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Historia de los Vínculos y Mayorazgos

Juan Sempere y Guarinos



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Capítulo primero

Origen de la propiedad rural

     ANTES de la formación de las sociedades la tierra era común a todos los hombres. Nadie tenía un derecho para excluir a los demás de su aprovechamiento. (1)

     Los filósofos y jurisconsultos han discurrido mucho sobre el origen de la propiedad rural, atribuyéndola unos a la fuerza, y otros a los pactos y convenciones, tácitas o expresas.

     Como quiera que haya sido el origen de la propiedad, su ejercicio ha tenido y tiene muy diversos estados y caracteres en varias naciones. En unas el soberano es el único propietario, y los vasallos meros colonos suyos. Así sucedía en la India en tiempo de Estrabón y Diodoro Sículo, y aún se observa esta misma costumbre en la Persia, la Siria, en todas las grandes monarquías del Oriente. (2)

     Al contrario, entre los antiguos germanos, el campo pertenecía a la comunidad del pueblo, cuyos vecinos alternaban en su posesión y usufructo, de donde dimanaba que no teniendo ninguno un inmediato y perpetuo interés en su aprovechamiento, ni preparaban las tierras con las labores convenientes, ni plantaban árboles, ni dividían los pastos, ni conocían las huertas y demás delicias de la agricultura. (3)

     «No se dedican, dice Julio Cesar, (4) a la agricultura, siendo su común alimento la leche, queso y carne: ni conocen la propiedad del campo. Los magistrados y príncipes reparten cada año algún terreno entre sus gentes, en la cantidad y sitios que más bien les parece, y al siguiente se mudan a otra parte. Sostienen esta costumbre por muchas razones, para que la afición al campo y a la agricultura no entibie la aplicación a las armas. Para que los más poderosos no se apropien inmensos territorios, y despojen a los pequeños propietarios de sus posesiones. Para que no edifiquen casas muy abrigadas del calor y el frío. Para que no haya entre ellos codicia de moneda, de la que resulten partidos y facciones. Para gobernar la plebe con mas justicia, viéndose todos iguales en riquezas.

     En algunos pueblos de España se observaba otra costumbre muy semejante. Entre los antiguos vacceos no había propietario alguno, (5) perteneciendo todos los campos a la comunidad del pueblo, dividiéndose cada año por suerte a sus vecinos, bajo la obligación de partir los frutos con los que habían quedado sin tierras, y entregando a cada uno la parte que le correspondiese.



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Capítulo II

De la propiedad en la monarquía gótico-española

     Los antiguos germanos, de quienes descendían los godos que se establecieron en España, no eran labradores, artistas, ni comerciantes. Tan poltrones en la paz, como activos y valientes en la guerra, sus agigantados cuerpos (6) abandonando a los esclavos el campo y los ganados, que eran sus únicas riquezas, (7) y el gobierno doméstico a sus mujeres y a los viejos, (8) pasaban el tiempo comiendo y durmiendo, o entretenidos en la caza (9) y el juego, (10) y teniendo por cobardía ganar con el sudor lo que podía adquirirse con la sangre. (11)

     A Tácito le parecía muy extraño y maravilloso que unos mismos hombres aborrecieran el descanso y amaran la holgazanería. (12) Tácito no alcanzó los tiempos del gobierno feudal. Aún en el actual se encuentran en España caractéres y costumbres muy parecidas a las de los germanos.

     Trasladados los godos de los inmensos bosques de Alemania a los fértiles y deliciosos campos de nuestra península; de un clima frigidísimo a otro muy templado, y precisados a habitar entre gentes más cultas y civilizadas, naturalmente debían irse acostumbrando a un género de vida menos grosero.

     En Alemania no tenían ciudades ni villas como las que ahora conocemos. ¿Qué ciudades? Nuestras aldeas son mucho más suntuosas que las cortes de los antiguos germanos. (13)

     Estos, no conociendo el yeso, mezcla, teja, ni ladrillo, (14) vivían en chozas y cuevas, muy distantes unas de otras, desnudos, (15) y arrimados al fuego todo el día. (16)

     Su vestido ordinario era de paño tosco, sujeto con una presilla o con una espina, y de pieles más o menos esquisitas. El de las mujeres solo se distinguía del de los hombres en que hacían más uso del lienzo, y en llevar los brazos y pechos descubiertos. (17) En la Historia de la milicia española puede verse una estampa que representa el vestido de los godos. (18)

     En España por lo contrario, aunque con la principiada decadencia del imperio romano habían empezado también a decaer las artes y el comercio, todavía se conservaba mucha parte de su opulencia antigua. Grandes poblaciones, magníficos caminos, y edificios públicos, más regalo en la comida, más comodidad y delicadeza en las casas, vestido y muebles necesarios para la subsistencia, no podían dejar de producir alguna alteración en las costumbres germánicas. Pero aun mucho más que todas estas catisas debió influir el nuevo estado de la propiedad rural para la formación de otro gobierno, bien diverso del de los germanos y godos primitivos.

     Los vencedores no despojaron enteramente a los españoles de todas sus tierras. Las partieron con los naturales, dejando a estos la tercera parte, y apropiándose las otras dos de las que estaban en cultivo. Así aparece de varias leyes del tít. 1, libro 10 del Fuero Juzgo. (19)

     La costumbre de partir las tierras con los vencidos fue general entre los septentrionales, aunque no todos hacían el repartimiento de una misma manera, ni con igual equidad. Los borgoñones se apropiaron en Francia dos terceras partes de las tierras de labor, la mitad de los bosques y prados, y la tercera parte de los esclavos. (20) Los herulos solo tomaron a los italianos una tercera parte de las tierras. (21) Y los lombardos, dejándolas todas a los antiguos propietarios, los gravaron con el censo predial del tercio de los frutos. (22)

     Algunos autores se han entretenido en hacer comparaciones entre la conducta de los germanos con la de otras naciones en sus conquistas: y según el punto de vista en que se la presentaban, juzgaron de su carácter, ponderando unos, por una misma causa, su ferocidad y barbarie, y otros su clemencia: (23) ¡tales son los juicios de los hombres! Por unas mismas acciones son reputados muy comúnmente, unos por héroes, y otros por malvados, e insignes facinerosos.

     Lo cierto es que los godos trataron a los españoles con el mayor desprecio. A los horrorosos estragos de la conquista, indicados por Idacio, San Isidoro, y otros autores contemporáneos, y a la ocupación de dos terceras partes de las tierras más fértiles y cultivadas, añadieron la orgullosa vanidad de creerse muy superiores en calidad a los naturales, tanto que por más de doscientos años se desdeñaron de enlazar sus familias con las de estos; y aun cuando llegaron a permitirse por Recesvinto los matrimonios de familias godas con españolas, debían preceder los requisitos de licencia del rey, consentimiento de los parientes, y aprobación del conde o gobernador del pueblo de los contrayentes. (24)

     Así las tercias reservadas a los españoles, como las tierras ocupadas por los godos, quedaron sujetas a las cargas y contribuciones necesarias para la conservación y defensa del Estado. No se conocían entonces clases puramente consumidoras, ni una nobleza privilegiada para no hacer nada, y disfrutar pingües rentas, sin obligaciones determinadas. Todo noble era soldado, y debía salir contra los enemigos en persona, llevando en su compañía el número de esclavos, criados, o vasallos correspondientes a sus facultades. Ni aun los obispos y demás eclesiásticos, de cualquiera dignidad y grado que fuesen, estaban exentos de esta esencialísima obligación de la nobleza. (25)

     Por esta y otras razones, el docto P. Canciani (26) creía que entre los septentrionales no se conoció la propiedad rural, perteneciendo el dominio directo de las tierras a la comunidad de la república, y sin haber sido aún los reyes y personas más ilustres sino meros usufructuarios, con la carga del servicio militar, hasta que el trato con los romanos les enseñó y movió a adoptar la distinción entre bienes alodiales, o de dominio directo, y propiedad libre y transmisible; y los feudales, o de dominio útil, poseídos solamente en usufruto, beneficio, feudo, encomienda o préstamo, que son palabras casi sinónimas en nuestras escrituras antiguas.



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Capítulo III

De las herencias y testamentos en la monarquía gótico-española

     Jurisconsultos del primer orden han creído que la testamentación es de derecho natural. Grocio, (27) Covarrubias, Molina, y otros muchos fueron de esta opinión. Pero sus argumentos son bien débiles.

     Las Pandectas, Bártolo, Jason, Gulgosio y Corneo dicen, que la testamentifacción es de derecho natural y de gentes. Luego lo es. Luego los soberanos no pueden prohibir, ni limitar la potestad de testar. Estos son los principales argumentos del doctísimo Covarrubias. (28)

     «Todavía, decía Linguet, en medio de nuestras instituciones sociales se permite hablar de este derecho natural, y se trata de él frecuentemente en los libros de nuestros jurisconsultos. mas es evidente, que la especie de derecho que se quiere honrar con este bello nombre, no es la que lo merece. El pretendido derecho natural que subsiste entre nosotros es una producción facticia, absolutamente estraña a la naturaleza, y obra solo del arte que le ha dado su origen. Del verdadero derecho natural no existe el menor vestigio en la sociedad. Es incompatible con ella, y lleva necesariamente consigo la destrucción del derecho civil. La esencia del derecho natural es una libertad indefinida. La del derecho social es la privación absoluta de esta libertad.» (29)

     Sea cual fuere la solidez de estas reflexiones, apenas hay ya jurisconsulto alguno que no tenga a la testamentifacción por derecho puramente civil, ni soberano que no reconozca en sí la competente autoridad para suspenderla, ampliarla y restririgirla. (30)

     La historia, que enseña más que todas las opiniones de los juristas, demuestra que la mayor parte del género humano no ha conocido ni conoce los testamentos.

     En Grecia no los hubo antes de Solon y Epitadeo. (31) Y Platón después de ponderar los inconvenientes de la testamentifacción en el estado de vejez o enfermedad, aconsejaba que se cohartase la libertad de testar. (32)

     En el reino de Siam los bienes de los difuntos se dividen en tres partes: una para el rey; otra para los sacerdotes, y otra para los hijos. (33) Entre los etiopes son preferidos a estos en las herencias los parientes del padre y de la madre. (34) Entre los armenios no heredan las mujeres. (35) En algunas provincias hereda el fisco a los extranjeros. (36) En otras no pueden testar los menores de veinte y cinco años. En otras ningún soltero.

     Finalmente, entre los innumerables pueblos de la germanía antigua, eran herederos forzosos los hijos, y en su defecto los hermanos y los tíos. Ningún testamento, según la expresión de Tácito. (37)

     Cuando los godos se establecieron en España, cada nación conservó por algún tiempo sus leyes particulares. Los españoles nativos observaban las romanas, compendiadas por orden de Alarico. (38) Los godos se gobernaban por sus antiguas costumbres, aprendidas por tradición, y no escritas hasta Euríco. (39)

     Tal estado no podía dejar de producir grandes desórdenes. Los horrorosos estragos de la conquista, (40) y la preferencia de los extranjeros para el gobierno, fomentaban en los naturales un odio implacable a los conquistadores. Y estos no sabían granjearse la subordinación y fidelidad de los pueblos por otra política que las armas y los suplicos, lo cual ocasionaba continuas guerras, sediciones, y asesinatos. De diez y seis reyes que precedieron al Católico Recaredo, dos murieron en la canipaña, ocho asesinados, y solo más de muerte natural.

     La esperiencia de los interminables males de la discordia y anarquía, y la mutua conveniencia y necesidad, madre de todas las leyes y de todos los gobiernos, precisó por fin a unirse las dos naciones, cediendo cada una algún tanto de su genio y carácter primitivo, y formándose de ambas una nueva constitución (41) mista, o gótico-española.

     Los obispos y sacerdotes católicos fueron los principales autores de aquella nueva constitución y saludable reunión de los naturales y extranjeros, como se lee expresamente en la ley 5, tít. 2, lib. 12 del Fuero Juzgo latino. (42)

     Habiendo tenido tanto influjo los eclesiásticos en la legislación y gobierno de los godos, naturalmente los inclinarían a las leyes y costumbres romanas, que eran por aquel tiempo las generales de los católicos. Así es, que el Fuero Juzgo, en opinión de Caduca, no es más que un código de leyes romanas, modificadas y adaptadas a las nuevas circunstancias de los godos. (43)

     Otro autor famoso apenas encontraba en este y demás códigos de los septentrionales sino las mismas costumbres que habían pintado César y Tácito. (44)

     Mas racional y verdadera es la opinión del citado P. Canciani, que el Fuero Juzgo es un código particular, ni bien enteramente romano, ni enteramente bárbaro, sino misto de leyes de ambas naciones, bien que son muchas más las tomadas de la romana Themis. (45)

     Entre estas deben numerarse las pertenecientes a los testamentos. Los godos primitivos no los conocían, según se ha visto por la relación de Tácito, siendo entre ellos herederos forzosos los hijos y parientes más cercanos. Al contrario, los godos españoles, a imitación de los romanos, tenían libertad absoluta de testar, aun en perjuicio de los hijos, hasta que se limitó aquella facultad por Chindasvindo, reduciéndola al tercio y quinto, en la forma que se previene por la ley 1, tít. 5, lib. 4 del Fuero Juzgo. (46)

     Esto se entendía de los bienes patrimoniales: porque de los adquiridos en el servicio del rey o de señor, se podía disponer libremente. (47)

     También es de advertir, que sobre las mejoras del tercio y quinto, se permitió por la misma ley a los testadores imponer todas las cargas y gravámenes que gustasen, lo cual fue ya una sombra y origen de los fideicomisos, vinculaciones y mayorazgos.

     Además de la prohibición de disponer de los bienes en perjuicio de los herederos forzosos fuera del tercio y quinto, había otras muchas limitaciones a la facultad de testar en la monarquía gótico-española.

     Los plebeyos no podían absolutamente enagenar sus bienes raíces, casas, tierras, ni esclavos. (48)

     Del manumiso que hubiese pasado al servicio de otro amo, muriendo sin hijos legítimos, era heredero forzoso el primero. Y aun falleciendo en actual servicio de este, solo podía disponer de la mitad de sus bienes, a no ser que en la escritura de manumisión o libertad, se le hubiesen concedido mayores facultades. (49)

     Los siervos del rey no podían enagenar sus bienes raíces a hombres libres, ni aun a las iglesias. (50)



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Capítulo IV

De la propiedad en la monarquía arábigo-española

     Aunque los moros, en sus primeras espediciones en esta península, hacían la guerra a sangre y fuego, y con todo el furor que inspira la codicia exaltada por la superstición, bien presto conocieron que el fruto principal de las conquistas no consiste tanto en la ocupación y dominio de inmensos territorios, ni en destruir o robar a sus habitantes, como en la conservación y fomento de brazos útiles para la agricultura y los oficios.

     A las ciudades y villas principales permitieron el libre ejercicio de su religión, leyes y costumbres, bajo de ciertas condiciones y tributos, más o menos gravosos, según había sido su defensa, y el genio más o menos feroz de los generales vencedores. Pasados los primeros ímpetus de la conquista, se redujeron, de órden del Califa, a un quinto de todos los frutos y rentas en los pueblos tomados a viva fuerza, y a sólo un diezmo en los rendidos sin mucha resistencia. (51)

     A pesar del desprecio con que generalmente se mira a los mahometanos, si se examina su política en aquella conquista, se encuentra menos cruel y más discreta que la de los godos, y, aun que la de otras naciones antiguas y, modernas, tenidas por muy cultas y civilizadas. Porque muchísimo menor era la carga impuesta a los vencidos, de un diez, o a lo más un veinte por ciento de sus rentas, que el despojarlos enteramente de sus bienes, como acostumbraron los romanos, o dejarles solamente la tercera parte, como los godos.

     Tal vez esta diferencia en el trato y, consideración a los vencidos, fue una de las principales causas que facilitaron las conquistas a los mahometanos, y afirmaron más su imperio en nuestra península. Disgustados los pueblos con el mal gobierno de los Witizas y Rodrigos, y con las insufribles vejaciones de los señores godos, poco deberían sentir y resistir el sujetarse a otros que les propusieron partidos y tributos más suaves.

     Este sencillo y equitativo sistema de contribuciones no podía menos de influir en los adelantamientos de la agricultura, basa fundamental de la prosperidad de las naciones. Las artes no florecen sino donde encuentran provecho y estimación.

     En Asturias, León, Castilla y demás provincias sujetas a los cristianos, los reyes y señores propietarios, siguiendo las costumbres de los godos, sus ascendientes, despreciaban la agricultura y artes mecánicas, no teniendo por honorífica otra profesión que la de las armas. El campo se cultivaba por esclavos o solariegos, que llenos de ignorancia y de miseria, solo podían pensar en sacar de la tierra lo muy preciso para pagar las cargas y escaso alimento de sus familias.

     Tales propietarios y colonos no podían pensar en las grandes obras y, empresas necesarias para multiplicar los frutos de la tierra. En presas para sangrar los ríos; en canales, acequias, y nivelaciones para facilitar el riego; en perfeccionar los instrumentos y labores; en preparar las materias útiles para las manufacturas; en fijar buenos caminos para dar salidad ventajosa a los sobrantes, etc.

     Los moros, al contrario, abriendo comunicaciones de los puertos de España con los de Asia y África; trayendo incesantemente colonos de otras partes; no desdeñándose los propietarios de cultivar las tierras por sus mismas manos; exigiendo de los colonos rentas moderadas, y estudiando la astronomía y demás ciencias útiles para los mayores adelantamientos de la agricultura, pusieron esta en el estado floreciente, de que todavía quedan vestigios en las fecundas huertas y vegas de Valencia, Murcia y Granada, y estendieron por toda la península la riqueza y abundancia, de que había carecido desde los romanos, habiendo sido el Guadalquivir mahometano, en opinión de algunos eruditos (52) el manantial de donde las ciencias y artes útiles renacieron, y se propagaron a toda Europa.

     Lo cierto es, que hasta el siglo XIII no solamente en España, sino aún en todo el continente europeo se encontraban bien pocas ciudades comparables con Valencia, Sevilla, Córdoba y Granada.



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Capítulo V

De la propiedad en la edad media

     Los españoles de la edad media hacían la guerra, no asalariados por un estado, y para cederle todas las conquistas, sino de mancomún, y a su propia costa: y por consiguiente tenían un derecho para repartirse las ganancias, a proporción de las fuerzas y gastos con que cada uno contribuía.

     «É por ende, dice la ley 1, tít. 26, part. 2, antiguamente fué puesto entre aquellos que usaban las guerras, é eran sabidores dellas, en que qual manera se partiesen todas las cosas que hi ganasen, según los omes fuesen, é los fechos que ficiesen...»

     En el mismo título de las partidas se refieren las reglas y forma como se hacía la partición.

     La primera diligencia, después de una espedición militar, era pagar y subsanará los soldados los daños recibidos en sus cuerpos y en los equipages.

     Por cada herida había señalado cierto premio, que llaman encha, enmienda o compensación, (53) según su gravedad, y mucho mayor por la muerte de cualquier peón, o caballero, para bien de su alma y de sus herederos. (54)

     Para evitar todo engaño en las enchas o enmiendas por los equipajes, dando tiempo la espedición, se nombraban fieles que los registraran y apreciaran. Y no pudiendo preceder este registro, por urgencia de la salida, se debía estar a la declaración jurada de los interesados, acompañada de las de otros dos caballeros. (55)

     «É destas enchas, dice la ley 1.ª del citado título, vierten muchos bienes, ea facen á los omes aver mayor sabor de cobdiciar los fechos de la guerra, non entendiendo que caerían en pobreza por los daños que en ella rescibieren; é otrosi de cometerlos de grado, e facerlos más esforzadamente. É tiran los pesares, é las tristezas, que son cosas que tienen grand daño á los corazones de los omes que andan en guerra...

     Satisfechas las enchas, se procedía luego a la partición de todo lo conquistado en la forma referida por las leyes del título 26, part. 2.

     El quinto de todas las ganancias era precisamente para el rey, (56) de tal suerte que no podía enagenarlo por heredamiento, y sí solo durante su vida; porque es cosa, dice la ley 4, que tañe al señorío del reino señaladamente.»

     También pertenecían al rey enteramente los jefes o caudillos mayores de los enemigos, con sus mujeres, hijos, familia y muebles de su servidumbre.

     Pertenecían igualmente a la corona las villas, castillos y fortalezas, y, los palacios de los reyes, o casas principales de los pueblos conquistados. (57)

     «É aun tovieron por bien, dice la ley 5, que si el rey diese talegas, ó alguno otro que estoviese en su lugar, á los que fuesen en las cabalgadas de todo lo que ganasen, diese á su rey la meytad. É si algún rico ome que toviese tierra del, enviase sus caballeros en cabalgada, dándoles el señor talegas para ir en ella, é rescibiendo ellos del rey su despensa para cada día, tovieron por bien que de aquello que ganasen, que diesen al rico ome su meytad, porque eran sus vasallos, é movieron con sus talegas: é él debe dar al rey la meytad de todo lo que de ellos rescibiere, porque del rescibió aquello que complió á ellos.»

     Para la graduación del quinto había gran diferencia entre asistir o no personalmente el rey a la batalla, porque en el primer caso se reducía, íntegro, antes de la separación de las enchas y gastos comunes, y en el segundo se sacaban éstos antes de su liquidación. (58)

     Separado el quinto y demás derechos reales, y las enchas y gastos comunes de la expedición, se procedía al repartimiento en la forma referida por la ley 28, tít. 26. (59)

     Además de estas recompensas ordinarias había otros galardones o premios extraordinarios por las acciones más arriesgadas y gloriosas. Al primero que entraba en una villa sitiada se le daban mil maravedís con una de las mejores casas y todas las heredades pertenecientes a su dueño; la mitad al segundo, y la cuarta parte al tercero: y además de todo esto dos presos de los más principales a cada uno, y cuanto pudieran saquear por sí mismos, cuyos premios se entregaban a sus parientes, en caso de morir en tales empresas. (60)

     Por otros servicios extraordinarios, así como derribar una bandera de los enemigos, perder algún miembro por sacar al señor o jefe de un gran peligro, etc, se les debía dar renta a los que esto hiciesen, para vivir honradamente toda su vida. (61)

     Las particiones de las ganancias y los premios, no eran eventuales ni dependientes de la voluntad y favor de los jefes, sino de justicia, y como tales podían demandarse en los tribunales. (62)

     En algunos casos no se reservaba nada de las ganancias para el rey, perteneciendo enteramente a los vencedores, como en los torneos, espolonadas, justas y lides, especies de guerra, cuyas diferencias se explican en las leyes 8 y 18 del citado título 26, part. 2, o cuando el soberano, para estimular más el valor de sus vasallos, les cedía por entero el provecho de las expediciones militares, o a lo que llamaban ganancia real, como se lee en la ley 6 del mismo titulo.

     Con tales ordenanzas y costumbres militares no podía dejar de abundar nuestra monarquía de buenos soldados y excelentes oficiales. Aunque el honor es el primer móvil de todo verdadero noble y leal vasallo, la historia universal enseña que generalmente influye con tibieza en las acciones humanas, cuando no está acompañado del interés. La seguridad del premio fue en aquellos tiempos y será eternamente el estímulo más eficaz para el buen servicio del Estado, no sólo en la milicia, sino en todos los demás ramos de la legislación y administración civil.

     En las conquistas de ciudades y villas muy populosas se tenía consideración a su mayor o menor resistencia, y otras miras políticas para el trato que se había de dar a los vencidos. En la de Toledo por los años de 1085 se permitió a los moros que quisieran salir de la citidad llevar consigo sus bienes, y a los que permanecieran en ella conservarles el uso de su religión, casas y haciendas. (63) Mallorca fue entrada a saco por el ejército de Don Jaime el Conquistador en el año de 1229. (64) Mejor suerte tuvieron los de Valencia en el de 1238, pues se les permitió salir con sus bienes muebles, asegurándolos hasta Cullera y Denia, no obstante que el ejército pedía el saqueo. (65) En la conquista de Córdoba solo se concedió a sus moradores la vida y, libertad para irse adonde más les acomodase. (66) El mismo partido tuvieron los de Sevilla. (67) En Velez-Málaga se concedió a sus vecinos la libertad, y más días de tiempo para vender sus bienes muebles. (68) Habiendo solicitado igual gracia los de Málaga, después de una obstinada resistencia, se les respondió: «que si al principio entregáran la cibdad, según ficieron los de Velez-Málaga, e de las otras cibdades, é los les dieran el seguro que a los otros dieron. Pero que después de tantos días pasados, e tantos trabajos habidos, venidos en el caso que su pertinacia los había puesto, más estaban en tiempo de dar, que de mandar ni escoger partidos. É que no les darían el seguro que demandaban, porque bien sabían ellos que los vencidos deben ser sujetos a las leyes que los vencedores quisieren. É que pues la hambre, e no la voluntad les facía entregar la cibdad, que se defendiesen, o remitiesen a lo que el rey e la reina dispusiesen dellos: conviene a saber, los que a la muerte a la muerte, e los que al captiverio al captiverio.» (69)

     Con efecto, tomada la ciudad, se redujeron a esclavitud todos sus moradores, y se repartieron las casas y tierras a los nuevos pobladores, en la forma que refiere Hernando del Pulgar en la Crónica de los Reyes Católicos. (70)

     Finalmente, para la entrega de Granada, última ciudad poseída por los moros, después de muchas y largas conferencias, se ajustaron las capitulaciones que publicaron Marmo1, (71) y Pedraza, (72) siendo las más principales el libre ejercicio de su religión y la propiedad absoluta de todos sus bienes, muebles y raíces.

     Pero estas condiciones les fueron mal guardadas a los moros granadinos por las causas que notó Gerónimo de Zurita, (73) de donde dimanaron las frecuentes rebeliones de los moriscos, y la infelicidad de aquella rica provincia.



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Capítulo VI

Varias clases de propiedad

Tierras realengas, abadengas y de señorío. Dominio solariego, y de belletría

     Las tierras, adquiridas por derecho de la guerra o por otros títulos civiles, eran de varias clases, según su naturaleza, los dueños a quienes pertenecían y colonos que los cultivaban.

     De parte de los dueños o propietarios se distinguían en realengas, abadengas y de señorío. Para evitar su confusión y usurpación de unos a otros, se hacían de tiempo en tiempo apeos o deslindes generales, en los cuales se especificaban sus límites, y los derechos que pagaban los colonos. Es bien notable el que en el año de 1128 mandó hacer Don Alfonso VII, para restituir a la corona y a la iglesia los realengos y abandengos usurpados por los señores, a pesar de las escomuniones del obispo de Mondoñedo. (74)

     San Fernando mandó hacer otro apeo general de todas las tierras realengas, pobladas y despobladas en el año de 1231. (75) Don Alfonso X, otro en el de 1255. (76) El que Don Alfonso XI mandó ejecutar de las merindades de Castilla duró doce años, desde el de 1340, hasta el de 1351. (77)

     Las rentas prediales, pagadas en frutos, eran el principal patrimonio, así de la corona, (78) como de la iglesia y de los señores, porque la escasez del dinero, la falta de comercio, y la rudeza de las artes, no presentaban otras riquezas.

     Las tierras se cultivaban generalmente por colonos, y no por sus propios dueños. Los propietarios, como sus ascendientes los germanos, (79) se desdeñaban de cualquiera otro ejercicio y profesión, fuera de las armas.

     Los colonos eran de varias clases y condiciones, más o menos libres. Entre los godos eran propiamente esclavos, bien que la esclavitud no era allí tan dura como entre los romanos y otras naciones. «No usan de ellos, decía Tácito, (80) como nosotros, para la servidumbre de casa. Se les encarga el cultivo del campo, como a colonos, con la pensión de cierta renta en frutos, ganados, o vestido, y esta es toda su obligación. Los demás trabajos caseros los ejercitan las mujeres y los hijos.

     Muy semejante a esta era la costumbre de los españoles acerca de sus esclavos en los siglos VIII y siguientes. En la fundación del monasterio de Obona, año de 780, se le donaron, entre otras cosas, muchas criaciones o esclavos, con la obligación de servirle en cuanto se les mandase por el abad, dándoseles en los días de trabajo cinco cuarterones de pan de mijo, y una ración de legumbres. Fuera de esto, podían labrar las tierras que se les repartiesen en prestimonio, con la obligación de no sujetarse a otro señor más que al monasterio. (81)

     En el año de 1042 el conde Piniolo y su mujer donaron al monasterio de Corias muchas villas, heredades, iglesias, monasterios y esclavos legos y eclesiásticos, imponiendo a los legos la carga de dos jornales cada semana en lo que el abad les mandase, y permitiéndoles trabajar los otros cuatro en beneficio suyo, contribuyendo por San Juan con cierta renta de frutos, carne y pescado, y sin poder reconocer otro señorío más que el del abad. (82)

     El derecho romano era mucho más duro con los esclavos que el de las naciones septentrionales, pues lejos de concederles alguna libertad, ni aun siquiera los ponía en la clase de los hombres. Esta jurisprudencia estudiada en las universidades, tan diversa de nuestro derecho primitivo, ha contribuido infinito para oscurecer nuestras antigüedades, y confundir los verdaderos orígenes de la propiedad y el dominio.

     De la constitución gótica acerca de los esclavos, se formó después la de los colonos solariegos, que aunque gozaban alguna libertad civil, era muy limitada y circunscripta, tanto en la propiedad rural, como en las demás acciones y derechos sociales, más o menos, según los tiempos y costumbres locales. En los más antiguos era su condición muy dura, y poco diversa de la servidumbre germánica. «Esto es fuero de Castilla, dice una ley del Fuero viejo, (83) que a todo solariego puede el señor tomarle el cuerpo, e todo cuanto en el mundo ovier, e él non puede por esto decir a fuero ante ninguno».

     Los labradores solariegos de las riberas del Duero gozaban alguna más libertad, según aparece de la misma ley, (84) y con el tiempo se fue suavizando y mejorando en todas partes la condición de tales colonos, según se manifiesta por varias leyes de las Partidas (85) y ordenamiento de Alcalá. (86)

     Con esta distinción de tiempos y lugares pueden conciliarse las opiniones contrarias de los autores que reputan a los labradores solariegos, unos por verdaderos esclavos o personas serviles, (87) y otros por libres y meros enfiteutas. (88)

     Muy diverso de la propiedad y dominio solariego era el que llamaban de behetría. «Behetría, según la citada ley 3, tít. 25, lib. 4 de las Partidas, tanto quiere decir como heredamiento que es suyo, quito de aquel que en él, e puede recebir por señor a quien quisiese que mejor le faga. E todos los que fueren enseñorcados en la behetría, pueden y tomar conducho cada que quisieren; mas son tenudos de lo pagar a nueve días. E cualquier de los que fasta nueve días non lo pagase, débelo pechar doblado a aquel a quien lo tomó. E es tenudo de pechar al rey el coto, que es por cada cosa que tomó cuarenta maravedís. E de todo pecho que los fijos-dalgo llevaren de la behetría, debe aver el rey la metad. E behetría non se puede facer nuevamente sin otorgamiento del rey».

     Se dice en esta ley nuevamente, porque en tiempos más antiguos muchas conquistas se hacían por los hijos-dalgo, uniéndose a su costa, y sin auxilio alguno de los soberanos, en cuyos casos se repartían entre sí las tierras, y las poblaban con condiciones más equitativas que las de los solariegos en la forma referida por don Pedro López de Ayala, en su Crónica del rey Don Pedro.

     «Debedes saber, dice, (89) que segund se puede entender, e lo dicen los antiguos, maguer non sea escripto, que cuando la tierra de España fue conquistada por los moros, en el tiempo que el rey D. Rodrigo fue desbaratado, e muerto cuando el conde D. Illian fizo la maldad que trajo los moros en España, y después a cabo de tiempo los christianos comenzaron a guerrear, veníanles ayudas de muchas partes a la guerra, e en la tierra de España non había si non pocas fortalezas, e quien era señor del campo, era señor de la tierra. E los caballeros que eran en una compañía cobraban algunos lugares llanos, do se asentaban, e comían de las viandas que allí fallaban, e manteníanse, e poblábanlos, e partíanlos entre sí: nin los reyes curaban de al, salvo de la justicia de los dichos lugares. E pusieron los dichos caballeros sus ordenamientos, que si alguno dellos toviese tal lugar para le guardar, que non rescibiese daño, nin desaguisado de los otros, salvo que les diese viandas por sus precios razonables. E si por aventura aquel caballero non los defendiese, e les ficiese sin razón, que los del lugar pudiesen tomar otro de aquel linage, qual a ellos pluguiese, e quando quisiesen para los defender. E por esta razón dicen behetrías, que quiere decir quien bien les ficiere que los tenga...

     «E pusieron más los caballeros naturales de las behetrías, que puesto que el lugar haya defendedor señalado que esté en posesión de los guardar, e tener, empero que los que son naturales de aquella behetría hayan dineros ciertos en conoscimiento de aquella naturaleza, e el que los recabda por ellos prenda a los de los lugares de las behetrías, quando non gelos pagan. E de como deben pasar en esto, e en todas las otras cosas, el rey, D. Alfonso, padre del rey D. Pedro, proveyó en ello, con consejo de los señores, ricos ornes, e caballeros del regno, en las leyes que fizo en Alcalá de Henares, e allí lo fallarédes.»

     Con efecto, se trata de las behetrías en varias leyes del título 32 del citado ordenamiento de Alcalá, y también en el título 8, lib. 1, del Fuero viejo de Castilla, al que añadieron apreciables notas sus editores.

     Por ellas se manifiesta, que aunque los labradores de behetría eran de condición menos dura y servil que los solariegos, no por eso dejaban de sufrir cargas pesadísimas. Porque además de las rentas prediales que pagaban anualmente por San Juan, debían a los diviseros propietarios lo que llamaban conducho: esto es, casa con los muebles, y ropa necesaria para el alojamiento, y víveres para sus personas y comitiva.

     Las grandes vejaciones que se cometían con este pretesto, así por los señores como por sus criados, dieron motivo a algunas ordenanzas y tasas de las varias contribuciones en especie, comprehendidas en el conducho: (90) pero la fuerza y prepotencia de los propietarios diversos y de sus criados, quebrantaba fácilmente tales tasas, y más siéndoles permitido el admitir por servicio y regalo lo que excediera de ellas. (91)

     Las indicadas especies de dominio y señorío, no eran incompatibles en un pueblo, como se manifiesta por las citadas leyes del Fuero viejo y, ordenamiento de Alcalá, y por el libro de behetría, del cual consta que Comesa, en la merindad de Aguilar de Campo, era behetría y abadengo. Moranzos, mitad behetría, y mitad solariego. Gamballe, solariego y realengo. Requezo, abandengo, solariego y behetría. Y Riano, del obispado de Burgos, realengo, abadengo, behetría y solariego. (92)

     Esta diversidad de señoríos solía producir bastante confusión en los límites de las heredades, y en las cargas de los colonos, así por el transcurso de los tiempos, como por las frecuentes usurpaciones de unos dotros propietarios. Para remediar estos daños, y otros agravios que solían recibir los pueblos en la exacción de los conduchos, enviaba el rey sus pesquisidores en la forma explicada por las leyes del tít. 9, lib. 1 del citado Fuero viejo de Castilla.

     Aunque el dominio solariego y de behetría tenían sus reglas generales, podían estas modificarse por contratos particulares entre los propietarios y colonos; por privilegios y costumbres locales; en cuyos casos unos y otros estaban obligados a guardar las condiciones estipuladas en las encartaciones, o escrituras, o introducidas por los tales privilegios, usos, y, legítimas costumbres. (93)

     La inmensa autoridad de los propietarios sobre sus colonos solariegos, y la constitución de las behetrías, ponían grandes trabas a la soberanía de nuestros reyes, y a la recta administración de la justicia, y así procuraron reformarla de varios modos. Por la ley 3, tít. 25, part. 4, se ve que estaba prohibido establecer nuevas behetrías sin facultad real. Don Pedro el justiciero intentó repartir las que había en su tiempo, con el fin de igualar a los hijos-dalgo, y quitar a los pueblos la libertad de elegirse señor, lo que solía causar grandes alborotos. (94) Don Enrique II tuvo los mismos deseos, y tampoco pudo realizarlos. (95) Juan Garcia cita un privilegio del rey D. Juan II, por el cual concedió a los lugares de behetría que no pudieran vivir en ellos los hidalgos, ni levantar casa, o bien que pechasen, y fuesen tenidos por del estado llano: (96) a cuya disposición atribuyen algunos autores la transformación de las behetrías del estado antiguo, que era el más libre y privilegiado, al actual, en que la misma voz significa todo los contrario: esto es, cosa baja, y lugar cuyos vecinos todos son pecheros. (97)

     Pero lo que más contribuyó a la abolición o reforma de aquellas especies de dominio, y la inmensa autoridad de los hidalgos, fueron los nuevos privilegios y fueros particulares y generales concedidos a los pueblos grandes y pequeños.



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Capítulo VII

De otras especies de propiedad y dominio estiladas en España antiguamente. Bienes libres y feudales. Préstamos, mandaciones, encomiendas

     Además de los modos de adquirir y poseer, explicados en el capítulo antecedente, se conocieron otros en España con varios nombres, que todos pueden reducirse a los de libres y feudales.

     Los bienes libres se conocieron en algunas partes con el nombre de alaudes y alodios, (98) que eran las tierras pertenecientes a sus dueños con pleno dominio.

     En otras partes esta especie de dominio se llamaba progente (99) y jure hoereditario, de donde quedó después la denominación por juro de heredad.

     Otros bienes se poseían solamente en usufructo, conocido en las leyes y diplomas antiguos con los nombres de feudo, mandación, préstamo y encomienda.

     Algunos autores han dudado si hubo feudos en España, cuando apenas se puede dar un paso en nuestra historia y legislación antigua sin tropezar en los más claros y palpables vestigios de instituciones y costumbres feudales.

     «En España, dice el doctor Castro, (100) hubo menos razón que en otras partes para ser admitidos estos derechos o costumbres feudales, siendo la región en que menos se frecuentaron los feudos, o en que acaso fueron enteramente desconocidos, si no es que se quieran llamar feudos las concesiones reales hechas a personas beneméritas de territorios con dignidad y jurisdicción, y con títulos de duques, condes, marqueses o vizcondes, y con la obligación de servir en tiempo de guerra con cierto número de soldados, que vulgarmente se llaman lanzas.»

     No ver por falta de luz, o muy larga distancia, es natural y nada extraño; pero dejar de ver al mediodía los mismos objetos que se están tocando, prueba, o mucha ceguedad, o mucha distracción. El doctor Castro tenía a la vista dignidades y costumbres las más características del gobierno feudal. Había leído en las Partidas los títulos de los caballeros; (101) de la guerra, (102) de los vasallos, (103) y otros muchísimos llenos de costumbres e instituciones feudales. Otros, en que se trata expresamente de los feudos, (104) se explica lo que eran, y sus diferencias, y aun se copia la fórmula de las cartas o escrituras con que se otorgaban. (105) Finalmente, vivía en una provincia en donde eran mucho más frecuentes, según la observación de otro jurisconsulto (106) a quien él mismo cita. (107)

     Pues a pesar de tan claras pruebas no encontraba aquel letrado feudos en España. Y no pudiendo negar ni tergiversar las leyes que tratan de ellos, dice que aquellas leyes se promulgarían a prevención para cuando los hubiese. (108) ¡Qué ceguedad y qué alucinamiento!

     ¿Sería también a prevención, y para cuando hubiese feudos, el canón del concilio de Valladolid de 1228, en que se prohíbe a los regulares dar en feudo sus posesiones sin consentimiento de su obispo? (109)

     ¿Para cuándo D. Guillermo, obispo de Vique, dio, en el año de 1062, los lugares de Balsiaregno, Gaya, Cornet y Oristan a los hermanos Riculfo, y Mirón, con la obligación de ayudarle en las huestes y cabalgadas con cincuenta caballos y otras condiciones? (110)

     ¿Para cuándo Don Diego Gelmírez, arzobispo de Santiago, daría en feudo dos heredades a Pedro Fulcón en el año de 1126? (111) ¿Y qué se dirá del pleito seguido en el mismo año sobre el feudo del castillo de Seira, con las notables ocurrencias que refiere la historia compostelana? (112)

     Mas ¿para qué nos detenemos en demostrar la verdad más clara y evidente de nuestra historia y legislación antigua? ¡Cuántos errores y alucinaciones ha producido en la jurisprudencia española la irreflexión, falta de crítica, y la ignorancia de nuestras antigüedades! Hubo feudos en España, y su conocimiento es mucho más necesario para el de nuestra legislación y diplomacia, que el de infinitas leyes y opiniones del derecho romano y sus comentadores, en que consumen el tiempo muchísimos letrados.

     En los tiempos confusos del gobierno feudal es donde se encuentran los orígenes más ciertos de la mayor y más notable parte de las costumbres europeas: de la sucesión hereditaria de las monarquías; de la etiqueta en las casas reales; de las magistraturas y altas dignidades; de la nobleza; la perpetuidad de los oficios honoríficos, los mayorazgos, etc.

     «Feudo es bien fecho que da el señor a algún home porque se torna su vasallo, e el face homertage de le ser leal.»

     Así se define el feudo en la ley 1, tít. 26 de la part. 4, y en la 68, tít. 18 de la part. 3, se pone la fórmula de las cartas o escrituras de dación a feudo. (113)



     «É son dos maneras de feudo. La una es cuando es otorgado sobre villa, ó castillo, ó otra cosa que sea raíz. É este feudo á tal non puede ser tomado al vasallo; fueras ende, si fallesciere al señor las posturas que con él puso; ó sil ficiese algund yerro tal, porque lo debiese perder, así como se muestra adelante. La otra manera es á que dicen feudo de cámara. É este se face quando el rey pone maravedís a algund su vasallo cada año en su cámara. É este feudo a tal puede el rey tollerle, cada que quisiere. (114)

     En la ley siguiente se explican más las varias clases que había de feudos.

     «Tierra, dice, (115) llaman en España á los maravedís que el rey pone á los ricos homes, é á los caballeros en logares ciertos. É honor dicen aquellos maravedís que les pone en cosas señaladas, que pertenecen tan solamente al señorío del rey, é dagelos él por les facer honra, así como todas las rentas de alguna villa ó castillo. É quando el rey pone esta tierra, é honor á los caballeros é vasallos, non face ninguna postura, en entendiese segund fuero de España, que lo han á servir lealmente: é non los deben perder por toda su vida, si non ficieren por que. Mas el feudo se otorga con postura, prometiendo el vasallo al señor de facerle servicio á su costa, é á su misión, con cierta contia de caballeros, é de omes, ó otro servicio señalado quel prometiese de facer.»

     Lo que en las citadas leyes é instrumentos se explica con el nombre de tierra, honor y feudo, se da á entender en otros con los de mandación, (116) préstamo y encomienda, palabras casi sinónimas y equivalentes á las de feudo, como puede comprenderse de las dos cartas ó títulos publicados por el Padre Risco. (117)

     La milicia estaba entonces sobre muy diverso pie que la actual. No había lo que se llama tropa viva, ni regimientos fijos, como ahora. En la monarquía gótica todos los propietarios eran soldados y debían salir a campaña cuando se presentaba el enemigo, con la décima parte de sus esclavos armados. (118)

     Esta legislación duraba en toda España, hasta que algunos soberanos concedieron a los nobles por fuero particular la exención de no servir sin sueldo. Tal fue el que Garci Fernández concedió a los vecinos de Castrogeriz en el año de 974, (119) el cual extendió su hijo D. Sancho a todos los castellanos (120) en la forma prevenida por la ley 1, tít. 3, lib. 1 del Fuero de Castilla.

     Los sueldos no todos se pagaban en dinero. La moneda andaba muy escasa; y la mayor riqueza de la corona consistía en las tierras y heredamientos que le pertenecían por conquistas, como se ha dicho en el capítulo 5. Estas tierras se daban en usufructo o feudo a los señores e hidalgos con la carga del servicio militar, y muertos los poseedores volvían a la corona, a menos que por gracia particular se continuara el usufructo en sus familias.

     Las tierras feudales se llamaban también beneficios en algunas partes, (121) y en otras caballerías, (122) por la obligación que tenían sus poseedores de servir en la guerra con caballo, y las armas correspondientes.

     Finalmente, además de las referidas clases de feudos, (123) se tenían por tales los marquesados, ducados, condados, y demás oficios y dignidades civiles, como que en todas ellas se encontraba la cualidad esencial y característica de los feudos, siendo un bien fecho, que da el señor a algún ome porque se torna su vasallo, a él face homenage de le ser leal, como se dice en la citada ley 1, tít. 26 de la part. 4.

     Todavía se aclarará más esta interesante materia, explicando lo que se entendía en la edad media por vasallage y homenage.



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Capítulo VIII

Continuación del capítulo antecedente. Del vasallage y homenage

     Los germanos, más que de habitar en magníficos palacios, de muebles y galas esquisitas, de mesas delicadas, y otros géneros de comodidad y de lujo, gustaban y se preciaban de tener a su sueldo, y verse servidos por numerosas comitivas de vasallos y criados. «En esto, decía Tácito, (124) constituyen su mayor dignidad y grandeza en verse siempre acompañados de muchos y escogidos jóvenes, que en la paz sirven para su lucimiento, y en la guerra para su defensa...» Lejos de avergonzarse aun los más nobles de servir a los señores, compiten entre sí por granjear la preferencia en su estiniación, así como los señores compiten también sobre quién tiene más y mejores compañeros. (125)

     Esta misma costumbre se observó por los españoles de la edad media. Los reyes gastaban casi todas sus rentas en salarios de criados y vasallos. Y estos mismos criados y vasallos gastaban cuanto tenían por parecerse a los soberanos en el tren de casa y de campaña.

     En el año de 1328 concurrieron a la coronación de D. Alfonso I en Zaragoza muchos ricos hombres y caballeros, algunos con más de doscientos y aun de quinientos caballos, de suerte que entre todos pasaban de treinta mil, de solo el reino de Aragón. (126)

     Ahora que la civilización ha aclarado mucho los derechos naturales y civiles de todos los hombres, y que la autoridad de los monarcas es bastante poderosa para hacerlos respetar, no se comprende bien lo que interesa y vale la protección y seguridad de la vida y de los bienes. En la edad media nadie la disfrutaba sin grandes sacrificios. Nadie podía vivir tranquilo sin un padrino.

     Por otra parte, los nobles no encontraban otros medios y recursos para vivir y enriquecerse más que el servicio militar y doméstico. Un terreno estrecho y montuoso, poseído casi todo por los reyes, grandes, señores, iglesias y monasterios, sin proporciones para el tráfico de los frutos, y sin más agricultura que la de los granos, legumbres y pastos, ejercitada por miserables solariegos o colonos, apenas producía lo muy preciso para pagar las rentas prediables, y cuando más para hartarse sus dueños de pan y carne.

     El comercio estaba envilecido por la opinión, y combatido por las leyes. Parece imposible que haya existido una nación cuyo gobierno favoreciera más a sus enemigos que a sus naturales. Pues esto sucedió en España por algunos siglos. La usura estaba prohibida a los españoles cristianos, cuando a los judíos se les toleraba la enormísima de más de un treinta por ciento. (127) La vara y las tijeras deshonraban a los españoles y honraban a los hebreos. La consecuencia de estas opiniones era enriquecerse los judíos, y estar los españoles llenos de miseria, oprimidos de deudas y sujetos a los que más aborrecían. El vulgo los despreciaba y los grandes eran sus amigos, los reyes los colmaban de privilegios, y aun los empleaban en los destinos más importantes y, honoríficos de su casa y de su consejo. El oro triunfa de todas las preocupaciones.

     El foro tampoco ofrecía a los nobles las honoríficas y lucrosas carreras que en tiempos posteriores. No había consejos, audiencias, corregimientos, ni los innumerables oficios en que ahora se trafica con la pluma.

     No se encontraban, pues, otros medios decorosos de subsistencia y de hacer fortuna, más que el servicio doméstico y militar. Y los hidalgos más vanos y orgullosos, desdeñándose de manejar una herramienta con que pudieran vivir independientes en su casa, no se avergonzaban de ser criados de otros hidalgos, acaso de menos calidad; comer sus desperdicios, tolerar sus caprichos e impertinencias, y sufrir otros trabajos más duros y penosos que los de muchos oficios mecánicos.

     La palabra vasallo, no significaba en la edad media, como ahora, cualquiera súbdito del soberano, o de algún señor, sino a los que recibían salario en tierras, frutos, o dinero para servirles en su casa y en la guerra. (128) «Vasallos, dice la ley 1, tít. 25 de la part. 4, son aquellos que reciben honra, ó bien fecho de los señores, asi como caballería, ó tierra, ó dineros, por servicio señalado que les hayan de facer».

     En otras leyes del mismo título se declaran las varias especies que había de señorío y vasallage; cómo se hacían las personas libres, los nobles, y aun los ricos-hombres vasallos de los reyes y de otros señores, las obligaciones que resultaban de este contrato, y causas por que se disolvía.

     La obligación principal de los vasallos era la del servicio militar. En el tít. 31 del ordenamiento de Alcalá, (129) se señala el sueldo que ganaba cada vasallo del rey en aquel tiempo (año de 1348); las armas con que debían servir, las penas a los que no cumplieran sus obligaciones, así en cuanto a mantener caballo y las armas correspondientes, como en cuanto a sus marchas a los sitios donde se les mandara.

     Había otra especie de vasallage más grave, según se dice en la ley 4, tít. 25 de la part. 4, que era el homenage, por el cual dice la misma ley, non se torna ome tan solamente vasallo de otro, mas finca obligado de cumplir lo que prometiere, como por postura. É homenage tanto quiere decir, como tornarse ome de otro, é facerse suyo, por darle seguranza sobre la cosa que prometiere de dar, ó de facer que la cumpla. É este homenage non tan solamente ha lugar en pleyto de vasallage; mas en todos los otros pleytos é posturas que los omes ponen entre si, con entención de cumplirlos.

     En la ley 89, tít. 18 de la part. 3, (130) se lee la fórmula de las cartas o escrituras de homenage, y las obligaciones de tales hombres de otro y de sus señores.



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Capítulo IX

Origen de la vinculación de los bienes raíces. Amortización eclesiástica

     Se ha referido como los germanos, que en su país originario no conocían la propiedad rural, establecidos en esta península, gustaron de ella, y ocupando las dos terceras partes del territorio, las cultivaban por medio de sus esclavos y solariegos, o las daban en usufruto, que después se llamó feudo, e sus compañeros, amigos y criados; o edificaban iglesias y monasterios.

     Las fundaciones de Iglesias y monasterios, y pingües dotaciones con que las enriquecían los fieles por aquel tiempo, no eran siempre efecto puramente de la piedad y religión, según se manifiesta por el Canon sexto del Concilio de Braga, celebrado en el año de 1572. (131)

     «Fue muy usado en estos reinos, dice el P. Sandoval, (132) que los reyes y señores fundaban y poblaban términos y pagos desiertos, que eran solares propios suyos. Ponían en ellos para que los labrasen y cultivasen tantos labradores, según era el término que llamaban collazos, del término colono, que nace del verbo latino collere, que quiere decir labrar o cultivar la tierra. Edificábanle sus iglesias y dábanle un clérigo, dos o más, según era la población: y al término o heredad donde fundaban la tal iglesia o capilla, llamaban del nombre del santo, a quien se dedicaba, como la heredad de Santo Tomé: haeredidatem Sanctae Agathoe etc, como nombra muchas veces el rey D. García en la carta de donación de Nájera. Y señalaban a estos clérigos capellanes (que de estas iglesias que llamaban capillas, les vino el nombre) una parte de los frutos que en este término se cogían, porque administrasen los Sacramentos a estos collazos y a esta parte la cura o beneficio curado. Lo demás que los collazos contribuían, por haberles dado tierra en que vivir, reservaban los señores para sí como tributo temporal, y como tal lo daban, vendían, trocaban los hijos de los padres dividiéndolo entre sí en tercias, cuartas, quintas y sestas partes, como eran los heredados.»

     En confirmación de lo referido por el P. Sandoval, pudieran citarse innumerables ejemplos (133) de fundaciones, ventas, donaciones, permutas, y divisiones de iglesias y monasterios, hechas por sus dueños con el objeto de socorrer a sus parientes.

     Uno bien notable, es el que refiere el P. Florez en el tomo 27 de la España Sagrada. San Juan de Ortega, que había aprendido en sus peregrinaciones a Roma y Jerusalen (134) la necesidad de buenos caminos y posadas para el bien de la religión y de la sociedad, empleó su santo celo y gastó mucha parte de sus bienes en construir cinco puentes y calzadas. Y todos los demás en edificar un monasterio entre Castilla y la Rioja para sustento de sus parientes y albergue de peregrinos. (135)

     Como no se conocían entonces los vínculos y mayorazgos, ni se podía vivir sin un protector, el amor a los hijos y parientes no encontraba medios más ciertos y eficaces para asegurarles la subsistencia, ni fideicomisarios más fieles y más poderosos que las iglesias y monasterios.

     Al indicado motivo para fundar y enriquecer las iglesias y monasterios, se añadían otras consideraciones políticas y opiniones religiosas que pueden leerse en las disertaciones sobre las antigüedades italianas del sabio Luis Antonio Muratori. (136)

     Los españoles, o por más píos y religiosos, o por haberse retardado en ellos las luces de las ciencias y artes útiles, (137) y no haber comprendido bien los perjuicios de las ilimitadas adquisiciones y vinculaciones de bienes raíces, se aventajaron a todas las demás naciones católicas en enriquecer a las iglesias y monasterios. No se contentaba su devoción con frecuentes y magníficas donaciones de alhajas, esclavos y heredamientos. Desde el siglo VIII empezaron a enfeudarse los obispos las ciudades, villas y castillos más principales e importantes. Lugo, (138) Tuy, Oviedo y Santiago (139) estaban gobernadas por sus obispos en lo espiritual y temporal. Los primeros empleos de la magistratura y diplomacia los obtenían los eclesiásticos. Un canónigo de León era el principal ministro del tribunal de apelaciones de todo aquel reino. (140) El oficio de chanciller mayor estaba ocupado generalmente por algún prelado, y en Aragón debía serlo precisamente un doctor y obispo. (141) Los reyes tenían por acto de virtud disminuir el erario en obsequio de las iglesias: Don Alfonso VIII en el año de 1195 donó a la catedral de Cuenca el diezmo de los portazgos, penas de cámara, quintos, salinas, molinos, huertas, viñas y, demás rentas pertenecientes a la corona en aquella ciudad y varios pueblos de su obispado. (142)

     Más hicieron los reyes de Aragón: Don Ramiro I se constituyó censatario de la Santa Sede en el año de 1035; (143) y en el de 1131 Don Alfonso I instituyó por heredero de todos sus reinos al santo sepulcro de Jerusalén. (144)

     Los bienes adquiridos por las iglesias y, monasterios no podían enagenarse sin consentimiento del clero o de las comunidades, y con arreglo a lo dispuesto por los cánones. (145) Los obispos, al tomar posesión de sus iglesias, debían reintegrarlas de los bienes enagenados o perdidos por sus antecesores, a costa de sus herederos y, parientes. (146) Y porque la prepotencia de algunos obispos solía arrancar violentamente el consentimiento del clero para algunas enagenaciones, la ley, 6, tít. 5, lib. 4 del Fuero Juzgo, daba acción a cualquiera del pueblo, y particularmente a los herederos de los fundadores, para reclamarlas, y en su defecto los jueces reales debían reintegrar a las iglesias de los bienes enagenados, a costa de los mismos obispos.

     Pudiendo las iglesias adquirir y no enagenar, naturalmente debían acumularse y vincularse en ellas inmensos bienes raíces; mucho más no habiéndose introducido todavía el contrapeso de los mayorazgos y vinculaciones civiles.

     Pero las vinculaciones eclesiásticas, que ahora llaman amortización, no eran entonces tan perjudiciales al Estado como en tiempos posteriores.

     Las tierras, por pasar al dominio de las iglesias, no estaban exentas de las cargas y contribuciones reales. (147) Y el carácter sacerdotal no eximía a los eclesiásticos de las obligaciones de los demás vasallos y naturales a la defensa y conservación del Estado con sus bienes y aun en caso necesario con sus personas.

     «Los españoles, dice la ley 2, tít. 49 de la part. 2, catando su lealtad, tovieron por bien, é quisieron que todos fuesen muy acudiosos en guarda de su Rey... É como quier que algunos sean puestos para guardarle el cuerpo, como de suso es dicho, con todo eso non son excusados los otros que non le guarden, cada uno segun su estado, quanto pudiere. Ca así como él debe todavía guardar á todos omes con justicia, é con derecho, así son ellos tenudos otrosí de guardar á él siempre con lealtad, é con verdad. É por ende ninguno non se puede excusar, nin debe, diciendo que non es puesto para aquella guarda, que si viere a su Señor ferir, ó matar, o deshonrar, que non faga, y todo su poder para desviar lo que non sea, é acaloñarlo quanto mas podiere. É el que así non lo feciese, seyendo su vasallo, ó su natural, faria traicion conoscida, porque merece haber tal pena, como ome que puede desviar, ó acaloñar muerte de su Señor, ó deshonra, é non lo face.

     «É por ende, dice la ley 3 del mismo título, por todas estas razones deben todos venir luego que lo sopieren a tal hueste, non atendiendo mandado del Rey: ca tal levantamiento como este por tan extraña cosa, lo tovieron los antiguos, que mandaron que ninguno non se pudiese excusar, por honra de linage, ni por privanza que oviere con el Rey, nin por privilegio que toviese del Rey, ni por ser de órden, si non ficese ome encerrado en claustra, ó los que fincasen para decir las horas, que todos viniesen ende para ayudar con sus manos, ó con sus campañas, ó con sus haberes.»

     Aún no se habían introducido en las escuelas y tribunales las nuevas máximas y opiniones acerca de la absoluta inmunidad e independencia de las personas y bienes eclesiásticos de la potestad temporal. El sacerdocio y el imperio, lejos de disputarse sus legítimos derechos, estaban tan acordes, que según la observación de un sabio religioso, (148) los jueces parecían obispos, y los obispos daban la ley a los jueces. Los monasterios y catedrales, además de las obligaciones esenciales del culto divino, administración de Sacramentos y vida contemplativa, tenían a su cargo la enseñanza de la juventud, el sustento de muchísimas familias, y el socorro de los enfermos y miserables.

     Observamos aquellas leyes y loables costumbres, no se tenía por perjudicial al Estado la indefinida acumulación y vinculación de bienes raíces en las iglesias y conventos. Pero luego que la nueva jurisprudencia ultramontana empezó a alterar nuestra legislación antigua, se conoció la necesidad de contenerla.

     Don Alfonso VII en las Cortes de Nájera del año 1138, (149) prohibió la enageración de bienes realengos a los monasterios que no gozaran particular privilegio para poderlos adquirir.

     Aquella prohibición se estendió mucho más en el Fuero de Sepúlveda, (150) que fue general a toda la Estremadura, siendo bien notable la razón que en él se expresa.

     «Otrosi, se dice en la ley 24, mando que ninguno non haya poder de vender, ni de dar á los cogolludos raiz, ni á los que lexan el mundo: ca como su órden les vieda á ellos vender, é dar á vos heredat, á vos mando yo en todo vuestro fuero, é en toda vuestra costumbre de non dar á ellos ninguna cosa, nin de vender otrosi.»

     A esta sólida razón añadió otra D. Alfonso VIII para decretar la misma prohibición en el fuero de Baeza, que después sirvió de modelo para otras ciudades de Andalucía. (151)

     «Ninguno, dice, puede vender ni dar á monges, ni á omes de órden raiz ninguna, ca cuem á elos vieda su órden de dar, ne vender raiz ninguna á omes seglares, viede á vos vuestro fuero, é vostra costumbre aquello mismo.

     «El que entrare en órden lieve con él el quinto del mueble, é non mas; é lo que fincare con raíz seya de los herederos; canon es derecho, ne comunal cosa, por desheredar á los suyos, dar mueble ó raiz á los monges.»

     En otros fueros se limitó la facultad de adquirir bienes raíces a las iglesias, permitiéndola solamente a las catedrales, como en Toledo y Cuenca por el mismo D. Alfonso VIII, y en Córdoba y Sevilla por San Fernando.

     Como quiera que fuese, la prohibición de enagenar los legos sus bienes raíces a las iglesias y monasterios, fue general en toda España, según lo demostró el Sr. Campomanes en su Tratado de la Amortización, y la Sociedad económica de Madrid en su informe sobre la ley Agraria. (152)

     Pero las leyes que no van auxiliadas de la opinión, son siempre débiles e ineficaces. Aunque las civiles prohibían tales enagenaciones, las canónicas, y la piedad y devoción indiscreta, las tenían por justas y meritorias. Y los magistrados que debieran ejecutarlas, imbuidos de la nueva jurisprudencia ultramontana, escrupulizaban, y dudaban de la legítima potestad de los soberanos para expedirlas, y las tergiversaban con mil sutilezas é interpretaciones arbitrarias para no observarlas.

     Con tales opiniones, todas las leyes y esfuerzos de nuestros soberanos debían ser inútiles, como lo acreditó la esperiencia. Las Cortes clamaban frecuentemente contra la amortización eclesiástica, pidiendo la observancia de aquellas leyes, y los letrados las combatían. Vencieron las opiniones de los letrados: creció la amortización eclesiástica, y hubiera crecido infinitamente más, a no haberla contenido algún tanto los vínculos mayorazgos.



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Capítulo X

De la perpetuidad de los feudos

     Nuestras leyes antiguas distinguían dos clases de bienes realengos: los patrimoniales adquiridos por los reyes de sus parientes, o por su industria antes de reinar, y los de la corona. De los primeros podían testar y disponer a su arbitrio: los de la corona eran inalienables.

     «De todas las cosas, dice la ley 5, tít. 1, lib. 2 del Fuero Juzgo, que ganaron los príncipes desde el tiempo del rey Don Sisnando fasta aquí, o que ganaren los príncipes de aquí adelantre, cuantas cosas fincaron por ordenar, porque las ganaron en el regno, deben pertenecer al regno; asi que el príncipe, que viniere en el regno faga de ellas lo que quisiere. É las cosas que ganó el príncipe de su padre, é de sus parientes por heredamiento, hayalas el príncipe, é sus fiyos, é si fiyos non oviere, hayanlas son herederos legítimos, é fagan dende su voluntad, asi como de las otras cosas que han por heredamiento; é si alguna cosa oviere de sus padres, ó de sus parientes, ó si gelo dieron, ó si lo compraron, ó si lo ganaron en otra manera cualquier, é non ficiere manda daquelas cosas, non debe pertenecer al regno, más á sus fiyos, é á sus herederos.

     Esta distinción entre bienes realengos y patrimoniales fue más notable y necesaria cuando la corona era electiva. Una familia ilustre por haber tenido el honor de ver exaltado al trono alguno de sus parientes, no debía ser de peor condición que las demás, como lo fuera efectivamente privándola del derecho de sucesión en los bienes patrimoniales de los reyes.

     Aun con esta distinción no dejaban de sufrir bastantes trabajos los hijos, viudas y parientes de los soberanos, como se manifiesta por el canon del concilio Toledano XIII, (153) por lo cual se promulgaron muchas leyes sobre la protección y guarda de las personas reales y sus bienes. (154)

     «Por el contrario, algunos reyes aquelo que ganaban despois que eran fechos rees, non tenian, que lo ganaban por el regno mas por sí mesmos, é por ende non lo querian lexar al regno, mas a sos fijos, como dice la ley 4 del exordio al Fuero Juzgo castellano, de donde resultaban los graves daños que se refieren en la misma ley, por la cual, y por otras del mismo código, (155) se procuró remediar aquel abuso, estableciéndose como máxima fundamental del Estado la inalienabilidad de los bienes de la corona.»

     Esta misma legislación continuó sustancialmente por muchos siglos, después de haberse mudado en hereditaria la sucesión electiva de la corona, aunque las nuevas circunstancias de la nación dieron motivo a la introducción de usos y costumbres muy diversas de las primitivas.

     Los reyes poseían algunos bienes muebles y raíces, quitamente suyos, dice la ley 1, tít. 17, part. 2, así como cilleros, o bodegas, o otras tierras de labores de qual manera quier que sean, que ovieron heredado, o comprado, o ganado apartadamente para sí.

     «É otras ya, continúa la misma ley, que pertenecen al reyno, así como villas, ó castillos, é los otros honores que por tierra los reyes dan á los ricos-omes.»

     También eran bienes propios de la corona los quintos de las ganancias y presas hechas en la guerra, según la costumbre referida en el capítulo V. (156)

     Finalmente, pertenecían a la corona, y eran inseparables de ella, las regalías expresadas en la ley 1, tít. 1 del Fuero viejo de Castilla. «Quatro cosas, dice, son naturales al señorío del rey, que non las debe dar á ninguno ome, nin las partir de sí, ca pertenecen á él por razón del señorío natural, justicia, moneda, fonsadera, é suos yantares».

     Los bienes de la corona no podían enagenarse en propiedad. Solamente podían donarse en usufruto o feudo por la vida del donante, a no ser que el sucesor lo confirmara. «Fuero, é establecimiento ficieron antiguamente en España, dice la ley 5, título 15, part. 2, que el señorío del reyno non fuese departido nin enagenado... É aun por mayor guarda del señorío establecieron los sabios antiguos, que quando el rey quisiese dar heredamiento á algunos, que non lo podiese facer de derecho, á menos que non retoviese hi aquellas cosas que pertenecen al señorío, así como que fagan de ellos guerra, é paz por su mandado, é que le vayan en hueste, é que corra su moneda, é gela den ende quando gela dieren en los otros lugares de su señorío, é que le finque hi justicia enteramente, é las alzadas de los pleytos, é mineras, si las hi oviere. É maguer en el privilegio del donadío non dixese que retenía el rey estas cosas sobredichas para sí, non debe por eso entender aquel á quien lo da, que gana derecho en ellas. É esto es porque son de tal natura, que ninguno non las puede ganar, nin usar derechamente dellas fueras ende si el rey gelas otorgare todas, ó algunas dellas en el privilegio del donadío. É aun estonce non las puede haber, nin debe usar dellas, si non solamente en la vida de aquel rey que gelas otorgó, ó del otro que gelas quisiere confirmar.»

     Esta ley contiene el principio fundamental del gobierno feudal, observado generalmente, no sólo en España, sino en toda Europa, por muchos siglos, y cuya influencia dura todavía en la mayor parte de nuestros lisos y costumbres. Para su mejor inteligencia conviene saber la historia de los feudos, que aunque muy oscura por la ignorancia y confusión de los tiempos en que se formaron y propagaron, no faltan instrumentos y medios suficientes para conocer con bastante claridad su origen y vicisitudes.

     La suma de éstas está bien explicada en la ley 1, tít. 1 de las costumbres feudales, recogidas por el obispo Filiberto, Gerardo Negro y Oberto del Huerto, (157) impresas al fin del cuerpo del Derecho romano.

     «En los tiempos antiquísimos, dice aquella ley, (158) era tal el dominio de los propietarios, que podían quitar siempre que quisieran las cosas dadas por ellos en feudo. Empezaron a poseerse por un año. Después se propagaron por la vida del poseedor. Luego se extendió la sucesión al hijo que eligiese el dueño. Ahora los heredan todos los hijos por partes iguales. Conrado concedió a sus feudatarios que pudieran heredarlos los nietos, y a falta de hijos y nietos, los hermanos... Ocho derechos o estados diversos numera la glosa de aquella ley acerca del modo de poseer y suceder en los feudos, y las mismas o muy semejantes vicisitudes tuvieron éstos en la monarquía española.»

     En los primeros tiempos todos los oficios, sueldos y dignidades civiles eran temporales y amovibles. El soberano podía elevar al menor de sus vasallos a los empleos más altos y honoríficos, como degradar y constituir a los próceres, duques y condes en las clases más humildes. (159)

     No consta el tiempo en que empezaron los empleos políticos y militares a ser vitalicios y hereditarios. «En los tiempos antiguos, dice el Padre Mariana hablando del condado de Castilla, (160) se acostumbró llamar condes a los gobernadores de las provincias, y aun les señalaban el número de años que les había de durar el mando. El tiempo adelante, por merced o franqueza de los reyes, comenzó aquella honra y mando a continuarse por toda la vida del que gobernaba, y últimamente a pasar a sus descendientes por juro de heredad. Algún rastro de esta antigüedad queda en España, en que los señores titulados, después de la muerte de sus padres, no toman los apellidos de sus casas, ni se firman duques, marqueses o condes antes que el rey se lo llame, y vengan en ello, fuera de pocas casas que por especial privilegio hacen lo contrario de esto. Como quier que todo esto sea averiguado, así bien no se sabe en qué forma ni por cuanto tiempo los condes de Castilla al principio tuviesen el señorío. Más es verosímil que su principado tuvo los mismos principios, progresos y aumentos que los demás sus semejantes tuvieron por todas las provincias de los cristianos, a los cuales no reconocía ventaja ni grandeza, ni aun casi en antigüedad.» (161)

     Entre las fórmulas de Casiodoro y Marculfo se encuentran los títulos de condes, duques y demás dignidades civiles, por los cuales se viene en conocimiento de sus facultades y obligaciones, y de que eran temporales y amovibles, a voluntad del soberano, o cuando más mercedes de por vida, sin reversión a los herederos, como no fuese por nueva gracia. (162) En prueba de esto mismo cita Biñon en las notas a las fórmulas de Marculfo, varios textos de S. Gregorio Turunense, en que usa frecuentemente de los dictados de ex-comite, ex-duce y ex-vicario, equivalentes a los que todavía se conservan en algunas religiones para denotar a los que han tenido algunos empleos honoríficos, llamándolos ex-difinidores, ex-provinciales, etc.

     El P. Florez publicó en los apéndices a la España Sagrada, tres títulos de gobernadores o condes, expedidos en el siglo X. El primero de D. Alfonso IV, por el cual dio a su tío el conde D. Gutiérrez el gobierno de ciertos pueblos de Galicia en el año de 919. (163)

     El segundo es de D. Ramiro II, que dio el mismo gobierno a Froila Gutiérrez, hijo del anterior, en el año de 942, en la misma forma que lo había tenido su padre. (164)

     Y el tercero de D. Ordoño III, por el que concedió el mismo gobierno, aumentado con otros pueblos a San Rosendo, obispo de Mondoñedo, hijo primogénito del citado D. Gutiérrez. (165)

     Por estos títulos se manifiesta, que los condados o gobiernos no eran hereditarios en el siglo X. Que se daban a los hijos menores, viviendo los mayores. Y que podían servirse bajo la tutela de las madres.

     Finalmente, el commisorio o título (166) de D. Ordoño explica bien la diferencia que había entre las donaciones en propiedad, y las encomiendas por gobierno. Los bienes confiscados a Gonzalo y Bermudo por sus delitos se le donaron a San Rosendo en propiedad, con la facultad faciende de ea quidquid vestra decernit promptior voluntas. Las mandaciones o gobiernos, que se expresan en el mismo título, se le cometieron vobis á nobis regenda, et nostris utilitatibus de omni regalia debita persolvenda.

     Pero los gobiernos o señoríos dados en mandación o administración, aunque de su naturaleza amovibles, o cuando más vitalicios y reversibles a la corona, solían continuarse en algunas familias, o por gracia de los soberanos, al modo del que tuvo San Rosendo, o por la fuerza y detención de los poderosos.

     Los infanzones del valle de Lagneyo intentaron convertir en tierras libres y patrimoniales las que tenían en feudo de la corona, sobre lo cual siguieron pleito con D. Alfonso VI, y lo perdieron en el año de 1075. (167)

     Ecta Rapinadiz y sus hijos se apoderaron por fuerza de muchos lugares del obispado de Astorga, quemando las escrituras e instrumentos de su pertenencia por los años de 1028. (168) Pudieran citarse innumerables ejemplares de tales usurpaciones y detentaciones.

     En el siglo XI era ya más frecuente la perpetuidad de los feudos. La ciudad de León, capital de su reino, y la más fuerte y populosa de la España cristiana, había sido destruida por Almanzor, (169) y no era fácil repoblarla, sino atrayendo gentes de todas clases, por medio de grandes estímulos y franquezas. Con este motivo se le concedió en el año de 1020, un fuero particular, cuya importancia solo puede comprenderse sabiendo el envilecimiento y cargas pesadísimas con que estaban oprimidos los moradores de otros pueblos.

     Se les permitió a los de León edificar casas en solares agenos con un moderado censo. Se les amplificó la libertad de trabajar y comerciar. Se les eximió de muchos derechos y tributos, y se moderaron los demás. se mejoró la condición de los labradores, y se concedió a los poseedores de bienes realengos la facultad de dejarlos a sus hijos y a sus nietos.

     En el mismo siglo fue conquistada por D. Alfonso VI la ciudad de Toledo, después de un largo sitio que duró siete años, y para su repoblación y mayor fomento se le concedió otro fuero particular, todavía más ventajoso que el de León. (170) Entre las franquezas y ventajas de sus vecinos, fue una de las apreciables la perpetuidad de los feudos.

     «Quien fincare de los caballeros, dice uno de sus capítulos, é tuviere caballo, é loriga, é otras armas del rey, hereden todas aquellas cosas sus fijos, é sus parientes los más cercanos, é finquen los fijos con la madre honrados, é libres en la honra de su padre, fasta que puedan cabalgar. É si la muger fincare señera, sea honrada con la honra de su marido.»

     Las palabras honra y honor no significaban en este y otros fueros lo que ahora se entiende por ellas comúnmente, esto es, nobleza y buena fama, sino sueldo del rey, como se dice en la citada ley 2,tít. 26 de la part. 4, y se colige por el contexto de los mismos fueros.

     También es menester advertir, que la herencia del caballo y armas no era solamente de la fornitura, sino del sueldo para mantenerlas.

     Los caballeros feudatarios de Toledo no podían ausentarse de aquella ciudad sino por tiempo limitado, y aun en este debían dejar en su casa otro caballero que cumpliera por ellos sus obligaciones. (171)

     Estos dos capítulos se encuentran trasladados en los fueros de Córdoba y Carmona, (172) y lo fueron también de Sevilla por haberse concedido a aquella ciudad, como parte del suyo el primitivo de Toledo. (173)



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Capítulo XI

Continuación del capítulo antecedente. Otras causas de la perpetuidad de los feudos

     Sin grandes estímulos no hay patriotismo, fidelidad, valor, ni exactitud en el cumplimiento de las obligaciones. Pensar que los hombres han de trabajar, se han de incomodar, ni sacrificar sus bienes y sus vidas por el Estado, sin muy fundadas esperanzas de grandes recompensas, sería no conocer bien su corazón y la historia de todas las naciones. Aun David, siendo santo, profeta y rey, se inclinaba a cumplir los preceptos de Dios por la retribución.

     Nuestros antiguos legisladores penetraron muy bien la importancia de esta máxima, y así premiaban los servicios militares con la justa generosidad de que se ha hablado en el capítulo quinto, y para repoblar, cultivar, y defender las tierras conquistadas, procuraban arraigar en ellas familias de todas clases por medio de grandes mercedes, franquezas y donaciones, algunas en propiedad y otras en usufructo o feudo.

     Puede servir de ejemplo la sabia política observada por San Fernando y su hijo D. Alfonso X, en la conquista de Sevilla. (174) Después de haber premiado magníficamente a todos los caballeros conquistadores, a proporción de sus servicios, y destinado para dotación de varias iglesias y monasterios muchas casas y tierras, formaron ducientas partes o suertes, para repatirlas a otros tantos caballeros: «Á tal pleito, dice el privilegio del repartimento, que tengan hi las casas mayores, y las pueblen dentro de dos años, y dende en adelante fagan su servicio con el concejo de Sevilla, en todas cosas, é que vendan á plazo de doce años».

     La dotación ordinaria de cada caballería fue una casa principal en la ciudad, veinte aranzadas de olivar y figueral, más de viña, dos de huerta, y más yugadas de heredad para pan, año y vez, que era la tierra que se podía labrar con más yuntas de bueyes.

     El resto del territorio se donó al concejo para repatirlo entre los vecinos, por caballerías y peonías, por juro de heredad, con la obligación de mantener las casas pobladas al fuero de aquella ciudad, pagar el treinteno del aceite y los demás derechos prevenidos en el mismo fuero.

     Además de estas mercedes y donaciones, hizo D. Alfonso X otras particulares, con varias condiciones, siendo muy notables las que otorgó para el fomento de la navegación. A la orden de Santiago le dio por asiento mil y seiscientas aranzadas de olivar, con la obligación de mantener perpetuamente una galera armada. Y a los canónigos Garci Pérez, y Guillen Arimon seiscientas y veinte aranzadas con la misma carga. (175)

     Las cabidas de tierra, suertes, o caballerías, no eran iguales en todas partes, variando mucho, según la mayor o menor estensión del territorio conquistado, importancia de su repoblación, situación más o menos inmediata a los enemigos, y otras circunstancias.

     Por esta razón las caballerías y peonías en América fueron mucho más pingües generalmente que en España, como puede comprenderse cotejando las citadas de Sevilla con las señaladas por la ley 1, tít. 12, lib. 4 de la Recopilación de Indias.

     «Porque nuestros vasallos, dice aquella ley, se alienten al descubrimiento y población de las Indias, y puedan vivir con la comodidad y conveniencia que deseamos, es nuestra voluntad que se puedan repartir, y repartan casas, solares, tierras, caballerías y peonías a todos los que fueren a poblar tierras nuevas en los pueblos y lugares que por el gobernador de la nueva población les fueren señalados, haciendo distinción entre escuderos y peones, y los que fueren de menos grado y merecimiento...

     »Y porque podría suceder que al repartir las tierras hubiese duda en las medidas, declaramos, que una peonía es solar de cincuenta pies de ancho y ciento en largo; cien fanegas de tierra de labor de trigo o cebada; diez de maíz; dos huebras de tierra para huerta, y ocho para plantas de otros árboles de secadal; tierra de pasto para diez puercas de vientre, veinte vacas y cinco yeguas, cien ovejas y veinte cabras. Una caballería es solar de cien pies de ancho, y doscientos de largo; y de todo lo demás como cinco peonías; que serán quinientas fanegas de labor para pan de trigo o cebada; cincuenta de maíz; diez huebras de tierra para huertas; cuarenta para plantas de otros árboles de secadal; tierra de pasto para cincuenta puercas de vientre; cien vacas, veinte yeguas, quinientas ovejas, y cien cabras. Y ordenamos que se haga el repartimiento, de forma que todos participen de los bueno y mediano, y de lo que no fuere tal, en la parte que a cada uno se le debiere señalar.»

     Las conquistas no eran siempre de ciudades ricas, y vegas fecundísimas, como las de Toledo, Zaragoza, Valencia, Córdoba, Sevilla y Murcia. Las más eran de villas, lugares, castillos, fortalezas, y territorios escabrosos, y arriesgados a continuas hostilidades, por cuyas circunstancias se entregaban comúnmente a personas poderosas, y de valor, y fidefidad acreditada, unas en heredamiento, y otras en tenencia o feudo con más o menos preeminencias, según su importancia, y los méritos o favor de los agraciados, y con las condiciones explicadas en la ley 1, tít. 18 de la part. 2.

     «Como quier, dice aquella ley, que mostramos de los heredamientos que son quitamente del rey, queremos ahora decir de los otros que maguer son suyos por señorío, pertenecen al reino de derecho. É estas son villas, é los castillos, é las otras fortalezas de su tierra. Ca bien así como estos heredamientos sobredichos le ayudan en darle á bondo para su mantenimiento. Otrosi estas fortalezas sobredichas le dan esfuerzo, é poder para guarda, é amparamiento de sí mismo, é de todos sus pueblos. É por ende debe el pueblo mucho guardar al rey en ellas. É esta guarda es en dos maneras. La una que pertenece á todos comunalmente. É la otra á omes señalados. É la que pertenece á todos es que non le fuercen, nin le furten, nin le roben, nin le tomen por engaño ninguna de sus fortalezas, nin consistiesen á otri que lo faga. É esta manera de guarda tañe á todos comunalmente. Mas la otra que es de omes señalados, se parte en dos maneras. La una de aquellos á quien el rey da los castillos por heredamiento; é la otra á quien, los da por tenencia. Ca aquellos que los han por heredamiento, debenlos tener labrados, é bastecidos de omes, é de almas, é de todas las otras cosas que le fuesen menester, de guisa que por culpa dellos no se pierdan, nin venga dellos daño, nin mal al rey, nin al reino... La otra manera de guarda es de aquellos á quien da el rey los castillos que tengan por él. Ca estos son tenudos más que todos los otros, de guardarlos teniendolos bastecidos de omes, é de armas, é de todas las otras cosas que les fuere menester, de manera que por su culpa non se puedan perder...»

     La pena del que perdía algún castillo poseído en heredamiento, por culpa suya, ó lo entregara á persona de quien resultara daño al Estado era la de destierro perpetuo y confiscación de todos sus bienes. La del que lo poseía en tenencia era de muerte, como si matase a su señor. (176)

     A las causas indicadas de la perpetuidad de los feudos, se añadieron otras consideraciones políticas para introducir o tolerar aquella novedad. Una de ellas fue el creer, que por este medio se tendría más obligados y sujetos a los grandes, cuyo exorbitante poder y preeminencias perturbaban frecuentemente el Estado, y comprometían la dignidad de la corona.

     Los ricos-hombres, señores, y aun los meros hijos-dalgo, gozaban por aquellos tiempos tales privilegios y prerogativas, que parecían unos régulos. (177) Formaban alianzas ofensivas y defensivas unos contra otros, y aun contra los mismos monarcas que los habían engrandecido. Oprimían los pueblos, teniéndolos con pretesto de defensa y protección en una verdadera esclavitud. Sus estados estaban llenos de castillos y fortalezas, en donde encontraban asilo y favor los facinerosos. Y los reyes débiles y sin fuerzas para contener su orgullo, se veían precisados a contemporizar y negociar con ellos, como ahora tratan y negocian con otros soberanos.

     En aquellas circunstancias era imposible sujetar a los ricos-hombres con las leyes directas, y que chocaran abiertamente contra sus fueros y privilegios; por lo cual se veía la política de los monarcas precisada a valerse de medios indirectos.

     Tales eran los que aconsejaban D. Jaime I de Aragón a su yerno D. Alfonso el Sabio, cuando le decía: «Que si no pudiese conservar y tener contentos a todos los vasallos, que a lo menos procurase mantener a dos partidos, que eran la iglesia y las ciudades y los pueblos. Porque suelen los caballeros levantarse contra su señor, con más ligereza que los demás. Y que si pudiese mantenerlos a todos sería muy bueno; pero si no, mantuviese los dos referidos, que con ellos sujetaría a los demás.» (178)

     La perpetuidad de los feudos, acumulando en pocas familias la propiedad territorial, y la jurisdicción y gobierno de los pueblos, que eran los únicos medios de enriquecerse los hidalgos, disminuía las fuerzas de las demás; y la nobleza, aunque al parecer más brillante y ensalzada, ella misma se fabricaba y precipitaba a su abatimiento, como lo notó con mucho juicio Gerónimo de Zurita.

     «Hubo, dice, en tiempo de este príncipe (D. Pedro II, por los años de 1213), gran mudanza en el estado del reino, perdiendo los ricos hombres la mayor parte de la preeminencia y jurisdicción que tenían, la cual se fue adquiriendo la jurisdicción del Justicia de Aragón.

     »Esto fue, que por dejar los ricos-hombres estados a sus sucesores por patrimonio y juro de heredad, perdieron la preeminencia que tenían, siendo señores en todos los feudos, que llamaban honores. Y aunque aquellos se trocaban muy fácilmente como al rey le parecía; pero no se podía repartir sino entre ellos mismos, y después de su muerte entre sus hijos y parientes más cercanos que sucedían de los primeros conquistadores, y eran los más principales y de mayor nobleza, a quien llamaban ricos-hombres.

     »Estos tenían el señorío en todas las principales ciudades y villas del reino: y como se iban ganando de los infieles, se repartían entre ellos las rentas para que las distribuyesen entre los caballeros, que ordinariamente se acaudillaban por los ricos-hombres, y se llamaban sus vasallos, aunque estaba en su mano despedirse y seguir al rico-hombre que quisiesen. Y aquel sueldo y beneficio militar que llevaba el caballero del rico hombre, se llamaba en Aragón honor.

     »Por aquella orden ninguna cosa podía hacer el rey en paz ni en guerra que no fuese por acuerdo y consejo de sus ricos-hombres. Y aunque su principal jurisdicción era ser como capitanes de las ciudades y villas que tenían en honor, y estos cargos se mudaban ordinariamente; pero tenían a su mano toda la caballería de su reino: y los caballeros con poder seguir a quien mejor les estuviese, eran más estimados y favorecidos; y siempre era preferido el más valeroso. Con esto estaban las cosas de la guerra muy en orden, y podían más las armas, y los ricos-hombres eran los principales en el consejo, y por quien se gobernaba todo.

     »Pero como lo de Cataluña y lo que se llama Aragón se hubiese ganado de los moros, y la conquista se fuese estrechando por los reyes de Castilla y por nuestras fronteras, atendían los ricos-hombres más a dejar estado a sus descendientes por patrimonio y juro de heredad, que a conservarse en la preeminencia que tuvieron sus antecesores en la paz y en la guerra, y curaron poco de la jurisdicción y señorío que tenían sus honores, porque aquello era más administración y cargo de gobierno. Y procuraron de heredarse en las rentas que eran feudales y de honor, para dejallas perpetuamente a sus sucesores: y el rey tomó a su mano la jurisdicción ordinaria y extraordinaria.

     »Esto se introdujo desde el principio de su reinado: y cuando tomó los honores a su mano, en las primeras cortes que tuvo en Daroca para repartirlas entre los ricos hombres, como era costumbre, pareciendo que era más autoridad de su jurisdicción real quitarles el señorío que tenían en las primeras ciudades del reino, que como está dicho, no era otro que gobierno y administración de justicia, repartió las más de aquellas rentas entre los ricos-hombres, y dióselas por juro de heredad. Y de setecientas caballerías que había en aquel tiempo en el reino, o se dieron por él, o enagenaron y vendieron, que no quedaron sino ciento y treinta.

     »Con esto, como los ricos-hombres comenzaron a atender a lo particular, fueron perdiendo de su autoridad y preeminencia, y se fue cada día más fundando la jurisdicción del Justicia de Aragón.» (179)

     La jurisdicción y autoridad que en Aragón se le aumentó al llamado Justicia mayor por la perpetuidad de los feudos y demás causas indicadas, la fueron adquiriendo en Castilla el consejo real y las audiencias.

     Estos tribunales, y la jurisprudencia introducida en ellos, influyeron mucho en la perpetuidad de los feudos, precursora de los mayorazgos y del nuevo estado que sucedió a esta época tan notable como poco observada por nuestros escritores.



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Capítulo XII

Nueva legislación introducida por las Partidas y ordenamiento de Alcalá. Multiplicación de las enagenaciones perpetuas de bienes de la corona

     Cuando se formó el código de las Partidas había empezado a variarse la constitución antigua de los feudos. Los grandes solicitaban perpetuarlos en sus familias, y los pueblos deseaban no estar sujetos a los grandes aun temporalmente, y así se concedía por gracia particular a algunos el fuero de no ser entregado en encomienda o préstamo a ningún señor. (180)

     En las Partidas se pusieron leyes favorables y contrarias a la perpetuidad de los feudos, como consta de la ley 3, tít. 27 del ordenamiento de Alcalá. (181)

     A la sombra de aquellas leyes contradictorias, y por consiguiente confusas y de arbitraria ejecución, se multiplicaron los feudos perpetuos, de tal modo que en el año de 1312 no pasaban las rentas de la corona de un millón y seiscientos mil maravedís, cuando se necesitaban para las cargas ordinarias más de nueve millones; siendo la causa principal de tanta pobreza por los muchos lugares y villas que se habían dado en heredamiento, según lo refiere la crónica de D. Alfonso XI. (182)

     Llegaron a tal extremo las enagenaciones perpetuas, que no teniendo ya los soberanos villas y lugares realengos de que disponer, donaban las aldeas y territorios propios de las ciudades.

     Las cortes reclamaron varias veces estos excesos, y los reyes ofrecían remediarlos. (183) Pero la propotencia de los grandes frustraba sus buenos deseos.

     D. Alfonso XI incorporó muchos feudos a la corona, unos por herencia y otros por confiscación. Por herencia volvieron en su tiempo a la corona los bienes de su abuela Doña María, Doña Constanza su madre, los infantes D. Enrique, hermano de su bisabuela D. Alfonso X, D. Juan, hermano de su abuelo el rey D. Sancho, y D. Pedro, D. Felipe, Doña Isabel, Doña Blanca y Doña Margarita, sus tíos, entre los cuales se contaban grandes ciudades y villas, tales como Ecija, Andújar, Guadalajara, Valladolid, Roa, Atienza, Monteagudo, Almazan, Valencia, Ledesma, Tuy, Dueñas y otras muy pobladas. (184)

     Por confiscación recayeron en la corona los inmensos bienes de su gran privado D. Álvaro Núñez, primer conde de Trastamara, en el año 1327. (185) Los de los cómplices en la muerte de su consejero Garcilaso. (186) Los de D. Juan Alfonso de Haro (187) y otros muchos. Por otra parte era tan moderado acerca de las mercedes perpetuas, como se manifiesta por la pet. 36 de las cortes de Madrid de 1329.

     «Á lo que me pidieron que tenga por bien de guardar para mi corona de los mis regnos todas las cibdades, é villas, é castillos, é fortalezas del mi señorío, é que las no dé á ningunos, segun que lo otorgué, é prometí en los quadernos que les dí, é especialmente en el quaderno que les dí, é otorgué en las cortes primeras que fice despues que fuí de edad, en Valladolid, é que si algunos logares he dado ó enagenado en qualquier manera que tenga por bien de los facer tornar á cobrar á mí, é á la corona de los mis regnos. -Á esto respondo, que lo tengo por bien, é por mio servicio, é que lo guardaré de aquí adelante; é quanto lo pasado, que yo no dí sino á Valladolid... (188) que dí á Ramir Florez por servicio muy bueno, é muy señalado que me fizo segun ellos saben. (189) É Valvis díla a Garcia Fernandez Melendez, porque estaba en perdimiento, porque no fallaba quien me la quisiese tener, é él tiénela muy bien bastecida, é muy bien guardada para mi servicio. É el castillo de Montalvan que dí á Alfonso Fernandez Coronel, mi vasallo, por muchos servicios que ficieron los de su linaje á los reyes onde yo vengo, é por gracia é merced que el rey D. Fernando mi padre, que Dios perdone, fizo á Juan Fernandez su padre; salvo lo que he dado hasta aquí, ó diere de aquí adelante á la regna Doña María mi muger.»

     Sin embargo de esta promesa, y de la economía que realmente observó D. Alfonso XI acerca de las donaciones perpetuas, no por eso dejó de hacer algunas, aunque no con el exceso que su padre y abuelo. En el mismo año de 1329 habiéndosele sujetado D. Alfonso de la Cerda y renunciado el derecho que pretendía tener a la corona, entre otras mercedes que le hizo le donó algunas villas y lugares en heredamiento. (190)

     Pero cualquiera que hubiese sido la moderación y economía de aquel monarca acerca de las donaciones perpetuas, las leyes que promulgó al fin de su reinado, en el famoso ordenamiento de Alcalá el año de 1348, facilitaban su multiplicación, y hubieran apurado absolutamente el patrimonio de la corona, si después no se hubiesen modificado con algunas restricciones.

     «É nuestra voluntad, dice la ley 2, tít. 27 de aquel ordenamiento, de guardar nuestros derechos, é de los nuestros regnos é sennoríos; et que otrosi guardemos las honras, é los derechos de los nuestros vasallos narurales, é moradores dellos. É porque muchos dubdaban si las cibdades é villas, é logares, é la juredición, é justicia se puede ganar por otro por luenga costumbre, ó por tiempo porque las leyes contenidas en las Partidas, é en el Fuero de las leys, é en las fazannas, é costumbre antigua de Espanna; é algunos que razonaban por ordenamientos de cortes, parece que eran entresí departidas, é contrarias, é obscuras en esta razón. Nos, queriendo facer mercet á los nuestros, tenemos por bien, é declaramos que si alguno, o algunos de nuestro sennorío razonaren que han cibdades, é villas, é logares, ó que han justicia, é juredición civil, é que usaron dello ellos ó aquellos donde ellos lo ovieron antes del tiempo del rey D. Alfonso nuestro visabuelo, é en su tiempo antes cinco annos que finase, é despues acá continuamente fasta que nos comprimos edat de catorce annos, é que lo usaron, é tovieron tanto tiempo, que menoría de omes non es contraria, é lo probaren por cartas, ó por otras escripturas ciertas, ó por testimonio de omes de buena fama que lo vieron é oyeron á omes ancianos, que lo ellos así siempre vieran, é oyeran, é nunca vieron, é oyeron en contrario, é teniéndolo así comunalmente los moradores del logar é de las vecindades; que estos a tales, aunque non muestren cartas, ó privillegio de como lo tuvieron, que les vala, é lo hayan de aquí adelande, non seyendo probado por la nuestra parte, que en este tiempo les fué contradicho por alguno de los reys onde nos venimos, o por nos, ó por otro en nuestro nombre, usando por nuestro mandado de las cibdades, é villas, é logares, é de la justicia, é juredición cevil, é apoderándolo de guisa que el otro dexase de usar dello, é faciéndolos llamar á juicio sobre ello...

     »É declaramos que los fueros, é las leys, é ordenamientos que dicen, que justicia non se puede ganar por tiempo, que se entienda de la justicia que el rey ha por la mayoría, é sennorío real, que por comprir la justicia, si los sennores la menguaren; é los otros que dicen, que las cosas del rey non se pueden ganar por tiempo que se entienda de los pechos, é tributos que al rey son debidos. El establecemos que la justicia se pueda ganar de aquí adelante contra el rey por espacio de cient años continuamente, sin destajamiento, é non menos, salvo la mayoría de la justicia, que es comprirla el rey do los sennores la menguaren como dicho es. É la juredición cevil que se gane contra el rey por espacio de quarenta annos, é non menos.»

     En la ley inmediata, que es la que queda ya citada al principio de este capítulo, se repite sustancialmente la declaración de las dudas acerca de la perpetuidad de los feudos, suponiendo que las leyes que trataban de ella eran oscuras y contradictorias.

     A la verdad, es muy extraño que un monarca que habiendo encontrado al tiempo de su coronación casi enteramente perdido el patrimonio de la corona, con bastante trabajo había incorporado a ella muchos pueblos; que se preciaba de su moderación acerca de las donaciones perpetuas, y había ofrecido abstenerse de ellas, al fin de su reinado mudara enteramente de política, promulgando una ley la más favorable a las enagenaciones perpetuas, la más contraria a los principios fundamentales de la monarquía española, y a las reglas más notorias y justas de todo derecho.

     Hasta estos últimos tiempos en que la crítica ha aclarado mucho nuestra jurisprudencia, estas leyes del ordenamiento de Alcalá se tenían por axiomas fundamentales en los pleitos y negocios de reversión, é incorporación de territorios, señoríos, jurisdicciones, rentas y otras regalías a la corona. ¡Cuántas usurpaciones han autorizado aquellas leyes! ¡Cuántas vejaciones a los pueblos! ¡Cuántas pérdidas al erario, y cuántos males a esta desgraciada monarquía!



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Capítulo XIII

Observaciones de los señores Campomanes y Robles Vives, sobre el ordenamiento de Alcalá y enagenaciones perpetuas de bienes de la corona

     A principios del siglo XVIII y reinado de Felipe V, las desavenencias con la Santa Sede por el favor que dispensaba a la casa de Austria, empeñaron a sus ministros en aclarar y sostener la regalías con doctos escritos, que empezaron a demostrar los grandes vicios de nuestra jurisprudencia antigua, y la necesidad de promover el estudio de sus verdaderas fuentes, que son la historia, fueros, cortes y ordenamientos. (191)

     Aunque aquellos escritos no produjeron por entonces todo el buen efecto que pudiera desearse por los imponderables obstáculos de las preocupaciones literarias y políticas, introdujeron grandes luces en el templo de la Temis española, y prepararon la enseñanza de los grandes jurisconsultos que han honrado el siglo XVIII.

     Uno de estos fue el señor conde de Campomanes, caballero gran cruz de la distinguida orden de Carlos III, fiscal y gobernador del Consejo Real, director de la academia de la Historia, académico de la Española; de la de inscripciones y bellas letras de París; de la sociedad filosófica de Filadelfia... Y más que por sus títulos, respetable y digno de eterna memoria por su infatigable celo y vasta literatura.

     Estos méritos extraordinarios pueden dar mucho mayor peso y consideración a su doctrina y opiniones que la que se debe a casi todos nuestros jurisconsultos antiguos, los cuales ni tuvieron la proporción de instruirse en las verdaderas fuentes del derecho español, ni de sazonar su ciencia con el ejercicio de los más altos empleos de la magistratura.

     En la alegación fiscal que escribió dicho Campomanes en el año de 1783 sobre reversión a la corona de la jurisdicción, señorío y vasallaje de la villa de Aguilar de Campos, probó con muy sólidos fundamentos que toda donación jurisdiccional es odiosa, y por lo mismo de estrecha naturaleza e interpretación. Y que toda regalía de la corona es inalienable en perpetuidad e imprescriptible.

     Supone como máximas fundamentales del derecho, que la corona tiene fundada su intención a la jurisdicción y señorío de todas las ciudades, villas y lugares del reino. Que semejantes donaciones y privilegios jurisdiccionales, son exorbitantes del derecho común y contrarias a la utilidad pública, porque su duración progresiva empobrece el erario, y consiguiente que son odiosas, y su interpretación, lejos de amplificarse, debe restringirse.

     Prueba de la inalienabilidad perpetua de los castillos, ciudades, villas y lugares con leyes de todos nuestros códigos, Fuero Juzgo, Concilios nacionales, Fuero viejo de Castilla, Real y leyes de las Partidas y recopilación.

     Antes de entrar en el exámen del ordenamiento de Alcalá, hace algunas advertencias importantes sobre las partidas.

     «El segundo cuerpo de leyes, dice, que mandó formar el rey D. Alfonso el Sabio, son las siete Partidas, compuestas de tal manera, que en lo canónico se puede decir que son una suma de las Decretales, según el estado y conocimiento del siglo XIII, como se ve en la primera y parte de la cuarta; y en lo civil una suma sacada del código de Justiniano, y en muchas traducción literal a que se deben agregar otras leyes que se refieren a usos, costumbres y fueros particulares de España.

     »Este cuerpo legislativo no tuvo autoridad ni uso hasta el año de 1348, que en las cortes de Alcalá publicó enmendado el rey D. Alfonso XI. Para que no hubiese en su admisión la resistencia que experimentó su bisabuelo, además de expresar que se habían corregido de su órden, hizo una ley que publicó en el ordenamiento de Alcalá, por la cual dio a petición de las cortes a las Partidas el último lugar de autoridad y fuerza legal, para juzgar por ellas los casos y cosas que no pudiese hacerse por los fueros Juzgo y Real, posponiéndolas también a los fueros municipales en cuanto estuviesen usados.

     «Estas leyes de las Partidas vienen a ser un código supletorio, para cuya admisión no podía haber excusa, porque no se derogaban los fueros, costumbres y leyes antiguas y fundamentales de España, antes expresamente se confirman. Si hubiese entre ellas algunas que fuesen opuestas a los fueros y usos, como de hecho hay muchas, quedaron sin virtud ni fuerza coactiva.

     »Entre las leyes de las Partidas se leen muchas que declaran la inalienabilidad absoluta de la jurisdicción y de toda especie de regalías de la corona...

     »Aunque algunos escritores entendieron que las leyes de las Partidas que permiten la enagenación de la jurisdicción y regalías contienen cierta contrariedad con las que quedan referidas, es de notar que la inalienabilidad expresada en las leyes que van copiadas, se funda en uso, fuero y antigua constitución de la monarquía.

     »De aquí se deduce no ser muy extraño hubiese entre las mismas leyes de Partida alguna antinomía: pues habiéndose formado este cuerpo en parte del Decreto y Decretales, parte, y la mayor, del Digesto, Código y Novelas de Justiniano, y parte de nuestras leyes, fueros, usos y costumbres antiguas, opuestas en varias cosas a las leyes romanas, como lo significa una ley del Fuero Juzgo, se deben conciliar estas leyes con las referidas, concediendo la enagenación de las villas, castillos, fortalezas, jurisdicción civil y criminal en primera instancia por la vida del rey concedente, a lo más hasta los nietos del donatario.

     «Las leyes de las Partidas siguieron en todo el espíritu y sentido que las visogodas, o del Fuero Juzgo, y lo establecido en nuestros concilios nacionales, cortes y leyes posteriores, declarando ser pacto y convención jurada con los reyes, desde que se fundó la monarquía, la inalienabilidad perpetua de las regalías.

     «No es pues creíble que el rey D. Alfonso el Sabio, autor de las leyes de las Partidas, ni los sabios de quienes se valió, las formasen contradictorias entre sí, y opuestas también a las del Fuero Real, que fueron establecidas por el mismo soberano. En todo caso deben explicarse en el punto de que se trata, con arreglo al sistema antiguo y constiticional de la monarquía, según su literal tenor y referencia.»

     Con estos presupuestos pasa el señor Campomanes al exámen o crítica de las leyes del ordenamiento de Alcalá.

     «Hasta ellas, dice, no se notó variedad en nuestra legislación en cuanto a la inalienabilidad e imprescriptibilidad de las regalías...

     »La adquisición de las jurisdicciones o señoríos por merced, empezó desde el reinado de D. Alfonso XI a ser más frecuente, y mayor el daño por las influencias que circundaron el gobierno de aquel magnífico rey.

     »Al estado decadente de la monarquía contribuyó estar al mismo tiempo extendido en España el estudio de la jurisprudencia romana en nuestras universidades literarias, introduciéndose también las opiniones de los doctores ultramontanos en ambos derechos, con ofensa de los fueros y leyes antiguas de la monarquía, que hacían a favor del real patrimonio y causa pública.

     »En estas universidades literarias, sobre las glosas de Acursio y Azon, tenían gran crédito en aquellos tiempos el cardenal Hostiense, el especulador, Guido de Baylo, los consejos de Oldrado, las anotaciones de Batolo, las obras de Juan Andrés, Dino de Villamera, y otros del siglo XIII y XIV.

     »En ellos se hallan opiniones, bien o mal deducidas de la jurisprudencia romana, que acomodaban mucho a las intenciones de los detentadores de las regalías. Entre estas opiniones, inadaptables a nuestro derecho español antiguo y constitucional, se leen en estos escritores, que los privilegios de los príncipes deben entenderse largamente. Que sus mercedes deben ser perpetuas. Y que hay derechos que se deben en reconocimiento del dominio universal.

     »De estas doctrinas extranjeras se dedujo la distinción de regalías en mayores y menores; intrínsecas y extrínsecas.

     »Este ha sido el origen de alterar el sentido de nuestras leyes fundamentales con grave perjuicio de la causa pública y de las regalías, como lo advertirá el que confrontase el texto de nuestros cuerpos legales con las opiniones y comentarios de Villadiego, Acevedo, Paz, y otros muchos letrados, que de ordinario prefieren las leyes romanas, y opiniones de los doctores al texto mismo que pretenden interpretar, y en realidad suelen enervar y dejar ineficaz. Por esta razón semejantes glosadores desatienden los fueros antiguos, las fórmulas, y los hechos históricos que habían de contribuir a dar el verdadero sentido y genuina inteligencia de nuestras leyes primitivas y constitucionales.

     »Este ejemplo y sistema trascendió a los demás jurisconsultos regnícolas, e influyó insensiblemente en los tribunales, y aun en la legislación misma, máximas desconocidas antes en el foro, causando perplegidad en las sentencias y decisiones, admitiendo las opiniones de los intérpretes extraños, sin diferencia alguna de los propios.

     »Las dos leyes referidas de las cortes de Alcalá de 1348, fueron efecto del ruego, persuasión, e instancia de los detentadores de regalías, contra lo que el mismo Sr. rey D. Alfonso XI había pactado y prometido en las cortes de Valladolid de 1325, petición 10, cuando se encargó del gobierno del reino, y en las de Madrid, pet.

     »Prescindirnos pues, por no dilatar demasiado esta alegación, de que siendo la materia sobre que recayeron las citadas leyes del ordenamiento de Alcalá de aquellas que el mismo soberano, sus predecesores y sucesores ofrecieron, y pactaron al tiempo de ser elevados al solio; y si la autoridad legislativa debe ejercitarse en derogar leyes, que son basa y fundamento de la prosperidad del Estado, opulencia del erario, y conservación del real patrimonio, dejando la especulación de estos puntos a otros que con más oportunidad deban examinarlos.

     »Nos reduciremos por ahora a deducir que aquellas leyes del ordenamiento de Alcalá de Henares deben entenderse de las donaciones y prescripciones causadas hasta entonces, y que habían adquirido mucha fuerza, durante la menor edad de aquel soberano, sin trascendencia a lo futuro, y tiempos subsecuentes, en cuya forma reciben una conciliación congrua las leyes generales, y las disposiciones particulares del ordenamiento de Alcalá de 1348.»

     De este mismo modo, y aun con más vehemencia discurría el Sr. D. Antonio Robles Vives, fiscal de S. M. en la chancillería de Valladolid, en sus memorias por el real patrimonio, y el concejo y vecinos de la villa de Dueñas, contra el conde de Buendia, duque de Medinaceli, sobre restitución a la corona de dicha villa, impresas en el año de 1777.

     Para su defensa proponía, y probaba los más principios siguientes.

     I. Que por el pacto nacional del establecimiento de la monarquía goda, se destinaron ciertos bienes para dote del Estado, con prohibición de separarse en propiedad del señorío del reino.

     II. Que de esta clase de bienes son las ciudades, villas, castillos, jurisdicciones y tributos.

     III. Que por lo mismo, nunca pasaron en propiedad, sino en feudo, a los vasallos singulares, y la jurisdicción de ningún modo.

     IV. Que de estos señoríos feudales hubo uno de la corona, consistentes en regalías, y casi propios de los príncipes, o ricos hombres, llamados tierra y honor; y otras de dominios particulares, llamados solariego, divisa y behetría.

     V. Que en los pueblos de estos señoríos ejercieron la jurisdicción los magistrados reales hasta los tiempos de D. Sancho el Bravo.

     VI. Que este derecho público del reino no se alteró por las leyes del ordenamiento de Alcalá, ni de la recopilación.

     Como el derecho de los grandes para continuar en la posesión de las mercedes regias se funda principalmente sobre el citado ordenamiento, se empeñó el señor Robles Vives más fuertemente en combatirlo, sin perdonar a sus autores, ni aun al mismo don Alfonso XI.

     «A la sombra, dice, de la contrariedad de leyes de las Partidas, se habían ido apropiando los nobles la jurisdicción de los pueblos que se les daban en tierra y honor. Ellos se fundaban en las nuevas leyes de Partida; y los pueblos que lo contradecían se fundaban en las antiguas que las Partidas tomaron de nuestros fueros. Al favor de esta disputa fueron los nobles ensanchando sus derechos en las tutorías de D. Fernando IV y de don Alfonso XI. Las turbaciones de aquellos reinados, desde los últimos años del rey D. Alfonso el Sabio, hasta las cortes que celebró en Alcalá don Alfonso XI, su biznieto, aumentaron tanto la prepotencia de los nobles y prelados, que no es extraño que hiciese en el ordenamiento que publicó en dichas cortes aquellas dos famosas leyes, en que decidió esta disputa, autorizando las usurpaciones, y destruyendo el patrimonio real.

     Sostiene que aquellas dos leyes fueron derogadas por su sucesor el rey D. Pedro: «Apenas, dice, se publicaron estas leyes quando murió el rey D. Alfonso XI. Su hijo y sucesor D. Pedro, publicó coordinado el Fuero viejo castellano aumentado con lo que juzgó conveniente de las cortes de Nájera, y del ordenamiento de Alcalá. En él no insertó estas dos famosas leyes. Y así, como último código, produjo la derogación de ellas. Quitó a los nobles y prelados este pretexto de despojar al patrimonio real, y guardo a los pueblos el derecho que les correspondía por el pacto nacional. ¡Quién sabe si sería esta la causa principal de la desgracia de este príncipe! Lo cierto es, que los mismos nobles y prelados, que ayudaron a destronarle, escribieron y publicaron su historia, pintándole con colores horribles, y suprimieron la que con arreglo a la verdad de los hechos escribió el obispo de Jaen D. Juan de Castro.» (192)

     Prueba también la degoración de aquellas leyes, con la declaración testamentaría de D. Enrique II. «Es verdad, continuaba, que su hermano y sucesor D. Enrique borró sus leyes, y cuantos monumentos podían perpetuar la memoria de este príncipe. Siguió política tan contraria, que su liberalidad puso en poder de los nobles y prelados más ciudades, villas, castillos, vasallos, y rentas del patrimonio real, que jamás pusieron juntos todos los antecesores; y resucitó con ellas los títulos de duque, marqués, etc. Las circunstancias pedían que así lo hiciese. Pero estando ya este príncipe a la muerte, ordenó aquella famosa ley, en que vino a declarar por heredamientos feudales dichas enagenaciones, limitando su goce y posesión a los descendientes legítimos de cada sucesivo poseedor, devolviéndolas en su defecto a la corona, con exclusión de los demás descendientes del primer adquirente, hasta de los hermanos del último poseedor.» (193) ¿Qué monumento más ilustre puede alegarse contra las citadas leyes del ordenamiento de Alcalá?

     Corrobora la justicia y observancia de aquella declaración testamentaria de D. Enrique con varios ejemplos de grandes estados, o señoríos devueltos a la corona, por haber muerto sin hijos sus poseedores, recogidos por el docto arcediano de Ronda D. Lorenzo de Padilla en sus Anotaciones a las leyes de España, y con otras leyes posteriores que se citarán más adelante.

     De todos estos fundamentos, deducía aquel autor, que las leyes del ordenamiento de Alcalá quedaron sin uso, y fueron revocadas por otras posteriores, que restablecieron el sistema primitivo y constitucional de tener por feudales o temporales todas las mercedes de bienes raíces, jurisdicción y tributos, aunque estuvieran concedidas cláusulas más amplias y absolutas de perpetuidad, censurando a los autores de la nueva Recopilación, por haber incluido en esta aquellas leyes derogadas.

     «Si estas perentorias reflexiones, dice, hubieran tenido a la vista los compiladores de la Recopilación, no hubieran insertado en este código dichas leyes. Porque la comisión que les dio fue para sacar, y colegir de todos nuestros antiguos códigos aquellas leyes que se conservaban en uso. Y no estándolo estas, como queda probado, su inserción en la Recopilación fue contra la intención de su magestad, y por consecuencia la confirmación de este código en cuanto a ellas, fue obrepticia, nula, y de ningún efecto; mayormente habiéndolas insertado con una alteración sumamente perjudicial a los derechos del rey y de los reinos, de que se convencerá el que se tome la pena de confrontarlas. Tampoco hubieran insertado las leyes posteriores sin declarar su sentido, y desterrar la confusión que presentan al que carezca de los principios de nuestra jurisprudencia feudal. Pero la ignorancia de nuestras antigüedades, el poco estudio de nuestras leyes patrias, y la deferencia ciega a las extranjeras de Justiniano, y a sus glosadores, han hecho que se hayan juzgado, y juzguen por dichas leyes de Alcalá los pleitos de reversión a la corona, en ofensa de un derecho indeleble del rey y del reino, derivado de un pacto nacional, a que están ambas partes eternamente obligadas, mientras un pacto contrario no rompa este nudo santo...»



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Capítulo XIV

Continuación del sistema del señor Robles Vives. Su impugnación

     No satisfecho el señor Robles Vives de haber impugnado las dos leyes del ordenamiento de Alcalá con los argumentos referidos, quiso también probar que no solamente habían tenido contra sí la voluntad de los reyes anteriores y posteriores, sino la potestad de su mismo autor D. Alfonso XI.

     Intenta persuadir esta paradoja por dos medios. Porque las citadas leyes fueron interpretación de una duda afectada sobre la inteligencia de una ley fundamental. Y porque aun cuando tal duda hubiese sido racional, no podía resolverla por sí solo el rey D. Alfonso.

     «A quien corresponda, dice, la interpretación de cualquiera ley fundamental de una nación, es punto, y resolución del Derecho público, cuyo estudio ha sido siempre en España muy escaso, por haber ocupado nuestras escuelas el imperio de Justiniano y de las Decretales. Este derecho público de que tratamos, es aquel derecho inmortal que Dios, como autor suyo, estampó en el corazón del hombre por medio de la razón recta. Por este se obligan unos hombres a otros en el estado natural, y en el estado social unas naciones o gentes a las otras, tomando entonces el nombre de Derecho de las gentes. Por este derecho, en fin, pactan los hombres vivir en sociedad, y se sujetan al imperio de uno o más, con condiciones o sin ellas. Y este sumo imperante se sujeta también a la observancia de este pacto social. Respecto de este pacto solo Dios es juez, los demás contrayentes son iguales. Si son iguales, ¿quién ha de interpretar cualquiera duda que ocurra en su sentido?»

     Resuelve esta duda con la opinión de Cristiano Wolffio, quien negando la facultad de interpretar las leyes fundamentales, tanto al legislador, como al pueblo, decide que en caso de duda, deben estas determinarse por transacción, o composición amigable de árbitros nombrados por una y otra parte.

     «Si el rey D. Alfonso, continúa, no tuvo facultad para interpretar por sí solo la ley fundamental de nuestra constitución social sobre la enagenación de regalías, ¿cómo se ha de borrar la intrínseca nulidad que contienen sus dos leyes de Alcalá? ¿Qué prescripción? ¿Qué potestad? ¿Qué tiempo podrá preponderar al poder divino, que condena esa interpretación? Y si esto es así en el caso (que negamos) de haber habido duda verdadera, ¿qué diremos habiendo sido aparente y afectada, por no haber en nuestros antiguos fueros contradicción ni ambigüedad alguna en este punto, y no deberse contar con la que producían las leyes extranjeras, que las Partidas nos querían introducir?»

     A la objeción que puede hacerse, de que aun cuando fuese cierta esta doctrina, la referida interpretación no lo fue solamente de D. Alfonso, sino de todo el reino junto en cortes, intenta satisfacer de esta manera.

     «Podráse decir, que de cualquier suerte que se considere aquella declaración, ella logró toda su eficacia, por haberse ejecutado en cortes con consentimiento de los reinos. Es cierto, que si el rey y los reinos hubieran concurrido a la formación de dichas leyes, serían un pacto nacional contrario al de nuestra primitiva constitución, que autorizaría las enagenaciones en cuestión. Pero nada hay más falso que este concurso y consentimiento de los reinos.

     »Lo primero, porque aquellas cortes no fueron generales, y por lo mismo no concurrieron a ellas todos los reinos por medio de sus procuradores; y solo fueron convocados los de las ciudades de Castilla, Toledo y Andalucía. Y siendo el asunto perteneciente a todos los reinos, se debió tratar con todos; y cuanto sin su consentimiento se hizo es tan nulo, y de ningún efecto, que nadie podrá dudar esta verdad.

     »Lo segundo, porque es necesario saber que en las cortes se hacían dos géneros de leyes: unas a suplicación de los reinos, las cuales otorgadas por el rey, se compilaban en un cuaderno, que llemaban Ordenamiento de suplicaciones, y otras que el rey ordenaba y promulgaba en las mismas cortes de propio motu, a cuyo código llamaban Ordenamiento de leyes. Y aunque a las primeras de aquellas se les quiera dar fuerza de pactos nacionales, por concurrir a su formación el consentimiento del rey y de los reinos, no puede decirse esto de las segundas por la contraria razón. En las cortes de Alcalá se hicieron leyes de ambas especies. Véase en ellas como no se hallan las dos de que tratamos en el cuaderno de suplicaciones, sino en el ordenamiento de las leyes. Concluyamos, pues, que aun cuando en dichas cortes hubieran concurrido los procuradores de todos los reinos de la nación, no se probaría su concurso a la formación de dichas dos leyes, siendo el ordenamiento y no del cuaderno de suplicaciones...»

     Si el Sr. Robles Vives hubiera reducido sus memorias a probar que las leyes citadas del ordenamiento de Alcalá eran contrarias a nuestra constitución primitiva; que fueron sugeridas por la prepotencia de los grandes; y que se revocaron por otras posteriores, exornándolas con alguna erudición oportuna y bien coordinada, fuera más nerviosa su defensa. Pero lejos de haber corroborado el derecho del real patrimonio con la última parte de sus memorias, debilitó mucho la fuerza de su alegación, proponiendo una doctrina problemática, peligrosa, nada necesaria, y que más bien añadía confusión que claridad a la justicia de su causa.

     Es imaginario y falso el supuesto y exajerado pacto social acerca de la reversibilidad de bienes regios enagenados a la corona. El que se hubiese acostumbrado en la monarquía gótica, y muchos siglos después a aquella reversión, no es suficiente motivo para creer que fue en virtud de un pacto expreso, a no ser que quieran llamarse también pactadas, e irrevocables todas las leyes de aquellos tiempos, promulgadas en los concilios o juntas generales, y sancionadas con la larga observancia de muchos siglos.

     Las leyes pertenecientes a la defensa de la vida y satisfacción de los agravios personales, son mucho más interesantes y fundamentales que las que solamente versan sobre la propiedad. En la monarquía gótica todos los ciudadanos tenían un derecho legal para vengarse por sus mismas manos, o las de sus parientes, con la pena del talión, o de composiciones pecuniarias. Estas leyes estuvieron sancionadas con la universal y larga observancia de muchos siglos. Si sobre alguna materia pudo recaer un pacto social, ninguna más esencial que la de tales derechos. Sin embargo aquellas leyes se anticuaron, modificaron, y revocaron por otras posteriores, promulgadas por nuestros soberanos sin las solemnidades y requisitos deseados por el señor Robles.

     La reversibilidad de los bienes feudales bien analizada no es más que una modificación del derecho de testar y de heredar. La testamentifacción es un derecho puramente civil, sujeto en su ejercicio a las modificaciones que tengan por convenientes los legisladores. Se ha demostrado (194) que los godos primitivos no conocían los testamentos. Que los aceptaron a ejemplo de los romanos. Y que su otorgamiento fue muy vario, según los tiempos. Que iguales, o muy semejantes variaciones se acostumbraron acerca de la posesión y herencias de los feudos, siendo al principio temporales y amovibles; luego vitalicios; después hereditarios hasta determinados grados; y últimamente perpetuos en ciertas líneas o familias: y esto no sólo en España, sino en toda Europa.

     Si es falso y quimérico el pacto social acerca de la reversibilidad de los bienes regios a la corona, todavía es más falsa y peligrosa la doctrina que niega a nuestros soberanos la potestad de interpretar las leyes fundamentales. Sea cual fuere la de Wolffio y otros publicistas, en nuestra constitución antigua y moderna no se ha reconocido más intérprete de las leyes que el soberano, aconsejado de los prelados y grandes en los primeros tiempos, y en los últimos de ministros de su confianza.

     «Dubdosas seyendo las leyes, por yerro de escritura, ó por mal entendimiento delque las leyese, porque debieren de ser bien espaladinadas, é facer entender la verdad de ellas; esto non puede ser por otro fecho, sino por aquel que las fizo, ó por otro que sea en su logar, que haya poder de las facer de nuevo, é guardar aquellas fechas, dice la ley 14 tít. 1 de la part. 1 con la que concuerdan todos nuestros códigos.» (195)

     También son falsos o impertinentes otros hechos y reflexiones con que intentó apoyar su peligrosa doctrina. El que fuesen distintos los ordenamientos de leyes y los de suplicaciones, no quita que unos y otros tuvieran la misma fuerza legal, consistiendo únicamente la diferencia en el modo de su promulgación, semejante a la que había entre las leyes, rescriptos y senatus-consultos romanos, y la que hay actualmente entre los reales decretos, pragmáticas, cédulas, y autos acordados del consejo, que aunque se diferencien entre sí, y tengan alguna mayor fuerza, según su más o menos solemnidad y gravedad de la materia sobre que recaen, no por eso carecen de la necesaria para obligar generalmente a su observancia.

     Más impertinente y falsa es la observación de que las cortes de Alcalá no fueron generales. Ortiz de Zúñiga dice expresamente que fueron cortes generales. (196) Y aunque el Arcediano Padilla, en quien se fundaba el Sr. Robles, dice que lo fueron solamente de los reinos de Castilla, Toledo y Andalucía, añade después, (197) que en las de León celebradas el año siguiente de 1349, se le pidió la extensión de las leyes, fueros, gracias y mercedes hechas a los demás reinos en las de Alcalá de Henares, y se le concedió a aquel reino, y el de Galicia.

     ¿Pero qué mayor prueba puede desearse de que las leyes del citado ordenamiento fueron generales, que la aprobación del rey D. Pedro? «Bien sabedes, decía, (198) en como el rey D. Alfonso mio padre, que Dios perdone, habiendo muy grant voluntad, que todos los de su sennorío pasasen en justicia, é en egualdat, é que las contiendas, é los pleytos que entre ellos fueren se librasen sin alongamiento, é los querellosos pudiesen mas ayna alcanzar cumplimiento de justicia, é de derecho, que fizo leys muy buenas, é muy provechosas sobre esta razón, et fizolas publicar en las cortes que fizo en Alacalá de Henares... Porque vos mando que usedes de las dichas leys, é las guardades segun en ellas se contienen así en los pleytos que agora son en juicio, como en los pleytos que fueren de aquí adelente.»

     Sin embargo de estos errores, las Memorias del Sr. Robles Vives son muy apreciables. Hasta ellas no se había impreso en España ninguna obra tan luminosa sobre el gobierno feudal. Y la urgencia con que debió presentarla hace más disculpable sus defectos.



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Capítulo XV

Mercedes Enriqueñas. Prudente política de D. Enrique II. Restricciones en la perpetuidad de los feudos.

     D. Enrique II, siendo conde de Trastamara, aprendió a reinar en la docta escuela de las desgracias. Perseguido por su hermano el rey D. Pedro, tuvo que refugiarse en Francia, y hacerse vasallo del rey D. Juan, quien le dio el condado de Cessenon en la provincia de Languedoc, y como tal vasallo sirvió a aquel rey en la guerra contra los ingleses. (199)

     En aquella y otras adversidades se formó su gran política, con la cual supo fomentar desde lejos, y conservar en España un partido poderoso; entrar en ella con un ejército de extranjeros y naturales, y coronarse en Calahorra; sobrevivir a su derrota en la batalla de Nájera, interesar más a la Francia en esta situación apurada con un estrecho pacto de familia; dar otra batalla en el campo de Montiel, vencer y matar a su enemigo, y reinar después con mucha prosperidad.

     Bien se ve que estas empresas eran sumamente difíciles, pero todas supo vencerlas la discreta política de D. Enrique, muy diversa de la de su hermano. Este, habiendo heredado una monarquía muy vasta, y recogido grandes tesoros, (200) por su inconstancia, extremada severidad y poca religiosidad en el cumplimiento de sus palabras, tenía muy descontentos a sus naturales, y poco gratos a sus aliados, como puede comprenderse por la conducta que observó con los ingleses.

     Había pactado con el príncipe de Gales que viniera a auxiliarle con un ejército, ofreciendo pagar bien las tropas, y entregar al príncipe el señorío de Vizcaya, y a su condestable Mosen Juan Chandos la ciudad de Soria. Dióse con aquel socorro la batalla de Nájera, de la cual salió completamente derrotado D. Enrique. Tratóse luego de acabar de pagar las tropas inglesas, y cumplir al príncipe y condestable lo pactado. Pero nada tuvo efecto. (201) El inglés se salió de Castilla muy despachado, y con firme propósito de no ayudar más al rey D. Pedro, (202) habiéndole dado antes este consejo. «Señor pariente: á mí parece que vos tenedes maneras mas fuertes agora para cobrar vuestro regno que tovistes quando teniades vuestro regno en posesion, é le registes en tal guisa, que le ovistes a perder. É yo vos consejaria de cesar de facer estas muertes, é que buscasedes manera de cobrar las voluntades de los señores, é caballeros, é fijos-dalgo, é cibdades, é pueblos de este vuestro regno; é si de otra manera vos gobernaredes, segun primero lo faciades, estades en gran peligro de perder el vuestro regno, é vuestra persona, é llegarlo a tal estado que mi señor, é padre el rey de Inglaterra, ni yo, aunque quisiésemos, non vos podríamos valer.» (203)

     Al contrario D. Enrique, fiel en sus palabras, constante en sus tratados y franco con todos los que le servían, supo granjearse buenos amigos, que es el mayor tesoro que puede apetecerse. Las grandes empresas y servicios exigen grandes estímulos y recompensas; y careciendo el conde de Trastamara de dinero, alhajas y tierras con que pagar y premiar dignamente a sus aliados y vasallos, procuró contentarlos como promesas y donaciones de bienes que aún no poseía cuando se declaro rey en Calahorra el año 1366.

     «É fuego, dice la Crónica, (204) los que allí venian con él le demandaron muchos donadíos é mercedes, en los regnos de Castilla é de Leon; é otorgógelos de muy buen talante, ca asi le cumplia que aun estaba por cobrar... É el Rey D. Enrique rescibiólos muy bien á todos los que á él vinieron, é otorgóles todas las libertades, é mercedes que le demandaban, en manera que á ningund ome del regno que á él venia no le era negada cosa que pidiese.»

     Afirmado en el trono, a otra política menos sábia que la de D. Enrique II, no le faltaran en tales circunstancias motivos razonables para dejarse pagar sus deudas, y suspender o moderar sus mercedes. Pero aquel rey conocía bien a los hombres, y la importancia de la liberalidad, crédito y buena fé de los soberanos.

     «Pertenece á los reyes, decía, de facer muy grandes mercedes, señaladamente á los que lealmente les sirven, y que sean duraderas para siempre, porque maguer los hombres son adecuados con los reyes por la naturaleza, é señorio que han con ellos de les facer servicio, é servir lealmente, pero adeudarlos han aun mas faciendoles bien é merced, porque cabo adelante hayan mayor voluntad de les servir, é de los amar, é pensar, é catar por su vida, é honra, é servicio.» (205)

     Tal era la política de D. Enrique II, por la cual, no obstante que las cortes le pidieron la renovación de aquellas mercedes hechas en circunstancias tan apuradas, no quiso condescender con sus peticiones, ofreciendo solamente ser más moderado en adelante.

     «Á lo que nos pidieron por merced, decía en las cortes de Toro del año de 1371, que fuese la nuestra merced de guardar para nos, é para la nuestra corona de los nuestros regnos todas las cibdades, é villas, é lugares, é fortalezas, segund que el Rey nuestro padre, que Dios perdone, lo otorgó, é prometió en las cortes que fizo en Valladolid, despues que fué de edat, é que las tales cibdades, é villas, é lugares, é castillos, como estas que las non diesemos á ningunos, é las que habemos dado que las tornasemos a la nuestra corona de los nuestros regnos, é que de aquí adelante que fuese la nuestra merced de las non dar ni enagenar dotras partes. -A esto respondemos, que las villas, é lugares que fasta aquí habemos dado á algunas personas, que se las dimos por servicios que nos ficieron; mas de aquí adelante nos guardarémos quanto pudiesemos de las non dar, é si algunas dieremos, que las darémos en manera que sea nuestro servicio, é pro de los nuestros regnos.» (206)

     Con tan discreta política, no obstante sus inmensas donaciones y los grandes apuros del erario con que empezó a reinar, encontró a poco tiempo recursos para acabar de pagar sus deudas, (207) sujetar a los sediciosos, vencer a los portugueses, navarros y aragoneses; fundar la audiencia real de letrados con grandes sueldos a sus ministros, y a la autoridad competente para hacer más respetable la justicia; (208) fomentar la marina y hacer grandes presas a los ingleses; socorrer al rey de Francia, y meditar el juicio plan con que acabara de arrojar a los moros de toda la Península, si su temprana muerte no lo trastornara.

     «Fué su muerte muy plañida de todos los suyos, dice la Crónica abreviada de aquel Rey, (209) é non sin razón, ca pues tenia sus paces, é tratos, é casamientos, é sosiegos fechos en Francia, é Portogal, é Aragon, é Navarra, de fecho trataba, é lo mandaba ir guisando, que si viviera era su intención de armar gran flota, é tomar la mar del Estrecho a Granada. É despues que él toviese tomada la mar que de allende non se pudiesen ayudar los moros, facer en su regno tres quadrillas, una él, é otra el infante D. Juan, su hijo, é otra el conde D. Alfonso, su hijo. É en su quadrilla que irian tres mil lanzas con él, é quinientos ginetes, é diez mil omes de pie; é en las otras quadrillas cada dos mil lanzas, é cada mil ginetes, é cada diez mil omes de pie: é entrar cada año tres entradas, de quatro á quatro meses, é andar todo el regno, é non cercar logar, más falcar quanto fallaren verde. É que irian las quadrillas de guisa, que en un dia se pudiesen acorrer, si tal caso recreciese: é despues salir á folgar á Sevilla, é Cordoba, é otro logar do tenían sus bastecimientos. Que desta guisa, fasta dos ó tres años le darian el regno por pura fuerza de fambre, é faria de los moros quanto quisiese.»

     Un rey tan discreto y esperimentado, no podía dejar de penetrar los inconvenientes y gravísimos daños de las enagenaciones perpetuas de bienes de la corona. Los conocía en efecto, y deseaba remediarlos; y así lo ofreció en las citadas cortes de Toro. Pero temió justamente que de revocar o restringir sus mercedes, podrían renovarse los resentimientos, discordias y parcialidades de los nobles que tanto habían afligido a la monarquía en los reinados anteriores, y que con esto podría frustrarse su gran preyecto de dominar en el mar, y acabar de sujetar a los mahometanos.

     Estas consideraciones y la corta duración de su reinado, le impedirían la reforma de la perpetuidad absoluta de los feudos que tenía meditada. Pero ya que no pudo decretarla con una ley solemne por las indicadas circunstancias, la dejo encargada y mandada en una cláusula de su testamento, que es el siguiente.

     «Otrosi: por razon de los muchos, é grandes, é señalados servicios que nos ficieron en los nuestros menesteres los periados, condes, é duques, é marqueses, é maestres, é ricos-homes, é infanzones, é los caballeros, é escuderos, é cibdadanos; así los naturales de nuestros regnos, como los de fuera dellos, é algunas cibdades, villas, é logares de los nuestros regnos, é otras personas singulares, de qualquier estado ó condición que sean, por lo qual les ovimos de facer algunas gracias é mercedes, porque nos lo habían bien servido, é merescido, é que son tales, que lo serviran é merecerán de aquí adelante, por ende mandamos á la Regna, é al dicho Infante, mi fijo, que les guarden, é cumplan, é mantengan las dichas gracias é mercedes que les ros ficimos, é que se las non quebranten, nin menguen por ninguna razón que sea: ca nos gelas confirmamos, é mandamos guardar en las cortes que ficimos en Toro: pero que todavia las hayan por mayorazgo, é que finquen en su fijo legítimo mayor de cada uno dellos, é si morieren sin fijo legítimo, que se tornen los sus logares del que así moriere á la corona de los nuestros regnos.»

     Esta declaración de las mercedes Enriqueñas, se observó también en otras posteriores, como puede verse en el privilegio de donación de la villa de Aguilar de Campos hecha por Don Juan I al primer almirante D. Alfonso Henríquez en el año de 1389. (210)

     «Facemos merced á vos el dicho Alfonso Henriquez que sea mayorazgo en tal manera, que la dicha villa de Aguilar, con todo lo que dicho es, que la hayades, é tengades vos el dicho Alfonso Henriquez, é los dichos vuestros fijos propiamente para siempre jamas; é despues de vuestro finamiento que lo haya, é herede el vuestro fijo mayor varon que fuere nacido de vuestra muger legítima de legítimo matrimonio, é si fijo varon non ovieredes, que lo haya, é herede vuestra fija mayor legítima de legítimo matrimonio... é por esa misma orden, é por esos mismos grados lo hayan, é hereden los descendientes del nieto ó nieta de vos el dicho Alfonso Henriquez... en guisa que nunca torne en ninguno de los transversales del dicho fijo ó fija que á la dicha villa de Aguilar heredaren en la manera que dicha es. É á fallecimiento de los dichos fijos ó fija, ó nieto ó nieta de vos el dicho Alfonso Henriquez, é descendientes dellos, que la dicha villa de Aguilar que torne á la corona real de los nuestros regnos.»

     Es muy reparable que en el instrumento de una donación hecha para siempre jamás, y con otras cláusulas las más espresivas de dominio y propiedad absoluta, (211) se pongan luego tales restricciones.

     El señor Campomanes satisface a este reparo, probando que tales cláusulas generales se limitan y circunscriben por las particulares, porque de otra suerte, dice, se incidiría en el inconveniente de que fuesen contradictorias y perplejas estas disposiciones, o habría redundancia de palabras que no es admisible en los privilegios.

     No se necesitan otros argumentos para corroborar esta sólida doctrina, cuando la historia demuestra claramente que esta era inteligencia que se daba a las mercedes Enriqueñas en los tiempos inmediatos a su autor, y que por más amplias y absolutas que fueran las cláusulas de perpetuidad, se entendían limitadas y restringidas, conforme a la citada declaración testamentaria.

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