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§ III

De los ríos y lagunas


Estas y otras muchas plantas, raíces y árboles son propias de estos países, y no halla el entendimiento humano dificultad en concebir semejantes producciones, en un terreno tan dilatado, sujeto a diversos climas, de temperamentos encontrados, fecundado con tanta copia y abundancia de aguas como las que riegan estas provincias. Tucumán desde la Cruz Alta hasta Santiago es más escasa de aguas, y sus ríos apenas exceden la esfera de arroyuelos; pero lo más meridional de esta provincia, Paraguay y Río de la Plata, son más fecundas en aguas y son bañadas de continuos y caudalosos ríos.

Paraná es uno de los mayores y más célebres del Mundo Nuevo. Su origen incógnito, y a muchas leguas de Corrientes que verosímilmente no ha registrado aún la humana curiosidad, ha dado ocasión   -49-   para confundir su nacimiento con el del magnífico río de las Amazonas. Opinión muy válida hasta nuestros días, y autorizada por los indios brasileños; pero después del descubrimiento del Padre Samuel Friz, misionero jesuita, sin escrúpulo podemos persuadirnos que el lago Lauricocha, entre Guanuco y Lima, agota el tesoro de sus aguas en el Marañón, y no le sobran raudales para otro río.

Lo más verosímil es, según las noticias que comunican los portugueses, y al parecer más conforme a razones de buenas conjeturas, que tiene su nacimiento en una alta y dilatada cordillera, que se extiende desde oriente a poniente en medio del Brasil, y se termina por occidente en el río de la Madera. Es esta cordillera rico depósito de aguas, y madre fecunda de muchos ríos que toman diversos rumbos; los que siguen la carrera hacia el norte enriquecen el Marañón, parte de los que tiran al sud caen al Paraguay, y parte dan nacimiento a nuestro Paraná. Sobre esta relación, que estriba en la fe portuguesa, se puede establecer el origen de este gran río entre los 12º y 13º, grados de altura, casi paralelo con el Paraguay.

Pero sea este, u otro el origen de nuestro Paraná, lo cierto es que acaudala tanto tesoro de aguas, y corro tanto espacio de terreno, unas veces siguiendo vía recta, otras serpenteando; ya con mansa corriente, ya precipitándose de breña en breña, y de risco en risco, formando a trechos islas, unas grandes y otras pequeñas, pobladas de bosques y fieras, y hermoseadas de alegres primaveras, que todos estos accidentes bastan para hacerle celebérrimo. Se le nota cierta ambición de hacerse poderoso, pues en el grande espacio por donde dirige su curso, va recogiendo por una y otra ribera casi todas las vertientes, y no contento con las que le tributan los países vecinos, recibe muchos y grandes ríos de la costa del Brasil, y otros que le buscan de lo más interior.

Glorioso con tanto golpe de aguas, ensancha la madre a proporción que lo engruesan sus pecheros, hasta su derramamiento en el mar por una boca de cuarenta para sesenta leguas, entre el Cabo de Santa María, y el de San Antonio. En tiempo de crecientes se derrama sobre sus riberas y explaya inmensamente, inundando las campañas y fertilizando el terreno. Algunos se persuaden que las crecientes del Paraná se originan de las nieves que se derritan en las cordilleras peruanas y brasílicas. Adoptaríamos esta hipótesis, si la creciente de junio y julio, que llaman en Santa Fe de los pegerreyes, cuando las heladas son aún bastante fuertes, pudiera atribuirse a nieves derretidas. Con más probabilidad se halla suficiente causa en las aguas pluviales   -50-   hacia sus cabezadas; porque se tiene observado, con noticias comunicadas de nuestros misioneros de Chiquitos, que cuando por allá llueve mucho, crece a su tiempo el Paraná; no porque los ríos de Chiquitos desagüen en él, sino porque llueve también en aquellos climas, cuyas aguas corren hacia el Río de la Plata.

En medio de su carrera ofrece a la vista un prodigio, que el tiempo y los años lo han hecho degenerar en vulgaridad poco respetable. Salto lo llamaron los primeros conquistadores, y hasta el día de hoy conserva este nombre, por un salto que baja de una alta serranía despeñándose de una altura de cerca de veinte y cuatro estados. Los antiguos tuvieron oportunidad de registrar despacio y muchas veces este portento, y sobre la ocular inspección refirieron, no la mudanza que pudieron obrar los tiempos venideros en una corriente tan precipitada, sino lo que ellos vieron y observaron.

Verdad es, que el deseo de hacer plausible la narración, sobrepuso a la realidad algunos accidentes que la hacían más admirable, pero menos verídica, diciendo que saltaba la eminencia de doscientos estados, y no faltó autor que los alargó a mil picas, añadiendo que avanzaba tanto terreno saltando, que dejaba cavidad para navegar la sombra de las aguas precipitadas. Pero estas añadiduras no perjudican a la substancia.

Aquella espaciosa madre de dos leguas que tiene el Paraná en las llanuras del Guayca, con los muchos ríos que le engruesan antes de recibir el Acaray por el poniente, y por la costa de levante, al Pequirí, empieza a ceñirse en un cauce profundo, y tan angosto, que la una ribera no dista de la otra un tiro de fusil. Así recogidas sus aguas, y reducidas a estrechura, avistan la eminencia de la cordillera, cuyo declive se extiende el largo espacio de doce leguas. Once son las canales, o embocaduras por donde entran sus aguas en el precipicio, despeñándose por entre riscos, y subdividiéndose en muchos cauces.

Azotados los raudales de este gran río, se encrespan y se levantan antes de tomar nuevo curso, formando en el aire una contienda de aguas encontradas, que se disputan el paso en extraño elemento, para prevenirse las unas a las otras en ocupar espacio y seguir su carrera. A las veces se sepultan en subterráneos conductos, y corriendo largo trecho escondidas, revientan con formidables detonaciones, vomitando el agua muchas varas en alto, y dejándola caer con espantoso ruido.

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De la colisión de tantas aguas, las unas contra las otras y todas contra los peñascos, se levanta una ligera niebla que recibe y trasfunde los rayos solares con admirables refracciones.

Después que el Paraná acabó de precipitarse de la cordillera prosigue aún traveseando con remolinos, y nuevas erutaciones del agua, que hacen inevitable el naufragio. Así lo han experimentado algunos incautos y atrevidos que osaron surcar sus aguas, y lo mismo sucederá a los que con tiempo, no abandonen el río para tomar el camino de la orilla. Tan prodigioso aborto de la naturaleza inmutaron los años, y es creíble que lo que nuevamente han descubierto los reales exploradores, que no se han dignado comunicarnos sus recientes observaciones, lo trastornen los tiempos venideros.

Otro prodigio, no de aguas, sino de piedra, ofrecía el Paraná antes de llegar a los remolinos, en un peño alto, corpulento y grueso que dominaba el río, y se divisaba a larga distancia. Los españoles al principio lo tuvieron por plata fina; y los indios aseguraban que un gigante, asombro y espanto del país, montaba la eminencia para divertirse en la pesca. Esto del gigante fue sin duda ilusión, y ciertamente fábula, que a un gigante de piedra substituyó otro de carne. La plata de los españoles, en tiempo que los indios paranás estaban en guerra, y no les permitían acercarse a sus tierras, tuvo algún fundamento en quien hablaba de lejos; porque el peñol, bañado de las aguas en tiempo de crecientes, y bruñido con el ludir de las arenas, hacía reflectar los rayos solares, formando visos plateados que engañaban la vista, y llevaban la aprensión a persuadirse que es oro y plata todo lo que reluce. Éste es el origen, éste el principio de aquella calumnia tantas veces reproducida en el Consejo de Indias contra los jesuitas, de un peñol de plata que benefician escondidamente con detrimento de los quintos reales.

Desaguan en este grande río por la banda de oriente y poniente, al pie de quinientos ríos, unos de limitado caudal, otros de tanta mole que casi le disputan la primacía. Estos descargan inmediatamente sobre sus márgenes, y aquellos engruesan sus tributarios; extendiendo sus brazos por un lado y otro tan inmensamente, que al oriente por el Uruguay, el Iguazú, el Parana-pané y el Añembí, se dilata hasta los confines del mar brasílico; hacia el poniente por el Pilcomayo, el Bermejo, el Salado y el Carcarañal, recoge todas las vertientes que bajan de la cordillera chilena, desde los confines de Córdoba y su jurisdicción hasta el corregimiento de los chichas, y charcas; y al norte por el Río Paraguay y sus pecheros se explaya sin límites, o por lo menos   -52-   sin límites bastantemente averiguados. Describir menudamente, y uno a uno todos los ríos que le tributan, fuera molesta y prolija narración, cuya noticia con más patente claridad registrará el curioso lector en los mapas existentes. Estos, sin duda, son una abreviada y clara pintura, que pone delante de los ojos el nacimiento de los ríos, o de las escabrosas pero fecundas serranías, o de lagos, que por ocultos y subterráneos canales conducen las venas para la fertilidad de tantas tierras, y el abastecimiento de tantas provincias. Ellos mismos nos ponen a la vista el rumbo que toman desde su origen, el que siguen en su progreso, las campañas que riegan, los encuentros que tienen, las eminencias que montan, las caídas con que se precipitan, las llanuras en que se derraman y las naciones que abastecen.

Lo que no ponen delante de los ojos los mapas, son aquellas ocultas propiedades que con fundamento o sin él, atribuyen los naturalistas a sus aguas, y a las que estancan las lagunas. El Paraná y el Uruguay tienen virtud de petrificar. No es averiguado si esta propiedad transmutativa, sin distinción de especies, se extiende universalmente a todo leño; pero la experiencia muestra que su actividad se interna en los árboles más sólidos. El célebre gobernador del Río de la Plata, llamando Arias de Saavedra, tuvo en su casa mucho tiempo un árbol petrificado. A las orillas de uno y otro río se encuentran frecuentemente trozos semipetrificados, convertida en piedra la parte que baña el agua, y la superior, que no la toca, conservando la misma substancia leñosa.

Llenos están los libros que tratan de minerales, de semejantes petrificaciones. Yo por la afinidad de materias, y por confirmar la verdad de unas petrificaciones con otras, sólo añadiré que sobre el Carcarañal se encuentran algunos huesos petrificados. Hacia el año de 1740 tuve en mis manos una muela grande como el puño, semipetrificada; parte era solidísima, piedra, tersa y resplandeciente como bruñido mármol, con algunas vetas que la agraciaban; parte era materia de hueso, interpuestas algunas partículas de piedra que empezaban a extenderse por las cavidades que antes ocupó la materia huesosa.

Otro género de petrificaciones he visto, obra curiosa, y peregrina invención de la naturaleza. A espaldas del cerro de Ocompis, («Cerro bravo» llaman los que habitan sus cercanías, por ciertos bramidos que, dicen, da cuando quiere mudarse el tiempo) hay una cueva que llaman de Adaro. Es de boca muy estrecha, cavada en piedra viva. La entrada en partes es angosta, y el que entra es necesario que se arrastre. En partes tiene profundos senos, a los cuales se baja descolgándose por sogas. A uno   -53-   y otro hado se registran varias piezas, más o menos capaces, según permiten los brutescos petrificados. El cerro es muy elevado, todo de piedra calcárea, y en tiempo de lluvias el agua que recibe destila poco a poco, y la convierte en piedra.

Cuando yo entré al registro de la cueva era a principios de septiembre de 1757; tiempo en que se cumplían seis meses que las lluvias habían cesado; pero la destilación proseguía goteando en diversas partes. El agua se petrificaba cayendo, y se espesaba en el mismo conducto por donde se transminaba, quedando pendiente de los cilindros que penden de las bóvedas. Una cosa experimenté, que al calor de la vela se liquidaban las extremidades de los brutescos recién petrificados y que conservaban alguna humedad; pero los que se habían endurecido, y estaban sólidos, con el calor de la fragua se reducían a polvos sin liquidarse.

Observé que el agua colaba por entre solidísimos peñascos que petrificó la destilación de otros años, sin duda por algunos poros imperceptibles a la vista, pero penetrables a la delicadeza de las aguas, y sutileza de los polvos que arrastran consigo. El color de la piedra es casi el mismo que el de la piedra calcárea, poco más obscuro con algunas vetas cristalinas. Esta es la virtud de las aguas que destilan en la cueva de Adaro, y la misma es la del Paraná y del Uruguay, que convierten los árboles y leños en piedra más estimable por ser verdadera, que la fingida propiedad que sin fundamento se atribuye a la laguna de las Perlas.

Esta dicha laguna entre el Bermejo y el Salado, al norte de la antigua ciudad de la Concepción destruida por los infieles. En tiempos pasados era habitada de los hohomas, parcialidad de dos mil indios, valientes guerreros, aliados algún tiempo de los españoles, y después confederados con sus enemigos. Marcos Salcedo, español nacido en Santa Fe, y cautivado algunos años entre los abipones, testifica que en grande cantidad pescan ostrones, y como gente que no aprecia las perlas, las arrojan sobre la playa.

En memoria de los antiguos no se halla mención de tanta riqueza que ruede arrojada por los sucios, y es verosímil que los pobladores de la Concepción hubieran levantado el grito de las perlas, y se hubieran empeñado en mantener una ciudad que les franqueaba riqueza incomparable, y que sólo costaba alargar las manos para cogerla. Noticias de menor riqueza han bastado en las Indias, y en estas provincias, para contrastar mayor resistencia que las que podían hacer los hohomas, señores de la laguna, con las naciones aliadas. Y así el desamparo de la población y el descuido en reedificarla, son argumentos de que se fingieron   -54-   perlas donde no las hubo; o si algunas hubo, de tan poca estimación que no merecieron aprecio.

A la laguna de las Perlas, sita al poniente del Paraná, juntemos la de Yupacaray que cae al oriente del Paraguay y le tributa el raudal de sus aguas en altura poco menos de veinte y cinco grados. Su mismo nombre, que significa laguna exorcizada, promete alguna cosa extraordinaria. Los naturales refieren por tradición de sus mayores, que antiguamente salía de madre, derramando muchas leguas sus aguas, y que en la obscuridad y tinieblas de la noche arrebataba hacia el centro a cuantos alcanzaban sus inundaciones. Añaden que un Obispo, cuyo nombre no ha pasado a nuestros tiempos, compadecido de los que habitaban sus vecindades, exorcizó a la laguna, y a la virtud del conjuro refrenó el ímpetu de sus resacas.

Con los exorcismos cesaron las inundaciones, pero no los tristes gemidos y frecuentes clamores de hombres, mujeres y niños que gritan lastimosamente desde el centro de las aguas. Los unos dicen que tienen su origen en los que arrebataron las inundaciones a lo profundo de la laguna; los otros, de unos nefandos abortos, que sepultó en ella el rigor de la divina justicia por sus abominaciones, y que con aquellos gritos y voces lastimeras claman a los mortales para que los socorran, y se compadezcan de ellos. Añaden otra particularidad, corona de tantas invenciones. Cuando el tiempo quiere mudarse, aparecen en la laguna señales sensibles; las aguas se encrespan, truena, relampaguea, y una tormenta inferior que precede, simboliza la superior de truenos, relámpagos, rayos y lluvia que amenaza.

Estas fábulas sólo prueban que el humano ingenio, amigo de novedades asombrosas, extiende a los ríos, a los montes y serranías su estéril actividad y fecunda invención. Rara es la ciudad de estas provincias, que no posea algún río, laguna o cerro, que predice las futuras mudanzas de tiempo. Enojarse llaman los naturales; se ha enojado el Ocompis, la Achalá Famatina, o el Tafi, cuando se levantan nubes, cuando resuenan los truenos, cuando al resplandor de los relámpagos que alumbran se siguen los rayos que cruzan. Yo no sé qué idea supersticiosa forman en su imaginación sobre este punto. Lo que aseguro es, que repetidas veces con todas sus mientes me han querido persuadir que no me llegue a tal cerro, monte, o laguna, porque es, dicen, muy bravo, y sabe enojarse: persuasión tan arraigada, que ni la razón los convence, ni la experiencia los desengaña. Y así no sólo el yupacaray es fabuloso, sino, que tenemos muchos yupacarays fingidos, pseudoprofetas de lo futuro.

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Más memorable que el yupacaray es la laguna Mamioré, sita al poniente del Río Paraguay, en diez y ocho grados algo más abajo de la canal de Chiane que se abre al oriente, y los cerros del mismo nombre que la cercan por el poniente. Tiene quince leguas de circunferencia, y descarga en el Paraguay con boca espaciosa. Los modernos exploradores no la registraron, y así no podemos con recientes averiguaciones confirmar nuestro sentir. Pero por carta de este siglo del padre Juan Bautista Jandra, misionero de Chiquitos que estuvo en ella, consta, que tiene flujo y reflujo. Su nacimiento no es de río, aunque en tiempo de lluvias recibe las vertientes de los cerros de Chiane, y las aguas que se desbordan de los anegadizos de Xarayes; pero ni estas vertientes, ni aunque su origen fuera de río, pudiera causar la regularidad del flujo y reflujo.

Un desengaño completo, sobre la laguna de Xarayes se ha conseguido con la expedición que se hizo el año de 1753, Río Paraguay arriba. Algunos le daban cien leguas, de norte a sur, y diez de oriente a poniente; otros más liberales en alargar que en dar con medida la extendían cien leguas a todos vientos. Pero en la realidad, ese espacioso jirón de tierra que media entre la sierra de Chiane, Morro Escarpado y río de Cuyabá, casi desde los diez y seis hasta los diez y ocho grados, no es otra cosa, que un terreno bajo que se inunda en tiempo de aguas, con las vertientes de la sierra de Cuyabá, y con el derramamiento del Paraguay en tiempo de crecientes.

Sin duda que los que delinearon en los mapas laguna de tanta extensión, registraron el terreno en tiempo de crecientes, pues de sus relaciones consta que atravesaron en barcos todo el espacio que en los modernos mapas se denomina con el título de anegadizos. Proposición que hace creíble lo que se refiere en un diario de los reales exploradores; que las señales de la inundación en tiempo de aguas, suben más de dos varas, y así todos dijeron verdad. Es laguna muy dilatada en tiempo que las vertientes se derraman sobre el país de los Xarayes; y son anegadizos con lagunones de tres, cuatro y seis leguas, cuando, cesando las avenidas, el Paraguay contiene las aguas en los términos de sus riberas.



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§ IV

De los peces


De los ríos y lagunas que tanto utilizan a los vivientes, pasemos a los peces que en ellas viven, se alimentan y multiplican con prodigiosa fecundidad. Desde el mayor al menor todos encuentran morada para albergarse, y cebo que los alimente a diligencias de aquella soberana providencia, que sustenta a todos los vivientes, haciendo que los unos sirvan de auxilio a los otros, para conservación y servicio del hombre. Esto es más claro en estas provincias. La ingénita desidia de los naturales, tan sujetos a la ociosidad, y tan poco aplicados a la útil labor de los campos, por naturaleza fecundísimos, necesita una dispensa inagotable en los ríos y lagunas, cuyas riberas habitan y eligen por el interés de la pesca.

El mayor de todos es sin duda la ballena, que tal vez desde los mares del sud se entra por la espaciosa boca del Río de la Plata; y algunos hasta Santa Fe. En mayor abundancia se cogen lobos marinos, animal anfibio, que parte habita la tierra, y parte se abisma en las aguas. En la costa del mar hacia el Estrecho, y en la isla que llaman de los Lobos, se encuentran muchos en manadas de ciento, doscientos y trescientos. Hay unos rojos y blanquecinos, que en la opinión vulgar de estas partes, son tenidos por hembras; otros obscuros pardos, que se reputan por machos. División que no me atrevo a asegurar, porque tal vez la que se hace entre los sexos, puede ser que sólo demarque las especies.

La cabeza no corresponde al cuerpo, y es más pequeña que lo que piden las justas reglas de proporción. Tienen dos aletas, las cuales hacia la extremidad rematan en cinco como dedos, y estos en unas de materia cartilaginosa, de las que se sirven dentro del agua para nadar, y cuando saltan en tierra para caminar, usan de ellas por medio de dos resortes y articulaciones; una en el mismo nacimiento junto al omoplato, y otra en el arranque de los dedos. Otros dos juegos y articulaciones tiene la cola, de la cual usan para caminar por tierra sin arrastrar el cuerpo. Como la naturaleza la destinó para suplemento de los pies y sustentar su pesada mole, proveyó que fuese más gruesa que lo que requiere la proporción.

Con el auxilio de las alas y cola, cuando salen de su elemento, caminan por tierra con alguna pesadez, pero no tanto que les impida trepar por altos y escarpados peñascos. Son muy juguetones, y como alcanzan   -57-   grandes fuerzas por divertimiento o por enojo se tiran en alto los unos a los otros, y cuando se sienten heridos acometen con furia y braveza.

Los holandeses en sus relaciones aseguran que se hallan también leones marinos; pero es verosímil, que no se diferencian en especie, y que se les dio el atributo de leones, porque algunos lobos cuando son grandes tienen collar en el pescuezo; el que quisiere podrá llamarlos lobos con collar, o leones semejantes a los lobos.

Parecidos a estos son los perros marinos, pero en los brazuelos y pies se asemejan a los perros de tierra. Son osados y bravos, y no esperan para morder que los irrite la provocación de los viandantes. Ellos se ponen en celada aguardando oportunidad, y cuando pasa algún barco salen de sus guaridas y desfogan su enojo mordiendo hasta los remos. Hay también caballos marinos, y otras varias especies que se asemejan, siempre con bastante diversidad, a los animales de tierra, pero se denominan con los nombres de estos, por carecer de otros más propios para indicarlos.

El yaguazú, animal grande como una mula, busca los lugares profundos; acomete a los animales y hombres que pasan a nado, y se abisma con ellos para tragárselos.

No es menos caribe el ao, animal anfibio, pero blanco, lanudo y crespo como oveja; con uñas y hábitos de tigre. Andan en manadas, y salen del agua cuando quiere llover y mudarse el tiempo. Hacen presa en los leones y otras fieras, persiguiendo con tanta velocidad la caza, que ninguno se les escapa. Suelen los animales en la fuga ganar algún árbol, como asilo de seguridad contra el obstinado perseguidor; pero el ao, ansioso de la presa por el hambre que le aflige, se aplica a descubrir las raíces con tanta pertinacia, que no cesa de socavar el árbol, hasta derribarlo.

El capyibará es el puerco o jabalí de agua, casi del mismo color y tamaño que los de tierra, pero con el hocico menos prolongado. De noche pasta en los campos, y dehesas, pero de día, especialmente en tiempos fríos, se baja a lo más hondo de los ríos. Los indios lo comen, pero lo desangran enteramente para que no hiedan sus carnes. El caimán, al cual los indios llaman yacaré, es tenido por lagarto de agua. Es anfibio, largo dos o tres varas, y con hocica de puerco. Hay dos especies, unos negros, veteados de azul obscuro, y otros bermejos, más bravos, que acometen para hacer presa. No imitan enteramente a los célebres   -58-   del Nilo, pero en los nuestros concurren algunas propiedades que los pueden hacer celebérrimos.

La mansión ordinaria del yacaré es el agua, pero harto y lleno, sale a la playa, no lejos de las riberas, buscando en los ardores del sol algún fomento para la digestión. Está cubierto de escamas duras, a manera de conchas, con las cuales dicen se arma para resistir las balas. No es impenetrable su armadura, porque me consta que con tiro de fusil se han muerto algunos, y así es creíble, que los que descubrieron impenetrables a las balas las escamas del yacaré, buscaron excusa a su poca destreza en la fingida armadura del caimán.

Su pesca y caza es algo curiosa. Los indios se previenen de una estaca larga a proporción de lo ancho de la boca del yacaré, con dos puntas agudas hacia las extremidades. Armados con ella, entran al agua, y cuando el caimán abre la boca para acometer, logra el indio la ocasión de clavársela en la boca, por la cual le entra tanta agua, que le ahoga, y el pescador lo saca a la ribera para trozarlo y comérselo.

Don Jorge Juan y don Antonio Ulloa, curiosos y verídicos indagadores de la naturaleza, en su viaje a América, refieren, como testigos oculares, la precaución de la caimana en esconder el tesoro de sus huevos para ocultarlos de los gallinazos, los cuales con industria y arte se ponen en celada para lograr la ocasión del hurto. Escóndense entre los árboles, donde pueden observar y no ser observados, para que el asalto sea más seguro. Como la caimana está muy enterada de las astucias de su enemigo, mira y registra con gran cuidado y atención, si alguno de estos agresores es testigo de sus intenciones, y cuando está falsamente asegurada que no hay gallinazos en celada, pone sus huevos y los tapa con arena, revolcándose con disimulo por toda la vecindad. Pero luego que ella se retira, el astuto gallinazo se deja caer sobre el nido, y con pico, pies y alas remueve la arena, y goza muy a satisfacción el gran banquete que le previno la caimana, poco próvida en desamparar su indefensa prole, que podía hacer respetable su presencia.

Al caimán es muy semejante en la voracidad a la palometa, larga palmo y medio, y casi otro tanto de ancho; los dientes tiene dispuestos a manera de sierra, y son fortísimos y tenacísimos. Los guaycurús hacen de su quijada sierra para cortar palos. Con arma tan poderosa no hay empresa a que no se atrevan las palometas, ni insulto que no cometan en los pescadores, en los nadadores, y en los peces que surcan las aguas. A los pescadores cortan el anzuelo, y en una hora son capaces de deshacerlos   -59-   aunque sean veinte. En los nadadores hacen tenacísima presa, y no sueltan sino arrancando el bocado.

Cuando don Manuel Flores, capitán de fragata, entró Río Paraguay arriba, a poner el marco divisorio en la boca del Jaurú, un soldado de Cuyabá hirió un capyibará, y acosado de un perro que le seguía, entró sangriento al agua, y el perro tras él, teñido en su sangre. Acudió luego tanta multitud de palometas, que en pocos instantes, a vista de muchos, los descuartizaron a bocados, dejando los puros esqueletos.

Temible es también la Raya, por una espina en la cola que corta como la navaja mas afilada: es de monstruosa y disforme figura, que imita la rueda de carreta, y algunos la igualan en magnitud y grandeza. Sus carnes son poco agradables al gusto, pero los indios comen con apetencia las alas. El Bagre no tiene la espina en la cola como la raya, sino sobre el lomo. Es fuerte, aguda, venenosa y capaz de penetrar las suelas de los zapatos: es de mediano tamaño, la cabeza aplanada, con dos barbotes que le salen a los lados de la boca. El Armado es apetecido por sus carnes, pero estas no las franquea a los incautos, sin experimentar las sangrientas puntas de sus espinas. Es grande una vara, y a veces mayor, todo defendido de púas agudas: la cabeza es monstruosa, larga la tercera parte del cuerpo. Hay varias especies conocidas a los indios, y denominadas en su idioma con particulares nombres.

Por el contrario el patí, de carne delicada y gustosa, goza del privilegio de carecer de espinas; y así ofrece plato regalado al gusto, sin molestia y sobresalto. En esto también le imita el surubí, de agradable sabor, y de carne más sólida que el patí, y por eso más a propósito para conservarse salada. El pacú es casi redondo, de pequeña cabeza, sin escamas, pero de carne gustosa. El dorado, a quien el color dio ocasión para el nombre, es de vara, y a veces más largo. Herido de los rayos y reflejos del sol es hermosísimo, pero la cabeza, que ofrece el bocado más delicado, es notablemente fea. Boca pequeña, guarnecida con dos andanas de dientes, Ojos negros, ceñidos de un círculo sobredorado. Las agallas defienden dos membranas a manera de conchas sobredoradas, depósito y oficina de la substancia más tierna, más suave y apetecible.

Al dorado es justo que acompañe la curbitana plateada, o como llama el guaraní el guacupá. No es muy grande, será largo como un pie, y suele criar una piedra que se supone eficaz contra el mal de orina. El peje-rey es sin duda de los de mejor gusto, y su nombre promete un plato delicado. Cuando fresco es el mejor, o de los mejores   -60-   peces, y de gusto exquisito. Abundan desde las Corrientes hasta Santa Fe y Buenos Aires, no en todo el tiempo, sino cuando sobreviene al Paraná la creciente de San Juan, y duran los meses de junio y julio.

Hay otras muchas especies que cruzan los ríos, y sirven de alimento a los naturales. El manguruyú de color obscuro; las corvinas grandes y de buen gusto; el zabalaje, que inunda el río de Santiago, y en cierto modo inficiona a temporadas sus delicadas aguas. Las tortugas, que abundan en Chiquitos, y entretienen con sus crías agradables y curiosas. La multitud, abundancia y variedad de patos delicados al gusto, entretenidos a la vista, de figura extraordinaria, y exquisita variedad de colores, es materia copiosa que necesita obra separada, y de volumen no pequeño.




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§ V

De las aves acuáticas


Entre los patos o pájaros de agua merece particular relación el macá (como le llaman en Santa Fe, donde acuden en las crecientes del Paraná) o como le nombran los indios, macangué. Un sujeto bien instruido en las curiosidades de la naturaleza duda si el macá, y macangué son de especie diversa; porque el primero es un género de pato, que más ordinariamente mora y habita en el agua; el segundo participa más la especie de pájaro que se asemeja a la chuña, y más se recrea en la tierra que en el agua; pero uno y otro convienen en el modo de criar sus hijuelos. A estos los toman sobre sí, con ellos vuelan, con ellos caminan y nadan, y no hallan embarazo para sus cuotidianos ejercicios en la carga que fió la naturaleza a su maternal providencia.

El opacaá, es también pájaro de agua, que pasea con majestad las orillas de los ríos y lagunas, repitiendo estas voces opa-caá, opa-caá que significan, «ya se acabó la yerba, ya no hay yerba». Los indios que observan el canto y voces de animales para sus agorerías, se entristecen grandemente cuando oyen al opacaá, juzgando que este animalillo les anuncia que ya se acabó la yerba del Paraguay, que ellos tanto apetecen. Si sucede que en efecto se acabe la provisión de yerba, admiran la penetración del animal que alcanzó lo futuro.

El yahá justamente le podemos llamar volador y centinela.   -61-   Es grande de cuerpo, y de pico pequeño. El color es ceniciento con un collarín de plumas blancas que le rodean. Las alas están armadas de un espolón colorado, duro y fuerte, con que pelea. Son amigos de sociedad, y andan acompañados de dos en dos. En su canto repiten estas voces yahá, yahá, que significan «vamos, vamos» de donde se les impuso el nombre. El misterio y significación es que estos pájaros velan de noche, y en sintiendo ruido de gente que viene, empiezan a repetir yahá, yahá, como si dijeran: «vamos, vamos, que hay enemigo, y no estamos seguros de sus asechanzas». Los que saben esta propiedad del yahá, luego que oyen su canto, se ponen en vela, temiendo vengan enemigos para acometerlos.

El terotero en parte imita la naturaleza del yahá. Repite en su canto estas cláusulas: teu, teu, y por eso con alguna corrupción, le llaman los españoles terotero, y los indios con mayor propiedad teu-teu. Su habitación es junto a los ríos y lagunas. El color es veteado de blanco y obscuro, los pies largos y colorados. Es por extremo amante de sus polluelos, y cuando alguno se los alza del nido, con osado atrevimiento acomete al que se los hurtó, y es tan impertinente en los asaltos y acometimientos, que obliga al ladrón a abandonar su presa. En el encuentro de las alas tiene agudas espinas que juega con agilidad y destreza contra las aves de rapiña, seguro de la victoria si no le oprime y vence la multitud.




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§ VI

De los volátiles


No es menos poblado el aire que las aguas, con inmensa variedad de aves que le cruzan, sosteniendo la gravedad de sus cuerpos en la fluidez de este elemento. Merece el primer lugar el que llaman rey de las aves.

Son muy pocos los que se hallan de esta especie, y sólo se tiene noticia que se encuentran en los montes de Curuguatí. Es del tamaño, o poco mayor que un gallo, pero sus plumas son un agregado de todos los colores, que presentan a la vista en un solo objeto, cuanto la naturaleza dispensó liberal en la familia universal de todas las aves. Los que frecuentan el Curuguatí, pocos curiosos y atentos de indagar la naturaleza,   -62-   no nos han comunicado otras propiedades de esta ave; pero es creíble que las tenga para hacerla digna de su nombre. En lo demás, si carece de más atributos, será rey en la apariencia de los colores, pero no tendrá las bellas calidades a que está vinculada la supremacía de las aves.

Mejor la merece un pajarillo, tan pequeño de cuerpo que puesto en balanza no excede el peso de un tomín, y por eso se llama tuminejo. En lengua quichua le dicen quentí, en la guaraní, mainimbií, y en la castellana, picaflor. No hay cosa en este animalito que no sea extraordinaria y maravillosa, su pequeñez, su inquietud y azorada viveza, su alimento y color, su generación, y últimamente el fin de su vida.

Entre las aves es la más pequeña; su cuerpo vestido de hermosas y brillantes plumas, es como una almendra. El pico largo, sutil y delicado, con un tubillo, o sutil aguijón para chupar el jugo de las flores. La cola en algunos es dos veces más larga que todo el cuerpo. El vuelo es velocísimo, y en un abrir y cerrar de ojos desaparece, y lo halla la vista a larga distancia, batiendo sobre el aire las alas, aplicado el pico a alguna flor, y chupándole el jugo de que únicamente se mantiene. El vuelo no es seguido sino cortado, y rara vez se sienta sobre los árboles, y entonces se pone en atalaya para espiar las flores más olorosas, y darles un asalto.

El color es un agradable esmaltado de verde, azul turquí, y sobredorado, que envestido de los rayos del sol, hiere y ofende la vista con su viveza. No se puede negar que en pequeñez y colores se encuentra alguna variedad, pero es mejorando siempre, con un naranjado vivísimo que herido de los rayos solares imita las llamas de fuego. Su nido pende al aire de algún hilo, o delgada rama al abrigo de los árboles y techos, compuesto de livianos fluequecillos. Es del tamaño de una cáscara de nuez, pero tan ligero que apenas pesará un tomín.

En este nido, domicilio de la más pequeña de las aves, pone la picaflor hembra un solo huevo. Con su natural calor lo fomenta como solícita criadora, y a su tiempo cuando el instinto de sabia madre le dicta, rompe el huevo, y sale el hijuelo con figura de gusano; poco a poco desenvuelve y desata sus miembros, cabeza, pies y alas, y en figura de mariposa empieza a volar y a sustentarse con la azogada inquietud de sus movimientos. Como no ha llegado a su natural perfección, pasa del estado de mariposa al de pájaro, y se viste de plumas, al principio negras, después cenicientas, luego rosadas, y últimamente matizadas de oro, verde y azul. Algunos curiosos observadores han notado el estado   -63-   medio, y se han dignado de prevenirme que ellos mismos han visto una parte con figura de mariposa, y otra con la de picaflor.

Entre estas dos especies, la una real por su dignidad, y la otra admirable por su hermosura y pequeñez, es inmensa la multitud de aves con que el soberano autor de la naturaleza pobló las campiñas, y coronó los árboles.

La multitud de faisanes, la inmensidad de perdices y martinetas, que abundan en algunas partes, nos hace creíble que a pocas o ningunas tierras fue más pródiga la infinita grandeza del criador. Las perdices para el regalo y sustento de sus habitadores, algo se diferencian de las de España; pero esa diversidad compensan con la ingenuidad, con la cantidad y facilidad con que se dejan tomar, y en cierto modo provocan a que las cacen. Una sola caña con un lazo de plumas de avestruz, basta para coger en una hora veinte y treinta perdices; siendo tantas, que la multitud embaraza, y cuando se quiere enlazar una, se ofrecen muchas a la vista y a la mano, y no se resuelve el cazador a quién echar el lazo.

Entre las aves de canto, se hallan los jilgueros, las calandrias, los ruiseñores, los canarios, y el que llaman los guaranís tieyubré. Es muy parecido al canario, y con variedad de voces canta dulcemente a la sombra de los árboles. Los cardenales, así dichos por un copete de color de grana que hermosamente corona su cabeza, son de canto suave, pero de brevísima duración. Los papagayos, todos vestidos de gala con tanta variedad de finísimas plumas, que fuera largo relatarlos. Hacia el Paraguay es tanta su multitud, que espesan como nubes el aire. Éstos son los taladores del maíz. Al menor descuido, y en brevísimo tiempo, sentados sobre las cañas, abren las mazorcas, las desgranan, y con pródiga liberalidad dejan caer al suelo la mayor parte de los granos; o por conmiseración a una plaga inmensa de pajarillos que recogen las migajas, o porque su genio es desperdiciador.

La chuñá entre las aves tiene muy principal lugar. Es de ánimo generoso, fácil de domesticar, y paga el hospedaje con que le reciben con la dulce melodía de su canto. Imita los puntos de la música, pero invirtiendo el orden, y empezando por donde acaba la escala de los principiantes. No es molesto a sus dueños, y busca su mantenimiento, limpiando las casas y huertas de las sabandijas y víboras que las infestan, con utilidad de los amos, y diversión de los que miran su artificio en cogerlas. Tómalas más abajo de la cabeza, y luego las estrella fuertemente contra alguna piedra, y cuando la tiene fracasada, acaba de quebrantarla y se la come. Lo mismo hace con los caracoles; pero si le   -64-   ponen un huevo, lo deja caer con suavidad, y se lo come con gusto. En medio de tan buenas calidades, cuando se irrita, encrespa las plumas y se lanza a los ojos del muchacho, perro y animal que lo provoca.

El cochí entre las aves de esta provincia es la de mejor canto, y a todos excede en sus trinos. La figura promete poco, pero bajo de un color oscuro, casi semejante al de los tordos, conserva una voz suave, clara, alta y delicada con que entretiene a los aficionados. Se domestica fácilmente, y por todo pasa con mansedumbre y sin enojo, con tal que al tiempo de la cría ninguno se acerque al nido, porque entonces el celo de sus hijuelos le obliga a traspasar los términos del acatamiento, y no descansa hasta señalar con el pico la cabeza del que se arrima confiadamente.

A las aves de canto se siguen otras de raras propiedades. El pájaro Campana, guyrapú llaman los indios, propio de la serranía del Tape; es pequeño del cuerpo, de pluma blanca, y menor que una paloma. Ocupa siempre las copas de los árboles, al reparo de las ramas para que no le tiren los cazadores. Lo particular es el canto, que imita con propiedad al repique de campanillas de plata. Carpintero dicen a un pájaro pequeño, de color oscuro, con gargantilla, o collarín amarillo, en unos azul, en otros negro, de pico colorado y amarillo. Anidan en los árboles más duros, abriendo con el pico concavidad suficiente en los troncos para su domicilio. Sacuden con tanto aire los árboles con la dureza de sus picos, que imitan propiamente los golpes de hacha, con que un robusto carpintero desbasta a fuerza de brazos las superfluidades de los maderos.

Peregrino es el guacho, a quien dio el nombre su mismo canto, que articula esta voz: ¡guacho! Es del tamaño de las golondrinas, pero el color es pardo. El nido fabrica de barro en los montes espesos, y más ordinariamente en serranías ásperas y escarpadas.

El tunca, más afortunado que los demás, pues ha subido a ser una de las constelaciones del mar del sur, es pájaro negro; camina a saltos, y tiene pico ancho casi dos dedos, listado de amarillo y colorado. Los ojos hermosean dos círculos de plumas uno de blancas y otro de azules, y debajo de la cola sobresalen algunas de finísima grana. Tiene mortal enemistad con los cochis, cuyos polluelos persigue con sobrada porfía; pero los cochis, amantes de sus hijuelos salen a la defensa, y se traba entre los dos una muy reñida contienda.

Entre las aves que deleitan con la hermosura de sus colores, se ofrece una cantidad innumerable de ellas, tan varias y peregrinas, como   -65-   esmaltadas. La provincia de Tucumán no abunda tanto de estas bellezas y rasgos naturales del soberano pincel, pero el Paraguay a cada paso ofrece un prodigio, y en cada prodigio una peregrina novedad. El carmesí en el nahaña y araguyrá, el verde en el mbaitá, el blanco en el tapenduzú, el azul en el piriquití, el blanco con el obscuro en el curetey, el negro con el amarillo en el chichuy, y el conjunto y complejo agradable de todos los colores en el urutí.

Entre las aves de rapiña se encuentran las águilas de majestuoso vuelo, tan felices en la elevación, como precipitadas en dejarse caer sobre la presa. Los balcones rapaces, veloces en el vuelo y acelerados en el robo. Los gavilanes rampantes, con garras sangrientas para despedazar la caza. Los caracarás presumidos, especie media entre águila y halcón, de majestuoso paso y rápido vuelo. Los gallinazos carniceros, que participan las propiedades del cuervo, tan desgraciados por su figura, como insaciables con lo que encuentran; siempre comiendo lo que hallan, y siempre hambrientos. El crecido cóndor, mayor que los cuervos y buitres de Europa, y tan grande, que de punta a punta de las alas tiene tres y cuatro varas; tan atrevido, que despedaza una ternera; tan avisado, que acomete por los ojos y sacados, rompe con la dureza de su pico el cuero, y se acaba la ternera.

Entre los cóndores de Tucumán y los cuervos del Paraguay, merece particular relación el cuervo blanco; no son muchos los que se hallan de esta especie; cual y cual sólo se encuentra cano por los años, o blanco por naturaleza. Los indios le llaman el cacique de los cuervos, porque de estos es mirado con acatamiento de soberano, y con atenciones de señor. El avestruz merecía relación separada, pero como de él tratan muchos, omitimos su descripción.




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§ VII

De los cuadrúpedos


Los animales que pueblan los montes, que cruzan las campañas y trepan las sierras; esto es, los caballos, las yeguas, las vacas, los tigres, los leones, los leopardos, las cabras, las ovejas, los ciervos, los venados, los gamos, las liebres, las vicuñas, los puercos monteses y jabalíes, todos ellos   -66-   son conocidos, y tienen poca o ninguna diferencia de los europeos. Por lo mismo omitimos su descripción por pasar a otras más particulares.

El anta, o danta, es la que llaman Gran Bestia. Grande como un garañán, con orejas de mula, hocico de ternera, y una trompa de un palmo, que alarga cuando se enoja, y al parecer es el órgano por donde respira. Color leonado, manos y pies altos y delgados, hendidos como en las cabras, con tres uñas en los pies y dos en las manos; tiene dos buches, uno vulgar en que recibe el alimento, y otro particular lleno de palitos podridos. En este segundo se halla la piedra bezoar, tan estimada para el mal caduco y otras dolencias que se supone hallen remedio en su virtud.

Esta piedra bezoar, como también la de los guanacos y otros animales, no tiene figura regular, ni determinada formación; a las veces se encuentran vacías por dentro, y esto sucede cuando la fábrica se cimienta en materia que es de fácil disolución. Otras veces estriba en algún palito o arena, que sirve de cimiento a la obra; la que tiene sus interrupciones, y al parecer se compone de una variedad de materiales, que diversifican las hojas diversas, casi enteramente en los colores. Toda la virtud medicinal de los bezoares, procede de las yerbas y palitos, y el buche es el órgano o alambique que extrae los humores, y solida los jugos, sobreponiendo hojas a hojas, y petrificando esos jugos para el uso de las curaciones.

Cuanto utiliza el anta con su piedra a la medicina, y como algunos quieren con sus uñas, tanto damnifica a los labradores, que lograrían pingües cosechas, si no fuera por estos animales que las persiguen y talan. Como es animal tímido, no se atreve aparecer delante del chacarero (así llaman por acá al que guarda los sembrados), pero acecha con infatigable vigilancia los movimientos del guarda, y cuando le reconoce ausente, entra confiado en la sementera, se ceba en ella, y en poco tiempo la acaba.

No es menos curioso el oso hormiguero, cruel perseguidor de las hormigas, cuyas repúblicas verdaderamente numerosas, disminuye, y con industria impide que se multipliquen en nuevas colonias. Es a manera de puerco mediano, alto media vara, de color negro y blanco, con dos listas que declinan en obscuro. La cola está cubierta de cerdas, y como es larga y ancha, cuando la levanta sobre el lomo, le tapa casi todo el cuerpo. La cabeza imita la del puerco, y remata en figura de trampa, larga como un pie, en cuya extremidad tiene agujero, por donde saca su lengua de media vara. Éste es el instrumento de que le proveyó la   -67-   naturaleza para buscar alimento; porque prolonga su lengua, y la mete por la boca de los hormigueros, y cuando la siente llena de hormigas, la recoge hacia dentro de la trompa, y se las come muy a su placer, repitiendo, una y muchas veces la misma diligencia.

Cuanto es cuidadoso en buscar de qué alimentarse, tanto es perezoso y tardo en sus movimientos. No le hace falta la ligereza para asegurar la presa, porque con industria y malicia la suple bastantemente, y aunque sea el tigre más feroz, queda despedazado entre sus uñas. Para el combate se tiende de espaldas sobre el suelo, esperando que el tigre le acometa, y se eche entre sus agudas y tenacísimas uñas con las cuales lo abraza, y no suelta hasta que lo despedaza. Pero si es feroz con los demás animales, con sus hijuelos es todo piedad; los toma con cariño sobre sus espaldas, y los transporta de un sitio a otro, abrigándoles con su larga y ancha cola.

Semejante al oso hormiguero en cargar su tierna familia, es el sucarath, animal propio de la provincia patagónica. Es singular su figura; tiene cara de león, que declina en la semejanza humana, con barbas que arrancan desde las orejas. Su mole es corpulenta hacia los brazuelos, y estrecha hacia los lomos. La cola larga, bien poblada de cerda, le sirve para defender y tapar sus cachorros que carga sobre el lomo para repararlos con la fuga de los cazadores; pero estos abren hoyos profundos, y cierran la boca con ramas, disimulando el artificio de las trampas. El su, o sucarath, ciego en la fuga, e incauto en la defensa de sus hijuelos, pisa sobre las endebles ramas, y con ellas se cae a lo profundo. Como no puede salir, y teme que sus cachorros vengan a manos de los cazadores, convierte sus iras contra los hijuelos, y con bramidos espantosos procura amedrentar los cazadores. Pero estos sobre seguro le atraviesan con flechas, y se utilizan de los cueros contra los excesivos fríos del país.

El carnero de la tierra, que en el Perú dicen llama, es especie de camello, menor un tercio; pero sin tumor, o corcova que lo desfigure. No tiene color determinado, y la especie admite indiferentemente toda la variedad que se observa en los caballos. Algunos hay blancos y negros, otros pardos y cenicientos. Sirve para el carguío, y como el peso no exceda de tres para cuatro arrobas, y le dejen caminar a su paso, transportará lejos las cargas, caminando tres para cuatro leguas por día. Cuando se cansa, confiesa humildemente su debilidad, echándose con la carga; pero si el conductor porfía en levantarlo, saca del buche una especie de excremento, y lo arroja a la cara del arriero.

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El guanaco tiene algunas propiedades del camello. Cuello largo y erguido, color castaño; lana corta y áspera, pero inútil para los tejidos. Andan en tropillas, y para que todos pasean sin sobresalto, vela uno por todos, y en descubriendo gente, relincha, y previene a los demás que estén alerta, porque se descubren enemigos.

El micuren es animal pequeño, pero caracterizado, con una propiedad que le singulariza notablemente. En el ombligo cría una bolsa, donde recoge sus hijuelos, y los abraza con dos membranas gruesas que cierra y abre, encoge y extiende según los diversos ejercicios a que le destinó la naturaleza. Cuando se ve acosado, recoge en la bolsa los hijuelos, y como la cárcel de carne es su ordinario domicilio, no extrañan el encerramiento; y mientras la madre pelea con esfuerzo y vence a sus enemigos, ellos se están mamando con toda quietud y sosiego. Pero luego que la victoriosa combatiente ausentó a su enemigo, abre la bolsa, y suelta los hijuelos para que participen el fruto de la victoria.

Entre las varias especies de conejillos propios del país, unos domésticos que se dicen coyes, otros campestres que llaman apereas, el cira por sus malas propiedades es muy célebre; es el corsario de las selvas, y perseguidor de los ciervos, contra los cuales arma celadas y los asalta, aferrándose con tanta tenacidad del suceso, que no suelta hasta sacarle los intestinos. Las vizcachas asoladoras de los trigales, son otra especie de conejos grandes. Tienen largo y ralo el pelo a manera de cerdas, con bigoteras prolongadas en el hocico; los pies son cortos, pero los menean con agilidad en la fuga. Habitan en profundas y subterráneas cuevas, con división de piezas altas y bajas para su morada. No salen de día, pero de noche dejan su retiro y salen a la campaña a juguetear entre sí con fiesta y algazara.

El animal a la vista más placentera es el que llaman Zorrino. Su figura es de perrillo de faldas, manchado de varios colores, y algunos con listas sobre el lomo. El hocico es puntiagudo, y su habitación en cuevas subterráneas, que socaba con las uñas, o entre piedras donde se esconde. Es halagüeño, y tan agraciado que convida a que le agarren, y sólo su vista aviva la gana de tomarlo con las manos, y enseñarlo en el pecho. Algunos que ignoraban sus propiedades, prendados de su natural agrado, te han agarrado, y con la experiencia conocieron, que bajo de una hermosa apariencia se encubre un hediondez insufrible. Ésta es la única arma de que le proveyó la naturaleza; porque tardo para la fuga, y pesado en el movimiento, cuando se ve perseguido, derrama de un depósito que tiene de humor ardiente y fétido algunas gotas, con las cuales detiene al agresor. Si tal vez sucede que las gotas alcanzan al perro que   -69-   le persigue, se enfurece, se inquieta, se vuelca como desesperado contra el suelo, y no halla descanso, hasta que el hedor se evaporice.

No es menos célebre el tatú, parecido en la figura a un pequeño lechoncillo, pero las orejas semejantes a las de mula, de adonde le viene el nombre de mulita. El cuerpo por la parte superior abierto de conchas, con labores resaltadas que distinguen los colores pardo y claro sobre el obscuro. Estas conchas o láminas tienen muelles y resortes, de que se sirve para cerrarlas y abrirlas a su placer, según las ocurrencias y necesidades. Cuando se ve acosado, se arma de sus conchas, de donde le vino el nombre de armadillo; cerrando las láminas, y metiendose enteramente dentro de ellas, forma una bola, de donde se le originó el nombre de bolita. Ésta es casi la única arma para reparar los acometimientos del enemigo. En estas conchas estrechamente enlazadas, y unidas entre sí, se quebrantan las armas de sus agresores, y con ellas solas se repara de sus asaltos.

El quirquincho es muy semejante al tatú; pero se diferencia en que, por los muelles de las conchas y por el vientre, le salen unos pelos largos a manera de cerdas. Mantiénese de carne, pero se ayuda de la industria para la caza. Cuando llueve se vuelve boca arriba para recoger agua. En esta postura se mantiene hasta que algún venado o cervatillo, afligido de la sed, llega a beber. Cuando éste satisface ansioso la sed, cierra su concha, y apretándole el hocico y narices, le sofoca con la falta de respiración. Es creíble que tenga otro modo de alimentarse; porque en los meses de seca, en que uno puede recoger agua del cielo, esta industria es inútil, y sólo buena para perecer de hambre. Así el quirquincho como el tatú, son admirables en la prontitud con que profundan en tierra. Algunos aseguran que en sola una noche prolongan su cueva hasta una legua; yo no me atrevo a tanto, contentándome con decir que una legua se camina fácilmente, y con dificultad se socava.

Monos hay de varias especies, diversos en el color y varios en el tamaño; son muy ligeros, y saltan de árbol en árbol, y de rama en rama con agilidad extrema. Cuando el árbol, a donde quieren pasar, está muy distante, se toman por las colas, formando y tejiendo una soga larga, que pende hacia abajo, y cimbrándose a un lado y al otro, no paran de este ejercicio, hasta que el último de ellos se prende en el otro árbol. Como sobre la habilidad de éste descansan los demás, luego que asegura alguna rama, les comunica la nueva con grande algazara, y les previene que pueden desprenderse del un árbol, y trepar con seguridad al otro.

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Los carayás son los mayores, y puestos en dos pies, igualan la estatura de un hombre: son muy atrevidos. Los indios están persuadidos de que fueron hombres, y se transformaron en monos por sus enormes maldades; y añaden, que sabiendo hablar, callan maliciosamente, ¡porque los españoles no les obliguen al trabajo! Sobre la ligereza para huirse cuando se ven perseguidos, tienen una arma defensiva, y en cierto modo ofensiva, que la juegan con acierto, tirando con la mano el excremento al rostro del que les persigue.




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§ VIII

De los reptiles


Plaga es lo que abundan estos animales juguetones, y no lo es menos la de los ponzoñosos y otros insectos que viven conjurados contra la vida y quietud del hombre.

El venerable padre Antonio Ruiz de Montoya, en su Tesoro, palabra mboy, señala once especies de víboras que matan, y no las refiere todas. Unas son ovíparas, otras vivíparas, y es maravilla que no multipliquen inmensamente, y hagan la tierra inhabitable. A una abrió el mismo padre, y le encontró cincuenta viboreznos; fecundidad tan rara, especialmente en países húmedos y ardientes, debiera sobresaltar más a los habitadores y viandantes, que se abandonan a dormir sobre el suelo, después de una larga experiencia de los muchos que han sido acometidos de estos enemigos ocultos y silenciosos, que avisan con el daño, y no dan lugar a prevenir sus ataques.

Por eso sin duda, la víbora que llaman de cascabel, proveyó la naturaleza de sonajas, compuestas de huesecillos y escamas secas que meten ruido al caminar, y el ruido previene a los que están cerca, que se cautelen de este enemigo. Los naturales dicen que cada año le sale un nuevo cascabel; lo cierto es, que cuanto son mayores, tanto es mayor el número de sonajas; y que si no crece uno por año, se aumentan con ellos. Algunas son largas vara y media, y a las veces dos varas, y gruesas como el brazo. El color es amarillo y negro, que asombra la piel, y la comparte en muchos cuadros. Es mortal su veneno, y con solo picar en un pie, brota la sangre por ojos, narices y oídos.

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Más formidable es el curiyú, de un color ceniciento, entreverado con espantosa variedad: largo tres, cuatro y seis varas, corpulento a correspondencia. Cuando se siente hambriento se sube a los árboles y pone en la atalaya, tendiendo por todas partes la vista para divisar la presa; y cuando en proporcionada distancia descubre el venado, el corzo o el hombre, con increíble ligereza se desprende del árbol, y se arroja sobre ellos. Su primera diligencia es asegurarlos con sus roscas, que la envuelven toda alrededor, y tan fuertemente, que no es posible librarse de tan formidable enemigo. Cuélgase también de los árboles que están pendientes sobre los ríos, arroja sobre el agua una espuma, a la cual acuden los peces, y cuando los tiene descuidados en el cebo, se desenrosca con extraña ligereza, y hace segura presa de ellos.

Algo se parece el curiyú al mboy quatiá, culebra de tres para cuatro varas, que habita entre malezas pantanosas, desde adonde arma celadas y atalaya para asaltar la presa con increíble ligereza. De la extremidad de su cola sobresale un hueso como navaja, con el cual hiere al animal y al hombre, hasta matarlos. Si el animal que apresó hace resistencia para que no le arrastre a los matorrales, el mboy quatiá se debilita, suelta la presa, y con presteza vuelve al agua para humedecerse, y tornar con agilidad a la reñida contienda. Los indios procuran que no les enrosque los brazos para tener sueltas las manos, y cortarla con el cuchillo antes que les hiera con el hueso de la cola.

Mayor que el curiyú y el mboy quatiá es el ampalaba, que algunos llaman «culebra boba». Por lo menos si no es boba lo parece; su movimiento es tardo y a las veces ninguno, porque entorpecida y perezosa, se está mucho tiempo sin menearse, con la boca abierta. A nuestra ampalaba no le hace falta la ligereza del movimiento para apresurar el ratón campestre, el fugitivo corzo y el ligero venado. Con solo levantar la cabeza, y registrar los animales que pasean la campaña, y las aves que cruzan los aires, sin moverse del sitio que perezosamente ocupa, tiene segura la presa. Algunos dicen que con un aliento ponzoñoso que despide, quita la vida a los animales, y muertos se ceba en ellos. Pero la experiencia enseña que la presa es violentamente traída, y que llega viva a su boca.

Tal vez ha sucedido que un pajarillo, en medio de su vuelo se halló repentinamente detenido, y contra el propio impulso tirado hacia la boca del ampalaba. Pero cortado el aire que mediaba entre la culebra y la presa, tomó otra vez vuelo, y siguió libremente su   -72-   camino-efecto que no puede proceder de aliento venenoso, pues éste obraría atolondrando y matando.

Cuanto es corpulenta el ampalaba, tanto es pequeño el uguayapí, especie de víbora, de veneno tan activo, que en pocas horas mata con esta víbora tiene irreconciliable enemistad el macangué, el cual del ala hace rodela, y metiendo el pico por entre las plumas, se arroja sobre el uguayapi, y le acomete. Pero la viborilla se vale de agilidad y viveza para eludir los asaltos del macangué, y herirle donde puede, derramándole en la sangre su mortífero veneno.

La víbora de dos cabezas es larga media vara, y gruesa igualmente por las dos extremidades; sobre el campo ceniciento, que cubre toda la piel, se forma un jaspeado de colores obscuros poco vivos. Cuando quiere avanzar terreno y saltar para herir, forma una media luna, y estribando sobre la barriga, se tira a larga distancia, con un resorte, que sin duda procede de algún muelle o juego particular que tienen los huesos del espinazo. Es muy temido su veneno, y más lo fuera, si como se dice, tuviese dos cabezas. Yo lo he observado con exquisita diligencia, y noté que la una es real y verdadera, y la otra de perspectiva, pero tan viva y admirable, que engaña y hace creer que la pintada es verdadera.

Víboras frailescas llaman a unas de color pardo o ceniciento, largas más de vara, y algunas gruesas como la muñeca; su veneno es mortal, y son temibles, ya porque atacan sin ser hostigadas, ya porque cruzando los caminos, las confunde el color con la tierra, y no dan lugar a prevenir sus acometimientos. Corales llaman en algunas partes a otra especie veteada de pintas negras, amarillas, verdes y azules, de tanta viveza que cuando caminan hieren la vista con la repercusión de los rayos solares. Hay otras muchas especies de culebras, víboras y lagartos, más venenosas, otras que no lo son, y a estos últimos pertenece la iguana, cuya descripción se halla en varios autores.




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§ IX

De los insectos


A estos animales son inmediatos otros que justamente llamamos   -73-   plagas infestadoras. Las langostas, que talan los sembrados, y pelan los árboles, merecen especial relación, no por lo particular de la especie, sino por la multitud que llega a cubrir el horizonte más de lo que alcanza la vista. Cuando saltona cubre enteramente la tierra; yo he visto plaga que tapizaba la campaña a lo largo de más de diez leguas, cubriendo la superficie de la tierra, los troncos y ramas de los arboles. Es animal voracísimo, siempre comiendo y nunca satisfecho, porque cuanto recibe, tanto arroja y despide. Es increíble la prontitud con que talan la huerta, o monte donde hacen asiento, y en el espacio de pocos minutos he visto pelar un bosque espeso, supliendo la voracidad y multitud a la pequeñez del talador.

Las hormigas son otra plaga, conjurada contra los sembrados y esfuerzos de los labradores. Las unas por comunes no merecen particular mención; pero sí las otras, y entre ellas el primer lugar ocupa el tahiro, de extraña pequeñez, color negro y azogada viveza. Sale cuando quiere llover, y así son prenuncios de lluvia inminente. Luego que abandonan sus cuevas, cuidan de buscar los escondrijos, y agujeros, que son morada de grillos y otras sabandijas; no para fijar su alojamiento en ellos, sino para apoderarse de su legítimo dueño, y prevenir en sus carnes un regalado banquete. Como son muchos, y la multitud hambrienta de tahiros recarga sobre ellos, inexorables a sus quejidos, y sin dar cuartel a nadie, con todos acaban. Si acontece que entran en la cama del que duerme con reposada quietud, presto le despiertan, y por vía de composición es necesario desocupar el búho, y mudar alojamiento por no verse acosado por estos animalejos.

Otras hay que los guaranís llaman yzau, y merecen el nombre de taladoras. Tres estados podemos distinguir en ellas: el primero cuando chicas recién salidas del huevo; éstas cuanto tienen de pequeñas, tanto tienen de rabiosas, y se ceban con insaciable hambre en lo que encuentran. Desdichado el muchacho que hallan descalzo; le acometen, le hincan sus agudos dientes, y por más diligencias que ponga en desprenderlas, no sueltan hasta ensangrentarle. Éstas tienen la incumbencia de abrir el agujero, y ensancharlo para que las mayores salgan sin tropiezo, y tengan algún descanso en la fatiga laboriosa de su agradecida familia.

Por el agujero salen unas hormigas con alas a manera de avispas, y en ellas se verifica, que para su mal le nacen a las hormigas las alas; porque o son de limitada duración por naturaleza, o acaban sus días en el vientre de los pajarillos, especialmente de la tijereta,   -74-   que halla delicado pasto en estos volantes ejércitos. Tras éstas salen otras que constituyen el tercer estado, y son las madres hormigas, que sólo toman alas para dilatar con nuevas colonias la familia, y buscar lugar retirado para el establecimiento de una población numerosa. Es poco lo que vuelan, porque luego pierden las alas, y ellas caen a tierra con el peso de una bolsa, grande como un garbanzo, que encierra los huevos destinados a propagar la especie.

Como son muy laboriosas, empiezan luego con sus patillas a cavar la tierra, y en la profundidad de una cuarta dejan algunos huesos, los bastantes para fijar los fundamentos de nueva población. Continúan el ejercicio de cavadores, profundando la cueva, y allí dejan segunda porción de huevos. De esta manera, profundando más y más, hasta dos brazas (rara industria y tesón infatigable), una sola madre hormiga propaga la especie con numerosas colonias. ¿Qué habitación previene el yzau para sus tiernos hijuelos? ¿Qué alimentos prepara para tanta multitud? ¿Cómo una sola madre fomenta tantos huevos depositados en tantos lugares? Es misterioso arcano que no comprendemos; lo cierto es que, aunque no alcancemos los caminos de la naturaleza, ella no espera la humana dirección para plantear sus ideas, y cumplirlas.

Yo me contento con poner a la vista la admirable arquitectura de nidos que fabrican las hormigas para establecerse con seguridad en los anegadizos de los Xarayes. Como el terreno está dispuesto a inundaciones, y que el agua sube mucho, fabrican su morada sobre los troncos de los árboles. La materia es de barro, y las mismas hormigas hacen oficio de cargadoras que llevan el material, de amasadoras que lo templan, de albañiles que lo aplican, con proporción tan compasada y división de piezas tan justa, que excede la más delicada arquitectura. Aunque todo el material es de barro, tiene consistencia de piedra, y resiste a las aguas, de suerte que no penetren adentro. Como la clausura no es perpetua, y su naturaleza pide salir a respirar aires más frescos, y juntar provisiones para el invierno, cada hormiguero tiene un caño, o conducto interior por donde pueden salir y entrar libremente.

Donde las aguas no suben tanto, pero el terreno está expuesto a inundaciones, eligen un montecillo elevado, y sobre él cimientan su fábrica de barro en figura de torre, de dos para tres varas de alto. Esta torre por dentro está hueca, y al parecer sirve solamente para albergarse en tiempo de crecientes, porque entonces, las aguas penetran   -75-   su habitación subterránea y se ven precisadas a subir al torreoncillo con la seguridad que está bien argamasado, y capaz de resistir a las aguas que azotan al pie, y bañan el fundamento de la obra.

Antes de apartarnos de los Xarayes será bien referir otra especie de hormigas que se halla desde el Río Tacuarí hasta los anegadizos. Críanse en este espacio ciertos árboles, a los cuales los portugueses llaman «árboles de la hormiga»; son frondosos y lozanos, y su hermosura convida a mirarlos y tocarlos. Pero cuando la vista no se harta de mirarlos, embelesada con su admirable lozanía, el cuerpo todo se llena de hormigas, que estaban sobre los árboles, y como si el contacto turbara su quietud, se convierten contra los perturbadores de su reposo y descanso. Y como cada uno de estos árboles está cargado de innumerables hormigas, son muchas las que se desprenden para herir al que osado se atrevió a tocar el árbol.

Otras hormigas hay, que aunque las llamemos plaga por el daño que pueden causar en las sementeras, pero son tolerables por la utilidad que acarrean; hállanse en pocas partes, y hasta ahora sólo se sabe que se encuentran hacia la Villa Rica. Éstas son fabricadoras de cera, que crían en unas bolitas sobre las plantas, llamadas guabirá-miri, donde las recogen los villeños, y derretidas al fuego se endurecen en cera blanca. De ella se hacen velas, pero su luz no es mucha, por ventura a causa de su dureza que no se derrita fácilmente, ni tanto que pueda nutrir el pábilo y la llama. Podría suceder que si algún fabricante la beneficiase, la experiencia le descubriría el modo de purificar la cera y aumentar la luz. El ilustrísimo Señor Palavicino, Obispo del Paraguay, presentó algunas de estas velas al padre Bernardo Husdorfer, provincial de esta provincia, y este al padre Ladislao Oros, procurador a las cortes de Roma y España, para que pasase este invento americano al viejo mundo.

La plaga de mosquitos no se conjura contra los sembrados, pero se arma contra los vivientes, y la quietud de los viajantes. Los unos con la frotación de las alas meten ruido tan confuso, que despabilan el sueño; los otros con sus aguijones chupan la sangre, y en pago de licor tan estimable que se llevan, dejan el precio de ardientes ronchas y escozor que mortifica y aflige por mucho tiempo. No hay reparo ni defensa contra su astucia; burlan la clausura de los mosquiteros, y cuando no hallan resquicio para entrar a cebarse a satisfacción, meten su delicado aguijón por entre los hilos de los tejidos. El humo, dicen, que los ausenta; pero ese alivio, que niegan   -76-   algunos, es tan costoso, que se puede dudar, si es más molesto el humo sin mosquitos, o los mosquitos sin humo.

Los reales demarcadores que subieron río Paraguay arriba, observaron que entre las tinieblas del humo lograban oportunidad de hincar sus aguijones a hurtadillas para satisfacer su hambre.

Sin embargo, los que habitan en Santa Fe, sus vecindades y otras partes, gustan de aires más frescos y puros, y no consienten el ambiente ofuscado con humos. Puede suceder que la imaginación de los patricios disminuya el número por hallar algún alivio, más aprendido que real, contra enemigo tan impertinente. Pero siendo de una misma especie que los que se hallan en otras partes, es creíble que tanto en unas como en otras, tanto cercados de humo, como sin él, mantengan la vida propia con sangre ajena.

Otra plaga bien ordinaria en algunas partes de estas provincias, es la de los piques o niguas, especie de insectos con figura de pulgas, pero menores que ellas, unos negros, otros blanquecinos, más mordaces, y de acrimonia más eficaz. Como son tan pequeños hallan fácil entrada, y con delicadeza se insinúan entre cutis y carne, donde en cuatro o cinco días fabrican una overa, cubierta de una túnica blanca y delgada, llena de pulgoncillos, con una abertura por donde sacan los pies y la boca; los pies para aferrarse fuertemente a la carne, y la boca para chupar incesantemente la sangre.

Cuando la overa llega a estado de reventar, en poco tiempo se extienden por el cuerpo los pulgoncillos, y empiezan a insinuarse entre tez y carne, formando bolsitas llenas de huevos, con la misma brevedad y presteza que la primera nigua, con una procreación tan numerosa que cubre de insectos el cuerpo, y te encienden en una rabiosa comezón, que últimamente priva de la vida. Los que lo han experimentado aseguran, que uno solo que pique las extremidades de los dedos, hace inflamar las glándulas de los ingles, y no tiene más remedio que sacar la nigua. Esta operación, de que depende el alivio, se efectúa descarnando con una aguja la bolsita y pulgón, y sin reventarlo se saca con todas las raíces y ligamientos que la unían inseparablemente a la carne y membranas.

Éstas son las plagas, éstos los animales, éstas las aves, éstos los peces, éstas las plantas, y árboles, con que el Soberano Hacedor pobló las campañas, los bosques, los ríos y lagunas de estas provincias:   -77-   habitación antigua de muchas gentes bárbaras, aunque se ignore la época de su establecimiento en estas partes. Algunos con febles conjeturas han procurado averiguar el origen de las naciones americanas; pero siendo este punto histórico uno de los arcanos más ocultos, y careciendo enteramente de sólidos argumentos para resolverlo, juzgamos que, omitida esta disputa, más dignamente podemos dar principio a la narración de la primera entrada de los españoles al descubrimiento de estas provincias.







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Historia del Paraguay

Libro segundo



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§ I

Descubrimiento del Río de la Plata


1515-1529


Casi al mismo tiempo que el intrépido Hernán Cortés daba principio a su conquista en la América septentrional dilatando los límites de la antigua España con los reinos y provincias de la nueva, Juan Díaz Solís descubrió otros muy dilatados, y extendió en la América meridional los dominios de la monarquía española. Era Solís natural de Lebrija, célebre por sus conocimientos cosmográficos, que le merecieron el título de piloto mayor del reino en tiempo de don Fernando el Católico. Como práctico y afortunado le ocupó en algunas expediciones, en una y otra parte de la América, donde descubrió nuevos mares y tierras, de las que tomó posesión por la corona de Castilla.

Dominaba su corazón vano apetito de gloria, y ambicioso deseo de ser preferido a los coetáneos, y como esta pasión fácilmente declina en culpable, le hizo delincuente, intentando derribar los beneméritos, del grado de estimación que pretendía para sí. Pero le sucedió lo que a muchos, a quienes el anhelo de subir hace sentar el pie sobre falso; porque Juan Díaz se hizo sospechoso, y cayó algún tiempo en desgracia del Monarca, hasta que la memoria de los méritos pasados, y la necesidad que de él se tenía, le conciliaron segunda vez la real confianza, y le merecieron algunos empleos honoríficos. Entre otros se le fió el descubrimiento   -80-   de algún estrecho para facilitar el paso a la Especería, que entonces ocupaba las primeras atenciones.

Con este destino zarpó del puerto de Lepe por octubre de 1515, costeado el Brasil, entró el siguiente año en el majestuoso Paranaguazú; nombre que usaban los naturales para denominar al que después se llamó Río de la Plata, y por ahora, del nombre del su primer descubridor, Río de Solís. Los charrúas, que entonces se dilataban por la costa septentrional del Paraná hacia el Uruguay, y tirando al oriente hasta las cabezadas del río Negro, movidos de curiosidad, salían de sus chozuelas las manos cargadas con frutos de la tierra, que abandonaron sobre la playa, retirándose a la ceja de un monte inmediato.

Solís, que no conocía el genio pérfido de la nación, confiado en las demostraciones, al parecer amigables, salió en tierra con pocos compañeros desarmados. Entonces los charrúas dejaron repentinamente los montes, mataron a Solís con su gente, y se los comieron a vista de los que estaban en la carabela, testigos del hecho y no vengadores del atentado. Recelosos de igual desgracia, retrocedieron en busca de la capitana que estaba sobre las áncoras en la isla de San Gabriel, y tomado acuerdo, volvieron a España, donde con la primer noticia del Río de la Plata, comunicaron la infausta suerte de su primer descubridor.

Casi diez años pasaron, en los cuales el río de Solís no mereció un recuerdo en la memoria de Carlos V. Pero, como en el Rey de Portugal se trasluciese inclinación de extender por esta parte sus dominios, dispuso prontamente una armada a cargo de Diego de García, vecino de Moguer, acompañado de Rodrigo Area, piloto célebre de su tiempo; imponiéndoles la obligación de repetir segundo viaje, y de buscar con diligencia a Juan de Cartagena, y a cierto clérigo francés, que abandonó por sediciosos Magallanes, arrojándolos hacia la bahía de San Julián. La armada salió del Cabo de Finisterre a 15 de agosto de 1526, pero las aventuras de la navegación la demoraron tanto, que Sebastián Gaboto previno a García embocando primero por el gran río de Solís.

Era Gaboto veneciano de nación, cosmógrafo inteligente, y práctico en la marina; sujeto verdaderamente hábil, de sagaz entendimiento y penetrativo discurso; después de Colón inferior a ninguno en hidrografía y astronomía. Descubrió la tierra de Bacallaos, y de ella tomó posesión por Enrique VII, rey de la Gran Bretaña; del cual se prometió un premio digno de sus afortunados servicios. Pero como la recompensa fue inferior a la esperanza, se ausentó Gaboto de Londres para probar fortuna en servicio del Rey de España.

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Efectivamente, con el nuevo Soberano fue nueva su fortuna, y se le dio título y empleo de piloto mayor del Reino, con renta competente al oficio que profesaba. Entre otras expediciones se le ordenó el año de 1525, que pasara a las Malucas, y tentara el descubrimiento de Tharsis, Ophir y Catayo. La armada que se le previno constaba de cuatro navíos, el equipaje pasaba de seiscientas personas, fuera de mucha nobleza de hidalguía, y sujetos de crecidos méritos, atraídos con esperanza de enriquecerse en las tierras a que navegaban.

La armada levó anclas a principios del 1526, y tuvo algunos accidentes que demoraron la navegación más de lo que se persuadió Gaboto. Con la tardanza escasearon los víveres, y traslucidos algunos indicios de alzamiento, se recostó Gaboto al Puerto de Patos, en altura de poco más de 31 grados de latitud austral, hasta donde los guaranís, señores de las riveras marítimas por aquella parte, prolongaban sus términos.

Gaboto, imposibilitado a proseguir, o con esperanza de progresos más felices, abandonó el viaje de Malucas, siguiendo por ahora el curso de su fortuna, que le encaminó a la espaciosa boca del río de Solís, en cuyos confines bajaba la armada, y subió hasta una isleta no muy distante de tierra firme, hacia la ribera septentrional en la derecera de Barragán, que caía en la margen opuesta. A la isleta, llamó San Gabriel, y ancoró en su fondo las naves. Pero siendo el puerto poco reparado, avanzó con dos bateles hasta el encuentro del Paraná y Uruguay, y siguiendo la madre de este, descubrió a su oriente un río, que desde entonces hasta hoy se llama de San Salvador, buen surgidero para poner en salvamiento la armada.

Así lo ejecutó Gaboto; parte de la carga con alguna milicia dejó en San Gabriel, y parte con la armada pasó a San Salvador, sobre cuya embocadura levantó un fuerte contra los charrúas e Yaros, que observaban al descuido los movimientos del español. Guarnecido con milicia el fuerte, saltó en un bergantín y carabela al majestuoso Paraná, y surgió en el Carcarañal, pechero suyo por la margen occidental; donde levantó segunda fortaleza, que denominó Sancti Spiritus, y que el vulgo llama de Gaboto, por algunas reliquias que el tiempo conserva para su memoria.

Habitaban las vecindades del Carcarañal los timbus, gente humana, cariñosa, hospitalaria; buena para amiga, y pésima para enemiga. Con ellos hizo alianza Gaboto, y avanzó hasta la laguna de   -82-   Santa Ana. Entabló comercio con los apupenes, rescatando bastimentos por bujerías, que hacía estimables la novedad. Del Apupen retrocedió a la junta del Paraguay y Paraná, y tomando la madre de aquel, surgió cerca del sitio, donde se fundó después la Asumpción, capital de la provincia.

Señoreaban el río los agaces, los cuales salieron en trescientas a canoas a presentar batalla a Gaboto, que acometieron orgullosos; pero vencidos fácilmente, se retiraron fugitivos a sus ordinarias guaridas. De las vecindades concurrieron los carios, a solicitar la paz del valeroso triunfador de los agaces, y cambiar los frutos de su territorio. Adornaban su desnudez natural piezas de plata pendientes del cuello, y hermosos plumajes la cintura, provocando la codicia española, a quien lisonjeaba el resplandor de aquellas alhajas.

Los indios por obsequiar a los huéspedes, ofrecieron las piezas por cuentas de vidrio y otros géneros baladís, sucediendo a veces que recibidas las bujerías, se retiraban huyendo, porque el español no se arrepintiera de lo que daba en precio de lo que recibía.

No era esta plata propia del terreno, pero como ni los indios podían explicarse, ni los españoles averiguar su origen, se fue la aprensión a lo que era natural, juzgando, que en la vecindad había criaderos de metal tan estimable, del cual rescataron porción bastante para hacer un donativo al emperador Carlos V. Antonio Herrera dice que ésta es la primera plata que de Indias pasó a España; lo cual no es creíble, describiendo en su Década II, al año de 1519, el donativo que Hernán Cortés envió, compuesto del agregado de piezas de oro, plata y perlas, que Motezuma presentó al conquistador de la Nueva España.

Persuadido pues Gaboto de que el país era fecundo en minerales, denominó al Paraguay Río de la Plata, nombrado brillante, que equivocó en los autores la inadvertencia, y adulteró la falta de noticias. No negaré que el tiempo que trastorna la substancia y denominación de las cosas, del Paraguay trasladó al Paraná-guazú el nombre del Río de la Plata, con el cual es conocido después de recibir el Uruguay hasta descargar en el Océano con mole inmensa de aguas. No se sabe si Gaboto adquirió noticia de cómo y cuándo esta plata que rescató de los guaranís, y que denominó al Paraguay, vino a sus manos. Pero si lo supo, y ocultó la noticia, los tiempos venideros lo manifestaron.

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Alejo García, de nacimiento portugués, penetró por la vía del Brasil al territorio de los guaranís, acompañado con número crecido de tupís, pretendiendo adelantar por aquella vía las conquistas lusitanas hasta el Perú. En su compañía tomó dos mil guaranís, guerreros escogidos, y certeros en la dirección de las flechas. Llegaron a los confines paruanos, verosímilmente en las inmediaciones de los chichas, a los cuales el capitán portugués venció con el auxilio de los tupís y guaranís, y los despojó de tejidos curiosos, vajilla, vasos y coronas de plata, en que sobre la materia era estimable la labor de invención peruana. Parte del despojo fue botín de los guaranís, y parte de Alejo García y sus compañeros; pero aún esta parte pasó a los guaranís, que los mataron alevosamente después que volvieron sobre sus pasos.

Ésta es la plata que Gaboto rescató de los guaranís, deteniéndose con lenta ociosidad mientras unos iban cargados de abalorios, y venían otros con planchas para cambiarlas. En el rescate se le pasó el año de 1526 y parte del siguiente, poco vigilante en promover la conquista. Entre tanto llegó Diego García, a quien tocaba el gobierno; reconvino a Gaboto con modales urbanos, exhibiendo los despachos en que se le confiría la capitanía del río de Solís por nombramiento del Emperador. Gaboto que esperaba enriquecer con nuevos rescates, y pensaba descubrir ricas minas de plata, resolvió atropellar la justicia de Diego García, alzándose con el gobierno.

Efectivamente prevaleció el veneciano; y garcía, que no tenía esperanza de vencer a Gaboto, se sometió a su marido con tanto rendimiento que en adelante ni su nombre suena, ni se oye en las historias. Como Gaboto estaba mal asegurado de su intrusión, determinó obtener con mejor título la capitanía del Río de la Plata, despachando a la corte dos agentes, Hernando Calderón, y Roque Barlogue, con encargo de promover sus pretensiones. Diole prolija relación, que contenía las aventuras del viaje; los motivos que precisaron a desistir de la jornada de Malucas; los descubrimientos hechos, y las naciones que dieron la paz, sin omitir menudencia conducente al fin pretendido. Llevaban también un donativo de plata para el Emperador, y algunos indios que pasaban a dar la obediencia en nombre de sus naciones.

Los agentes de Gaboto fueron admitidos con soberana dignación, conferenciando largamente con ellos el Cesar; e inquiriendo varias curiosidades concernientes a diferentes materias. Concurrieron al agrado del recebimiento los guaranís, embajadores caracterizados con fisonomía   -84-   peregrina, y modales índicas que llamaban la atención del Monarca; informándose largamente sobre sus genios, ritos y costumbres. Más que todo admiró su grande entendimiento, el artificio de los tejidos, y delicadeza de labor, maniobra de artificio superior a lo que prometía la torpeza de sus manos.

Todo lo cual inclinó el Emperador a favorecer a Gaboto, y enviarle socorro de gente para la prosecución de la conquista. Pero como la monarquía se hallaba embarazada con la alianza de Inglaterra y Francia, y el año de 29 gravísimos negocios sacaron de España para Italia al César, este proyecto no llegó por entonces a ejecución.




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§ II

Desde la salida de Gaboto hasta la llegada de don Pedro de Mendoza


1530-1536


Desde que Gaboto se restituyó del país de los caribes al fuerte de Sancti Spiritus sobre el Carcarañal, no consta progreso alguno de la conquista, ni alianza con otras naciones. Los timbues se mantenían en amigable correspondencia, que les inspiraba su buen genio, y el cariñoso trato de los españoles. No así los charrúas, los cuales velaban sobre los descuidos de la guarnición para lograr un lance favorable a sus armas.

Efectivamente, lograron una madrugada, y sorprendieron rápidamente a los castellanos; parte murieron a sus manos, parte se refugiaron a las naos que se hallaban surtas en el río, sobre la margen oriental del Uruguay. Hallábase Gaboto próximo a largar al viento las velas para España; y aunque sintió la desgracia, no se detuvo en castigar a los bárbaros, ni en reedificar el fuerte, primer monumento de su conquista. Mayores negocios ocupaban el   -85-   ánimo, y solicitaban su asistencia personal en la corte. Tres años corrían ya, y en ellos no había tenido noticia de sus agentes, ni del estado en que se hallaban sus pretensiones. Tenía fundamentos para sospechar mal recibimiento por las diligencias de sus émulos interesados de Malucas, y los informes que podía sospechar de Diego García, a quien en propiedad pertenecía la conquista.

Esto le movió a navegar a Castilla para liquidar personalmente sus operaciones. En efecto llevó adelante el patrocinio de su causa, y justificó de modo sus procederes, que obtuvo la capitanía del Río de la Plata. Pero se le confirió en títulos, y con pretexto de piloto mayor del reino se le detuvo en Sevilla, embarazando la vuelta al Río de la Plata, de un sujeto que fue desgraciado en Inglaterra, infiel a España, y primer intruso en estas provincias.

A los dos años de vuelto Gaboto, fue destruido el fuerte de Sancti Spiritus. Era alcaide Nuño de Lara, noble hidalgo dotado de prendas singulares; era cariñoso afable, circunspecto, prudente, respetable, mandando con el dulce imperio de las obras que facilitan y vencen las dificultades. Mantenía los presidiarios en arreglada disciplina, inspirando en sus corazones humanidad y clemencia con los indios; a estos conservaba en mutua correspondencia, rescatando de ellos los alimentos, sin lesión de la equidad y justicia. Todo prometía bonanza, y aseguraba hermandad incontrastable por muchos años. Así sucediera si la furia de una pasión no lo convirtiera todo en cenizas.

Marangoré, cacique principal de los timbues, se aficionó locamente de Lucía Miranda, señora de distinción, hermosa, honesta, y por extremo recatada. Los castos desdenes de Lucía encendían peligrosas llamas en Marangoré, y soplaban el incendio de la pasión en un corazón salvaje. Renunciando a la esperanza de vencer su resistencia, arrimó 4000 timbues hacia Sancti Spiritus, en ocasión que Sebastián Hurtado, marido de Lucía, se hallaba ausente del fuerte con algunos compañeros, rescatando víveres para subsidio de la guarnición.

De esta carestía tomó pie Marangoré para el logro de sus intentos. El ejército emboscó en competente distancia para que se acercara al abrigo de la noche, y él con algunos briosos jóvenes, cargados de vituallas, se adelantó a Sancti Spiritus ofreciendo las provisiones que llevaban sus vasallos para socorro de la necesidad que se padecían. Los presidiarios recibieron el donativo con agradecimiento, y porque la noche estaba próxima y la habitación de los timbues   -86-   retirada, Nuño Lara ofreció alojamiento a Marangoré, y a los suyos, cargadores de engañoso presente. Juntos cenaron esa noche, y juntos se recostaron, los españoles a dormir, y los timbues a velar. Apoderado de los castellanos el sueño, el tirano abrió las puertas al ejército, que ya se había arrimado, y entrando al fuerte, todos se arrojaron sobre los españoles; los más fueron prevenidos antes de tomar las armas; pocos las empuñaron, y tuvieron glorioso fin con muerte de sus enemigos.

Nuño Lara, en quien la nobleza y valor hermosamente se enlazaban, discurría por entre la densa multitud de timbues, obrando prodigios de valentía, hiriendo y matando enemigos, hasta derribar a sus pies a Marangoré, caudillo pérfido de sus pérfidos agresores. Luis Pérez de Vargas, sargento mayor del presidio, y el alférez Oviedo, cubiertos de gloriosas heridas, y rociados de sangre enemiga, haciendo mortal destrozo, cayeron vencedores, sobre los mismos que dejaban vencidos. Casi todos los españoles fueron víctimas de este bárbaro furor; los pocos que salvaron la vida, quedaron prisioneros de los aleves timbues.

Entre ellos la infeliz Lucía de Miranda, que quedó en libre cautiverio de Siripo, hermano de Marangoré, sucesor suyo en el cacicazgo, y heredero de sus amores. Éste permitió el despojo del fuerte a la victoriosa milicia, reservando para sí a Lucia, objeto de sus pretensiones, siempre malogradas por la constancia de la casta matrona.

Al siguiente día de la desgracia sucedida en el fuerte, estuvo de vuelta Sebastián Hurtado, marido de Lucía. Reconoció los cadáveres para pagar con honrada sepultura los últimos oficios de gratitud a su amada consorte, y no hallando el de Lucía, llevado del amor que es presagioso, se huyó a los timbues, para acompañar cautivo a su cautiva esposa. Pero Siripo, que pretendía poseerla solo, entró en pensamientos de matar a Sebastián Hurtado.

Entonces Lucía, árbitra de la voluntad de Siripo, le inclinó a tierna condescendencia hacia Hurtado, en quien no se descubría otro delito que la inocencia inculpable de sus amores. «Si tu gusto es, si es de tu agrado, respondió Siripo, viva en buena hora Sebastián, porque tú no fallezcas con su muerte; viva en buena hora, pero elija esposa entre las timbues, sin otra reserva que la que prescriba el antojo de su elección. En lo demás no será mirado de mí ni de mis vasallos como advenedizo ni como prisionero de guerra.   -87-   Los primeros empleos que dispensa mi autoridad, según el valor de los méritos suyos, serán desde ahora su galardón. Una sola condición os prescribo, y es que no tratéis ambos como consortes, so pena de incurrir los castigos de mi justo enojo».

Agradecieron a Siripo las expresiones de su benevolencia, y prometieron no traspasar los límites de su ordenanza. No obstante, los inocentes consortes se descuidaron, y observados del celoso amante, irritaron su cólera, que los llevó al sacrificio. Tentó primero la castidad victoriosa de Lucía, la cual inexorable a los ruegos del bárbaro, permaneció constante en su determinación, queriendo antes experimentar las furias de un amante, que macular el tálamo con detestable condescendencia.

En efecto Siripo de amante se transformó en tirano, y las promesas convirtió en amenazas, preparando a la inocente víctima una hoguera. Sebastián Hurtado, amarrado a un árbol, y hecho el blanco de las flechas y furor bárbaro, imitó el ejemplo de su esposa en fervorosos actos de religión, y la siguió a la gloria.

Los demás españoles que con Sebastián Hurtado habían venido de rescatar víveres, pagada la deuda de sepultura a sus desgraciados comilitones, humedeciendo con lágrimas sus cadáveres, desampararon el fuerte, y embarcados siguieron el curso de su fortuna, ya desgraciada, y de costa en costa, a vista siempre de tierra, llegaron a las cercanías de San Vicente, colonia lusitana en el Brasil. Allí levantaron unas chozuelas, y aliados con los portugueses se mantuvieron poco más de año en buena correspondencia. Los portugueses fueron los primeros en romperla, declarando guerra a los castellanos, los cuales previnieron una celada y los vencieron, quedando dueños del campo y señores de la población. No obstante, por evitar disensiones, se recostaron a la isla de Santa Catalina, donde restablecieron la colonia.



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§ III

Gobierno de don Pedro de Mendoza


1534-1537


Casi en la misma sazón que los argentinos, reliquias de la armada de Gaboto, pasaron de San Vicente a Santa Catalina, disponía el Emperador proseguir el descubrimiento del Río de la Plata. Y porque la monarquía española se hallaba exhausta con los excesivos gastos de la guerra, y falta de medios para equipar nuevas armadas, se puso la mira en don Pedro de Mendoza, gentil hombre de cámara, mayorazgo de Guadix, caballero principal, el cual había militado en Italia y enriquecido en el saco de Roma. Como a poderoso y valido, confirió el Emperador el título de Adelantado del Río de la Plata, con decorosas condiciones, y privilegios honoríficos.

La armada que se dispuso con esplendor y lucimiento, sobresalía casi sobre cuantas surcaron los mares para la conquista de Indias. Dos mil y quinientos españoles, y sobre ciento y cincuenta alemanes la componían, según algunos autores. Venía gente de distinción: treinta y dos mayorazgos, algunos comendadores de San Juan y Santiago, un hermano de leche del Emperador, llamado Carlos Dubrin, y Luis Pérez de Cepeda, hermano de la esclarecida virgen y seráfica madre Santa Teresa de Jesús. Todos venían a la conquista del rey blanco o plateado, que ideó la fantasía de Gaboto o sus agentes, para adquirir nombre de grandes con la novedad del hallazgo.

A la conquista pues del rey blanco se hizo en San Lúcar a la vela, a principios de septiembre de 1531, dejando a España llena de envidiosos y de esperanzas. Tuvo algunas aventuras en la mar y con ellas al siguiente año embocó en el Río de la Plata, y subió a la isla de San Gabriel, cuya incomodidad para establecimiento de población, y desabrigo para reparo de la armada, precisó a buscar sitio más ventajoso. Para lo cual despachó el Adelantado personas de confianza que eligieran en la opuesta rivera solar cómodo para levantar la población.

Los exploradores cortaron el Río de la Plata, pasando a la margen   -89-   austral, casi en la derecera de San Gabriel, donde el terreno ofrece sitio ameno, delicioso, y de agradable perspectiva. Soplaban en la ocasión vientos frescos y apacibles cuya suavidad templó el bochorno de los exploradores; y porque Sancho del Campo, el primero que saltó en tierra, dijo: Qué buenos aires son los de este suelo, se tomó ocasión para denominar el sitio, Puerto de Buenos Aires. Alegres con la oportunidad, pasó el Adelantado con su gente a la margen opuesta, donde en altura de 34 grados y medio de latitud, y 321 de longitud, principió para tantos mayorazgos y comendadores, para tantas matronas y doncellas, una ciudad de chozuelas pajizas, puestas al amparo de la Emperatriz de los cielos y de la tierra, bajo la invocación de Santa María de Buenos Aires.

Bien era necesario patrocinio tan poderoso para mantenerse en la vecindad de los querandís, nación entonces numerosa, que ocupaba las extendidas campañas que median entre Córdoba y Buenos Aires, y que se dilataba al sur hacia el estrecho de Magallanes. No forman cuerpo de comunidad, ni reconocen superior sino en tiempo de guerra, en que eligen capitán, y obedecen a los cabos militares. Son de grande estatura, y alcanzan poderosas y robustas fuerzas; son guerreros afanados y diestros en despedir con certeza la flecha al blanco, y en tirarla por elevación, para que caiga sobre la fiera que huye y sobre el enemigo que se les escapa. Son obstinados en los gentílicos ritos, y raros son los que se convierten a la religión cristiana.

Al principio usaron buenos términos con el español: ofrecían sin esquivez los frutos del país, y comerciaban amigablemente castellanos y querandís, manteniéndose en hermanable trato y recíproco comercio. Poco a poco retiraron los indios los víveres, y cometían algunos insultos, robando y matando a los que salían a forraje. Como a estas osadías no refrenó el castigo, los delincuentes volvieron a insultar a los españoles, y repetidas veces bloquearon a su modo la ciudad. Los castellanos con algunas salidas hicieron retirar al querandí, pero tan poco atemorizado, que luego intentó nuevos acometimientos.

Juntó un cuerpo de milicia de cuatro mil combatientes, y puso su campamento cerca de un pantano a pocas leguas de la ciudad. Tuvo noticia el Adelantado, y destacó una compañía de trescientos infantes, y doce caballos para castigar al enemigo. Dirigían la facción Perafan de Rivera, Francisco Ruiz Galán, Bartolomé Bracamonte, Juan Manrique, Sancho del Campo y Diego Luján, con subordinación a don   -90-   Diego Mendoza, Almirante de la armada y hermano del Adelantado.

Salieron de la ciudad a son de cajas y clarines, y presentaron batalla al enemigo. De una y otra parte se peleó valerosamente. Del campo español faltó la flor y la nobleza: don Diego Mendoza, Juan Manrique, Bartolomé Bracamonte y otros. Diego Luján, que se arrojó intrépido a la densa multitud de querandís, salió arrastrado del caballo a la orilla de un río, que denominó de su apellido, sirviendo en esta ocasión la desgracia la celebridad del nombre que conserva hasta el día de hoy el río de Luján.

Los querandís, de los cuales murieron muchos, juntaron un cuerpo compuesto de chanas, charrúas y timbues, que se confederaron con los querandís, para acabar con los nuevos pobladores. Acampados sobre la ciudad, la rodearon por todas partes, molestando a los españoles con repetidas irrupciones. Los de adentro con vigilancia y esfuerzo frustraban el ímpetu de los sitiadores, repeliendo al vivo fuego la debilidad de las armas arrojadizas. Los querandís empeñados en la agresión, densaron el aire de flechas, en cuya extremidad arrojaban mechones de paja encendidos, los cuales cayendo sobre los techos de paja, le comunicaban el incendio. Fue grande la confusión en los españoles; pero en los enemigos fue grandísima la mortandad; ni podía menos, ofreciéndose ciegos a las balas que hacían mortal estrago.

Viendo los indios que no podían prevalecer contra el español, alzaron el sitio; y como antes habían retirado los víveres, se sintió en la ciudad el hambre, enemigo mal acondicionado, que no se ablanda con halagos, ni ahuyenta con amenazas. Cuéntanse excesos, en que la cristiandad tropieza, y se atraviesa el horror natural. Como estas desgracias llovían unas sobre otras, entristecían grandemente el corazón de todos, y principalmente del Adelantado, el cual profundó tanto sobre las miserias presentes y otras que se temían, que le faltó aliento, para golpes tan pesados, y determinó dejar el gobierno a Juan de Oyolas.

La idea puso en ejecución, y se embarcó para Castilla, más lleno de melancolía, que no vino alegre a la conquista del rey blanco. En el mar le recargó más el humor melancólico, que le traía a la fantasía la muerte de su hermano, de tanta hidalguía, y la extrema miseria en que quedaban abandonados los vecinos del puerto, con impresión tan viva que no podía apartar de sí el objeto mismo de que huía. Sobre eso el hambre apretó en la nao, y se vio reducido a tanta   -91-   necesidad, que le precisó para comer carne infestada, que le ocasionó la muerte. Así acabó el año de 1537 el primer Adelantado del Río de la Plata, tan desgraciado en los últimos periodos de su vida como feliz en los primeros.




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§ IV

Gobierno de don Juan de Oyolas


1537-1539


Al siguiente año, según se puede conjeturar, murió Juan Oyolas su substituto. Era Oyolas caballero principal, buen cristiano, buen soldado y buen capitán. Vino al Río de la Plata con título de Alguacil Mayor, y superintendencia en los negocios del Adelantado. Enviado de éste, levantó el año de 1535 el fuerte Corpus Christi sobre el Paraná, y prosiguió el descubrimiento de Gaboto pacificando unas naciones con agrado, y castigando los mepenes y agaces que hicieron resistencia. Lambaré, e Yanduazubí, señores del terreno, en cuyos cantones se levantó después la Asumpción, se opusieron valerosamente, confiados en ciertas estacadas que dificultaban la entrada en sus poblaciones.

Juan de Oyolas no sólo guerrero, sino humano, e inclinado a conmiseración, les ofreció la paz, y ventajosos partidos en la amistad del español, y vasallaje del Católico Monarca. Pero ellos no dieron otra respuesta que una descarga inútil de flechas. Entonces Oyolas ordenó a los suyos que usaran las bocas de fuego para obligar a estos infieles a dar la paz, que no admitieron de grado. A los primeros tiros, se retiraron al fuerte de Lambaré, donde cercados instaron por las capitulaciones, las cuales otorgó Oyolas con tanta satisfacción de los suplicantes, que estos admiraron la valentía de los españoles en vencerlos, y la clemencia de Oyolas en perdonarles.

Quedaron Lambaré e Yanduazubí con los suyos, tan prendados   -92-   del capitán de los españoles, que en adelante ministraban abundantemente los víveres, y ofrecían su milicia para las facciones militares; reparándose en los semblantes una alegría placentera, que manifestaba lisonjearse con la compañía de sus aliados. Ofreciose castigar a los agaces y se juntaron hasta ocho mil, pretextando los guaranís, que venían a defender sus confederados. Llevaban siempre la delantera con paso tan acelerado que el pequeño ejército español, no podía avanzar tanto en las marchas, sucediendo frecuentemente, que se tocaba a hacer alto, porque la gente de Oyolas se fatigaba en el alcance. Descubierto el enemigo, Lambaré e Yanduazubí se arrojaron tan resueltamente sobre los agaces, que a casi todos mataron, sordos a los gritos de Oyolas, que voceaba inútilmente, inspirándoles clemencia con los enemigos.

Desembarazada la comarca, Juan de Oyolas dio principio a la construcción del fuerte, y la consagró a la triunfante Asumpción de Nuestra Señora; o porque se empezó a 15 de agosto de 1536, o por particular inclinación de Oyolas a misterio tan sacrosanto. A esta ruda fortaleza podemos llamar ciudad incoada de la Asumpción, cuyo principio atribuyen algunos al capitán Juan de Salazar, y su perfección al gobernador Domingo de Irala. Está situada, según el padre José Quiroga, en 25 grados y ocha minutos de latitud, y 319 grados y 41 minutos de longitud, sobre la margen oriental del Paraguay.

Construido el fuerte, continuó Oyolas su descubrimiento río arriba, y saltó en un puerto que denominó Candelaria, en la rivera occidental del Paraguay, al abrigo de la sierra Cuneyeguá. Aquí comunicó con los payaguás, señores del Río, nación fementida y disimulada, que oculta la mayor alevosía que urde con el superior beneficio que alcanza. De estos indios tomó lengua Oyolas del rumbo que debía seguir para el Perú, fin de su jornada.

A 12 de febrero de 1537, continuó el viaje, dejando en guardia de los bergantines a Domingo Martínez de Irala, con obligación de esperarle seis meses; término tan perentorio para la espera, que ni antes de cumplirlo, podía retirarse, ni cumplido tendría obligación de aguardarle. Juan de Oyolas no proporcionó el tiempo con jornada tan dilatada, y se demoró más de seis meses en los cuales fielmente le esperó Irala, y absuelto de la obligación, bajó al fuerte de la Asumpción a rescatar víveres, y rescatados se restituyó a la Candelaria, para esperar a Oyolas, o conseguir noticia de su paradero. Hizo exquisitas diligencias con lo payaguás, preguntando y ofreciendo premios a los que le participaran noticias de su jefe.

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Pero los infieles más estudiaban en ocultar sus intenciones, que en manifestar el lamentable fin del capitán español. Porque cien payaguás sin arcos ni flechas, en traje de comerciantes, se descubrieron a lo lejos, con deseo de sentar paces con los castellanos, manifestando con señas que les detenían los españoles ceñidos con sus armas. Entonces Irala ordenó a los suyos que las depusieran, velando sobre ellas para cualquier lance que pudiera ofrecer el disimulo de los comerciantes. Los cuales se acercaron al acampamento, y fingiendo que sacaban a la plaza las mercaderías, los vinos se arrojaron sobre las armas de los españoles, y los otros se estrecharon con ellos.

Dieron principio al combate con horrible gritería, hiriendo con voces el oído y el ánimo con espanto. El capitán trata, primero en desprenderse de sus agresores, empuñando espada y rodela, dio lugar al alférez Vergara, y a Juan de Vera, para desenvolverse de sus competidores. Los tres socorrieron los demás, que peleaban animosos cuerpo a cuerpo, embarazados con la multitud. Pero llevándolos ya de vencida, y recobradas las armas, salieron de celada otros payaguás, parte por tierra, parte por agua en sus ligerísimas canoas, con ánimo de tomar los bergantines. Por tierra y agua fue grande la confusión, reñido el combate, y se peleó desesperadamente; pero al fin se declaró la victoria por los españoles. Entre los heridos, uno fue Irala, tan enajenado con el ardimiento de la pelea, que no reconoció su daño hasta que concluyó felizmente la fuga del enemigo.

Desengañado Irala de conseguir entre los payaguás noticias, se alargó río arriba con toda su gente. Un día, poco antes de amanecer, se percibieron voces lúgubres, solicitando en lenguaje castellano la audiencia del capitán español. Fue traído el que articulaba estas voces, y puesto en presencia de Irala, habló de este modo. «Yo, señor capitán, soy indio, de nación chanés, gente que habita unas altas cordilleras, a las cuales aportó el capitán Juan de Oyolas, quien me recibió por criado, pero me trató como hijo. Corridos felizmente los términos de los samacosis y sivicosis, naciones que le franquearon cuanto tenían, y situadas en las faldas de las cordilleras peruanas, dio la vuelta cargado de ricos metales, que le franquearon los indígenas, prendados de su benevolencia. Todos le recibían humanamente, y ofrecían para servirle sus hijos; de los cuales yo soy uno, que no quisiera haberle conocido, por no sentir el corazón traspasado con su pérdida».

«Concluida la jornada, llegó al puerto de la Candelaria, y no hallando las naves, se paró por extremo triste. Las naciones de este gran río, acudieron con víveres, a todas excedió en obsequios la de los payaguís,   -94-   los cuales ofrecieron sus chozuelas para hospedaje, con tanto disimulo, que los españoles las admitieron agradecidos, y sin recelo se recostaron a descansar. Cuanto era mayor el descuido de éstos, tanto fue mayor la vigilancia de los payaguás para sacrificar a su furor los dormidos castellanos. El capitán Oyolas se ocultó entre matorrales, pero descubierto, murió blanco de sus flechas. Yo tuve la dicha de escaparme, o porque su furor se extendió solamente a los españoles, o porque mi miseria halló compasión en corazones de fieras». Así habló el indio chanés a Irala, el cual entristecido con tan funesta noticia, se restituyó a la Asumpción, que contaba algunos habitadores venidos el año antecedente de 1539, con el capitán Juan de Salazar y Francisco Ruiz Galán.

Muerto Oyolas, feneció también el fuerte de Corpus Christi, monumento de su valor. Pero asaltados los caracarás, indios de paz, por Francisco Ruiz Galán, quedaron tan sentidos que resolvieron vengarse. Para lo cual se confederaron con los timbues, y juntando un cuerpo considerable de milicia, eligieron capitán general de las tropas. No ha quedado nombre del jefe, pero sus artificios y engaños le pueden hacer memorable en los anales griegos. La substancia es, que ido a Corpus Christi habló en este tenor al capitán Antonio de Mendoza, teniente del fuerte.

«El aprieto grande en que se halla mi nación, noble y valeroso capitán, y la firme alianza en que españoles y caracarás vivimos, me pone a tus pies, para consultar el remedio que se debe aplicar los males que nos amenazan. Habéis de saber que una nación cruel y bárbara ha despachado sus embajadores con precisión de intimaros guerra, y de no amenaza meterla por nuestras tierras. El enemigo es formidable por naturaleza, y temible por el número excesivo de combatientes. Nosotros, si no vienen en socorro vuestras armas, nos hallamos débiles para la resistencia, y sólo con ellas prometemos vencer al común enemigo que pretende romper nuestra afianza». Con este artificio coloreó el capitán caracará su designio, y movió al teniente español a señalar cincuenta castellanos, a cargo del alférez Alonso Suárez de Figueroa, el cual pasó a incorporarse con los caracarás en sus tolderías.

Poco antes de llegar se ofrecía un estrecho sendero que cortaba la espesura del bosque con rastros impresos de viandantes. Aquí fue donde los caracarás que estaban en celada, acometieron al español, el cual resistió con valor, causando gran daño al enemigo; pero fatigados con la continua defensa, perecieron todos, menos un mozuelo llamado Calderón, que eludió el peligro con la fuga para mensajero de la desgracia. Los victoriosos caracarás, en número de dos mil, como dice Centenera, o de diez mil, según Ulrico Fabro, corrieron impetuosamente para   -95-   asaltar a Corpus Christi. Quince días duró el cerco, renovando en cada uno el asalto de los infieles, cuyo ímpetu fue valerosamente rechazado de solos cincuenta españoles; a los cuales al décimo quinto día socorrieron Diego Abreu y Simón Jaques Ramoa, capitanes de dos bergantines que venían casualmente del puerto a Corpus Christi.

Jugose oportunamente la artillería de los bergantines, y se dio lugar a que la soldadesca saltara en tierra para incorporarse a los sitiados. El combate fue muy reñido, porque la obstinación peleaba en los bárbaros, y la multitud permitía que los fatigados alternaran con tropas de repuesto. Los españoles apuraban el aliento, peleando; y no pudiendo atender con tanto golpe de enemigos, un varón celestial, vestido de blanco y espada brillante en mano, se dejó ver sobre la frágil muralla infundiendo terror en los bárbaros, y poniéndolos en fuga pavorosa. Favor singular que los españoles atribuyeron al glorioso San Blas, en cuyo día se consiguió tan señalada victoria. Desde entonces la gobernación del Paraguay tributa obsequiosos cultos al Santo, reconocida a los grandes favores con que su Patrón manifiesta propicio el poder de su abogacía.

Los españoles que sobrevinieron, desampararon el fuerte, y se embarcaron para Buenos Aires en los bergantines de Abreu y Ramoa. Pero estos y los porteños sólo se juntaron para hacer un número crecido de miserabilísimos, próximos por el hambre a perecer. Se refieren de este tiempo casos semejantes a los que se cuentan de Roma en el cerco de Mario, y de Jerusalem en tiempo de Tito y Vespasiano. En tanta miseria y calamidad recibieron algún socorro con la venida de Alonso Cabrera, veedor del Río de la Plata que trajo provisiones de boca y guerra para un año, y doscientos soldados con algunos nobles caballeros. Traía entre otras una real cédula en que a Juan de Oyolas se le confirmaba el título de gobernador del Río de la Plata, y en caso de fallecimiento Su Majestad concedía facultad de proceder a elección de gobernador por pluridad de votos.

No se arreglaron al cesáreo mandato el veedor Cabrera y el teniente Francisco Ruiz Galán, los cuales partieron entre sí el mando de la provincia. Una cosa buena hicieron en su brevísimo gobierno, que fue pasar con casi toda la gente a la Asumpción, donde los alimentos se conseguían sin escasez, y se lograban lúcidos intervalos entre la tranquilidad de la paz y los rebatos de la guerra. Publicose en la Asumpción la cédula del Emperador, y por pluralidad de votos fue electo gobernador Domingo Martínez de Irala, noble vascongado, valeroso, ejecutivo, resuelto y determinado con fortuna. Era ambicioso y vano con extremo, y tenía un fondo de reserva que alcanzaban pocos.



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§ V

Gobierno de don Domingo Martínez de Irala


1540-1542


Elevado al mando, entendió en el desempeño del oficio. El fuerte mal murado erigió en ciudad; repartió solares, y señaló oficiales para las maniobras, con superintendentes que acalorasen las fabricas. Dio el primer lugar al templo, principal desvelo de los españoles, y se consagró a la triunfante Asumpción de Nuestra Señora. Para todo ayudaron los guaranís amigos, tan escrupulosos en la observancia de las capitulaciones, que excedían los términos de la obligación, y tan obsequiosos en el agasajo de los españoles, que ofrecían sus hijas para el servicio, y con ellas pasaron la vida en concubinatos escandalosos muchos años.

Tucumán, provincia de la América Meridional situada en la zona templada, menos por la extremidad que toca con la tórrida, corre norte a sud trescientas leguas, y doscientas de oriente a poniente. Parte términos con el Río de la Plata y Paraguay, y por el oriente se dilata al poniente hasta las cordilleras chilena y peruana; al sud deslinda con Buenos Aires en la Cruz Alta, llegando a confinar por este lado con la tierra de Patagones por las interminables campañas que le corresponden, y al norte se interna hasta las vecindades del Perú por el corregimiento de chichas, y varias provincias de infieles que nunca subyugó el valor español.

Sobre el nombre Tucumán discurren variamente los etimologistas. Unos le hacen dicción compuesta de tuctu que significa todo, y de la negación mana; esto es «nada de todo»; añadiendo que con estas palabras respondieron al Inca sus exploradores enviados a registrar, si estas tierras eran fecundas en minerales. Otros afirman, que preguntando los soldados de Pizarro si en estos países se hallaba plata, respondían los indios no hay manan; si oro, manan, tampoco. Entonces irritados los españoles dijeron: tucuimana, tucuimana, «a todo respondéis que no hay». No se duda que semejantes casualidades bastan para la imposición de nombres; pero en nuestro caso se descubre origen más evidente, expresado en antiguos protocolos.

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Al tiempo de las conquistas reinaba Tucumanahaho, cacique principal y Señor de Calchaquí. Tucumanahaho es dicción compuesta de Tucumán nombre del cacique, y de ahaho que en lengua kakana, usual en Calchaquí, significa pueblo; juntando las dos voces en una dicción, significan «pueblo del cacique Tucumán». Esta inteligencia es conforme a la propiedad del idioma kakano, que incluye el nombre de los caciques reinantes en el de las poblaciones que señorean; como se ve en Colalahaho, Taymallahaho y otros; imitando en esto a los griegos, que decían Constantinopolis, Adrianopolis etc.; propiedad que trascendía a otros idiomas de Tucumán, como se registra en la lengua tonocoté, en la cual gasta, significa «pueblo» en las dicciones nonogasta, sañogasta, chiquiligasta; y en la lengua sanabirona, en la cual zacat tiene la misma significación en chinzacal, nonzacat, anizacat, sanumbuzacat, pueblos de estos caciques.

La noticia de Tucumán, bajo de éste o de otro nombre, corría en el Perú con generalidad, y entre los conquistadores del Paraguay estaba muy valida la fama. No se sabía con distinción la cualidad del terreno, pero la codicia descubría ricos minerales que avivaban el deseo de emprender su conquista. Los argentinos, desde el tiempo de Sebastián Gaboto, enviaron cuatro exploradores cuyo capitán era César, para registrar lo interior del país, y recibidos pacíficamente de los indios, penetraron hasta los confines del Perú.

Por el extremo opuesto, pasando a la conquista de Chile, tocó en los términos rayanos de Tucumán don Diego de Almagro el Viejo, héroe entre las mayores felicidades desgraciado, el cual se ofreció en el Cuzco, por vía de composición con don Francisco Pizarro, a emprender la conquista de Chile, reino opulento con fama de riquísimo en minerales. Para lo cual juntó quinientos y cincuenta soldados, y llevó en su compañía al Inca Paullu, hermano de Manco Inca, y al sumo Sacerdote Vallacumú, personas distinguidas por su dignidad, que podían ser útiles para facilitar esta empresa. Caminaban en su obsequio quince mil indios peruanos, parte soldados y parte destinados al transporte de armas, municiones y bastimentos, bien instruidos del Inca en la comisión de su empleo.

Con tan lúcido acompañamiento se puso en camino el Mariscal Almagro, y desde el partido de Topiza, perteneciente a los chichas, se desfilaron cinco españoles al país de Jujuy, cuyos moradores dieron muerte a tres, escapándose los otros dos a Topiza, donde dieron noticia del infortunio de sus compañeros. Irritado Almagro con la osadía de los bárbaros, destacó a los capitanes Salcedo y Chaves, con buen número de soldados e yanaconas para el castigo de los agresores. Los jujuieños, que   -98-   sospecharon la venida de los españoles, se apercibieron para esperarle, y pelearon tan valerosamente que mataron muchos yanaconas, y apoderados del bagaje, obligaron a Salcedo y Chaves a retirarse.

De Topiza avanzó el Mariscal al valle de Chicoana, jurisdicción de Calchaquí, cuyos moradores le picaron la retaguardia; al principio con miedo por la ligereza de los caballos, y después con resolución denodada, jurando por el alto Sol que habían de morir, o acabar con los extranjeros. Quiso Almagro detener el ímpetu de los agresores, cuando por la muerte de su caballo se halló en manifiesto peligro. Empeñado en el castigo, destacó algunas compañas de caballos ligeros; pero ganando los calchaquís la eminencia de la sierra, impenetrable a los caballos, burlaron las diligencias del valeroso caudillo.

Por este tiempo, de lo más interior de la provincia hacia Capayan, perteneciente al valle de Catamarca, los indios convocados, y recelando caer en manos de los españoles, que ya se acercaban a Tucumán con sus conquistas, se internaron al corazón de Chaco, envueltos en un furioso huracán. Esta narración recibieron los primeros conquistadores, de algún indio, y de ellos en pluma de antiguos escritores llegó a nuestros tiempos.

Entretanto el gobernador Irala se desvelaba en asegurar la provincia, ya removiendo, ya sujetando los indios. Castigó los yapirús, cómplices con los payaguás en la muerte de Oyolas. Subyugó los pueblos de Ibitiruzú, Tebicuarí, Monday y otros del río Paraguay. Ordenó que los habitadores de Buenos Aires, siempre expuestos a invasiones de querandís, despoblado de puerto, subieran a la Asumpción. Pasó reseña de la gente de guerra, y halló seiscientos soldados; número considerable en aquellos tiempos para emprender alguna facción decorosa. No tardó en ofrecerse un lance en que la sagacidad de Irala, y el valor de la milicia campearon con gloria.

Los ibitiruceños, tebicuineños y mondaístas, puestos seis meses antes en sujeción, llenaban pesadamente el yugo del servicio, irritados con el mal tratamiento de los asumpcionistas que abusaban de ellos con crueldad y desprecio, tanto más sensibles, cuanto en su paciencia más sufrida, y su mansedumbre más callada. Para vengarse discurrieron varios medios; uno les agradó sobre los demás, que fue menester en la ciudad crecido número de soldados, con pretexto de satisfacer la curiosidad, registrando la procesión de Semana Santa, el jueves por la noche. A cuyo fin habían desfilado a la ciudad ocho mil guerreros, con tanto disimulo, que los españoles no alcanzaron la traición que se urdía contra ellos.

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Pero lo que los amotinados procuraron ocultar, descubrió la casualidad por medio de una indiezuela que tenía ruin comercio con Juan de Salazar, y a la cual un pariente suyo reveló la ruina que amenazaba a la ciudad; advirtiéndole del peligro que corría, si prontamente no se ponía en seguridad entre los suyos. La indiezuela, o porque deseaba continuar su mala vida, o tocada de femenil compasión, inquirió con cautela algunas particularidades sobre el tiempo, lugar y modo con que se debía ejecutar el atentado.

A todo satisfizo el indio, y recibido con agradecimiento el aviso: «espérame, le dice, que voy a casa. Madre soy, y es necesario poner en salvamento a un hijo que tengo, prenda de mis cariños. No te ausentes de aquí, espérame que ya vuelvo». El indio aguardó a su parienta, y ella caminó presurosa a informar menudamente al capitán Salazar. Cargada de su hijuelo volvió a su pariente, y Salazar pasó la serie de la narración al gobernador Irala.

Era Irala de juicio penetrativo, de pronto y sagaz acuerdo, proporcionando, los medios a los fines, tanto en los casos no previstos, como en los que premeditaba. Al punto y sin dilación ordenó tocar las cajas de guerra, y que el pregonero voceara, como un trozo de yapirús venía marchando para tomar la ciudad; que los soldados desnudaran el traje de penitencia, y echaran mano de las armas; llamó a consejo a los caciques, con pretexto de consultar los medios para hospedar a los yapirús.

Los caciques, que no recelaron descubierta su traición, vinieron al llamado; asegurados con prisiones, y substanciada sumariamente su causa; fueron ahorcados los principales, casi a la misma hora que ellos tenían destinada para el exterminio de los españoles. Con el castigo de los más culpados se mudó enteramente la escena, y los menos delincuentes admitieron el perdón que publicó Irala.

Desde este tiempo, se gozó paz, y la población tomó nuevo ser y esplendor, a influjo de su gobernador, que fomentó los edificios, y repartió solares para alquerías, de cuyo beneficio pendía el surtimiento de víveres, que hasta entonces se rescataban de los confederados. Con este fomento, se cultivaron las granjas, tantas en número, que visitando el año de 1595 el teniente Juan Caballero Bazán los pagos de Tapyperi, Capiata y Valsequillo, halló ciento cincuenta y tres granjas; y visitando el año de 1602 Hernando Arias de Saavedra los contornos de la ciudad, en distancia de seis para siete leguas hasta Capiata y Salinas, encontró 272 alquerías, 187 viñas, y en estas un millón setecientas y   -100-   sesenta y ocho mil cepas. Así los antiguos, como laboriosos, sabían utilizarse de la buena cualidad del terreno.




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§ VI

Gobierno de don Alvar Núñez Cabeza de Vaca


1540-1544


Mientras Irala con prudente acierto promovía las cosas, fue provisto Alvar Núñez Cabeza de Vaca con título de Adelantado. Era nacido en Xerez de la Frontera, avecindado en Sevilla, nieto de Pedro Vera, gran conquistador de la Canaria. Estimulado con el ejemplo de sus mayores, pasó a la Florida en la desgraciada jornada de Pánfilo de Narváez, con título de Tesorero real. La expedición es célebre por infeliz, y nuestro héroe recomendable sobre todos por sus virtudes.

Este varón ilustre, pues, salió de San Lúcar a 2 de noviembre de 1540, con cuatro navíos y cuatrocientos soldados, y al siguiente año abordó a la isla de Santa Catalina, de la cual en nombre del invictísimo Emperador Carlos V tomó posesión por España.

De este puerto Alvar Núñez despachó la mayor parte de la gente, por agua a la Asumpción, adonde llegó sin memorable suceso, al frente de doscientos y cincuenta arcabuceros y ballesteros, veinte y seis caballos, y algunos isleños de Santa Catalina; cortando el camino por tierra, al principio por despoblados y soledades, y después por varias naciones. Diez y nueve días tardó en llegar a las primeras tolderías, que llaman de los Camperos, en los confines de Guayrá sobre el nacimiento del Iguazú, pero como el terreno era montuoso, se ganaba a fuerza de brazos, talando bosques que embarazaban el paso y obligaban al desmonte.

Salieron después a terreno despejado; país de los Camperos, cuyos reyezuelos Añiriry, Cipoyay y Tocanguazú se esmeraron en el recebimiento   -101-   del Adelantado, ofreciendo libremente bastimentos. Alvar Núñez agradeció el donativo, y fírmadas con ellos las paces, tomó posesión del terreno, y lo denominó provincia de Vera. Prosiguió su camino hasta caer al Iguazú, río caudaloso. Aunque los habitantes eran por naturaleza feroces, poco hospitaleros y enemigos irreconciliables de los extranjeros, a los españoles recibieron humanamente, proveyéndoles de víveres en abundancia.

Los caballos hicieron ruidosa harmonía en su imaginación, y porque temían su braveza, procuraron amansar su ferocidad con miel, gallinas y otros comestibles que les ofrecían, rogándoles a que no se irritasen contra ellos, que les traerían comida copiosa. ¡Ingenua sencillez, compatible con la primera vista! Sosegados los caballos, los indios, las indias y los muchachos concurrían en grandes tropas a ver un animal que hizo temible la novedad, y pasada esta, deleitable su natural inquietad y alboroto.

Siguió el Adelantado su camino, unas veces desmontando, otras esguazando ríos, y aplicando el artificio de puentes. Día hubo, en que se levantaron diez y ocho para atravesar los frecuentes tributarios del caudaloso Iguazú. Entre tantos peregrinos objetos, suavizaban las penalidades que ofrecía el terreno árboles, de altura desmedida, y corpulentos a correspondencia; pinos que se perdían de vista, tan gruesos, que cuatro hombres con los brazos abiertos no alcanzaban a ceñir la circunferencia; monos de varias especies, traveseando juguetones de rama en rama, y saltando placenteros de árbol en árbol. A veces se desprendían por la cola, y pendientes al aire se ejercitaban en desgranar piñones, derribándolos al suelo para comerlos después con descanso. Afán verdaderamente penoso, pero a veces sin fruto; porque cuando bajaban festivos a gozar el fruto de su laboriosidad, los puercos monteses, que se ponen en celada, salen de sus guaridas, se arrojan sobre los piñones y con inalterable serenidad consumen las provisiones de los monos; los cuales, como hambrientos, ganan los pinos, y gritan, inútilmente contra los consumidores de sus diarios alimentos; pero ellos sordos a quejas tan justas, continúan su ejercicio, hasta que consumidos los piñones, se ponen en celada para repetir segunda y tercera vez el asalto. Más adelante se atravesó un cañaveral de cañas gruesas como el brazo, y en partes como el muslo. Los cañutos, unos depositaban gusanos largos, blancos y mantecosos, buenos para hartar el hambre, otros atesoraban agua buena y cristalina con que apagar la sed.

Poco después encontraron con el salto del Iguazú, el cual tiene su nacimiento a espaldas de la Cananea, desde adonde hasta descargar en el Paraná, corre más de doscientas leguas; poderoso y rico con las aguas que le   -102-   tributan otros ríos sobre sus márgenes oriental y occidental. En medio de su carrera se atraviesa una alta serranía, de cuya eminencia se precipita todo el ímpetu de su corriente. Sus aguas parte siguen su curso natural, parte azotadas contra los peñascos, se rarifican en sutil espuma, que elevada sobre la cordillera, forma argentada nube, en la cual reverberan los rayos solares con indecible hermosura. Objeto a la verdad delicioso, que imitando la reflexión del espejo, deja claros intermedios para admitir los rayos del sol y transfundirlos por la parte inferior con encontradas refracciones, que ofrecen la novedad más peregrina a la vista.

Observado este portento siguió su curso el Adelantado hasta la Asumpción, donde llegó el año de 1542. Su primer cuidado fue la religión cristiana. Convocó la clerecía y religiosos, y con gravedad de palabras dignas de la materia, puso en su noticia como el Señor Emperador Carlos V descargaba su conciencia en la confianza que de ellos hacía en materia de religión, exponiendo la obligación que tenían de satisfacer al César, a su conciencia y a Dios, que había depositado en el seno de su celo tantos millares de almas, que sólo esperaban la industria de celosos ministros, para salir de las fauces del abismo, y pasar por sus manos a la bienaventuranza. Convocó también los indios amigos, y en presencia de los clérigos y religiosos, les hizo un grave razonamiento sobre el negocio de su salvación, encargándoles el respeto que debían a los ministros de Dios, como embajadores suyos para enseñarles el camino del cielo.

Satisfechas estas obligaciones entendió en los negocios del gobierno. Señaló a Domingo Irala, para que siguiendo el camino de Juan de Oyolas descubriera comunicación con el Perú. «Andad, le dice, seguid el rumbo de Oyolas, tomad noticia de las naciones para descubrir paso al Perú. La desgracia de aquel incauto capitán sirva de cautela a la vigilancia, para que la empresa no se malogre por arriesgada confianza. La extrema necesidad de la provincia obliga a mejorar fortuna con la comunicación que se pretende; ella es posible, pues ya la descubrió Oyolas, y por su desgracia, no llegó a nuestra noticia. Tentad pues todos los medios, que la faciliten, y volved con respuesta, que ensanche las esperanzas, y felicite nuestra fortuna». Irala subió hasta la isla de Orejones, sentó paces con algunas naciones, adquirió noticias del rumbo que debía seguir para el Perú, y vuelto a la Asumpción avivó las esperanzas de todos.

El Adelantado entretanto pacificó los agaces, y sujetó al rebelde Tabaré, cacique feroz y guerrero, señor del Ipané. Tenía un cuerpo de milicia de ocho mil guerreros que componían tropas auxiliares de otros reyezuelos confederados. El sitio defendían tres palizadas de robustos   -103-   troncos que ceñían la circunferencia de la habitación; a las entradas de las calles reparaban corpulentos maderos, y dificultaban el asalto con fosos y zanjones. Como el Adelantado era inclinado a la paz, brindó con ella a Tabaré, por medio de embajadores; a los cuales cruelmente quitó la vida, reservando uno para mensajero, al cual, «andad, le dice, andad a vuestro capitán, y referidle lo ejecutado; añadiendo, que Tabaré no admite la paz, ni teme la guerra, y que espera hacer en batalla con los castellanos lo que deja ejecutado con los embajadores».

Irritado el Adelantado con la respuesta, resolvió castigar al rebelde Tabaré. Para el efecto nombró a Alonso Riquelme su sobrino con trescientos españoles y más guaranís auxiliares, con orden de ofrecer primero la paz, y no admitida, declarar la guerra. Tres veces convidó Riquelme con la paz a Tabaré, el cual dio nuevos indicios de obstinación, asaltando el cuartel de Riquelme con tanto coraje que causó algún daño la primera vez, y la segunda obligó a los españoles a retirarse, dejando en manos del enemigo la plaza de armas. Avergonzado el capitán español de los progresos de Tabaré, revolvió furioso sobre los infieles, y con muerte de 600 tabareños recobró la plaza de armas.

Para facilitar el asalto de la población se fabricaron dos castillos de madera; constaban de tablazón, y eran portátiles con ruedas, sobre las cuales descansaba la máquina, que tenía una elevación superior a las palizadas del enemigo, con algunos descansos en que eran conducidos los guaranís flecheros y los arcabuceros españoles. Estaban repartidos por la frente y costados algunos reparos que servían a la puntería, sin peligro de ser ofendidos. Dividió Riquelme su gente en tres compañías. La una comandaba Ruiz Díaz Melgarejo, la otra, el capitán Camargo, y el centro con los castillejos el mismo Riquelme.

Arrimó éste las máquinas, y por el lado que le correspondía arruinó la estacada, y parte de su gente se arrojó dentro de la población, manteniendo con más vigor que ventaja la pelea. Al capitán Camargo oprimían los infieles con gran resistencia de los ipanenses; pero socorrido del alférez Juan Delgado, rompió la estacada. Melgarejo por su parte corrió gran riesgo pero con algún daño de los suyos venció la estacada, y se juntó a Camargo, y los dos ya victoriosos se unieron a Riquelme. Los tres juntos renovaron el combate, y retiraron el enemigo a un sitio, que podemos llamar plaza de armas, donde se trabó una muy reñida batalla, en que murieron cuatro mil tabareños; se hicieron tres mil prisioneros, muchos fueron heridos, los demás huyeron. Tabaré y otros caciques solicitaron la paz, y se les concedió con ligeras condiciones, que admitieron gustosos y cumplieron con fidelidad.

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Concluida esta empresa se volvieron las armas contra los guaycurús, nación a ninguna inferior en barbarie fronteriza de la Asumpción, hacia la margen occidental del Paraguay. Es gente altiva, soberbia y despreciadora de las demás naciones; guerrera por extremo, guardando inviolablemente el estilo de invadir cada año los países vecinos, no con deseo de enriquecer sino por adquirir gloria militar, y por hacer temible el nombre guaycurú. Como era antiguo uso suyo invadir cada año, alguna nación, en el presente intentaron meter guerra en tierras de guaranís amigos. Alvar Núñez, por asegurar más estos en su devoción, se mostró enemigo de sus enemigos, declarándoles guerra; para la cual señaló quinientos españoles, diez y ocho caballos, y crecido número de guaranís; y por cabos a Domingo Irala y Juan de Salazar, ambos expertos en las guerras contra indios.

Pasado el río se siguió sobre la huella al guaycurú vagabundo, y un día se adelantó tanto Alvar Núñez con su gente, que vieron al enemigo cantar alegres endechas, provocando las naciones del orbe con desprecio. Música mal sonante, que irritó a los españoles y les obligó a presentar la batalla. «¿Quién sois vosotros (empiezan a gritar los guaycurús) que osáis entrar en nuestras tierras sin nuestro permiso?» Hallábase en el campo español Héctor Acuña, cautivo algún tiempo entre ellos y que entendía su dialecto. «Héctor soy, responde, que vengo a tomar satisfacción de los agravios hechos a los guaranís, nuestros aliados». «En hora mala vengas tú, y los tuyos, replicaron, que presto experimentarás que no es lo mismo pelear con guaranís cobardes que con valerosos guaycurús».

A las últimas cláusulas tiraron los tizones del hogar, y empuñando, las armas, dieron principio a la refriega, con gritería tan horrible que pusieron en fuga a los guaranís. Las voces acompañaron con densa multitud de flechas, que causaron algún daño, en la gente del Adelantado; y aunque ellos lo recibieron mayor de la artillería, no se intimidaron los demás, que no perdieron pie de tierra, manteniendo, con su valor la pelea. Pero lo que no obró el estrago de la artillería, consiguió el ruido de los cascabeles que pendían de los pretales de los caballos. La retirada del enemigo fue con orden, dejando muchos muertos en la campaña, y cuatrocientos prisioneros en poder de españoles.

Concluida felizmente la campaña, se restituyó a la Asumpción el Adelantado, y trató a los prisioneros con grande humanidad, procurando con amor y cariño domesticar aquellas fieras. Significoles que en la presente guerra más parte habían tenido los daños causados en los guaranís que su propensión a hostilizar los vecinos; que ninguna cosa era más conforme a su genio que la benignidad y clemencia, armas a   -105-   que daba en primer lugar, y finalmente, que deseaba la paz con los de esta nación, y comunicar con los principales caciques, a los cuales mandó llamar con uno de los prisioneros.

Veinte y cinco vinieron, que puestos en presencia de Alvar Núñez, y sentados sobre un pie, (bárbara ceremonia que prescribe su ritual, cuando celebran tratados de paz) tejieron largos anales de sus proezas y victorias, dando principio por las guerras que habían emprendido, y finalizando con las victorias conseguidas sobre los guaranís, yapinis, agaces, naperús, guataes y otras naciones, de las cuales había triunfado su valor con tanta prosperidad, que imaginaban ser invencibles; confesándose rendidos por guerreros más esforzados, a los cuales era justo someterse, reconociendo superioridad en quien tuvo valor para vencerlos. Así hablaron los ya humillados guaycurús.

El Adelantado les propuso en pocas palabras la santidad de la religión cristiana, y necesidad de profesarla para salvarse. Ofrecíales la paz y sus armas contra los perturbadores de su nación, con sola una condición, de no hostilizar sus aliados y de ser amigos de sus amigos. Admitieron gustosos la paz, pero no la religión, cuya estrechez no hermanea con una libertad que no conoce Dios, ni admite ley. El ejemplo de los guaycurús imitaron otras naciones menos orgullosas, solicitando la paz por medio de embajadores. Pacificada la tierra, dispuso el Adelantado las cosas para la jornada del Perú, que era toda la esperanza de los conquistadores, animados con la noticia del oro y plata que publicó Irala después que bajó del puerto de los Reyes.

Dispuesto lo necesario, por setiembre de 1543, se dio principio a la jornada con cuatrocientos españoles, y mil y doscientos indios, vistosamente arreados en diez bergantines, y ciento y veinte canoas. Llegados al puerto de la Candelaria, que se halla en veinte y un grados menos un tercio de latitud austral, descubrieron seis payaguás, deseosos de comunicar con el capitán de la armada; los cuales traídos a la presencia del Adelantado empezaron un largo razonamiento, cuya substancia es, que en poder de sus caciques, cuyos enviados eran, se hallaban más de 66 cargas, rescatadas a fuerza de armas de lo que fueron cómplices en la muerte de Juan de Oyolas; que dichas cargas eran conducidas a hombros de indios chanes, y que si no tenían a mal esperar hasta el día siguiente gozarían la grande riqueza que su cacique arrebató de mano de los alevosos para restituírsela a su legítimo dueño.

Alvar Núñez creyó a los payaguás, y esperó con inquieta solicitud unos dos y tres días a los chanes. Como estos no vinieron, conoció que   -106-   era artificio y disimulo de los payaguás, los cuales con pretexto de las fingidas cargas, urdían alguna traición semejante a las pasadas. Por lo cual mandó llevar anclas, y proseguir la navegación. Pero como no todas las canoas podían alcanzar los bergantines, y algunas quedaban atrás, el fementido payaguá logró la ocasión de hacer daño en los guaranís, y causó, cuanto pudo con ligero castigo de su atrevimiento.

En el camino sentó el Adelantado paces con los guatos, y guajarapos que habitaban cerca de la isla de los Orejones, los guatos a la izquierda, y los guajarapos a la derecha sobre el mismo río. Está situada la isla en medio del río que se divide en dos brazos, casi en altura de diez y ocho grados hasta el décimo nono. Era habitada de los orejones, así dichos porque se agujereaban las orejas y rasgaban tanto la parte inferior, que pendía con disformidad sobre los hombros. Su genio era tratable, humano y cariñoso, ejercitando con los extraños la hospitalidad. El alimento solicitaban del beneficio de la tierra que cultivaban, con prolijidad, y se puede creer que miraban también al divertimiento y recreo. Los antiguos describieron la isla como vergel y paraíso; los modernos no descubren cualidades tan ventajosas, pero el tiempo y falta de cultivo es capaz de convertir un ameno paraíso un erial infecundo.

Habitaban en sus márgenes muchos indios, gente pacífica, más propensa a beneficiar la tierra que ejercitada en las armas. Vestían el traje de la inocencia, adornando su natural desnudez con piedrezuelas de color azul y verde, con que empedraban narices y orejas. Tenían ídolos de horrible aspecto.

Aquí se adquirió noticia de la nación xaraye o sarabe, que habitaba río Paraguay arriba, en distancia de sesenta leguas de los orejones sobre las márgenes del río. Dividíase en dos ramos parabazanes y maneses, sujetos al supremo señor que se llamaba manes. Si creemos antiguas relaciones tenían muchos pueblos, algunos de seis mil vecinos. Más se aplicaban al beneficio de la tierra que al manejo de las armas; sin las cuales se hacían respetar, ya por el número crecido de individuos, ya también por el concierto de su república.

Empezose el descubrimiento por tierras, pero como era mucha la espesura de los bosques, el mismo guía perdió el tino y desmayaron los ánimos. Con esto el Adelantado se bajó al puerto de los Reyes, en la isla de los Orejones, donde halló que los paisanos, inducidos por los guajarapos, intentaban sorprender a los españoles; pero descubierto el artificio de sus tramas, fueron aprisionados los caciques principales, y por la humanidad del Adelantado reducidos todos a paz. Como en la expedición   -107-   se demoraron más tiempo del que se imaginó, escasearon los víveres, y para conseguir algunos de las naciones, señaló el Adelantado al capitán Gonzalo de Mendoza, con orden de comprarlos por justo precio sin ofensa de sus dueños.

El capitán Gonzalo se puso en camino con veinte y cinco españoles y sesenta indios, y llegado a los jaramicosis, que le hicieron resistencia, usó con ellos las armas, y los puso en huida. Discurriose por la población, y llegando a la plaza se descubrió una fuerte palizada de robustos troncos, que permitían por algunos claros el registro de una serpiente, de figura y magnitud extraordinaria. Era monstruo largo veinte y cinco pies, corpulento a correspondencia. El color atezado, menos hacia la cola, donde alternaban varios colores, vivísimos en su especie. Era cuadrada la cabeza, ancha y rasgada la boca, de la cual sobresalían cuatro grandes colmillos. Los ojos pequeños, pero de viveza centellante. Manteníase de humana carne, especialmente de los cautivos que aprisionaban los jaramicosis en las continuas guerras con otras naciones. Hízose blanco de las balas y flechas, y azotándose contra el suelo, y dando silbos espantosos, acabó desangrado sus días el monstruo de la tierra.

Con esto dio vuelta el capitán Mendoza, y poco después llegó Hernando de Rivera, enviado del Adelantado, con un bergantín, y cincuenta españoles para seguir el rumbo de poniente, y penetrar lo interior del país. Veinte y un día caminó por agua y tierra, avanzando en las jornadas, según permitía la espesura de los bosques; sucediendo a veces que apenas se caminaba una legua, que primero se desmontaba con imponderable tesón. Llegó a los travasicosis, entre los cuales se hacía concepto de lo precioso, colgando por vanidad piezas de oro y plata de las orejas y labio inferior. Tomose lengua de ellos, y se supo que distaban tres jornadas los paizunaes, que comerciaban con los españoles del Perú, y que en su pueblo se hallaban algunos de ellos.

Alguno de los compañeros de Hernando de Rivera es el inventor del famoso Paitití, por otro nombre imperio del Gran Mojo. Es el Paitití un riquísimo imperio situado más allá de los xarayes, en la derecera del Dorado, origen, como algunos falsamente creen, del Río Paraguay. Está dicho imperio aislado en medio de una gran laguna, cuya circunferencia ciñen montañas de inestimable riqueza. Los edificios son todos de piedra blanca, con división de calles, plazas y adoratorios. Del centro de la laguna se levanta el palacio del Emperador Mojo, superior a los demás en grandeza, hermosura y riqueza. Las puertas del palacio defienden leones aherrojados en cadenas de oro; los aparadores y vajillas también de oro sirven a la grandeza y ostentación del monarca.

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Estas y semejantes invenciones publicaron los antiguos, y renuevan los novelistas del Gran Mojo, aquéllos sobre la fe de un testimonio primeramente escondido, y después honrado con la luz pública, y éstos sobre el dicho de los antiguos. Pero leídos los que tocan este punto, y enterado de la geografía del terreno, se ve que el Paitití es un imperio fabuloso, que no tiene cabida en toda la América, y que sus inventores no merecen elogio más honrado que él de soñadores. Restituido Hernando de Rivera al puerto de los Reyes, donde el Adelantado y su comitiva le esperaban, se restituyeron todos a la Asumpción, la cual se convirtió en teatro funestísimo; porque los oficiales reales sentidos contra el Adelantado trataron de vengarse de un hombre que merecía estatua por su rectitud, justicia y cristiandad. Incierto es que papel hizo Domingo Martínez de Irala en esta tragicomedia. Unos le hacen cabeza, otros cómplice, mientras que Rui Díaz de Guzmán le libra de toda nota. Lo que no admite duda es, que el contador Felipe Cáceres, y los oficiales reales García Venegas, Alonso Cabrera y Dorantes, con muchos caballeros y plebeyos, se fueron por abril de 1514 a la casa del Adelantado, y clamando: Viva el Rey, y muera el mal Gobierno, le aprisionaron, y asegurado con grillos le metieron en la cárcel de los malhechores, dando libertad a muchos a quienes sus delitos tenían en su merecido lugar.

El bastón del gobierno se entregó a Domingo de Irala, de quien escribe Rui Díaz de Guzmán que se hallaba actualmente tan enfermo que ya había recibido todos los sacramentos; motivo porque rehusó el cargo, temiendo en semejantes circunstancias embarazarse en negocio tan ruidoso. Pero añade el autor, que estando ya oleado, fue sacado a la plaza para empuñar el bastón. Narración que da fundamento para creer que Irala fingió la enfermedad que no tuvo, y que Rui Díaz, como nieto, por liquidar la inocencia del abuelo no reparó en la inverosimilitud de las circunstancias con que vistió su elevación al gobierno.

El Adelantado toleró diez meses el rigor de la prisión, con paciencia tan cristiana que no desplegó sus labios para la queja. Los leales al Rey (nombre entonces odioso) se ausentaron a los montes, donde vivieron algunos meses con increíbles penalidades. Algunos fueron ahorcados, pagando su lealtad con pena capital de infames. Sólo el delito gozaba inmunidad, y a todos era lícito cuanto licenciaba la autoridad, codicia y lujuria. A la milicia se indultó libertad para todo arrojo, autorizando sus desafueros contra los indios, a los cuales enteramente se desamparó, permitiéndoles juntar a las obligaciones de cristianos, ritos de gentiles.

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Pasados los diez meses acordó Irala despachar el Adelantado a la corte. Con él se embarcó el veedor Cabrera y el tesorero Vanegas. Lope Ugarte pasó con título de agente de Irala. El bergantín se hizo a la vela, y entrado en alta mar combatieron los elementos cuatro días al frágil vaso sin esperanza de tranquilidad. Todos temían la muerte, especialmente los reales oficiales a quienes atormentaba la mala conciencia. Atribuyendo la tormenta a superior causa, y al castigo que les preparaba la divina justicia, confesaron públicamente su delito, y arrojados a los pies de Álvaro Núñez le quitaron los grillos, publicando los falsos testimonios que habían jurado contra él.

Determinaron restituirse luego a la Asumpción para reponer en sus honores al Adelantado, por cuya inocencia militaba el Cielo; y así lo ejecutaran, si Pedro Estopiñán, primo del Adelantado, no les animara a proseguir la navegación. En efecto se continuó con prosperidad. Mas los oficiales reales, libres ya del mar y de sus tormentas, tomada otra determinación, presentaron en el Real Consejo de Indias los autos contra el Adelantado. Pero, mientras ellos procuraban oprimir al inocente, Dios castigó severamente a los culpados. García Vanegas murió repentinamente y Alonso Cabrera enloqueció de pesadumbre.

Al tiempo que la divina justicia castigaba los calumniadores de Alvar Núñez, la humana en revista de autos justificó sus procederes, y honró los últimos años de su vida con el ejercicio de Oidor en la audiencia de Sevilla, fue el Adelantado uno de los hombres más juiciosos de su siglo: recto, prudente, entero y de sano corazón. Celoso de propagar la fe entre los infieles, y rígido observador de costumbres arregladas entre los cristianos; con los pobres piadoso, con los infieles benigno, y fuerte con los desreglados. A los ministros del Altísimo obediente, al Rey fiel, y a Dios temeroso. Prendas que no bastaron a hacerle respetable a la fortuna perseguidora de hombres grandes. La Florida lo cautivó con inhumanidad, la Asumpción lo aprisionó con infamia; pero en una y otra parte fue ejemplar de moderación, más respetable entre los indios de la Florida, que entre los españoles de la Asumpción.



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