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ArribaAbajoCapítulo V

La vida social


Quiénes fueron los colonos del partido.- Algunas de sus ideas, su religiosidad, educación moral.- Choques y rivalidades entre vecinos.- Abusos de funcionarios.

A la región del Maule, desde los primeros años de la Conquista hasta fines del siglo XVII (1673), se le consideró como una zona de guerra, esto es, un lugar inseguro para la vida social, inestable para el cultivo y la crianza de ganados. Las continuas incursiones y escaramuzas de los indios, exponían a una completa destrucción todo esfuerzo humano. Bien claro se vio con los alzamientos de 1600 y 1655.

Considerada como una frontera de guerra, constituyó un lugar de sacrificios y penurias. Nos bastará citar el caso del destierro que sufrió a esa región el mestizo Rodrigo de Osses, por el delito de robo.

Sin embargo, ésta fue una situación transitoria, y sólo duró los primeros cincuenta años de la conquista. Al comenzar el siglo XVIII la situación era muy diversa y se principiaba a encontrar en esos valles instalados muchos honorables hogares de viejos castellanos, que venían a descansar de las fatigas de la guerra en las apacibles labores de la agricultura.

Estos colonos eran de un espíritu esencialmente cristiano y piadoso, sus preocupaciones por las obligaciones religiosas gravitaban poderosamente en su actividad y en su vida.

Los curatos de Loncomilla, Cauquenes, Perquilauquén y Maule, servían de punto de reunión en las festividades religiosas. A veces estas iglesias quedaban a gran distancia de sus estancias, pero ello no constituía un obstáculo para emprender largas y fatigosas caminatas.

Los vecinos más pudientes tenían capillas en sus tierras donde se celebraban los oficios divinos, y se rendía culto a sus santos familiares. Estas pequeñas capillas u oratorios servían también como tumba de los miembros de la familia.

Los vecinos más opulentos dieron muestras de su religiosidad con magníficas donaciones a las congregaciones religiosas. Podemos citar el caso de la rica donación que hizo de sus tierras a los agustinos, el capitán Juan Álvarez de Luna y de la Cruz, constituida por las estancias de San Francisco de Panqueco, Pencahue, Guiñamávida, situadas entre los dos ríos Claros, donadas por escritura fechada en su estancia de San Francisco de Panqueco, el 19 de mayo de 1628, y ratificada en su testamento otorgado en Pichinguileo en 31 de octubre de 1647. Iguales donaciones hicieron el capitán don Gil de Vilches y Aragón de sus ricas tierras del Talcamo (Talca), en su testamento a favor de la mencionada comunidad, y don Asme de Casanova de sus bienes de Pichinguileo. El gran estanciero de Catentoa, don Jerónimo Flores de León, donó las tierras de Longaví a los jesuitas.

* * *

El estado cultural no era de un atraso absoluto. La mayoría de los capitanes, vecinos, moradores, estantes, y aún los humildes mestizos sabían firmarse, los más leer y escribir, la excepción la constituía desconocer estos rudimentos de cultura. Las damas principales sabían firmarse. Podemos citar entre ellas a doña Feliciana Fernández de Villalobos y a doña Elena de Bruna.

La educación la adquirían en las escuelas de primeras letras de Santiago, Chillán, Concepción. Los frailes o clérigos prestaron un servicio importante en este sentido, tomando a los miembros de sus familias bajo su dirección para enseñarles estos rudimentos de cultura.

Los conocimientos militares o políticos, los necesarios o rudimentarios para la práctica gubernativa y militar, se adquirían en la larga experiencia de la guerra o en los servicios civiles, que principiaban en la asesoría del corregidor, como sus tenientes, y terminaba con este cargo.

Comúnmente se habla en los documentos de la época, de hombres letrados y doctos, a los cuales se recurría en caso de duda y en los peritajes de cualquier naturaleza que se ofrecieran.

La moral de estos criollos fue rígida e inflexible, apegadas al dogma católico. Éste es el aspecto general. Mas, familias enteras desarrollaron su existencia durante varias generaciones en el oprobio y la maldad. Podemos citar a los Osses, cuyo fundador, Rodrigo de Osses, mestizo, llegó a las riberas del Maule, desde Concepción, junto con su cuñado Hernando Quixada, desterrados por haber cometido varios robos en esa ciudad. Aquí continuó desarrollando sus maldades:

«Entró -dice un documento- al pueblo de Mataquito, sin temor de Dios ni de la Real Justicia, y sacó de él a la fuerza nueve indios, además una mujer india con sus cuatro pequeñuelos, arriando este piño, encontró en el camino a un indiecito pastor, al cual también aprisionó, desbandándole sus rebaños».



Este mestizo fiero y ambicioso, dominado por la rapacidad, incautó a don Gregorio Saavedra un título de dos mil cuadras de tierra. Lo guardó toda su vida y estando próximo a morir llamó a su hijo Diego de Osses y le encargó lo restituyese a sus legítimos dueños para descargo de su alma... Su sucesor no lo hizo y lo guardó tan oculto como pudo mientras perecían de miseria sus legítimos dueños. Su hijo Juan de Osses, nieto del fundador de esta familia, lo heredó como bienes de sus mayores y aún lo conservaban en 1670, año en que pleiteaban los Saavedra.

Otro miembro de esta familia fue doña Juana de Osses, hija de Antonio Hernández de la Puebla y de Agustina Sánchez de Osses, que fue amante del capitán don Jerónimo de Bahamonde y Guzmán, vecino de Santiago por 1650, del cual tuvo cuatro hijos, entre ellos a María Bahamonde. No pudiendo ésta resistir los maltratos de su madre, se refugió en casa de don Antonio de Escobar y Guzmán, a donde «llegó con el cuerpo desollado a azotes y con una señal en la garganta de habérsele querido ahorcar». Los documentos de la época dicen que María «era altiva y mal acondicionada».

Si esta familia Osses se caracterizó por su vida desordenada, hubo en cambio otras que mantuvieron una actitud austera y digna. Entre ellas podemos citar a los Gaetes, cuyo origen se remontaba a la conquista y cuya fortuna y posición social era una de las más elevadas del país. Hemos visto y analizado la figura del corregidor de Concepción en 1655, don Francisco Ortiz de Gaete y Agurto. Su actuación en los acontecimientos de ese año y su muerte ocurrida en las cárceles de Lima, «que fue una noticia notoria en el reino» y todos los padecimientos que sufrió en el alzamiento general de esa época, le dieron indiscutible relieve.

Celosa de sus fueros, no perdonó jamás esta familia, principalmente su esposa, la orgullosa doña Mencia de Mier y Arce y Fernández Gallardo (señora que en aquel siglo tenía abolengos conocidos y notorios, pues era sobrina nieta de doña Mayor Páez Castillejo, la santa, apodada así por sus grandes virtudes y visiones místicas) que alguno de sus descendientes siguiera otros rumbos que no fueran los de la nobleza y dignidad que habían seguido sus abuelos.

Sin embargo, en sus últimos años experimentó amarguras que acibaron sus existencia. Su nieta doña Antonia de Gaete y Bravo de Naveda, según sus propias palabras, «se entregó desenfrenadamente antes de los 25 años a la sensualidad, de cuyo ejercicio tuvo un hijo y aun otro antes de casarse, como se casó muy desigualmente (casó con Cristóbal Ortiz de Valderrama) y a disgusto de sus padres, por cuya razón la separó totalmente de sus bienes, como miembro podrido que intenta corromperlo todo».

Así se expresaba esta anciana de 84 años (1626-1710) en sus últimas disposiciones. Inflexible en su austeridad, el dolor no la arrastró al perdón ni a la piedad.

Los largos litigios que sustentaron estos pobladores son reveladores de algunos conceptos en que se tenían unos a otros. Así de Juan López de Castilla se decía en 1641 que era «un hombre fácil y desmemoriado»; de Bartolomé de Burgos, mestizo, hombre que no decía la verdad y hablaba mal de todo el mundo»; de Andrés de Alegría, mestizo, «casado con india, pobre y que vivía de limosna»; de Juan de Mendoza y Álvaro de Cereceda para dar testimonio a sus abusos se decía en 1699, que «estaba bandalizado en todo», de don Juan Miguel de Opazo, «no ser de la viveza, actitud y vigilancia que se requiere» para desempeñar un puesto de Superintendente de la Huerta.

Repugnante fue para toda la gente de bien aquel individuo que no trabajaba y pasaba su tiempo vagando de un punto a otro. Estos eran los vagamundos o vagabundos, casta detestable que se miraba con gran desprecio, considerándolos como peligrosos, capaces de toda maldad. Las autoridades administrativas los perseguían tenazmente. Hombres flojos, generalmente mestizos o indios fugitivos, temerosos de ser perseguidos por sus amos, fueron el elemento más señalado para formar las bandas de forajidos.

Cruzaban los valles robando, saqueando y sembrando la intranquilidad en las casas y moradas de los que luchaban por una vida honesta y honrada.

* * *

Animosos, valientes y abnegados en la adversidad, casi carecieron de vicios estos colonos. La sencillez de su vida, aislados en sus posesiones, la soledad y la sencillez de sus costumbres los inclinaba al cultivo de su suelo como una preocupación predominante.

Mas, si el vicio no logró cruzar los umbrales de los solares de las familias nobles, rivalidades fuertes y tenaces surgieron entre ellas.

La riqueza y el poderío hicieron nacer muy pronto las rivalidades entre las familias coloniales. Desde los primeros años se formaron grupos de las más ricas y poderosas, por su fortuna y situación social, y que se afianzaron por alianzas entre ellas.

Ricos como fueron los Álvarez de Luna, los Vilches, los Flores de León, los Gaete, los de la Barra, los Bravo de Villalva, los Núñez de Guzmán, debían sustentar una verdadera supremacía al lado de aquellos que sólo poseían su «caballo ensillado y espada, para servir a Dios y a su Rey».

Al nacer el poderío de unos, surgieron las emulaciones y rivalidades, a que es tan propicia la raza española.

Motivos insignificantes separaban a familias enteras por varias generaciones; pleitos por deslindes de sus posesiones, paso de animales a otras estancias, rivalidades de hidalguía, en fin, mil motivos de orden económico, social y psicológico.

Como ejemplo de rivalidad entre vecinos de las riberas del Maule podemos citar las largas contiendas que sostuvieron la familia de Álvarez de la Guarida con las de García de Neyra. Por los años de 1638 a 40, fecha en que ocupa el puesto de corregidor del Maule don Andrés García de Neyra, principia el encono entre estas dos familias.

Juan Álvarez de Guarida, valiente capitán de las guerras de Arauco, y ahora pacífico morador de las riberas del Maule, tenía una buena estancia, con sus casas y buenos centenares de animales, que constituían toda su fortuna. Este capitán tuvo que sufrir todas las arbitrariedades del atropellador encomendero de Huenchullami. Un día, aprovechándose que no estaba don Juan en sus posesiones, se introdujo en ellas don Andrés acompañado de varios de sus secuaces y servidores, arrió varios animales, cercó las casas, se apoderó de ellas, llevándose un buen botín y a la esposa de don Juan, doña Isabel Rodríguez, a la cual retuvo en su casa. No pudo tolerar el caballero Guarida tamaño ultraje, se la quitó con la fiereza y ocurrió a la Real Audiencia a pedir «remedio de semejante agravio». Esa agresión no era más que una venganza de García de Neyra. Éste había sido vencido en singular combate por don Juan Álvarez y sólo salvó su vida gracias a la intervención oportuna de su cuñado don Gil de Vilches. Los hechos se habían desarrollado así: En las festividades de una Semana Santa, en el convento de los agustinos, en la ribera del Maule, concurrió a ellas don Juan Álvarez de la Guarida, acompañado de un sirviente llamado Juan Pani. Este indio había raptado una simpática indiecita del servicio del encomendero de Huenchullami. La «pieza cobriza» le hacía falta a don Andrés García de Neyra, éste sabía que el sirviente de don Juan se la tenía escondida, y esperaba la ocasión de pedirle cuentas. Estando en el interior de la iglesia oyendo los oficios divinos el caballero Guarida, llegó a los alrededores del templo don Andrés García de Neyra, con el propósito de cumplir con sus deberes religiosos, pero no hizo más que divisar al indio Pani, y se apoderó de él, y arrastrándolo a una quebrada próxima a la iglesia lo amarró y principió a dar de palos:

«Le dio -dicen los documentos- muchos mojicones, los descalabró e hizo otros malos tratamientos».



A los gritos del infeliz, salió don Juan a su defensa sosteniendo con Neyra una ruda lucha a espada. Al ruido de las armas y alharaca de los indios salieron los demás caballeros de la capilla, entre ellos el corregidor, que lo era don Gil de Vilches, el cual al ver la difícil situación de su cuñado, «alzó vara de corregidor y pidió obediencia», reduciendo en virtud de su poder a la impotencia a Guarida.

La cordialidad no podía continuar entre estas dos familias. La orgullosa de García de Neyra, que contaba en su seno a don Gil de Vilches, uno de los personajes de la época en el partido, gran protector de los agustinos, que fueron sus herederos, siguió hostilizando a Guarida casi de una manera sistemática.

Ya se había utilizado el poder civil, la «vara de corregidor» de su cuñado, ahora iba a mezclar a Guarida en un asunto que pudo tener fatales consecuencias. Cuñado de don Andrés García de Neyra lo era el Dr. Diego de Valdivia, cura de la doctrina de Maule, quien exigió de don Juan de la Guarida le entregase el tributo de sus indios, a lo que se excusó diciendo que no eran indios tributarios sino sus esclavos. Indignado el clérigo recurrió a la excomunión.

Es de imaginar por un instante la triste situación en que se halló el caballero Guarida. Mas sus angustiados días no se prolongaron por largo tiempo. Al visitar la diócesis fray Gaspar de Villarroel, Obispo de Santiago, acudió presurosamente Guarida a besar sus insignias y a pedirle justicia. El Obispo escuchó tan justo reclamo, levantó la excomunión y «reprendió severamente a Valdivia».

Estos agravios, y la humillación de su cuñado el Dr. Valdivia, movieron a don Andrés García de Neyra a asaltar la estancia de don Juan y raptarle su esposa, atentado que lo ponía en manos de la justicia, pues había cometido un grave delito y quebrantado el juramento que hizo al hacerse cargo del puesto de justicia Mayor «de hacer buena justicia, velar por la vida de los hombres y principalmente por las honras de las mujeres».

García de Neyra terminó satisfactoriamente su período sin que se intentara en su contra.

* * *

Las familias encomenderas del Maule que representaron durante todo el siglo XVII el centro más importante de riqueza y situación social, experimentaron también algunas arbitrariedades.

Don Juan Fernández Gallardo y Arias de Molina, señor de la rica encomienda de Cauquenes y Putagán, que venía poseyendo su familia desde comienzos del siglo XVII, vivía su existencia en medio del laboreo de sus tierras y atención de sus negocios. Después de haber vivido largos años en la ciudad de Concepción, cuna de su familia, se había radicado en Santiago.

Era dueño, en los alrededores de esta ciudad, de la estancia de Chequén, situada cerca del río Maipo, a unas cuatro leguas. El Gobernador don Francisco de Meneses, hombre «altanero y arrebatado», en sumo grado soberbio, que no podía sufrir «que aun en sombra se opusiesen a sus ideas», famoso por sus choques con los oidores de la Audiencia, le tenía codicia y deseaba poseerla pero como se lo prohibieron las leyes de Indias comprar bienes en el lugar de su jurisdicción, resolvió hacerlo por mano de don Francisco de Saravia, marqués de la Pica.

El atrabiliario Meneses jamás pensó estrellarse con la negativa de Fernández Gallardo, mas su resistencia fue débil ante las amenazas del Gobernador, viéndose finalmente obligado a hacer la referida venta al marqués en la cantidad de 3.400 pesos. No sólo fue una venta forzada, sino ventajosísima para Saravia, que al amparo del Gobernador atropellaba el derecho de propiedad. El pago se haría con 3.000 pesos a censo y 400 de contado, de que se daba por recibido Fernández Gallardo. Así rezaba la escritura que suscribió el venal escribano Juan de Agurto.

Gallardo exigió la entrega de los 400 pesos y aunque «protestó y clamó contra ella y contra la fuerza que padecía» no fue oído. Todo se había hecho en el mayor secreto. Agurto se guardó la escritura que no protocolizó en sus registros.

Solamente cuando Meneses supo que venían de España funcionarios nombrados para investigar su conducta, ordenó a Saravia devolviese la propiedad usurpada.

El marqués de la Pica, donó años después de la devolución la estancia a los jesuitas, de lo que se siguió un largo pleito, que sólo vino a finiquitarse por la escritura de donación que hizo el sargento mayor Juan Fernández Gallardo a dicha orden, el 13 de agosto de 1686.

Meneses se creía un gran capitán y un buen gobernante. Para la defensa del Reino ordenó al Maestre de Campo General don Ignacio de la Carrera, construyera en el sitio de Repocura una plaza de armas, la que fue terminada en corto tiempo.

La rapidez con que terminó el trabajo el Maestre de Campo y los grandes planes de pacificación que tenía el Gobernador, fueron objeto de crítica de los capitanes de aquel tiempo y en las tertulias con que mataban el tiempo se tocaban frecuentemente estos temas. En una de ellas «se hallaba don Juan Fernández Gallardo, y dijo que lo dudaba mucho:

«La inicua adulación le llevó al Gobernador esta noticia, con los coloridos y ribetes que sabe poner la malignidad de los infames detractores».



Meneses, tal vez cansado de tanta crítica y empujado por su atrabiliario carácter y por los recelos que le inspiraba la persona de Gallardo, resolvió castigarlo de una brutal manera, para escarmiento de los indolentes capitanes-encomenderos, que pasaban el día en pueriles entretenciones, mientras más allá del Bío-Bío, centenares de hombres luchaban por la integridad de sus haciendas, pues como encomenderos no tenían más obligación que mandar sus sirvientes, quedando libres del servicio personal.

Sin «hacer cargo al caballero Gallardo, dispuso que el preboste le arrestase y cabalgando en una mula lo condujese a Repocura (orillas del río Renaico)», sin decirle el motivo.

La indignación del sargento mayor, al verse tratado así y tener que atravesar la ciudad en esa actitud, constituyendo la burla de los pequeños mestizos y de todo el mundo, fue indescriptible.

Una vez llegado a la plaza, el Comandante de ella le explicó el motivo de su visita «que era conocer la fortificación para que saliese de la duda».

El tiempo iba a darle al encomendero Fernández Gallardo la ocasión de tomar una justa venganza.

Después de tantos agravios, resolvió vivir en su estancia de Chequén, retirado de todas sus relaciones y con el ánimo agriado, y receloso de volver a ser víctima del despótico gobernante. Meneses ya no era Gobernador y cruzaba sus posesiones huyendo de la real justicia.

«Voló en su seguimiento y le alcanzó. Meneses había puesto espuelas a su caballo para alejarse de Santiago, y fatigado se le cansó».



Era un reo fugitivo, y como vulgar criminal lo apresó. Lo hizo cabalgar en un mal caballo, ensillado con los avíos de un pobre soldado, y ordenó seguirle a Santiago.

«Fatigado de la sed, aquel atribulado caballero, cuando llegó a la acequia de la Cañada pidió se le diese agua y mandó Gallardo se le sirviese en vaso inmundo e indecente.

Todavía esto no es nada -continúa el historiador de quien tomamos estas noticias-. Para entrarle en la ciudad aguardó se acercase el medio día y le condujo por las calles más públicas atadas las manos, como si fuese persona de la ínfima plebe (1670)».



Ésa fue la venganza del maulino Fernández Gallardo.

* * *

El gobierno en manos de los corregidores fue en general pacífico y correcto. Salvo raras excepciones, no faltaron a sus deberes. De la larga lista de esos funcionarios, fueron pocos, los que dieron una nota discordante en aquellos años de tranquilidad y paz.

También contribuyó a ello la circunstancia de que casi todos fueron vecinos del partido o tenían grandes vinculaciones en esas tierras. Hasta fines del siglo XVII su atención preferente fue la defensa del corregimiento. Sólo una vez terminadas las invasiones indígenas, pudieron dedicarse a sus actividades administrativas. Pero éste no fue el camino que siguieron todos, pues algunos se dedicaron a explotar sus empleos como una empresa mercantil que rendía buenas utilidades. En los juicios de residencia de estos funcionarios, a que estaban sometidos a la expiración de sus funciones, se ven los abusos que cometían, algunos de los cuales constituyeron un verdadero escándalo.

En noviembre de 1699 llegaba al partido del Maule don Pedro de Elguea, juez nombrado para residenciar al ex-corregidor don Juan de Mendoza y Saavedra. El día 9 de ese mes se presentó ante el corregidor del partido, el cual ordenó publicar edictos de emplazamiento a los vecinos para que formularan sus cargos contra Mendoza. La residencia de este corregidor iba a ser interesante, dados los graves delitos de que fue acusado. Durante su gobierno que se extendió desde los años 1695-96, el vecindario había tenido que sufrir todo su absolutismo.

El que formuló los más serios cargos fue don Santiago Medina, al cual secundó don Martín Bravo y Marín. Éstos habían sido elevados al gobernador del Reino el 15 de julio de 1696, o sea apenas terminó su período Mendoza; mas la indolencia de los gobernantes había dejado pasar el tiempo y sólo tres años después se le enjuiciaba.

El acusador, don Santiago Medina, había sido militar de las campañas de 1655 a 65, hombre ilustrado, quizás una excepción entre sus contemporáneos. El memorial que elevó al superior gobierno encierra todo el pensamiento de los colonos y en él aparece por primera vez la voz de los «maulinos» con la significación de una entidad social bien caracterizada.

Medina tomó la defensa de los oprimidos vasallos.

«Nunca me ha faltado a mí el conocimiento de que el poder de V. A. es tanto que basta para castigar a los malos, sobrando mucho para el premio de los buenos y remediar las necesidades de sus súbditos.

Poderoso señor -agregaba-, a mí no me mueven necesidades propias, aunque me sobran muchas, ni particulares agravios, que no son pocos. Mueve mi ser un sólo cristiano y común clamor de los pobres habitantes de este partido del Maule, que como son pobres sus voces son de mudos, que por eso no han llegado a los oídos de V. A.».



Realmente una gran parte de la población era pobre o había perdido sus bienes en las calamidades de la guerra. El clamor era general, y Medina nos relata una a una las arbitrariedades de Mendoza desde su llegada a la región del Maule.

«Una vez llegado, mandó publicar el día 4 de octubre de 1695 un bando en el cual se mandaba juntar toda la gente para hacer ‘reseña’ para el día 22 en el asiento de Talca».



Pero Mendoza no quería la «reseña» para un acto de buen gobierno, sino para engañar a los vecinos. Con uno u otro motivo los retuvo ocho días al otro lado del Maule, impidiendo a los que vivían al sur del río pasarlo, pues él disponía de la barca que servía para cruzarlo. Durante estos días, con toda intención, permitió el juego a los milicianos, les sacó dados, naipes y les jugó a la «taba».

Después de despojarlos del dinero, les dio lectura de una real cédula en la cual el Rey pedía donativos para la guerra. El corregidor logró reunir la suma de mil pesos, pero sólo dio cuenta de cuatrocientos. El acusador se quejaba de estas donaciones que tan gravosas fueron para los vecinos:

«Cosa lastimosa, señor, que con lo que estos leales vasallos dieron, tan de corazón a su rey y señor».



Mendoza inquietó a los vecinos con su vida escandalosa. A pesar de ser casado, tenía pública amistad con una «maulina», que mantenía oculta en la ciudad de Concepción, y en una oportunidad «salió a buscarla de noche, en el día 11 de mayo, disfrazado. Volvió el día 24 con la mujer, que la tiene en casa del capitán Francisco Alvarado».

A sus aficiones al juego y vida escandalosa, agregaba Mendoza sus aptitudes de ladrón y cínico:

«El escribano del partido tenía un hermoso caballo; se lo mandó hurtar y se lo presentó de regalo al señor gobernador».



En otra ocasión mandó a su ayudante a quitar su caballo a un pobre mozo y porque se resistiese lo cogió por los cabellos y trató malísimamente, y después de todo lo mandó poner en la guardia de presos.

Para todo tenía Mendoza sus mañas. Hacía ejecutar algunas obras de provecho personal, diciendo que eran para S. M., embargaba cosechas, hacía pastar animales en estancias ajenas. Una vez se le ocurrió hacer construir muchos botes, pues decía que servían para hacer pasar la gente en caso de una sublevación indígena, pero sólo fue para hacer sus cargas de sal.

Asesoraba a Mendoza en sus crímenes el comisario general de las milicias, don Álvaro de Cereceda. De sus actos decían los maulinos:

«Estamos maltratados por el corregidor, aporreados por el comisario, pobres rotos, y muertos de hambre».



Los que sufrieron con más crudeza de los maltratos de Mendoza fueron los vecinos de mediana condición. Los ricos y poderosos le secundaron o se hicieron cómplices con su silencio. Del grupo de paniaguados se decía que «estaban bandalizados en todo».

No sabemos el resultado que tuvieron estas acusaciones. Seguramente «como voces de pobres eran mudas», no tuvieron acogida o se cumplió lo que el mismo don Juan de Mendoza y Saavedra decía cínicamente: «No tengo recelos de nadie y las espaldas muy seguras».

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Otro juicio de residencia seguido a un corregidor del partido, interesante por diversos motivos, fue el incoado al corregidor don Antonio Garcés de Marsilla. Garcés entró al corregimiento en 1715 y terminó en 1721, con lo que se vulneró las disposiciones entonces vigentes, que sólo asignaba una duración de dos años al ejercicio de esos empleos.

Varios fueron los cargos que se formularon en su contra, entre ellos el del goce particular de las salinas de Boyecura, sin licencia, sólo por «mano de corregidor», que hacía trabajar a los indios y se lo impedía a otros. El cargo más grave fue el de que mantuvo relaciones comerciales con mercaderes franceses, que de contrabando se introducían al reino. En esta materia operó de una hábil manera, que lo ponía a cubierto de toda responsabilidad y lo hacía aparecer como un correcto funcionario.

Sabedor que don Juan Cornelio de Baeza, vecino de Concepción, venía con valiosos cargamentos de mercaderías de contrabando hacia el Maule, salió a su encuentro y lo aprisionó, llevándolo a las casas de doña Rosa de Elguea, donde tenía su alojamiento y residencia. Se apoderó de una parte de las mercaderías de Baeza, y lo puso en libertad.

Estas mercaderías pertenecían al capitán francés M. Cabre, capitán del buque Ángelo y a su médico.

No terminó aquí la original caza de contrabandistas. Poco tiempo después fue avisado por don Juan de Severinos, cabo del barco del Maule, que querían pasar el río dos comerciantes extranjeros.

Garcés dio la orden de dejarlos pasar y los tomó apenas pisaron la ribera norte. Éstos eran los franceses Diego y Pedro Lila, padre e hijo. Los llevó presos a Libun y sólo pudieron conseguir su libertad por cohecho de 1.500 pesos, pagados en tres fardos de medias, encajes y cajetas.

También vendió ocultamente y de noche, varias partidas de trigo, a un capitán maltés.

La personalidad de Garcés se hizo odiosa; rompió con casi todo el vecindario por su prepotencia. Al frente de los vecinos se colocó el comisario de las milicias, don Valentín de Gaete y Córdova, quien dio cuenta de todos estos abusos al juez de residencia en un escrito de 15 de diciembre de 1721. En él constan los hechos anteriores por declaraciones de doña Rosa de Elguea y de su hijo Pedro Donoso.

Tampoco sabemos el resultado que tuvo este juicio de residencia. Seguramente debido a las altas influencias de que gozaba la familia Garcés de Marsilla en aquellos años, quedaría sólo en el papel.

* * *

Abnegados y trabajadores, a ellos se debe el florecimiento de esa región, fueron igualmente generosos y hospitalarios.

Hombres de clara visión, como don Andrés García de Neyra, que abogó por la fundación de una ciudad en la ribera norte del Maule y don Gil de Vilches, de recordada memoria por su magnificencia, que pensó en una ciudad para refugio de los habitantes, a sus iniciativas se debió que ese pensamiento constituyera una realidad.

Siempre sus casas estuvieron abiertas para el caminante. Amigos de sus servidores, no se olvidaron de ellos. Así don Cristóbal de Amaya donó mil cuadras de tierras a don Alonso Henríquez «por las buenas obras que de él había recibido».

La generosa sustentación que hizo a sus soldados por espacio de dos meses don Pedro Fernández de Villalobos y la de Jerónimo Flores, de dar sus manadas para satisfacer el hambre de los refugiados de 1655, nos dan una idea del espíritu que animaba en esos animosos capitanes.

En medio de sus preocupaciones no fueron ajenos a las comodidades y aun al lujo; legendario era el guardarropa que poseía el corregidor don Luis González de Medina. Cuando salían de viaje lucían sus ricos atavíos y para exhibir su calidad, se hacían acompañar de varios indios, a los cuales llamaban sus pajes.

Hombres nacidos en la guerra e hijos de guerreros, gustaron rodearse de un ambiente digno de su espíritu de conquista. Apegados a los títulos, gustaron formar parte de las milicias, hacen donaciones «a su rey y señor», y exhibir sus tributos de encomenderos y sus derechos de terratenientes.

No faltaron tampoco los abusos y los actos de crueldad y de ellos deseamos citar sólo un ejemplo:

Francisco Caniallarca, indio de Boroa, entrado voluntariamente al servicio de don Felipe Navarrete, recibía constante mal trato de su amo. Se mandó por la Real Audiencia rendir información sobre estos abusos. Se comprobó que en una ocasión, por insignificante falta, el indio Francisco fue cogido por la fuerza por José Navarrete, Pedro Toledo y Nicolás Jáuregui y llevado a casa de don Felipe.

«Éste cogió una tranca, palo de un corral, con el cual le dio muchos palos, dejándolo por muerto, dándole asimismo muchas espoladas en el cuerpo de que derramó mucha sangre, diciéndole a su hijo:

-Mate V. M. a ese indio.

Y dándole la espada, la cogió y le dio muchos golpes con ella hasta que la quebró, a que no llegase en la ocasión su mujer, que compadecida le gritó, o si no lo hubiese muerto».



Las noticias anteriores nos deja ver el espíritu que animaba a esos capitanes. Sus defectos fueron producto de su época y murieron con ella, mas su obra y labor pasaron a las generaciones futuras.