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Historia de una profanación: la transmisión textual de Delmira Agustini

Rosa García Gutiérrez





El 6 de julio de 1914 Delmira Agustini fue asesinada por Enrique Job Reyes, del que se había divorciado un mes antes. No fue la única violencia que vivió: también sufrió la desconfianza de la Academia modernista, que no la consideró miembro de pleno derecho pese a sus méritos y solicitudes; el displicente veto de la uruguaya Generación del 900, que la dejó hacer pero tras un muro de cristal que la excluyó higiénicamente y actuó de lupa deformante: no vieron al otro lado a la poeta-hermana embarcada en la misma causa, sino a la encarnación del arquetipo femenino finisecular; y la curiosidad malsana, demonizadora, de una sociedad pacata y morbosa que sólo vio sus versos eróticos y la literalidad que parecía derivarse de ellos. Nadie distinguió a la poeta de vocación que conocía al dedillo la poética modernista: sus códigos, imaginería, ideología y dimensión existencial. Nadie «el revés blanco de mi veste roja», como se quejó a Alberto Zum Felde. Nadie el dolor y la asfixia de un ser sin sitio en el desespiritualizado mundo moderno, en el claustrofóbico Montevideo finisecular, en el misógino cenáculo modernista y en el lenguaje mismo de la tradición poética.

Agustini siempre tuvo claro el tipo de poeta que quería ser y pronto señaló a Baudelaire, D'Annunzio, Samain y Darío como sus referentes. Asumió una concepción de la Poesía y el poeta en conflicto con su sociedad y su tiempo, y la conciencia de que ser mujer le dificultaría ejercer su vocación, esto es, su identidad. Cuando publicó su primer poema (1902), el evangelio modernista estaba suficientemente consolidado en Montevideo como para que conociera el camino que quería recorrer. De hecho, pocos poetas entendieron tan pronto y tan profundamente lo que la hermandad dariana decía con la mayúscula de la palabra Poesía, y el papel heroico y mártir, aventurero y sacerdotal del poeta en tiempos de culto a la razón en los que era un «raro». Pocos manejaron con tan convincente soltura el metalenguaje modernista, sus símbolos, su coherente (i)lógica, su compacta codificación y su programática autojustificación. Y ninguno pudo entender como ella la situación doblemente crítica en que quedaba un poeta fiel al nuevo credo cuando, además, era mujer. Recordando el papel central pero objetual de la mujer en el modernismo se entiende que Agustini sucumbiese pronto al molde que le aplicaron sus correligionarios. Esa toma de conciencia y la frustrante tentativa de negociación que prosiguió hicieron de su vida una peregrinación en soledad entre la culpa, la autoafirmación y la duda, porque no tuvo acceso al oasis cenacular en que los modernistas paliaron y colectivizaron su alienación, pero la obligaron a forzar el lenguaje modernista enriqueciéndolo a base de impugnaciones y relecturas. Todo sin renunciar al anhelo trascendente del modernismo, su inconformismo y su conciencia crítica, pero incorporando a la mujer a una instancia escritural -y existencial- que le estaba vedada. Sola en un mundo masculino -la sociedad montevideana pero también la fraternidad modernista-, la poesía de Agustini sumó a la desolación del hombre moderno la de la mujer a la que el hombre moderno negaba la capacidad y el derecho mismo a esa desolación.

Lejos de desaparecer, la violencia no ha dejado de cebarse con Agustini después de muerta. Con demasiada frecuencia la crítica ha hecho de su poesía una tierra de nadie sobre la que todos tienen voz salvo la poeta misma: para algunos fue una mística instintiva «inconsciente» de su vibración lírica; para otros el personaje de una novela finisecular, mitad femme fatale, mitad ángel del hogar, atribuyéndosele una esquizofrenia que no la define a ella sino a la sociedad en que vivió; y para otros una abanderada de la libertad sexual de la mujer. Subestimada, estereotipada, manipulada, la imagen que se ha construido de la mujer ha simplificado la obra de la poeta, reducida hoy a la supuesta reivindicación sexual de quien, caprichosamente, «convirtió al marido en amante». La frase, pronunciada por la hermana del asesino, a pesar de su falibilidad como testimonio y «prueba pericial» en un caso prototípico de violencia machista (Reyes se suicidó tras el crimen), ha acabado convirtiéndose en axioma desde el que erigir el retrato de la mujer y la interpretación de su obra. Declarada culpable de su muerte, ni la crítica feminista ha puesto en duda la versión que inventó, tras el divorcio, una liberalidad sexual que habría enloquecido al «convencional» marido: no otra cosa cabía presuponer de la mujer que estrenó la Ley del Divorcio y se atrevía a publicar versos impropios de su género. La realidad, sin embargo, fue menos romántica: tras huir de su maltratador, Agustini lloró su imposible amor por Manuel Ugarte y se encerró en sus versos. En sus últimos meses alternó la escritura de poemas espléndidos, particularmente inspirados, con las amenazas de muerte de Reyes. Preparaba un libro, Los astros del abismo, cuando el disparo lo truncó.

Pero es otra violencia menos visible la que quiero subrayar: la ejercida sobre la poesía de Agustini. No me refiero ya a que su obra haya sido «una de las peor leídas e interpretadas del siglo XX» (Bruña 10), sino a la transmisión textual de sus libros. Amputados, desordenados, manipulados arbitrariamente, han sufrido el mismo trato irrespetuoso que el cuerpo muerto de su autora, exhibido en la prensa semidesnudo entre forenses y periodistas. El prejuicio machista ha sido implacable: si Agustini, como dictaminó Vaz Ferreira, «no pudo» tener conciencia de su propia obra, por qué no intervenirla y manosearla desde «la autoridad» que se arroga esa conciencia. Cien años después de esa muerte irreparable queda la deuda de restituir lo que Agustini dijo con sus libros, estratégicamente diseñados y erigidos en templo y tribuna social.


1924: Poesías completas

En 1924, diez años después del asesinato, se reeditó la obra de Agustini como homenaje. Desde entonces su transmisión textual se hizo a través de los dos volúmenes que, bajo el título general Poesías completas editó Maximino García dirigidos por Vicente A. Salaverry. Los tres poemarios que Agustini publicó en vida -El libro blanco (frágil) (ELB), 1907; Cantos de la mañana (CM), 1910; Los cálices vacíos (LCV), 1913-, tal y como ella los diseñó, quedaron en el olvido, identificándose la poesía delmiriana con esos tomos presentados como definitivos por contar con el visto bueno de los familiares. Empieza ahí la disparatada historia editorial de la poesía de Agustini y en particular la de Los cálices vacíos, su poemario central y el más mancillado.

El primero de los tomos, titulado por los editores El Rosario de Eros, incluyó: la serie inédita de cinco poemas así titulada; dieciséis poemas más, inéditos o sólo publicados en prensa; y «nominalmente» LCV, que recogió en la princeps una selección, con correcciones, de ELB y CM. Bajo el título LCV, sin embargo, encontramos sólo una antología de los poemas nuevos del libro de 1913, más sólo cinco poemas de CM. El «Pórtico» de Rubén Darío, que abrió el volumen de 1913, pasa a presidir el tomo completo con título nuevo, «Elogio», que desvanece la retórica eclesial, de sacralización (templos, ofrendas, altares, oraciones, cálices) usada por Agustini para incorporar su obra a la religión del arte modernista. No hay rastro del poema en francés con que, significativamente, Agustini prologó LCV. Y tampoco de la sección «Juicios críticos (algunos párrafos)» que preparó con esmero, y que hace del libro una tribuna de reivindicación social además de un templo. En este falaz El rosario de Eros no se aclara que lo que se ofrece es una selección de LCV, ni el criterio seguido al amputar y manipular (en el orden de los poemas) el volumen originario.

El segundo tomo apareció con el título Los astros del abismo, aquél que Agustini anunciara para el libro que no pudo componer. Incluye sin embargo, sorprendentemente, las siguientes secciones: «Otros Cantos de la mañana», que aumenta, sin completar, la nómina de poemas del libro homónimo; «El Libro blanco», de nuevo sólo una antología de la princeps a la que, además, se añaden poemas que no le pertenecieron y cuyo índice no se respeta; «La Alborada (primera parte)», con poemas aparecidos en prensa antes de El libro blanco (La Alborada fue uno de los periódicos que publicó sus primeros versos); y «La Alborada (segunda parte)», desconcertante colección de 19 poemas pertenecientes a sus tres poemarios (procedencia que no se indica) con algún inédito no señalado como tal. Al final, como colofón, se lee: «Este libro fue hecho con todo fervor bajo la vigilancia de los padres de la excelsa poetisa Delmira Agustini. Se acabó de imprimir el día 30 de octubre de 1924 [...] bajo la dirección de un admirador sincero». Ni el fervor de unos ni la admiración de otro explican esta profanación del texto delmiriano.

En 1940 el Ministerio de Instrucción Pública publicó una Obra poética no menos disparatada con prólogo del prestigioso Raúl Montero Bustamante, que por fortuna no dejó huella: la edición se retiró por las erratas, pero es un eslabón más en la tortuosa difusión de la obra de Agustini.




La Delmira de Zum Felde (bajo el respaldo de Losada)

Cuatro años después, a los veinte de la muerte, Zum Felde preparó para la reputada editorial Losada de Buenos Aires unas Poesías completas que durante décadas constituyeron el texto con el que se estudió la poesía de Agustini. En sus tiempos de poeta anarquista, Zum Felde la había conocido e intercambiado cartas con ella. En 1944 era la pieza angular de la historiografía uruguaya, el académico sobre cuya palabra se erigía el relato oficial de la literatura nacional. En la «Advertencia» a «sus» Poesías completas de Agustini, Zum Felde expuso su criterio al fijar el volumen, absolutamente subjetivo y sin escrúpulo filológico, exclusivamente sustentado en su condición de auctoritas. Describió a Agustini como una autora irregular, a veces excelente y otras prescindible, y amparándose en ello alteró sus poemarios suprimiendo lo que creyó de menor valor: «hemos adoptado para esta edición un sistema mixto, que concilia y satisface las dos exigencias: selección representativa y conjunto de obra» (39). En efecto, el volumen incluye una «Antología» formada por los «mejores» poemas según Zum Felde, más algún inédito. No se explicita la procedencia de cada poema y cabe preguntarse por el misterioso orden que les aplica -¿el de su escala personal de preferencias?-, que ni es cronológico, ni temático, ni fiel a los índices delmirianos. Los tres poemarios se entremezclan caprichosamente queriendo, según Zum Felde, expresar «la verdad» de Agustini, una verdad que sin embargo se fraguó en un proceso evolutivo con tres hitos -1907, 1910, 1913- cuya pista se pierde en el acto de apropiación del crítico. Estas Poesías completas tienen cuatro secciones más: «El libro blanco», «Cantos de la mañana», «Los cálices vacíos» y «El Rosario de Eros», cada una con poemas -no todos- del libro homónimo no seleccionados para la «Antología».




Hacia la restitución

Hay que esperar hasta 1971 para que Manuel Alvar aplique un criterio filológico a las Poesías completas de Agustini (Barcelona, Labor). Alvar excluyó de su edición la obra póstuma y la inédita, manejó las editio princeps y se propuso arreglar el despropósito de las versiones anteriores: «Esta edición es -auténticamente- la de las Poesías completas que Delmira preparó. Fielmente he respetado su voluntad, sin modificarla ni discutirla» (61). Pero tomó una decisión discutible: editar ELB y CM reproduciendo los poemas en la versión corregida por Agustini para Los cálices vacíos. El resultado es doblemente problemático: impide leer los primeros poemarios como fueron compuestos, aunque Alvar anote a pie de página las variantes; y LCV queda amputado, desdibujándose lo que fue: un acto de recapitulación y autobiografía lírica, intencionadamente diseñado en cada sección. Como LCV Alvar sólo reproduce los poemas nuevos, y aunque de las notas a pie de los libros anteriores puede deducirse qué poema pasó al de 1913, queda al lector la tarea de recomponer el puzzle. Un detalle enturbia el trabajo de Alvar: la inclusión del poema «Ave, envidia!» en LCV especificándose en nota: «este poema se añadió en LCV, por más que la Edición Oficial lo incluya entre los de 1907» (238). Por una vez tuvo razón la «Edición Oficial» (la de Montero Bustamante): «Ave, envidia!» sí perteneció a ELB, aunque como «Variaciones», y en otro lugar. Explicaré luego lo significativo del nuevo título y la nueva ubicación en LCV.

En 1993 Magdalena García Pinto editó en Cátedra otras Poesías completas. Tras un minucioso rastreo hemerográfico incrementó el corpus de poemas publicados en prensa y el de inéditos, e incluyó relatos y artículos importantes de Agustini poco difundidos. Muy valiosa por sus aportes, García Pinto no solventó los problemas textuales de la edición de Alvar: dice reproducir las versiones originales de ELB y CM pero, como aquél, reproduce las correcciones de 1913, y Los cálices vacíos vuelve a ser un libro amputado que no respeta la voluntad de su autora. García Pinto anota variantes a pie de página, pero no siempre aclara cuándo y por qué las extrae de los complejos manuscritos de Agustini, aún por datar -si es que es posible- y valorar (a veces son bosquejos), o de los libros de 1907 y 1910.

Unas penúltimas Poesías completas aparecieron en 1999 (Montevideo, Ediciones de la Plaza) preparada por Alejandro Cáceres, corregidas y aumentadas en 2006. Ahí por fin se leen ELB y CM como fueron publicados, pero queda sin resolver el problema de Los cálices vacíos: nuevamente se incluyen bajo el título sólo los poemas nuevos, y nada se dice de las alteraciones sustanciales de ELB, como la ubicación a modo de epílogo de «Ave, envidia!». Cáceres corrige la costumbre inaugurada en 1924 de reunir la poesía póstuma bajo el título El rosario de Eros, que sólo corresponde a la serie referida más atrás. Recupera el título Los astros del abismo para la obra póstuma, y añade material que escapó a otros rastreos hemerográficos.

Otra edición de Poesías completas, con prólogo de Martha Canfield, apareció en 2009 (Sevilla, Sibila). El problema con LCV se mantiene tal cual y ni siquiera se incluyen los «Juicios críticos» que Agustini preparó con tanta intención.




Los cálices vacíos

LCV (Montevideo, Orsini Bertani) apareció en 1913 con carátula de Carlos A. Castellanos, fotografía de la poeta, «Pórtico» de Darío, un poema sin título en francés como presentación, y un conjunto de poemas nuevos distribuidos en tres secciones: «Los cálices vacíos», «Lis púrpura» y «De fuego, de sangre y de sombra». Además -siempre bajo el título general LCV- incluyó: una nota «Al lector» anunciando Los astros del abismo; la reproducción íntegra de CM con leves correcciones; una selección con correcciones importantes de ELB, de cuyo título se suprime la acotación (frágil); y los «Juicios críticos. (Algunos párrafos)», versión con sustanciales cambios y adiciones de las «Opiniones sobre la poetisa» incluidas en CM.

Aunque Cáceres (4) sugiere que fue Bertani quien le pidió la autoselección tal vez para engrosar el exiguo volumen, todo apunta a que fue voluntad de Agustini, no sólo la autoselección y la reescritura de algunos de los poemas, sino también el orden que aplicó a los libros, terminándose por el más antiguo en una especie de cronología inversa, con el dossier «Juicios críticos» como colofón. Todo eso fue LCV tal y como lo diseñó la autora: toda Delmira -en su verdad, en su expurgo, en su autocrítica y en la compañía crítica de lectores a la altura que siempre anheló- se ofreció así condensada en un libro que, inesperadamente, se convirtió en balance y despedida.

A pesar de la importancia de LCV desde 1913 no ha sido posible leerlo en su totalidad. Aunque la profanación perpetrada contra el texto delmiriano por Zum Felde pareció corregirse a partir de la edición de Alvar, cada intento posterior, a pesar de sus méritos, ha seguido impidiendo la lectura veraz del libro de 1913. Las sucesivas ediciones de Poesías completas reproducen bajo el título LCV solo los poemas no pertenecientes a los poemarios anteriores, lo que obliga al lector a recomponer su realidad textual y su sentido completo. Algo aún más importante, por sutil que parezca, se desdibuja en las versiones amputadas del volumen cuidadosamente compuesto por Agustini: esa disposición cronológica inversa que sugiere una búsqueda interior, una autoafirmación y un autorreconocimiento identitario; esa invitación a desandar con ella un camino con el que se escribe pero también se lee; y ese relato o narración del yo que termina en autorretrato y que supone la aceptación de una parte importante de la poeta de 1907 seis años después. Lo corrobora la ubicación de «Ave envidia» al final del volumen, algo que hasta la fecha ha pasado desapercibido. Perdido en ELB bajo el olvidable título «Variaciones», el poema adquiere en su nueva ubicación de 1913 un protagonismo y una significación nuevos: como epílogo, se convierte en apelación directa a un público innominado identificable con la pequeño burguesa sociedad montevideana, que en 1913 subía el tono de sus censuras contra la poeta. «Ave envidia» reconoce los rumores de la calle pero también los prejuicios de la Academia. Con él Agustini se autoafirma en una desafiante declaración de guerra propia de la más genuina dialéctica modernista y decadente, ésa que cimentó el mito del poeta moderno sobre el orgullo frente al rechazo y la incomprensión (la «envidia»):


No huyas, no, te quiero, así, a mi lado
Hasta la muerte, y más allá: ¿te asombra?
Seguido la experiencia me ha enseñado
Que la sombra da luz y la luz sombra...
Y estrecha y muerde en el furor ingente;
Flor de una aciaga Flora esclarecida,
Quiero mostrarme al porvenir de frente,
Con el blasón supremo de tu diente
En los pétalos todos de mi vida!



No es casual que a este poema final en el que se dibuja como una flor ¿del mal? mordida por la medianía burguesa, inoculada de un veneno que es su alimento, sigan los «Juicios críticos»: no son ya «opiniones», como las llamó en CM, sino «razonamientos» avalados por vates del novecientos: Vaz Ferreira, Unamuno, Herrera y Reissig, Villaespesa, Ugarte, Reyles y otros más. Un escudo de prestigio con el que protegerse, un ejército en el que integrarse y una nutrida paternidad con la que legitimarse.

En los últimos años se han publicado dos ediciones de LCV: una preparada por Beatriz Colombi (Buenos Aires, Simurg, 1999) y otra por Gustavo San Román (Madrid, Hiperión, 2005). En ambos casos se suprimen los «Juicios críticos» y se prescinde de aparato crítico. Tampoco mencionan el caso de «Ave envidia» u otros cambios de ELB como la supresión del marbete «Orla rosa» en la sección final, que tanto dio que hablar. Hasta esa supresión forma parte de la autolectura acometida por Agustini en 1913 y cabe entenderla como una reivindicación de los poemas «blancos» que, para siempre y desde pronto, sufrieron el eclipse del erotismo de lo que solo quiso ser una orla. En 2013 (Granada, Point de Lunettes) publiqué una edición crítica de LCV intentando resolver los problemas que impedían el acceso de los lectores al libro que Agustini preparó.







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