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ArribaAbajoCapítulo X

Las postrimerías de Chamboard


La triste agonía del magnate que representaba en Francia con mayores títulos el principio monárquico, hase prolongado allende lo natural y ordinario, como si fuera este agonizar de un solo individuo la ingente agonía, que suele preceder al fin y trance último de las instituciones históricas. Por espacio de seis meses el telégrafo ha jugado para decirnos cómo se apagaba y revivía el resplandor de la vida en aquel cuerpo embestido por los asedios de la muerte. Los humores que conservan la existencia y los humores que la corroen y acaban se han dado una batalla sin tregua en aquella complexión sin fuerza y sin salud. Análisis científicos, informes varios, consultas médicas, rogativas solemnes, peregrinaciones religiosas, misereres piadosos, ex-votos y ofertas, cuanto pueden guardar el humano saber y la divina religión se ha interpuesto entre la vida del monarca y los decretos del destino, sin detener un punto los estragos de la enfermedad última, ni derogar por una excepción siquiera la terrible inevitable igualdad reinante, allá en los sombríos dominios de la muerte. Mucho hay de grandioso en esta luctuosa reina de los mortales, cuando sublima cuanto alcanza y toca en el mundo con sus manos descarnadas y siniestras. En los combates diarios de la vida y en los impuros empeños de la realidad, aquella quijotesca alucinación de un cerebro extraviado por las supersticiones de su crianza y por los fantasmas de su herencia, parecía un tanto risible, por contradictoria de suyo con todos nuestros hábitos y todos nuestros principios, dando a la persona viva un aire arqueológico y a la corte suya un aspecto carnavalesco, propio para provocar a risa, pues en la contraposición de la singularidad de una idea o de una costumbre, con las ideas y las costumbres universales, hállase uno de los orígenes del ridículo, cual notamos en el héroe de Cervantes, el más ocasionado a despertar tal afecto, por creerse, a fines del siglo decimosexto, en plena edad feudal y caballeresca. Mas ahora, la inmovilidad y el silencio de un cadáver, los lloros de amantes deudos y servidores fidelísimos, el resplandor de los circos y el rocío de los hisopos, las sombras de los paños fúnebres y el albor de la bandera blanca, las voces de la eternidad y los cánticos de la Iglesia, los misterios todos de la muerte, exhalan tales ideas, que nos parece asistir, no desde nuestro bajo mundo, no, desde la eternidad al ocaso postrimero de una fe secular y al juicio supremo de una edad histórica.

¡Trágicos destinos! La tragedia griega se fundaba en el contraste desgarrador entre la excelsitud del nacimiento y los dolores de la vida o de la muerte, y entre las fuerzas de la libertad individual y los decretos del hado religioso. Por esta razón creían los preceptistas helenos que los héroes de tales obras debían pertenecer a estirpes excelsas, pues sus desgracias se ven desde más lejos, por pasar en las alturas, y sus caídas parecen mayores por desde las alturas desprenderse. Así, en el seno de una república democrática representábanse las tristezas de reyes como Yago, Edipo y Orestes para mover al terror trágico el ánimo de pueblos como Atenas y Corinto. No cabe dudar que la desgracia del fin aparece más terrible cuanto más contrasta con la ventura del comienzo. Quien ha nacido en cuna de rey resulta más infeliz que los demás mortales en mortaja de ahorcado. Quien tiene un Escorial erigido de antiguo para su eterno reposo, seguramente no dormirá en paz dentro de una fosa común, y sus huesos ilustres habrán de removerse al contacto con los huesos plebeyos. Ningún poder humano evitará que se vea más lo más de suyo visible. No resultan Luis XVI y María Antonieta las víctimas de la revolución francesa más interesantes y más puras, a causa de sus errores y de sus faltas; pero, a no dudarlo, resultan las más trágicas, a causa de haberse resbalado desde las tablas de un trono a las tablas de un cadalso. El terror trágico despertado por estos contrastes durará tanto como duren los anales históricos en la memoria humana y las desigualdades varias en la universal naturaleza. El cristianismo mueve a piedad, como ninguna otra religión, porque quien padece allá en el Calvario sed ardorosa, derramó las aguas vivas en los manantiales, y después de haber sido el autor de la vida y de la luz, aceptó las lobregueces del sepulcro y los horrores de la muerte. ¡Cuántas extraordinarias grandezas sonrieron a una en el nacimiento de ese infeliz Príncipe venido a la vida en los templos de la monarquía francesa y muerto en las tristezas de un perdurable destierro!

Como la familia Borbón había tanto menguado tras sus desgracias inenarrables; como príncipes de la sangre, cual Condé, habían muerto en los fosos de una fortaleza, por las balas imperiales atravesados, y delfines de Francia, cual Luis XVII, habían desaparecido de la tierra sin dejar en el suelo rastro de sus huesos, y en la historia reflejos y arreboles de su vida; como Luis XVIII no tenía hijos; como el Duque de Angulema, primogénito de Carlos X, y su descendencia, cediera en salud sus derechos hereditarios al segundogénito, o sea el Duque de Berry, quien acabara en la puerta de un teatro, por un fanático a traición apuñalado; como el vástago surgido de la genealogía de horrores, el infeliz Chambord, parecía venir al mundo para descargar las cóleras celestiales prosperar la dinastía legítima; el natalicio de tan esperado niño, huérfano al nacer y padre ya de todo un pueblo, por heredero de una esplendida corona, produjo universal regocijo en los que, no viendo el curso misterioso de las ideas ni el cambio universal de las instituciones, creían eternos a los reyes restaurados en sus altísimos tronos, tan sólo porque reinaban a despecho de la conciencia humana y contra las corrientes del humano progreso. París entero se conmovió, cuando el cañón de los Inválidos, ahora mudo, y el intercolumnio de las Tullerías, ahora derribado, con sus estentóreas voces aquel y con sus blancas banderas éste, anunciaron al mundo el nacimiento de un Delfín de Francia. Enrique le llamaron como se llamara el glorioso fundador de su dinastía, y además de Enrique, Diosdado, como diciendo que Dios mismo lo diera por un acto de misericordia inefable a la corona de Francia para su prosperidad y su esplendor. Por la iniciativa de unos cuantos realistas abrióse a su favor una suscrición nacional, que produjo lo bastante para comprar y adquirir el histórico palacio de Chambord, con sus parques inmensos, donde Francisco I un día resucitara los esplendores de las artes de Italia y se diera en cuerpo y alma, después de su cautiverio, a los placeres del amor y a los ejercicios de la caza. La poesía misma, que es presentimiento, augurio, anuncio, previsión, adelantó a las realidades, profecía en una palabra, cantó la bienandanza de aquel niño y creyó en la eternidad de su poder hereditario, cual si por el espíritu no hubiera pasado la filosofía del siglo ultimo, y por el suelo no hubieran, a su vez, pasado las ráfagas del huracán revolucionario. Las almas de Alfonso Lamartine y Víctor Hugo, esas dos alondras del nuevo día social, abatidas en la noche de lo pasado y encerradas en el polvo de los panteones, quisieron desmentir la finalidad para que habían sido expedidas ambas del cielo a la tierra, y cantaron al nuevo monarca y sus privilegios sin comprender, ni aún presentir, que debían por inexorables decretos del destino, cantar la humanidad y sus derechos. Todo le sonreía, todo, al niño, menos el espíritu de su tiempo, que, aprisionado dentro de la Restauración como los gases comprimidos en las profundidades íntimas del planeta, debía buscar una salida y un respiradero, encendiendo, al romper y estallar con furia, el volcán de la revolución para devorar en sus llamas esa cuna, última tabla de un naufragio, por último fragmento de un trono, a la cual se habían asido las antiguas instituciones y las viejas ideas, creídas de salvarse así a los anatemas de la libertad y honrar así los designios de la Providencia.

En efecto, apenas contaba diez años cuando una mañana de Julio, su madre, llorosa, le asía de la mano y le llevaba camino del destierro, pues quien heredaba de sus mayores el histórico trono de Francia no podía esperar en la tierra de Francia ni un solitario sepulcro. Ya contaba el niño edad para comprender que habían sido bandera de la insurrección general en su contra, e instrumento seguro de su perdición inapelable, los propios parientes, Borbones como él, de sangre real por ende, nietos como él de Enrique IV, vástagos como él de la familia de San Luis, como él nacidos en los umbrales del trono, menospreciadores de todas estas obligaciones de su nacimiento regio y de todas estas grandezas de su nombre tradicional, hasta haberse convertido, como una especie carnicera, en calumniadores de la propia sangre y en verdugos de la propia familia. Uno de ellos, Gastón, se levantó en armas contra la indiscutible autoridad de Luis XIII y desacató su poder; otro de ellos, Felipe, conspiró contra el honor de su hermano Luis XIV; otro de ellos, el Regente, sintió mil veces tentaciones de ceñirse la corona de Luis XV; otro de ellos, Igualdad, votó la muerte de Luis XVI; el año treinta, todos ellos a una, destronaban a Carlos X, usurpándole después los cuantiosos bienes del Príncipe de Condé y aprisionando a la Duquesa de Berry para ofenderla y deshonrarla, como su antecesor deshonrara y ofendiera tristemente a la pobre María Antonieta: horrible familia de Atridas, aquejada, desde su aparición primera en la Historia, del odio y del horror a los suyos, tan sólo por haber nacido antes que ella y gozar, merced a tal inconsciente antelación, los goces y las grandezas de un trono. ¿Quién le dijera entonces a Enrique V, al educarse y crecer oyendo todas estas historias de los traidores a su estirpe y sangre, que había de transmitir al joven mayorazgo de tan crueles y ambiciosos parientes, al Conde mismo de París, por caprichos de la herencia, los derechos escupidos y denostados por las desapoderadas ambiciones de los siniestros Orleanes?

El Duque de Burdeos, como le llamaron a su nacimiento, y Conde de Chambord, como le han llamado luego en su destierro, es la víctima propiciatoria y última, entre las resistencias de lo pasado y las reivindicaciones de lo presente aplastada como en una inmolación religiosa. Las ideas que levantaron su familia real a tan altos puestos y los sentimientos que la sostuvieron por tan largos siglos, se han alongado aquellas de la conciencia y estos del corazón, por necesidad, en las generaciones creadas para nuestro tiempo revolucionario; y como han desaparecido aquellas ideas y aquellos sentimientos, han desaparecido también sus símbolos y sus representaciones, las formas a las cuales obedecían, los organismos donde se personificaban, las familias regias representantes del absolutismo arriba como de la sumisión y de la servidumbre abajo. Heridas por esos rayos del cielo que se llaman ideas, rayos de fecundadora luz en la victoria y rayos de homicida electricidad en el combate, las dinastías retrogradas han caído sin excepción todas ellas en el destronamiento y en el destierro. Se ha cumplido en el bueno de Chambord, con inexorable cumplimiento, la ley social que frustra todas las restauraciones, condenándolas sin apelación y sin remedio. Como los Austrias no se han restaurado en Suiza y Holanda, como los Estuardos no se han restaurado en Escocia e Inglaterra, como los Estes no se han restaurado en Florencia y Módena, los Borbones y los Orleanes jamás se restaurarán, jamás, en Francia, condenados al destronamiento y al destierro por una revolución que ha encontrado ya, después de sus fórmulas luminosas, sus inconmovibles fundamentos. Los monárquicos no quieren comprender cuánto daña hoy a sus monarcas destronados la ley de solidaridad histórica y hereditaria en que ayer se asentara su entronizamiento y su poder. Así como los timbres antiguos, los blasones heráldicos, los privilegios recogidos en la cuna, sus nombres ilustres, su ascendencia inmortal, sus tradiciones históricas les hicieron reyes antes, por una expiación inevitable les impiden ahora el ser ciudadanos en la patria misma de sus padres: ley compensativa de sus altas grandezas y justo castigo a sus tradicionales tiranías.

Y como admiten la ley de solidaridad los monárquicos al uso para todo cuanto les conviene, y lo rechazan para todo cuanto les molesta, contaminados de la idea democrática y del principio de la responsabilidad personal, rearguyen de ingrata, en su dolor, a la revolución de Julio, y le dicen que debió haber dado su pena correspondiente a las faltas del abuelo Carlos X y su generoso perdón a la inocencia y a la pureza del nieto Enrique V. Pero los cincuenta últimos años de una experiencia evidentísima, prueban que si resulto Carlos X mucho más reaccionario que Luis XVIII, hubiera Enrique V, a su vez, dadas las propensiones de su romántico natural y las ideas de su conciencia, pegada de suyo a trono y altar, mucho más reaccionario que Carlos X. Representante del catolicismo ultramontano en toda su exageración, del principio hereditario en toda su pureza, del Estado monárquico anterior a la revolución en todo su vigor, del supersticioso credo sobre en cuyos cánones se asentaba la Francia tradicional, quería desde aquel sudario de la bandera blanca donde se amortajara para descender a su sepulcro hasta las cadenas de la vinculación para la propiedad y del gremio para la industria, como medios de conservar, desde las almas hasta las tierras, a imagen y semejanza de su criador cuasi divino, el viejo y petrificado absolutismo. Para que pudiese reinar en Francia Enrique V, precisaba desmontar toda la Europa moderna como quien desmonta una maquina inútil y vieja. Él no podía reinar sin la teocracia en Roma, el croata en Milán y Venecia, los esbirros austriacos sobre los tronos centrales de Italia, los Fernandos de Nápoles en las Dos Sicilias y los Carlos de Borbón en todas las Españas; por el Norte la Santa Alianza, encabezada con la Santísima Rusia; el espíritu democrático en tinieblas, y los ídolos antiguos en sus templos: que, a modo y guisa de un profeta inspirado por Dios, y como un monarca ungido bajo las catedrales góticas de la Edad Media con el óleo contenido en la sacra ampolla de Reims, creíase cumplidor de un ministerio providencial encaminado a detener las conciencias con las voluntades en fría parálisis y a empujar hacia atrás el revuelto curso y el encrespado oleaje de los tiempos. Podíais hablarle de libertades y derechos, de progresos y democracia, de moderno espíritu, para él todo eso era ininteligible, como para la estatua yacente de un sepulcro antiguo, tallada en el mármol, con sus pesadas vestimentas antiguas y sus frías armaduras inútiles, tan inerte como el cadáver a quien representa y a quien repite con su mineral sueño en su incontrastable inercia.

Así es que, muerto para el tiempo que corre, antes de morir para la tierra que lo ha devorado en sus entrañas, ese hombre no quita ni añade un ápice al problema de los destinos europeos. Para los legitimistas ha desaparecido en el crepúsculo, donde vivían como los murciélagos, desde mil ochocientos treinta, el sol pálido de los sepulcros y el símbolo sacro de los recuerdos, adorado como una efigie hierática, la cual no responde a ninguna interrogación y recibe con fría indiferencia las nubes de incienso y las ofrendas religiosas en su inconmovible santidad. El vástago último de sus reyes, el mantenedor de la enrollada bandera blanca, el representante de los poderes históricos, el sacerdote de las tradiciones muertas, se ha llevado consigo, al morir, un punto el cual servía como de núcleo a tantas mentidas ilusiones y un foco el cual servía como de centro a tantas infundadas esperanzas, cuando los caballeros últimos del Espíritu Santo creían resucitar la sociedad muerta porque se vestían ellos los viejos flordelisados mantos para celebrar una fiesta de San Luis, sin advertir que celebraban un sábado mágico de siniestros fantasmas y de indecisas ideas. El Conde de Chambord guardaba la poesía de los recuerdos, la poesía de aquellos últimos paganos que se asían a los dioses muertos mientras los germanos entraban a saco en la Ciudad Eterna y la Cruz de Cristo se erguía sobre las cimas del alto Capitolio; esa poesía, puesta por la generosidad natural del hombre como un nimbo místico sobre los fragmentos de todas las ruinas yertas y sobre las sienes de todos los ídolos caídos. He ahí lo que ha partido para siempre: una corona sin heredero, una dinastía sin continuador, una tradición sin vida, una religión sin aras ni altares, un símbolo sin ideas, una creencia sin calor, una monarquía sin esperanza, un muerto que vuelve a las regiones de la muerte y que continua en su tumba durmiendo sueño tan plúmbeo como el que ha dormido en vida su yerto y petrificado espíritu.

La prueba mayor de cómo Chambord aborrecía entre los suyos a los liberales, hállase clara en el proceder seguido con la familia reinante hoy sobre nuestra España, por creerla usurpadora de los derechos y de la para él indiscutible legitimidad de Don Carlos. Jamás quiso ver o recibir a Doña Isabel II, ni en su desgracia y en su destierro, a pesar de lo mucho que hiciera esta señora para empujar el trono de la revolución nacional hacia la histórica legitimidad y de las instancias apremiantes con que reclamó una entrevista necesaria entre parientes al jefe augusto e incontestado de todos los Borbones. Y hace poco, al morir la reina Mercedes, hija del Duque de Montpensier, la cual Reina llevaba el apellido de Borbón cuatro veces junto a su nombre, y que unídose había con Alfonso de Borbón y Borbón, ¡ah! no vistió luto el Conde de Chambord en su castillo de Frosdhorf, como si para él hubieran las tradiciones revolucionarias extraído la sangre borbónica de las venas a sus propios parientes. Así, las entrevistas con el mayorazgo de los Orleanes han resultado puras ceremonias, y nada más que ceremonia la entrevista del año setenta tres, al naufragar las ultimas esperanzas de restauración, y ceremonia mayor el abrazo y almuerzo de mil ochocientos ochenta y tres, al morir el representante último de la monarquía en Francia. Si esta frialdad no reinara entre los dos herederos, ¿cómo se diera el caso de morir Enrique V sin ver ni bendecir en el trance último al destinado por el cielo a la representación de su legitimidad? Víspera de San Luis agonizaba en larga noche luctuosa el vástago último de aquella secular dinastía que fundaran sobre la tierra de Francia los célebres Capetos.




ArribaAbajoCapítulo XI

La muerte de Chambord


La muerte de Chambord ejerce tanta y tan decisiva influencia, que no puede sustraerse nuestro ánimo a las tentaciones de volver a contemplar, antes de su extinción en triste olvido, los arreboles postreros de un ocaso, con el cual se apagan veinte largos siglos y desaparece un organismo político allá en la Roma clásica brotado del genio de César, y muerto, después de metamorfosis profundas y restauraciones incompletas, en el desastre de Sedán, cuando un escarmiento cruentísimo enseñó a los franceses cómo no servía ni para defender la unidad de su Estado, ni para salvar la independencia. Nunca un principio llegó a descomposición tan grande como ahora este principio hereditario al dejar la corona de los reyes perseguidos y guillotinados en las sienes de los reyes perseguidores y verdugos. Sólo un ejemplo igual nos presenta esa misma historia francesa cuando la herencia del iniciador de la terrible noche de San Bartolomé, de aquel Valois último, heredero de Carlos IX, recayó en el hereje, hugonote, perseguido Enrique de Navarra, quien, si oyó una misa con refinado escepticismo para tener a París, en cambio dejó el Edicto de Nantes para seguro de sus antiguos correligionarios y germen fecundísimo de la moderna libertad religiosa.

El partido realista francés hase imaginado que su principio único es el derecho de primogenitura en la sucesión de los reyes, y ha creído que debía posponerlo todo a la salvación de tal principio, admitiendo como legítimos herederos de los Borbones a sus más crueles enemigos, los implacables y nefastos Orleanes. Pero, en tiempos verdaderamente monárquicos, al formarse la grande institución histórica, no solamente por la fuerza de las cosas, también por la fe que despertaba en las almas, corregíanse hasta con la muerte los inconvenientes a cada paso encontrados en la herencia.

Isabel la Católica, fundadora de la monarquía moderna entre nosotros, se halló con que la sucesión de su sobrina la Beltraneja, en el estado de nuestra patria entonces, agravaba la triste anarquía feudal; y prescindiendo por completo de la legitimidad hereditaria, salvó a Castilla, tan amenazada de fraccionamiento y de muerte, al par que destruyo el elemento aristocrático, tan levantisco y envalentonado a causa de las complacencias con él tenidas por las dinastías de los Trastámaras. Felipe II, el gran dogmatista, creído en su interior de que Dios le había dado aquel su inmenso Imperio para oponerlo como inexpugnable fortaleza entre las grandes herejías y la Iglesia ortodoxa, castigó con la muerte, a riesgo de cometer un parricidio, en su temor a la subversión de su política por el derecho hereditario, las veleidades luteranas de su triste y malhadado primogénito. Los Guisas, rama segunda de los Valois, que habían dado cardenales como los Lorenas al Concilio de Trento, reyes como los Estuardos al trono de Inglaterra y Escocia, enemigos tan implacables como el duque Francisco a los hugonotes y jefes tan valerosos como el duque Enrique a la Liga católica; los Guisas, aquellos príncipes cuasi monarcas, lugartenientes de la Iglesia en su tiempo, apoyados por la monarquía de España y los Papas de Roma, se oponían al cumplimiento del principio hereditario en Francia con la exaltación de los Borbones al trono, por defender y personificar estos regulillos de Navarra el detestado calvinismo.

El derecho hereditario ha traído en mil ocasiones a las sociedades humanas los principios más contradictorios con sus bases, y halas obligado a pasar por cambios bruscos de temperatura moral, tan peligrosos a su salud como los cambios bruscos de temperatura física son peligrosos a la salud natural de nuestro cuerpo. Sí, por herencia cayó la monarquía española dos veces durante tres siglos en manos extranjeras; por herencia una católica tan ferviente como la sanguinaria María sucedió a un rey tan protestante como Eduardo IV en Inglaterra; por herencia, en esta misma nación, una protestante del fuste de Isabel sucedió a una supersticiosa del temperamento de su hermana; por herencia, los Tudores, columnas del protestantismo, dejaron el Estado británico a sus propias víctimas, los Estuardos, que habían de perder vida y corona en aras de su fe jesuística; por herencia, los hugonotes de Navarra sucedieron a los asesinos de la San Bartolomé; por herencia, los Austrias de España dejaron el trono a sus eternos enemigos los Borbones de Francia; por herencia, los Borbones de Francia hoy acaban de legar antiguos derechos y secular representación a sus verdugos y a sus calumniadores los maldecidos Orleanes.

En los tiempos antiguos estos contrasentidos provocaban guerras y guerras duraderas. Para impedir que María sucediese a Eduardo, un levantamiento cuasi religioso terminado con el suplicio de bella princesa; para impedir que la religión luterana se afianzara y robusteciera en el mundo tras el escudo de Isabel, un esfuerzo como el esfuerzo de la Armada Invencible; para impedir la reacción católica en Inglaterra, un patíbulo como el patíbulo de María Estuardo y Carlos I, o revoluciones como la sacra revolución; para impedir el reinado de los Borbones en Francia, un movimiento como la sublevación de los ligueros y barricadas como las barricadas de París en el siglo decimosexto; para impedir el arraigo de los Borbones de Francia en el trono de España, guerras tan devastadoras como nuestra guerra de sucesión: que así mantiene la paz en el mundo ese residuo de las castas asiáticas, conocido en la política con el nombre de derecho hereditario, por el cual grande nacionalidad pasa de unas manos a otras manos en guisa de rústico predio, y hombres libres en guisa de miserables rebaños.

Ahora, como por gracia de Dios y voluntad del pueblo no hay en Francia monarquía, la guerra civil, a cada cambio dinástico encendida en el mundo, toma un carácter mucho más tranquilo y se trueca en guerra de manifiestos y periódicos. Hay ya sobre los despojos de Chambord trazados con lucidez dos partidos en armas, el puro y el hábil. Este último pasa por todo y cree lo más fácil y llano del mundo convertir en un Conde místico de Chambord al Conde liberal de París. En vano le contradicen recuerdos y le combaten hechos continuamente, y a cada paso; en vano los escritos del rey muerto surgen evocados por las circunstancias para ponerse frente a frente de los escritos del rey vivo y demostrar la imposibilidad física, metafísica y moral de que continúe y suceda el uno al otro; los hábiles no se detienen mucho en barras, y en sus aires de pretendientes minúsculos a probables empleos y honores, necesitan todos ellos de un pretendiente mayúsculo al fantástico trono, por lo cual toman, a falta de otro mejor, para burlar los decretos de la Providencia, un Felipe de Orleans, hecho Conde de París por su abuelo cuando usurpaba y retenía contra todo derecho monárquico la corona perteneciente al abuelo ilustre del Conde de Chambord. Así, mientras este a todos sus fieles mandaba cartas untosas como el óleo sacro de Reims y escritas con pluma real mojada en la santa ampolla de los obispos, aquel escribía mamotretos sobre una de las mayores consecuencias del movimiento liberal, a saber, las sociedades cooperativas inglesas, y sobre uno de los mayores triunfos de la democracia universal, a saber, la guerra de los Estados-Unidos del Norte contra la infame rebelión de los negreros y de los esclavistas del Sur.

Nada más contradictorio que una carta del Conde de Chambord a los suyos y una carta del Conde de París. Aquél siente dentro de sí una especie de numen sacerdotal, por no decir divino; habla en lengua de oráculo y profiere sentencias cuasi teológicas; reconoce que ha de responder en el tribunal inapelable a sus ilustres antepasados por el depósito así de su derecho hereditario como de su bandera blanca; y no transige con la proterva sociedad contemporánea, surgida de un desacato a Dios tan grande como la reforma religiosa y de otro desacato al monarca tan grande como la revolución francesa, mientras el de París, nieto de regicidas, jefe de judíos y de volterarianos, hijo de madre protestante, soldado de la República americana, pacífico terrateniente de Francia, sin aquella ridiculizada corte de tenderos, convertida toda en sostén de las nuevas instituciones democráticas, recoge su derecho hereditario encontrado al acaso como pudiera recoger un billete de lotería perdido en la calle, y con arte sumo se recluye allá en su castillo y en su silencio hasta que lo haga rey otra casualidad tan grande como la casualidad que lo ha hecho heredero y pretendiente. Así han resucitado ahora sus fieles una carta en la cual palpitan las cualidades todas de su taimada familia, diciendo que ni se ha presentado jamás como pretendiente, pues no existe un acto suyo de tal género, ni ha reconocido la República, porque los gobiernos se reconocen por las grandes potencias, con quienes han de vivir en amistad, y no por súbditos, a los cuales sólo deben pedir acatamiento y obediencia. Bien hablado; pero ¡qué distancia de las cartas de su antecesor diciendo «el derecho es mío, y el señalar la hora de su triunfo pertenece a Dios!» Hay mayores abismos entre París y Chambord que entre Isabel y María de Inglaterra, entre los Navarras y los Valois en la Francia. Pero entonces existía con vigor el principio monárquico, y hoy ha muerto en las conciencias para que a su vez mueran las monarquías en el espacio.

No acabaríamos nunca si recogiéramos las pruebas varias demostrativas del termino último y acabamiento definitivo de la monarquía hereditaria en Francia. El testamento de Chambord para nada menciona o recuerda, ni directa, ni siquiera indirectamente, al Conde su heredero. No le deja un recuerdo que pueda evocar el culto a la monarquía, ni una prenda que pueda sostener la solidaridad entre toda la familia. En verdad, no hubiera podido legarle una reliquia que no fuera de su heredero acusación y no resultara en la solemnidad del testamento como acre y ponzoñoso sarcasmo. Chambord guardaba las remembranzas de los suyos en relicario adorado con verdadera idolatría; propio achaque de cuantos renuncian a la esperanza y viven del recuerdo. En apartamiento parecido a templo conservaba las últimas palabras escritas por Luis XVI al salir hacia el cadalso; las prendas de María Antonietta en su angustiosa prisión postrimera, en la triste Conserjería, donde remendaba sus propios vestidos; las reliquias de aquel su padre y de aquella su madre, infelices Duques de Berry, cuyo amor le trasmitió, con la sangre que mantenía la vida, el derecho que alegaba en sus pretensiones a la vieja e histórica corona; los mantos y condecoraciones del último rey legítimo sentado en el trono de su abuelo Carlos X. Mas si le dejara cualquiera de todos estos recuerdos al Conde de París, ¿no le dejaba con ellos la mas tremenda reconvención a las tradiciones de su historia y de su gente? Las palabras de Luis XVI podían recordarle un voto solemne de muerte, y de muerte inmediata, pronunciado en la Convención por Felipe Igualdad; las prendas de María Antonietta, la difamación organizada contra ella en el Palais-Royal; los recuerdos de Berry, la muerte del Duque perpetrada por un orleanista de antiguo cuño como el asesino Louwel o el trance de la Duquesa constreñida en la prisión de Blaye a parir ante la presencia de un cuerpo de guardas mandado por el general Bugead; tremendos abismos, tan profundos como la eternidad y tan duraderos como la historia, que ha cavado y abierto entre dos irreconciliables dinastías el destino y que no podrá llenar con sus huesos el cadáver todavía caliente de un Conde de Chambord. Los mismos periódicos partidarios de la sucesión orleanista para la dinastía borbónica se olvidan a lo mejor del empeño que traen a una entre manos, y cometen las más temerarias imprudencias.

El Fígaro, la trompeta de los nuevos reyes y príncipes, publicaba no ha mucho la muerte del padre de Chambord relatada por el gran cirujano Dupuytren. Y entre los amigos, los parientes, los tíos, los padres, la mujer, las hijas del herido, rodeando su lecho de agonía, deslizaba una imagen siniestra, un hombre que ocultaba su cabeza bajo un gorro de dormir y su cara entre las manos, a quien unos dirigían miradas de acusación y otros miradas de desprecio. ¿Y quién era ese hombre? Pues era nada menos que el Duque de Orleans, diez años más tarde rey de los franceses por usurpación, y abuelo del heredero de su corona revolucionaria entonces y hoy conocido con el nombre inolvidable de Conde de París.

Así el dolor de los verdaderos realistas no tiene consuelo. Sus comités más antiguos se disuelven. Sus periódicos mas leídos se suspenden. Sus devotos más fieles se condenan a luto eterno. La Union, el oficial órgano de Frosdhorf, calla por siempre. Los Duques de Parma se niegan a reconocer como jefe a quien tienen por enemigo. La Reina viuda declara que al impedir la presidencia del duelo a un Orleans, ha cumplido un expreso mandato del último Borbón. El Univers declara cómo pospondrá la herencia, esa ficción de la monarquía en el mundo, a la Iglesia, ese verbo del espíritu divino en la tierra. Y los más pundonorosos y los más leales se cubren de ceniza y entierran sus ideas en los sarcófagos del destierro, donde reposan los reyes de Francia. No se me oculta, no, como las mesticerías de los monárquicos al uso quisieran meter a barato los siglos y los recuerdos para encubrir el reinado nuevo de los eclécticos y los enciclopedistas con el flordelisado manto de San Luis y coronarlo con la diadema gótica del catolicismo tradicional. Pero no es posible. La realidad viviente desbarata esas combinaciones alquímicas del interés personal ayudado por extraordinarias circunstancias. No faltaba más sino que los sacerdotes de la escuela histórica pudieran quitar a la historia su poder y su virtud respecto a instituciones fundadas en los siglos como la institución del poder real, y respecto a privilegios tradicionales como los privilegios de las diversas dinastías. Ya que los Borbones son lo que son por Luis XVI, por Carlos X, por los Duques de Berry, no pueden impedir que a su vez los Orleanes sean los enemigos de los Borbones por Felipe Igualdad y por Luis Felipe. Ya que tanto encarecéis el principio hereditario, reconocedlo y sustentadlo así en lo que os daña como en lo que os favorece. Vosotros sois los enemigos del derecho y de la responsabilidad personales y los amigos del privilegio absurdo que trasmite a los hijos las dignidades antiguas de los padres. Pues que se atengan los herederos de los regicidas a sus barricadas, a sus convenciones, a sus cadalsos, y no turben la paz en el sepulcro de sus ilustres víctimas.

Una ceremonia remata este último drama y cierra la serie de consideraciones que hace tiempo escribo sobre la última representación del poder monárquico en Francia. Estos reyes franceses no quisieron jamás a la ciudad de París. Y como no la quisieron jamás, esquivaron sistemáticamente su presencia en ella. Y como esquivaron sistemáticamente su presencia en ella, erigieron innumerables palacios en vastos sitios reales. Si pusiéramos aquí su lista os maravillaríais de su número. Basta recordar los más celebres. Francisco I llegó a fingir una Italia para sí en las selvas de Fontainebleau, y Enrique II en el castillo de Anet. Catalina de Médicis, con haber embellecido tanto sus Tullerías al uso italiano, habitaba con frecuencia el palacio de Blois. Luis XIV trasladó la capital del inmenso y confuso laberinto formado por las oscuras calles de París, donde metían mucho ruido los frondistas, a los peinados jardines de Versalles, donde los cortesanos se parecían a las estatuas y las estatuas a los cortesanos. María Antonietta vivió entre aquel Trianoncillo de su predilección y aquel Saint-Clud, tan caramente pagado por la monarquía. Y no recuerdo San Germán, Compiegne, Rambouillet, Trianon, Marly y tantos y tantos retiros como ideaba la soberbia para ocultar la igualdad natural a un mundo, alejado de su presencia y puesto allá en los abismos sociales de hinojos y de rodillas ante sus reyes. Pues un palacio más es el sitio de Chambord. Yo lo visité hace tiempo en una de mis frecuentes correrías por los alrededores de París, y recuerdo hasta sus más exquisitas minuciosidades en mi feliz memoria. Si lo mirarais sólo de medio cuerpo abajo habría de pareceros a una feudal fortaleza de aquellas que tenían un foso alrededor, su puente levadizo a la entrada, sobre la entrada su torre del homenaje, y frente a la torre del homenaje su horca para el pechero. Los ventrudos torreones, algo parecidos a las colosales tinajas del Toboso, empotrados en las paredes, os recordarían un tanto el feudalismo, si bien el feudalismo que se dobla y se rinde. Mas luego el friso, las cresterías aéreas, las torrecillas elegantes, los relieves italianos, las esculpidas ventanas, con verdaderas cinceladuras dignas de las más ricas joyas; las azoteas, desde las cuales presenciaban las damas los torneos y monterías bajo doseles de piedras esculpidas; las pirámides, hermoseadas con toda suerte de grotescos muy semejantes a reminiscencias platerescas de nuestra Salamanca y de nuestro Toledo; los adornos, en su totalidad, habían de recordaros el Renacimiento y deciros que Chambord se trueca de castillo en palacio, como la monarquía de feudo en Estado, y sus bases fuertes, y sus muros espesos, concluidos por cincelados maravillosos, representan a los Valois, que, vestidos de brocados, con sus pulseras al brazo, y sus collares al cuello, y sus pendientes a las orejas, y sus afeminaciones múltiples, tenían valor para vestirse la fuerte armadura y entrarse arriesgados en las trombas formadas por el terrible y horroroso empuje de las guerras religiosas que comenzaban y las guerras señoriales que concluían en aquella época de artes y combates, de amores y matanzas. El recuerdo más vivo de Chambord es la hospitalidad ofrecida por Francisco I al emperador Carlos V en su travesía para humillar y vencer a Gante rebelada. Enrique V de Borbón tomo de tal palacio su nombre de destierro, porque Chambord, sacado a venta en el acerbo de los bienes nacionales, fue adquirido y regalado en los tiempos de su prosperidad por las municipalidades francesas. Pues allí acaba la familia de consagrar honras al muerto, y en una bandera colosal puesta sobre los altares, léese, en letras grandes trazada una inscripción que dice: «Con él se ha extinguido la última prole de San Luis» Ahora sí que un predicador elocuente podría aumentar la frase del clérigo no juramentado, que ayudó en su trance ultimo, en el cadalso, a bien morir al llamado por sus vasallos rebeldes Capeto, y exclamar: «Corona de San Luis, subid al cielo, puesto que no queda ya de vuestro brillo ningún representante aquí en la tierra»

Y eso que aún hay, además de los Orleanes, competidores vivos y muy vivos, jóvenes y muy jóvenes, al nombre llevado por Chambord y a su representación. Cuantos han saludado la historia del gran movimiento revolucionario con que nuestro siglo se abre y se cierra el siglo último, habrán visto, a través de lágrimas en los ojos mal reprimidas, la suerte del desgraciado Delfín que había de llamarse Luis XVII si la catástrofe no interrumpiera la soberbia sucesión y no lanzara los reyes al cadalso. Estos hijos de Luis XVI han sido todos víctimas de un destino infeliz. Antes de que los maldijera el pueblo habíanlos ya deshonrado sus próximos parientes. El Conde de Provenza, más tarde Luis XVIII, tenía tal idea de Luis XVI, que lo consideraba incapaz de sucesión. Él difamó tanto como su primo el de Orleans a María Antonietta, y divulgó la idea de que sus hijos naturales y legítimos eran adulterinos y bastardos. No armó poco escándalo negándose a presenciar el bautizo del primogénito, so pretexto de que no era hijo de su hermano y sí de otro caballero, cuyo nombre no recuerdo en este momento. Infamias tales fueron causas segundas de aquel encrespamiento, cuyas causas primeras son las ideas y sus inevitables impulsos. En el naufragio desapareció el Delfín, y nunca se volvió a saber de él cosa ninguna. El mar devuelve los cadáveres; la revolución no devolvió jamás esta víctima, ni aún después de inmolada. Entregáronlo al zapatero Simon, y este revolucionario, cruel esbirro de la libertad y de la República, logró envolver al heredero de tanta grandeza en los misterios del olvido. Nadie ha vuelto a saber de él. Pero ha habido muchos aventureros que se han llamado Luis XVII, los cuales han dicho cómo cuantos príncipes han reinado después, aprovechándose de su muerte su puesta, son usurpadores.

Nada tan natural como tales apariciones, más o menos fantásticas, en las sombras más o menos espesas de un profundo misterio. Los falsos Demetrios de Rusia y los falsos Sebastianes de París prueban cuán fáciles resultan al cabo de algún tiempo tamañas falsedades en la historia. Y existen hoy unos pretendientes, los cuales se titulan a sí mismos Duques de Normandía, y se dicen herederos directos de Luis XVII, y, por consecuencia, del trono francés. El pretendido Delfín murió el año 45, de relojero en Holanda, y se llamaba Nadorff. Sus herederos han pugnado para reivindicar tal título hasta en los tribunales de justicia. Y es rarísimo que habiendo aparecido hace tiempo y declarádose Delfín de Francia, escapado a la prisión del Temple, no se haya obtenido medio de averiguar su estado civil, cuando los Borbones franceses llamaron a todas las cancillerías europeas en su necesidad de probar las imposturas del audaz y porfiado pretendiente. En el Haya permitieron las autoridades que al jefe de tal familia se le diese tierra entre honores verdaderamente reales y que sobre la piedra de su sepulcro se inscribiera el nombre de Luis, el número XVII y el título de rey francés. Pues ahora sus hijos, tres, salen con una protesta diciendo que Chambord era jefe de la rama conocida con el nombre de Artois, y París jefe de la rama conocida con el nombre de Orleans, y ellos los jefes verdaderos de la ilustre casa de Borbón. Echadle galgos al dichoso principio hereditario.

Dejemos los asuntos interiores de Francia, y vamos a los asuntos exteriores. Nunca he sido partidario de la política colonial, puesta en uso allí, por creerla opuesta en todo a la reconcentración del espíritu francés dentro de sí mismo, reconcentración indispensable para influir en Europa moralmente y extender las instituciones republicanas y autorizar la democracia contemporánea con la reveladora virtud del ejemplo. Creí peligrosa la expedición de Túnez, y como la creí, lo dije. La enemistad implacable de Italia con la entrada en los conciertos austro-prusianos, y la ocupación de Egipto por Inglaterra, confirman mis previsiones y mis presentimientos. La nación francesa es esencialmente continental, como son continentales Prusia e Italia, y, por lo mismo, no es colonizadora como Holanda, flotante casi en los mares, esa isla que se llama Inglaterra y esta Península, compuesta de Portugal y España. El mismo Ferry ha declarado últimamente que ningún pueblo echa en el suelo propio raíces tan profundas como el pueblo de Francia, y, por lo mismo, ninguno más impropio para las expediciones largas y para los establecimientos lejanos, a pesar de su valor, de su inteligencia y de su pujanza. Pero, iniciada la política colonial, no puede negarse que ha prevalecido y alcanzado grandes y provechosas ventajas. Si un gobierno imperial, monárquico de antigua forma, completara los dominios de Orán y Argel con el protectorado sobre Túnez, saliera del conflicto de Madagascar airoso, y firmara el tratado último con Anam, ¡oh! no se cansarían sus cortesanos de cantarle a voz en coro hosannas y loores. Pocas empresas coronadas con una victoria diplomática tan grande como la empresa del Tonkin, que asegura la dominación francesa en la Cochinchina, que dilata su protectorado sobre grandes territorios, que somete Anam al imperio europeo, que abre al comercio ríos de verdadera importancia mercantil, que amenaza y refrena tribus piratas; con todo lo cual prospera mucho el saludable predominio de nuestra civilización y cultura en los cerrados territorios del Asia.

Los numerosos enemigos que, así en la diplomacia como en la prensa europea, tiene toda República francesa, por natural recelo de las monarquías, anuncian dos conflictos inmediatos en tal empresa, uno diplomático inevitable con Inglaterra y otro militar, inevitable también, con China. Soberana esta potencia de Anam, creen los pesimistas que no puede tolerar la sustitución de otra soberanía. Pero hay que distinguir entre soberanías nominales y soberanías verdaderas. Si abrís nuestras compilaciones de leyes os extrañará el numero de títulos honoríficos usados por los monarcas españoles. Aún se llaman soberanos de Cerdeña, como se llaman reyes de Francia los reyes de Inglaterra. La gramática en que yo mal aprendí el francés trae sobre tales vanidades regias un sueño instructivo y oportuno. Dice que hallándose presente a un consistorio en el Vaticano cierto infante de Aragón, deseoso de honrarle con algo extraordinario el Papa, exclamó, y muy enfáticamente: «Hago al Príncipe rey de Jerusalén.» Y como al oír tal nombramiento se levantara el agraciado en ademán de hablar, concedióle la palabra el Papa, sin duda para que diese las gracias, y el Príncipe respondió: «Señores, hago al Papa califa de Bagdad.» Pues califa de Bagdad, como nuestro papa del Chantreau, es, poco más o menos, en Anam, el emperador divino del Celeste Imperio. Si quiere llamarse dueño y soberano de Anam, como pretende, hágalo en buen hora, pues también se llama dueño y soberano de constelaciones que nos alumbran; y esta soberanía del Hijo del Sol sobre los espacios sidéreos no empece a que llegue hasta nuestras humildes retinas el resplandor de sus estrellas. La dificultad mayor se halla en la designación del territorio neutro que debe separar los dominios nominales y los dominios reales del emperador celestial. Pero todo se arreglará, contando como cuenta Francia con una cooperación activa en Inglaterra. El Gobierno radical inglés tiene por ley de su proceder internacional una inteligencia estrecha con Francia. El Gobierno parlamentario, a uno y otro lado del Canal, asegura la paz con la libertad de ambos pueblos y los preserva de aquellas antiguas competencias guerreras empeñadas por las ambiciones ciegas del primer Imperio. Así tendrá el embajador chino en París, el Marqués de Tseng, que resignarse a las condiciones de Francia, pues ha encontrado cerradas por completo a sus llamamientos las puertas del Ministerio de Negocios Extranjeros en Inglaterra. Y esta inteligencia de las dos grandes potencias continentales significa en el fondo algo más que la paz con el Celesle Imperio, significa la paz europea también, pues las veleidades conquistadoras y guerreras habrán de pararse y detenerse ante tan grande y formidable reto.




ArribaAbajoCapítulo XII

La insurrección de Badajoz


Cuando menos lo pensábamos, de improviso, las Cortes recién cerradas, en la Granja de veraneo el Rey, en los baños el Presidente, dispersos los Ministros, inclinados al reposo de unas vacaciones todos los partidos, en calma los ánimos y en sosiego la Europa entera, estalla una sublevación militar aquí, de las usuales en otros tiempos, demostrando un vasto plan, de larga fecha preparado; porque coinciden sus estallidos en dos fronteras extremas de nuestra patria, como Badajoz y Urgel, igualmente que hacia el centro, en región tan importante como la Rioja y en línea tan estratégica como la línea del Ebro.

Al trazar estas líneas diríase que todo está concluido y que la revolución ha pasado como esas tempestades veraniegas, las cuales relampaguean en los cielos y no lanzan a la tierra ni una gota de agua, ni un grano de granizo, ni una chispa de fragorosa electricidad. Los sublevados de Badajoz se han acogido a Portugal en las fronteras occidentales, y los sublevados de Urgel se han acogido a Francia en las fronteras orientales, sometiéndose los del centro después de haber dado muerte al jefe revolucionario que los mandaba y oídos a sus jefes regulares y legítimos, que los movían a pronta sumisión.

Pero ¿ha vuelto la tranquilidad a los ánimos? Desde luego échase de ver un fenómeno que debe observar la monarquía restaurada, si quiere conocer el estado político y social del país en que reina. Para su restauración última nada hicieron los elementos civiles. Ninguna ciudad se movió en su pro, ningún partido, absolutamente ninguno, dio una voz reclamando tal retroceso en nuestras instituciones y tal retrogradación de nuestra historia. Los mismos hombres civiles del bando alfonsino, aquellos que tenían los poderes del Rey ausente y se llamaban los motores de la restauración inminente, atribuían el motín militar a imprevisoras impaciencias y lo rechazaban y condenaban todos a una con verdadero furor. Sólo el ejército trajo a don Alfonso y sólo a la iniciativa del ejército se debió su restauración. Pues bien; el ejército, en tres puntos apartados, acaba de levantarse, teniendo en este levantamiento participación todas sus armas y contra el mismo rey a quien trajera en Sagunto.

Excuso decir que mi partido no tuvo arte ni parte ninguna en tal sublevación, a las claras contradictoria con todas nuestras reglas de propaganda pacífica, y en pugna con todas nuestras esperanzas de llegar a la República por medios legales y ordenados. Nosotros hemos creído, y seguimos creyendo, que no se puede apelar a las revoluciones sino cuando todas las vías legales se han cerrado, y que no están cerradas las vías legales en pueblo donde la libertad de imprenta y la libertad de reunión resultan, por lo menos, tan latas como en los primeros pueblos libres del mundo y bastan para traer todas las instituciones perdidas, así como para impulsar todos los necesarios progresos. Si otro motivo no tuviéramos para condenar la insurrección última, bastaríanos su inoportunidad, su improvisación, su aislamiento de todos los partidos civiles, sus caracteres puramente militares, que sólo podrían dar, al fin y al cabo, tremenda dictadura, como todo aquello que no se inspira en la conciencia pública y no toma su fuerza de la voluntad general.

Y por esto mismo, por estos caracteres de la revolución última, no encuentro excusable la política del Gobierno, política de sorpresas tan extrañas y de improvisaciones tan súbitas como las sorpresas y las improvisaciones mismas de la revolución. Desde luego no tiene autoridad moral suficiente para reprimir una insurrección militar en España quien ha encabezado movimientos análogos, como el más grave y más trascendental de todos ellos, como el movimiento de Sagunto. Pero dejando esto aparte por sabido, tampoco tiene justificación que se haya, en tal trance, apelado a la suspensión total de las garantías y de los derechos individuales en toda la Península. Y mucho menos puede justificarse que se haya procedido con crueldad tan grande al rápido fusilamiento de cuatro militares subalternos, tremendo castigo que, sin escarmentar a nadie, aumenta el catálogo de nuestras víctimas y empapa inútilmente con española sangre nuestra martirizada tierra. La suspensión de garantías ha dado, en el concepto público, al movimiento una extensión mayor que su importancia y ha demostrado la debilidad de instituciones que no pueden vivir sin vulnerar las leyes y arremeter a los más primordiales derechos.

El no haber tomado parte alguna, ni directa ni aún indirectamente, nuestros amigos en la última sublevación, como declaro con toda sinceridad; el no haber pedido los motores de tal hecho nuestro consejo y nuestro voto, quizás porque sabían de antemano cómo hubiéramos maldecido y repudiado su revolución militar, jamás nos privará de conocimiento para llegar hasta el extremo de desconocer su trascendental importancia. Todos los movimientos españoles, todos, sin excepción de uno solo, principiaron siempre por un grande fracaso. Fracasó el movimiento iniciado por el Conde de las Navas a favor de la Constitución del doce, poco antes de triunfar en la Granja esa misma Constitución el año treinta y seis; fracasó el movimiento de León, O'Donnell y Concha el año cuarenta y uno, antes de triunfar las mismas soluciones el año cuarenta y tres; fracasó el movimiento de Ore, sublevado en Zaragoza el año cuarenta y tres, poco antes de que triunfara en definitiva la revolución el año cincuenta y cuatro; fracasó el año sesenta y seis tanto el primer movimiento de Prim en Enero como el segundo movimiento de Madrid en Junio, poco antes de que triunfara la revolución del sesenta y ocho. Todas nuestras grandes erupciones volcánicas se han visto precedidas por una fulguración fracasada.

Así es que urge ocurrir al remedio de la revolución, que centellea, y descargar su electricidad. El medio único de conseguir tal resultado está en apelar francamente al pueblo y erigir sobre la voluntad del pueblo, legalmente manifestada, toda nuestra constitución y toda nuestra política. El error de los partidos conservadores consistió en dar una carta otorgada, y prescindir por completo del dogma de los dogmas modernos, del dogma de la soberanía nacional. Es necesario restablecer prácticamente tal dogma y devolver el sufragio universal a la nación, despojada por los arrebatos reaccionarios de tan precioso derecho. Sólo así podrán resolverse todos los conflictos y salvarse la soberanía nacional, cuyo inapelable y supremo fallo descargará el aire de tempestades y asegurará el continuo y tranquilo y verdadero ejercicio de la voluntad del país.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Complicaciones europeas


El asunto más grave suscitado en la prensa europea estos últimos días, es el asunto de las amenazas germánicas lanzadas con motivo de la inverosímil y absurda intervención por los pérfidos conservadores atribuida en sus más importantes periódicos al Gobierno francés en los movimientos españoles. Todo el mundo sabe cómo pienso yo respecto a las insurrecciones militares; y no he menester la repetición ahora de cuanto he dicho respecto a ese mal de nuestro ejército con verdadera insistencia en su debida oportunidad. Por lo mismo, tengo el juicio bien sereno para declarar que solamente la demencia del odio a la República puede atribuir a su Gobierno tamaña insensatez, como si desconociera los más sencillos deberes internacionales, y careciera de toda noción y todo sentimiento de derecho. Que la guarnición de Badajoz en armas y con arreos se alce y subleve; que la caballería de Santo Domingo eche por valles y cañadas proclamando en son de guerra la República radical; que los carabineros de La Seo, donde tantas veces tremolara la bandera carlista, desplieguen sobre los muros manchados por la sombra del absolutismo la bandera democrática, no son cosas tan ajenas a nuestra España y a nuestra historia, como pretenden los diarios monárquicos de Madrid e imperiales de Alemania para imputárselas al Gobierno francés y pedir por ello nada menos que una intervención extranjera, como si estuviéramos en los tiempos de las coaliciones realistas y tronara en París el genio formidable de la Convención. ¡Ah! Ningún gobierno, absolutamente ninguno, y menos el Gobierno francés, puede dar en el desvarío de sostener levantamientos y revoluciones en los pueblos vecinos, tan sólo porque se invoca en medio de los estremecimientos revolucionarios la bandera que a ellos les sirve de guía. No quiero decir nada sobre la especie vertida en todas partes del dinero francés, la cual especie ha rodado mucho por historias y crónicas al explicar el postrer suceso.

Creedlo: siempre que de tales paparruchas se trata, recuerdo las imputaciones de los diarios moderados a nuestra emigración el año sesenta y seis. Su propio Gobierno habíanos expulsado con cólera de las fronteras, y constreñídonos a refugiarnos en Suiza. Nadie sabía tan bien como los periodistas ministeriales toda la imposibilidad de permanecer en Francia, cuando nos expulsaba y despedía de allí, de aquel Imperio napoleónico, tanto nuestro carácter de proscritos españoles, como nuestro carácter de republicanos demócratas. Y sin embargo, al llegar a Ginebra, por sus propias exigencias pavorosas, y por los mandatos imperiosísimos del Gobierno francés, dijeron que habíamos ido allí en busca de dinero por el Consistorio protestante ofrecido para que proclamásemos la libertad de cultos, como si este principio no hubiera estado en todos nuestros programas y en todos nuestros compromisos. Y cuando nosotros llegamos el Consistorio protestante de Ginebra necesitaba establecer en su catedral un órgano nuevo, que acompañase los cánticos del pueblo; y para granjearse los recursos necesarios, daba conciertos en el órgano viejo por un franco de entrada. Y muchas veces habíamos ido nosotros a esparcir y recrear el ánimo en la inefable audición de aquella sacra música. Por manera que, lejos de aceptar dinero del Consistorio protestante, le dábamos nosotros óbolos de nuestros exhaustos bolsillos. Ninguna historia tan propia para desmentir hechos tan falsos como los alegados por los periódicos en la última sublevación respecto al Gobierno francés. Nadie ha sentido como yo la intentona última, por creer que detiene los movimientos y ahoga los impulsos de la democracia española, quien con su apostolado de paz iba consiguiendo progresos continuos, los cuales debían conducirla de seguro a una victoria ordenada; pero mi dolor no me ofusca, no, al extremo de imputar a los Gobiernos vecinos todo cuanto tiene su raíz en propensiones naturales a nuestra raza y en recuerdos antiguos de nuestra historia.

Uno de los más curiosos fenómenos de la política europea es el desarrollo pacífico y continuo de las fuerzas republicanas en esa Francia tan combatida y denostada por todas las supersticiones reaccionarias. Las elecciones últimamente celebradas para nombrar los consejos provinciales revelan cómo se arraiga, con qué raíces hondísimas, la forma republicana en Francia. Creían muchos que la muerte de Gambetta, unida con las agitaciones causadas por la expulsión de los Orleanes, a quienes se atribuía grande influencia en el ejército, estaban a punto de producir una reacción y quitar a los comicios su propio carácter republicano y democrático. Nada más infundado. Las elecciones de los Consejos generales son esencialmente políticas en Francia; y estas elecciones han venido a mostrar una vez más cómo la República puede contar con el sufragio universal para su desarrollo concertado y pacífico. Los monárquicos más caracterizados y los clericales más antiguos han caído como las espigas de una siega en los incidentes de la pacífica contienda. Maravilloso espectáculo, en verdad, el de un pueblo que, adscrito a los antiguos tiempos por una larga historia y por una cadena de instituciones seculares, cobra el imperio sobre sí mismo, y lo usa con tal prudencia y tal medida que hace confiar a todo el mundo en los constantes y pacíficos desarrollos del humano progreso.

De tal suerte responden los franceses a cuantos creían que la muerte del Conde de Chambord iba enterrando la bandera blanca y su significación para resucitar la dinastía de los Orleanes con sus caracteres doctrinarios y sus sofismas semidemocráticos. El Conde ilustre, que personificaba dignamente la última sombra del poder monárquico en Francia, desaparece del mundo sin dejar tras sí estela ninguna de fundada esperanza para la monarquía. Un cáncer al estómago devora la flor de lis, en cuyo cáliz se hallaban condensados todos los recuerdos históricos propios de los Carlovingios, de los Capetos, de los Borbones, de las altas dinastías francesas. El Príncipe había perdido los jugos gástricos en las entrañas, sin perder la invencible inclinación a los placeres de la mesa. Este doble peligro para su quebrantada salud del exceso en la comida y del defecto en la digestión hallábase contrastado por sus hábitos de movimiento y ejercicio. El Príncipe, como buen Borbón, gustaba también mucho de la caza, en que fueron tan diestros sus antepasados, Enrique IV, Carlos III, Luis XVI. Tal incontrastable inclinación sustituía de algún modo la falta de fuerzas y reemplazaba los jugos gástricos en la indispensable nutrición. Pero una herida, por un latigazo inopinadamente abierta en el muslo derecho, le obligó al reposo; y este reposo, en el cual no perdonó la comida, le trajo la última enfermedad, ya de todo punto incurable. No le han faltado ni medicinas de la ciencia ni oraciones de la religión; pero la muerte, con su implacable igualdad, se lleva en sus alas de murciélago al representante último de la monarquía en Francia, que no deja ni sucesores ni herederos, yéndose con él una secular institución, la cual no reaparecerá en la historia, como no reaparecen las especies extintas en el planeta.

Reflexionemos un poco sobre tan grave suceso. Las heridas abiertas por la revolución democrática en los sentimientos y en las creencias del destronado huérfano, habían de chorrear sangre toda su vida y determinar todos sus actos. En el destierro sólo aprendía odio natural a los que de consuno le desterraban; odio manifestado por una repugnancia invencible a las tradiciones y a las ideas liberales. Creyendo su nacimiento milagroso, providencial su herencia, divina su profesión de rey, tenía en su ánimo a los revolucionarios, no sólo por desligados de los deberes con él, por infieles a la religión y a Dios. Ni en los tiempos del derecho divino, cuando la monarquía se levantaba, por los cánones de la jurisprudencia romana resucitada en las Universidades, a ser una especie de astro celestial, difundiendo ideas y derramando revelaciones, surgió príncipe tan penetrado en su conciencia de traer al mundo un ministerio divino, cual todos los patriarcas y todos los profetas y todos los reveladores. Como consideraba el Pontificado esencialísimo al cristianismo, consideraba la realeza también esencialísima de suyo al Pontificado; y confundía estas instituciones en una sola, de igual suerte que se confunden las tres personas o hipóstasis de la Trinidad católica en una misma sustancia. El sentimiento íntimo de que la Providencia velaba por él, y debía devolverle, cuando el cielo se cansase de castigar a Francia, su corona providencial, dábale con su misticismo enervante parecido a la inacción semítica, una obediencia servil a la fatalidad. Mantener su nombre real en el destierro con las actitudes majestuosas de una estatua fúnebre sobre un colosal sepulcro era todo su pensamiento, y lo ha mantenido hasta el fin con la uniforme constancia propia de una irremediable inercia. Más bien que una persona viva parecía un símbolo, tan frío como el oro de la derribada corona, y tan aparatoso e inútil como los blasones de su escudo. Los retratos de Versalles, las esculturas de Saint-Denis, los caballeros del Espíritu-Santo representados por los maniquíes en los museos del Louvre o de Cluny, sienten y conocen más el vivir que lo sintió y conoció este descendiente de cien reyes envuelto en el olímpico y marmóreo frío de su hereditaria divinidad.

Su vida está encerrada en una protesta continua proveniente de sus inacabables derrotas. A la muerte de su tío el Duque de Angulema, por 1844, como recibiera la jefatura de la casa de Francia, protestó ya contra sus parientes, los cuales habían contrahecho el trono maridándolo con la revolución, y falsificado hasta su propio bastardo derecho hereditario, poniéndole como base única el protervo dogma de la soberanía nacional. Después de tales manifestaciones primeras sólo ha firmado luctuosos papeles sugeridos por todas las victorias del moderno progreso contra todas las resistencias del antiguo tiempo. Así, protesta al fundarse dos veces en su no muy larga existencia la República; protesta contra los Orleanes y contra los Bonapartes; protesta por la derrota de don Carlos en Vergara y de D. Miguel en Oporto; protesta por el acabamiento y fin de la teocracia romana; protesta por la expulsión de los Borbones de Nápoles; protestas a la continua, pues parecen sus proclamas las líneas de un termómetro, señalando los grados de calor adquiridos por el disco de la libertad, como corresponde a quien ha personificado todas las instituciones vencidas y todas las ideas muertas, levantándose ¡ay! entre las ruinas a modo de las efigies preservadas de las inclemencias del aire por los escombros amontonados sobre sus frentes.

En mil ochocientos setenta y tres parecía que iba de seguro a penetrar en tal cadáver la sangre ardiente y colorante que anima y enciende a los verdaderos organismos. Un Congreso, como desde los tiempos del abuelo de Chambord, desde los tiempos de Carlos X, no se había visto ningún otro, designado entre los terrores de la derrota para firmar una paz horrible, y creído en su interior de que debía en aquel trance arrogarse inmanente poder, le anunció de una manera confidencial que si quería reinar como sus antepasados en Francia, dejase la bandera blanca y la flor de lis antigua para tomar los matices de la revolución y erguir en el tope de su vieja galera, conducida por forzados, la bandera tricolor. Imaginaos un Brahman obligado a trocarse por un paria, o un santón constreñido a cambiar el Corán de su Profeta por el Evangelio de nuestra fe, o un cura ultramontano puesto en el caso de cantar al pie de los altares la Marsellesa en lugar del Miserere; pues sólo así podríais figuraros la cara que puso y el gesto que hizo Chambord oyendo tal abonaminación. Blasfemaste, debió exclamar, como los sumos sacerdotes de la sinagoga, y, rasgando sus vestiduras, cubrióse la cabeza de ceniza en expiación a haber, mal de su grado, abierto los oídos a tal proposición espantosa. Los monárquicos no se atrevieron a intentar la restauración después de la negativa regia, pues el estupor de la Nación tomó tales proporciones, que se atribuyó al buen Mac-Mahon, incapaz de decir tan buenas cosas, que, aún votada por el Congreso la Restauración, al proclamarse y saberse, romperían contra ella el fuego por sí sólo y por su fuerza propia los cañones de su ejército. Entonces fue cuando, convencidos los Orleanes de la debilidad del principio monárquico en la nación, expidieron el mayorazgo, su Conde celebre de París, a la legitimidad, para que recogiese los provechos del principio hereditario mientras expedían al Duque de Aumale hacia la República para que recogiese los provechos del principio electivo.

Pero Chambord jamás ha visto de buen ojo a los que le usurparon la dignidad real después de haber inmolado a Luis XVI en la guillotina, herido a María Antonietta en su honra, depuesto del trono a Carlos X y perseguido y encarcelado a la Duquesa de Berry. Si recibió la primer visita del Conde de París el setenta y tres fue por mera cortesía y no por madura resolución. La entrevista no debió resultar muy cordial, cuando en diez años ninguna otra se ha celebrado en ningún otro punto. Ha sido necesario que la vida del buen Chambord se acabase para que de nuevo se viesen al borde oscuro de un sepulcro, y en el instante de una terrible agonía, los dos competidores al fantaseado y desvanecido trono de Francia. Mas, en el momento de morir, no lo han llamado como si temiesen amargar las últimas horas del moribundo y sostener las esperanzas vanas de su mentido heredero. Ninguna demostración tan clara de la falsedad del principio hereditario como esa recaída de la corona de los guillotinados en las sienes de los guillotinadores. El verdugo de los Borbones se ha puesto la misma cabeza que había segado sobre sus hombros y la misma corona que había roto sobre su cabeza. Por manera que al ir, después de muerto Enrique V, al ir el reconocido por su heredero al castillo mortuorio, se ha encontrado con que la Condesa de Chambord no ha salido de su cámara, y el Conde Bardi no se ha levantado de su lecho, y el Duque de Madrid, o sea D. Carlos de Borbón, se ha puesto en cobro como a la vista de un fantasma, y todo ha revelado la incompatibilidad entre las dos ideas reunidas sobre la cabeza hoy de un Orleans, entre la idea de una monarquía doctrinaria y la idea de una monarquía tradicional. Así es que la República francesa nada puede recelar de la nueva posición que ocupa el pretendiente al trono, quien, además de no poder juntar en su persona dos ideas contradictorias, tiene la terrible y amenazadora competencia del Imperio. Conságrense los republicanos a organizar en paz su República, y, evitando exageraciones, unan dentro de su organismo el orden con la libertad, los progresos necesarios con la solidez de las nuevas instituciones, el trabajo con el capital, y no teman a esos fantasmas de lo pasado, que se han desvanecido por haberse ahuyentado ante las ideas y las creencias sobre las cuales descansaron sus tronos, caídos al impulso de la revolución para no volver jamás a levantarse.

Pocas veces podría decirse con más razón que al morir un hombre no ha muerto tanto su persona como su idea. Y los hechos acaecidos en la horrible agonía y en el trance último de Chambord confirman esta verdad evidente. Cuando más se apagaba su vida más se asía su partido a la esperanza de conservarla, como reconociendo que, una vez concluida, se concluía la institución de sus ensueños, de sus creencias, de sus esperanzas. Cierto que la gentileza del Conde y su amor al principio monárquico, tan fielmente guardado en sus actos y en sus palabras, le impedían desconocer la virtud íntima del derecho hereditario ni ocultar su recaída final en la familia de los mayores enemigos que jamás encontrara en el mundo la perseguida dinastía de los Borbones primogénitos. Pero también cierto que ha reconocido y aceptado esta fatalidad, comparable a la del infeliz Edipo y digna de cantarse por la musa trágica de un Sófocles, con mucha resignación religiosa y sin ningún género de fe y entusiasmo. Nada en él de cuanto suelen por sus herederos sentir los que les confían la guarda y disfrute de una grandiosa herencia. Tras medio siglo de separación y apartamiento, los dos representantes hereditarios de las dos dinastías enemigas se vieron y saludaron el año setenta y tres, más con el mutuo respeto de quienes cumplen un deber penoso, que con el cariño de quienes llevan una sangre misma en sus venas, un solo apellido en sus nombres, una idéntica profesión de tradiciones y de ideas en su conciencia. Aquella entrevista, en la cual declaraba París a Chambord que si la maltrecha institución monárquica tornaba de nuevo a recomponerse, no recelase ni temiese ninguna competencia de su parte, antes demostraba la decadencia irremediable del trono que la fe y esperanza de sus herederos y de sus representantes. Imposible la Restauración, quería el Conde de París que la imposibilidad resultase de la propia naturaleza de las cosas y no de las pretensiones de su gente. Pero se hablaron los dos príncipes y no se conocieron, ni mucho menos se juntaron. Imposible la inteligencia entre un Borbón como Chambord, místico, y un Borbón como París, positivista y práctico; entre un paladín de la Edad Media semejante al último Conde, y un paladín de la República americana semejante a Lafayette; entre quien sólo se curaba de las peregrinaciones religiosas ¡das a Lourdes o a Roma, y quien sólo se curaba de las sociedades trabajadoras fundadas en Brighton o en Rochdale y llenas del espíritu moderno; entre la bandera blanca de la monarquía, extendida sobre los reyes legítimos durante tres centurias, y la bandera tricolor de la Revolución, extendida en los tres días de Julio desde las barricadas relampagueantes sobre los usurpadores Orleanes.

Víspera de San Luis, ya lo hemos dicho, agonizaba el heredero último de rey tan ilustre y santo. A causa de su enfermedad al estómago, el hijo de cien reyes acababa materialmente por hambre. Sólo se oía en las supremas horas el rezo de un cura, el resuello de un moribundo y el llanto de una viuda. Su ayuda de cámara le sostenía la cabeza y la princesa su esposa lloraba de rodillas a los pies. Veíase allí solamente de ajenos a la familia íntima, el buen Blacas, desolado, cuyo padre asistiera también al trance último de Luis XVIII, muerto en las alturas del trono francés y bajo los artesonados del Palacio de las Tullerías. ¿Y dónde se hallaba el heredero? ¿Cómo no había ido allí a recoger la última mirada y la última bendición de su predecesor para fortalecerse y alentarse a seguir en el tiempo la representación de una entidad como la monarquía y el mayorazgo de una familia como los Borbones? ¡Ah! Enrique V, al ver a un Orleans junto a su cabecera, hubiese visto su postrer agonía turbada por los calumniadores y los verdugos de sus padres.

Y aún hay más; la Condesa viuda se ha negado a que presidiera París los funerales, y viéndose relegado, ¡él! representante de la dinastía histórica en el puesto último, tras los Reyes de Nápoles y los Duques de Parma, se ha retirado a su palacio, llevándose una incurable afrenta en el corazón. Por manera que, muerto a las siete de la mañana el Rey último de Francia, Blacas salió a decir y anunciar su muerte, como había salido en persona su padre a decir y anunciar la muerte de Luis XVIII. No relumbraban, no, en la galería de Diana los altos dignatarios de la realeza vestidos con sus uniformes áureos y reflejados en los cristales venecianos bajo bóvedas pintadas de mil colores y sobre pavimentos pisados por antiguos ilustres monarcas: la casa del destierro parecía lúgubre panteón donde unos muertos enterraban al gran muerto. Pero lo que más falta hiciera en tal momento y en tal sitio no fue tanto la corte y sus esplendores como el heredero y su representación. Blacas dijo, como su padre, la tremenda frase: «Señores, el Rey ha muerto»; pero no pudo concluirla como siempre, con la frase de «¡viva el Rey!» presentando al nuevo monarca, cual su padre la concluyó, presentando a Carlos X. El monarca de hoy es otro infeliz destronado también, y al cual ni siquiera le ha valido, en la solidaridad monárquica, guillotinar a sus parientes y erigirse un trono con los maderos de las barricadas para salvarse de la tempestad donde se han a una sin remedio hundido todas las dinastías francesas.

Por más que los hábiles proclamen la unión de la familia real y la unión del partido realista, no hay que creerlo. Al dar su ordinal número al nuevo rey se han hallado con que no aciertan a numerarlo. Unos le quieren llamar Felipe VII y otros Luis XIX. Algunos le designan con el nombre de Luis Felipe II. Pero este número quiere decir el derecho revolucionario puro y los otros números quieren decir el puro derecho histórico. Si a la revolución se atiene, disgustará inmediatamente a los borbónicos, y si a la historia se atiene, disgustará indudablemente a los orleanistas. El Fígaro, que para informarse de las tradiciones monárquicas acude a libro tan rojo como el Diccionario de Larrousse, ha encontrado el nombre de Felipe cubierto con crímenes, los cuales aún hieden, a pesar de haberse cometido en el siglo decimocuarto, y aconseja con sabia previsión al nuevo rey que se llame tan sólo Felipe. Mas El Universo ha echado todo a perder declarando lo que vuela de labio en labio legitimista, declarando como los mártires inmolados en la guillotina revolucionaria no pueden admitir por sus reyes a los fríos guillotinadores. Y El País ha venido a extender y ahondar la sima que debe tragarse a la monarquía, diciendo, a su vez, cómo no quiere ni prensa, ni tribuna, ni comicios, ni ministerios, ni consejos, sino algo semejante al gobierno de China, un emperador-ídolo, conducido en brillantes andas, sin que nadie se atreva ni de hinojos a mirarlo, porque habrá convertido la tierra francesa en asiático imperio, donde se aglomeren los idólatras silenciosos, dispuestos tan sólo a servir y callar, dejando al déspota que disponga como guste de sus haciendas, de sus vidas y de sus conciencias. Para tarea tan llana como erigir un Imperio despótico sobre pueblo tan dócil como el pueblo francés, lo mismo puede servir un Felipe Orleans que un Jerónimo Bonaparte. ¡Insensatos! Las formas de gobierno en el mundo no son jamás una causa, no; son un resultado. Al predominio del clero y la nobleza correspondieron los Borbones legítimos; al predominio de las clases medias correspondieron los Orleanes revolucionarios; a una democracia inexperta la dictadura de los Bonapartes; y a lo que predomina hoy en el pueblo francés, a una democracia progresiva, la libertad y la República.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Los viajes regios


El viaje de nuestro Rey a los simulacros de Alemania, y las dos crisis ministeriales de Francia y España, piden a una, en estos anales, nuestro detenido examen, por ser tales hechos los más graves ocurridos en la quincena corriente, y los más trascendentales a toda la política. Pocas empresas tan vanas y descomedidas como la empresa de mandar un rey español a maniobras, representativas de guerras futuras, en las cuales debe quedar completamente neutral un pueblo cuyos intereses no se libran a ningún conflicto militar del mundo, y se reconcentran todos ellos, sin excepción alguna, en el ejercicio de la paz y en el desarrollo de la libertad. Por más que nuestros estadistas porfiaran para quitar al acto de un viaje como el viaje por las llanuras germánicas todo carácter diplomático y político, la opinión universal, con la que debe siempre contarse, atribuyóles toda la importancia naturalmente aneja de suyo a los menores hechos y dichos de aquellos sobre quienes recae la responsabilidad inmensa de dirigir y representar a los pueblos en los consejos del mundo. Como quiera que la natural afinidad entre las monarquías, y el odio indeliberado e inconsciente de todas estas y de sus partidarios a la República, produzcan una especie de concierto moral, basado en mutuas desconfianzas del pueblo francés, y de sus enseñanzas y de sus ejemplos, el sentir y el pensar común convinieron por necesidad en que una expedición como la expedición regia no podía tener otro natural objeto sino sembrar los gérmenes de inteligencia previa entre los reyes, capaz de producir coaliciones regias semejantes a las coaliciones promovidas a fines del siglo decimoctavo para destruir la Convención y aniquilar la democracia en el centro de nuestro continente; coaliciones cuyo nefasto poder nos llevó, de incidentes trágicos en incidentes trágicos, hasta las guerras épicas del Imperio y la reacción extrema de la Santa Alianza, tan formidable a sus comienzos y tan impotente al fin y al cabo para detener la revolución, animada por el humano espíritu y sostenida en el progreso universal.

A estas cavilaciones de la democracia universal uníase la fundada susceptibilidad propia de nación hoy tan maltrecha y vencida como Francia. Para este pueblo todo acto de inclinación más o menos patente, a favor de Alemania, supone una implacable hostilidad a su independencia nacional, tan herida en los desastres últimos, y a su integridad territorial, tan menguada por los últimos tratados. Así, en Francia entera no se hablaba sino del viaje regio, y no se creía sino que guardaba un germen de amenazadoras alianzas para lo futuro dirigidas a separar del territorio francés la Borgoña, como han sido del territorio francés separadas la Alsacia y la Lorena. En vano aquellos instruidos a fondo y al pormenor de la política española porfiábamos para desvanecer tales aprensiones del ánimo de un pueblo justamente receloso, y para imputar el extraño movimiento de nuestro monarca y su ministro a curiosidad personal no bien combatida por nuestro Gobierno y su jefe, un tanto aquejados de indiferencia complexional y de fatalismo irremediable: nadie nos creía, y todos llenaban los aires de quejas engendradas por tan abultados agravios. A estas persuasiones de la generalidad de los franceses uníanse las cavilosidades inevitables en muchos republicanos, quienes creían el viaje movido tanto por intereses generales de todas las monarquías, como por intereses domésticos de nuestra monarquía nacional. En los Borbones reinantes aquí, decían tales aprensivos, ejerce una influencia natural y propia el Duque de Montpensier, para D. Alfonso un segundo padre por el amor profesado a la malograda reina Mercedes, y para todos los suyos un propio y natural jefe, por la indiferencia de don Francisco de Asís y su apartamiento del Reino y del Palacio. Ahora bien: el Duque de Montpensier es padre político del Conde de París, como es padre político de D. Alfonso XII, y nada tan atractivo y tentador para él como reinar, cual una especie de Luis XIV honorario, sobre los dos tronos de París y Madrid ocupados por dos regios pupilos, dóciles a sus mandatos, apropiados a sus ambiciones. Por consecuencia, estos creían que iba el Rey en busca de un conflicto, el cual acelerase la vuelta de sus parientes al trono y la extinción de cosa tan adversa para los reyes en general, y para los Borbones en particular, como la República francesa. Crecían estos cálculos a la consideración de que iba el Rey acompañado por un ministro como nuestro Ministro de Negocios Extranjeros, quien se distinguió siempre por su orleanismo ferviente y su devoción al Duque de Montpensier y toda su familia.

Todas estas aprensiones debían haber llegado hasta el ánimo de los Ministros y persuadirles a reflexionar un poco sobre las consecuencias del viaje, antes de intentarlo y emprenderlo. No digo yo, por profesar como profeso el dogma republicano, que subroguemos a los intereses de una República nuestros intereses nacionales, superiores a todo en la conciencia y en el corazón de un buen patriota. Nadie quiere como yo esa República anglo-sajona del Nuevo Mundo, a cuya luz se han esclarecido y a cuyo calor se han cristalizado las democracias modernas; pero jamás se me ocurrió sacrificar en sus altares ni los intereses de nuestra patria ni de los intereses de nuestra raza, tan extendidos y arraigados en la joven América. Mas digo y sostengo que, no teniendo nosotros interés alguno en el Imperio alemán, debíamos abstenernos de todo acto aparentemente contrario a la República francesa. ¡Oh! Las rivalidades y las alianzas entre la Prusia y el Austria; las reivindicaciones o la resignación de Dinamarca en el asunto de sus principados perdidos; las competencias de los escandinavos con los rusos y con los alemanes; el movimiento interior de Polonia, desmembrada en tres partes disyectas y palpitantes, para reconstituirse y presentarse de nuevo como nacionalidad sobre el escenario de la historia; los celos y recelos de los Romanoffs y los Habsburgos en el taimado viaje de ambas dinastías históricas hacía el trono bizantino entrevisto tras la ruina del Califato en Constantinopla las porfiadas luchas latentes hoy entre los Milosch de Servia y los principillos de Montenegro; el tributo feudal pagado por ese lugarteniente de Rumanía en los últimos días a su verdadero soberano el Hohenzollern de Alemania; los esfuerzos del príncipe Alejandro para libertarse de la tutela moscovita en su Bulgaria recién emancipada y los esfuerzos de Alejo-Bajá para constituir un reino de Taifa en la Bulgaria turca; las maniobras del Divan, que quiere por todos los medios posibles prolongar la triste agonía del Imperio, y las maniobras de Grecia para recoger los desfiladeros de Macedonia, indispensables a su seguridad y a la defensa contra las tribus amenazadoras a su porvenir; los empeños de los irredentistas italianos en tomar el Tirol y la Dalmacia, como los empeños de los Emperadores austriacos y aún alemanes contra toda extensión de Italia por Oriente; la liga de los albaneses y la liga de los armenios, problemas son múltiples, en cuyos términos van guardados muchos vapores de sangre humana y muchos estruendos de guerra universal; y a sus funestas consecuencias podremos fácilmente oponernos tras nuestra frontera triple de breñas y de olas así como en las ventajas sumas de nuestra situación occidental. ¿Por qué, por qué, pregunto, aparecer nosotros, necesitados de una reconcentración interior, en territorio trastornado por los sacudimientos del terremoto y oscurecido por las tristes amenazas de una guerra inminente?

¡Y en qué momento nos presentamos nosotros! No podía escogerse más inoportuno. La muerte de Chambord exacerba las esperanzas orleanistas. El príncipe Napoleón se apercibe a contrastar estas esperanzas y a oponer el socialismo de los envejecidos Bonapartes a la idea parlamentaria y constitucional de los nuevos Borbones. Agítase toda la diplomacia europea con un artículo de las gacetas oficiosas de Alemania sugerido por los acontecimientos militares de España, imputados a la República francesa. El Ministro de la Guerra visita las fortificaciones del Este de Francia, y el célebre mariscal Moltke visita las fortificaciones del Oeste de Alemania, pareciéndose ambos viajes a los esperezos de dos monstruos apercibiéndose a una próxima lucha. Conferencia el Canciller de Alemania con el Canciller de Austria, y anudan más y más las cláusulas varias de sus estrechas alianzas. El Príncipe de Rumanía y el Príncipe de Servia prestan feudal acatamiento a Emperador de Alemania, mientras el Príncipe de Montenegro confirma y robustece sus amistades con Rusia. Deslízanse por la corte de Dinamarca, esa eterna enemiga del Imperio Alemán, los emperadores de Rusia con les Reyes de Grecia, y cuando menos tal cosa podía esperarse, aparece por allí el ilustre director y jefe de la política inglesa. Todo esto huele a pólvora, y nosotros, alejados necesariamente de tales complicaciones, ajenos a estas marañas, tranquilos en el seguro goce de nuestra independencia, consagrados a reponernos de las guerras civiles y a curarnos de las heridas crueles, aparecernos de pronto donde no necesitamos ir para nada, contrariando con errores y torpezas de nuestra diplomacia las ventajas prometidas a la seguridad y a la paz nacional por nuestra naturaleza. ¿Quién pudo sugerir idea tan funesta de suyo a un ministerio tan liberal como el ministerio de Sagasta? Si hay tierra en el mundo que pueda quedarse tras sus fronteras naturales, por la geografía y la historia de antiguo señaladas al patrio suelo, es nuestra España, después de Inglaterra, la más independiente y más desasida de las guerras internacionales entra todas las potencias hoy existentes en los senos y espacios de nuestra vieja Europa. En conciencia, el viaje real por Alemania era una temeridad, que sin traernos más simpatías y amistades con el Imperio germánico, despertaba contra nosotros inevitablemente los recelos de Francia. Herida esta e inquieta, hubo necesidad imprescindible de satisfacerla para serenarla, y en estas satisfacciones resultaron disgustos nuevos para Alemania, sin que resultase al mismo tiempo calma y serenidad para Francia.

Yo sostengo hace mucho tiempo, contra todos y contra todo, la inteligencia y alianza entre las cuatro naciones latinas, cuyas rivalidades y guerras aparecerán en lo porvenir tan incomprensibles e injustificadas como nos parecen hoy a nosotros las rivalidades y guerras entre las provincias componentes de una misma nación y Estado. Yo creo que así en Europa como en América la relación y analogía entre nuestros orígenes, nuestras creencias, nuestras lenguas y nuestras instituciones, nuestras artes, han de darnos un anfictionado tan ilustre como el antiguo anfictionado heleno, cabeza de una confederación destinada, en sus desarrollos sucesivos, a iluminar y embellecer el mundo. Llevado de tan arraigada idea, condené que los franceses extendieran un protectorado inútil sobre Túnez, con mengua de los italianos, y condeno ahora que los italianos entren sin consejo en la increíble alianza con Austria, prefiriendo los intereses de su monarquía y de sus dinastías a los intereses de su raza y de su patria, ligados con tan lógica y natural alianza como la indispensable de la República francesa. Convencido profundamente de tal verdad, imaginaos qué impresión habrá causado en mí ese viaje del Rey español a la tierra germánica, tan opuesto a cuanto yo sueño y quiero para España, quien, después de haber sido en los tiempos del absolutismo la nación más belicosa del mundo, debe ser en los tiempos del progreso la nación más pacífica, procurando en el Viejo y en el Nuevo Continente la más clara inteligencia y la más estrecha alianza dentro de una confederación democrática entre los pueblos de la misma raza y de la misma sangre, llamados por las afinidades múltiples de sus almas a iguales destinos en la Naturaleza y en la Historia. Yo rogué al Gobierno que no prosperara tan descabellado proyecto, y después yo moví a los periódicos nuestros a promover un verdadero movimiento de opinión pública y nacional contra él, por columbrar en su fondo una triste apariencia de increíble aventura. Y el viaje se inició y realizó contra todos mis consejos y todos mis augurios, para resultar luego tan funesto cual ya os habrán dicho, con su celeridad irreemplazable, las voces del telégrafo.

Historiemos sus varias particularidades. No hay para qué ocultarlo inútilmente: la recepción, al ir, de Austria, y la recepción, al volver, de Bélgica, verdaderamente correspondieron las dos en todo a cuanto debía esperarse de sus respectivos afectos a nuestros reyes, sus próximos parientes. En el Imperio austriaco la corte ha estado expresiva, el pueblo silencioso, aunque amable; pero en la monarquía belga, pueblos y reyes han mostrado fervoroso entusiasmo. No ha procedido lo mismo el Imperio alemán. Después de los disgustos a que nuestro monarca se ha expuesto por tal expedición, la incomprensible acogida de Alemania no corresponde a la inmensa gravedad del sacrificio, impremeditadamente consumado. El Emperador, al entrar en Hamburgo, iba solo en su carroza propia, sin llevar consigo al rey de España, relegado en el coche de los príncipes más o menos coronados, del Príncipe de Alemania, del Príncipe de Servia, del Príncipe de Gales. En la comida, que sucedió a la entrada, el Emperador no ceñía las insignias provinentes de su huésped más alto, del Rey español, ceñía las insignias de Inglaterra. Si a esto se añade que nuestra insignia es el Toisón de Oro, por todos reconocido como la primera en Europa, veráse cuánto crece la punible significación del olvido. No se pueden llevar los poderes del pueblo español y desconocer cuánto exige la colosal grandeza de su historia. Donde quiera que nos presentamos en el mundo, tenemos que considerar el respeto debido a la significación de nuestros gloriosos recuerdos. Y debía, en la entrevista de reyes y príncipes últimamente celebrada, ser considerado el Rey de nuestra España como algo más que un estudiante militar, curioso de conocer las maniobras germánicas, o que un joven anhelante de lucir su casco y su corona. Los recuerdos de nuestra historia patria debieron resonar con sublime resonancia en oídos acostumbrados a los loores eternos de las tradiciones históricas. Y ese Imperio alemán, cuya férrea corona soporta hoy el soldado incansable a cuyos pies cayeron, o humillados o vencidos, los Habsburgos y los Bonapartes, fue como un regalo desprendido del común acerbo de nuestros inmensos dominios y entregado a segundón infante de Castilla, para que constituyera una dignidad hereditaria, de dignidad electiva que había sido, en la real familia de los Austrias.

Mas los alemanes han tenido cuidado en aparentar una especie de olvido respecto a los timbres de la monarquía española en general, y de la dinastía borbónica particularmente; sólo así puede concebirse que hayan ideado el honrar al Rey con distintivo tan peligroso como el de coronel germánico, y de un regimiento de hulanos, para mayor gravedad, sito en la guarnición ¡ay! de la conquistada y no bien sometida Estrasburgo. Reflexionemos. En primer lugar hay que proceder con las naciones varias según sus costumbres diversas. Y nosotros no estamos acostumbrados a ver vestidos nuestros reyes de uniformes extranjeros y extraños. Victor Manuel, con aquella penetración italiana que unía tan estrechamente a su índole militar, comprendió un caso análogo como yo comprendo ahora este caso nuestro, y rechazó el mando platónico de un regimiento austriaco, por no usarse tales cosas en su patria y no poder tornar honra por honra. La verdad es que Alfonso XII, para devolver a Guillermo I su fina ironía, debió nombrarle coronel de cualquier regimiento español sito, por ejemplo, de guarnición en Badajoz. Sí, porque ha sido un sarcasmo la tal coronelía, no usual entre nosotros; y de hulanos, la parte del ejército conquistador más odiada por los conquistados; y de guarnición allá en la ciudad querida de los franceses, tan suspirada como Venecia por los italianos; y en el aniversario mismo de los bombardeos crueles y de las tristes rendiciones. El Ministro responsable debió recordar al Rey constitucional, para persuadirle a la renuncia de tan peligrosa honra, que ya no reina en el mundo ningún otro nieto de Luis XIV más que Alfonso XII de nuestra España, entre tantos como se asentaron años atrás en los tronos de Francia e Italia; y que Luis XIV unió Estrasburgo a Francia, unión robustecida y confirmada por la horrible y larga guerra de Sucesión, a cuyas victorias debieron los Borbones descendientes del Duque de Anjou, o sea Felipe V, su definitivo reinado sobre nosotros, al cual debe hoy el Monarca la corona que ciñen sus sienes y deberá mañana el nombre que tenga en la Historia.

Y aún había otras cosas más de notar. Notémoslas. Darle Alemania una distinción tal a nuestro Rey, en vísperas de pasar por Francia, era, en el fondo, además de una sangrienta ironía, una horrible crueldad. Lo grave del caso crece con la consideración de cuantas circunstancias lo acompañan y lo siguen. El Rey volvía de misa cuando le sorprendieron, así con el nombramiento como con el uniforme de hulano, y no tuvo más remedio sino aceptar el diploma y vestir el traje. ¿Pero no contaba ese Rey con ministros responsables, uno allí, los demás en España? ¿Cómo no pretextó, para evadirse por lo menos a tan extraña honra, que no podía en conciencia recibirla sino con el consejo y bajo la responsabilidad de su Ministerio? Ningún monarca sometido a la Constitución pierde su carácter constitucional porque atraviese la frontera propia y resida en país extraño. Había que conocer la opinión de nuestra España y que considerar la susceptibilidad de la vecina Francia, con madurez, antes de admitir tan extraña honra con precipitación. Y una vez admitida, conociendo cuan acerbas y recientes son las heridas de Francia; cuan noble y justo el sentimiento de independencia y la idea de unidad en los pueblos; cuan dolorosa la desmembración de Metz y Estrasburgo al cuerpo de una grande nacionalidad tan una, sobre todo después de la revolución, como la nacionalidad francesa en el mundo; había que renunciar el ir a Francia, la cual, muy libre hoy para decir sus ideas y sus quejas, podía respirar de un modo inconveniente, como respiró al fin y al cabo, por la herida siempre abierta de sus sangrientos agravios. Eso tiene mandar monarcas parlamentarios y constitucionales a pueblos como Alemania, cuyo Emperador cree reinar por derecho divino y tener la sanción de Dios en sus victorias, prescindiendo, si bien le place, a la continua, de su Parlamento, y considerando como un Consejo áulico de antiguo cuño a su oscuro Ministerio. Así es que los alemanes, de seguro, no le han mostrado al Rey gran cosa, en sus maniobras, de ciencia militar; pero han querido mostrarle cómo se prescinde, para los actos más graves, del régimen constitucional y se procede cual si todos los países fueran a una un gran campamento y no existiesen para nada ni Cámaras ni Ministerios. Guillermo de Prusia, digámoslo tristemente, ha procedido con Alfonso de España como si en vez de su huésped fuera su pupilo, y lo ha tomado, al darle tan premeditado nombramiento, por símbolo y expresión de sus agravios. Y he ahí por lo que yo más condeno el viaje impremeditado a la imperial Alemania, por darnos apariencias engañosas de haber entrado en conciertos contrarios a nuestros intereses nacionales y en maniobras dirigidas contra la seguridad y contra la independencia de un pueblo, el cual se rige por instituciones que son muy caras a todos los hombres cultos y lleva en sus venas nuestra sangre latina y en su alma nuestro espíritu de libertad y democracia.

Pero esto no excusa la terrible y condenable manifestación de París. Sobre los actos de un rey español, rey constitucional, que tiene sus Ministros, los cuales han de responder ante las Cámaras de cuanto haga el Rey, no puede presentar jurisdicción alguna, con títulos legítimos, nadie más que nuestra conciencia nacional, manifestada por nuestras instituciones parlamentarias. La manifestación de los intransigentes parisienses, además de una grosería burda, resultaba una imprudencia temeraria. Las relaciones entre los pueblos; los sentimientos de hospitalidad, vivos en el ánimo de las mismas tribus salvajes; la consideración de que, sí a todos sus huéspedes la República debe atenciones, las debe principalmente a los huéspedes que llevan corona, debieron decir a los rojos cuan grave podía resultar todo acto desagradable a nuestro monarca. No comprendían aquellos fanáticos, no lo comprendían, sin duda, en la ceguera propia de sus terribles supersticiones, que deservían a la República en Francia y servían a la realeza en España. Sí, mientras el Rey exista, mientras lleve nuestra representación, ya sea por el voto expreso de nuestra nación, ya por el asentimiento tácito y por el derecho antiguo, debe aparecer a los ojos de todo pueblo extranjero tan sagrado y respetable como los colores nacionales y los heráldicos timbres, con los cuales significamos nuestra independencia. Y desconocer esto es desconocer nuestro sentimiento nacional, tan despierto y tan vivo, ese gran sentimiento que no estamos en el caso de disminuir ni de apagar, porque merced a él, merced a su pujanza, resguardamos nuestra inapreciable autonomía y disponemos de nuestros destinos como ningún otro pueblo. Aquellos silbidos injuriosos, aquellas palabras soeces, aquel clamoreo indecente, las frases de menosprecio despertaron aquí la fibra nacional y produjeron una manifestación entusiasta en favor de don Alfonso y su familia, como no se ha visto en muchos años otra igual, por lo calurosa y espontánea. Tal ha sido el fruto que ha cosechado esa ciega intransigencia, quien parece suscitada por el hado adverso y puesta en nuestro camino para retrasar los progresos de la libertad y de la República.

Cierto que ha procedido el Gobierno francés con todas las atenciones propias de una exquisita cortesía. Desde que decidieron los ministros recibir al Rey de España, procuráronle una recepción brillantísima. El Presidente fue a la estación en persona y llevó al cuello la orden del Toisón de Oro. Su coche propio, en lugar de preceder al coche real, como en Hamburgo, lo seguía respetuosamente. Acudieron, al par del Presidente, sus ministros. Y cuando la manifestación de unos cuantos alborotadores no pudo impedirse de ningún modo, por los esfuerzos de una policía en aquel océano de París ahogada, la respetable persona de un ilustre y nobilísimo anciano, primer magistrado de aquel pueblo libre, quien lo ha puesto a la cabeza del Gobierno por sus votos libérrimos, se ha inclinado ante nuestro monarca en justo desagravio, y aquellos sus labios, no manchados jamás por ninguna mentira, le han pedido que no confundiera la intransigencia de unos cuantos aviesos con la voluntad y el proceder de Francia. Y no se contentó con decirlo al monarca de palabra, sino que lo notifico a la internacional Agencia conocida con el nombre de Havas y considerada por la opinión pública europea como un órgano verdaderamente oficial. Y cuando la susceptibilidad española, justamente indignada, se apercibe a una reclamación, adelántase con presteza, declara como las palabras dichas por la Agencia tienen todo el carácter de palabras dichas en ocasión solemne. Y no se detienen las satisfacciones, todas espontáneas, directas unas y otras indirectas, pero de una sinceridad verdaderamente ingenua, sino que Thibaudin, el ministro hechura de los intransigentes, y protegido por grandes influencias domésticas en la Casa Presidencial, sale del Ministerio por no haberse asociado a sus compañeros en la recepción del Monarca, y es reemplazado con Campenon, republicano de antiguo y ajeno siempre a las conjuraciones reaccionarias y tan acepto al orden como a la libertad. A mayor abundamiento, nuestro Gobierno se halla por el Gobierno francés autorizado para publicar en sus periódicos oficiales, cuando quiera y como quiera, el texto mismo de las palabras pronunciadas por el Presidente, como en justo desagravio al Rey. Con todo esto quedan terminadas las diferencias entre franceses y españoles, así como vencida una parte considerable de las dificultades varias suscitadas por tan extraño viaje.




ArribaAbajoCapítulo XV

Cambios trascendentales en la política francesa


El Gobierno francés ha comprendido, por fin, que necesitaba oponer un veto a las utopías radicales y encerrar el torrente, desbordado hace tiempo, en el cauce de una firme política. Las últimas elecciones particulares venían dando al radicalismo un gran predominio, y este predominio se derivaba de una confusión perniciosa entre los verdaderos ministeriales y sus irreconciliables enemigos. Urgía trazar una línea de división muy recta y muy clara entre la República prudente y la República temeraria, opuestas de todo en todo, por aspirar aquella con arte a robustecer las instituciones democráticas, y ésta con exceso a conducirlas por los peligrosos espacios de la utopía. La necesidad se ha impuesto con sus imposiciones incontrastables, y los dos grandes discursos de Rouen y el Havre la han completamente satisfecho, iniciando una política de conservación consagrada exclusivamente a robustecer la estabilidad republicana y servir el desarrollo graduado del progreso pacífico. No puede tolerarse por más tiempo que los socialistas comuneros pretendan convertir la República en dócil instrumento de anarquía; que los regidores parisienses eleven instituto administrativo tan subordinado y subalterno como la municipalidad a convención nacional; que los demagogos ciegos recojan por medio de Thibaudin el ministerio de la Guerra para derrochar cuantos ahorros de fuerza el Gobierno francés acumulara los años últimos en defensa de Francia; y que, a la sombra del Estado, crezcan los ateos del Estado, inscritos en las bárbaras huestes congregadas contra su autoridad y su existencia. M. Ferry ha perfectamente procedido al declarar una guerra sin cuartel a esos republicanos sin norte y al anunciar que su política marcha con reflexión y madurez a disuadir al sufragio universal de alentarlos y sostenerlos. Ya sabemos que hallará dentro del propio partido gobernante oposicionistas antiguos, incapacitados de ningún oficio político en cuanto por la llegada irremediable de sus correligionarios al Gobierno se ven privados de hacer la oposición; pero estas máquinas de guerra no se desmontan fácilmente ni en pocos días, y hay que impedir los disparos contra sus propias ideas, vista la imposibilidad material de que no disparen y dejen de cumplir el fin providencial para que fueron montadas. El telégrafo europeo, devoto a la monarquía, comunica en estos trances a los cuatro vientos que los radicales van a reunirse como los tebanos en la más apretada legión y a tomar por asalto el maltrecho Gobierno, capaz de resistir al radicalismo. Pero no debemos confundir el usual lenguaje de la tribuna con el usual lenguaje de la prensa, ni los periodistas con los diputados. En el retiro de una redacción, y bajo el velo de un anónimo se prestan los rencorosos juramentos de Anníbal, cuyos juramentos suelen desvanecerse y disiparse así que llega la hora de aceptar en la tribuna tremendas responsabilidades públicas, que las lanzas se tornan cañas o las plumas lenguas, y no quedan ánimo ni resolución bastantes a repetir las insensateces improvisadas en las redacciones de El Intransigente o de La Justicia. Tengo a la vista los informes oficiales de las reuniones avanzadas; ninguno de los reunidos quiere, no ya la victoria, ni aún el combate. Clemenceau se ha eclipsado en todo este calorosísimo estío de garrulerías, y ha vuelto misterioso y retraído como quien se apercibe a un saludable retroceso. Barodet se ha trocado en una esfinge, después que le salió mal su empeño de convertir los programas radicales en aquellas peticiones del ochenta y nueve cuya virtud y fuerza derribaron al rey absoluto y trajeron la creadora revolución. Los más atrevidos se hallan descorazonados, porque comprenden cómo van a representar con la República el refrán aquel de «Tanto quiere la gata a sus hijos, que se los come.» Y después de tal gritar han reunido escasísimos representantes juramentados para no decir lo que sucede ahora en sus reuniones; y aunque se juramentaran para lo contrario, importaría lo mismo, pues no dicen ahora nada, por una razón bien sencilla, porque nada sucede. Las cuestiones varias se irán resolviendo a medida que se vayan presentando y en sentido favorable a la estabilidad republicana, cada día más firme, porque la general opinión siente y reconoce ya su inevitable necesidad. Saldrá lo mejor que pueda el Gobierno de sus conflictos con China, los cuales, entre sus muchos inconvenientes, tienen el de una grave disidencia con América e Inglaterra, y convertirá su atención al problema de los presupuestos, un tanto dificultoso, y a la general administración, de muchos cuidados necesitada hoy, dando de mano a las agitaciones políticas, incomprensibles de todo punto allí, donde la sociedad ha llegado a un bienestar jamás conocido en el mundo y las instituciones democráticas a su madurez y a su consolidación. Para seguir un camino de prudencia el Gobierno sólo necesita inspirarse con perseverancia en las últimas votaciones y elevarlas a leyes de proceder y de conducta. Tras agitadísimo verano, recientes deplorables sucesos, lanzado Thibaudin del Ministerio, dichas las firmes palabras de los últimos discursos, iniciada una resuelta política, la Cámara popular más cercana de suyo a las muchedumbres que a la Cámara senatorial y más en comercio y contacto con los electores después de largas vacación es, le ha dado una mayoría de ciento sesenta votos, fuerza legal incontrastable, con cuya virtud puede fácilmente burlar todas las maquinaciones monárquicas después de contener todas las mareas demagógicas. El tono con que Mr. Ferry ha corroborado en el Parlamento sus frases de Rouen y el Havre, nos prometen una política muy conservadora, y esta política muy conservadora nos asegura la paz y la robustez de esa gran República, en cuyo desarrollo pacífico están a una interesados todos los liberales del mundo.

Pasemos a otro asunto. ¿Habéis visto alguna vez en vuestra vida el Rhin azul? Yo jamás podré olvidarlo, sobre todo en las regiones próximas a su fuente; cuando se vierte del celeste lago de Constanza, y fluye por las honduras entre colinas tapizadas de viñedos; tras los cuales, y al segundo término, los bosques verdinegros de piramidales malezas se tienden hasta muy cerca de las alpes tres cimas níveas, cuyas rotondas de gigantescos cristales contrastan con los diminutos campanarios argenteos diseminados por aquellas orillas, que parecerían virgilianos idilios si no las asombrasen y oscureciesen los recuerdos sombríos de la guerra. Pues bien; allí, en las riberas rhinianas, el Emperador de Alemania, llevando en sus sienes el casco férreo que sirve como de base a la corona imperial, ha reunido sus príncipes feudatarios para celebrar la erección de una estatua levantada en Niederwald, y que representa la Germania vencedora, en toda su robustez, mirando con aire de verdadero desafío a esas tierras latinas, tan detestadas por los germanos y tan queridas por el sol, tierras cuya riqueza tienta eternamente con sus jardines cargados de flores y sus huertos henchidos de frutos y sus ciudades por el arte inmortal esmaltadas el apetito de las gentes ocultas en las sombras eternas. Yo aborrezco todos estos holocaustos ofrecidos a la conquista y a la guerra. Si nosotros, los latinos, hubiéramos de recordar hoy todas las victorias alcanzadas sobre Alemania, vencida en Alejandría por las ciudades lombardas, vencida en Mulberga por los tercios españoles, vencida en Valmy por los republicanos franceses, vencida en Jena por Bonaparte, cometeríamos un acto de insensata demencia contraria al progreso universal. No se ilustran los pueblos con la ciencia, no se redimen de sus abrumadoras cargas militares, no se comunican mutuamente sus almas en la comunión de los pensamientos, cuando erigen esos arcos de triunfo a cosa tan varia e inconstante como la fortuna, capaz de llevar un emperador como el emperador Guillermo desde las humillaciones vergonzosas de Olmutz hasta las soberbias victorias de Sadowah. Yo creo que una República de paz, como la República francesa, no sentirá veleidades de guerra, incompatibles con su naturaleza y contrarias a su libertad. Pero no hay derecho en el soberano alemán a quejarse del temerario lenguaje por algunos periódicos franceses empleado para mantener las esperanzas de próximo desquite, cuando todo un emperador, circuido por los príncipes sus vasallos, a la orilla del disputado Rhin y a la vista de recientes desmembraciones, alza un altar y un ídolo a la conquista y a la guerra.

Nosotros alzaremos los ojos sobre todo trofeo de la fuerza, y saludaremos otra Germania, muy diferente, aquella que inventó las letras de la imprenta, que redimió el alma humana, que señaló a la inteligencia sus límites en la Critica de la Razón Pura, que introdujo la síntesis del saber en la filosofía hegeliana, que formuló en sus libros de filosofía el derecho natural, y encantó con los acentos de las óperas de Mozart y de las sinfonías de Beethoven nuestros oídos, y con las creaciones de Goethe y de Schiller, nuestro sentimiento y nuestra fantasía; Germania que, vencida en los campos de batalla, reinaba con su dominio espiritual sobre la conciencia, mientras, la hoy vencedora, no tiene aquella inspiración antigua en su mente, ni aquel verbo divino en sus labios, triste y humillada, esclava de la materia y de la fuerza.

Los que miran sólo el lado superficial de las cosas creen a Alemania fortalecida mucho en su poder con el concurso de Austria, sin advertir toda la debilidad consustancial a esta monarquía; Babel de razas, las cuales aguardan próximo llamamiento para romper unas con otras en cruentísima guerra. Mucho se huelga y complace la corte de los Habsburgos con las victorias diplomáticas recientes que le han llevado a su alianza los Reyes de Rumanía y Servia, cuando no hace mucho dirigía intimaciones varias al primero, porque reivindicaba la Transilvania, dominio austriaco, y al segundo porque pactaba con Rusia, esa eterna enemiga del Austria. En Oriente, las afinidades sociales, que juntan a los grupos humanos, y los disciplinan en grandes colectividades, obedecen más al parentesco de la raza que al parentesco de la nacionalidad. Unidos están, bajo el techo de la misma nación, eslavos con austriacos, alemanes con cheques, húngaros con rumanos, y se aborrecen de muerte. Los conflictos postreros del verano que ahora concluye, prueban como cada nacionalidad varia del Austria; informe pedirá su autonomía propia, su cuerpo y su alma, en el instante supremo de una irremisible catástrofe. Los croatas viven tan de malas con el Estado magiar como los magiares vivían de malas con el Estado austriaco en tiempos a la verdad no muy remotos. Y así que los magiares constituyeron una verdadera nacionalidad junto a los austriacos, pugnaron los croatas por constituir otra verdadera nacionalidad junto a los magiares. Mucho regatearon éstos los términos de una cordial avenencia y mucho se opusieron al deseo de sus convecinos; pero al cabo aseguráronles algunas garantías, las cuales no han bastado a su tranquilidad, diariamente rota por sublevaciones continuas con caracteres de guerra civil permanente. Allá, en los llamados confines militares, una especie de Marcas, donde viven antiguas familias, sin otro ningún oficio más que las guerras continuas, estas agitaciones, agravadas por el terrible movimiento anti-semítico, muestran como queda la barbarie antigua bajo el áureo cascarillado de la cultura moderna. Esperemos en la debilidad incurable del Austria para evitar, por lo menos para detener, el estallido de una próxima guerra en los senos de Oriente. Las confabulaciones entre los monarcas danubianos y los Césares germánicos no han traído las ventajas que aguardaban aquéllos y éstos. El Rey de Servia no ha dudado en ir a Hamburgo, y el Rey de Rumanía en ir a Viena; pero sus naciones, a la verdad, no han ido con ellos. Al contrario, el primero ha perdido las elecciones últimas y el segundo se ha encontrado en las Cámaras con una oposición formidable. Los reyes hoy no rigen sus pueblos sino bajo dos condiciones, la de someterse a su soberanía eminente y la de representar su opinión general. Si los Monarcas de Servia y Rumanía se creen superiores y anteriores a sus respectivas naciones, en guisa de ciertos monarcas occidentales que no queremos nombrar, estallarán allí las revoluciones sin remedio; y a las revoluciones sin remedio sucederán los destronamientos sin apelación.

El Emperador de Austria encuentra un poderoso enemigo a sus ambiciones en el elocuentísimo estadista, en Mr. Gladstone. Ningún político inglés posee como este ministro el secreto de mover la opinión pública y acalorarla y encenderla en la fría Inglaterra. Una serie de discursos le bastó últimamente para derribar la política conservadora, cuando parecía subir al zenit de su grandeza y de su gloria. Con libro escrito en su mocedad respecto a los Borbones de Nápoles, y leído por todos los liberales de aquel tiempo con lágrimas de indignación y rabia en los ojos, preparó el proceder de su ilustre patria en el destronamiento de los tiranos y en la inmortal expedición de Garibaldi. Una carta sobre los búlgaros determinó la libertad de estos orientales, tanto casi como las empresas del zar Alejandro. Y Mr. Gladstone cree que los Habsburgos de Austria no tienen afinidad alguna con los pueblos semieslavos de los Balcanes, y no deben, por tanto, aspirar a una hegemonía sobre todos ellos con los títulos que su protectora natural y legítima, la eslava de sangre, y bizantina de religión, y oriental de carácter, potente y ortodoxa Rusia. Los eslavos, por más que sus dinastías crean llevarlos como corderos a la federación diplomática entre Austria y Prusia últimamente tramada, propenderán siempre a la natural alianza moscovita. No hace muchos días un ilustre general ruso, ministro de Alejandro II en las cortes danubianas mucho tiempo, me hablaba en Biarritz de las convenciones diplomáticas arregladas por el Rey de los servios con los Emperadores de Alemania y de Austria, diciéndome su vanidad completa, por faltas de toda base natural y sólida. En efecto; hacen mal, muy mal, esos pastores de pueblo, como llamaba Homero a los reyes de su tiempo, en hipotecar tan arbitrariamente la voluntad soberana de sus pueblos, e inscribirlos en los ejércitos convenientes a los pactos secretos y a las artificiales alianzas de sus impopulares dinastías. No tendrá jamas un rey Milano sobre sus tropas el influjo moral que tuvo un emperador Napoleón sobre cuantos vestían uniforme y llevaban armas. Pues el gran general contaba en Lepzik contra el ejército austro-ruso con varios regimientos de Wurtemberg y de Sajonia, los cuales no pudo retener consigo; porque, a lo más recio de tan gigantesca batalla, cuando mayores prodigios de inteligencia militar hacía, y sustentaba todo el empuje de los trescientos mil soldados puestos en línea por la coalición tremenda con sólo ciento cincuenta mil escasos, acordáronse de su estirpe y fuéronse a las banderas mismas contra cuya causa peleaban: ejemplo inolvidable, dado por los alemanes, a cuya repetición se hallan muy expuestos cuantos eslavos pretendan llevar tropas eslavas contra el pontífice-rey de todos los eslavismos en armas, contra el emperador Alejandro. Y no es Inglaterra factor en tal manera baladí, que pueda prescindirse de su consejo y de su voto por la grande alianza pruso-austriaca. Un veto indirecto suyo en la última campaña del moscovita contra el turco rasgó los tratados de San Estéfano, a la hora misma de su inmediata realización y detuvo al descendiente y representante de Constantino en la entrada misma de aquel templo de Santa Sofía para cuya posesión, prometida por antiguas leyendas, han armado y sostenido los moscovitas en el ardor de su fe tan formidable Imperio.

No cabe duda que la resuelta inclinación de Gladstone por la bizantina Rusia desconcierta mucho el plan de la católica Austria. Su resultado primero hase visto ya claramente. Turquía, que llamaba con repetidos golpes a las puertas de los dos Imperios centrales para ingresar en sus alianzas y recorrer su órbitas, ha retrocedido y entrado en la inteligencia diplomática bosquejada entre Francia, Rusia, Inglaterra, Dinamarca, Suecia y Grecia, para impedir el desmedido crecimiento de Alemania, cuya soberbia terrible águila cree hoy la Europa entera un nido asaz estrecho, y del cual rebasan sus dos alas formidables y negras.

La cuestión de Irlanda, con todos sus terribles incidentes, debilita mucho al Gobierno de Inglaterra. En estos últimos días los ultra-protestantes l y ultra-ingleses han dado muestras de sí, como frecuentemente suelen, tomando ruidosos desquites en ciertas regiones irlandesas, donde señorean y dominan, del influjo y poder ejercido por las ligas agrarias en otras regiones distintas. Y no se han contentado con maltratar a sus enemigos allí donde son éstos inferiores en número; han pedido que no se les permita en adelante reunión de ningún genero, ni asociaciones permanentes, porque de permitírselas, empezará una guerra civil continua y correrá mucha sangre por campos y por calles. La situación del Ukter, cada día más grave, sirve a estos intolerantes de base para pedir con grandes instancias tal derogación a las libertades inglesas. Pero la prensa británica toda, con ese buen sentido natural a su raza y agrandado por la práctica fiel y antigua de sus libertades históricas, truena contra semejante pretensión, y dice que así como los orangistas se oponen a las predicaciones del ideal político de los ligueros, podrían los ligueros oponerse a las predicaciones del ideal religioso de los orangistas, cortos, muy cortos en número e importancia, por aquellas regiones, esencialmente celtas y católicas. Tienen razón los periódicos ingleses. Quien desee comprender toda la importancia del movimiento separatista irlandés no tiene sino advertir cuanto pasa en el proceso de O'Donnell, para cuya defensa en justicia se han reunido ya, por medio de una suscrición popular, sumas considerables. Este O'Donnell tomó sobre sí el cumplimiento de una sentencia dictada por la conciencia irlandesa, en guisa de tribunal inapelable. Nadie ignora que los asesinos de Cavendish jamás hubieran llegado a ser descubiertos sin una infame delación dada por cierto Carey que pasó de cómplice y acusado a testigo de la corona, o a acusador, y acusador retribuido. Tal traición llevó al patíbulo a varios patriotas, adorados hoy como santos y mártires por la sencilla fe de un pueblo, decidido a recobrar su antigua independencia patria. Y si adoró el pueblo como santos a los mártires, imaginad cómo aborrecería, con qué aborrecimiento, al delator.

Todo el poder inglés no alcanzaba, no, a preservarlo del fallo y de la ejecución. Hubo necesidad imprescindible de arrancarlo a todo comercio y relación pública con sus compatriotas y recluirlo como un cenobita en la soledad. Pero allí, aunque oculto, aunque solo, aunque soterrado casi, no podía vivir, como si los átomos de tierra y los soplos de aire se rebelaran a una en su contra y despidieran al traidor, ni más ni menos que despide el mar a los cadáveres. Lo cierto es que no podía vivir, temeroso de ver bajar a los antros de su reclusión los vengadores de los antiguos cómplices por su vil delación entregados al verdugo. Extrajéronle de allí con supuesto nombre y lo mandaron a las tierras meridionales del continente africano, donde creían que no llegaba ni podía llegar la terrible venganza. Pues llegó allí. De nada valió el nombre supuesto, el buque seguro, la tripulación escogida, los pasajeros revisados, el orden a bordo, el mar inmenso, el rumbo largo, el clima insano, el sol ardiente, los misterios del silencio y del secreto confiados a mudos; todo lo rompió el pueblo irlandés con los fatales decretos de su voluntad inflexible; y una mañana, cuando más descuidado estaba el reo, salió el verdugo y le asestó un tiro que le dejó muerto en el acto; castigo excepcional a un crimen también excepcional. Pues una raza de tamaño aguante, confesémoslo, es una raza invencible. La política reaccionaria, diga lo que quiera el conservador Norcothe, sólo servirá para exacerbar sus iras; y una política de transacciones, capaz de dar alguna esperanza de redención a este pueblo de Macabeos, podrá calmar los ánimos exaltados e interrumpir la procelosa guerra.

Háblase hoy mucho en Alemania de un grave asunto, de las últimas correrías aquende y allende los Alpes emprendidas por un cardenal muy renombrado, el célebre Hohenloe. Al comienzo de los disentimientos entre la corte de Roma y la corte de Berlín, como ésta le mandara ese mismo Cardenal de ministro plenipotenciario o embajador a aquélla, y no quisiera de ningún modo recibirlo, por creer el nombramiento de un eclesiástico atentatorio a sus antiguas prerrogativas, y desconocedor de su poder temporal, Bismarck respondió con estas rudas palabras: «Pues enviaré al Papa, en adelante, de ministro, a cualquier coronel de caballería.» El Cardenal no goza reputación muy sólida, pues la inquietud continua de su ánimo exaltado y el desasosiego de sus ambiciones mundanas le han metido en mil imperdonables aventuras políticas, célebres todas, cuáles por ligeras, cuáles por descabelladísimas e insensatas. Yo recuerdo haber visto una quinta suya, cuando mi estancia en Roma, por los alrededores de Albano. Acabábamos de pasar un día entero en comunicación estrecha con las gigantescas ruinas, que levantan el ánimo a tiempos muy dignos, por apartados y solemnes, de compararse con la eternidad. Habíamos recorrido aquella villa de Adriano, una especie de ciudad inmensa, donde apercibía el gran Emperador cierta especie de sincretismo artístico y monumental, cuando Roma realizaba el sincretismo de las ideas jurídicas, Alejandría el sincretismo de las ideas filosóficas, Jerusalén el sincretismo de las ideas religiosas en esas grandes conjunciones de astros, que tiene así el tiempo como el espacio. Nuestros oídos y nuestros ojos se habían a una encantado con el fragor de la cascada eterna de Tívoli, que aún resuena y cae, como al recibir los suspiros y los yambos de los poetas clásicos. Habíamos contemplado los fragmentos de aquel Túsculo, donde Cicerón escribiera tantas elevadas páginas, y los espacios de aquel campo, desde cuyas eminencias miraba en los lejos del horizonte Aníbal airado la Ciudad Eterna, condensando en la solitaria retina, que fulguraba por su faz de fiera, todos los odios de una raza condenada por Dios a perpetua guerra con otra enemiga raza, cuyo exterminio le reclamaban las almas luctuosas de cien generaciones muertas, y venidas del Orco a pedirle para sus manes inquietos el inefable consuelo de una suprema venganza.

Pues no quiero deciros los afectos que despertaría en mi ánimo la extraña quinta del Cardenal, visitada después de tales sitios y ruinas, aquella quinta con sus aires de Trianon, sus fuentes de aparato, sus jardines a la versallesa, sus árboles recortados por tijeras irreverentes, su lujo aparatoso y su imperdonable vulgaridad entre tantas enormes grandezas. El cardenal Hohenloe tiene la diócesis de Albano, esa Roma sana y montañosa; pero Albano rinde muy poco y no corresponde a sus múltiples necesidades. Así es que acaba de presentar su dimisión para descender de Cardenal-Obispo a Cardenal simple. Y en cuanto presentó esa dimisión, le mandó el Papa comparecer a su presencia; y en cuanto compareció a su presencia, retirarla sin excusa. El dimisionario, que preparaba un viaje a sus tierras de Alemania, pidió una licencia. Negóse León XIII a concedérsela, y se ha ido sin ella. Pocos días después hallábase muy gozoso en Baviera, donde no daba muestras de recordar los disgustos dejados tras de sí en Roma. Y después de haber hecho varias visitas de corte y de mundo, como decimos ahora, entróse de rondón y sin previo aviso nada menos que en casa del Conde de Barbolans, ministro del usurpador y excomulgado rey de Italia en la corte de Baviera. Y no pararon aquí las visitas. Seguidamente fuese a ver al célebre Doellinger, al ilustre sabio, gloria de las ciencias eclesiásticas y piadosas, quien después de haber ilustrado su apellido con obras verdaderamente ortodoxas referentes al dogma y a su historia, renegó del catolicismo, cuando el catolicismo promulgó el Sillabus y declaró la infalibilidad. Así que Munich supo tales visitas, comunicólas por el telégrafo a los cuatro vientos, y así que se comunicaron, dieron ocasión y pábulo a mil interpretaciones diversas.

Decíase que Hohenloe andaba tan divertido de sus deberes eclesiásticos y tan fuera de las vías religiosas, por no haber alcanzado las dos ricas mitras con que soñaba, Breslau y Posen. La primera no es solamente mitra, sino también corona, pues Breslau pertenece a los fragmentos, más o menos íntegros, de instituciones antiguas respetadas por el tiempo; y conserva su categoría, más o menos honoraria, de principado eclesiástico. En cuanto a Posen, dicen los industriados en las interioridades más íntimas del Vaticano, que no debiera el Obispo haberla solicitado, cuando vive todavía el titular y propietario, depuesto por su adhesión a la iglesia y su enemistad con Bismarck. Los rumores mal intencionados crecen con grande crecimiento, y muchos imputan a falta de dinero la sobra de inquietud en el Cardenal. Pero no puede faltarle agente como ése tan útil a la vida, cuando ha heredado un millón de francos y conserva una galería de cuadros legada por monseñor Merode. La Germania, El Univers de allende, truena contra el Cardenal, y escupe a su rostro bendito esos improperios naturales a la prensa ultramontana, tan ruidosos y tan groseros.

Pero hay muchos empeñados en que anda con tal movimiento y en libertad tanta el Cardenal, porque tiene un expreso encargo pontificio de abrir las puertas del catolicismo a Doelinger por medio de una expresa y solemne absolución, así como de pactar una inteligencia estrecha entre Italia y León XIII por medio de Bismarck. Sea de esto lo que quiera, deben sus amigos aconsejar al buen prelado que se deje de veleidades rebeldes y vuelva sumiso a los pies del Pontífice, pues nada tan inútil como el combate inconsiderado entre un solo individuo eclesiástico, siquiera tenga tras de sí todo un emperador germánico, y la potente autoridad y el inconstable poder espiritual del Papa y de su Iglesia.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Satisfacciones a Inglaterra


Confieso, y me cuesta la confesión mucho, no creí nunca en la soledad silenciosa de mi retiro, al trazar algunas líneas sencillas referentes a Irlanda, verlas pasar, truncadas y maltrechas por el telégrafo, a Londres, para mover en mi contra, órgano tan respetable de la opinión inglesa como el Times, quien me amenaza con retirarme afectos, los cuales me holgarían mucho, de creerlos ciertos, como la estima y admiración, copio sus palabras, de una considerable parte de Inglaterra. Conformaríame fácilmente con tal eclipse, fiando a la claridad completa de mis ideas y a la virtud eficaz del tiempo prestarme de nuevo su benéfica luz perdida, si no me urgiese desvanecer dos equivocaciones gravísimas: primera, la de atribuirme, por algunas frases cortadas, un concurso moral a crímenes tan abominables como el asesinato de lord Cavendish, y segunda, la de creerme con despego y desamor a nación de mí tan admirada y querida como la libre y parlamentaria Inglaterra. Mis ideas radicales y republicanas de siempre no empecen a la enemiga mía con los medios violentos en general, y en particular con los medios criminales, más odiosos cuanto menos obstáculos encuentran el pensamiento y la asociación libres para defender y reivindicar el derecho.

Casualmente, si el temor de alargar mi respuesta, y la seguridad de ser creído bajo mi palabra no lo impidiesen, copiaría en estas columnas las múltiples reprobaciones por mí lanzadas contra los que imaginan prosperar causas como la causa de Irlanda, con crímenes como las inmolaciones de magistrados integérrimos, acaso en el minuto de preparar una reforma y de traer un progreso, y como las expulsiones de materias fulminantes que sólo alcanzan a los ciudadanos inofensivos y sólo consiguen sembrar terrores verdaderamente reaccionarios y traer furiosas represalias propias para prolongar el inútil estado de guerra e impedir el necesario advenimiento y triunfo de una cumplida justicia.

En cuanto el partido que gobierna hoy la Gran Bretaña subió al poder y se anunciaron las primeras perturbaciones irlandesas, dije a los temerarios y a los impacientes cuan mal procedían buscando en la revolución remedios sólo asequibles por la reforma, y cuan descastados e ingratos se mostraban con el gran estadista y orador, que, además de abrogar la Iglesia oficial protestante, se apercibía por medidas económicas, más o menos radicales, a reparar en parte los desastres de antiguas guerras y las arraigadas injusticias de seculares conquistas. Siempre dije, usando un ejemplo muy cercano a nosotros y para nosotros muy doloroso, que los celtas habían procedido mal en Inglaterra, mostrándose más airados con el partido radical que con el partido conservador, como ciertos compatriotas nuestros, que no quiero nombrar, procedieran el año setenta y ocho con todos nosotros, al sublevarse, después de haber sufrido en silencio el antiguo régimen, cuando llegaban los que se apercibían a soterrar la esclavitud y a compartir con ella los beneficios varios de la libertad nacional. Conste, pues, que lejos de alentar las perturbaciones irlandesas y sus utópicas tendencias a una separación de Inglaterra, las he reprobado, aconsejando la concordia de ambos pueblos en derechos y libertades comunes a la sombra y abrigo de una misma nacionalidad.

Las palabras adrede arrancadas con arte de mi artículo último, y difundidas por The Times a la mañana siguiente, con tal dolor suyo y extrañeza mía, estaban allí para probar cómo no conviene de ningún modo seguir con pueblo, capaz de cosas tales cual ese horrible sacrificio de Carey, los procedimientos conservadores por un orador aconsejados en sus últimos discursos, y cuan preferible me parecía una política de conciliación, por ejemplo, la sabia política del ilustre Gladstone, quien destruyendo cada día una injusticia y preparando un progreso, destruye la chispa generadora de nuevas tempestades en aquel cielo y prepara días serenos de libertad y de paz para las regiones componentes de la misma patria. Y al llamar a los irlandeses Macabeos, por su arrojo y por su tenacidad, no quise llamar Antíoco a Inglaterra, ni pasó por mis mientes compararla con el profanador del Santo Templo; antes por el contrario, los llamé así, recordando que muchos hijos de la valerosa familia celta demostraron esas prendas de valor en defensa de la patria inglesa, cuyos anales han ilustrado con mil ilustres y hasta recientes victorias, pues no debe olvidarse cómo los soldados de Waterloo y los soldados de Egipto vencieron bajo el mando de generales nacidos en el seno de Irlanda.

Ceda un poco en su natural susceptibilidad el ilustre diario, y vea cuántos ejemplos de temeridades en la palabra nos ofrecen unos ingleses al hablar de otros ingleses en sus polémicas perdurables, sin que a nadie se le haya ocurrido achacarles por eso desamor u odio a su madre patria la venerable Inglaterra. Pocas escuelas tan admiradas y admirables como la escuela radical británica. Un apóstol tan ilustre como Cobden la encabeza, un orador tan grande como Brigth la mantiene, un político tan consumado como Dilke la ilustra hoy mismo, un tory tan grave como Peel acepta en parte sus principios, a pesar de haberlos tanto tiempo combatido, y difunde con esta inmortal apostasía el bienestar entre las clases pobres, que alivian su miseria con el blanco pan cocido al fecundo calor de la libertad económica. Pocos movimientos en el mundo con inteligencias tan luminosas, voces tan inspiradas, ideas tan brillantes, pléyades tan celebradas de almas inmortales como el movimiento liberal inglés que han impulsado Gladstone, Stuat Mill y Macauley, por citar tan sólo en esta breve réplica los nombres de primera magnitud, cuyo resplandor se dilata por los horizontes todos de nuestro planeta y cuya honra entra en el patrimonio común de la honra universal y humana. Pues bien; todo un aristócrata británico, en los ardores del combate y en los apremios de la improvisación, compara los radicales con los bárbaros devastadores del Imperio romano y los wighs con los humillados césares Honorio y Arcadio, mengua de nuestra especie y afrenta de la Historia. Supongo que, a pesar de haber calificado así lord Salisbury en la célebre revista Quarterly a la parte más ilustre de Inglaterra, no le negarán la mano en la Cámara de los Lores los por él calificados, como a mí no me negarán los ingleses todos aquellos antiguos afectos de que tanto me honro y envanezco, por haber calificado de Macabeos a una considerable parte de sus mismos compatriotas, sobre todo cuando jamás pudo, ni por imaginación, ocurrírseme comparar a su ilustre patria con el perverso Antíoco.

Yo, cual todos los españoles liberales, he amado siempre a Inglaterra, patria de1a libertad parlamentaria. Yo he creído y sigo creyendo que la causa única de disentimiento antiguo entre Inglaterra y España desaparecerá con el tiempo, en cuanto la política de paz y de libertad predomine sobre la política de guerra y de recelo. Por lo demás, ningún español puede olvidar que vuestra sangre se mezcló con nuestra sangre mil veces en la gloriosa porfía por la patria independencia, y ningún liberal que nuestros padres perseguidos por la reacción del veintitrés encontraron bajo los techos británicos nuevos hogares y en su ilustre suelo una segunda patria. Si el absolutismo de origen extraño, que descuajó nuestras libertades históricas, no prevaleciera sobre las cortes y los municipios nacionales, ¡oh! España fuera en Europa la Inglaterra continental por sus procuradores, sus jurados, sus alcaldes y sus justicias. No hay sino mirar la índole del genio inglés y la índole del genio español en las letras, su mutua independencia de toda regla convencional, su idéntico desasimiento de los códigos y modelos clásicos, su variedad original, sus contrastes de tristeza y de risa, sus sarcasmos junto a sus sublimidades, el desorden de la inspiración semejante al desorden de la naturaleza y la profundidad íntima en el pensar y en el sentir de un Shakespeare y de un Calderón, para convencerse de cuan estrecho parentesco guarda en dos pueblos de tan diversas ideas religiosas y tan porfiadas competencias marítimas, la respectiva esencia y el fondo respectivo de sus sendos caracteres nacionales. Puesto que los audaces navegantes, reveladores de la tierra en el Renacimiento, llegados en sus exploraciones desde la cuna hasta la tumba del sol; aquellos que hallaron el mundo de lo porvenir con el hallazgo de las Indias occidentales y el mundo de lo pasado con la reaparición de las Indias orientales, evocadas unas y otras por su numen del fondo de las aguas; los que doblaron el Cabo de las Tormentas, y acometieron y realizaron por vez primera la navegación fabulosa en torno de nuestro globo; los legendarios héroes de la Península ibérica, vencidos por la fatalidad, han dejado su antiguo imperio marítimo a Inglaterra, nosotros sabemos y estimamos cuánto contribuye a la cultura universal una potencia tan grande, que impide con el respeto de su nombre las antiguas irrupciones desprendidas desde las mesetas centrales del Asia tantas veces sobre las tierras de Europa; cómo contrasta la confederación de las tribus fatalistas aún esparcidas por las riberas meridionales del Mediterráneo y por los edenes del Bósforo; cómo limpia de piraterías los espacios oceánicos y persigue la trata; cómo deja por doquier mercados abiertos a las emulaciones de la actividad y a la competencia y circulación de los cambios; cómo asegura la navegación universal; y deseamos que desaparezca cualquier motivo de recelo entre nosotros, y cooperemos todos en el Nuevo Mundo por nuestras dos razas cristianas, y en el Viejo Mundo, en que tenemos tantos intereses comunes, a la libertad completa de los mares y a la paz perpetua de los continentes; para que un régimen de trabajo, creador y pacífico suceda en todo el orbe al antiguo régimen de guerra y de conquista, mejorando así la condición de la humanidad y mereciendo las bendiciones de Dios. Ya ve mi contradictor ilustre cuan lejos me hallo del odio a Inglaterra imputado por sus recelosas sospechas; pues, al contrario, deseo para la iniciación de mayores empresas, una inteligencia estrecha entre las naciones occidentales, Inglaterra, Francia, Italia, Portugal y España, que aminore las causas de conflictos guerreros en el continente nuestro, y lleve de común acuerdo el espíritu moderno, esa luz etérea y vivificadora por toda la redondez del planeta.

Continúa en Francia la política firme, cuyo logro queríamos con impaciencia cuantos queremos la consolidación y robustecimiento de una verdadera República. Los discursos últimos y las últimas votaciones tienen la inmensa ventaja de señalar límites conocidos a una política vaga en otro tiempo y reunir alrededor de tan saludable cambio una mayoría compacta. Nadie duda en el mundo ya que la República francesa responda como debe al movimiento y al progreso; pero muchos dudan de que responda como debe también a la conservación y a la estabilidad en el equilibrio de fuerzas contrarias sobre cuya combinación se alzan las sociedades humanas. Pues no puede ya con fundamento dudarse de cuan idónea es la República para los dos necesarios fines, tras los últimos sucesos y el rumbo decisivo tomado por Cámaras y Ministerio. Ciego estará quien desconozca de hoy en adelante que la Presidencia y la Representación popular llegarán a sus términos legales en completa paz; que armada y ejército cumplirán sus deberes múltiples con estoica inflexibilidad; que proveerá el sufragio universal de mayorías numerosas y firmes a los Gobiernos, bastante previsores para combinar el progreso medido con la estabilidad serena; que ningún pretendiente se antepondrá y sobrepondrá jamás a la nación, cada día más libre y cada día más tranquila en el pleno ejercicio de todo su poder y en el respeto religioso a todos los derechos, factor integrante de la paz europea y ejemplo luminoso de los pueblos todos; con lo cual cumple aquel ministerio de revelaciones humanas confiado a su numen y a su prestigio por la filosofía y la revolución del último siglo, por cuya virtud será siempre como la palabra o verbo del espíritu progresivo, como la concentración o foco de la cultura universal. Desengáñense los monárquicos españoles, tan implacables enemigos de la República francesa: un Gobierno que tiene a raya las camarillas ilegales; que despide sin zozobras a ministros como Thibaudin; que impone silencio a pretendientes como los Orleanes; que desahucia los anárquicos proyectos del Ayuntamiento parisién; que habla tan severo lenguaje y emplea tan activa energía en medio de las mayores libertades conocidas allí; que cuenta con ejército de suyo tan sumiso y con mayoría por grandes convicciones unida y compacta; puede dar envidia, y mucha indudablemente, a los Gobiernos y a los partidos realistas, empeñados en denostar a Francia porque se dirige a sí misma en calma completa bajo la sublime advocación de una estable República. Nosotros sólo debemos pedir a nuestros fraternales amigos, los ministros de allende, que perseveren a una en su obra de pacificación democrática, sin temer ni a las maniobras de los príncipes pretendientes en el interior, los cuales habían de satisfacerse con la dignidad de llamarse ciudadanos en tan grande pueblo, ni a las aparatosas e inútiles visitas de los príncipes ilustres en el exterior, los cuales no pueden contrastar con su presencia el afecto de todos nosotros los liberales y los demócratas a Francia y su República.

Después de nuestra patria no estimamos los españoles a ninguna de las naciones modernas tanto como a la inmortal Italia. Tenemos de común con ella nuestra sangre, y casi, casi nuestro idioma; pues el español y el italiano parecen dos derivaciones de una sola y misma madre. Si la República francesa nos asegura el predominio de la democracia en el continente para todo lo que resta de siglo, la independencia italiana resulta un dato importantísimo en los progresos universales; primero, porque nos da un pueblo libre más en el concierto europeo, aumentando las fuerzas progresivas del conjunto; después, porque nos liberta del poder temporal teocrático, ese arrebol postrero de la disipada Edad Media. Pero no puede negarse que Italia libre ha desatendido deberes muy altos al desasirse de Francia por cuestión tan baladí como el protectorado tunecino e ingresar en la triste alianza de los Imperios centrales, encaminada contra la libertad y la democracia modernas. Jamás desistiré de mi constante predicación a favor de una inteligencia entre Italia y Francia. El día que cayera la República se vería muy amenazada la unidad italiana, y el día que cayera la unidad italiana se vería muy amenazada la República francesa, por el inevitable predominio de la reacción universal, contraria de todo en todo a esas dos creaciones supremas del espíritu moderno.

Y no le basta en sus supersticiones a la susceptibilidad italiana con suponer cosa tan absurda e inverosímil como que Francia pugna por la restauración del poder temporal de los Papas; encuentra pretextos a su odio en mil accidentes varios y en mil proyectos descabellados, cual si no pudiera tener jamás razones y motivos en su propia conciencia. Para convencerse de cómo Italia yerra siempre que trata de Francia basta con recordar los proyectos imputados a ésta en publicaciones diarias. Ya dicen que ha resuelto para las eventualidades múltiples de lo porvenir anexionarse Liguria, cual se anexionó en otros días Saboya, y ya que pide la misma Cerdeña para fortalecer y asegurar su predominio en el Mediterráneo. Parece imposible que se pueda ocurrir a pueblos, en la política y sus artes consumadísimos como el pueblo italiano, cosa tan descabellada como esas supuestas ambiciones francesas. La grande nación latina experimenta demasiado el dolor de las desmembraciones propias para cometer el crimen, doblemente punible, por sí mismo y por las circunstancias, de aspirar a las desmembraciones ajenas. Limitado a pedir la devolución de Alsacia y Lorena, más unidas cada día estrechamente con Francia, no quiere separar a ningún pueblo de su patrio techo. Harto le costó a fines del siglo dominar a Córcega, definitivamente adherida hoy a su cuerpo y a su espíritu, para irse mañana en pos de nuevos territorios por el Mediterráneo, de donde nos conviene a todos, y el reintegro de cada isla y archipiélago bajo su nacionalidad correspondiente. Si las cuatro naciones latinas se hubieran puesto hace tiempo de acuerdo respecto a las cuestiones mediterráneas y a la costa Norte del África, no veríamos quizás hoy en una y otra orilla del Mediterráneo sucesos tan opuestos y contrarios a nuestros intereses permanentes. La política de unión estrecha entre los pueblos latinos conviene a todos ellos en general, pero muy particularmente a Italia. Un recelo excesivo del apostolado democrático de Francia en contra de la dinastía italiana paréceme que ha paralizado mucho la saludable acción de esta última potencia, y arrastrádola, como un aerolito sin dirección y sin órbitas, en carrera vertiginosa e incalculable a la terrible atracción de las potencias del Norte.

No subimos, en verdad, mucho si subimos desde Italia en este momento a Rusia. El proceder de los italianos en sus alianzas está relacionado con la cuestión de Oriente, y en la cuestión de Oriente nadie puede quitarle ya el primer papel a Rusia. Casualmente la presencia del gran ministro británico en Elseneur ha demostrado una inteligencia entre Rusia e Inglaterra, y la inteligencia entre Rusia e Inglaterra, casualmente también, ha embargado mucho la móvil atención de Italia. Dígase lo que se quiera, las alianzas naturales resultan más sólidas que las alianzas arbitrarias, y no es natural ni explicable una grande alianza entre la nueva Italia del progreso y los viejos Imperios de la conquista y de la guerra. Sucede con las alianzas de Italia y Austria lo que sucede con las alianzas de Austria y Servia. Es natural que Servia se una con Rusia, pero su dinastía combate con fuerza esta ley de la Naturaleza: es natural que Italia se una con Francia, pero su dinastía combate a su vez con fuerza esta ley de la Naturaleza. Mas las dinastías no pueden sustituir su voluntad a la Providencia, y bien pronto vendrá ésta con sus decretos incontrastables a imponer sus leyes irremisibles. Cuanto más la política interior rusa hoy se agrava; cuanto más los problemas territoriales y el fondo social se agita; cuanto más crecen las conspiraciones misteriosas por todas partes, menos probabilidades hay de conservar allí la paz externa, herida, o, por lo menos amenazada siempre, a causa de la necesidad imprescindible, allí sentida en todos, del movimiento guerrero y de la cruzada bizantina. Por tal razón, Rusia gana las elecciones de Servia contra su propio monarca, empeñado en servir al Austria, y se apercibe a escarmentar las veleidades múltiples de ingrata emancipación sentida por su hechura la monarquía búlgara y su antigua e inconstante aliada la monarquía rumana. En esta competencia de alianzas entre Prusia y Rusia laten las causas de guerra inminente y próxima entre Austria y Rusia, que puede muy fácilmente arrastrar de un lado a Francia y de otro lado Germania, encendiendo así la guerra universal, que todos tememos y que todos quisiéramos evitar, pues nada convierte a la tierra, nuestro planeta, en una especie de infierno como ese vapor de sangre subiendo a las alturas desde los campos de matanza para mostrar nuestra crueldad, y provocando la cólera de Dios, que nos ha criado para la libertad y para la paz.

Mas no debo hablaros, en el corto espacio que me resta, de la política; debo hablaros de la poesía rusa. Este gran pueblo acaba de perder uno de sus más ilustres pensadores, y los pueblos, desde lejos, sólo se ven por el resplandor de sus pensamientos, como las regiones sólo se ven desde lejos por la eminencia de sus cordilleras. Este pensador es el inmortal Tourguenieff, nacido en las estepas de Rusia y muerto, como los rusos principales, en extraño suelo, por causa de un voluntario destierro. Hace algunos días ya, brillante legión de pensadores franceses, Renan, Simon, About, entre muchos otros, reunidos en la estación del Norte, despedían con lágrimas amargas y oraciones plañideras un ataúd que marchaba desde la única iglesia griega en París hoy existente, custodiado por algunas almas piadosas, hacia las tierras boreales de nuestra Europa. Contenía el ataúd los restos de Tourguenieff. Así, al llegar a Petersburgo, muchedumbres innumerables se agolpaban a su paso en actitud triste, recogida, silenciosa, como cumple a pueblos capaces de sentir cuánto pierden cuando en los abismos de la muerte desaparece quien ha movido los corazones y ha iluminado las inteligencias con la luz y con el calor del Verbo Divino encerrado en el arte o en la ciencia que, materializando el ideal y poniéndole hasta el alcance de nuestra mano, acerca lo infinito a la humana limitación, lo absoluto a nuestra fragilidad, lo celeste a nuestras sombras, y hace de Dios algo humano y del hombre algo eternal y etéreo en los misterios sublimes de una continua encarnación. Después de haber acompañado el féretro por las calles en procesión gigantesca y conducídolo hasta la puerta de un oratorio bizantino, donde le dijeron las oraciones de los muertos en el rito griego, enterráronlo allá en apartado cementerio, bajo la estepa fría, que amara con exaltación, junto a los restos de Bellinsky, su maestro y su guía en las letras, a la sombra de un grupo de sauces, de ese árbol cuyas ramas se vuelven hacia las oscuridades frías de la tierra, en vez de subir hacia los esplendores del cielo, y, sepultado, repartiéronse los asistentes las flores de sus innumerables coronas como reliquias de una sublime muerte y como recuerdo de una gloriosa vida. El mundo burocrático y oficial faltaba, porque La Voz del Eslavismo, o sea el periódico de Katkoff, había dicho como Tourguenieff perteneciera por su vida toda, muy de antiguo, a los occidentales, y quien perteneciera por su predilección a los occidentales, a esos librepensadores demócratas, no podía en muerte aspirar al culto de los rusos, monárquicos de un Zar omnipotente, y ortodoxo de una religión bizantina. Mas la inevitable ausencia del elemento burocrático y oficial sólo sirvió para que se viese con mayor claridad el afecto inspirado al pueblo por el difunto y la espontaneidad generosa de aquella sublime manifestación.

Y la merecían, tanto el artista como el hombre. Tourguenieff no pertenece a esas almas que dan luz de sus inteligencias sin dar al mismo tiempo calor de su corazón. Tourguenieff escribía porque amaba. Y amaba con exaltación al humilde, al débil, al desgraciado, al siervo. Sus obras no tienen más que un objeto: la manumisión y libertad del esclavo. Cuando vemos la indiferencia de los escritores griegos o romanos por el ser inferior que gime allá en los abismos de las hondas ergástulas y que muere allá en los combates del circo, después de haber sido cazado en la montaña tracia, puesto a la venta en el bazar y destituido y privado hasta de los sentimientos más naturales y de los goces más humanos bajo la pesadumbre de sus enormes cadenas; cuando vemos esta indiferencia y la comparamos con el amor a la humanidad entera de los escritores y de los oradores modernos, tan solícitos por los representantes postreros de la servidumbre histórica, tanto en la estepa moscovita como en las selvas tropicales, no podemos menos de ufanarnos por nuestra civilización y creer que muchas faltas le perdonara la Providencia por su amor al derecho natural y a la eterna justicia.

Tourguenieff había recorrido como cazador las tierras moscovitas y visto en ellas tal número de infelices pegados al terreno señorial, que, describiéndolos y describiendo su desgracia irremediable, hacía tanto por su emancipación cual todos los estadistas innovadores juntos, pues obras como una emancipación general sólo pueden acometerse por impulsos indeliberados y generosos del corazón y consumarse por estos ardores de la elocuencia, y del arte, los cuales, encendiendo la sangre y agitando los nervios, llevan a unos al combate y a otros a la muerte con desinterés sublime por una causa popular y justa, controvertida mucho tiempo en las alturas del espíritu antes de prevalecer en las regiones inferiores de la legislación y de la política.

Novelista, exclusivamente novelista, nos ha pintado Tourguenieff la sociedad rusa mucho mejor que los primeros políticos moscovitas, como nuestros poetas del siglo decimosexto y decimoséptimo pintaban mejor en el teatro y en el romance a su tiempo que los diputados en las Cortes o las estadistas en las disertaciones. Aquel partido, engendrado por la tiranía política de los Zares y por la intolerancia religiosa de los sacerdotes, con su puñal y con su tea en las manos, su duda y su sarcasmo en los labios, su negación universal y su ateísmo en la conciencia, enemigo del Estado y de la sociedad, resuelto a disipar el aire atmosférico y a extinguir el sol y las estrellas para volver a lo único verdaderamente grande, inmenso, ilimitado, eterno, a la nada infinita, de la cual nunca debimos los mortales salir, ya que tan condenados habíamos de hallarnos en el mundo a dolores eternos; aquel partido, en el cual no creían los conservadores europeos hasta que vieron saltar por los aires el Palacio de Invierno y caer en pedazos el Emperador Alejandro, se halla mejor descrito que en todas las disertaciones nihilistas de Bakounine y sus discípulos, en las obras literarias del poeta eximio, a quien las intuiciones de la fantasía y los presentimientos del corazón revelaron el demagogo típico alzado en sus páginas con la persona de Bazaroff mucho antes que se alzara en la realidad para extender el terror en Rusia y recluir al Zar en Gatchina: que tan certeras y exactas resultan en la historia siempre las adivinaciones y las profecías del verdadero genio.

Yo conocí a Tourguenieff personalmente hace tiempo en casa de nuestro común ilustre amigo Mr. Julio Simon, y jamás olvidaré aquella sacerdotal figura profética, muy semejante, por lo alta y por lo inmóvil, a las figuras litúrgicas de las iglesias griegas. Sus sedosos cabellos blancos y sus luengas barbas, blancas también, le daban cierta gravedad que desaparecía en cuanto mirabais la retina móvil, iluminada, sensible a todas las emociones, acariciadora como una suave luz o como una melancólica melodía, punto de su rostro donde se condensaba toda su alma, la cual salía de allí a iluminar con rayos invisibles de ideales etéreos a todos los circunstantes. No poseía en la conversación esa facilidad inagotable de los meridionales, que tanto regocija siempre a una sociedad sentada en torno de limpia y bien provista mesa; pero, en cambio, sus profundas sentencias interrumpían el diálogo de los gárrulos, provocándolos al silencio de una meditación reflexiva. Tourgenieff había pintado en sus brillantes cuadros lo mismo que había visto en su tormentosa vida. La sociedad rusa, especialmente, privaba en su ánimo y surgía en sus descripciones. Y pocas sociedades tan dignas de llamar la general atención por sus contrastes bruscos y sus disonantes extremos. Aquellos Zares, jefes de una sociedad tan exclusiva como la sociedad eslava, y alemanes por sus orígenes y por sus gustos; aquel clero, blanco y negro, pagado de su autoridad y presidido por un Consistorio, a cuyo frente se hallaba todo un general de caballería; los aristócratas, muy amigos de sus privilegios históricos y muy dados a destruirlos con sus ideas occidentales y democráticas; los reformadores, muy avanzados en sus tendencias y muy creídos a una de que impulsaran su nación estancándola en la tribu tártara y en la propiedad comunista; o el ortodoxo griego, que, después de haber orado ante la Virgen bizantina, cuyo rostro se halla metido en aureola pesadísima de oro macizo cuajado de brillantes y esmeraldas, después de haber clavado la frente como un paria indio en las losas del templo santo, suspira por los eslavos pegados al seno de la naturaleza y adoradores de un bárbaro paganismo; el rústico, el mujich, con quien los innovadores cuentan para incendiar el mundo y renovarlo, adscrito, como la planta y sus raíces, al terruño; el siervo, recién manumitido, añorándose de su cadena como el señor feudal de su propiedad; todos estos contrastes bruscos, presentados con sencillez increíble, dan a las novelas rusas de Tourguenieff el carácter, que falta por el exceso de tradiciones y el número de modelos a los de más literatos europeos, la naturaleza y difícil originalidad. Sintamos todos que los cielos de Rusia, ya oscuros, hayan perdido ese foco de increada luz, y honremos la memoria de quien ha contribuido, sin esgrimir más arma que su pluma brillante, a la emancipación de los siervos en las estepas de Rusia.

Los pueblos protestantes han celebrado el cuarto centenario de Lutero con universales jubilaciones. Temíase que las apologías del reformador provocasen vejámenes contradictorios y que tales contradicciones trajeran, sin remedio, en los pueblos divididos por creencias contrarias encuentros en las calles, y tras los encuentros las disputas y perturbaciones propias de los grandes y trascendentales dogmatismos. El régimen cesarista organizado contra la religión católica por el Gobierno germánico en tan mala sazón, había interrumpido aquellas relaciones de los dos cultos, celebrados muchas veces y en muchas partes bajo las bóvedas de un mismo templo, allá por tierras de Alemania. Bajo tal consideración creíase fácil una serie de manifestaciones y contramanifestaciones opuestas. Ningún apóstol de ninguna idea se presta como Lutero a estas disputas cuasi guerreras, apareciendo a los ojos de unos como el nuevo revelador que rejuvenece y salva el cristianismo en medio de la sensualidad pagana traída por el Renacimiento, mientras a los ojos de otros aparece como el protervo revolucionario, atreviéndose desde las aras del claustro al Pontificado, cual se atrevió Luzbel desde su angélica beatitud a Dios, para engendrar en la tierra los infiernos del cisma. De juicios tan contradictorios podían temerse disputas múltiples y desordenadas en tiempos como este de movimiento antisemítico. Por fortuna, la libertad religiosa está más arraigada hoy de lo que creen los reaccionarios, y el respeto a la inviolabilidad de las conciencias pasa cada día más a las costumbres.

Si los católicos y los protestantes de Alemania no han podido concordarse para celebrar al creyente, se han concordado para celebrar al patriota; y nosotros, que no pertenecemos ni a la religión luterana ni a la raza germánica, españoles y católicos de nacimiento, podemos celebrar sin escrúpulo al que, iniciando la libertad de pensamiento y examen, ha iniciado las revoluciones modernas, a cuya virtud hemos roto nuestras cadenas de siervos y proclamado la universalidad de la justicia y del derecho.




Arriba Capítulo XVII

Sucesos últimos del año 1883


Hase discutido en Francia últimamente, con empeño, el presupuesto eclesiástico; y al discutirse, hanse levantado en tropel y a deshora los mil problemas referentes a la Iglesia y a sus relaciones con el Estado. El Gobierno, en vez de agarrarse a la firmeza prometida en los últimos discursos, ha dejado el asunto en manos de la Cámara, despreciando la facultad que le compete de proposición e iniciativa. Jamás sustituiría yo al poder legislativo el poder ejecutivo; pero jamás confundiría uno y otro, al punto de resolverlos en el mismo y solo poder, porque ¡ah! en esa confusión está la raíz venenosa de todo despotismo. No puede un ministerio gobernar contra la voluntad manifiesta del pueblo, expresada por sus legítimos representantes; pero debe pedir a éstos los medios indispensables al gobierno, y en caso de negárselos, dejar el puesto a sucesor más afortunado en sus proposiciones y más acepto a las Cámaras. Lo que no puede aprobarse de ningún modo, es la presentación de un presupuesto y luego el abandono de su necesaria defensa. Y la falta crece cuando resulta que tal presupuesto es el presupuesto eclesiástico, relacionado con los intereses morales religiosos de toda la nación. El relator encargado de contradecir a los contradictores del dictamen ha poco menos que huido, y el Ministro de Cultos lo ha dejado todo a los movimientos caprichosos de una Cámara sin unidad y de una mayoría sin dirección. Resultado: que los partidarios de la separación, prematura hoy, entre la Iglesia y el Estado, así como los partidarios de la inconcebible autocracia del Estado sobre la Iglesia y el Pontífice, han cortado por donde les ha parecido, trayendo nuevos conflictos con el clero y provocando repulsas inevitables del Senado. Todo esto me duele, porque repetidos hechos desmienten repetidas palabras, y el Gobierno carece de aquella fuerza moral y autoridad propia indispensables a la buena dirección de un pueblo republicano, cuyos altísimos derechos demandan fuertes y vigorosos contrapesos.

Hay en la Cámara diputados como Clemenceau, quienes, sin encomendarse a Dios ni al diablo, echarían por la calle de en medio, aún a riesgo, con la negativa del presupuesto y la retirada del patronato y del Nuncio, de provocar dificultades como las promovidas en la primera revolución francesa con los clérigos juramentados e injuramentados, tan dañosas de suyo a la libertad y a la República. Demás de éstos, hay otros, como Julio Roche, quienes, después de haber estudiado mucho la Concordia napoleónica, obra del primer Cónsul, y visto cuántos resortes guardan sus artículos para oprimir a la Iglesia; les quitan a éstos el polvo de los tiempos que los ha enmohecido y paralizado; les echan el aceite de sus recuerdos para darles flexibilidad o ayudar al movimiento; y luego los impulsan contra el clero adrede, sin comprender cómo ha pasado la época de tales arqueológicas opresiones, y cómo la libertad natural, proclamada por nuestros dogmas políticos e inscrita en nuestras leyes democráticas, alcanza también al seno de la Iglesia. Pero el tipo más curioso de todos estos dogmatizantes, a no dudarlo, es monsieur Paul Bherte, ministro de Instrucción pública en el fugaz Ministerio de Gambetta. Fisiologista eminentísimo, quiere con empeño reducir la psicología y todos sus problemas metafísicos a una sencilla fisiología. Para no tomarse los dos hercúleos trabajos de meditar sobre las relaciones del alma con el cuerpo y del Criador con la criatura, escoge muy sencillo medio: elude alma y Criador, a título de incomprensibles misterios. No ha visto el átomo en ninguna parte, como nos sucede a los idealistas, que no hemos visto en ninguna parte la idea; pero lo toma por primer principio generador del Universo a la manera de Lucrecio; sabe de la materia quizás menos qué sabemos nosotros del alma, porque los primeros principios resultan todos por igual indemostrables y todos por igual metafísicos, pero con mezclarlo y confundirlo todo en el Cosmos, cree haber poseido la unidad inenarrable, así del Universo como de la ciencia; y luego reduce todo esto a dogmas y a cánones, para imponerlos por medio de la fuerza coercitiva del Estado a su generación, como impuso Mahoma los principios semíticos del judaísmo y del cristianismo a las razas árabes, entonces idólatras y sabeistas, por medio de la cimitarra de la guerra.

Opinión mía: equivócanse mucho los que prescinden para el gobierno de las sociedades modernas de la consideración debida por todos al dogma religioso y a sus representaciones verdaderas en la tierra, el clero y la Iglesia, de las diversas comuniones cristianas. El mundo latino, por ejemplo, se ha separado mucho de la tutela ejercida sobre su conciencia por los Pontífices; pero no tanto que pueda creérsele hoy en pleno racionalismo y llevársele sin peligro a una separación inmediata entre la Iglesia y el Estado. No hay que acceder a ninguna injusta pretensión de la Iglesia. Contra su veto hay que conservar el Estado laico moderno; que dar a la Universidad y a la enseñanza oficial su independencia; que sostener el matrimonio civil; que guardar el libre examen, criterio natural, así de la ciencia como de la política; pero no hay que perseguir a la Iglesia y que tiranizarla. Sin soltar la tutela eminente pedida por circunstanciales condiciones de tiempo y espacio, conviene concederle una relativa y constante autonomía, en concordancia con todos nuestros principios. Pero la Iglesia debe reconocer a su vez cómo necesita mucho aproximarse a los Estados modernos y recibir la visita de nuestro progresivo espíritu, cual recibió la visita del Espíritu Santo en el Cenáculo, con sus lenguas de fuego encendidas en maravillosas ideas. El papa León XIII tiene a nuestros ojos el mérito de haber iniciado una especie o manera de reconciliación cordial entre los Estados modernos y la Iglesia católica. Pero debe comprender que no hará cosa de provecho mientras deje al catolicismo el carácter jesuítico y ultramontano que hoy lo determinan y señalan, cuando tanto urge a la sociedad y a la conciencia una reconciliación verdadera entre la democracia y el cristianismo.

Veo que los constantes embargos de mi alma por una idea exclusiva y absorbente, como el problema de reivindicar el gobierno de las naciones para ellas mismas, hame llevado, allende mi pensamiento y mi deseo, metiéndome, sin deliberación casi, en laberinto de reflexiones metafísicas y religiosas, que, trascendentales y mucho, no cuadran al carácter de crónica e historia propio de estas cartas. Voy a tratar, pues, de los asuntos europeos. Y el primero que a la vista salta es el asunto de una próxima conflagración universal. Terrible verano este último, en que las visitas impremeditadas y aparatosas de príncipes; los simulacros militares en el centro de nuestro continente; la inauguración de monumentales efigies consagradas al recuerdo de cruentísimos triunfos; el viaje inopinado de Gladstone y su encuentro en el mar Boreal con los Reyes de Dinamarca y los Emperadores de Rusia; las perturbaciones múltiples en Bulgaria, deseosa de romper la tutela moscovita, en Servia, unida contra el Montenegro al Austria, en Rumanía, llamada imperiosamente a una inteligencia con los Imperios centrales; todos estos hechos múltiples inspiraban natural temor a un conflicto que pudiese incendiar toda la tierra y traer al género humano dolorosas crisis, como suelen serlo todas aquellas en las cuales el movimiento pacífico se detiene o interrumpe tristemente por la violencia y por la guerra. En verdad la visita en estos días hecha por el ministro ruso Giers a Bismarck; la oración del emperador Guillermo a la reciente apertura de las Cámaras, asegurando la paz con todas las naciones, y muy especialmente con Rusia; la retirada prescrita de los grandes cuerpos del ejército ruso concentrado en las fronteras de Polonia; tantos y tales hechos han venido como a calmar la zozobra general y a darnos algún respiro y alguna confianza en la paz europea. Yo jamás he temido una guerra inmediata por agresiones de Francia. Constituida ésta en gobierno parlamentario y republicano, cual conviene a una verdadera democracia, es instrumento dócil y seguro de la paz universal. Su aliada íntima en el mundo, por la fuerza misma de las cosas y por el imperio de las circunstancias, a pesar de nubes más o menos fugaces, necesariamente ha de ser Inglaterra, e Inglaterra pertenece también a las potencias de paz y de libertad. Igual digo de las dos grandes naciones latinas, colocada una en el ocaso y otra en el centro de nuestro Mediterráneo, Italia y España. Nosotros no tenemos interés alguno que librar a la guerra.

Cuanto nos prometemos de lo porvenir y cuanto necesitamos para nuestra consolidación interna y para nuestro influjo en el mundo, se halla subordinado, y por completo, a la paz. Y lo mismo sucede a nuestra hermana Italia. Por más que los irredentistas la impulsen a reivindicaciones excesivas y extremas; por más que los intereses dinásticos la lleven, como de la mano, a cordial inteligencia con las grandes monarquías; su rápida fortuna, los logros inverosímiles de su Milán, de su Venecia, de su Roma; la necesidad que tiene de paz interior para consagrarse a la robustez de su organización política y a la salud de su desarrollo económico y social, empéñanla con fuerza en la conservación de su paz, más necesaria para ella indudablemente que para ninguna otra potencia. Por ende, aquí en la parte occidental y meridional de Europa no encontramos ni motivos ni gérmenes de guerra.

Pero no sentimos igual confianza respecto al Oriente. En Rusia existe una leyenda eslava, muy arraigada entre las muchedumbres, y que representa con verdad una especie de apocalipsis contra Germania y los Imperios germánicos muy semejante a los apocalipsis de los profetas judíos contra Nínive y Babilonia. La enemistad, implacable hoy, de Francia y Alemania, es una enemistad circunstancial y pasajera, no obstante su exacerbada intensidad, mientras la enemistad entre Alemania y Rusia es una enemistad incesante y perpetua. Endulzáronla por mucho tiempo los descendientes de Catalina II, germanos por su origen, por su complexión y por su sangre. Nicolás I, en verdad, era todo un alemán, y todo un alemán era también Alejandro II, quien veneraba como a un padre al emperador Guillermo. Pero estas ventajas de Alemania en Rusia pertenecen a las nieves de antaño. El Emperador hoy reinante se halla por todos sus antecedentes adscrito a la secta pan-eslava, enemiga irreconciliable de Alemania. Y en tal secta no puede llamarse él, con toda su aparente omnipotencia, verdadero jefe, cuando existe un Katkoff, especie de profeta y de misionario panslavista, en cuyos artículos con aires de salmos se contienen las ideas mesiánicas y las incontrastables aspiraciones de su gente y de su raza.

Estos constantes impulsos de un pueblo conquistador van todos a una en pos de guerrero conflicto con el Imperio alemán, a quien creen el valladar de todos sus deseos, la sombra de todos sus ideales, porque tiene bajo su mano a Bohemia; porque divide con la mongólica nacionalidad húngara los eslavos del Norte de los eslavos del Sur; porque manda y empuja el Imperio austriaco hacia la península de los Balcanes, a fin de que se interponga en el camino de la Santa Rusia, y le impida el cumplimiento de sus épicos ideales en Santa Sofía y en Constantinopla. Francia, esa Francia tan aborrecida hoy del mundo germánico, aparece desde sus comienzos en Europa como la mediadora entre Alemania y el mundo latino. En las tres grandes crisis de Alemania, en la crisis del Imperio carlovingio, en la crisis de la Reforma religiosa, en la crisis de la paz de Westfalia, Francia siempre ha servido los grandes intereses alemanes; y por su Iglesia galicana y su filosofía enciclopedista siempre ha representado una especie de término medio entre el catolicismo y el protestantismo, es decir, entre el espíritu alemán y el espíritu latino. Pero Rusia no tiene punto de contacto con Alemania. Las dinastías de una y otra región habrán estado muy unidas; los pueblos están muy separados. Por eso Alemania no debe temer una guerra con Francia y debe temer una guerra con Rusia. La guerra con Francia sería hoy un delito de lesa humanidad y una provocación a las justas iras del cielo. Asistíale al pueblo alemán toda la razón contra el Imperio francés. Desconociendo aquel insensato cesarismo el principio de las nacionalidades y su fuerza, impedía el interior desarrollo de Alemania, y le señalaba fronteras artificiales como la línea del Mein y otros igualmente ofensivos y provocadores obstáculos. Mas ahora una inmixtión de Alemania en los sucesos de Francia resultaría crimen tan grande como el cometido por los napoleónidas, y tendría en la justicia que preside a la historia igual irreparable castigo. No puede temerse, no, la guerra de Francia con Alemania; pero debe temerse, y mucho, la guerra de Rusia con Alemania.

Sin duda el emperador Alejandro III quiere preservarse del partido nihilista; y para preservarse del partido nihilista, no encuentra otro medio que acogerse pronto a la sombra del partido panslavista. En estos mismos días ha sorprendido al mundo un relato de romancescas aventuras en Gatchina, que parecen cosa de magia y encantamiento. El Emperador ha recibido una especie de busto suyo vaciado en cera, que llevaba un puñal agudísimo en el corazón, verdadero símbolo de la muerte reservada por los misteriosos conspiradores nihilistas a su persona, si persiste con igual empeño que hoy en impedir mañana el advenimiento indispensable de la deseada libertad. A consecuencia de tal intimación hanse verificado registros varios en casas más o menos sospechosas, que han traído el descubrimiento de muchas bombas idénticas a las que destrozaron al emperador Alejandro II, y la prisión de varios conspiradores pertenecientes todos a las altas clases sociales, entre quienes se halla un chambelán de la corte imperial. Tales terribles casos amedrentan al atribulado Zar y le impulsan a seguir una política de movimiento y acción que arrolle por su ímpetu popular y nacional a los perseverantes conjurados. El partido nihilista pide la libertad, mientras el partido panslavista pide la guerra. Y puesto un autócrata en la terrible alternativa de optar entre la libertad y la guerra, opta siempre por la guerra. No tuvo Napoleón más motivo para emprender la triste aventura de su postrera campaña, que huir, por algún camino, de la indispensable libertad, a voces reclamada por todos los franceses. Yo no adivino qué causa ocasional determinará la próxima guerra; quizás una dificultad en Bohemia entre cheques y alemanes; quizás un conflicto de húngaros y transylvanos; quizás la cuestión de Polonia; quizás un paso temerario dado por el Austria hacia Salónica: existen tales elementos de discordia en el seno de Oriente, que uno cualquiera puede procurar la ocasión y traer el estallido, a cuyas explosiones saltará el equilibrio inestable de nuestra vieja Europa. Sólo habría un medio de paz: que los fuertes, que los victoriosos, que los omnipotentes, propusieran el desarme general; por lo menos, la reducción de los ejércitos hoy existentes, cuyo gravísimo peso abruma todos los erarios, al contingente de paz indispensable para obtener la interior seguridad de los pueblos. Alemania no puede sobrellevar por mucho tiempo la pesadumbre de su presupuesto y de su ejército. Si ambos elementos la obligaran, como dicen sus enemigos, a guerras periódicas de diez años, Alemania de seguro aparecería como una causa de perturbación en Europa, engendrando tarde o temprano contra sí, como Napoleón el Grande, una inmediata coalición europea. La organización militar de Alemania no sólo devasta el suelo germánico, sino que devasta la inteligencia germánica también. Lleva en sus manos el cetro férreo de la fuerza, pero no es su nombre, como en otros tiempos, la estrella polar del humano entendimiento. Y mientras esta orgullosa Europa se organiza para la guerra, la joven América del Norte se organiza para el trabajo. Y sin quemar un grano de pólvora, sin verter una gota de sangre, sin emplear más esfuerzos que los esfuerzos de la actividad humana, vence y arrolla, con la superioridad de sus productos, en las pacíficas competencias del comercio, a todos los Imperios de Europa, cuyos trabajadores jamás podrán competir con los trabajadores americanos, porque deben dar al ejército monstruoso, bajo cuya inmensa pesadumbre viven, sangre, sudor, trabajo y tiempo. Dentro de poco sólo se oirá un grito en el mundo que pida el desarme de Europa, y Alemania tendrá que desarmar. Nada tan útil como los ejércitos de defensa nutridos por el servicio obligatorio, complemento del indispensable sufragio universal; pero nada tan peligroso como esos ejércitos de ofensa, que devastan el propio suelo, como los ejércitos de Wallesthein allá en la guerra de los treinta años, y amenazan la paz general de nuestra Europa.

Cuando los ingleses penetraron por las armas y por la victoria en el seno de las tierras egipcias, anuncié aquí mismo, en estas reseñas mensuales, que saldrían muy tarde. Recuerdo haber dirigido tales anuncios desde Biarritz, después de comunicados a un miembro tan radical del Parlamento como Potter, economista ilustre, quien, al participarlos a ministro tan predominante como Dilke, me argüía de cierto desconocimiento del Gobierno y del pueblo inglés, asegurándome con todo género de seguridades el próximo fin de la intervención británica en Egipto. Recordábame los previsores anuncios de Gladstone, quien ya, siete años antes del suceso, había profetizado en célebre artículo de Revista, sugerido por las ingerencias de Disraelli en todos los problemas intercontinentales, cuan pesada y abrumadora carga resultaría para el Estado inglés un vasto Imperio semiafricano y semiasiático, con conexiones europeas por su dependencia de Turquía, y con conexiones universales y humanas por su canal de Suez; Imperio vastísimo y ambicioso, no resignado al bello Delta del Nilo, sino decidido a entrar por encima de la Nubia, en el Dongola y en el Sudán o país de los negros; requiriendo y buscando dominios tales como nunca los midieran, y siervos tantos como nunca los contaran, ni los Faraones, ni los Tolomeos, ni los Califas, los grandes dominadores del inmenso territorio ilustrado por las altas Pirámides y las misteriosas esfinges. No ignoraba yo las ideas de tan ilustre maestro, a quien todos cuantos seguimos la vida política y parlamentaria en el mundo, escuchamos como a un oráculo y tenemos por un modelo. Sabía que le repugnaba la inminente anexión del Egipto, no sólo por esta tierra, sino también por la tierra cercana y apetecida, compuesta de once millones de habitantes, y difícil de reducir por seis millones bien escasos que suman los egipcios. El responder de dos mil millas más de tierra parecíale al gran estadista cosa grave para un gobierno como el gobierno inglés, enroscado ya, por sus posesiones innumerables, a todo el planeta. Pero decía yo y observaba que, reconociendo la sinceridad propia de Gladstone y su deseo vivísimo de consecuencia con su historia y con su tradición; como quiera que no gobernaba personalmente cual Bismarck de Alemania o Alejandro de Rusia, sino en medio de pueblos libres, debía ceder parte de sus opiniones propias a las opiniones nacionales de Inglaterra, más resuelta por el Egipto y su conservación de lo que creían radicales y liberales en sus ilusorias esperanzas y en sus irreflexivas promesas. Parecía que a principios de Noviembre debíamos ver el gran mentís de mis presentimientos y de mis anuncios. Decíase por todos los órganos de la política inglesa como se apercibía la retirada inmediata del ejército de ocupación, el cual iba muy pronto a libertar al Egipto entero de su presencia.

Indicaciones hubo de tal resolución hasta en las palabras más solemnes pronunciadas por el ilustre primer Ministro en ocasiones varias, y a estas indicaciones siguió una terminante resolución, por la cual, de seis mil hombres acuartelados en varios puntos, la mitad salía, y quedaba solamente la otra mitad en la población estratégica y mercantil por excelencia del Egipto, en la ciudad de Alejandro. Mas, a los pocos días nos sobrecoge una terrible nueva, propia de los tiempos bárbaros, en que dominaban sobre la tierra los elementos más rudos y más primordiales de la fuerza. La condición del hombre, mirada en los lejos de la historia, parece tan triste y miserable que la esclavitud misma resulta un progreso, porque indica la conservación material de los vencidos, exterminados antes en las locuras y ensoberbecimientos de las guerreras victorias. Pues bien, un combate acaba de pasar en Egipto, sólo comprensible allá entre caníbales. Un ejército egipcio, dirigido por un general inglés, acaba de ser degollado, sin que haya podido salvarse de todo él para decir y anunciar la catástrofe, no sé bien qué triste y extraño residuo. Recuérdame tal tragedia la extirpación y aniquilamiento de los Omníadas por los Abasidas, cuando el jefe de estos últimos cenaba sobre inmenso tapiz persa, bajo cuyos pliegues yacían descabezados los cuerpos de todos sus rivales. Todos estos mahedíes mahometanos, especie de profetas que no saben leer apenas, pero que dicen palabras inspiradas, como las de Moisés o de Mahoma, por el Dios de los desiertos, Mesías con cimitarras, no solamente obedecidos, sino idolatrados por pueblos enteros, los cuales van tras sus enseñas en este mundo a la guerra y en el otro mundo a la beatificación y a la bienaventuranza, levantan tribus bélicas, semejantes a naciones en armas, innumerables como la langosta, feroces como los tigres, y que pueden suscitar con sus esfuerzos en las temeridades múltiples de un combate, catástrofes sólo comparables a los desquiciamientos del planeta por la perturbación de las fuerzas vivas en el seno mismo de la Naturaleza. Cuéntase que hace años, en este siglo nuestro, el padre de ese Mahedi, que ha consumado tal matanza, se presentó al hijo de Mehemet-Alí, también por aquella sazón y momento invasor con sus tropas de tan extenso territorio, y le ofreció forrajes, amontonándolos en torno de su ejército. Y en efecto, al venir la noche los forrajes ardían, y el invasor con todos los suyos espiraba entre las llamas. Resultado práctico para la poderosa Inglaterra de las victorias del Mahedi: que las órdenes de embarque se han suspendido y el envío de refuerzos inmediatos se ha proyectado. Ya veis como no he sido yo el engañado. La ocupación inglesa queda por tiempo indefinido en Egipto. Quod erat demostrandum.

Y a propósito de Inglaterra, no quiero cerrar lo referente a esta nación interesantísima sin referiros las aventuras del pastor Stoker, especie de furioso antisemita, que ha predicado primero la intolerancia religiosa en contra de los judíos, y luego el socialismo cristiano a favor de los trabajadores; todo para fundar el predominio de su Iglesia imbuida en estrecho e intolerante protestantismo. Algunas veces me han caído en las manos reseñas varias de sus sermones fanáticos. Parece imposible tamaña exageración. Las imaginaciones meridionales, abiertas al sol y al aire libres, en comunicación estrecha y continua con el infinito espacio azul, jamás llegan por el movimiento de sus inspiraciones propias a las originalidades y a las extravagancias de estas imaginaciones germánicas ahumadas por el humo de los hogares y bebidas de cerveza, prontas a fantasearlo todo y a cubrir con vestiglos, como los de Walpurgis, los caminos de la vida que nosotros sembramos de pámpanos y rosas después de haberlos aromado con mirtos y azahares. Los antisemitas alemanes, en su furor bélico, resucitarían los Faraones para que oprimiesen al pueblo de Dios, holgándose de que la canastilla, donde la pobre madre depositara con anhelo al salvador de Israel, no se detuviera en los juncos y espadañas, y cañaverales del Nilo, aún a riesgo de ver, por tal evento, impedida la revelación sublime del principio monoteísta y moral en la humana conciencia. Para ellos, los pueblos que han perseguido a los judíos con toda suerte de persecuciones y los han atormentado con toda suerte de tormentos; los que han proscrito a sus descendientes y herederos, cuidando con odio cruel que no tuvieran asilo alguno en la tierra; los que han fundado aquella inquisición por los Papas y Reyes encargada de averiguar con sus esbirros a quien la repugnaba el tocino para castigar tal repugnancia como un crimen de primera magnitud; todos los errores y todas las infamias del fanatismo religioso recrudecido por la intolerancia, se justifican por completo ante la consideración de lo que han sido los judíos en Europa, cabalistas extraviados, hechiceros y brujos notorios, gente de magia y quiromancia, fundadores de la usura y de la masonería, peste de las conciencias, sombra del espíritu, verdugos de Cristo, restauradores del diablo y enemigos de todas las Iglesias; por lo cual merecen que ardan para consumir sus cuerpos las hogueras del Santo Oficio y para consumir sus almas los fuegos del infierno. Tal energúmeno quería predicar en el Ayuntamiento de Londres por la mañana del centenario de aquel que fundara, bien o mal de su grado, en el mundo, la libertad religiosa, en el centenario de Lutero.

Advertido el corregidor de Londres por los periódicos impidió sabiamente un desacato así a los principios fundamentales británicos y rogó al predicador de la corte alemana que fuera en sus predicaciones a otra parte. No pudiendo predicar, como se lo había prometido, religión luterana y antisemítica en la municipalidad londinense, predicó socialismo en otro sitio menos respetable. Los alemanes, raza de individualismo tal que raya en anarquía; fundadores ilustres de la feudalidad y de la reforma; desde que Bismarck los ha revestido a todos ellos sin excepción de uniforme y los ha numerado en el cuartel inmenso de su imperio; se dan a una, con tales ardores, a la doctrina socialista, que hay en su seno socialistas de la anarquía, socialistas del Estado, socialistas de la cátedra, socialistas de la nobleza, socialistas de la Iglesia, socialistas de la corte, socialistas del púlpito. A los postreros pertenece, sin duda, nuestro célebre predicado Stocker. Tal género de socialismo tiene mucho y muy estrecho parentesco, naturalmente, con la doctrina ultramontana y absolutista, sobre todo, en sus aspectos económicos. Maldice, pues, del libre cambio y de la libre concurrencia, imputándoles todos los males del siglo; y para evitarlos no hace otra cosa que recurrir al museo arqueológico de la historia, y desempolvando y rehaciendo las vinculaciones con los gremios y los gremios con la tasa, ofrecerlos y presentarlos como remedio único al empobrecimiento universal. Naturalmente, hay en el pueblo inglés muchedumbres conocedoras de todas las sirtes encerradas en este socialismo del púlpito y del trono, las cuales han asistido a la conferencia del socialista evangélico y le han asestado estrepitosa silba. Ya que hablamos del movimiento antisemítico, hablemos un poco de las tierras donde mayores plagas ha sembrado tal error, protervo y reaccionario, hablemos de las tierras orientales. Hungría, después de haber promovido ruidoso escándalo con cierta célebre causa, entra de nuevo a su liberal sentido, y propone una ley autorizando el matrimonio entre judíos y cristianos. Los partidos avanzados quisieran que Hungría hubiese, con motivo de tal reforma, hecho alguna concesión más al progreso contemporáneo, y admitido el matrimonio civil, que funda la familia en la unidad íntima del Estado, separándola de las diferencias y de las intolerancias mutuas entre las respectivas sectas. Mejor hubiera sido, en verdad, tal reforma; pero la serie se impone, y constituye, digámoslo así, una gradación de las reformas sociales como los puntos constituyen la línea, como los minutos constituyen la hora, como los individuos constituyen las especies, y no hay medio alguno de rehuir a esta ley necesaria. Si los demócratas, porque la reforma no tiene toda la plenitud y toda la extensión por ellos deseada, cometieran el error de unirse a los ultramontanos y desecharla en definitiva, como ha sido desechada transitoriamente ahora por el Senado, ¡ah! demostrarían carecer por completo de aquel maduro sentido indispensable hoy a toda verdadera democracia, para seguir adelante con empeño en el camino de la libertad universal.

La cuestión de Oriente continúa ofreciendo graves dificultades. Mientras el príncipe Alejandro de Bulgaria pacta nuevamente con Rusia promete nombrar generales aceptos a la gran potencia su protectora, el príncipe Milano de Servia pugna con los obstáculos innumerables que le ha traído su viaje último a Germania, y su enemiga resuelta con el Montenegro y los montenegrinos. Pocos meses hace que la casa rival de los Milanos entró por casamiento en la dinastía reinante sobre la montaña negra, y ya toca el Príncipe servio, recientemente convertido a Rey, las consecuencias de tamaño hecho. Los electores han protestado contra él en las últimas elecciones; las Cortes no han podido reunirse a la hora necesaria; la Constitución se ha mermado con grandes mermas; cóbranse los tributos fuera casi de la legalidad constitucional, pululan los partidos y resuenan con siniestro estridor los motines y los pronunciamientos, no bien disipados por indecisas victorias. Los pueblos de Oriente deben mirar con grande mesura y prudencia sus problemas interiores, porque pueden suscitar un conflicto europeo, y ¡ay de aquellos sobre quienes recaiga la responsabilidad horrible de interrumpir la paz pública y engendrar la guerra universal!

30 de Diciembre de l883.