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ArribaAbajoLibro IV

Nuevas poblaciones.-La paz europea en peligro.-Empresas contra africanos.-Mutación en el Ministerio.-Mejoras en todos los ramos



ArribaAbajoCapítulo I

Nuevas poblaciones


Origen del proyecto de colonias.-Su renovación.-Propuesta de Thurriegel.-Sierra-Morena.-Consulta del Consejo.-La aprueba el Soberano.-Fuero de población.-D. Pablo Olavide.-Colonia de Sierra-Morena.-Del desierto de la Parrilla.-Opiniones contrarias.-Visitadores de las colonias.- Sus informes.-Representaciones de Olavide.-Lo examina todo una junta.-Su consulta al Monarca.-Triunfo de Olavide.-Se le dan nuevas instrucciones.-Actividad con que las cumple.-Buen estado de las colonias.-Fray Romualdo de Friburgo.-Delata a Olavide.-Notable carta de este a Roda.-El inquisidor general.-Rumores sobre las colonias.-Autillo de fe contra Olavide.-Su sentencia.-Sátira circulada entonces.-Fuga del ex-superintendente.

Dejando atrás muchos sucesos en obsequio del buen método y de la claridad requerida justamente para la historia, ha sido menester no apartar la atención de cuanto provino del motín contra Esquilache y hubo término con la elevación de Pío VI al pontificado, y recorrer de seguida y bajo un solo aspecto el período comprendido entre el 23 de marzo de 1766 y el 14 de febrero de 1775. Si hasta ahora la pluma ha semejado a veces como nave avanzando por entre escollos, ya de continuo parecerá mejor barquilla que sigue el curso de conocida y no peligrosa corriente.

Dos asuntos trascendentales maduraron al mismo tiempo con grande intervención del conde de Aranda; el de extrañar a los jesuitas y el de admitir nuevos habitantes en los dominios españoles. Ya en 1749 lo había recomendado así el marqués del Puerto, ministro de la corte de Madrid en la del Haya, pareciéndole favorable coyuntura la que ofrecía el desengaño de muchos alemanes, que se habían vuelto de Inglaterra por no corresponder las obras a las promesas que aquella nación hizo a los que se presentaran como pobladores de la Nueva-Escocia. Pensamiento era además en armonía con las vastas ideas del marqués de la Ensenada, y así dijo al del Puerto que tanteara si habría quien tomara a su cargo la empresa. Poco más tarde contestó el representante español en Holanda remitiendo varios pliegos de licitadores, y entre ellos alguno bastante ventajoso. Una comunicación del marqués del Puerto, en que manifestaba que el empresario se dolía de ver cómo se malograba el tiempo que invertían provechosamente Inglaterra para sus plantaciones, el duque de Brunswich para las suyas y la emperatriz reina para las de Hungría; y otra del marqués de la Ensenada relativa a significar lo ocioso que sería precipitar el trasporte, si primero no se fijaban la distribución y la manera de establecer útilmente a los colonos, en lo que se trabajaba con la atención que requería tal asunto, estancáronlo por entonces646. Ni tuvo más feliz suceso, entre otros planes, el de traer una colonia griega, sin determinar todavía el punto donde más convendría establecer los nuevos moradores, pues para este y los demás proyectos se citaban generalmente los despoblados de España e Indias.

Por octubre de 1766 revivió el designio de fundar colonias a consecuencia de un memorial de D. Juan Gaspar Thurriegel, quien, después de servir a las órdenes del rey de Prusia y de quedar retirado a la conclusión de la última guerra, vino a España como proyectista y alentado por el conde Mahoni, representante de Carlos III en la corte de Viena. A poner una fábrica de espadas, donde se construyeran como en Solinga, se enderezaron al principio sus pretensiones; mas, previendo entorpecimientos y escaseando de recursos, alególas en solicitud de licencia para traer seis mil colonos. Con el informe de una junta de ministros remitióse la instancia al Consejo de Castilla, y, a tenor de su consulta, se previno que, de acuerdo con Campomanes, arreglara y formalizara Thurriegel las condiciones de la contrata, sobre la base de que los colonos se habían de establecer en Sierra-Morena647.

A semejante resolución presidía el acierto sin duda. Con haber sido tantos años la vía de Madrid a Cádiz único punto de comunicación entre España y sus grandes posesiones ultramarinas, y con servir de continuo tránsito a mucho número de gentes y a considerable porción de caudales, del Viso a Bailén no se veía más tierra que la escabrosa del camino llamado del Puerto del Rey, en alguno de cuyos trozos era menester descargar los carruajes y que los pasajeros y los fardos lo atravesaran en caballerías; ni se hallaban más que malas ventas, donde solo había para los caminantes incomodidad y sobresalto. Por temor o por connivencia de los venteros, dentro de sus casas concertaban frecuentemente los ladrones sus robos, y los ejecutaban a mansalva, ocultándose en guaridas de que ahuyentaban a las fieras. Acaso a muy largas distancias se descubrían entre contados caseríos algunos pastores como los que allí hizo encontrar el ilustre manco de Lepanto al ingenioso hidalgo de la Mancha. Parte de la Sierra estuvo poblada en tiempo de moros; actualmente ya no hacía más que espesos matorrales hasta en torno de la ermita de Santa Elena, donde resonaron cánticos de gracias al Cielo por el magnífico triunfo de las Navas.

Lauro merecía hasta el conato de poblar aquella soledad peligrosa, y Carlos III ansiaba ganarlo llevando la obra a feliz remate. Según las condiciones proyectadas a la vista de Campomanes, se obligaba Thurriegel a traer seis mil alemanes y flamencos, todos católicos y labradores o artesanos, en el término de ocho meses, a contar desde su regreso a Alemania. Entre ellos podría haber mil hombres y mujeres de cuarenta a cincuenta y cinco años, y aun doscientos que llegaran a los sesenta y cinco; tres mil de diez y seis a cuarenta; mil muchachos y muchachas, y otros mil niños menores de siete años. Por cada una de estas personas se le abonarían trescientos veinte y seis reales al tiempo de su desembarco: todos vivirían sujetos a las leyes del país donde se les instalara; y el Soberano les mantendría sacerdotes de su país nativo. También pedía para sí una patente de coronel y cuatro de capitanes y otras tantas de tenientes para ocho oficiales alemanes y flamencos, de quienes se habría de valer para cumplir su compromiso. A tenor de la propuesta del antiguo oficial prusiano extendió el Consejo su consulta el 26 de febrero de 1767, introduciendo ligeras modificaciones sobre la edad respectiva de los colonos, que deberían ser por mitad artesanos y labradores; provistos de tierras, ganados y utensilios por el Monarca; considerados como vecinos; exentos de tributos durante diez años, y asistidos por eclesiásticos de su nación hasta que se instruyeran en la lengua castellana.

Esta consulta obtuvo la aprobación del Soberano: en tal sentido se elevó la propuesta de Thurriegel a contrata el 30 de marzo ante D. Ignacio Esteban de Agarrada, escribano más antiguo del Consejo; y así el 2 de abril de 1767 pudo Carlos III decretar juntamente el extrañamiento de unos cuatro mil jesuitas y la admisión de seis mil colonos648.

Fin de mayo era cuando Thurriegel salía para Alemania sumamente reconocido a la buena acogida y humanidad que había hallado en D. Miguel de Muzquiz, ministro de Hacienda; lo cual celebraba Campomanes, porque, a su entender, era necesario ganar el terreno que habían hecho perder a la nación la indiferencia y frialdad con que fueron tratados muchos649.

Ya el empresario conocía el fuero de población y el régimen con que debían ser gobernadas las colonias, por ser obra de Campomanes, a quien veía frecuentemente, y por necesitar aquella noticia para estar más en proporción de cumplir la escritura. Todo lo referente a la fundación y administración de las colonias proyectadas consta en una Real cédula del día 2 de julio. Para establecerlas se consideraban adecuados todos los sitios yermos que abundaban en Sierra-Morena, y se debía procurar que no distaran entre sí más que un cuarto o cuarto y medio de legua las poblaciones. Cuatro o cinco de ellas formarían una feligresía o concejo, con un párroco del idioma de los nuevos habitantes por entonces, y en adelante nombrado, a consulta de la Cámara y después de concurso, por el Monarca en virtud de su Real patronato. Un alcalde y un personero habría en las respectivas feligresías, y un diputado de cada una de las poblaciones, debiendo ser todos electivos, y no pudiendo nunca ser perpetuos, para evitar a los nuevos pueblos los males que sufrían los antiguos con tales enajenaciones. En paraje oportuno se levantarían la iglesia con habitación para el cura, la casa de ayuntamiento y la cárcel, a cuya construcción ayudarían todos los colonos: sería además común una dehesa boyal para reponer las yuntas, con prohibición de arrendar los pastos sobrantes y de que se introdujera allí la Mesta; y se podrían señalar además, con el nombre de senara concejil, algunas tierras que labraran los vecinos en días libres. Sus productos y los de los molinos y hornos que se fabricaran sucesivamente constituirían los bienes de propios de aquellos lugares, vedándose los arbitrios sobre los comestibles en tienda u oficina privilegiada que pusiera trabas al comercio, y sobre los arrendamientos de las dehesas boyales, los pastos comunes, la pámpana de la viña o la rastrojera, por ser este el principio del aniquilamiento de la labranza y cría de ganados, estancándose en pocos. Todo concejo poseería una escuela de primeras letras, adonde no se eximiría de ir ningún niño, siendo por consiguiente la instrucción primaria obligatoria: jamás se fundarían allí estudios de gramática, y mucho menos de otras facultades mayores. Tampoco se permitiría erigir convento alguno de monjas o de frailes, ni con el nombre de hospicio, misión, residencia o granja, pues todo lo espiritual había de correr por los párrocos y ordinarios diocesanos, y todo lo temporal por las justicias y ayuntamientos, bajo la dirección inmediata de un superintendente general y la superior de la primera Sala de gobierno del Real Consejo de Castilla. A todo colono se le repartirían cincuenta fanegas de labor en lo que se llamaban navas o campos: cada una de estas suertes de tierra pertenecería siempre a una sola familia, no pudiendo ser jamás gravada con censo, vínculo ni fianza, pena de caer en comiso y de volver a la Corona, y que dando el Gobierno en repartir a los hijos según dos y terceros otras suertes. Su tasación respectiva se haría con atención al tiempo necesario para el descuaje y rompimiento, y se impondría por lo que resultara un ligero canon enfitéutico en reconocimiento del directo dominio de la Corona, aunque no pagadero hasta los diez años, en que también debía cesar la exención de los demás tributos: a los cuatro años se empezaría a pagar el diezmo, y solamente al Real Patrimonio en uso de sus regalías y por remuneración de las expensas que le ocasionaba el establecimiento de las colonias. Donde hubiera terreno de regadío se distribuiría proporcionalmente para poner huertas y otras industrias: en las laderas y collados se daría a los colonos algún terreno más para el plantío de árboles y viñas; y podrían aprovechar libremente los pastos de los valles y montes. Demarcados los términos de cada suerte, los plantadores las cercarían con frutales. Fuera de las herramientas a los artesanos y de los aperos a los labradores, se distribuirían a unos y a otros todos los utensilios caseros, tocando igualmente a cada familia dos vacas, cinco ovejas, otras tantas cabras y gallinas, un gallo, una cerda, y granos y legumbres con destino a la manutención y sementera del primer año. Para incorporar más fácilmente a la nación aquellos colonos, se promoverían casamientos entre sus familias y las españolas, admitiéndose desde luego algunas, con exclusión por entonces de las de los reinos de Jaén, Córdoba y Sevilla, y de la provincia de la Mancha, por no dar ocasión a que se despoblaran los lugares comarcanos; y con miras idénticas sería también lícito sacar de los hospicios a los adolescentes, luego que estuvieran instruidos en la doctrina cristiana y en algún ejercicio o habilidad propia para ganar el pan, o con robustez para la agricultura, porque los hospicios se habían de considerar como una almáciga o plantel continuo de pobladores. Idilio fantástico parece la severa historia cuando se refieren cosas de esta clase.

Muy adelantado el designio de erigir las colonias, vino a ser lo más importante escoger la persona que había de impulsarlo en calidad de superintendente. Este alto empleo, junto con el de la Asistencia de Sevilla, se puso a cargo de don Pablo Olavide. Su nombre había empezado a sonar con aplauso veinte años antes, siendo todavía mozo y ya ministro togado en Lima, su patria, pues el horrible terremoto allí sufrido en 1746 proporcionóle coyuntura de acreditar su espíritu sereno, sus sentimientos generosos y su inteligencia privilegiada. Nadie le aventajó en arrostrar peligros, prodigar socorros y salir a las dificultades; por lo cual, pasado el conflicto, se lo designó a gusto de todos para depositario de los caudales que se extrajeran de las ruinas. Después de haber devuelto muchas cantidades a los que las reclamaron fundadamente como suyas, quedóle un remanente de cuantía que gastó en edificar un templo y un teatro. Por esto y por quejas sobre la restitución de caudales le dirigieron sus paisanos diferentes acusaciones, que tuvieron eco en la metrópoli española, adonde vino Olavide llamado por el Gobierno, quien, privándole de la toga, le obligó al pago de varias sumas y le señaló por cárcel su casa. Los sinsabores y la falta de ejercicio influyeron sobre su salud en términos que los jueces no dificultaron permitirle que se trasladara a Leganés con objeto de tomar aires.¿Cómo había de imaginar que allí le aguardara la fortuna? Por lo más lozano de la juventud corrían a la sazón sus años: a la gallardía de su apostura daba realce la distinción de sus modales; su capacidad e instrucción distaban infinito de las comunes; y en el trato de gentes superaba a todos por la amena facundia. Prendada de estas dotes doña Isabel de los Ríos, viuda opulenta, recibióle por su tercer esposo; y así Olavide salió de apuros, fijó en Madrid su residencia, hizo viajes a Francia, y atrajo a su casa a cuantos seguían la moda.

Sin duda era más despreocupado de lo que permitía el fanatismo, siempre en acecho; y aunque nada dijera ni obrara que le hiciera desmerecer del glorioso título de cristiano, pertenecía al número de los que por aquellas calendas miraban a Rousseau y Voltaire como patriarcas de la civilización y antorchas del siglo; y, leyendo sus producciones literarias, presumían quedar iniciados en todos los misterios; y, recibiendo cartas de ambos, se preciaban de poseer en ellas la patente de grandes hombres. Por este lado tenía suma afinidad con el conde de Aranda, y también por el de concebir y acariciar en el pensamiento vastos planes que pusieran a la nación en estado próspero y floreciente: natural era, pues, que los dos congeniaran pronto y se denominaran y fueran amigos. Cuando Aranda vino a la corte de jefe de las armas y de presidente del Consejo, influyó para que se le nombrara primeramente síndico personero de la villa, y después director del hospicio de San Fernando. Inteligencia, actividad y extensión de miras acreditó en uno y otro puesto: como al solicitar licencia Thurriegel para traer seis mil colonos se inclinaba con preferencia a que fueran llevados a Indias, y Olavide las conocía mucho, se le pidió informe separado al par que a la Junta de ministros: hubo de opinar que el ensayo de colonización se hiciera más a la vista del Gobierno, y de desenvolver ideas luminosas sobre la manera de trabajar en el designio con buen fruto; y, merced a la eficaz mediación de Aranda, y a ser aquella la época del apogeo de su ascendiente, vióse elegido el célebre americano para hacer la principal figura en la fundación de las colonias650.

Inmediatamente se trasladó a Sierra-Morena con ingenieros, agrimensores y operarios, y, trabajando con ahínco, pudo lograr que se trazara muy en breve el plano de las nuevas poblaciones. A principios del otoño de 1767 ya cooperaban algunos colonos de los enviados por el asentista a construir las casas que les debían servir de albergue y a desmontar las tierras de que habían de sacar el sustento. Once feligresías se formaron allí y trece poblaciones; porque, en vez de multiplicar estas, el superintendente general tuvo por mejor dividir las suertes de tierra en rectángulos y ángulos rectos, dejando entre ellas una calle de ocho varas de anchura, y levantar en el sitio más proporcionado de cada suerte la casa del colono, para que no gastara tiempo en viajes inútiles y vigilara de continuo su hacienda. Magaña, Venta de Miranda, Aldea Quemada, Santa Elena, Venta de Navas de Linares, La Peñuela, Carboneros, Guarroman, Herrumblar o Socueca fueron los lugares edificados junto al camino que desemboca en Andalucía por la Mancha; y al borde del que allí conduce desde Valencia, entre Villamanrique y Linares, la Venta de los Santos, Montison, Arquillos y otra aldea, abriéndose además una vía, llamada Barranco Hondo, para evitar las cuestas del Puerto del Rey, aunque a costa de rodear algo. Con el fin de perpetuar en aquellos lugares la buena memoria de los que habían contribuido a poblarlos, proyectaba Olavide llamar a Santa Elena Aranda del Presidente, y a Guarromán y a Carboneros Muzquía y Campomanía; mas de los nuevos nombres solo prevaleció el de La Carolina, que puso a La Peñuela. Dando más extensión a las colonias, se fundaron igualmente en el desierto de la Parrilla, sitio no menos pavoroso que Sierra-Morena, y por consiguiente se levantaron antes de mucho entre Córdoba y Écija La Carlota, y entre Ecija y Carmona La Luisiana, con ocho aldeas, de las cuales San Sebastián de los Ballesteros y Fuente Palmera, entre otras, quedaron fuera del camino.

A la realización de esta empresa magna se destinaron fondos de las rentas provinciales y de las salinas de Jaén, y de la del tabaco de este reino y el de Granada, y no fueron de poca ayuda, para habilitar a los colonos de granos, legumbres, yuntas, utensilios de la labranza y de la industria y ajuar de casa, las temporalidades ocupadas recientemente a los jesuitas. Además en sus antiguos colegios de Andújar, Córdoba y Almagro se erigieron hospicios provisionales para albergue de los niños de tierna edad y de las mujeres que vinieron criando; y allí se les atendió con esmero caritativo hasta que se pudieron juntar con sus familias en los nuevos lugares651. Gracias al patriotismo del superintendente general y de sus comisionados, hombres ricos o de buen pasar todos, y que se brindaron a servir gratuitamente sus puestos, no subieron a tanto los dispendios del Real Tesoro.

Aún no cumplido un año de la venida de los primeros colonos, hizo D. Juan Tomás Teu una seductora pintura del aspecto que ofrecían las poblaciones de Sierra Morena en carta escrita a un amigo suyo, impresa con carácter serinoficial y circulada profusamente. A su imaginacio se presentaba la trasformación halagueña que se verificarla breveinente de asperos montes en el jardín más provechoso; lieredades sin cuento de una misma figura, divididas por arbolados, ofrecían la perspectiva de un país incomparable, hasta que, traspuesto el suave ribazo que las limitaba, se descubrían campos de igual bondad y quizá más extensos: unos pueblos ya estaban concluidos, otros a medio formar y algunos principiados: donde quiera se advertía una grande animación de operarios, ocupados en levantar al Monarca español un montimento más insigne que las pirámides de Egipto, las estatuas de Grecia y los arcos de Roma: ya iban desbastando las tierras de su dotación miles de colonos y formaban hermosos huertos para el cultivo de sus verduras: se enternecía el ánimo al contemplar desde un mismo punto, aquí un viejo venerable que dirigía los trabajos de varios hijos; allí una madre afanada en cuidar a los más pequeños; este descepando las matas que estorbaban producir a la tierra; aquél preparándola a fin de que fructificase lozana: la azada no distinguía de sexos, ni la edad privilegiaba a nadie: para regular la labor solo se atendía a las fuerzas; y cada cual procuraba aventajar a su vecino en el trabajo, ya que le igualaba en la fortuna. Mucho distaban de verdaderas las voces divulgadas sobre la insalubridad de aquellos sitios: su tierra común era un rubial muy bueno, y las hojas que parecían más endebles lo tenían a media vara: aun habiendo faltado a la primera sementera las convenientes preparaciones, todo auguraba que la recolección no sería inferior a la de otras partes: agua había excelente, como de sierra, y tan abundante, que no pasaba de ocho varas el pozo más profundo, siendo general que se diera a las tres o a las cuatro: lo de estar la religión descuidada entre los nuevos pobladores resentíase también de calumnia652.

Contrario en mucha parte al texto de esta carta, escrita el 1.º de julio de 1768, fue el memorial presentado al Rey por D. José Antonio Yauch el 14 de marzo de 1769. Se había obligado este suizo, mayor general del cantón de Ury, a traer de su patria cien familias para las colonias, y viniendo inmediatamente con doce, acompañólas a Andalucía. De vuelta en Madrid hizo la representación citada, quejándose del desorden que existía en las nuevas poblaciones y del mal trato que experimentaban los colonos, quienes carecían además de pasto espiritual en varios puntos y de albergue, por ser muchas las casas que se habían desmoronado, apenas concluidas. Su deseo era que se nombrara un visitador inteligente y de sana conciencia para remediar y extinguir tamaños gravámenes y abusos.

Noticioso Campomanes de que Yauch se afanaba por desacreditar las colonias, había insinuado días antes como conveniente la visita para cortar de raíz las murmuraciones653. Olavide, que a la sazón acababa de hacer uno de sus frecuentes viajes de Sevilla a Sierra-Morena, con objeto de inspeccionar los trabajos, escribía al ministro Muzquiz muy complacido de ver que, descuajado en gran parte el terreno de su antigua maleza, parecía ya de campiña, y que muchas familias iban a recoger buena cosecha; y le recomendaba asimismo que designara la persona que fuera de su agrado para examinar los progresos de las nuevas colonias654. No obstante, desazonóse cuando supo que iba por visitador D. Pedro Pérez Valiente, a consecuencia de haberse visto el memorial de Yauch en junta de cuatro consejeros de Castilla. Después de contradecir las acusaciones de aquel suizo, y de lamentarse de que le hubiera engañado en Sevilla, congratulándose de la felicidad que disfrutaban los colonos y del buen orden que había advertido en las poblaciones655, se lamentaba de que sus imposturas hubieran arrancado al religioso corazón del Monarca una providencia que destruía su buen renombre; dirigía al ministro muy ardientes ruegos para que de Real orden se prohibiera a Yauch salir de España hasta que el visitador examinase la conducta de cuantos habían intervenido en fundar las colonias, y lo apoyaba de este modo: «Si se hallare que hemos malversado, seremos dignos del mayor castigo: si se viere que hemos malogrado la empresa por omisión o por descuido, seremos acreedores al desprecio: y si se encontrasen malas nuestras providencias por falta de talento, mereceremos el olvido y que se nos trate como inhábiles; pero si acaso resultare que las invectivas de Yauch son calumniosas; que es falso lo que ha expuesto; que las poblaciones se hallan tan adelantadas como puede caber en el tiempo y en las circunstancias; y que últimamente hemos trabajado con celo, pureza y acierto, será justo que se le corrija y se escarmiente a otros, para que no insulten a los buenos servidores del Rey, y no turben su corazón y el de sus ministros por ligereza o por malicia.» En respuesta dijo Muzquiz a Olavide que el Rey no dudaba de que se había conducido con celo y acierto; pero que, habiéndose visto precisado a nombrar a Valiente para que pasara a las poblaciones e informara de su estado y del trato de los colonos, era indispensable esperar sus noticias, a fin de desvanecer las impresiones que habían excitado a providenciar la visita656.

Entonces se pidieron asimismo informes reservados al obispo de Jaén sobre las colonias; y se previno que las inspeccionaran privadamente, y sin saber el uno del otro, D. Ricardo Wall, cuando viniera desde el Soto de Roma a Aranjuez, como solía todos los años, y el marqués de la Corona, fiscal del Consejo de Hacienda, a su regreso de Sevilla, adonde le había llevado una comisión del servicio657. Parece que Wall informó verbalmente y en sentido muy favorable, y que el obispo de Jaén fue de opinión contraria, aunque la rectificó días adelante viendo las poblaciones con sus propios ojos. Sin prolijidad fatigosa e innecesaria fuera imposible puntualizar los dictámenes del consejero Pérez Valiente y del marqués de la Corona. Aquél anduvo por las nuevas poblaciones unos tres meses: este más de paso: los dos convinieron en que se debía proseguir la empresa, contra la cual se habían declarado muchos, aunque recomendando el primero que se abandonaran en Sierra-Morena las poblaciones de Magaña, Herrumblar y Aldea Quemada, y espantándose el segundo de la inmensa costa que aún había de sobrellevar el Real erario. Ni tino ni otro hallaron las quejas de Yauch totalmente desprovistas de fundamento. Valiente trataba de dureza de genio a los comisionados, bien que reconocía la flojedad y poca afición al trabajo de los colonos: también el marqués pintaba a aquellos como hombres de genio fuerte, pero activos, trabajadores como fieras, celosos, honrados y puros; añadiendo que dificultaba que otros hubieran hecho más en tan poco tiempo658.

Además de que toda innovación tiene opositores, los que lo eran de las colonias se podrían clasificar en tres órdenes diferentes. Unos eran los enemigos de la prosperidad española; otros los que, llevados de vulgar patriotismo, miraban a los extranjeros de reojo, y otros los que no estaban a bien con que de las nuevas poblaciones se eliminaran los conventos. A los primeros estimulaba y dirigía el ministro de Viena en la corte de España; dentro de los pueblos inmediatos a las colonias se agitaban principalmente los segundos, y extendíanse por toda la nación los terceros, partidarios sempiternos de lo antiguo, y a quienes trastornaba de consiguiente el aire de reforma, que trascendía donde quiera que se fijara la vista o se dirigiera la planta. Con tales elementos de pertinaz oposición tenía que luchar el Gobierno día tras día; y más dándola pábulo e impulso los enemigos personales de Olavide, que eran numerosos, y apariencias de razón y justicia a veces las imperfecciones que resultan de no ejecutarse las cosas por mano de ángeles en el mundo. Entre varios parciales de que se poblaran Sierra-Morena y el desierto de la Parrilla, sustentábase que se había acelerado la venida de los colonos, y que con hacer más preparativos y oír antes a los pueblos de la comarca se evitaran muchas dificultades y quejas. A esto reponían los promovedores y auxiliares del proyecto que, ayudando a la construcción de las viviendas y al desmonte de los terrenos los mismos que habían de habitar las unas y de poseer los otros, se iba al objeto más en derechura; y sobre todo que, multiplicando trámites y engolfándose en dilaciones, no se hubieran formado colonias, sino expedientes. La raíz del daño estaba en que Thurriegel había traído gran parte de gente inútil, díscola y vaga: de aquí provenían juntamente el rigor de los comisionados, que, al decir de Olavide, no impusieron, a pesar de todo, mayor castigo que el de hacer trabajar con grillete a los que reincidían en defectos o culpas tras correcciones más suaves; la deserción de algunos, mal hallados con el trabajo, que, haraposos y fingiendo huir como de insoportable cautiverio, pordioseaban de lugar en lugar, y que, si venían a la corte, hallaban en el suizo Yauch quien los condujera a casas principales en demanda de limosna y por testimonio de sus aseveraciones; y el licenciamiento de algunos otros que, aumentando el dispendio, solo servían de embarazo. También introdujo el asentista, contra lo pactado en la escritura, varios protestantes, que disimularon su herejía o prometieron abjurarla; y los católicos estaban aún sin sacerdotes alemanes y necesitaban intérprete hasta en el tribunal de la Penitencia; falta de más difícil excusa que todas, y en que por tanto hicieron hincapié los contrarios, mientras no llegaron los religiosos capuchinos que se pidieron a Suiza.

A vueltas de todo las colonias seguían en maravilloso progreso; y aunque el visitador público Pérez Valiente y el marqués de la Corona, visitador privado, exageraran los vicios y no economizaran la censura, aquél, según el dicho de este, se hallaba acostumbrado a gastar y disparatar terriblemente en sus haciendas, y, según el de Olavide, iba a las poblaciones acompañado de algunos vecinos de los pueblos inmediatos, enemigos de ellas, y se detenía poco tiempo. Y el mismo marqués de la Corona encabezaba su informe escribiendo que había tenido gran consuelo en registrar a su gusto las nuevas poblaciones y pasear sus términos, porque, contra los votos comunes, se había asegurado que se lograría la empresa. En abril fue Valiente y vino entrado ya julio: el marqués de la Corona estuvo allí por mayo: Olavide volvió a ejercer la superintendencia general de las colonias, y al mediar agosto llególe una Real orden, por la vía de Hacienda, elogiando su actividad, trabajo y empeño, sobre lo cual no se había mudado de opinión contra su persona y conducta, no obstante las quejas ocurridas659. De vuelta en las nuevas poblaciones por setiembre, se lamentaba de su atraso a consecuencia de la visita del Sr. Valiente, que, allí divulgada, produjo audacia en los colonos, que siempre necesitaban freno, y frialdad en los empleados, que a menudo habían menester espuela, susurrándose entre aquellos que iban a ser redimidos de la tiranía, y desalentándose estos al considerar que se les ponía en afrenta a pesar de sus fatigas y desvelos; de lo cual siguióse igualmente que se perdiera la cosecha, parte por ser tiempo de escardarla y no haberlo ejecutado, parte porque la malbarataron los colonos660.

Ante la Junta de ministros del Consejo, donde se había acordado la visita y fueron remitidos los informes, tuvo ocasión el superintendente general de combatir el de Pérez Valiente, comprensivo de las declamatorias vulgaridades que daban por insalubre, de mala calidad y falto de aguas el sitio en que se establecieron las colonias. Sobre la insalubridad dijo haber sido efecto de las malezas, que, cubriendo la tierra antes de su descuaje, estorbaban la ventilación y detenían los vapores: acerca de la mala calidad de los terrenos, puso de manifiesto lo contrario; y en cuanto a la escasez de aguas, acreditó que las tenían corrientes todas las poblaciones, y que en la Sierra se hallaban a poca profundidad para abrir pozos. Con firmeza se opuso a que se abandonara ninguno de los pueblos establecidos; y últimamente sometió al examen de la Junta un estado, del cual resultaba que en las capitales de feligresía, aldeas y suertes de los colonos de Sierra-Morena y el desierto de la Parrilla se habían levantado mil cuatrocientas noventa y nueve casas, faltando ya muy pocas para dar abrigo a mil doscientas ochenta y siete familias extranjeras y doscientas cuarenta y ocho españolas, existentes en ambos puntos, y compuestas en totalidad de seis mil seiscientos veinte y cinco individuos; y que en el año de 1769 se habían sembrado seis mil cuatrocientas setenta y una fanegas de todas semillas, y plantándose sesenta y dos mil ciento ocho olivos o acebuches, doscientos sesenta y cinco mil setecientos setenta y un pies de viña, y dos mil doscientas veinte y dos higueras661. Estos y otros datos de Olavide, llamado a la corte, fueron detenidamente estudiados por la Junta de consejeros, al par que las resultas de la visita girada en averiguación del fundamento de las quejas que Yauch hizo presentes, y fueron ahora reproducidas en sustancia por los religiosos capuchinos de las colonias en un memorial no autorizado con la firma de ninguno de ellos.

Meses duró el estudio y cotejo de tantas noticias y opiniones; y hasta el de julio de 1770 no pudieron aquellos ministros dar por acabada su consulta. Empezando por notar gran diferencia entre el estado de las colonias cuando fueron los visitadores y el que tenían al año, según se echaba de ver en los planos, por efecto de haberse gastado y hecho mucho desde entonces, mostraron que aspiraban a conciliar todos los extremos: profesando la máxima de que la muchedumbre de vasallos constituye el poder de las monarquías, alentaron el pensamiento de fomentar las nuevas poblaciones sin que se disminuyera ninguna; y queriendo cortar de una vez las repetidas quejas sobre el mal trato a los colonos, aconsejaron que, en lugar de los dos asesores interinos, se nombraran dos alcaldes mayores para el gobierno y administración de justicia, conforme al fuero, sin mezclarse en las providencias económicas y sus diversos incidentes. Para el mejor logro de la empresa proponía también la Junta que se dieran al superintendente nuevas instrucciones, en las cuales se manifestara que el objeto en que se hallaba empeñado su honor y el de sus subdelegados, por interés de la gloria del Rey y del Estado, era reducir desde luego las ideas de aquellas poblaciones a lo que pudiera ser útil y durable; entresacar y despedir a los colonos que fueran inútiles o perjudiciales por su flojedad, pocas esperanzas de aplicación, o por sospechas de su catolicismo, en cuyo último punto no se disimularía nada; atender, primero de despedir a los inútiles por sus personas, al número y calidad de sus familias; no dar licencias a los que las solicitaran sino con intervalos, para evitar que se juntaran muchos ociosos, y señalarles en el pasaporte tiempo y ruta; suspender la admisión de nuevos colonos hasta ver los términos a que debían quedar reducidas las poblaciones; remitir dentro del plazo de dos meses noticia puntual de los colonos despedidos y de los conservados; no retener sin absoluta necesidad los terrenos de dominio particular, y calcular los medios posibles de dar ensanche a los baldíos de los lugares comarcanos; promover la cría de ganados y el establecimiento de aquellas industrias fáciles y proporcionadas al consumo de los nuevos pobladores, inclinando a que los particulares las pusieran a sus expensas, excitados de la libertad de tributos y de las suertes que se les podrían repartir como colonos; escasear nuevas obras; enviar relación de la semilla sembrada y de la que se levantara en la cosecha; proceder con discreción a retirar el pan y el prest a los colonos, para que de repente no echaran de menos este auxilio, y hacer, en fin, de modo que lo más pronto posible subsistieran las colonias sin gravamen de la Real hacienda.

Voto particular hizo el marqués de la Corona, y no contra la consulta ni contra las instrucciones, sino contra que fuera ejecutor de ellas don Pablo Olavide. No le tenía por violento ni tirano: declarábale puro, irresponsable de la mayor parte de los excesos que se pudieran haber cometido; celoso en inflamar a sus subdelegados por interés de la mayor grandeza del Rey y gloria suya; pero juzgaba que la gallardía de su expresión y la amenidad de su ingenio, merecedoras del aplauso que le granjeaban en otras cosas, no le disponían tanto para lo que reclamaban el buen despacho y logro de las nuevas poblaciones; antes bien el aparato, la facilidad y el arrojo con que sostenía y llevaba adelante sus ideas, y el empeño de ponderar los progresos de las colonias, sin reparar en contradicciones, ponían en la mayor incertidumbre y desconfianza acerca de todo. De embrollón pretendía calificarle en suma con ambages: para pintarle más al vivo traía a cuento las causas que motivaron su destitución de la magistratura; y, aunque en tal defecto cabía enmienda, negaba que la hubiera acreditado el actual superintendente con dirigir algunos meses el hospicio de San Fernando, mientras abundaban los recursos, y pudiendo enterarse el presidente del Consejo en menos de una hora de sus actos, y aun propender a la indulgencia respecto de sus desaciertos. Así, opinaba que el conde de Aranda y el fiscal encargado del asunto de las colonias cotejaran sobre el terreno los planos que se habían presentado a la Junta con lo que existiera de positivo, a fin de providenciar si aquel había o no de continuar en el cargo de superintendente. En este voto no vio la Junta más que una brusca animosidad contra Olavide y un ataque embozado contra Aranda; y de resultas hizo reflexiones severas que dejaban al marqués de la Corona bastante malparado. Carlos III, enterado de los informes, del voto particular y de los discursos contenidos en la consulta, y desentendiéndose de todo lo inconducente al asunto de las colonias, único de que se debía haber tratado, vino en conformarse con el dictamen de la Junta y en aprobar las instrucciones ya citadas, mandando al Presidente que le propusiera para alcaldes mayores dos sugetos de probada conducta en su carrera, y que comunicara al superintendente Olavide las órdenes que resultaban de lo decretado, para que concurriera a su cumplimiento con los subdelegados y comisionados que le pareciesen precisos. Esta Real resolución fue publicada en el Consejo pleno el 16 de enero de 1770.

Realmente hombres como Olavide no necesitan más estímulo que el de la gloria cuando tienen a su cargo altas empresas: por los incidentes sobrevenidos en la de las colonias, interesábanse además al propio tiempo, su gratitud en corresponder a la confianza del Soberano y del Consejo de Castilla, y su pundonor en dejar corridos a sus contrarios. Todo lo satisfizo con su representación de 20 de octubre, en que se contenían datos cuya noticia es importante. Ascendía la reciente cosecha a ochenta y tres mil setecientas ochenta y seis fanegas de todos granos, sin haberlos producido las poblaciones de Andalucía a proporción de las de Sierra-Morena. Ya quedaba suspendido el pan y el prest a los colonos, dejando toda la cosecha a los que cogieron bastante para su sustento, comprando a los que recolectaron de sobra para socorrer a los que carecieron de lo suficiente, y acostumbrándolos de este modo a vivir de sus frutos. Ocho o diez familias habían desertado de resultas de cortarse los socorros. Se acababan de distribuir por coste y costas más de tres mil vestidos y mayor número de camisas. Todos los edificios públicos se habían concluido y también las casas de los colonos, y no les quedaba por recibir nada de lo prometido en aperos de labranza, utensilios, semillas y ganados, pues, si no se les completaba el número de ovejas por falta de pastos, ni el de vacas porque destruían la siembra, se había dado en su lugar a cada colono una burra, que les sería de más provecho. Tampoco se les fabricaban los corrales por el mucho gasto; pero como casi todos tenían barracones en que recoger el ganado, y el país era templado en invierno, se tomaba el partido de excitarlos a que los construyeran ellos mismos, facilitándoles teja, madera y piedra. «Jamás (decía Olavide) se habrán hecho colonias con tanta magnificencia, bien que estos beneficios han recaído en gente tuna y poco a propósito para la labranza.» A su entender, pasada la sementera, se podía disminuir el número de empleados: de ser buena o mediana la otra cosecha, tendrían con qué mantenerse todos los colonos; y de ser mala, aún habría que sustentarlos otro año; no restando más que atender al reparo de edificios y de ganados; a la construcción de molinos de harina y de algunas pequeñas casas para artesanos y fabricantes; al resarcimiento de las tierras de particulares; a la retribución de los empleados fijos, y al señalamiento de los propios y arbitrios que determinara el Consejo. Este, asintiendo al parecer del fiscal, propuso que se dieran las gracias a Olavide por el celo y actividad con que había procedido en todo lo ejecutado respecto de las nuevas poblaciones, y se le dijera que se esperaba siguiera igual conducta en todos los puntos, con sujeción a las instrucciones que se le tenían comunicadas; y, previa la aprobación del Rey, ejecutóse la providencia el 16 de enero de 1771.

Cuatro años trascurrieron sin que acaeciera en Sierra-Morena y el antiguo desierto de la Parrilla novedad digna de contarse. Los hechos justificaron las promesas del superintendente: sus comisionados trabajaron a porfía para quedar con lucimiento: sin auxilio de la Real hacienda pudieron mantenerse al fin los colonos. ¿Qué más cabe decir en alabanza de tales patricios? hasta el mismo D. José Antonio Yauch vino a retractarse virtualmente de sus declamaciones trayendo por completo las cien familias a que se había obligado en contrata. Con todo, sobrevivieron a estas ventajosísimas resultas los enemigos natos del benéfico y glorioso designio. Antes habíanse propuesto destruir las colonias, y de rechazo al superintendente: después atacaron al superintendente con la intención mal encubierta de asestar el último tiro a las colonias; y del centro de ellas partió esta vez el avieso impulso.

Dicho queda cómo vinieron de Suiza religiosos capuchinos para distribuir el pasto espiritual a los pobladores, y que representaron al Soberano en el propio sentido que todos los que tiraban a desacreditar las colonias. Aún no mediado el año de 1770, había escrito Olavide a Campomanes que para su congrua sustentación se habían asignado cinco mil reales anuales a cada capuchino; dotación que tuvo por muy suficiente el Consejo, bien que los agraciados la considerasen escasa: tras de anunciar que ya no se necesitaban más religiosos, felicitóse de que, hablando ya los muchachos el castellano y casi todas las mujeres, al par que lo aprendían los hombres, se podría prescindir pronto de los eclesiásticos extranjeros, algunos de los cuales, por su genio indócil y bullicioso, no reconocían la jurisdicción del vicario, y, en vez de aquietar y aconsejar bien a los colonos, turbaban la paz, sugiriéndoles quejas y promoviendo desazones662.

Fray Romualdo de Friburgo, que, como prefecto general de estos religiosos, debía darles ejemplo de humildad y de mansedumbre, dábaselo, por el contrario, de altanería, sobrepujando a todos en lo díscolo y dominante. Lo supo el Gobierno por comunicaciones del vicario don Juan Lanes y Duval, y de D. Miguel Ondeano, que era subdelegado general en Sierra-Morena, como D. Fernando Quintanilla en la otra colonia; pero no tomó providencia alguna definitiva, considerando transitorio el mal necesario de sostener eclesiásticos extranjeros en las nuevas poblaciones hasta que los habitantes poseyeran el castellano. El trascurso de los días no hizo variar de temperamento al Padre Friburgo: con todos ello chocaba, y más con quien mayor autoridad tenía; martirizado por la suspicacia, convertíalo todo en ofensa hecha a su persona; propenso a la ira, cualquiera contrariedad le exaltaba la bilis; tenaz en el rencor, buscaba desahogo a sus anhelos de venganza. Muchas veces hubo de contener el superintendente los arrebatos de este fraile y así entre los dos menudearon los encuentros el Jefe superior de las colonias le sujetaba a lo razonable con el fuero de población en la mano: el prefecto de capuchinos sentía cada vez más exacerbado el corazón contra aquel celoso funcionario, que no dejaba campo libre a su voluntad avasalladora; y vino a parar todo en que Fray Romualdo de Friburgo delatara a D. Pablo Olavide, por setiembre de 1775 ante el tribunal de la Inquisición como hereje, ateo y materialista. Según la denuncia del fraile suizo, el superintendente de las colonias solo admitía de la religión lo que clara y distintamente se contenía en sus preceptos; decía que Dios había dispuesto las cosas de modo que no había necesidad de Providencia para premiar lo bueno y castigar lo malo, y que no era patrimonio exclusivo de los católicos la mansión celeste; negaba los milagros; no recurría en las calamidades a la oración ni a la práctica de obras meritorias; comía de carne en días de viernes; mientras oía misa, no tenía reparo en sentarse y poner una pierna sobre otra; estaba en correspondencia con Voltaire y Rousseau, y leía libros prohibidos; defendía el movimiento de la tierra; poseía cuadros con figuras bastante al desnudo; vedaba que las campanas tocaran a nublado y a muerto; permitía que los colonos se divirtieran y bailaran los domingos Y días de fiesta por la tarde, con lo que les estorbaba ir a la iglesia, y no consentía que los cadáveres se enterraran sino en cementerios.

Recibido este documento, donde alternaban con lo grave lo insustancial y hasta lo risible, el consejo de la Inquisición pidió permiso al Soberano para procesar al superintendente. Otorgóselo al punto, y llamó al acusado a la corte bajo el aparente pretexto de tratar de palabra sobre negocios relativos a las colonias. Ya en Madrid Olavide, traslució al cabo de algún tiempo y con pena que eran del Santo Oficio los negocios que habían motivado su viaje. Azorado, y dudando a quién volver los ojos, dirigióse al ministro Roda, derramando, por decirlo así, todo su corazón en una carta de imposible lectura sin que a la vez se apoderen del ánimo el enternecimiento y la congoja.

«Yo no conozco los usos de este tribunal (le decía); por eso recurro a V. E., pidiéndole un consejo sobre lo que debo hacer en este caso. V. E. me lo debe por su propia generosidad y porque debe ayudar a un inocente a quien se intenta oprimir. Si yo hubiera cometido un delito, no pediría consejo a V. E., porque, o me hubiera ido a países remotos, o hubiera implorado la misericordia, que siempre se concede a quien la pide. Pero, señor, ni creo que hay falta de religión en los usos de las colonias, ni, cuando la hubiera, debería yo responder en mi particular. Cargado de muchos desórdenes de mi juventud, de que pido a Dios perdón, no me hallo ninguno contra la religión. Nacido y criado en un país donde no se conoce otra que la que profesamos, no me ha dejado hasta ahora Dios de su mano para haber faltado nunca a ella: he hecho gloria de la que, por gracia del Señor, tengo; y derramaría por ella hasta la última gota de mi sangre. En mis discursos no creo haber dicho nada que merezca censura, porque nadie dice sino lo que piensa. Es verdad que yo he hablado muchas veces, y con el mismo Fray Romualdo, sobre materias escolásticas y teológicas, y que disputábamos sobre ellas; pero todas católicas, todas conformes a nuestra santa religión. Él podrá interpretarlas ahora como su necedad le sugiera; pero, aun dejando aparte mi religión, ¿qué prueba hay de que yo fuera a proferir discursos censurables delante de un religioso que yo sabía ser mi enemigo, que escribía contra mí a todos, y que hasta en las cartas que incluyo me tenía amenazado con la Inquisición? Pero, muy lejos de esto, el Padre Friburgo es, a mi juicio, muy supersticioso, como lo han probado sus hechos y discursos; y me parece que en todos casos tomaba yo el partido de la verdadera y sana religión, que él degradaba con sus ideas. Yo no soy teólogo, ni en estas materias alcanzo más que lo que mis padres y maestros me enseñaron conforme a la doctrina de la Iglesia. Por otra parte, nuestras disputas no se versaban sobre puntos fundamentales, sino sobre cosas probables y lícitamente disputadas, en que solo la malignidad puede hallar, con falsas y torcidas interpretaciones, motivo a la censura. Si, a pesar de todo, por ignorancia o por error, di lugar a que se entendiera otra cosa que no debía, puedo protestar a V. E. que ha sido sin malicia, y que yo sería el primero que lo detestara si se me hiciera conocer el error. Yo estoy persuadido a que en las cosas de la fe de nada sirve la razón, porque no alcanza, y a que los que estamos en el gremio de los cristianos debemos estar a lo que nos enseñan la Iglesia y los ministros diputados para instruir a los fieles, siendo esta dócil obediencia el mejor sacrificio de un cristiano. Me parece también que, así en esta comisión como en las otras que el Rey se ha servido de poner a mi cuidado, le he servido con celo, desinterés y acierto. A pesar de todo esto, me veo en Madrid, llamado por una orden del Rey, noticioso de que se está examinando mi conducta, notado por un rumor popular de que he sido llamado para asunto de Inquisición, expuesto a que este rumor se aumente y acredite con la verdad, siendo la resulta de todo que, aunque después se descubra mi inocencia, quedo para siempre cubierto de oprobio. ¿No hay una manera de cortar esto? Yo no me sustraeré al castigo, si lo merezco; pero quiero ser oído, y si puedo, como creo, convencer en una sesión tanto mi inocencia como la malicia de mi delator, quiero que se corte y aniquile una causa que ella sola me deshonra para siempre. He expuesto a V. E. con verdad todos los hechos, para que sobre ellos recaiga su consejo; yo estoy pronto a hacer cuanto me dicte. Dirija V. E. a quien busca sus luces, en inteligencia de que, si aún no se persuade de mi inocencia, es preciso que el tiempo se la descubra, y que entonces se alegre de haberme dado la mano»663.

Roda hizo lo más que pudo en favor de Olavide; aconsejarle que visitara al inquisidor general y enviar a este copia de la sentidísima carta. Por muerte de D. Manuel Quintano Bonifaz, acaecida un año antes, desempeñaba aquel superior cargo D. Felipe Beltrán, varón de muy buenos estudios y verdaderamente docto, cuyas prendas episcopales habíanle conquistado legítimo renombre en su diócesi de Salamanca; razones todas que indujeron al ministro de Gracia y Justicia a confiar en que saldría de tribulaciones el superintendente de las colonias, luego que el inquisidor general conociera su escrito, que, si no testimonio irrecusable de inocencia, era seguramente una clara protestación de fe y una terminante abjuración de errores, significada en términos capaces de ablandar a las mismas peñas. Su confianza subía de punto al prever que Olavide avivaría con el mágico vigor inherente a la palabra, cuando trasmite lo que la dicta el sentimiento, la impresión producida en el corazón del prelado por la lectura de la carta. Sumariamente dio el inquisidor general a don Manuel de Roda respuesta a su recomendación expresiva y noticia de la visita de Olavide. «Yo me he visto en la mayor confusión (decíale el 14 de febrero de 1776), porque anteanoche se me presentó y me detuvo dos horas, sin saber yo qué responderle. V. E. sabrá sacudirse mejor en el consejo que le pide y en la pretensión de que se corte la causa.»

No había, pues, remedio humano, y quizá, contra el íntimo convencimiento del obispo de Salamanca, y solo por vicio radical de la institución de que era jefe, se iba a adulterar una vez más la sublime doctrina enseñada en las parábolas del Hijo Pródigo y del Buen Pastor por Nuestro Señor Jesucristo. ¡Aberración irritante, y fanática, y tremebunda la que despeñaba hasta la práctica funesta de juntar en un mismo punto el arrepentimiento y el oprobio!

Mientras esto sucedía en la corte, se propalaba en las colonias que en el verano próximo serían despedidos todos los extranjeros, a petición de los pueblos circunvecinos, entre quienes se distribuirían las casas, tierras, ganados y demás bienes. Poseídos de consternación y dominados por el abatimiento, y creyendo o dudando los colonos estas especies sediciosas, suspendieron todo linaje de faena; no barbecharon los campos, ni prosiguieron su descuaje; malvendieron o abandonaron sus ganados, y hasta rehusaron admitir los quiñones o pedazos de tierra que se les estaban repartiendo para que plantaran olivares. No pudo el Monarca oír sin indignación muy profunda que hubiera personas capaces de derramar voces tan falsas como injuriosas a la religiosidad de su palabra y al decoro de su Real nombre, en el que se habían dado a los colonos con mano liberal nueva patria y recursos para ser útiles y felices, como todos los que viven del propio trabajo. Hubo necesidad imprescindible de amenazar con severos castigos a los autores de tan abominables calumnias luego que fueran descubiertos, y de tranquilizar sin demora a aquellos inocentes y crédulos vasallos, lo cual se hizo leyendo las justicias tres días seguidos, y al salir de misa mayor, en las colonias una Real orden expedida sin otro fin por el ministerio de Hacienda664. Bien a las claras se descubre cómo se procuraban al propio tiempo la ruina de las modernas poblaciones y la del perseguido superintendente.

Esta se llevó a cabo. La mañana del 24 de noviembre de 1776 acudieron al tribunal de la Inquisición varios ministros de todos los Consejos, algunos Grandes de España, religiosos condecorados y otros diferentes sugetos de carácter, que, para asistir a un autillo de fe, habían recibido esquela de convite. Luego que todos ocuparon sus puestos, se vio salir entre dos ministros del tribunal llamado Santo, y de donde siempre anduvo huida la misericordia, a D. Pablo Olavide, pálido de rostro, suelto el cabello, con un vestido de paño regular y sin la venera del hábito de Santiago. Hízosele sentar en un banquillo, y acto continuo se procedió a leer la causa, compuesta de la queja fiscal, y reducida a tres sumarios cargos sobre la falta de fe de Olavide y sobre su doctrina favorable a la libertad o libertinaje de conciencia665. Yo no he perdido nunca la fe, aun cuando lo diga el fiscal, expuso con dolorido acento al terminarse la lectura de la causa, que duró tres horas. Oyendo de hinojos la publicación de la sentencia, vino al suelo con un vahído. Se le declaraba por ella convicto hereje, miembro podrido de la religión, y desterrado para siempre a cuarenta leguas de la corte y Sitios Reales, del reino de Lima, de las Andalucías y colonia de Sierra-Morena; condenándole además a vivir recluso en un convento durante ocho años, bajo las órdenes de un director sabio que le enseñara cotidianamente la doctrina cristiana y sus dogmas, y le hiciera confesar, oír misa, rezar el rosario y ayunar, si se lo consentía la salud, todos los viernes. Como infame, nunca podría ceñir espada, ni vestir oro, plata, seda ni paño que no fuera ordinario y amarillo: serían confiscados sus bienes, y privados él y sus sucesores hasta la quinta generación de obtener empleo ninguno. Para ser restituido al gremio de la Iglesia, haría la protestación de la fe y abjuraría sus errores, cubriendo su cabeza una coroza de aspa entre tanto. Cuando volvió en su acuerdo hizo efectivamente la protestación de la fe con una vela verde en la mano, aunque sin la coroza, por habérselo dispensado el inquisidor general, compadecido de su desmayo, gracias al cual se suprimieron asimismo las ceremonias acostumbradas para levantar las censuras, bien que ya estuvieran prevenidos al efecto con pellices y manojos de varillas cuatro sacerdotes.

Por entonces corrió manuscrita la Historia de D. Guindo Cerezo, sátira contra Olavide, vaciada tal vez en igual turquesa que la delación por cuya maléfica virtud compareció ante el Santo Oficio. Aquella sátira le daba por muerto, y civilmente lo estaba sin duda desde que le puso el inquisidor general bajo sus plantas en vez de recibirle en sus brazos666.

De un convento de Gerona, donde fue recluso, salió Olavide con licencia para tomar baños, y fugóse a Francia; y en las angustias de la expatriación y las de la fatal memoria de su proceso, aún pudo encontrar lenitivo alzando el alma a Dios y sabiendo que Carlos III y sus ministros llevaban adelante el fecundo proyecto de convertir en amenos jardines los pavorosos despoblados de Sierra-Morena y de la Parrilla.




ArribaAbajoCapítulo II

La paz europea en peligro


Las Maluinas.-Inglaterra las cree suyas.-Bougainville funda una colonia.-Derechos de España.-Francia los reconoce.-Evacua Bougainville su establecimiento.-Fundan los ingleses otro.-Instrucciones al capitán general de Buenos-Aires.-Expedición contra la colonia de ingleses.-Pragmática prohibiendo la introducción de muselinas.-Libelo contra Carlos III.-Aranda favorable a la guerra.-Su plan de hostilidades.-Discurso del monarca británico al Parlamento.-Negociaciones.-Mal sesgo que las da Grimaldi.-Real orden a Bucareli.-Proposiciones de acomodo.-Las rechaza Inglaterra.-Notabilísimo informe de Aranda.-Indicios de rompimiento.-Caída de Choiseul.-Declaración de Luis XV.-Cómo terminó el asunto de las Malvinas.-Ocupación de Córcega por los franceses.-Adquisiciones de la Rusia.-Desmembración de la Polonia.-Juicio de Carlos III y de Voltaire sobre este despojo.

Otros lugares desiertos y otras proyectadas colonias. originaban a la par serias disputas para los gabinetes de Madrid y de Londres. Entre los cincuenta y cincuenta y cinco grados de latitud austral, como a cien leguas de costa firme, otras tantas de la embocadura del estrecho de Magallanes, e igualmente de la isla que llaman de los Estados, donde se empieza a doblar para el cabo de Hornos, todos los navegantes habían ya reconocido unas islas, llamadas de Falkland por la Inglaterra y Maluinas por las demás naciones. De su fertilidad y ventajosa situación geográfica para el comercio y operaciones militares en el mar del Sur había trazado el editor del viaje del almirante Anson una exagerada y maravillosísima pintura: animados con tales nuevas, aprestábanse los ingleses a explorarlas; pero abandonaron el designio a instancias del ministro español Carvajal y Lancaster en 1748. Sin embargo, en una carta general de América, publicada cinco años más tarde y aprobada por el Parlamento, señalaron con tinta encarnada como pertenencias suyas varios parajes despoblados, sobre los cuales pretendían tener adquirido derecho por haber arribado a ellos alguno de sus navegantes con anterioridad a los de otros países; y en esta usurpación ideal se hallaban comprendidas las Maluinas.

Refiriéndose a cartas de Montevideo de 2 de enero de 1764, dijo la Gaceta de Amsterdam el 13 de julio que M. de Bougainville, hermano del difunto académico de este apellido, y que había zarpado de Saint-Malò el anterior otoño con destino a cierta comisión secreta, se aprestaba a formar un establecimiento en las Maluinas, hacia el estrecho de Magallanes; y considerólo muy justo, porque el nombre de aquellas islas, absolutamente desiertas, indicaba que pertenecían a Francia, bajo cuyo título, y aun el de primer ocupante, podía tomar posesión de ellas y asentar allí una colonia667. Con efecto, Bougainville fue a la Gran Maluina, y tomando tierra a la parte del Este, fundó por cuenta propia un establecimiento, al cual puso el nombre de Puerto-Luis en honor de su soberano. Según rumores, llevábase la mira de tener allí abrigo para el comercio con las Indias Orientales, o de crear una pesquería de bacalao y de ballena. Con cualquiera de los dos planes hacía mal tercio a los españoles, porque si aquel era paraje proporcionado para comerciar con las Indias Orientales, debían aprovecharlo cuerdamente, perteneciéndoles las Filipinas; y si para la pesca del bacalao, les desquitaba con usura la posesión aquella de los perjuicios inherentes a su exclusión de Terranova. Próximas las Maluinas al continente poseído por España sin que se lo disputara nadie, le correspondían de derecho, bien que no las hubiera ocupado hasta entonces por no extender sin utilidad sus colonias; pero, ya que de ellas se hacían dueños los franceses con capa de amigos, si se les toleraba arraigarse no habría el día de mañana razón plausible que oponer a los contrarios a quienes viniese en voluntad imitar semejante conducta, y así las Maluinas pararían sin duda en factoría de contrabando.

Estas reflexiones movieron a la corte de Madrid a representar en Versalles como justa la evacuación de las Maluinas, y las órdenes comunicadas a Bougainville por consecuencia de la instancia acreditaron que Luis XV había reconocido sin titubear la razón de Carlos III. Aquel renombrado marino, que a la sazón se hallaba en Francia trabajando por el fomento de su colonia, se hizo a la mar el 15 de noviembre de 1766 en Nantes para restituirla a España, de paso que iba a dar la vuelta al mundo. Llegado al Río de la Plata por enero del siguiente año, zarpó de allí al cabo de dos meses con dos fragatas y una tartana española, al mando del capitán de navío D. Felipe Ruiz Puente, nombrado gobernador de las Maluinas, de las cuales tomó posesión el día 1º. de abril de 1767 a nombre de su soberano. Aun cuando este no tenía obligación alguna de resarcir a Bougainville de las pérdidas que le ocasionara la devolución de Puerto-Luis (llamado Puerto-Soledad posteriormente), por un exceso de generosidad, y con pretexto de adquirir el corto número de barcos, víveres y municiones que allí había, le satisfizo seiscientas tres mil libras tornesas, que dijo haber gastado, y sobre esta suma el interés de un cinco por ciento668.

Luego que supieron los ingleses la empresa a que Bougainville se había lanzado, proyectaron también plantar en las Maluinas su bandera, según lo avisó oportunamente el príncipe de Maserano desde Londres. Al recibir noticia de la restitución solicitada por España y prescripta por Francia, ni abandonaron ni suspendieron el proyecto, y antes bien las cartas del gobernador Ruiz Puente de 25 de abril de 1767 anunciaron que ya lo habían puesto por obra. Allá fue el capitán Biron, autorizado por su Gobierno, y desembarcando en la punta occidental de la Gran Maluina, echó los cimientos de otra colonia, denominada Puerto-Egmont en obsequio del primer lord del Almirantazgo, y de la cual dejó al capitán Hunt de Tamar por jefe. Este inauguró su autoridad intimando con insolencia a Ruiz Puente que evacuara en el término de seis meses la isla, propiedad de la Gran Bretaña: Ruiz Puente, indignado, revindicó los legítimos derechos de su Rey con protestas, y se mantuvo en Puerto-Soledad hasta recibir nuevas instrucciones. Las que el gobierno español despachó a D. Francisco Bucareli, capitán general de Buenos-Aires, se hallan en Real orden de 25 de febrero de 1768, expedida por el bailío Frey D. Julián Arriaga, y cuyo tenor es como sigue: «Me manda S. M. encargar a V. E. esté muy a la mira para no permitir establecimiento alguno de ingleses; y de los que tengan hechos los expela por la fuerza si no sirven las amonestaciones arregladas a las leyes; y sin necesitar más orden ni instrucción, ni observar en esto más medida que la precisa de sus propias fuerzas con las que ellos tengan, por no exponerse con inferioridad a no lograrse el fin; para en cuyo caso y el de la premeditación de otras peores consecuencias, que V. E. puede deducir en el estado de esas provincias, usará del medio de protestas y de reconvenciones, manifestándoles se contiene de hechos por dar parte a S. M. y esperar sus Reales órdenes»669.

Inglaterra, ensoberbecida con sus felicidades y perseverante en el sistema de no reconocer otra máxima que la de su conveniencia, volvía a figurar como agresora. España, instruida por los anteriores escarmientos de que su enemiga, al principio de toda usurpación, como, por ejemplo, la de Honduras, calificaba a los ingleses que sentaban el pie en territorio ajeno de piratas, y los defendía como súbditos luego que echaban allí raíces, y convencida además de que no le habían de valer razones, apelaba a las vías de hecho para satisfacerse del agravio. Cuando aún estaba el asunto pendiente, escribía Carlos III a Tanucci: «No quieren dejar de irme haciendo algunos insultos que hasta cierto punto se pueden aguantar, y los voy aguantando hasta no poder más, pues primero es mi decoro y el de mi corona, que Dios me ha dado por su infinita misericordia; y así, en llegando a esto, todos los trapos irán por el aire; pues bien sabes que nunca he temido a nadie, y que, por gracia de Dios, jamás he conocido el miedo»670.

Ya Ruiz Puente había reiterado las amonestaciones arregladas a las leyes; y esto que prevenía la Real orden procedente del ministerio de Indias se hallaba cumplido sin fruto: lo restante no se ejecutó hasta el año de 1770. Saliendo el capitán D. Francisco Madariaga de Buenos-Aires con tropas suficientes y artillería, y después de hacer que le precediera uno de sus barcos para intimar la evacuación de la Gran Maluina a los ingleses, presentóse ante Puerto-Egmont de improviso el 10 de junio: Hunt de Tamar carecía de fuerzas para resistirle, y le hubo de entregar la colonia; tras de lo cual fue detenido en ella veinte días con toda su gente, a fin de que en Europa nadie supiera el golpe de mano antes que España. Su embajador el príncipe de Maserano pudo así transmitir originalmente la noticia al Gabinete de Londres, quien la oyó con sorpresa y enojo.

Otro motivo de desabrimiento contra España le infundían entonces las quejas de los fabricantes y mercaderes, lastimados en las fortunas por la reciente pragmática de Carlos III prohibiendo las muselinas, sin conceder más plazos que el de sesenta días para la entrada de las que estuvieran en camino, el de seis meses para su venta, y el de dos años para su uso671. Al efecto que dicha pragmática hizo en Inglaterra atribuyeron los representantes español y napolitano cerca de aquella corte la publicación en los periódicos ingleses de un indigno y detestable libelo contra Carlos III y los demás soberanos de su familia; y aconsejaron de resultas que la prohibición se hiciera también extensiva al bacalao.

Sobre todos los incidentes relativos a las Maluinas fue consultado el conde de Aranda: su dictamen sobre la publicación del citado libelo es de suma importancia672. Tres reflexiones le servían de base. Primera, la sobra de razón que tenía el Monarca español, no solo por el libelo publicado contra su persona y familia, y del cual no había satisfacción, por clásica que fuera, que le libertara de nuevos e idénticos agravios, sino también por los insultos que sus vasallos y dominios habían sufrido desde la última guerra. Segunda, la inevitabilidad de que estallara otra, luego que se creyeran los ingleses en proporción de sostenerla con ventaja, aunque el partido pacífico, y no el belicoso, formara su ministerio. Tercera, la feliz circunstancia de encontrarse la monarquía con aliados más seguros que nunca, como Francia y las Dos Sicilias; y menos expuesta a enemigos que otras veces, pues la casa de Austria, íntimamente enlazada con los Borbones en París, Nápoles y Florencia, y cuidadosa de los progresos de Rusia, no fijaba la vista en Italia; y la casa de Portugal tenía bastante con que se le permitiera la neutralidad y se le asegurara el sosiego. Esto sentado, proponía el conde presidente la prohibición total del comercio inglés en España, y no como suspensión, sino como rompimiento formal de donde emanara su ruina; pareciéndole muy favorable la situación respectiva de España, Nápoles y Francia para privar a la nación inglesa del grande lucro del tráfico en sus dominios, y para interceptarle el que hiciera en Portugal y el Mediterráneo solamente con sus armadores. Por escasos de tripulación los buques mercantes ingleses no podrían resistir a los más débiles corsarios, y siendo el comercio marítimo aquel numeroso, estos hallarían frecuentísimas ocasiones de satisfacer su codicia. Si de súbito se presentaba hostil España, inevitablemente perderían los de Inglaterra cuantos buques navegaran a la sazón por nuestros mares. De estos riesgos no se podrían preservar sino con la escolta de muy poderosas escuadras: necesitando esperar la determinada coyuntura de los convoyes, su comercio disminuiría considerablemente de ingresos, al mismo tiempo que se aumentaran en proporción crecida los gastos; y como Inglaterra no podía renunciar al tráfico por completo, se vería en la urgencia de sustentarlo, distrayendo buena parte de fuerzas de expedición y de combate. Tras estas juiciosas reflexiones, pasaba el conde de Aranda a proponer el sistema en grande de una guerra más propiamente dirigida a los intereses que a las armas.

A su ver, la primera diligencia consistía en reforzar prontamente los dominios remotos en aquellos puntos principales que podían ser objeto de expediciones enemigas. Francia determinaría los suyos; notorios eran los de España, no contándose el Perú, porque, sobre tener recursos propios con la abundancia de milicias, estaba demasiado fuera de mano para que llegara allí, ni tampoco a Chile, flota alguna de desembarco con tan dilatada navegación y el cabo de Hornos de por medio. Así, descartados ambos países, entre Puerto-Rico, la Habana, Veracruz, Campeche, Panamá, Cartagena de Indias, Caracas y Buenos-Aires se habían de distribuir hasta veinte y un batallones, cuya desmembración de la metrópoli importaba poco, una vez aprobado el pensamiento de evitar en Europa la guerra terrestre ofensiva. Bajo este aspecto, aunque Portugal se declarara contrario, bastaría presentarle treinta batallones y la caballería correspondiente, levantándose también, en caso de necesidad, tropas ligeras, para oponerse con buen suceso a sus operaciones. A la par convendría cubrir los arsenales del Ferrol y de Cartagena, reforzando la guarnición de Cádiz para seguridad de su plaza, y cuidando de las de San Sebastián y de Alicante, que solo necesitaban dos regimientos. Ni en Navarra ni en Cataluña hacía falta aumentar sus ordinarias guarniciones, pues aquella estaba cubierta por los Pirineos, mediante la intimidad con Francia, y para custodiar a Barcelona bastaban solos sus naturales, con que hubiera en la ciudadela dos batallones, aun dado que los ingleses pensaran atacarla con desembarco, dificilísimo y hasta inverosímil no trayendo fuerzas extraordinarias. Últimamente se debía situar un pequeño ejército en Galicia, que, al amparo de una escuadra surta en el Ferrol, y compuesta de veinte navíos y algunas fragatas, hiciera recelar a los ingleses el desembarco sobre sus costas en combinación con otra escuadra francesa, fuerte de treinta navíos y las correspondientes fragatas, y junta en Brest para amenazar las islas británicas como otras veces, y contener por este amago muchas de sus fuerzas de mar y tierra. Evidentemente las escuadras del Ferrol y de Brest se podían unir sin estorbo, pues, para oponérselo, se había de cruzar en el golfo, de que son extremidades los dos puertos, una flota inglesa tan grande que se hiciera incómoda por su coste, y que por su número debilitara otras operaciones. Dos escuadras más debían tener, España en la Habana y Francia en su parte de la isla de Santo Domingo, de diez navíos de línea cada una, y dispuestas a maniobrar juntas, o de común acuerdo, y en movimientos separados, para amenazar la Jamaica y guardar el seno mejicano. Ambas naciones debían tener en Cartagena y en Tolón el resto de sus fuerzas navales, con el fin de impedir el tráfico de Italia y de Levante a la Gran Bretaña; empresa a que concurrirían los armadores españoles y franceses y todos los buques napolitanos. Ora recibieran los ingleses tropas de alemanes a sueldo para tener más seguro su territorio; ora las enviaran a Portugal, sosteniéndole en las hostilidades, siempre se conseguía el designio de su gravamen y desembolsos. Completando su plan Aranda, y conociendo que los ingleses podían continuar el tráfico bajo el arbitrio de la bandera neutra, opinaba que no se limitara al pabellón británico la interrupción sobredicha, sino que se ampliara a todas las especies que de allí pudieran ser exportadas, aunque se comerciaran por cualquiera otra mano. Hasta se anticipó a la objeción que se podía hacer sobre lo difícil de combinar tantos cabos sueltos, calificándola de aparente, pues no se trataba de acometer empresas, en cuyo caso cuidar de todos juntos y descubrir la casa propia sería muy crítico empeño y consumiría enormes caudales, sino de guardar los españoles cuanto era suyo y que se sacrificara el contrario, por si se conseguía destruir sus facultades; causar una desunión intestina de pareceres; debilitarle con la duración de la contienda; amortiguar sus espíritus, y venir a proporcionar la restitución de Gibraltar, Mahón e intrusiones de América para España; para Francia una libertad de rehabilitar a Dunkerque; una restitución del Canadá con Cabo-Breton; y para todos una paz duradera, un tráfico igual, libre y conveniente.

Vasto, patriótico y no quimérico plan era este, si se concertaban las voluntades de las tres potencias que debían concurrir a ejecutarlo. España tenía en excelente pie su marina, y su ejército modelado, con muy activa y principal intervención del conde de O'Reilli, por el de Federico de Prusia. Francia no abundaba en recursos; pero sus hijos siempre están dispuestos a la pelea: su ministro Choiseul necesitaba promoverla a fin de hacerse necesario y de durar al frente de los negocios bajo la influencia de la nueva favorita de Luis XV, que le estimaba poco; y además, en observancia del tratado de 15 de agosto de 1761, fuerza era socorrer a España siempre que demandara ayuda. Nápoles no se había adherido a aquel tratado, ni pensaba adherirse tampoco, a juzgar por este párrafo de carta de Carlos III a Tanucci: «Te agradezco todo lo que me dices que habías hecho con el Rey tocante al Pacto de Familia y a lo que le habías podido reducir; pero ya habrás visto que no creo ahora el tiempo oportuno para su accesión; y así creo que se deba reservar a cuando lo sea el tratar de los subsidios; y solo siento que cabe temor en un hijo mío, que no debe temer sino a Dios, y en este mundo al padre que Él le ha dado»673. No obstante, sin la cooperación eficaz del reino de Nápoles, cabía plantear el proyecto de Aranda, y más aprobándolo el Soberano y el Ministerio, según lo manifestaron al poner en movimiento los cincuenta y dos navíos de su armada y algunas de sus tropas con rumbo a las posesiones ultramarinas. Estímulo añadía igualmente para el rompimiento de las hostilidades la circunstancia de no ser ya los tiempos en que Pitt regía los destinos de la Gran Bretaña. Entonces la sola noticia de lo acaecido en Puerto-Egmont hubiera provocado súbito una declaración de guerra: ahora ministros de más débil temple y de muy inferior suficiencia respondían al clamor público y uniforme haciendo lentos preparativos militares, demandando nuevos tributos, procediendo con ambigüedad y entre vacilaciones, y convocando el Parlamento. Al abrirlo expresó el monarca británico, a propósito del suceso de las Maluinas, que estaban grandemente ofendidos el honor de su corona y los derechos de su pueblo, por los cuales había pedido satisfacción pronta y correspondiente a la injuria, decidido como se hallaba a tomársela por su mano, si no la obtenía de mejor modo, con la certidumbre de que las demás potencias le acompañaban en el sincero afán por mantener el reposo de Europa674. Vínose, pues, a las negociaciones. Lord Rochfort, representante de la corte de Londres en España, había sido enviado a París con urgencia, y se quedó haciendo sus veces, en calidad de ministro interino, Mr. Harris, conde de Malmesbury tiempos adelante, secretario suyo y perspicaz, hábil y circunspecto mucho más de lo que prometían sus pocos años. A este se comunicó orden expresa para solicitar que el Gobierno español desaprobara la conducta del capitán general de Buenos-Aires. Hizo lo que se le mandaba sin demora; y el marqués de Grimaldi respondióle en términos de no ser propicio su Rey a conceder lo que se pedía, aunque protestando a la par de sus pacíficas intenciones, y remitiendo sagazmente el asunto al príncipe de Maserano, para estar en proporción de obrar acorde con el ministerio de Francia. Llegado era el caso de que Grimaldi demostrara prácticamente las ventajas del Pacto de Familia, que tanto había ponderado al contribuir a su celebración más que otro alguno, y que le había abierto y desembarazado el camino del Ministerio. Ya que no para anticiparse a declarar la guerra, según quería Aranda, serviríale a lo menos aquel tratado para rehusar un día y otro la satisfacción solicitada por Inglaterra. Mas tristemente se traslucieron muy pronto indicios de que Grimaldi no sacaría airosa a España del empeño en que estaba puesta. Octubre corría cuando Harris hizo la demanda; y en noviembre recibía el general D. Francisco Bucareli, que ya se encontraba en la corte, una Real orden despachada por el ministro Arriaga, cuya copia dice a la letra: «Prevengo a V. E. de orden del Rey y reservadamente no manifieste la expedida en 25 de febrero, que impulsó a V. E. al desalojo de los ingleses de las Maluinas, pudiendo decir que estas operaciones son arregladas a las leyes de Indias»675.

Testimonio da este documento del sesgo tortuoso que tomaban las negociaciones. Según los mandatos de su Gobierno, había presentado el príncipe de Maserano tres proyectos para llevarlas a desenlace. Reconociendo en todos que los ingleses fueron expelidos con violencia de las Malvinas, cedía España por grados en cada uno de ellos, como si la razón no estuviera completamente de su parte. Se proponía en el primero que ambas naciones dejaran las islas Maluinas desiertas: en el segundo que, restablecidos en Puerto-Egmont, dentro de un término dependiente de su voluntad lo abandonaran los ingleses: en el tercero, sin fijar límite alguno a la posesión del territorio disputado, se procuraba salvar siquiera el derecho del Monarca español sobre aquellas islas, especificando que se reinstalaban allí con su consentimiento. A pesar de tanto ceder en la disputa, se adelantaba poco o nada, pues, según noticias dadas a fines de noviembre de 1770 por el embajador de la corte de Madrid en la de Londres, el Gabinete británico persistía en que el español desaprobara a secas la conducta de Bucareli; y había resuelto en consejo, celebrado el 24 del propio mes, hacer la guerra, si al punto no lograba su instancia. Allí se creía generalmente que el príncipe de Maserano poseía amplias facultades para asentir a cualesquiera proposiciones; y en su última conferencia le había manifestado lord Weimouth, resistiendo la especie de salvar los derechos de España a las Maluinas, que también los ingleses tenían los suyos como primeros descubridores. Al transmitir estas novedades, dudaba el embajador si los ingleses declararían abiertamente la guerra, o si cometerían algunas hostilidades, o si aguardarían a que pasara diciembre para dar tiempo a que sus pescadores y buques mercantes se pusieran a buen recaudo; y, bien que el Ministerio británico no le hubiera indicado que despachara otro correo para pedir nuevas órdenes a su corte, entendía que serían aceptadas con gusto, yendo al tenor de la irrevocable demanda. Si convenía o no remitirlas, juzgábalo dependiente el príncipe de Maserano del modo de pensar de Francia. Más resuelto el marqués de Caracciolo, ministro de Nápoles en Londres, después de haberse inclinado a creer que la paz no sería duradera, aunque se ajustara aquel negocio, dijo, cuando supo la repulsa al tercer proyecto de concordia, que era indispensable declarar la guerra sin esperar a que los ingleses la empezaran con sus habituales represalias. Además propuso una expedición contra Jamaica, totalmente desprovista entonces, como que sería un gran golpe para el principio de una lucha; y por último alentó a que el rompimiento estallara pronto, pues la inacción y el silencio que aparentaban los ingleses propendían a adormecer a sus contrarios y a retardar que los armadores españoles y franceses atacaran sus buques mercantes y pescadores, no hallándose todavía las flotas en disposición de ampararlos.

También estos documentos fueron remitidos a Aranda para que expusiera su dictamen; y evacuólo con la presteza, ingenuidad y rectitud de juicio que le eran propias. Por mano del conde presidente están escritas desde el 16 de diciembre de 1770 las reflexiones que sugiere el mal extremo a que había venido lo que se negociaba entre Madrid y Londres; y a la verdad fuera censurable jactancia la de presumir que no perderían color y vida, trasladadas en otro lenguaje que el suyo676.

«Aun en el caso de procurar desviar un rompimiento (representaba a su Monarca), no me parece que hubiera podido conformarme en los términos que se han usado; sin que a explicarme así me mueva el no haber intervenido en ello, sino el exterior aspecto que llevan literalmente las proposiciones hechas; las cuales, sobre oscurecer el decoro de V. M., indican mucho menos tesón del que verdaderamente hay en su Real ánimo para sostener la justicia, el esplendor y los intereses de la monarquía... Confieso que en el trance de los pasos que se han dado, a mi parecer sumisos, aún conforma menos a mi modo de pensar la expresión o cláusula que reconoce haber expelido con violencia a los ingleses, por que semejante confesión propia vigoriza la queja e intento de que se les satisfaga lisa y llanamente; mayormente que, habiéndolos tratado en la forma que se ha hecho, no podía a la verdad tener otros visos el caso que una despedida demasiado atenta a quienes, en el supuesto de ser nuestra aquella posición, habían violado la paz en que se vivía contra toda fundamental razón; contra lo reconocido poco antes por otra potencia como la Francia, abandonando el mismo empeño luego que fue requerida por V. M.; contra el tratado de Utrech, que declara aquellos mares privativos de la España; contra la opinión de todas las naciones, que así lo han comprendido; contra todo respeto, que es natural de un soberano para otro. Violencia sí que llamaría yo a su establecimiento y a las amenazas que hicieron al gobernador de la Soledad, Ruiz Puente, para que abandonase el que legítimamente poseía. Esta violencia debía haberse vociferado, y no graduado, al contrario, nosotros mismos de tal la que no hicimos; como tampoco desdecirse o desaprobar una expedición que, si podía el gobernador de Buenos-Aires y debía emprender por el juramento prestado de conservar a V. M. los dominios de su distrito, mucho más autorizadamente lo ejecutaba con Real orden específica para lo que practicó. Lo que, siendo notorio dentro y fuera de España, y no siendo el lance tan apretado que, por salvar la monarquía de una irreparable y cierta decadencia, se estuviere en el caso de hacer sacrificio alguno, era para muy reflexionado que se dedujese; y nunca menos que cuando ya se preveía y recelaba el poco fruto que se había de sacar, y, aun cuando se consiguiese alguno de pronto, lo nada permanente para el fin principal de una paz duradera... Permítame, Señor, V. M. que le haga presente que dos especies menos correspondientes, como confesar el haber procedido con violencia y desaprobar su orden propia, no podían haberse discurrido: contrarias al mismo tiempo para persuadir y aparentar su razón; infructuosas para sacar partido; denigrativas del honor de V. M., e indicantes de una debilidad que se prestaría a cualquiera ley que se le impusiese, reduciendo toda su intrínseca fuerza al vario juego de cláusulas y voces equívocas, como así lo entendieron los ingleses, según se comprueba en la última carta de Maserano, pues concebían que él tendría facultades para declinar a todo en el extremo de la negociación... Yo debo suponer que las intenciones de la Francia constan ya a V. M.: debo juzgar que es causa común de ambas coronas cualquiera evento con la Inglaterra: debo creer que se tenga previsto todo esto; y debo persuadirme que por mayor estén acordadas las medidas reciprocas conducentes al desempeño. ¿Sería posible que entre las dos naciones no hubiese armadores suficientes para el corso y destrucción del comercio inglés? ¿Que no hubiese buques de guerra para contrarrestar a los británicos, o a lo menos para, bien colocadas las escuadras, contener las enemigas, y con ello debilitar sus activas operaciones? Una guerra que dure, como expuse en mi dictamen de 13 de setiembre, a una nación, cuyos particulares no pueden vivir sino con la paz, por el comercio que los mantiene; cuya nación se halla la más adeudada de Europa, como es notorio; cuya nación da la ley a su Gobierno, y, puesta en el estrecho de arruinar sus conveniencias, no dejaría de clamar por la paz a cualquier precio, es, Señor, lo conveniente en el día. Hágase así, sin omitir también algún golpe probable; tal es el de la Jamaica, desprovista, como asegura Caracciolo: envíense aún algunos batallones prontamente a la isla de Cuba: haga lo propio la corte de París a su parte de Santo Domingo: gánense los instantes, disimulando las direcciones con pretexto de otros destinos, pues esta actividad sobre el objeto a que se destina cubre al mismo tiempo aquel continente, y pueden tales esfuerzos continuar un progreso tras otro, o recuperar lo que se hubiese perdido, como, por ejemplo, la Nueva-Orleans, amenazada de Panzacola, y por desquite rescatar este tan importante presidio en el golfo mejicano. En Galicia, Señor, no dejaría de convenir un cuerpo de tropas preparado a una pronta expedición y proporcionado a la escuadra que allí resolviese destinar V. M. para dar qué entender a los ingleses, o para ir verdaderamente tras ellos a socorrer el objeto que se supiere amenazado, o emprender la reconquista inmediatamente a la pérdida. Floten las escuadras inglesas la anchura de los mares: empléense en los convoyes de su comercio; desde luego aquellas padecen y consumen, y las naves mercantiles no pueden frecuentar los viajes sueltos, que son los que utilizan con la repetición. Vayan armadores a la América: benefíciense totalmente de las presas: córtese el tráfico de los ingleses: impídaseles la pesca: cesen sus fábricas: interrúmpanse sus exportaciones e importaciones: dure la guerra: aniquílense sus fondos, y compren caro el alivio de una paz, renunciando a las prepotencias y ventajas con que actualmente comercian, moderándose igualmente en la vanidad del dominio de las aguas.»

De las intenciones de Francia manifestaba el marqués de Grimaldi estar enterado y muy satisfecho, porque los avisos confidenciales de Choiseul eran para infundir la confianza de que se movieran las huestes francesas en unión de las españolas. Así, renovando Harris la solicitud de Inglaterra, tornó a escuchar una rotunda negativa, y tuvo que salir de la corte para obedecer a su Gobierno, aunque, inflamado por una pasión amorosa y convencido acaso de que el rompimiento no iba de veras, venía a Madrid todas las noches desde un lugar vecino, donde hizo alto677.

También Maserano recibió órdenes para ausentarse de Londres, bien que autorizándole su corte a proceder según le indicara Choiseul a última hora: este le dijo que se mantuviera todavía en su puesto. Para declarar Carlos III definitivamente la guerra, ya no aguardaba más que la noticia de que estaba pronto Luis XV a volar en su auxilio; pero vino la de que ahora la Dubarry, como la marquesa de Pompadour antes, hacía y deshacía los ministros de Francia. Contraria al duque de Choiseul y propicia al de Aiguillon, la cortesana de Luis XV ocasionó entonces, no sin que en la intriga jugara Inglaterra su parte, la caída del primero y la elevación del segundo; y de resultas Choiseul pasó del poder al destierro, sustentando el Pacto de Familia, y Aiguillon obtuvo el mando a condición de mantener inalterablemente el reposo. Mi ministro quería la guerra; yo no la quiero, es fama que dijo Luis XV a Carlos III al participarle aquella repentina mudanza. Con idéntico laconismo debiera responder el monarca español al francés para expresar su justo enojo: Puesto que no es una verdad el Pacto de Familia, doile por nulo. Y no cabía otro lenguaje, pues con Luis XV y no con Choiseul, su ministro, había estipulado Carlos III, en agosto de 1761, que ambos mirarían como enemiga común a la potencia que viniere a serlo de una de las dos coronas678: Inglaterra éralo a la sazón de España, y Francia optaba deliberadamente por el sosiego. Esta enérgica resolución hubiera originado que, perdiendo España por de pronto con verse privada de auxilios, ganara para lo venidero eximiéndose de pelear otras batallas que las suyas.

Consecuencia del mal porte de Luis XV fue la siguiente declaración hecha por el embajador español el 22 de enero de 1771 ante el Gabinete de Londres: «Habiéndose quejado S. M. Británica de la violencia cometida el 10 de junio de 1770 en la isla comúnmente llamada la Gran Maluina, y por los ingleses isla Falkland, de cuyas resultas el comandante y los súbditos de S. M. Británica se vieron obligados por la fuerza a evacuar el puerto que denominaban Egmont, y siendo este proceder ofensivo al honor de su corona, el príncipe de Maserano ha recibido órdenes de S. M. Católica para declarar, como declara, que, considerando S. M. Católica el amor de que está animado por la paz y por el sostenimiento de la buena armonía con S. M. Británica, y reflexionando que este suceso podría interrumpirla, ha visto con desagrado aquella expedición capaz de turbarla; y en la persuasión en que se halla de la reciprocidad de estos sentimientos, y de lo que dista de autorizar cuanto pudiera alterar la buena inteligencia entre las dos cortes, S. M. Católica desaprueba la susodicha empresa violenta; y por tanto el príncipe de Maserano declara que S. M. Católica se obliga a dar sus prontas órdenes para que en el citado Puerto-Egmont de la Gran Maluina vuelvan precisamente las cosas al ser y estado que tenían antes del 10 de junio de 1770; a cuyo efecto S. M. Católica dispondrá que uno de sus oficiales entregue al que S. M. Británica autorice el puerto y fuerte Egmont con la artillería, municiones y efectos de S. M. Británica y sus súbditos, allí existentes dicho día, y que se pusieron por inventario. Al mismo tiempo el príncipe de Maserano declara en nombre del Rey su amo que la obligación en que S. M. Católica se constituye de restituir a S. M. Británica la posesión del puerto y fuerte de Egmont no puede ni debe afectar a la cuestión del derecho anterior de soberanía sobre las islas Maluinas.» Por su parte el Ministerio inglés, del cual era ya jefe el conde Rochfort, recién llamado de la corte de Francia, dijo que, en vista de la declaración hecha a nombre del monarca español por el príncipe de Maserano, y en la inteligencia de que los duplicados de las órdenes para la restitución de Puerto-Egmont se entregarían a uno de los principales secretarios de Estado ingleses dentro del término de seis semanas, S. M. Británica se daba por satisfecho de la injuria que había sufrido su corona679.

Semejante desenlace no fue popular ni entre españoles ni entre ingleses. Aranda, viendo que de sus dictámenes desdecían absolutamente las obras, añadió mucho peso a la opinión pública, declarada contra Grimaldi. Un escritor anónimo divulgó por Inglaterra cierto impreso, titulado Junius, donde zahería terriblemente a aquel monarca. Sin ningún miramiento y con maligna sagacidad acriminóle por la insistencia en exigir que se declarara ladrón público al gobernador Bucareli, constándole que se había limitado a obedecer las órdenes de su Gobierno, y por la facilidad con que se satisfacía del agravio. De tomarse cuatro meses el rey de España para deliberar si la expedición se había o no llevado a remate de orden suya, y de consentir en desaprobarla y devolver la isla, no por respeto alguno al soberano de Inglaterra, sino puramente por la persuasión en que estaba de sus pacíficos sentimientos, dedujo que, si este manifestara un ánimo varonil e hiciera una instancia perentoria, le hubiera aquel dado una negativa absoluta. Tras de considerar la situación de Europa y las ventajas probables de la nación británica en una guerra contra los españoles no ayudados por los franceses, y figurando que fueran materiales de una fábula y no sucesos verdaderos todos los ocurridos en este caso, y que se tratara del soberano de otro país cualquiera, dijo lo que sigue: «Cuento con faltar a las leyes de la verosimilitud al suponer que este rey imaginario, después de hacerse odioso a los ojos de sus súbditos, pueda llegar a conocer su deshonra, y a descubrir el lazo que le han tendido sus ministros, y a sentir encendida en su pecho alguna chispa de vergüenza. Entonces el papel que se le podría obligar a hacer le llenaría de confusión, debiendo decir a su Parlamento: Yo os convoco para recibir vuestros consejos sin haberos preguntado vuestros dictámenes. A los comerciantes: Yo he destruido vuestro comercio; yo he arrancado los marineros de vuestros navíos, y os he cargado con el grave peso de los seguros. A los propietarios territoriales: Yo os dije que era, muy probable la guerra, cuando estaba determinado a sujetarme a cualesquiera proposiciones de acomodo: yo os hice una extorsión de nuevas contribuciones antes de que fuera posible necesitarlas, y ahora no lo es daros cuenta de su destino. A los a creedores públicos: Yo he entregado vuestros haberes por presa a los forasteros y a los más viles de vuestros compatriotas. Acaso concluiría este príncipe con una declaración general dirigida a todos: Yo he anegado a las diversas clases de mis súbditos en sobresaltos y desastres; y nada tengo que ofreceros en recompensa sino la certidumbre del deshonor nacional, una tregua armada y una paz mal segura. Ajustadas estas cuentas, aún le quedaría que hacer una apología de su armada y tropas de tierra. A la primera diría: Vosotros fuisteis terror del orbe; pero retiraos a vuestros puertos: un hombre deshonrado como yo no necesita de vuestros servicios. No es verosímil que se volviera a presentar a sus soldados ni en la pacífica ceremonia de una revista; pero, en cualquiera tiempo que se dejara ver, se le podría arrancar esta confesión oprobiosa: Yo he recibido un golpe, y no he tenido espíritu de resentimiento: he pedido una satisfacción, y he aceptado una declaración en la cual se ratifica y confirma el derecho de maltratarme nuevamente. Su semblante a lo menos se expresaría de este modo, y aun sus guardias se cubrirían por él los rostros de vergüenza»680.

Grimaldi, al cual hay que considerar como alma de este desventuradísimo negocio, ya por depender exclusivamente de su secretaría, ya por superar a todos los ministros en ascendiente, ya también por ser el intérprete más autorizado del espíritu y letra de las estipulaciones con Francia, reservó toda la energía para quejarse de que, mientras España mantenía en Londres un embajador de la más alta clase, tuviera Inglaterra en Madrid un representante subalterno. «La corte española (manifestaba enfáticamente) observará las reglas severas de la etiqueta, pesando en la balanza de Astrea la diferencia de las categorías.» No le fue preciso hacer hincapié sobre solicitud semejante, pues el Gabinete británico nombró a lord Grantham embajador cerca de la corte de España, y Mr. Harris, ya de asiento otra vez en ella, recibió al par las credenciales de ministro plenipotenciario, con cuyo carácter admitióle el Soberano en audiencia solemne el día 28 de enero con señaladas muestras de benevolencia y de alegría».

Así terminaron las disputas sobre la posesión de un territorio despoblado, sin que ninguno de los tres reyes que jugaron en ellas representara papel brillante, pues deslucía el del francés la poca fe con que correspondía a sus alianzas; el del español la debilidad de acceder a desaprobar lo ejecutado por un gobernador de orden suya, y el del británico la artimaña de satisfacerse con una ficción universalmente conocida; y más recibiendo en aquella sazón la llave de gentil hombre de cámara el general D. Francisco Bucareli como galardón de sus servicios681. Por lo demás, fueron estériles del todo las últimas resultas del lance sobre las Maluinas. Restablecidos allí los ingleses, abandonáronlas de propia voluntad tres años más tarde; todavía se contó el Pacto de Familia entre el número de los tratados, y el marqués de Grimaldi siguió llamándose ministro.

Necesario es fijar rápidamente la vista sobre otros sucesos de Europa. De muy atrás databa en la isla de Córcega el odio contra los genoveses y el espíritu de independencia, aunque reconcentrados, hasta que rompieron furiosos cuando mediaba el siglo, y alcanzaron el triunfo, gracias al vigor y la capacidad del corso Pascual Paoli, desterrado desde mozo con su padre de la tierra nativa, y establecido en Nápoles al servicio de Carlos III. Dos veces llamó la república de Génova a los franceses en su ayuda para recuperar aquel territorio; la primera en 1756 y la segunda en 1765. Francia no hizo más que propender a sacar lucro de la discordia, y con tanta fortuna, que los genoveses le cedieron toda la isla el 15 de mayo de 1768, reservándose una soberanía imaginaria. Por haberse anticipado esta cesión algunos meses no fue compatriota el César de la edad moderna del César de la edad antigua682. Lord Rochfort tuvo órdenes de su Gobierno para reclamar la evacuación de la isla, y con este objeto se le trasladó la embajada de la corte española a la francesa. Sus representaciones fueron tan apremiantes como infructuosas, porque el duque de Choiseul se mantuvo digno contra las amenazas, manifestándose determinado a no hacer el menor sacrificio por sosegar la alarma de Inglaterra sobre la ejecución de planes con que no quebrantaba Francia ninguna de las estipulaciones de los tratados683. A pesar de este resuelto lenguaje insistieron los ingleses en sus reclamaciones; mas súbito atravesóse de por medio el asunto de las Maluinas, que absorbió la atención de todos; y a la postre la isla de Córcega quedó terminantemente por Francia.

Rusia entre tanto se engrandecía bajo el cetro de la emperatriz Catalina: por primera vez recorrieron el Mediterráneo sus escuadras: sus ejércitos pelearon ventajosamente contra los de Turquía; y años adelante fundábase bajo sus auspicios la ciudad de Cherson, encima de cuya puerta hizo inscribir estas palabras: Camino de Constantinopla; metrópoli que aún estimula e inflama la codicia de Rusia, y sobre la cual tiene como levantado un pie de continuo. Algo perdió a la par en Suecia, porque los Borbones español y francés alentaron al rey Gustavo a sacudir la especie de vasallaje en que le tenía aquella soberana.

Imposible que la pluma pase por alto uno de los acontecimientos más trágicos de que se halla noticia en los fastos voluminosos del mundo. No otra causa que el anhelo del emperador de Austria por conocer al rey de Prusia produjo que se avistaran los dos en la Silesia y la Moravia. Es fama que en las conferencias que allí tuvieron ambas majestades nació el vil pensamiento de formar alianza con Rusia para repartirse la Polonia684. Por de pronto rechazólo firmemente la emperatriz María Teresa; pero, a fuerza de sutilizar fútiles pretextos para sanear su conducta, se ablandó al cabo, y el 5 de agosto de 1772 Rusia, Austria y Prusia consumaron el nefando crimen, que todavía chorrea sangre. Por tal lo tuvo en su justificación acrisolada el rey Carlos III; y evitáralo de seguro y abrazara resueltamente la santa causa de la independencia de los polacos; pero solo en la demanda, distante del teatro de tan inicuo despojo y sin recursos proporcionados al digno empeño, se redujo a vituperar el hecho infame con más violencia y enojo que era de esperar de su reserva y templanza geniales, diciendo a las claras: No me sorprende la ambición y la usurpación por parte del rey de Prusia y de la Czarina; pero nunca pude imaginar tanta falsedad y perfidia en el corazón de la Emperatriz Reina685

Junto a este dato hay que colocar otro de no menos trascendencia para la filosofía de la historia. Voltaire, que, haciendo mal uso de su felicísimo ingenio, y riéndose de lo más sacrosanto, y adoptando la funesta divisa de mentir sin miedo, llegó a ser como árbitro y dispensador de la fama, escribía entonces a Federico II: Dicen, Señor, que vos fuisteis quien imaginasteis la repartición de la Polonia; así lo creo, porque hay genio en la empresa y porque se hizo en Postdam el tratado.-Y a la emperatriz de todas las Rusias: Nuestros Don Quijotes welsches (los franceses) no pueden echarse en cara ni bajeza ni fanatismo; han sido muy mal informados, muy imprudentes y muy injustos... Desde aquel tiempo tomaba mi heroína un partido más noble y más provechoso; el de destruir la anarquía en Polonia, dando a cada uno lo que cree ser de su pertenencia y empezando por ella misma... Tengo por bellísimo el último acto de vuestra gran tragedia... y a dicha el haber vivido lo bastante para presenciar el gran suceso686. Copiando semejantes pasajes, sube a las mejillas el carmín del sonrojo, la pluma se salta de las manos, y protestan a la par enérgicamente el juicio y el sentimiento, la buena crítica y la sana moral contra la admiración discernida al famoso bufón del siglo XVIII, que, aparte otras infamias de mayor bulto, tiene sobre su memoria las de haber sido el Zoilo de la Doncella de Orleans, libertadora de su patria, y el Homero de los que fueron parte en la desmembración de la Polonia.

A todo esto cada una de las tres potencias se esforzaba por descargar sobre sus dos cómplices el oprobio de acción tan indigna687; y ninguna de las que podían invalidarla se vio salir a la palestra. Verdad es que Francia, apoyando las nobles miras de España, propuso a Inglaterra enviar mancomunadamente al Báltico una considerable flota, como el medio más pronto y seguro de asustar a Rusia, Prusia y Austria; pero el Gabinete británico receló el engrandecimiento marítimo de los Borbones, y estos hubieron de desistir de aquel paso honroso. Tras de todo lo cual quedaron los ingleses establecidos en las Maluinas; señores de Córcega los franceses; los rusos camino de Constantinopla; los polacos sin patria; los españoles con el Pacto de Familia acuestas, y la Europa entera en reposo.




ArribaAbajoCapítulo III

Empresas contra africanos


Desacuerdo entre Grimaldi y Aranda.-Aragoneses y golillas.-Renuncia Aranda la presidencia.-Ya de embajador a París.-Don Manuel Ventura Figueroa.-Hostilidades entre marroquíes y españoles.-Sitio de Melilla.-Bombardeo del Peñón de Vélez.-Cede el emperador de Marruecos.-Renueva la paz con España.-Expedición contra los argelinos.-O'Reilli general en Jefe.-Se frustra la sorpresa.-Desembarco.-Ataque y retirada.-Reembarco.-Inexacto parte de O'Reilli.-Clamor general contra este y Grimaldi.-Papeles clandestinos.-Su importancia.-Destierro político de O'Reilli.-Aislamiento del ministro de Estado.-Caduca su influencia en París.-Le es hostil Portugal.-Carlos III le mantiene su confianza.

Habiendo llevado rumbo diametralmente opuesto las opiniones del conde de Aranda y los actos del marqués de Grimaldi a propósito del negocio de las Maluinas, desaviniéronse estos dos personajes, en términos de no ser posible que coexistieran a la larga el uno al frente del Consejo y el otro de primer ministro. Grimaldi, hombre de voluntad flexible, suave en las palabras y deferente por naturaleza, sabía agradar al Soberano. Aranda, impetuoso, de carácter independiente, propenso en demasía a pagarse del parecer propio, y creyéndose necesario, hasta en presencia del Monarca tiraba de la cuerda más de lo justo. De las disensiones entre Aranda y Grimaldi se originaron dos partidos, el aragonés y el de los golillas: por inferencia se trasluce que de la patria de su jefe tomaba nombre el primero, y el segundo del epíteto que el mismo presidente del Consejo solía aplicar a los fiscales, como en despique de que a menudo le coartaran las prerrogativas con el apoyo de las prácticas y de las leyes. Algo de competencia entre el poder civil y el militar se descubría en estos dos bandos, acreciéndolos además, como de costumbre, el temor de perder lo adquirido o la esperanza de lograr lo anhelado, fuera de las afecciones personales y de los mil accidentes que influyen siempre en que los que salen de la esfera común, y trazan combinaciones políticas, y sueñan con el mando, echen por los caminos más proporcionados a la consecución de sus fines. Grimaldi tenía la contra de ser extranjero y la ventaja de servir a un rey a quien desagradaba más que nada ver caras nuevas en torno suyo. El patriotismo ardiente y los relevantes servicios hacían recomendabilísimo a Aranda; pero le perjudicaban tristemente sus vehemencias y genialidades. Hubo ocasión en que delante del mismo Rey dijo a Grimaldi que ministro más débil, indolente y adulador no había pesado sobre España. Aun se cuenta que, persistiendo en que el Soberano adoptara providencias a que no se manifestaba propicio, le faltó más osadamente al respeto. Aranda, eres más testarudo que una mula aragonesa (dijo el Rey como para quitársele de encima). -Perdone V. M. (repuso Aranda con viveza), pues hay quien me gane a testarudo. -¿Quién? (preguntó el Monarca).-La sacra majestad del Sr. D. Carlos III, rey de España e Indias (respondió sin titubear el Presidente). A tamaña insolencia no tuvo más contestación que una sonrisa afectuosa688.

Dejando correr los sucesos y reprimiéndose algún tanto, sin duda prevaleciera Aranda, que a principios de 1772 pudo todavía ufanarse de conservar sobrado ascendiente para obtener que su deudo el conde de Ricla, sucesor del marqués de la Mina en la capitanía general del principado de Cataluña, reemplazara al difunto D. Juan Gregorio Muniain en el ministerio de la Guerra689. Por desgracia, el conde presidente seguía adoleciendo de los defectos por los cuales había sido ya alejado una y dos veces de la corte, primero a la embajada de Polonia y después a la capitanía general de Valencia; y actualmente no se deploraban sucesos extraordinarios, como la campaña de Portugal o el motín contra Esquilache, que requirieran a todo trance su fuerza de voluntad, el crédito de su nombre y su gran disposición para el mando.

Como apenas pasaba día sin que se originaran nuevos choques entre el ministro y el presidente, y aquel llevaba la mejor parte en la contienda, tanto por su mayor inmediación al Rey como por estar más bien cortado para hacerse amar que para infundir recelos de preponderancia, las ocasiones de disgusto por desaires aparentes o verdaderos se le multiplicaban al conde, que hubo de pensar en salir de situación tan violenta para su genio dominante. A poner tierra de por medio manifestóse determinado, solicitando la embajada de París, que, según rumores, quería dejar el conde de Fuentes; bien que le hicieran vacilar en el propósito concebido las súplicas de los parciales, y acaso todavía más la certidumbre del sumo gozo que iba a proporcionar a los contrarios. Pero el mayor de todos, Grimaldi, quería triunfar más de lleno, arruinándole totalmente, y así no se inclinaba a que se le fiara un destino de tanta influencia y que por necesidad había de perjudicar a la suya. Como era de esperar, se sobrepuso Carlos III a las rencillas de ambos funcionarios; no se avino a dejar fuera de juego al conde de Aranda; nombróle su embajador cerca de Luis XV en reemplazo del conde de Fuentes, y para hacerle mayor honra quiso que ejercitara el cargo de presidente del Consejo y el mando de las armas de Castilla la Nueva hasta después de su audiencia de despedida. Todo esto acontecía el año de 1773, y cabalmente al mismo tiempo en que la existencia de la Compañía de Jesús se empezaba a contar entre el número de las cosas pasadas.

Al frente del Consejo fue colocado, en calidad de gobernador, D. Manuel Ventura Figueroa, que veinte años antes había puesto su firma al pie del Concordato celebrado entre Benedicto XIV y Fernando VI. Sin esta circunstancia, verosímilmente no hubiera subido tan alto. Hijo de Galicia el nuevo gobernador del Consejo, distinguíase por su fecundidad de recursos en buscar medios términos para todo, y en no perder el buen lugar que se hacía siempre con particularísimo estudio. Jamás echaba fuego sobre negocios ya encrespados o mal dispuestos, ni daba paso que no fuera sobre seguro; y si las circunstancias le cerraban tal vez esta puerta, los negocios quedaban parados en sus manos, haciendo semblante de suspensión precisa o demora forzada por la aglomeración de otros muchos, hasta ganar el beneficio del tiempo. Por su natural heredado o por su política adquirida en Roma, cultivaba asiduamente, como perito cortesano, la amistad de los poderosos. A su muerte, ocurrida diez años más tarde, sobre el título de arzobispo de Laodicea reunía cargos tan elevados como el gobierno del Consejo, el patriarcado de las Indias, la comisaría general de Cruzada y la colecturía de Expolios y Vacantes; con cuyos crecidos sueldos y las no menos pingües rentas eclesiásticas de que disfrutaba asimismo hubiera podido remediar muchos infortunios, a no inclinarle su sórdida avaricia a rellenar arcones con cartuchos de plata y oro, sobre cada uno de los cuales se complacía en escribir el rótulo de su procedencia. Tres o cuatro contadores de la tesorería Real, muy diestros en su oficio, gastaron cuatro o cinco días de continuo trabajo en saber a cuánto ascendía lo que aquel eclesiástico poco digno tenía usurpado a los pobres. Cuando Carlos III supo que ascendía a muchos millones de reales, dijo con asombro: No lo esperaba de Figueroa690.

Razón tuvo Azara en escribir, a propósito de su elevación al gobierno del Consejo de Castilla: Cierto que Figueroa, sucesor de un Aranda, se zurce tan mal como el don con el turuleque691

Acontecimientos posteriores ensañaron las rivalidades entre aragoneses y golillas, sonando siempre en pugna los nombres de Grimaldi y Aranda. Por los días en que, ansioso el monarca español, aguardaba noticias de Roma sobre la salud del Sumo Pontífice Clemente XIV, ya postrado en el lecho de muerte, le escribía una injustificable carta el soberano de Marruecos. Su fecha era de 19 de setiembre, y su texto enderezado a noticiarle que los marroquíes y argelinos concordaban en no querer sufrir ya sobre las costas de sus países, desde Orán a Ceuta, establecimientos cristianos; por lo cual no podía menos de atacar los que allí tenían y custodiaban los españoles, sin que por esto se entendieran rota la paz, que ya contaba ocho años de fecha, ni suspendidas las comunicaciones mercantiles. En muestra de no ser cosa de simple amenaza, los moros próximos a Ceuta dispararon con bala tan luego como el delegado para entregar al gobernador la imprevista carta estuvo de vuelta en su campo. Contra la pretensión inconcebible y apoyada ya con las armas no quedaba a Carlos III más arbitrio decoroso que el de responder con una declaración de guerra, y así lo hizo el 23 de octubre de 1774. Al saberlo el emperador de Marruecos supuso y publicó en un manifiesto mal fundado que la paz con el rey de España había sido por mar, y de ningún modo tocante a las plazas marítimas que se encontraban de Orán a Ceuta. Estas (dijo) no son suyas ni mías, sino de Dios Todopoderoso, y aquel a quien las diere se hará dueño de ellas. La réplica de España fue tan clara y sencilla como legítima y convincente, limitándose a citar el art. 1º. del tratado de 1766, donde se convino en que la paz sería firme y perpetua entre ambos monarcas por mar y tierra, y el 19.º, en el cual se había determinado la manera de fijar de común acuerdo los términos hasta dónde debía extenderse el territorio de las plazas que en el litoral de África poseían los españoles. Contra cuyos textos nada ambiguos no alcanzaron los moros más razones que sus alfanjes y cimitarras.

Delante de Melilla se presentaron animosos el 9 de diciembre en número de trece mil hombres, y el alcaide del campo y un bajá se aproximaron a los muros pidiendo la rendición de la plaza por capitulación o por abandono. El mariscal de campo D. Juan Sherlok, que allí mandaba en jefe, respondió como debía a la intimación brusca y osada, y, vueltos al campo el bajá y el alcaide, empezaron los marroquíes a disparar bombas. Dos hijos de su soberano acudieron al llamamiento que este les hizo con premura, el uno desde Mogador para dirigir la artillería, por desconfiarse de los renegados, y el otro desde las inmediaciones de Alhucemas, punto al cual se aprestaba a poner asedio con diez y siete mil soldados. De Regata llególe además un cuerpo de minadores, para acelerar con sus fuerzas la ruina o la rendición de la plaza, que pensaba llevar a cabo en el término de cuarenta días. Entre tanto dos navíos de línea, seis fragatas y nueve jabeques de España cruzaban a vista de las costas, convoyaban a los buques del comercio de Indias, e impedían que por el estrecho de Gibraltar se trasportara artillería de grueso calibre a los moros. Esperándola vanamente, y ya sin municiones para continuar el bombardeo, mesóse el soberano las barbas y habló con arrojo de asalto.

Aunque la guarnición de Melilla se mostraba llena de aliento, como corría la estación en que menudean los temporales, recibía dificultosamente socorros. Prestóselos, no obstante, muy oportunos el 9 de enero de 1775 la fragata Santa Lucía, mandada por el jefe de escuadra D. Francisco Hidalgo Cisneros, atracando a tierra cuanto le fue dable, flanqueando las trincheras de los moros entre el sitio de la Puntilla y el fuerte de la Victoria, e incendiándolas de manera que el emperador tuvo que trasladar su tienda a paraje mejor seguro. A la par el cabo de voluntarios Alonso Martín, con doce rematados y sin perder un hombre, conseguía meter dos bombas dentro de las claraboyas por donde desahogaban un ramal de mina enderezada al fuerte del Rosario. También se les destruyeron el día último del propio mes y el primero del siguiente la que les parecía de más efecto y otra que empezaron a abrir por la cabeza de las principales galerías de la plaza. Esta seguía en pie y guardada por españoles, aun ya pasados los cuarenta días de asedio: sobre ella habían caído hasta nueve mil bombas, de que resultaron noventa y cuatro muertos y quinientos setenta y cuatro heridos. Anhelante por acabar pronto, se previno el emperador al asalto, juntando considerable cantidad de faginas y escalas, disponiendo que se echarán por delante mil judíos cinco mil reses vacunas, vestidas de colores, para que engañaran a los de Melilla y para que a su amparo avanzara el ejército en unión de la gente de la comarca, sin exceptuar ni a los muchachos, y señalando para la ejecución de la estratagema y el ataque los días 12 y 13 de febrero, en que los musulmanes celebraban la Pascua. Hechos los aprestos y congregados en la tienda del emperador todos los jefes la víspera del prevenido asalto, diose generalmente aquella empresa por temeraria, muy a disgusto de la tropa, que permaneció junto a la plaza, y de la gente allegadiza, que fue despedida del campo.

Ignorando esta resolución un cuerpo volante de moros, que desde el 3 de febrero andaba por las cercanías del Peñón de Vélez, situóse en la cumbre del Mampuesto el día 12, y comenzó a hacer fuego con bombas. Tan sin cuidado las recibió el coronel gobernador D. Florencio Moreno, que, a instancias suyas, abandonó la costa el capitán de fragata D. Justo Riquelme, llegado allí con los jabeques Lebrel y Pilar en su socorro, de que tampoco había tenido necesidad el gobernador de Alhucemas. Cierto es que a la sazón azotaba las olas un huracán terrible, por cuya causa tuvieron también que hacerse a la mar, cortando cables, los buques anclados junto a Melilla.

Para arbitrar el modo de que los puntos amenazados no carecieran de los auxilios de la marina, ya que los temporales imposibilitaban allí la permanencia de naves mayores, se celebró consejo de guerra a bordo del navío San Genaro. D. Antonio Barceló, muy práctico en aquellas aguas, como que, surcándolas y siendo terror de los corsarios berberiscos, había pasado gradualmente de patrón de un barquichuelo a brigadier de la armada, propuso que se destinaran algunos jabequillos con palamenta de popa a proa al reconocimiento de calas y rincones, protegiéndolos de la parte de afuera buques de mayor porte, que habrían de estar las más veces tres o cuatro leguas distantes. Por dicha no fue menester plantear esta disposición excelente y aprobada por todos: tanto delante de Melilla como del Peñón de Vélez alzaron los moros bandera de paz al mediar marzo, proclamando con unánimes voces que, mientras Carlos III viviera, no habría ningún cautivo español en Marruecos.

Sidi Hamet Elgazel, que vino en 1766 de embajador a España, como ya queda referido692, se avistó con el gobernador de Melilla, entregándole de paso una carta para el secretario de Estado. Se reducía a manifestar en tono compungido lo mucho que sentía el emperador de Marruecos la acusación de haber quebrantado un tratado de paz sin motivo, y a proponer que se ventilaran amistosamente las diferencias entre aquel soberano y el de España. Grimaldi respondió con sequedad y en el concepto de no dar oídos a proposición alguna sin que previa y formalmente se establecieran seguridades que afianzaran para siempre las estipulaciones sucesivas, precaviendo en términos solemnes toda infracción o interpretación arbitraria. De resultas pasaron un comisionado español a Tánger y otro marroquí a Málaga; y por último se consolidó la paz apetecida, al tenor del tratado existente, no sin reconocer el emperador de Marruecos que lo había infringido con sus mal justificadas hostilidades693.

Suscitarlas en otro punto de África pensó acto continuo Carlos III para escarmentar en general a aquellos naturales y asegurar cuanto fuera posible la navegación de sus vasallos; doble objeto que llegara felizmente a colmo con apoderarse de la plaza de Argel, semillero y albergue de los piratas más renombrados por sus fechorías. Un religioso que allí había residido muchos años pintó como cosa llana la empresa: Fray Joaquín Eleta prohijóla, como dirigida contra infieles: el Monarca determinó que se intentara, como ajustada a su viva fe y a su anhelo de mayor gloria: Grimaldi tuvo encargo de prepararla, como negocio gravísimo de Estado. Para la ejecución fijáronse desde luego los ojos en D. Pedro Ceballos, conquistador ilustre de la Colonía del Sacramento: la capacidad y la pericia de este jefe eran prendas seguras de que no se descargaría el golpe en vago por falta de previsión y de pulso antes de soltar el primer tiro, ni de vivacidad y denuedo una vez empeñado el lance. No se le llegó a nombrar caudillo de la expedición proyectada por considerarse excesivo el número de tropas de que dijo necesitar positivamente para que no se malograra la idea que absorbía entonces la atención del Soberano y su Ministerio. D. Alejandro O'Reilli brindóse a realizarla con veinte mil hombres de desembarco: se le oyó el dictamen y se le fió el buen suceso de la jornada, cifrándolo exclusivamente en obrar con sigilo y en coger de sorpresa a los moros.

O'Reilli había asistido a muchas funciones bélicas, aunque sin mandar nunca en jefe, salvo cuando ensayó la nueva táctica extramuros de Madrid como inspector de infantería, disponiendo para este fin un gran simulacro. A consecuencia de heridas que había recibido en la batalla de Campo Santo era cojo: militado había también como voluntario algún tiempo al servicio de Austria: medros tuvo más tarde en el ejército español mientras su compatriota D. Ricardo Wall desempeñó el ministerio de la Guerra; Grimaldi obsequióle igualmente con su patrocinio; y así, viósele de brigadier en la campaña de Portugal al frente de las tropas ligeras; de mariscal de campo al establecer el Gobierno español en la Luisiana, donde no dejó muy buena memoria de su blandura; de teniente general inmediatamente después de ejecutado el simulacro, y de conde al celebrarse el nacimiento del primer hijo varón del príncipe de Asturias. Rápida había sido, pues, en los últimos años su carrera, y solo volviendo triunfante de Argel, sin que se le aumentaran los galardones, podía hacer que se equipararan de algún modo sus merecimientos con sus adelantos.

En la plaza de Cartagena se hicieron los preparativos militares, armándose ocho navíos, otras tantas fragatas, veinte y cuatro jabeques, algunas bombardas y galeotas y suficiente número de buques mercantes para trasportar los veinte mil soldados, las municiones de boca y guerra, y todo lo adecuado a facilitar el desembarco y el ataque. D. Pedro González de Castejón iba por jefe de la escuadra, que zarpó del puerto la víspera de San Juan del año de 1775. Miembros de la alta nobleza, como los marqueses de la Romana, de la Cañada y de Villena, y los condes de Montijo, de Fernán Núñez y del Asalto; varones que ocupan un distinguido lugar en la historia patria, y de quienes aún viven amigos, como D. Antonio Ricardos y D. Francisco Saavedra, llevaban a su bordo las fuertes naves al par que la flor de todo el ejército de España. Pocas horas después de salir a la mar, mudó y arreció el viento, manso y favorable al principio, y hubo el convoy de tomar puerto al Oeste de Cartagena, mientras los buques de alto bordo se mantuvieron a la capa. Tres días pasaron antes de que pudieran marchar de nuevo a rumbo; y ya lo hicieron juntamente con dos bajeles traídos por el jefe de escuadra Juan Acton, que servía entonces bajo el pabellón de Toscana.

Al concluir junio y empezar julio fondearon junto a Argel todas las naves: aquella gran bahía, que desde la plaza hasta el cabo de Metafuz se extiende no menos de cinco leguas, estaba coronada de campamentos: O'Reilli contaba sorprender a los moros, y los moros sorprendieron a O'Reilli con sus extraordinarias prevenciones. Esta especie de cambio de papeles emanaba de que, trasmitiéndose de unos en otros el plan de caer sobre Argel de improviso, aunque bajo el carácter de la reserva más profunda, vino a ser al pie de la letra el secreto a voces. Lo penetraron muy temprano las cortes interesadas en mantener la enemistad de los españoles y los moros para hallar menos concurrentes en el comercio de África y de Levante, y no desperdiciaron la coyuntura de anunciar tamaña novedad a los argelinos. Su ministro de lo Interior súpola por la vía de Marsella a principios de mayo con exactísimos pormenores acerca de la escuadra y de las fuerzas de desembarco; y por la vía de Marruecos había también multiplicado los avisos un judío residente en España. Observando el conde de O'Reilli con un anteojo desde la popa del navío a que dio nombre el heroico defensor del Morro, D. Luis Vicente de Velasco, las buenas posiciones de los campamentos y las maniobras de los ginetes moros, dijo al conde de Fernán Núñez, nada contento del espectáculo patente a su vista: Pues, Señor, el vino está echado, y es menester beberlo. Harto bien demostraba esta desalentadora frase que todas las combinaciones, todos los arbitrios, todas las esperanzas se reducían a un golpe de mano, y que, frustrado este, quedaba el capitán expedicionario como encallejonado y sin tino. A la verdad, pasada la impresión primera, sus vacilaciones carecían a la vez de significado y de excusa; puesto que la fortuna adversa no le consentía intentar la victoria, si no daba en la temeridad de morir batallando, lo menos malo hubiera sido tomar la vuelta de Cartagena.

Tras una semana de perplejidades, se verificó el desembarco; y no fue poca dicha que los vientos contrariaran a O'Reilli el designio de sacar sus tropas a tierra en la bahía de la Mala Mujer, distante de la plaza tres leguas de camino montuoso y angostado a trechos por amenazadoras gargantas que facilitan la defensa y dificultan la acometida. Entre el río Jarache y Argel, y sobre una playa a legua y media de este último punto, saltaron al alborear el 8 de julio los de la vanguardia, compuesta de ocho mil soldados, conducidos por siete columnas de barcas y llevando sendas lanchas cañoneras al frente, mientras los buques de guerra cubrían los flancos y disparaban su artillería.

Aquella playa era sumamente arenosa, de suerte que diez hombres no bastaban a mover un cañón de a cuatro por lo que se hundía el terreno. A trescientas toesas lejos del mar se alzaban colinas enlazadas unas con otras, llenas de árboles, matorrales, caseríos y cortaduras, y defendidas por gran número de enemigos. Sobre ellas tuvieron órdenes de marchar los ocho mil hombres ya desembarcados, luego que, formados en batalla, se vieron acometidos por partidas sueltas de moros, algunos de los cuales plantaron muy cerca sus banderolas en montones de arena, a cuyo amparo no desperdiciaban un tiro. Cuando las tropas ligeras llegaron a la falda, ginetes y peones moros, precedidos de camellos, que les servían como de parapetos ambulantes, desembocaron en muchedumbre por derecha e izquierda para envolver a los españoles, quienes, haciendo martillo a ambos costados, lidiaron como buenos, y, protegidos por los disparos de sus buques y por la segunda división de otros ocho mil hombres, desembarcada oportunamente, quedaron señores del campo, aunque en la imposibilidad de seguir el avance.

Vueltos, pues, a orillas del mar, levantaron trinchera de arena, faginas y caballos de frisa, no sin grande estrechura, por la naturaleza del terreno, donde todo el ejército hubo de apiñarse, y a causa de los disparos con que por todas partes les mortificaban los moros. Un cañón de a veinte y cuatro, que enfilaron a la trinchera, segó muchas y muy preciosas vidas. Cuando el resto de la infantería salió a tierra, fue solo para hacer bulto y ser partícipe del estrago: la caballería libró perfectamente, porque no se movió de las naves. A breve rato de poner en la playa las tropas, comenzaron a volver las barcas a dejar los heridos en los buques destinados para hospitales, cuya lastimosa procesión duró todo el día y mucha parte de la noche.

Al amanecer ordenaba O'Reilli el ataque, a las nueve de la mañana el atrincheramiento, a las cinco de la tarde el reembarco; todo a la ventura: el ataque, ignorando el número de enemigos emboscados para impedirlo y las dificultades del empeño: el atrincheramiento, exponiendo a un mortífero fuego la hueste: el reembarco, sin más eventualidad de éxito dichoso que la de que no lo echaran de ver los argelinos. Esto le avino casualmente bien al desacordado comandante, pues a la madrugada del día 9 ya estaban todas las tropas a bordo, no habiendo quedado de los pertrechos más que tres cañones en la playa. Fernán Núñez, testigo del desastre, de que salió con una herida, se expresa como sigue: «Los moros, que habían pasado la noche antecedente en poner varios cañones y morteros en las alturas que dominaban nuestras trincheras, a fin de arrojarnos de ellas la mañana siguiente, creyeron con razón, por fortuna nuestra, que el objeto de las barcas que durante la noche iban y venían a la playa no era otro que traer mayor número de artillería y tropa. A la verdad que esto era lo más regular, pues difícilmente podían persuadirse hubiésemos venido desde tan lejos y con tantos pertrechos de guerra a solo hacerles una visita de atención o a tener un día de campo con ellos. A no ser así, como la playa es de la clase de aquellas que se van perdiendo insensiblemente en el mar, con veinte hombres de caballería que hubiesen venido por la orilla y algo dentro de ella, sable en mano, por cada lado de nuestra trinchera, hubieran entrado en ella sin resistencia, nos hubieran sorprendido, tomándonos por las espaldas, y no hubiera quedado sino la memoria de nuestra desgracia, pues no habiendo otra retirada que la mar, pocos hubieran podido aprovecharse de ella.»

Remisos los contrarios en prestar asenso a lo mismo que veían sus ojos, lucharon buen rato entre el deseo y el temor de posesionarse de la trinchera, hasta que dos de los más audaces la entraron sin el menor tropiezo; y en pos de ellos multitud de sus camaradas se arrojaron sobre los cadáveres para quemar los troncos y cortar las cabezas, por cada una de las cuales había ofrecido el bey un doblón de oro. Centenares le presentaron en dos días, siendo una la del marqués de la Romana; y desde los buques, donde había dos mil heridos y contusos, lloraron los españoles, viendo que ni sepultura conseguían sobre la triste playa los despojos mortales de sus infortunados compatriotas.

Doscientos treinta y cuatro años antes, bajo el reinado de otro Carlos y con asistencia suya, padecieron también junto a Argel un descalabro los hijos de España: entonces tuvieron a los elementos en contra, y mientras las tropas de desembarco, lanzadas al ataque por tres distintos puntos y ya en proporción de arrimar las escalas, cedían al ímpetu de una horrorosa tempestad de agua, viento y granizo, chocaban los buques unos con otros, y, estrellándose en la costa, se iban varios de ellos a pique. No obstante, soldados y buques hallaron en Metafuz albergue propicio, y, rehechos allí del todo, tornaran a la demanda, si no se hubiera desoído el voto del gran conquistador del imperio de Motezuma, que se ofreció a llevarla personalmente a feliz remate. Naturalísima explicación tiene aquella lamentable jornada; no así el revés padecido por culpa de O'Reilli, y cuya noticia trajo a Alicante, donde arribó con la mayor parte de los bajeles el 15 de julio.

Su mismo parte, inserto en la Gaceta de Madrid, le acusa, tanto por lo que revela como por lo que no menciona. Palabras literales suyas son estas: «Ayer al amanecer se hizo el desembarco de la tropa en una playa que está legua y media a Levante de la ciudad de Argel, y al principio todo prometía felicidades. Constó el primer trasporte de ocho mil y tantos hombres... Los moros empezaron su tiroteo de lejos, favorecidos de algunas alturas de arena y matorrales. La tropa se empeñó con sobrado ardor y prontitud a desalojarlos, adelantándose para este intento mucho más de lo que estaba resuelto ni era conveniente... Para esta expedición me ha dado el Rey cuanto yo comprendí necesario para el feliz éxito; los ministros proporcionaron todos los auxilios que dependían de su ministerio, y la marina me facilitó el desembarco de una vez de ocho mil hombres: llevó el segundo desembarco de tropa con más prontitud de lo que se podía esperar, y con igual eficacia se condujo la artillería y pertrechos, acreditando el comandante general D. Pedro Castejón en esta expedición su distinguido desempeño y grande amor al servicio del Rey; y, sin embargo de todas estas ventajas, no se pudieron superar los perjuicios que ocasionó el sobrado ardor con que se adelantó la tropa e hizo sus fuegos, lo que arrastró unas resultas tan malas como poco correspondientes a las providencias que se habían tomado.» De consiguiente dio a entender O'Reilli que la operación no se hubiera malogrado a tener menos ardimiento la tropa, y a no haberse adelantado mucho más de lo que estaba prevenido. Pero ocurre que trescientas toesas de playa excesivamente arenosa no las andan ocho mil y tantos hombres de un vuelo; que aun cuando el general en jefe se ocupara a la sazón en dirigir el desembarco del segundo trasporte, necesariamente había de observar el movimiento progresivo de la vanguardia; que los instrumentos militares trasmiten a largas distancias la voz de mando; que, como introductor de la nueva táctica, no pudo aquel dejar los pífanos, los tambores y las trompetas sin toques de alto; y finalmente que tenía edecanes de sobra. Ociosos no estuvieron de cierto, según resulta del mismo parte, pues de ellos salieron heridos D. Agustín de Villers, D. Pedro Gorostiza, D. Francisco Saavedra, D. Félix Muzquiz, D. Antonio Cornel, D. Joaquín Oquendo, y muerto D. Gerónimo Capmani. «Llevaron mis órdenes con prontitud y claridad (añadió O'Reilli), y, aunque todos quedaron muy fatigados de correr a pie en aquel arenal, no cesaron de brindarse para los mayores riesgos.» Otras relaciones de testigos oculares aseguran que las órdenes de avanzar fueron no solo verbales sino escritas. Además no parece sino que, tomadas las colinas, se podía cantar victoria, distando Argel de ellas lo mismo que el punto del desembarco, menos las trescientas toesas de playa, e ignorándose los obstáculos que había de por medio y hasta el número de enemigos con quienes se había de trabar la lucha, sobre lo cual guarda el parte absoluto silencio. Por un cautivo, que se hallaba a la sazón en Argel y vino a España tiempos adelante, averiguóse que el bey tenía en las diferentes baterías quinientos diez y ocho cañones, y ciento veinte y un mil hombres entre los que ocupaban los cinco campamentos de la bahía y los emboscados en las montañas694.

«Sea Dios bendito (escribía Floridablanca desde Roma), pues que su voluntad ha sido que se malogre un pensamiento que parecía el más bien ordenado, y que prometía buenas resultas después de un desembarco feliz. Aquí se esparció la noticia por la vía de Malta, atribuyendo la desgracia a desunión de los generales. Se critica el reembarco porque ignoran las ideas de órdenes para un solo golpe de mano»695. Sabíalas Floridablanca por Grimaldi. «Así acabó (exclamaba Fernán Núñez) esta desgraciada expedición militar, que no es mucho tuviese tan mal suceso dirigida sobre el proyecto y noticias de un fraile»: observación poco digna de su recto juicio. Frustróse la empresa por la inhabilidad en combinarla y el desconcierto en ponerla por obra. Grimaldi, luego que obtuvo la aprobación del Soberano, procedió a semejanza de los niños, que, en tapándose los ojos, imaginan que no los ve nadie: así, aunque el bey estuvo preparándose dos meses, le supuso muy ajeno de lo que se proyectaba en su daño. O'Reilli hizo lo que hubiera desconceptuado a un recluta con suponer que las órdenes para un solo golpe de mano podían ser cumplidas estando los moros en espera, y proporcionándoles a mayor abundamiento la ventaja de que pasaran minuciosa revista a las naves, que bordearon la costa más de una semana antes de efectuar el desembarco.

Contra Grimaldi y O'Reilli, que no supieron preparar la sorpresa de los argelinos, aconsejada por el fraile, desencadenóse el buen instinto popular a medida que se divulgó la nueva infausta: efervescencia húbola en todas partes; y la opinión pública se les declaró inequívocamente adversa, tomando mayor incremento con esparcirse desde Alicante por la oficialidad los pormenores de la empresa desafortunada. Allí se recibió el 21 de julio la Gaceta de Madrid en que se refería el suceso conforme al parte comunicado por O'Reilli. Sentidos e irritados los oficiales del modo con que trataba a la tropa el capítulo de Madrid, redactado al tenor de su informe, se encaminaron algunos, en representación de los de todos los grados, a su alojamiento, y le reconvinieron por las suposiciones de su relato, evidenciando que las órdenes verbales y escritas fueron para apoderarse de las alturas, y que sin avanzar no había forma de ejecutarlas; exponiendo que mejor hubiera sido confesar la superioridad de las fuerzas y la desventura del suceso que no quitar la vida a tantos oficiales y el honor a estos, y a los heridos, y a todos los que se hallaron en la jornada; y anunciando el designio de elevar sus ruegos al trono en solicitud de la celebración de un consejo de guerra para que les hiciera justicia. Recriminaciones tan contundentes dejaron a O'Reilli confuso y sin habla, no permitiéndole atajarlas su desprestigio y castigar a los que se las dirigían cara a cara con menoscabo de las prescripciones militares. Aquella misma noche, en el coliseo de Alicante, dividióse el patio al fin del sainete, pidiendo que cantara la dama unos y que bailara otros. ¡Que se lea el capítulo de Madrid inserto en la Gaceta! gritó cierto oficial aprovechando un corto silencio; y tal ocurrencia dio mucho golpe en las circunstancias del día. Todos los tonos, el de la novela como el de la historia, el de la sátira como el de la endecha, se emplearon en considerable porción de papeles circulados entonces desde Madrid, y principalmente desde Alicante, buscados con curiosidad impaciente y leídos con anhelosísimo interés de un extremo a otro del reino696. A vueltas de la falta de mesura de que adolecen todos los escritos clandestinamente forjados por incógnitas plumas, cuando el espíritu público no encuentra mejor respiradero, puntualizáronse allí los accidentes de la expedición malhadada, ridiculizando los términos por los cuales supieron con fijeza los argelinos lo que se había ocultado a los españoles, y tachando todas las operaciones del general en jefe; el desembarco, a pesar del sensato voto del brigadier D. Antonio Barceló, opuesto a que se hiciera en lugar tan mal elegido, y sobre todo antes de incendiar con bombas y granadas el ramaje y casas de las alturas; la inoportunidad del avance, ordenado a ciegas; la torpe idea del atrincheramiento, reducido a tan diminutas proporciones que, aun cuando se dispuso que se sentaran los soldados para evitar de algún modo el certero y horrible fuego, no pudieron ejecutarlo por falta de sitio; la providencia del reembarco, no acordada en consejo de generales y de jefes, como se decía en el parte; la estudiada diminución del número de muertos697

Para mayor daño de Grimaldi y O'Reilli campeaba el ingenio en muchas de las producciones donde se vertían y propalaban tales especies, descubriéndose, no obstante, mucho menos encono hacía el primero que hacía el segundo, como que para aquel solo se pedía el destierro y para este no menos que la horca.

Muy al cabo Carlos III de lo peligroso de traer a O'Reilli a la corte, y errando en no sujetarle a un consejo de guerra, le envió a reconocer las islas Chafarinas por de pronto, y algo más tarde fióle el mando de Andalucía. Nada perdió Grimaldi a sus ojos, y le mantuvo de ministro de Estado contra los tiros que, más sañudo que nunca, le asestaba el partido aragonés, bastante debilitado desde la ausencia del conde de Aranda, y rehecho ahora a impulsos de la agitación que agriaba los ánimos y enardecía las voluntades. Su voz llevaba D. Ramón Pignatelli, canónigo de Zaragoza y hermano del conde de Fuentes; y, merced al gran valimiento de que gozaba un sobrino suyo cerca del príncipe de Asturias, pretendía suceder a Grimaldi en el Ministerio. Como en las monarquías absolutas suele acontecer que los descontentos se agrupan en torno del inmediato sucesor a la corona, y que los patrocina y defiende este con más o menos disimulo, con mayor o menor empuje, el príncipe de Asturias, que vivía ya bajo el predominio de su esposa, incitado por ella, habló bastante alto contra los que en el descalabro de Argel fueron parte y al son de las pretensiones de Pignatelli. Vanamente quiso Grimaldi parar el golpe y captarse el afecto del príncipe de Asturias, influyendo para que le abriera su augusto padre las puertas del consejo de Estado, donde, a pesar de su edad madura, no tuvo hasta entonces entrada, y donde, sujeto a las mismas influencias que le adiestraban en el arte de las intrigas antes de estar en situación de instruirse en el del gobierno, contradijo siempre que pudo al ministro.

Entre sus compañeros tampoco tenía el marqués de Grimaldi muy fogosos parciales. D. Manuel de Roda, ministro de Gracia y Justicia, era, aunque golilla de profesión, aragonés de nacimiento: D. Miguel de Muzquiz había sucedido en el ministerio de Hacienda al marqués de Esquilache, y por consiguiente en sazón nada oportuna para que Grimaldi, amenazado también como extranjero por la plebe, influyera en su nombramiento: el conde de Ricla, ministro de la Guerra, debía principalmente aquel puesto a su deudo el conde de Aranda: el bailío Frey D. Julián Arriaga, ministro de Indias y de Marina, ya casi octogenario, no vivió después del infausto suceso de Argel más que seis meses698. A su fallecimiento se le dieron dos sucesores en las secretarias vacantes: D. José de Gálvez, vuelto cuatro años atrás de su visita a Nueva España, obtuvo la de Indias: la de Marina se puso a cargo de D. Pedro González Castejón, elevado recientemente a marqués con el título de su apellido. De Muzquiz era hechura el primero, y parecía natural que se colocara a su lado: aunque en lo de Argel intervino el segundo, ni había compadrado con el conde de O'Reilli, ni a falta suya se podía achacar razonablemente el desastre; y por tanto pecara de inadvertido en mancomunar su suerte con la de un secretario del Despacho a quien se estrechaban cada vez más las distancias, y de fuerza moral ya nula.

Tiempos antes el duque de Choiseul, que regía los destinos de Francia, hubiera procurado sin duda sostener a su íntimo amigo el marqués de Grimaldi en la primera silla ministerial española. Al heredar Luis XVI el trono hubo quienes se interesaran por restaurar a Choiseul en el mando, siendo de este número la misma Reina; pero tras la caída de Aiguillon, hechura de la Dubarry, vino la elevación de Maurepas, víctima de la Pompadour había ya un cuarto de siglo. Yo sé lo que no debo hacer; mas lo que debo hacer lo ignoro, fueron las primeras palabras que le dirigió el soberano. Tan sanas eran sus intenciones como inveterados los males y como tardíos los remedios: de todos modos el afán de realizarlas, manifestado constantemente por aquel príncipe de intachables costumbres, daba muy distinto semblante a su Gobierno: y los que lo ejercían no estaban sometidos a los antojos de las cortesanas, ni cifraban el interés vital de la política exterior en lo referente al Pacto de Familia, verdadero talismán de la fortuna de Grimaldi. Con recordar que su enemigo capital el conde de Aranda era representante español en aquella corte, dicho se está que allí también caducaba completamente su antigua influencia. Toda la que tenía el embajador dedicábala a patentizar el odio que se había concitado su antagonista de resultas de la funesta expedición a Argel, efectuada a los dos meses no cabales del fallecimiento de Luis XV.

Aprovechando estas circunstancias, Portugal daba oídos a las instigaciones de Inglaterra y hacía salir como a la deshilada varios bajeles con rumbo a América y tropas a bordo, que empezaron por atacar algunos puestos españoles en el Río-Grande de San Pedro. Aparte la cuestión de límites entre el Brasil y Buenos-Aires, perenne de antiguo para las dos naciones, avivaba estos actos hostiles la ojeriza con que Pombal miraba a Grimaldi. Donde quiera, pues, hallaba el ministro español, tambaleante en su silla, sinsabores y contrariedades; y hasta se le apartaban los pocos amigos, como de árbol que empezaba a no dar sombra. «Bien que Grimaldi (ha escrito un historiador extranjero) fuera de continuo tratado por su Rey con la consideración y confianza que solía manifestar a los que le habían servido largo tiempo, no siempre alcanzaba a vencer su tenacidad y apego a sus máximas favoritas. Le era forzoso esmerarse en las contemplaciones a tal de no herir su excesiva delicadeza en todo lo que se rozaba con la dignidad de su corona y con la ventura de su pueblo. Más de una vez tuvo la indiscreción de franquearse con el embajador de Inglaterra sobre el carácter obstinado e inflexible del Rey, alegando que no había reflexiones ni argumentos que bastaran a sacarle de sus preocupaciones, ni a hacerle variar sus providencias, por erróneas que parecieren, después de dictadas. Tal es (decía entre pesaroso y despechado) el hombre de quien tengo que dirigir los consejos»699.

Igual juicio pudo formar entonces respecto de la índole del Monarca la generalidad de sus vasallos, enumerando entre sus preocupaciones y providencias no revocadas y mal defendibles la de resistir al torrente de la opinión por conservar al marqués de Grimaldi en el Ministerio.




ArribaAbajoCapítulo IV

Mutación en el Ministerio


Pragmática de matrimonios desiguales.-El infante D. Luis.-Sus bodas.-Nuevos ataques a Grimaldi.-La Academia de San Fernando en su contra.-Su dimisión.-Floridablanca sucesor suyo.-Chismes anteriores de Azara.-Arrebatos de Fray Joaquín Eleta.-Moderación de Floridablanca.-Sorpresa con que recibe el nombramiento.-La corte napolitana.-Exoneración de Tanucci.-Muerte del soberano portugués.-Caída de Pombal.-Lento viaje de Floridablanca.-Últimos despachos de Grimaldi.-Gratitud del nuevo ministro.-Felicitación de Aranda.-Respuesta.-Circunstancia notable.

Tan caído se podía considerar el actual ministro de Estado desde que el desastre de Argel fue notorio, como lo estuvo el antiguo ministro de Hacienda desde que los madrileños salieron por calles y plazas pidiendo a voz en grito su muerte. Ambos pasaron por una situación misma, teniendo al Monarca de su parte y la opinión general en contra; sin otra diferencia que la de haber sido Esquilache atacado en tumulto y la de serlo Grimaldi sin que se alterara el sosiego. Vencido el motín, hubiera proseguido el siciliano al frente de la secretaria de Hacienda, bien que desconceptuado entre los españoles: era cabalmente lo que ahora sucedía al genovés, por quien corrían los negocios de Estado. Pero como solo a merced de la tiranía cabe que un monarca prescinda a la larga y a todo trance de los clamores de su pueblo, y Carlos III distaba mucho de tirano, se preveía fácilmente que Grimaldi ya no calentaría la silla ministerial sino muy pocos meses.

Un acaecimiento extraordinario distrajo la atención pública algún tanto, y quizá a ello fue debido el que la caída del secretario de Estado no se efectuara tan pronto. Por marzo de 1776 se publicó la pragmática sanción sobre matrimonios desiguales. Después de mandar que no gozaran de los efectos civiles aquellos que se casaran antes de cumplir los veinte y cinco años sin beneplácito de sus padres o tutores, y de tomar varias precauciones para que la autoridad de estos no degenerara en abuso, se recordaba allí la costumbre y obligación en que estaban los Infantes y Grandes de España de solicitar Real licencia para sus casamientos y los de sus descendientes, bajo pena a cuantos omitieran este requisito de perder los títulos, honores y bienes dimanados de la Corona. Para el caso en que por graves circunstancias no se pudiera prescindir de la celebración del matrimonio, aunque fuera con persona desigual, entre los que necesitaban Real permiso, se reservaba a los monarcas la facultad de concederlo; pero la persona que causara la notable desigualdad quedaría privada de los títulos, honores y prerrogativas que emanaran de la corona; privación que se extendería de la misma manera a los descendientes de dichos matrimonios, los cuales no podrían usar de los apellidos y armas de la casa de cuya sucesión se les excluía700.

Ocasión daba a esta pragmática el infante don Luis, hijo de Felipe V y de Isabel de Farnesio. Como vino al mundo después que todos sus hermanos, se quedó sin soberanía en Italia: diez años acababa de cumplir cuando en 1735 le alcanzaron sus augustos padres el capelo; mas días adelante hallóse con temperamento nada favorable al celibato y sin ánimo para escandalizar o ser hipócrita contrayendo obligaciones muy superiores a sus fuerzas. De consiguiente, hizo lo que debía; olvidarse de su fortuna y renunciar las altas dignidades eclesiásticas de que estaba revestido, por escrúpulo de desdorarlas. Todo el reinado de Fernando VI lo pasó en el Real Sitio de San Ildefonso, haciendo compañía a su madre. De haberse interpretado la ley de sucesión de 1713 en el concepto de quedar excluidos del trono los príncipes no nacidos y educados en España, figurara el infante D. Luis como heredero presunto de la corona al ceñírsela Carlos III y cuyos hijos eran todos napolitanos, y después de fallecido el infante D. Felipe, duque de Parma. De aquí había provenido la zozobra que trajo D. Carlos durante su viaje, de la cual pudieron sacarle en parte las aclamaciones de los catalanes, y por completo el juramento de los tres brazos del Estado juntos en Cortes. No obstante, siempre mantuvo algún recelo de que los artífices de intrigas llegaran a escoger al infante D. Luis como centro de sus maquinaciones; y por esto, y también por cariño, jamás le perdía de vista, y se le llevaba siempre de caza.

D. Luis igualaba al Rey en lo bondadoso, no en lo honesto, y tenía además en su contra la práctica antigua, por cuya virtud los infantes españoles no hacían nupcias dentro del reino, a no ser inmediatos sucesores al trono. Sin extraviarse en devaneos, la existencia del Infante hubiera sido un martirio terrible: desgraciadamente le sobrevinieron dolencias que se le agravaron por la necesidad de acompañar todos los días a su hermano y el temor y el sonrojo que le estorbaban hablarle con franqueza, hasta que, no pudiendo ya más, cayó en cama, y se descubrió todo el misterio701.

Cuando se repuso, fue de parte del Rey el Padre Eleta a afearle sus amoríos, y lejos de disculparlos el Infante, condenólos sinceramente, suplicando al confesor que intercediera con el Monarca para que le autorizara a hacer bodas con la dama que fuera de su Real agrado702.

A la sazón pensó Carlos III en casarle con su hija mayor la infanta doña María Josefa, que, pequeña de cuerpo y contrahecha, pasaba ya de los seis lustros sin esperanzas de tomar estado. Acordes los dos contrayentes con la voluntad soberana, parecía terminado el asunto; pero de la noche a la mañana mudó la Infanta de consejo, por no faltar quienes la imbuyeran en la falsedad de no haber quedado sano su tío; con lo cual vino a pasar este a situación desairada y más penosa que antes703.

Por salir de ella dirigióse al confesor de su hermano en términos sentidos, estrechándole a que, para consuelo de su espíritu y seguridad de su conciencia, trabajara en el pronto logro de su demanda. Lo hizo el Padre Eleta: de resultas consintió el Monarca en que el infante D. Luis eligiera esposa entre las damas solteras del reino, y, publicada la pragmática de matrimonios desiguales, otorgóle permiso para casarse con doña María Teresa Vallabriga y Rozas, joven de singular hermosura y de familia aragonesa muy ilustre704. Este matrimonio se celebró en 27 de junio de 1776 en Olías; y Carlos III, afligido por el suceso, que calificaba de doloroso y de espina que le atravesaba el corazón, sentía el consuelo de creer que había merecido general aprobación lo providenciado705. Al Infante conservóle en su gracia: siempre que venía a verle, primero desde Cadalso y después desde Arenas, le salían a recibir a la última posta los coches de la Casa Real, su antigua servidumbre y la partida de guardias de Corps correspondiente: a la despedida se practicaba la misma ceremonia, y dentro de Palacio se le trataba lo mismo que antes.

Hablando Fernán Núñez de los hijos que nacieron de este enlace se explica en la forma siguiente: «Casados sus padres con permiso expreso del Rey y en presencia de la Iglesia, sería difícil que, si por desgracia de España llegase el caso de disputarse sus derechos o los de su línea, pudiesen ser suficientes ni la pragmática sanción citada arriba, ni la declaración del Rey de no deber usar los hijos del nombre de su padre. Daría más fuerza aún a estos derechos la justa precaución que tomó el Infante, aconsejado de D. Pedro Stuart, marqués de San Leonardo, hermano del duque de Berwik, y de su mujer, viuda del Ministro Campillo y tía de la mujer del Infante, que era la que había hecho la boda y la que dirigía después la conducta de su sobrina y de su pariente. Luego que le nacía un hijo, daba S. A. parte formal al Consejo de Castilla, a quien igualmente se le dio del permiso del Rey y de la efectuación del matrimonio, acreditándolo todo formalmente para lo sucesivo por medio de este paso.»

Bien se comprende por semejante relación de testigo ocular de nota que, aun cuando Carlos III lo creyera, no a todos pareció bien cuanto hizo en el asunto doloroso. A pesar de ser puramente doméstico en sus efectos inmediatos, hubo de terciar Grimaldi para la otorgación del Real permiso, y como, según el adagio vulgar, del árbol caído todos cortan leña, también aquí hallaron sus contrarios algún pretexto para zaherirle sañudos. Ello es que los ánimos seguían mal dispuestos hacía el secretario de Estado. Durante la jornada de San Ildefonso se le acrecentaron los desabrimientos, no pasando día sin que le llegaran pliegos anónimos llenos de insultos y amenazas: una noche quisiéronle incendiar en Madrid su casa, y con este objeto aplicaron materias embreadas al quicio de la puerta: todos los papeles que salieron sobre la expedición de Argel iban a parar a sus manos: todas las mañanas aparecían pasquines en su contra. Por más que a los principios aparentara serenidad de ánimo, sin fuerza ya para el disimulo, hasta en el semblante se le conocían las desazones. Esto ya es menester dejarlo, era frase que apenas se le caía de la boca.-Estoy absolutamente resuelto a dejar el Ministerio y a retirarme a Roma, porque creo que allí he de vivir aún diez o doce años, decía asimismo en el seno de la confianza. Y de un accidente insignificante de suyo en cualesquiera otras circunstancias provino el último desenlace, estando ya la corte en el Real Sitio de San Lorenzo706.

Como ministro de Estado era Grimaldi protector de la Real Academia de Nobles Artes de San Fernando. Vacante la secretaría de esta corporación por ascenso de D. Ignacio Hermosilla, proveyóla el ministro en persona tan digna como D. Antonio Ponz, que publicaba entonces con gran éxito su conocido Viaje de España. Cuando lo supo la Academia, representó que no se debía hacer este nombramiento sin proceder propuesta suya; y de aquí se derivaron contestaciones del ministro a la Academia, y réplicas de la Academia al ministro, que, esparcidas por Madrid, añadieron pasto a las murmuraciones contra éste. Campo de oposición fuerte y activa se hicieron las frecuentes juntas celebradas por la Academia, donde acudieron con desusada puntualidad muchos Grandes de España en calidad de consiliarios y deliberadamente unidos para atizar el fuego de la discordia en odio al marqués de Grimaldi. De varios de ellos aguardaba este mejor comportamiento, como que le debían favores, y hallándolos encarnizados enemigos, no pudo con tan acerbo desengaño, y habló al Monarca de su retiro. Oyóle Carlos III de mal talante; pero como le vio determinado a perseverar en el empeño, le dijo que, si no podía hacer otra cosa, se lo representara por conducto del ministro de Gracia y Justicia. Roda llevó, pues, la instancia de Grimaldi al despacho, y el Rey le admitió la renuncia, fundada en la falta de salud, con mucho sentimiento, quedando muy satisfecho de sus servicios, y haciéndoselo ver al mundo de la manera que estaba a su alcance con elegirle para su embajador en Roma707.

Aquellos días notóse una rara alternativa de humores y afectos entre el Rey sentido y el ministro exonerado: como desabrido y melancólico anduvo el Soberano inmediatamente después de la novedad acaecida; y el embajador lleno de regocijo, complaciente con todos y recibiendo enhorabuenas a dos manos. Luego se trocaron los papeles: Carlos III volvió a su andar, a su temple natural y a su dulzura: Grimaldi cayó en tristeza, perdió la gana de comer y se puso flaco. «Pueden saber lo que es (dice un contemporáneo sincero) los que conocen los embelesos de Palacio en la cercanía de los reyes, en su gracia y en las ilusiones del mando».708

Menester es decir que el marqués de Grimaldi cayó venciendo a sus enemigos, pues, lejos de legarles el poder, a que aspiraban con anhelo, trasmitiólo a una de sus más legitimas hechuras; que tal era y por tal se reconocía el conde de Floridablanca. Sin haberle visto nunca ni conocerle más que por sus producciones impresas, se le propuso al Soberano para que lograra de Clemente XIV la extinción de los jesuitas; después influyó espontáneamente en que se le hicieran galardones, y siempre le mantuvo a salvo de las malas voluntades que tiraron a perderle en la gracia de Carlos III, sobre lo cual es interesante apuntar varios pormenores.

Habiéndose publicado en Roma el año 1774 una estampa, donde se colmaba de elogios a Floridablanca, hubo quien escribiera a España ser obra suya; y hasta parece que fue llevado el chisme a oídos del Rey con intención nada caritativa. «Cuando yo fuese tan ruin (decía el conde) que procurase fabricarme tales panegíricos desmesurados, creo no tener adquirida la opinión de majadero o de tonto; y ciertamente lo sería disponiendo una estampa que aumentase necesariamente el número de mis émulos y envidiosos, y excitase los zelos de todos estos ministros que han ayudado a la extinción, exponiéndome a enajenar sus ánimos y a perder el fruto de la intimidad que he establecido con ellos. Por otra parte, vengo a cargar con todo el odio de los jesuitas, sus protectores y terciarios, y este partido es muy poderoso y temible, como yo sé mejor que otro, para echarlo todo sobre mis espaldas... Me conocen poco los mismos que tal vez me venden al mismo tiempo que afectan tratarme con amistad. V. E., de cuya honestidad tengo el más alto concepto, se servirá defenderme si tuviese algo de verdad la especie, y poniéndome a los pies del Rey, se dignará hacerle presente que solo anhelo asegurar su Real gracia y buena opinión de mi fidelidad y celo»709.

Quién fuese el propalador de semejante falsedad lo indicó bastantemente Floridablanca, aunque manifestándose propicio a sacrificar su amor propio y perdonar la ofensa, no por ser rigorista, ni tener hecho voto de perfecto, sino porque para usar de humanidad y caridad con el prójimo bastábale ser hombre y cristiano710. Su perdón recaía sobre D. José Nicolás de Azara, quien una vez más había acreditado su afición a partir de ligero y a no hablar en elogio de nadie. Por más que le señalaran como con el dedo las alusiones de Floridablanca, todavía se acusara conjeturalmente al agente de preces, si no existiera carta suya en que decía a Roda: «Medio de rebozo corre por aquí una estampa... mandada hacer por gentes que V. conoce... la incluyo. Verá V. en ella que, después de agotar el diccionario del incienso para cierto sugeto, apenas, apenas se deja al Rey el honor de ser principal de su criado, y esto como de limosna. No digo nada de los otros reyes, ni de todos los ministros y embajadores del mundo, que, como usted verá, son unos pobres hombres que, si quieren saber algo, han de venir a la escuela de este modelo. Zelada ha catiplado en esto, y el principal enseña la estampa como una reliquia. Yo me escondería en una letrina antes que verme alabado así»711.

Otra ocurrencia parecida comunicó Floridablanca un año después a Grimaldi. Aquel tuvo ocasión de servir a unas gentes llamadas Gagliardis, que le fueron recomendadas: llenas de gratitud, le convidaron a un concierto, y se allanó a concurrir en fuerza de instancias, por que no atribuyeran a desaire la negativa. Mas le desazonó sobremanera hallarse con un serenata compuesta en su elogio, y que se repartía impresa entre los convidados, pertenecientes muchos de ellos a las familias principales. Puesto en el ridículo de asistir a sus propias alabanzas, y conociendo el abuso que harían sus émulos de inocentada semejante, no tuvo más arbitrio que llamar a los hermanos Gagliardis, compositores de la música y de la letra, y reconvenirles fuertemente en presencia de todos sobre que las hubieran impreso sin su noticia. No dieron otra excusa que la del agradecimiento y el temor de que, si solicitaban su venia, les estorbara tan inculpable desahogo. Reprendióles con acritud, les prohibió esparcir la pieza, aunque eran ya muchos los ejemplares distribuidos, y se retiró con enfado. De esto se habló en la ciudad pontificia mucho; y receloso, con el anterior escarmiento, de que se escribiera también a su corte, anticipó Floridablanca la noticia a su jefe, para que, instruido de la verdad, hiciera el uso que tuviera por conveniente, en caso de que intentara oscurecerla algún espíritu maligno712. Entonces el agente de preces se hallaba con licencia en España.

Mayores inquietudes hubo de causar a Floridablanca no tener de su parte a Fray Joaquín Eleta, de quien recibió a principios de 1776 una carta, cuya copia literal nos ahorra la tarea de dar la última mano al retrato de aquel religioso: «Illmo. Sr.: En el tiempo de una molesta y larga indisposición que he padecido he recibido dos cartas de V. S.; la una con el anuncio de Pascuas, que estimo, y la otra previniéndome la remisión del rescripto sobre la octava del Corpus. De orden del Rey se me ha remitido por Estado el mencionado rescripto, y en él he hallado no contenerse lo que el Rey ha deseado y mandado pedir a Su Santidad. Lo que S. M., por su viva fe y grande devoción al Santísimo Sacramento del Altar, ha querido y mandado pedir fue que la octava del Corpus en todos sus dominios fuese cerrada y de precepto, como lo son la de Reyes, Resurrección y Pentecostés. Así me mandó S. M. decirlo al señor marqués de Grimaldi para que lo escribiese de oficio a V. S., como lo ejecuté. Y me mandó también S. M. que yo escribiese también a V. S. informándole de lo que el Rey deseaba y se debía pedir, como que es cosa eclesiástica, y así lo hice. Pero el rescripto que ha venido está muy distante de lo que se debía haber pedido: contiene una concesión tan tenue, que, por más que V. S. me exagere en su carta los grandes trabajos que le ha costado el conseguirlo, yo le aseguro que no habrá sudado V. S. gotas de sangre. Ella es una gracia la que el Rey ha querido que no solo se le debía conceder, sino darle muchas gracias por su santo celo, viva fe y gran devoción al Santísimo Sacramento; y esto no en un rescripto, ni aun en un Breve, pues cierto mereciera una bula con el plumbo aureo. Pero me acuerdo muy bien que, cuando el Rey me mandó escribir a V. S. sobre este asunto, le anuncié lo mismo que yo me recelaba y ahora veo prácticamente; esto es: se me manda pedir por propuesta del confesor, pues tanto basta para que no se vea perfectamente cumplida la voluntad del Rey. Si V. S. conserva aquella mi carta, verá en ella cómo yo justamente recelaba que sucediese en esto lo mismo que con la causa de la venerable Agreda; pues, con haber asegurado que el Rey no se interesa en ella, y que solo es empeño del confesor, está arrimada esta causa y V. S. mano sobre mano, saliendo tantas falsedades contra ella en Mercurios y Gacetas, y sin dar paso a la orden que tuvo V. S. del Rey en los últimos días del Papa Clemente XIV. Bien conozco que V. S. se reirá de todo esto; pero Dios es grande, y yo quedo más que plenamente satisfecho con el premio que espero conseguir de su Divina Majestad por lo que intento a honra y gloria suya y de su Purísima Madre, aunque no lo consiga; pues el Señor no dejará de premiarme mis buenos deseos y súplicas con que le pido guarde a V. S. muchos años»713.

Acusando el recibo de la carta, e insertándola textualmente en la contestación al Padre Eleta, se detuvo Floridablanca a hacer pacientísimas explicaciones. Sobre la octava del Corpus dijo que, a consecuencia de una Memoria suya, no había quedado abierta para los días de primera y segunda clase, y sí solo para los de San Juan y San Pedro, cuya excepción era conforme a los privilegios más fuertes concedidos en este punto, como los de Santa María de la Minerva. Se expresaba en el rescripto que la concesión era por vía de indulto, a causa de ser de costumbre cuando se refería a una nación y no a toda la Iglesia, sin que tal voz excluyera que el rezo fuese de precepto, como siempre que no se decía ad libitum de una manera terminante. A pesar de todo, prometió al confesor solicitar la bula, según deseaba, por la secretaría de Breves o Cancillería. Sobre la causa de la venerable Agreda expuso que cumplió la Real orden tan luego como llegó a sus manos; que al día siguiente de la elección de Pío VI le empezó a hablar de este negocio; que le había presentado cuantos memoriales quiso el postulador y al postulador mismo; que, suponiéndose fenecida con el silencio dicha causa en la Gaceta de Florencia, había escrito para que se retractara el gacetero; y que podría errar o no ser feliz en los negocios, pero que nunca había dejado de obedecer y cumplir las órdenes de su Monarca. «Pido ahora encarecidamente (decía por conclusión el ministro español en Roma) que, con la tranquilidad de ánimo que corresponde a su gran carácter, compare estos hechos con el contexto de su carta, y que, considerando V. S. I. la representación que ejerzo, bien que sin mérito alguno, de la Real persona de S. M., decida si merezco las expresiones con que soy tratado»714.

Necesariamente se había de desahogar Floridablanca con Grimaldi en semejante coyuntura. «Vea V. E. (le escribía) esa copia de respuesta que doy al confesor, en que se incluye la carta que me ha escrito sobre octava del Corpus y Madre Agreda. Aseguro a V. E. que ha sido menester un auxilio particular de Dios para no destemplarme; pero su voluntad ha querido que yo tenga la moderación que era más propia de un sacerdote, religioso y obispo... Lo que puedo decir del estilo del confesor es que sin motivo le han irritado extraordinariamente contra mí; y cuando me falta aun a las leyes de la buena crianza tan descubiertamente, no puedo lisonjearme que deje de contribuir a destruirme siempre que halle la ocasión. Esta zozobra continua no me hará variar el propósito de servir al Rey con todas mis fuerzas; pero, a pesar de todo, puede la humanidad quebrantarme en algún lance por una de aquellas fatalidades inseparables de la condición humana. ¿Por qué, pues, dejarme expuesto a estas contingencias?... Yo no pretendo que se haga nada al confesor, porque le perdono de corazón el error en que le han metido, y concibo que el remedio sería peor que la enfermedad. Solo pido una cosa, en caso que S. M. no piense más prudente retirarme, como yo entiendo, para trabajar por otra vía en su Real servicio; y es que se tengan siempre a la vista, en cualquier acusación que se me haga, las peligrosas enemistades que me han adquirido los negocios, y la razón con que debo desear se me cornunique cualquier sospecha para dar satisfacción, aunque lo mejor me parecería siempre poner aquí persona nueva»715.

No estuvo, pues, ocioso el anhelo de Grimaldi por seguir protegiendo a su hechura Floridablanca, ya que no contra los chismes del agente de preces, flojo de influjo, contra las malas disposiciones de Fray Joaquín Eleta, que le podían ser dañosas. Afortunadamente Carlos III solo escuchaba como oráculo al confesor en cosas de conciencia, y, fuera de las materias eclesiásticas, ni aun le pedía informes. Grimaldi, que era su ojo derecho en las de Estado, miraba con predilección a Floridablanca, y así le mantuvo de continuo cerca del Soberano en excelente predicamento. Colocarle a la cabeza del Consejo o traerle a la inmediación de S. M. le había prometido luego de acabados los críticos negocios pendientes en la corte romana. De resultas pudo alcanzar el nombramiento de gobernador del Consejo antes que Figueroa; mas no lo quiso, por haber renunciado de todo punto a la golilla; y mientras esperaba lo de venir a la inmediación del Monarca, sin sospechar de qué manera, se le había radicado en la carrera diplomática a medida de su deseo, proporcionándole cuanto necesitaba para sostener el tren y esplendor correspondientes, pues del Rey había de gastarlo, no teniéndolo de lo suyo716. Así vivía lleno de satisfacciones, hasta que, receloso de contar a Fray Joaquín Eleta entre el número de sus enemigos, pidió que se le trajera a residir su plaza del Consejo y se le otorgara cédula de preeminencias como a los ministros antiguos o achacosos717.

Su jefe, que ya pensaba en el retiro, templóle el arrebato; y Floridablanca siguió nueve meses más en el ministerio de Roma, al cabo de los cuales fue llamado a la inmediación de Carlos III en calidad de ministro de Estado. Su nombramiento le produjo sorpresa y movió su alma a los sentimientos de amor, gratitud y ternura, al par que le afligió considerar la ninguna proporción de sus fuerzas para el nuevo empleo, por lo cual, sin hacer el hipócrita, rogó a su protector que le pusiera a los pies del Rey y le anticipara las excusas por los errores y las faltas involuntarias en que incurriría de seguro718.

También Nápoles fue entonces teatro de una mutación ministerial de trascendencia. Su Rey se había criado como hijo sin padre. A horas determinadas veíanle su ayo el príncipe de San Nicandro, su confesor monseñor Latilla, y el marqués de Tanucci: negligente el ayo, y limitándose el confesor y el ministro consejero de regencia a las funciones de su cargo, dejaban al príncipe adolescente lo más del día a solas con sus criados inferiores, y, aunque por dichosa casualidad no le viciaron las costumbres, habituáronle a amar el ocio y a no fijar la atención en cosas formales. Llegado a la mayor edad sin educación filosófica ni urbana, vino a ser, con la sola fuerza de la naturaleza, de buena índole, de excelente corazón y de mente con aptitud para todo; pero incontinente en los caprichos; sin discernimiento para hacer distinción entre hombre y hombre; desprovisto de circunspección y cautela; ignorante hasta de rudimentos de geografía y de cosas relativas a cortes y potencias, que debía saber todo soberano. Mientras estuvo en tutela fue relajadísima la disciplina: luego ya no se trataba de un discípulo, sino de un amo que sabía serlo y sin ningún freno a sus antojos719 Con los de su esposa la archiduquesa Carolina fue de mal en peor la situación de aquella corte, de donde se alejaron la regla y el orden sin esperanzas de retorno, y donde todo lo inundaron la ligereza y la malicia. Bajo la influencia bastarda de los barrenderos y mozos de oficio del Rey y de las damas de la Reina se aclimataron los bailes y las cabalgatas, quitándose todo el brillo de la Majestad a estas diversiones; las pescas peligrosas y los paseos nocturnos; los juegos de azar y las intrigas palaciegas, como para hacer calle a escándalos de mayor bulto.

Por su hija la gran duquesa de Toscana tuvo el soberano español las primeras noticias de tales desarreglos; y corroboróselas asimismo la emperatriz María Teresa, avisándole cómo se rodeaban aquellos príncipes de gentes aduladoras y despreciables predispuestas a aprobarlo todo, sin pensar en la dignidad ni en el honor de sus amos, y ocupadas únicamente en labrar a toda costa su propia fortuna. Hasta habían establecido la costumbre de salir por la capital de noche, a pie o en carroza, cambiando los atavíos de la Majestad en innobles disfraces, y de divertirse en llamar a ciertas casas para despertar a sus moradores. Carlos III no cesaba de reprender al rey Fernando, ya con el fuero de la autoridad, ya con la dulzura del cariño. Vez hubo en que llegó a escribirle: «Nunca hubiera creído que llegase a tanto el desorden, la indecencia ni el peligro que podrá resultar a vuestra salud y crédito en el mundo, que es el objeto más importante que tengan los hombres, y especialmente los soberanos... No he dejado de agradecer a la Emperatriz, como debo, un aviso que manifiesta su amor a tu persona y a nuestra familia, pues a quien más condena es a su hija, tocándote a ti, que eres su marido, el contenerla... Cabe el instruirse, y aplicarse, y gozar de muchas diversiones inocentes y propias del carácter en que Dios y, después de Él, yo te hemos puesto, en compañía de personas de buen carácter y de buena fama... Te vuelvo a pedir lo que sabes que tantas veces te tengo pedido y tú me tienes prometido, de oír los consejos de Tanucci, tan fiel y amante criado... Espero del corazón que Dios te ha dado, de tu amor filial, de tu talento y capacidad, y de lo que debes a un padre que tan entrañablemente te ama y que te ha hecho rey, que practicarás de aquí en adelante, en lugar de darme sentimientos, darme gustos; pues solo se te pide lo que es para tu bien, estimación y gloria»720. Cuando recibía cartas de esta especie el rey de Nápoles, se atribulaba por extremo; respondía que ni aun de perdón era digno, aunque lo imploraba muy humilde; anunciaba la enmienda y reincidía en el pecado721.

Su esposa pretendía tomar parte en los negocios de gobierno, y complaciérala el Monarca a no mediar Tanucci, que, órgano de las intenciones de Carlos III y de la emperatriz María Teresa, declaraba que las mujeres no debían intervenir en gobernar los países donde estaban casadas. Obedeciendo tras muchas dilatorias y de muy mal grado a su augusto padre, despidió el príncipe siciliano a los criados inferiores; pero duraron los enredos de las damas, que aguijoneaban incesantemente a la Reina para solicitar su entrada en el despacho. Las disposiciones de aquella Señora se contienen muy terminantes en estas palabras suyas: «Haré tan malas pasadas y causaré tales mortificaciones a Tanucci, que le obligaré a que se retire... ¿Qué nos importa España?... Yo no seré reina mientras Tanucci esté en la corte... Oír a Tanucci y a la España equivale a oír al diablo»722.

Fácil es conocer que en este sentido adelantaron consecutivamente las intrigas: tanto llegó a poder la Reina con su esposo, que le hizo consentir hasta en el atentado de que se le abrieran a Tanucci las cartas semanales que recibía de Carlos III: entre las damas llevaba una, de nombre Térmoli, el nudo de la trama con Vilsech, embajador de Viena en Nápoles, y con el marqués de la Sambuca, embajador de Nápoles en Viena, con lo que se descubre que la Emperatriz no perseveraba en la máxima de que su hija no hiciera figura en la gobernación de aquel Estado. Tanucci veía urdir las maquinaciones sin estímulo ni voluntad para desenmarañarlas, pues le anunciaban lo que de mucho atrás quería y a la sazón le era indispensable, frisando ya con los ochenta años. Así decía sin la menor pena: «Sambuca, relativamente a sucesión, piensa más en mí que en su padre, según se propala en el cuarto de las mujeres»723.

A un emisario de Vilsech, que fue a asediarle para que se rindiera a la pretensión de su Soberana, le contestó redondamente: «La hija del Rey Católico no entra en Toscana en el despacho; y si la Emperatriz estima al hijo gran duque capaz del gobierno sin la asistencia de su esposa, es creíble que el Rey Católico tenga la misma opinión de su hijo»724. Al cabo paró todo en escribir el Rey a Tanucci una carta, donde haciendo cuenta de lo que le abrumaría a su edad la dirección de los negocios, y a fin de combinar el menor daño de su salud y el buen servicio, le descargaba del Ministerio, si bien se proponía consultarle, en calidad de consejero de Estado, sobre los asuntos que requirieran sus luces y experiencia725. Trasmitiendo Tanucci el poder a Sambuca, lo hizo sin el más leve asomo de angustia; mostró fortaleza de espíritu en las vejaciones con que le mortificaron sus contrarios, y pudo gloriarse de merecer siempre la singular honra de que Carlos III le consolara en sus infortunios con la ternura de un leal amigo726.

Camino de Madrid a Nápoles se cruzaron los correos con la noticia de la mutación ministerial de ambas cortes: Grimaldi escribió a Tanucci una carta de confraternidad sobre su cesación contemporánea en el Ministerio: Floridablanca, apremiado a venir sin demora, y no juzgando conveniente emprender el viaje y no despedirse del monarca de las Dos Sicilias, hubo de esperar instrucciones sobre la conducta que observaría en aquella corte, si el visitarla no era desacertado a causa de los acontecimientos recientes. Después de recibirlas fue allá por mera ceremonia, y adquirió datos puntuales sobre la caída de Tanucci, con quien estuvo afectuoso. Aunque de orden del Rey se le enviaron fragatas para el viaje, no hizo uso de ellas porque el mar le dañaba a la salud, y como aquel invierno fue de muchas aguas y nieves, habiendo salido de Roma a fines de diciembre de 1776, no pudo llegar al Real Sitio del Pardo hasta el 19 de febrero de 1777.

Días eran aquellos en que las novedades de las cortes de Madrid y Nápoles cundían a la de Lisboa. Tocado el rey José I de apoplegía en el mismo mes de noviembre en que hizo renuncia Grimaldi y se tuvo noticia de la exoneración de Tanucci, y habiendo perdido el uso de la palabra, entregó las riendas del gobierno a su esposa doña María Ana Victoria, hermana de Carlos III y hembra de muy altas virtudes. La decadencia del crédito del marqués de Pombal fue el primer efecto de esta resolución soberana. Firme y majestuosa estuvo respecto del ministro la Reina, sumisa y complaciente antes por no desagradar a su esposo. Ante todo vedó a los médicos de cabecera instruir al marqués del peligro en que se hallaba el Real enfermo: después contrarióle el designio que se le atribuía de perpetuar su ascendiente, haciendo que pasara la corona al joven príncipe de Beira, hijo de la princesa del Brasil doña María Francisca, legítima heredera, y casada con su tío el infante D. Pedro; y por último obró de modo que, al divulgarse por la corte el fallecimiento del monarca, acaecido en la madrugada del 24 de febrero de 1777, lo supo el marqués de Pombal como uno de tantos y con extraordinaria sorpresa. A Palacio corrió sin la menor tardanza, y reconvino severamente a los médicos por haberle ocultado el peligro: con insinuarle estos que, habían obedecido a órdenes superiores le explicaron de sobra que era ya terminado su valimiento.

Ocho días más tarde salía como desterrado para sus posesiones de Pombal este antiguo ministro, cuyas altas prendas fueron oscurecidas por sus reguladas crueldades contra los que le aventajaban en nacimiento y en riqueza. De ellas se vio claro testimonio cuando, abiertas las cárceles de Estado al ascender la reina doña María al trono, se encontraron vivos algunos de los ya llorados por muertos, y muertos otros a quienes se tenía por vivos727.

Centenares de infortunados, libres al fin por aquel acto de clemencia y justicia, llevaban estampada en el rostro la enormidad de sus padecimientos, y aun sin que desplegaran los labios eran implacables acusadores de su verdugo. Así, con deberle el país grandes cosas, cayó del poder y perdió la influencia execrado por la muchedumbre728.

De los tres primeros ministros de los gabinetes de Madrid, Nápoles y Lisboa, relevados en menos de un semestre, Pombal fue el solo que hizo por conservar el puesto, y Grimaldi el único a quien fue dado transmitir la silla a una de sus hechuras. Durante el interinato, hasta la venida del sucesor Floridablanca, aplicóse a perfeccionar la empresa de los correos marítimos, concebida trece años atrás por su celo, planteada eficazmente bajo sus auspicios y fecundísima en buenos efectos, como que la ciudad de la Coruña floreció de una manera sorprendente, se estrecharon las relaciones entre la metrópoli y sus colonias, y habiéndose aumentado el porte de los buques y el número de las mercaderías trasportadas a bordo, fue en aquellos lejanos países muy a menos el contrabando. Los últimos despachos que tuvo el ministro dimisionario dieron por fruto la aprobación de las ordenanzas de los correos marítimos, vigentes largo tiempo según las produjo con sus superiores luces en la materia D. José Antonio de Armona, a quien hizo entonces Carlos III corregidor e intendente de Madrid, como en obsequio de Grimaldi729.

Ya en posesión de la secretaria de Estado, apresuróse Floridablanca a satisfacer una deuda de agradecimiento, solicitando la grandeza de España y el título de duque para su protector, que iba a servir la embajada de Roma. Muy complacido otorgóle el Rey ambas mercedes, y con la fausta noticia de ellas despachó al agraciado un correo, que le alcanzó en Medina del Campo, adonde se había dirigido para despedirse del marqués de la Ensenada, amigo suyo muy antiguo.

Bien que el partido aragonés, pujante como aparecía en los últimos tiempos de Grimaldi, tuviera sus candidatos para la vacante del Ministerio, aplaudióse generalmente la elección de Floridablanca, habiéndose adquirido legítima reputación de fino tacto y capacidad suma en todos los negocios fiados a su desempeño. Alusiones poco favorables se le dispararon en algunas de las sátiras circuladas contra Grimaldi730, y a las cuales el partido aragonés ciertamente no podía ser extraño.

Pero el conde de Aranda, jefe natural de la parcialidad aquella, aun viviendo ausente, y designado para ministro en conversaciones y hasta en pasquines, fue de los que más se anticiparon a felicitar a Floridablanca en términos muy afectuosos y halagüeños y de interpretación no dudosa, pues nacían espontáneamente de su marcial franqueza y característico desenfado. «Vaya esta a la suerte de hallar o no a V. S. I. aún en Roma (escribía), de donde se la enviarán, si acaso hubiese ya salido para la nueva silla que trueca. Por el último ordinario he tenido el aviso de oficio de la nominación de V. S. I. para la secretaría de Estado. Si le doy la enhorabuena, que es el cumplido común, hago lo que a todos impone la establecida y justa atención del mundo; pero no me contento con eso, y paso a desear a V. S. I. toda felicidad en su desempeño por su persona y por bien de la monarquía. Por ambas razones se le hará creíble a V. S. I.: por la primera, a causa de habernos tratado recíprocamente sin interrupción y sin objeto de fines particulares; por la segunda, pues sabe V. S. I. mi ciego amor a la patria, mi pasión por la gloria y estabilidad de la monarquía, y mi modo de servir al Rey, desprendido de todo impulso de interés o miras personales. Sea V. S. I. tan dichoso como yo se lo deseo. Majora te vocant, y el talento de V. S. I. tiene ensanches para todo. Sea buen español; que así será buen servidor del Rey, y las historias le harán justicia inmortalizándole. Un buen corazón ofrezco a V. S. I., que es todo mi caudal, y la seguridad de que ninguno obedecerá sus preceptos con voluntad más fina».731

Floridablanca respondióle no menos cordialmente en esta forma: «Excmo. mío: De vuelta de Nápoles recibo la estimable carta de V. E., cuyas expresiones agradezco en el alma porque las creo sinceras. Siempre hemos tenido una especie de genio recíproco, a pesar del petegolismo (pase la voz italiana) de nuestros pasados encargos.-He recibido la noticia de mi promoción con aflicción de ánimo, por la desproporción de mis fuerzas con el gran peso de los objetos a que la Providencia y la bondad del Rey me han querido destinar.-Del celo y de la actividad no dude V. E., como ni del amor a mi patria y a la gloria del Rey y de la nación; pero, minimus inter omnes, ¡qué podré hacer para arribar al colmo de mis buenos deseos! En fin yo me conformo, pues que así lo quiere el amo, y voy a partir, esperando en España los preceptos de V. E.»732

De excelente augurio era para Carlos III y España la buena armonía entre personajes que rayaban en valer y ascendiente a la altura de los condes de Aranda y de Floridablanca. Merced a la elección de este, calificada por Fernán Núñez como una de aquellas que hacen más feliz al elector que al elegido, parecía inaugurarse para la nación una nueva era más venturosa todavía que la que se gozaba desde los principios del reinado de Carlos III, pues apagóse la guerra sorda levantada contra Grimaldi y sostenida cada vez con mayor encono, hubo menos disidencia en la corte, y vino por fin a realizarse lo no visto hacía más de veinte y dos años; que todo el Ministerio se compusiera de españoles.




ArribaAbajoCapítulo V

Mejoras en todos los ramos


Instrucción primaria.-Universidades.-Su decadencia.-Directores.-Censores regios.-Embarazos para uniformar la enseñanza.-Colegios mayores.-Sus abusos.-Escolares manteístas.-D. Francisco Pérez Bayer.-Memorial por la libertad de la literatura española.-Lo apoya Fray Joaquín Eleta.-Decretos preparatorios para la reforma de los colegios.-Intrigas de los colegiales y sus protectores.-Se les vuelve favorable el Padre Eleta.-Decretos de reforma.-El Padre Eleta y el Monarca.-Firmeza de este.-Se lleva la reforma a cabo.-Su importancia.-Reales Estudios de San Isidro.-La imprenta.-Ciencias y artes.-Ordenanza de reemplazos.-De levas.-Pragmática de asonadas.-Providencias sobre administración de justicia.-Milicias urbanas.-Escuelas militares.-La ordenanza.-Renta vitalicia.-Única contribución.-Junta de comercio y moneda.-Providencias que emanan de sus consultas.-Fomento y protección a la industria.-Macanaz y Campomanes.-Discurso sobre la industria popular.-Las Sociedades Económicas.Discurso sobre la educación popular de los artesanos.-Su trascendencia.

Ocasión es esta de volver los ojos atrás para inquirir los adelantamientos conseguidos o procurados por el Monarca y sus ministros durante la década corrida desde la caída de Esquilache hasta la elevación de Floridablanca.

Exigiendo el Consejo, antes de expedir gratis el título correspondiente a los que aspiraran a educar a los niños, limpieza de sangre, certificación de buenas costumbres, examen ante los ayuntamientos y aprobación de todo por la hermandad de San Casiano de la corte, decía: La educación de la juventud por los maestros de primeras letras es uno y aun el más principal ramo de la policía y buen gobierno del Estado733.Al tenor de máxima tan luminosa conviene empezar por la instrucción pública el bosquejo de lo progresado en aquellos días.

Muchos pueblos había con escuela gratuita para los pobres, y se concibe que así fuera, abundando los estudios de gramática latina, y no pudiéndose ocultar a los fundadores la esterilidad de tales establecimientos sin la erección de otros donde aprendieran a leer y escribir los niños: también el piadoso instituto del español San José de Calasanz favorecía la propagación de las primeras letras entre las clases inferiores; y no hay para qué detenerse a indagar cuál fuera en este punto el espíritu del Monarca reinante, conociéndose ya el fuero de población de las colonias de Sierra-Morena y la Parrilla, en que se prescribía que tuvieran escuelas todos los concejos, y que la instrucción primaria fuera gratuita y obligatoria para los hijos y descendientes de los colonos. Esparcida estaba la secundaria en los seminarios conciliares, en varios conventos de dominico, franciscanos y agustinos, y en las universidades, donde se centralizaba la superior de teología, cánones, jurisprudencia y medicina.

Tras épocas de justa celebridad y gran lustro vinieron las escuelas universitarias a condición parecida a la de las familias que, sin valer personal que las recomiende, blasonan de antigua prosapia y quieren imponer respeto a fuerza de exhibir su carcomida ejecutoria. De la preponderancia inquisitorial, enemiga jurada de los progresos intelectuales, no podía brotar mejor fruto. Cuando la luz se difundía por todas partes y reinaba un príncipe anhelante por regenerarlo todo, fijó la vista en las universidades, y duele decir que apenas halló más que tropiezos su propósito de regenerarlas. Fundadas aquellas en diversas edades y con rentas propias, gozaban de una existencia independiente: su libertad era casi absoluta para elegir rectores, proveer cátedras y señalar libros de texto. La corta duración de las rectorías, la exigua dotación de las cátedras, el mal sistema de explicar mentes de autores y no cursos de facultades, concurrieron simultáneamente a la decadencia de la enseñanza. Un rector no tenía tiempo bastante para consolidar su autoridad y dedicarla a enmendar abusos, aunque tal fuera su íntimo anhelo; demás de que la frecuencia de las elecciones tenía divididos en bandos a los maestros y escolares, y relajaba la disciplina. Un doctor o licenciado no podía servir de por vida una cátedra que no le proporcionaba sustento ni para la tercera parte del año, aunque se pasara de sobrio; si la tomaba a cargo era temporalmente y mientras buscaba medras por otra vía; y así monopolizaron sin esfuerzo la enseñanza los individuos de ambos cleros, para quienes eran las dotaciones simple ayuda de costa y no medio esencial de subsistencia. Un escolar, de Salamanca por ejemplo, para oír explicar los puntos más útiles y trascendentales del derecho civil, hubiera necesitado asistir a las aulas no menos de treinta y dos años, a causa de prevalecer el método de explicar tratados sueltos, indispensable antes de ser conocida la imprenta, viciosísimo cuando ya superabundaban aquellos libros, y propio solo para que el que iba en pos de un cuerpo de doctrina la hallara incompleta y desfigurada, como encuentra su propia imagen el que se mira a un espejo falto a grandes trechos de azogue.

Hasta entonces las tentativas hechas para uniformar la organización, régimen y enseñanza de las universidades, y volverlas de consiguiente a nueva vida, produjeron solo que las cátedras se proveyeran interviniendo por punto general el Consejo. Unas tras otras dictáronse, por conducto del ministro Roda, varias providencias enderezadas a establecer la uniformidad apetecida. A este fin se nombraron directores para las universidades, siéndolo de cada una de ellas un consejero de Castilla: sus funciones abarcaban todo lo relativo a adquirir informes sobre los estatutos, rentas, cátedras, concurso de discípulos, cumplimiento de los catedráticos y demás ejercicios literarios, y sobre cuanto su capacidad, celo y experiencias le sugirieran como necesario o conveniente al mejor desempeño de su encargo, a la mayor gloria del Rey y de la nación y al adelantamiento de los estudios734.

Censores regios creáronse asimismo, siéndolo natos los fiscales de las Chancillerías y las Audiencias, y, donde no hubiera tribunales superiores, aquellos individuos que determinara el Consejo, para rever y examinar todas las conclusiones que se hubieren de defender en las escuelas universitarias antes de ser impresas y repartidas, y prohibir las contrarias a la autoridad soberana. Secuela de este precepto fue el de que a las fórmulas del juramento prescrito a los que se graduaran en cualesquiera facultades se añadiera la obligación de no promover, defender ni enseñar directa o indirectamente cuestiones que afectaran a las regalías de la Corona735.

También se dispuso que los grados de bachiller se incorporaran en todas las universidades de una misma manera y con absoluta uniformidad, así en los exámenes como en los cursos y en la prueba y justificación de ellos: que para ningún grado se admitieran cursos hechos fuera de las universidades; y que ninguna cátedra se confiriera en propiedad, sino en regencia. De las tres providencias, no más que la primera quedó vigente: desvirtuóse la segunda con permitir a ciertos seminarios y a algunos colegios la incorporación de estudios en las universidades más cercanas, y vino a tierra la tercera, combatida generalmente736.

Más de una vez en las Reales cédulas o provisiones relativas a instrucción pública se leían estas o semejantes palabras, puestas en boca del Soberano: Sin perjuicio de lo que me digne resolver sobre el reglamento general de estudios, de que está tratando el mi Consejo. Para formarlo se desvelaban de consuno los directores de las universidades: provistos de los documentos cuya adquisición se les había preceptuado, bien que no atreviéndose a chocar de frente con las preocupaciones de tales escuelas, parecióles prudente excitarlas a que presentaran por separado un plan de estudios con reformas adaptadas a las luces del siglo. Roto había la marcha D. Pablo Olavide y señalado muy buen rumbo, pues al evacuar un informe sobre el destino que se debía dar a los edificios, ocupados antes por los miembros de la Compañía de Jesús en Sevilla, y opinando que se trasladase a la casa profesa aquella escuela universitaria, aproyechóse de la ocasión para presentar los vicios de la enseñanza al desnudo, e inducir a su pronta reforma. Le parecieron los paliativos insuficientes, porque las gangrenas no se curan con colirios, sino con cauterios, y expuso la necesidad de remover cuantos obstáculos se oponían a los progresos de las ciencias y de purificar los estudios, extirpando el espíritu de partido que malquistaba las voluntades y el escolasticismo que pervertía los entendimientos. A su decir, el espíritu de partido esclavizaba a las universidades y dividía a la nación en muchos cuerpos, siempre hostiles unos a otros, con fuero privativo y régimen diverso, siendo por consecuencia los individuos solamente lo que indicaban sus respectivas profesiones y jamás ciudadanos, fraccionándose todo el pueblo, desde el alto al bajo en su clase, con aspiraciones de distinguirse hasta en el culto. Del escolasticismo emanaba que las universidades fueran establecimientos frívolos e ineptos, por dedicar a cuestiones ridículas y distinciones sutiles el tiempo y la atención indispensables para adquirir los sólidos conocimientos que ilustran al hombre en las ciencias prácticas y le conducen a provechosas invenciones, llegando la desgracia al punto de calificarse el continuo delirio de la razón con el título de agudeza. No a otra causa atribuyó el falso gusto que dominaba en todo y el hecho tan evidente como triste de que estuvieran infestadas todas las profesiones y clases, sin que llenara su objeto ni ocupara su lugar una sola. Fundado en principios tan luminosos, y mejorando la organización de la universidad de Sevilla, propuso el célebre Asistente establecer cinco cursos o facultades: de física o filosofía propiamente dicha, de teología, de jurisprudencia, de medicina y de matemáticas; debiendo haber cuatro catedráticos para cada una de ellas, menos para la última, en la cual serían dos por entonces, a causa de la dificultad de encontrarlos aptos. Por Real cédula de 22 de agosto de 1769 aprobóse el plan de Olavide, como que se encaminaba a poner la instrucción pública al nivel de la ilustración de otros países; idea que animaba al Monarca y su Ministerio, y al Consejo de Castilla, que dirigía la reforma. Desgraciadamente no se propagaba a las universidades, y atajado por las persecuciones del Santo Oficio, tampoco la pudo desarrollar el insigne Asistente en la de Sevilla.

Engreída la de Salamanca de resultas de sus antiguas glorias, dio el ejemplo de la resistencia a tan saludables intenciones, y redondamente dijo que no se podía apartar del sistema del Peripato, y que no era violencia aplicar a claustro tan famoso las palabras Non erit in te deus recens, neque adorabis deum alienum, aunque en su literal sentido se dirigieran a los israelitas: «Ni nuestros antepasados (añadían aquellos doctores) quisieron ser legisladores literarios, introduciendo gusto más exquisito en las ciencias, ni nosotros nos atrevemos a ser autores de nuevos métodos.» Salvas algunas mínimas adiciones, obstinábanse, pues, en mantener sin alteración el antiguo. Campomanes redujo a la nada el argumento con su habitual rectitud de juicio. «Uno de los motivos más conocidos de la decadencia de las universidades (dijo) es la antigüedad de su fundación, porque no habiéndose reformado desde entonces el método de los estudios establecidos desde el principio, es preciso, que padezcan las heces de aquellos antiguos siglos, que no pueden curarse sino con las luces e ilustración que han dado el tiempo y los descubrimientos de los eminentes sugetos de todo el orbe literario... Las mismas reformas ha sido preciso hacer en las célebres universidades de fuera, y no por eso han padecido la menor mancilla en su lustre. Si es propiedad de los sabios mudar sus dictámenes, corrigiéndose por nuevas reflexiones, un congreso de tan grandes maestros, ¿por qué ha de sentir variar su método en todo aquello que facilite y asegure la enseñanza?».

Menos jactanciosa la universidad de Alcalá de Henares, reconoció el atraso de los estudios: hizo la historia de la fundación de unas cátedras y de la supresión de otras: propuso que el latín se enseñara por gramáticas escritas en castellano; que, además de la clase de aritmética, álgebra y geometría, erigida por Carlos III, se estableciera otra de matemáticas, cuyo curso durara cuatro años; que se reinstalara la de retórica, no provista desde fines del siglo antecedente; que la enseñanza del árabe dejara ya de ser proyecto, y que los que se dedicaran a su cultivo entraran a la parte en las becas del colegio trilingüe con los que aprendieran griego y hebreo. Respecto de la filosofía aseguraba que, si bien se llamaban aristotélicos los cursos, jamás se había explicado en ellos un curso de Aristóteles, enseñándose tan solo cuestiones reflejas e impertinentes. De las cátedras de cirugía y anatomía afirmaba que, por su corta dotación, estaban desiertas hacía muchos años: para las de teología presentaba por texto a Goti, Estio o Billuart, a elección del Consejo: para las de leyes urgía en su sentir la reforma; y todavía más para las de cánones, por los muchos principios que contenían las institutas y comentarios canónicos en oposición a los decretos Reales, y porque, generalmente preocupado el clero español, olvidaba el derecho patrio y sostenía las pretensiones ultramontanas como propias737.

Ocioso fuera enumerar los informes de varias universidades, ya que de pronto no produjeron otros efectos que los de poner más en claro los vicios de la enseñanza y el aborrecimiento de muchos doctores a cuanto sonara a novedad, sin examinar su conveniencia. De que se aumentaran ciertas asignaturas, y se adoptaran por texto algunos autores no leídos antes, y se explicaran menos tratados sueltos, poco positivo se obtuvo: las universidades continuaron gobernándose a su manera y apegadas a la rutina: el escolasticismo dominó como siempre en las aulas; y el Gobierno hubo de contentarse con acreditar que apetecía las reformas, y que los que debían llevar más alta la bandera de la ilustración, y por consiguiente del progreso, eran la única rémora de sus magnánimos designios.

Un yugo ominoso tenían encima las universidades; el de los colegios mayores. Varones caritativos los habían fundado en Salamanca, Valladolid y Alcalá de Henares, exigiendo a los que hubieran de ser allí admitidos el requisito indispensable de la pobreza, y afianzando su observancia con juramentos que ordenaron prestar al pretendiente y los testigos, a los rectores y colegiales, y con penas, censuras y obligación de restituir que impusieron a los trasgresores. No obstante, la cavilosidad y la malicia subieron al último grado: todo lo más que se consentía por el fundador que anduvo menos exigente era que los colegiales, al tiempo de su ingreso, pudieran poseer treinta ducados de oro de renta; y primeramente por varios fraudes y artificios, y luego por dispensas particulares de Roma y de la Nunciatura, obtenidas contra el expreso juramento exigido a los colegiales de no pedirlas ni aprovecharlas, se abrieron poco a poco las puertas de los seis colegios mayores a los que gozaban de renta quinientos y más ducados de oro, hasta que, rotas y desquiciadas, entraban francamente por ellas sugetos poseedores en cabeza propia de pingües mayorazgos o de beneficios simples y canongías de treinta y cuarenta mil reales de renta. La usurpación no podía ser más notoria; y, sin embargo, a fuerza de introducir abusos y de citarlos como precedentes, los colegiales escritores pretendían legitimarla, aseverando con tanta superficialidad como impudencia que la ley de la pobreza, tan recomendada por todos los fundadores, se hallaba ya enteramente dispensada por bulas apostólicas y acuerdos de los colegios mismos.

No paraba aquí el daño: concluido el tiempo de la colegiatura prescrito por las constituciones, encastillábanse los colegiales mayores con título de huéspedes en aquellos establecimientos, que los mantenían de buen grado para no ponerles en el disparadero de degradar la beca en la abogacía, o admitiendo un curato, una vara u otra inferior judicatura, porque todo escolar, desde que entraba en el colegio, se engreía y figuraba con ínfulas de una Audiencia, Inquisición o prelacía.

Y con fundamento sin duda; que por más abajo no empezaba ninguno, y a poco andar se plantaban en los Consejos y en los puestos más preeminentes, desde donde dedicaban su influjo a patrocinar a sus sucesores en las becas. De su provisión vinieron a ser árbitros, bajo la denominación de hacedores, jefes y cabezas de tercio; con lo que se convirtieron las oposiciones en ridícula farsa, y se retiraron de ellas por completo los que carecían de valedores. Para tenerlos más en número los seis colegios, inventaron las cartas de comensalidad y las becas de baño; siendo estimadas tales distinciones, halláronlos entre altos personajes, no educados en aquellas casas, pero que, envanecidos con el oropel de la investidura, se hacían fogosos defensores de todos los abusos cada vez que se susurraba algo de reforma. «De esta suerte, colegiales actuales, huéspedes, ex-colegiales y todos los demás afiliados a ellos formaban una vasta asociación con visos de secreta y juramentada, que se extendía por toda España, desde el centro del Gobierno a los consejos, cabildos y universidades, que todo lo tenía invadido y ejercía un omnímodo poder en el Estado»738.

Semejantes al jaguei de la isla de Cuba, que, nacido entre las ramas de un árbol, le ciñe con las suyas, e inclinándolas a tierra le reduce a polvo luego que se arraiga, los colegios mayores, hijos de las universidades, moralmente hablando, las aniquilaban con su influjo. Todo era favorable a los usurpadores de las santas prerogativas de la pobreza, amparada muy dignamente por los clarísimos prelados que erigieron los seis colegios739.

Nobles de cuna los que las poblaban de la manera que se ha explicado, ricos de hacienda, seguros de patrocinio, constituían la aristocracia de las escuelas, como los jesuitas, con quienes se entroncaron naturalmente, la de las órdenes religiosas740. Mientras estudiaban, vivían con holgura: finalizada la carrera, subían de un brinco punto menos que a lo más alto: tribu numerosa, privilegiada, atenta a sus intereses comunes y extendida como una gran red por todos los dominios españoles, lisonjeábase de su predominio sin recelar que acabara nunca. Pero sus miembros se codeaban diariamente en las aulas con otros escolares, denominados manteístas, unos acomodados, otros hijos de padres que no les podían pasar sino alimentos muy escasos, y tan menesterosos algunos, que tal vez estudiaban las lecciones a la luz del farol puesto a alguna imagen devota, y permanecían en ayunas hasta la hora en que se repartía la sopa a la puerta de los conventos. Escolares de aquellos se contaban que, si no podían ser pajes o arbitrarse de cualquier modo, se desalentaban al cabo, alejándose de las universidades: otros, y estos eran los más sin nada, se acomodaban a la escasez o luchaban con la miseria, y a fuerza de trabajos llegaban a teólogos, canonistas y jurisconsultos, y empezando por el principio, iban en alas del mérito personal a la conquista de la estimación pública y del renombre imperecedero. Manteísta había sido Macanaz, el político inteligente: por manteístas empezaron Roda, Moñino y Campomanes, que, desde los primeros puestos del Estado, lograban que se escribiera en leyes lo que aquel solo pudo consignar en representaciones: de manteísta blasonaba también D. Francisco Pérez Bayer, canónigo de Toledo, preceptor de los hijos del Rey, y alma de la reforma radical de los seis colegios mayores.

A ellos atribuyó aquel docto eclesiástico la decadencia de la enseñanza, hablando en la primavera de 1769 con el doctor D. Pedro Fernández Villegas, antiguo maestro suyo de jurisprudencia en Salamanca, de paso entonces por Aranjuez para Cádiz y Canarias, de cuya Audiencia se le acababa de nombrar regente. Este magistrado no descubrió más remedio que el de que el Monarca proveyera en lo por venir todas las becas. Dándose a meditar Bayer sobre la especie, redactó un largo y luminoso Memorial por la libertad de la literatura española. Dividiólo en dos partes, probando en la primera la inobservancia y total abandono de las constituciones de los seis colegios, y en la segunda que estos se oponían diametralmente al bien público de la monarquía y eran opresión de la juventud dedicada al estudio de las ciencias; ruina de las universidades y de la literatura de España; coyunda de las iglesias metropolitanas y catedrales; origen de la despoblación de las ciudades de Castilla, León y Andalucía; de la decadencia de sus tierras, casas y familias, y de otros innumerables perjuicios741.

Terminado el Memorial notable, enseñósele a Wall y a Roda en Aranjuez el año de 1770; ambos lo aplaudieron en sumo grado: pidióles parecer sobre mostrárselo al Padre Eleta, y los dos se encogieron de hombros. Con todo, Bayer se aventuró a dar aquel paso, y el confesor del Rey se hizo lenguas en su alabanza: Esto (dijo) es menester que lo vea S. M.: algún ángel ha dictado a V. este pensamiento. Carlos III no puso más dificultad que la de la coligación de los colegiales: vencióla Bayer indicando las ideas del plan de reforma; y, luego que tuvo conocimiento de ellas, dijo el Soberano al confesor: Bien sabía yo que, cuando lo decía Bayer, lo tenía estudiado: déselo a Roda que lo vea. Roda, que ya lo había visto, expuso que era una demostración lo que Bayer representaba; y este de resultas recibió una orden para extender las correspondientes minutas. En cumplir lo que se le mandaba tardó poco; mas no se vio providencia alguna en muchos meses. Ya se había trasladado la corte al Pardo por enero de 1771, cuando una noche, hallando el Padre Eleta a Bayer, que salía del cuarto del infante don Antonio, le dijo: Vds. emprenden las cosas y luego las dejan.-Bayer repuso: -¿Y quiénes son, Señor, esos Vds. y esas cosas?- V. (respondió el confesor) y Roda, que, después de haber movido lo de los colegios, ahora se lo han dejado en blanco. Bayer manifestó que en Aranjuez había entregado las minutas: el Padre Eleta le instó para significar a Roda que las llevara al despacho el primer viernes: Roda, cuando lo supo, dijo: Pues presto, presto; que si no mañana volverá casaca.

No otro fue el origen de los decretos de 15 y 22 de febrero de 1771, en los cuales, reconociendo Carlos III la obligación de procurar por todos los medios posibles la felicidad de sus vasallos, y de promover a este fin el cultivo de su inseparable compañera la sabiduría; y enterado de la decadencia de las universidades y colegios, y especialmente de los mayores, mandaba que por sugetos íntegros y prudentes se examinaran sus santas y sabias constituciones, a fin de que, renovándolas y acomodándolas en cuanto fuere necesario a los actuales tiempos, se formara un conveniente método de vida, porte y honesta conversación que en lo venidero observaran sus individuos. Por de pronto restablecía las tres constituciones caídas en desuso acerca de la clausura, prohibición de juegos y residencia en los colegios: abolía las hospederías, ya que los fundadores quisieron que, pasados ocho años, buscaran los colegiales por otro camino su acomodo; y últimamente determinaba que no se proveyera ninguna beca antes de que se publicara la reforma.

Estos decretos fueron comunicados a los obispos de Salamanca y Valladolid y al vicario mayor de Alcalá de Henares, para que, en unión de la autoridad civil, velaran sobre su observancia: juntamente se les remitió una Instrucción relativa a la manera de proceder a la averiguación del estado de cada colegio, número de individuos, rentas, efectos, cargas y cumplimiento de sus constituciones742. Al saberse la Real determinación en las tres referidas ciudades, hubo imponderable movimiento: por calles y plazas formáronse corrillos: donde quiera se oían exclamaciones, de júbilo unas, de dolor otras, y algunas tal vez de amenaza: las diversas clases de la población se agregaron a los escolares, según sus genios e intereses: los colegiales pusieron el grito en el cielo: los manteístas batieron palmas, llegando los de Salamanca, en la exaltación de su alborozo, a fingir un solemne entierro de los cuatro colegios mayores de aquella escuela, con cruces, cirios, féretro, sobre el cual iban las becas de los distintos colores de ellos, y la demás pompa de estilo en los cortejos fúnebres de grandes personajes. De otra especie fue la agitación experimentada en la corte: ministros de todos los consejos, antiguos colegiales mayores; la dieron pie con su afán por lograr audiencia del Soberano, y, luego que les fue denegada una y dos veces, con sus representaciones para atajar el plan de reforma. A las cuales juntáronse las de los mismos seis colegios, que se propasaron hasta negar al Rey la facultad de introducir alteración alguna en sus costumbres743. Solo consiguieron excitar el Real desagrado y adquirir la certeza de que el Monarca estaba resuelto a llevar adelante el propósito de hacer que los colegios mayores recobraran su antiguo lustre y fueran verdaderos seminarios de virtud y letras744.

No por esto dejaron de tocar todos los resortes imaginables para no quedar vencidos a la postre: clamaron sobre que se les condenaba sin oírlos, mientras no hacían otra cosa los obispos de Valladolid y Salamanca, el vicario de Alcalá y las justicias, informándose de todo lo concerniente a los colegios: como las de nuevos Mesías esperaron la venida de D. Alfonso Clemente de Aróstegui desde la embajada de Nápoles a la comisaría general de Cruzada, y la de D. Francisco Antonio Lorenzana de la Sede arzobispal de Méjico a la de Toledo, colegiales antiguos ambos; pero aquel murió a poco de vuelto a España, y este se puso de parte de la justicia: recusaron al ministro Roda, y la recusación fue despreciada como sin fundamento: al fin se apoyaron en los memoriales hechos a la sazón por casi todos los que llevaban mitras y antes vistieron becas en alguno de los seis colegios, y por este lado ya les fue dable vislumbrar algún resquicio de esperanza.

Como antiguo colegial mayor afanóse el arzobispo de Farsalia D. Manuel Quintano Bonifaz, jefe del Santo Oficio, por que el juego se hiciera tablas, logrando influir con Fray Joaquín Eleta, que, en calidad de consejero de Inquisición, era subordinado suyo, y moviéndole a propalar sin rebozo que le habían informado siniestramente, y que si de nuevo le consultaba el Rey se lo cantaría por lo claro. Carlos III nada le dijo, y estaba tal, que Roda escribía a Bayer de esta suerte: «El empeño es grande: han echado el resto los colegiales y sus protectores: el Rey desea salir de este embarazo con el arreglo final de las constituciones; y así, procure V. irlas trabajando sin fatigarse. Dios ilumine a S. M.; le mantenga constante en su concepto, y nos dé acierto para aconsejarle y que la obra salga como merece una materia de tanta importancia»745.

Años pasaron desde el anuncio de la reforma: los colegiales reclamaron sin fruto que se les oyera judicialmente, y que se les consintiera entre tanto proveer las becas por elección de los llamados hacedores: la causa de ellos estaba cada vez de peor semblante. Su ardoroso patrocinador el arzobispo de Farsalia pasó de esta vida: el obispo de Salamanca D. Felipe Beltrán le sucedió en el primer puesto de la Inquisición, y de modo que el Padre Eleta nada supo hasta estar hecho el nombramiento. Este prelado en sus informes, como el obispo de Valladolid y el vicario mayor de Alcalá en los suyos, opinaron contextes por la reforma de los seis colegios, en virtud de las escrupulosas indagaciones practicadas, y el 21 de febrero de 1777 se publicaron los decretos, llevándola definitivamente a remate.

En su virtud se requería únicamente limpieza de sangre para aspirar a las becas, pudiéndose obtener las de voto de veinte y uno a veinte y cinco años y las capellanas hasta los treinta, siempre que no poseyeran de renta más de doscientos ducados los que solicitaran las primeras y doscientos cincuenta los que pretendieran las segundas, con información además de la carencia de recursos de sus padres para mantenerlos en las escuelas. Publicados con tiempo los edictos de las vacantes, se harían los ejercicios de oposición públicamente, tras de lo cual el rector y los colegiales conferirían de buena fe sobre la índole y mérito de los opositores, y prefiriendo, en igualdad de circunstancias, los más pobres, elevarían al Consejo la propuesta en terna, juntamente con la lista de cuantos se hubieren presentado al concurso y el número de votos obtenidos por cada uno, para que aquel alto tribunal proveyera virtualmente las plazas. Con el fin de que no se retrajeran los pobres de ganarlas por galardón de su suficiencia, cesarían las pruebas costosas introducidas por abuso, los agasajos a los colegiales y las propinas a los dependientes. No duraría la colegiatura bajo ningún aspecto más de ocho años: como los demás escolares se matricularían los de los colegios mayores, quedando sometidos al fuero académico, leyes y estatutos de las universidades respectivas; y las ceremonias denominadas de colegio, la etiqueta en el tratamiento y las demás distinciones inventadas no se practicarían en adelante. Ni sería lícito a los colegios aliarse con otros de las escuelas universitarias ni en forma alguna para favorecer los intereses de sus individuos: se restablecerían las visitas ordinarias, mudándose los visitadores de año en año, de modo que siempre hubiera uno a la vista. Finalmente, renovadas las constituciones en lo no contrario a estos decretos, se derogaban cualesquiera otras leyes, acuerdos, usos y costumbres, llamadas loables, de dichos colegios, por más que se fundaran en decretos Reales, o provisiones del Consejo, o Breves y dispensas de la Santa Sede y de la Nunciatura, salvo las disposiciones de esta especie que contuvieran gracias espirituales, como jubileos, indulgencias y altares privilegiados.

Con aplauso recibió la generalidad de las gentes tan saludable providencia: sus adversarios no hallaron más voces para impugnarla que las dadas al viento, divulgando furiosos que era un tiro a la nobleza del reino, y que los colegios se iban a llenar de pobretería. Aun procuraron que no se ejecutara sin obtener Breve del Padre Santo, con intención de hacer lo que pudieran en Roma a fin de que no se otorgara nunca, y fiando en que el antiguo colegial mayor D. José Nicolás de Azara les agenciaría la instancia a medida de su deseo, sin más razones que las que tiene el que se ahoga, para asirse a un hierro hecho ascua. Fray Joaquín Eleta quiso desembarazarles el camino, diciendo al Monarca: Señor, en lo de los colegios nos han engañado. -Sosiéguese (repuso el Rey), que es negocio en que sé mucho, y lo he estudiado a fondo.- Y el confesor: -Sí, Señor; nos han engañado, y yo he sido el primero.-Y el Rey: -Estoy bien informado de lo que son los colegios desde antes de venir a España. Viendo la firmeza del Soberano, torció la conversación el Padre Eleta con la especie de que, a su ver, se necesitaba bula de Su Santidad para ejecutar lo resuelto, al menos en lo tocante al colegio de San Ildefonso. Ahí están (le dijo el Rey con tranquilidad suma) el gobernador del Consejo y el inquisidor general; véanlo y trátenlo allá los tres, y me informarán de las resultas de la conferencia. Habida esta, el confesor dijo que sí, el inquisidor general que no, y el gobernador del Consejo, al tenor de su carácter escurridizo, no dijo ni uno ni otro: para ponerse en franquía, y estar a ver venir, limitóse a significar que no sería malo impetrar la bula; mas luego que se satisfizo de que el Monarca persistía en no retroceder de lo decretado, apoyólo resueltamente. Todos los colegiales mayores habían ya cumplido el tiempo de sus becas: por consiguiente sacáronse a oposición sin tardanza, y se proveyeron bajo el. influjo del Consejo. De ellas tomaron posesión los elegidos el día en que Carlos III cumplía sesenta y dos años. Diose, pues, cima a la importante y sana reforma: por toda la sociedad cundía la contienda latente en las universidades y colegios mayores: desde allí combatían sin tregua ni reposo el mérito personal y el privilegio, y aquel salió triunfante y este vencido a consecuencia de la rectitud e ilustración del Soberano746.

Plantear mejoras utilísimas en los nuevos establecimientos de enseñanza era gran medio para conseguir que, a impulsos de la emulación, despertaran las universidades de su letargo; pensamiento inaugurado felizmente al establecer, por decreto de 19 de enero de 1770, en el llamado Colegio Imperial de los jesuitas los Reales Estudios de San Isidro. Allí las asignaturas fueron de Latinidad, Poesía, Retórica, Lenguas orientales, Matemáticas, Filosofía, Derecho natural y Disciplina eclesiástica, como fundamentales para toda erudición o ciencia. Quince cátedras se crearon de resultas, y sacáronse a oposición el 28 de febrero de 1770 con advertencias relativas a extirpar el mal gusto, hacer más sólida la enseñanza y fomentar el espíritu religioso. A más de señalarse excelentes modelos para los cursantes de Retórica y Poesía, recomendábase que se enseñara a los primeros a hablar sin afectación en todos los tonos, y que se ejercitara a los segundos en componer toda clase de versos con la dignidad correspondiente: se debía instruir a los de Lógica sin disputas escolásticas, según los modernos adelantos: a los de Filosofía moral se inculcaría la necesidad de sujetar a las luces de la religión católica las de nuestra razón humana; y se demostraría ante todo la unión indispensable de la religión, de la moral y de la política a los de Derecho natural y de gentes. Las Matemáticas se explicarían en dos cursos, habiendo también dos profesores, para que todos los años pudieran aprender Aritmética, Álgebra y Geometría los que hubiesen de matricularse en Física experimental, asignatura que empezó a formar parte integrante de la Filosofía. Se introdujo al propio tiempo una ventajosa novedad en las dotaciones, señalándose a la mayor parte de los catedráticos mil ducados anuales, con lo que principió el Gobierno a dar la consideración debida al profesorado. No pocos maestros de las universidades se apresuraron a concurrir a las oposiciones, de las cuales únicamente los individuos del clero regular estaban excluidos747. Verificados los ejercicios, adjudicáronse las cátedras a los opositores de más luces: todo auguraba que los Reales Estudios de San Isidro serían modelo de establecimientos de enseñanza; y su apertura, celebrada el 1.º de octubre de 1771, fue una grande solemnidad, a que asistió la flor de la corte. Fecha casi igual cuenta la biblioteca allí erigida y formada con las particulares de las casas y colegios que pertenecieron a jesuitas, y la traslación de los cuerpos de San Isidro y Santa María de la Cabeza a aquel templo, y el aumento de capellanes, entre los cuales, y con el nombre de canónigos de San Isidro, figuraron varones muy insignes en virtud y literatura.

«Desde mi feliz advenimiento al trono (dijo el Rey en la ordenanza de reemplazos) ha merecido mi Real protección el arte de la Imprenta, y, para que pueda arraigarse sólidamente en estos reinos, vengo en declarar la exención del sorteo y servicio militar, no solo a los impresores, sino también a los fundidores que se empleen de continuo en este ejercicio, y a los abridores de punzones y matrices.» Tras la lectura de esta cláusula de oro se pronuncian involuntariamente los nombres de los Ibarras, de los Sanchas, de los Monfortes, y aun los Canos, conocidos como los principales vehículos de la regeneración de la literatura española hasta por los que no leen más que portadas de libros. Muchos de los clásicos antiguos y de los que a la sazón adquirían legítima fama ocupaban sin cesar sus prensas, y de ellas y de otras salían porción de papeles periódicos sobre todo linaje de conocimientos, que eran genuina emanación de las obras del eminente benedictino gallego, verdadero iniciador de la polémica periodística en España. Sábese que Feijoo hizo de su talento el mejor uso posible, desterrando errores comunes: eco de su voz elocuente semejaba la del Consejo de Castilla cuando, a nombre de Carlos III, prohibía la impresión de pronósticos, romances de ciego y coplas de ajusticiados, por su ninguna utilidad para la instrucción pública, y por evitar los efectos perjudiciales que ocasionaba en el público su lectura748.

Ya habían pasado los tiempos en que solía acontecer que costara más trabajo sacar licencia para imprimir las obras que escribirlas, y en que todas iban encabezadas con un largo expediente de aprobaciones, donde comúnmente se hacía de la buena crítica el más horrible escarnio, cacareando ser oro lo que luego se hallaba escoria749. Merced a las reformas ejecutadas, no acudían ya los autores por licencias para imprimir sus libros más que al Consejo o a sus subdelegados natos los presidentes de las Chancillerías, los regentes de las Audiencias y los corregidores del reino750. Solamente los que trataban de cosas sagradas se remitían a los ordinarios eclesiásticos para que pusieran por escrito su censura, diciendo si contenían o no alguna especie contra la religión, los dogmas y las buenas costumbres, sin usar de modo alguno la fórmula escrita de imprimatur ni otra equivalente que indicara autoridad jurisdiccional o facultad de dar por sí licencias para las impresiones751.

Aún no había espacio para que fueran de gran bulto los progresos de las ciencias, miradas desdeñosamente por las universidades españolas: no obstante, ya trabajaban hombres que se hicieron célebres en la arquitectura por levantarlas digno monumento, siendo la intención del Monarca erigir un Gabinete de Historia Natural, un Jardín botánico y un Observatorio astronómico en las huertas del Prado de San Gerónimo y sobre lo alto del Buen-Retiro. Entre tanto el 4 de noviembre de 1776 se solemnizaron de una manera brillante los días del Rey con la apertura pública del Gabinete de Historia Natural, donde aún se halla, ya muy enriquecido con las colecciones reunidas por D. Guillermo Bowles y las pertenecientes al guayaquileño D. Pedro Franco Dávila, primer director del establecimiento. Rafael Mengs debía liberal patrocinio a Carlos III: en vísperas de salir este de Nápoles quiso su esposa que la hiciera aquel su retrato. Ya te lo hará en España, dijo el Soberano, revelando la intención de traerle; y cumplida en efecto, el célebre artista vino a ser restaurador de la pintura en la patria de Velázquez y de Murillo. Al par con los adelantos de este arte fueron, según se verá en su lugar, los de la escultura y el grabado.

Con intención de que progresaran los estudios, quedaron también exceptuados del servicio militar los doctores y licenciados de todas las universidades, y aun los escolares de algunas, por la ordenanza de reemplazos, dictada para establecer reglas fijas que por un lado proporcionaran el posible alivio a los pueblos, y por otro aseguraran la subsistencia del ejército en un pie sólido y de fuerza. Bien que las exenciones fueron abundantes a favor de nobles y empleados, ya no las gozaron por más tiempo los familiares de la Inquisición, los ministros y hospederos de Cruzada, ni los hermanos y síndicos de las órdenes religiosas. Por lo demás, al que salía soldado se le vedaba poner sustituto: de dos o más hermanos, mientras uno estuviera en las filas, no entrarían los dos en suerte: de cinco años se alargaba el servicio militar a ocho: para que fuera más llevadero se recomendaba a los inspectores que destinaran a un solo cuerpo los mozos de cada partido o provincia, suponiéndolos más acordes en genios y costumbres, y se prevenía que, pasado el primer año, se concediera en tiempo de paz a la tercera parte de los soldados licencia de cuatro meses para ir a sus casas durante la época de la siega o la sementera: a fin de que del cuerpo de labradores y artesanos se sacaran los precisos tan solo, mandábase proseguir con actividad las reclutas voluntarias, y se dictó posteriormente la ordenanza de levas752.

Se habían de hacer estas de tiempo en tiempo todos los años en las capitales, pueblos numerosos y demás parajes donde hubiera vagos, calificándose de tales cuantos no se dedicaran a la labranza o los oficios, carecieran de rentas propias, y anduvieran entretenidos en juegos, tabernas y paseos, sin conocérseles aplicación alguna. Los presos por vagos, que no justificaran dentro de tercero día y con toda individualidad dónde y cómo se dedicaban al trabajo, serían destinados a las armas, y con ellos se completarían los cuerpos que fueran de guarnición a América y los regimientos denominados fijos. Todos los trámites correrían por las justicias ordinarias, con prohibición a los jueces de comisión o de fuero privilegiado, aunque fuera de Casa Real, de formar competencia sobre este asunto753.

El auge del poder civil o de la jurisdicción ordinaria es uno de los rasgos que más caracterizan el reinado de Carlos III, y se ve de relieve en la pragmática de asonadas, o ley de orden público, según el lenguaje de ahora. Por ella se confería la plenitud de la autoridad a la jurisdicción ordinaria para detener las perniciosas consecuencias de los pasquines; para publicar bando, luego que se advirtiese bullicio, apercibiendo a los que lo causaren de que, de no retirarse a sus casas, serían castigados con todo el rigor de las leyes, y de que se consideraría como reos a los que se hallaren juntos en número de más de diez personas... «Las gentes de guerra (se decía de un modo terminante) se retirarán a sus respectivos cuarteles y pondrán sobre las armas para mantener su respeto y prestar el auxilio que pidiere la jurisdicción ordinaria... Cuidarán las justicias de asegurar las cárceles y casas de reclusión para que no haya violencia alguna que desaire su respeto y decoro... Sin pérdida de tiempo procederán a pedir el auxilio necesario de la tropa y vecinos, y a prender por sí y demás jueces ordinarios a los bulliciosos inobedientes... Si los bulliciosos hicieren resistencia a la justicia o tropa destinada a su auxilio, impidiendo las prisiones, o intentasen la libertad de los que hubiesen ya aprehendido, usarán de la fuerza hasta reducirlos a la debida obediencia de los magistrados... Así como me inclina el amor a la humanidad a no aumentar las penas contra los inobedientes bulliciosos, es mi voluntad y mando expresamente que se instruyan estas causas por las justicias ordinarias, según las reglas de derecho, admitiendo a los reos sus pruebas y legítimas defensas, consultando las sentencias con la Sala del Crimen o de Corte de sus respectivos distritos, o con el Consejo, si la gravedad lo exigiere... Tengo declarado repetidamente que las concesiones por vía de asonada o conmoción no deben tener efecto alguno; y para evitar que se soliciten, prohíbo absolutamente a los delincuentes bulliciosos que, mientras se mantengan inobedientes a los mandatos de la justicia, puedan tener representación alguna, ni capitular por medio de personas de autoridad, de cualquiera dignidad, calidad y condición que sean, con los jueces... Pero permito que, luego que se separen y obedezcan a las justicias, pueda cada uno representarlas lo que tenga por conveniente; y mando que, siempre que concurran obedientes, se les oigan sus quejas y se ponga pronto remedio en todo lo que sea arreglado y justo»754.

Parto de la mente del Rey fue la pragmática sobre asonadas, escribía Tanucci a Grimaldi755. Y con efecto, la humanidad que resalta en ella; el mandato literal de no obrar atropelladamente, sino por los trámites regulares, en los procesos a los tumultuados; la sana intención de no sofocar la voz de los pueblos, atajando solo el desmán de exponer sus quejas a gritos y de hacer gala de inobedientes; y mucho más que todo el prurito de que la autoridad civil figurara como cabeza y la fuerza militar como brazo del Estado, se uniforman admirablemente con la manera de pensar y de sentir de Carlos III, según resulta de sus palabras y sus obras.

Además de las reclutas voluntarias y las levas, contribuyó a hacer el reemplazo del ejército algo menos gravoso la creación de milicias urbanas en los puntos inmediatos a la frontera de Portugal y en varios lugares de la costa. A la Academia de Matemáticas de Barcelona se añadieron las de Orán y Ceuta para enseñanza de los ingenieros: del colegio de Segovia y del de Guardias Marinas salían buenos oficiales para la artillería y la armada; y los de infantería y caballería empezaron a instruirse en las escuelas militares de Ávila y Ocaña. Con ellos fue posible plantear prontamente la nueva táctica bajo la mano de los inspectores generales O'Reilly y Ricardos, y hacer fácil de todo punto y sencilla la observancia de la ordenanza militar publicada por aquel tiempo; monumento venerando, como erigido sobre la única base del honor para asegurar la disciplina y conseguir ínclita gloria.

Es notable la providencia sobre la manera de cazar y pescar en España, y no menos la prohibitiva de los juegos de suerte, azar y envite, bajo el aspecto de propender a sujetar a todos los ciudadanos a un mismo fuero756.

Para la más pronta administración de justicia, creyóse oportuno segregar los corregimientos de las intendencias, cargos unidos hasta entonces: se dispuso que los jueces determinaran brevemente las causas, sin permitir dilaciones maliciosas o voluntarias de las partes, ni suspender su curso aunque por tribunales superiores se pidiera informe acerca de los autos; y a vista de la frecuencia con que los presidiarios se pasaban al moro, prevínose destinará los trabajos más penosos de los arsenales a los perpetradores de delitos feos y denigrativos, que, sobre la viciosa contravención a las leyes, revelaban por su naturaleza envilecimiento, bajeza de ánimo y entero olvido de las primeras obligaciones a la religión y a la patria; cuidando, a pesar de todo, de que no pasaran las condenas de diez años, para evitar el total aburrimiento y la desesperación de los que se vieran sujetos al interminable sufrimiento de tales castigos757.

Siguiendo el Monarca la huella de sus antepasados en punto a rescatar las alhajas enajenadas de la Corona, e inclinándose a dar a esta providencia más eficacia, creó en Madrid un fondo de cuatro millones anuales como hipoteca del rédito de nueve por ciento que se debía satisfacer a los que desearan interesarse en las acciones, cambiando allí su capital por una renta vitalicia sin distinción de sexos ni de edades. Para esto se diputaron tres ministros del consejo de Hacienda, bien que la depositaría de los caudales y su conversión debía correr, para la pública seguridad y satisfacción de los interesados, a cargo de la compañía de comercio de mercaderes de los Cinco Gremios mayores758

Durante el reinado de Felipe V se había clamado mucho contra las rentas provinciales759: durante el de Fernando VI trabajóse bastante para extinguirlas en varias juntas, y hasta se obtuvo de Benedicto XIV un Breve por el cual se sujetaba a los eclesiásticos a contribuir a las cargas públicas al igual de los legos cuando se creara la contribución única, en cuyo establecimiento se pensaba ya por entonces. Naturalmente se derogaban las gracias temporales del Excusado, Subsidio y Millones; y además, por respeto a la sagrada inmunidad de ambos cleros, se les había de hacer una rebaja fija en la cuota. Carlos III halló muy adelantado el pensamiento, como que ya se había procedido en las veinte y dos provincias de Castilla y León a averiguar las haciendas, efectos, rentas, industrias y productos pertenecientes a los vasallos. Con todo, no quiso tomar providencia definitiva sin fundarla en nuevas consultas; y por virtud de las de una junta de ministros del primer carácter de los consejos y tribunales, formada dentro del mismo Palacio; y para dar las más vivas señas de amor a sus reinos por los alivios y beneficios que les resultarían de la libre disposición, tráfico y comercio de los propios frutos, que había sido y era su primero y principal objeto, vino en extinguir las rentas provinciales y en establecer la Única contribución, al tenor de la Instrucción adjunta a la importante providencia, aunque reservándose fijar el día en que había de empezar la cobranza760.

Entonces convirtióse en Sala de Única contribución la del consejo de Hacienda denominada antes de Millones, y tuvo a cargo activar los trabajos preparatorios del reparto y recaudación del nuevo y general tributo. Debía recaer sobre los fondos y utilidades de estos tres ramos: real, industrial y comercio; ascendiendo en totalidad a ciento treinta y cinco millones setecientos cinco mil ochocientos doce reales y veinte y dos maravedís, importe de las rentas provinciales, según el cómputo hecho por el cuatrienio de hasta fines de 1768, con el agregado de dos millones ochocientos mil reales que se consideraron de refacción al estado eclesiástico por el Breve de Benedicto XIV. Manteniendo a la diputación general de los reinos sus honores, prerogativas y funciones, providencióse que asistieran a la Sala de Única contribución los diputados, con voto cada uno en los negocios quo se trataran y ocurrieran pertenecientes a las ciudades, provincias o reinos de que fueran representantes. Obra muy meditada la Instrucción a que dicha Sala debía atenerse, abrazaba cuanto podía conducir a la equidad en el reparto, a la economía y pureza en la cobranza, a la cordura y humanidad en los apremios. Si en algún pueblo aconteciere pérdida o esterilidad de cosechas, mortandad de ganados, ruina o incendio de casas, u otro accidente fortuito que le hiciere acreedor a la Real gracia, lo representarían las justicias por conducto del ministro de Hacienda, no valiéndose de comisarios, diputados o agentes, que en los gastos que causaran o supusieran con pretexto de agasajos o gratificaciones inutilizaran el beneficio de la remisión del tributo; pues, cualquiera que se dispensara, habíase de entender por los intendentes o subdelegados sin costa alguna, en cuyos términos, y no en otros, quería el Rey que se admitiesen y despachasen estas instancias. De cuatro en cuatro meses se haría el derrame de la Única contribución en las arcas Reales de la provincia y las cabezas de partido. Carlos III, en punto a mejoras, iba muy delante de sus vasallos, y así no las podía realizar todas, aunque, según el consejo de Feijoo, caminara a ellas pausadamente y de modo que apenas se percibiera el movimiento. Demuéstralo entre otras la de la abolición de las rentas provinciales, dejada en ciernes y no cumplida hasta estos últimos años.

Afortunadamente pudo dar cima a muchas de las dirigidas a fomentar la riqueza patria. No fueron de este número las que se intentaron para el repartimiento de las tierras labrantías propias de los pueblos y las baldías y concejiles entre los más menesterosos, y para la abolición de las posturas, dando en total libertad la contratación y comercio; pues la primera de estas disposiciones, modificada finalmente, no produjo todos los efectos apetecidos; y derogada por completo la segunda, a causa de tropezar en añejos abusos, solo se mantuvo en vigor lo de que las posturas fueran de balde761.

Otras mejoras se realizaron, por encontrar el Gobierno menos escollos o tener más tesón y mejor ventura para sortearlos. Con provechosa actividad le ayudaba la Junta de Comercio y Moneda, cuyas funciones eran examinar y extender las providencias relativas a estos ramos y a las artes y maniobras en sus materias y artefactos. A consulta de ella se extinguió la moneda antigua de vellón y la de plata y oro, para remediar los embarazos que se originaban entre vendedores y compradores y para reducirla a mejor estampa762. Todos cuantos acuerdos propuso y se aprobaron para fomento de las fábricas y del comercio, fundábanse en abrir la mano a las primeras materias del extranjero y cerrarla a las manufacturas, y en quitar trabas al tráfico interior y a la exportación de los productos de la industria nacional, y ponérselas casi imposibles de romper a lag primeras materias que se daban en las provincias españolas763. Con los brazos abiertos se recibía a los menestrales de fuera, y estos y muchos de los naturales, y los comerciantes de lonja cerrada, cambistas de letras y los que tuvieran navío propio estaban exentos del servicio militar, como también sus principales dependientes, para ennoblecer con este privilegio a los que seguían el giro y desarraigar las falsas ideas sustentadas por personas poco instruidas. El comercio libre con las islas de Barlovento se hizo extensivo primero a la Luisiana, y luego a las provincias de Yucatán y de Campeche. Una compañía de comercio y fomento de fábricas se erigió en Burgos, y el mismo Rey se interesó en sus operaciones por la cantidad de cien mil reales. Una fábrica de paños, estameñas y barraganes se estableció en Ávila con varios privilegios, negándosele, sin embargo, el de que no se fundara allí otra, como pretendía, por ser contrario a la libertad de la industria. Bajo la dirección de D. Joaquín Cester se instalaron en Galicia y Asturias, por voluntad del Soberano, escuelas para la fabricación de lienzos imitados a los que venían de Westfalia y otros puntos con los nombres de crehuelas, bramantes o coletas, y de toda clase de cintas de hilo764.

Tampoco se perdonaba manera de facilitar las comunicaciones: desde los principios del reinado de Carlos III, en vez de uno, hubo dos correos generales por semana: se estableció un arbitrio sobre la sal para la construcción de caminos: se crearon compañías para el canal de Manzanares y el de Murcia; y en 19 de mayo de 1771 se concedió al catalán Buenaventura Roca el privilegio para establecer los primeros coches-diligencias de España, que debían correr la distancia de Barcelona a Madrid y de Madrid a Cádiz en veinte y un días; adelanto grandísimo entonces, difícil de comprender ahora por los que recorren ufanos los ferro-carriles sin distinguir tiempos ni lugares765.

Nadie sobresalía en la industria sin recibir inmediato galardón, según su clase y circunstancias. Al conde de Guevara se le eximía del pago de lanzas, mientras subsistieran sus fábricas de tejidos de seda de la Concepción en el Puerto de Santa María. D. Antonio Tomé recibía gracias y auxilios por la sobresaliente calidad y exquisitos y permanentes colores de los curtidos de su fábrica de Melgar de Fermental, donde se hacían a la inglesa. D. Fernando Gasparro, de nación italiana, por haber establecido en la ciudad de Murcia máquinas y tornos para torcer con el mayor primor las sedas a la moda del Piamonte, alcanzaba diversas franquicias, y entre ellas la de introducir iguales máquinas y tornos en Valencia y Granada. Francisco Ros, platero valenciano, director de la fábrica de hierros de invención suya para tejer los terciopelos, obtenía la pensión anual de doscientas libras valencianas, y para su esposa, si él faltaba, una viudedad de cien pesos. El gaditano Fabre disfrutaba una gratificación mensual por la gran maestría con que fabricaba tijeras, cuchillos e instrumentos de cirugía para aquella escuela, fundada por Fernando VI, y semejante a la cual erigió Carlos III otra en Barcelona.

Protección más directa, y esmerada, y continua jamás se había dispensado a la industria española. No obstante, aún era posible comunicarla más fuerte impulso, estimulando a los hombres de buena voluntad y de luces para que se afanaran por su auge y el de la agricultura y el comercio, propagando benéficamente la enseñanza, facilitando auxilios y distribuyendo recompensas entre el pueblo. «Es preciso recurrirá establecer y fomentar la industria popular, que dará a los pobres utilidades copiosas y al Estado riquezas inmensas. Mande V. M. se establezcan Sociedades patrióticas en los pueblos de bastantes vecinos, y, a proporción de los frutos de cada uno, que se establezcan fábricas para enriquecerlos», había dicho D. Melchor Rafael de Macanaz en una de sus representaciones766.-«Siendo regla acreditada con la experiencia que las empresas más fáciles y menos complicadas están sujetas a menores riesgos, dicta la prudencia que la aplicación popular a las manufacturas groseras sea el primer fundamento y piedra angular de la industria española. No es accesible a ningún Gobierno velar inmediatamente en cosas tan extendidas que abrazan todo el reino, y esa reflexión obliga a pensar en Sociedades Económicas, que sobre estas máximas vean lo que conviene a cada provincia, cuáles impedimentos lo retardan, y los medios seguros de removerlos y establecer los Modos sólidos que han de regir en este género de industrias, dijo en el Discurso sobre el fomento de la industria popular D. Pedro Rodríguez Campomanes767. Este gran promovedor del bien común lo buscaba solícito, robando las horas al sueño: su mente privilegiada abarcaba cuanto contribuye a que florezcan las naciones: su bien cortada pluma trasmitía al papel las ideas de modo que fueran inteligibles para el vulgo: su grave autoridad abríalas camino por el Consejo hasta el mismo trono; y allí nunca sonaban sin eco las voces de los buenos patricios que ansiaban el bienestar del pueblo, y por consiguiente la grandeza y prosperidad del Estado». «Toda la atención se ha llevado el estudio de las especulaciones abstractas (añadía el célebre fiscal en el mismo discurso), y aun en esta ha habido la desgracia de que en las materias de ningún uso y vanas haya solido ponerse más ahínco que en los conocimientos sólidos y usuales. Nuestra edad, más instruida, ha mejorado las ciencias, y los hombres públicos no se desdeñan de extender sus indagaciones sobre los medios de hacer más feliz la condición del pueblo, sobre cuyos hombros descansa todo el peso del Estado. -Las gentes de letras tienen en la república el encargo que en las tropas los oficiales. Mas, ¡a qué provecho pagar estos, si no se cuidase de tener disciplinado ejército a que aplicar sus experiencias y talentos mílitares! De aquí partía a procurar la práctica del gran principio de economía política, reducido a ocupar la universalidad del pueblo según su inclinación y fuerzas, recomendando las manufacturas ordinarias como base preferente de la industria; probando que los gremios exclusivos con fueros privilegiados y sus cofradías la perjudicaban enormemente; proponiendo la manera de fomentarla con arreglo a la situación, clima y población de cada provincia, para lo cual se debían establecer Sociedades Económicas en todas; y puntualizando el instituto, régimen y principales obligaciones de dichas Sociedades.

Terminado este precioso discurso, prohijólo el Real Consejo de Castilla, y a consulta suya se imprimió de Real orden, y fue remitido con circular de 18 de noviembre de 1774 a las Justicias, Intendencias y Ayuntamientos de las capitales y otras poblaciones; providencia de cuyo buen efecto se tocaron las ventajas muy pronto.

No había hallado imitadores la Sociedad Vascongada de los Amigos del País, erigida en Vergara nueve años antes. Allí tuvo singular origen institución tan provechosa. Entre las villas de Vergara y Beasaín se altercaba fogosamente sobre la pertenencia de un Santo mártir, y por bula del Sumo Pontífice se dirimieron las disputas a favor de Vergara: entonces resolvió la villa celebrar la victoria con magnificas fiestas. Diolas gran realce una ópera cómica, que tradujo del francés y puso en música el conde de Peñaflorida, representándola además con varios caballeros guipuzcoanos y vizcaínos a compás de grandes aplausos. Mustios a la llora de la despedida los que jubilosos habían acudido a las fiestas, se esforzaban por hacer que la separación fuera menos amarga: hubo quien propuso elegir una población donde moraran todos juntos: otros instaron para que se contrajera el empeño de reunirse siete u ocho días cada año; y sobre este calor puro de la amistad se echaron los cimientos de la Real Sociedad Vascongada, establecida con beneplácito del Soberano por abril de 1765 y en calidad de cuerpo patriótico unido para el solo objeto de servir a la patria y al Estado, procurando perfeccionar la agricultura, promover la industria y extender el comercio768.

No la Real Sociedad Económica de Vergara, sino la de Madrid, cuyos estatutos fueron aprobados por Real cédula de 9 de noviembre de 1775, vino a dar el tono a las creadas sucesivamente en diversas ciudades de España: Campomanes fue el verdadero fundador, aunque a la cabeza de los que solicitaron su establecimiento figurara el director de la Compañía de Caracas769: por influjo de aquel cedió el Ayuntamiento una de sus salas para celebrar las primeras juntas; y al tenor de las máximas que había sembrado en el Discurso sobre el fomento de la industria popular se formaron los estatutos.

Valencia, Sevilla y Zaragoza fueron las primeras ciudades que plantearon el patriótico pensamiento, acogido generalmente con manifestaciones de entusiasmo. Aquellas corporaciones mudaban súbito el semblante de la monarquía, donde el Gobierno receloso y la Inquisición perseguidora habían acostumbrado a los españoles al más lamentable aislamiento, durando el espíritu de asociación solo en las órdenes religiosas y en las cofradías o hermandades. Ahora salía del claustro y se propagaba por el siglo con las reuniones de los Amigos del País, en número indeterminado, para platicar, y escribir, y enseñar sobre los puntos que, después de los religiosos, interesan más a los pueblos, y constituir una especie de representación nacional autorizada y protegida por el trono, que daba oídos a sus instancias y fuerza de ley a no pocos de sus informes. Los personajes más condecorados viéronse en las juntas de las Sociedades Económicas al lado de los comerciantes y de los maestros sobresalientes de los oficios, siendo de reglamento que todos se sentaran según fueran llegando; y aunque la cortesanía o la reverencia excitaran a infringir esta disposición reglamentaria, rehusábanlo porfiadamente los mismos a quienes se quería tributar el acatamiento, como lo hizo el arzobispo de Valencia, ocupando el puesto que halló más a mano en una junta a que acudió tarde, y no queriendo de ninguna manera trasladarse al preeminente con que se le brindaba por todos. Este y muchos prelados salieron caritativamente a los primeros gastos de las Sociedades, y las auxiliaron aun después de irse recaudando la módica suma imptiesta a los socios y las cantidades suministradas por el Gobierno. Los párrocos fueron declarados individuos natos de tan dignas corporaciones; los nobles hicieron gala de ayudarlas con sus trabajos y sus luces; y todos en laudabilísima competencia se interesaron vivamente por el fomento de la industria, de la agricultura, de la ganadería y el comercio, proclamando con obras más que con palabras que, lejos de imprimir infamia, según preocupaciones ruines y anejas, da estimación y honra ganar el sustento con el sudor de la propia frente. No es dudoso que el establecimiento de las Sociedades Económicas fue una de las providencias que más eficazmente contribuyeron a que se realizara en aquellos días lo que expresan las siguientes palabras de un respetable orador cristiano: «Se acabó en tiempo de Carlos III aquella afectación lastimosa, por no decir ridícula, con que, por unos principios de grandeza o distinción mal entendidos, unos mismos ciudadanos, aislándose y separándose entre sí, se oponían cruelmente a sus propios intereses; peleaban por sacudir los dulces vínculos de la sociedad; aborrecían sus mismos genios e inclinaciones; estudiaban por adquirir, si puedo explicarme así, la ciencia de la ignorancia; trabajaban por destruir y por apagar sus luces... ¡A tanto llega la fuerza terrible de la preocupación, si la autoridad de un sabio monarca no la reprime y desbarata!... La desplegó toda Carlos III, e hizo conocer a sus vasallos que sus propios intereses eran forzosamente los de la nación, y que un particular ciudadano no puede prescindir del público sin ser un monstruo».770

A los patrióticos afanes de los Amigos del País abrieron anchísimo campo los sanos principios económicos acumulados por el ilustre Campomanes en el Discurso sobre la educación popular de los artesanos, y los añadidos al Apéndice de este inmortal libro, y puestos al frente de los Memoriales de Álvarez Osorio y de Martínez de la Mata, de la noticia de los Tratados de artes y de oficios, publicados en París por la Real Academia de Ciencias, y de los decretos, reglamentos y providencias de Carlos III a beneficio de las fábricas y comercio hasta fines de 1774771.

Con la circulación de esta obra se multiplicaron por todas partes las Academias de dibujo, las Escuelas industriales, las distribuciones de premios para distinguir a los aplicados, y las publicaciones de Memorias para ilustrar a los ignorantes. A la sazón echábase la semilla; más adelante será ocasión de que se vea cómo empezó a granar el fruto.

Nada pinta mejor la imponderable trascendencia del Discurso sobre la educación popular de los artesanos que el testimonio de un varón insigne de aquellos tiempos. Después de elogiar a Campomanes por la influencia que tuvo, como primer representante del pueblo, en que las Sociedades Económicas nacieran de repente, y por el ardor que inflamaba su celo al erigirse la de Madrid, donde su voz sonó la primera en reconocimiento al Soberano, y para señalar a todos la senda que debía llevarles al fin de su instituto, se explica de esta suerte: «Los antiguos economistas, aunque inconstantes en sus principios, habían depositado en sus obras una increíble copia de hechos, de cálculos y raciocinios tan preciosos como indispensables para conocer el estado civil de la nación y la influencia de sus errores políticos. Faltaba solo una mano sabia y laboriosa que los entresacase y esclareciese a la luz de los verdaderos principios. El infatigable magistrado lee y extracta estas obras: publica las inéditas: desentierra las ignoradas: comenta unas y otras: rectifica los juicios y corrige las consecuencias de sus autores; y mejoradas con nuevas y admirables observaciones, las presenta a sus compatriotas. Todos se afanan por gozar de este rico tesoro: las luces económicas circulan, se propagan y se depositan en las Sociedades; y el patriotismo lleno de ilustración y celo funda en ellos su mejor patrimonio».772

Moñino, enviado a terminar las negociaciones con la Santa Sede, no pudo cooperar de seguida con su colega Campomanes a promover el bien del reino: primer ministro ahora, iba a ser autorizadísimo ejecutor de las intenciones de Carlos III, avanzando cada vez más en las vías de las mejoras, dirigidas a gobernar con justicia, desterrar la ociosidad y honrar el trabajo, y levantar la nación española al nivel de la más ilustrada.