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- IV -

Juan de Peratallada (Rupescissa).

     Peratallada, villa del Bajo Ampurdán y solar de los barones de Cruilles, designada en documentos de los siglos XI, XII y XIII con los nombres de Petra taliata, Petra incisa o Petra scisa, quizá por unas grandes canteras inmediatas o por sus fosos abiertos [524] en roca viva, patria de varios ilustres guerreros, generalmente Bernardos y Dalmacios, en los siglos XI y XII; de un abad de San Félix de Gerona en el XIII y del obispo Guillermo, que rigió la sede gerundense desde 1160 a 1168 (903), parece haberlo sido también del célebre alquimista franciscano Juan de Rippacisa, Rupescissa, Peratallada o Ribatallada, que con todos estos nombres se le designa (904).

     Forma Juan de Rupescissa, con Arnaldo de Vilanova y Ramón Lull, el triunvirato de la ciencia catalana en el siglo XIV. Su vida fue, como la de ellos, aventurera y agitada, su espíritu, inclinado a profecías y visiones. Señalóse en su Orden como maestro teólogo y misionero, predicó en Viena y en Moscú con gran fruto y a los noventa años volvió a su patria. Quedan a su nombre varios tratados alquímicos, aunque no es fácil separar los ciertos de los dudosos. Sobre las circunstancias de su vida reina oscuridad grande (905).

     Quizá no haya fundamento para calificarle de hereje. Siguió las huellas de Arnaldo cuanto a venerar y comentar las profecías de Cirilo y de Joaquín; cayó en la manía de señalar fechas y nombres a los vaticinios apocalípticos; increpó con excesiva dureza y generalidad las costumbres del clero, pero de aquí no pasa. Es una especie de P. Lacunza del siglo XIV. Sus profecías se asemejan mucho a La venida del Mesías en gloria y majestad.

     He visto tres códices de ellas en la Biblioteca Nacional de París. El más completo es el 3498, intitulado Visiones fratris Ioannis de Rupescissa, obra dedicada al cardenal Guillermo y escrita en noviembre de 1349 en Aviñón, donde los superiores de su Orden habían hecho encarcelar a Rupescissa para curarle de la manía profética. Allí dice que con oraciones y penitencias alcanzó la vista de las cosas futuras, y que en julio de 1345, pocos días antes de la fiesta de Santiago, tuvo una visión estupenda. Entendió que de la estirpe de Federico II y del rey don Pedro III de Aragón había de proceder el Anticristo, el cual no sería otro que Luis de Baviera, enemigo de la Iglesia y fautor de un antipapa. Él subyugaría la Europa y el África, mientras que en Oriente se levantaría un horrendo tirano. Anuncia estas calamidades para el año 1366. En pos vendrá el cisma, eligiéndose un papa bueno y otro malo; la Orden de los frailes Menores se dividirá en tres partes, siguiendo muchos al papa, otros al antipapa, algunos ni a uno ni a otro, pero sí el reino general del [525] Anticristo de Baviera. Los carmelitas y dominicos se irán todos con el antipapa. Los judíos predicarán libremente. El Anticristo se hará señor de todo el orbe, conquistando primero España, luego Berbería y, a la postre, Siria y la Casa Santa. Estallará tremenda lid entre ingleses y franceses. Se levantarán muchas sectas heréticas. Muerto el Anticristo, sucederán cuarenta y cinco años de guerras, y el cetro del imperio romano pasará a Jerusalén y tierras ultramarinas. Convertidos los judíos y destruida la monarquía del Anticristo, seguirán mil años de paz, concordia y dicha (el reino de los milenarios). Los judíos conversos poseerán el mundo y Roma quedará desolada. Jerusalén será el asiento del Sumo Pontífice. Todos vivirán en la tercera regla de San Francisco, y los frailes Menores serán modelos de santidad y pobreza, extendiéndose prodigiosamente la Orden. Pero después caerán todos en grandes abominaciones y torpezas (sodomía, embriaguez, etc.). Durante estos mil años, los herejes, que después de la muerte del Anticristo no habrán querido convertirse, vivirán en las islas de los mares y en montes inaccesibles. De allí saldrán al fin de la época milenaria para inundar la tierra, y habrá grande aflicción, y aparecerá el último Anticristo, y bajará fuego del cielo para abrasar a él y a sus partidarios. Tras de lo cual vendrá el fin del mundo y el juicio final. Hay mucho de milenarismo carnal en esta exposición del Apocalipsis, pero el autor concluye sometiéndose humildemente al juicio de la Iglesia (906).

     El códice 7371 no contiene más que retazos de estas visiones. El 2599 es un Comentario a las profecías de Cirilo y del abad Joaquín, dividido en ocho tratados, y en el cual sustancialmente se repiten las mismas ideas, con alusiones continuas al cisma (907).

     Eximenis, en el libro X de su Chrestiá, inserta un extracto de las profecías de Rupescissa tocantes al juicio final.



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- V -

La impiedad averroísta.-Fray Tomás Scoto. El libro De tribus impostoribus.

     Sabemos ya lo que era el averroísmo como doctrina filosófica, pero esa palabra tuvo un doble sentido en la Edad Media y, sobre todo, en el siglo XIV. El Comento, de Averroes, se había convertido en bandera de incredulidad y materialismo. [526]

     Nadie se fijaba en el fondo del sistema, sino en sus últimas consecuencias, libérrimamente interpretadas: negación de lo sobrenatural, de los milagros y de la inmortalidad del alma. «Hay en el mundo tres leyes, se decía; la religión es un instrumento político, el mundo ha sido engañado por tres impostores.» Esta blasfemia sonó, quizá por primera vez, en la corte siciliana de los Hohenstaufen. Federico II, suelto y relajado en sus costumbres, dado al trato de judíos y musulmanes (908), envuelto en perennes discordias con la Santa Sede y a la vez príncipe inteligente y de aficiones literarias, es el primero de esos averroístas impíos. Su cruzada a Jerusalén no pasó de sacrílega burla. Pedro de las Viñas, Ubaldini, Miguel Scoto, todos los familiares de Federico, eran de ortodoxia sospechosa.

     Los primeros impugnadores de Averroes, Guillermo de Alvernia, Alberto el Magno, Santo Tomás, nuestro Ramón Martí, de quien tornaré a hablar cuando trate de los apologistas españoles de la ortodoxia, atacaron doctrinas verdaderamente averroístas: el intelecto uno, la eternidad del mundo, etc.

     El otro Averroes, corifeo de la impiedad, aparece por primera vez en el libro de Egidio Romano De erroribus philosophorum (909). Allí se le acusa de haber vituperado las tres religiones, afirmando que ninguna ley es verdadera, aunque pueda ser útil. Usaban los averroístas, como término de indiferentismo, la expresión loquentes in tribus legibus, entendiendo a los cristianos, israelitas y mahometanos, y se abroquelaban con pasajes de su maestro en el comento a los libros II y XI de la Metaphysica y al III de la Physica.

     Acosados por los doctores católicos, solían acudir al sofisma de que una cosa puede ser verdadera según la fe y no según la razón, y, fingiéndose exteriormente cristianos, se entregaban a una incredulidad desenfrenada, poniendo todas sus blasfemias en cabeza de Averroes. Achacábanle el dicho de que la religión cristiana es imposible; la judaica, religión de niños; la islamita, religión de puercos. ¡Qué secta la de los cristianos, que comen a su Dios!, contaban que había exclamado. Muera mi alma con la muerte de los filósofos era otra de las frases que se le atribuían.

     Así se encontró el filósofo cordobés, a mediados del siglo XIV, transformado de sabio pagano que había sido en una especie de demonio encarnado, cuando no en blasfemo de taberna, a quien llamó Duns Scoto iste maledictus Averroes; el Petrarca, canem rabidum Averroem, y Gerson, dementem latratorem; a quien pintó Andrés Orcagna en el camposanto de Pisa al lado de Mahoma [527] y del Anticristo, y a quien, en la capilla de los españoles de Santa María Novella, de Florencia, vemos, con Arrio y con Sabelio, oprimido por la vencedora planta de Santo Tomás en el admirable fresco de Tadeo Gaddi.

     Esa especie de averroísmo también penetró en España. Nicolás Eymerich la anota en el gran registro de su Directorium, hablando de ciertos herejes que defendían en Aragón quod secta Mahometi est aeque catholica sicut fides Christi (910). ¿De dónde podía venir tal desvarío sino de Averroes?

     Generalmente los impíos de la Edad Media eran hipócritas y cautelosos: deslizaban sus audacias en la interpretación de un texto o las ponían en boca de un infiel. Pero en España hubo una excepción de esta regla, un personaje hasta hoy casi desconocido: Fr. Tomás Scoto.

     ¿Dónde nació? Lo ignoro; sólo sé que era apóstata dominico y apóstata franciscano y que peregrinó, divulgando su mala doctrina por la Península, hasta que fue encarcelado en Lisboa, donde había tenido agrias disputas con Álvaro Pelagio, a quien debemos la noticia y relación de sus errores. Dice así en su obra inédita Collyrium contra haereses (911):

     «Estas son las herejías y errores de que fue convicto Tomás Scoto:

     1.ª Dijo que era fábula la longevidad de los antiguos patriarcas.

     2.ª Que la profecía de Isaías (c.7): Ecce virgo concipiet, no se entendía de la Virgen María, sino de alguna criada o concubina del profeta, debiendo tomarse la palabra virgo en el sentido de puella o adolescentula.

     3.ª Que tres impostores habían engañado al mundo. Moisés a los judíos, Jesús a los cristianos y Mahoma a los sarracenos.

     4.ª Enseñó en las escuelas de Decretales de Lisboa que las palabras de Isaías Deus fortis, pater futuri saeculi no se referían a nuestro Señor Jesucristo.

     5.ª Que después de la muerte las almas se reducían a la nada.

     6.ª Que Cristo era hijo adoptivo y no propio o natural de Dios.

     7.ª Negaba la perpetua virginidad de nuestra Señora.

     8.ª Dijo en las escuelas que la fe se probaba mejor por razones filosóficas que por la Escritura, y que el mundo estaría mejor gobernado por los filósofos que por los teólogos y canonistas.

     9.ª Defendía el concubinato de los frailes y hablaba con poco respeto de San Agustín y San Bernardo. [528]

     10.ª Negaba que Cristo hubiese dado potestad a San Pedro, ni a sus sucesores, ni a los obispos.

     11.ª Era preadamita.

     12.ª Admitía la eternidad del mundo.

     13.ª Negaba el juicio final, la resurrección de los muertos y la gloria futura.

     14.ª Tenía a Aristóteles por más sabio que a Moisés y por mejor hombre que a Cristo (qui fuit homo malus et suspensus pro suis peccatis, et qui parabat se cum mulierculis loquentibus).

     15.ª Blasfemó de la Eucaristía y del poder de las llaves.

     16.ª Atribuía a arte mágica los milagros de Cristo.

     17.ª Erraba en la materia de sacramentos.»

     Era, además, mago nigromante y evocador de demonios, o, como diríamos hoy, espiritista. Conversaba día y noche con los judíos, y sus costumbres eran el colmo del escándalo.

     Este tipo repugnante de fraile malo, impuro, apóstata y blasfemo, pero que tenía, a diferencia de otros averroístas, el mérito de la franqueza, hubiera figurado en primera línea a haber nacido cuatro o cinco siglos más tarde entre los Diderot, La Mettrie, Holbach y demás pandilla de materialistas y ateos de escalera abajo, que, sin gran fatiga, lo explicaban todo por impostura, trápala y embrollo. ¡Lástima que no hubieran tenido noticia de un predecesor tan egregio! (912)

     Si el rótulo De tribus impostoribus corresponde a un libro y no a una simple blasfemia, repetida por muchos averroístas y por nadie escrita, ¿quién más abonado que Tomás Scoto para ser el autor? Pero ¿ha existido el libro? Todo induce a creer que no.

     Cuestión bibliográfica es ésta que no pasa de curiosa y que puede tenerse por agotada después de los trabajos de La Monnoye y de Gustavo Brunet (913). Conviene, no obstante, decir algo, porque entre los supuestos autores de este libro suenan dos o tres españoles. Comencemos por advertir que antes del siglo XVI nadie habla del De tribus impostoribus como libro. Desde aquella época ha venido atribuyéndose a diversos personajes conocidos por sus audacias o impiedades. Prescindamos de Federico Barbarroja, que, a pesar de sus desavenencias con Roma, no dio motivo a que se dudase de su fe. Dejemos a Averroes, a quien pudo atribuirse la idea, pero nunca el libro. El primer nombre verdaderamente sospechoso es el de Federico II. Gregorio IX le acusa en una epístola muy conocida de haber dicho que «el mundo estaba engañado por tres impostores (tribus baratoribus) y de haber negado el misterio de la Encarnación y todo lo sobrenatural»; [529] pero no de haberlo escrito (914). Otro tanto puede decirse de su canciller Pedro delle Vigne, el que tuvo las llaves del corazón de Federico. El emperador negó una y otra vez ser suya aquella blasfemia: Absit de nostris labiis processisse, pero sin convencer a nadie de su ortodoxia.

     Tomás de Cantimpré acusa al maestro parisiense Simón de Tournay (siglo XIII) de haber enseñado a sus discípulos que Moisés, Jesús y Mahoma eran tres impostores. En aquella Universidad reinaba licencia grande de opiniones, y el obispo Esteban Tempier tuvo que condenar proposiciones averroístas en 1269 y 1277.

     Gabriel Naudé sacó a plaza el nombre de Arnaldo de Vilanova. Mis lectores saben su historia y la naturaleza de sus errores. A su modo era creyente fervoroso, y jamás se le pudo ocurrir la idea de poner en parangón la verdad cristiana con el judaísmo o el mahometismo. En ninguno de sus escritos hay huellas de esto, ni lo apunta la sentencia condenatoria.

     También han citado algunos a Boccaccio, y da que sospechar el cuento de los tres anillos (jornada 1.ª n.3 del Decamerone), donde anda mal disimulado el indiferentismo. Cada cual de los hermanos tenía su anillo por verdadero, y uno de los tres lo era, pero ¿cuál? Boccaccio preludia la incredulidad ligera y mundana de los florentinos del Renacimiento, aunque bien amargamente se arrepintió de haber escrito ésta y otras impiedades entre el fárrago de sus cuentos obscenos. De todas maneras, hay diferencia de la idea de los anillos a la de los impostores. La una es escepticismo elegante; la otra, brutalidad de mal gusto; las dos por igual censurables, quizá más peligrosa la primera.

     Otros han hablado de Poggio no más que por haber llenado sus Facecias de diatribas contra la corte romana; de Pedro Aretino, sólo por la triste fama que le dieron sus libros obscenos; de su amigo Fausto de Longino, que comenzó a escribir una obra impía: Tempio della verità; de Machiavelli, que pasaba por medio pagano, sobre todo en política; de Pomponazzi, que en el Tractatus de immortalitate animae trae un dilema sobre las tres leyes (aut igitur omnes sunt falsae... aut saltem duae eorum) [530] sin resolverle; de Cardano, que en el libro XI De subtilitate deja en pie una duda semejante (his igitur arbitrio victoriae relictis); de Fr. Bernardo Ochino, célebre heresiarca italiano; de nuestro Miguel Servet y de Giordano Bruno, que eran antitrinitarios y panteístas, pero que picaban demasiado alto para que se les pueda atribuir la pobreza del De tribus impostoribus; del estrafalario Guillermo Postel, a quien cuenta haber oído Enrico Stefano que de las tres religiones podía resultar una buena; de Mureto, a quien acusa Campanella; de Campanella, acusado por otros, pero que se defendió alegando que el libro estaba impreso treinta años antes de su nacimiento; de Vanini, de Hobbes, de Spinoza..., de todos los impíos que hasta fines del siglo XVII fueron apareciendo.

     Y, entretanto, nadie había visto el libro de que todos hablaban. Algunos fijaban fechas y lugares de impresión. Fray Jerónimo Gracián (Diez lamentaciones del miserable estado de los atheístas) dice que el libro De los tres engañadores no se permitió imprimir en Alemania el año 1610. Berigardo, en el Círculo Pisano, llegó a citar, quizá por no decirlo en propio nombre, una opinión de ese libro en que se atribuían a magia los prodigios de Moisés. Teófilo Raynaldo menciona el nombre del impresor: Wechel. La reina Cristiana de Suecia ofreció 30.000 francos a quien le proporcionase un ejemplar; todo en vano. Los eruditos más avisados, Naudé, Ricardo Simón, Bayle, La Monnoye, tuvieron por fábula todo lo que se decía; el último dedicó una disertación a probarlo.

     Un cierto Pedro Federico Arpe, de Kiel, autor de la Apología de Vanini, quiso impugnar la disertación de La Monnoye, contando que en 1706 en Francfort-sur-Mein había visto y copiado el manuscrito De tribus impostoribus, que él atribuía resueltamente a Federico II o a Pedro de las Viñas, y aun llegó a dar un extracto de sus seis capítulos. Tenía la relación de Arpe de novela, lo bastante para hacerle perder el crédito, y La Monnoye contestó que él no negaba que cualquier aficionado hubiese podido forjar el libro; pero que ni las ideas ni el estilo eran del tiempo de Pedro de las Viñas, y que olía a moderna, por sobrado elegante, la latinidad de la supuesta dedicatoria a Otón de Baviera (915).

     Vino el siglo XVIII, y, excitada la codicia de libreros y eruditos, entonces, y sólo entonces, apareció el librejo De tribus impostoribus, y no uno, sino dos o tres, a cuál más insignificantes, con los cuales se especuló largamente. El más conocido y famoso está en latín, con la falsa data de 1598, y se reduce a 46 páginas en 8.º, llenas de vulgaridades, en mal estilo y pésimo lenguaje. Parece que la impresión es de Viena, 1753, y que se repitió [531] en Giersen, 1792, sin año ni lugar, aunque es fácil distinguir los ejemplares, porque tienen 62 páginas. Las dos ediciones escasean, y en la venta del duque de la Vallière (1784) valió la primera 474 francos. Gustos hay que merecen palos. Conozco cuatro reimpresiones modernas: de Genthe (Leipzig, 1833), de Weller (1846), de Brunet y de Daelli. Que el texto no es de la Edad Media, basta a demostrarlo la mención que se hace de los jesuitas. Todavía son más despreciables el Traité des trois imposteurs, alias Espíritu de Spinoza, que se tradujo al castellano y al inglés, y otro aborto por el estilo, que se atribuye al barón de Holbach o a su tertulia.

     En resumen: el De tribus impostoribus, como obra de la Edad Media, es un mito.



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- VI -

Literatura apologética.-El Pugio fidei.

     No todos los que se dedicaban al estudio de las lenguas orientales, y traían a los idiomas modernos producciones filosóficas de árabes y judíos lo hacían con el dañado intento de esparcir cautelosamente, y a la sombra de un musulmán o hebreo, sus propias impiedades y errores. Muchos de estos orientalistas eran fervorosísimos católicos, y convertían su ciencia en instrumento apologético, y aun de catequesis. Así D. Alfonso el Sabio, que «fizo trasladar toda la secta de los moros, porque paresciessen por ella los errores en que Mahomad, el su falso profeta, les puso et en que ellos están hoy en día. Otrosí fizo trasladar toda la ley de los judíos, et aun el su Talmud et obras sciencias que han los judíos muy escondidos, a que llaman Kábala». Y esto lo hizo «porque paresce manifiestamente por la su ley que toda fue figura de esta ley que los cristianos avemos, et que también ellos como los moros están en gran error et en estado de perder sus almas» (916). Así Raimundo Lulio, como veremos en el capítulo que sigue. Así, más que todos, el grande hebraizante, dominico del siglo XIII, Ramón Martí, natural de Subirats, en Cataluña, autor de un vocabulario arábigo recientemente publicado por Sciapparelli y de una obra maestra de controversia y erudición rabínica, monumento inmortal de la ciencia española, muy utilizado por Pascal en sus famosos Pensamientos: el Pugio fidei (917).

     Fue Ramón Martí (1230-1286?) uno de los ocho dominicos a quienes el cuarto general de la Orden, Fr. Juan de Vildeshuzen, destinó a aprender lenguas orientales. Su apología del cristianismo [532] difiere en el modo y en la sustancia de todas las que hasta entonces se habían emprendido, excepto la Summa contra gentes; y no sólo debe estimarse como cumplida demostración de la verdad católica contra moros y judíos, sino como libro de teología natural, en que hábilmente se refutan las doctrinas filosóficas, nacidas del estudio de la filosofía oriental, poniéndose más de una vez a contribución los argumentos de Algazel y otros impugnadores del peripatetismo muslímico. Una breve ojeada a la primera parte del libro bastará a probar su interés bajo este aspecto, no muy tenido en cuenta hasta ahora.

     Comienza Ramón Martí por dividir a los enemigos del cristianismo en dos clases: o tienen ley o no tienen otra que la natural. Estos últimos se dividen en temporales o epicúreos, naturales y filósofos. Los primeros ponen la felicidad en el placer y niegan la existencia de Dios. Los segundos confiesan la existencia de Dios, pero niegan la inmortalidad del alma. Los filósofos combaten a unos y otros, pero niegan por su parte la creación, la resurrección de los cuerpos y el conocimiento particular que Dios tiene de las cosas. Tales son Avicena y Alfarabi, al decir de Algazel, de quien está tomada esta distinción.

     La existencia de Dios se prueba contra los epicúreos con cinco argumentos: 1.º, necesidad de la primera causa; 2.º, necesidad del primer motor; 3.º necesidad de la concordia; 4.º, porque nuestra alma ha tenido principio; 5.º, por la contemplación de las cosas creadas.

     Que el sumo bien no es el deleite, lo persuade el autor del Pugio fidei con razones tornadas de la Escritura, de los Padres, de los clásicos y de los filósofos, como Algazel en el Lampas luminum, Avicena en el Alixarat, Aben Rost (sic) y otros.

     Por la inmortalidad del alma invoca estos argumentos: 1.º, utilidad moral de esta creencia; 2.º, justicia de Dios incompleta en este mundo; 3.º, el alma sólo alcanza su perfección separada del cuerpo; 4.º, no se debilita con él; 5.º, es incorruptible, y no ha de confundirse con el temperamento o la complexión, como pretendió Galeno y sostenían algunos médicos en tiempo de Raimundo.

     El cual templa mucho las invectivas de Algazel contra los filósofos, que, sin embargo, reproduce, aseverando con la sana filosofía católica que «no todo lo que hay en los filósofos es malo, aunque la fe, y no la ciencia, es la que salva».

     Defendían los panteístas de entonces la eternidad del mundo con dos clases de argumentos: unas ex parte Dei, otros ex parte creaturae. Alegaban que Dios obra eternamente y del mismo modo; que su querer y su bondad son infinitos y eternos, y que eterna e infinita debe ser también la creación. A lo cual Raimundo contesta: 1.º, que la novedad del efecto divino no demuestra novedad de acción en Dios, porque su acción es su esencia; 2.º, que de la eternidad de la acción no se deduce la eternidad del efecto; 3.º, que la misma voluntad que quiere y [533] determina el ser, quiere y determina la actualidad (tale... tunc); 4.º, que, aunque el fin de la divina voluntad no pueda ser otro que su bondad misma, no obra, sin embargo, necesariamente, porque su bondad es eterna e inmutable, y no se le puede acrecentar nada. Ni puede decirse que Dios obra por mejorarse, porque Él es su propia bondad. Obra, pues, o crea libremente (918).

     Ex parte creaturae defendían los filósofos la eterna conservación de las especies, alegando la imposibilidad de que no existan algunas criaturas y la incorruptibilidad de otras. Pero nuestro apologista responde que la necesidad de ser en las criaturas es necesidad subordinada y de orden, y que la virtud de ser incorruptibles supone la producción de sustancia.

     Trata luego del alma, de su naturaleza, de su unidad o diversidad, impugnando el monopsichismo de los averroístas:

     1.º Porque todo compuesto requiere una forma sustancial, que es su primera perfección. El alma racional es la forma sustancial de cada individuo humano.

     2.º Porque los principios de las cosas particulares han de ser particulares también.

     3.º Porque ningún motor produce a un tiempo diversos movimientos contrarios,

     4.º Porque, si el intelecto o el alma racional fuese única, acontecería que los hombres tendrían una sola forma sustancial, pero no una sola animalidad, cosa a todas luces contradictoria.

     La creación, como artículo que es de fe, no está probada directamente en el Pugio fidei; pero sí destruidos los argumentos contrarios, no sin que advierta sabiamente el autor, con testimonios de Maimónides, Averroes, Algazel y Rasi, que el mismo Aristóteles no tuvo por demostrativas simpliciter, sino secundum quid, sus razones en defensa de la eternidad del mundo. La doctrina de Maimónides en el More Nebuchim le sirve de grande auxilio en esta parte.

     Viene después la gran cuestión: «Si Dios conoce alguna cosa distinta de sí mismo», dado que las cosas particulares son materiales, contingentes, perecederas, muchas en número, viles y malas. El filósofo catalán contesta sabiamente:

     1.ª Que Dios no puede dejar de tener el conocimiento de lo particular, porque es causa de ello, porque conoce sus principios, porque sabe los universales y porque su conocimiento mismo es causa de las cosas.

     2.º Que Dios tiene el conocimiento de las cosas que no existen, porque conoce las causas y porque el artífice sabe bien lo que puede hacer, aunque no lo haga.

     3.º Que Dios tuvo desde la eternidad noticia de los particulares contingentes, porque conoce sus causas. [534]

     4.º Que Dios conoce todas las voluntades y pensamientos, porque entiende las cosas en sus causas, y su entender es causa del entendimiento humano.

     5.º Que Dios conoce infinitas cosas, porque su ser es infinito y porque el mismo entendimiento humano en potencia es cognoscitivus infinitorum.

     6.º Que Dios conoce las cosas pequeñas y viles, porque la vileza no redunda per se, sino per accidens, en el que conoce.

     7.º Que Dios conoce lo malo como contrario de lo bueno y que el conocimiento de lo malo no es malo.

     Con la traducción de una carta de Averroes sobre el conocimiento que Dios tiene de los particulares contingentes y los argumentos de Algazel en pro de la resurrección de los muertos, termina esta primera parte del Pugio fidei. La doctrina, como se ha visto, es la misma de Santo Tomás, pero expuesta con cierta originalidad y con profundo conocimiento de la filosofía semítica. En España no se escribió mejor tratado de teodicea en todo el siglo XIII. Ramón Martí demostró prácticamente el provecho que podía sacar la filosofía ortodoxa de aquellos mismos peripatéticos árabes, que eran el gran texto de la impiedad averroísta.

     De la segunda parte, en que con portentosa y todavía no igualada erudición hebraica prueba la venida del Redentor y el cumplimiento de las profecías mesiánicas, y de la tercera, en que discurre de la Trinidad, del pecado original, de la redención y de los sacramentos, no es oportuno tratar ahora. Quédese para el afortunado escritor que algún día ha de tejer digna corona a este insigne teólogo, filósofo, escriturario y filólogo, gloria de las más grandes e injustamente oscurecidas de nuestra olvidadiza España. El maestro de Pascal, siquiera por este título, alguna consideración ha de merecer aun a los más acérrimos despreciadores de la ciencia católica de nuestros padres.



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Capítulo V

Reacción antiaverroísta.-Teodicea luliana.-Vindicación de Raimundo Lulio (Ramón Lull) y de R. Sabunde.

I. Noticias del autor y de sus libros.-II. Teología racional de Lulio. Sus controversias con los averroístas.-III. Algunas vicisitudes de la doctrina luliana. Campañía de Eymerich contra ella. R. Sabunde y su libro De las criaturas. Pedro Dagui, etc.



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- I -

Noticias del autor y de sus libros.

     Pasaron, a Dios gracias, los tiempos de inaudita ligereza científica, en que el nombre del iluminado doctor sonaba como nombre de menosprecio, en que su Arte magna era calificada de arte deceptoria, máquina de pensar, jerga cabalística, método [535] de impostura, ciencia de nombres, etc. ¡Cuánto daño hicieron Bacon y nuestro P. Feijoo con sus magistrales sentencias sobre Lulio, cuyas obras declaraban enteramente vanas, quizá sin haberlas leído! Es verdad que los lulianos, nunca extinguidos en España, se defendieron bien; pero, como el siglo pasado gustaba más de decidir que de examinar, dio la razón a Feijoo, y, por lo que toca a España, sus escritos se convirtieron en oráculo. Hoy ha venido, por dicha, una reacción luliana, gracias a los doctos trabajos e investigaciones de Helfferich, Roselló, Canalejas, Weyler, y Laviña, Luanco, etc., no todos parciales o apologistas de Lulio, pero conformes en estudiarle por lo serio antes de hablar de él (919). Ya no se tiene a Ramón Lull por un visionario, o a lo sumo por inventor de nuevas fórmulas lógicas, sino por pensador profundo y original, que buscó la unidad de la ciencia y quiso identificar la lógica y la metafísica, fundando una especie de realismo racional; por verdadero enciclopedista; por observador sagaz de la naturaleza, aunque sus títulos químicos sean falsos o dudosos; por egregio poeta y novelista, sin rival entre los cultivadores catalanes de la forma didáctica y de la simbólica, y, finalmente, por texto y modelo de lengua en la suya nativa. El pueblo mallorquín sigue venerándole como a mártir de la fe católica, la Iglesia ha aprobado este culto inmemorial, y se han desvanecido casi del todo las antiguas acusaciones contra la ortodoxia luliana.

     Ellas serán el único objeto de este capítulo, si bien juzgo conveniente anteponer algunas noticias biográficas y bibliográficas. La vida de Lulio, el catálogo de sus libros o la exposición de su sistema, sería materia, no de breves páginas, sino de muchos y abultados volúmenes, sobre los ya existentes, que por sí solos forman una cumplida biblioteca.

     La biografía de Lulio es una novela: pocas ofrecen más variedad y peripecias (920). Nacido en Palma de Mallorca el 25 de enero de 1235, hijo de uno de los caballeros catalanes que siguieron a D. Jaime en la conquista de la mayor de las Baleares, entró desde muy joven en palacio, adonde le llamaba lo ilustre de su cuna. Liviana fue su juventud, pasada entre risas y devaneos, cuando no en torpes amoríos. Ni el alto cargo senescal que tenía en la corte del rey de Mallorca, ni el matrimonio que por orden del monarca contrajo, fueron parte a traerle al [536] buen camino. La tradición, inspiradora de muchos poetas, ha conservado el recuerdo de los amores de Raimundo con la hermosa genovesa Ambrosia del Castello (otros la llaman Leonor), en cuyo seguimiento penetró una vez a caballo por la iglesia de Santa Eulalia, con escándalo y horror de los fieles que asistían a los divinos Oficios. Y añade la tradición que sólo pudo la dama contenerle mostrándole su seno devorado por un cáncer. Entonces comprendió él la vanidad de los deleites y de la hermosura mundana; abandonó su casa, mujer e hijos; entregóse a las más duras, penitencias, y sólo tuvo desde entonces dos amores: la religión y la ciencia, que en su entendimiento venían a hacerse una cosa misma. En el Desconhort, su poema más notable, recuerda melancólicamente los extravíos de su juventud:

                               Quant fui grans, e senti del mon sa vanitat,
comencey á far mal: é entrey en peccat;
oblidam lo ver Deus: seguent carnalitat, etc.

     Tres pensamientos le dominaron desde el tiempo de su conversión: la cruzada a Tierra Santa, la predicación del Evangelio a judíos y musulmanes, un método y una ciencia nueva que pudiese demostrar racionalmente las verdades de la religión para convencer a los que viven fuera de ella. Aquí está la clave de su vida: cuanto trabajó, viajó y escribió se refiere a este objeto supremo.

     Para eso aprende el árabe, y, retraído en el monte Randa, imagina su Arte universal, que tuvo de buena fe por inspiración divina, y así lo da a entender en el Desconhort. Logra de D. Jaime II de Mallorca, en 1275, la creación de un colegio de lenguas orientales en Miramar, para que los religiosos Menores, allí educados, salgan a convertir a los sarracenos; fundación que aprueba Juan XXI en el año primero de su pontificado.

     ¡Qué vida la de Raimundo en Miramar y en Randa! Leyéndola tal como él la describe en su Blanquerna, se cree uno transportado a la Tebaida, y parece que tenemos a la vista la venerable figura de algún padre del yermo. Pero Dios no había hecho a Raimundo para la contemplación aislada y solitaria: era hombre de acción y de lucha, predicador, misionero, maestro, dotado de una elocuencia persuasiva, que llevaba tras sí las muchedumbres. Así le vemos dirigirse a Roma para impetrar de Nicolás III la misión de tres religiosos de San Francisco a Tartaria, y el permiso de ir a predicar él mismo la fe a los musulmanes, y emprende luego su peregrinación por Siria, Palestina, Egipto, Etiopía, Mauritania, etc. (921), disputando en Bona con cincuenta doctores árabes, no sin exponerse a las iras del populacho, que le escarneció, golpeó y tiró de las barbas, según él mismo dice. [537]

     Vuelto a Europa, dedícase en Montpellier a la enseñanza de su Arte; logra del papa Honorio IV la creación de otra escuela de lenguas orientales en Roma; permanece dos años en la Universidad de París, aprendiendo gramática y enseñando filosofía; insta a Nicolás V para que llame a los pueblos cristianos a una cruzada; se embarca para Túnez, donde a duras penas logra salvar la vida entre los infieles, amotinados por sus predicaciones; acude a Bonifacio VIII con nuevos proyectos de cruzada, y en Chipre, en Armenia, en Rodas, en Malta, predica y escribe sin dar repeso a la lengua, ni a la pluma.

     Nuevos viajes a Italia y a Provenza; más proyectos de cruzadas, oídos con desdén por el rey de Aragón y por Clemente V; otra misión en la costa de África, donde se salva casi de milagro en Bujía; negociaciones con pisanos y genoveses, que le ofrecen 35.000 florines para ayudar a la guerra santa (922)... Nada de esto le aprovechó, y otra vez se frustraron sus planes. En cambio, la Universidad de París le autoriza en 1309 para enseñar públicamente su doctrina, verdadera máquina de guerra contra los averroístas, que allí dominaban.

     En 1311 se presenta Raimundo al concilio de Viena con varias peticiones: fundación de colegios de lenguas semíticas; reducción de las órdenes militares a una sola; guerra santa o, por lo menos, defensa y reparo a los cristianos de Armenia y Santos Lugares; prohibición del averroísmo y enseñanza de su arte en todas las universidades. La primera proposición le fue concedida; de las otras se hizo poca cuenta.

     Perdió Lulio toda esperanza de que le ayudasen los poderosos de la tierra, aunque el rey de Sicilla, D. Fadrique, se le mostraba propicio; y, determinado a trabajar por su cuenta en la conversión de los mahometanos, se embarcó en Palma el 14 de agosto de 1314 con rumbo a Bujía, y allí alcanzó la corona del martirio, siendo apedreado por los infieles. Dos mercaderes genoveses le recogieron expirante y trasladaron su cuerpo a Mallorca, donde fue recibido con veneración religiosa por los jurados de la ciudad y sepultado en la sacristía del convento de San Francisco de Asís.

     La fecha precisa de la muerte de Raimundo es el 30 de junio de 1315.

     El culto a la memoria del mártir comenzó muy pronto; decíase que en su sepulcro se obraban milagros, y la veneración de los mallorquines al Doctor Iluminado fue autorizada, como culto Inmemorial, por Clemente XIII y Pío VI. En varias ocasiones se ha intentado el proceso de canonización. Felipe II puso grande empeño en lograrla, y hace pocos años que el Sumo Pontífice Pío IX, ratificando su culto, le concedió misa y rezo propios y los honores de Beato, como le llamaron siempre los habitantes de Mallorca.

     Este hombre extraordinario halló tiempo, a pesar de los devaneos [538] de su mocedad y de las incesantes peregrinaciones y fatigas de su edad madura, para componer más de quinientos libros, algunos de no pequeño volumen, cuáles poéticos, cuáles prosaicos, unos en latín, otros en su materna lengua catalana. El hacer aquí catálogo de ellos sería inoportuno y superfluo; vea el curioso los que formaron Alonso de Proaza (reproducido en la Biblioteca de N. Antonio), el Dr. Dimas (manuscrito en la Biblioteca Nacional) y el Dr. Arias de Loyola (manuscrito escurialense). Falta una edición completa, la de Maguncia (1731ss),

en diez tomos folio, no abraza ni la mitad de los escritos lulianos. Ha de advertirse, sin embargo, que algunos tratados suenan con dos o tres rótulos diversos y que otros son meras repeticiones.

     Entre los libros que pertenecen al Arte o lógica luliana, de algunos de los cuales hay colección impresa en Estrasburgo, 1609, descuella el Ars magna generalis et ultimas (923), ilustrada por el Ars brevis y por las diversas artes inventivas, demostrativas y expositivas. Igual objeto llevan el De ascensu et descensu intellectus, la Tabula generalis ad omnes scientias applicabilis, empezada en el puerto de Túnez el 15 de septiembre de 1292, y, sobre todo, el Arbor scientiae, obra de las más extensas y curiosas de Lulio, que usó en ella la forma didáctica simbólica, ilustrando con apólogos el árbol ejemplifical.

     Entre los opúsculos de polémica filosófica descuella la Lamentatio duodecim principiorum philosophiae contra averroistas. Como místico, su grande obra es el Liber contemplationis; como teólogo racional, el De articulis fidei, además de sus varias disputas con los sarracenos. Numerosos tratados de lógica, retórica, metafísica, derecho, medicina y matemáticas completan la enciclopedia luliana. Libros de moral práctica en forma novelesca son el Blanquerna y el del Orden de la caballería, imitados por D. Juan Manuel en el De los estados y en el Del caballero y del escudero. Novelesca es también en parte la forma del Libre de maravelles, que contiene la única redacción española conocida del apólogo de Renart. Las poesías de Lull, coleccionadas por el Sr. Roselló, que es de sentir admitiese algunas a todas luces apócrifas, como las Cobles de alquimia y la Conquista de Mallorca, forjada indudablemente por algún curioso de nuestros días, son: ya didácticas, como L'Aplicació de l'art general, la Medicina del peccat y el Dictat de Ramon; ya líricas, como el Plant de nostra dona Santa María, Lo cant de Ramon y dos canciones intercaladas en el Blanquerna; ya lírico-didácticas, como el hermoso poema del Desconhort, y hasta cierto punto Els cent noms de Deu, donde la efusión lírica está ahogada por la sequedad de las fórmulas lulianas (924). [539]

     Dos caracteres distinguen a la doctrina luliana: uno externo y otro interno; es popular y armónica. Prescinde de todo aparato erudito; apenas se encontrará en los escritos de Lulio una cita; todo aparece como infuso y revelado. Para herir el alma de las muchedumbres se vale el filósofo mallorquín del simbolismo, de los schemas, como ahora se dice, o representaciones gráficas, de la alegoría, de la narración novelesca y del ritmo; hasta metrifica las reglas de la lógica.

     Construye Lulio su sistema sobre el principio de unidad de la ciencia; toda ciencia particular, como todo atributo, entra en las casillas de su Arte, que es a la vez lógico y metafísico, porque R. Lulio pasa sin cesar de lo real a lo ideal y de la idea al símbolo. Pero no me pertenece hablar aquí de la lógica luliana ni del juego de los términos, definiciones, condiciones y reglas, ni de aquel sistema prodigioso que en el Árbol de la ciencia engarza con hilo de oro el mundo de la materia y del espíritu, procediendo alternativamente por síntesis y análisis, tendiendo a reducir las discordancias y resolver las antinomias, para que, reducida a unidad la muchedumbre de las diferencias, como dijo el más elegante de los lulianos, venza y triunfe y ponga su silla no como unidad panteística, sino como última razón de todo, aquella generación infinita, aquella expiración cumplida, eterna e infinitamente pasiva y activa a la vez, en quien la esencia y la existencia se compenetran, fuente de luz y foco de sabiduría y de grandeza. Esto me trae a los lindes de la teodicea luliana, en la cual debo entrar, ya que las audaces novedades del ermitaño mallorquín fueron calificadas por Eymerich y otros de manifiestas herejías, punto que conviene poner en claro. [540]



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- II -

Teología racional de Lulio.-Sus controversias con los averroístas.

     Para no extraviarnos en el juicio, conviene tener presente, ante todo, la doctrina de las relaciones entre la fe y la ciencia, tal como la expone Santo Tomás. En el capítulo III de la Summa contra gentes leemos (925): «Hay dos órdenes de verdades en lo que de Dios se afirma: unas que exceden toda facultad del entendimiento humano, v.gr., que Dios es trino y uno; otras, que puede alcanzar la razón; por ejemplo, que Dios existe y que es uno, lo cual demostraron los filósofos guiados por la sola razón natural.» Y en la Suma Teológica (1 q.2 a.2) añade: No son éstos artículos de la fe, sino preámbulos a los artículos. La fe, por lo tanto, no está contra la razón, sino sobre la razón. Infiérese de aquí, y Santo Tomás lo dice expresamente, que la fe no puede ser demostrada porque trasciende el humano entendimiento, y que en las discusiones contra infieles no se ha de atender a probar la fe, sino a defenderla. Yerran, pues, los que se obstinan en probar racionalmente la Trinidad y otros misterios en vez de contentarse con demostrar que no encierran imposibilidad ni repugnancia (926).

     ¿Fue fiel a estos principios Ramón Lull? Forzoso es decir que no, aunque tiene alguna disculpa. Encontróse con los averroistas, que disimulaban su incredulidad diciendo: «La fe y la razón son dos campos distintos: una cosa puede ser verdadera según la fe y falsa según la razón.» Y Lulio juzgó que la mejor respuesta era probar por la razón todos los dogmas y que no había otro camino e convencer a los infieles. No pretende Lulio, que aquí estaría la heterodoxia, explicar el misterio, que es por su naturaleza incomprensible y suprarracional, ni analizar exegética e impíamente los dogmas, sino dar algunas razones que aun en lo humano convenzan de su certeza. La tentativa es arriesgada, está a dos pasos del error, y error gravísimo, que en manos menos piadosas que las de Lulio hubiera acabado por hacer racional la teología, es decir, por destruirla. Tiene además una doctrina sobre la fe propedéutica, verdaderamente digna de censura, aunque profunda e ingeniosa. En el capítulo 63 del Arte magna leemos este curioso pasaje, que ya he citado antes de ahora: «La fe está sobre el entendimiento como el aceite sobre el agua... El hombre [541] que no es filósofo cree que Dios es; el filósofo entiende que Dios es. Con esto, el entendimiento sube con la intelección a aquel grado en que estaba por la creencia. No por esto se destruye la fe, sino que sube un grado más: como si añadiésemos agua en el vaso, subirá sobre ella el aceite. El entendimiento alcanza, naturalmente, muchas cosas. Dios le ayuda con la fe y entiende mucho más. La fe dispone y es preparación para el entendimiento, como la caridad dispone a la voluntad para amar el primer objeto. La fe hace subir el entendimiento a la intelección de ser primero. Cuando el entendimiento está en un grado, la fe le dispone para otro, y así de grado en grado, hasta llegar a la inteligencia del primer objeto y reposar en él, identificándose fe y entendimiento.» «El entendimiento (dice en otra parte) es semejante a un hombre que sube con dos pies por una escalera. En el primer escalón pone el pie de la fe y luego el del entendimiento cuando el pie de la fe está en el segundo, y así va ascendiendo. El fin del entendimiento no es creer, sino entender; pero se sirve de la fe como instrumento. La fe es medio entre el entendimiento y Dios. Cuanto mayor sea la fe, más crecerá el entendimiento. No son contrarios entendimiento y fe, como al andar no es contrario un pie al otro» (927).

     Cabe, sin embargo, dar sentido ortodoxo a muchas de estas proposiciones, aun de las que parecen más temerarias. Cuando llama Raimundo a la fe preparación para el entendimiento, se refiere al hombre rudo e indocto, en quien la fe ha de suplir a la razón, aun por lo que toca a las verdades racionalmente demostrables; v.gr., la existencia y unidad de Dios. Pero no ha de negarse que esa escala y esos grados tienden a confundir las esferas de la fe y de la razón, aunque Lulio, fervoroso creyente, afirma a cada paso quod fides est superius et intellectus inferius. Él comprendía que la verdad es principio común a la fe y al entendimiento, y, empeñado en demostrar que illa lex quaecumque sit per fidem, oportet quod sit vera, erraba en el método aunque acertase en el principio.

     En el Desconhort dice: «Ermitaño, si el hombre no pudiese probar su fe, ¿podría culpar Dios a los cristianos si no la mostrasen a los infieles? Los infieles se podrían quejar justamente de Dios, porque no permitía que la mayor verdad fuese probada para que el entendimiento ayudase a amar la Trinidad, [542] la Encarnación», etc. (928) Y replica el ermitaño: «Ramón, si el hombre pudiese demostrar nuestra fe, perdería el mérito de ella. Y ¿cómo lo infinito ha de comprender lo finito?» (929) A lo cual contesta como puede Raimundo: «De que nuestra fe se pueda probar no se sigue que la cosa creada contenga ni abarque al ente increado, sino que entiende de él aquello que le es concedido» (930).

     En la introducción a los Artículos de la fe (931) explana la misma idea: «Dicen algunos que no tiene mérito la fe probada por la razón, y por esto aconsejan que no se pruebe la fe para que no se pierda el mérito... En lo cual manifiestamente yerran. Porque o entienden decir que la fe es más probable que improbable o al contrario. Si fuera más improbable que probable, nadie estaría obligado a admitirla. Si dicen que es improbable en sí, pero que se puede probar su origen divino, síguese que es probable porque viene de Dios, y verdadera y necesaria, por ser Él la suma verdad y sabiduría (932). El decir, contra la fe, que por razones naturales puede desatarse cualquier objeción, pero que las pruebas directas de ella pueden también destruirse racionalmente, implicaría contradicción. El que afirma, v. gr., y prueba por razones necesarias que en Dios no hay corrupción, afirma y prueba que hay generación» (933).

     Repito que el error de Lulio es de método: él no intenta dar explicaciones racionales de los misterios; lo que hace es convertir en positiva la argumentación negativa. Ahora conviene dar alguna muestra de esas demostraciones, para él más [543] necesarias y potísimas que las demostraciones matemáticas. A eso se encamina el libro De articulis fidei, escrito en Roma en 1296 (934).

     Después de probar en los primeros capítulos la existencia del ente summe bonum, infinite magnum, eterno, infinito en potestad, sumo en virtud y uno en esencia, apoya el dogma de la Trinidad en estas razones, profundas, sin duda, y que además tienen la ventaja de dejar intacto el misterio (935): «Si la bondad finita es razón para producir naturalmente y de sí el bien finito, la bondad infinita será razón que produzca de sí naturalmente el bien infinito: Dios es infinita bondad; luego producirá el bien infinito, igual a él en bondad, esencia y naturaleza. Entre el que produce y lo producido debe haber distinción de supuestos, porque nada se produce a sí mismo. A estos supuestos llamamos personas... El acto puro, eterno e infinito, obra eterna e infinitamente lo eterno y lo infinito; sólo Dios es acto puro; luego obra eterna e infinitamente lo eterno y lo infinito... El acto es más noble que la potencia y la privación, y Dios es acto puro y ente nobilísimo; luego obra eternamente lo perfecto y absoluto... A la persona que produce llamamos Padre; a la producida, Hijo... Resta probar la tercera persona, es decir, el Espíritu Santo. Así como es natural en el Padre engendrar, así es natural en el Hijo amar al Padre... Todo amor verdadero, actual y perfecto requiere de necesidad amante, amado y amar... Imposible es que el amor sea un accidente en la esencia divina, porque ésta es simplicísima; luego el amor de Padre e Hijo es persona. Tan actual y fecundo es en Dios el amar como el engendrar.» Y por este camino sigue especulando sobre el número ternario, sin que las frases que usa de bonificans, bonificatum, bonificare; magnificans, magnificatum, magnificare, puedan torcerse en sentido heterodoxo [544] y antitrinitario, como pretendía Nicolás Eymerich, a pesar de las repetidas declaraciones de Lulio.

     Largo sería exponer las pruebas que trae éste de la Creación, del pecado original, de la Encarnación, de la Resurrección, de la Ascensión, del juicio final, etc., pruebas demasiado sutiles a veces, otras traídas muy de lejos, pero casi siempre ingeniosas y hábilmente entretejidas. Si este precioso tratado fuese más conocido, quizá no lograría tanto aplauso la Teología natural, de Raimundo Sabunde, que en muchas partes le copia.

     Explanó Lull sus enseñanzas teológicas en muchos libros, y hasta en un poemita, Lo dictat de Ramon, donde prueba la Trinidad, como ya hemos visto, y la Encarnación; porque

                               Mays val un hom deificar
que mil milia mons crear...

     Al adoptar esta forma, quería, sin duda, el filósofo mallorquín que hasta el pueblo y los niños tomasen de memoria sus argumentos y supiesen contestar a los infieles (936).

     «Raymundo Lulio fue (dice Renán) el héroe de la cruzada contra el averroísmo» (937). Solicitó en el concilio de Viena que los pestíferos escritos del comentador se prohibiesen en todos los gimnasios cristianos. En los catálogos de Alonso de Proaza, Nicolás Antonio, etc., constan los siguientes tratados antiaverroístas:

     Liber de efficiente et effectu (París, marzo de 1310).

     Disputatio Raymundi et Averroystae de quinque quaestionibus.

     Liber contradictionis inter Raymundum et Averroystam, de centum sillogismis circa mysterium Trinitatis (París 1310).

     Otro libro del mismo argumento (Montpellier 1304).

     Liber utrum fidelis possit solvere et destruere omnes obiectiones quas infideles possunt facere contra sanctam fidem catholicam (París, agosto de 1311).

     Liber disputationis intellectus et fidei (Montpellier, octubre de 1303).

     Liber de convenientia quam habent fides et intellectus in obiecto.

     Liber de existentia et agentia Del contra Averroem (París 1311).

     Declaratio Ray. Lulli per modum dialogi edita contra CCXVIII opiniones erroneas aliquorum philosophorum, et damnatas ab Episcopo Parisiensi.

     Ars Theologiae et philosophiae mysticae contra Averroem. [545]

     De ente simpliciter per se, contra errores Averrois.

     Liber de reprobatione errorum Averrois.

     Liber contra ponentes aeternitatem mundi.

     Lamentatio duodecim principiorum philosophiae contra averroistas (938). Este es el más conocido, y fue escrito en París el año 1310. Está en forma de diálogo con estos extraños interlocutores: forma, materia, generación, corrupción, vegetación, sentido, imaginación, movimiento, inteligencia, voluntad y memoria, todos acordes en decir que la filosofía est vera et legalis ancilla theologiae, lo cual conviene tener muy en cuenta para evitar errores sobre el racionalismo de Lulio. No pretendía éste que la razón humana pudiera alcanzar a descubrir por sí las verdades reveladas, sino que era capaz de confirmarlas y probarlas. El empeño de Lulio era audaz, peligroso cuanto se quiera, pero no herético.

     De las demás proposiciones que a éste se achacan, apenas es necesario hacer memoria. Unas son meras cavilaciones de Eymerich, a quien cegaba el odio; otras no están en los escritos lulianos y pertenecen a Raimundo de Tárrega, con quien algunos le han confundido. Ciertas frases, que parecen de sabor panteísta o quietista, han de interpretarse benignamente mirando al resto del sistema y tenerse por exageraciones e impropiedades de lenguaje, disculpables en la fogosa imaginación de Lulio y de otros místicos.

     Algunos tildan a éste de cabalista. Realmente escribió un opúsculo De auditu Kabbalistico sive ad omnes scientias introductorium, donde define la Cábada superabundans sapientia y habitus animae rationalis ex recta ratione divinarum rerum cognoscitivus; pero leído despacio y sin prevención (939) no se advierte en él huella de emanatismo ni grande influjo de la parte metafísica de la Cábala, de la cual sólo toma el artificio lógico, las combinaciones de nombres y figuras, etc., acomodándolo a una metafísica más sana.

     Cuanto al monoteísmo, que fundía los rasgos capitales del judaísmo, del mahometismo y del cristianismo, achacado por el Sr. Canalejas y otros a Lulio, no he encontrado, y me huelgo de ello, en las obras del filósofo palmesano el menor vestigio de aberración semejante. Creía él, como creemos todos los cristianos, que el mosaísmo es la ley antigua y que el islamismo tiene de bueno lo que Mahoma plagió de la ley antigua y de la nueva: ni más ni menos. Por eso intentaba la conversión de judíos y musulmanes apoyándose en las verdades que ellos admiten. Lo mismo hacían y hacen todos los [546] predicadores cristianos cuando se dirigen a infieles, sin que por eso se les acuse de sacrílegas fusiones.

     Terminaré esta vindicación, si vindicación necesita aquel glorioso mártir, a quien veneran los habitantes de Mallorca en el número de los bienaventurados, repitiendo que los artículos de la fe son siempre en las demostraciones de Lulio el supuesto, no la incógnita de un problema que se trate de resolver, y que esas demostraciones no pasan de un procedimiento dialéctico más o menos arriesgado, donde la teología da el principio, y la filosofía, como humilde sierva, trata de confirmarle por medios naturales (940).



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- III -

Algunas vicisitudes de la doctrina luliana.-Campaña de Eymerich contra ella.-R. Sabunde y su libro De las criaturas.-Pedro Dagui, etc.

     La enseñanza pública del lulismo en el reino de Aragón debió comenzar en vida del maestro o muy poco después de su martirio. Fuera de España había divulgado la doctrina el mismo Lull, y los baleares citan con orgullo una serie de documentos que autorizaron y recomendaron el Arte magna. Los principales son una circular de Raimundo Gaufredi, ministro general de la Orden de Menores, para que sus religiosos de Pulla y Sicilia diesen a Ramón lugar oportuno donde enseñar su método (941) y un diploma firmado por cuarenta maestros de París en 1309, los cuales, después de largo examen, declararon que el arte luliana era buena, útil, necesaria y en nada repugnante a la fe católica, antes muy útil para confirmarla (942); aprobación confirmada por unas letras de Felipe el Hermoso y un diploma del cancelario de la Universidad de París en 1310. De sus lecciones en aquella Universidad y controversias con Escoto, los averroístas, etc., queda larga memoria en sus tratados.

     Muerto Lull, arreció contra sus ideas la oposición de los tomistas, distinguiéndose entre todos el gerundense Fr. Nicolás Aymerich o Eymerich (nació en 1320, murió en 1399), inquisidor general en los reinos de Aragón, hombre de gran saber, [547] al modo escolástico, y de mucho celo, a las veces áspero y mal encaminado, como que no solía reparar en los medios. Su obra más conocida, y quizá la única impresa es el Directorium inquisitorum (943), manual de procedimiento, extractado de las decretales, constituciones, bulas, etc., anteriores, a todo lo cual añadió, y este es su principal interés, fuera del canónico, muchas noticias de procesos de la Inquisición catalana, hoy perdidos.

     Pero antes de esta compilación, que fue uno de sus postreros trabajos, había escrito Eymerich algunos opúsculos contra los lulianos.

     El códice 1464, antiguo fondo latino, de la Biblioteca Nacional de París, contiene:

     Tractatus intitulatus «Fascinatio Lullistarum», dedicado al antipapa Benedicto. Después de llamar a Ramón Lull nigromante y sembrador de errores, objeta con visible mala fe que, según los principios de arte luliana, puede comprenderse la esencia divina; lo cual es absurdo, pues Dios no está comprendido en ninguna de las categorías lógicas.

     Parécele también herético en el Ars magna, dejo aparte mil sofisterías, el distinguir en la esencia divina bonificatus, bonificabilis et bonificare; magnificatus, magnificabilis et magnificare; glorificatus, glorificabilis et glorificare; possificatus, possificabilis et possificare; verificatus, verificabilis et verificare. ¡Como si Lulio hubiese querido con esto denotar que hay en Dios muchas esencias! Tan lejos está de semejante herejía, que a cada paso la impugna en el De articulis fidei, en el Ars magna, en el De auditu Kabbalistico, etc. Nec sequitur per hoc quod in Deo sint plures bonitates et plures essentiae...

     Incipit tractatus qui dialogus contra lullistas appellatur (escrito en 1389). Combate las revelaciones atribuidas a Lulio en el monte Randa, la preeminencia de su doctrina sobre las demás, el juicio que formó de los teólogos, la anunciada destrucción de todas las doctrinas, menos la luliana; la beatitud de Ramón, etc.; y por primera vez invoca y reproduce una bula condenatoria de Gregorio XI, a quien él informó en 1371 contra los errores de Lulio. La autenticidad de esta bula era sospechosa, como veremos; pero, aun tomada a la letra, no contenía más que frases vagas y prohibición de veinte volúmenes de Lull, sin decir cuáles ni especificar ninguna herejía y refiriéndose siempre a informes ajenos, que en todo caso hubieran sido los de Eymerich, parcial sospechoso (944). Parece, sin embargo, que el Papa había encargado la revisión y examen de [548] este negocio al cardenal ostiense Pedro y a veinte maestros en teología y que ellos reprobaron más de doscientos artículos.

     Así es que este inquisidor, no satisfecho con tales letras, que daba por apostólicas, añadió por su cuenta, en un tratado sin título que se lee a continuación del diálogo, y fue presentado en Aviñón a Clemente VII, antipapa (945) una recapitulación de dichos errores, seguidos de breves reparos. El primer cargo es sobre las relaciones entre la fe y la ciencia; segundo, que el hombre, dotado de razón, no puede errar, como el hombre que tiene ojos ha de ver necesariamente (946); tercero, que pueden demostrarse por razones naturales todos los artículos de la fe; cuarto, que los judíos y sarracenos que crean de buena fe y no pequen mortalmente pueden salvarse; quinto, que la verdadera caridad consiste en amar a Dios, porque es bueno, y que es falso amor el que se mueve por la esperanza del paraíso o de bienes temporales; sexto, «el amor y el amar, el amigo y el amado, se unen tan fuertemente en el amado, que son una actualidad en esencia, una esencia, sustancia y naturaleza indivisa e inconfusa en número, una eternidad, una bondad, una magnitud sin contrariedad ni diversidad de esencia» (947); arrebatos místicos que no han de tomarse ad pedem litterae; séptimo, no hay hombre que por sus buenas obras merezca la salvación, sino que Dios la da a los que tienen virtud y santidad, etc. [549]

     Los artículos notados son en todo ciento; casi los mismos que en el Directorium, donde reprodujo la bula de Gregorio XI, provocando de nuevo la indignación de los lulianos. Éstos habían logrado arrojarle de Aragón, convenciéndole de falsedad, en 1386. En el Apéndice puede verse un curioso documento de 8 de julio de 1391 que contiene la deliberación y acuerdos tomados por los consellers de Barcelona sobre el hecho del Mtro. Eymerich (948) en vista de una carta de los jurados de Valencia quejándose de los atropellos de aquel inquisidor contra algunos lulistas valentinos. Valencia había determinado llevar sus quejas al Pontífice, acusando a Eymerich de diversos y enormes crímenes, y pedía el apoyo de Barcelona. Los consellers deliberaron que, «si por parte de la ciudad de Valencia se hacia acusación general contra Eymerich, la ciudad de Barcelona haría con ella un solo brazo y un corazón solo»; pero no si las querellas eran particulares. «Cuanto a las obras de Ramón Lull, decidieron suplicar al papa que comisionase a algún prelado de la provincia para que, junto con ciertos maestros y doctores en teología, reconociesen y declarasen con autoridad apostólica si las condenaciones de Eymerich eran justas o injustas» (949).

     «Cien años antes que se imprimiese el Directorium (viviendo todavía Eymerich) y veinte después de la muerte de Gregorio XI, dice Juan Arce de Herrera en la Apología que citaré luego, esparcióse en Cataluña el rumor de que Eymerich había insertado la bula condenatoria en sus libros, y los parientes y discípulos de Ramón Lull entablaron recurso a la Sede Apostólica, que comisionó para el examen de la causa al cardenal Leonardo de San Sixto. Examináronse en 1395 los registros de Gregorio XI correspondientes al año 1376, sexto de su pontificado, y los tres archiveros contestaron unánimes que tal bula no existía, siendo convencido Eymerich de subrepción y falsedad.»

     Otros dicen que el acusador de Eymerich ante la Sede Apostólica fue aquel Antonio de Riera, estudiante leridano, a quien él había perseguido por hereje.

     Por segunda vez se demostró la falsedad de la bula en 24 de marzo de 1419 ante el legado apostólico en Aragón, cardenal Alamani (pontificado de Martino V), logrando de nuevo sentencia favorable los lulianos, quienes conservaban en su Universidad de Mallorca los originales de todos estos documentos (950).

     Merced a estas aprobaciones y a los sucesivos privilegios de [550] D. Pedro IV (1369), D. Martín el Humano (1399), Alfonso V (1449) y Fernando el Católico (1503), fue creciendo en fama y autoridad el lulismo, que contaba en el siglo XV sectarios como Raimundo Sabunde, autor del libro De las criaturas (951).

     El atrevido propósito de este autor, aunque los méritos de la ejecución no correspondieran, bastaría para salvar de la oscuridad su nombre. En el último y decadente período de la escolástica, cuyo imperio se dividían místicos y nominalistas, apareció en Tolosa un profesor barcelonés que, sin pertenecer a ninguna de las banderías militantes ni ajustarse al método y forma generales en las escuelas, antes puesta la mira en la reforma de método y de toda enseñanza, como si respondiera a la voz del Renacimiento, que comenzaba a enseñorearse del arte, concibió la traza de un libro único, no fundado en autoridades divinas ni humanas, que, sin alegar textos de ningún doctor, llegase a la inteligencia de todos; libro fundado en la observación y en la experiencia, y sobre todo en la experiencia de cada cual dentro de sí mismo: Nulla autem certior cognitio quam per experientiam, et maxime per experientiam cuiuslibet intra seipsum. Trazó, pues, una Teología natural, donde la razón fuese demostrando y leyendo, cual si estuviesen escritos en el gran libro de las criaturas, todos los dogmas de la religión cristiana. El plan era audaz, y la concepción misma da indicio claro de un vigorosísimo entendimiento. Al desarrollarla mostróse Sabunde hábil en la argumentación, abundante en los recursos y hasta inspirado y fecundo a veces en el estilo, libre a la continua de arideces escolásticas.

     El libro había nacido en tiempo y sazón oportunos, y su éxito fue brillante, aunque más bien fuera que dentro de las escuelas. Difundido en multitud de copias por Francia, Italia y Alemania, llegó a ser estampado por los tórculos de Deventer en 1484, si es que no existe edición anterior, como algunos sospechan; y entre los últimos años del siglo XV y todo el XVI se publicaron más de doce ediciones del primitivo texto, sin que fuera obstáculo la prohibición que del Prólogo de Sabunde hizo el concilio de Trento. Suprimido el prólogo, la obra siguió imprimiéndose sin otra mudanza. Y como su extensión y lo incorrecto de su latín retrajesen a muchos de su lectura, acudieron dos elegantes humanistas, Pedro Dorland y Juan Amós Comenio, con sendos extractos, rotulados Viola animae y Oculus fidei. Y por si algo faltaba a la mayor difusión y renombre de la doctrina de Raimundo, un caballero gascón, antítesis viva del piadoso catedrático del siglo XV, se entretuvo en verter la Teología natural en encantadora prosa francesa, que aquel escéptico bordelés hablaba y escribía como pocos o ninguno la han vuelto a escribir y hablar. No satisfecho con esto, tomó pie del libro de Sabunde para su más extenso y curioso [551] Ensayo, que con título de Apología, aunque de todo tiene más que de esto, anda desde entonces en manos de todos los aficionados a ingeniosas filosofías y a desenfados de estilo.

     He llamado barcelonés al autor del libro De las criaturas, y no me arrepiento, aun después de leída y releída la memoria en que el abate Reulet quiere hacerle hijo de Francia (952). Es cierto que Sabunde fue profesor en Tolosa, pero esto nada prueba.

     El abad Trithemio, que en 1494 publicó su Catálogo de escritores eclesiásticos, dice de Sabunde: natione hispanus. Sinforiano Champier, en los primeros años del siglo XVI, lo repite. Montaigne hace correr de gente en gente la misma aserción. El docto Maussac, en los prolegómenos al Pugio fidei, de Fray Ramón Martí (1651), adelanta más: llama a Sabunde natural de Barcelona.

     El abate Reulet anuncia que las pretensiones del Ebro van a sucumbir ante los derechos del Garona. Y ¿qué derechos son éstos? ¿Ha aparecido la partida de bautismo de Sabunde? ¿Se ha encontrado la indicación de su patria en algún registro de la Universidad de Tolosa? No hay más que la rotunda afirmación del abate Reulet, escritor de 1875, contra el testimonio del abad Trithemio en 1494, cuando aún debían de vivir gentes que conocieron a Sabunde.

     Y ¿cómo ha querido invalidar esta prueba el apologista de la causa francesa? Fantaseando, con escasa formalidad crítica, un cuadro de novela donde el abad Trithemio aparece en su celda hojeando el libro De las criaturas para redactar el artículo concerniente a Sabunde, a quien llamó hispanus. ¿Saben mis lectores por qué? Porque en un manuscrito citado en una Historia del Languedoc se habla de cierto magister hispanus, médico del conde Raimundo de Tolosa en 1242. Y ya se ve, el pobre Trithemio tomó el rábano por las hojas, confundiendo a un filósofo del siglo XV con un médico oscuro del XIII, del cual hay noticia en un manuscrito. Y ¿qué prueba tenemos de que Trithemio hubiera visto semejante manuscrito? Y dado que le viera, ¿por qué hemos de suponerle capaz de un yerro tan enorme e inexplicable?

     Que Trithemio, aunque laborioso y erudito, era a veces ligero, ya lo sabemos; pero ¿quién prueba que lo haya sido en este caso? En reglas de crítica, y tratándose de un autor del siglo XV, la palabra de los contemporáneos o inmediatamente posteriores vale y hace fuerza mientras no haya datos en contra.

     Tampoco los hay para destruir la afirmación de Maussac respecto a la patria barcelonesa de Sabunde. Maussac sabía demasiado para confundir a Sabunde con San Raimundo de Peñafort. ¿Quién ha dicho a Reulet que Maussac no tuvo datos [552] o documentos, que hoy desconocemos, para poner en Barcelona y no en otra ciudad de España la cima de Sabunde? ¿Los ha presentado él buenos ni malos para hacerle hijo de Tolosa? ¿No confiesa que los analistas y la tradición de esa ciudad callan?

     Una sola conjetura apunta, débil y deleznable por estribar en un supuesto falso: la lengua. Dista mucho, en verdad, de ser clásico el latín del libro De las criaturas; pero muy de ligero ha procedido Reulet al asentar que está lleno de galicismos. Razón tiene cuando estima por de ningún valor el texto de Montaigne: Ce livre est basti d'un espagnol baragouiné en terminaisons latines, si por español se entiende el castellano; pero ¿a quién se le ha de ocurrir que Sabunde, catalán del siglo XV, hablase castellano?

     Dícenos el abate Reulet que él sabe el español (sic) y que no ha encontrado castellanismos en la Teología natural. Y ¿cómo los había de encontrar, si Sabunde fue barcelonés? ¿Ignora el respetable clérigo que los barceloneses, lo mismo ahora que en el siglo XV, no tienen por lengua materna el castellano, sino el catalán, es decir, una lengua de oc, hermana del provenzal, de la lengua de Tolosa, donde se escribió el libro De las criaturas en un latín bastante malo, que abunda en catalanismos, por ser catalán el autor, y en provenzalismos, porque había residido mucho tiempo en Tolosa, y en repeticiones, desaliños y redundancias, como todos los libros de profesores no literatos, y más en el siglo XV?

     ¿Por qué han de ser francesas, y no catalanas, o castellanas, o italianas, o de cualquiera otra lengua romance, expresiones tan sencillas como éstas: Unus cattus (un gato), omnes culpabiles, volo quod omnes dicant bonum de me.-Hoc est clavis et secretum totius cognitionis.-Addiscere ad legendum (aprender a leer)? ¿No son castellanas de buena ley estas otras: Quiero que todos digan bien de mí.-Esta es la llave y el secreto de todo conocimiento? ¿No se puede y debe decir en catalán: Aquesta es... la clau de tot coneixement, y en toscano: Questa é la chiave ed il segredo, etc.?

     La repetición de los pronombres personales, aunque contraria a la índole suelta y generosa de las lenguas peninsulares, máxime del castellano, está en los hábitos académicos y profesorales: nosotros dijimos, nosotros creemos, etc. En las palabras que como francesas cita Reulet, aún anda más desacertado. Brancha puede ser traducción del catalán branca, mejor que del francés branche, como bladum de blé (trigo).

     Argumento que prueba demasiado, nada prueba. Sabunde, como todos los malos latinos, tendía a la construcción directa y atada, con poco o ningún hipérbaton, lo cual su biógrafo llama construcción francesa, siendo realmente el modo de decir propio del que habla o escribe con dificultad una lengua, atento sólo a la claridad y enlace lógico de las ideas. [553]

     Toda esta digresión sobre la patria de Sabunde va encaminada a justificar su mención, aunque de pasada, en esta obra, no por ser heterodoxo, sino por hallarse en el mismo caso que Raimundo Lulio, de cuyas ideas y métodos es fiel continuador, por más que el abate Reulet quiera olvidarlo. Sólo se distingue de él en haber dado más importancia a la observación psicológica y a la experiencia interna que al problema ontológico. Sabunde enlaza el lulismo con la filosofía del Renacimiento. Pero su Teología racional, ese empeño en demostrar los dogmas por razones naturales, esas pruebas de la Trinidad, de la Encarnación, etc., todo eso es luliano, aunque en los pormenores no falte novedad. Algo hay también de San Anselmo y de Ricardo de San Víctor.

     He dicho que el concilio de Trento mandó quitar el prólogo, donde Sabunde lleva su entusiasmo naturalista hasta querer descubrir todos los misterios en las criaturas: Istum mundum visibilem dedit tanquam librum infalsificabilem... ad demonstrandam homini sapientiam et doctrinam sibi necessariam ad salutem. Si el espectáculo de la naturaleza diese la doctrina necesaria para salvarse, ¿de qué serviría la revelación? Y ¿quién ha de leer en las criaturas el dogma de la Trinidad, por ejemplo?

     La Inquisición de España reprodujo la condenación del prólogo, y así consta en los Índices del cardenal Quiroga (1584), de D. Bernardo Sandoval y Rojas (1611), de D. Antonio Zapata (1631) y de D. Antonio de Sotomayor (1640). En el de 1707 se prohíbe no la Teología natural, sino el compendio que de ella hizo (mezclando errores de su secta) el sociniano Juan Amós Comenio (1664).

     Cuanto a la Violeta del ánima, prohibida en el índice de Valdés (1559), falta averiguar si era obra idéntica a la Viola animae, de Dorland. Lo cierto es que este libro fue traducido y publicado por Fr. Antonio Arés, religioso de San Francisco, el año 1614, con todas las aprobaciones y licencias necesarias. El título es: Diálogos de la naturaleza del hombre, de su principio y su fin (953).

     Han contado algunos entre los lulianos del siglo XV al prodigioso Fernando de Córdoba, autor del libro inédito De artificio omnis scibilis. Así lo dice Eurico Cornelio Agripa en su comentario al Arte breve, de Lull: Notum est Ferdinandum Cordubam Hispanum, per cuncta ultra et citra montes gymnasia, omnibus studiis hac arte celebratissimum extitisse. Pero, en realidad, Fernando de Córdoba era enemigo encarnizado de los lulianos, y su artificio empieza con una invectiva contra Raimundo, a quien llama nimius in pollicendo, exiguus in exequendo quae pollicetur, admirándose de la barbarie de su estilo. [554] «Fuera de lo que tomó de Aristóteles (añade), lo demás es tan inepto y conduce tan poco a la inteligencia de la dialéctica, que se diría que el autor estaba delirante o frenético.» (Ut eum delirare putes aut correptum morbo phrenetico Hippocratis vinculo alligandum.)

     Y, sin embargo, ¡poder incontrastable de las ideas!, Fernando de Córdoba, platónico del Renacimiento, amigo y familiar de Bessarion, obedece a la influencia luliana no sólo en la traza y disposición de su artificio, sino en el realismo extremado y en la identificación continua de la Lógica y de la Metafísica (954). Alguna frase panteísta he creído notar en su libro, pero así como de pasada y sin consecuencias (955).

     Hasta las damas se convirtieron en protectoras del lulismo. Queda memoria de la fundación de una cátedra en Barcelona, en 1478, por D.ª Beatriz de Pinós, y de otra en Palma, 1481, por D.ª Inés Quint. De este mismo año es el privilegio de fundación del Estudio (después Universidad luliana) de Mallorca por los jurados de Palma. El primero de los maestros célebres en aquella isla fue Juan Llobet, de Barcelona, autor de un libro de Lógica y de otro de Metafísica. Murió en 1460, y en su tumba se grabó un epitafio, que transcribe Carbonell en el precioso libro De viris illustribus catalanis suae tempestatis (956):

                                  Terrea Ioannis tenet hic lapis ossa Lubeti,
arte mira Lulli nodosa aenigmata solvit:
hac eadem monstrante polo Christumque Deumque
atque docens liberam concepta crimine matrem...

     Los lulianos eran simpáticos y populares por el fervor que ponían en la defensa de la limpia concepción de Nuestra Señora contra algunos dominicos. A esto alude el último verso. [555]

     Sucedió a Llobet en la cátedra mallorquina Pedro Dagul o Degui, contra el cual se renovaron las acusaciones de heterodoxia. Hay de él los siguientes opúsculos, todos de peregrina rareza:

     Incipit liber qui vocatur «Ianua Artis» Magistri Raymundi Llul editus a dno. Petro Degui villae Montis Albi presbytero. Barchinone, impressum per Petrum Posa. Anno M.CCCC.LXXXVIII-18 hojas (957).

     Incipit opus divinum... editum per magistrum Petrum Degui, Presbyterum et cathalanum villae Montis Albi (Montblanch).

     Al fin: Barchinone (por Pedro Prosa), anno millesimo quadringentesimo octuagesimo nono (958).

     Incipit tractatus formalitatum brevis editus a magistro Petro Degui in artem magistri Raymundi Lull.

     Acaba: Ad Dei laudem, per reverendum fratrem Iacobum Gener magistri Degui discipulum correctum, et per Petrum Posa impressum Barchinone.-Sin año ni lugar.-6 hojas en letra de tortis.

     En la Biblioteca Ambrosiana de Milán he visto una segunda edición, que también cita Diosdado Caballero como existente en la librería secreta del Colegio Romano:

     Libellus formalitatum, per | reverendum magistrum Petrum Deguim, presbyterum in arte reve- | rendissimi ac clarissimi viri magistri Raymundi Lulli pe | ritissimum sacrae Theologiae professorem editum, feliciter incipit.

     Al fin: Absolutae distinctiones per dominum fratrem Martinum al- | modovar ordinis militiae de calatrava traditae impressori- | bus: et per cos impressae Hispali prima die Martii. Anno ab incarnatione dni. 1491.

     Ha de ser obra distinta la titulada Metaphysica Magistri Petri Dagui, compuesta por él en el monte Randa el año de 1485, y cuyo final, que transcribe Diosdado Caballero (959), es éste:

     Absolutum opus de formalitatibus cum quibusdam praeambulis introductivis ipsarum, vulgo nominatum Metaphysica: impressum Hispali, opera et diligentia Stanislai Poloni, impensis vero domini Iohannis Montisserrati in Artibus Magistri. Die 22 mensis Iunii anno dni. 1500 (960).

     Dagui era capellán de los Reyes Católicos cuando estos sus libros se imprimieron en Castilla. Nuestros teólogos, mal avenidos [556] con la fraseología luliana, dirigieron al papa una censura contra varias proposiciones del libro, a saber:

     «La distinción es plurificable según los modos de los conceptos, pues uno es el concepto de razón, otro el de la naturaleza de la cosa; uno formal, otro real; uno subjetivo, otro objetivo.

     La bondad es un número y la magnitud otro; luego se distinguen esencialmente. No puede una formalidad distinguirse en número sin que se distinga en esencia.

     Todo lo que distingue esencialmente, distingue realmente, y todo lo que distingue realmente, distingue formalmente, con propiedad o con impropiedad» (961).

     La segunda y tercera proposición son harto disonantes, porque, aplicadas a los atributos divinos, implicarían distinción de esencias.

     Dagui fue a Roma con varios discípulos suyos (que se apellidaban con orgullo daguinos), explicó el sentido de sus palabras y obtuvo, según parece, una aprobación, suscrita por seis teólogos de la corte de Sixto IV, entre ellos el obispo de Fano y Fernando de Córdoba, tan enemigo de la doctrina de Ramón (962) y (963).

     Tras esta nueva victoria siguió el lulismo en su apogeo. Llevóle a la Universidad complutense el magnífico caballero Nicolás de Pax, traductor del Desconhort, y a Valencia, Alfonso de Proaza. El cardenal Cisneros, que costeó las ediciones lulianas de uno y otro, escribía en 8 de octubre de 1513 a los jurados de Mallorca: Tengo grande afición a todas las obras del doctor Raimundo Lulio, doctor iluminadísimo, pues son de gran doctrina y utilidad, y así, creed que en todo cuanto pueda proseguiré en favorecerte y trabajaré para que se publiquen y lean en todas las escuelas. Felipe II fue decidido protector de los lulianos; puso grande empeño en adquirir copias de sus libros (964), y en su corte, y bajo su amparo, escribió el arquitecto Juan de Herrera, con estilo y método lulianos, el Discurso de la figura cúbica. Para complacer al prudente monarca trazó el Dr. Juan Seguí su Vida de Lulio.

     En el Índice de Paulo IV se había incluido a Lulio entre los autores prohibidos, pero los catalanes reclamaron (965) y el concilio [557] de Trento levantó la prohibición en 1.º de septiembre de 1563; así es que en los índices sucesivos no aparece. En tiempo de Sixto V trataron los antilulianos de renovarla; pero el jurisconsulto Juan Arce de Herrera, en nombre de Felipe II, presentó a la Congregación del Índice una Apología, y pudo conjurarse aquel nuevo peligro (966). Todavía más ampliamente defendió en Roma la ortodoxia de Lull el franciscano mallorquín Juan de Riera, que murió en prosecución de la causa.

     Y aunque sea cierto que algunos lulianos extranjeros, como Heurico Cornelio Agripa, Alstedio y Giordano Bruno, comprometieron con sus sueños, herejías y visiones el buen nombre de Raimundo, en nada empece esto a la pureza de la doctrina del venerable mallorquín. Porque Agripa, a pesar de comprender el carácter sintético del Arte luliano (Habet enim principia universalia generalissima ac notissima, cum mutua quadant habitudine ac artificioso discurrendi modo, in quibus omnium aliarum scientiarum principia et discursus tanquam particularia in suo universali elucescunt), se atuvo a la parte cabalística, añadiendo algo de sus teosofías y ciencias ocultas. El protestante Enrique Alstedio tomó sólo la parte formal de la lógica luliana, valiéndose de ella para impugnar los dogmas, como hubiera podido valerse de la aristotélica. En Giordano Bruno hay que distinguir siempre dos hombres: el comentador bastante fiel del Arte de Lulio y el filósofo panteísta, predecesor y maestro de Schelling, sin que por esto niegue yo que las concepciones armónicas del primero pudieron influir en las del segundo (967). De Lulio pudo tomar Giordano Bruno, aunque a su manera, la identidad del método lógico y de su objeto y contenido.

     Las posteriores vicisitudes del lulismo importan mucho en la historia de la filosofía, y quizá alguna vez las escribamos; pero no hacen al caso en esta vindicación. Cuando en el siglo pasado lidiaron contra el P. Feijoo los lulianos Fornés, Pascual, [558] Tronchon y Torreblanca, no se discutía ya la ortodoxia del mártir palmesano, sino la certidumbre o vanidad de su arte. La tradición de éste fue conservada con religioso respeto, casi hasta nuestros días, por la Universidad luliana de Mallorca (968). El Sr. Canalejas ha mostrado deseos de renovarla, pero con cierto sabor krausista o de teosofía hegeliana, que había de agradar poco al Doctor Iluminado si levantara la cabeza.



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Capítulo VI

(SIGLO XV)

Herejes de Durango.-Pedro de Osma.-Barba Jacobo y Urbano.

I. Consideraciones preliminares.-Vindicación del Abulense.-II. Los herejes de Durango.-Fr. Alonso de Mella.-III. Pedro de Osma.-IV. Barba Jacobo y Urbano.



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- I -

Consideraciones preliminares.-Vindicación del Abulense.

     Presenta el siglo XV tres casos de herejía, todos sin consecuencia: una intentona de Fratricelli en Durango, las proposiciones husitas de Pedro de Osma en Salamanca y las extravagancias de dos fanáticos, Barba Iacobo y Urbano, en Barcelona.

     Aquella centuria es en todo de transición. Recibe del siglo XIV el impulso de rebeldía y de protesta, y le transmite al siglo XVI, donde toma nombre y máscara de reforma. La situación de la Iglesia era calamitosa. Desde 1378 a 1429 duró, con escándalo de la cristiandad, el gran cisma de Occidente, en que tanto figura nuestro antipapa Pedro de Luna (Benedicto XIII). Los reyes de España anduvieron indecisos. Enrique II de Castilla no quiso resolverse, pero su hijo Juan I reconoció al papa de Aviñón, Clemente VII. Lo mismo hizo en Aragón D. Juan I, el amador de toda gentileza. Muerto Clemente, los españoles todos siguieron al papa Luna, aun después del concilio de Pisa y de la sentencia de deposición. Pero no sucedió así una vez reunido el de Constanza. El mismo D. Fernando de Antequera, que debía a Benedicto la corona de Aragón, se apartó de su obediencia y envió a Constanza sus embajadores, que tomaron asiento desde la sesión 22, junto con los portugueses [559]. En la 26 acudieron los navarros, y en la 35, los castellanos. Todos reconocieron a Martín V, aunque Luna persistía en llamarse papa, y se retrajo en Peñíscola.

     Pero en Constanza, y más aún en Basilea, el concilio quiso sobreponerse al papa, cuya autoridad y prestigio habíase amenguado malamente por la cautividad y por el cisma. Y las mismas asambleas congregadas para atajar el mal contribuyeron a aumentar el espíritu de rebeldía, procurando por todas maneras restringir, condicionar y humillar el poder de la Santa Sede. Al cabo, los Padres de Basilea se declararon en abierta rebelión, y tuvo Eugenio IV que excomulgarlos. El cismático concilio eligió un antipapa: Félix V.

     ¡Así daban los prelados alemanes y franceses a sus greyes el ejemplo de abierta desobediencia a Roma! No tardaron en sazonar los frutos.

     Ya como preludios de la gran tormenta que había de estallar en Wittemberg aparecieron sucesivamente la herejía de Juan Wicleff (1314-1387), partidario del más crudo fatalismo, hasta declarar necesario e inevitable el pecado (969); la de Juan Huss y Jerónimo de Praga (1425), condenados en el concilio de Constanza, y de cuyas cenizas renacieron las sectas de taboritas y calixtinos. No hay para qué detallar los errores de estos sectarios de Bohemia, semejantes en algo a los valdenses, baste advertir que la protesta de Huss, como la de Wicleff, tomaba el carácter de absoluta oposición a Roma, a quién llamaban Babilonia, como al papa, Anticristo. Eran luteranos antes de Lutero.

     En España no dejaron de sentirse, aunque lejanas y amortiguadas, [560] las consecuencias de este mal espíritu. Por de pronto, reinaba lamentable soltura y relajación de costumbres en el clero, sin que se libraran de la fea mancha de incontinencia prelados, por otra parte tan ilustres, como D. Diego de Anaya, D. Alonso de Fonseca y el arzobispo Carrillo. Otros, irreprensibles en sus costumbres privadas, se mezclaron más de lo que era razón en seglares negocios y contiendas civiles, y entre ellos el mismo D. Alonso de Cartagena, a quien tuvo D. Álvaro de Luna por su mayor enemigo, y cuya conducta respecto del condestable no puede traerse por modelo de lealtad o buena fe. En tiempo de Enrique IV empeoraron las cosas, y ciertamente no pueden leerse sin rubor, ni son apenas para publicados, algunos capítulos de las Décadas latinas de Alonso de Palencia, v.gr., el referente al obispo de Mondoñedo y al de Coria. Grima da leer en el Viaje de León de Rosmithal que halló la catedral de Santiago convertida en alojamiento y en establo por los bandos que traía el arzobispo con los burgueses. De los habitantes de Olmedo y de otras villas castellanas dice el mismo viajero que vivían como animales brutos, sin cuidarse de la religión. En el repugnante Cronicón, por dicha inédito, de D. Pedro de Torres, vese cuánta escoria quedaba todavía en tiempo de los Reyes Católicos.

     El dogma no dejaba de resentirse por efecto de esta relajación moral. Y aunque pocas prevaricasen, era moda, por una parte, promover hasta en los saraos de palacio difíciles cuestiones teológicas, cayendo a veces en herejía más o menos formal, siquiera la disculpase el calor del ejercicio dialéctico; y por otra, hacer profanas aplicaciones de textos y asuntos sagrados en la poesía erótica y hasta en la de burlas. De todo hay muestras en los Cancioneros. En el de Baena, por ejemplo, trátase la cuestión de predestinados y precitos, promovida por Ferrán Sánchez Talavera, el cual no duda en decir:

                                 Pues esto es verdad, non hay dubdanza
que ante qu'el hombre sea engendrado
e su alma criada, que sin alonganza
bien sabe Dios quál será condenado,
e sabe otrosy quál será salvado,
e pues fase que sabe que se ha de perder,
paresce que su mercet de fazer
ombre que sea en infierno damnado.
   Demuéstrase esto por quanto escogidos
de Dios son aquellos qu'é1 quiso salvar,
e por su gracia sola son defendidos
de yr al infierno, escuro lugar:
Assy que es de más los omes curar
de dar alimosnas nin fazer ayuno
................................................................
E de esta quistion se podria seguir
una conclusión, bien fea atal,
que Dios es causa y ocasión de mal. [561]

     Y aunque atenúa sus discursos, afirmando:

                                  Que mi entincion es querer disputar,
mas non poner dubda nin fazer error,

con razón le replica el canciller Ayala:

                              Amigo senor, muy grant piedat
tengo de vos con mucha femencia,
que de los secretos de la deydat
quieredes aver plena conoscencia
........................................................
Por ende, amigo, silencio é ayuno
en esta question devedes guardar.
E si la llaga aun non es madura
de aquesta dubda que agora tenedes,
poned del bálsamo, ólyo é untura
de buena creencia...

     Con razones teológicas contestaron a Talavera Fr. Diego de Valencia, de León, y Fr. Alfonso de Medina, monje de Guadalupe, convenciéndole (970), sin duda, del error que seguía en dudar del libre albedrío e inclinarse a lo que hoy diríamos fatalismo calvinista.

     Espíritu inquieto y disputador como el de Ferrán Sánchez Talavera, hubo de tener el catalán Bernat Metge, que en un Sueño, todavía inédito, propone y esfuerza mucho las dificultades contra la inmortalidad del alma, mostrando menor vigor en las pruebas (971).

     En tanto, los trovadores cortesanos trataban con harto poco respeto las cosas más santas, siguiendo en esto la tradición provenzal. Don Álvaro de Luna cantaba:

                               Si Dios nuestro Salvador
ovier de tomar amiga,
fuera mi competidor.

     Suero de Ribera escribía la Misa de amor; Juan Rodríguez del Padrón, los Siete gozos de amor; Garci-Sánchez de Badajoz, las Lecciones de Job, aplicadas al amor profano; Juan de Dueñas, la Misa de amores; mosén Diego de Valera, los Siete psalmos penitenciales y la Letanía de amor. Fuera fácil acrecentar el catálogo de estas parodias, donde compite lo irreverente con lo estrafalario, aun sin descender a otras de género más bajo contenidas en el Cancionero de burlas.

     Yo bien sé que esta ligereza no penetraba muy hondo, pero siempre es un mal síntoma. De todas maneras, estaba templada [562] y hasta oscurecida en el cuadro literario de la época por las graves, religiosas y didácticas inspiraciones de Fernán Pérez de Guzmán, el marqués de Santillana, Juan de Mena y otros, en quienes el sentido moral es por lo regular alto y la fe pura. Los mismos que tan malamente traían y llevaban en palacianos devaneos las cosas más venerandas, eran creyentes sinceros, y quizá por eso mismo se les ocultaba el peligro y el escándalo de aquella ocupación. En su vejez solían arrepentirse y detestar sus anteriores inspiraciones, como hizo en el Desprecio de la fortuna Diego de San Pedro, autor del primer Sermón de amores. Casi todas esas parodias han quedado inéditas, y si alguna, como las Lecciones, de Garci-Sánchez, llegó a estamparse, fue rigurosamente vedada por el Santo Oficio.

     En medio de todo, no era el siglo XV tan calamitoso como el anterior. Dábanle gloria inmarcesible una legión de teólogos, escriturarios y canonistas, famosos algunos en la Iglesia universal, no ya sólo en la de España: San Vicente Ferrer y su hermano, Fr. Bonifacio; el insigne converso Pablo de Santa María, autor del Scrutinium Scripturarum; su hijo D. Alonso de Cartagena, a quien llama Eneas Silvio decus praelatorum, y de quien dijo Eugenio IV: Si el obispo de Burgos en nuestra corte viene, con gran vergüenza nos assentaremos en la Silla de San Pedro; el Tostado, cuyo nombre basta; su digno adversario Juan de Torquemada; Juan de Segovia, lumbrera del concilio de Basilea; Fr. Alonso de Espina, martillo de los judíos en su Fortalitium fidei; Fr. Alonso de Oropesa, defensor de la causa de los conversos en su Lumen Dei ad revelationem gentium; Rodrigo Sánchez de Arévalo, el primero en aplicar las formas clásicas a nuestra historia; Fernando de Córdoba, cuya sabiduría se miró como prodigio... (972)

     Y ya que a Alfonso de Madrigal hemos aludido, oportuno sera vindicarle de ciertos cargos de heterodoxia. Un escritor impío y de poca autoridad en estas materias, como mero literato que era, el abate Marchena, dice: Maridaba el Abulense a una portentosa erudición eclesiástica y profana una libertad de pensar en materias religiosas, precursora de la reforma, por Lutero y Calvino más tarde y con más fruto llevada a cabo (973). Sin duda, para hacer reformista al Tostado, se acordaba Marchena de las cinco proposiciones defendidas por aquel insigne teólogo en Siena el 21 de junio de 1443, impugnadas por Juan de Torquemada en un opúsculo inédito en la Biblioteca Vaticana, tachadas, respectivamente, de temerarias, escandalosas, falsas, erróneas y heréticas por una congregación de tres cardenales y otros teólogos y juristas, y sostenidas por el autor en su Defensorium trium propositionum (974). [563]

     Las dos primeras proposiciones eran meramente históricas.

     1.ª Que Nuestro Señor Jesucristo no fue muerto sino al principio del año treinta y tres de su edad.

     2.ª Que no padeció en 25 de marzo, sino en 3 de abril.

     No era ésta la opinión admitida en tiempo del Tostado, pero lo fue después y lo es hoy por casi todos los cronologistas.

     Las otras tres proposiciones son malsonantes, pero en sustancia se reducen a una sutileza: Aunque ningún pecado es irremisible por su naturaleza, ni Dios ni el sacerdote absuelven de la culpa ni de la pena. Para defender esta nueva y extravagante manera de hablar, decía el Abulense que, siendo la culpa acción transitoria, cuando la absolución llega no existe ya la culpa, sino el reato. Por otra parte, la pena no es un vínculo que pueda ser absuelto, sino el término de una obligación. ¡Triste afán el de la paradoja!

     La cuestión era de palabras, aunque podían ser torcidamente interpretadas, y parece que Eugenio IV se dio por satisfecho con las explicaciones del Defensorium.

     Lo único que puede decirse del Abulense es que en Basilea se mostró poco amigo de la autoridad pontificia, aunque no tanto como quiere persuadir el P. Burriel en una carta inédita, donde se lee: Si hemos de estar a las palabras desnudas... del «Apologético», el Abulense sólo concede al Papa el ser «caput ministeriale Ecclesiae» y ser órgano por donde la Iglesia se explica; pero a él sólo, independiente de la Iglesia y concilio ecuménico, que la representa, no concede infalibilidad en el dogma, aunque le atribuye poder para alterar y aun mudar todo el Derecho canónico. De aquí nació el prohibirse por el Santo Tribunal el «Apologético» del Abulense, hasta que se desvedó en fuerza de las defensas que hizo el colegio de San Bartolomé (975).

     Pero, aun tomadas las palabras en este rigor literal, no hay que culpar al Tostado, puesto que esa cuestión era en su tiempo opinable, y muchos españoles opinaron como él. De su acendrada piedad debemos creer que hoy pensaría de muy distinto modo. El espectáculo del cisma y de las tumultuosas sesiones de Constanza y Basilea llevaron a los defensores del concilio, como a los del papa, a lamentables exageraciones.

     De todas maneras, siempre es temeridad insigne en el padre Burriel decir que Pedro de Osma, acaso discípulo del Abulense, pagó por todos los atrevidos, siendo así que los de Pedro de Osma no fueron atrevimientos, sino formales herejías, de que siempre estuvo libre el Tostado. [564]



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- II -

Los herejes de Durango.-Fr. Alonso de Mella.

     Las noticias casi únicas que de este negocio tenemos hállanse en el capítulo 6, año 36 (1442), de la Crónica de don Juan II:

     «Ansimesmo en este tiempo se levantó en la villa de Durango una grande herejía, fue principiador della Fr. Alonso de Mella de la Orden de San Francisco, hermano de D. Juan de Mella, obispo de Zamora, que después fue cardenal. E para saber el rey la verdad, mandó a Fr. Francisco de Soria, que era muy notable religioso, así en sciencia como en vida, e a D. Juan Alonso Cherino, abad de Alcalá la Real, del su consejo, que fuesen a Vizcaya e hiciesen la pesquisa, e gela truxiesen cerrada para que su alteza en ella proveyese como a servicio de Dios e suyo cumplía: los quales cumplieron el mandato del rey, e traída ante su alteza la pesquisa, el rey envió los alguaciles suyos con asaz gente e con poderes los que eran menester para prender a todos los culpantes en aquel caso: de los quales algunos fueron traídos a Valladolid, y obstinados en sus herejía, fueron ende quemados, e muchos más fueron traídos a Santo Domingo de la Calzada, donde asimismo los quemaron: e Fr. Alonso, que había sydo comenzador de aquella herejía, luego como fue certificado que la pesquisa se hacia, huyó y se fue en Granada, donde llevó asaz mozas de aquella tierra, las cuales todas se perdieron, y él fue por los moros jugado a las cañas, e asi hubo el galardón de su malicia» (976).

     El obispo de Zamora y cardenal, hermano de Fr. Alonso de Mella, y tan diferente de él en todo, fue jurisconsulto eminente, como le apellida Eneas Silvio (977). Murió en Roma en 13 de octubre de 1467, y está enterrado en Santiago de los Españoles, con una inscripción que publica sus méritos. En la Biblioteca Vaticana yacen inéditas sus obras jurídicas (978).

     Geddes, en su Martyrologium, quiere suponer que los herejes de Durango eran valdenses, y comienza por ellos el catálogo de los protestantes españoles. Pero Mariana (1.2 c.17) dice expresamente que la secta despertada en Durango era la de los fratricellos, deshonesta y mala, una especie de alumbrados. A esta herejía debe de aludir el Dr. Montalvo en su comentario al Fuero real (ley 2 tít. 2 1.4), donde escribe: Item nunc nostris temporibus in dominatione Vizcayae, quidam vizcayni sunt de haeresi damnati; non tamen propter hoc omnes illi sunt universaliter haeretici.

     Casi hasta nuestros días duró la memoria de estos hechos y de los culpables en unos padrones de la iglesia de Durango, hasta [565] que por solicitud de familias interesadas fueron destruidos durante la guerra de la Independencia.

     Quedaban los autos originales en el coro de la parroquia, pero hacia el año 1828 mandó quemarlos un alcalde para no dar pretexto a las burlas de los comarcanos, que preguntaban siempre a los durangueses por los autos de Fr. Alfonso. ¡Pérdida irreparable para la ciencia histórica no por los nombres de los reos, que poco importaban, sino por los datos que de seguro contenían aquellos papeles sobre doctrina y que hoy nos permitirían establecer la filiación exacta de esta herejía y sus probables relaciones con la de los alumbrados de Toledo, Llerena y Sevilla en el siglo XVI! Pero ¿es probable que en tan largo tiempo cuanto estuvieron los autos en la iglesia, ningún curioso tomase copia o extracto de ellos? Amigos míos vascongados se han propuesto averiguarlo, pero hasta el presente nada me dicen (979) y (980). [566]



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- III -

Pedro de Osma.

     Este es, después de Gundisalvo y Vilanova, el nombre más ilustre entre los heterodoxos españoles de la Edad Media. Si hemos de creer a sus contemporáneos, pocos le excedían en materia teológica. Pero ya advirtió Juan de Valdés, y hubiera podido decirlo de sí propio, que hombres de grandes ingenios son los que se pierden en herejías y falsas opiniones por la falta de juicio. Y en Pedro de Osma excedía el ingenio al juicio.

     Pocas noticias quedan de él fuera de las relativas a su herejía (981). Su nombre patronímico era Martínez, aunque por su patria se llamó de Osma. Fue colegial de San Bartolomé desde el año 1444, lo mismo que el Tostado y Alfonso de la Torre; racionero de la iglesia de Salamanca, canónigo en la de Córdoba, lector de Philosophia y luego maestro de teología en la Universidad salmantina y corrector de libros eclesiásticos por delegación del deán y cabildo de aquella iglesia. Tuvo la gloria de contar entre sus discípulos y amigos a Antonio de Nebrija, quien le ensalza en estos términos en su rara Apología (982):«Nadie hay que ignore cuánto ingenio y erudición tuvo el maestro Pedro de Osma, a quien, después del Tostado, todos concedieron la primacía de las letras en nuestra edad. Siendo beneficiado de la iglesia de Salamanca le encargaron el deán y cabildo de enmendar los libros eclesiásticos, concediéndole por cada cinco pliegos diarios las que llaman distribuciones quotidianas, lo mismo que si asistiese a coro. Hay en aquella iglesia un códice muy antiguo de ambos Testamentos, del cual más de una vez me he valido. Por éste comenzó sus correcciones el maestro Osma, comparándole con algunos libros modernos y enmendando más de seiscientos lugares que yo te mostré, padre clementísimo (habla con el cardenal Cisneros), cuando estaba allí la corte» (983). [567]

     Fuera de estas tareas escriturarias, no queda noticia de más libros de Pedro de Osma que los siguientes:

     Petrus de Osma, in libros Ethicorum Aristotelis cum commento Magistri Osmensis, correctum per R. Mag. de Roa, cathedraticum in studio salmantino. Salmanticae, anno MCDXCVI (1496). Así en Méndez y en un índice de la Colombina. Cítase un manuscrito de la Biblioteca Toledana.

     Aquí se acaba un breve compendio sobre los sex libros de la Metaphisica de Aristotelis: copilado por el fijo de la philosophia natural, no denegando la moral, Pedro de Osma. Por el tiempo que él lo copiló, era licenciado en Artes, lector de philosophia natural en la Universidad de Salamanca, e despues con solepnidat grandissima recebió el Magisterio. Fue trasladado en romance por mandado de Fernan Gonzalez, regidor de la noble villa de Valladolid, Camarero de don Fadric, almirante de Castilla, por el gran desseo que tenia de cognoscer el juicio de maestre Pedro de Osma, por quanto él era muy singular amigo suyo, y en sus tiempos no era fallado semejable a él en las artes: ansi gramatica practica como speculativa: logica sophistica e rracional philosophia natural e moral: mathematica sobre todas: Theologia de Dios revelada por los santos e por juycio alcanzada: en todas las sciencias sufficientissime fue instructo... (Manuscrito del siglo XV, que poseía Pérez Bayer (984), en 4.º, de 184 folios, letra menuda.)

     De comparatione deitatis, proprietatis et personae disputatio seu repetitio. (Catálogo de la Biblioteca de Antonio Agustín. Manuscritos.)

     El libro herético causa de todas las persecuciones de Pedro de Osma se intitulaba De confessione, y debe de haberse perdido, aunque quedan trozos de él en los escritos de los impugnadores. Por otra parte, no era más que una ampliación de su Quodlibetum, que afortunadamente existe en la Biblioteca Vaticana, donde le vi y copié en 1876 (985).

     Divídese en treinta y ocho artículos, referentes todos a la confesión, a las indulgencias y al poder de las llaves. Pedro de Osma sostiene:

     1.º Que los prelados eclesiásticos no pueden absolver a ningún vivo de las penas del purgatorio, en todo ni en parte, ni perdonar el residuo de pena que queda después del sacramento, por lo mismo que no pueden imponerla. La contrición que borra el pecado debe borrar también las consecuencias, es decir, la pena. De donde infería:

     2.º Que los pecados se perdonan por la sola contrición y no por la autoridad de las llaves; y [568]

     3.º Que la confesión de los pecados in specie es de precepto, no de sacramento (986).

     ¿Pueden, sin embargo, los prelados (añade Pedro de Osma) remitir indirectamente una parte de las penas del purgatorio, ya aplicando al penitente los méritos de Cristo, lo cual dice con sofística evasiva que no es absolvere, sino pro illo solvere, ya perdonándole las penitencias que le habían impuesto, lo cual es conmutación de un tanto de pena del purgatorio, aunque el cuanto sea incierto, por lo cual las indulgencias más bien habían de llamarse sufragios?

     Parécele al maestro salmantino que no tienen más autoridad los prelados para aplicar los méritos de Cristo que para remitir la pena, aunque él mismo se contradice cuanto a lo segundo, alegando aquel texto: Quodcumque solveris super terram..., que es la condenación más palmaria de su error. Añade que el aceptar o no aceptar los méritos de alguno en tanta o cuanta cantidad depende de la voluntad de Dios, que no nos consta. ¿Hase visto modo más avieso de discurrir? ¡Como si Dios pudiera dejar de aceptar alguna vez los méritos de su Hijo!

     Afirma, pues, Pedro de Osma que sólo absuelven los prepósitos eclesiásticos de la pena en que tienen jurisdicción. A esto responden los católicos:

     1.º Que la Iglesia romana concede cada día indulgencia plenaria a vivos y difuntos.

     2.º Que esta concesión se funda en el privilegio de Pedro, quos absolveris super terram, absoluti sunt in caelo. Así le cita Osma, pero con error.

     3.º Que las indulgencias, consideradas como remisión de la pena más leve, serán casi inútiles, puesto que las penitencias son actualmente arbitrarias y muy ligeras.

     Propuestas estas objeciones y alguna más, trata de responder el teólogo de Salamanca con las siguientes evasivas:

     1.ª Que, hablando con propiedad, la Iglesia predica indulgencia de la pena de este siglo, sufragios de la pena del siglo futuro. Pero la cuestión no es de palabras, ni se resuelve con un distingo.

     2.ª Que el absoluti in caelo ha de entenderse apud Deum, en el sentido de que Dios aprueba la absolución de la pena de este siglo: «a poenis iniunctis, vel ab excommunicatione lata a iure vel ab homine, vel etiam ex opere peccati». No puede darse mayor tormento a un texto más claro. [569]

     3.ª Y contradicción palmaria: que las indulgencias remiten tanta parte de la pena del purgatorio cuanta correspondía a las penitencias impuestas. Y si pueden remitir esto, ¿por qué no más? Y si lo uno queda absuelto en el cielo, ¿por qué no lo otro? Bueno es advertir que Pedro de Osma conviene en que se aplica aliquid meriti ex auctoritate clavium.

     4 ª Que al decir la Iglesia en las concesiones de indulgencias vel de poenitentiis iniunctis, vel omnino de remissione peccatorum, absuelve de las penitencias omnino, y de la pena del siglo futuro in quantum potest.

     Sobre esta doctrina de las indulgencias no se ha de olvidar lo que dice Moehler en la Simbolica: «Desde los primeros siglos, los católicos entendieron por indulgencia la abreviación, con ciertas condiciones, de la penitencia impuesta por la Iglesia y la remisión en general de las penas temporales. Más tarde, algunos teólogos aplicaron a la palabra indulgencia un significado más extenso (ésta es la doctrina del tesoro de la Iglesia, acrecentado por los méritos de los santos); pero su opinión, aunque basada en sólidos fundamentos, no es artículo de fe. En cuanto al dogma católico, el concilio de Trento ha definido sólo que tiene la Iglesia autoridad de conceder indulgencias y que son útiles si con prudencia se dispensan» (987).

     Pedro de Osma seguía a los wiclefitas en el yerro de limitar la remisión de las penas temporales a las penitencias eclesiásticas. También era doctrina de los Pobres de León, y por eso llama a Pedro de Osma Valdensis su impugnador Juan López.

     En el libro De confessione extremaba aquél su heterodoxia hasta decir que la Iglesia romana podía errar en la fe y que algunos papas erraron y fueron herejes.

     Divulgadas desde Salamanca tan malsonantes proposiciones, fízose un processo en la muy noble cibdad de Zaragoza por el reverendo señor Miguel Ferrer, doctor en Decretos, Prior e Vicario general en la iglesia de Zaragoza, Sede vacante, contra las conclusiones de Pedro de Osma. En 14 de diciembre de 1478, el inquisidor Juan de Epila nombró procurador en este negocio a Juan Perruca. Los doctores de Zaragoza convinieron en rechazar las proposiciones heréticas o, a lo menos, sospechosas vehementísimamente, y mandaron quemar el libro (988).

     Si tan grande era el escándalo en el reino de Aragón, júzguese lo que acontecería en Castilla, donde era más conocido Pedro de Osma. El arzobispo de Toledo, Carrillo, impetró de Sixto IV una bula para proceder con autoridad pontificia contra [570] el herético teólogo, e instruyó acto continuo el proceso, cuyas actas voy a extractar, ya que, por fortuna, han llegado íntegras a nuestros días (989).

     «In Dei nomine. Amen. A honor y reverencia de Dios todopoderoso y de la Virgen Santa María su Madre, e a gloria e ensalzamiento de nuestra sancta fee cathólica, e quebrantamiento de los infieles e herejes e de todos aquellos que en otra manera sienten, predican o enseñan... Conoscida cosa sea a todos los presentes e advenideros... cómo en la villa de Alcalá de Henares, de la diócesis de Toledo, dentro de los palacios arzobispales de la dicha villa, donde posa el reverendísimo y muy magnífico Sennor don Alfonso Carrillo, por la divina misericordia Arzobispo de Toledo, primado de las Españas e chanciller mayor de Castilla, en 22 días del mes de marzo, año del nacimiento de nuestro Salvador Jesu Christo de mill e quatrocientos e setenta e nueve annos, ante dicho Señor Arzobispo, en presencia de mí, Pedro de la Puente, racionero en la Santa Iglesia de Toledo, Vicario de Brihuega, Notario Apostólico e Secretario del dicho Señor Arzobispo en su Consejo, a la audiencia de las Vísperas, parecieron ahí presentes los venerables Señores el Maestro Pedro Ximénez de Préxamo, maestro en Santa Theología, Canónigo de la Santa Iglesia de Toledo, e Pedro Díaz de Costana, Licenciado en Theología, Canónigo en la Iglesia de Burgos, e presentaron ante dicho Señor Arzobispo una bulla apostólica de nuestro Señor el Papa Sixto IV... escripta en pergamino de cuero, sellada con un sello de plomo pendiente en cuerdas de cáñamo, según costumbre de Roma, sana y entera, no viciosa ni cancellada, ni en alguna parte della sospechosa, más antes de todo vicio y suspición careciente, segundo que a prima facie parescia, su tenor de la cual es este que se sigue...»

     Renuncio a transcribir la bula, porque su contexto está reproducido casi del todo en la que después dio Sixto IV para confirmar la sentencia de Alcalá. Sabedor el Papa de que «en los reinos de España, y principalmente en el estudio salmantino (990), han aparecido algunos hijos de iniquidad, teniendo y afirmando diversas proposiciones falsas, contrarias a la fe católica, escandalosas [571] y malsonantes, componiendo y divulgando libros heréticos, da comisión al arzobispo para que, congregados algunos maestros en teología y oídos los descargos de los culpables, declare y condene el error con autoridad pontificia (auctoritate nostra) y admita a penitencia a los reos, si abjuraren, entregándolos en caso de pertinacia al brazo seglar, sea cual fuere su dignidad, fuero o privilegio» (991).

     Repárese en los términos de esta bula. El arzobispo Carrillo no procedía como diocesano ni como primado, sino como delegado apostólico, a la manera de los inquisidores de Aragón: pro executione officii inquisotionis ei commissi.

     El arzobispo, por ser obediente a los mandamientos apostólicos e por ser negocio de nuestra sancta fee cathólica, la acebtó con la reverencia que debió, e assí acebtada, con grave querella e no sin amargura de su corazón le expusieron e denunciaron que el dicho Maestro Pedro Martínez de Osma, en los años que pasaron del señor de mill e quatrocientos e setenta e seis años e en los años de setenta e siete e setenta e ocho siguiente en este presente año... ha dicho e enseñado e publicado en su cáthedra e otros lugares públicos ciertas doctrinas agenas de la verdad, sintiendo en otra manera e enseñando de los Sacramentos Eclesiásticos e confission de los pecados e del poderío dado al Señor San Pedro e a San Pablo e sus subcessores... Enseñó e publicó un libro llamado «De confessione», que comienza: «Decem sex sunt conditiones»; y acaba: «Qui viderit hoc opus, corde teneat...», en derogación del sacramento de la penitencia e confission de los pecados, e en diminucion y jactura de las llaves eclesiásticas, e poder pleníssimo dado por nuestro Redemptor a Señor San Pedro su Vicario e a sus Subcessores, assí cerca de la absolucion sacramental e partes del Sacramento de la Penitencia, como de las indulgencias apostólicas y de los prelados eclesiásticos, sintiendo mal acerca de ellas... en desperacion de los fieles que tan plenísimo e ligero medio ovieron de nuestro Redemptor por efusion de su preciosa sangre, para emendacion e remission de los pecados..., por lo cual dijeron que el dicho Maestro estaba descomulgado e en grand peligro de su ánima...

     En vista de lo cual pidieron que se procediese contra Pedro de Osma al tenor de la bula.

     «E juraron en forma por las órdenes que recibieron, poniendo las manos sobre sus pechos, que esta denunciación e lo en ella contenido non facian maliciosamente ni con ánimo de venganza, salvo con puro celo de nuestra sancta fee e religión christiana.»

     Ahora conviene que conozcamos a los dos acusadores de Pedro de Osma. Quedan bastantes noticias del Mtro. Pedro Ximénez Préxamo, natural de Logroño, según indica Floranes (992). Había [572] sido colegial de San Bartolomé con Pedro de Osma, y después canónigo y provisor de Segovia. En 1484 obtenía el deanazgo de Toledo y más adelante los obispados de Badajoz y Coria. Escribió contra los errores de Pedro de Osma un tratado rarísimo en estilo inelegante y bárbaro, dice Mariana, pero con ingenio agudo y escolástico (993). Titúlase:

     Confutatorium errorum contra claves Ecclesiae nuper editorum explicit feliciter. Fuit autem confectum anno Domini M.CCCC.LXXVIII. Per reverendum magistrum Petrum Ximenes de Préxamo, tunc canonicum toletanum. Et fuit impressum Toleti per venerabilem virum Jhoannem Vasqui. Anno Domini M.CCCC.86 (sic) pridie Kals. Augusti, praefato magistro Petro iam episcopo pacensi (994).

     Mas conocido es su Lucero de la vida christiana, impreso en Salamanca, 1493; en Burgos, 1495, y en Barcelona, traducido al catalán, 1496; obra escrita por mandado de los Reyes Católicos para doctrinar en nuestra fe a los ignorantes y, sobre todo, a los conversos del judaísmo y evitar apostasías. Opina el P. Méndez que Préxamo es el Pedro Ximénez autor del poema de la Resurrección de nuestro Redemptor Jesu-christo..., incluido en el raro Cancionero de Zaragoza, 1492, que se rotula Coplas de vita Christi, etc. (995) Redujo a compendio en dos volúmenes los comentos del Tostado sobre San Mateo: obra que, con el título de Floretum, fue estampada en Sevilla por Paulo de Colonia y Juan Pegnizer de Nuremberga en 1491. A Préxamo apellida Marineo Sículo praestantissimus theologus et vita sanctissimus.

     Pedro Díaz de Costana había sido compañero suyo y del maestro Osma en el colegio de San Bartolomé (desde 1444), profesor de Vísperas y maestro teólogo en Salamanca. Murió deán de Toledo e inquisidor el año 1488. [Su libro De confessione sacramental va dirigido principalmente contra Pedro de Osma] (996). Ni él ni Préxamo muestran la menor animosidad personal en el proceso (997).

     Recibidas sus denuncias, el arzobispo Carrillo intimó a Pedro de Osma, rigente la cáthedra de prima de Theología en las escuelas del estudio de Salamanca, que paresciera personalmente en esta nuestra villa de Alcalá de Henares, en los nuestros palacios arzobispales... a quince días andados del mes de mayo [573] siguiente, a la audiencia de la tercia, a tomar traslado de la dicha Bulla Apostólica e de la dicha denuncia e decir e alegar de su derecho...

     Al respaldo de la carta da fe Diego González de Alcalá, clérigo y notario público en Salamanca, el martes 30 de marzo de 1497, de haber notificado las letras del arzobispo a Pedro de Osma, pidiéndole éste traslado de ellas.

     En 22 de marzo había convocado el arzobispo a los siguientes teólogos:

     Don Tello de Buendía, doctor en Decretos, arcediano de Toledo. (Más adelante fue obispo de Córdoba; llámale Hernando del Pulgar hombre loable por su sciencia y honestidad de vida) (998).

     El general de la Orden de San Francisco.

     El general de Lupiana de la Orden de San Jerónimo.

     El provincial de los dominicos claustrales.

     El provincial de los dominicos observantes.

     El abad de Aguilar.

     El maestro Fr. Juan López, autor de la refutación del Quod-libetum, de Pedro de Osma, inédita en la Vaticana, y de otro tratado que citaremos después (999).

     El maestro Fr. Pedro de Ocaña.

     El maestro Fr. Pedro de Caloca, catedrático de Vísperas en Salamanca desde 1491.

     El maestro Fr. Pedro de Betoño.

     El maestro Gómez.

     El maestro Pedro Ximénez Préxamo.

     El maestro Luis de Oliveira, ministro de Castilla.

     El maestro Fr. Alfonso de Zamora.

     El maestro Fr. Diego de Mendoza.

     El maestro Pascual Ruiz.

     El maestro Fr. Juan de Sancti Spiritus.

     El maestro Fr. Juan de Santo Domingo.

     El maestro Francisco...

     El maestro García de Valdeveruelo.

     El maestro Sancho.

     El maestro Fr. Fernando.

     El maestro Antón.

     El maestro Fr. Juan Durán.

     El maestro Fr. Pedro de Loranca.

     El maestro Fr. Luis de Cuenca.

     El Dr. Zamora.

     El Dr. Cornejo.

     El Dr. Juan Ruiz de Medina.

     El Dr. Thomás de Cuenca, canónigo de Toledo.

     El Dr. Montalvo. [574]

     El Dr. Fernand Núñez.

     Los doctores e licenciados de nuestro Consejo.

     El licenciado Fr. Hernando de Talavera, prior de Santa María del Prado, después arzobispo de Granada.

     El licenciado Costana.

     El licenciado Quintanapalla.

     El licenciado de Cañizares.

     El Dr. Fernando Díaz del Castillo.

     El Dr. Fernand Sanches Calderón, Canónigo e obrero de nuestra sancta Iglesia.

     El Dr. Alfonso de Madrid.

     El Dr. Alfonso de la Quadra, catedrático de la Universidad de Valladolid.

     Envió además el arzobispo cartas mensajeras o graciosas a Pedro de Osma y a los demás, ofreciéndoles buen acogimiento y todo lo necesario para los días que estuviesen en Alcalá.

     «E después de lo susodicho, en la dicha villa de Alcalá de Henares, dentro de los... Palacios Arzobispales, en la cámara del retraymiento del dicho señor Arzobispo, en catorce dias del mes de mayo... estando presentes algunos de los señores del Consejo del Arzobispo..., nombró éste fiscal e promotor de la causa al honrado Pedro Ruiz de Riaza, Bachiller en Artes, Rector de la Iglesia de Torrejón de Ardoz e Beneficiado en la Iglesia de San Juste de Alcalá.»

     «En quince días del mes de mayo, a la audiencia de tercia, en la sala que es en los dichos Palacios, que estaba aparejada e entoldada de paños ricos, e en medio della un estrado rico..., el señor Arzobispo, después de oyda misa solemne de Nuestra Señora según lo acostumbra cada sábado, salió con los del su Consejo a la dicha sala... e asentóse en el estrado... con algunos de los dichos Reverendos, Maestros e Doctores que quisieron venir al acto... E luego incontinente paresció... el dicho Pedro Ruiz de Riaza... e acusó las rebeldías e contumacias del Maestro Osma e de los otros non comparescientes.» El arzobispo señaló nuevo plazo hasta el lunes primero siguiente.

     Rui Martínez de Enciso suplicó que se examinasen los tratados compuestos con ocasión del De confessione, de Pedro de Osma.

     Pedro de Hoyuelos, criado y capellán de éste, presentó en su defensa un escrito, donde el referido maestro decía: Puse en obra de continuar mi camino con propósito e voluntad de yr en el dicho término, e desque llegué a este monesterío de Santa María de Gracia, extramuros de la villa de Madrigal, estó doliente en tal manera que yo non puedo partir... sin gran peligro de mi persona; por lo cual daba poder en su causa, con fecha 4 de mayo, al bachiller Alfonso de Montoya, a Gómez de Salmoral y al mismo Pedro de Hoyuelos,quien probó con testimonio de Juan de Aspa, físico de la Reyna Nuestra Señora, e información de testigos, que Pedro de Osma había salido de Salamanca [575] el 30 de abril, llegando el sábado 1.º de mayo a Madrigal, donde le sobrevino fiebre hética con grand consumpción de los miembros, e con muy grand flaquiza... e otra fiebre pútrida, de que ha estado y está a grand peligro de muerte.

     Al domingo siguiente, oída misa del Espíritu Santo, con sermón de Fr. Diego de Mendoza, reuniéronse todos en el Estrado y habló el arzobispo en elegante latín y no poca retórica, como era uso en aquellos días del Renacimiento: Quamquam ves ista tam difficilis tamque gravis et mihi penitus ingrata sit... Lamentóse de la caída de Pedro de Osma, recordó los áureos tiempos del estudio salmantino: Recordare, igitur, recordare, Universitas Salmantina, cum per praeterita tempora apud te studia propagarentur litterarum, quasi aurea saecula dies illos vidimus prosperari... fidem exaltari, etc.

     Pronunciaron sendos discursos el arcediano Tello de Buendía y el secretario Pedro de Puente, exhortando éste a los teólogos congregados a desechar toda emulación y proceder con orden y sigilo. El doctor en Decretos y consejero real Diego Gómez de Zamora, catedrático salmantino, salió con mucho calor a la defensa de su Universidad, infamada por culpa de uno de sus maestros: Qui te obscuravit, quis te commaculavit et infamavit? Pero todos se sosegaron después de un breve razonamiento del licenciado Costana.

     El lunes comenzaron a discutirse y calificarse las nueve proposiciones extractadas por Préxamo y Costana del libro De confessione, a saber:

     1.ª Los pecados mortales, cuanto a la culpa y pena del siglo futuro, se borran por la sola contrición, sin el poder de las llaves.

     2.ª La confesión de los pecados in specie es estatuto universal de la Iglesia, pero no de derecho divino.

     3.ª Los malos pensamientos no deben confesarse; basta a borrarlos la sola displicencia, sin el poder de las llaves.

     4.ª La confesión debe ser secreta en el sentido de confesarse los pecados secretos y no los manifiestos.

     5.ª No se ha de absolver al penitente sino después de cumplida la penitencia.

     6.ª El papa no puede conceder a ningún vivo indulgencia de la pena del purgatorio.

     7ª La Iglesia romana puede errar en materia de fe.

     8.ª El papa no puede dispensar en los estatutos de la Iglesia universal.

     9.ª El sacramento de la Penitencia, cuanto a la colación de la gracia, es sacramento natural, no instituido en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento (1000). [576]

     De los teólogos convocados por el arzobispo asistieron sólo D. Tello de Buendía, el provincial de San Francisco, Fr. Luis de Olivera, Préxamo, Costana, Tomás de Cuenca, Fr. Hernando de Talavera, el Dr. Zamora, el Dr. Cornejo, D. Juan de Colmenares, abad de Aguilar; el licenciado Quintanapalla, Fr. Pedro de Caloca, Fr. Luis de Cuenca, Fr. Antón de Valderrábano, guardián de la Observancia; Fr. Juan de Sancti Spiritus, dominico; Fernand Martínez de Toledo, el Dr. Días del Castillo, Fr. Pedro de Ocaña, Fr. Diego de Betoño, que debe ser el Fr. Pedro de las letras anteriores, y Fr. Diego de Mendoza.

     Los demás se excusaron con varios pretextos o nombraron quien los substituyera. Por eso aparecen los siguientes nombres nuevos:

     Don Vasco de Rivera, doctor en Decretos, arcediano de Talavera.

     Fr. Guillermo Berto, vicario de la Observancia de los Menores claramontanos.

     Fr. Rodrigo Auriense, prior de San Bartolomé de Lupiana.

     Fr. Diego de Toledo, prior del Frexno del Val. de jerónimos.

     Fr. Juan de Truxillo y Fr. Diego de Zamora, del mismo monasterio.

     Garci-Fernández de Alcalá, canónigo de Toledo.

     Juan Pérez de Treviños, ídem.

     Maestre García Quixada, fraile de San Francisco.

     Licenciado Fr. Alfonso, de la misma Orden.

     Sancho de Torquemada, deán de Valladolid.

     Fernando de Roa, catedrático de Moral en Salamanca.

     Fr. Olivero Mallandi, custodio (guardián) de los Menores observantes de Bretaña.

     Fr. García, guardián de los observantes de Madrid.

     Martín Alfonso de la Torre, visitador de Segovia.

     Fr. Pedro de Blancos, franciscano.

     Fr. Ambrosio de Florencia, dominico.

     Fr. Francisco de Carrión, franciscano.

     Fr. Juan de Toledo, agustino.

     Fr. Juan Yarca, presentado, dominico, prior de San Pedro Mártir, de Toledo.

     Fr. Diego de Deza, dominico.

     Fr. Alonso de la Espina. Créole distinto del autor del Fortalitium. Fue después inquisidor en Barcelona.

     Fr. Alfonso de Villarreal. [577]

     Rui Martínez de Enciso.

     Fr. Antón, prior de Medina, dominico.

     Fr. Diego de Peralta, comendador del hospital de Sancti Spiritus, de Soria.

     Fr. Bartolomé de Córdoba, franciscano.

     Fr. Pedro de Vitoria, ídem.

     Fr. Sancho de Fontenova, ídem.

     Fr. Bernardo de Santa María, presentado, dominico.

     Fr. Fernando de Santa María, dominico, prior de Santa María la Real.

     Pedro Ruiz Berto.

     Gabriel Vázquez, consejero del arzobispo.

     El bachiller Alvar González Capillas, canónigo de Córdoba, consejero del arzobispo.

     El bachiller Alfonso Mejía, consejero.

     Íñigo López Aguado, bachiller en Decretos, consejero del arzobispo.

     El bachiller de Santo Domingo.

     El bachiller Alfonso de Montoya.

     Diego González, bachiller en Leyes.

     Total, 58; que no fue menos numerosa y lucida la congregación de teólogos que el arzobispo Carrillo, varón alentado y de regios pensamientos, quiso reunir en su villa de Alcalá.

     Casi todos se manifestaron adversos a Pedro de Osma; sólo los maestros Roa, Deza y Sancti Spiritus y los licenciados Quintanapalla y Enciso procuraron excusarle. Pedro Ruiz de Riaza tornó a acusar su rebeldía. Pedro de Hoyuelos presentó nueva suplicación para que se prorrogase el término.

     Martes (segunda sesión). Pide el fiscal Riaza que se proceda en la causa, a pesar de la petición de Hoyuelos. Préxamo y Costana denuncian a Fr. Diego de Deza, Roa, etc., como a fautores y defensores de Pedro de Osma. Quintanapalla se justifica de haber errado ex lapsu linguae, non ex proposito. Deza y los restantes dijeron que exponían los motivos de Pedro de Osma, pero sin seguir su opinión.

     Aquel día, a la audiencia de vísperas, recogió el arzobispo los votos de los doctores sobre las nueve proposiciones. Casi todos las tacharon de erróneas, escandalosas, malsonantes, etc., y juzgaron que el libro debía ser entregado a las llamas.

     Dieron pareceres más benignos:

     1.º Fr. Hernando de Talavera, que calificó la segunda proposición de indiscreta; la tercera y sexta, de falsas; la quinta, de contraria a los estatutos de la Iglesia; sobre la primera dijo que no comprendía bien la mente del autor; sobre la cuarta, que él opinaba lo contrario, es decir, que habían de ser confesados en secreto, así los pecados secretos como los públicos; sobre la séptima, que, en su opinión, la Iglesia de Roma no podía errar nunca en materia de fide et moribus; de la octava, [578] que el creía lo contrario. Calificó la nona de opinable, y del libro dijo que ojalá nunca hubiera sido escrito (1001).

     2.º Juan de Quintanapalla dijo que a la Iglesia tocaba decidir si la primera conclusión era errónea o falsa, aunque él había defendido siempre la contraria como más segura. La segunda le parecía opinable. Acerca de la tercera, que podía engendrar daño, debía imponerse silencio al maestro Osma y borrarla de su libro. La cuarta era herética; la quinta, contra consuetudinem Ecclesiae; la sexta, ut iacet, falsa, lo mismo que la octava. De la séptima dijo que el papa, adhibito consilio, no podía errar en las cosas de fe. La nona, opinable, aunque en todo se sometía al juicio de la Iglesia (1002).

     Quintanapalla parece en ocasiones un discípulo vergonzante de Pedro de Osma. [579]

     3.º Fr. Diego de Deza juzgó las proposiciones tercera y cuarta erróneas; la quinta, contra consuetudinem Ecclesiae; la sexta, prout iacet, falsa; las demás, opinables, aunque él llevaba la contraria (1003).

     4.º Fernando de Roa, catedrático de Filosofía moral en Salamanca, tenía la primera proposición por disputable, no constándole que hubiera decisión de la Iglesia en contra; la segunda, por malsonante; la tercera, según estaba, podía ser escandalosa; la cuarta y quinta, contra consuetudinem Ecclesiae, aunque no erróneas ni falsas; la sexta y séptima, ambiguas y controvertibles; la novena, probable (1004).

     También es sospechoso este comprofesor de Pedro de Osma.

     5.º Rui Martínez de Enciso, sin decidirse acerca de la primera y sometiéndose en todo al juicio de la Iglesia, calificó la segunda de opinable; la tercera, de contraria a un concilio general; la cuarta, de malsonante, aunque salvaba la intención del Mtro. Osma; la quinta, de contraria a la disciplina de la Iglesia; la sexta, de herética, ut iacet, aunque no lo era en la mente de Pedro de Osma. Cuanto a la séptima y octava, llevaba la contraria. Tenía la nona por opinable (1005).

     Miércoles 19 de mayo. Nuevo escrito de Pedro de Hoyuelos pidiendo dilaciones por la presentación del acusado. Se dio traslado al fiscal Riaza.

     Viernes 21 de mayo. Pide el fiscal que se desestime el impedimento presentado por Hoyuelos.

     Sábado 22. Apela Pedro de Hoyuelos contra todo lo que se hiciere en ausencia de Pedro de Osma y presenta nuevos testigos de su enfermedad, entre ellos a Fr. Diego de Deza.

     Nuevo escrito de Riaza contra el recurso de impedimento. Prueba con información de testigos que muchos, por haber leído el libro de Pedro de Osma, no se querían confesar y decían que no había sino nacer y morir. En un lugar dejaron de confesarse hasta ochenta vecinos. Unida al escrito de Riaza va una copia del proceso de Zaragoza.

     El arzobispo dio por cerrada la causa. Y el martes 23 de mayo «ordenóse una procesión muy solempne en la qual iba el dicho señor e todos los otros Reverendos Doctores, e en medio de la dicha Procesión yba el dicho Pedro Ruiz de Riaza, promotor fiscal, caballero en una mula, e levaba en la mano el dicho libro que compuso el dicho Maestro, cubierto de un velo prieto, en señal de luto... E así fueron a la iglesia de Santa María de la dicha villa, en la puerta principal de la qual estaba aderezado un cadahalso con muchas gradas, entoldado de paños y ricamente, en medio della una silla eminente con un dosser rico a las espaldas para el dicho Arzobispo». Allí, después de haber oído en la iglesia misa solemne y sermón, leyó Pedro de Ponte la sentencia del arzobispo, condenando la doctrina por herética y mandando quemar el libro. En el término de treinta días debía fijarse esta sentencia, en latín y castellano, en todos los monasterios, catedrales, colegios, universidades, etc. Al mismo tiempo declara inocentes a la ciudad, estudio e iglesia de Salamanca, y manda quemar en el término de tres días todos los ejemplares del libro De confessione. [580]

     Incontinenti fue entregado uno de ellos a la justicia seglar y quemado en medio de la plaza.

     El secretario, Pedro de Ponte, amenizó el acto con una oración de gracias en estilo ciceroniano: Vellem hodierna die, dignissime praesul..., donde hay hasta la pedantería de llamar Patres conscripti a los doctores.

     El 29 de mayo se concedió a Pedro de Osma un término de treinta días para comparecer en Alcalá a la audiencia de vísperas y hacer la abjuración y obediencia.

     El 10 de junio se le hizo la intimación en Madrigal.

     El arzobispo, por cartas a D. Gonzalo de Vivero, obispo de Salamanca, y al rector, maestrescuelas y doctores de aquella Universidad, les mandó y amonestó, por autoridad apostólica (1006), quemar solemnemente, en el término de nueve días, todas las copias del libro De confessione.

     Pedro de Osma, a quien habían detenido en Madrigal más bien el temor y la inquieta conciencia que la enfermedad, compareció al fin en Alcalá de Henares, y el Arzobispo mandó facer una procesión solempne... el día de la fiesta de los Bienaventurados San Pedro e San Pablo..., en la qual concurrió todo el clero e religiosos con el pueblo..., yendo el dicho maestro en medio de la dicha procesión, una hacha encendida en la mano, con mucha obediencia cerca del Preste, e así llegada la dicha procesión al nuestro monasterio del Señor Sant Francisco..., el dicho maestro subió en el púlpito de la iglesia... e, después de fecha por él cierta proposición..., abjuró los errores en la forma que se sigue.

     No transcribo la fórmula de abjuración porque fue ya publicada por Fr. Bartolomé Carranza en la Suma de los concilios y porque en nada se aparta de los usos canónicos (1007).

     Por penitencia se impuso a Pedro de Osma la de no entrar en Salamanca ni en sus términos, media legua en contorno, durante un año, restituyéndosele en lo demás a sus honores y beneficios. Tan suave fue la pena como amplia y razonada había sido la discusión que precedió al juicio.

     Sixto IV confirmó la sentencia por bula de 10 de agosto de 1480, después de haber dado comisión de examinar las actas a los cardenales Esteban, de Santa María in Transtevere, y Juan, de Santa Práxedes.

     De esta bula vio un ejemplar el arzobispo Carranza en el convento de dominicos de San Vicente de Plasencia, además del original que existe en Toledo (1008). Pero no la publicó él, aunque lo afirme nuestro Floranes, sino Fr. Alfonso de Castro, [581] en el libro IV Adversus haereses (1009), cuya primera edición es de 1534.

     Pedro de Osma murió al año siguiente en el convento de San Francisco, de Alcalá.

     Tomo la siguiente noticia de la Historia de la Universidad de Salamanca (1010), por Pedro Chacón: «Haviendo un maestro de otra Universidad, gran letrado, al leer una cátedra de Teología en Salamanca, fundado en su lectura cierta opinión nueva acerca de la confesión y poder del Papa, y atreviéndose después a imprimirla, siendo convencido primero della, mandó la Universidad que en día señalado se hiciese una solemne procesión en que se hallasen todas las personas del estudio, y que con ceremonias santas se desenviciasen las escuelas, y en la capilla dellas se celebrase una Misa del Espíritu Santo, y un sermón en el qual la tal opinión se detestasse, y acabado el officio en medio del patio, y en presencia de todos, se quemase la cátedra donde había leído, y los libros donde estaba escrita, y no se partiessen de allí hasta ser vuelto todo ceniza.»

     Dice esto Chacón con referencia al libro de claustros de 24 de junio de 1477, y debemos creerle, aunque en su narración hay mas de una inexactitud, como suponer que Pedro de Osma procedía de otra universidad, siendo así que aprendió y enseñó siempre en Salamanca y que su libro se imprimió, lo cual en ninguna parte del proceso consta ni parece verosímil.

     He nombrado ya a los impugnadores del libro De confessione, Pedro Ximénez Préxamo, Costana, Juan López. Los reparos de éste al Quodlibetum se hallan en la Biblioteca Vaticana. Su Defensorium fidei contra garrulos praeceptores, que sólo tiene de latino el rótulo, fue recogido por el P. Burriel en la colección de papeles relativos a Pedro de Osma. Tiene la fecha de 1479 y está dirigido «al redotable fidalgo intitulado de alto linaje, justicia et corregidor et los otros conscriptos varones, regidores et cavalleros, escuderos, et los otros oficiales católicos, et buenos hombres vecinos et moradores de la noble cibdad de Salamanca, et de su tierra». Fray Juan López se apellida conterráneo de los salmantinos, carregado de fuerzas, en vicio de hedat, etc., y discúlpase de haber escrito en castellano: «Por quanto a todos los latinos generalmente les agradan más todas las Escripturas en latín que en romance, por ser más dulce e compendiosa lengua, podrían desir e maravillarse del Reverendo Señor Maestro Fr. Juan López no le ser tan posible escribir contra el Reverendo Maestro de Osma en Romance como en Latín. Quanto más haviendo escripto el maestro de Osma en latín, no parecia congruo impugnarlo en romance: no sabiendo los tales cómo el Maestro Fr. Juan López tiene fechos tres tratados en latín de asás escriptura contra el dicho [582] Maestro Osma. El que verlos quiera, fallarlos ha en poder del Licenciado Costana. Por ende sepan todos los que este tractado leyeren, que el dicho Maestro Fr. Juan López vino a disputar esta materia a Salamanca contra el dicho Maestro de Osma e le requirió que viniese a las Escuelas a la disputa, que ge la entendía impugnar por herética. Y el dicho Maestro de Osma no quiso con él disputar, seyerido requerido por los Señores Deán et Arcediano et Chantre de la Iglesia de Salamanca, e ansimismo por los Reverendos Maestros de Theología Fr. Pedro de Caloca et Fray Diego de Bretonio et Fr. Juan de Sancti Spíritus... e a todos denegó la disputa. Y como algunos caballeros y regidores y otros nobles, que estaban en las Escuelas esperando la disputa, viesen que no venia... en execución, pedieron por merced al dicho Maestro Fr. Juan López que para evitar algunas dudas de sus conciencias que acerca de esto habían tenido, les quisiesse informar de la verdat cathólica en romance» (1011).

     Melchor Cano, en su hermosa Relectio de poenitentia, llama Concilio complutense a la Junta de teólogos que condenó a Pedro de Osma, cuyas proposiciones trae y reprueba.

     Pedro de Osma no fundó secta, ni tuvo discípulos, ni es más que un hecho aislado, como voz perdida de los wiclefitas y husitas en España. Pero al rechazar la infalibilidad de la Iglesia, no ya de su cabeza; la potestad de las llaves, las indulgencias, y reducir la confesión sacramental a los pecados ocultos, y no de pensamiento, destruyéndola casi con tales límites, cortapisas y laxitudes, precedía y anunciaba a los reformistas. Es, en tal sentido, el primer protestante español.

     Por dicha abjuró de sus yerros, y todo induce a creer que murió sinceramente arrepentido. En los contemporáneos, el recuerdo de su saber y agudeza escolástica se sobrepuso al de su caída, y ya vimos cómo le elogiaba años después Antonio de Nebrija.

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