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ArribaAbajoCapítulo IX

Frústrase el nuevo designio de los antequeristas de desterrar de las misiones a los jesuitas; manda el nuevo virrey del Perú marqués de Castel Fuerte pase el gobernador de Buenos Aires a pacificar la provincia del Paraguay, e intimados en ella los despachos, después de algunas indecisiones, se resuelve el Cabildo de la Asunción, contra la repugnancia de don José de Antequera, a obedecerlos por las persuasiones eficaces del obispo de aquella provincia.


1. En todas las calumnias que han tirado a denigrar el crédito de la Compañía de Jesús en esta provincia del Paraguay los antequeristas, ha sido siempre el primer móvil que ha gobernado sus plumas su propio interés, en que idolatran, y ése les estimuló a fingir la calumnia con que dimos fin al capítulo pasado, porque la consideraron conducente para otra idea que traían entre manos y la manejaban con sobrado ardor. Era ésta que se despojase a los jesuitas de las misiones pertenecientes a aquel obispado del Paraguay, en que interesaban acomodar a sus parientes clérigos y tener por ese camino modo de apoderarse de los pobres indios guaraníes, o tapes, para aprovecharse a sí mismos sirviéndose de ellos en sus granjerías como de esclavos, a que han aspirado sin efecto más ha de un siglo. Juzgaban inasequible este intento (y juzgaban bien) siendo párrocos los jesuitas, que siempre han defendido con empeño la libertad natural de estos miserables feligreses conquistados para Dios y para España, no con el poder de las armas españolas, sino con la fuerza de la cruz de Cristo, sangre de ocho mártires jesuitas y sudor de los misioneros, y por tanto resolvieron en sus conciliábulos intentar de propósito despojar de dichas misiones a la Compañía.

2. Este despojo trataban en sus juntas secretas, éste pretendían en público con sus calumnias, y por éste hacían exquisitas diligencias; mas como habían de contrastar primero   —278→   el ánimo invencible del señor obispo Palos, quebrantaron en ese escollo todas sus furias, y teniendo por indudable la repulsa no se atrevieron a proponérselo, contentándose con hacernos varias conminaciones e infamarnos en los más rectos tribunales.

3. Así lo practicaron en la carta informe que para justificarse de todo lo obrado en Tebicuarí escribieron por este tiempo a la Real Audiencia de la Plata imputando a los jesuitas la culpa de todo y haciéndoles los únicos motores de la guerra. En dicho informe no perdonan a los primeros personajes del Reino; porque el señor Virrey Arzobispo, dicen, estaba totalmente entregado a la contemplación de los jesuitas, remitiéndoles en blanco los despachos para que los llenasen a su arbitrio de cuanto gustasen. De los gobernadores de Buenos Aires y Tucumán y de las Justicias de ambas provincias, que se hallaban todos obligados con los jesuitas para tener puesto cerco a la del Paraguay, permitiéndoles prendiesen y despojasen de sus bienes a cuantos salían de ella. Del teniente de rey don Baltasar, que era instrumento criado para hacer cuanto se nos antojase. Ponen en duda en dicho informe que el Virrey hubiese dado las órdenes en cuya virtud obró don Baltasar, aun habiéndolos ya visto y leído a su placer.

4. Y por mostrarse desapasionados y ajenos de particulares afectos, ni aun a su ídolo Antequera perdonan (con malicia afectada por él mismo, pero de manera que no corriese sangre por su querella, que como autor del dicho papelón no se había de cargar riguroso la mano), diciendo: «Quedan los dichos padres de la Compañía expulsados de esta ciudad de la Asunción, y todos sus vecinos con el sentimiento de que vuestro fiscal protector, actual gobernador de esta provincia, anda con más suavidad de la que era necesaria en extrañar a los curas de dichos pueblos, no sólo de esta provincia sino de estos reinos». Ostenta luego su heroica resolución de destruir estas misiones por estas palabras: «De intentar nuevo empeño dichos padres con sus indios (como dicen pretenden con más fuerza), con el instrumento que se han criado de dicho don Baltasar, imposible será reparar la total destrucción y asolamiento de sus doctrinas por estos vecinos, que han quedado quejosos de no haberlo ejecutado».

5. Prosiguen diciendo se contentan con despachar dicho informe, sin enviar, como debieran, los autos, porque no   —279→   cayesen en manos de los jesuitas, y que estaban puestos todos aquellos vecinos en grande estrechura, dispuestos a mantenerse con raíces, y, si fuese necesario, a cubrirse con las hojas de los árboles, antes que entregarse a los padres de la Compañía, ni a gobernadores que les viniesen por su mano. Ésta es la substancia de aquel informe, donde se debe reparar el atrevimiento sin ejemplar de sindicar las operaciones, aunque totalmente supuestas, del excelentísimo señor Virrey a Tribunal su inferior, cual es la Real Audiencia de los Charcas. Lo segundo, que incluyan ya al gobernador de Tucumán en estos negocios, en que no tuvo arte ni parte, no por otra razón sino porque habiendo entonces leído en el despacho de don Baltasar, que pusimos arriba en el capítulo noveno del libro primero, había dado aviso y remitido los pliegos sobre la prisión de Reyes ejecutada por Antequera en las Corrientes, les pareció forzoso desacreditarle, pintándole parcial de los jesuitas y sitiador del Paraguay, cuando su gobernación no tiene que ver ni alinda por parte alguna de las que se trajinan con la suya del Paraguay, ni había ejecutado cosa buena ni mala en orden a los embargos a que aluden en esa cláusula. Notició a Su Excelencia de un hecho público y notorio en estas provincias, y eso bastó para que se convirtiese su maledicencia contra su benemérita persona; cuando a haber apoyado aquel hecho escandaloso, le ensalzaran los antequeristas por un gobernador incomparable, cual lo fue en la realidad el señor don Esteban de Urizar.

6. Lo tercero, constan por su confesión sus ansiosos deseos de destruir las misiones de la Compañía, y su cordial pesar de no haberlas destruido cuando a su parecer pudieron. Lo cuarto, constan sus ansias por despojar de los curatos de las misiones a los jesuitas y arrojarlos de todo el Reino, y aun si pudiesen de todo el mundo, según creo, como se atrevió tal vez a manifestarlo Antequera, diciendo le había destinado la Providencia (no sería divina sino diabólica) para aniquilar la Compañía. Por fin, la cláusula de verse reducidos los paraguayos a vestir de hojas de árboles, es una exageración con todos los visos de mentira, pues en ningún tiempo se vio el Paraguay más lleno de géneros de lana y de seda, valiendo la mitad más barato que en otras ocasiones, por donde era entonces común queja de los mercaderes que la abundancia de géneros les quitaba sus antiguas ganancias.

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7. Con estos informes quedaban soberbios los antequeristas creyendo que todos los tribunales apoyarían sus designios. Lisonjeábanse ellos a sí mismos, y se ideaban todas las resoluciones a su favor, y en Antequera creció el orgullo de manera que llegó a manchar el labio con la expresión de que era una deidad, a quien nadie se había de atrever, cuando él aun a lo sagrado extendía su poder. Esparció un sujeto que el señor Obispo quería obligar a cuatro religiosos dos fugitivos y los otros dos poco menos, y los tres de ellos muy perniciosos, a que se restituyesen a sus provincias, pues le estaban sujetos, como que todos vivían extra claustra. Tenían inclusión con Antequera, y se atrevió éste a decir a un familiar de su ilustrísima: «¿Qué necesidad hay del Obispo para eso? Yo lo hiciera si no tuvieran patentes (es cierto que los dos no las tenían), porque yo soy aquí una deidad; a otros gobernadores los hombres, a mí Dios me ha hecho gobernador». ¡Estupenda presunción! A la verdad, él se portaba como si tuviese potestad absoluta para todo.

8. Con este orgullo de su cabeza maquinaban siempre los antequeristas oponerse a cualesquiera despachos del Virrey, pronosticando por los sucesos pasados serían semejantes los futuros, y más en su persuasión de que el Paraguay es inconquistable. No dejaban, pues, piedra por mover en orden a que los vecinos del Paraguay se dispusiesen para la nueva guerra que prudentemente se persuadían vendría de Buenos Aires, y reconocían que muchos daban a esa plática gratos oídos, pero en los más advirtieron que se negaban unos con la tibieza de las ofertas, y otros con el silencio, y todo lo ocasionó el haber fiado Antequera el secreto de que en la realidad el Virrey le mandaba prender, porque esto desengañó a muchos, y a otros los contuvieron los sanos consejos del señor Obispo.

9. Éste por fin llegó a prevalecer con su industria y entereza a favor de la razón y de la lealtad, y poco a poco fue cortando los bríos de aquella gente osada, que aunque a veces como la candela al apagarse daban sus llamaradas, pero al cabo se llegaron a apagar y a no tener ánimo para la resistencia. A la verdad hubiera de haber sido ésta mayor de la que podían hacer ya los del Paraguay, porque empezaban a tener por mantenedor de su autoridad ultrajada a un virrey, no de profesión religioso, como el señor don fray Diego Morcillo, sino esclarecido en el arte militar, cual es el señor marqués de Castel Fuerte, que por este tiempo llegó a manejar   —281→   las riendas del gobierno del gran pedazo de la monarquía española, que comprende el virreinato vastísimo del Perú. Entrado en Lima e informado de cuanto pasaba en el Paraguay, sintió, como se deja entender, ver tan ultrajado en este rincón del mundo por cuatro hombres sediciosos el respeto de su dignidad, y aplicó toda su vigilancia a atajar esta escandalosa insolencia. Por tanto, sin esperar resultas de lo que pudiese obrar el teniente de rey don Baltasar en su segunda ida, quiso a los primeros pasos de su gobierno ocurrir con nueva fuerza al remedio de tantos males, escribiendo las providencias que constarán mejor en el siguiente despacho:

10. «Don José de Armendáriz, marqués de Castel Fuerte, caballero del Orden de Santiago, comendador de la encomienda de Montizón, y Chiclana en el mismo orden, teniente coronel del regimiento de las Reales Guardias españolas, del Consejo de Su Majestad, virrey y gobernador y capitán general de los Reinos del Perú, Tierrafirme y Chile. Habiendo resuelto con dictamen de este real acuerdo nombrar persona de las mayores experiencias y celo al real servicio, que pase a la provincia del Paraguay a atajar los desórdenes y escándalos que se han cometido de inobediencia en ella a las órdenes de este Superior Gobierno, comunicadas por el excelentísimo señor arzobispo don fray Diego Morcillo mi antecesor; y concurriendo en el mariscal de campo don Bruno de Zavala, gobernador de Buenos Aires, las calidades de integridad, celo y justificación para la ejecución de lo referido, he venido en nombrarle para que acuda con su persona y la gente de armas que le pareciere, a la pacificación y buen gobierno de la referida provincia del Paraguay, y dándole, como le doy, toda la facultad necesaria para que disponga su cumplimiento, usando de todos los medios que hallare más convenientes en cuyas disposiciones, y para que éstas tengan el más breve obedecimiento mando a todos los oficiales militares y demás justicias ordinarias de la referida provincia del Paraguay, no le pongan el más leve embarazo, antes bien le den todo el favor y ayuda que les pidiere y necesitare, obedeciendo sin réplica ni dilación alguna las órdenes que les diere por escrito y de palabra, porque de lo contrario pasaré a ejecutar un ejemplar castigo en cualquiera que se verificare la más leve omisión de obediencia. Fecho en Lima, a dieciocho de julio de mil setecientos   —282→   y veinticuatro años.- El marqués de Castel Fuerte. Por mandado de Su Excelencia: Don Manuel Francisco Fernández de Paredes».

11. Dio también Su Excelencia comisión a don Bruno para que, según sus experiencias, nombrase por gobernador de aquella provincia la persona que le pareciese sería más a propósito para ejercer con satisfacción aquel empleo en estas circunstancias, para que se acabasen de sosegar los humores alterados de dicha provincia, y confirmó con toda estrechez la orden de prender y perseguir sin reparo alguno a don José de Antequera como a autor de los pasados desórdenes, y por lo que miraba a sus parciales procediese contra ellos con la restricción de que lo ejecutase en el caso que el remedio no contuviera mayor daño, previniéndole usase de todas las providencias, como quien tenía la cosa presente. Pero, para que don Bruno tuviese más facilidad en los medios de hacer ejecutar las dichas órdenes con gente de armas, siendo difícil y aun imposible por acá juntar el número competente de gente, para granjearse por la fuerza el respeto de los paraguayos, si no es sacándola de las misiones de la Compañía, escribió sobre ese particular Su Excelencia al padre Luis de la Roca, provincial de esta provincia, la carta siguiente:

12. «Habiendo resuelto atajar y dar fin por todos los medios posibles los excesos cometidos en la provincia del Paraguay por don José de Antequera y sus secuaces, y determinado con dictamen de este Real Acuerdo dar la comisión necesaria (como lo hago en esta ocasión) a persona de quien se pueda prometer el más exacto y puntual cumplimiento a mis órdenes para el referido efecto, me ha parecido nombrar al mariscal de campo don Bruno de Zavala gobernador de Buenos Aires, tanto por considerarle el más a propósito en inteligencia de aquellos parajes, como por estar el más inmediato a ellos, con prevención de que si por sus precisas ocupaciones no pudiese concurrir personalmente a ejecutar esta expedición, pueda nombrar persona de su mayor confianza y satisfacción que se encargue de ella. Y aunque le advierto que acuda a vuestra paternidad reverenda pidiendo la gente armada que necesitase de sus doctrinas y reducciones, y debo esperar que el celo de vuestra paternidad reverenda al real servicio y bien común facilitará con cualquiera insinuación del referido mariscal de campo don Bruno o de la persona   —283→   que éste nombrare, el número de gente que necesiten (que supongo será el de cuatro mil hombres), con todo eso no excuso el escribir a vuestra paternidad reverenda haciéndole el más eficaz encargo de que contribuya a materia tan importante al servicio de ambas Majestades, no dudando que vuestra paternidad reverenda aplicará todo su conato en aprontar y armar el referido número de gente, o más si fuere menester, y que sea de su mayor satisfacción para que desempeñe este tan importante y preciso encargo, pues de conseguir, como lo espero, su buen logro, se siguen un gran servicio al Rey, la quietud de esa provincia y buen gobierno de ella. Todo lo cual será del agrado de Su Majestad y de mi mayor aprecio a vuestra paternidad reverenda, considerándole como principal instrumento para el remedio. Dios guarde a vuestra paternidad reverenda muchos años. Lima, y julio catorce de mil setecientos y veinticuatro años. El marqués de Castel Fuerte.- Muy reverendo padre Luis de la Roca».

13. Recibió el gobernador don Bruno los mencionados despachos del Virrey a tiempo que había concluido con las ocupaciones que le habían embarazado pasar a ejecutar la comisión antecedente, e inducido de su amor y celo al real servicio, como de su deseo de ver terminados tan ruidosos pleitos, se sacrificó por la quietud común de estas provincias a las incomodidades del penoso viaje de trescientas leguas que hay desde la capital de Buenos Aires hasta la Asunción, en la estación del año más ardiente, siendo tal el destemple del país que el sol allí no calienta sino abrasa, y el mayor rigor del estío en la Bética, se puede aquí reputar por primavera.

14. La primera diligencia de don Bruno fue escribir cartas llenas de benignidad y discreción propias de su gran talento, para don José de Antequera, el Cabildo secular y el maestre de campo don Sebastián Fernández Montiel, en que después de darles noticia de los despachos del Virrey, con que se hallaba, y de su determinación de pasar en persona a ejecutarlos, les aseguraba la piedad del Virrey en las órdenes que le había conferido, y los cristianos deseos que a él mismo le asistían de que éstos se lograsen sin el menor quebranto de la provincia. En la misma sazón escribió también al obispo de aquella diócesis, insertando en su carta copia de los despachos del Virrey, y rogándole encarecidamente cooperase por su parte según su notorio celo del servicio de   —284→   ambas Majestades, a la consecución de sus deseos, que eran de que sin ruina de la provincia se compusiesen las materias.

15. Estas cartas, como de tan importante materia, no las quiso fiar don Bruno de cualquier correo, sino que de propósito despachó con ellas a don Pedro Gribeo, capitán reformado del presidio de Buenos Aires, persona de su confianza, dándole orden no llevase otras de Buenos Aires o Santa Fe, que era donde se fraguaban muchas de las máquinas que hicieron tanta operación en los ánimos del Paraguay, comunicándole a Antequera sus correspondientes de estas dos ciudades a vuelta de algunas verdades muchas mentiras, que perturbaron no poco en varias ocasiones. Llegaron al Paraguay dichas cartas a fines de noviembre de este año de 1724, y luego que el Obispo leyó la suya, se la despachó con su proprio secretario el doctor don Juan de la Oliva a don José de Antequera, quien actualmente se hallaba en su casa confiriendo sobre estas materias con los dos alcaldes y los antequeristas lo que se debía ejecutar.

16. Habíase Antequera asustado viendo que el negocio iba de hecho y que se le llegaba el tiempo de largar su tan apreciado gobierno y de dar cuenta de tan escandalosas inobediencias. Leída la carta de don Bruno para el Obispo, en que veían repetidas las promesas de portarse con toda benignidad, aun con todo eso no acababan de asegurarse, porque la conciencia de sus enormes delitos les quitaba la esperanza del indulto, por más que antes se lisonjeaban a sí mismos diciendo procedían arreglados a las órdenes de la Real Audiencia. Veíanse al modo que los grandes pecadores, a quienes el demonio facilita en vida la culpa para que pequen licenciosamente, y en las cercanías de la última los estrecha tanto con la representación de sus excesos, que les quita la esperanza del perdón, haciéndoles despeñar en extrema desesperación.

17. Hubiérales sucedido sin duda lo mismo a estos hombres a no estar en aquella ciudad su muy amante prelado, como fácilmente se puede colegir de lo que veremos intentaba Antequera; pero por entonces deliberó la Junta que se había congregado en su casa se enviase a casa de su ilustrísima al alcalde de segundo voto Ramón de las Llanas, que era de su mayor confianza, a explorar con cautela el ánimo de aquel príncipe, con quien de hecho trató del punto como que le consultaba lo que se debía ejecutar, dejándose caer al disimulo la proposición de que los despachos de don   —285→   Bruno eran tan nulos y venían con los mismos vicios que los de don Baltasar García Ros, y que por eso deseaban todos los del Cabildo saber su dictamen para arreglar a él su respuesta.

18. Respondiole su ilustrísima que extrañaba, no sin grave admiración, la atentada propuesta de los que repetidas veces le habían asegurado ser fidelísimos vasallos del Rey nuestro señor, y que nunca como tales habían intentado desobedecer a los despachos del señor Virrey. Por tanto tuviesen entendido que la misma obediencia que se debe a los mandatos de Su Majestad, debían dar también a los del excelentísimo señor Virrey, pues según consta de la Cédula del señor don Felipe Tercero, dada en el Escorial a 19 de julio de 1614, que trae Solórzano en el libro 5, capítulo 12 de su Política, la que por estar en romance se la leyó, la inobediencia a los mandatos del Virrey se califica crimen læsæ Majestatis. Lo cual supuesto, concluyó, que su único dictamen, cierto y seguro, era que no debían discurrir más que en obedecer con el mayor rendimiento, y borrar con éste cualquier aprensión que se pudiese haber ocasionado contra su lealtad por los disturbios pasados.

19. Despidió al alcalde Llanas con esta respuesta, la cual manifestada a la Junta se disolvió ésta al punto, e inmediatamente pasaron a ver al Obispo los dos regidores don José de Urrunaga y don Antonio Roiz de Arellano, a quienes desde su primera entrada a la Asunción había con particulares agasajos procurado ganar la voluntad, por ser los principales promotores de estas revueltas, y que en el Cabildo con sus ardidosas inducciones arrastraban a su dictamen a los regidores don Francisco de Rojas Aranda y don Juan de Orrego, concuñados de Urrunaga, componiendo los cuatro y los dos alcaldes la mayor parte del Cabildo junto con el alguacil mayor Juan de Mena, que sin inducción de nadie era finísimo antequerista; que la otra parte más sana del Cabildo, que siempre fueron obedientes al Virrey, no pasaban de cuatro, y de ellos solos dos votaban: don Juan Caballero de Añasco y don Martín de Chavarri, porque los otros dos que eran el alférez real don Dionisio de Otazu y el fiel ejecutor don Andrés Benítez, estaban privados por Antequera de sus oficios, el uno por haber dicho se obedeciese el despacho del Virrey, en que nombraba gobernador a don Baltasar, y el otro por haber apelado de una sentencia de Antequera ante Su Excelencia.

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20. Urrunaga, pues, y Arellano habiendo tenido con el señor Obispo una larga conferencia de más de dos horas, quedaron convencidos de sus eficaces razones y resueltos a estar firmes en dar al despacho del Virrey entera y pronta obediencia, lo que prometieron a su ilustrísima, y postrádose a sus pies de rodillas afianzaron la promesa con el vínculo sagrado del juramento, aunque el gobernador don José de Antequera y los alcaldes intentasen resistir. Echoles los brazos lleno de gozo el celoso prelado, y para confirmarlos en su buen propósito les prometió su protección con el gobernador don Bruno, asegurándoles de la bondad, prudencia y buenas entrañas de aquel caballero; que hallarían en él no gobernador engreído, sino padre amoroso si se le rendían con sumisión, al paso que experimentarían ardores militares si intentasen la menor resistencia, que si sabía hermanar la urbanidad y afabilidad propia de su genio con la resolución arrestada de soldado, teniendo empeño y valor para atropellar aún mayores dificultades, por dejar obedecido a su soberano en las órdenes de su virrey.

21. Al mismo tiempo los desengañó de las vanas sofisterías de Antequera, a quien hasta entonces habían dado ciego crédito, demostrándoles en varios puntos que no era tan acertado Pitágoras, que se debiesen respetar con el silencio los oráculos sólo porque él lo había dicho, pues en diferentes cosas había procedido manifiestamente desacertado, y estaba tan lejos de tener brazos para sacarlos a salvo, como él les solía decir, que tomaría tener mano para defenderse a sí propio y salir con bien de aquel laberinto enmarañado en que a sí y a ellos los había metido con sus cavilaciones, y de que ellos podrían ahora salir con el hilo dorado de la ciega y pronta obediencia a los despachos del Virrey.

22. Animados y desengañados con éstas y otras razones salieron ambos de su presencia resueltos a obedecer, quedando asentado que fuera de la respuesta que se escribiese a don Bruno en nombre del Cabildo, le escribirían ambos otra por su parte inclusa en el pliego del mismo Obispo, llena de expresiones de su ánimo rendido, y asegurando sería su entrada muy pacífica y con mucho gusto de toda aquella república.

23. De otro acuerdo se hallaba Antequera, resuelto a resistir si pudiese conmover otra vez los ánimos. ¿Qué de ideas no discurrió para probar si podía estorbar la entrada de don Bruno en el Paraguay? ¿Qué cosas no maquinó? Revolcábase   —287→   siempre en que aquel despacho venía tan defectuoso, como los de don Diego de los Reyes y de don Baltasar García Ros, y que aun tenía más tachas, y sería más pernicioso por tener don Bruno mayor poder, principalmente estando (como decía estar) coligado con los jesuitas y con los otros enemigos de la provincia para infamarla y destruirla, e indignado también por la befa que le habían hecho en extraer preso del distrito de su gobierno a don Diego de los Reyes, y aún más picado por haber visto desatendida su autoridad en la repetición que hizo del preso.

24. Inculcaba también aquel engaño con que desde el principio los alucinó, de que incurrirían la multa de los diez mil pesos impuesta por la Real Audiencia de Charcas si admitían despachos del Virrey, que no viniesen, como no venían éstos, comunicados por mano de Su Alteza (que nunca nombraba con otro término a aquel tribunal, arqueando afectadamente las cejas para captarle mayor respeto y suponerle superior a los virreyes e infundirles mucho temor de él por sus fines depravados). Por fin, se revolvía hacia todas partes y echaba mano de todos los arbitrios que le sugería su loca ambición, por ver si hallaba camino de proseguir sus errados designios; mas halló poco fomento, porque la luz del desengaño había ya hecho abrir felizmente los ojos a muchos, y como éstos eran de los principales, le faltaba el séquito que deseaba.

25. Habíanse pasado cinco días después que llegaron las cartas de don Bruno, por esperar algunos regidores que estaban en sus casas de campo, y sabiendo el Obispo que ya habían venido a la ciudad, envió a su secretario a casa de Antequera rogándole avisase lo que se había resuelto en Cabildo pleno, porque el capitán don Pedro Gribeo portador del pliego, que estaba hospedado en el palacio de su ilustrísima, había ya cinco días que estaba en la ciudad, trayendo orden expresa de su gobernador don Bruno de detenerse solos tres, y que en caso de no despacharle en ellos pidiese testimonio y se volviese con sola la respuesta de su ilustrísima. Y que si en aquel día no se tomaba la última resolución, le despacharía con sola su carta.

26. Recibido este mensaje fue Antequera al momento en casa del Obispo, y lo que pasó entre ambos no lo sabré yo decir tan bien como su ilustrísima, y por eso me valdré de un capítulo de carta de 25 de mayo de 1725, en que hace larga relación al Virrey de todos estos sucesos. Dice, pues, así:   —288→   «Pasó a mi casa (Antequera) quebrantado el color, y habiendo cogido silla, precedidos los urbanos cumplimientos, me pidió le manifestase el tanto del despacho que se me había remitido. Y habiéndosele entregado y leídole con alguna turbación, me dijo ser del mismo tenor del que él había recibido, y sonriéndome le dije: Pues que, señor gobernador, ¿el señor don Bruno de Zavala es capaz de enviar despachos complicados o fingidos? ¿O se intentará decir de ellos que fueron fabricados en las misiones de los padres de la Compañía, como temerariamente se atrevieron a divulgar de los que trajo don Baltasar García Ros? A que me replicó que padecía las mismas nulidades de siniestramente informado Vuestra Excelencia, y que era contra la real provisión de Su Alteza (que nunca nombraba de otro modo a la Real Audiencia de Charcas) intimada con pena de diez mil pesos a esta provincia, para que no se haga novedad en su gobierno, menos que bien informado Vuestra Excelencia por los autos que se despacharon a su Superior Gobierno, y que ésta se participe por aquella Audiencia. Confieso, señor excelentísimo, que me inmuté, y saliendo de la pacificación y benignidad correspondiente a mi estado y dignidad, con severo semblante y alterada voz, levantándome de la silla, le dije: ¿Cómo me dice a mí vueseñoría eso? ¿Me discurre por uno de los muchos ignorantes que tiene alucinados? ¿O imagina que no debo de saber y sé la suprema autoridad del excelentísimo señor Virrey sobre todas las audiencias, y que en materia del gobierno del reino le tocan privativamente a Su Excelencia? ¿Y que si le pareciere convenir arrastrará todos los oidores de Charcas para Lima, y siendo del real servicio los mandará poner a los pies las cabezas? ¿Quién ha intentado negar a su supremo poder el arbitrio de quitar y poner no sólo gobernadores de esta mísera provincia sino los presidentes de las audiencias? El ejemplo está en Chile, en donde el señor conde de Lemos a Meneses, con haber sido maese de campo general, hallándose de presidente de aquella Audiencia, le mandó llevar con duplicadas prisiones a la ciudad de Lima, y desde el puerto del Callao le hizo pasar a ella en una enjalma. ¿La autoridad de un alter ego del Rey nuestro señor se intenta ventilar en un rincón del Paraguay? Abramos los ojos, señor gobernador, que si en el presente despacho la piedad de Su Excelencia ordena que se pase a arreglar la provincia en la   —289→   inobediencia a los mandatos de aquel Superior Gobierno, en llegando a su noticia lo ejecutado en Tebicuarí, mandará ejecutar traidores y rebeldes. V. S. disponga que sin réplica se obedezca, porque de no, el Obispo que ha conocido tan mansamente cortesano, verá cómo sabe cumplir las apretadas leyes de fiel y leal vasallo de Su Majestad el Rey nuestro señor; y si discurre que la que a boca llena llama Señoría del cabildo puede mantenerle ese bastón en la mano, o intenta hacerse en la provincia soberano, vive engañado mientras durare la vida del Obispo, porque sabrá hacer del cayado de pastor bengala de esforzado capitán, proclamando la voz del Rey nuestro señor, y esté cierto que los más le seguirán como leales vasallos. Quedó, señor excelentísimo, admirado, y con medias palabras me dijo era leal vasallo del Rey nuestro señor, y nunca había negado esa suprema jurisdicción en el excelentísimo señor Virrey; pero que no había sido oída la provincia como Su Majestad manda, y a no temer que ésta le quitase la vida, dos de los despachos primeros hubiera pasado a su presencia, como lo ejecutaría ahora, donde había de justificar sus operaciones, y dar a entender al mundo habían sido las más arregladas al servicio de ambas Majestades, y que vindicado su honor y el de la provincia, de justicia le había de reponer Vuestra Excelencia en este gobierno».

27. Hasta aquí la carta del obispo acerca de la conferencia que tuvo con don José de Antequera, quien despedido de su ilustrísima se pasó a la casa de don José de Urrunaga, donde junto todo el Cabildo esperaba la resulta, y les dijo: «Señores, el Obispo aconseja lo que es servicio de Dios, del Rey y de la provincia, y así obedézcase luego el despacho y póngase en el libro de Cabildo, y mientras se responde a don Bruno, pasen el alcalde y don José de Urrunaga a suplicar a su ilustrísima que escriba a su señoría se sirva venir sin estrépito de armas, porque en la posteridad no quede a esta provincia la mancha de haberla sujetado por ellas, y que dé testimonio a este Cabildo, cuando le pida, de la paz en que está la provincia después que entró en ella, y de las repetidas representaciones que le hemos hecho de que nunca fueron nuestros ánimos desobedecer los mandatos de Su Excelencia, sino suplicar de ellos con la mayor veneración». ¡Bellas expresiones, después de haberse portado con tan repetidas resistencias, sin permitir aún entrar a sola la persona que venía con las comisiones del Virrey!

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28. Desobedecían sin ningún reparo las órdenes de Su Excelencia, y luego querían no se les imputase la nota de desleales. Su Majestad tiene declarado «que a los virreyes se les debe guardar y guarde la misma obediencia y respeto que al Rey, sin poner en esto dificultad ni contradicción ni interpretación alguna. Y con apercibimiento que los que a esto contravinieren incurrirán las penas puestas por derecho a los que no obedecen los mandatos reales, y las que les fueren impuestas». Son palabras expresas de la cédula del señor don Felipe Tercero, dada en el Escorial a 19 de julio de 1614. Los paraguayos, o los de su Cabildo, cometieron sin temor todos los delitos que aquí Su Majestad prohíbe; pues, ¿cómo se querían librar de las penas? Si se querían librar de ellas hubieran sido más obedientes.

29. No obstante, por parecerle conveniente dio su ilustrísima la certificación de la paz que se le pedía, esto es, de la exterior, y que no había entonces alteraciones públicas, como era verdad; y con esa certificación satisfechos, obedecieron el despacho y respondieron a don Bruno viniese cuando gustase, que sería recibido con suma paz y gusto de todos, y aparte ratificaron en cartas propias la misma obediencia los regidores Urrunaga y Arellano y algunos cabos militares, especialmente el maestre de campo de la provincia don Sebastián Fernández Montiel, expresando que como soldado no le tocaba meterse a deslindar derechos de gobernadores, sino obedecer a quien mandaba en nombre del Rey nuestro señor, y que por esa razón había obedecido hasta aquí a Antequera; pero que pues su señoría venía en el mismo real nombre, le obedecería con grandísimo gusto y prontitud y con igual toda la milicia que tenía a su cargo. Agradó mucho esta respuesta a don Bruno, y desde luego declaró le convencía y no tenía razón sino para tratarle como habían merecido antes de estas revueltas sus muchos servicios hechos al Rey y a la patria, defendiéndola con gran valor de sus crueles y pertinaces enemigos los infieles guaicurúes, lenguas, mbayás y otros fronterizos. Así lo dijo en Santa Fe, donde recibió dicha respuesta, a su teniente general don Francisco Siburu, de cuya boca lo supe; y con todo este ánimo tan bien afecto de don Bruno hacia la persona de este militar, pudo tanto la cavilación de Antequera, que le hizo creer iba en ánimo su señoría de darle garrote, y con esta mentira le obligó a que le siguiese en su fuga, como luego veremos.



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ArribaAbajo Capítulo X

Nuevas máquinas de don José de Antequera para oponerse a las órdenes del Virrey; pero no surtiendo efecto intenta no entre armado don Bruno Mauricio de Zavala a la provincia del Paraguay, y lo que éste respondió sobre esta pretensión.


1. ¿Quién creyera que habiendo don José de Antequera ofrecídose a obedecer el despacho del Virrey y respondido en esa razón a don Bruno por estar convencido de las razones del Obispo, intentase muy luego contra esa su misma deliberación tomada con tanto acuerdo? No parece creíble, pero sucedió así con efecto; que no es lo mismo conocer el entendimiento la razón que abrazarla la voluntad, pues ésta suele dejarse sobornar de otros motivos aparentes para dejar la senda que se le propone digna de seguirse. Dábanse todos comúnmente los plácemes muy gustosos al ver empezaba ya a rayar el iris de la paz en aquella alterada provincia; pero no se acababa de serenar el ánimo de Antequera, que traía siempre clavada en su ánimo la espina de la prisión que de su persona había mandado hacer el Arzobispo Virrey, según había leído en el despacho original que quitó a don Baltasar, y aunque sobre este particular no se decía cosa alguna en la copia del despacho del nuevo virrey marqués de Castel Fuerte, que participaba don Bruno, se persuadió era artificio para alucinarle y que vendría esa orden o en otro despacho o en instrucción secreta, y a la verdad era así como lo imaginaba; porque pasar sin castigo los muchos delitos que había cometido, sería dejar quejosa la justicia; mas no era bien mostrar el azote en el mismo instrumento de la indulgencia, porque se aventuraba a perder con aquél lo que con ésta se pretendía ganar.

2. Cavando, pues, Antequera en estas sospechas, vino a los ocho días después de haber despachado al capitán Gribeo, a declararse arrepentido de la respuesta que con él había dado. Empezó de nuevo a insistir en tema antigua,   —292→   y a sugerir a los capitulares con más viveza la maligna sediciosa especie de no poder subsistir los despachos de don Bruno, por las mismas razones que los antecedentes de Reyes y don Baltasar, y a exagerar la ofensión de don Bruno con la provincia por la prisión de Reyes en su distrito, por cuya razón y su notoria parcialidad (decía) con los padres de la Compañía era el principal fomentador de estas discordias. Que el Obispo los alucinaba y engañaba con sofisterías; que le saldría afuera en lo mejor del empeño y los dejaría a ellos en manos de don Bruno para que a su gusto ejercitase la venganza con rigor; que de jesuita le faltaba sólo la sotana, pero que en la afición y en los intereses era todo de la Compañía, como tenían bien conocido los mismos jesuitas, y que según esta propensión les había aconsejado para perderlos. Que por tanto era forzoso en tales circunstancias volver a hacer Cabildo abierto como la vez primera, para que se viese si convenía a la provincia recibir a don Bruno, pues toda ella era interesada.

3. Opusiéronse a estos designios con valor los dos regidores Urrunaga y Arellano, y atrajeron a su dictamen a los demás regidores antequeristas, que haciendo cuerpo con los dos, que siempre fueron fieles, Caballero y Chavarri, se vieron más poderosos y dijeron resueltamente a Antequera que al resto de la provincia no le tocaba deliberar en estas materias sino solamente obedecer lo que el Cabildo ejecutase. Que en cuanto a lo que decía de don Bruno, aunque tenían bien conocida la estimación y aprecio que hacía de la religión de la Compañía, pero sabían también por experiencia su rectitud, que era incapaz de parcialidades, y no se ladearía sino a donde lo pidiese la justicia, sin dejar gobernar sus resoluciones por afectos particulares, como acreditaba la integridad de sus operaciones, muy propia de un fidelísimo ministro de Su Majestad. Y que en cuanto a si el Obispo los engañaba o no, y si era todo jesuita, no tenían que decir sino lo que en presencia del Cabildo pleno le habían a su señoría mismo oído asegurar, de que el Obispo les aconsejaba lo que era del servicio de Dios y del Rey y bien universal de la provincia, por lo cual se habían resuelto a obedecer sin réplica ni súplica con toda prontitud, y en esa conformidad formado su respuesta a don Bruno. Pero que si todavía su señoría no estaba satisfecho de lo que el Obispo aseguraba, compareciese con todo el Cabildo en casa de su ilustrísima, propusiese sus razones y convenciese contra las que su pastor les daba.

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4. No convino en esa propuesta y echó por otro rumbo, intentando se convocasen los cabos militares para que diesen su consentimiento sobre que les previno antes para que se resistiesen a darle, despachando por toda la jurisdicción cuatro finísimos parciales suyos: el alcalde Ramón de las Llanas, el alguacil mayor Juan de Mena, el sargento mayor Joaquín Ortiz de Zárate y Fernando Curtido, quienes hicieron apretadísimas diligencias para conmover de nuevo la provincia, y persuadirles convenía en todo caso que se resistiesen a don Bruno. Contraminaron este intento los regidores y se opusieron con tanto empeño que no surtieron efecto las sediciosas inducciones, desengañando a dichos cabos y dejándolos persuadidos se perderían si se conmoviesen y no obedeciesen rendidos. ¡Ojalá años adelante hubiesen conspirado todos los regidores en atajar otras semejantes diligencias, que no se hubieran llorado los fatales efectos de la desenfrenada licencia del común! porque es cierto que a concurrir todos unánimes, como ahora, se hubiera remediado todo con tiempo.

5. Viendo, pues, Antequera cerrado este portillo, comenzó a prorrumpir en sentidísimas quejas contra los regidores Urrunaga y Arellano, y a no haber recelado algún alboroto por ver poderoso su partido y amparado del Obispo, les hubiera sin duda preso y aplicado la pena de los diez mil pesos de la provisión de la Real Audiencia. En esta ocasión fue cuando para perturbar la paz y tener ocasión de hacer tomar las armas se divulgó la patraña de estar el padre Francisco de Robles en el paso de Tebicuarí enfrente de Caazapá con crecido número de indios tapes armados, auxiliados de los charrúas, para invadir al Paraguay, como ya dijimos arriba en el capítulo octavo de este libro segundo. El primer fundamento para esta voz fue el dicho de dos tapes fugitivos de su pueblo de Santa Rosa, por temor del merecido castigo, quienes aportando al pueblo de Caazapá refirieron al cura de él como el dicho padre Robles los había mandado azotar con crueldad por amigos de españoles, y estaba armado del modo dicho en aquel paso. El cura de Caazapá, crédulo con demasía en cuanto era contra jesuitas, como muy teñido de los dictámenes de Antequera, le despachó estos indios con esta noticia para que les tomase declaración, la cual (como le venía a propósito para su designio de armarse nuevamente) bastó para que sin alguna duda se les diese crédito, y se divulgase por cosa cierta y en virtud de esta   —294→   deposición tan indigna de crédito, intentaba Antequera se hiciese llamamiento de gente y saliese con ella al opósito el maestre de campo Montiel.

6. «De que habiéndome avisado (son palabras del Obispo en la citada carta para el Virrey, de 25 de mayo de 1725) pasé en casa de don José de Urrunaga, donde con el Alcalde de primer voto y el escribano les habían tomado las declaraciones que me leyeron y, oídas, les afeé con gravedad de palabras la credulidad y ligereza en asentir a lo que decían unos indios, que ellos ni yo debíamos dudar fuesen inducidos con ánimo de alterar la república y lograr los deseados intentos. Que cesasen en las impertinentes diligencias, y se señalase un soldado de la satisfacción del Gobernador con dos de la mía, y pasasen al paraje a explorar lo que hubiese, y volviendo dos con noticia de lo que habían visto, el otro fuese al pueblo de Santa Rosa con carta muy seria que escribía al Padre Cura conminándole que al más leve movimiento que pudiese ocasionar perturbación en la ocasión que nos hallábamos, cogería las resoluciones convenientes para el remedio, pues sabía bien en qué casos debe proceder el Obispo contra los regulares, cuya carta mandé leer en presencia del Cabildo que se había juntado, y cerrada allí se despachó con tan ligera diligencia, que a los cuatro días, con haber treinta leguas, volvieron los dos soldados, y presente todo el regimiento afirmaron con juramento no haber en dicho paso ni en todo el camino el menor rumor, y que sólo estaban los dos indios de las misiones que tienen la canoa de la otra banda para pasar los que llegan, y éstos habían pasado al compañero. Al sexto día estuvo la respuesta de Santa Rosa, cuyo contexto estaba religiosamente humilde, con testimonio de no haber castigado tales indios ni hecho el menor movimiento; con que quedaron confusamente avergonzados».

7. Hasta aquí el Obispo, cuyas expresiones reservé para este lugar, porque se vea si con tales circunstancias de que son testigos los capitulares todos del Paraguay, se componga el intento de Antequera en el lugar de su Respuesta (que citamos e impugnamos en el dicho capítulo octavo), donde pretende hacer increíble la divulgación de este caso, siendo así que se empezó a actuar sobre él de orden del mismo Antequera.

8. En fin, todo se le despintaba al pobre caballero, y empezaba   —295→   ya a amansar, aunque tal vez respiraba por la herida, como se verá en lo que ahora diré. Llegó el día 19 de diciembre en que por ser el cumpleaños del Rey nuestro señor pontificó el Obispo, asistiendo Antequera como gobernador y el Cabildo secular en forma. Acabada la función pasó su ilustrísima a casa de Antequera acompañado de su Cabildo eclesiástico y del clero, y después de cumplimentarle en los años de Su Majestad, le representó que en los de los monarcas católicos se franqueaban gracias y perdonaban ligeras culpas, y que no siendo graves las cometidas por el fiel ejecutor don Andrés Benítez, a quien había cerca de dos años tenía desterrado en un presidio, confiscados sus bienes y los de su mujer, por haber apelado de un auto del mismo Antequera para ante el Virrey, en vez de apelar a la Audiencia, lo que él ignoraba, le suplicaba permitiese se restituyese a su casa y posesión de sus bienes. Y que no siéndolo tampoco las de sesenta hombres de la Villarrica, que habían intentado pasarse a don Baltasar, creyendo debían obedecer los despachos del Virrey, no era justo que habiéndoles confiscado los bienes les hubiesen traído presos desde cuarenta leguas y puesto en los presidios con mujeres e hijos tiernos, donde estaban pereciendo sin más socorro que el corto que les ministraba la piedad cristiana de limosna; pues aunque ellos hubieran cometido enormes culpas, no había razón las pagasen las pobres mujeres y niños inocentes, que por su naturaleza son exentos; que bastaba haber quedado privados de sus bienes y reducidos a un pobre vestido que sólo podía servirles para reparo de la honestidad; por lo cual con su Cabildo y clero le suplicaba les diese libertad para restituirse a su patria, aunque no a sus casas, que tenía embargadas.

9. Respondió cortesano que en cuanto al fiel ejecutor presentase externa petición, representando haber invertido por ignorancia el orden de la apelación; y que en cuanto a los de la Villarrica se hiciese luego el decreto de soltura, para que se restituyesen a la patria, para lo cual fue necesario les solicitase avío la piedad paternal de su ilustrísima; pero en cuanto a la reposición en sus casas, y haciendas, dijo no estar en su mano por haber caído en el comiso y pena de los diez mil pesos conminados por Su Alteza en la Real Provisión. Disimuló el Prelado en este motivo, porque atendía siempre en sus acciones y palabras a que el Rey nuestro señor no perdiera aquella provincia.

10. Diole las gracias agradecido, y animado de aquel favor,   —296→   dijo que todavía necesitaba de su generosidad otra gracia en nombre de Su Majestad, y era que a don Diego de los Reyes (de quien pública ni privadamente había hecho mención a su señoría, aunque no se le ocultaba a él mismo que sobre eso había sido instado varias veces de sus deudos), pues afirmaba que de la seguridad de su persona dependía la salud de la provincia, se dignase, sin que se faltase a ella, de aliviarle de los duplicados grillos y cepo, dejándole sola la cadena, que con su cinchón de hierro y candado estaba afianzada en la cintura.

11. Inmutose aquí Antequera, y depuesta la afectada alegría y alterada la voz, no se supo contener sin prorrumpir en varias expresiones ajenas del respeto que se debía a la persona del venerable Prelado y su Cabildo, diciendo que sólo don Diego de los Reyes era a propósito por su mal natural para gobernador de aquella provincia, pues los paraguayos, de quien su ilustrísima no tenía aún conocimiento pleno, eran indignos de persona que con urbanidad y justificación los gobernase, con despropósitos indignos de proferirse en concurso tan autorizado, cual era el del Obispo, Cabildo eclesiástico, clero y regimiento de la ciudad.

12. Conoció su ilustrísima el intento de aquella alteración, y sin la menor mutación le dijo con grave serenidad: «Vuestra señoría no se altere por los oficios de piedad tan propios de mi paternal obligación, que yo y todo mi clero le rendimos las gracias por la conmiseración que ha tenido de estos pobres, y por lo que mira a don Diego de los Reyes le concederá el alivio que fuere servido».

13. Con esto se despidieron, y Antequera entró en otra idea, porque reconociendo se acercaba el año nuevo de 1725, en cuyo primer día se hacen las elecciones de los alcaldes, empezó a discurrir cómo trazaría las cosas de manera que saliesen electos algunos de los más señalados antequeristas y que hubiesen metido mayores prendas en su partido. Conveníale que fuesen tales, porque nunca acababa de perder las esperanzas de conseguir alguna de sus ideas para la resistencia a don Bruno, y en cualquier trance siempre le estaba bien tener las espaldas seguras en los que fuesen alcaldes. Habiendo de ser, como deseaba, antequeristas, a ningunos tuvo por más beneméritos que a Ramón de las Llanas y a Joaquín Ortiz de Zárate, sujetos a propósito para cualquier arrojo, como muy aprovechados en su escuela y adictos a sus dictámenes; pero la dificultad insuperable era   —297→   que teniendo desazonados a Urrunaga y a Arellano, los regidores que suponían más en el Cabildo y arrastraban tras sí a los demás, no podía salir con su elección, pues como ofendidos de las quejas que contra ellos había dado, por el mismo caso que le sintiesen inclinado a los tales sujetos, se ladearían hacia otra parte por hacerle desaire.

14. Cosa constante es que la maña vence las más veces el poder, y conociéndolo Antequera se valió de ella para conseguir su intento. Habló a su más firme atlante el canónigo don Alonso Delgadillo y Atienza, rogándole se dignase de interponer su autoridad y solicitase con Urrunaga, Arellano y los demás del Cabildo se reconciliasen en su antigua amistad y conviniesen en la elección de los alcaldes nuevos que pretendía. No habían quebrado los dos regidores con Antequera de suerte que no se soldase presto la amistad, porque a la verdad, siempre le amaron de corazón, y sólo se habían mostrado esquivos por verle excesivamente quejoso; por otra parte, como sólo se habían apartado del partido en lo forzoso, para salir con bien del peligro inminente, no dejaron de reconocer sus conveniencias en que fuesen electos aquellos dos sujetos; con que convinieron sin mucha dificultad en la elección propuesta y sacó alcaldes a los mencionados. Pero, aunque en este punto le complacieron con la renovación de la amistad, nunca vinieron en adelante en aprobarle los designios de resistir a don Bruno.

15. Éste a esa sazón había ya salido de Buenos Aires con un destacamento de ciento y cincuenta soldados escogidos de aquel presidio, y los cabos de su mayor satisfacción, encaminándose por tierra a Santa Fe, donde llegó a fines de diciembre, y por agua traía cuatro barcos, en que conducía parte de los víveres, seis tiros de artillería y otros pertrechos de guerra, por si fuese necesario valerse de la fuerza, pero navegaban con dificultad por las rápidas corrientes del gran río Paraná. En Santa Fe tomó por su acompañado al maestre de campo don Martín de Barúa, residente de muchos años en aquella ciudad (donde había sido teniente de gobernador), aunque natural de la noble villa de Bilbao, porque a su juicio (aunque al de otros que más le conocían) era el sujeto más propio para gobernar el Paraguay, y con esa mira le llevaba, como en efecto le dejó en ese empleo.

16. Dadas, pues, aquí algunas providencias para la defensa de esta ciudad de su gobierno contra los infieles abipones, en que se detuvo algunos días, partió don Bruno por   —298→   enero de 1725 a las Corrientes, ciudad que dista ciento y treinta leguas, y en el camino recibió diferentes noticias de la última resolución en que se hallaban los del Paraguay de oponerse a su entrada; pero en la realidad, aunque lo intentaba Antequera, los más del Cabildo lo repugnaban; ni lo podía creer don Bruno, atentas las cartas que le habían escrito, bien que estos rumores no dejaban de causarle alguna desconfianza, reflictiendo en las violentas resoluciones que sin reserva habían practicado hasta entonces.

17. Con todo, sin mostrar su ánimo generoso la cara al miedo, y considerando la justa obligación en que se hallaba de usar todos los medios posibles para evitar la última ruina del Paraguay, y no aventurar la obediencia al Rey, pasó adelante sin novedad, y llegado a las Corrientes, en el tiempo que allí se demoró con esperar los barcos, que navegaban con pausa, aunque hizo alistar doscientos españoles, pero ni los quiso llevar consigo, ni permitió que se moviesen de sus casas hasta la ocasión en que fuesen necesarios. Lo mismo determinó acerca de los tapes, porque mandando estuviesen prontos para la forzosa como seis mil, dispuso también no saliesen de sus pueblos ni hiciesen el menor movimiento, por no alterar los ánimos recelosos del Paraguay, si le reconocían muy armado.

18. Confirmose en este dictamen, cuando habiendo escrito a la Asunción, agradeciendo la prontitud con que se ofrecían a recibirle gustosos y obedecer los despachos que llevaba, tuvo por respuesta a esta carta las mismas ofertas, bien que acompañadas de la copia de un exhorto de aquel Cabildo para el Obispo, en que le requerían exhortase en nombre del Rey a don Bruno, no entrase en aquella provincia con estrépito de armas. Antes de referir lo que a este exhortatorio respondió el Obispo, me pareció copiarle aquí a la letra porque se conozca la libertad de aquella gente, aun cuando se veían forzados a obedecer. Es del tenor siguiente:

19. «El Cabildo, Justicia y Regimiento de esta ciudad de la Asunción cabeza de su provincia, por Su Majestad, que Dios guarde, excelentísimo, altísimo, ilustrísimo y reverendísimo señor doctor don fray José Palos, del Consejo de Su Majestad, y su dignísimo obispo de este Obispado, hace saber de como hoy día de la fecha el capitán don Miguel de Garay, procurador general de esta ciudad, presentó un escrito en este Ayuntamiento con vista del cual se acordó despachar a V. S. ilustrísima el exhortatorio, que pide   —299→   con inserción de él, y sacado a la letra es del tenor siguiente:

20. »"Muy ilustre Cabildo. El capitán Miguel de Garay, vecino feudatario y procurador general de esta ciudad de la Asunción, provincia del Paraguay, en la mejor forma que de derecho proceda al bien de la causa pública, ante V. S. parezco y digo: que habiendo este Cabildo recibido carta del mariscal de campo don Bruno Mauricio de Zavala, gobernador y capitán general del Puerto de Buenos Aires, con testimonio adjunto de un despacho del excelentísimo señor virrey y gobernador y capitán general de estos reinos, no obstante que del contexto de él se conoce no estar Su Excelencia bien informado de los sucesos de esta provincia y sus movimientos, respondió V. S. con ciega y pronta obediencia a la vista de dicho testimonio, como lo han ejecutado siempre a los demás superiores mandatos, pidiendo en su respuesta a dicho don Bruno viniese a esta ciudad sin estrépito de armas, pues ella y todos sus vecinos no faltarían a ejecutar lo que era de su obligación, y pudiera ser que el venir de otra forma los pudiera inquietar, y más cuando los superiores despachos no habían menester más fuerza que su autoridad, siendo (a más de ser tan justificado este pedimento) prevención del despacho de Su Excelencia el que use de todos los medios que hallase más convenientes, sin que se le ponga por los oficiales militares y justicias ordinarias de esta provincia el más leve embarazo. Y habiéndolo ejecutado así e interpuesto para mayor seguridad el respeto del ilustrísimo señor Obispo, consta hoy por la carta del referido don Bruno, venir con providencia de armas por tierra y río a esta provincia. Y porque esto a más de ser contra el crédito y buena reputación de ella, y lo propio que ejecutó don Baltasar García Ros e intentó don Diego de los Reyes, queriendo siempre entrar en esta provincia como en tierra conquistada, para que con ese modo quede con la nota de delincuente y demás delitos, que la han imputado dichos reyes y sus parciales, toca también en ser excelso a la comisión dada por Su Excelencia, se ha de servir V. S. de exhortar al ilustrísimo señor Obispo como a ministro del Consejo de Su Majestad, para que por su parte requiera a dicho don Bruno, entre en esta provincia sin estrépito ninguno, y que para el carácter que representa, pueda traer los hombres suficientes, sin que éstos se reduzcan a número excesivo,   —300→   pues la provincia se halla en tan miserable estado, que escasamente se pueden mantener del preciso alimento aun las personas que parecen más acomodadas. A más de los otros daños, que siempre se experimentan en las provincias o repúblicas, con la introducción de destacamentos, irreparables aun en las milicias más arregladas del mundo. Y V. S. por su parte se sirva repetir carta con expreso yente y viniente, con esta representación. Y para la seguridad y carácter de su persona se ofrezcan y remitan en caso de aceptarlos, algunos soldados de esta provincia, como lo ofreció V. S. en su primera carta, y en que inmediatamente ejecuta V. S. el mandato de Su Excelencia; pues de este modo se ve, que no sólo no se pone ningún embarazo para la comisión de Su Excelencia, antes sí se da el favor y ayuda que previene, no habiéndose ejecutado ni aun esto con tantos señores ministros enviados de Su Majestad y del señor Virrey y de la Real Audiencia, con diferentes comisiones a esta provincia. En cuya consideración a V. S. pido y suplico se sirva hacer, como llevo dicho, protestándole los daños y perjuicios que de lo contrario se siguieren, etc.- Miguel de Garay".

21. »De su conformidad en nombre de Su Majestad, que Dios guarde, y en bien de la causa pública y utilidad común de esta provincia y del oficio, que administra este Cabildo, Justicia y Regimiento, exhorta y requiere y de su parte ruega, y suplica, y encarga a V. S. ilustrísima, se sirva en vista del escrito suyo inserto como ministro del Consejo de Su Majestad, y por el cargo pastoral que ejerce en esta provincia, intervenir por su parte a requerir y prevenir al dicho señor mariscal de campo don Bruno Mauricio de Zavala venga a esta provincia y entre en ella sin estrépito ninguno de armas y gente en número excesivo, sino con la suficiente para el carácter que representa, por los graves inconvenientes, perjudiciales e irreparables, que previene dicho Procurador General, se seguirán indubitables de lo contrario a esta miserable provincia, ofreciendo de parte de ella algunos soldados para la seguridad y escolta de su persona en su conducta, medio que se propone para evitarle dichos daños y perjuicios expresados. Que de hacerlo así V. S. ilustrísima, se dará Su Majestad por bien servido, cumplirá con la obligación de su cargo y esta ciudad estará con la debida atención, a la igual y recíproca correspondencia cada que las suyas vea en justicia, sirviéndose   —301→   de participar su determinación a este Cabildo sobre esta materia lo más breve, por detenerse la respuesta a la carta citada hasta tener razón de la resolución de V. S. ilustrísima. Y el señor Alcalde ordinario de primer voto, con asistencia del presente escribano, se lo hará saber de manera que conste. Y es fecho en esta ciudad de la Asunción del Paraguay, en veintitrés de enero de mil setecientos veinticinco años, en este panel a falta del sellado. Don Ramón de las Llanas, Joaquín Ortiz de Zárate, Juan de Mena Ortiz de Velazco, Juan Caballero de Añasco, José de Urrunaga, don Martín de Chavarri y Vallejo, Francisco de Rojas Aranda, don Antonio Roiz de Arellano. Por mandato: Juan Ortiz de Vergara, escribano público de gobernación y Cabildo».

22. Mucho había que reparar en las expresiones de este exhortatorio, en que todavía respiraba el espíritu de Antequera, quien buscaba alguna asa de que echar mano, para poder conmover los ánimos y darles títulos para la resistencia en el motivo aparente de defender el crédito de su provincia, o hacer entrar a don Bruno de manera que se hallase atadas las manos para cualquier ejecución, forzado por falta de poder a convenir en cuanto ellos gustasen. Eso pretendían con quitarle la gente de su destacamento y ponerle en manos de soldados del país que con capa de honra le proponían, para tenerle en una honrada prisión.

23. Forjó, pues, Antequera este exhortatorio después de varias consultas, en que halló siempre firmes a los regidores en la primera determinación de su obediencia, y fue quien sugirió al dicho procurador Garay, presentase la dicha petición, en virtud de la cual proveyó el Cabildo lo que se ha visto. Pasó luego el alcalde Ramón de las Llanas con el escribano a casa del Obispo, para hacerle saber dicho exhorto, y habiéndole oído con grande seriedad, les dijo: «¿Quién ha dado facultad al Cabildo, para exhortarme en materia tan grave? ¿Ignoran por ventura que por mi pastoral obligación, tengo interpuestos todos los medios posibles para la conservación de la provincia y debida obediencia a los mandatos de Su Excelencia? ¿O piensan que hay arbitrio en el vasallo, para obedecer a su gusto las órdenes del Soberano? ¿O acaso creen que yo, aun cuando fuese ministro del Real Supremo Consejo de las Indias, tengo facultad para exhortar a un comisario general del señor Virrey, para que se contenga en la disposición de sus inviolables mandatos? Abran ya los ojos   —302→   el Cabildo y sus individuos, y no se dejen engañar de quien los precipita a su mayor ruina. El modo que sólo les queda, sin incurrir la nota infame de desleales, es repetir súplica rendida al señor don Bruno, para que emplee su generosidad piadosa en esta agitada provincia, circunvalada de angustias, pues a un mismo tiempo la afligen los tres mayores males de hambre, peste y guerra, rogándole que, pues todos están con el mayor rendimiento dispuestos a reiterar la obediencia que le han sacrificado en virtud de los despachos de Su Excelencia, se digne venir con sola la guardia correspondiente al esplendor de su persona, dejando gloriosamente triunfantes los barcos en las Corrientes. Si dejado el camino de los exhortos, abraza el Cabildo este de la súplica, concurriré yo gustoso por mi parte, escribiéndole con el mayor empeño, aunque se me ha de dar también testimonio de dicho exhorto, para que su señoría esté enterado de su contenido y de mi respuesta.

24. Con este razonamiento del Obispo quedó el Alcalde convencido (contra su propio deseo) de que aquel consejo era el más conveniente, pero al ratificarlo, diciendo que le parecía muy bien, añadió con estudioso descuido: «Sepa Vuestra Señoría ilustrísima, que acaba el Cabildo de tener noticia cierta, de que le viene despacho favorable del señor Virrey en todas las pretensiones de la provincia, y revocadas las facultades cometidas a don Bruno». Levantose entonces enardecido el pacífico prelado, y dando, llevado de su celo, una fuerte palmada en la mesa, dijo: «Señor Alcalde, ha muchos días que disimula el Obispo la ficción maliciosísima de esas noticias; pero vaya usted, y dígale al señor doctor don José de Antequera, que el Obispo dice que sabe son fraguadas doce leguas de esta ciudad, y que interviene en ellas algún regular, contra lo que debe a su profesión; por tanto, que se sosiegue, y no me obligue a que corriendo el velo, haga patente el malicioso engaño».

25. Fuese el alcalde admirado, y sabremos presto el fundamento de estas expresiones, por decir ahora cómo convino el Cabildo en la vía de la súplica a don Bruno, como había aconsejado el Obispo, quien escribió a aquel caballero duplicadas cartas, la una, que pudiesen ver los del Cabildo, y la otra, en que avisándole de todos los movimientos, le suplicaba con los mayores encarecimientos, se sirviese escribir al Cabildo pasaría con el número de gente que no pudiese ocasionar el más leve recelo, porque en esta resolución consistía   —303→   el entrar gloriosamente triunfante a arreglar esta provincia a la debida obediencia de las órdenes del Virrey, sin necesidad de que el Rey nuestro señor perdiese un solo vasallo, ni su señoría desenvainase la espada. Los regidores escribieron también en la misma sustancia, que su amante pastor les había aconsejado, y, por la importancia del negocio, se despacharon con propio muy ligero estas cartas.

26. Don Bruno ni conviniendo en todo con las súplicas repetidas del Cabildo, por no perderse a sí, ni negándose a todas, por no desazonarlos a ellos, dio en su respuesta el temperamento, de que no entraría con milicias numerosas, ni verían del Tebicuary para allá un solo soldado tape; pero que no podía dejar de entrar con el destacamento que traía de su presidio, por ser eso contra su decoro; que dicha gente arreglada, siendo la correspondiente a su carácter, era tan poca, que no podía dar ocasión de vacilar a la más cavilosa malicia, y que ciertamente no haría el menor costo a la provincia, porque los que sirven en la milicia a Su Majestad, se sustentan de su sueldo, ni causarían el menor disgusto o quebranto por la estrecha disciplina en que iban impuestos; y que las embarcaciones que habían causado tanta novedad eran precisas para la conducción de los víveres, y restituirle con la mayor brevedad por el río a la plaza de Buenos Aires; y concluía, asegurándoles otra vez, que su preservación consistía únicamente en su rendida obediencia al Rey nuestro señor, y al excelentísimo señor Virrey, que le enviaba. Dejemos escribiendo esta respuesta a don Bruno, por dar una vista entre tanto al Paraguay.



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ArribaAbajo Capítulo XI

Insiste de nuevo don José de Antequera en otras ideas para resistir a don Bruno de Zavala, y habiéndosele desvanecido, sale fugitivo por río de la provincia del Paraguay, donde deja apretadas órdenes de que no se reciba a dicho don Bruno.


1. Grande es la variedad, que influye en los corazones humanos la vehemencia de una pasión, ejerciendo tal poder, que llega a sobreponerse aun a la misma razón, despreciándose ésta porque aquélla quede victoriosa, y variando las resoluciones más firmes con la más leve mudanza de accidentes. Prueba es de lo dicho lo que pasaba por el ánimo apasionado de don José de Antequera, quien convencido de la fuerza de la razón iba a sujetarse a la debida obediencia, pero prevaleciendo a esa razón su antigua pasión de dominar, variaba presto la primera deliberación, tomada con buen acuerdo, si divisaba, aunque de lejos, algún resquicio por donde lograr su designio ambicioso. Veía ya que su intruso gobierno, falto de apoyos en que estribar para mantenerse con vida, estaba cerca de expirar, y haría su astucísima malicia los últimos esfuerzos por no verse en aquel para sí terribilísimo trance, por más que la razón le persuadía era forzoso llegar a él.

2. Aprovechose a este fin de un acaso, que le pareció nacido para su intento. Iba por ciertas dependencias a la ciudad de la Asunción poco antes del tiempo referido, el doctor don Ignacio Pesoa, canónigo de la santa iglesia de Buenos Aires, no poco inclinado al partido de los antequeristas, el cual hubiera sin duda abandonado, a saber lo poco que le quedaba de vida, pues su arribo a la ciudad, parece que fue sólo para ir después de tan prolijo viaje a morir en poblado. Sabiendo Antequera que dicho canónigo había llegado al pueblo del Itá, distante doce leguas de la ciudad, y que se detenía allí algunos días, dispuso con el cura de dicho pueblo que es un regular, se le escribiesen unas cartas (no me consta   —305→   si tuvo parte en ello dicho canónigo) de que envió borrador, suponiendo eran de su apoderado, que tenía en Santa Fe, quien le avisaba en ellas cómo el licenciado Francisco Matallana (que despachado del mismo Antequera al Perú había pasado ocultamente por Santa Fe en diciembre de 1723), estaba ya de vuelta en Córdoba con despachos del Virrey, en que Su Excelencia revocaba la comisión dada a don Bruno, y mandaba continuase Antequera en el gobierno del Paraguay, habiendo motivado esta nueva resolución la notoria falsedad que se había encontrado en los autos, ejecutada por el secretario del Virrey Arzobispo, por la cual su sucesor el virrey actual marqués de Castel Fuerte le había mandado cortar públicamente la mano; y que a don Bruno, que de aquella ciudad de Santa Fe iba marchando para las Corrientes, se le despachaba propio de Buenos Aires, por haber llegado navío de aviso, en que le había venido sucesor en el gobierno. Ésta era toda la tramoya, con cuyo artificio hubiera alucinado a sus secuaces antiguos y dado cuidado a los que no lo eran, si felizmente no se hubiera luego descubierto, aun antes de sacarle al teatro, del modo que diré.

3. Tenía el Obispo espías, y bien pagadas, en especial los más confidentes de Antequera, y de quienes se valía él para la revisión de sus cartas, los cuales le daban aviso de todos sus más secretos designios, y de este presente tuvieron noticia por modo bien impensado, y luego noticiaron a su ilustrísima, previniéndole como el regular había respondido que dentro de dos días pasaría personalmente a la ciudad con las cartas bien dispuestas en la forma que le advertía. El Obispo disimuló tener esta noticia por esperar a ver si correspondía a la relación el suceso de la venida del cura de Itá a la ciudad a traer cartas para Antequera. A los dos días puntualmente estuvo, según su promesa, el dicho cura en la Asunción, y entregó sus cartas muy en lo público a Antequera, que había de propósito procurado ese día tener en su casa bastante gente para que fuesen testigos y no se presumiese su engaño.

4. Al leer los sobrescritos y querer probar si conocía por ellos de quiénes eran las cartas, fingiendo susto, decía: ¿Qué me dirán aquí? ¿Si será por ventura alguna pesadumbre de las muchas que me han venido? Pero, pues, ni espero cosa buena ni la temo adversa, abramos y veremos. Rompió los sellos con desdén; leyó con ademanes de admiración y diolas también a leer a los circunstantes. Bello paso para una   —306→   comedia. Vieras mirarse los unos a los otros llenos de pasmo y a Antequera representar su papel con la mayor propiedad, como quien le tenía bien estudiado. Fingió al principio turbación con tan impensada novedad; otras, lamentaba su desdicha, que le obligaba a proseguir con el insoportable peso de aquel bastón; ya lo despreciaba como premio menor que sus grandes méritos; ya se ofrecía a llevar esa carga por el bien de la provincia y que no saliesen triunfantes sus émulos. Compadecíase con fingidas lágrimas del inútil trabajo del pobre don Bruno, por haber de repetir tan fragosos caminos e ir a ser despojado de su gobierno cuando lo pensaba menos. Los circunstantes le daban mil plácemes, el religioso portador de las cartas le pedía albricias de noticias tan favorables; y todo era una farsa, pero tan bien representada, que causó a todos los antequeristas y en especial a Ramón de las Llanas, extraordinario alborozo.

5. P asó después el cura a ver al Obispo, quien con prudente reserva le hizo varias preguntas, como quien sabía el fin de su venida, pero entregado todo al disimulo recató de su ilustrísima la noticia, aunque la comunicó a otros muchos del partido. Empezaban ya a dar indicios de su alegría los secuaces de Antequera, cuando Urrunaga y otros fueron a participar al Obispo esta novedad; pero les desengañó diciendo la despreciasen, porque le constaba era supuesta y fraguada dentro de la provincia y que en breve se haría patente el engaño, porque según pronosticaba presagioso su corazón tenía confianza que antes de terminar un novenario que se estaba haciendo a la Virgen Santísima patrona del Obispado, en el misterio de su triunfante Asunción, patente el Augustísimo Sacramento, y se concluía todos los días con las letanías mayores, para alcanzar de la Divina Misericordia la paz de que tanto necesitaba la provincia, habían de tener carta de don Bruno.

6. Determinó entonces su ilustrísima despachar su propio secretario el doctor don Juan de Oliva a la ciudad de las Corrientes con cartas para dicho don Bruno avisándole de todo, y para que, pues no cabía expresar todas las circunstancias en una carta, le informase a boca de cuanto pasaba, como quien estaba bien instruido en los sucesos. Al tercero día después que salió el secretario, llegó un propio con la respuesta de don Bruno, con la cual dimos fin al capítulo pasado, y con ella se alborotaron Antequera y sus parciales, teniendo atrevimiento el alcalde Ramón de las Llanas para   —307→   tomar declaración al propio de si tenía noticia o se decía en las Corrientes viniesen despachos del Virrey favorables para don José de Antequera; pero declaró no había oído allá tal noticia, ni aun en aquella provincia, sino sólo en los términos de la ciudad de la Asunción. Esta declaración y lo que oyó Llanas cuando le descubrió el señor obispo sabía la ficción d e aquellas noticias, sirvió para que se empezasen a descaecer las esperanzas de novedad favorable, y Antequera ya descubierto, no habló desde ese día más acerca del despacho de su confirmación en el gobierno. Pero no por eso dejó de animar a Ramón de las Llanas a que no desistiese de intentar alguna novedad, que tanto como esto puede en un ánimo preocupado el loco empeño a que induce la pasión aun contra las persuasiones de la razón, que ni se debilita con las dificultades y sólo retrocede a vista de un imposible.

7. Mandó, pues, a Llanas se vistiese de militar, y entregándole en lugar de la vara de justicia el bastón de oficial de guerra, dispuso recorriese los presidios, valles y pagos, donde viven poblados los soldados, insistiendo en su tema de que se previniesen a la defensa, y no se permitiese que don Bruno entrase con gente de armas, por ser contra el honor de la provincia y exceso de la comisión que traía. Desde el día que intentó Antequera el segundo Cabildo abierto, a que quería convocar los militares, estuvo atentísima la vigilancia perspicacísima del Obispo, a que no lograse sus falacias en la sencillez de aquella gente, y para eso con otro título despachó al canónigo don Juan González Melgarejo, fidelísimo vasallo de Su Majestad, al pueblo de Tobatí, donde era cura su hermano don Blas González Melgarejo, para que previniese a favor del Rey aquella gente.

8. Asisten en aquel valle de Tobatí quinientos hombres los más diestros en las armas y todo el nervio de la milicia del Paraguay, con su sargento mayor, tenientes, capitanes y demás oficiales, que todos amaban y veneraban a su cura con extremo. Éste, pues, dirigido del Canónigo su hermano, convocó a todos los feligreses, y leyéndoles la copia del despacho del Virrey, los desengañó de su error antiguo, y los impuso de que cualquier otro despacho de la Real Audiencia contrario a éste no podía subsistir, y que sólo a éste se debía obedecer, pena de traidores al Rey nuestro señor. Fuera de eso, les dijo supiesen que el señor Obispo, su padre y pastor amantísimo había sacado con el mayor empeño la   —308→   cara a favor de este partido, que era el legítimo, resuelto a estar siempre por él, para evitar la última ruina que amenazaba a la provincia en su intentada resistencia, y siempre tendrían de su parte a su ilustrísima si seguían su huella a ley de fieles vasallos de Su Majestad.

9. Es gente de suyo sencilla la que vive en estos valles, y que se inclina fácilmente a seguir a los que entre ellos tienen alguna autoridad, y supieron el canónigo y el cura proponer de modo el caso y ponderar la gravedad de la materia, que unánimes se ofrecieron con gusto a morir, siendo necesario, al lado de su obispo, siguiéndole a donde les mandase, y prometiéndole que de la más secreta orden o movimiento darían parte a su cura para que lo notificase a su ilustrísima.

10. Con esta diligencia hecha muy a tiempo no surtieron efecto las sediciosas persuasiones del alcalde Llanas, quien de hecho pasó allá, y dando orden de que tuviesen prevenidas las armas les exhortó a la defensa de la provincia. Respondieron prontos, como tan bien impuestos, que si era contra indios infieles enemigos de la provincia, acudirían con la mayor prontitud; pero que siendo contra españoles vasallos de nuestro Rey y enviados por el señor Virrey, ni le pasase tal por la imaginación, ni se lo mandase, porque no se habían ya de dejar engañar otra vez, como cuando los llevaron al Tebicuarí, porque ahora sabían muy bien tenían obligación de obedecer el señor Virrey, y no a la Real Audiencia, si por ventura mandase algo (lo que no creían) contra lo dispuesto por Su Excelencia. Fueron luego a dar parte de todo a su cura, rogándole escribiese al Obispo lo que había pasado, y le asegurase que si llegaba el caso de citarles le avisarían luego el paraje, entregarían preso a Llanas y seguirían en todo la conducta de su ilustrísima. Tanto puede una diligencia hecha a tiempo para atajar los males, como sin duda se pudieran seguir si Llanas hubiera logrado sus persuasiones.

11. Considérese ahora cuán desconsolado volvería por el mal suceso de su comisión, y cuánto afligiría a Antequera verse destituido de aquella principal milicia; sin embargo, disimulaba sagaz su aflicción, pulsando siempre varios modos de alteración; lo que no pudiendo ya tolerar la innata fidelidad del Obispo, le obligó un día a prorrumpir en público en presencia del Cabildo eclesiástico, que si intentase alguno del Paraguay el más leve movimiento, proclamaría la voz del Rey, haciendo al canónigo don Alonso Delgadillo   —309→   (que estaba presente, y por ser toda la confianza de Antequera, para empeñarle en el partido del Rey, le nombró con estudio y particular reflexión) precediese con una bandera, siguiendo todos los eclesiásticos seculares y regulares con el resto de los seglares, que como leales vasallos se declarasen por el partido de Su Majestad, y descomulgaría a los que no le siguiesen, como violadores del juramento de fidelidad al Rey nuestro señor, y esto aunque don Bruno quisiese entrar, como podía, con el mayor destacamento de gente.

12. Niega este lance Antequera en su Respuesta, número 304, cuando fue entonces notorio y lo que le estimuló mucho a su fuga, y también quiere hacer increíbles los movimientos intentados, después de haber dado obedecimiento al despacho del Virrey infiriendo algunas contradicciones, como si eso fuera novedad en sus operaciones, ni probara otra cosa más, sino que inconsiguiente en todo, se contradecía a sí mismo en cuanto obraba. Notició, pues, a Antequera su grande amigo el canónigo Delgadillo la resolución de su ilustrísima, con quien trató de quietarse por entonces, y se corrió sin el menor movimiento los pocos días que pasaron hasta el 1.º de marzo que llegó carta de don Bruno, con la cual, desengañados de ser falsos los rumores de despachos favorables a Antequera, respiraron los ánimos de todos los que ya se habían negado a darle crédito y opuéstose a las novedades que intentaba, rebosando en alegrías, dándose plácemes unos a otros, y celebrando la dicha cercana de que viniese quien estableciese la deseada paz.

13. Sólo quien se vistió de luto fue el corazón de Antequera y de algunos parciales suyos que todavía le seguían con adhesión, tratando desde luego de aprestar tres botes que estaban en el río, equipándolos con buenas armas y bastimentos, y juntando cuarenta hombres para ponerse en fuga. De los que en ella le acompañaron fue uno el maestre de campo don Sebastián Fernández Montiel, inducido a eso por un execrable engaño. Estaba este caballero resuelto a esperar a don Bruno y recibirle muy gustoso, sin poderle inclinar Antequera a que le hiciese compañía en la fuga; pero como lo deseaba grandemente usó una de sus ordinarias trazas, manifestándole entre las cartas que dijimos se fingieron en el pueblo del Itá, el capítulo de una, en que el dicho correspondiente de Santa Fe le decía a Antequera tenía especial regocijo de que se le hubiesen revocado los despachos a don Bruno, porque éste iba resuelto en dar   —310→   garrote a dicho Maestre de campo, según se había declarado en Santa Fe, siendo así que el dicho de su señoría fue totalmente contrario, como insinué en el fin del capítulo noveno de este libro segundo.

14. Viendo, pues, ahora Montiel que la revocación de los despachos era falsa, pues don Bruno se acercaba para entrar, y creyendo la resolución que se enunciaba en dicha carta, se resolvió a seguir a Antequera, por más instancias que su misma madre, matrona muy prudente, le hizo sobre que se quedase, y para que no pudiese llegarle la luz del desengaño, se ingenió Antequera en impedir con varios pretextos que aquellos días pudiese ver Montiel al Obispo, quien sin duda le hubiese desengañado, y en efecto, rompiendo por todo siguió a Antequera, con que teniendo no mala causa, fue uno de los peor librados.

15. En aquellos días que se disponía el viaje, aunque el temor del ánimo no podía dejar de asomarse a su semblante, no obstante se esforzaba en persuadir a todos había de volver triunfante con el gobierno de la provincia, pues cuanto había ejecutado era por orden de Su Alteza, que lo tenía aprobado y sin falta lo defendería. Si era así, ¿por qué se huía? Convocó Cabildo y dispuso que en él se diesen poderes al alguacil mayor Juan de Mena, y de los cabos militares al maestre de campo Montiel; hizo intimar de nuevo la provisión de la Real Audiencia con la pena de los diez mil pesos al que obedeciese despachos del Virrey no participados por ella. Dio también orden bajase un alcalde de cada pueblo de indios, para que hiciesen cuerpo por sus comunidades en la defensa de la que llamaba justicia de aquella agraviada provincia. Dejó secreta instrucción a dos confidentes suyos del Cabildo (que fueron los alcaldes Llanas y Ortiz de Zárate) de la resistencia, que después de entrado don Bruno, caso que no se le pudiese impedir la entrada, se le había de hacer en lo que de orden del Virrey dispusiese, y proveyó un auto totalmente contrario a lo que había escrito antes, cuando ofreció obedecer los despachos del Virrey, que traía don Bruno, mandando al Cabildo con gravísimas conminaciones no recibiesen a su señoría. Diga ahora Antequera (como dice en la Respuesta, número 364) que eso fuera sin nuevos méritos contradecirse. Concedo la consecuencia, que eso no era nuevo en todo su obrar.

16. Pusiera copia de dicho auto si hubiera llegado a mis manos a la letra; pero no teniéndola me contentaré con   —311→   copiar un capítulo de carta del mismo don Bruno, quien dando noticia por extenso de todos estos sucesos a un deudo suyo residente en la Villa de Durango, se lo expresa y juntamente declara el grande beneficio que a la provincia del Paraguay se le siguió de esta fuga. La carta es fecha en Buenos Aires en 29 de octubre de 1725, y dice así: «El día que salí (de vuelta de la Asunción para Buenos Aires), puedo asegurar a Vmd. que todo el lugar daba muestras de sentimiento, gritando cómo los dejaba tan apriesa, habiendo logrado por mí la tranquilidad que gozaban, la que se debe atribuir a dos motivos. El primero, de que Antequera acusado de su conciencia, no se atrevió a esperar el fin de la tragedia, que sin temor de Dios ni del Rey había puesto en teatro, contentándose sólo con haber dado un auto pocos días antes de su salida, en que con grandes amenazas mandaba no se me recibiese por ser él el legítimo gobernador, y yo un mal ministro del Rey, capital enemigo de aquella provincia (con la cual en mi vida había tenido conexión) y capitán declarado de la facción de los padres; pues si él se hubiera mantenido según el arte con que a todos tenía persuadidos, a que sus operaciones habían sido obradas con justicia, que el Rey las aprobaría y en ínterin su alteza la Audiencia, quien pendía del Soberano, añadiendo a esto a lo último grandes motivos para no desconfiar de la clemencia del Rey, valiéndose para esto de cuantos fingimientos son imaginables, y lo que es más lamentable de muchos eclesiásticos que los practicaban con temeridad, no es dudable hubiera expuesto a todos a su última ruina pero quiso Dios evitarla por medio de algunos que siendo muy parciales suyos, la razón les hizo fuerza, y se fiaron de mí».

17. Hasta aquí aquel capítulo de la carta de don Bruno, conforme en todo a lo que poco antes había expresado en carta de 24 de setiembre del mismo año para el padre José de Aguirre, rector del colegio máximo de Córdoba: «De las calumnias (dice su señoría) que en todos los tribunales han puesto contra la sagrada religión de la Compañía, siendo yo de los que la respetan con la mayor veneración, he sido en mi corto dictamen de parecer, que cuanto han podido maquinar contra ella sería de su mayor lustre el que sin perder letra llegase a manos del Rey y de todos sus ministros, por la entera satisfacción, que me prometo, de que sus operaciones quedarán más gloriosas a vista de tan irregulares   —312→   procedimientos. Y en la parte que me ha podido tocar por un auto, que don José de Antequera dio en el Cabildo que celebró cuatro días antes de su partida, en el que expresó, que, siendo yo un mal ministro del Rey, no sólo era parcial de la Compañía, sino capitán de su facción contra el honor de aquella provincia, y fomentador de cuanto ella había padecido, y no debían recibirme, pues en cualquiera tiempo sería intruso, y él el legítimo gobernador. Sólo determiné enviarle a Su Excelencia una copia autorizada de este auto, sin pedir más satisfacción que la de que la viese, considerando que si por él no se tiene el pleno conocimiento de su proceder, habré tenido la desgracia de no haber acertado a servir en lo que se me ha mandado, y el consuelo de que a don José de Antequera, en nada he procurado ofenderle. En citado auto o Cabildo, procuró este caballero cerrar cuantos caminos pudo imaginar, para persuadir a que la violencia de aquellos naturales pudo obligarle a seguir su dictamen, pues en él declara que la justicia y la razón le movió a ejecutar cuanto hasta entonces parece quería dar a entender lo hacía sin arbitrio». Hasta aquí este testimonio, por donde consta cuán ordinarias eran las inconsecuencias en el proceder de don José de Antequera, y que ese absurdo no puede ser parte, para que se niegue crédito a sus irregulares y poco consiguientes operaciones, como pretende en el citado lugar de su respuesta.

18. En fin, llegó el día cinco de marzo, en que el Paraguay se descargó del intolerable peso de este caballero, que por casi cuatro años le había tenido oprimido. Dejó nombrado por gobernador interino en cuanto él volvía a su fidelísimo Ramón de las Llanas, pertrechado de diabólicas instrucciones, como quien tenía tan bien penetrado, que su genio arrojado era el más propio para poner en práctica cualquier temeridad, de que había dado pruebas reales en los incidentes referidos. Dejando pues bien dispuestas las minas, que a su parecer habían de reventar a su tiempo, trató de embarcarse, no como quien iba a volver, según él publicaba, sino como quien se despedía para siempre, pues se llevó cuanto era posible, de joyas, alhajas y menaje, dejando solamente lo que por voluminoso no podía cargar.

19. Acompañole mucho pueblo, no cargándose afectuoso sobre su cerviz como los de Mileto hicieron con San Pablo, porque antes los más deseaban desprenderse de él y verle   —313→   lejos de sí, sino o por ceremonia o por curiosidad, y llegando a la playa les hizo un largo razonamiento, en que afectando magnanimidad los consolaba, como si estuvieran tristes, y ratificaba la palabra de su vuelta con el bastón confirmado, que todavía llevaba en la mano, y hubiera acertado más, si les dijera le llevaba su destino a pagar sus delitos. Acompañábale el Obispo, como pedía la urbanidad, haciendo políticamente los oficios que requería la función, el rostro compasivo a lo grave, pero el interior alegre a lo celoso, por el bien que resultaría a su diócesis con la ausencia de tan pestilente constelación, la que había predominado tan fatal, que faltó poco para infeccionar hasta las raíces, quitándoles aquella vida, con que se vive a Dios y al príncipe natural.

20. Embarcose finalmente con el maestre de campo Montiel, el alguacil mayor Juan de Mena y otros españoles e indios, hasta cuarenta personas fuera de algunos remeros, y en breve se perdió de vista por el río abajo, como que el elemento del agua tirase a sacudir cuanto antes de sí esa pesada carga, y llevarlo a donde fuesen castigados sus enormes excesos. Alegráronse y llenáronse de regocijo todos los buenos, por ver alejarse al que miraban (como lo era en la realidad) destruidor de la provincia, y aun a sus fomentadores y fomentados de él no les pesó mucho, bien que siempre animaban algunas esperanzas de volver a ver victorioso a ese su don Sebastián.

21. Pero no había de faltar alguna circunstancia funesta a la salida de Antequera, como las hubo en su entrada; y es el caso, que con ocasión de los esclavos, de que a título de sevicia hizo desposeerse al convento de Santo Domingo obligándole con violencia a que los vendiese, se llevaba dos de dichos esclavos con el derecho, o tuerto, que hallaría en su poco segura jurisprudencia. Mandoles embarcar, y al poner el uno los pies en el bote cayó improvisamente muerto con asombro de los circunstantes. Horrorizada de este impensado accidente la madre del maestre de campo Montiel, envió presurosa un recaudo a su hijo, repitiéndole vivísimas instancias sobre que mirase lo que hacía en embarcarse con tan malos anuncios, y que a lo menos no permitiese se embarcase el otro esclavo, sino que se restituyese a Santo Domingo, cuyo era. Húbose de hacer así, dejando ambos esclavos, vivo y muerto.

22. El Obispo no acababa de persuadirse fuese de veras esta fuga, y recelaba alguna griega astucia, que en alguna   —314→   Ténedos de tantas ensenadas como aquel río forma, se quisiese ir a ocultar este Aquiles, para volver en viendo arder a la Troya del Paraguay con el fuego de las minas que dejaba prevenidas, a sorprenderlo todo, y por salir de recelos previniendo remedios y reparos a máximas perniciosas, dispuso despachar dos exploradores de su confianza, que caminando a una vista por las márgenes del río siguiesen los botes, sin volver hasta quedar certificados de haber desembocado en el gran río Paraná y pasado de las Corrientes.

23. El mismo día cinco de marzo se le despachó a don Bruno un expreso del Paraguay con noticia de esta fuga, asegurándole la facilidad de su entrada en aquella provincia. Tenía don Bruno apostados sus barcos en la boca del río Paraguay, para apresar los botes que conducían a Antequera, porque aún tiempos antes se receló con fundamento, que meditaba fuga a la Colonia de los portugueses; pero como por allí forma una grande isla el río, a sombra de ella burlaron los botes la vigilancia de los barcos y sin ser vistos escaparon del peligro. Como el miedo de ser seguidos y atacados daba todo el impulso a los remos, llegaron con brevedad a Santa Fe.

24. No entraron en esta ciudad, sino que sin dejarse ver dieron desde cierto paraje del río Paraná, secreto aviso a uno de sus correspondientes para que les previniese avío en que proseguir adelante la marcha por tierra, hasta llegar a la Real Audiencia, en cuyo patrocinio Antequera engañado tenía puesta su confianza de que defendería cuanto había obrado. Por dirección pues de dicho correspondiente, arribaron a una alquería, situada en la margen del río Coronda, y desde allí despacharon los botes de vuelta al Paraguay y emprendieron, llenos de sustos, el viaje terrestre. Dejémoslos en él, que presto le daremos alcance, después de haber referido lo que pasó en el recibimiento de don Bruno en el Paraguay y lo que allí obró, según su comisión en la pacificación de aquella descuadernada provincia, en que tanto tiempo había prevalecido la licencia de vivir.