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Libro cuarto



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Preámbulo

     Con la ayuda de Dios damos comienzo a la historia de la llamada Reforma en España, asunto no poco diverso de los que en libros anteriores nos han ocupado, aunque no tanto como pudieran imaginar los que en la Reforma se obstinan en ver no una de tantas herejías parciales, más o menos grave y nueva, sino un mero fenómeno histórico, un hecho. De ellos es nuestro Balmes en su obra inmortal de El protestantismo comparado con el catolicismo. Y no porque el filósofo de Vich desconociese en manera alguna la importancia de las diferencias dogmáticas entre católicos y protestantes, sino porque juzgó sabiamente que las materias deben tratarse conforme a las necesidades del tiempo, moviéndole esto a considerar tan sólo las consecuencia sociales de la Reforma y a mostrar lo vano y mal sentado de los títulos de gloria que bajo este aspecto le atribuían sus secuaces. Pero no acertó en suponer que «si se quiere atacar al protestantismo en sus doctrinas no se sabe adónde dirigirse, porque no se sabe nunca cuáles son éstas y aun él propio lo ignora, pudiendo decirse que bajo este aspecto el protestantismo es invulnerable», a lo cual añade que sólo se le puede refutar por el método de Bossuet, es decir, haciendo la historia de sus variaciones. Buen método es éste, porque lo que varía no es verdad, y bueno es también el de Balmes, porque al árbol se le conoce por sus frutos y a la doctrina por sus consecuencias históricas; pero es notoria exageración que de ninguna suerte hubieran aceptado los grandes controversistas católicos del siglo XVI, ni en nuestros días el autor de La Simbólica, el decir que el protestantismo no tiene doctrinas. Sí que las tiene, y muy funestas y perniciosas y en su esencia comunes a todas las sectas.

     Entiéndase que cuando hablamos de protestantismo entendemos referirnos al del siglo XVI, en que las cuestiones teológicas dividían hondamente los ánimos, y no al de nuestros días, que apenas conserva del antiguo mas que el nombre, y viene a ser las más de las veces un racionalismo o deísmo mitigado, en que hasta cabe la negación de lo sobrenatural, que hubiera horrorizado al más audaz de los innovadores antiguos. [656] De estos reformados modernos, bien puede decirse que no tienen dogmas, o que no se sabe a punto fijo cuáles sean, o que los interpretan con toda latitud y según mejor les cuadra. Pero no era así en tiempo de Lutero, Zuinglio y Calvino, intolerantes y exclusivos todos, cada cual a su manera.

     De esa consideración parcial y puramente histórica del protestantismo resultan graves erros, en que incurren así los apologistas como los impugnadores. Empéñanse los unos en presentar a aquellos heresiarcas como campeones o mártires del libre examen y de la libertad cristiana, cuando de todo se cuidaban más que de esto, y a renglón seguido de proclamar el principio, faltaban a él en teoría y en práctica, sustituyendo su propia autoridad a la de la Iglesia, erigiéndose cada cual en dictador y maestro y persiguiendo, quemando y encarcelando con mayor dureza que los ortodoxos. Esto cuando la autoridad estaba en sus manos, como aconteció a Calvino en Ginebra o a Enrique VIII e Isabel en Inglaterra, porque cuando andaban perseguidos y desterrados, como nuestros calvinistas Corro y Valera, solían invocar la tolerancia y libertad de conciencia. Es error grave prestar ideas modernas a los que en esto obraban como cualquier otra secta herética de la antigüedad y de los tiempos medios. El libre examen, la inspiración individual, el derecho de interpretar cada cual las Escrituras, nada tenía de nuevo. Muchas sectas lo habían predicado, desde los gnósticos en adelante. Claro que no está en el libre examen la esencia del protestantismo. Si hubieran comprendido los luteranos y calvinistas el alcance de este principio, ni un día hubiera durado la Reforma. Los socinianos hubieran acabado con ella, a poca lógica que los primeros protestantes hubiesen tenido. Vemos, sin embargo, que la ortodoxia reformista se conservó bastante bien durante dos siglos. Luego tenía dogmas menos movedizos que el libre examen, y es preciso investigarlos.

     Otro error no menos grave, aunque ya mil veces refutado, es el de fijarse sólo en el nombre de Reforma y considerarla como una protesta contra los abusos y escándalos de la Iglesia, cuando, lejos de atajar ninguno, vino a acrecentarlos y a traer otros nuevos e inauditos. Que la Iglesia y las costumbres no estaban bien a fines del siglo XV y principios del XVI, verdades, aunque harto triste, y nunca lo han negado los escritores católicos, aunque en el señalar las causas haya alguna diversidad.

     Afirman ciertos huraños escritores, reñidos con las musas y las gracias, de los cuales pudiéramos decir:

Nec deus hunc mensa, dea nec dignata cubili est,

que todo dependía del renacimiento y de la resurrección de las letras clásicas. Para sostener tamaño desvarío sería preciso borrar de la historia el siglo X, el siglo XVI y otros siglos medios, en que no había letras clásicas, pero sí muy malas costumbres, [657] unidas a una bárbara ignorancia, dado que la ignorancia y el mal gusto a nadie libran de caer en vicios y pecados (1145). El concubinato de los clérigos y la simonía no eran más frecuentes en el siglo XV que en tiempo de San Gregorio VII. Ni las Marozias y Teodoras disponían a su arbitrio de la tiara como en los días del siglo X. Los que en la Edad Media sólo ven virtudes y en el Renacimiento sombras, trabajo tendrán para explicar los pontificados de Sergio, de León VI y Juan XI. Aquella opresión continua de la Iglesia, entregada a emperadores germanos, barones de Toscana y mujeres ambiciosas; aquella serie de deposiciones y asesinatos..., cosas son de que apenas se encuentra vestigio en los tiempos del neopaganismo. ¿No hay razón para preferir cualquiera época a aquélla, de la cual escribió el cardenal Baronio estas amargas frases?: Quam foedissima Ecclesiae romanae facies, quum Romae dominarentur potentissimae aeque ac sordidissimae meretrices, quorum arbitrio mutarentur sedes, darentur episcopatus et, quod auditu horrendum et infandum est, intruderentur in sedem Petri earum amasii pseudo-pontifices, qui non sunt nisi ad consignanda tantum. tempora in catalogo Romanorum pontificum scripti! (1146) ¿Acaso se han perdido los escritos de San Pedro Damián, por donde sabemos que ningún vicio, ni aun de los más abominables y nefandos, era extraño a los clérigos de su tiempo, cuyas costumbres, con evangélica y valiente severidad, nota y censura? ¿No están las actas de los concilios clamando a voces contra esas apologías de la Edad Media en que se pretende establecer sacrílega alianza entre el cristianismo y la barbarie? ¡Qué clamores, qué resistencias no se alzaron contra San Gregorio VII cuando quiso restablecer la observancia del celibato y acabar con la simonía! Los clérigos simoníacos y concubinarios encontraron [658] defensa en la espada de los emperadores alemanes y no pararon hasta hacerle morir en el destierro. ¿Quién no conoce las recias invectivas de San Bernardo contra la gula y el lujo, la soberbia, avaricia y rapacidad de muchos monjes de su tiempo? Cierto que las costumbres mejoraron en el siglo XIII, época de mucha gloria para la Iglesia y de gran desarrollo para el arte que por excelencia llaman cristiano. Pero al terminar aquel siglo y en todo el XIV se verifica un como retroceso a la barbarie y a la corrupción, de que hay pruebas abundantísimas con sólo abrir cualquier libro de aquel tiempo, desde el Planctus Ecclesiae, de Alvaro Pelagio, hasta los cuentos de Bocaccio. Nuestros lectores saben ya a qué atenerse respecto de este siglo por lo que dijimos en uno de los capítulos anteriores, recogiendo los testimonios de autores españoles que describen aquel triste estado social. Se dirá (¿qué no se dice para sostener una tesis vana?) que ya comenzaba el Renacimiento; y a esto se puede y debe contestar que los horrores y aberraciones morales de este siglo fueron menores en Italia que en Francia, España, Inglaterra y Alemania, países donde el Renacimiento había penetrado muy poco o era casi desconocido.

     Con Renacimiento y sin Renacimiento hubiera sido el siglo XV una edad viciosa y necesitada de reforma, dados tales precedentes. Sólo que en el siglo X había vicios y no había esplendor de ciencias y artes, y en el XV y XVI brillan y florecen tanto éstas, que a muchos críticos les hacen incurrir en el sofisma post hoc, o más bien, iuxta hoc, ergo propter hoc, sin considerar que en último caso no es el arte el que corrompe la sociedad, sino la sociedad la que corrompe al arte, puesto que ella le hace y produce. Esto suponiendo que el arte del Renacimiento fuera malo y vitando, lo cual es contrario a toda verdad histórica, a no ser que se tomen por tipo y norma general aberraciones y descarríos particulares, lo cual es otro sofisma muy vulgar y corriente. Claro que si se trae por ejemplar del arte de la Edad Media el Dies irae o el Stabat Mater, y del Renacimiento la Mandrágora, de Maquiavelo, o el Hermaphrodita, de Poggio, parecerá execranda y obra de demonios encarnados esta nueva literatura. Pero este argumento, a fuerza de probar mucho, no prueba nada. Con igual razón se puede decir: pónganse de una parte los edificantes fabliaux de la Francia del Norte o los versos provenzales del cruzado Guillermo de Poitiers y de Guillem de Bergadam, y de otra, la Cristiada, de Jerónimo Vida, y ésta parecerá obra de ángeles en el cotejo. La comparación, para ser igual, ha de establecerse entre obras del mismo género. ¿No vale más prescindir de estos insulsos lugares comunes de paganismo y renacimiento y confesar que el hombre, aun en las sociedades cristianas, ha solido andar muy fuera de camino, tropezando y cayendo, así en las obras artísticas como en la vida? [659]

     Volvamos a la necesidad de reforma y al estado de la Iglesia. Nacía ésta de causas muy diversas, siendo la principal de todas el menoscabo de la autoridad pontificia desde los tiempos de Bonifacio VIII, de Nogaret y Sciarra Colonna. La traslación de la Santa Sede a Aviñón, el largo cautiverio de Babilonia, el cisma de Occidente, los concilios de Constanza y Basilea en sus últimas sesiones, todo había contribuido a quitar prestigio y fuerza a Roma en el ánimo de las muchedumbres, haciendo nacer un semillero de herejías: wicleffitas, husitas, etcétera, que abrieron el camino a Lutero. La tiranía de los príncipes seculares, sobre todo de los alemanes y franceses, había pesado durísimamente sobre el poder papal. La simonía y el concederse los más pingües beneficios eclesiásticos, en edad muy temprana, a hijos de reyes o de grandes señores, era frecuentísimo, así como el reunirse varias mitras en una misma cabeza. A consecuencia de la incuria e ignorancia de muchos prelados las iglesias yacían abandonadas, así como la instrucción religiosa de la plebe, que fácilmente se arrojaba a supersticiones y herejías. En muchas diócesis la administración de sacramentos no era tan frecuente como debiera. Los monasterios eran muy ricos y solían emplear sus riquezas para bien, pero no dejaban de resentirse de los males propios de la riqueza: el fausto y las comodidades, que se avenían mal con lo austero de la vida monástica. También las Ordenes mendicantes se habían apartado, y no poco, de las huellas de sus fundadores, y es unánime el testimonio de los escritores de entonces, no sólo de los protestantes, no sólo de los renacientes, sino de los más fervorosos católicos, en acusar a los frailes, quizá con demasiada generalidad, de ignorantes, glotones, aseglarados, díscolos y licenciosos. Por lo que hace a nuestra España, ¿no prueba demasiado la verdad de estas acusaciones la grande y verdadera reforma que tuvieron que hacer la Reina Católica y Cisneros? ¿ Y no se prueba la verdad de todo lo que venimos diciendo con la simple lectura de los capítulos De reformatione del Tridentino?

     Si así andaba la cabeza, ¿cómo andaría el cuerpo? La traición y el envenenamiento era cosa común, sobre todo en Italia. Maquiavelo redujo a reglas la inmoralidad política, y no se cansó de describir los ingeniosos artificios de que se valió César Borgia para deshacerse de Vitellozo Vitelli, Oliverotto da Fermo, el señor Pagolo y el duque de Gravino Orsini. El faltar a la fe de los tratados y a la palabra empeñada se tenía por cosa de juego o muestra de habilidad, y no anduvo inmune de este pecado nuestro Fernando el Católico. De liviandades no se hable; a nadie escandalizaban los amancebamien, tos y barraganías públicas; dondequiera se tropezaba con bastardos de cardenales y príncipes de la Iglesia, el adulterio era asimismo frecuentísimo. Cundía la afición a la magia y a las ciencias ocultas... ¿Para que ennegrecer más este cuadro recordando [660] las liviandades de Sixto IV y Alejandro VI? Si alguna prueba necesitáramos de lo indestructible del fundamento divino de la Iglesia católica, nos la daría su estabilidad y permanencia en medio de tantas tribulaciones; el no haber emanado error alguno de la Cátedra de San Pedro, fuese quien fuese el que la ocupaba, y el haber tenido la Iglesia valor y constancia para reformar la disciplina y las costumbres de la manera con que lo llevó a cabo en el siglo XVI.

     De tales abusos tomaron pretexto los protestantes para sus declamaciones, exagerándolo y abultándolo todo. Y, sin embargo, nadie deseaba tanto la reforma como los católicos. Desde los tiempos de San Bernardo se venía clamando por ella. «¡Quién me concediera, antes de morir, ver la Iglesia como en sus primeros días!», exclamaba aquel santo en una de sus epístolas (1147) al papa Eugenio. Y por la reforma clamaron Gerson y Pedro de Alliaco, y ya en el siglo XV el cardenal Juliano, legado en Alemania en tiempo de Eugenio IV. Contemplaba Juliano las reliquias de la herejía husita; veía el odio del pueblo contra el estado eclesiástico, que era, en su opinión, incorregible; anunciaba una revolución laica en Alemania y añadía proféticamente: «Ya está el hacha al pie del árbol.»

     El hacha fue Lutero, que vino a traer no la reforma, sino la desolación; no la antigua disciplina, sino el cisma y la herejía; y que, lejos de corregir ni reformar nada, autorizó con su ejemplo el romper los votos y el casamiento de los clérigos y sancionó en una consulta teológica, juntamente con Melanchton y Bucero, la bigamia del landgrave de Hesse. La reforma pedida por los doctores católicos se refería sólo a la disciplina; la pseudo-reforma era una herejía dogmática, que venía a tras, tornar de alto abajo toda la concepción antropológica del cristianismo.

     Si la Reforma no era protesta contra los abusos, ¿qué venía a ser y de qué fuentes nacía? Los que se desentienden completamente de sus dogmas y se enamoran de vacías fórmulas históricas, dicen que una consecuencia del Renacimiento; y esto lo afirman, con rara conformidad. ciertos amigos suyos y ciertos adversarios. Para darles la razón sería preciso que demostrasen que los grandes artistas y escritores del Renacimiento italiano eran partidarios o fautores de la doctrina de la fe que justifica sin las obras, punto capital de la doctrina luterana. Y como esto es un absurdo y no puede demostrarse; como el movimiento ni empezó ni hizo grandes progresos en Italia, foco principal del arte y de la ciencia restaurados, sino en Alemania, país antilatino y anticlásico por excelencia; como Erasmo y todos los demás que abrieron el camino a Lutero eran también germanos y no latinos, y emplearon la mitad de sus escritos en diatribas contra el paganismo de la corte de León X; como la Reforma, por boca de Melanchton, hizo un capítulo de acusación [661] a los católicos por haber aprendido en la escuela de los gentiles y haber seguido a Platón en el uso de los vocablos razón y libre albedrío, que se oponían al fatalismo protestante; como los errores y herejías que germinaron en la Italia del Renacimiento no se parecen a los de Alemania sino en ser herejías y errores, sin que tenga que ver nada Lutero con la impiedad política de Maquiavelo, ni con el materialismo de Pomponazzi, ni con los sueños teosóficos de la Academia de Florencia, ni con el culto pagano de Pomponio Leto; como el Renacimiento es un hecho múltiple y complicadísimo y la Reforma una herejía clara, bien definida y neta, al modo del gnosticismo o el nestorianismo, a cualquiera se le alcanza que esa supuesta filiación de la Reforma es un nuevo sofisma iuxta hoc, ergo propter hoc, aunque en él hayan caído escritores católicos de cuenta, sin advertir que de ese modo condenan y maldicen toda una maravillosa civilización, protegida y amparada por la Iglesia católica, y gloria del catolicismo; y vienen a dar indirectamente la razón a Erasmo, a Ulrico de Hütten, a Lutero y a todos los novadores del siglo XVI en sus bárbaras invectivas contra Roma, la que restauró el arte antiguo y, en vez de matar la candela, la puso sobre el celemín.

     Se me replicará que Erasmo, Ulrico de Hütten, Melanchton y Joaquín Camerario eran humanistas; y yo respondo que antes que humanistas eran germanos, o, como en Italia se decía, bárbaros, lo cual se conoce hasta en la pesadez de su latín y en lo plúmbeo de sus gracias. Faltábales el verdadero sentimiento de la belleza clásica y sobrábales mala y envidiosa voluntad contra las grandezas del Mediodía. Y aun lo que tuvieron de humanistas les impidió caer en ciertas exageraciones y extravagancias, propias de Lutero y otros sajones de pura raza. A Erasmo le impidió su buen gusto unirse con los reformadores, y aunque Melanchton cayó, deslumbrado, como joven que era. por el prestigio y facundia de Lutero, anduvo toda su vida descontento y vacilante, censurando todas las violencias de sus correligionarios, lo cual puede atribuirse, tanto como a lo apacible de su índole, al culto asiduo que tributó a la belleza griega, de la cual puede afirmarse que emollit mores nec sinit esse feras. Otro tanto digo de nuestro Juan de Valdés.

     Decir que la Reforma tomó del Renacimiento el espíritu de rebeldía es no decir nada, porque la rebeldía es mucho más antigua en el hombre que el Renacimiento y la Reforma y que los romanos y los griegos, como que viene desde el paraíso terrenal, en que Adán fue el primer protestante, aunque fuera de este mundo tenía ya antecedentes en aquel príncipe de las tinieblas que dijo: «Pondré mi trono sobre el Aquilón y seré semejante al Altísimo.» ¿Por ventura no hubo heresiarcas y espíritu de rebeldía cuando no se estudiaba a los clásicos?

     Ciertos apologistas de la Reforma lo tomaron por otro camino, y aseguran que se parece al Renacimiento en cuanto [662] vino a matar el ascetismo de los tiempos medios y a restituir a la vida todas sus alegrías. En primer lugares un error vulgarísimo, y ya refutado por Ozanam, el de considerar la Edad Media como época de flagelaciones y martirios, siendo así que en lo profano tenía trovadores y juglares, y costumbres caballerescas y rústicas de mucha poesía, y leyendas épicas y devotas de extraordinaria belleza, y fiestas y regocijos continuos; y en lo religioso, órdenes mendicantes, cuyos fundadores profesaron el más simpático y hondo amor a la naturaleza. Además. ¿cómo puede alegrar la vida un culto iconoclasta, frío y árido, que nada concede a la imaginación ni a los sentidos y quita al arte la mitad de su dominio? ¡ Cuán ingrata debía de ser la vida en aquella república de Ginebra, tal como la organizó Calvino, sin fiestas ni espectáculos, y donde todo estaba reglamentado, hasta los vestidos y las comidas, al modo de los antiguos espartanos, y con un tribunal de censura para los actos más insignificantes! ¿Y qué diremos de los puritanos ingleses?

     La propagación rápida del protestantismo ha de atribuirse, entre otras causas, al odio inveterado de los pueblos del Norte contra Italia, a esa antipatía de razas, que explica gran parte de la historia de Europa desde la invasión de los bárbaros hasta las luchas del- sacerdocio y del imperio, o cuestión de las investiduras, y desde ésta hasta la Reforma. En los germanos corre siempre la sangre de Arminio, el que destruyó las legiones de Varo. Hay en ellos una tendencia a la división, que ha tropezado siempre con la unidad romana y con la unidad católica. Por eso los pueblos del Mediodía han rechazado y rechazan enérgicamente la Reforma.

     ¿Y cómo no, si lleva en sus entrañas la negación del libre albedrío? Lo singular es que naciones enteras hayan adoptado este principio mortífero y que, a pesar de eso, no se haya detenido el curso de su civilización. Y es que, por una feliz inconsecuencia, el sentido común se ha sobrepuesto a la tiranía del sistema, hablando y obrando los luteranos y calvinistas como si no llevasen tales principios en su bandera.

     Sistema que tal contradicción interior encierra, bien puede decirse que nace muerto, pero el protestantismo ha vivido por enlazarse desde sus comienzos con intereses temporales, ya de príncipes del imperio, como el elector de Sajonia y el landgrave de Hesse, ya de los reyes de Inglaterra, ya de los cantones suizos, ya de los Países Bajos. Unos querían resistir a la prepotencia del emperador, otros a la de España, cuáles a la del duque de Saboya; los más, echarse sobre los bienes de iglesias y monasterios y contentar con ellos la rapacidad de sus parciales. Los reyes tendían al poder absoluto aun en lo eclesiástico... Y una vez satisfechos todos y creados intereses, como en la jerga de ahora se dice, la revolución estaba consolidada, ni más ni menos que se consolidan todas las revoluciones. Por eso es protestante Inglaterra. [663]

     No hay para qué entrar en la relación de hechos por todo el mundo sabidos: la cuestión de las indulgencias, los abusos que en su predicación pudieron cometerse, las primeras predicaciones de Lutero, la bula de León X, la ruptura completa del heresiarca sajón con la Iglesia romana, sus diatribas y furores de taberna, propias de un bárbaro septentrional orgulloso y feroz; nada de esto nos interesa. Vamos a fijarnos en la esencia dogmática del protestantismo (1148).

     Diferénciase éste de la mayor parte de las antiguas herejías y del socinianismo moderno en dar más importancia a la cuestión antropológica que a la cristológica. Sobre el estado primitivo de hombre afirma la católica doctrina que Adán fue creado en santidad y justicia, pero no por naturaleza, sino por don sobrenatural (1149). Esta doctrina es de la más alta importancia, porque después del pecado original perdió el hombre la santidad y la justicia, pero no el libre albedrío, que era de su naturaleza, aunque ésta quedase menoscabada. Por el contrario, Lutero sostuvo que esa justicia primitiva era de natura, de essentia hominis, y no un don quod ab extra accederet, un atributo accidental, como decían los escolásticos. Seguidamente se lanzó en el fatalismo más crudo, negando en absoluto la libertad humana, en lo cual le siguió su discípulo Melanchton, de quien es el principio: Dios obra todas las cosas, y a quien le parecía pernciosísimo vocablo el de libre albedrío... (1150) Verdad es que más adelante suavizó un poco estas primeras proposiciones y anduvo toda la vida inquieto y vacilante, acercándose ya a los reformistas, ya a los católicos.

     De un abismo a otro abismo: negado el libre albedrío, la lógica exigía hacer a Dios autor del pecado, y por horrible que esta consecuencia parezca, es lo cierto que la sostuvo en términos expresos el dulce Melanchton. Para él, Dios es autor del mal como del bien; no sólo permite el mal, sino que le obra, y tanto se le debe atribuir la traición de Judas como la vocación de San Pablo (1151). El mismo Melanchton rechazó más [664] adelante estas proposiciones, y en la Confesión de Ausburgo expone una doctrina muy contraria, es a saber: que la causa del pecado es la voluntad de los malos. Cómo se concilia esto con la negación del libre albedrío, averígüelo quien pueda.

     Si Adán no tenía libertad, ¿en qué consistió el pecado? Los protestantes no lo explican; pero, en cambio, exageran las consecuencias del pecado mismo. Melanchton afirma en la Confesión augustana que el hombre nace sin temor de Dios, sin confianza en El y con la concupiscencia. «Pero el temor y la confianza presuponen un acto de inteligencia, de que el niño es incapaz», le replicaron los católicos. Y él respondió en la Apología que no se refería al acto, sino a la potencia. Según el texto expreso del Libro de la concordia, no le quedó al hombre, después de su caída, nada bueno, ni siquiera la capacidad, aptitud o fuerza para las cosas espirituales. No se puede rebajar más la condición humana. «Antes que el hombre sea iluminado por el Espíritu Santo, dice una de las confesiones de la secta, es como una piedra, un tronco o un poco de barro» (1152). «Ni piensa, ni cree, ni quiere», dice el Libro de la concordia. El hombre perdió por el pecado la imagen de Dios. Lutero proclama audazmente la sustancialidad del pecado. Según él, pecar es la naturaleza y esencia del hombre, la cual se alteró del todo con la primera culpa... El hombre es no sólo pecador, sino el mismo pecado. Y Melanchton compara la fuerza nativa que arrastra al hombre al pecado con la del fuego y con la del imán (1153). Qué consecuencias éticas se deducen de aquí, no es preciso decirlo. Declarar al hombre siervo de la concupiscencia, negarle todas sus fuerzas naturales, aun como auxiliares o sinergéticas, ¿no era aniquilar toda responsabilidad moral? El dar sustancialidad al pecado, ¿no era entrar de lleno en el maniqueísmo?

     En conformidad con tales principios, los luteranos niegan la distinción entre el pecado original y los pecados actuales, puesto que éstos no son más que consecuencias y derivaciones del primero, como ramos, flores y frutos del mismo árbol (1154). Toda acción del hombre, después de su caída es necesariamente pecado. Melanchton escribe que las virtudes de los antiguos deben tenerse por vicios. (1155) Y conviene recordar esto, y más tratándose de un humanista tan notable, para acabar de convencer a los que se obstinan en ver parentesco entre la Reforma alemana y las aficiones clásicas. Melanchton condena y maldice la filosofía de la antigüedad, que, según él, sólo inspira [665] orgullo y vicios (1156). Después mudó algo de opinión, y admitió de Aristóteles únicamente la Dialéctica.

     Los luteranos insisten, sobre todo, en la doctrina de la justificación. Todo lo atribuyen a la fe, nada a las obras. La obra de la regeneración es exclusivamente beneficio de los méritos de Jesucristo; el hombre nada hace ni nada puede. Claro que las obras siguen a la fe, pero el Espíritu Santo es quien obra (1157). Para el catolicismo, que realza más que ninguna otra doctrina la alteza y dignidad humanas, la regeneración es obra divina y humana a un tiempo. La gracia excita y ayuda, pero el hombre puede o no responder a ella, y sólo mediante la activa cooperación de él llega a ser regenerado. ¿Para qué serviría el impulso divino si no tuviera el hombre libertad de admitirle o rechazarle? ¿Cabe el mérito ni el demérito en semejante sistema?

     La proposición «el hombre no coopera a la gracia» equivale a convertirle en ente pasivo y negarle toda facultad religiosa y moral. Toda nuestra justicia está fuera de nosotros, dicen los teólogos de la Confesión de Ausburgo. Esa justificación protestante no consiste más que en una relación exterior con Cristo, en una fe especulativa, y sobre ella fundan su vanísima seguridad del perdón, independiente de la seguridad del arrepentimiento. Han rechazado siempre la distinción entre fe viva y fe muerta; han sacrificado la caridad a la fe, en vez de proclamar la fe vivificada por el amor, que es la que justifica y salva. Y nada han sido para ellos aquellas palabras del Apóstol: «Aunque hablase todas las lenguas de los ángeles y de los hombres, y tuviese el don de profecía, y penetrase los misterios, y tuviese tanta fe que moviera de su lugar las montañas, sin caridad no sería nada» En cambio, la fe protestante, tal como Melanchton la define, «es una confianza en la gratuita misericordia de Dios, sin ningún respecto a nuestras buenas o malas acciones» (1158). «¿Para qué el arrepentimiento, la confesión y la satisfacción?, añade Lutero; sé pecador, peca fuertemente, con tal que tengas firme confianza y te alegres en Cristo» (1159). Al leer estas absurdas sentencias se comprende y justifica toda [666] persecución contra la Reforma. Afortunadamente, el sentido común de las naciones protestantes se ha sobrepuesto a los sofismas de sus doctores. Lutero llega a decir que, «si en la fe se pudiese cometer adulterio, éste no sería pecado». Y como la fe, en el sentido luterano y calvinista, es muerta, claro está que no excluye ningún pecado. Si no, ¿a qué vendría el fortiter pecca? Y ¿cómo se aviene éste con afirmar Lutero y los suyos que la fe, además de justificar, produce buenas obras? Sabiamente advirtió Moehler que los protestantes habían caído en estos errores por no hacer distinción entre los méritos de Cristo, considerados en sí mismos, y la aplicación particular que de ellos se hace a los fieles, y por considerar la caridad como mero producto de las fuerzas naturales, siendo así que es un don celeste, lo mismo que la fe. Y la fe (como advierte el cardenal Sadoleto en su admirable carta a los ginebrinos) «ha de entenderse como amplio y pleno vocablo, que contiene en sí no sólo la credulidad y la confianza, sino también el deseo de obedecer a Dios, y la caridad, príncipe y señora de todas las virtudes cristianas» (1160).

     Con su fe, que es puramente negativa y externa, claro está que los luteranos enseñan que «debemos estar certísimos y seguros de la remisión de los pecados, de la justificación y de la gloria del cielo, aunque dudemos si habrá perseverancia en el bien», añade Melanchton; porque «nada hay más inicuo que estimar la voluntad de Dios por nuestras obras» (1161). De aquí a la absoluta predestinación no había más que un paso, pero los alemanes se detuvieron y dejaron sacar las consecuencias a Calvino.

   No así en cuanto a las obras. Aun la mejor es considerada por Lutero como un pecado venial, y esto no por su naturaleza, sino por misericordia de Dios. Si se atendiera a la justicia, toda obra del justo sería condenable y pecado mortal, como quiera que aun después de la justificación subsiste el pecado original con todos sus efectos (1162). Todas nuestras obras y conatos son pecados, según Melanchton, pues, aunque procedan del espíritu de Dios, se realizan en carne impura, con lo cual viene a establecerse una especie de dualismo en el hombre. [667]

     Cierto que Melanchton anduvo en esto, como en otras cosas, indeciso, y da a entender en algunos pasajes de la Confesión de Ausburgo la necesidad de las obras en uno u otro sentido. Las palabras son terminantes: Bona opera esse necessaria. Con razón exclama Moehler: «¿Qué son las obras cristianamente buenas sino la fe externamente manifestada?»

     En consonancia con su doctrina sobre la justificación, rechazan las sectas protestantes el purgatorio y las obras supererogatorias, sin que expliquen cómo se verifica la final liberación del pecado; rechazan ran parte de las ceremonias como resabios del judaísmo, del cual vino a emanciparnos la libertad cristiana, y establecen una distinción casi marcionita entre el Evangelio y la Ley.

     Los sacramentos no son, en el sistema luterano, más que signos y memorias, que no tienen valor objetivo ni propia e intrínseca eficacia, sino dependientes del estado de confianza en que se reciban; que no son ex opere operato, como los escolásticos decían. La Confesión de Ausburgo se acerca algo más a la doctrina católica, y en su Apología se dice expresamente que por medio de los sacramentos se comunica la gracia santificante. Estos sacramentos los redujeron a dos: el Bautismo y la Eucaristía. Prescinden de la confesión auricular y reducen la penitencia a la le y a la contrición, entendiendo por ésta no más que los terrores de la conciencia. Los primeros reformadores no se mostraron del todo hostiles a la abso, lución sacramental ni aun a la confesión. Lutero llega a decir que Je agrada mucho y le parece útil y necesaria y que no conviene abolirla» (1163); pero sus discípulos no fueron de este parecer. Nada de obras satisfactorias ni de indulgencias cabía en un sistema que niega la eficacia de las obras, y sabido es que por las indulgencias comenzó la cuestión.

     Lutero defendió siempre la presencia real en el sacramento de la Eucaristía, pero no la transustanciación o mutación de sustancias (1164). Decía que el cuerpo está in pane, sub pane, cum pane, a la manera que el fuego está en el hierro o el vino en el tonel, concepción extraña y grosera, que le llevó a sostener la ubicuidad del cuerpo de Cristo.

     La Escritura como única regla de fe; el desprecio de la tradición y de los Padres, menos acentuado en los primeros reformadores, [668] sobre todo en Melanchton, que en los siguientes; la rebeldía contra Roma, a quien llaman Babilonia, como al papa Anticristo, aplicándole las profecías apocalípticas, lo cual también desagradaba a Melanchton, que se opuso, por ende, a uno de los artículos de Smalkalda; el sacerdocio universal y la abolición de la jerarquía (puesto que «el Espíritu Santo, dice Lutero, con su interna unción, enseña todo a todos»), de los votos y de la invocación de los santos, acaban de caracterizar esta herejía, en la cual estaban las semillas de otras muchas, como iremos viendo. Al proclamar que ni papa, ni obispo, ni hombre alguno tenía el derecho de prescribir nada a un cristiano» (1165) como lo proclamó el fraile sajón, se abría la puerta al espíritu privado y a todo género de novedades.

     Carlostadio, hombre audaz, grosero, inquieto y revoltoso, y por lo mismo muy popular entre la plebe luterana, derribó en 1521 las imágenes que Lutero había respetado: suprimió la elevación del Santísimo Sacramento y la misa privada y restableció la comunión bajo las dos especies. Lutero pasó con más o menos disgusto por todas estas innovaciones, a las cuales daba poca importancia;. pero no sucedió así cuando Carlostadio impugnó la presencia real, siguiéndole en esto Zuinglio y Ecolampadio y, en general, todas las iglesias helvéticas, que produjeron el primer cisma dentro de la Reforma.

     Zuinglio, pastor de Zurich, hombre de arrebatada elocuencia y de claridad y precisión en sus conceptos, pero de crasa ignorancia teológica, andaba predicando por Suiza una especie de cristianismo naturalista, sin profundidades ni misterios, basado en la inflexible necesidad y en la negación del libre albedrío, suponiendo autor del mal a Dios, el cual se vale del hombre como de un instrumento, con lo cual venía a borrarse toda diferencia entre lo lícito y lo ilícito (1166). Del pecado original decía que no era tal pecado, sino una inclinación o tendencia al mal, nacida del amor propio (1167), de donde infería que el bautismo no lava ningún pecado, sino que éstos se perdonan por la sangre y el beneficio de Jesucristo. Más que a Lutero se parece Zuinglio a los herejes panteístas de la Edad Media. «Fuera de Dios, es decir, del Ser infinito, no hay nada», escribe (cum igitur unum, ac solum infinitum sit, necesse est praeter hoc nihil esse); de aquí su fatalismo y el inclinarse, como se inclina, a la transmigración de las almas. No ve en los sacramentos [669] más que ceremonias y símbolos externos, y en la Eucaristía un sentido figurado y una conmemoración.

     Con Zuinglio y Carlostadio se unió Ecolampadio, pastor de Basilea, y así nació la secta de los sacramentarios, sostenida por los suizos y por cuatro ciudades alemanas: Memmingen, Lindau, Constanza y Estrasburgo, donde era pastor Bucero, dominico apóstata. El redactó en 1530, a nombre de los demás partidarios del sentido figurado, la Confesión de las cuatro ciudades, a la vez que los luteranos presentaban la de Ausburgo. Jamás llegaron a entenderse, a pesar de los equívocos y ambages del doctor alsaciano, y llovieron de una parte a otra anatemas y diatribas. Lutero sostuvo con poderosos argumentos la presencia real y se mostró muy superior en ciencia teológica a sus adversarios, si bien contradiciéndose en lo de negar la transustanciación.

     Pero ¿quién contendrá el torrente desbordado? A la vez que la cuestión sacramentaria, surgió la secta de los anabaptistas, acaudillada por Nicolás Storck y Tomás Munzer, secta milenaria de iluminados, profetas y reveladores, que, como otras de la Edad Media, planteó, a la vez que la cuestión religiosa, la social, lanzando a los campesinos alemanes a una guerra contra sus señores, semejante a la de la Jacquerie en Francia o a la de los Pagesos de Remensa en Cataluña. Los anabaptistas, llamados así porque negaban el bautismo a los párvulos, amotinaron con audaces predicaciones comunistas al pueblo de Turingia y de Franconia contra los príncipes, magistrados, obispos y nobles; excitaron a los mineros de Mansfeld a deshacer con los martillos las cabezas de los filisteos, y siguiéronse horrorosas devastaciones, incendios y matanzas. La revolución había comenzado desde arriba, como sucede siempre, y encontraba, al descender a las últimas capas sociales, su providencial castigo.

     El elector de Sajonia, el landgrave de Hesse, todos aquellos príncipes alemanes que por saciar su codicia, ambición y lujuria habían dado armas y prestigio a la Reforma, veían levantarse contra su feudal tiranía una turba hambrienta y fanática, que con inflexible lógica sacaba las consecuencias de la libertad cristiana de Lutero. Este se aterró y predicó a los príncipes «que exterminasen aquella plebe miserable y la entregasen a los verdugos (carnifici committendum) sin usar misericordia alguna con ellos». Tal era la mansedumbre y caridad evangélica del reformador. La desunión, la ignorancia y la ferocidad misma de los anabaptistas (1168) acabaron con ellos. El reino apocalíptico de Juan de Leyden en Munster excedió a toda locura humana; pero las represalias de los señores feudales fueron atroces.

     Seguir las infinitas variaciones de los protestantes sobre la presencia real y la justificación; enumerar una por una sus confesiones [670] de fe, tantas veces corregidas y retocadas, según era la incertidumbre y confusión de sus parciales o la necesidad de acomodarse al tiempo, hasta el punto de decir Melanchton en su carta al legado Campegio: «No tenemos ningún dogma que difiera de la Iglesia romana, y estamos prontos a obedecerla...», y de sostener Bucero el mérito de las obras y la intercesión de los santos; los innumerables subterfugios y artimañas del mismo Bucero y de Capitón para lograr la concordia entre sacramentarios y luteranos..., materias son todas en que fuera enojoso insistir después del admirable libro de Bossuet, que es de los que ni mueren ni envejecen. ¿Quién podría creer que, en sus últimos días, Melanchton, que tan rudamente había impugnado el libre albedrío, llegó a atribuirle el principio de las obras sobrenaturales, ni más ni menos que los semipelagianos? Y, sin embargo, es cierto, aunque los suyos anatematizaron resueltamente tal doctrina y siguieron tenaces en negar la eficacia de las obras.

     A remediar la anarquía entre las iglesias suizas se levantó Calvino, el único talento organizador que produjo la Reforma; carácter envidio, mezquino, duro y vengativo, escritor de mucha precisión y limpieza. Fugitivo de Francia, su patria, impuso sus doctrinas a la iglesia de Ginebra (1169), secundado por Beza y otros, y se convirtió en dictador y maestro de ella, formando un partido tan fuerte y poderoso como el de los luteranos. Su doctrina sobre la justificación aún es más fatalista que la de Lutero. Verdad es que sostiene que el primer hombre estaba dotado de libertad (1170), y no cree que Dios sea autor del pecado, porque Dios obra siempre a fin de ejercitar la justicia (1171) aunque los medios parezcan malos; y en cuanto al pecado original, no admite que la imagen de Dios haya sido del todo aniquilada y borrada, sino sólo desfigurada y corrompida (1172); pero no por eso deja de afirmar que toda obra humana es pecado (quidquid in homine est, peccatum est) y de establecer la predestinación absoluta, extendiendo a la salvación eterna la certeza, que Lutero aplicaba sólo a la justificación, y añadir que la justicia, una vez adquirida, nunca se pierde. Difiere también de los luteranos en sostener que el bautismo no es necesario para la salvación, puesto que los hijos de los fieles nacen en gracia, y de luteranos y sacramentarios en admitir la presencia de Jesucristo en la Eucaristía, pero no presencia real, sino virtual y por fe, aplicándose aquí la figura metonimia, que da al signo el nombre de la cosa significada. El culto calvinista es aún más desnudo de ceremonias que el luterano. Sus sectarios, con el nombre de hugonotes, fueron causa principal [671] de las guerras de religión en Francia. Los calvinistas y zuinglianos, unidos, tomaron el nombre de reformados o evangélicos.

     En Inglaterra, Enrique VIII, no pudiendo lograr de Roma su inicua pretensión de divorcio, se proclamó cismáticamente cabeza de la iglesia anglicana; nombró arzobispo de Cantorbery a Crammer, que era luterano, aunque sagazmente disimulaba sus errores; suprimió los monasterios y se incautó de sus ren, tas, enriqueciendo con ellas a sus nobles; se manchó con la sangre de Tomás Moro y de muchos otros, así católicos como protestantes, y dio propria auctoritate una definición dogmática en que respetaba todas las doctrinas, prácticas y ceremonias católicas, sin exceptuar ninguna. Crammer pasó por todo, esperando mejores tiempos. Enrique, que presumía de teólogo y que se había separado de la Iglesia por torpe lascivia y no por yerro de entendimiento, defendió toda su vida la transustanciación, la comunión bajo una sola especie, la confesión auricular, la misa, los votos monásticos y el celibato de los sacerdotes, castigando con la muerte a quien los impugnase. Sólo en la cuestión del primado estaba la diferencia. Pero, muerto Enrique VIII, el tutor de su hijo Eduardo, Seymour, que era zuingliano, trató, de acuerdo con Crammer, de implantar las nuevas doctrinas, y llamó a los dos famosos italianos Ochino y Pedro Mártir. Se reformó la liturgia, se suprimió la misa y la oración por los muertos y se atacó de todas maneras el dogma de la presencia real, lo mismo que las imágenes y el celibato. Tras la breve reacción católica de María, ocupó el trono Isabel, que lo mismo que su padre, y por interés político, se declaró gobernadora suprema de la Iglesia y promulgó una Constitución de 39 artículos, en que se conservaban la jerarquía episcopal y las ceremonias y quedaba en términos vagos e indecisos lo de la presencia real, aunque inclinándose al sentido de los calvinistas. De esta suerte pusieron los reformados ingleses a los pies de la potestad real el dogma y disciplina de la Iglesia, y a esto vino a quedar reducido el libre examen de que tanto blasonaban. Algunos no se sometieron y tomaron el nombre de puritanos o no conformistas. Vinieron tiempos de revolución, e Inglaterra se vio dividida por las sectas más extrañas, ya turbulentas, como la antes citada; ya pacíficas, como los cuáqueros y los metodistas, nacida la una en el siglo XVII y la otra en el pasado.

     En Italia la Reforma hizo pocos prosélitos, aunque más que en España. Así los italianos como los españoles (Valdés, Ochino, Servet, Valentino, Gentili, etc.) manifestaron muy luego tendencias antitrinitarias. Lelio y Fausto Socino, de Siena, dieron su nombre a la forma moderna de la herejía unitaria: el socinianismo.

     De los Países Bajos hablaremos más adelante, y de otras naciones septentrionales no hay para qué hacer memoria, pues [672] sus herejías tuvieron poca o ninguna influencia en España. Por igual razón omito hablar de la secta de los arminianos o remonstrantes, que no tuvo un solo prosélito español.

     Tal es, brevemente expuesto, el desarrollo de la Reforma en cuanto a nosotros interesa, como preliminar a la historia de los protestantes españoles. Basta la simple enumeración de sus errores para comprender los beneficios que la humanidad debe a Lutero y a Calvino. En filosofía, la negación de la libertad humana. En teología, el principio del libre examen, absurdo en boca de quien admite la revelación, puesto que la verdad no puede ser más que una y una la autoridad que la interprete. En artes plásticas, la iconomaquia, que derribó el arte de la serena altura del ideal religioso para reducirle a presentar lo que en la pintura holandesa y en su más eximio maestro se admira: síndicos en torno de una mesa o arcabuceros saliendo de una casa de tiro, obras donde el ideal se ha refugiado en los efectos de claroscuro. En la literatura, baste decir que Ginebra rechazaba todavía en el siglo XVIII el teatro y que ni Ariosto, ni Tasso, ni Cervantes, ni Lope, ni Calderón, ni Camoens fueron protestantes, y que hasta es muy dudoso que Shakespeare lo fuera. Ni ¿cómo había de engendrar una doctrina negadora del libre albedrío al artista que más enérgicamente ha interpretado la personalidad humana, la cual tiene en la libertad su raíz y fundamento? Bien dijo Erasmo: Ubicumque regnat Lutheranismus, ibi litterarum est interitus. Ni la libertad política de Inglaterra es obra del protestantismo, sino que venía elaborándose desde los tiempos medios, ni los progresos de las ciencias exactas y naturales, de la población y la riqueza, del comercio y la náutica, pueden atribuirse a una causa tan diversa de ellos, so pena de incurrir en el sofisma: post hoc, ergo propter hoc. Ni la decantada moralidad relativa de ciertos pueblos septentrionales, en la cual mucho influye el clima, tiene que ver con el protestantismo, antes riñe con sus principios, los cuales, entendidos como suenan y como los explican sus doctores, no hay aberración moral que no justifiquen. Dice que Lutero creó o fijó la lengua alemana y la patria alemana; pero aunque esto fuera cierto, que no lo es, ¿por qué los meridionales, que ya teníamos lengua y patria, hemos de extasiarnos ante esas creaciones y participar del entusiasmo fanático de los perpetuos enemigos de nuestra raza?

     ¿Quién que tenga en sus venas sangre española y latina no preferirá aquella otra reforma que hicieron los Padres de Trento, y que los jesuitas dilataron hasta los confines del orbe? ¿Quién dudará, aun bajo el aspecto artístico y de simpatía, entre San Ignacio y Lutero o entre Laínez y Calvino? Dios suscitó la Compañía de Jesús para defender la libertad humana, que negaban los protestantes con salvaje ferocidad; para purificar el Renacimiento de herrumbres y escorias paganas; para cultivar, so la égida de la religión, todo linaje de ciencias y disciplinas [673] y adoctrinar en ellas a la juventud; para extender la luz evangélica hasta las más rudas y apartadas gentilidades. Orden como las necesidades de los tiempos la pedían, y que debía vivir en el siglo, siendo tan docta como los más doctos, tan hábil como los más hábiles, dispuesta siempre para la batalla y no rezagada en ningún adelanto intelectual. Allí el geómetra al lado del misionero; el director espiritual, el filósofo y el crítico en amigable consorcio.

     Le reforma intelectual y la reforma moral brillaron en todo su esplendor cuando honraban la tiara pontífices como San Pío V; el capelo, cardenales como Baronio, Toledo y Belarmino, la mitra, prelados como San Carlos Borromeo y Santo Tomás de Villanueva. ¿Cuánta gloria dieron a España la reforma franciscana de San Pedro de Alcántara, la carmelitana de San Juan de la Cruz y Santa Teresa, almas abrasadas en el amor divino, maestros de la vida espiritual y de la lengua castellana? ¿Qué puede oponer la Reforma a estos santos? ¿Qué a los milagros de caridad de San Vicente de Paúl y San Juan de Dios o a la angélica dulzura del Obispo de Ginebra?



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Capítulo I

Los erasmistas españoles.

I.Verdadera reforma en España. Cisneros. -II. Erasmo y sus obras. -III. Primeros adversarios de Erasmo en España. Diego López de Stúñiga. Sancho Carranza de Miranda. -IV. Relaciones de Erasmo con Vergara, Luis Núñez Coronel y otros españoles. Protección que le otorgan los arzobispos Fonseca y Manrique. Primeras traducciones de los escritos de Erasmo en Españía. Cuestiones que suscitan. El arcediano de Alcor. Bibliografía de las traducciones castellanas de Eras mo. -V. El embajador Eduardo Lee. Clamores contra las obras de Erasmo. Inquisición de sus escritos. Juntas teológicas de Valladolid. «Apología» de Erasmo contra ciertos monjes españoles. -VI. Controversias de Erasmo con Carvajal y Sepúlveda. Muerte de Manrique. Muerte de Erasmo. Persecuciones de algunos erasmistas (Vergara, Pedro de Lerma, Mateo Pascual).



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- I -

Verdadera Reforma en España. -Cisneros.

     A fines del siglo XV, el estado del clero en España no era mucho mejor que en otros pueblos de la cristiandad, aunque los males no fuesen tan hondos e inveterados como en Italia y Alemania. Ante todo, en la Península no había herejías: Pedro de Osma no tuvo discípulos y es un caso aislado. Nadie dudaba ni disentía en cuanto al dogma, y la situación religiosa sólo estaba comprometida por el gran número de judaizantes y moriscos, que ocultaban más o menos sus apostasías. El sentimiento [674] religioso y de raza había dado vida al Santo Oficio en los términos que a su tiempo vimos, para arrojar de sí, con inusitada dureza, estos elementos extraños. Pero las costumbres y la disciplina no andaban bien, y basta a demostrar, lo el capítulo que a esta época hemos dedicado. Prescindiendo de repeticiones, siempre enojosas, y más en esta materia, baste decir que la reforma se pedía por todos los buenos y doctos; que le reforma empezó en tiempo de los Reyes Católicos y continuó en todo el siglo XVI; que a ella contribuyó en gran manera la severísima Inquisición; pero que la gloria principal debe recaer en la magnánima Isabel y en Fr. Francisco Jiménez de Cisneros.

     El erudito autor de la Historia de los protestantes españoles, D. Adolfo de Castro, tomóse el trabajo de encabezar su libro con una que llama Pintura del verdadero carácter religioso de los españoles en el siglo XVI; y se reduce a una serie de pasajes de escritores católicos de aquel tiempo que, ora con e angélica austeridad, ora con intentos satíricos, reprendieron los vicios y la inmoralidad de una parte del clero y algunas supersticiones del pueblo. Figuran entre ellos Bartolomé de Torres Naharro y otros, que escribieron en Italia, y se referían a las cosas que en Roma pasaban, y no a las de España; ero, aun limitándonos a los de aquí, hay abundante cosecha de quejas y lamentaciones. Así, Juan de Padilla, el Cartujano, autor de los Doce triunfos de los doce apóstoles (impresos en 1521), clama contra la simonía,

                                  Que por la pecunia lo justo barata
...................................
Haciendo terreno lo espiritual
y más temporales los célicos dones.

     Así, un religioso de Burgos, cuyo nombre calla Fr. Prudencio de Sandoval al transcricir en su Crónica de Carlos V la carta que dicho fraile escribió a los obispos, perlados, gobernadores eclesiásticos e a los caballeros e hidalgos e muy noble Universidad de España en tiempo de los comuneros, da contra los «monesterios que tienen vasallos e muchas rentas» y cuyos «perlados, como se hallan señores, no se conocen, antes se hinchan y tienen soberbia e vana gloria de que se precian... y dánse a comeres e beberes, e tratan mal a sus súbditos e vasallos, siendo por ventura mejores que ellos...» (Se conoce que el fraile hablaba en causa propia.) Tras esto, parécele mal «que hereden e compren... porque de lo que en su poder entra, ni pagan diezmo, ni primicia, ni alcabala... y si así se dexa, resto será todo de monesterios». No menos desenvuelto habla e los obispos, que, «si tienen un obispado de dos cuentos de rentas, no se contentan con ellos; antes gastan aquéllos sirviendo a privados de los reyes para que... los favorezcan para haber otro obispado de cuatro cuentos. E otros algunos tienen respecto a hacer mayorazgo para sus hijos a quien llaman sobrinos, e así [675] gastan las rentas de la santa Iglesia malamente...». Y acaba diciendo que «ya por nuestros pecados todos los malos exemplos hay en eclesiásticos, y no hay quien los corrija y castigue» (1173).

     Y ¿qué diremos de Fr. Francisco de Osuna, el del Abecedario espiritual (1542), que a los malos obispos de su tiempo llama «obispotes, llenos de buenos bocados y de puerros y especia...», los cuales «no han vergüenza de gastar el mantenimiento de los pobres en usos de soberbia y luxuria», y añade que «el día de la muerte hará en ellos gran gira el demonio»?

     Con mayor energía aún, el dominico Fr. Pablo de León, en su Guía del cielo (1553), declama contra los prelados y curas que «nunca veen sus ovejas, sino ponen unos ladrones por provisores... que a ninguno absuelven por dinero, ni dispensan sin pagarlo... que guardan el pan como logreros, y lo más caro que se vende en la tierra es el suyo», mientras que «estos malaventurados de perlados, como en la corte tienen todos oficios seculares... comen en sus cassas y tierras con sus escuderos las rentas de sus dignidades... Que no tiene hoy la Iglesia mayores lobos, ni enemigos, ni tiranos, ni robadores, que los que son pastores de ánimas y tienen mayores rentas... Toda la Iglesia, por nuestros pecados, está llena, o de los que sirvieron o fueron criados en Roma, o de obispos o de hijos o de parientes o sobrinos, o de los que entran por ruegos como hijos de grandes, o entran por dinero o cosa que valga dinero, y por maravilla entra uno por letras o buena vida. Y así como dinero los metió en la Iglesia, nunca buscan sino dinero, ni tienen otro intento que acrecentar la renta... que de aquella tienen cuidado y no de las ánimas... ¡Oh Señor Dios! ¡Cuántos beneficios hay hoy en la Iglesia de Dios, que no tienen más perlados o curas... sino unos idiotas mercenarios, que no saben leer ni saben qué cosa es Sacramento y de todos casos absuelven!... De Roma viene toda maldad, que ansí como las iglesias cathedrales habían de ser espejo de los clérigos del obispado y tomar de allí exemplo de perfección, ansí Roma habia de ser espejo de todo el mundo, y los clérigos allá habían de ir, no por beneficios, sino por deprender perfeccion, como los de los estudios y escuelas particulares van a se perfeccionar a las Universidades. Pero por nuestros pecados, en Roma es el abismo destos males y otros semejantes... ¡Tales rigen la Iglesia de Dios: tales la mandan! Y así como no saben ellos, así está toda la Iglesia llena de ignorancia... necedad, malicia, luxuria, soberbia... y así hay canónigos o arcedianos que tienen diez o veinte beneficios, y ninguno sirven. Ved qué cuenta darán éstos a Dios de las ánimas, y de la renta tan mal llevada...». Y por este camino prosigue Fr. Pablo de León hasta decir que «apenas se verá iglesia cathedral o collegial donde todos por la mayor [676] parte no estén amancebados». Esto se dijo y escribió libremente a vista del Santo Oficio, y por un maestro de teología de la Orden de Santo Domingo, y se dijo y escribió en lengua vulgar para que hasta los niños y las mujeres pudieran entenderlo; prueba evidentísima de la opresión e intolerancia que en España reinaba.

     A estos pasajes, recogidos por D. Adolfo de Castro (1174), pudieran añadirse sin gran fatiga otros muchos, que vendrían a decir en sustancia lo propio y con la misma energía. No se traen estos textos para escándalo ni por dar armas a los adversarios, sino porque la verdad de la historia lo exige, y mucho yerran los pusilámines que quieren borrar con el silencio lo que con sólo abrir cualquiera de nuestros libros antiguos se halla. De intento no he querido valerme de testimonios de poetas y novelistas, porque los ensanches que da la libertad satírica pudieran hacerles sospechosos de ensañamiento o hipérbole, aunque todo lo que en Torres Naharro, en las Celestinas o en Cristóbal de Castillejo se lee es nada en comparación de lo que dijeron los ascéticos, exagerando también, no me cabe duda, y generalizando con exceso, arrebatados de su celo por el bien de las almas y del calor declamatorio que la indignación, musa de Juvenal, comunica a su estilo.

   La historia, si con imparcialidad se la consulta, prueba que en este tiempo eran muchos más los eclesiásticos virtuosos y doctos que lo que puede inferirse de esas tremendas invectivas, las cuales, semejantes a otras muchas, no han de tomarse como suenan, sino en el concepto de reprensión general de los vicios, debiendo aplicarla cada cual para corrección propia, que bien lo necesitará.

   Prueban las citas alegadas:

   1º Que todos los males, vicios y desórdenes censurados en la Iglesia por los protestantes, lo habían sido en términos aún más ásperos y desembozados por los católicos.

   2º Que la Inquisición no llevaba a mal que los vicios del clero secular y regular se descubriesen y censurasen, puesto que no prohibía estos libros.

   Consecuencias son éstas que el mismo D. Adolfo de Castro, en su primera época de crudo liberalismo, acepta, aunque él mismo confesará hoy que no tenía razón en decir que «más adelante cesó esta libertad por la vigilancia y rigores del Santo Oficio». Tan lejos está de ser así, que bien entrado el siglo [677] XVII, en 1634, se imprimieron las obras del rector de Villahermosa, el cual no perdona en sus sátiras, graves y mesuradas, a ciertos obispos de su tiempo, y los tacha de ignorantes y simoníacos:

                               Y Crisófilo, cauto en la treta
del volador Simón, la mitra agarra
       con que después la indocta frente aprieta
....................................................
Y si micer Pandolfo trae corona
y prebendado ha vuelto ya, Dios sabe
qué Simón le ayudó, Mago o Barjona.

     Y no escribieron con menos libertad Góngora y otros.

     La misma audacia y desenvoltura con que tales cosas se escribían prueba que no había peligro serio en cuanto a la ortodoxia, siendo, por tanto, inexacta la afirmación del señor Castro (hablo del de1851, no del de ahora) de que «la fe está resfriada en los corazones de gran parte del vulgo». Precisamente el vulgo creía con toda firmeza, y no tomó parte alguna en el movimiento luterano, y acudía con suma devoción y fervor a los autos de fe, donde los encorozados y ensambenitados eran capellanes del emperador, canónigos de iglesias metropolitanas y caballeros y damas de la primera nobleza, porque la intentona luterana en España tuvo un carácter muy aristocrático. El vulgo veía los vicios y mala vida de algunos eclesiásticos, leía las diatribas contra ellos en los libros de devoción y en los de solaz y deporte más o menos apacible y honesto, los censuraba a su vez en cuentos, apodos y refranes, de que es riquísima el habla castellana, pero de ahí no pasaba. (1175)

     También es error grave en el historiador de quien vengo hablando el decir que los reformistas alemanes y los católicos escritores que entre nosotros (v.gr., Pedro Ciruelo) censuraban algunas supersticiones del vulgo, «tendían al mismo fin, aunque por distintos caminos»; como si fuera lo mismo atacar la superstición que el culto externo y como si no estuviera obligado el moralista cristiano a hacer lo primero. El mismo Sr. Castro reconoce en otro lugar de su prólogo que nuestros escritores «ni aun por asomo tendían a la reforma del dogma», y que cuanto más ásperos se muestran en la censura de las costumbres, tanto más adictos aparecen a la Sede Apostólica.

     Ya indiqué que la reforma había comenzado en España mucho antes del concilio de Trento, y antes que Paulo IV, San Pío V, Sixto V y otros pontífices de veneranda memoria la extendiesen [678] a la Iglesia universal. El principal fautor de esta reforma, por lo que hace a los regulares, fue el franciscano Ximénez de Cisneros, uno de los hombres de más claro entendimiento y de voluntad más firme que España ha producido. La reforma de los monacales había empezado casi con el siglo XV. Hizo la de los cistercienses el venerable Fr. Martín de Vargas, abad del monasterio de Piedra, en Aragón, y fundador del de Monte-Sión, en Toledo, el cual sirvió de centro a la reforma (1176), apoyada por los papas Martín V (1425) y Eugenio IV (1432), con la cual se evitó la plaga mayor, la de las encomiendas perpetuas, haciendo que las abadías durasen sólo tres años. La misma reforma hizo en Portugal, a instancias de D. Juan II, en 1481, otro monje de Piedra, Fr. Pedro Serrano, el cual visitó, además, los monasterios de Castilla, hizo capítulo general en Valladolid, cerró el monasterio de Torquemada y prendió y depuso abades, entre ellos a los de Gumiel y Nogales.

     Para la reforma de los Mendicantes se necesitaba bien el carácter férreo del provincialdel provincial Fr. Francisco. En la consulta que éste dirigió a los Reyes Católicos después de su visita a los conventos de las Andalucías (1177), advierte que la «Orden de San Francisco es la que tiene más necesidad de reformación porque... de tantos fráiles como somos, sólo cuatro provincias tienen la observancia, con muy pocos conventos, que viven perseguidos por los Padres conventuales, de su poder y persecución: todos los demás son claustrales. A éstos siguen los conventos de monjas, que, sin exceptuar ninguno, son todos conventuales... ni muchos de ellos tienen clausura... La causa de esta relajación ha sido que después de algunos cuarenta años de la fundación desta Santa Orden... con sus no religiosas costumbres han admitido tener haciendas, rentas, tierras y heredades... y la propiedad en ellas es en común y en particular... con breves y bulas que han obtenido para ello... Y siguióse una tibieza tan grande, una tan llorada destrucción de la pobreza evangélica...» Atribuía Ximénez el desorden a una segunda causa. «La general peste pasada que se extendió por toda Europa y acabó y asoló a las religiones; viendo, pues, los prelados que sus conventos quedaban desiertos, dieron hábitos a todo género de gente... sin atender a las calidades que merece la religión.» Lamentábase, finalmente, de «la ignorancia de los sacerdotes de estos tiempos, de que, añade, V. M. está bien satisfecha».

     Los reyes, en conformidad con esta consulta, impetraron de Alejandro VI, en 1494, una bula, confirmada después por Julio II, para reformar todas las religiones de su reino, sin exceptuar ninguna y nombraron reformador a Cisneros. El cual, uno a uno, recorrió los monasterios, quemando sus privilegios como Alcorán pésimo, quitándoles sus rentas, heredades y tributos, [679] que aplicó a parroquias, hospitales y otras obras de utilidad, haciendo trocar a los frailes la estameña por otros paños más burdos y groseros, restableciendo la descalcez y sometiendo todos los franciscanos a la obediencia del comisario general. Sujetó así, mismo a la observancia y a la clausura casi todos los conventos de monjas. A las demás religiones no podía quitar las rentas que tenían en común, pero sí lo que tenían en particular, así lo hizo, a la vez que ponía en todo su vigor las reglas y reformaba hábitos, celdas y asistencia al coro. Los dominicos, agustinos y carmelitas no hicieron resistencia; pero sí los franciscanos, y más que nadie el general de los claustrales italianos, que vino a España con objeto de impedir la reforma, y llegó a hablar con altanería a la misma Reina Católica, no sin que un secretario de Aragón, Gonzalo de Cetina, le amenazara con ahorcarlo con la cuerda del hábito (1178). Y aunque Alejandro VI mandó suspender, en 9 de noviembre de 1496, la reforma, mejor informado al año siguiente, permitió que continuase, y se hizo no sólo en Castilla, sino en Aragón, venciendo tenaces resistencias, especialmente de los religiosos de Zaragoza y Calatayud. En Castilla más de 1.000 malos religiosos se pasaron a Marruecos para vivir a sus anchas. Los de Salamanca andaban revueltos con malas mujeres, dice el Cronicón de D. Pedro de Torres (1179) al narrar la expulsión de muchos claustrales en 1505. Libre de esta inmunda levadura, pronto volvió a su prístino vigor la observancia.

     No le fue tan bien a Cisneros con el clero secular cuando quiso restablecer en su iglesia de Toledo la canónica agustiniana. Pero la reforma de los Regulares fue completa y tan duradera, que en 1569 podía decir el mejor de los biógrafos del cardenal, el elegantísimo humanista toledano Alvar Gómez de Castro, que las religiones de España excedían a las de cualquiera otro país de la cristiandad en templanza, castidad y buena vida. Y de las Ordenes religiosas salieron los más duros reprensores de la relajación de los seculares, cuyos males endémicos, falta de residencia, coadjutorías y administraciones sede vacante, pensiones y encomiendas, con todos los perjuicios consiguientes a estas irregularidades canónicas, continuaron hasta el concilio de Trento, dando ocasión a las amargas lamentaciones que al principio de este capítulo transcribíamos. Y el ir a menos este linaje de descripciones y de quejas, desde 1550 en adelante, no depende de la tiranía de la Inquisición, sino de que el mal estaba ya remediado, a lo menos en su raíz y fundamento, aun, que de la simonía y captación de beneficios por malas artes siempre quedaron reliquias inherentes a la flaqueza y ceguedad humanas.

     La reforma llevada a cabo con tan incontrastable tesón por el antiguo guardián del convento de la Saceda y el no haber en España relajación de doctrina, aunque sí de costumbres, es lo [680] que nos salvó del protestantismo. El confundir a nuestros frailes, después de la reforma, con los frailes alemanes del tiempo de Erasmo, arguye la más crasa ignorancia de las cosas de España.

     Que se trabajaba en la reforma del clero secular, aunque las dificultades eran harto mayores, pruébanlo las constituciones de los obispos y los sínodos provinciales. Baste citar por todos el de Coria, celebrado en 1537 por el obispo D. Francisco Bovadilla. En sus Constituciones y actos, libro rarísimo y muy notable, se lee: «Porque de las costumbres y vidas de los clérigos redunda el buen exemplo e malo en los pueblos, se debe sumariamente inquirir y corregir los delitos, pudiéndose haber debida información, principalmente para extirpar la maldad simoníaca, contractos usurarios y otros grandes vicios... como enemistades, amancebamientos, fornicaciones.» Allí se establece que «ningún clérigo deste obispado cante missa nueva, sin licencia del obispo o su provisor o oficiales, y sea examinado en las cerimonias de la missa y en las costumbres, pessando muy bien juntamente su cordura y prudencia». Aún es más explícito el párrafo siguiente: «En gran menosprecio de la honestidad, y escándalo del pueblo, es que los hijos bastardos y espurios de clérigos sirvan a sus padres en la iglesia diciendo missa o en cualquier manera: por ende prohibimos que lo tal no se haga... En ninguna manera sean sacristanes los susodichos hijos de clérigos en las iglesias que tuvieren los padres beneficio o servicio en cualquier manera que sea... « Prohibe asimismo a los clérigos «tener mujeres sospechosas para su servicio, andar de noche con armas y representar farsas o bailar en las missas nuevas y en las bodas». Ni tampoco quedan impunes los desórdenes en cuanto a la predicación de indulgencias... «Graves y continuas querellas nos han sido dadas de cada dia por los de nuestro obispado, de los muchos qüestores y predicadores que andan a pedir limosnas y predican bullas y otras indulgencias... Por ende ordenamos y mandamos en virtud de sancta obediencia, y so pena de excomunión y de diez mil maravedís, que de aquí adelante ninguno predique bullas sin nuestra expresa licencia», etc. (1180)

     Entre los que en Italia clamaban por reforma, con estar no poco necesitados de reformarse a sí mismos, se cuenta un español: el ambicioso y turbulento cardenal de Santa Cruz, Bernardino Carvajal uno de los autores del conciliábulo de Pisa contra Julio II y bajo la protección de los franceses. En tiempo de León X se apartó del cisma, y el día que Adriano VI hizo su entrada en Roma, le dirigió las siguientes peticiones, a modo de plan de reforma:

     «I. Que acabara con la simonía, ignorancia y opresión de los tiempos antiguos; que oyera el parecer de buenos consejeros y [681] mantuviese la libertad en los votos, en los consejos y en la ejecución.

     II. Que reformara la Iglesia según los concilios y los cánones, para que no pareciera una congregación pecadora.

     III. Que tratara como a hijos y hermanos a los cardenales y demás prelados, ensalzándolos, honrándolos y no consintiendo que yaciesen en pobreza.

     IV. Que administrase justicia por igual a todos, valiéndose de íntegros e incorruptibles oficiales.

     V. Que amparara los monasterios en sus necesidades.

     VI. Que predicase una cruzada contra los turcos y mandase hacer una colecta para acudir al socorro de Rodas.

     VII. Que con ayuda de los sufragios de los príncipes y de los pueblos acabara la iglesia de San Pedro, como la empezaron sus predecesores» (1181).

     Obsérvese de cuán distinto modo se entendía la reforma en Alemania y en los países latinos. Aquí se clamaba por la edificación del templo de San Pedro con las limosnas de los cristianos; allí parecían mal las indulgencias concedidas con este fin artístico y piadoso. Lutero era de opinión que no se hiciese guerra al turco; Carvajal pide que se acuda al socorro de Hungría y de Rodas contra aquel común enemigo de la cristiandad y de la civilización. Quiere el cardenal ostiense protección y limosnas para los monasterios; quieren los reformistas alemanes desterrar los votos monásticos por librarse de ellos. Estas o parecidas observaciones deben tenerse en cuenta siempre que se hallen en libros católicos de aquel siglo y del anterior exhortaciones a la reforma. Importa fijar el valor de las palabras y no dejarse engañar por su vano sonido (1182). [682]



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- II -

Erasmo y sus obras

     A pesar de mi afición a ciertos escritos de Erasmo, no dejaré de confesar que hay mucho de exageración en los elogios que de él se hacen. Ingenio y gracia nadie se los negará ciertamente; pero el más apasionado de sus admiradores no dejará de conocer que sus méritos son inferiores a su fama. ¿Qué nombre oscurece al suyo entre los de los humanistas del Renacimiento? Y, sin embargo, Erasmo escribe el latín con mucha menos corrección y pureza que Bembo o Sadoleto: sus poesías valen muy poco comparadas con las de Angelo Poliziano, Sannázaro, Vida y el mismo Juan Segundo, holandés como Erasmo. En lo poco que trató de filosofía es un escritor insignificante, sobre todo al lado de Luis Vives. Aun en sus mismas facecias tan ponderadas, en los Coloquios, en el Elogio de la locura, cede el humanista de Rotterdam en amenidad y soltura a Pontano y a Juan de Valdés. ¿Cómo se explica la reputación de Erasmo?

     Aparte de sus méritos muy reales, y que nadie niega, el dominio de Erasmo, aquella especie de hegemonía que ejerció en las inteligencias, sólo comparable a la de Voltaire en el siglo pasado, se funda:

     1.º En la universalidad de materias que trató y en lo flexible de su ingenio, que con no llegar a la perfección en nada, alcanzaba en todo una medianía más que tolerable.

     2.º El haber unido el amor a las dos antigüedades, la pagana y la cristiana, contribuyendo, como uno de los artífices más laboriosos e infatigables, a la restauración de una y otra. Con la misma pluma con que traducía a Eurípides y a Luciano, interpretaba el Nuevo Testamento y corregía las obras de San Agustín y San Hilario. Sus servicios a la ciencia escrituraria y a la patrística son indudables y mucho mayores que los que prestó a las humanidades.

     3.º En el carácter moderno, digámoslo así, de su talento y del estilo de sus opúsculos, que es burlón, incisivo y mordaz, con mucho de la sátira francesa, más que de la pesadez alemana. No es esto decir que la sátira de Erasmo sea un modelo muy seguro: a vueltas de chistes delicados y semiáticos, los tiene groserísimos, quizá en mayor cantidad que los primeros. Nunca es sobrio, y repite usque ad satietatem los mismos conceptos.

     4.º En su destreza y habilidad polémica. La controversia erasmiana es tan dura como lo toleraba el tiempo; pero ni llega [683] al cinismo brutal de Poggio y Valla ni a la destemplada y salvaje ferocidad que con el mismo Erasmo usó Julio César Escalígero.

     5.º En lo excesivo de su amor propio y en aquel continuo hablar de sí mismo con soberbia modestia; eficacísimo medio para imponerse al vulgo de los doctos, pues, aunque parezca paradoja, ya notó Macaulay que no son los menos populares los escritores que a fuerza de ponerse en escena llegan a persuadir a la humanidad de lo peregrino y excepcional de su ingenio, lo cual él comprueba con el ejemplo del Petrarca.

     6.º Y, sobre todo, en haber atacado con todo linaje de armas satíricas y envenenadas los que él llamaba abusos, vicios y relajaciones de la Iglesia, y junto con ellos muchas instituciones, ceremonias y ritos venerandos, encarnizándose con la disciplina, sin respetar el dogma mismo; y haber hecho esta perniciosa propaganda en libros breves, de amenas formas, salpicados de chistes y cuentecillos contra frailes y monjas, papas y cardenales; libros que, difundidos en extraordinario número de ejemplares (24.000 se imprimieron de los Coloquios) y aderezados con las malignas estampas de Holbein, que exornan el Elogio de la locura, corrieron de un extremo a otro de Europa entre la juventud universitaria, dando al nombre de Erasmo una popularidad poco menor que la de Lutero, a quien Erasmo abrió el camino en todo lo que se refiere a disciplina, ya que en los errores dogmáticos haya radicalísima diferencia.

     Las circunstancias de la vida de Erasmo explican el tono y calidad de sus escritos. Nunca tuvo mayor aplicación la fisiología literaria. Hombre de complexión débil y valetudinaria, de carácter irresoluto y tornadizo, ni para el bien ni para el mal tenía grande firmeza. Por eso no fue ni del todo católico ni del todo protestante y, después de abrir el camino a los luteranos, se espantó de su obra y escribió contra Lutero. Hijo natural, sometido en sus primeros años a durísima tutela y entregado luego a sus propios recursos, se abrió camino en el mundo mendigando el favor de los poderosos, sin escrupulizar mucho en cuanto a alabanzas. Su odio a los frailes, más que de la ignorancia de éstos en Alemania, de su grosería y liviandad y de su odio a las buenas letras, procedía de una causa enteramente personal. Erasmo, niño todavía, había sido obligado por un tío suyo a entrar en un convento de agustinos, donde lo había pasado harto mal (1183). Y aunque salió de él cuando quiso, si bien conservando el hábito, jamás perdonó a los frailes el haberle hecho padecer por algún tiempo las austeridades de la regla, y fue el mayor y más enconado enemigo que ha tenido quizá el monacato, aunque no suele atacarle de frente. Hombre que todo lo juzgaba por impresiones personales o, como ahora dicen, subjetivas, condenó los votos, porque él no había sabido cumplirlos; el ayuno y la comida de viernes, porque su salud no lo toleraba y le producía [684] náuseas hasta el olor del pescado; los largos rezos y oraciones, porque le hastiaban y cansaban. Que éstas y otras no más altas causas reconoce la decantada filosofía cristiana de Erasmo, el cual era, después de todo, un mal fraile, si bien no fuese suya toda la culpa, sino de aquellos tutores y amigos que por fuerza le hicieron tomar un estado para el cual no tenía vocación alguna. Estudiante en París, cobró, no sin algún fundamento, grande ojeriza a los teólogos escolásticos de entonces, que, al decir de Melchor Cano, combatían con largas cañas, envueltos siempre en fútiles cuestiones. Pensó, y pensó bien, que a tales argucias y sutilezas debía sustituir una ciencia viva y cristiana, fundada, sin desprecio de la sana filosofía, en la Escritura y en los Padres. Teólogos, predicadores y frailes son el eterno asunto de las diatribas de Erasmo y, sobre todo, de sus celebrados Coloquios (1184).

     Son éstos en gran número. Llegan a ochenta y seis en las ediciones más completas, y tienen por fin ostensible destetar a los niños en la latinidad, ejercitarlos en el diálogo y darles for mas, giros y modos de hablar sobre cualquier materia. Fuerza es decir que los argumentos están escogidos con poca habilidad para tal propósito. Oigamos al mismo Erasmo exponer los asuntos de algunos de sus diálogos en la defensa que hizo de ellos:

     «En el coloquio De captandis sacerdotiis reprendo a los que van a Roma en busca de beneficios eclesiásticos, con grave detrimento del dinero y de las costumbres, y exhorto a los sacerdotes a deleitarse, no con las concubinas, sino con la lección de buenos autores.

     En la Confesión del soldado tacho la impía confesión de un militar que, después de recibir la absolución, mata y roba como antes.

     En el Convite profano no condeno las constituciones de la Iglesia sobre ayunos y elección de manjares, pero repruebo la superstición de algunos que les dan más importancia de la que es justo y, olvidados de la verdadera piedad, condenan por ello al prójimo.

     En el titulado Virgo misogamos, la doncella que aborrece el matrimonio, detesto la conducta de los que aconsejan a los jóvenes y a las muchachas entrar en religión, abusando de su sencillez y superstición, y persuadiéndolos que no hay salvación fuera de los monasterios.

     En La Virgen arrepentida presento a la misma doncella que, antes de profesar, muda de opinión y vuelve a casa de sus padres.

     En el coloquio Del soldado y del cartujo pongo en cotejo la locura de la juventud que corre a la guerra y la vida del cartujo, que sin el amor de los estudios no puede menos de ser triste y desabrida. [685]

     En el De la mujer erudita... hablo de los monjes y abades aborrecedores de las sagradas letras, dados al ocio, al lujo, a la caza y al juego.

     En el Espectro descubro los fraudes de los impostores, que engañan a las gentes crédulas fingiendo apariciones de demonios y almas en pena.

     En la Peregrinación religiosa censuro a los que hacen locas peregrinaciones a Jerusalén y Roma por causa de religión y a los que veneran reliquias inciertas o hacen granjería de ellas.

     En la Ichthiophagia trato la cuestión de la disciplina y constituciones eclesiásticas, que algunos del todo desprecian, otros anteponen a la ley divina y otros aprovechan para lucro y tiranía. Yo busco entre estas opiniones una justa templanza.

     En el Funeral comparo la muerte de los que se fían en vanas supersticiones y de los que ponen en Dios su esperanza, reprendiendo a la vez a los monjes que abusan de la necedad de los ricos» (1185).

     Este resumen, como hecho por el mismo autor y con un fin de defensa, no da bastante idea de las audacias de los Coloquios, y aun inducirá a declararlos inocentes, puesto que la Iglesia en ninguna manera defiende las supersticiones, ni la profesión monástica forzada, ni el lujo y soberbia de los abades, ni las malas confesiones, ni otras cosas que Erasmo censura. A lo sumo se le podría tachar de indiscreto ensañamiento con personas y cosas dignas de respeto, el cual no podía menos de disminuirse en el vulgo a la vista de tales ataques.

     Pero Erasmo, salvas sus intenciones, iba más allá, si bien de una manera cautelosa, hipócrita y solapada; y no sin razón le acusaron los teólogos de París de «tener en poco las abstinencias y ayunos de la Iglesia, los sufragios de la Virgen y de los santos»; de «juzgar el estado de la virginidad inferior al del matrimonio»; de «disuadir la entrada en religión» y de «entregar éstas y otras graves cuestiones teológicas y canónicas al arbitrio de los muchachos que comenzaban el estudio de la latinidad». Erasmo se defendió con la poco ingeniosa disculpa de que las proposiciones sospechosas no estaban en boca suya, sino de los personajes del diálogo: como si en cabeza de ellos pudiera calificar impunemente de judaísmo el ayuno y burlarse de la intercesión de los santos sólo porque sacrílegamente la invocasen los malhechores y forajidos. En otro coloquio, Las exequias seráficas, indignamente se mofa de laOrden de San Francisco, sin que haya disculpa que baste a cohonestar el desacato, que llega a comparar con un espectácido de funámbulos (1186) o prestidigitadores el entierro de un tal Eusebio, que había mandado piadosamente que le amortajasen con el hábito de la seráfica Orden. [686]

     Era el espíritu de Erasmo escéptico y, como hoy diríamos, volteriano, inaccesible a sentimientos de devoción y no muy capaz de comprender lo poético y bello de las costumbres y ceremonias cristianas. Práctico y positivo, lo que más le ofende es el dinero que los frailes reciben y la manera simoníaca de adquirir los beneficios. Sus críticas son de sacristía, aunque salpimentadas de gracejo, y no de las peores y más insulsas dentro del género.

     En el Elogio de la locura (1187) obra ingeniosísima que todavía se lee con gusto y en el cual sólo se echa de menos un poco de esa animación, ligereza y sobriedad que parece vedada a los hombres del Norte, aún son mayores las audacias e irreverencias. Con achaque de censurar la indiscreta devoción y la temeraria confianza (1188), no respeta las indulgencias, ni la veneración de los santos, ni la piadosa costumbre de recitar los siete salmos penitenciales. Parécele necedad y locura que cada ciudad tenga su santo patrono, y su titular cada oficio (1189), y hasta pone lengua en el culto de la Virgen. Todo el opúsculo rebosa en saña contra los teólogos, sin hacer distinción alguna, confundiendo en un haz a reales, nominales, tomistas, occamistas y escotistas, como si toda la teología se redujera a sutilezas, delirios y sofistería (1190)

. No menos se ensangrienta con los que llama el vulgo religiosos y monjes (1191), execrados y aborrecidos por todo el mundo, que huye de ellos como de la peste; los cuales con voces asininas repiten los Salmos en el templo y venden muy caras sus inmundicias y mendicidad, haciendo de ellas ostentación en calles y plazas: y todo lo tienen por regla y Precepto, hasta el color del hábito (¡cómo le pesaba el suyo a Erasmo!) y las horas de dormir (1192). [687] No acaba de entender por qué ciertas ordenes rechazan el contacto del dinero y llama niñerías («nugas»), acervo de ceremonias y tradicioncillas humanas (hominum traditiunculis) a las reglas monásticas, y a los frailes nuevo linaje de judíos, a quienes nadie se atreve a contradecir, porque la confesión les da la llave de todos los secretos (1193). Al lado de este lenguaje impío parecen inofensivas las burlas de Erasmo contra teólogos y predicadores, que nunca dejan de ladrar y con ridículos clamores ejercen la tiranía entre los mortales (1194) y se creen Pablos y Antonios, no siendo más que unos histriones.

     No salen mejor librados los cardenales y obispos, ni el mismo papa, a quienes acusa de incurrir en todos los vicios de los príncipes seculares y de defender con espada y veneno la potestad que simoníacamente han comprado, y que sólo les servía para tener sus establos llenos de caballos y mulas, y sus antesalas, de aduladores y parásitos (1195). Los pontífices guerreros, como Julio II, son el blanco principal de las iras del humanista bátavo, que tanto aduló, cuando le tuvo cuenta, a sus sucesores León X y Clemente VII. De los obispos germanos dice que vivían como sátrapas; y sólo así se explica la poca resistencia que hicieron a los progresos de la Reforma.

     «La plebe, añade, abandona el cuidado de las cosas espirituales a los eclesiásticos, los seculares a los regulares, los de menos estricta observancia a los más observantes, éstos a los mendicantes, los mendicantes a los cartujos, en los cuales yace sepultada la piedad, y tanto, que apenas se la ve» (1196).

     Imagínese qué efecto haría en el siglo XVI este pamphlet virulento de un teólogo que se decía cristiano, y a quien honraban, protegían y pensionaban papas, cardenales y reyes. ¡Con cuánta razón se ha dicho que Erasmo puso el huevo de la Reforma! Nada de cuanto Lutero dijo contra la Iglesia romana deja de estar contenido en germen en el Elogio de la locura, donde, para que la profanación sea mayor, hasta los textos de la Escritura se convierten en objeto de chanzas y risa. Que era Erasmo de Rotterdam, en medio de su natural pacífico, hombre de los que por decir una facecia atropellan todo respeto, dando a veces más allá del blanco que se proponían. Increíble parece que, ni en serio ni en burlas, llegara a escribir que tiene la religión cristiana cierto parentesco con la locura, y que por eso [688] todos los niños, mujeres y fatuos son creyentes (1197). Leyendo tales cosas no es de extrañar que muchos hayan tenido a Erasmo por escéptico y despreciador de toda religión. 

     ¡Líbreme Dios de suponerle peor de lo que fue! Sé que en el siglo XVI es inverosímil la impiedad a la moderna; que Erasmo escribió libros de buena y sincera religión; que entonces nadie tomaba al pie de la letra los atrevimientos de las obras satíricas y que éstas se escribían siempre con gran libertad y desenfado. Sé que Erasmo vivió y murió en el seno de la Iglesia católica, defendiendo el libre albedrío contra Lutero, el cual le injurió brutalmente sin respeto a su ciencia y a sus canas; pero vivió y murió como un católico doctrinario (usemos la fraseología de ahora), débil y acomodaticio, de medias tintas y de concesiones, amigo peligroso, de los que hacen más daño que los enemigos declarados; patriarca de esa legión que desde el siglo XVI acá viene dando un poco de razón a todo el mundo, empeñada en la insensata empresa de conciliar a Cristo con Belial y de atraer a los enemigos, sacrificando cobardemente una parte de la verdad. Hombre pacífico, moderado, amante de su comodidad, enemigo de ruidos y escándalos, creyó dirigir la Reforma desde su mesa de estudio y sembrar impunemente las tempestades; hacer a la Iglesia una guerra culta, elegante, de sátiras y diálogos, derribando hoy una piedra, mañana otra, descubriendo las heridas como para catarlas, sin reparar en contradecirse y volver atrás cuando su palabra o su pensamiento le llevaban demasiado lejos. Pensó que con atenuaciones, moderaciones y retóricos eufemismos podía decirse todo, siempre que se dijera en latín y en libros escritos para sabios; y cuando vio que la semilla germinaba, dudó entre la vanagloria y el remordimiento. Locura fue pensar que entre la plebe de las universidades que devoraba sus libros no había de haber alguno que tradujera en la enérgica lengua del vulgo las mordaces agudezas del Moriae encomium y de los Coloquios. Lutero y los suyos adularon al principio a Erasmo para atraerle a su partido. El se mantuvo a la defensiva, aconsejándoles calma, moderación, tolerancia; decía que ni aun la verdad le agradaba cuando era sediciosa, y entre veleidades y fórmulas urbanas procuró no comprometerse con nadie y sostener un equilibrio imposible. Y consiguió lo que consiguen siempre estos hombres del justo medio: atraerse los odios de católicos y protestantes y no creer nadie en su sinceridad cuando después de los años mil, hostigado por todos sus amigos y por Adriano VI, y Clemente VII, y por el rey de Inglaterra Enrique VIII, publicó de mala gana su tratado De libero arbitrio. Lutero, por su parte, le llamó ateo, epicúreo, blasfemo y escéptico en materias de fe. [689]

     Cómo le juzgaban los grandes católicos de aquel siglo vamos a verlo en un curiosísimo pasaje de la Vida de San Ignacio de Loyola, escrita por el P. Ribadeneyra (1198). Habla de cuando San Ignacio estudiaba humanidades: «Prosiguiendo, pues, en los ejercicios de sus letras, aconsejáronle algunos hombres letrados y píos que, para aprender bien la lengua latina y juntamente tratar de cosas devotas y espirituales, leyese el libro De milite christiano..., que compuso en latín Erasmo Roterodamo, el cual en aquel tiempo tenía grande fama de hombre docto y elegante en el decir. Y entre los otros que fueron deste parecer, también lo fue el confesor de Ignacio. Y así, tomando su consejo, comenzó con toda simplicidad a leer en él con mucho cuidado y a notar sus frases y modos de hablar. Pero advirtió una cosa muy nueva y muy maravillosa, y es que, en tomando este libro de Erasmo en las manos y comenzando a leer, juntamente se le comenzaba a entibiar su fervor y a enfriársele la devoción. Y cuando más iba leyendo, más creía esta mudanza. De suerte que cuando acababa la lición le parecía que se le había acabado y helado todo el ardor que antes tenía, y apagado su espíritu y trocado su corazón, y que no era el mismo después de la lición que antes della. Y como echase de ver esto algunas veces, a la fin echó el libro de sí, y.cobró con él y con las demás obras deste autor tan grande ojeriza y aborrecimiento, que después jamás no quiso leerlas él ni consintió que en nuestra Compañía se leyesen sino con gran delecto y cautela.»

     Para que no nos asombremos de que a un escritor tan sospechoso y que tanto resfriaba el fervor de San Ignacio le honrasen con amistad, y hasta con indomato amore, tan buenos católicos como Vergara, Tomás Moro, mártir de la fe, y Luis Vives, el más piadoso de los humanistas, conviene establecer una distinción clara y precisa entre los llamados erasmistas y dividirlos en dos grupos:

     1.º Los que en Erasmo admiraban sobre todo al filólogo, colector de los Adagios, traductor de la Ifigenia y de la Hécuba, de los Opúsculos morales de Plutarco y de la Gramática de Teodoro de Gaza, al acérrimo impugnador de la barbarie; al institutor eminente, autor de planes de enseñanza, que luego superó Vives, y de libros elementales admitidos en todas las escuelas; al docto helenista, corrector y traductor del Nuevo Testamento y de muchas obras de los Santos Padres, benemérito de la erudición sagrada y profana por sus glosas y comentarios; al prosista más variado y fecundo de aquella época. Por todos estos motivos era digno de alabanza Erasmo y lo es hoy todavía, aunque sus trabajos, como todos [690] los de erudición, crítica y exégesis, hayan envejecido más o menos. Lo que no envejece es la forma de sus escritos ligeros, así cartas como diálogos y apologías, y ésta también la admiraban los amigos a quienes voy refiriéndome. En cuanto a las ideas, reconociendo, como todos los buenos católicos, la necesidad de reforma y los males de la Iglesia, los vicios de la escolástica, etc., etc., en ninguna manera seguían a Erasmo en sus diatribas contra las indulgencias, la invocación de los santos, las ceremonias, los ayunos, etc. Siempre que de hereje se le acusaba, procuraron excusarle más bien que defenderle, y si de algo pecaron fue de exceso de amistad y de modestia. A este grupo pertenecen casi todos los erasmistas españoles: el arzobispo Fonseca y su secretario Vergara, el inquisidor Manrique y Luis Núñez Coronel, Luis Vives, Fr. Alfonso de Virués y el mismo arcediano de Alcor, algunos de los cuales no dudaron en llevar la contra a Erasmo en muchas cosas. De ellos trataremos en este capítulo.

     2.ºLos que pensaban como Erasmo en todo y por todo y aun iban más allá que él en muchas cosas, tocando los confines del luteranismo, si es que no llegaron a caer en él. De éstos es el secretario Alfonso de Valdés y el cronista de Portugal, Damián de Goes, que vendrán en capítulos distintos.

     Estudiemos ahora las controversias erasmistas en España, sobre las cuales tenemos copiosísimos documentos, algunos de ellos inéditos todavía.



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- III -

Primeros adversarios de Erasmo en España.-Diego López Stúñiga.-Sancho Carranza de Miranda.

     Sería grave error el suponer que sólo a frailes ignorantes y aferrados a la escolástica rudeza tuvo Erasmo por contradictores. Lejos de eso, el primero que en España se le opuso fue un helenista, hijo de aquella florentísima Universidad de Alcalá, donde, como en casi todas las escuelas del Renacimiento, se cultivaban con igual amor la ciencia profana y la sagrada. El cardenal Ximénez había formado allí una especie de colonia ateniense, donde brillaban al mismo tiempo el cretense Demetrio Ducas, maestro de lengua griega; los hebraizantes conversos Alfonso de Zamora, Pablo Coronel y Alfonso de Alcalá; los dos Vergaras, en letras helénicas eminentes, traductor el uno de Aristóteles y el otro de Heliodoro; el toledano Lorenzo Balbo de Lillo, a quien se deben notables ediciones de Valerio Flaco y Quinto Curcio; el comendador griego Hernán Núñez, y sobre todos el anciano pero vigoroso Antonio de Nebrija, que, derrotado malamente en unas oposiciones de Salamanca por un rapaz discípulo suyo, había encontrado en Alcalá el tan apetecido otium cum dignitate (1199). Nunca habían sido tan protegidas en España las letras [691] humanas. De las cuarenta y dos cátedras que el cardenal estableció, seis eran de gramática latina, cuatro de otras lenguas antiguas, cuatro de retórica y ocho de artes. Erasmo reconoce y pondera en muchas partes la grandeza de Cómpluto, que florecía en todo género de estudios en aquella su edad dorada, y [692] con razón podía llamarse pa/mplouton por abundar en todo linaje de riquezas (1200).

     La grande obra de aquellos insignes varones fue la Poliglota Complutense, monumento de eterna gloria para España, como que hace época y señala un progreso en la crítica aplicada a los sagrados textos: una de las grandes positivas conquistas del Renacimiento, que fue, no me canso le decirlo, la restauración de la antigüedad sagrada al mismo tiempo que de la profana. Sin ser muy literato Cisneros (1201), era en todo un hombre de su siglo, enamorado del saber y de las letras, hábil en escoger sus hombres, ardentísimo en los propósitos y tenaz en la ejecución. La Poliglota se hizo incluyendo, además del texto hebreo, el griego de los Setenta, el Targum caldaico de Onkelos, uno y otro con traducciones latinas interlineales, y la Vulgata. Llena los cuatro primeros tomos el Antiguo Testamento; el quinto, el Nuevo (texto griego y latino de la Vulgata), y el sexto es de gramáticas y vocabularios (hebreo, caldeo y griego). Los trabajos preparatorios duraron diez años. A los artífices de este monumento ya los conocemos: la parte hebrea y caldea corrió a cargo de los tres judíos conversos; en la griega trabajaron el cretense Ducas, Vergara, el Pinciano (Hernán Núñez) y algo Antonio de Nebrija, que tuvo mucha mano (no tanta como él hubiera querido) en la corrección de la Vulgata, y que por su genio áspero, mordaz y vanidoso solía ponerse en discordia con sus compañeros (1202). Códices hebreos había en abundancia en España, y de mucha antigüedad y buena nota, procedentes de nuestras sinagogas, donde se había conservado floreciente la tradición rabínica. Tampoco faltaban buenos ejemplares latinos; pero no los había griegos, y hubo que pedirlos al papa León X, que facilitó liberalmente los de la Vaticana, los cuales fueron enviados en préstamo a Alcalá, como expresamente dice el cardenal en la dedicatoria, y no copiados en Roma, por más que lo indique su biógrafo Quintanilla (1203). Para fundir los caracteres griegos, hebreos y caldeos, nunca vistos en España, y hacer la impresión, vino Arnao Guillem de Brocar, y en menos de cinco años (¡celeridad inaudita dadas las dificultades!) se imprimió toda la Biblia, cuyos gastos ascendieron, según Alvar Gómez, a cincuenta mil escudos de oro. [693] La impresión estaba acabada en 1517, pocos meses antes de la muerte del cardenal; pero no entró en circulación hasta 1520, de cuya fecha es el breve apostólico de León X, autorizándola «por juzgar indigno que tan excelente obra permaneciera más tiempo en la oscuridad» (1204).

     La Poliglota era asombrosa, pero no era ni podía ser definitiva. Sobre todo, en el Nuevo Testamento encontraban qué reprender los helenistas, aunque no podían quitarle la gloria de ser el primer texto que: había aparecido en el mundo, ya que el tomo V, en que se halla, tiene la fecha de 1514. Al mismo tiempo que los doctores complutenses, trabajaba otra edición Erasmo, la cual fue impresa en 1516 y reimpresa en 1519, 1522, 1527, 1531 (que es la que poseo, estampada en Basilea por Juan Rebellio) y 1535, sin otras posteriores. Los pareceres de los doctos se dividieron: cuáles estaban por el texto griego de la Poliglota, cuáles por el de Erasmo.

     A decir verdad, uno y otro adolecían de no leves defectos, como fundados en códices relativamente modernos y todos de la familia bizantina. ¿Quién ha de pedir a aquellas ediciones del sigloXVI, primeros vagidos de la ciencia, la exactitud ni el esmero que en nuestros días ha podido dar a las suyas Tischendorf, sobre todo después del hallazgo del códice Sinaítico? Erasmo tuvo que valerse de algunos códices de Basilea muy medianos, y en la cuarta, quinta y sexta ediciones introdujo algunas correcciones tomadas de la Complutense.

     Los alcalaínos no andaban acordes en juzgar el trabajo de Erasmo. Unos, como Vergara, le aplaudían; otros, como Diego López Stúñiga, encontraron en él muy graves defectos.

     Las invectivas de Erasmo contra este su contradictor no deben torcer nuestro juicio ni llevarnos a injusticias. Diego López de Stúñiga, de noble familia extremeña, que dio maestres a la Orden de Alcántara, sabía el griego y el latín por lo menos tan bien como Erasmo, dice Ricardo Simón; juntaba, a lo antiguo y esclarecido de su prosapia, ingenio cándido y urbano, gran saber en teología, letras humanas e historia eclesiástica, vida inocentísima, suma honestidad de costumbres y de palabras, amor a la verdad y piadosos sentimientos, según nos informa Juan Ginés de Sepúlveda, que le conoció muy bien (1205). No le movió [694] a escribir contra Erasmo odio ni mala voluntad, como Sepúlveda advierte, y lo comprueba un hecho que referiré después.

     Había hecho Stúñiga en 1519 sus primeras armas contra el teólogo de París Jacobo Fabro Stapulense, tildándole de haber cometido graves errores en su traducción de las Epístolas de San Pablo (1206) y defendiendo contra él que la Vulgata de hoy es la misma que corrigió San Jerónimo, y responde fielmente, en lo sustancial, al texto griego. Al año siguiente (1520) salió de las prensas de Arnao Guillem de Brocar un libro rotulado:

     Annotationes Iacobi Lopidis Stunicae contra Erasmum Roterodamum in defensionem translationis Novi Testamenti.

     Asegura Erasmo en su respuesta que el cardenal Cisneros había aconsejado a Stúñiga que enviase al mismo Erasmo su obra antes de divulgarla, diciéndole además: «Si puedes, haz algo mejor y no condenes la labor ajena.» (Tu, si potes, adfer meliora, ne damna alienam industriam.) Por eso no se atrevió a hacer la publicación en vida del cardenal; pero así que murió éste, entregó Stúñiga el libro a los tipógrafos, sin avisar para nada a Erasmo (1207).

     No se distingue ciertamente la obra del teólogo de Alcalá por la templanza; tras de negar a Erasmo saber teológico y todo conocimiento de la lengua hebrea (esto último era verdad, y Erasmo lo confiesa) y tratarle de apolinarista y arriano, llega a disputarle hasta sus muchas humanidades, y con latina soberbia no se harta de llamarla bátavo, harto de cerveza y de manteca; pero todo ello estaba en las ásperas costumbres literarias del tiempo. Por lo demás, nuestro helenista razona bien en algunas cosas, como iremos viendo.

     Decía Erasmo que San Mateo no escribió su evangelio en hebreo, o que, a lo menos, San Jerónimo no vio este texto. Stúñiga invoca el testimonio de Orígenes, San Agustín y San Crisóstomo; pero ninguno de ellos lo dice como cosa cierta, sino como tradición: traditur, dicitur, etc. Hoy la ciencia escrituraria [695] da la razón a Stúñiga, apoyada en textos más antiguos y expresos que los suyos, como que son de Papías, citado por Eusebio, San Ireneo, Clemente Alejandrino, Tertuliano, etc., ninguno de los cuales usa el traditur.

     Prescindamos de las notas que se refieren a quisquillas gramaticales: si ha de traducirse de Thamar (lección antigua) o ex Thamar (Erasmo); Salomon o Salomonem (como puso Erasmo separándose de la forma hebrea); daemoniacos (San Jerónimo) o syderatos (Erasmo, por parecerle más elegante esta forma); naviculam o navem; si puede decirse en buen latín adulterabis, o más bien adulteraberis, como Erasmo quería; lamentavimus (Vulgata) o lamentati sumus; si el pannis de la Vulgata debe ser fasciis; si a Poncio Pilato se le ha de llamar praesidente o procurante de Judea; si Cedrón es nombre hebreo; si en la Epístola a los Romanos (c.2) se ha de traducir benedictus o laudandus; en el 3, iniquitas o iniustitia; en el 7, vocabitur o udicabitur adultera; en el 8, glorificavit o magnificavit, y en el 3 de la epístola 2.ª Ad Thessalonicenses, denuntiabamus o praecipiebamus, etc. (1208). Tampoco nos detengamos en otras enmiendas que pudieran muy bien hacer variar el sentido, pues no es lo mismo traducir en el capítulo 10 de San Mateo el nu/mfh por sponsa que por nurus, ni en el 11 el nh/pioi por parvuli (Vulgata) o por stulti (Erasmo), siendo en estos casos mucho más fiel al sentido la Vulgata que Erasmo, aunque éste ande más apegado a la letra. Más grave novedad era el traducir Maria... bonam partem elegit, en vez de optimam partem, siendo así que San Ambrosio, San Agustín y otros Padres escriben siempre meliorem; y así ha de ser para que el contraste entre Marta y María, la vida activa y la contemplativa, tenga toda su fuerza. Claro que hay que dar al a)gaqh/n un sentido superlativo.

     Pero había cosas más graves. Sobre el capítulo 1 de San Juan acusaba Stúñiga a Erasmo de arriano, por decir que en las Escrituras era frecuente atribuir el nombre Dios al Padre solo, aunque por dos o tres lugares constaba que Cristo era Dios, y citaba el Deus erat Verbum, el Dominus meus et Deus meus y algún otro. Como el decir dos o tres parecía menoscabar los testimonios de la divinidad de Cristo, Stúñiga se enoja mucho, y con razón, porque los lugares son más de diez. Erasmo responde que dijo dos o tres como quien dice muchos, y que más quiere ser tenido por un hongo o por una piedra, que por dudador de la divinidad de Cristo. Por el contrario, comentando el capítulo 4 de los Actos, dudaba Erasmo si a Cristo le competía el nombre de siervo, y Stúñiga le acusa de inclinarse al error de los apolinaristas y negar a Cristo la naturaleza humana. Como se ve, esto era andar muy de prisa; pero la opinión de Erasmo no carecía de peligros, ni tampoco el traducir en la epístola Ad Ephesios (c.5) en vez de sacramentum magnum, mysterium o arcanum, aunque protesta que no por esto quiere negar que el [696] matrimonio sea sacramento. El diabolos de la epístola 1.ª a Timoteo (c.3) no lo entendía Erasmo por Satanás, como la Vulgata, sino por calumniator.

     Algunas de las objeciones de esta primera tanda eran harto insignificantes y fáciles de contestar, y Erasmo lo hizo en su Apologia respondens ad ea quae in Novo Testamento taxaverat Iacobus Lopius Stunica. Tras de la rociada de injurias consiguiente, llamándole bufón y no teólogo (1209), no puede menos de reconocer que en España florece el estudio de las lenguas y de las buenas letras, y que del ingenio de Stúñiga espera mucho con tal que haga en adelante mejor uso de él. Al apodo de bátavo responde que «para el filósofo cristiano no hay españoles, ni galos, ni germanos, ni sármatas, sino hombres nuevos regenerados por Cristo y que todos los que sirven a la gloria de Cristo son hermanos» (1210). Niega haber despreciado la Vulgata ni faltado al respeto a San Jerónimo, a quien nadie, dice, respeta tanto como yo. Escandalízase de los dictados de apolinarista y arriano (1211). « ¡Negar a Cristo la naturaleza humana, yo, que en todos mis libros le adoro! ¡Hacer a Cristo, según la naturaleza divina, inferior al Padre, yo, que tantas veces detesto a los arrianos! « Y, ya puesto en cólera, llama a Stúñiga testaferro, histrión alquilado para representar una fábula ajena y plagiario de los Léxicos y de las Quincuagenas, del doctísimo varón Antonio de Nebrija (1212), cuyo nombre, dice, es entre nosotros glorioso y célebre. Por lo demás, da la razón a Stúñiga en dos o tres observaciones, como la de haber atribuido a Penélope unas palabras de Ulises en la Odisea y en lo de que Cedrón sea nombre hebreo; confiesa que en la traducción hay y errores, promete enmendarlos en las ediciones sucesivas y se defiende bien de algunas objeciones, de otras desgarbadamente.

     Stúñiga hubo de exasperarse, pero dilató algo su contestación por haber emprendido entre tanto un viaje a Roma. Por cierto que la relación de este viaje está impresa y es libro rarísimo (1213). En 1521 estaba ya en la Ciudad Eterna, adonde le llevaron [697] pretensiones de beneficios eclesiásticos, si hemos de creer a Erasmo, el cual asegura, además, que el papa y los cardenales se oponían a que escribiera contra él. (Et aegre Pontificum et Cardinalium auctoritate coercitus. Epístola 899 a Francisco de Vergara.) León X le aconsejó moderación y caridad en la disputa con Erasmo. Muerto aquel Pontífice, vedaron por edicto los cardenales que nadie injuriase por escrito al de Rotterdam, temerosos de que a la tragedia luterana se añadiese otra; pero Stúñiga y algunos más infringieron el decreto y publicaron subrepticiamente sus libros. Hasta aquí Erasmo. Quizá la protección que en Roma se le daba no fuera tanta como él pondera. Lo cierto es que Stúñiga publicó contra él, una tras otra, las siguientes diatribas,todas de peregrina rareza:

     Erasmi Rote- rodami Blas- phemiae et im- pietates per Iacobum Lopi- dem Stunicam nunc primum propalatae ac proprio volumine alias re- dargutae (1214).

     Es una serie de proposiciones tomadas de las obras de Erasmo, especialmente en las Anotaciones al Nuevo Testamento, de los Escolios a las Epístolas de San Jerónimo y a San Cipriano, del Enchiridion, de la exposición del salmo Beatus ille, del Compendio de la verdadera teología, de la Querela pacis y del Elogio de la locura. Las acusaciones ya puede imaginarse cuáles son: hablar mal de frailes, obispos y clérigos; llamar al Papa Vicario de Pedro y no Vicario de Cristo; combatir los ayunos y el celibato de los clérigos; aplicar las palabras Tu es Petrus a todo el cuerpo de la Iglesia y el Pasce oves meas a cualquier obispo (lo cual sabe a luteranismo y wicleffismo, añade Stúñiga); hablar con poco respeto del culto de los santos; tener en menosprecio la autoridad de San Jerónimo, etc. Stúñiga presentaba este opúsculo como un specimen de otra obra más lata, donde se proponía demostrar que «Erasmo no sólo era luterano, sino príncipe y cabeza de los luteranos» (1215).

     Quéjase Erasmo en la respuesta (1216) de que su enemigo haya presentado los pasajes que extracta de sus obras de la manera más a propósito para escandalizar, con lemas o epígrafes exagerados, sin los antecedentes y consiguientes que los moderan. Tampoco le parece bien que se haya valido de la primera edición del Nuevo Testamento, porque en la segunda y tercera había enmendado muchas cosas que, escritas en tiempos tranquilos, parecían malsonantes después de la sedición de Lutero. Atrocísimo libelo llama al de Stúñiga (1217), inspirado parte por el [698] deseo de adquirir fama, parte por complacer a ciertos monjes, parte por cazar en Roma un beneficio. «En Lovaina y en Colonia, dice, se estaba fraguando, hace muchos años, el trabajo a que Stúñiga dio su nombre: otros alzaron la liebre, él recogió la gloria y el dinero. Por eso hoy se pasea a caballo por el Campo de Fiore y todos le señalan con el dedo.»

     Esto para muestra de la urbanidad de la polémica. Entrando ya en la medula del libro, le aplica Erasmo aquel dístico de Marcial:

                                  Lemniata si quaeres, cur sint adscripta docebo,
ut si malueris, lemmata sola leges;

puesto que toda la odiosidad estaba en los títulos. «¿Por qué han de ser blasfemias las reprensiones de las malas costumbres, cuando llenos están de ellas los profetas, evangelistas y epístolas apostólicas, y Tertuliano, y San Cipriano, y San Jerónimo, y San Bernardo de consideratione? ¿Querrá persuadirnos Stúñiga que no hay obispos ni frailes malos? ¡Ojalá fuera así!»

     Con el achaque de que sólo ataca la superstición y el exceso (1218), defiende Erasmo, como puede, las malignas insinuaciones de la Moria, principal texto de Stúñiga, alegando que León X leyó el Elogio de la locura y no lo condenó, y que Platina escribió cosas mas graves que él en la Vida de los Pontífices (1219). Reconoce en términos expresos el primado del papa, aunque deja en duda si es por institución divina o por consenso de los pueblos y de los príncipes, añadiendo con extraordinaria frescura que esto no quita ni añade nada a la potestad del pontífice. El final de la Apología es un reflejo fiel de las agitaciones de la conciencia de Erasmo. No quiere admitir el título de luterano, desea andar solo y no ser cabeza de ninguna facción, y a Lutero ni le ataca ni le defiende; «aunque ¿quién no había de defender a Lutero a los principios? Ni los clamores, ni las bulas, ni los edictos pueden arrancarle de las manos del pueblo: el mal [699] ha echado raíces...» (1220). ¡Tímidas e hipócritas palabras, que no podían satisfacer a nadie! ¿Qué importa que a Erasmo no se le pudiera llamar con rigor luterano, si era, a su modo, un enemigo de la Iglesia tan pernicioso como Lutero?

     Lo que empezó por cuestión filosófica iba acabando por cuestión de fe; Stúñiga, tenaz en su manía antierasmiana, publicó en seguida, como batidor o anuncio de sus tres volúmenes, otro opúsculo titulado:

     Iac. Lopid. Stuni- cae libellus trium illorum volumi- num praecursor quibus Erasmi- cas impietates ac blasphemias redar- guit (1221).

     Tres cuestiones trata este libro. La primera se refiere a la divinidad de Jesucristo, que supone negada por Erasmo; la segunda, al nombre de siervo aplicado a Jesucristo, y la tercera, al sacramento del Matrimonio. Sabido es que Erasmo traducía, en vez sacramentum, mysterium o arcanum.

     Sobre estas mismas tres cuestiones divulgó simultáneamente otro libro contra Erasmo un teólogo navarro, residente en Roma como Stúñiga, e hijo mismo que él, de la escuela de Alcalá, donde fue colegial de San Ildefonso. Llamábase Sancho Carranza de Miranda y era hermano del dominico Fr. Bartolomé, célebre y desdichado arzobispo de Toledo. En París había tenido Sancho gran crédito de disputador y teólogo, y no menor en la escuela complutense, que le tuvo por maestro de artes y teología, contando entre sus discípulos a Juan Ginés de Sepúlveda (1222). Lleváronle sus méritos a una canonjía de Calahorra y a la magistralía de Sevilla; pero al tiempo que estas disputas ocurrían, hallábase en Roma acompañando a D. Alvaro Carrillo de Albornoz, que trataba asuntos del cabildo de Toledo. Habíase dado a conocer como hábil y sutilísimo dialéctico en una controversia Sobre los modos de la alteración y la quiddidad, contra el famoso peripatético Agustín Nipho de Suessa (1223), obra que imprimió en 1514, dedicada al cardenal Carvajal. No era Carranza humanista como Stúñiga, sino un mero teólogo escolástico, a quien calificó [700] un discípulo suyo de perspicaz en la invención, acre en la disputa, fácil y metódico en la enseñanza, de divina memoria y de agudeza dialéctica. Aunque confiesa ignorar el griego y el hebreo, él libro que escribió contra Erasmo revela talento no vulgar, y se distingue por la cortesía y templanza, ajenas en todo e los arrebatos de Stúñiga. Y verdaderamente tiene razón en sus tres cargos contra Erasmo. Su libro se titula:

     Sanctii Car- ranzae a Miran- da Theologi opusculum in quasdam Eras- mi Roteroda- mi Annota- tiones.

     A la vuelta de la portada exornan el libro unos dísticos de Francisco Vázquez. Dedica Carranza su libro al canónico Juan de Vergara, grande amigo de Erasmo.

     Al fin dice: Impressit Romae Ariotus de Trino, impensis Ioannis Mazochi Bergomatis, die primo Martii M.D.XXII.

     Tachaba el nuevo antagonista a Erasmo de enemigo de la teología y de no conceder valor alguno a Santo Tomás ni a Scoto, y presentábase con aires de mediador entre el holandés y Stúñiga. Defendía:

     1.º Que el nombre de Emmanuel (Deus nobiscum) era bastante prueba de la divinidad de Cristo, y que no indicaba sólo el favor y patrocinio de Dios, como Erasmo quería; que en las palabras Et Deus erat Verbum se da clara y manifiestamente a Cristo el nombre de Dios, y que es vano y sofístico empeño el de Erasmo en amenguar con reticencias y distingos la fuerza de textos clarísimos, donde con manifesta appellatio se llama a Cristo Dios, v. gr.: Ut cognoscamus Deum verum, et simus in vero Filio eius. Hic est verus Deus et vita aeterna (San Juan, 1.1 c.5). Magni Dei et salvatoris nostri Iesu Christi (San Pablo, Ad Titum c.2). Et non secundum Christum, quia in ipso inhabitat omnis plenitudo divinitatis corporaliter (Ad Coloss. c.2).

     2.º Que el nombre de siervo conviene con propiedad a Cristo (c.4 de las Actas de los Apóstoles), y que no ha de traducirse puerum, como quieren Lorenzo Valla y Erasmo, sino servum, puesto que leemos en la epístola Ad Philippenses: Formam servi accipiens.

     3.º Que la doctrina de Erasmo sobre el matrimonio, negándole el carácter de sacramento, es idéntica a la de Lutero.

     Erasmo contestó por separado a Stúñiga y a Carranza, acusando al primero de plagiar los argumentos del segundo (1224). Comienza tratando a éste con cierta moderación relativa, como quien se alegra de encontrar un verdadero teólogo, modesto y apacible en la enseñanza, y hasta le disculpa que por amor de patria, especie de piedad filial, haya tomado apasionadamente la defensa de su conterráneo (1225). Pero esta templanza no dura [701] mucho: al verse tildado Erasmo, más o menos descubiertamente, de arriano, apolinarista y sabeliano, prorrumpe en invectivas contra Carranza, hasta llamarle os impudens. En el fondo se defiende muy mal: para probar que el nombre de siervo es impropio, trae citas de San Juan Crisóstomo y San Ambrosio; y estrechado con los pasajes que claramente afirman la divinidad del Verbo, responde que «ojalá estuviera nombrado seiscientas veces, aunque no sería menor su creencia que si estuviese nombrado seis mil» (1226). Yo creo que Erasmo nunca llevó tan allá sus dudas y que en esta parte obraba sólo por espíritu sofísico y deseo de contradicción. Tampoco negaba que el matrimonio fuera sacramento, sino que el texto de la epístola Ad Ephesios fuese bastante prueba, y que Pedro Lombardo y otros antiguos teólogos (1227), en cuyas obras, dice, hay más lugares condenados que en todas las mías, le admitiesen como sacramento, aunque él en esta parte no los seguía.

     Carranza se retiró de la palestra, no porque los argumentos de Erasmo fuesen para convencer a nadie, sino porque le profesaba sincera estiniación y porque Vergara y otros amigos comunes se interpusieron. Años después, en 1527, escribía Erasmo a Francisco de Vergara: «He oído decir que Sancho está ya en buena disposición ara conmigo, olvidado de la antigua contienda, si fuere así dale mis memorias» (1228).

     Stúñiga continuó solo la campaña, y aunque no llegó a publicar un Paralelo entre Erasmo y Lutero que tenía ofrecido, y estuvo a punto de ir a la cárcel como desobediente a los edictos de Adriano VI que prohibían estas polémicas, aprovechó el interregno en que estaba reunido el conclave después de la muerte de aquel Pontífice, e hizo correr por las calles de Roma un pliego impreso subrepticiamente con el título de:

      Conclusiones principaliter suspectae et scandalosae quae reperiuntur in libris Erasmi Roterodami per Iacobum Lopidem Stunicam excerptae.

     No tiene mas señas de impresion que éstas: Romae,MDXXII (1229). El primado de San Pedro, la confesión, la extremaunción, [702] las ceremonias y las horas canónicas son los principales capítulos de acusación contra Erasmo en esta hoja volante; que no consintió más largo escrito el corto tiempo entre uno y otro papa.

     Tornó a replicar Erasmo en una carta a Juan Fabro, canónigo de Constanza, escrita desde Basilea el 1.º de marzo de 1542, que, interpretando sus palabras como Stúñiga las interpretaba, no era difícil encontrar herejías hasta en San Pablo, y que él tenía el matrimonio por sacramento, mucho más después de la decisión del concilio de Florencia, pero que no encontraba expreso en los Santos Padres el primado del Pontífice: ¡Como si no fuesen terminantes las palabras de San Cipriano: Qui cathedram Petri super quam fundata est Ecclesia deserit in Ecclesia non est: qui vero Ecclesiae unitatem non tenet, nec fidem habet! (1230)

     El mismo año corrieron de molde otros dos escritos de Stúñiga contra Erasmo. En el primero le acusa de plagiario de Lorenzo Valla y de suponer solecismos en la Vulgata. (Assertio Ecclesiasticae translationis Novi Testamenti a soloecismis quos illi Erasmus Roterodamus impegerat, per Iacobum Lopidem Stunicam.) (1231)« En el segundo nota y señala los lugares que había enmendado Erasmo, conforme a sus anotaciones, pero sin nombrarle, en la tercera edición del Nuevo Testamento. (Loca quae ex Stunicae/ annotationibus, illius suppresso/ nomine, in tertia editione novi/ Testamenti Erasmus emendavit.) (1232).

     A estos dos folletos clandestinos, en cuya impresión, si hemos de creer a Erasmo, tuvieron parte los dominicos (1233), contestó aquél desde Friburgo en una Epístola apologética al médico Huberto Barlando, insistiendo principalmente en lo de los solecismos, que no era extraño que cometiesen los apóstoles escribiendo para el vulgo y en el griego corriente de su tiempo.

     Con esta carta, fecha en 8 de junio de 1529, terminó la contienda, pues aunque Stúñiga tenía preparada una biblioteca entera contra Erasmo, ochenta anotaciones a sus escolios a las obras de San Jerónimo y más de ciento a su traducción del Nuevo Testamento, nada de esto le dejó publicar su muerte, acaecida [703] en Nápoles por los años de 1530 (1234). En su testamento dejó mandado que se enviasen a Erasmo sus apuntamientos para que en vista de ellos corrigiera, si quería, en las sucesivas ediciones de sus obras, los que fuesen verdaderos yerros (1235), sobre todo en el Nuevo Testamento. Los cardenales D. Francisco de Quiñones y D. Iñigo de Mendoza, testamentarios de Stúñiga, cuidaron, de acuerdo con Juan Ginés de Sepúlveda, de extractar lo más notable y enviárselo a Erasmo. Este lo recibió con mucho agradecimiento y, examinadas las observaciones, confesó que muchas cosas se le habían escapado que estaban bien corregidas por Stúñiga. Y no podía menos de ser así, cuando éste había sido el primero en estudiar el Códice Vaticano, que Erasmo no vio nunca, y de cuya existencia ni siquiera sabía hasta que Sepúlveda le dio la noticia en 1533. Conste todo esto para desagravio del maltratado doctor extremeño, juntamente con las palabras que a modo de elogio fúnebre le dedicó Erasmo, templados ya sus rencores con la muerte y el generoso testamento de su adversario: «¡Digno era aquel varón docto y diligente de haber ilustrado por muchos años la república literaria ejercitándose en más dignos argumentos, ya que no hizo otra cosa en su vida que escribir contra mí!» Juan Ginés de Sepúlveda, que había vivido en su compañía en Roma, le dedicó este elegante y sobrio epitafio:

                               Flete virum, Charites: iacet hic virtutis alumnus
         Stunica, secli laus delitiaeque sui
Vos quoque lugete, heu, Musae, nam utrumque colebat
                                        ille chorum sancte, gratus utrique fuit,
virtutum gregi charus: languere videntur
        doctrina et probitas, cumque pudore sales (1236). [704]

     El varón a quien nuestro gran ciceroniano apellida amado de las Musas y de las Gracias y rico de sales, claro se ve que no estaba envuelto en las tinieblas de la Escuela, como por ignorar estas cosas dicen los extranjeros que de él escriben en sus vidas de Erasmo, sino que era un espíritu del Renacimiento.



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- IV -

Relaciones de Erasmo con Vergara, Luis Núñez Coronel y otros españoles. -Protección que le otorgan los arzobispos Fonseca y Manrique. -Primeras traducciones de los escritos de Erasmo en España. -Cuestiones que suscitan. El arcediano de alcor. -Bibliografía de las traducciones castellanas de Erasmo.

     No todos los españoles eran tan tenaces reprensores de Erasmo como Diego López Stúñiga. Por el contrario, quizá en ningún reino de la cristiandad tenía el humanista de Rotterdam [705] tantos amigos y de tanta valía como en el nuestro. Figuraba entre ellos, y en primera línea, Luis Vives, de quien, cuando aun no había cumplido veintiséis años, escribía Erasmo que «no había parte alguna de la filosofía que le fuese extraña, y que en la facilidad y elegancia del decir, apenas había en aquel siglo quien con él compitiese; antes parecía nacido en los tiempos de Cicerón y Séneca» (1237). Pero este gran varón, como por la profundidad y alteza de sus ideas se levanta sobre Erasmo y todos los demás escritores de entonces, conociendo y practicando aquella filosofía cristiana que en los otros no pasaba de los labios, no figurará en este capítulo más que como narrador y testigo, reservado para lugar más oportuno el vindicarle de graves acusaciones. Si puede pecarse de exceso de modestia, éste era el pecado del humildísimo Vives respecto de Erasmo, tan inferior a él en casi todo, y a quien, sin embargo, consultaba y oía con veneración de discípulo, hasta seguir ciegamente sus consejos y asociarle a sus obras, permitiéndole añadir y quitar más de lo justo, como aconteció en los Comentarios a la Ciudad de Dios, de San Agustín, cuyos lunares, que merecieron la atención y reprobación del Santo Oficio, que jamás tocó los restantes escritos del filósofo de Valencia, no nacen sino de este ciego respeto y devoción erasmiana.

     No menos devoto de Erasmo era el segoviano Luis Núñez Coronel, doctor teólogo por la Universidad de París, donde había seguido sus estudios con gran crédito de ingenio y letras, lo mismo que sus hermanos Antonio y Francisco, el primero de los cuales fue rector del colegio de Montaigu, y publicó muchos tratados lógicos (1238). También Luis Coronel pagó tributo a la escolástica, haciendo correr de molde un Tractatus de formatione syllogismorum (1239) y otro de física (1240). Absolutísimo teólogo le apellida [706] Damián de Goes en su Hispania contra Munster. y por él dijo el parisiense Guillermo Riel:

                               Virides refert Segovia palmas,
                               tempora frondenti cingens victricia Lauro.

   Pero pronto se hizo del partido de los humanistas y renacientes, y entró en relaciones con el doctor roterodamense, a quien le recomendó Vives, amigo de Coronel en París, y que le tenía no sólo por teólogo, sino por matemático excelente y cristiano de veras (1241). En la primera carta que le escribió sostenía Erasmo la conveniencia de que los laicos leyesen la Escritura en lenguas vulgares, y se defendía del cargo de ser luterano ni fautor de Lutero (1242); pero no por más nobles motivos que por desagradarle las sediciones que de aquella fábula habían resultado y resultarían.

     Coronel se ocupaba por entonces en escribir una refutación del luteranismo, y en sus coloquios con Vives confesaba su inferioridad gramatical, que le hacía acudir al juicio de Erasmo. Era tan grande admirador suyo, que le tenía por otro San Jerónimo o San Agustín, llamaba estúpidos a los que decían mal de él y le tildaban de luterano, siendo hombre cristianísimo (1243) y por cuyos escritos estaba dispuesto a lidiar lo mismo que por el Evangelio.

     En 1522, época de sus primeras relaciones con Erasmo, había ido Coronel de París a Flandes. Años después le encontramos en España como secretario del arzobispo de Sevilla e inquisidor general, D. Alonso Manrique, y siempre tan decidido y entusiasmado por Erasmo.

     Nombre mucho más glorioso ha dejado en las letras patrias el toledano Juan de Vergara, uno de los ingenios más cultos y amenos de nuestra edad de oro, padre de la crítica histórica en España con su Tratado de las ocho cuestiones del templo, donde muele y tritura las ficciones del Beroso, de Anio Viterbiense (1244); traductor de los libros sapienciales para la Poliglota [707] Complutense y de los tratados De anima, de Física y Metafísica para la grande edición de Aristóteles que preparaba Cisneros; escritor de cartas latinas, que más de una vez arrebató la palma a Italia, dice Matamoros, y por quien se jactaba el arzobispo Fonseca de tener en su casa a un émulo de Bembo y Sadoleto; poeta de tan severa y clásica inspiración como lo acreditan algunos epigramas suyos, imitaciones de Catulo, que andan con los Idilios de Alvar Gómez; luz de las aulas de Alcalá y del cabildo de Toledo; enérgico adversario del Estatuto de limpieza del cardenal Silíceo y de la anticatólica distinción de cristianos viejos y nuevos; hombre de tan estoica igualdad de ánimo como lo muestra aquel dístico suyo, explanación de las palabras de Epicteto sustine et abstine:

                                   Sustine in adversis, et te compesce secundis
                               et temnes coecae numina vana Deae.

     Todo esto fue luan de Vergara (1245), profesor de filosofía en la Universidad complutense en tiempo de Cisneros y secretario del mismo cardenal y de su segundo sucesor D. Alfonso de Fonseca.

     La naturaleza había repartido largamente sus dones en la familia de los Vergara. Literata y docta en latín y en griego era la hermana Isabel, y helenista de los primeros que hubo en España, su hermano Francisco, inferior a Juan en el ingenio, pero superior en el estudio, si hemos de creer a Scoto; discípulo del Cretense y del Pinciano y catedrático de lengua griega, durante diez años, en Alcalá; autor de una gramática que aún hoy es útil y estimada, y traductor de la Historia ethiopica, de Heliodoro, y de algunas homilías de San Basilio.

     Erasmo apreciaba mucho a estos des hermanos: decía de las epístolas de Juan que estaban llenas de miel y azúcar, y álegrábase de que en España, madre fecundísima de grandes ingenios, floreciesen tanto las letras, al paso que en Alemania decaían hasta el punto de no querer oír nadie a los profesores públicos (1246). Parecíale rejuvenecerse leyendo las elegantísimas cartas griegas de Francisco, que enviaba después a los profesores de Lovaina para estimularlos con el ejemplo (1247). Ni olvidada [708] tampoco en sus cartas a Bernardino Tovar, hermano de la madre de los Vergaras, y tan erasmista como ellos. No ponía tasa a sus elogios: por los Vergaras podía servir España de ejemplo y envidia a los demás pueblos (1248). ¿Qué universidad podía compararse en esplendor con la complutense, protegida y honrada con tanto amor por los dos arzobispos Cisneros y Fonseca? «Debo a España más que a los míos ni a otra nación alguna», añadía.

     A decir verdad, estos elogios, aunque justísimos, no eran del todo desinteresados. Los buenos oficios e intercesión de Vergara habían conseguido del arzobispo Fonseca, varón de altos pensamientos y protector de las letras, una pensión de 200 ducados de oro para Erasmo mientras se ocupase en la corrección de las obras de San Agustín (1249). Con el don iba una afectuosa carta, escrita por el hábil secretario, llena de lisonjeras expresiones para Erasmo, a quien animaba a escribir contra los luteranos, como único capaz de tamaña empresa, Y promover la reforma de los falsos dogmas de los contrarios y de las malas costumbres de los nuestros (1250), volviendo éstos a mejor partido y aquéllos al partido absolutamente sano. Lo cual bien claro indica cuán lejos estaban Fonseca y su secretario de transigir con el protestantismo.

     El agradecimiento de Erasmo no hallaba límites. Las cartas de los Vergaras tenían para él todos los halagos de las Musas y de las Gracias; y en cuanto a Fonseca, exclamaba: «¡Ojalá tuviera nuestra Alemania muchos obispos por el estilo!» (1251) Como monumento de esta generosa protección, queda la dedicatoria que Erasmo hizo en 1529 de su edición de San Agustín al clarísimo arzobispo de Toledo (epístola 1084).

     En las cartas a sus amigos toledanos hablaba Erasmo del luteranismo como de cosa sin importancia y nacida de frívolas cuestiones entre dominicos y agustinos (1252). En cambio, se encarniza con el paganismo de los ciceronianos de la corte de León X, atacándolos con la misma saña con que lo hizo, ya al fin de su vida, en un diálogo famoso (1253). [709]

     Suelen decir que más perjudica el celo de un amigo imprudente que el odio de un enemigo. Tal aconteció a Erasmo con un admirador suyo de quien él no sabía: el arcediano de Alcor, en la iglesia de Palencia, Alfonso Fernández de Madrid, tan celebrado entre nuestros historiógrafos por su inédita Silva palentina (1254) y hermano del traductor de la Próspera y adversa fortuna, del Petrarca. Era el palentino varón de irreprensibles costumbres, y en la oratoria evangélica, muy aventajado. Trabajó mucho en la corrección de los libros de rezo, y más de una vez fue vicario general de su obispado. La afición a Erasmo le movió a poner en hermosa lengua castellana uno de sus tratados, aquel que tanto resfriaba la devoción de San Ignacio: el Enchiridion militis Christiani (Manual del soldado cristiano), libro que, sin ser de los más irreverentes y mordaces de Erasmo, no deja de contener las usuales diatribas contra las Ordenes religiosas hasta decir que el monaquismo no es piedad, sin que falten tampoco chanzonetas sobre el lignum crucis, el agua bendita y las reliquias de los santos con achaque de censurar las supersticiones (1255). El arcediano de Alcor (1256) templó todas las frases sospechosas y las dejó en sentido católico; moderó algún tanto los pasajes donde libremente se trata de las costumbres de los eclesiásticos y examinado el libro por personas doctas de orden de D. Alonso Manrique, cuyo secretario, Luis Coronel, era tan erasmista como antes vimos, se estampó, dedicado al mismo inquisidor general y arzobispo de Sevilla en 1527, con un prólogo en que se defiende la conveniencia de poner en lengua castellana el Nuevo Testamento, ya que no el Antiguo.

     El ruido que el Enchiridion hizo fue grande, mayor que lo que Erasmo hubiera querido. En la carta con que dio las gracias al traductor manifestábase temeroso de la envidia; pero como las castañuelas deben tocarse bien o no tocarse (testudines edendas esse aut non edendas), indicaba su deseo de que hablasen también en castellano otros libros suyos de moral y devoción, v.gr., el De misericordia Domini, el De matrimonio christiano, ciertas paráfrasis y comentarios a los Salmos. Pero temía muy mucho que en España llegaran a imprimirse, como [710] algunos lo anunciaban, los Coloquios, la Lengua y otros escritos suyos que, aunque nada impío contuviesen, eran inoportunos y no harían buen efecto en lengua vulgar, de lo cual le persuadía lo sucedido en Francia (1257).

     En cartas a Vergara y a Coronel no dudó decir Erasmo que ignoraba si los que traducían sus libros al castellano lo hacían por afición a él o por odio, pues no lograban más que alimentar la envidia, que nunca había estado tan despierta contra él como después de la publicación del Enchiridion (1258). El arcediano se ofendió de estas palabras y replicó a Erasmo que el libro se había impreso con tanta utilidad y favor del pueblo cristiano, que dondequiera se le encontraba y todos le leían: en el palacio del césar, en las ciudades, en las iglesias, en los monasterios, en las posadas y en los caminos (1259). Tanta popularidad sobresaltaba a Erasmo, y mucho más cuando los frailes pararon mientes en las audacias más o menos encubiertas del libro. El doctor Boehmer ha publicado una interesantísima carta inédita del arcediano a Coronel, que éste remitió a Erasmo con traducción latina y que hoy se conserva autógrafa en la biblioteca de la Universidad de Leipzig. En ella refiere lo que sigue:

     «Agora es bien que sepa Vra. Md. que en esta cibdad (de Palencia) un padre Fr. Juan de San Vicente, franciscano, más hablador que letrado, ha procurado alterar este pueblo, como ya otra vez lo alteró en tiempo de las comunidades y públicamente predicando y en día señalado de San Antolin, cuando concurre el clero y pueblo y provincia a la iglesia catedral, dijo dos mil blasfemias de él diciendo que contenía mil herejías. Y allende desto sacó del seno una conclusión y fijóla en [711] el paño del púlpito con alfileres... El dia siguiente yo me hallé a la disputa, y ninguno salió a le argüir, así porque son todos frailes como porque la conclusión no mostraba cosa particular sobre que disputaba. Entonces él sacó un papel con hasta 30 artículos que había colegido del Enchiridion y de una epístola de Erasmo, que suele andar con él y del Paráclesis, etc., y en verdad, así Dios salve mi ánima, que de todos 30 el padre no entendió los 10, ni dice Erasmo lo que éste le levanta, antes en algunas partes dice el contrario. En conclusión, que yo me determiné de resistirle in faciem por buenas razones, sin sofismas, y cuando todos me entendieron y oyeron lo que pasaba, y la diligencia que S. Rma. mandó hacer en examinarle (1260) y vieron la facultad que dio para imprimirle, y cómo el libro vino señalado de sus armas, etc., y más con ayuda de la verdad que estaba de mi parte y de la mala crianza y maledicencia que estaba por la suya, tandem ab omnibus exsibilatus, irrisusque a theatro discessit (1261). Pero no ha dejado de oblatrar ni lo deja, hasta penetrar las casas de todos estos señores de la tierra, y concitando a todos contra Erasmo públicamente, et tacite contra la autoridad del señor Arzobispo y de los señores del Consejo, los quales ha osado decir que no acertaron en aprobar y mandar imprimir el, libro. Verdad es que como omnes nitimur in vetita, ha aprovechado tanto el padre que los que no sabían qué cosa era Erasmo, agora no le dejan de las manos y no se lee otra cosa sino el Enchiridion, así condenado y desfamado por el padre Rdo. Ya este negocio... toca a S. Rma. y a los señores del Consejo, que se atreva un fratérculo pene idiota a condenar por hereje en la iglesia a quien los protectores de la religión cristiana aprueban por bueno, y toca no menos a Vra. Md. por cuya información y testimonio se aprobó e imprimió este libro. Y por cierto si éste calumniara la Moria unos Coloquios pueriles, aunque para él era grande atrevimiento, ferendum erat utcumque; mas aver puesto tan virulenta lengua en el Enchiridion, nunquam usque hunc diem ab aliquo lacessito, cosa es que no se debe disimular. Scrivo a Vra. Md. para suplicarle que informe dello al señor Arzobispo y a esos señores, porque S. Rma. le mande castigar, o al menos que en el mesmo púlpito recantet palinodiam y restituya la honra a los que ha infamado. En esto pienso que se hará mucho servicio a Ntro. Señor, porque semejantes blaferones sean reprimidas y porque la verdadera doctrina no sea infamada y vilipendiada» (1262). [712]

     Ya antes de imprimirse el libro le había puesto dos tachas un dominico:1.ª Negar el fuego del purgatorio. 2.ª Que el monaquismo no es piedad. A ambos satisfizo Luis Coronel en una apología que envió a Erasmo. (1263)

     El ejemplo del arcediano de Alcor y la misma oposición que su libro había suscitado, el aplauso y favor que acompañaba al nombre de Erasmo y lo bien que sus libros se vendían, multiplicaron las traducciones en breve espacio. Y como ellas fueron ocasión principal de la tormenta que voy a describir, conviene, antes de pasar adelante, dar noticia no de todas las que se hicieron, sino de las que yo he logrado ver: punto de los más oscuros de nuestra bibliografía, porque de algunos de estos tratados no se conservan las primeras ediciones (1264).

     El Enchiridion salió a luz por vez primera en Alcalá (¿quizá por Arnao Guillem de Brocar?) a fines de 1526 o a principios de 1527, en 4.º (Yo avisé al impresor de Alcalá, dice el arcediano en la carta antes citada). La edición que he tenido a la vista es en 8.º y se rotula:

     Enchiridion o Manual del Cavallero Christiano, de don Erasmo Rote- rodamo en Romance. Van de nuevo añadidas las cosas siguientes: Una carta del Autor a su Magestad, y la respuesta de su Magestad. El Sermon del Niño Jesús del Autor. Una Paraclesis o Exhortación al estudio de las letras divi- nas del mismo. Nue- vamente corregido. En Anvers. En casa de Martin Nucio, a la en- seña de las dos Cigüeñas. 1555. con privilegio imperial.

     Prólogo a D. Alonso Manrique. Exhortación al lector en nombre del intérprete. (16 hojas, prls. 4 sin foliatura, y continúa luego desde la 17 a la 200, todas dobles.)

     Preparación y aparejo para bien morir, compuesto por el/ famoso y excelente doctor De- siderio Erasmo Rote- rodamo. En Anvers en casa de Martin Nucio, a la en- seña de las dos Cigüeñas. 1555.

     (En 8.º, 40 hojas dobles.) Epístola dedicatoria del Maestro Bernardo Pérez a la muy ilustre y muy magnífica Señora la Señora D.ª Francisca de Castro, Duquesa de Gandía.

     El traductor de este libro y del siguiente fue Bernardo Pérez de Chinchón, canónigo de la colegiata de Gandía, que escribió contra los moriscos el Anti-alcorán, libro prohibido por la Inquisición. [713]

     Silenos de Alcibiades, compues- tos por el muy famoso Doctor Desi- derio Erasmo Roterodamo: y agora nuevamente de Latin en lengua Castellana, traducidos por el Maestro Bernardo Pérez. En Anvers. En casa de Martin Nucio, a la enseña de las dos Cigüeñas. 1555.

     Prólogo al cristiano lector:

     «Si has leydo el Cavallero Christiano, que por otro nombre se llama Enchiridion; si has leydo muchos y diversos Diálogos y Coloquios; si has leydo un Tractado de los loores del Matrimonio, que ya todo anda en romance... Ya vemos en cada parte de nuestra España no traer otra cosa en boca sino Erasmo y sus obras, que muchos se esfuerzan a sacar de Latin en Romance diversos tractados, porque el pueblo que no sabe Latin no carezca de tanto bien, y como yo en los dias pasados una glosa suya sobre la oración del Pater Noster (traduje), quise probar el segundo lance.»

     A estos dos traductores de nombre conocido hay que añadir otro, anterior en la publicación de sus obras al de Alcor y también arcediano: Diego López de Cortegada, que lo fue de la iglesia de Sevilla, intérprete del Asno de oro, de Apuleyo (1265), y modelo de gracia y de frescura en su prosa castellana. Publicó además antes que nadie pensara en traducir a Erasmo:

     Tractado de la miseria de los cortesanos que escribió el Papa Pío II... y otro Tractado de cómo se quexa la Paz. Compuesto por Erasmo, varon doctísimo, y sacados del latin en romance por el arcediano de Sevilla, D. Diego Lopez, dedicados al muy ilustre e muy magnífico señor don Rodrigo Ponce de León, Duque de Arcos, señor de Marchena, etc. (Sevilla, por Jacobo Cromberger Alemán, 1520. En 4.º Hay otra edición de Alcalá, 1529.)

     Las siguientes traducciones son anónimas:

     La lengua de Erasmo, nuevamente Roman- zada por muy elegante estilo. M.D.L. Impreso en Amberes, en casa de Mar- tin Nucio. Con privilegio Im- perial, por diez años.

     El intérprete al lector (dice haber templado algunas invectivas de Erasmo contra frailes).-Prólogo del intérprete dirigido al muy reverendo y muy magnífico señor don Guillem Desprato Abad de sant Marcelo, y vicario general y inquisidor en el Arzobispado de Valencia.-(Introducción de la obra.)

     La primera edición parece que se hizo en 1533. En 4.º, como el Enchiridion y la Querella. El original latino se intitula Lingua sive de linguae usu atque abusu.

     Colloquios de Erasmo varon doctis- simo y eloquentissimo: traduzidos d' latin en romance, porque los que no entien- den la lengua la- tina gocen assimismo d' do- ctrina [714] de tan alto varon. Nuevamente añadido el col- loquio de los hon- bres y obras. (Letra de tortis. Sin año ni lugar; 192 hojas dobles.)

     Prólogo al lector, Carta de Erasmo al Emperador, Respuesta del emperador (una y otra en latín y castellano). No comprende más coloquios que los titulados Amor de niños en Dios (Confabulatio pia).-Coloquio de viejos.-Coloquio del matrimonio.-De Arnaldo y Cornelio (Votum temere susceptum).Del soldado y cartujano.-De religiosos.-Mempsigamos (errata por misogamos).-De Antonio et Magdalia.-De Locundo et Sophia.-Del mesonero.-Del mortuorio. (Con un prólogo del intérprete).-De los nombres e las obras.-Tabla.

     Impreso (dice al fin de la Tabla) a XXiii de Agosto, M.D.XXXii.

     El único ejemplar que conozco de esta rarísima edición, a no dudarlo, clandestina, es el que poseía Usoz. No es la primera, como de su misma portada se deduce.

     En unas notas manuscritas de D. Bartolomé J. Gallardo, que me facilitó el Sr. Sancho Rayón, veo mencionadas dos ediciones de la Preparación... traducida por Bernardo Pérez: una con el título de Apercibimiento de la muerte (Valencia 1535), otra con el de Arte para bien morir (Burgos 1535), y una de la Lengua (Valencia 1531), que por el lugar y el año quizá no sea aventurado atribuir al mismo Pérez (1266). Consta, además, por los apuntamientos de Gallardo, que el Pater noster declarado en español y Sermón de la misericordia de Dios (traducido por el mismo Pérez, según se infiere del prólogo de los Silenos) se imprimió en 1528.

     Boehmer, en su Erasmus in Spanien, cita una edición de la Exposición de los Salmos I y IV, en 4.º (1531), y unos Silenos, en la misma forma, sin año ni lugar.

     Que aun fueron más las traducciones, aunque algunas hayan perecido, lo demuestran los índices expurgatorios, donde, junto con las citadas, figuran: Confessionario o manera de confessar, de Erasmo, en romance; Manera de orar, de Erasmo, en romance; Moria, de Erasmo, en romance (es el Elogio de la locura); Viuda christiana, de Erasmo, etc., etc.

     Los amigos de Erasmo llegaron a hacer aquí reimpresiones latinas de varios escritos suyos, especialmente del Ciceroniano, según consta por una carta de Alfonso de Valdés (1267). [715]



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- V -

El embajador Eduardo Lee. -Clamores contra las obras de Erasmo. -Inquisición de sus escritos. -Juntas teológicas de Valladolid. -«Apología», de Erasmo, contra ciertos monjes españoles.

     Para comprender hasta qué punto llegaba en España el entusiasmo por los escritos de Erasmo, nada tan oportuno como una carta del humanista burgalés Juan Maldonado (epíst.338 del apéndice a la colección erasmiana), que se dirigió al de Rotterdam sin conocerle, para darle la buena noticia de que los españoles, sin distinción de sexo, clase ni edad, no sólo admiraban su erudición, sino que creían ver en él algo de divino, y no había gramático, ni retórico, ni teólogo que no tuviera siempre el nombre de Erasmo en la boca, considerándole como príncipe de la ciencia de Dios y de las buenas letras. «Reina en nuestras escuelas (añade). Sólo te aborrecen e injurian sin cesar los sofistas..., los frailes, que apenas merecen llamarse hombres, pues nada tienen de humano.. Es verdad que algunos se separan de los otros en esto, pero no se atreven a alzar mucho la voz por respeto a su instituto y por no perder el peculio y la ganancia... Fácilmente se remediará todo si te moderas en la severidad y, respetando las Ordenes y los institutos, haces alguna distinción en favor de los buenos y doctos religiosos...» Refiere después que los inquisidores mandaron por edicto que «nadie escribiese contra Erasmo... Y entonces sus enemigos acudieron a las señoras nobles, hijas suyas de confesión, y a los conventos de religiosas, persuadiéndolas que no diesen oídos a nadie que hubiese leído a Erasmo ni tomasen en la mano sus escritos... Pero como atrae tanto el apetito la fruta vedada, ellas procuraron de todas maneras entender a Erasmo, buscando quien se lo interpretara, por donde vinieron a hacerse conocidísimas sus obras en las casas de los grandes y en los conventos de monjas, donde se leían más o menos subrepticiamente... Con esto se multiplicaron las traducciones, y el nombre de Erasmo vino a ser más conocido en España que en Rotterdam. El Enchiridion y los Coloquios corrían difundidos en miles de ejemplares» (1268). [716]

     ¡Crisis singular! Todo el mundo se apasiona por las cuestiones teológicas: las monjas leen en la clausura los Coloquios «Misogamos» y «Poenitens», donde se procura disuadir de la entrada en religión; las damas de la aristocracia española se deleitan con el Elogio de la locura; la Inquisición y a su frente D. Alonso Manrique prohiben escribir, ¿contra quién?, contra Erasmo; los secretarios del emperador y de los arzobispos de Toledo y Sevilla son erasmistas, y de erasmistas están llenas las catedrales; y este Juan Maldonado, que fue vicario general del arzobispado de Burgos (1269), no sólo niega que «los frailes tengan nada de humano», sino que hace insinuaciones nada ortodoxas sobre la confesión auricular. ¡Y en tanto, nadie se acuerda de la tormenta luterana, que se va acercando por días! ¿Quién tenía previsión aquí, sino aquellos frailes, objeto de tantos insulsos chistes? (1270). [717]



     A aumentar la confusión y hacer estallar el tumulto vino a deshora el embajador inglés Eduardo Lee (Leus), tan teólogo como su rey Enrique VIII y grande adversario de Erasmo, con quien había tenido una polémica en Lovaina. Traía Lee una obra escrita contra el filólogo roterodamense, anunciaba su publicación, la leía a los teólogos y frailes más enemigos de Erasmo y los alentaba a la resistencia. Sus clamores llegaron al palacio del césar; pero el erasmismo que allí dominaba atajó la voz de los dominicos. En Salamanca los franciscanos observantes peroraban en sus sermones contra el autor del Enchiridion y fijaron a la puerta de la iglesia unas conclusiones llamando a pública disputa. El deseo de evitar escándalos o, más bien, la intolerancia erasmiana y el favor que a velas desplegadas [718] se otorgaba al maestro, sosegaron casi por fuerza estas primeras alteraciones. Al cabo, Pedro de Vitoria, dominico, prior de su convento en Burgos y hermano del insigne teólogo Francisco, que entonces residía en París y a quien Erasmo comunicaba todas estas noticias en una carta, afirmó con energía, siguiéndole muchos, que antes se debía obedecer a Dios que a los hombres y que ni el emperador ni los obispos podían impedir que se escribiese contra Erasmo, perjudicial enemigo de la religión cristiana. Fue imposible ahogar este clamor, y don Alonso Manrique tuvo que permitir a los frailes que presentasen en forma de artículos sus acusaciones contra Erasmo, pero absteniéndose, mientras no recayera decisión, de hablar de él en sus sermones. Religiosos de siete órdenes se encargaron de [719] esta tarea (1271) pero los franciscanos observantes eran los más decididos en contra de Erasmo, como lo habían sido en Francia, en Alemania y en otras partes. Los dominicos de Vitoria andaban divididos; algunos, y entre ellos el mismo Francisco de Vitoria, hermano de Fr. Pedro, cabeza del motín contra Erasmo, defendían a éste (1272)y dábanles no poca autoridad las cátedras que regentaban. Vitoria tenía la de prima de teología en Salamanca. Entre los benedictinos descollaba, como admirador de Erasmo, Alfonso de Virués, natural de Olmedo, gran predicador y más adelante obispo de Canarias. Homo Erasmikus le llamaba Vives. Parece, sin embargo, que antes de entrar en relaciones con el holandés había escrito algo como impugnación de opiniones suyas, aunque pronto se hicieron amigos, dejando dormir las antiguas querellas, dice Erasmo, y Virués hubo de retirar de la circulación su libro, convirtiéndose en apologista incansable de Erasmo en su sermones y repartiendo por Burgos ejemplares del Enchiridion, lo cual le atrajo no pocas enemistades dentro de su orden. El mismo no se atrevía a contradecir abiertamente a los restantes, porque creía, y creía bien, que, habiendo atacado Erasmo a las Ordenes en general, no era extraño que todos los religiosos se uniesen para la defensa (1273). [720]

     De todas suertes, Virués, el arzobispo Fonseca, guiado por su secretario Vergara; el inquisidor Manrique, Coronel, el abad Pedro de Lerma, Sancho Carranza, que de émulo de Erasmo se había trocado en ferviente adorador suyo; un cierto Dionisio, fraile agustino; el secretario Valdés y la mayor parte de los profesores de Alcalá, excepción hecha del ilustre matemático Pedro Ciruelo, estaban resueltos a combatir por Erasmo usque ad aras. Lo que pasó en las congregaciones celebradas con este fin se deduce de tres cartas: una de Vergara, otra de Vives, y la tercera, de Alfonso de Valdés (1274). Comparando las relaciones de unos y otros, resulta, poco más o menos, lo siguiente:

     Las juntas se celebraron en Valladolid, en la Cuaresma de 1527 (desde el 1.º de marzo en adelante), presididas por el inquisidor general, D. Alonso Manrique. En la primera sesión, llamados los frailes, que estaban allí en gran número por celebrarse capítulo de varias órdenes, se les reprendió por haber contravenido al edicto hablando y escribiendo sediciosamente contra Erasmo. Respondieron que harto tiempo habían disimulado sus errores y blasfemias; pero, ya que Erasmo iba cada día de mal en peor, favoreciendo descubiertamente el luteranismo y pasándose a los reales de los enemigos, habían comenzado a tratarle como a tal para evitar el peligro de sus escritos y la perdición de las almas, que habían respetado por algún tiempo el edicto, pero que al fin no habían podido menos de romperle, ya que cada día cobraba fuerzas el mal y las herejías de Erasmo subían de punto, y que no se darían por satisfechos hasta ver desterrados sus libros de España. Para tratar de su censura debía formarse una junta de teólogos; pero, entretanto y a prevención, prohibir del todo la lectura de semejantes obras. Respondieron los parciales de Erasmo que muchos buenos católicos aprobaban su doctrina y que, en vez de condenarle, los papas [721] León X y Adriano VI le habían dado públicos testimonios de aprecio, imprimiéndose con licencia y privilegio suyo el Enchiridion, ocasión principal de aquellos clamores; y que, mientras otra cosa no constara, debían tenerse los libros de Erasmo por tolerados. Si algo les ofendía en ellos, podían presentar con cristiana modestia sus reparos.

     Esta fue la decisión de Manrique. Los frailes trabajaron mucho, fervebat opus, dice con frase virgiliana Vergara, y juraron que en un mismo día habían de arder todos los libros erásmicos. A fines de marzo presentaron sus artículos (1275). Acusaban a Erasmo:

     1.º De negar la consustancialidad del Verbo, como los arrianos.

     2.º De negar la divinidad del Hijo o, a lo menos, de explicar en sentido arriano todos los lugares del Nuevo Testamento donde esta divinidad se consigna, hasta los más claros y explícitos; v.gr.: In ipso inhabitat omnis plenitudo divinitatis corporaliter.-Dominus meus et Deus meus.-El Deus erat Verbum. Del segundo decía que era una exclamación, y del tercero, un razonamiento; pero ninguno de los dos denominación manifiesta.

     3.º De afirmar que ni en las Escrituras ni en los Padres antiguos, sobre todo en San Hilario, De Trinitate, se encuentra con claridad el nombre de Dios dado al Espíritu Santo.

     4.º De sentir mal de la Inquisición y no aprobar el castigo temporal de los herejes.

     5.º De negar la eficacia del bautismo y de ser rebautizante.

     6.º De creer moderna la confesión auricular y nacida de las consultas secretas a los obispos.

     7.º De errores contra el sacramento de la Eucaristía.

     8.º De atribuir la autoridad sacerdotal a todo el pueblo y de impugnar el primado del pontífice.

     9.º De defender el divorcio.

     10. De atacar la autoridad de las Sagradas Escrituras porque tacha de olvidadizos y aun de ignorantes en algunas cosas a los apóstoles.

     11. De llamar, en son de mofa, cuestiones escolásticas a todas las que se disputaban entre luteranos y católicas, incluso la del libre albedrío y la de la fe y las obras, añadiendo que no valía la pena de in capitis discriminen venire por tales cosas.

     12. De hablar con poco respeto de los Santos Padres, máxime de San Jerónimo.

     13. De muchas irreverencias contra el culto de la Virgen María. [722]

     14. De tener en poco la autoridad del papa y de los concilios generales.

     15. De tachar de judaísmo las ceremonias eclesiásticas, los ayunos y abstinencias.

     16. De preferir el matrimonio al estado de virginidad.

     17. De condenar en absoluto la teología escolástica.

     18. De tener por inútiles y vanas las indulgencias, la veneración de los santos, las reliquias, imágenes y peregrinaciones.

     19. De poner en duda el derecho de la Iglesia a los bienes temporales.

     20. De otras dudas sobre el libre albedrío.

     21. Idem sobre las penas del infierno.

     Como se ve, en estos veintiún artículos estaban compendiados todos los cargos que contra Erasmo habían dirigido Stúñiga, Lee y la Sorbona, con más otros nuevos y menos fundamentales. Podía reprenderse a Erasmo por apartarse temerariamente del sentir de la Iglesia en la interpretación de los lugares relativos a Cristo; podía tachársele de enemigo del monacato, de las ceremonias y del ayuno y de poco devoto de la Virgen y de los santos. Harto graves eran estos cargos para que fuese necesario acrecentarlos con los del bautismo, la Eucaristía, etc., sobre todo lo cual no se halla razonable sospecha de error en las obras de Erasmo.

     Estaban congregados por orden de Manrique los teólogos de tres universidades: Salamanca, Valladolid y Alcalá (1276). Celebróse misa del Espíritu Santo, y abierta la sesión leyeron un dominico, un franciscano y un trinitario el acta de acusación, en que se calificaban, respectivamente, de heréticas, escandalosas, malsonantes, etc., las proposiciones referidas. En favor de Erasmo pronunció un largo discurso Jerónimo de Virués, benedictino de Olmedo, hermano de Alfonso y tan semejante a [723] él en todo, que muchos los confundían (1277). Habló después de él. y con no menos entusiasmo erasmista, el agustino Dionisio, predicador del césar, hombre atrevidísimo. Y observando los jueces que en el escrito de los frailes había muchas repeticiones, mandaron hacer un extracto, que es el que hoy tenemos, el cual se sometió al examen de varios doctores complutenses y salmantinos, parciales los más de Erasmo. Los frailes (1278) recusaron a algunos de ellos, sobre todo a Vergara. Señalóse el día de la Ascensión para que calificasen. Veintinueve teólogos, entre ellos Vitoria, Alonso de Córdoba, jefe de los nominalistas en Salamanca, y Silíceo, formaban esta congregación; pero como los pareceres se dividieron, ni en una junta, ni en dos, ni en todo el mes de mayo se pasó de los dos artículos primeros: el de la Trinidad y el de la divinidad de Cristo. Los amigos de Erasmo llevaban muy a mal estas disputas, y los más arrojados, como Alfonso de Valdés, querían que se impusiese perpetuo silencio a los acusadores. Don Alonso Manrique suspendió las juntas y quedaron las cosas en tal estado (1279). Tuvo manera como la congregación se deshiciese y no hablasen más en aquel negocio, dice Sandoval.

     Los erasmistas cantaron victoria, y Alfonso de Virués hizo correr manuscrita una Apología dedicada a un franciscano de grande autoridad y nombre en España. Luis Vives la tradujo al latín para que pudiera entenderla Erasmo (1280). Y habiendo dirigido éste una carta al emperador como en queja de lo que se había hecho con sus libros lograron el canciller Gattinara, el secretario Alfonso de Valdés y otros poderosos erasmistas, que Carlos V le respondiese, a vueltas de elogios y cortesías, que «no había que temer peligro alguno de la inquisición que se había permitido hacer, pues todo se reducía a que, si se encontraba algún desliz, el mismo autor lo corrigiese o explicase el concepto con claridad, cerrando así la boca a los calumniadores, ya que bien persuadido estaba el césar de la piedad cristiana del teólogo holandés» (epís.915). Alfonso de Valdés redactó las letras imperiales, y él había inducido a Erasmo a dar este paso. Los traductores españoles colocaron en son de triunfo estas cartas al frente de sus respectivas versiones.

     Erasmo dio las gracias por su protección y buenos oficios a Fonseca (1281) y a Manrique. Uno y otro le respondieron con [724] grandes encarecimientos, prometiendo ayudarle del mismo modo en lo sucesivo. El arzobispo de Toledo añadía que se daba por contento y pagado sólo con haber tenido un autógrafo de Erasmo. Este no se cansaba de hacer protestas de catolicismo, ofreciendo una vez y otra quitar y enmendar cuanto pareciera impío o malsonante, como escrito en tiempos más sosegados y anteriores a la rebelión de Lutero (1282).

     Pero ¿debía Erasmo contestar o no al escrito de los frailes, [725] a quienes afectaba tratar con el mayor desprecio, aun en sus cartas al inquisidor general, llamándolos ventres, tábanos y otros epítetos de injuria? Aquí se dividieron los pareceres de sus amigos. Los más prudentes de todos, Vergara y Virués, temían que, queriendo mejorar su causa, la empeorase no guardando moderación ni cortesía. Don Alonso Manrique deseaba leer la Apología, pero no que se imprimiese ni que circulase. Pero Alfonso de Valdés precipitó las cosas con su intempestivo entusiasmo (epístola de 23 de noviembre de 1527). y se empeñó en que Erasmo opusiera su respuesta a los artículos de los frailes, si bien le aconsejaba que a nadie nombrase en particular que, ante todo, dirigiese manuscrita su respuesta al arzobispo de Sevilla.

     Erasmo siguió puntualmente este consejo, que no podía menos de halagar su vanidad, irritada en todo menos en lo último. Poco respetuoso con la Inquisición española, que con tanta tolerancia y lenidad le había tratado, y ávido de hacer al público partícipe de sus rencores y de su venganza, no se acordó que los artículos de los frailes estaban manuscritos e imprimió sú réplica en la oficina de Froben (Basilea). Es de ver cómo se disculpa en la dedicatoria a D. Alonso Manrique. Si hubiéramos de creerle, sólo por no hacer tantas copias manuscritas cuantas se necesitaban para enviar a los inquisidores y teólogos que habían de juzgar de la causa en España, se valió de la imprenta, pero estipulando seriamente con el tipografo que ningún ejemplar había de salir de su casa. Pero, muerto Froben, hubo poco cuidado en la custodia: un curioso logró extraer un ejemplar y se propuso reimprimirlo apud Ubios; y temeroso entonces Erasmo de que saliera con mil errores, prefirió divulgar el impreso por Froben: Exire passi sumus. Nada menos que dos mil ejemplares entraron en circulación antes que los viera D. Alonso Manrique.

     La superchería era, como se ve, demasiado burda; pero tan ciegos estaban aquí por Erasmo, que todo lo toleraron y dieron por bueno. De la Apología (1283) no hay mucho que decir: leeríamos los mismos argumentos ya empleados en la controversia con Stúñiga y Carranza. Sostiene Erasmo la peligrosa doctrina de que es lícito dar sentido diverso a los lugares de la Escritura que, por universal consentimiento y tradición de la Iglesia, se traen para probar la Trinidad, la divinidad del Verbo, etc., y que fueron usados por los Santos Padres como argumentos fortísimos contra los herejes (1284). Bien puede decirse que, si Erasmo no fue arriano ni sociniano, dejó preparadas las armas para los futuros campeones de estas sectas, que ni una desperdiciaron de las que habían salido de su fábrica (1285). Decir, como el exegeta de Rotterdam, que el Christus qui est Deus benedictus in saecula no es más que una doxología añadida por algún copista (fácil y poco ingenioso recurso); que el inhabitat omnis plenitudo divinitatis no quiere decir más sino que el Padre dio a Cristo cuanto convenía para la humana felicidad; [726] que el Emmanuel (su\n tw=? qew=?) equivale no más que a honrado protegido por Dios y que el Filius Dei puede aplicarse a todo hombre piadoso, no era mostrarse ni buen razonador ni buen católico (1286). Los mismos judíos entendían el Filius Dei en sentido recto y como suena, no como apelativo de los justos, sino como calificativo propio del Mesías; ni se encuentra dado a ningún justo en particular, sino al Hijo, a quien nadie conoce sino el Padre, y en cuyo nombre, como en el del Padre y el Espíritu Santo, debían bautizar los apóstoles, según la fórmula que leemos en el capítulo 28 de San Mateo.

     Razón tenían los crassi ventres, por Erasmo tan execrados, para tildarle de sospechoso o de inconsiderado y ligero al verle usar, por ejemplo, el verbo audemus tratando de la divinidad del Espíritu Santo, como si fuera una audacia o una novedad el adorarle como a tercera persona de la Santísima Trinidad.

     Cautelosa como es esta Apología y nada suave en la forma, satisfizo mucho a nuestros erasmistas más ardientes, sobre todo a Valdés, a quien, según toda probabilidad, ha de atribuirse, si no la traducción, a lo menos la edición de ella en castellano descubierta en nuestros días por Usoz. Vicente Navarra, amigo de Valdés, le escribía desde Burgos en 23 de noviembre de 1527: Sé que estas imprimiendo muchos ejemplares (1287). Pero no fue del agrado de Vergara, que gravemente reprendió al de Rotterdam por haberse excedido en los dicterios y no haber respetado la autoridad de los inquisidores (1288).

     Para salvar del todo la reputación y tranquilidad de Erasmo, le había aconsejado Vergara que se conservase en la gracia y favor del pontífice y de los cardenales y solicitase de Roma un breve aprobando y recomendando sus libros y doctrina. Valdés v otros llevaron más allá su buen deseo: persuadieron al canciller Gattinara, y éste al emperador, que la petición debía hacerse en nombre del mismo Carlos V, y fue a Roma, encargado de este negocio, el secretario Juan Pérez. distinto quizá del heresiarca. Se alcanzó de Clemente VII el breve (su fecha, 1.º de agosto de 1527), dirigido al inquisidor general Manrique, para que él impusiera silencio a los que atacasen la doctrina de Erasmo, sólo en cuanto contradijese a la de Lutero (1289). [727]

     La Santa Sede obró con la prudencia y sabiduría de siempre, sin tolerar errores, ni fanatismos, ni banderías, y eso que este breve se obtuvo en los calamitosos días de la prisión del papa, después del saco de Roma, e instando mucho los agentes españoles.

     Aunque la concesión no era grande, porque nadie pensaba en España en defender a Lutero contra Erasmo, los erasmistas se dieron por satisfechos. Manrique fulminó la prohibición de escribir contra Erasmo en términos absolutos, según parece, contradiciendo en esto la letra y el espíritu del breve, y mientras él vivió no pudieron desquitarse los contrarios. Sólo dos españoles rompieron el veto; pero el uno de ellos imprimió su libro clandestinamente, y el otro escribía desde Italia.

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