de aquel socorro con cualquier número de gente que se pudiese, mandándole, que si los franceses le acometiesen por lado o por espaldas, no volviese a ellos, y que solamente atendiese a romper los que se le pusiesen delante, y que mandase a los caballos ligeros que llevando a sus espaldas bien abrazados a los infantes, no procurasen otra cosa sino caminar, y que si cayese cualquier hombre, si bien fuese don Manuel de Luna, dijese a los soldados que no se detuviesen un momento a levantalle, sino que le dejasen caído. Y que pues en aquella empresa estaba toda la honra del duque y todo cuanto hasta allí habían servido al Emperador, le rogaba cuanto podía que con el valor y ánimo que habían hecho las cosas en que se habían hallado, acabase aquélla, que era el sello y remate de todas ellas. Y que si ¡bien hasta aquel punto tenía determinado que se volviese a salir con la caballería, visto que en aquello habría dificultad, se quedase en Ulpián y se conformase con don Manuel de Luna, que también se conformaría con él. Y creyese cierto que si él y los franceses se habían puerto en aquella empresa, no era porque entendía que tomarían a Ulpián, sino que como sentían tanto aquella fortificación de Pontestura, con que les quitaba el Po, hacían aquella demostración para removelle de ella, y que fuese a socorrer a Ulpián, y que en poniendo a Pontestura en defensa, le prometía que, aunque vendiese a su mujer y hijos, y cuanto en esta vida tenía, les iría a socorrer, y así lo podía decir a todos, y asegurarles de ellos, pues a él iba mas que a ninguno. Respondió don Lope de Acuña que tenía en grandísima merced la que le hacía encargándole cosa de tanto peso y calidad, y que su excelencia estuviese seguro que el socorro entraría en Ulpián o él quedaría muerto en el campo, en señal de que no había podido más. Y despedido del duque, se fue a ejecutar su empresa.



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- XXI -

Parte don Lope a socorrer a Ulpián.

     Estando recogida la caballería que había de llevar don Lope de Acuña, se fue a poner entre Pontestura y Moncalvo, que era el lugar donde se recogía la caballería que estaba señalada para aquel socorro, y aunque ya era llegado don Manuel de Luna, se detuvieron tres horas, porque los infantes se juntaban mal, por no haber tantos que tuviesen caballos rocines, y así hubieron de tomarlos de los villanos que traían provisión al campo. Y viendo tan larga detención, y amotinándose don Lope de Acuña y Francisco Ibarra, contador mayor del ejército y amigo de don Lope, le dijo que no se matase, porque no llevaba más de docientos y cuarenta infantes.

     Y partiendo la vuelta de Moncalvo, revolvieron a la mano derecha sobre Corona, y poco más adelante se volvió al maese de campo Cesaro de Nápoles, que como había diez y ocho años que tenía el gobierno de Ulpián y había hecho aquella fortificación, adonde se enriqueció (que el gobierno era suyo), no quiso ir a meterse dentro, porque conocía que iban a ser degollados, y con sus amigos se reía de que al cabo de sus años quisiese el duque que fuese a defender a Ulpián, lugar flaco y mal proveído, porque justamente quería el duque que, pues Cesaro de Nápoles le había tenido tanto tiempo y hecho la fortificación a su modo, con tanto gasto de dinero, la defendiese. Y como desde Cocoma adelante, desde los castillos fuesen con humos, avisándose los franceses de la ida de los españoles, bajaban de los montes y salían de los castillos algunos que los arcabuceaban, si bien era de noche.

     Y llegados al vado de Gaso, cuatro millas de Ulpián, aunque hallaron el río crecido y que de la obra parte estaban dos compañías de infantería y una de caballos franceses de guarda, se echaron con gran determinación al agua, jugando sin cesar los franceses su arcabucería, que se lo procuraban impedir. Y visto por los franceses que sin curarse de sus arcabuces la caballería española caminaba por el río desamparando la defensa, huyeron por entre aquellas espesuras. Pasado el río, recogida la gente, comenzaron a caminar por donde las guías les mostraban, y topándose con una compañía de caballos que hacía la guardia y dando en ella, la rompieron, matando a algunos soldados y tomándoles los caballos, en que subieron soldados, que venían mal a caballo, oyéndose ya en este tiempo grandísima grita y estruendo de trompetas, que por todas partes resonaban de la caballería francesa, que de mano en mano acudía la vuelta del río en socorro de la compañía rota y infantería huida, a lo que los españoles con gran ánimo respondían tocando siete trompetas que llevaban, y gritando: «España, España», acompañando las voces con continuos arcabuzazos, porque los franceses (si bien hacía luna) no podían comprender el número de los españoles, y creyendo que era toda la caballería y herreruelos del campo del duque de Alba, se recelaban sin osarlos acometer. Y si alguna vez lo intentaban, los ponían en huida, siendo cosa casi increíble el ver la multitud de escuadrones de caballos, que por la frente y lados se les mostraban, que con tanta facilidad yendo la vuelta de ellos, los hacían huir.

     De la cual felicidad iban los españoles tan alegres, nombrando «Santiago y España», que les parecía que nadie podía impedilles el paso. Y llegando a ochocientos pasos de la puerta de Ulpián, hallaron un escuadrón de más de seis mil esguízaros con sus mangas de arcabuceros a los lados, tan turbados con el estruendo que andaba, que sin saber bajar pica, los rompieron la mano izquierda, por donde pasaron juntamente con la manga de la arcabucería, y metiendo de ellos un golpe de gente que tomaron delante en prisión, se entraron en la villa. Y no hay duda sino que si aquella noche fueran cuatro mil caballos, que todo aquel campo fuera deshecho, porque el alboroto de los franceses fue tan grande, que no sabían dónde se andaban. Para lo cual aprovechó mucho que el duque de Aumala había alojado toda su caballería en San Bilen y Leñi, lugar junto a Ulpián, para tenerla más descansada. Entraron en Ulpián infantes y caballos ciento y ochenta y cuatro hombres, porque los más, por llevar ruines caballos, no se atrevieron a pasar el río; otros, por ser tan larga la jornada, y por ir en yeguas y caballos flacos, se cansaron luego, y toda aquella noche se tocaron las campanas de Ulpián para que pudiesen atinar a la villa los soldados que se habían quedado atrás, y todavía acudieron catorce o quince. Y los franceses, entendiendo por qué se hacía, tomaron algunos.



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- XXII -

Salen los cercados animosamente a dar en los cercadores.

     Otro día bien de mañana, don Lope de Acuña y don Manuel de Luna, con los demás capitanes, fueron viendo el lugar y la fortificación, mostrándoselo Sigismundo Gonzaga, que era gobernador por Cesaro de Nápoles, y artillería y munición, quedando todos muy descontentos, porque demás de estar la villa muy flaca y mal reparada, tenía la artillería rota, y la gente en quien consistía la importancia, deshecha y enferma.

     Y mandando hacer nota de los que eran, compañía por compañía, no se hallaron más de cuatrocientos y ochenta hombres de pelea, y los enfermos que eran de ningún provecho pasaban de seicientos, y partiendo entre sí las baterías, tomó don Lope de Acuña con los caballos ligeros y arcabuceros a caballo de la guarda del duque de Alba y de don García de Toledo, y parte de los soldados italianos de presidio, la defensa del caballero alto de la montaña, que estaba el castillo, y don Manuel de Luna la de la villa, hallando tan mal aparejo de palas y azadones con que trabajar, que en toda la villa no había más de sesenta, y con ellos trabajan de día en la batería de don Manuel, y de noche en la de don Lope, que enfermo estaba, siempre echado sobre un haz de cáñamo en su caballero, por dar calor a lo que se hacía, porque el duque de Aumala, sintiendo que tan poca gente con tanto daño y vergüenza de su campo hubiese entrado, con grandísima solicitud apretaba la empresa, haciendo que continuamente jugase el artillería acercándose cada día con dos grandes trincheas a la batería de la montaña, que era la parte más flaca, y con otra trinchea a la parte de abajo, adonde estaba don Manuel de Luna. Y entre tanto que esto hacían los franceses, los españoles, queriendo dar a entender al duque de Aumala que había en la villa más gente de lo que pensaban, salieron con todos los caballos de repente, buenos y malos, siendo el primero Teodoro Basta, mancebo valiente, alférez de Demetrio Basta, por ser plático en la tierra, que mucho tiempo había estado en ella aquella compañía, y llevando consigo veinte soldados de su compañía, salieron tras él don Lope de Acuña y el capitán Lázaro Mezuca, y don Antonio de Vivero, con hasta docientos y treinta caballos, cuya repentina salida causó gran grita en todo el campo, dándose gran priesa los franceses en volver el artillería con que batían, tirando con ella a la caballería española, haciendo más daño en su gente que en ella, porque del segundo o tercero salto entraban balas por el cuartel de sus esguízaros.

     Esta salida no fue de tanto efecto como pudiera, porque el alférez Basta, viendo dos tenientes de infantería francesa que se andaban paseando apartados de su guarda, cargando sobre ellos los prendió, y siguiéndole don Lope (que no sabía la tierra), erraron el golpe, porque si fueran camino arriba, como se había concertado, al salir de la puerta rompieran fácilmente tres compañías de infantería francesa que hacían la guarda, porque los franceses estaban tan asegurados de aquel repentino asalto, que habiéndose ido a pasear, quedaban pocos en la guardia, y aquéllos desarmados, tanto, que teniéndose por perdidos se comenzaron a retirar con sus banderas, hasta que cargó en su socorro toda la gente que alojaba en aquella parte, y de aquella salida tomaron aviso para reforzar siempre la guarda y hacer una trinchea honda y levantada al través del camino, para quedar seguros de cualquier ímpetu de caballería, aunque no les aprovechaba, porque saliendo (como se hacía) bandas de diez y doce caballos mataban y prendían muchos franceses, porque contenían a Ulpián cercado alrededor, y de trecho a trecho también sus banderas plantadas, pudiéndolo hacer, por estar aquella villa muy metida en sus tierras y tener guardados los pasos de los ríos con su caballería.

     Muchos franceses, por no andar alrededor de las trincheas, que con gran anchura abrazaban la villa por todas partes, atravesaban por la llanura, y eran muertos o presos de los caballos, y por librarse de aquel peligro, se dieron tanta priesa a batir la puerta por donde salían, y el revellín que estaba delante de la batería quedó todo tan derribado y deshecho, que fue necesario terraplenar la puerta, y perder aquella sola salida que había para los caballos, porque las demás puertas, por estar en partes descubiertas, desde el principio las habían terraplenado. Estaba dentro de Ulpián el capitán Piantanida Milanés, soldado de gentil ánimo y experiencia, aunque falto de vista, el cual, viendo que la mayor fuerza que los franceses hacían era por la parte del caballero del castillo, que según su hechura y grandeza se pudiera más justamente llamar montaña, porfiaba que se debía atravesar con una trinchea, porque cuando hubiesen batido las tenazas y frente de aquel lado, hallasen dentro otro nuevo reparo, con que quedasen burlados de su trabajo. Reprobaba don Lope de Acuña este consejo como pernicioso, diciendo que el hacer aquella trinchea tan apartada de la frente que se batía daría lugar a que apoderándose los franceses de la punta de las tenazas, y plantada allí su artillería, como en lugar más alto, en una hora desharían el trabajo de muchos días, y que aquella trinchea se debía hacer junto a la misma batería. Y que demás de que allí estaba la tierra más alta y fácil para con mayor brevedad ponella en perfección, tenían a los enemigos más afuera, sin dejarles lugar adonde pudiesen tomar plaza para su artillería. Pero don Manuel de Luna, por fatal desdicha suya, se inclinó al parecer del Piantanida, y labrándose luego la obra se desculpaba de secreto con don Lope, diciendo que conocía muy bien que su consejo era más a propósito, pero que habiéndose de defender aquella tierra con infantería italiana, pues era el mayor número, convenía contentallos. Ya en este tiempo los franceses llegaban con las dos trincheas de la montaña a cincuenta pasos del caballero, yendo a embocar con ellas a la punta de la tenaza, en el cual foso hacían cada noche guarda docientos infantes, como en la parte más necesaria, y adonde los enemigos hacían todo su fundamento. Y hallándose allí una tarde don Lope de Acuña, y con él los capitanes Lucas Hernández, y Pedro Montañés, Pedro Venegas, Luis Venegas, y Lázaro Mezuca, y otros hombres particulares, les dijo que le parecía cosa fuera de toda razón que aquel foso tan bajo, flaco y peligroso de guardar, se defendiese con tanto número de soldados como allí ponían cada noche, que si se perdían quedarían tan enflaquecidos, que no sólo no tendrían gente para defender las baterías, ni aun para el lugar, si los quisiesen acometer a escala vista.

     Y pareciendo bien lo que don Lope decía, reprobaban la mala orden que hasta entonces en aquello se había tenido, especialmente el capitán Pedro Montañés, y llegando a la sazón un soldado, que les dijo que don Manuel de Luna y los demás capitanes los aguardaban en el caballero para tratar de lo que convenía a la defensa, fueron a cumplir lo que se les ordenaba.



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- XXIII -

Honrado respeto de Garcilaso de la Vega. -Diversos pareceres entre los capitanes de Ulpián.

     Estaban con don Manuel de Luna, Garcilaso de la Vega (que, como caballero honrado, corrido del yerro que había hecho por el mal consejo que le dieron, sin algún cargo quiso ir a mostrar que lo que le había acaecido no fue por falta suya) y Sigismando Gonzaga, Tiberio Brancacio, el capitán Piantanida y los demás capitanes italianos, y un teniente de la compañía de alemanes que allí estaba, y sentados en unos ribazos junto a una capilla que estaba dentro del caballero, propuso don Manuel cómo ya veían cuán cerca del foso llegaban los franceses, en cuya defensa estaba la salud o peligro de aquel presidio, por lo cual les pedía que cada uno dijese lo que le parecía para la salud de aquella villa, mostrando en sus palabras que era de opinión que se defendiese el foso con más gente de la que entonces tenía.

     Y como Garcilaso estaba sentado a la mano derecha de don Manuel y le tocaba hablar primero, conformándose con don Manuel dijo que se pusiesen trecientos infantes, y sabiendo todos que Garcilaso era muy acepto al duque de Alba, y confiando que su amistad les sería algún día de gran provecho, no queriendo contradecirle, fueron de su voto, mas el capitán Pedro Montañés, que antes lo había contradicho; y llegando la vez a don Lope de Acuña (que por estar sentado a mano izquierda de den Manuel fue el postrero), dijo que sin algún respeto, sino sólo atendiendo a la necesidad del caso, servicio de su príncipe y honra de su capitán general, le parecía que no sólo no se añadiese gente a la que se solía meter en el foso, sino que se sacasen todos, sin quedar más de veinte y cinco arcabuceros, que haciendo el efecto que al presente hacían todos, no hiciesen más que tirar de ordinario a los que estaban en las trincheas, y que en las casas matas se metiesen otros tantos para que cuando los franceses, creyendo que había mucha gente en el foso, le acometiesen, pudiesen desde ellas asaetearlos, sin algún peligro suyo, y dar lugar a que los veinte y cinco, del foso se retirasen por el mismo foso a la puerta, y con toda la artillería, que por aquel tiempo se tendría un poco atrás retirada de los parapetos, para que no fuese quitada de la francesa, la cual debía de estar muy bien cargada de guijas, y asomándola prestamente y disparándola en ellos les darían en descubierto, con tan pesado granizo, que los harían advertir mejor otra vez en su forma de acometer, y que así, con salvar su gente, la conservarían para mayor necesidad, y para dilatar con arte lo que no podían con fuerzas, hasta que el duque de Alba, que no se debía descuidar de ellos, los socorriese, en que estaba el remedio de aquel presidio.

     Don Manuel de Luna, ni del todo tomando el parecer de don Lope de Acuña ni desechando el consejo de Garcilaso de la Vega, mandó que de los trecientos soldados que decían que se metiesen en el foso, hiciesen de allí adelante guarda ciento cincuenta. Pero como ya los franceses estaban a treinta pasos del foso, una noche, a dos horas después de anochecido, con gran grita acometieron el foso con una terrible tempestad de arcabuzazos de la una parte y de la otra, porque los españoles que estaban dentro aquí en aquella noche había tocado la guarda, cuyos capitanes eran Pedro Montañés y León de Bellaguarda, ayudados del capitán Piantanida los recibieron animosamente matando muchos de ellos, que saliendo al descubierto daban certísimo blanco para tirar. Y acudiendo don Lope de Acuña (que estaba solicitando la trinchea que se hacía) al rumor, halló a don Manuel y a Garcilaso de la Vega con grandísima turbación, porque el Piantanida y las capitanes que estaban dentro, habiendo perdido mucha gente pedían más, y llegado a ellos les dijo que le pesaba de ser tal adevino de un caso que les había de ser de tanto daño, como aquella noche se les aparejaba, porque estaba claro que llegándose los franceses con las trincheas que llevaban al foso, no había duda sino que las hacían para aquel efecto; pero que pues aquello ya no tenía remedio, hubiesen de buscarle, para que aquella noche no se perdiesen.

     Don Manuel dijo que el capitán Piantanida pedía gente, y que era imposible enviársela, y que le pedía que fuese al foso y viese si se podía retirar aquella antes que se perdiese, o lo que se podría hacer. Salió don Lope al foso con sólo Bernardino Osorio; halló que los españoles y italianos peleaban mano a mano con los franceses; para más seguridad suya había llevado muchos gaviones rodando con que se reparaban de los arcabuzazos de los españoles, y que la última parte que era guardada de Temiño, teniente de la guarda del duque de Alba, estaba desamparada porque el Temiño, habiéndole muerto parte de sus soldados se retiró por la otra parte del caballero hacia una puerta falsa que había, y el capitán Pedro Montañés, que guardaba el foso delante de las casas matas, siendo muy apretado, estaba arrinconado y metido en la punta de la vuelta que hacía el foso a mano izquierda de las casas matas, y que el capitán León de Villaguardia, don Marcos de Toledo, Gaspar Osorio y otros soldados defendían aquella vuelta junto a las casas matas, de los cuales, dos soldados pasando don Lope por el uno le mataron de un arcabuzazo, y que toda la gente que había de haber en aquellas dos vueltas del foso era muerta o se había retirado a la parte que guardaba el Piantanida con los italianos, porque los franceses no apretaban tanto en aquella parte, y volviendo a don Manuel le contó el peligroso término en que se hallaban, y que si luego no eran socorridos, Pedro Montañés y León de Villaguarda serían muertos con los demás que estaban fuera.



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- XXIX -

Baten las casas matas, flacas y mal hechas. -Caen las casas matas.

     Don Manuel de Luna que se vio en tan mal término, rogó a don Lope de Acuña que volviendo a salir fuera, procurase de retirar aquellos capitanes y aquella gente, porque enviar socorro nuevo era imposible. Esta retirada pareció a don Lope que tenía del todo imposibilidad, porque estando los españoles peleando mano a mano con los franceses y haberse de retirar más de docientos pasos, hasta la puerta donde estaba don Manuel, no había razón ni camino para ello, si Dios milagrosamente no los ayudaba; pero viendo que convenía, remitir aquel caso a la fortuna, y saliendo don Lope, y tomando aparte al capitán Piantanida, le dijo que cuando le pareciese que el mismo don Lope habría llegado a los españoles, hiciese que sus soldados, dando la más terrible y animosa grita que pudiesen, apellidando Santiago, disparasen juntamente sus arcabuces, y que al momento, entretanto que los franceses creían que eran socorridos, con sosegada diligencia se retirasen a la puerta, porque lo mismo harían los españoles que estaban más adelante, y no se estorbarían los unos a los otros.

     No faltaron los italianos a esta orden (como aquellos que verdaderamente, en cuanto esta empresa duró, pelearon valerosísimamente con gloria de su nación), y dando una grita dispararon y se retiraron, con gran sobresalto de los franceses, que creyendo que era nuevo socorro de la villa, aunque los vieron volver las espaldas, no hubo hombre que los siguiese ni osase echar pie adelante. Hicieron lo mismo los españoles, sin que nadie los siguiese. Retirada la gente, los franceses, pasando adelante con sus trincheas, dentro de dos días llegaron con ellas al foso, y haciendo una boca en el Argen del que venía a salir frontero de la junta que hacían las dos tenazas, plantaron una gruesa pieza de artillería, con que comenzaron a batir las dos casas matas que estaban juntas. Había hecho en medio de ambas tenazas esta fortificación el maese de campo Cesaro de Nápoles tan inconsideradamente, que en todo aquel caballero que estaba delante del castillo, con ser como reduto o pedazo de montaña, no había dejado sino aquellas dos casas matas, que estaban dentro en el mesmo caballero, en lo hondo que hacían las dos puntas a manera de tijeras, y porque el tiro que desde allí habían de hacer era largo, y siendo con arcabuces o mosquetes, se podían hallar muchos reparos fáciles contra ellos, como gaviones y tablas gruesas, quiso que las casas matas fuesen tan grandes, que teniendo dentro artillería, hiciesen mayor contraste a los que quisiesen entrar en el foso, y que no lo pudiesen hacer sino con grandes reparos, siendo forzoso para que las piezas pudiesen entrar dentro y jugar como convenía, dejase dentro tan gran concavidad que con el gran peso del terrapleno de encima venía a quedar en falso y hundirse.

     Y para remediar este segundo inconveniente y que las casas matas, que no eran de bóveda por lo alto, sino de madera, no cegasen como luego lo empezaban a hacer, fue necesario apuntar la madera del techo con gruesos y espesos maderos, con que del todo quedaron las casas matas incapaces de tener la artillería, para que habían sido hechas, y muy aparejadas, para que a cuatro cañonazos que recibiesen hacer una gran batería, cayendo toda aquella obra falsa y mal entendida, y comenzando a batir los franceses con el cañón que habían plantado en seis horas, hizo más efecto que en diez y seis días habían hecho diez y ocho piezas de artillería, que contra aquel caballero batían, derribando ambas casas matas con gran pedazo del caballero, con infinita alegría y grita de los franceses y mucha tristeza de los españoles.



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- XXV -

Revienta la mina en favor del francés. -Arremeten los franceses. Rebátenlos.

     Derribadas las casas matas y pedazo del caballero, los franceses por aquella parte quedaron libremente señores del foso, y sin cesar su batería comenzaron a picar el caballero por aquella frente y hacer una mina para volar los que estaban encima y allanar la subida. Garcilaso de la Vega, que allí había quedado en lugar de don Lope de Acuña (que muy apretado de enfermedad de calenturas se había ido a curar a importunación de don Manuel de Luna y de todos), asistía, juntamente con los capitanes, con mucha diligencia a los reparos y defensa que la necesidad mostraba ser necesarias, no pasando menos trabajo don Manuel de Luna en la batería que los esguízaros hacían por la parte de la villa, que si bien no era de tanto peligro como la otra ni la gente tan hábil para el asalto, sin perder punto no dejaba de repararse cuanto podía, y ya con la continua batería le habían derribado el revellín de la puerta y la misma puerta, y un largo lienzo de la muralla, llegando con la trinchea hasta el Argen del foso; porque era lleno de agua y cenagoso, procuraban de hinchir con sacas de lana que habían para ello traído de Turín, poniendo otras en los parapetos por reparo, contra los continuos arcabuzazos que los españoles tiraban, con que en ambas baterías habían muerto a muchos soldados y capitanes señalados, esguízaros y franceses.

     Viendo, pues, don Manuel de Luna que las cosas se iban cada día apretando, y que la mina le tenía en gran confusión, y había días que se había comenzado, por lo cual era de creer que no tardaría en reventar, y habiéndolo comunicado con don Lope de Acuña, le pareció que, pues ya la trinchea del Piantanida era acabada, si bien con trabajo excusado, se sirviesen de ella, pues no tenían otro reparo, y Garcilaso y los demás capitanes que estaban en la defensa del caballero, al tiempo que entendiesen que los franceses querían volar la mina, se metiesen dentro en la trinchea con su artillería a punto, pues ya en otra parte no era de servicio, y que dejasen dos hombres de confianza cerca de la mina, con quince picas y quince arcabuceros que estuviesen muy advertidos, para que como la diesen fuego, acudiesen a ella y se saliese, de arte que si juzgasen que no se podía defender, la desamparasen, retirándose a la trinchea, y si saliese de manera que se pudiese defender con las picas y arcabuceros, entretanto que los franceses reconocían si podían dar asalto, y arremetían, los entreternían hasta que saliendo Garcilaso y su gente fuesen a tiempo de socorrerlos; porque el estar Garcilaso en la misma batería al tiempo que volase la mina, lo tenía por muy peligroso, y que si la mina salía mal, no sería a tiempo de retirarse con la gente, y podría suceder algún desastre, perdiendo la villa y la gente a un tiempo. Este parecer aprobaron don Manuel y todos los demás capitanes.

     Los franceses, entretanto que se labraba la mina, habían hecho una casa de madera de tan gruesos tablones, que aun con arcabuz no los podían pasar, y cabían en ella doce arcabuceros, que tirando por pequeños agujeros sin peligro, hiciesen daño en los soldados que se descubriesen, la cual estaba puesta sobre unos husillos a manera de aquellos con que suben y bajan las vigas de los lagares, con que con gran facilidad la bajaban y subían, y hacían tanto daño en los españoles, que no descubrían las cabezas para ver lo que los franceses hacían, cuando luego eran muertos o heridos, con que los tenían puestos en gran estrecho y temor, y del todo, con esta sola invención, bastaran a deshacerlos, sino que los franceses no osaban alzar mucho la casa para sobrepujar, porque una vez que lo habían probado, habiéndoles desde un torreón del castillo asestado una pieza, había dado en lo alto de la casa, con daño y grande espanto de los que estaban dentro. Y estando a punto la mina la dieron fuego, y reventó con tanta violencia, que levantando un terrapleno y muralla que estaba en el caballero, hizo una muy llana subida, y muy conforme al deseo de los franceses, y pasando la polvareda y reconocido que salió a su propósito, arremetieron algunas banderas, que con facilidad fueron detenidas de los españoles, los cuales con sus picas y lanzas estando bien cerrados, animosamente los esperaron, haciendo caer abajo a los que presumiendo de valientes se querían aventajar, y matando con su arcabucería gran número de franceses, y fueran muchos más los muertos si el temor de la casa de madera no los detuviera, la cual hacía notable daño en ellos, porque no eran tan presto descubiertos cuando eran pasados con las balas de sus arcabuces.

     Y el capitán Piantanida, con mayor ingenio que ventura, había hecho ciertos fuegos artificiales en unas grandes cajas de madera como arcas, en que había cantidad de pólvora y otras mezclas apropiadas para ello, en las cuales había unas cuerdas atravesadas, que teniendo encendidos los cabos que estaban la parte de fuera de la batería, y los españoles que estaban detrás teniendo en las manos los otros cabos que eran más largos, para que tirando de ellos y corriendo las cuerdas pasasen los cabos encendidos por la pólvora, y pegando el fuego y ella en los demás fuegos artificiales, hiciesen gran daño a los franceses. Y como para hacer lugar que subiesen los franceses, y los fuegos hiciesen su efecto, los españoles se apartasen adentro, dieron larga ocasión a que se hubiera de perder el caballero, porque creyendo los franceses que huían, subieron a gran priesa tras ellos, y tirando los españoles de las cuerdas, el fuego no hizo efecto, sino que la pólvora, como un fácil soplo, se resolvio en humo sin encender las otras mechas, con tanto espanto de los franceses, que temiendo fuese algún engaño en que se abrasasen, no sólo no osaron pasar adelante, mas con gran grita se tuvieron atrás, dando lugar a que los españoles, viéndose en tanto peligro, con ímpetu volviesen a cobrar su perdida plaza, comenzándose de nuevo a dar grandes golpes de picas y arcabuzazos, y usando los franceses del ardid que habían tenido en el ganar del foso de traer delante sus gaviones, comenzaron a subir rodando algunos, viniendo ellos cubiertos detrás.

     Y viendo el capitán Lucas Hernández enderezar uno, como animoso soldado arremetió a los que le levantaban, estorbándolo con su pica, y descubriéndole los de la casa, le dieron un arcabuzazo con que cayó muerto en tierra.



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- XXVI -

Cinco horas y media duró el asalto.

     Había durado el acometimiento que hacían los franceses con gran mortandad suya, cinco horas y media, que sin parar, refrescando su gente con enviar nuevas banderas a la batería, apretaban cuanto podían a los españoles, porque sabiendo el duque de Aumala, como soldado plático, cuán buena gente eran los defensores, juzgaba que no se podía ganar aquella plaza sino con larga porfía, porque siendo tan pocos como eran, al fin los vendrían a cansar y consumir.

     Y este pensamiento no le salió en vano, porque al fin de aquel tiempo Garcilaso se hallaba muy fatigado, así por haber dado licencia a los heridos para que se fuesen a curar a la villa, como porque inadvertidamente había dejado ir con cada uno un amigo suyo para que le ayudase, y habiendo sido tantos los que se habían ido, sin que volviese alguno, que se hallaba muy falto de gente, no hallándose en menor necesidad don Manuel de Luna, porque habiéndole dado los esguízaros el asalto, había cinco horas que se peleaba en la batería baja, le había enviado a decir que se valiese como mejor pudiese de la gente que tenía, porque no había otra cosa alguna que dalle; a lo cual se juntaba que, como Garcilaso era nuevo en la guerra y no le hubiese hallado en semejante trance, ni sabía lo que se había de proveer, no había mandado llevar barriles de pólvora para que, acabada la de los soldados, tomasen la que quisiesen, y como los soldados la pedían, viéndose faltos della, y de gente, volviéndose a los capitanes que estaban presentes les preguntó lo que debía hacer, y según se dijo, el capitán Pedro Venegas le respondió que se retirase a la trinchea, porque con el artillería que estaba en ella haría gran daño a los franceses que entrasen en el caballero; porque desde el principio que se entró en Ulpián, Pedro Venegas, como hombre solícito había tomado a cargo el artillería que estaba en el caballero, que era muy poca y toda rota; y habiendo puesto las piezas detrás de la trinchea, las tenía cargadas con guijas y pedazos de hierro, porque engañado del mismo deseo del Piantanida dio aquel dañoso consejo a Garcilaso, y creyendo que sería tan fácil el hacello como el decillo, mandó retirar la gente, palabra que no fue tan presto oída como ejecutada. Y viendo los franceses su huida, entraron furiosamente sin perder tiempo tras ellos, matando cuantos alcanzaban, en venganza de los muchos que de su parte habían sido muertos aquel día.

     Habían los españoles dejado a un lado de la trinchea una abertura a forma de puerta para pasar de una parte a otra, y tan estrecha, que apenas cabía un hombre armado, y apretando los traseros a los delanteros, embarazándose con las picas y armas, cayeron algunos, y cerrando aquel angosto paso con miserable principio, fue causa que, cayendo unos sobre otros, fuesen cruelmente muertos de los franceses, y si algún francés quería salvar alguno, los que venían detrás se le mataban. Murió allí Garcilaso de la Vega, y casi de los primeros, porque pareciéndole fea tal retirada, de que había sido causa, y retirándose más despacio de lo que en caso tan perdido le convenía, siendo alcanzado, y habiéndosele caído un morrioncillo negro, a prueba de arcabuz, que traía, le dio un francés una cuchillada en la cabeza al través, que se la abrió toda, matando también a don Pedro de Silva de un arcabuzazo por las espaldas, mancebo animoso y de grandes esperanzas.

     Mataron también con muchas heridas al sargento mayor Rascón, gran soldado y experimentado, con otros muchos hombres particulares muy señalados en las armas. Ganaron los franceses en aquel punto el lugar, y se metieron por la puerta que estaba entre el castillo y la villa, porque los que huían se la habían dejado abierta; pero los soldados del castillo, viendo aquella infelice huida, acudieron a un torreón que estaba encima de ella y matando a los que iban delante hicieron detener a otros, que pararon arrimados a la trinchea del Piantanida, que por ser de una pica de alto los cubría del castillo; y de esta manera aquella desgraciada trinchea fue causa de la perdición de los españoles y amparo de los franceses, que firmes en ella, cubiertos del castillo quedaron señores del caballero.



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- XXVII -

Solos diez y ocho españoles, y pocos italianos se hallaban en Ulpián. -Quiere rendirse don Manuel de Luna.- Don Lope lo contradice.

     Fue culpado don Manuel de Luna porque no dio orden a Garcilaso y a los capitanes que con él estaban para que ejecutasen el consejo de don Lope de Acuña. Porque si al volar de la mina no se hallaran más de los treinta soldados, se pudieran retirar a su placer, sin que aquel día se perdiera el caballero y tanta gente. Y don Manuel, cargando la culpa a Garcilaso, decía que se lo había así ordenado; pero los que conocían la puntualidad de Garcilaso en obedecer a los que sabían mas que él en la guerra, le defendían diciendo que si don Manuel se lo mandara, lo ejecutara, y que también lo hubieran entendido los capitanes que con él estaban, y así quedó el punto de este yerro indeterminado, y sobre el muerto (como casi siempre acaece en aquellos que no pueden responder por sí) cargada la culpa.

     Estaban ya los de Ulpián en la última necesidad, porque habiendo retirado los esguízaros de la batería baja, quedando algunos en el revellín que han ganado los españoles, dejando veinte y cinco soldados en la batería, se habían ido a curar los heridos y saber de sus amigos si eran muertos o vivos, no se viendo por la villa sino hombres con diversas suertes de heridas bañados en sangre, buscando cura; porque entre las otras faltas que allí tenían, era no haber medicinas, ni cirujanos, sino que era menester que se curasen unos a otros, con que se acrecentaba el espectáculo de su desventura, cayéndose muertos en las calles muchos, enflaquecidos por la sangre perdida y grandeza de las heridas; y otros que con gemidos, sin poder ir atrás ni adelante, pedían socorro a los que pasaban. Lo cual, retirándose don Manuel de la batería, remedio lo mejor que pudo, mandándoles llevar al castillo, y que los curasen los que sabían curar de ensalmo. Y andando aquella noche con cuidado, por no ser tomados a escala vista, a la mañana echó el tanteo de los sanos.

     No se hallaron de los españoles más de diez y ocho, y los italianos no estaban mejor librados, como aquellos que en toda aquella empresa habían peleado con mucho esfuerzo por ser soldados viejos y gobernados de valientes capitanes, porque la nación italiana es tan sujeta a sus capitanes, que si son buenos hacen maravillas en la guerra.

     De los tudescos había mayor número, porque como desde el principio habían andado tan mal, no se hacía cuenta dellos, y como don Manuel de Luna viese las cosas en tal estado, hablando con los capitanes acordaron de rendirse y no esperar que a mano salva los degollasen los franceses y saqueasen aquella villa. Y acudiendo a dar cuenta a don Lope de Acuña deste acuerdo, que estaba en la cama, pues ni era bien dejar saquear lugar que tanto había servido, ni perder la caballería que podía ser de tanto servicio, pues del duque no había que esperar socorro, don Lope de Acuña, aunque muy enfermo, rogó a don Manuel que ni mirase en saco de la villa, ni en la pérdida de la caballería, pues era mejor que abrasasen el lugar que dejársele entero para gozalle, y que no dando lugar a que se dijese que un maese de campo español se había rendido, cosa jamás oída, y se metiese en el castillo gobernándose conforme a las ocasiones, pues era imposible que el duque los dejase de socorrer.

     Todos con alegre rostro aprobaron el consejo, y don Manuel de Luna prometió de meterse en el castillo con los que le quisiesen seguir, pues los demás no querían pelear, y un teniente de infantería italiano, que allí estaba, le dijo que no había para qué echar culpa a los italianos, que todos morirían con los españoles, y llegando a la sazón un teniente de los alemanes de la compañía que allí estaba, dijo que se resolviesen en lo que habían de hacer, porque los franceses se iban allegando para dar asalto. Y yendo don Manuel a proveer en lo que convenía, se trató de entregar la villa, y envió a decir a don Lope, con Miguel Díaz de Armendáriz, que se habían rendido por no poder más.

     Replicó don Lope con el mismo que rogaba a don Manuel que se acordase de lo que había prometido, y que en todo caso se retirase al castillo, pues tanto convenía a su honra y a todos. Don Manuel dijo que lo había mirado, y que pues retirándose al castillo había de rendirse dentro de dos días, que quería acabar de una vez, pues el duque no los socorría. Salió don Manuel de Luna con toda la gente de Ulpián adonde todavía estaba el duque de Alba, y ésta, fue la salida de Ulpián, indigna ciertamente, si se ha de mirar a la fama y honra que habían ganado los que tan animosamente socorrieron aquel presidio, en la cual empresa perdieron los franceses casi tres mil hombres de los mejores que tenían, y entre ellos cincuenta y dos capitanes.



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- XXVIII -

Pelean en el agua imperiales y franceses. -Desesperado hecho de los flamencos holandeses.

     La misma guerra se hacían en el agua estas gentes. Por el mes de agosto deste año se toparon flamencos y franceses; venían de España veinte y cuatro urcas de flamencos cargadas de mercaderías, a los cuales acometieron veinte y seis navíos armados de franceses. Combatiéronse mucho tiempo; llegaron a aferrar, porque con la ventaja que los franceses tenían, por ser todos sus navíos de guerra, procuraban que no se les fuese alguna de las urcas. Peleaban los flamencos, aunque menos, y no tan armados, valientemente. Mas como los navíos franceses estaban más descargados y artillados, hacíanles ventaja en la ligereza con que los rodeaban y embestían.

     Desesperados los flamencos, y ya como perdidos, porque su enemigo no gozase la victoria y presa, encendieron su propia pólvora, queriendo morir quemados con ella por abrasar a los enemigos. Encendiéronse en un punto sus urcas, y los navíos franceses que con ellas estaban amarrados, de suerte que casi fue el daño igual en todos, muriendo franceses y flamencos, ardiendo encima del agua. Pudieron escapar pocos, solos aquellos que tuvieron lugar de desamarrarse. Escapáronse algunas de las urcas que de entre las llamas fueron huyendo a Holanda; las capitanas y capitanes de ambas partes se abrasaron. Llevaron los franceses cinco urcas de los flamencos, sin hombres y sin mercaderías, medio quemadas, y entraron con ellas en Diepa, de donde habían salido, llevándolas como trofeo o despojos de tan triste victoria. La ganancia fue ninguna, porque demás de lo que consumió el fuego, echaron en la mar el oro y plata y todo lo precioso que los flamencos llevaban, porque los franceses no se aprovechasen de ello.



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- XXIX -

Suspenden las armas imperiales y franceses. -Tregua por cinco años. -Mueve la guerra el Papa, aunque Papa y muy viejo, y llegó a lo que otros dirán.

     Cansados y aun destruídos con tantas guerras imperiales y franceses, el Emperador enfermo demasiadamente, el rey Enrico gastado y pobre, su reino perdido con los tributos que para la guerra se le habían sacado, suspendieron las armas, juntándose en Cambray los comisarios para tratar las condiciones de la concordia y paz. Y no se concertando por las dificultades que había, acordaron una tregua, esperando que de ella se siguiría la paz. Concertóse por cinco años, si bien contra voluntad del rey don Felipe, que no quería que fuese por más de tres.

     Publicóse con que comenzase a correr desde el mes de hebrero del año de mil y quinientos y cincuenta y seis. Que en este tiempo en todos los reinos y Estados de ambas coronas cesasen las armas y viviesen en paz. Que lo que hasta aquel punto cada una de las partes hubiese ocupado lo retuviese. Que el comercio fuese libre por mar y tierra. Que cualquiera que fuese transgresor de esta tregua y la quebrase fuese castigado en pena de la vida. Que no se comprendiesen en esta tregua los rebeldes y forajidos napolitanos. Que no se hiciese violencia alguna en las tierras que de presente poseía el duque de Saboya. Que ningún francés con ocasión de trato o mercadería alguna pudiese pasar a las Indias sin licencia de la majestad imperial. Que el marqués Alberto de Brandemburg no fuese comprendido en esta tregua. Que el rey Enrico de Francia pague lo que por razón de la donación hecha por su padre el rey Francisco se debía a la reina Leonor. Fue jurada esta tregua y suspensión de armas por parte del Emperador, y del rey don Felipe su hijo, por el conde Carlos de Lalain, gobernador del condado de Henault; Simón Reynardo y Carlos Tisnac, dotores del Consejo, y Filiberto de Bruselas, también del Consejo, y Juan Bautista Esguizo Cremones, regente del Consejo de Italia. Y por parte del rey de Francia la juraron el almirante Gaspar de Coliñy, Sebastián de Laubespin, del Consejo y secretario de Estado; el abad de Bassefontaine y el abad de San Martín, también del Consejo.

     No contentó a muchos de los de Italia esta tregua, ni al cardenal Carrafa, ni a los de su casa y familia, y mucho menos al papa Paulo IV, que con su vieja pasión ardía aquel sujeto seco, y sin poder más fingir la santidad con que tanto tiempo había engañado, quitando la máscara a su hipocresía, antes que este año se acabase movió la guerra y perturbó la paz en odio del Emperador, moviéndose contra Marco Antonio Colona, y tratando con el rey de Francia de ganar el reino de Nápoles. Y si bien esta guerra comenzó en este año de mil y quinientos y cincuenta y cinco, y pudiera con este título escribirla, no puedo acabarla dentro del tiempo que el Emperador reinó, porque renunció en este año los Estados de Flandres y todo lo de Italia, y en el principio del siguiente de mil y quinientos y cincuenta y seis el Imperio y los reinos de España, y así dejo la guerra con Paulo IV para el que escribiere la vida de Felipo II.



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- XXX -

Qué motivo tuvo el Papa para mover la guerra al Emperador, y rey su hijo.

     Sólo diré brevemente el motivo que el Papa tuvo y las diligencias que el Emperador y el rey su hijo hicieron para atajar la guerra y quietar el Pontífice. Quien principalmente movía al Pontífice era una mala voluntad que de tiempo muy antiguo tenía al Emperador y a sus cosas; junto con esto, sus sobrinos, codiciosos y inquietos, que le encendían su viejo pecho en cólera y le ponían en que descompusiese algunos príncipes de Italia por componerse a sí mismos con lo que les quitasen.

     La primera ocasión o achaque que el Papa tuvo para mover esta guerra e inquietar a Italia fue tal. Tenía en Civitavieja el prior de Lombardía, hermano del cardenal de Santa Flor, dos muy buenas galeras, y habiéndose dado orden por medio del cardenal y de don Fernán Ruiz de Castro, marqués de Sarria, embajador de España en Roma, que se pasasen al servicio del Emperador, porque antes el prior servía con ellas al francés, el Papa se enojó grandísimamente, y puso en prisión al cardenal de Santa Flor, y nunca le quiso dar libertad hasta que volvieron las galeras a Civitavieja, lo cual se hizo por temer el peligro del cardenal, que se tuvo creído que le costaría la vida.

     El segundo motivo que el Papa tuvo fue un edito que propuso, por el cual mandó que para cierto día pareciesen en Roma personalmente todos los señores feudatarios de la Iglesia, y que toda persona lega de cualquier estado y condición que fuese, que tuviese tierras o bienes temporales de la Iglesia. Acudieron muchos a reconocer este vasallaje y recibir nueva confirmación del feudo; sólo Marco Antonio Colona no fue, temiendo alguna fuerza, y no se teniendo por seguro en sus tierras, se metió en Nápoles. El Pontífice procedió luego contra él y privóle de todas sus villas y lugares, con el rigor posible, haciendo gracia de ellas a sus proprios deudos. Como Marco Antonio se vio así despojado, y el cardenal de Santa Flor preso, acudieron al Emperador y a Felipo su hijo, suplicándoles mirasen por ellos, pues era cierto que por ser sus servidores padecían por el odio antiguo que los Carrafas tenían a las cosas del Emperador.

     Luego el Papa se comenzó a poner en armas, y no bastaron las diligencias que el marqués de Sarria, de parte del Emperador, hizo para quitarle de ellas.

     Sabido por el Emperador y rey su hijo lo que en Roma pasaba, no quisieron romper con el Pontífice, sino con toda humildad enviarle a suplicar se desenojase, y que perdonase al cardenal, y a Marco Antonio volviese sus tierras, y que mirase con mejores ojos sus cosas. Enviaron para esto por su embajador a Garcilaso de la Vega, hijo de don Pedro Laso de la Vega (de quien ya dije quién era), para que en compañía del marqués de Sarria hiciese este oficio, dándole el Emperador su instrución de lo que había de hacer, que fue: que dijese al Pontífice con toda blandura y modestia que siendo la observancia que el Emperador había tenido y tenía a la Sede Apostólica, la que todo el mundo sabía y se había visto por lo que continuamente había hecho por su beneficio, conservación, autoridad y aumento, sin perdonar algún gasto ni trabajo de cuerpo y espíritu, no hubiera creído que un caso tan leve como el de las galeras, especialmente queriéndose su dueño apartar espontáneamente del servicio de un rey que trae los turcos para ruina de La Cristiandad, por entrar en el de quien es el verdadero propugnáculo y defensa de ella, lo hubiera Su Santidad tomado tan ásperamente y procedido con tanto rigor contra la persona del cardenal de Santa Flor y Camilo Colona.

     Y que no contento con esto, haya desposeído sin causa, con tanto alboroto y escándalo, a Marco Antonio Colona y a los demás de sus tierras, que eran sus vasallos, y podía Su Santidad castigarlos. Debiera también tener alguna cuenta con que eran servidores aficionados muy antiguos suyos, si no para disimular sus faltas, si en alguna habían caído, a lo menos para mandar templar y suspender el proceder hasta hacer con el Emperador como con amigo algún cumplimiento, y esperar la respuesta de lo que se había consultado por su embajador al duque de Alba. Y que tanto más hallaba Su Majestad por extraño no haber querido tener cuenta con lo que te podía tocar, siendo en tiempo que con tan entera voluntad y sumisión se le había dado la obediencia y feudo del reino de Nápoles, y declarádole por su embajador la voluntad que tenía de serle muy buen amigo y obediente hijo, y haber hecho por los suyos lo que parece por los efectos.

     Allende que la experiencia de las cosas pasadas y justificación de que siempre había usado en todas sus acciones podían ser harta prueba para persuadirse Su Santidad, que no le había de ir a la mano en cosa que fuese diminución de su autoridad ni de la Santa Silla, sino antes ayudársela a conservar, como fue siempre el oficio del César.

     Y que aunque el de Su Santidad era de ser común Padre, como quiera que los hijos debieran ser tratados y regalados, según las obras de cada uno, para no ser medidos indiferentemente con una misma medida, le había desplacido mucho que en esta ocasión no se pudiese aún decir que Su Santidad haya querido usar de la igualdad que debiera, pues habiéndose disimulado a franceses tantos desacatos y insolencias como habían cometido en tierras de la Iglesia, y robado la hacienda ajena, que es lo peor, se pudiera bien proceder con más blandura contra los que, por salvar la suya propria de los que se la tenían tiranizada, se aprovecharon de la ocasión. Y que haberse con unos blandamente disimulado sus violencias y poco respeto a la Sede Apostólica, y con otros con tanto rigor, en cosa que por ventura no pensaron ofenderla, se dejaba a consideración de Su Santidad si era esta buena manera de guardar neutralidad, allende de lo que las gentes podían decir y juzgar, que por ser éstos servidores y aficionados del César fuesen peor tratados, y que esto no fuera de tanto momento, si con estas demostraciones no se diera materia de escándalo a la Cristiandad, viendo que por tan liviana causa como esta de las galeras, no habiendo el cardenal ni alguno de los otros desobedecido a Su Santidad, ni hecho cosa que no fuese de su servicio, hubiese querido mover tan arrebatadamente las armas en Italia, sin considerar que de menores principios que éstos se ha venido otras veces a perturbar la Cristiandad, siendo tan proprio y de su oficio sosegar y corregir con caridad y blandura, a imitación de Cristo, los que quisiesen desviarse del camino del deber y de la razón. Pero que, pues ya era hecho, y era de creer que Su Santidad se habría conformado con ella, no había querido Su Majestad dejar de representarle lo arriba dicho, y suplicarle con la humildad y respeto debido, que teniéndolo a sus acciones de buen deseo, que era de serle obediente hijo, y si la Sede Apostólica quisiese de allí adelante tener mas cuenta con sus cosas, para que conociese el mundo, que eran tratadas como de padre, que las sabía tener con las obras de cada uno; y que al cardenal Santa Flor, Camilo Colona, Marco Antonio Colona y los demás les favoreciese, admitiese y conservase en su buena gracia, como de primero, sin acordarse del enojo recibido, pues su intención no fue de desagradarle ni de serle los unos ni los otros desobedientes. Y que así mismo instase por sus grados, y en su lugar y tiempo, con toda buena manera y blandura por el remedio de lo que por ventura no se hubiese del todo acabado, como sería si el cardenal y los otros estuviesen aún sobre fianzas, o todavía se retuviese con alguna de las plazas que había ocupado del Estado de Marco Antonio o de los otros de la casa de Santa Flor y Ursina, de manera que la cosa viniese a quedar como de primero.

     Y que procurase lo que tocaba a las galeras se viese por justicia con toda brevedad, de manera que no padeciese el prior, y que también se diese libertad al abad Briceño, significando que siendo persona que iba con comisión y despachos de ministro del Emperador, y sobre cosas de su Estado y servicio, se había de tener más miramiento a no detenerle, como él le mandara tener, si fuera criado de Su Santidad, y que mandase alzar las fianzas a Julián Cesarino, y favorecer a doña Juana de Aragón, con los demás que dependían de aquella casa. Y que si vueltas las galeras, el Papa no hubiese venido en lo arriba dicho, antes continuase en lo comunicado, que sería clara conjetura de tener las cosas más fundamento, porque la rotura en tal tiempo, tanto más en éste, y con el Papa se debe excusar cuanto mas fuere posible, y que el enojo del César sería con nuevo fundamento mayor, si habiéndole vuelto las galeras, que fue el principio de su enojo, y siendo el cardenal y los demás muy obedientes, sin haber faltado en nada ni querer repugnar a su voluntad, no desistiese de ello y le pidiese afectuosamente se aquietase y desarmase, y los quisiese admitir a todos en su gracia y restituirles sus haciendas por contemplación y respeto del César. Pues de lo contrario se seguirían grandes inconvenientes y daños en la Cristiandad por estar el César más que obligado junto con favorecer y amparar sus amigos y allegados, a mirar también por la quietud de Italia, por lo que incumbía a su dignidad y oficio proveer a la seguridad de sus reinos y Estados; porque cuando después de hechos tantos cumplimientos, protestos y diligencias, Su Santidad quisiese proceder con tales modos, él quedaría más descargado delante de Dios y de todo el mundo, siendo forzado a tomar camino tan contrario a su buena intención y costumbre.

     Otras muchas cosas advierte el Emperador a Garcilaso, para que procurase atraer al Papa a que quisiese la paz y dejase el mal propósito que de las armas tenía, por donde claramente parece cuán contra su voluntad se hizo esta guerra, y que la procuró excusar cuanto fue en sí. Y sé que el Emperador y su hijo el rey consultaron con todos los hombres doctos de la Cristiandad si era lícita esta guerra, y vistas las causas, determinaron, como parece por sus firmas, que están en el Archivo de Simancas, que el Emperador y rey su hijo tenían muy justificada su causa y el Papa no, y que era lícita y justificada la guerra que contra él hacían. De estas y otras muchas cosas advierte el Emperador a Garcilaso de la Vega, en las cuales si bien manda prevenir al duque de Alba y a don Bernardino de Mendoza y a otros capitanes, y que soliciten al duque de Florencia, y a don Hernando de Gonzaga y a otros, siempre quiere que se guarde el debido respeto al Papa. Dióse esta comisión a Garcilaso en Bruselas, a cuatro de otubre, año de mil y quinientos y cincuenta y cinco.



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- XXXI -

Instrución que el rey dio a Garcilaso. -Palabras cristianísimas del rey Felipo.

     Y a siete días del mes y año, y en la villa de Bruselas, el rey don Felipo dio otra particular instrución a Garcilaso, en la cual se remite a la que el Emperador le había dado, y dice más: que de su parte, hallando que el Pontífice llevase adelante el mal propósito que había comenzado, haga el mismo oficio con la Santidad del Papa, dándole su carta, usando de los términos y palabras que viere sea a propósito, para que, tratándose con el autoridad que conviene, se use toda templanza y buen modo, para que no sólo a Su Santidad, pero a todo el mundo conste de la observancia y respeto con que le trataban, y también vean la justificación que en todas sus obras querían usar y tener. Y que demás de lo que en la instrución de Su Majestad se contenía, dijese a Su Santidad, que a él y al Emperador su padre les ha parecido muy extraño que no se tuviese cuenta con que acaban de darle por sus embajadores la obediencia por el reino de Ingalaterra, después de haberse acabado el servicio, que con el favor y ayuda de Nuestro Señor se hizo, por medio de la reina y suyo, a Su Santidad y a aquella Santa Sede en reducir a su obediencia un reino como aquel, que estaba tantos años había apartado de ella, y que estando él entendiendo en asentar las cosas de la religión en él, se tuviese tan poca cuenta con las suyas, y con las que tocaban a sus servidores y ministros, y que no fuesen tratados con el respeto y consideración que se ha tenido a las cosas de los que inquietan y perturban la Cristiandad y ayudan y traen a los enemigos de la fe, en daño y en vergüenza de ella. Y que le dijese más la diferencia que de razón había de haber en tratar los hijos, y cómo se deben abrazar y regalar los obedientes, como él y el Emperador su padre lo habían sido. Y encarga mucho a Garcilaso que lo que de su parte dijese a Su Santidad fuese con la templanza y respeto que él bien sabría usar; pero de manera que también entendiese cuán diferente consideración se debiera tener de lo que en esto había tenido. Siempre este príncipe cristianísimo tuvo este buen miramiento, digno de su real pecho. Encárgale otras cosas, todas enderezadas a sosegar al Papa; escribe al cardenal de Santa Flor y a doña Juana de Aragón y a otros agraviados, consolándolos y pidiendo procuren en cuanto pudieren sujetarse al Papa y agradarle, y junto con esto ofreciéndoles su favor.

     Esta embajada hizo Garcilaso de la Vega con la misma diligencia y valor que el Emperador y rey se la habían encomendado. Y mostró tantos aceros al Papa, que sin miedo ni recelo del peligro de su vida (que le tuvo muy grande), después de quince meses de muy apretada prisión en el castillo de San Angel, por el mucho brío y valor con que le fue a la mano. Y le dijo secamente muchas verdades que le escocieron. Y en Roma se estimó el valor grande de Garcilaso, y dura hasta hoy día su memoria.



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- XXXII -

Pérdida de Bujía. -Marqués de Cañete, virrey del Pirú.

     Y porque con las pesadumbres del Papa y rey Enrico de Francia no lo olvidemos todo, diré agora la pérdida de la ciudad de Bujía en Africa, como fue este año.

     La ciudad de Bujía, en el reino de Tremecén, que el conde Pedro Navarro ganó año de mil y quinientos y diez, como queda dicho, fue muy antigua, y tan grande, que en su prosperidad tenía más de veinte mil casas pobladas, la cual, según opinión de algunos, fue poblada por los romanos en el lugar donde agora está puesta en la halda de una gran cuesta o sierra que cae sobre el mar Mediterráneo Sardo, treinta leguas a levante de Argel y doce a poniente del castillo de Gigel, en el paraje de Densa o Dunia. Después que la ganó el conde, estuvo en poder de cristianos y por los reyes de Castilla treinta y cinco años, y de ordinario estaban en ella quinientos soldados de presidio repartidos en tres fortalezas, de las cuales salían y hacían correrías, algunas veces recibiendo daño por ser los moros de aquellas tierras belicosos, y haber muchos escopeteros azuagos, que siempre iban a correr a Bujía. Siendo, pues, capitán general desta ciudad y frontera don Alonso de Peralta, caballero natural de Medina del Campo, Salh Arráez, gobernador de Argel, a persuasión de un morabita llamado Cidi Mahomet el Haxi, fue sobre ella con una armada de veinte y dos bajeles por mar, y un campo de más de cuarenta mil hombres por tierra, entre los cuales iban diez mil tiradores. Y habiendo ocupado el castillo imperial, que los cristianos desampararon, pareciéndoles que no se podía bien defender, cercó el castillo de la mar y lo batió cinco días, y después de algunos asaltos lo entró por fuerza de armas, habiendo en él solos cuarenta soldados españoles que pelearon animosamente. De allí fue luego sobre el castillo grande, donde estaba don Alonso de Peralta con toda la otra gente, y lo batió veinte y dos días, al cabo de los cuales, faltándole a don Alonso ánimo, o movido de piedad de las mujeres y niños, fiado del partido que el moro le hizo se rindió, habiéndole prometido que le dejaría ir libre a él y a los que con él estaban, y les daría bajeles en que pasasen a España. Con esto el moro entró el castillo a veinte y siete de setiembre, día de San Cosme y San Damián. No se cumplió con Peralta lo que habían prometido, porque el Turco o moro los tomó a todos por esclavos, dando solamente libertad a don Alonso, y a otros veinte con él. Los cuales vinieron en España, y el Emperador mandó prender al don Alonso y a los que le aconsejaron que se rindiese; y tratándose esta causa en Consejo, acusando el fiscal a don Alonso, fue condenado a muerte. Y en Valladolid, a cuatro días del mes de mayo, año de mil y quinientos y cincuenta y seis, le sacaron de la cárcel pública armado, y con pregones le trajeron por las calles, quitándole en cada cantón o parte más pública una pieza de las armas, y de esta manera, con pregones afrentosos, le fueron desarmando, hasta llegar a la plaza Mayor, donde sobre un tablado le cortaron la cabeza como a cobarde, que le fuera mejor perder como valiente y como quien él era y lo habían hecho sus pasados.

     Si bien el doctor Gasca hizo con su mismo valor en allanar las tierras del Pirú todo lo que vimos, pedían con todo un gobernador que las sustentase en paz y justicia y obediencia de su príncipe. Teniendo el Emperador experiencia de los grandes y leales servicios que don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, le había hecho, y de que era sujeto capaz cual convenía para el gobierno de aquellas grandes y remotísimas provincias, le nombró este año por virrey de ellas, que entiendo fue la última provisión que Su Majestad hizo, y bien acertada, porque, como a todos es notorio, el marqués fue y sirvió su oficio cinco años, hasta en el de mil y quinientos y sesenta, en el cual murió, habiendo allanado y pacificado aquel reino con la buena gobernación y justicia que con singular prudencia administró, haciendo demás de esto muchas obras públicas y pías, con que ilustró muchos lugares, ayudándole su hijo don García de Mendoza, marqués que agora es de Cañete, que en sus muy tiernos años ejercitó las armas y el gobierno en la provincia de Chile, peleando y venciendo gentes bravas y indómitas, aventurando su persona en notables peligros; pobló ocho ciudades, como lo dirá quien escribe la historia de don Felipe Segundo.



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- XXXIII -

Renuncia el Emperador en el rey su hijo los Estados de Flandres. -Razonamiento elegante que hizo en la renunciación Feliberto de Bruselas, gran chanciller y del Consejo de Cámara. -Encarga a los flamencos la religión católica.

     Hallándose el Emperador ya muy cansado, así en el ánimo como en el cuerpo, falto de salud, quiso dar un ejemplo al mundo de la mayor grandeza que en él había hecho: que fue dejar la monarquía del Imperio y reinos que tenía, y retirarse a la más pobre y solitaria vida que puede hacer un triste fraile, como se verá en lo que presto contaré. A ocho de setiembre envió a llamar al rey don Felipe su hijo que estaba en Ingalaterra. Llegó el rey acompañado de muchos caballeros españoles y ingleses. Holgó el Emperador con la vista de su hijo único y amado, y luego mandó llamar los grandes y procuradores de los Estados de Flandres y Brabante que para 26 de octubre estuviesen en Bruselas.

     Juntos todos, habiendo celebrado capítulo con la caballería del Toisón, trató con ellos en Cortes la determinación que tenía de renunciar aquellos Estados en su hijo, y aun el Imperio en su hermano, el rey de romanos don Fernando, reservando para sí una pobre suma de dinero para el gasto ordinario de su casa. Determinación fue digna de considerar, y uno de los hechos más heroicos que el Emperador hizo en su vida que causó extraña admiración al mundo, viendo que un príncipe tan grande y tan bien afortunado en sus hechos, así se deshiciese de todo y lo quisiese dar de su mera libertad, contentándose con la vida pobre de un escudero honrado, y que tuviese en nada la majestad del mundo, sus pompas, la adoración de los hombres y, finalmente, la vida espléndida y real, escogiendo una pobre y humilde vida de un monasterio, queriendo esto, no por más de dar a Dios una breve parte de su vida y hacerle sacrificio de ella, acabándola en la contemplación y ejercicios saludables a su alma y quietud del cuerpo.

     No es oficio del coronista, ni lo permite el estilo que ha de tener la historia, predicar en ella; mas este hecho de Carlos V me mueve y saca (como dicen) de mis quicios, considerando los años en que comencé esta obra, cuando nació este príncipe, el contento de sus padres y abuelos, los regocijos de sus reinos, los juicios que se echaron, las esperanzas que se concibieron, la adoración que le hacían, la estimación en que estaba, la envidia que de sus privados había, lo que todos procuraban serlo y valer con él, y luego que comenzó a reinar, los inmensos cuidados y trabajos que le cargaron; los reinos y Estados casi todos se le levantaron en España, Austria, Flandres, Italia, Alemaña, Sicilia, Cerdeña, Indias, que, como hemos visto, en todas estas partes hubo levantamientos y alteraciones peligrosas. Demás de esto, las guerras continuas que tuvo por ganar, por conservar, por defender y pocas por ofender a sus enemigos, y por otros respetos humanos, que todo lo representó a todos los ojos, no sé por qué ángel, en aquellas visiones espantables que en Lombardía (como dije) se vieron año de mil y quinientos y diez y siete. Duró esta vida cincuenta, y años, que son un punto o nada, respecto de la eterna, y todos estos afanes pararon en lo que presto veremos de la vida que este gran príncipe hizo en el monasterio de San Yuste. No sé qué espejo más claro y cristalino de la vida humana, para que mirando en él sean santos los que fueren más perdidos. Algunos días antes de éstos, había el Emperador tratado su determinación y pedido parecer a sus hermanas, la valerosa reina María y doña Leonor, reina de Francia, y ellas, considerando que el gusto del Emperador era retirarse a descansar en España y acabar el resto de la vida, viéndole tan fatigado con sus enfermedades, tan quebrantado de tantos y tan largos trabajos de las continuas guerras y gobierno de sus Estados, no sólo le disuadieron su buen propósito, antes loaron y aprobaron su intención, suplicándole las trajese en su compañía para acabar con él las vidas. Resuelto el Emperador en esto, ordenadas las escrituras que sobre ello había de otorgar, estando juntos los caballeros y procuradores de las ciudades y Estados de Flandres, a 28 de octubre, habiendo oído misa, día de San Simón y Judas, entregó a su hijo, el rey don Felipe, y renunció en él el maestrazgo y señorío del Toisón, que es la Orden de caballería de la casa de Borgoña, encargándole mucho procurase siempre conservar la grandeza y dignidad de aquella insignia militar, mirando la persona y mérito a quien la daba.

     Hecho esto comió, y luego bajó a una gran sala aparejada para este acto, vestido de luto por su madre, la reina doña Juana, y con el collar del Toisón, acompañándole su hijo el rey don Felipe, y su hermana, la reina María, y su sobrino Manuel Filiberto, duque de Saboya, y todos los caballeros y embajadores de príncipes que había en su Corte. Sentóse el César en una silla que estaba algún tanto levantada, y eminente sobre otras, y mandó sentar al rey su hijo y a su hermana la reina María; y al duque de Saboya, y a algunos grandes, para los cuales estaban puestos asientos. Entraron y se hallaron presentes los procuradores de Cortes y otros varones ilustres, los cuales todos cabían bien, porque la sala era capaz, y el autor a quien aquí sigo dice que se coló dentro por amistad que le hacían algunos de la guarda, y que tenía veinte años de edad en éste de mil y quinientos y cincuenta y cinco. Estando todos así congregados con gran silencio, levantóse Filiberto de Bruselas, presidente del Consejo de Flandres, y habló de esta manera:

     «Si bien, grandes y clarísimos varones, de las cartas que por mandado del Emperador habéis recibido, podréis en parte haber entendido la causa para que os habéis aquí ayuntado, con todo eso ha querido su Cesárea Majestad que agora, y en este lugar, más larga y claramente os sea por mí declarada.

     «Saben muy bien muchos de los que aquí están presentes, que ha años que el Emperador Maximiliano, abuelo paterno de nuestro César, le emancipó y sacó de la tutela y curaduría en que estaba, cediendo en él y traspasando el señorío y gobierno de los Estados de Flandres, y de la misma manera es notorio de la suerte que en todo este tiempo ha procurado con suma diligencia la paz, quietud y sosiego de todos sus vasallos; ninguno creo que puede ignorar esto; y si el César, provocado con las injurias de algunos, no ha podido siempre estar en tal propósito ni ejecutarlo como deseaba, sino por vuestra causa tener graves y peligrosas guerras, y algunas veces por causa de ellas le ha sido forzoso dejar el gobierno de los reinos y provincias a él por Dios encomendadas, no pudiendo asistir por su persona en ellas, ha velado con el cuidado posible, poniendo todas sus fuerzas, ausente como presente, en defenderos y ampararos y librar vuestras tierras de las invasiones de vuestros enemigos, para que vuestras causas se gobernasen con suma quietud, equidad y cumplimiento de justicia, haciendo el oficio de un buen príncipe y padre verdadero de esta república. Lo uno, porque siempre tuvo tal amor a sus súbditos, heredándolo con los reinos y Estados de sus padres y abuelos. Lo otro, porque vuestros méritos, nacidos de los servicios y amor que a él y a sus pasados habéis tenido y hecho, lo pedían así, principalmente por la naturaleza que en estos Estados tiene, por haber nacido y criádose en ellos y por una larga experiencia que de vuestras obras tiene. Sabe y reconoce el César la voluntad y amor con que en todas ocasiones le habéis servido, y pagado el amor que a todos tiene, porque habéis siempre hecho lo que unos buenos y leales vasallos deben a su príncipe y que todo ha sido, no forzados, ni con amor fingido, sino con todo corazón, como por las obras ha visto. Y tiene en poco el haber padecido por gobernaros y defenderos de vuestros enemigos, trabajos y molestias, peligros, pérdida de hacienda y aun la propia salud con la vida, porque conoce que la vida, y lo que pudo hacer en ella por los suyos, siendo ellos tales, era deuda que se les debía. Y quisiera él mucho tener siempre este cuidado y no descargarse de él hasta el fin de sus días, y acabar en vuestro favor lo que le resta de las fuerzas del ingenio y de la vida, si no fuera que el cuerpo, ya cansado con tan inmensos trabajos, aunque la edad no es mucha, no podría sufrir carga tan pesada, principalmente estando tal que ya no es señor de sí, como lo veis, tan inútil e impedido, para poder bien gobernar. Y no sólo por esta causa levanta el César la mano y se descarga de esta monarquía, poniendo en su lugar otro, que para el gobierno de estos Estados sea su igual y tan idóneo, sino por otras muchas causas que le incitan, mueven y fuerzan a ello. Quéjanse los españoles, que ha doce años que no vieron la cara de su rey, y cada hora y momento claman por él; lo mismo desean los de Italia; los de Alemaña, de día y de noche piden la presencia de su príncipe, a los cuales todos hubiera el César satisfecho y dádoles gusto si la gran falta de salud no le impidiera y le forzara a dar el remedio que agora se trata. Habéis visto y sabido a qué estado le ha traído su fuerte mal, y aquí presentes lo veis, y no sin gran dolor. No está, por cierto, el César en edad que no fuera muy bastante para gobernar, mas la enfermedad cruel, a cuya fuerza no se ha podido resistir con todos los medicamentos y medios humanos, esta enemiga le ha tratado así, derribado, postrado su caudal y fuerzas. Es un mal terrible y inhumano el que se ha apoderado de Su Majestad, tomándole todo el cuerpo, sin dejarle por dañar parte alguna desde la cabeza a la planta del pie. Encógense los nervios con dolores intolerables, pasa los poros el mal humor, penetra los huesos hasta calar los tuétanos o meollos, convierte las coyunturas en piedras y la carne vuelve en tierra, tiene el cuerpo de todas maneras debilitado, sin fuerzas ni caudal; tiene los pies y manos como con fuertes prisiones ligados; los dolores continuos le atraviesan el alma, y así su vida es un largo y crudo martirio. Quiso el Señor justo, santo, sabio y bueno, dar al César en lo que resta de su vida tal guerra con un enemigo cruel, invincible y duro. Y porque las frialdades, aires y humedad de Flandres le son totalmente contrarias, y el temple de España es más apacible y saludable, Su Majestad se ha determinado, con el favor divino, de pasar allá, y antes de partirse renunciar en su hijo el rey don Felipe, y entregarle los Estados de Flandres y Brabante. Sintiera mucho el César y le llegara al alma, si después de haber padecido tantos trabajos por mar y por tierra por vuestra defensa y tranquilidad, cayérades en algún gran trabajo, pérdida o daño por causa de su ausencia, falta de príncipe, que os defendiera y amparara. Una sola cosa le consuela en esta determinación y mudanza que hace, movido y guiado por la mano de Dios, y no por codiciar la ociosidad, ni amar el descanso, ni tampoco forzado, ni por miedo de algún enemigo, sino por desear y querer lo que os está mejor, os pone y entrega debajo del gobierno del rey don Felipe, que está presente, su hijo único, natural y legítimo sucesor, a quien poco ha jurastes por vuestro príncipe, que está en edad propria, varonil y madura para os gobernar, y casado con la reina de Ingalaterra, y para bien de estos Estados juntado con ellos aquella Isla. Que, pues, en los años de atrás gobernó los reinos de España con tanto crédito y gusto de todos, dando ilustres muestras de sí, no hará menos en el gobierno de estos Estados, ni dejará de henchir el vacío de la Majestad Católica, principalmente siendo de vosotros ayudado con obras y consejos, como el César espera, por la experiencia que de vuestra lealtad tiene. Pues, como por el continuo dolor de la gota, el César no pueda más asistir al gobierno que del cielo le fue encomendado, da a Dios muchas gracias, y las reconoce, que a él y a vosotros hizo tanta merced, por le haber dado lugar para gobernar a Flandres hasta tener hijo que lo pudiese hacer y sucederle en su monarquía. Y con esto no se puede temer que vengáis en los peligros y males en que grandes reinos han venido hasta perderse, que suele ser cuando en la administración y gobierno suceden los que por poca y no madura edad o por otra falta de los sujetos, sin valor ni experiencia, son inútiles para gobernar. El César está muy seguro que por esta causa no os perderéis, y que su hijo tiene valor para seguir sus pasos, y en él hay caudal para os gobernar, defender y amparar. Y que no hará menos de lo que debe hacer un buen príncipe, que con todo amor y benevolencia trata y gobierna a sus vasallos. Por lo cual tiene por cosa muy conveniente a Flandres y a todos sus reinos traspasar en él, ceder y renunciar, como poco ha comenzó, todos sus reinos y Estados, porque yéndole entregando en esta manera los Estados, se entenderá mejor con ellos y acertará a gobernarlos, que si de golpe o juntamente le echase la carga de todos sus reinos y señoríos, con tanto peso apremiado, para mal suyo y de todos, daría con la carga en el suelo. Por las cuales causas se ha movido el César, en presencia de todos, oyéndolo los que aquí estáis, a renunciar, como renuncia, los Estados de Flandres, y los entrega a su hijo, y pone debajo de su imperio y mando. Y a él, desde este punto, como a legítimo heredero y sucesor, le da entera y legítima posesión, para que de aquí adelante use de ella y haga de ellos como de cosa suya propria, lo que más viere que le conviene. Y pide a todos que seáis contentos y tengáis por buena esta cesión y renunciación que el César hace. Y os absuelve y alza el homenaje y juramento que le hecistes, y os da poder para que le hagáis al rey don Felipe su hijo, con toda la solemnidad que a un príncipe juran y prometen sus vasallos. Una sola cosa os pide el César, que todo lo que en la gobernación de los Estados de Flandres con sumo trabajo y cuidado por su hermana la reina María, que no es como quiera la parte que deste trabajo ha tenido y lo que hasta agora hizo, lo toméis en buena parte, y tengáis entendido que sus intentos y mayores deseos fueron de acertar, porque él no entiende haber dejado cosa que en alguna manera el entendimiento humano pudo alcanzar, ni pensar que conviniese a vuestra república, ni dejó de hacerla pudiendo. Y que le duele grandemente verse tan imposibilitado por su enfermedad y por la multitud de negocios y estado del tiempo. Y que él quisiera harto haber podido haberlo hecho mejor, que por las obras constará claramente su limpio y verdadero deseo, que del bien común y de acertar en todo tuvo. Que muy bien conoce Su Majestad que todo el caudal y ser que de Dios y de la naturaleza recibió lo debía emplear de esta manera, en bien de sus fieles, buenos y leales vasallos, porque no dejastes de hacer cosa en algún tiempo que para confirmar la obediencia de los pueblos y la paz, y conservar la autoridad de vuestro príncipe fuese necesaria, por lo cual os da infinitas gracias. Y de la misma manera por las buenas obras y servicios que en todas ocasiones le hecistes, o teniendo necesidad de vuestra hacienda, o de vuestro consejo, o pedidos extraordinarios de dineros, que como sabéis, se gastaron con los españoles y italianos, para la defensa, conservación y amparo de los Estados de Flandres. Por estos vuestros merecimientos, ninguna cosa siente más el César que es no os dejar libres de guerras antes de partirse, y con la paz y quietud que él quisiera; mas sois todos muy buenos testigos de los trabajos en que se ha puesto por salir con esto. Y la reina María, en la última junta que hizo en Flandres, declaró sabiamente lo que con los franceses se había hecho, y cuán lejos estuvieron de querer nuestra paz. Dios, ciertamente, que es justo juez de todos los hechos humanos, sabe bien quién fue el autor de las guerras pasadas y causador de los males que de ellas han resultado. Y estad ciertos que el rey Felipo, siendo ayudado de vosotros, no dejará cosa que para defenderos y ampararos él pueda pensar ser necesaria, y que la paz que el César siempre ha deseado, la procurará, y quedando su dignidad y autoridad sin quiebra, ni perder su reputación, mirará por la honra, y provecho de todos. Vuestra obligación es, como siempre lo hicistes, no le faltar ni a vosotros mismos, sino poner todo vuestro poder en lanzar de vuestras fronteras los enemigos y conservar vuestras tierras, y si así lo hiciéredes, jamás os faltarán las riquezas y favores de los demás reinos y provincias sujetas a su hijo. Resta que tengáis por muy encomendada la religión católica, que fue de vuestros pasados, que así lo pide el César, manda y encarga, y que viváis con cuidado, porque los innovadores no la perturben y dañen, sino que conservéis su autoridad entera, sana y limpia, obedeciendo a la Iglesia Católica Romana como verdaderos hijos suyos, guardéis constantemente sus mandamientos para tranquilidad y sosiego de la religión en que vivieron y murieron vuestros abuelos y para el bien público de estos Estados. Esto mesmo manda y encarga el César a su hijo, y antes que se parta volverá a mandárselo. Débeos mover el ejemplo que tenemos de las ciudades y provincias vecinas, porque el servir a Dios constantemente es el verdadero reinar, y vivir libremente, por lo cual, si permaneciéredes firmes en la religión de vuestros pasados y guardáredes la fe y piedad cristiana a Dios debida, como todo bien de El sólo procede, no hay por qué temer los daños y incómodos de los herejes, ni la tiranía de los innovadores. No os encomienda el César cosas nuevas, jamas oídas, ni os obliga a cargas intolerables, sino lo que es la cabeza y el fundamento de todas las leyes, y de la cual todas las demás penden. Esta que vuestros abuelos guardaron, os manda guardar, y que la defendáis como la misma vida. Y si ésta os falta, jamás habrá cosa firme en vosotros; destruida y acabada la fe, todos seréis perdidos, y cayendo ella, caeréis todos. Estando ella, como debe, levantada, estaréis floreciendo, y como la palma floreceréis. Su vida será la vuestra, porque en ningún tiempo ninguna otra religión conoció Alemaña, no tuvo otra Francia, ni España, ni Italia, ni Grecia, ni Asia, ni Africa, desde el tiempo en que se dejó el culto vano de los falsos dioses, ni tuvieron otras ceremonias ni costumbres de la religión cristiana, externos ni internos cultos más de los que llaman sacramentos y ceremonias, que son los que nuestros abuelos y mayores con la Iglesia romana firmemente hasta este día guardaron. Y si, como dije, permitiéredes que falte esta fe, faltaros ha Dios, y dejaros ha caer en grandes calamidades, porque ninguna cosa castiga Dios con mayor severidad que el desprecio y quebrantamiento de su ley, como las divinas letras nos lo enseñan y testifican, y los ejemplos temerosos de los pueblos y reinos, que por este respecto se acabaron. Guardando la fe católica, y la justicia que después de la religión el César os encomienda, quedarán enteros sus derechos, sin que haya falta en ellos. Mas si este fundamento falta, ningún edificio de la república será firme, porque si bien sean muchas y poderosas las provincias de Flandres, y ellas entre sí, en costumbres, condiciones, leyes y lenguas distintas, los lazos de la caridad y religión cristiana harán de ellas un cuerpo y reino fortísimo, y un miembro que será una provincia ayudará a otro, y serán, unidos, una fortaleza inexpugnable, contra la cual no habrá poder en la tierra, ni bastarán fuerzas para los apartar, ni dividir, ni oprimir. Y juntos bastarán a hacer temer a los príncipes muy poderosos, como muchas veces la experiencia lo ha mostrado. Últimamente os encomienda el César a su único hijo, el rey Felipo, a quien os pide que obedezcáis y améis como a vuestro príncipe y señor natural, y hagáis con él lo que siempre habéis hecho con el César, lo cual os pide tanto por su autoridad cuanto por vuestro provecho. Y debéislo hacer así, pues es cierto que la voluntad del rey Felipo no puede ser mejor, ni el amor y ánimo que a vuestras cosas tiene, mayor. Procurad, pues, varones ilustrísimos, que no se pueda en algún tiempo decir que por vosotros haya quedado, y que os tengan por indignos de este amor tan grande que el pecho real de nuestro César sobre vosotros ha derramado, y que puedan teneros por indignos de tales príncipes, sino que así se puedan preciar de tales vasallos, como os debéis honrar y tener por dichosos, por haber tenido tales señores vuestros naturales, nacidos en vuestro suelo, y por los beneficios y crecidas mercedes que estos Estados de ellos y de sus pasados han recibido.»

     Con esto calló el presidente Bruselas, quedando todos admirados y con los ánimos suspensos, mirándose unos a otros sin hablar, espantados de la determinación nunca pensada del Emperador. Dolíales dejar un señor que tan valerosa y prudentemente los había gobernado y defendido. Y que los dejase en tiempo que en Francia había un rey tan belicoso y capital enemigo suyo, y cuando aquella nación belicosa, ardía con envidia y odio del bien y riquezas de aquellos Estados, contra la nación flamenca. Y esperando congojados qué fin tendría aquella junta, estaban como atónitos. Lo cual, visto por el Emperador, para más declarar lo que Bruselas había dicho, repitiendo algo de lo referido y añadiendo otras cosas que quiso que allí se entendiesen, levantóse en pie con un palo en la mano derecha, y poniendo la otra sobre el hombro de Guillermo Nasau, príncipe de Orange (que poco después de venido el Emperador inquietó aquellos Estados, revelándose como ingrato contra el rey Felipo) y habló de esta manera:



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- XXXIV -

Lo que dijo el Emperador después de la oración de Filiberto.

     «Si bien Filiberto de Bruselas bastantemente os ha dicho, amigos míos, las causas que me han movido para renunciar estos Estados y darlos a mi hijo, el rey don Felipe, para que los tenga, posea y gobierne, con todo eso os quiero decir algunas cosas por mi propia boca. Acordárseos ha que a 5 de hebrero de este año se cumplieron, cuarenta en que mi abuelo, el Emperador Maximiliano, siendo yo de quince años de edad, en este mismo lugar y a esta misma hora me emancipó y sacó de la tutela en que estaba y hizo señor de mí mismo. Y en el año siguiente, que fue de diez y seis de mi edad, murió el rey don Fernando el Católico, mi abuelo, padre de mi madre, en cuyo reino, siendo yo muchacho de diez y siete años, comencé a reinar, porque mi muy amada madre, que ha poco que murió, desde la muerte de mi padre quedó con el juicio estragado, de manera que nunca tuvo salud para poder gobernar. Y así en el año diez y siete de mi edad, por este nuestro mar Océano fuí a España. Luego sucedió la muerte de mi abuelo, el Emperador Maximiliano, en el año de diez y nueve de mi edad, que hace agora treinta y seis años, en el cual tiempo, aunque era muy mozo, en su lugar me dieron la dignidad imperial. No la pretendí con ambición desordenada de mandar muchos reinos, sino por mirar por el bien y común salud de Alemaña, mi patria muy amada, y de los demás mis reinos, particularmente los de Flandres, y por la paz y concordia de la Cristiandad, que cuanto en mí fuese había de procurar, y para poner mis fuerzas y las de todos mis reinos en aumento de la religión cristiana contra el Turco. Mas si bien fue este mi celo, no pude ejecutarlo como quisiera, por el estorbo y embarazo que me han hecho parte de las herejías de Lutero y de los otros innovadores herejes de Alemaña, parte de los príncipes vecinos y otros, que por enemistad y envidia me han sido siempre contrarios, metiéndome en peligrosas guerras, de las cuales, con el favor divino, hasta este día he salido felizmente. Demás de esto hice con diversos príncipes varios conciertos y confederaciones, que muchas veces por industria de hombres inquietos no se guardaron y me forzaron a mudar parecer, y hacer otras jornadas de guerra y de paz. Nueve veces fuí a Alemaña la Alta, seis he pasado en España, siete en Italia, diez he venido aquí a Flandres, cuatro en tiempo de paz y de guerra he entrado en Francia, dos en Ingalaterra, otras dos fuí contra Africa, las cuales todas son cuarenta, sin otros caminos de menos cuenta, que por visitar mis tierras tengo hechos. Y para esto he navegado ocho veces el mar Mediterráneo y tres el Océano de España, y agora será la cuarta que volveré a pasarlo para sepultarme; por manera que doce veces he padecido las molestias, y trabajos de la mar. Y no cuento con éstas la jornada que hice por Francia a estas partes, no por alguna ocasión ligera, sino muy grave, como todos sabéis. Demás de esto, muchas veces y mucho tiempo estuve ausente de Flandres, dejando por gobernadora a mi hermana, que aquí está presente; de la manera que haya gobernado y puesto sus fuerzas en defenderos no es menos notorio a todos estos Estados que a mí mesmo. La mitad del tiempo tuve grandes y peligrosas guerras, de las cuales puedo decir con verdad que las hice más por fuerza y contra mi voluntad que buscándolas, ni dando ocasión para ellas. Y las que contra mí hicieron los enemigos resistí con el valor que todos saben. Y digo que ninguno de estos trabajos me fue más penoso ni afligió tanto mi espíritu como el que agora siento en dejaros, y ya que os dejo, que no sea con la paz y descanso que yo quisiera. Y la causa de esto, mi hermana María os la dijo en la última junta que con vosotros tuvo, y a todos es notorio que yo ya no puedo entender en estas cosas sin grandísimo trabajo mío, y pérdida de los negocios, pues los cuidados que tan gran carga pide, el sudor y trabajo, mis enfermedades y quiebra grandísima de salud me acabarían en un punto, pues aun a los muy sanos y descansados bastarían a fatigar, y el solo mal de la gota consume y acaba. Sé que para gobernar y administrar estos Estados y los demás que Dios me dio ya no tengo fuerzas, y que las pocas que han quedado se han de acabar presto. Y es cierto que por esta causa ha días que hubiera echado de mí esta carga y retirádome, si la poca edad de mi hijo y la incapacidad de mi madre para tratar de gobierno no hubiera forzado mi ánimo y mi cuerpo para pasar con la carga hasta llegar a este tiempo, por no desampararos, no defenderos en tiempos tan turbados y con tantos enemigos. Tenía determinado esta última vez que fuí a Alemaña de hacer lo que agora veis; mas no me resolví y entretuve mi determinación, doliéndome del miserable estado de la república cristiana, viéndola con tantos tumultos, novedades, opiniones en la fe, herejías temerarias y escandalosas guerras más que civiles y, finalmente, puesta en un turbulento y miserable estado. También me detuve porque entonces no era tanto el mal que agora siento, y porque esperaba que se daría algún corte en las cosas, para que hubiese la paz que os deseaba. Y con estas esperanzas me detuve, por no faltar a lo que debía, sino gastar mis fuerzas, mi hacienda, la quietud y, lo que más es, la vida por el bien de la Cristiandad y defensa de mis vasallos, y habiendo ya salido con parte de la que tanto deseaba, el rey de Francia y algunos alemanes, faltando a la paz y concordia que habían jurado, vinieron contra mí y me quisieran prender, y el francés se apoderó de la ciudad de Metz, y yo, por sacársela y volverla al Imperio, en el corazón del invierno, con el rigor de los fríos, aguas y nieves, fui con poderoso ejército, hecho a mis expensas, y vieron los alemanes que por mí no quedaba despojado el Imperio, ni menos acabado de su autoridad y de la majestad que siempre tuvo. Y no pudiendo hacer lo que quería, por ser tan contrario el tiempo, volvíme a esta tierra entre vosotros, y fui y tomé a Teruana y Hesdín, hice que el rey de los franceses se retirase muy de paso en su reino, cuando con muy poderoso ejército entró por Henaut y Arrás; fuile a buscar a Valencianes, hícele huir como a salteador y correador de los campos, y no como guerrero. Y en el año pasado, habiendo el mesmo rey tomado por trato a Mariaburg y vuelto otra vez con su ejército contra Henaut y Arrás, salí en su busca hasta Namur con intento de dar la batalla y acabar con él de una vez y libraros de las molestias de la guerra; mas retiróse el francés a lugar seguro, y seguíle hasta Rentin, donde no quiso esperar, antes se metió en su reino perdiendo de su reputación, y me pesó harto de no tener lugar para ponerle muy bien la mano. Finalmente, yo hice lo que Dios fue servido, porque los sucesos de las guerras no todas veces están en manos de los hombres, sino en la voluntad de Dios; nosotros habemos según nuestro caudal, fuerzas e ingenio, y Dios da la vitoria o permite la rota. Hice lo que pude, y ayudóme Dios, por lo cual debemos darle infinitas gracias, que él ha sido el que en los mayores trabajos y peligros me ha siempre socorrido. Y parece cierto cuánto es lo que debemos a la Majestad Divina, pues no nos podemos quejar de alguna gran pérdida ni daño notable que hayamos recebido, antes le debemos gracias por muchas y claras vitorias, que de su larga mano habemos recibido. Y porque ya en este tiempo me siento tan cansado, que no os puedo ser de algún provecho, como bien veis cual estoy tan acabado y deshecho, daría a Dios y a los hombres estrecha y rigurosa cuenta, si no hiciese lo que tengo determinado dejando el gobierno, pues ya mi madre es muerta, y mi hijo el rey Felipo por la gracia de Dios está en edad bastante para poderos gobernar, del cual espero que ha de ser un buen príncipe a todos mis amados súbditos. Por tanto, determiné, y ya de todo punto estoy resuelto por las causas dichas, de renunciar estos Estados. Y no quiero que penséis que hago esto por librarme de molestias, cuidados y trabajos, sino por veros en peligro de dar en grandes inconvinientes, que por mis enfermedades os podrían resultar. Por tanto, estoy determinado de pasar luego en España, y dar a mi hijo Felipo la posesión de estos Estados, y a mi hermano el rey de romanos el Imperio. Encomiéndoos mucho mi hijo, y pídoos por amor de mí que tengáis con él el amor que a mí siempre tuvistes, y el mismo amor y hermandad guardéis entre vosotros, y que seáis muy obedientes a la justicia y celosos de la guarda de las leyes, y a todo guardéis el respeto debido y deis la autoridad y poder que se les debe; y principalmente habéis de mirar y guardaros no dañen ni inficionen la pureza de vuestra fe, las novedades y herejías de las provincias vecinas; y si acaso entre vosotros han comenzado a echar algunas raíces, arrancaldas luego con toda diligencia, si no queréis que vuestra república se acabe y consuma y se vuelvan las cosas de arriba abajo, dando con vosotros en mil desventuras y despeñaderos. En lo que toca al gobierno que he tenido, confieso haber errado muchas veces, engañado con el verdor y brío de mi juventud, y poca experiencia, o por otro defecto de la flaqueza humana. Y os certifico que no hice jamás cosa en que quisiese agraviar a alguno de mis vasallos, queriéndolo o entendiéndolo, ni permití que se les hiciese agravios; y si alguno se puede de esto quejar con razón, confieso y protesto aquí delante de todos que sería agraviado sin saberlo yo, y muy contra mi voluntad, y pido y ruego a todos los que aquí estáis me perdonéis y me hagáis gracia de este yerro o de otra queja que de mí se pueda tener.»

     Acabó con esto el César, y volviéndose a su hijo el rey don Felipe con abundancia de lágrimas y palabras muy tiernas le encomendó el amor que debía tener a sus súbditos, y el cuidado en el gobierno, y sobre todo la fe católica, que con tanto fervor habían guardado sus pasados. Y con esto acabó su plática, porque ya no podía tenerse en los pies, que como estaba tan flaco faltábale el aliento para pronunciar las palabras, el color del rostro con el cansancio de estar en pie y hablar tanto, se le había puesto mortal, y quedó grandemente descaído; tan grande era su mal, que es harto notable en edad de cincuenta y cinco años estar tan acabado. Podemos ver en esto cuáles fueron sus cuidados y fatigas, que son las que, como dice el sabio, secan y consumen los huesos, parte más fuerte del cuerpo humano. Oyeron todos lo que el Emperador dijo con mucha atención y lágrimas, que fueron tantas, y los sollozos y suspiros que daban, que quebraran corazones de piedra, y el mismo Emperador lloró con ellos, diciéndoles: «Quedaos a Dios, hijos; quedaos a Dios, que en el alma os llevo atravesados.»



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- XXXV -

Responde en nombre de los Estados al Emperador el doctor Jacobo Masio.

     Luego Jacobo Masio, síndico de Ambers (que es un oficio muy honrado) en nombre de todos los que allí estaban, y de todas las ciudades y villas de aquellos Estados, con una larga y elegante oración (porque lo era él mucho), respondió y dijo en suma: Que los de aquellos Estados eran muy obedientes vasallos de Su Majestad, y no querían salir un punto de lo que fuese su voluntad, si bien su persona imperial les había de hacer grandísima falta, que sola la grandeza de su nombre bastaba para los amparar y defender de sus enemigos, y que así, de fuerza había de sentir mucho su ausencia, y que todos recibían por su natural y supremo señor a su hijo el rey don Felipe, y le obedecerían y harían en su servicio los oficios que como muy leales y obedientes y naturales vasallos le debían sin faltar en nada. Pero que suplicaban encarecidamente a Su Majestad que los dejase muy encomendados al rey Felipo su hijo, y que no los desamparase antes de acabar la guerra, y que la paz se procurase y concluyese. Y le daban infinitas gracias por los saludables consejos que les daba, sabiendo que salían de un ánimo mas que paternal, y que con todas sus fuerzas procurarían que la religión cristiana, y con ella la justicia, tuviesen en aquellos Estados el lugar y autoridad que siempre habían tenido, y aquellos Estados estuviesen muy concordes y firmes, y el culto divino con la puntualidad y grandeza de que siempre aquella nación se había preciado, y sería asimismo obedecida la Iglesia romana, como lo había sido en tiempos pasados, hasta aquel día, pues era cierto que estaba en esto la perpetuidad y firmeza de aquellos Estados. Y pidiendo a Dios que al César y a su hermana la reina María diese próspero y feliz viaje, acabó su oración.



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- XXXVI -

Lo que dijo el rey Felipo. -Habla el cardinal Granvela, obispo de Arras, en nombre del rey. -Despídese la reina María y pide perdón de su gobierno. -Responde por los Estados el mismo dotor Jacobo. -Jura el rey Felipo los fueros de aquellos Estados y ellos le juran por príncipe y soberano señor. -Carta de renunciación de los Estados de Flandres.

     Levantóse luego el rey Felipo y púsose de rodillas delante del Emperador su padre diciendo que se sentía indigno de tanta honra, y que no hallaba en sí fuerzas para tomar la carga que Su Majestad quitaba de sus hombros, y si bien siempre había tenido por malo hacer cosa contra la voluntad de Su Majestad ni aun contradecirla, pero que tendría por muy peor, si en algo de lo que aquí había dicho, y en esta determinación no consintiese; y así, desde luego obedecía y le daba todas las gracias que podía por la merced que le hacía, y desde luego acetaba la renunciación que los Estados de Flandres en él hacían, que él procuraría con el favor de Dios de los gobernar y sustentar en justicia, de manera que nadie pudiese quejarse de él. Dicho esto se levantó, y vuelto a los caballeros dijo:

     «Quisiera haber deprendido también a hablar la lengua francesa, que en ella os pudiera decir larga y elegantemente el ánimo, voluntad y amor entrañable que a los Estados de Flandres tengo; mas como no puedo hacer esto en la lengua francesa, ni flamenca, suplirá mi falta el obispo de Arras, a quien yo he comunicado mi pecho; yo os pido que le oigáis en mi nombre todo lo que dijere, como si yo mismo lo dijera.»

     Levantóse el obispo de Arras, Antonio Perenoto, que después fue el cardenal Granvela, que murió en Madrid, como vimos, año 1586, y habló a los Estados en nombre del rey de esta manera:

     «Mandóme el príncipe y rey nuestro señor, varones gravísimos, que en breves razones os representase cuán poca necesidad había de que el Emperador nuestro señor renunciase estos Estados, si Dios fuera servido de darle en esta edad la salud corporal que le falta, que según orden de naturaleza pudiera muy bien tener. La cual, como de Su Majestad oístes, le ha quitado el mal de la gota, derribando y acabando un sujeto harto robusto, que con tanto valor defendía y gobernaba estas provincias, y los demás reinos por Dios a él encomendados, no habiendo cosa en el mundo que más gusto diere al rey, como que su padre durara en la administración y señorío de sus reinos, hasta la fin de sus días. Mas como viese postrada la majestad cesárea de su padre con continuos dolares y mortales quiebras de su salud, y que sobre cuerpo tan enfermo no era posible cargar tantos trabajos sin acabarle de todo punto, por la poca virtud que ya tiene vencido con el mandamiento y voluntad de su padre, quiso obedecer y descargarle de tan pesada carga, y cuanto en sí fuese darle descanso, y esto con más voluntad y prontitud, por ver y entender el gran amor que los Estados de Flandres le han mostrado. Por lo cual el rey mandó que en su nombre os dijese las causas que al César han movido.

     «Pues como el rey vea que su padre lo quiere así, y que vosotros gustáis de ello, admite y acepta el gobierno y señorío que el Emperador su padre le ha dado de estos Estados, en la misma forma que el Emperador lo ha renunciado, y por vosotros ha sido recibida y admitida, confiando que no le faltaréis en consejos ni en obras, antes como leales vasallos estaréis siempre en su servicio. Promete el rey que con el favor de Dios y el vuestro pondrá todas sus fuerzas por la justa y derecha administración de estos Estados, y por su defensa hasta perder la vida, si la necesidad lo pide, estando siempre, como pedistes, con vosotros, cuando el estado de las cosas diere lugar; y que si se ausentare volverá, y que obedecerá a su padre, agora mucho mejor, porque es muy conforme a su condición. Demás de esto procurará y velará con todo cuidado, y pondrá sus fuerzas y hacienda, para que la fe católica y culto divino esté siempre en su Estado, siendo cierto que le ha de ayudar Dios en esto, conforme al celo que tiene. Gobernaros ha el rey con suma equidad y justicia, guardaros ha las libertades de vuestros privilegios, leyes y costumbres antiguas; para que como hasta aquí viváis con ánimos concordes en paz y buena tranquilidad, y os defendáis y ofendáis a los enemigos que a vuestras buenas fortunas hicieren guerra. Y aunque ha poco que juró esto todo, queriéndolo vosotros volverá a hacer el mismo juramento, en general, y en particular a cada provincia; y finalmente hará todo lo que un buen príncipe debe a una república, que con lealtad, y amor, como aquí lo habéis prometido al César, sirve a su señor.»

     Acabó con esto el obispo de hablar y sentóse. Luego se levantó la reina María, hermana del Emperador y gobernadora de Flandres, y habló de esta manera:

     «Habéis entendido, varones prudentes, de lo que mi hermano el Emperador os ha dicho, su voluntad y cómo renunciando en su hijo Felipo los Estados de Flandres, le haya dado la posesión y soberano imperio de ellos. Lo cual por sola una cosa os debe ser de mucho gusto, porque al César por sus continuas enfermedades veis tan acabado, que no está para gobernar; y su hijo el rey Felipo, en la flor de su edad, y más cumplido juicio, y razonable experiencia, ayudado por vosotros bastará para esta carga. He tenido con voluntad de todos, ausente y presente el Emperador mi hermano, muchos días el gobierno de estos Estados, he padecido grandes trabajos, hanme atormentado los cuidados de la paz y de la guerra. De los cuales viéndome ya en esta edad, pedí al Emperador que me sacase y quisiese llevar consigo a España; y alcancélo más fácilmente porque luego que me cargué de este gobierno, fue con que no lo había de tener sino pocos años. Pero forzada con los muchos negocios y doliéndome de verlo tan enfermo, he tenido con harta pesadumbre veinte y un años este cuidado, importunando siempre a mi hermano que me descargase dél, dándole muchas causas y razones que para ello había de mis pocas fuerzas, de que mi caudal al fin era de mujer, y que el tiempo y las ocasiones pedían otro mayor. Y como estas excusas aprovechasen poco, sirvieron sólo de darme personas de valor y letras que me ayudasen. Hice lo que pude, y espero del Emperador mi hermano y del rey Felipo mi sobrino y de vosotros que, en premio de mis trabajos, se me darán gracias por mis buenos deseos. Ha gustado el Emperador de quitarme este cuidado, porque le quiero acompañar en la jornada de España, para acabar con él en aquella tierra lo que me queda de la vida, en quietud. Por tanto, si en este gobierno no he satisfecho a mi hermano ni dado gusto a vosotros, errando como ignorante, estad ciertos que no ha sido falta de mi voluntad, sino de fuerzas, porque como mujer no he tenido las que convenía. Que si yo tuviera tanta experiencia y ingenio cuanto sido el amor y buen deseo con todos los de Flandres, y la sinceridad de mi ánimo con que procuré acertar, estoy cierta que ningún príncipe jamás pudo quedar más satisfecho de su ministro, ni alguna provincia fue más bien gobernada que la de Flandres, a lo menos con mayores deseos de acertar, porque todo cuanto caudal Dios me dio lo empleé en su defensa y prospera conservación. Por lo cual, encarecidamente ruego a mi hermano el Emperador, y a mi sobrino el rey Felipo, y a todos los que en nombre de estos Estados aquí estáis, que reciban con buen ánimo todo cuanto en este gobierno he hecho, y la industria que en ello puse, echándolo a buena parte y al buen fin que en todo tuve, que por eso no dejo de confesar que he errado. Mas como no se pueda atribuir a malicia ni a mala voluntad, sino a mi poco saber y natural fragilidad y flaqueza, que confieso, débeseme conceder el perdón que pido, principalmente porque no hice cosa fiada en mi propio juicio, sino con pareceres y consejos de grandes hombres y de los Consejos de estos Estados, lo cual puedo mostrar con muy pocas palabras, pues aquí están muchos presentes que se hallaron en la mayor parte de los negocios y podrán decir cuál fue mi gobierno y la intención que en él tuve. Y el Emperador y el rey y yo nos podemos tener por bien servidos y gozarnos, dando por ello a todos muchas gracias, y que cualquier bien y provecho que de ahí resultó fue para vosotros y para vuestras casas y hijos. Y en lo que a mí toca, ninguna cosa pido por los trabajos que he padecido, sino que viváis todos muy conformes, acordándoos siempre de lo que poco ha que mi hermano el Emperador, santa y discretamente os dijo, por sí y por Filiberto Bruselas, y agora también os lo amonesta, aconseja y manda, si queréis permanecer en el feliz estado en que estáis, y ser mejores que todas las naciones del mundo; y si no lo hiciéredes, sed ciertos que, os habéis de ver en grandes desventuras. Yo os deseo todos los bienes del mundo, y no falta quien procura vuestra perdición; mas si servís a Dios y obedecéis a la Iglesia católica y a vuestro príncipe, no tenéis de qué temer. Dondequiera que yo esté miraré por vuestro bien y hallaréis en mí el favor que quisiéredes; la que siempre hasta aquí fui para vosotros seré hasta el fin de mis días; jamás os faltaré siempre que os queráis valer de mí, esto se ha de entender consintiéndolo y queriéndolo el rey Felipo mi sobrino, vuestro señor.»

     Acabando de hablar la reina María respondió en nombre de todos largamente Masio; dio gracias a la reina encareciendo su buen gobierno, y los bienes y mercedes que de su mano aquellos Estados habían recibido, de los cuales habría en ellos siempre la memoria y conocimiento debido, y harían lo que el Emperador les aconsejaba y mandaba, y rogarían a Dios por su buen viaje y la salud que deseaban, etc., y con esto se despidieron. Y a veinte y siete de octubre los mismos procuradores de los Estados, a las nueve antes del mediodía se juntaron acompañando al rey don Felipe los caballeros del Toisón, y sentándose el rey en una riquísima silla juraron solemnemente las leyes y privilegios, franquezas y libertades de las provincias, y ellos le juraron en la forma que le habían jurado por su príncipe. Luego hicieron el mismo juramento los de Brabante, Limburge, Lucemburg y Güeldres; y de esta manera todas las demás provincias de aquellos Estados, y le besaron la mano como a príncipe y señor natural.

     La carta en que el Emperador hizo y otorgó esta renunciación y la firmó con su mano decía:

     «Don Carlos, por la gracia de Dios Emperador de romanos, rey de las Españas, etcétera. Sea a todos notorio los presentes y futuros que Nos, por estar ya en edad mayor y enfermo en el cuerpo, y por otras grandes causas hallarnos impedido para el gobierno de los Estados de Flandres, y que nuestro hijo Felipo, rey de Ingalaterra, y Francia, y Nápoles, haya venido a edad madura y juicio, para poder regir los Estados de Flandres, que ya le tienen jurado por príncipe y legítimo heredero, y para resistir y echar fuera de ellos al enemigo, principalmente habiendo Dios aumentado su poder, por haber juntado con estos Estados el reino de Ingalaterra por el casamiento que con la reina María hizo. Pues por estas causas, habiéndome de partir para España, y lo que resta de la vida acabarlo libre de negocios y cuidados del gobierno, decimos: Que de nuestra libre voluntad cedemos y traspasamos en el dicho nuestro hijo Felipo, y lo nombramos por príncipe y señor de los Estados de Flandres, en manera que por la presente carta le cedemos y nombramos y damos la absoluta potestad en todos los ducados, marquesados, principados, y condados, baronías, dominios, ciudades, villas y lugares, castillos, fortalezas y municiones, que jure hereditario, o en otra cualquier manera nos sean sujetas, y transferimos en él el supremo derecho, imperio y señorío que en ellos tenemos, con todos los beneficios, patronazgos, libertades de príncipes, etc. Dale finalmente todo el derecho, absuelve y suelta del juramento que le tenían hecho a todos los Estados, señores, ciudades, perlados, comunidades; manda le acudan con todos los derechos, rentas, etc., en la forma y manera que a él solían acudir. Y dice ser ésta su última y absoluta y determinada voluntad. Fecha en Brusellas de Brabancia a 26 de octubre, año de mil y quinientos y cincuenta y cinco.»



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- XXXVII -

[Anuncia el Emperador su renuncia del gobierno de España.]

     Poco después de esto, estando el Emperador con voluntad de acabar de echar de sí la carga del gobierno, que ya le pesaba, por verse libre y desocupado para tratar de otros reinos de mayor importancia, llamó a su cámara todos los criados españoles que tenía, y estando en la cama les dijo la determinación que tenía de dejar los reinos de España, como había hecho, según habían visto, los de Flandres, para retirarse donde con quietud acabase lo que de la vida le restaba; que les agradecía lo que le habían seguido y servido y el amor que siempre le habían mostrado; que viesen lo que querían, o venirse con él a España, o quedar con el rey su hijo, porque de cualquier manera serían acomodados y gratificados sus servicios. Ellos le besaron la mano por la merced que les hacía, unos con lágrimas, otros con pensamientos de cómo tendrían con el nuevo príncipe el lugar, que semejantes con tanta ansia apetecen. Y quedaron así las cosas por algunos días, hasta que tuvieron la conclusión que veremos.

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