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Historia del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán, por el padre Guevara, de la Compañía de Jesús


José Guevara





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Discurso preliminar a la historia del padre Guevara

Los historiadores del Río de la Plata salieron casi todos del seno de la célebre Sociedad, que por cerca de dos siglos ejerció un influjo poderoso sobre los pueblos de estas regiones; y a los Schmidel, Guzmán, y Centenera, que describieron los hechos de la conquista que habían presenciado, sucedieron los padres Pastor, Montoya y del Techo, cuyos trabajos evangélicos la extendieron y afianzaron.

La Compañía de Jesús no era entonces lo que aspiró a ser en el último periodo de su existencia. Ceñida a las reglas de su instituto, cultivaba las ciencias, descollaba en las letras y se afanaba en perfeccionar los métodos de enseñanza, para hacer de sus claustros el gimnasio universal de la juventud europea. Entretanto un vasto continente se ofrecía a las investigaciones de los sabios y al celo apostólico de los catequistas; dos títulos que reunían en sí los discípulos de Loyola y de los que anhelaban hacerse dignos. La sanción religiosa impresa sobre esta conquista, los excesos que la habían manchado, y la sensación aún viva y palpitante producida por las enérgicas protestaciones del Obispo de Chiapa, atrayeron estos doctos cenobitas a las playas del Nuevo Mundo, arrancándoles de la palestra teológica, abierta con tanto ruido en Europa por los reformadores.

Como el Iris cuando ahuyenta la tormenta, desplegando sus colores en un cielo aún cubierto de nublados, así la presencia de los misioneros ablandó los ánimos de los combatientes, infundiendo resignación   -II-   en los unos, inspirando sentimientos más benévolos en los otros. No contentos con haber disminuido el número de las víctimas, se propusieron echar los cimientos de una sociedad, fundada en los principios evangélicos, que se esforzaban de propagar entre sus neófitos. A la triste condición de esclavos substituyeron la de hombres, si no libres, al menos revestidos con el carácter de cristianos, y a la sombra de sus prácticas religiosas levantaron silenciosamente el edificio de una especie de república, en el seno mismo de la servidumbre y bajo el poder absoluto de los procónsules.

Nada les arredraba en el desempeño de sus tareas. Ni la inclemencia del clima ni la aspereza del suelo, ni la ferocidad de sus habitantes, eran capaces de entibiar el celo de estos animosos campeones de la Fe, cuya filantrópica intervención se extendió rápidamente de un cabo al otro del Nuevo Mundo.

Son imponderables los cuidados, los trabajos, los sacrificios que les costó el establecimiento de sus Misiones. A cada paso tropezaban en un obstáculo, y cada obstáculo se convertía en un peligro. En disidencia con los magistrados, en lucha con los encomenderos y débilmente amparados por el poder supremo de la metrópoli, tenían que buscar en sí mismos los medios de acción para desenvolver sus planes y evitar que se malograra su empresa. A las quejas, a las acusaciones, a las denuncias, oponían una conducta intachable y el estado tranquilo de sus colonias. Por más que se afanaran sus émulos en pintarlos como hombres temibles y ambiciosos, nunca llegaron a dar a sus asertos la evidencia que se necesita para producir el convencimiento.

Los hechos, más elocuentes que las palabras, desvanecieron estos ataques, y prepararon a los jesuitas una época de prosperidad y grandeza. Árbitros de la conciencia de los príncipes, e iniciados en los misterios de los gabinetes, reunieron en sus manos todos los elementos de fuerza, de los que se valieron hábilmente para cimentar su poder. Pero este tesón en ensancharlo, más allá de lo que correspondía a una corporación religiosa, empezó a despertar los celos de aquellos mismos que habían contribuido a fomentarlo. Las cortes de Lisboa   -III-   y de Madrid, sometidas al influjo de Pombal y Aranda, trabajaron de consuno en derrocar este gobierno teocrático en América y sus hostilidades acabaron con la supresión de los fundadores.

La historia aún no ha rasgado completamente el velo que encubre este gran acontecimiento; el espíritu filosófico, que ejercía una especie de dictadura en la segunda mitad de la pasada centuria, le atribuyó un origen que no parece confirmado, por los hechos. Los Jesuitas no conspiraron contra los tronos, sino contra sí mismos, ocupando en la organización política de los estados un lugar que no podían conservar sin invadir los derechos y las prerrogativas de la corona. «No puedo sujetar estos Padres, (escribía al marqués de Pombal su hermano Carvalho de Mendoza, gobernador general de Marañón): su política y destreza son superiores a mis cuidados y a la fuerza de mis tropas. Han dado a los salvajes costumbres y hábitos que los unen a ellos indisolublemente». Las mismas quejas dirigían a la corte de Madrid los gobernadores del Paraguay, por la independencia con que los jesuitas administraban sus misiones, y las continuas competencias que les suscitaban. El Rey mismo tenía que solicitar la cooperación de estos misioneros para llevar a efecto algunas de sus medidas, que no siempre los hallaban dispuestos a segundarlas. Así sucedió con el tratado de límites de 1750, que fue preciso anular por la tenacidad con que se opusieron a la evacuación y entrega de los pueblos fundados en la margen oriental del Uruguay. Tenemos originalmente en nuestro poder la cédula por la cual el Rey rogaba al padre Provincial del Paraguay a que concurriese por su parte a la ejecución de dicho tratado; usando de los términos más comedidos, no como acostumbraba con sus súbditos, sino como si tratase con iguales.

Esta resistencia despertó un levantamiento en las Misiones, y obligó al Señor Andonaegui, gobernador entonces de Buenos Aires, a ponerse de acuerdo con las autoridades portuguesas para impedir que el fuego de la insurrección se propagase a los demás pueblos. Por más que jesuitas protestasen de su ninguna ingerencia en estos tumultos, no lograron justificarse; y se hallaban bajo el peso de estas imputaciones, cuando tuvieron que defenderse contra la acusación   -IV-   mucho más grave de haber atentado a la vida del Rey en Lisboa. La debilidad de las pruebas en que se fundaba este aserto, y la incoherencia en las declaraciones de los inculpados no pudieron librar de la muerte al padre Malagrida, cuya memoria quedó afeada con la nata de regicida. Este suceso, completó la ruina de la Sociedad, en la que fueron envueltos todos sus establecimientos.

Sea cual fuere el concepto que se tenga formado del espíritu y las miras de esta orden en Europa, es imposible desconocer el vacío que dejó su destrucción en América. Mientras que todo se deshacía y contaminaba, sus miembros se ocupaban en reedificar, y en dar ejemplos de caridad y templanza. Sobre este punto están acordes las opiniones de todos los escritores, aun de los más descontentadizos.

«Cuando en 1768 (dice uno de ellos, que no suele disimular las faltas que se cometieron en la administración de las colonias), cuando en 1768, las misiones del Paraguay salieron de las manos de los jesuitas, habían alcanzado un grado de civilización, el mayor tal vez al que pueda elevarse un pueblo joven, y muy superior sin duda a todo cuando existía en el nuevo hemisferio. Allí, bajo la vigilancia de una policía rigurosa, se observaban las leyes, eran puras las costumbres, fraternales los lazos que unían a todos los corazones, se habían perfeccionado los artes útiles, no faltaban los agradables, era general la abundancia y nada se echaba menos en los almacenes públicos»1.



No es menos honorífica la pintura que hace del gobierno de estos regulares un ilustre viajero, que habló de ellos como testigo ocular.

«Hállase esta religión, (los jesuitas) fuera de los desórdenes de que hasta aquí hemos hablado; porque su gobierno, diverso en todo al de las otras, no lo consiente en sus individuos. Así no se ve en ellos la poca religión, los escándalos y el extravío de conducta que es tan común en los demás; y aunque quiera empezar alguna   -V-   especie de abuso, lo purga y extingue enteramente el celo de un gobierno sabio, con el cual se reparan inmediatamente las flaquezas de la fragilidad. Aquí brilla siempre la pureza en la religión, la honestidad se hace carácter de sus individuos, y el fervor cristiano, hecho pregonero de la justicia y de la integridad, está publicando el honor con que se mantiene igual en todas partes»2.

En esta escuela austera de costumbres se formó el padre José Guevara, autor de la historia que nos ha cabido la suerte de sacar del olvido. Nació, en 1720, en Recas, pequeño pueblo en las inmediaciones de Toledo; y al entrar al adolescencia adoptó el instituto de San Ignacio, en donde pronunció sus votos luego que terminó sus estudios. Dotado de un genio activo y de un talento despejado, solicitó como un favor de pasar al Nuevo Mundo para participar de los trabajos de sus hermanos.

Entre todos los establecimientos que corrían al cargo de la Sociedad, los que más llamaban su atención eran las misiones del Paraguay, que se hallaban en un estado de prosperidad extraordinaria. La extensión que habían adquirido en su último periodo, hacía indispensable el aumento de operarios, los que se procuraba escoger entre los más aprovechados, para servir de maestros en los colegios establecidos en Buenos Aires, en la Asumpción y en Córdoba. En esta clase fue comprendido el padre Guevara, llamado a ocupar la cátedra de filosofía en uno de estos noviciatos. En ninguna época la provincia del Paraguay3 había contado con hombres más eminentes. Cardiel, Lozano, Quiroga, Falkner, Dobrizhoffer, gozaban de una reputación que no han desmentido sus obras. Más joven que ellos, el padre Guevara fue destinado a ser el historiógrafo de su orden, cuyo cargo habían desempeñado sucesivamente los padres Pastor del Techo, Cano, Peñalva, y el más indefenso de todos, el padre Lozano.

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Aunque en los escritos de sus predecesores se tratase prolijamente de la fundación y de los progresos de las Misiones, quiso el padre Guevara volver a indagar su origen, y el estado primitivo de las tribus, que bajo el yugo suave del evangelio habían depuesto la ferocidad de sus antiguas costumbres. Este cuadro rápido, pero verídico, de la época anterior a la conquista, acredita acierto en la elección de los materiales, método en su distribución, y una reserva recomendable en hablar de hechos sobrenaturales e improbables; prendas poco comunes en nuestros historiadores, y realzadas por un lenguaje fácil, correcto y elegante, en el que no hemos podido hallar los defectos que le nota Azara, cuyos sarcasmos son inmerecidos4.

En el cotejo que él hace entre Lozano y Guevara, sólo un espíritu preocupado o un juez inexperto pueden hallar superioridad en el primero. Prolijo en las narraciones, lánguido y descolorido en el estilo, el padre Lozano ha comprometido la dignidad de la historia por la facilidad con que ha acogido las tradiciones vulgares, por más extrañas y absurdas que fuesen. Guevara no es absolutamente libre de este reproche; pero su candor tiene sus límites, y cuando los salva no es por exceso de credulidad, sino porque no se atreve a dudar de lo que aseveran testigos presenciales. Sin embargo, en la cuestión de los Césares, después de haber discutido con independencia todas las opiniones, declara imposible su existencia, acreditando buen sentido y cordura en sus argumentos. Tal vez su carácter religioso le impidió expresarse con la misma libertad en materias más graves.

Personas que nos merecen crédito nos han asegurado, que lo que queda del padre Guevara es apenas la mitad de lo que había escrito; y que la segunda parte de su historia, tal vez la más interesante, por contener los sucesos de una época más cercana, le fue arrebatada en Santa Catalina5, donde le sorprendió la supresión de su instituto, en compañía del padre Falkner, autor de una obra que hemos publicado en el 1.er tomo de nuestra colección. Se añade también,   -VII-   que entre las varias instrucciones comunicadas al gobernador Bucareli, para llevar a efecto la expulsión de los jesuitas en estas provincias, se le mandaba de recoger y enviar a España el manuscrito de la historia del padre Guevara. Esta comisión fue desempeñada por el doctor don Antonio Aldao, letrado de crédito aquel tiempo, y cuya presencia no bastó a preservar de la dispersión y del pillaje tantos documentos preciosos del saber y de la aplicación de la Sociedad que había civilizado estas provincias, se le mandaba de recoger y enviar a España el manuscrito de la historia del padre Guevara. ¡Esta comisión fue desempeñada por el doctor don Antonio Aldao, letrado de crédito aquel tiempo, y cuya presencia no bastó a preservar de la dispersión y del pillaje tantos documentos preciosos del saber y de la aplicación de la Sociedad que habían civilizado estas provincias!

El padre Guevara, fiel a su mandato, había enlazado los acontecimientos políticos que publicamos, con los de la Compañía de Jesús, de cuyos detalles hemos prescindido, por hallarse registrados en la voluminosa obra6, que con este mismo título y objeto dio a luz el padre Lozano.

El manuscrito de que nos hemos valido, pertenece a la selecta biblioteca del Señor Canónigo, doctor don Saturnino Segurola, a quien volvemos a tributar públicamente nuestra gratitud, por el vivo empeño que toma en el buen éxito de nuestra empresa.

A más de esta copia, tenemos noticia de otras dos que existen en Buenos Aires: la una en la biblioteca pública, y la otra en poder de la familia del finado don José Joaquín de Araujo. En el convento de los padres dominicos de los Lules, en la provincia de Tucumán, debería conservarse el ejemplar que les ofreció el autor, por la cariñosa hospitalidad que le dispensaron; y no sería improbable que fuese este el más completo de todos los que hemos mencionado.

Cual fue la suerte del padre Guevara, después de la expulsión; donde y cuando acabó sus días, lo ignoramos igualmente; y hemos solicitado en vano la obra del padre Diosdado Caballero, que por haber descrito la vida literaria de los últimos jesuitas, debería haber recogido estas noticias.

Pedro de Angelis

Buenos Aires, 15 de mayo de 1836.





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Historia del Paraguay

[Libro primero]



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[Primera parte]

La historia del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán es obra verdaderamente difícil, superior a estudio ordinario, y poco menos que insuperable a toda humana diligencia. Los tiempos juiciosamente críticos en que vivimos; la falta de escrituras en gentes que usaban por anales la tradición de los mayores, en cuyos labios, al pasar de unos a otros, se vestían los sucesos con nuevo traje, cortado y cosido al gusto del analista; el descuido en archivar los monumentos primitivos, que hace respetables la antigüedad; la poca fidelidad de algunos historiadores, y relaciones, unas que salieron a luz sin mérito para ello, otras que se conservan manuscritas; la falta de sinceridad con que los primeros conquistadores refirieron sus proezas, haciendo escala para el ascenso con falsa ponderación de sus méritos, y abatimiento de sus émulos; la distancia de más de dos siglos, que han corrido después de la conquista, y finalmente lo vidrioso de algunos sucesos, dificultan esta obra, que algunos emprendieron y que aún desea el orbe literario.

Lo cierto es que no le faltan méritos para que los estudiosos se entretengan con su lectura. La cualidad de ella y su asunto tienen toda la especiosidad y atractivo que busca la curiosidad en las historias de Indias: novedades que deleitan, prodigios naturales que admiran, conquistas que entretienen, tiranías y levantamientos que asombran.


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§ I

División del territorio


Paraguay, provincia de la América Meridional, en tiempos antiguos hacía un cuerpo con el Río de la Plata, y era gobernada en lo civil por una misma cabeza, y por otra en lo eclesiástico, cuya jurisdicción se extendía, cuanto al terreno, casi sin límites ni linderos que la ciñesen. Desde la embocadura del Río de la Plata, en 36 grados de latitud austral, se dilataba hasta el nacimiento del Paraguay   -2-   en trece grados, señoreando a oriente y poniente multitud de gentes, parte sujetas voluntariamente, parte a fuerza de armas.

Por la costa dominaba desde el cabo de Santa María hasta más allá de la Cananea, que corta la Cordillera áspera, por donde corre para restituir al mar copiosos raudales, en altura de poco más de 25 grados. Por el norte se avecinaba a los confines del Perú, en cuyos cantones estableció una colonia en el país de los travasicosis, que llamamos chiquitos, sobre las márgenes de un arroyo tributario del Guapay. Al occidente podía dilatarse, tirando hacia las cabezadas del Pilcomayo y Bermejo, hasta los distritos rayanos del Perú. Por el sur desde el Cabo Blanco prolongaba sus términos hasta el Estrecho, dominando con los títulos de derecho, y no con efectiva conquista, la provincia magallánica, o de los patagones hasta los contornos de Chile. Tanta extensión de linderos le conciliaron justamente el título de Gigante de las provincias de Indias. Por lo menos daba fundamentos para persuadirnos que era un cuerpo desmedido, animado de alma pequeña, cuyos influjos no alcanzaban a las extremidades.

El año de mil seiscientos veinte, se le desmembró todo el gobierno del Río de la Plata, desde el Paraná hasta su embocadura en el Océano, y desde aquí hasta la Cananea por un lado, y por el otro, el estrecho de Magallanes. Felipe V, en dos cédulas, una de once de febrero de mil seiscientos veinte y cinco, y otra de seis de noviembre de mil seiscientos veinte y seis, agregó al gobierno del Río de la Plata todas las Misiones que sobre el Paraná y sus vertientes, por una y otra costa, doctrina la compañía de Jesús. Don Fernando VI, rey de España, y don Juan V, rey de Portugal, firmaron el año de mil setecientos cincuenta un apeo, por el cual se le adjudicaban a la corona portuguesa las cabezadas del Paraguay y Cuyabá, desde la embocadura del Jaurú al poniente del mismo Paraguay, casi en la derecera de Morro Escarpado que le cae al oriente.

La provincia del Río de la Plata, separada del Paraguay desde el año de mil seiscientos veinte, ocupa un terreno dilatadísimo; conviene a saber, desde el Paraná hasta su derramamiento en el Océano, y desde aquí siguiendo la ribera del mar brasílico, hasta la Cananea, y por la costa magallánica, hasta el Estrecho de su denominación. Cuanto se extiende largamente el terreno que ocupa, tanto es limitado. En cuanto a las ciudades que están bajo de su gobierno, Santa Fe de Vera, San Juan de Vera o Siete Corrientes, las Misiones sobre el Paraná, y   -3-   el Uruguay, con algunos pagos y presidios, son todo el distrito de su jurisdicción.

La costa de Patagones, desde el Cabo de San Antonio hasta el Estrecho, es de hermosa y agradable perspectiva, mirada desde el mar. Pero quitada la apariencia con que engaña, y desnudas las fábulas con que las desfiguran los ingleses y holandeses en sus cartas y relaciones, nada tiene bueno para el establecimiento de ciudades.

Los viajeros ingleses y holandeses describen en sus mapas y relaciones variedad de ríos, y oportunidad de sitios para la fundación de pueblos y ciudades. Nada de esto ofrece la costa. Los Ríos Gallegos, de Santa Cruz, de los Camarones, y de San Julián, que los hacen venir cincuenta leguas de tierra adentro, no son otra cosa que abras de la costa, hacia donde la marca, que en aquellas partes es de seis brazas, entra a ocupar los senos interiores de la tierra; y en tiempo de bajamar aquellas aberturas restituyen las aguas que recibieron, como si fuesen otros tantos pecheros que tributan al mar crecidos raudales. En lo demás ni ríos hay ni señales de ellos, y sólo se descubren vestigios de torrentes, que en tiempo de lluvias se precipitan al mar por aquellas abras.

Comodidad para levantar ciudades, y establecer poblaciones no ofrece la costa. Es la tierra enhiesta, sin maderas para edificios, sin leña para el fuego, sin agua para los menesteres humanos, sin meollo para recibir las semillas, y en una palabra falta de todo lo que necesita una ciudad para su establecimiento y conservación.

La tercera provincia de nuestra descripción es Tucumán, situada en la zona templada casi enteramente, menos, por el lado que confina con el Perú, que toca en la tórrida, hasta el vigésimo segundo grado de latitud: corta norte a sur trescientas leguas, y se dilata de oriente a poniente, doscientas. Parte términos con el Río de la Plata y Paraguay por el oriente, y al poniente se prolonga hasta la Cordillera Chilena; y desde la derecera de Coquimbo, por los despoblados de Atacama, confina con lo más septentrional del Perú, Hacia el sur deslinda jurisdicción en la Cruz Alta con Buenos Aires, y se interna hasta la provincia magallánica por las interminables campañas que le corresponden.

No abunda en minerales de oro y plata, aunque al principio tuvo fama de rica y presunciones de opulenta. Hanse descubierto estos últimos años algunas vetas de oro, pero tan escasas, y el oro es   -4-   de quilates tan bajos, que más empobrecen a sus dueños que enriquecen los ingenios. Sus mejores minas y más apreciables son pingües pastales, y dehesas extendidas en que se crían tropas crecidas de mulas, que mantienen con utilidad el comercio de la provincia del Perú. No hay duda, que si la ingeniosa laboriosidad se aprovechara del terreno, y se restablecieran las antiguas fábricas de las lanas, el beneficio del añil y el cultivo de la grana, fuera Tucumán una de las provincias índicas de mayor esplendor y lucimiento. En efecto, cuando los obrajes estaban corrientes, y Esteco beneficiaba el añil, y las demás ciudades trabajaban en cultivar, aunque con poca diligencia, la grana, podía gloriarse Tucumán, que dejando a los peruanos el ímprobo afán de beneficiar las minas, poseía tantas riquezas y ostentaba tanto esplendor, que hasta las bestias calzaban herraduras de oro y plata. ¡Tanto conduce para el lucimiento de las ciudades utilizar los efectos que la soberana Providencia dispensa a cada una para sus emolumentos!




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§ II

Origen de sus habitantes


Estas tres dilatadísimas provincias al tiempo de la conquista poblaban varias naciones; sobre cuyo origen, y tránsito del antiguo al nuevo mundo después del diluvio universal, discurren largamente los autores, movidos al parecer de leves conjeturas. Con curiosidad más agradable podemos registrar aquí el origen que se atribuyen los indios, sacado de los anales diminutos que usaban para refrescar la memoria de sus antigüedades.

Algunos dicen, que en el principio del mundo, antes del universal diluvio, por la vía septentrional vino al Perú un hombre, llamado Hijo del Sol, revestido de poderes tan extraordinarios, que le hacían suprema deidad: numen en los hechos, y hombre en la exterior apariencia. Muchos años gobernó pacíficamente el universo con satisfacción de sus criaturas, y providencia de soberano que todo lo alcanza. Pero Pachacamac, numen más antiguo y supremo, por rencorosos sentimientos, pretendió destronizarle, y vengar sus injurias, destruyendo su poder y crédito. Es verosímil que al Dios contuviese mala causa, y   -5-   que recelase las iras y venganzas de Pachacamac, más poderoso que él. Lo cierto es, según ellos dicen, que no se atrevió a comparecer en su presencia, huyendo cielo y tierra fuera del mundo. Con la fuga irritó más a Pachacamac, y no pudiendo este desfogar en él la destemplanza de su enojo, convirtió sus iras contra los hombres primitivos, hechuras del fugitivo numen, transformándoles en grillos.

Destruida esta primera raza de hombres, Pachacamac crió otra, tan obsequiosos a su hacedor, que se merecieron toda su complacencia y protección, para eternizarlos de generación en generación. No es justo, dijo el numen, cuando se acercaba el diluvio, no es justo que mis fieles adoradores perezcan en la inundación de aguas que amenaza, y que se acabe casta de hombres tan leales, pereciendo los buenos con los malos, y los obedientes con los rebeldes. Por lo cual, cuando las aguas empiecen a cubrir la superficie de la tierra, subid a los montes más eminentes, y escondidos en cuevas subterráneas, esperad que se temple la ira de Pachacamac.

Los hombres siguieron el consejo de su próvido conservador, y tomando algunos animales para conservar las especies, con las raíces y frutas necesarias para el subsidio de la vida humana, treparon los más altos montes, y escondidos en cuevas, cuyas entradas cerraron con lápidas, esperaron que pasasen las aguas del diluvio. Cuando cesaron éstas, abrieron las puertas y tentaron algunos experimentos antes de abandonar sus guaridas, y conociendo que iban desamparando la superficie, salieron a respirar aires más benignos, agradecidos al benéfico conservador que proveyó a su perpetuidad con su dirección y consejo.

De otro modo más ridículo, pero bastante serio para aquellos tiempos, cuentan otros autores el origen de los indios peruanos, tomándolo de las tradiciones de ellos mismos. Contice Viracocha, supremo y antiquísimo numen, criador de cielos y tierra, y de cuanto en ellos hay, crió al hombre en la provincia de Collasuyo, en las inmediaciones de Tiaguanaco. Pero los hombres, ingratos a su hacedor, le hicieron un deservicio digno de que a todos destruyese, volviéndolos a la nada, de donde los había sacado. Destruidos los primeros por rebeldes, crió los segundos, y para que éstos no participasen la ralea de aquellos, los diseñó en piedras con variedad de facciones y lineamientos, según los partidos a que los destinaba por habitadores, dividiéndolos en otros tantos montones, cuantas eran las provincias que habían de poblar.

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Concluida esta operación preliminar, llamó a sus ministros, ejecutores de los designios que había concebido, y puestos en su presencia: «Advertid, les dice, estas imágenes que figuraron mis manos, y mirad que unos se llamarán F., y saldrán de tal cueva en tal provincia; otros saldrán de la otra, se llamarán N., y poblarán en tal provincia. Todos los cuales saldrán de las fuentes, ríos, cuevas y cerros en los partidos que he señalado, cuando vosotros los llaméis de orden y mandamiento mío. Para lo cual conviene que caminéis luego, excepto dos, que quedarán en mi compañía, y partiendo al nacimiento del Sol, cada uno de vosotros irá por tal parte, siguiendo el rumbo que le señalo». Así lo ejecutaron los obedientes ministros, y al imperio de su voz, autorizada con el soberano poder de Contice Viracocha, las cuevas, los ríos, las sierras y fuentes, abortaron hombres y mujeres, con los mismos lineamientos y figura que diseñaba el modelo de las piedras. De estos se poblaron las provincias inmediatas, de donde poco a poco con los años se propagaron a las más remotas.

Por la antiquísima tradición que corría en su tiempo entre los indios guaraní, referían estos, que dos hermanos con sus familias, de la parte del mar llegaron embarcados a Cabo Frío, y después al Brasil. Por todas partes buscaron otros hombres que les hiciesen compañía. Pero los montes, las silvas y campañas, sólo están habitadas de fieras, tigres y leones. Con esto se persuadieron ser ellos únicos habitadores del terreno, y resolvieron levantar ciudades para su morada, las primeras, según ellos decían, de todo el país.

En tan hermanable sociedad y fructuosa alianza, gozando todos y cada uno el fruto de su útil trabajo, vivieron muchos años, y se aumentó considerablemente el número de familias. Pero de la multitud se originaron los disturbios, las disensiones, las guerras civiles y la división. Todo tuvo principio en dos mujeres casadas con dos hermanos, cabezas de familias numerosas; las cuales riñeron sobre un papagayo locuaz y parlero. De las mujeres pasaron los sentimientos a los maridos, y de éstos a las parentelas, y últimamente a la nación. Por no consumirse con las armas, se dividieron las familias. Tupí, como mayor, se quedó en el Brasil, con la posesión del terreno que ya ocupaba, y Guaraní, como menor con toda su descendencia se retiró hacia el gran Río de la Plata, y fijando al sur su morada, vino a ser progenitor de una muy numerosa nación, la cual con el tiempo se extendió por las márgenes del río, y lo más mediterráneo del país, hasta Chile, Perú y Quito.

No se extinguió la generación de los guaranís con las aguas del universal diluvio, del cual tenían alguna, aunque confusa noticia; porque   -7-   Tamanduaré, antiquísimo profeta de la nación, gran privado de Tupa, tuvo anticipada noticia del futuro diluvio, y admonestado del numen, se reparó de las inundaciones con algunas familias en la eminencia de una elevadísima palma, la cual estaba cargada de fruto, y le subministró alimento; hasta que retiradas las aguas, bajó a la tierra con sus compañeros, y multiplicaron tanto, que todo lo llenaron de colonias descendientes de Guaraní. Las demás naciones del todo ignoran su origen, o no contiene cosa particular digna de historia.

Antiguamente eran muchas las gentes que ocupaban estas dilatadísimas provincias; tantas a la verdad y tan diversas, hasta en la exterior contextura y peregrina novedad de lineamientos, que sería larga y molesta la relación de todos. Calchines, timbues, mbeguaes, agaces, mepenes, chiloasas, martidanes, charrúas, guenoas, yaros, colastinés, caracarás, querandís, tapes y otros, llenaban el distrito que hoy llamamos Río de la Plata.

La provincia del Paraguay la ocupaban los mbayás, los guaycurús, los payaguás, los ibirayarás y principalmente los guaranís, divididos en varias ramas, con alguna diversidad de lenguaje y modales que los diferenciaba en los accidentes. Tucumán señoreaba los juries, los diaguitas, los tonocotes, los lules, los calchaquíes, los humaguacas, los tobas, los abipones, los mocobis, los sanabirones y comechingones. Un largo catálogo de otras naciones se encuentra en impresos y manuscritos que son de poca consideración para la historia, y sólo se distinguen por algunas propiedades poco memorables.




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§ III

De los gigantes y pigmeos


Sin embargo ocurren algunas cosas dignas de particular relación. Los gigantes, torres formidables de carne, que en sólo el nombre llevan el espanto y asombro de las gentes, provocan ante todas cosas nuestra atención. No se hallan al presente, pero antiguos vestigios, que de tiempo en tiempo se descubren sobre el Carcarañal, y otras partes, evidencian, que lo hubo en tiempo pasado.

Algunos, convencidos con las reliquias de estos monstruos de la humana   -8-   naturaleza, no se atreven a negar claramente la verdad, pero retraen su existencia al tiempo antediluviano.

Yo no me empeñaré en probar que los hubo antes del diluvio, pero es muy verosímil que después de él poblasen el Carcarañal, y que en sus inmediaciones y barrancas tuviesen el lugar de su sepultura.

Lo cierto es que de este sitio se sacan muchos vestigios de cráneos, muelas y canillas, que desentierran las avenidas, y se descubren fortuitamente. Hacia el año de 1740 vi una muela grande como un puño casi del todo petrificada, conforme en la exterior contextura a las muelas humanas, y sólo diferente en la magnitud y corpulencia. El año de 1755 don Ventura Chavarría mostró en el colegio seminario de Nuestra Señora de Monserrate una canilla dividida en dos partes, tan gruesa y larga, que según reglas de buena proporción, ¡a la estatura del cuerpo correspondían ocho varas! Como este caballero es curioso y amigos de novedades, ofreció buen premio al que le desenterrase las reliquias de aquel cuerpo agigantado. Puede ser que el estipendio aliente para éste y otros descubrimientos, que proporcionarían al orbe literario novedades para amenizar sus tareas.

Por el lado opuesto se ofrecen los pigmeos, diminutivos de la naturaleza, que aspiran a ser hombres y nunca salen de embriones. El autor de la Argentina manuscrita los coloca en los confines de los xarayes, y los hace moradores de cuevas subterráneas. Otros los internan al corazón del gran Chaco; y esta persuasión, muy válida en otro tiempo, aviva una carta del padre Juan Fecha, escrita en Miraflores en 11 de mayo de 1757. En ella dice que los chiriguanos sacaron un pigmeo muy chico; no quisieron decir en que parte del Chaco habitaban; pero añaden que sólo de noche salen a buscar qué comer, ¡temiendo que si de día desampararan sus cuevas, serían acometidos de los pájaros grandes! Después de toda esta autoridad, dudo mucho de la existencia de los pigmeos. El Chaco está muy trasegado de los españoles y misioneros jesuitas. Desde el tiempo de la conquista se han cruzado sus ríos, montes y senos; se han formado prolijos catálogos de las naciones y parcialidades que lo habitan, y era natural que en tantas entradas algún pigmeo se hubiese descubierto, y que esta noticia, como memorable, se añadiese por apéndice al catálogo de las naciones chaquenses.

Nada de esto se encuentra archivado, y así se puede tener por inverosímil la existencia de los enanos, que se fingen escondidos en cuevas subterráneas para que no los hallemos, y sólo se les permite salir en la obscuridad de la noche para que no los veamos. No convence el testimonio   -9-   del padre Juan Fecha; no habla como testigo ocular, y refiere amigablemente a un corresponsal suyo lo que dijeron los chiriguanos, gente infiel, y nacida para urdir engaños; tan acostumbrada a la mentira, que mienten y desmienten en pocas palabras por el interés de cualquiera cosa. Lo cierto es que, siendo tan interesados, hubieran traído al pueblo el pigmeo, para que los curiosos pagasen su vista con algún donecillo.

En lo demás las otras naciones de estas tres dilatadísimas provincias son de estatura y correspondencia de partes bastantemente proporcionadas, con alguna diferencia en facciones y color, que declina en aceitunado, en unos más claros y en otros más obscuros. La frente ceñida y humilde; rasgados y muertos los ojos; las narices chatas y abiertas; el rostro prolongado con demasía, y abultado sobradamente. Todo el encaje de la cara y textura de facciones es vivo diseño de un ánimo agreste, incivil, tosco y propiamente bárbaro. En el trato se crían sin urbanidad, en las ciencias sin cultivo, en la mecánica sin ejercicio, en lo político sin leyes, en lo religioso sin Dios, y en todo como brutos.




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§ IV

De su gobierno, leyes y costumbres


Empezamos a dar una idea de estos brutos racionales por el plan de sus operaciones. Su gobierno era de los más infelices que pueden caer en la humana aprensión. Toda se reducía al cacique que hacía cabeza, y a algunas parcialidades de indios que le seguían. Por lo común, cuando decimos cacique que era cabeza y soberano, entendemos solamente un reyezuelo y señor de pocos vasallos: de treinta, ochenta, o cien familias que le siguen, y miran con acatamiento, y le pagan algún tributo, labrándole sus chacras y recogiéndole sus frutos. Antiguamente, cuando la tiranía no prescribía leyes a las conquistas, en las naciones más cultas del orbe las monarquías eran ceñidas, poco más o menos numerosas que las indianas del Nuevo Mundo.

Entre los guaranís el séquito era mayor, y mayor el número de vasallos; pero no tanto, que nos atrevamos a contar por millares los tributarios de cada cacique, y más fácil será multiplicar a millares los reyezuelos, que los súbditos de cada uno. Una cosa loable tenían estos soberanos, que no agravaban con imposiciones y pechos los trabajos y laboriosidad   -10-   de sus vasallos, contentos con el corto reconocimiento de pegujales o chacaras que les labraban, o peces y caza que les recogían para el sustento de la real familia. Al paso que la utilidad de sus afanes estaba libre de gravámenes, eran ellos amantes de sus caciques, compensando el desinterés estos con tierno cariño y rendimiento envidiable.

Verdad es, que algunas naciones sólo en tiempo de guerra obedecen a sus reyezuelos; pero las más en todos tiempos les profesan amor, sujeción y vasallaje. El cacicazgo lo hereda el primogénito, y en su defecto entra el segundo, y tercero hijo. A las veces sin reprensible intrusión, por las proezas militares se gana algún indio secuaces, y estos le aclaman cacique, y queda constituido rey con vasallos que le sirvan y tributarios que le beneficien sus tierras. Entre los guaranís la elocuencia y culta verbosidad de su elegante idioma era escala para ascender al cacicazgo. No abría escuelas esta nación para la enseñanza de su lengua, pero el aprecio que se hacía de los cultos estimulaba el cuidado, y sugería el estudio de palabras bien sonantes.

Toda la distinción de nobleza y plebe se tomaba de los caciques. Los que no descendían de ellos eran tenidos por plebeyos, a distinción de los demás en que corría la misma sangre, los cuales eran mirados con el respeto y veneración que las otras naciones acostumbraban tener con las personas reales. No sólo los indios miraron con obsequioso acatamiento a los caciques y a su descendencia, sino aún los españoles mismos observaron en ellos un carácter de nobleza, y tan señoril majestad de operaciones, que entre sus bárbaros modales los hacía distinguir de la inculta plebe, y no dudaron emparentar con ellos, casando con sus hijas. No tenían estos caciques la ostentación de monarcas, que se admiraba en los incas peruanos, y en los montezumas mexicanos, pero en medio de una extrema pobreza y barbarie inculta, hacían aprecio de lo noble, y se gloriaban de ser señores de vasallos, que los miraban con respeto, y servían con fidelidad.

Leyes para el arreglamiento de las costumbres no consta que tuviesen, y siendo tan escandaloso el desgarror de su vida, superfluas parecían y vanas las reglas del bienvivir. Su principal cuidado, y casi único ejercicio, eran las armas de arco, flechas, lanza y macana. Algunas naciones usaban, y aún hoy día usan las bolas, o libes, que juegan con singular acierto y destreza extraordinaria. Son los libes tres bolas de materia sólida, cada una del peso de libra, poco más o menos, envueltas en cuero, asidas por la extremidad, de tres cordeles largos, cada uno de dos varas y media, o tres, unidos todos en un mismo centro. En tiempo de caza y de guerra, cuando el lance, ofrece oportunidad para su uso,   -11-   juegan al aire los libes, dándoles vuelta sobre la cabeza, hasta que tomando vuelo las arrojan a larga distancia, y enredan con las bolas la caza.




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§ V

De sus preparativos de guerra


Antes de declarar guerra precede junta de los principales, de cuyo acuerdo pende la última resolución. Júntase el congreso en la toldería de alguno de los caciques, donde con anticipada prevención están preparadas las chichas y alojas, que son los brebajes que usan en sus asambleas y parlamentos. No sé si estas bebidas tienen la suave actividad del vino y aguardiente; pero sí carecen de esta propiedad, es averiguado que causan el mismo efecto de embriagar y dementar al indio. Nuestros consejeros de guerra no empiezan su acuerdo, hasta que tomados del vino, y faltos de juicio decretan la guerra, por las utilidades que se prometen en los despojos del enemigo, en los prisioneros que aspiran a cautivar, y en el honor de valientes que esperan adquirir.

Al decreto de la guerra se sigue la elección de jefe, que dirija la facción con acierto y gloria de la nación. Suele ser muy disputada, y no es fácil concordar las partes, porque todos ambicionan el honor de capitán general del ejército. Cada uno teje prolija relación de sus proezas militares con sobrada ponderación de sus méritos, y particularizando los combates en que se ha hallado, las victorias que ha conseguido, los enemigos que ha muerto, y los vestigios que conserva para eternizar su memoria. Y como en todo abulta la ponderación lo que el valor y la fortuna no alcanzaron, es muy reñida la elección de jefes para el gobierno de las milicias.

Pero una vez elegido, todos, aunque sean caciques, le obedecen, y por su consejo se previenen los aparatos de guerra, y disponen las operaciones militares. Convócanse las compañías con humos y fogatas, en cuya inteligencia están muy diestros, y concurren al sitio donde empezaron los fuegos, prevenidos de armas, porque no hay armería común, y cada uno tiene depósito particular para las suyas.

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El arco, la flecha y la macana, son las más ordinarias; el dardo y las bolas son particulares de algunas naciones. El arreo y galas militares, es el que usan en sus mayores solemnidades; plumajes ceñidos a la cintura; diversidad de colores, con que feísimamente se embijan, juzgando que la pintura los hace formidables al enemigo, y siendo ella tal, pueden causar espanto a los espíritus infernales.

El principio y fin del combate acompaña tal algazara de voces, que llena los aires de confusión y los oídos de espanto. Puédese decir que empiezan la guerra aturdiendo al enemigo para entorpecerle las manos en la hora de la lucha. Efectivamente cuando los españoles no estaban acostumbrados a semejante gritería, en los primeros encuentros más tenían que vencer el horror y confusión de las voces, que el estrago de sus débiles armas. Era ley inviolable de su milicia retirar los cadáveres, parte para darles honorífica sepultura a su usanza, parte para ocultar al enemigo el daño recibido, no advirtiendo la escrupulosa observancia con sus difuntos, y la reputación de su valor, que este embarazoso divertimiento, aunque loable por naturaleza, impedía a veces la gloria de una esclarecida victoria. El vencedor gozaba los despojos. El principal y más estimable eran los prisioneros, a los cuales cortaban la cabeza, y la llevaban por trofeo enristrada en las puntas de las lanzas. Tal vez se servían de ellos, o los vendían por esclavos. Los guaranís, y otras naciones caribes tenían su mayor celebridad en el banquete que prevenían de los cautivos.




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§ VI

De su traje


Por lo común las naciones de estas provincias andaban desnudas. Algunas acostumbraban taparse con un cuero a manera de manta que pendía desde los hombros hasta más abajo de las rodillas. Otros usaban tejidos a manera de redecillas que servían poco a la decencia y menos para el abrigo. Las más hacían un tejido de plumas que ceñían a la cintura, y tal vez alrededor de la cabeza, especialmente en tiempo de guerras y en sus mayores solemnidades. En el sexo mujeril era ordinario algún suplemento de la decencia y honestidad que argüía ser algo recatadas por naturaleza, o por lo menos no vivir con desenvoltura y descaro extremamente licencioso.

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Más ordinario que el vestido y plumajes era la pintura, y ésta la usaban en una de dos maneras; o sobrepuesta, que borraban a su arbitrio, o indeleble que no se pierde ni puede borrar. Del primer género era cuando sin arte ni proporción sobre el lienzo de sus cuerpos tiraban pinceladas con zumos de yerbas y barro de colores diferentes, diseñando en vez de figuras agradables un sempiterno laberinto de confusiones. No obstante, para ellos era la mejor y más vistosa gala de que vanamente se gloriaban, como Apeles de sus delicadas pinturas.

El otro género era más costoso, más delicado y permanente. Prevenían en remojo un poco de cisco menudo, y cuando estaba en el punto que ellos saben, mojaban la punta de una espina, y con ella picaban el rostro con extrema delicadeza y nimia prolijidad, hasta que apuntase la sangre, la cual incorporada con el jugo del cisco se restañaba, dejando un botoncillo y señal muy sutil en el sitio de la picadura. Es verosímil que el jugo del cisco por fermentación y efervescencia tenga eficacia de cauterizar y congelar la sangre que sacó la espina. De cualquiera manera que ello sea, la pintura es indeleble, y en cierto modo imita las delicadezas y primores de la miniatura. No es perceptible a lo lejos, pero observada de cerca, se notan entre imperfectos bosquejos algunos rasgos sin arte, agraciados por naturaleza.

Otros adornos de singular estimación, propios de algunas naciones, son los pendientes y collares de piedrezuelas, y dientes de animales que ensartaban para colgarlos. Aquellas feísimas viejas, que hacen oficio de harpías en la muerte de los prisioneros, gozan el privilegio de arrancar los dientes y muelas de los difuntos para ensartarlos en testimonio de su valentía; y cierto que lo es tanto atrevimiento con los muertos. Este joyil estiman algunas naciones sobre el oro y la plata, y en nuestros días los payaguás cambiaron el oro que robaron a los portugueses de Cuyabá por abalorios, cuentas de vidrio y pedazos de bacinillas. Algunos taladran las orejas con notable deformidad, otros se abren el labio inferior, del cual cuelgan el tambetá, o quijada de la polometa.




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§ VII

De sus diversiones


De estas galas y adornos, que hace estimables la pobreza y su rudo   -14-   modo de concebir, usan en las guerras, en las borracheras, en los bailes y fiestas con que solazan el ánimo y entretienen el tiempo. Rara será la inacción del mundo que no permita a la opresión desahogo, alternando las ocupaciones y horas del trabajo con los festines, los convites, las músicas y saraos. Las gentes americanas interrumpían las inacciones de su ociosidad y pereza con bailes y borracheras, que a ellos entretenían, y advertirán al lector con su barbaridad.

El baile de los bororos es de los más inocentes que puedan deleitar el ánimo. Pero lo simple y sencillo de él admira, y nos enseña, que el corazón oprimido de cuidados, y agravado de tristes pensamientos puede hallar desahogo en divertimientos inculpables.

Son los bororos infieles, de natural dócil y pacíficos. Habitan las vecindades del Río de los Porrudos, a donde acuden los portugueses a las malocas, y aprisionados los llevan a Cuyabá para el beneficio de las minas, y para el remo de las balsas y falúas. Si tal vez acontece que cautivan alguna mujer, la parentela se sujeta a cautiverio, y se entrega voluntariamente al servicio del portugués, en cuyo poder está la cautiva. Como es gente inocente usa el traje de la inocencia, y andan enteramente desnudos, menos la cabeza, que rodean con plumas de gavilán tejidas a manera de guirnalda.

Coronados de ellas y desnudos, arman sus bailes y danzas, haciendo rueda y círculo unos de otros. El que lleva el compás entona una canción bárbara y sin arte, al son de roncos calabazos, y sonajas de porongos con piedrezuelas dentro, que tocan los demás, repitiendo el son y letrilla, que empezó el presidente del coro. Entre tanto dan vueltas a la redonda sin descomponer el círculo, pisando fuertemente la tierra, y acompasando los golpes de los pies con el de los calabazos y sonajas, y uno y otro con los puntos del primero. Así pasan mucho tiempo divirtiéndose inocentemente, y sin las perniciosas consecuencias que traen consigo las borracheras y danzas que usan otras naciones.

Con decir el uso que tienen los lugares, y con poca diferencia queda referido el estilo y costumbres de estas gentes. El día que precede a la borrachera, que se puede llamar víspera de fiesta y solemnidad, se juntan los convidados indios e indias en el lugar del festejo, que es una plazuela, cuyo centro distingue un palo elevado, y al pie de él está la hija, o mujer del que celebra el convite, con un báculo o caña en la mano de cuya superior extremidad pende multitud de uñas de jabalíes y venados. Como la indiezuela interesa aplausos en llevar el coro, empieza luego a dar cantores y danzantes, sacudiendo con brío la caña   -15-   o báculo contra el suelo, y haciendo que resuenen las castañuelas, azotadas las unas con las otras.

Este son, verdaderamente poco apacible, siguen con el canto los músicos, y con mudanzas los danzantes, saltando y brincando alrededor del palo, hombres y mujeres, desde prima noche hasta que raya el día con los primeros arreboles de la mañana.

A la madrugada empiezan los brindis con moderación, de suerte que les deje pies y cabeza para engalanarse de fiesta. Tiran algunas pinceladas, diseñando un confuso jaspeado que imita las manchas de los tigres; cíñense vistosos plumajes, y a la cabeza adorna una corona de cuero rodeado de plumas de varios y diferentes colores. Las mujeres pintan el rostro de negro y colorado con plumaje rojo en la cabeza; pero la mujer del que hace el convite, lleva en la mano para distintivo un manojo de hilo de chaguar. Con estas insignias, bailando y saltando, pero ordenados en filas, vuelven al lugar de los brindis, donde cada uno toma asiento, sobre un mechón de paja, que previene de antemano la providencia del que convida para el divertimiento.

Todos beben cuatro y cinco veces, hasta que la fuerza de la chicha enciende el espíritu de Marte, y les pone las armas en sus trémulas manos, prontas a descargar el golpe como palo de ciego, de donde dije; se golpean, se ensangrentan, se matan, cayendo los unos sobre los otros, aquellos heridos o muertos, y estos borrachos.

El fin de la tragedia es el que da chicha a la función, derribando a los más fuertes y afortunados, tendidos por el suelo, durmiendo el sueño de los borrachos. Lo particular es, que vueltos en sí, echan en olvido los golpes pasados, y ninguno forma queja ni querella, porque el otro descargó sobre él, los ímpetus, de su borrachera.




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§ VIII

De sus casamientos


Algunas naciones acostumbran criar sobrias a las mujeres, para que éstas escondan las armas a los maridos, y el daño no sea tan lamentable.

Ellas ejercitan fielmente su oficio, según la costumbre que prevalece   -16-   a los motivos particulares de sentimiento, los cuales según sus ritos, autorizan para un nuevo maridaje; porque el desagrado de una, y la apetencia de la otra son las causas que prescriben leyes al matrimonio, y le hacen rescindible a elección del antojo y ligereza. De este abuso y corruptela, gozan los hombres y mujeres, y por cualquiera sospecha y sentimiento, se separa el uno del otro, y el marido busca otra mujer, y la mujer, otro marido. Tal vez sucede que entre las dos mujeres la una que fue repudiada, y la otra que entró en su lugar, se enciende reñida gresca de golpes y araños, gritando aquella, que porque le ha quitado su marido, y respondiendo ésta, que porque ha querido. La gritería y algazara dura largo rato, hasta que bien ensangrentadas sale una vieja predicante a dispartirlas, y concluye la función con largo razonamiento en que aglomera cuanto dicterio y apodo sugiere la cólera y enojo contra la nueva esposa, que se supone culpada por entrar al casamiento contra el derecho de la primera.

Entre los hombres, por robarse las mujeres, son las disensiones más peligrosas, y se levantan unas familias contra otras; y tal vez abanderizada la nación se consumen en civiles discordias, empuñando unas parcialidades las armas contra otras. La pluralidad de mujeres es permitida, y su número, es mayor o menor, según alcanza la posibilidad de mantenerlas, y aun comprarlas. Porque de algunas gentes es costumbre ordinaria que las hijas sean vendibles por un poco de maíz, mandioca y cosas semejantes, y entregadas a sus pretendientes, a las veces contra su gusto, pero muy al gusto de los padres por la utilidad y emolumento que perciben, vendiendo sus hijas.

Entre las naciones caribes, era estatuto indispensable, que las doncellas hiciesen mérito para el matrimonio, probando primero la sangre de sus enemigos. Esta observancia no era difícil a quien se cebaba en sangre humana, y repetía con frecuencia los convites. Los guaranís, que también eran antropófagos, no permitían a sus hijas tomar estado, hasta que les acudiesen la primera vez sus reglas. Circunstancia indispensable que no admite privilegio de excepción, y se observaba con escrupulosa rigidez, obligándolas a pasar por el rigor de crueles pruebas, de las cuales pendía el concepto que de ellas se formaba, y esperanzas que prometían.

Cosíanlas en una hamaca de las que usan para dormir, dejando una pequeña abertura hacia la boca para respirar, y en esta postura las tenían dos o tres días envueltas y amortajadas, y las obligaban a rigidísimo ayuno, después eran entregadas a una matrona, hacendosa y trabajadora, para que las festejase, con el trabajo, y penales ejercicios: ésta les   -17-   cortaba el pelo, y les intimaba severísima abstinencia de toda carne, hasta que creciendo los cabellos, llegasen a cubrir la oreja. Con la inauguración de los cabellos, empezaba la ley del recato y modestia, y se les intimaba con el ejercicio mismo de repararlas, la obligación de ser circunspectas, y el inviolable estilo de bajar los ojos, y de no fijarlos livianamente en el rostro de los hombres. Raro y admirable documento de honestidad en gente tan bárbara.

A estas pruebas de fortaleza y recato, se seguía el arrearlas con sus pobres galas, y el permiso de conocer varón y de tomar estado. En el tiempo que media entre el rigor de las pruebas, y el permiso de vivir desgarradamente, los agoreros están con sus vaticinios y predicciones, pronosticando por las aves que vuelan y animales que cruzan, el carácter futuro de la novia. Si atraviesa algún papagayo, la califican de parlera; si un ñacurutú o búho, la pronostican perezosa para el trabajo, e inútil para las operaciones domésticas; y a este tenor otras predicciones, devaneos de su cabeza, que adaptan ciegamente sin proporción ni correspondencia con el objeto.

No eran menos supersticiosos sobre el preñado de las mujeres. Condenadas a rigidísimo ayuno, mientras estaban encintas, debían abstenerse de todo cuanto juzgaban podía dañar a las criaturas. Y así la carne de la gran bestia, que era toda su delicia, no podían gustarla, temiendo que la criatura naciera con narices disformes; ni comer aves pequeñas, porque la pequeñez del alimento no se transfundiese en los niños; y temiendo que daría a luz dos gemelos, si probaban dos espigas de maíz, les estaba prohibido con severísimos mandato no tocarlas, porque como eran gentes ciegas, no advertían su tosco entendimiento, que los alimentos que prohibía su errada superstición, no eran más poderosos para comunicar a la criatura sus propiedades, que lo eran los que licenciaba su vana credulidad.

El rigor de la ley se extendía también a los maridos, a los cuales estaba prohibido matar fiera alguna; y por no caer en la ocasión desarmaban los bélicos instrumentos. Luego que paría la mujer, ayunaban ellos rigurosamente quince días, observando estrecho recogimiento en su casa, cual si fuera la misma parida. Entre algunas naciones era estilo que el marido se tendiera sobre la cama, mientras la mujer se purificaba en el Río, y bañaba el recién nacido. Cuando adolece el infante, toda la parentela debe abstenerse, de los manjares que se juzgan harían daño a las criaturas temiendo que de la más leve transgresión se originaran infortunios y desgracias sobre los tiernos hijuelos. Sin embargo de tantas precauciones que prometen un amor extraordinario a sus hijos, experimentan   -18-   que algunas madres les privan de la leche que proveyó la naturaleza para su sustento. Por aplicar los cachorrillos que crían con amor tierno a su pecho.




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§ IX

De la educación de sus hijos


Este amor y esta afición de padres a hijos, tan expresivo como desreglado, precipita a los unos en permisiones indecorosas, y a los otros en osados atrevimientos. Los padres permiten a sus hijos toda libertad y soltura, y por no contristarlo con un buen consejo que refrene sus desórdenes, y con algún castigo que amortigüe los juveniles verdores, les dejan salir con todo, y llevan pacientemente que arrebatados del enojo pongan en ellos las manos, y descarguen sobre su rostro impías bofetadas. Lo singular y más admirable es que los padres no dan muestras de sentimiento, porque eso es, dicen tener poco cariño a nuestros hijos, y más importa ser amorosos con ellos, sufriendo los atrevimientos de sus primeros años, que mostrar desagrado de aquellas operaciones, que los habilitan para hacerse valientes con el enemigo.

En lo demás los crían a su modo bárbaro e incivil, acostumbrándolos a los ejercicios propios de la nación, al arco, a la flecha, y ligereza de la carrera.

El primogénito, a quien de jure pertenece el cacicazgo, no está exento de estos ejercicios; y como nacido con mayores obligaciones se esmeran sus padres en criarlo más certero en la dirección de la flecha, y más ligero en la velocidad de la carrera. Este es el mérito sobre el derecho de primogenitura, que le condignifica para el cacicazgo, y para heredador dignamente del valor y pericia militar de sus padres. Los guaranís sobre todos se esmeran en la crianza de los primogénitos. El día que los destetan celebran solemnemente, bebiendo con largueza, y danzando con alegría al son de bárbaros instrumentos. Función que repiten con igual solemnidad el día que el caciquito empieza a ejercitarse en la carrera.

Lo cual hacen de esta manera, y se continúa muchos días en el ejercicio para habilitarlo a las operaciones militares. Luego que se descubre el sol, salen todos de sus esteras, los grandes para ser testigos, y   -19-   los pequeños para complacerse, viendo la agilidad de los nuevos corredores; y los pequeños al lado del caciquito para competir con él corriendo alrededor de las chozuelas. Todos se animan a conseguir la gloria de primeros, muy estimable entre ellos por evitar la confusión de últimos. Al primogénito estimula el deseo de ser a todos preferido en la ligereza, como es sobre todos en la dignidad. A los vasallos la gloria de competir con su Señor, y el deseo de dar experiencia de su agilidad, escala casi cínica para el ascenso. A las veces los envían acompañados de algunos indios por montes y caminos ásperos, para que endurecidos en el trabajo, no salgan holgazanes, y se acostumbren a vivir del arco y flecha, en que aseguran el mantenimiento de toda la vida. Estos empleos y ocupaciones de los primeros años, habilitan para aquel género de milicia que ellos usan, y como no les roban tiempo las universidades, ni la profesión de las artes mecánicas, les sobra para adestrarse en el manejo de las armas ordinarias, respetables a otras naciones indianas, pero siempre débiles contra los españoles. Algunos alaban sobradamente la pericia militar de estos indios, y cierto que siendo éste el único ejercicio de su vida, no pueden culpar a la falta de tiempo. Pero la experiencia constante de casi tres siglos enseña que los más atrevidos y osados contra sus semejantes, sólo a traición, y sobre un lance muy seguro, se atreven con los españoles, y rara vez, confiados en el número, y en caso desesperado, pelean cara a cara con efecto poco considerable.




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§ X

De sus recursos y migraciones


Todas estas naciones, atendiendo a su modo de vivir y sustentarse, podemos dividir en dos castas y generaciones, la una de labradores, que cultivan la tierra para sustentarse con sus frutos y raíces, y la otra de gentes que solicitaban el alimento de la pesca y caza, y de algunas frutas silvestres. La primera tenía su establecimiento fijo, repartidos en tolderías de cuarenta, ochenta o cien familias, sujetas a su cacique, y con dependencia de sus órdenes. El mantenimiento esperaban del trabajo, y de lo pingüe de la tierra, a la cual fiaban los granos y raíces, para lograr a su tiempo el fruto de su laboriosidad y desvelo.

El beneficio y cultivo de las tierras era conforme a su innata flojedad, a los instrumentos que tenían para cultivarla. Para lo cual, con   -20-   imponderable afán rozaban un pedazo de monte, y cuando los troncos ya secos estaban aptos para quemarse, les pegaban fuego, y con la ceniza estercolaban la tierra. Luego que lluvia, con una estaca puntiaguda abrían algunos agujeros, y en ellos echaban el maíz, el maní, la mandioca y otras raíces, y sin más cuidado, que abandonar las sementeras a la fecundidad del suelo, y a los meteoros naturales, lograban pingües cosechas de la tierra mal beneficiada, pero lozana y fuerte.

La segunda casta o generación era de gentes vagamundas, que se mantenían de la pesca y caza, mudando habitación cuando lo uno y lo otro escaseaba, por haberlo consumido. Éstos propiamente carecían en este mundo de domicilio permanente, porque el que tenían era portátil, y mudable a diligencias y esfuerzos de las mujeres, que son las transportadoras de las casas, y del ajuar doméstico de ollas, menaje de cocina, estacas y esteras de la casa. Como estas pobres tienen la incumbencia de conducir el equipaje doméstico, gozan en las transmigraciones el privilegio de arreglar las marchas, y medir las jornadas. Luego que alguna se cansa, arroja al suelo la carga, y a su ejemplo las demás cargadoras se previenen para levantar la portátil ciudad, fijando su estacamento contra los vientos.

Mientras las laboriosas transportadoras, convertidas en arquitectas entienden en levantar casas, y aderezar la comida, los maridos ejercitan el oficio de mirones, tendidos sobre el suelo, mirando y remirando a sus consortes afanar con tantas operaciones, sin que el corazón se les mueva a ayudarlas en cosa alguna, menos en comer hasta hartarse, sobre, o no sobre para la mujer y los hijos. Por esta causa, como ellas tienen en los caminos la incumbencia de tantos afanes, son las jornadas muy limitadas, y apenas se avanza cuarto de legua por día, y a veces menos, a discreción de ellas que todo lo hacen y deshacen, todo lo disponen y ordenan en estas transmigraciones.

En una de ellas acompañó el padre Pedro Romero, insigne misionero, y venerable mártir de Cristo, al cacique de los guaycurús. Caminaba don Juan (que así se llamaba el cacique) a su nativo suelo con la comitiva de toda su parcialidad, hombres, mujeres y niños. En mes y medio se avanzaron siete leguas, y no hubiera bastado medio año, para llegar al término señalado. Tanta morosidad y detención hacían necesaria los ejercicios y afanes de las infelices guaycurús, porque estas miserables, nacidas para esclavas y jumentos de sus maridos, todas las mañanas tenían la incumbencia de armar las casas, (si este nombre merecen), de cargarlas a cuestas con sus hijos y ajuar doméstico, de transportarlas de un sitio a otro, de clavar las estacas, de afianzar las esteras y de mudarlas   -21-   y remudarlas según pedía la inconstante volubilidad de los vientos.

Enmedio de tantos afanes les quedaba el aliento a los guaycurús para reñir sobre la mejoría de los sitios, disputando el lugar a fuerza de golpes y araños. Costaba no poca sangre de una y otra parte; al fin quedaba el sitio por la que perseveraba en el palenque, dispuesta a dar y recibir mayores golpes. Entre tanto los maridos no se empeñaban en la defensa de sus consortes, complaciéndose de verlas reñir, y gloriándose de merecer mujeres tan valerosas, que por mejorar sitio para el estacamento, se exponían a la batería de tantos golpes. No siempre la autoridad y el respeto del misionero podían embarazar tan reñidas altercaciones; pero cuando se hallaba presente, mediaba su respetable santidad y componía las partes, señalando a cada una sitio competente. Con tanta lentitud y morosidad tan pesada procedían los guaycurús en la vuelta a sus tierras, y con la misma y mayor se mueven las demás naciones en sus transmigraciones. Para ellos todos los sitios son al propósito para levantar ciudad portátil, y en todas hallan oportunidad para demorarse, manteniéndose algunos días de la caza y pesca, que proveyó liberal la naturaleza en todas partes. Como el buscar alimento es la causa de sus peregrinaciones, mientras no escasea en el lugar que ocupan a diligencia del arco y flecha, se detienen algún tiempo en sus estaciones, hasta que la carestía obliga a mudar los reales, y fijar habitación en otra parte.

Los payaguás, los agaces y otras naciones que consumió el tiempo, y perdieron el nombre con la mezcla de generaciones, mas eran acuátiles que terrestres, vagamundas por los ríos que subían y cruzaban a discreción de su antojo y libertad. Los payaguás usan canoas y embarcaciones ligerísimas, que impelen a fuerza de brazos con agilidad tan extraordinaria, que ningún vaso, vela y remo pueden dar alcance. Son piratas de los ríos, en donde previenen celadas para saltear los navegantes. Cuando se ven acometidos y temen algún asalto, se meten en el agua con los arcos armados para flechar al enemigo, y zambulléndose al fondo, evitan el tiro de la bala. Es increíble lo que perseveran bajo del agua, y algunos creen que usan el artificio de cañutos largos que sobresalen para facilitar la respiración.




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§ XI

De sus ídolos y hechiceros


La religión, que no es ajena de gentes las iras bárbaras entre los   -22-   americanos de estas tres provincias, apenas mereció algún cuidado y desvelo. Pocas naciones tuvieron ídolos y adoratorios en qué ofrecer sacrificios, y quemar inciensos. Hacia la parte más meridional del Tucumán se hallaron algunos ídolos, cuyos templos eran viles chozuelas, propias del numen que los ocupaba, y expresión del bajo concepto en que los tenían sus adoradores. Los calchaquís eran al parecer más supersticiosos al trueno y al rayo. Los adoraban por dioses y les tenían levantados templos y chozuelas, cuya interior circunferencia rodeaban con varas rociadas con sangre del carnero de la tierra, y las llevaban a sus casas y sembrados, prometiéndose de su virtud, contraída a la presencia del numen, toda felicidad y abundancia.

No eran tan frecuentes los ídolos hacia la provincia del Río de la Plata y Tucumán; pero se hallaron algunos cuyos templos eran visitados con romerías, y profanados con sacrificios de sangre humana. El autor de la Argentina, a distancia de algunas leguas de los xarayes, describe un enorme culebrón, monstruoso y espantable, que adoraban los naturales con acatamiento y aplacaban con sacrificios. Para lo cual, diseña un lugarejo o ciudad de ocho mil vecinos, numerados por los hogares. El medio de la población ocupaba la plaza, en cuyo centro sobresalía un palenque, que hacía oficio de cárcel para sujetar al monstruo, y de adoratorio en que le tributaban sacrificios los naturales y vecinos que concurrían en gran número a consultar sus dudas, y a oír las respuestas del numen.

Cebado con sangre humana, obligaba sus devotos a la guerra para sustentar su insaciable voracidad con los cautivos, y hartarse con sangre de prisioneros. Propio carácter del infernal dragón, juntar a las presunciones de divino el atributo de tirano, y el epíteto de caribe. Este suceso, referido en pluma de Rui Díaz de Guzmán, merece el crédito que se da a los que escriben, no como testigos oculares, sino por relación de soldados, que a las veces fingen monstruos de horror para aparecer héroes de valentía en su vencimiento, especialmente porque este suceso no se refiere en los comentarios de Alvar Núñez, caudillo de la jornada. De ellos consta que los españoles de su comitiva quemaron algunos ídolos monstruosos espantables, y que no acababan de admirar la paciencia de estos dioses, en dejarse convertir en cenizas.

Algunas razas de estas gentes en tiempo de calamidad, y cuando habían de salir a guerras, instituían rogativas y multiplicaban sacrificios para aplacar su numen, que juzgaban irritado, esperando que reconciliado con las víctimas, los libraría de la opresión que padecían, y daría victoria contra los enemigos que les amenazaban. No consta hasta donde se extendía el poder de sus dioses; pero es bastantemente averiguado,   -23-   que olvidando al universal hacedor de todas las cosas, partían la divinidad entre sus ídolos, y que a los unos concedían poder sobre las tempestades o sementeras, a otros sobre las enfermedades o guerras.

Los guaranís conocieron a Tupa por conservador de la nación en el universal diluvio, pero no edificaron templo en que adorarle, ni levantaron aras para los sacrificios. Los mocobis, a las cabrillas, esto es, a su Gdoapidalgate, a quien veneraban como criador y padre, jamás levantaron adoratorio; contentos con festejar su descubrimiento con algazara y gritería. Es para mí creíble, que ni los guaranís en Tupa, ni los mocobis en Gdoapidalgate, ni otras naciones en algunos astros y constelaciones, cuyo descubrimiento celebraban, reconocían alguna deidad y supremo numen, y sólo confesaban un bienhechor de la nación, a quien correspondían con agradecimiento, y pagaban los beneficios, que juzgaban haber recibido, con la memoria y recuerdo de ellos.

Yo no sé qué ideas tan bárbaras formaban sobre los astros, planetas y constelaciones, ni cuál era el reconocimiento con que correspondían a sus luces o influencias. ¿Quién no admira las locuras y desvaríos con que los guaycurús celebran la luna nueva, y el descubrimiento de las cabrillas? Salen de sus chozas con formidables palos en las manos, sacuden frecuentemente las esteras, vocean, gritan, y levantan el alarido con alegría y confusión, prometiéndose toda felicidad y dicha. Lo mismo hacen cuando se levanta algún turbión de viento o agua; salen animosos a provocar la tempestad, y a los demonios que juzgan venir en ella, conjurados a destruir toda la nación de los guaycurús. Mientras la tormenta prosigue desarmada, prosiguen ellos armados contra la tempestad, hasta que se desvanecen las nubes, quedando ellos en la vana persuasión de que los diablos, temerosos de sus armas, huyen a sepultarse en los abismos.

Más temible era una maldita ralea de fingidos demonios, que se predicaban árbitros de las tempestades, rayos, tormentas, ríos, inundaciones, pestes y muertes. Éstos eran unos hombres astutos y parleros, demonios vivos y visibles, que tenían mucho séquito y aceptación entre estas gentes. No sucedía mal, ni desgracia, que no los clamoreasen efecto de su enojo y venganza. No había prosperidad ni dicha de que no se declarasen autores, amenazando con las unas, y prometiendo las otras a su arbitrio, según el mérito de cada uno. Estos son los que llaman hechiceros; gremio autorizado por el poder que se apropian, y temibles por los males que amenazan.

Algunos autores, llevados de innata propensión a amenizar sus   -24-   historias con novedades inauditas, describen los embustes de estos fingidos hombres como hechicerías, y a los que son puros engañadores, los hacen familiares del diablo. Los más que asientan plaza de tales, con capa y velo de cursantes en la escuela del demonio, son finísimos embusteros, tan engañados en sí, como engañadores de los otros. Esto que sucedía en tiempos pasados, se experimenta en los presentes. Muchos se fingen hechiceros, llevan yerbas, cargan imán, erutan imprecaciones, amenazan con maleficios, y con segura impunidad confiesan haber hecho daño, muerto y maleficiado a muchos. Pero averiguada la verdad, todo es mentira y engaño.

Obera, cuyo nombre significa resplandor, cacique paraná, es sin duda uno de los más famosos hechiceros de que se pueden gloriar los patrones para convencer el intento. Llamábase libertador de la nación guaraní, unigénito de Dios Padre, nacido de una virgen sin comunicación de varón, plenipotenciario de Dios, con sus poderes y facultades para convertir en utilidad de los indios todas las criaturas. La señal que principalmente había de usar para libertar su escogido pueblo era un ominoso cometa, que esos días se dejó ver, y lo tenía reservado para convertirlo contra los españoles. Éstos y semejantes dislates le granjearon secuaces, crédito de famoso hechicero, y veneración del divino.

A Obera fue muy semejante otro indio del Huybay, adorado de las vecindades. A los dos se parecía mucho, y aún excedía aquel famoso hechicero, que por la vía del Brasil remaneció en el pueblo de San Ignacio del Guayra. Vestía hábito talar blanco; la mano ocupaba una espantosa calavera, con uñas de venado dentro que hacían ruido, y un son descompasado que seguían los pies bailando.

Todas las amenazas de Obera, con el resplandor de su nombre; los elementos que había de conmover contra los españoles en favor de los indios, el cometa que era señal con que había de libertar sus amados guaranís, tuvieron el fin lamentable de quedar su numeroso ejército roto y deshecho; los indios muertos; prisionero el sumo sacerdote, a quien perfumaba con inciensos, y el mismo Dios Obera (a quien al parecer amenazaba fatalidades el cometa) fugitivo por los montes, sin sacerdote que le aplacase, sin escolta que le acompañase, lleno de pavor y miedo; temiendo a pocos españoles, los cuales penetraron altamente que Obera, con título y fama de hechicero, era un famoso engañador, tan débil y flaco, que no se atrevió a salir a campaña por no quedar muerto o prisionero.

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Mayor desengaño ofrece el hechicero del Huybay; convertido a Dios por la predicación de dos insignes misioneros jesuitas, confesó delante de todo el pueblo, que sus palabras eran puras ficciones, y que no tenía otra mira que la de engañarlos y atemorizarlos con amenazas, para que libremente le franqueasen cuantas mujeres codiciaban apetito. Éste sin duda era el fin principal de Obera: mantenía numeroso serrallo de concubinas, conseguidas con la violencia, con amenazas y a impulsos de sus retos. Desenfrenado por extremo en liviandades, sólo admitía en su privanza a los que aplaudían la soltura de sus costumbres, y le entretenían con cantares lascivos y bailes indecentes. A las veces, depuesto el sobrecejo de soberano numen y respetable deidad, cantaba y bailaba placentero entre sus concubinas.

Éste era también el ejercicio del hechicero brasileño que penetró al Guayra. Al son descompasado que hacían las uñas de venado dentro de la calavera, bailaba, brincaba con agilidad increíble, soplando fuertemente al aire, y provocando los rayos y tempestades contra los que le hiciesen oposición. El fiscal del pueblo de San Ignacio, despreciando sus amenazas, lo cogió, y puso un par de grillos, y en presencia de todo el pueblo descargó cien azotes sobre el fingido numen y verdadero embustero. A los primeros golpes, «no soy yo, exclamó, no soy yo Dios, sino un pobre indio como los demás, y ningún poder tengo para dañar ni causar mal alguno». No satisfechos los ignacianos con la confesión del reo, los dos inmediatos días repitieron el castigo de los saludables azotes, y humillaron su altiva presumpción.

No una, sino muchas veces ha salido bien la experiencia de los azotes; ya sea porque la vejación da entendimiento, ya sea porque el engañador descubierto, y descifrada la doblez de sus procederes, pierde la esperanza de ser creído, y de hallar entrada en quien penetró sus enredos.

Estos hechiceros tienen por lo común dos o tres familias cómplices de su iniquidad, y diestros imitadores de las voces y bramidos de animales. Ligados con el sacramento del sigilo, no descubren la verdad so pena de privación de oficio, y de malograr el estipendio y gajes. Cuando llega el caso en que el hechicero ha de consultar al diablo, como ellos dicen, sus familiares se ocultan en algún monte, en cuya ceja se previene de antemano alguna chozuela, que hace las veces de trípode y el oficio de locutorio. Para el día prevenido se junta el pueblo, pero no se le permite acercarse, para que no descubra el engaño, y quede confirmado en su vano error y vaga presumpción.

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El hechicero bien bebido y alegre, con los espíritus ardientes de la chicha, saltando y brincando junto a la chozuela, invoca al diablo para que venga a visitar al pueblo, y revelarle los arcanos futuros. Cuando todos están en expectación, aguardando la venida del demonio, resuenan por el monte los disfrazados con pieles, disimulando los bramidos del tigre y las voces de los animales.

En este traje, que el pueblo no discierne por estar algo retirado, entran en la chozuela; y con ellos, el diablo y sus satélites. Éstos con grande confusión y behetría infernal, imitando siempre las expresiones de animales, empiezan a erutar profecías y trocar vaticinios sobre el asunto que desean los circunstantes.

De la boca de ellos pasan a la del hechicero, y éste con grandes gestos, arqueando las cejas con espantosos visajes, propala al pueblo los pronósticos y vaticinios. El pueblo vulgo, incapaz de reflexión ni examen, arrebatado de ciega persuasión, los admite como oráculos del diablo, quedando en error casi invencible de que el diablo es quien habla al hechicero, y que éste es fiel relator de sus predicciones. Éste es el origen admitido entre los indios, y abrazado entre los escritores, de las operaciones diabólicas y de los fingidos hechiceros.

Éste es el fundamento de aquel terror pánico que tienen los indios de acercarse a la chozuela, recelando insultos feroces, y desapiadados acometimientos del tigre, cuyos bramidos imitan los familiares, para persuadir al vulgo que es demonio transfigurado en infernal bestia el que los habla.

Singular es el suceso que experimentó cuatro años hace uno de nuestros misioneros. Faltaron un día casi todos los indios del pueblo, el cual estaba tan en los principios, que ningún adulto había recibido el bautismo. Suspiraban todavía por las cebollas de Egipto; y a escondidas del misionero renovaban el ejercicio de sus antigüedades. A la mañana advirtió el padre que era pastor sin ovejas, y que éstas se habían ausentado; menos un viejo a quien los años privilegiaron de emprender largas romerías; de él se informó, y supo que los catecúmenos se habían retirado a consultar a los diablos.

«Pues yo tengo que ir, dijo el misionero, a ver vuestro diablo, y espantarlo para que no vuelva otra vez». «No vayas, padre, replicó el anciano, no vayas porque es muy bravo, y te ha de matar. Nosotros no nos atrevemos a llegar, y sólo al hechicero es permitido acercarse   -27-   para hablarle y recibir sus respuestas». «Yo tengo que ir sin remedio, añadió el misionero; vuestro diablo es muy flojo, y más teme él a mí, que yo a él; y si no me teme, ¿por qué huye de mi presencia?» En esto se puso en camino, y se encontró con los indios, que estaban a la ceja de un monte, algo apartados de la palizada y chozuela, donde el fingido demonio daba sus oráculos, y los recibía el hechicero.

Los indios movidos a compasión intentaron contener al padre, y temiendo no le matase el diablo, esforzaron sus razones para atemorizarle. Pero el misionero, animado con los espíritus que infunde, el celo santo, se arrimó a la chozuela, y encontró -¿qué?- al demonio nada menos, al indio autorizado con nombre de hechicero, y dos familiares suyos que aullaban, bramaban a guisa de animales feroces y con espantosas, pero disimuladas voces, amenazaban castigos, y pronosticaban futuros contingentes. ¡Tanto artificio cabe en la tosca capacidad de un indio!

Lo extraño y particular es, cuando tienen a la vista el desengaño no se persuaden que el que se finge diablo y hechicero es un indio común, y sólo singular en exceder a los demás en artificios y engaños. Ha sucedido hallarse presente uno de nuestros misioneros, en circunstancias que salió el fingido diablo y verdadero indio de la chozuela; conociéndole el padre, por más que esforzó sus razones para persuadir al pueblo que no era el demonio sino fulano indio que todos conocían, nunca les pudo convencer, respondiendo con ciega obstinación, que era el demonio, y que así lo creían ellos, y por tal lo tenían.

Entre tanto estos embusteros con sus engaños eran respetados como árbitros del mal y del bien de la vida y de la muerte, con supremo poder sobre el cielo, sobre los elementos, sobre todo viviente y ser criado. Elevados a tan sublime jerarquía, gozaban indiferentemente cuantas mujeres apetecía el desenfreno licencioso de su soltura. Tenían serviciales obsequiosos, que de la pesca y caza les regalaban, y sin expensas ni gastos sustentaban el serrallo; sus palabras falsas o verdaderas eran atendidas como oráculos, cuya inteligencia pendía de los sucesos venideros, nunca bien penetrados del vulgo, cuando falsos, pero siempre interpretados por los doctores de la ley en su sentido.



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§ XII

De sus médicos


Estos mismos hechiceros ejercitan el arte de la medicina, y eran en las curaciones tan engañosos como engañadores en sus hechicerías. Todos los preceptos galénicos ceñían a la breve práctica de chupar, y por eso los autores los califican con el nombre de chupadores. Cuando la necesidad los llama para algún enfermo, presto se previenen de medicinas, y en todas partes hallan botica surtida que le ministra cuanto necesitan para el ejercicio de su facultad. Un palito, una piedrezuela, una espina, un inmundo gusano, que alzan del suelo y ocultan en la boca, es el sánalo-todo, y todo el aparato de sus simples y mixtos. Medicina a la verdad inocente, no mala para todas las enfermedades, porque aunque no tenga el privilegio de sanar, goza la prerrogativa de no agravar la dolencia.

Llegados a la chozuela del enfermo, entran haciendo espantosos visajes, hinchando de viento los carrillos, y soplando fuertemente al aire. Como no entienden de pulso, y la aplicación de medicina se ha de hacer sobre la parte dolorida, preguntando qué es lo que duele al enfermo, le aplican la boca y chupan la parte lesa con increíble vehemencia. Aquí empiezan los gestos; aquí el expeler, entre contorsiones y espumarajos, el palito, la piedrezuela, la espina y el gusano, que de antemano previenen, según las precauciones del arte de chupar. «¡Cómo había de descansar, dicen, cómo había de descansar este pobre enfermo; cómo no se había de afligir, cómo no se había de quejar, si este gusano le roía, si esta espina le picaba, si este palito y piedra se le entró en las carnes vivas! Ahora se aliviará el enfermo, porque cesando la causa que aflige, se remite el dolor que mortifica».

Concluido el oficio de chupador, prosigue el ejercicio de recetar. Esto es más universal, y se extiende a los sanos y parientes del enfermo, ordenando a todos severísima abstinencia de algunos manjares y comidas, para que el enfermo mejore con el ayuno de los sanos. Si la enfermedad cede a los esfuerzos de la naturaleza, y el doliente cobra salud, todos los aplausos se los lleva el chupador, y adquiere grandes créditos y estimación; pero si la naturaleza se rinde a la enfermedad y muere el paciente, la culpa recae en los miserables parientes, cuyos ayunos fueron infructuosa penitencia por la salud del enfermo.

Entre los pampas, que son los antiguos querandís, sucedía muy al   -29-   contrario. Cuando moría el enfermo, la culpa toda se echaba al médico, y los parientes quedaban persuadidos que moría maleficiado del curandero, y que éste debía pagar el homicidio ajeno con su propia muerte. Conjurados en su ruina, los parientes noche y día velaban sobre el mal médico, y descansaban hasta vengar la cólera con la sangre del chupador, poco inteligente en los principios del arte, y extremamente desgraciado en el ejercicio de su profesión. No obstante esta inviolable y tiránica ley, apenas muere un profesor de medicina, cuando se declara otro doctor en la facultad, y toma el oficio de curandero con peligro de morir la primera vez que lo ejercite con desgracia.

Entre los Lules, en lugar de chupadores tenían los que llamaban sajadores, por el ejercicio de sajar la parte dolorida; era entre ellos persuasión de que todas las enfermedades, a excepción de las viruelas, procedían del ayaquá. Es el ayaquá, en sentir de ellos, el gorgojo del campo, y aunque pequeño de cuerpo caminaba armado de arco y flechas de piedra. Es diestrísimo certero, asesta y despide la flecha donde quiere, a quien quiere, y como quiere, y de sus tiros y flechas proceden las enfermedades que matan, y el dolor que aflige. Con este ayaquí tienen familiar trato los curanderos, y de su comunicación aprenden a labrar flechas semejantes a las del ayaquá, y a sajar la parte dolorida. Chupan luego la sangre y arrojan la flecha que llevan prevenida en la boca, y con un razonamiento semejante al de los otros chupadores, y un plato de comida en premio de su trabajo, se vuelven muy ufanos a su casa.

Están tan obstinados en esta persuasión que no se dejan convencer de razones, ni dan lugar al desengaño. Enfermó de mal de oídos un muchacho, y el misionero le aplicó algunos remedios, y pensando que con ellos hubiese mejorado, a la mañana preguntó al padre del enfermo, cómo lo había pasado su hijo, y si el dolor se le había mitigado. El padre respondió: «mi hijo lo ha pasado en un grito continuo, suspirando y gimiendo sin poder sosegar. Ni ¡cómo era posible otra cosa, teniendo los oídos llenos de las flechas de ayaquá!»




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§ XIII

De sus entierros


Supersticiosos en las curas, no lo eran menos en los entierros, y   -30-   funerales de sus difuntos. Entre los guaranís, si el difunto era persona principal o cacique, la mujer se despenaba con espantosos alaridos. Si no era de tanta distinción, se desgreñaba los cabellos, abrazada con el yerto cadáver, cantando en tristes endechas las proezas y valentías de su esposo. Los antiguos charrúas en la muerte de sus parientes se cortaban un artejo de los dedos, sucediendo a veces, que en edad proyecta carecían de falanges, y se inhabilitaban para el ejercicio de las armas. Los mocobis en señal de luto se trasquilan, con alguna diferencia, según son diferentes los grados de parentesco que tienen con el difunto. Los isistinés no se rascan la cabeza con el dedo, temiendo que se pondrían calvos, y que no les saldría el pelo en aquella parte que llegaron a tocar.

Era común en casi todas las naciones señalar plañideras, que con lúgubres aullidos, y lágrimas fingidas por algunos meses y aún años, lamentaban la desgracia del difunto, recordando a los vivos sus hazañas, incumbencias propias de los parientes, y a las veces de algunos extraños, que alquilaban sus lamentos, y vendían sus lágrimas por el interés de algunas alhajuelas del difunto.

Al cadáver, sentado sobre una silleta o taburete, pintaban toscamente algunas naciones. Otras lo cubrían con mantas y plumajes, para que decentemente y sin rubor pareciese en la otra vida. Los naturales del valle de Londres en Calchaquí, con supersticiosa observancia, abrían a sus difuntos los ojos que cerró la muerte, para descubrirle el camino que guía a la región de los muertos.

Alrededor de la sepultura, o dentro, ponían el arco, las flechas, ollas y cascos de calabazo, que por acá llaman mates, con alguna porción de comida y chicha. El arco y las flechas, dicen unos, que son para que el alma se defienda de los acometimientos y asaltos de sus enemigos, añaden otros, que para que el muerto tenga con qué cazar muera de hambre, acabado el repuesto de maíz y chicha. Las ollas para cocinar; y porque no falte fuego, es costumbre de algunas naciones dar la superintendencia a algunas de las plañideras, para que diariamente cuide de cebarlo. El calabazo sirve de vaso para sacar agua, y refrigerar el bochorno que se origina de la opresión de la sepultura.

Un sepulcro bien circunstanciado descubrieron nuestros exploradores de la costa de Magallanes, a pocas leguas de la bahía de San Julián. Era de figura redonda piramidal, tejido de ramas, las cuales afianzaban para mayor seguridad cordones de lana de diferentes colores. Alrededor de la casa tremulaban seis banderas de un tejido   -31-   de lana azul, colorada y blanca, atadas sobre varejones largos de tres para cuatro varas. A trechos estaban repartidos cinco caballos muertos, cuyos cueros, o pieles estaban llenos de paja, clavados en tierra con otros horcones, por el pescuezo, por el vientre, o por la cola. El remate de la casa hacia la extremidad piramidal; coronaba una como veleta de trapo, semejante al de las banderillas, asegurado con una faja para que no lo desprendiese el viento. Sobre la extremidad pendían de un palo, a discreción de los vientos, ocho borlas de lana musca.

Lo interior de la chozuela fúnebre indica ocupaban dos telas de listadillo, tendidas sobre el pavimento, las que servían para cubrir el cuerpo de un indio y dos indias, tan recientes que aún tenían carne y pelo en la cabeza. Discurriose largamente sobre el mausoleo, y resolvieron nuestros misioneros, que no siendo habitable la costa, el sepulcro no podía ser de paisanos connaturalizados en el terreno; y observaron veredas, que de lo interior del país tiraban a una laguna grande de sal que habían descubierto. Que lo natural era que aquel indio, viniendo en busca de sal, había muerto en aquel sitio adonde los compañeros levantaron aquel honrado sepulcro, tan coronado de banderillas, gallardetes y borlas, que indicaba haberse erigido en memoria de algún principal o cacique de la nación. Los caballos rellenos de paja, y levantados sobre estacas, según el uso de las gentes de a caballo que acostumbraban hacer así, y las mujeres para que le sirviesen en la otra vida, y le ministrasen lo necesario.

Este es estilo y costumbre de algunas naciones en la muerte de sus principales y parientes inmediatos; las mujeres siguen a sus maridos; los parientes a sus más inmediatos, y algunos vasallos a sus caciques; especialmente las viejas, como inútiles en este mundo. A la primera noticia de la muerte del cacique y primogénito suyo, se quitan la vida para servirlos, y para que no desfallezcan de hambre y sed por falta de quien les ministre lo necesario. Ceremonia indispensable y argumento de fidelidad y cariño en los consortes con sus maridos, y en los vasallos con sus caciques, tan radicados en este gentílico rito, y tan religiosos observantes, que se ofrecen voluntariamente a la muerte y la aceptan con alegre resignación.



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§ XIV

De sus ideas religiosas


Esta precaución, y otras semejantes que tomaban para la otra vida, es argumento que ellos conocieron la inmortalidad del alma; pero la idea que de ella formaron, y el bosquejo que diseñaron eran incompletos. Persuadidos pues los indios que el alma goza fuero inmortal, eternizan su duración en el cielo entre las estrellas, o en alguna región incógnita que ellos imaginan, y ellos sólo la alcanzan.

Una cosa al parecer cierta es, que la subida a las celestiales regiones no la admitan tan inmediatamente a la muerte que no concediesen al alma algunos años en este mundo, solazándose y divirtiéndose a su usanza; no visiblemente tratando y comunicando con los vivos, sino invisiblemente tratando y comunicando, jugueteando como duendes, y regocijándose alegremente en aquellos ejercicios que la divertían unida al cuerpo. En este estado las conciben glotonas y cazadoras, paseanderas, vagamundas, juguetonas, guerreras, y enemigas de sus enemigos. No alcanzo cómo se pueda explicar mejor la idea que ellos formaban del alma separada, que sobre el plan de lo que ellos son en vida.

A este fin, porque las hacen glotonas y borrachas, ponen sobre la sepultura sus ordinarias viandas, y llenan de chicha los calabazos. Y porque esta providencia es temporal y limitada, y las almas duraderas, sin límite ni término, libran el alimento de la eternidad en el arco y flechas, instrumentos venatorios, que aseguran el mantenimiento en aquella región de espíritus vagamundos y cazadores. Estas mismas armas sirven al respeto para hacerse temibles a las naciones enemigas.

No consta de sus tradiciones por donde subían sus almas al cielo. Los mocobis fingían un árbol, que en su idioma llamaban nalliagdigua, de altura tan desmedida que llegaba desde la tierra al cielo. Por él, de rama en rama ganando siempre mayor elevación, subían las almas a pescar en un río y lagunas muy grandes que abundaban de pescado regaladísimo. Pero un día que el alma de una vieja no pudo pescar cosa alguna, y los pescadores le negaron el socorro de una limosna para su mantenimiento, se irritó tanto contra la nación mocobi, que transfigurada en capiguara, tomó el ejercicio de roer el árbol por donde subían al cielo, y no desistió hasta   -33-   derribarlo con increíble sentimiento y daño irreparable de toda la nación.

Los demás indios, aunque colocan las almas de sus difuntos entre los otros, no explican por dónde se le franquea el paso a las eternas moradas. Verisímilmente su grosero modo de concebir mezclará la seriedad respetable de una verdad tan clara con suposiciones ridículas y ficciones placenteras. Al parecer no tenían determinado lugar para suplicio de los delincuentes, y castigo de los culpados; o porque su ceguedad no les dejó abrir los ojos a una verdad que nace y crece con el alma, o porque entregados en esta vida a pensamientos alegres, no daban entrada a tristes imaginaciones. Lo cierto es que la creencia de los suplicios eternos se les hace muy cuesta arriba a los infieles. Los chiriguanos, cuando se les habla de las llamas abrasadoras del infierno, responden con serenidad que ellos apartarán las brasas; y lo que es más, no pocas veces en el confesionario, cuando se les amenaza con las penas eternas, responden con gran calma: «no se verá el diablo en este espejo».

Su tenacidad, en lo que una vez aprendieron, es rara; no les convence la razón, ni la luz clara del mediodía basta para alumbrar su entendimiento, y desencastillarlos de sus erróneas aprensiones. Así le sucedió a un indio catecúmeno, a quien la muerte iba tan a los alcances, que se juzgaba no pasaría el día inmediato sin pagar el tributo de la humana mortalidad. Como su mujer era infiel y obstinada en los gentílicos ritos, le persuadió que no se dejase bautizar, porque infaliblemente moriría; y le dio tan a pelo asenso a las razones de su consorte, que no hubo fuerzas en el misionero para persuadirle lo contrario.

Tentó éste diferentes medios; alegó razones claras, le propuso varias congruencias para persuadirle que presto moría. «No, respondió el indio, no estoy tan enfermo como dices; antes bien mañana estaré bueno, y podré caminar a melear en los bosques». No irás respondió el padre a melear, sino a las penas eternas del infierno, si no abrazas la religión cristiana, y por medio del bautismo, que abre las puertas del cielo y cierra las del infierno, no pones en cobro tu alma. «No creas, dijo la mujer, lo que este padre habla; porque si te ausentas al monte, y no recibes el bautismo, jamás morirás».



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§ XV

De su cosmografía


Quien tanto yerra en materias palpables y visibles, y con tenacidad tan obstinada resiste a la luz de la razón, no es de extrañar yerre cuando levanta el pensamiento a objetos más nobles, superiores a su tosca capacidad, y falta de principios para penetrar arcanos tan sublimes. Al eclipse del sol y luna llaman muerte de estos hermosos planetas. Los lules atribuyen el eclipse del Sol a un pájaro grande que, desplegando sus alas, cubre el globo luminoso de su cuerpo. Los mocobis lo refunden en un asalto del demonio para comérselo, y por eso gritan: «déjala, (al Sol tienen por mujer) déjala; compadécete de nuestra compañera, no nos la comas».

Estos se han formado un agradable sistema del mundo, y por él se podrá inferir el que idean las demás naciones. El cielo y la tierra hacen un solo cuerpo, pero tan inquieto y bullicioso, que le obligan a circular en perpetuo movimiento. A las estrellas tienen por árboles, cuyas hermosas ramas tejen de rayos lúcidos y brillos centellantes. Al crucero llaman amnic, que quiere decir avestruz; a las estrellas que le circundan, ipiogo, que significa perros. El misterio es, que estos perros siguen al avestruz para cazarle, y como éste corre y corre mucho, aunque los perros le siguen, no le alcanzan. Entre las estrellas confiesan alguna distinción; a unas llaman pavos, o dagadac; a otras quirquinchos, natumnae; a estas perdices, nazaló, y a las demás con otros nombres semejantes. Esto no es nuevo, pues la antigüedad, y astronomía de muchos siglos atrás, deriva hasta nuestros tiempos semejantes denominaciones, para distinguir los signos y explicar las constelaciones.

Lo particular es, que a la luna llaman cidiago, y juzgan que es hombre, cuyas sombras son sus tripas que le sacan unos perros celestes cuando se eclipsa. En oposición de luna los grandes piden a cidiago que les dé mujer, y los muchachos a grandes gritos, tirándose las narices, le piden que se las alargue. Al sol conciben como mujer, y le llaman gdazoa, que significa compañera. De él fingen algunas trágicas aventuras. Una vez cayó del cielo, y enterneció tanto el corazón de un mocobi, que se esforzó en levantarlo, y lo amarro para que no volviese a caer. La misma fatalidad sucedió al cielo; pero los ingeniosos y robustos mocobis, con puntas de palos lo sublevaron y repusieron en sus ejes.

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Segunda vez cayó el sol, o porque las ataduras no eran bastantemente robustas, o porque el tiempo debilitó su fortaleza. Entonces fue cuando por todas partes corrieron inundaciones de fuego, y llamas que todo lo abrazaron y consumieron, árboles, plantas, animales y hombres. Pocos mocobis, por repararse de los incendios, se abismaron en los ríos y lagunas, y se convirtieron en capiguarás y caimanes. Dos de ellos, marido y mujer, buscaron asilo en la eminencia de un altísimo árbol, desde a donde miraron correr ríos de fuego que inundaban la superficie de la tierra; pero impensadamente se arrebató para arriba una llamarada, que les chamuscó la cara y convirtió en monos, de los cuales tuvo principio la especie de estos ridículos animales.




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§ XVI

De sus tradiciones históricas


Así discurrían en materia de astronomía, y con poca diferencia en las otras facultades; la materia de los sucesos para la historia casi no tocaba en los tiempos pasados, y apenas salía de la vida y hazañas de los presentes. Algunas relaciones conservan los rapsodas que repetían cantando para refrescar la memoria de sus antigüedades, que confundía y ofuscaba con fabulosas novedades el analista relacionero. Éste tenía la incumbencia de repetir, al son de bárbaros instrumentos, las tradiciones de sus mayores, y de instruir a otros en las noticias para suplir su falta con el canto.

Esta tradición, en gentes que no cultivan la memoria, ni usaban lápidas, jeroglíficos, ni caracteres, no podía ser muy puntual, ni abrazar muchos detalles. Tal cual suceso memorable, corrompido con la alteración que de suyo lleva el tiempo, y la fragilidad de la memoria, conservaban los relacionistas, y lo perpetuaban con el canto. En lo demás de sus vasallos, las hazañas de sus caciques y las de sus mayores se echaban en perpetuo olvido, y apenas los hijos se acordaban de las proezas de sus padres.



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§ XVII

De su aptitud para las artes


De las facultades mecánicas sólo tenían el no tenerlas, ni aún instrumentos para ejercitarlas. Sus canoas, sus dardos, sus macanas, sus arcos y flechas, trabajaban con ímproba laboriosidad. Al tronco que destinaban para canoa pegaban fuego, que consumía las superfluidades, convirtiéndolas en ceniza y carbón, el cual desprendían a fuerza de golpes de pedernales con filo agudo, hasta llegar a la parte sólida. Volvían a pegar fuego y a levantar el carbón, formando a fuerza de golpes, y con la actividad consumidora de la llama, aquella exterior configuración, o cavidad interior que ellos pretendían para el uso de la navegación.

De la misma manera, y con la misma prolijidad, trabajaban y pulían los dardos, las macanas, los arcos y las flechas. El fuego gasta y el pedernal desbasta los varejones, y cuando ya los tienen en el grosor y proporción que desean, los pulen con delicada nimiedad, y los dejan tan tersos y lisos, que no los aventajara el más diestro oficial con sus gurbias y garlopas. Verdad es, que necesitan meses para sus maniobras; pero donde sobra la pereza y los instrumentos son ningunos, el tiempo y la paciencia coadyuvan a la perfección de las obras. Admiración es que genios brutales, que para nada tienen tiempo sino para la inacción, busquen pulidez en las armas, y gasten tiempo en perfeccionarlas.

Esto eran en su infidelidad; pero alicionados en las manifacturas, aprenden los oficios cuanto basta a imitar con perfección el ejemplar, sin la gloria de inventores. El más insigne maestro en la pintura y en la delicada escultura, no podrá gloriarse de haberle añadido al original un rasgo ni pieza que le dé nueva y más agradable hermosura. En lo que son singulares es en la imitación; tan nimios, tan delicados y puntuales a expensas de tiempo y paciencia, mirando y remirando una y muchas veces el prototipo es que perfeccionan la obra. Vez ha habido en que la delicadeza se ingenió tanto para la viva imitación, que no alcanzó la más tildada observancia a discernir entre el ejemplar y el retrato.

En la elocuencia y cultura de hablar se hallaron algunos, sueltos en sus dialectos, tersos en las palabras y persuasivos en los razonamientos. No abrían aulas, ni disputaban maestros para la enseñanza de la juventud; pero cuando al mediano entendimiento se juntaba la penetración   -37-   del idioma, y la verbosa locuacidad, peroraban con dulzura y persuadían con eficacia. La voz común a los índicos idiomas llama bárbaros, ásperos y defectuosos; los que con estudio y aplicación penetran la estructura de su artificio y propiedad para explicarse, los califican de elegantes, expresivos y copiosos. Lo cierto es que abundan de voces, en lo natural propias, en lo significativo vivas, y en lo persuasivo eficaces, ceñidas sin confusión, claras sin redundancia, y majestuosas sin afectación.

Sólo se pueden llamar bárbaros, ásperos y defectuosos por la falta de educación de los indios, criados sin estudio, sin cultivo, ni facundia; pero esos mismos idiomas en los labios de un elocuente y copioso de razones, son elegantes, son expresivos, son melodiosos. La lengua castellana es sin duda dulce, abundante y persuasiva; pero en la boca de un inculto labrador, áspero de genio, y de tosco entendimiento, se viste de sus propiedades, o se viste de moda, según el genio del que le habla.

Esto nos pareció notar en las naciones americanas que habitan el Paraguay, Río de la Plata y Tucumán. Lo más particular se tocará a su tiempo y en su propio lugar. Por ahora nos llaman estas dilatadísimas provincias a examinar su suelo y sus producciones.

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Segunda parte


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§ I

Aspecto general del país


La historia natural del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán, que abraza nuestra descripción, ofrece a la vista y pone delante de los ojos un tesoro de bellas noticias, que pueden enriquecer el museo de los sabios, y entretener con peregrinas novedades la curiosidad más insaciable. Verdad es que el Supremo Hacedor no depositó en el seno de estas provincias ricas minas de oro, plata, diamantes y esmeraldas, cebo de la humana codicia; por lo menos su providencia no ha dispuesto hasta el tiempo presente que se descubran estos apreciables metales, escondiéndose al parecer de las investigaciones de los hombres más diligentes.

Pero, aunque el Soberano Autor no se mostró tan liberal en este punto como en otras provincias que nos rodean, atendiendo cuidadoso a su hermosura, con una muy agradable perspectiva y variedad admirable de peregrinos objetos, casi enteramente los ciñó de altísimas serranías y cordilleras, que empezando en la villa de San Jorge, en la capitanía de Porto Seguro, se prolongan, a vista siempre del mar brasílico, hasta la embocadura del reino de la Plata. Aquí, cansada la naturaleza con la producción de peñascos tan disformes, toma huelgo hasta la opuesta ribera, desde adonde vuelve otra vez a levantarse un cordón y cadena de serranías, que atraviesa el reino de Chile y Perú, y con casi dos mil leguas de extensión se alarga hasta la gobernación de Santa Marta.

Del tronco principal de estas cordilleras, arrancan algunos ramos que se internan en diferentes partes a Tucumán y Paraguay; tales verdaderamente, y de altura tan eminente, que los Alpes y Pirineos no pueden justamente disputarles la elevación. Se cree, con bastante fundamento, que en algunas partes estos ramos de cordillera están penetrados de ricos metales; pero si en esta parte no corresponde la realidad a la aprensión,   -40-   por lo menos es cierto que sus senos son un rico depósito de las aguas que franquean sin esquivez, repartiéndolas con bastante equidad en arroyuelos y ríos que fecundan las riberas, y se derraman por las campañas para alivio y refrigerio de los mortales.

El corazón de estos países son campañas dilatadas con algunas elevaciones de terreno. A trecho se extienden por muchas leguas espesos bosques, que embaraza al sol la comunicación de la luz con el atravieso enlazamiento de unos árboles con otros, y mucha variedad de enredaderas, que suben desde el pie hasta la cumbre. En parte se divide el terreno en hermosas praderías, y dehesas, esmaltadas de verde y revestidas de toda la variedad de vistosas flores, que lleva de suyo la más lozana primavera. No es igualmente fecundo, y aun vicioso el terreno en todas partes; pero en la misma desigualdad se descubre un argumento claro de la equidad divina, que compensa las ventajosas cualidades que reparte a unas provincias, con las que dispensa liberal a otras.




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§ II

De los árboles


Sin embargo de esta oculta compensación en que Dios con altísima providencia procuró utilizar a todo el Paraguay, y lo demás meridional del Tucumán, gozan meollo más pingüe y fuerte, ya sea por la calidad del terreno, ya por las copiosas lluvias que le fertilizan. Los cedros se crían altísimos, y algunos tan gruesos que dos hombres tomados por las puntas de los dedos no pueden abarcarlos. Cerca de la iglesia del colegio de la Compañía en Salta, se derribó años pasados uno tan desmedido y corpulento, que echado en el suelo y puesto dos sobre el caballo, uno de un lado y otro de otro, no alcanzaban a verse. Los palmares de varias especies, y piñales diferentes de los de Europa, ocupan leguas enteras. Críanse los pinos altos, gruesos y derechos. Las ramas arrancan de seis en seis, y de siete en siete alrededor de su tronco, ciñendo la circunferencia de mayor a menor, hasta rematar en figura piramidal con extraña proporción, igualdad y correspondencia. Sus piñones, mayores que los de Europa, aprovechan a los naturales, a los monos y puercos silvestres. Mayor utilidad tiene la medicina en el bálsamo que destilan, que los vivientes en los frutos que llevan. Por setiembre, cuando el humor fermenta con los primeros ardores de la primavera, y toma vigor y fortaleza con   -41-   la efervescencia, herido el tronco destila un jugo al principio blanco, y después colorado, bueno para sanar heridas, y preservar de pasmos y convulsiones.

Su madera es de las mejores que puede desear la escultura por su lucimiento y delicadeza. Es dócil a los instrumentos, se deja labrar fácilmente, y sin resistencia admite cualquiera figura al gusto del diestro maestro y delicado estatuario. Como el corazón está penetrado de humor colorado, con sólo exponer la estatua al calor del fuego, transpira el jugo a la exterior superficie, y la barniza de purpureo encendido con un esmalte natural que jamás pierde, y conserva la pieza con lustre agradable y vistoso.

Otros pinos hay hacia el Paraguay, cuyo fruto llaman los naturales curibay, que quiere decir piñones de purga; son semejantes en la exterior contextura a los de Europa, pero muy diversos en los efectos. Porque el que los come en poco tiempo experimenta una tormenta interior, y tal conmoción de humores que le hacen prorrumpir en violentos vómitos, y copiosas evacuaciones. Dicen algunos que estos piñones son el único remedio contra la gota; pero siendo tan fácil la medicina, y tantos los tocados de este penoso mal, no saldré fiador de su virtud medicinal, sino la confirman nuevos experimentos.

El guayacán, que llaman comúnmente palo santo, tan celebrado en la medicina por sus calidades curativas, y apreciado para las fábricas y manufacturas, abunda en muchas partes de las tres especies conocidas en el mundo. Pero en tierras de guaycurús, al poniente del Paraguay, entre el Pilcomayo y Yabebijy, y también en algunos lugares del Chaco, se cría otra cuarta especie, que merece particular mención. Es árbol grueso, alto, resinoso, aromático, y de madera fortísima. Las flores anaranjadas declinan en amarillas, y dentro encierran unas mariposas, que a su tiempo rompen la cárcel de flores, y salen de la cuna de su nacimiento a gozar aires más apacibles.

Su duración es brevísima, y cuando presienten la vecindad de la muerte, se meten debajo de tierra, mueren soterradas, y de lo interior de su cuerpecillo nace la planta del guayacán, pequeña al principio, y después de grandeza desmedida. Esta generación es descrita sobre el dicho y autoridad de los indios, poco curiosos en indagar los arcanos de la naturaleza. Si es verdadera, se hace creíble que las mariposas saquen consigo la natural simiente, y que ésta necesite de algún fomento de vivientes sensitivos para que después soterrada, se pongan en movimiento los órganos   -42-   de vida con la agitación, y empiece a crecer la planta con la atracción de los jugos.

La quinaquina es sin duda uno de los árboles más útiles a la vida humana, de cuyas propiedades tratan los botánicos. Críase en los valles de Salta y Catamarca de la provincia del Tucumán, y en las vecindades del Río Negro, tributario de Uruguay por su margen oriental. El fruto de la quinaquina son unas almendras especiales, y apreciables por su olor subido y confortativo; pero lo que más se estima en este árbol, y lo que es más útil a la salud del hombre, es su cáscara, la cual molida en polvos, y tomados en vino, aprovecha para expeler las fiebres intermitentes.

Copaiba es árbol grueso, alto, frondoso, que se cría en los montes cercanos al río Monday. Destila el célebre bálsamo copaibu, apreciado en la medicina para heridas penetrantes y peligrosas. Al tiempo que este árbol empieza a desabrocharse en flores, y cuajar en frutos, se le da un barreno, y por él franquea pródigamente este precioso licor; sólo en quince días sin afán, sin gastos ni cuidados, destila una buena azumbre, la sangre del dragón, que denominan con nombre espantable para realzar el precio de un puro jugo de árbol. Los guaranís le llaman caberá, y se cría muy alto y muy grueso a orillas de los ríos y arroyuelos, sus flores al principio blanquecinas, se tornan azules, y cuando están para marchitarse se vuelven purpúreas. Su fruto es un cartucho, que encierra la semilla envuelta en una pelucita, semejante y delicada como el algodón. En la provincia del Tucumán se llama tipa; su tronco es más grueso y derecho; en lo demás se asemeja al caberá de los guaranís; pero uno y otro en los meses de julio y agosto, sajado el tronco, destila por la incisión copia de humor, llamado sangre de drago, y con mayor suavidad, y más propiamente jugo del caberá.

El copal es árbol alto, de madera blanca, sólida y buena para edificios, y se halla en nuestras misiones de guaranís; sus hojas lisas y delgadas, repartidas de seis en seis por rama, cerradas y abiertas, gozan el privilegio de girar al sol. Los naturales le nombran anguí, y por la admirable eficacia de su bálsamo, le llaman ibirapayé, que quiere decir árbol de hechiceros. Las buenas cualidades del bálsamo le hacen acreedor a nombre más honorífico, y lo podemos denominar más propiamente árbol milagroso, por los prodigios que obra en las curaciones, efectos de su natural virtud.

La común opinión le denomina bálsamo del Brasil, y sin duda en la substancia, es el mismo, pero mejorado en el color por ser más   -43-   rubio, y en la fragancia por ser más trascendente. De esta especie hay masculino y femenino, y se conoce en que el uno lleva fruto, y el otro se queda infecundo; pero ambos a competencia destilan el bálsamo, rico depósito de calidades salutíferas para varias enfermedades. Otro copal hay negro, menos grueso y menos alto, que destila el perfecto menjuí, y un bálsamo fragante y útil para varios usos en la medicina.

Aroma es árbol pequeño y de menuda hoja; críase en la provincia del Tucumán, sin cultivo, ni riego, y el que fuera ornamento de los jardines europeos, concedió la naturaleza en grande abundancia a las campañas y faldas de la sierra en Tucumán. Sus ramos tiende con agradable proporción de mayor a menor, formando una copa vistosa. A trechos por las ramas tiene repartidas fuertes y agudas espinas, con que repara los insultos de los que se atreven a tocar sus flores.

Éstas son a manera de estrellas, formadas de hilos delgados como el cabello, que arrancan orbicularmente de un botón interior que ocupa el centro. El color es naranjado, algo obscuro al principio, y después más claro. El olor y suavidad que exhalan las aromas, y con que perfuman los caminos y habitaciones cuando el viento es favorable, conductor de sus delicados efluvios, no tiene igual ni comparación.

Si hubiera de proseguir, uno a uno, la narración de todos los árboles, con dificultad podría concluir la historia. Hallándose los principales de Castilla, que aunque extraños y peregrinos, los ha prohijado como propios el terreno. Montes enteros se encuentran en diversas partes de duraznos, naranjos, limones, que lleva la tierra sin cultivo, y ofrece liberalmente a quien alarga la mano para recogerlos. El árbol de isica y del incienso, el salsafrás, el arrayán de varias especies, y el sándalo colorado, que los indios llaman yuquiripey, el molle de Castilla y el natural del país, abundan en muchas partes.

Hállase también el alto y grueso paraparay, árbol crucífero, porque sus ramas arrancan de dos en dos, con tal oposición, que forman una continuada serie de cruces. El frondoso yapacariy, de apreciable sombra, pero de poca consistencia, y de duración muy limitada, por estar dispuesto a la polilla roedora. El mamon, codiciado por su fruta, que es del tamaño y figura de un pequeño melón, buena para conservas, y fresca contra los ardores del veneno. El yataibá, que los brasileños llaman animé, célebre por su goma cristalina, de olor el más grato, que despide siempre de su seno. El tutumá, cuyo fruto vario en la figura, es a manera de calabazos, pero tan grandes que admiten dos azumbres.

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El sudorífero yzapy, que en los meses de mayor calor destila de las hojas un rocío suave y copioso, hasta despedirlo gota a gota, y humedecer el suelo. El grueso y corpulento timboy, de que hacen los indios sus canoas y piraguas. El ibirapetay, durísimo suplemento del hier ro, de que los naturales labran sus asadores y arados. El ibirapetay de que labran las flechas, y que aumenta el dolor de la herida con el escozor. El palo blanco, tan pesado, que dicen algunos que gravita más que el plomo; con otros muchos que ofrecen la utilidad de frutas silvestres y de colores para los tintes; que sirven de ornamento a la campaña, y entretienen la vista con peregrina novedad.

Antes de apartarnos de los árboles, no desmerecen particular relación las cañas; hay unas que llaman bravas, por su extrema amargura; otras dulces en que se saca la miel y azúcar, pero no tan blanca y sólida como la de curopá, por falta de beneficio. Hay cañas muy corpulentas, que partidas por medio sirven para la techumbre. La más memorable es otra especie de ellas muy altas, y más gruesas que el muslo de un hombre, en cuyos cañutos se crían gusanos mantecosos; gustoso alimento para los naturales.

Entre las plantas, que son muchas y de varias especies, la piña es la más arrogante, y su fruto el más delicioso. Don Antonio Ulloa, en su Viaje Americano, la describe con diligente exactitud, y le haríamos agravio en alterar la pureza de su estilo.

«Nace, dice, la piña de una planta que se parece mucho a la sábila, a excepción de que la penca de la piña es más larga, y no tan gruesa como aquélla; y desde la tierra se extienden todas ellas casi horizontalmente, hasta que a proporción que van siempre siendo más cortas, quedan también menos tendidas. Crece esta planta cuando más como tres pies, y en el remate la corona una flor a la manera de un lirio, pero de un carmesí tan fino que perturba la vista su encendido color.

»De su centro empieza a salir la piña del tamaño de una nuez; y a proporción que ésta crece, va amortiguándose en aquella su color, y ensanchándose las hojas para darle campo, y quedar sirviendo de base y ornamento. La piña lleva en su pezón otra flor en figura de corona, de hojas semejantes a la de la planta, y de un verde vivo; la cual crece a proporción de la fruta, hasta que llegan una y otra al tamaño que han de tener, siendo a este tiempo muy corta la diferencia que hay en el color entre las dos. Habiendo crecido la fruta, y empezando a madurarse, va cambiando el verdor en un pajizo claro; y subiendo este más su punto, le va   -45-   acompañando al mismo tiempo un olor tan fragante, que no puede estar oculta, aunque la encubran muchas ramas».

«Ínterin que está creciendo se halla guarnecida de unas espinas no muy fuertes, que salen de todas las extremidades de las aparentes pencas que forma su cáscara, pero a proporción que madura se van secando éstas, y perdiendo la consistencia para no poder ofender al que las coge. No es poco lo que en esta fruta tiene que admirar el entendimiento al Autor de la naturaleza, si con cuidado se reparan tantas circunstancias cuantas concurren en ella».

«Aquel tallo, que le sirvió de corona mientras creció en las selvas, vuelve a ser nueva planta, si lo siembran; porque la que la brotó, parece que, satisfecha con su parto, empieza a secarse luego que se corta la piña, y además de la de su cogollo, brotan las raíces otras muchas, en quien queda multiplicada la especie».

«Quitada la piña de la planta, mantiene siempre la fragancia, hasta que pasando mucho tiempo empieza a pudrirse, pero es tanto el olor que exhala, que no sólo en la pieza donde está, sino también en las inmediatas se deja percibir. El tamaño regular de esta fruta es entre cinco y siete pulgadas de largo, y de tres a cuatro de diámetro en su base, el cual se disminuye a proporción que se aproxima a la otra extremidad. Para comerla se monda, y después se hace ruedas; es muy jugosa, tanto que al mascarla se convierte la mayor parte en zumo, y su gusto es dulce, con algún sentimiento de agrio muy agradable. Puesta la cáscara en infusión con agua, se forma, después que ha fermentado, una bebida muy fresca y buena, que conserva siempre las propiedades de la fruta».



El guembé merece lugar después de la piña. Tiene su nacimiento en la tierra, o sobre los árboles, si el acaso levantó la semilla sobre ellos. Cuando nace sobre los árboles, aunque sean altísimos, busca la tierra dejando caer las guías para abajo, y profundando en ella se levanta con nuevo vigor, trepando por los árboles, y enlazándose en sus ramas. Las hojas son tersas, abiertas en tres puntas, largas a veces casi una vara. La corteza de las raíces, que prolongan de arriba para abajo, tiene la utilidad de servir para varios usos el más apreciable es para hacer cables con que asegurar las balsas y barcos, y maromas para sacar agua de las norias.

El fruto del guembé son unas vainas largas que encierran una espiga claveteada de granitos a manera de mazorcas de maíz. A los quince días de su producción se abre la vaina y expone al sol,   -46-   el rico tesoro que ocultaba, hermoso y blanco como la planta. Los naturales tienen observado que mientras las vainas están abiertas acuden ciertas mariposas coloradas, más ardientes que las cantáridas, a chupar un jugo delicado que de la espina transpira. Pero a pocos días vuelven a cerrarse, y con el beneficio que reciben de los mosquitos toman perfecta sazón y acaban de madurar.

Al caraguatá destinó la naturaleza para cerco de los huertos; se tupe mucho con sus pencas fuertes, altas, sólidas y armadas de penetrantes espinas, con que se remueven ensangrentados los incautos pero atrevidos agresores. Estas pencas tienen calidades estimables; sobre los techos sirven de tejas, que recogen el agua para que no inunden las chozuelas de los pobres; y de su corazón se sacan hilos a manera de cáñamo, que sirven para torcer cordel fuerte, y de él labran los infieles algunos tejidos de bajo artificio no inferior a la pobreza de la materia. La fruta en la figura se asemeja a la piña; pero el corazón es pulpa dulcísima, que declina en agridulce agradable, y suple los efectos de cualquiera limonada.

Nuestros conquistadores, en la imposición de los nombres a las cosas de Indias, y en la traducción de voces exóticas, no se aligaron, escrupulosamente a la propiedad, ni ésta era posible hallarla para denominar en nuestra lengua los árboles, las plantas, los frutos, las aves, y animales tan peregrinos en España, como ajenos de su nativo idioma. Ellos pues se contentaron con alguna semejanza, a las veces genérica, para denominar objetos peregrinos, y por medio de esa denominación impropria, nos precisan a aprender las cosas diferentes de lo que en sí son.

Así sucede con los pacobás, a los cuales llaman los españoles plátanos, por alguna semejanza que tienen con ellos. En lo demás es cierto que se diferencian tanto de los que celebró la antigüedad, que siendo éstos el regalo y delicias de las mesas imperiales, los pacobás son llamados por mal nombre harta-bellacos. Esta es la primera especie, y da el fruto en racimos tan grandes, que algunos pesan arroba y media; su substancia y meollo es correoso, pesado al estómago, y de calidades muy frígidas. La segunda especie llaman de Santa Catalina cuyo fruto es más digestible, y aún apetecido de los naturales, y en algo se asemeja el sabor de la pulpa al de la pera.

Más memorable es sin duda la planta que los guaranís nombran iburucuyá, y los españoles por su fruto granadilla, y por lo admirable de su flor, nombran flor de pasión, o pasionera. Crece a manera   -47-   de yedra, trepando por los árboles, y traveseando por las ramas se ensalza hermosamente sobre las copas.

El caaycobé es expresivo ejemplar de la virtud más propia de la humana naturaleza, y por eso la más delicada. El término caaycobé significa yerba que vive, y con expresión más significativa se puede llamar la vergonzosa. Es de agradable vista; se cubre de hoja menuda que la viste de gala, pero con honesta decencia. Si alguno la toca con osada curiosidad luego se enluta, se sonroja, se encoje y se marchita. No hay esperanza que nuestro caaycobé restaure el hermoso matiz de sus colores, mientras humanas manos la toquen, pero en retirándose éstas, se extienden sus hojas, se visten de belleza y matizan de nuevo.

El caapebá son unas varillas delgadas, vestidas de hojas más claras y sutiles, que las del orozus. Como estas varillas son tiernas, y se cargan de muchas manzanillas, al principio verdes y amarillas, cuando sazonan, necesitan arrimo para sustentarse; si lo hallan, se enredan con él, abrazándose con sus ramas; si no lo encuentran, vencida su delicadeza del peso que las oprime, se tienden por el suelo, culebreando por varias partes. Nacen estas varillas de raíces profundas, ceñidas a trecho de naturales sortijas que la agracian, muy parecidas a las de la serpiente.

Los polvos de esta raíz, y las hojas de las parrillas molidas, y puestas sobre la parte que picó la culebra y víbora, o tomando su cocimiento por la boca, son antídoto contra su veneno.

Yerba de víbora llaman a cierta planta que nace en Tarija, y en el distrito del Paraguay; su virtud y calidades antidotales la hacen acreedora al nombre con que es conocida; sólo se levanta del suelo una tercia, Las hojas que la visten y las flores que la hermosean son parecidas al mercurial masculino. Nace por lo común entre piedras y escajal, pero busca siempre lugares frescos. Es su virtud prodigiosa contra las picaduras de víboras. Media onza de sus ramas majadas con la semilla, cocidas en el vino, y puestas sobre la picadura, en menos de hora alivia al paciente, y libran de todo peligro: ¡tanta es su eficacia y su virtud operativa!

De igual aptitud contra las mordeduras de animales ponzoñosos es la yerba que llaman en Tucumán colmillo de víbora, a la cual otros nombran solimán de la tierra.

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Del hurón se ha aprendido ser específico magistral contra los animales ponzoñosos. Cuando este animalito cría sus tiernos huroncillos a los cuales con porfía persigue la víbora, y se ve precisado a defenderlos de enemigo tan temible, entra a la pelea, y por más diligencia que pone en hurtar el cuerpo a la víbora, no siempre consigue lo que pretende, y en lugar de vencer a su antagonista, queda herido y se siente tocado de su veneno. Deja luego el lugar de la palestra, va en busca de dicha yerba, la masca y se revuelca en ella, y torna con presteza al lugar del combate, seguro al parecer de la victoria contra su enemigo.

De tan buen maestro se ha aprendido y practicado con efecto saludable el uso de esta yerba contra las mordeduras de las víboras y otras sabandijas ponzoñosas; en solas veinte y cuatro horas se cierran las llagas con sus hojas majadas y aplicadas sobre la picadura; y para embarazar que el veneno cunda y se apodere, basta aplicar un humor resinoso que destila. No sólo en estas plantas nos previno el Autor de la naturaleza remedios contra los venenos, sino en otras muchas confeccionó su providencia antídotos eficaces para que adonde abunda la malicia de tanto animal ponzoñoso, sobreabunde la gracia de su liberalidad con los muchos preservativos que preparó su sabiduría.



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