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ArribaAbajoLibro VI

España y las demás naciones.-Beneficencia ilustrada.-Fomento general.-La junta de estado.-Intrigas contra Floridablanca.-El rey y el hombre



ArribaAbajoCapítulo I

España y las demás naciones


Paz con Turquía.-Con la regencia de Trípoli.-Con la de Argel.-Treguas con la de Túnez.-Ventajas.-Enlaces entre las familias Reales de España y Portugal.-Su trascendencia.-Muerte del infante D. Luis.-La corte de Nápoles contra la española.-Leyes Josefinas.-Viaje de Pío VI a Viena.-Situación de Francia.-Progreso pacífico en España.-Aranda a favor de los ex-jesuitas.-Opiniones de Rousseau y d'Alembert sobre España.-Ascendiente de Carlos III en Europa.-Muerte de Federico II.-Desavenencias entre Inglaterra y Francia.-Las ataja Carlos III.

Apaciguadas las turbulencias de los indios, casi al propio tiempo de cesar las hostilidades con los ingleses, ya no quedaban al Soberano español más desvelos que los de ensanchar el círculo de sus relaciones con los extraños, para que, a la sombra del general reposo, corrieran ampliamente los raudales de la riqueza patria, a proporción del grandioso impulso que se complacía en comunicar a cuanto redundara en beneficio de sus vasallos. Bajo este aspecto, nada más urgente que asentar la paz con las regencias berberiscas; pero la de Argel, más temible que todas por sus numerosos y atrevidos corsarios, llena de orgullo con los laureles arrebatados a los españoles en 1775, se resistía a la avenencia, y cohonestaba su repulsa, expresando no serle posible llevar adelante los tratos mientras Carlos III y el Gran Señor no fueran amigos.

Ventaja era esta que no se había escapado a la penetración de Floridablanca, y así desde mucho antes se hallaba D. Juan Bouligni convenientemente acreditado cerca del emperador de Turquía. Ya que se habla de Puerta (había escrito el conde de Floridablanca al de Aranda), sepa V. E. que, según todas mis noticias y conjeturas bien fundadas, esa corte nos la pegó con el Turco y con los Argelinos, cuando afectó ofrecerse a componernos con ellos. Todo era embustes y pasos fríos para alucinarnos, y no creo que me engaño. Ahora que han sabido que les podemos descubrir sus enredos, me ha venido Montmorin con preguntillas zalameras de parte de Vergennes para saber lo que hace un emisario nuestro en Constantinopla, siendo asi que lo saben ellos mejor que nadie; pero les acusa la conciencia. No he podido menos de echarle una buena morterada al tal Montmorin, y V. E. puede regularse, si le hablan, o dándose por desentendido, o explicándose en términos ambiguos, que no descubran nuestras intenciones y den a esas gentes aprensión sobre nuestro disgusto. El pretexto de nuestro emisario es el ajustar varias cosas de los Santos Lugares, y el objeto descubrir terreno883.

El que se descubrió, por de pronto, estaba erizado de dificultades aparentemente invencibles, y aumentadas con la sorda y vigorosa oposición que casi todas las naciones extranjeras nos hicieron en Constantinopla. Sin embargo, la circunstancia favorable de haber sido ya Carlos III amigo de la Sublime Puerta, como rey de las Dos Sicilias, el hábil porte de su representante Bouligni, y la necesidad en que se vela el Sultán Achmet IV de buscar apoyo en todas partes contra la Rusia, a quien acababa de ceder forzosamente la Crimea, orillaron todos los estorbos, pudiendo asegurar el ministro español que se había conseguido el fin deseado sin mentira, fraude, fingimiento, ni artificio, porque el buen ejemplo y las lecciones de verdad y probidad que le daba el Soberano, constantemente para el uso de su oficio, le habían hecho aprender una política no acostumbrada y sin imitadores884.

Ya el 14 de setiembre de 1782 se había firmado entre D. Juan Bouligni y el visir Haggi-Seid-Muhamed el tratado definitivo, y las ratificaciones se canjearon el 25 de abril de 1783 en Constantinopla. Tanto para el comercio como para la peregrinación a Jerusalén, gozaron desde entonces los españoles franquicias iguales a las de las demás naciones cristianas y amigas; y, para asegurarlas, se establecieron cónsules suyos en los principales puertos de Levante. Además obligóse la Sublime Puerta a comunicar su paz con España a las regencias de Argel, Túnez y Trípoli, y como estaba al arbitrio de ellas ajustarla por separado, expresó terminantemente que la miraría con gusto y la aprobaría, acreditándolo desde luego con recomendarla por medio de tres firmanes, uno para cada Regencia, entregados al representante de Carlos III, y remitidos por este a su corte. Trípoli fue la primera que se avino a vivir en armonía con España, dando vida a la negociación el mariscal de campo conde de Cifuentes, capitán general de las Baleares desde la conquista de Menorca. Este insigne patricio expuso a su Gobierno cómo D. José Soler, vecino de aquella isla y padre de tres hijos, D. Pedro, residente a la sazón en Trípoli para cobrar cierta cantidad de dinero, D. Juan, mozo experto y de confianza y versadísimo en idiomas, y D. Jaime, casado con una hija del cónsul holandés en Túnez,había recibido carta del primero, pintando como cosa llana la paz con los tripolinos, y ofreciendo ajustarla pronto885. De resultas, el conde de Floridablanca envió al de Cifuentes autorización Real a fin de tantear el tratado, con facultad para sustituirla en quienes le merecieran más confianza, y acompañóle también el firman expedido por el emperador otomano a la regencia de Trípoli, al celebrarse la paz entre España y Turquía886. En los Soleres D. Juan y D. Pedro sustituyó la autorización el capitán general de las Baleares; y, juntos los dos hermanos en Trípoli, y superando los tropiezos emanados de tener por costumbre las regencias berberiscas no hacerse amigas de cristianos sino por medios pecuniarios o violentos, alcanzaron que el 21 de febrero de 1784 presentara el bajá tripolino proposiciones honrosas para España, como que propendían a asentar una paz sólida y durable sobre cualquier tratado que más agadara a Carlos III. Todos los originales tuvieron a la vista los Soleres, y adoptaron por base el vigente con Francia, no sin adicionarle con lo esencial de los de las demás naciones, y con lo que discurrieron que España podía desear de aquella regencia; y no solamente consiguieron que lo hallara el bajá de su agrado, sino que lo propusiera al soberano español como idea suya887. Elogiando Carlos III la actividad y juiciosa conducta de los negociadores, dispuso que se expidiera al conde de Cifuentes la plenipotencia para concluir el tratado888. Hecha la sustitución en los Soleres, y presentada a la regencia tripolina, se publicó la paz antes de firmada, a fin de que en la fiesta de Ramadán se solemnizara tan fausta nueva: el 24 fue enarbolada la bandera española donde moraban los Soleres, se le hizo en todo la honra correspondiente, y los infelices cautivos recorrieron aquella tarde la ciudad, victoreando a su nación y a su Monarca. Luego que del tratado se sacaron las necesarias copias, firmóse definitivamente la paz el 10 de setiembre de 1784889; y para galardonar a los Soleres por su relevante servicio, nombró el Rey cónsul de Trípoli a D. Pedro, a D. Juan comisario de guerra, y concedió al padre de ambos una pensión vitalicia de treinta duros mensuales; todo con expresiones honoríficas por extremo890.

Lejos de dar la regencia de Argel buena razón de su promesa, después de firmada la paz entre España y Turquía, ni caso hizo del firman que le fue dirigido para que imitase el ejemplo; y hubo de ir el teniente general D. Antonio Barceló en su contra durante el verano de 1783 y el de 1784, con expediciones de más ruido que efecto. Si se lograba que los argelinos dejaran de infestar los mares mientras atendían a defender su territorio, apenas Barceló enderezaba las proas a los puertos españoles, se salían detrás aquellos a ejercer sus piraterías, siendo forzoso prevenir que las naves de Valencia y de Cataluña, dedicadas al comercio de las Indias Occidentales, no se aventuraran al Mediterráneo sino en convoyes. De todas maneras, el monarca español tenía determinado que el bombardeo se repitiera anualmente, hasta obligar a la paz a los argelinos, haciéndoles conocer lo mucho que se exponían con retardarla. Ya estaban muy adelantados los aprestos para la expedición de 1785, cuando el conde de Cifuentes remitió al de Floridablanca una carta del patrón Bartolomé Escudero, con informe de ser propicios los de Argel a un ajuste891. Al punto mandó el Rey que dos navíos y dos fragatas, de construcción reciente, y que debían hacer en el Mediterráneo sus pruebas, las ejecutaran hacia aquellas costas. Por comandante debia ir el jefe de escuadra D. José Mazarredo, con órdenes de izar bandera blanca, tan luego como a Argel diese vista, por si se presentaba a parlamentar alguna persona. En tal caso harla saber que la Puerta Otomana había pasado reiterados oficios a nuestra corte para que suspendiera las hostilidades contra los argelinos, y que por complacerla el Soberano, quería noticiar al de esta regencia lo muy dispuesto que se hallaba a negociar una paz decorosa para ambos países892. Efectivamente, Mazarredo zarpó del puerto de Cartagena con los citados buques, y fondeó en la rada de Argel el 14 de junio. Todo salió a medida del deseo, pues, sin necesidad de mostrarse el patrón Escudero, aún cuando le acompañaba para señalarle por ápices lo que debía hacer desde que atracaran a sus naves algunos lanchones de moros, obtuvo el ajuste de la paz entre argelinos y españoles dos días más tarde, fundándola en el tratado que regía entre aquellos y los franceses. Algo retardaron la conclusión definitiva ciertas dificultades; pero las vencieron pronto Fray Álvaro López, administrador en Argel del hospital de los españoles, y el conde de Expilli, personaje medio francés y medio austriaco, a quien se nombró después cónsul de esta regencia893.

Con la de Túnez fue imposible que se celebrara la paz entonces. A negociarla marchó D. Jaime Soler, yerno de M. Nissen, cónsul de Holanda, bajo los felices auspicios de estar ya convenida entre argelinos y españoles, y de tener empeñada el bey de Túnez formal promesa de que, una vez lleno este requisito, ya no retardaría la suya. Cuando arribó allí D. Jaime Soler, autorizado por el conde de Cifuentes, al modo que lo fueron sus dos hermanos para tratar con los tripolinos, enteróse, no sin sorpresa, de que D. Alejandro Baselini, patrón de un barco, acababa de firmar treguas con aquel bey en nombre del Soberano de España. Esto no embarazó que se admitiera a Soler al desempeño de su encargo, bien que sin esperanzas de buen suceso, pues, acomodándose aquella regencia a un ajuste, quiso imponer las condiciones de ser considerada y agasajada ni más ni menos que la argelina; de fijar los regalos que anualmente le haría España; de establecer los derechos de aduanas por las mercaderías que introdujeran los españoles. Desde luego negóse el D. Jaime a oír proposiciones ofensivas al decoro de su Monarca. Relativamente al primer punto se equivocaban los tunecinos, por no haberse estipulado que se entregara a los de Argel cantidad alguna; especie jamás tocada mientras duraron los tratos, ni en instrucciones Reales, públicas o secretas; y si de voluntad propia les obsequió el Soberano con tal o cual suma, fue por las paces o ventajas de sus aliados los reyes de Nápoles, Portugal y Cerdeña, y por la quietud universal, límites y seguridad de sus presidios de Orán y Mazarquivir, contenidos en el territorio de aquella regencia894. Sobre el segundo punto nada quería hablar Soler tampoco, pareciéndole inadmisible; y en cuanto al tercero, expresaba que los españoles habían de ser tratados corno los naturales de la nación más favorecida. Insistiendo el bey, por conducto de su ministro, en que se le pagara a dinero contante el ajuste, supuso que el celebrado con Argel había costado a España dos millones de duros, y dijo que uno era lo menos con que se satisfaría por su parte. Esta exigencia la fundaba en que el 9 y el 11 por 100, que a la sazón devengaban la lana, la cochinilla y otros productos españoles, introducidos por los hebreos, no sin tocar antes en Génova o Liorna, se reducirían al 3 por 100 cuando los españoles los introdujeran en derechura, y se privaria así el bey de más de cuarenta mil piastras anuales895. De nada valieron a D. Jaime Soler sus astucias para aprovecharse de la rivalidad que existía entre los de Argel y los de Túnez, y ganarse amigos de influencia que le ayudaran eficazmente a salir airoso de las negociaciones; siendo adversarios suyos todos los comerciantes extranjeros, corno que estaban muy al cabo de que mermarían sobremanera sus ganancias desde que tuvieran a los españoles por concurrentes, y presenciando el envalentonamiento de los tunecinos, a consecuencia de repeler aquellos días con gran denuedo a los venecianos de sus costas, se hubo de convencer de que no se acomodarían a la paz sin recompensas pecuniarias. Lo comunicó así a su corte, y en respuesta se le previno que se retirara de Túnez al punto896. Con esta regencia quedaron subsistentes las treguas concluidas por Baselini, sin autorización de ninguna clase, aprobadas por el Rey en atención al fin excelente que habla movido su celo, y revalidadas por D. Pedro Suchita, hasta que se concertaran las paces897.

De esta suerte quedaron los mares limpios de piratas desde los reinos de Fez y Marruecos hasta los últimos dominios del emperador Turco, por el Mediterráneo todo: vióse a menudo la bandera española en Levante, y las mismas naciones mercantiles que la persiguieron indirectamente, preferíanla ahora, resultando el aumento del comercio y de la Real marina, y la pericia de sus tripulaciones, y el mayor brillo de España y de su augusto Soberano: término hubo la esclavitud de tantos millares de infelices con abandono de sus familias e indelebles perjuicios de la religión y el Estado, cesando también la continua extracción de enormes sumas para los rescates que, al paso que nos empobrecían, pasaban a enriquecer a nuestros contrarios, y a facilitar sus armamentos para ofendernos; y se empezaban a cultivar rápidamente en las costas del Mediterráneo leguas de terrenoslos más fértiles del mundo, desamparados y eriales hasta entonces por miedo a los piratas, y donde se formaban ya pueblos enteros para dar salida a los frutos y las manufacturas898.

A la par se iba llevando también a dichoso remate otro asunto de muy superior trascendencia, como armonizado con el interés permanente de E spaña, y propio a borrar de todo punto la huella de un mal paso político dado por Carlos III a los principios de su reinado. Previas las negociaciones correspondientes, y observando el mayor sigilo durante su curso, se estrecharon los vínculos de la sangre entre españoles y portugueses con las dobles bodas del infante D. Gabriel y la infanta Doña María Ana Victoria, y del infante D. Juan y la infanta Doña Carlota Joaquina899. Habiendo visto Carlos III morir en la cuna a todos sus nietos varones, se determinó a alterar la costumbre del celibato impuesta a los infantes españoles, si no se casaban fuera de España, y quiso buscar en Portugal la esposa de su tercer hijo, pues el primogénito D. Felipe, desheredado por imbécil, de cetro y corona, ya había descendido al sepulcro. Con ser tan feliz y glorioso el reinado de este ilustre Monarca, especialmente por la atención esmerada y contínua a satisfacer las necesidades de los pueblos, dejara un gran vacío, no haciendo algo en favor de la más perenne de todas, no protestando muy significativamente contra el equilibrio europeo, que mantiene el pabellón británico enarbolado en Gibraltar y la Peninsula ibérica dividida de una manera inverosímil y hasta absurda. Naciones de una misma alcurnia e historia, cuyos hijos lidiaron juntos bajo las banderas de Viriato y en Numancia, y juntos sucumbieron a las orillas del Guadalete, y disfrutaron a las del Genil de una común victoria alcanzada tras ocho siglos de obstinada contienda; países desde donde casi contemporáneamente partieron Cristóbal Colón y Vasco de Gama a ensanchar los límites del mundo con regiones, que habían de inspirar a Camoens y a Ercilla cantos inmortales, son legítimamente hermanos. Sus discordias testifican tan solo el afán de los extranjeros porque no formen una familia; mas, desvanecidas aquellas, siempre la fraternidad reclama sus fueros y mueve con espontáneo impulso los corazones de unos y otros. Ominoso, como para los hijos de Portugal, es para los de España el recuerdo de los reyes de origen austriaco: sin su política malhadada, ya se hubiera efectuado por medios suaves lo que procuraron estérilmente con lastimosas violencias, y como son españoles desde el feliz enlace de Isabel I y Fernando V los antiguos aragoneses y castellanos, serían iberos los que aún se denominan españoles y portugueses, repitiéndose los matrimonios entre miembros de sus familias Reales.

A este fin propendieron las bodas de los infantes D. Gabriel y Doña María Ana Victoria, y de don Juan y Doña Carlota Joaquina, celebradas en Madrid y Lisboa el 27 de marzo y el 11 de abril de 1785. Floridablanca, justamente ufano de la parte que tuvo en estas nupcias, dijo que las envidiaron todas las potencias, conociendo, por desgracia, mejor que muchos españoles, los verdaderos y sólidos intereses de ambos países900: Fernán Núñez, que, corno embajador de la corte de Madrid en la de Lisboa, hizo principalísimo papel en las negociaciones matrimoniales, ha dejado escrito lo siguiente. «A más de las ventajas que tenía el establecimiento del infante para asegurar en todo evento la tranquilidad futura del reino, presentaba también la de reunir de nuevo las dos familias de España y Portugal que, no siendo una, deben estar íntimamente unidas, y procurar juntar algún día los dos reinos, séase sobre la cabeza de un Borbón o la de un Braganza».901 Carlos III, rehusando los arcos y los adornos que se suelen armar en ocasiones de alborozo, con madera, bastidores pintados y cartones, por ser gasto enteramente perdido, expresó al corregidor Armona, cuando le presentaba los planos de las decoraciones ideadas por el famoso arquitecto D. Ventura Rodríguez, director de la Academia de San Fernando, que le bastaban el amor, la fidelidad y alegría del pueblo de Madrid y del reino para la celebridad de este y cualesquiera sucesos felices a su corona y su familia902.

De su júbilo personal dio larga muestra, premiando a cuantos intervinieron de algún modo en las bodas Reales; entre ellos, los embajadores de España y Portugal, conde de Fernán Núñez y marqués de Lourizal, obtuvieron, el primero plaza en el Consejo de Estado, y el segundo la condecoración del Toison de Oro; y el ministro de Indias, D. José de Gálvez, que, haciendo de notario mayor, leyó y firmó las capitulaciones matrimoniales, fue nombrado marqués de la Sonora, provincia de Nueva España, que por sus esfuerzos cuando estuvo allí de visitador general, volvió con la de Sinaloa a ser parte de aquel virreinato. Sólo el conde de Floridablanca no quiso galardones, y llegando a entender que el marqués de Lourizal había influido con el príncipe de Asturias para que se le diera el Toison de Oro, como gracia hecha a varios ministros de Estado en tales ocasiones, y al marqués de la Ensenada sin serlo, reprobóselo con aspereza, diciendo que su premio consistía en la satisfacción que resultaba al Rey de sus tales cuales servicios, sin intriga ni maniobra para sus adelantamientos903.

Poco sobrevivió a la celebración de las dobles bodas Reales el infante D. Luis, que, después de asistir a ellas muy caído de salud y trabajado por la tristeza que le ocasionaba su arrinconamiento forzoso, creyéndose digno de la misma suerte que el infante D. Gabriel, su sobrino, pasó de esta vida en el pueblo de Arenas el 7 de agosto, con grande sentimiento del Rey, que le quería entrañablemente y se lo acreditaba en las cartas familiares y las de oficio. Con la costumbre de llevarle siempre de caza y echándole mucho de menos al principio de la separación de ambos, ocurría que llamara a menudo hermano al príncipe de Asturias, y que, haciéndoselo notar este, le dijera: Hijo, no lo extrañes, después de tanto tiempo de cazar juntos. Cierto día le dijo el príncipe haber recibido carta del infante, añadiendo: Aún no le he respondido; y como el Rey deseabriera algo de despego, tanto en la frase como en el tono, repuso: Yo sí, y al instante; es mi hermano; y al decir de quien le trató muy de cerca, «no había palabra que holgase y que no fuese un ejemplo de virtud en este buen Monarca»904.

Tres hijos tenía el esposo de doña Teresa Vallabriga, un varón y dos hembras, y se mostraba desasosegado por su suerte, lo cual indujo a su hermano a tranquilizarle de palabra y por escrito en repetidas ocasiones, y hasta por conducto de Floridablanca, asegurándole que corría a su cargo y al de su sucesor en el trono, a quien se los recomendaría especialmente905.

Y en cumplimiento de su palabra, no bien supo el fallecimiento del infante, dio la educación de sus tres sobrinos al docto y venerable arzobispo Lorenzana.

Ofendida la corte de Nápoles de que no se le hubieran comunicado las negociaciones de la de Madrid con la de Lisboa, mientras fueron secretas, y bajo la suposición de que en lo convenido pudiera haber algún artículo reservado y perjudicial a los derechos de aquel monarca, aumentáronse las desavenencias procedentes de iguales causas que la caída del marqués de Tanticci. Ya no era allí ministro de Estado el de Sambuca, sino el de Caracciolo, y favorito Actón, el que en la expedición contra los argelinos había mandado las naves de Toscana. Absolutamente nula vino a ser la autoridad del rey Fernando, y la conducta de su esposa Carolina, poco recatada y honesta: contra cuanto olía a España y a sus naturales se desencadenaban las persecuciones, llegando al extremo de que se les negara hasta el saludo, y de que, sin preceder el permiso de Caracciolo, no quisiera un magistrado oír a nuestro cónsul en justicia; y semejaba que aquel hijo desagradecido se complacía en estudiar la manera de mortificar a su padre, pueshabía consentido que Actón adornara la cámara Real de su navío con láminas inglesas, que representaban la derrota de Lángara y la voladura del Santo Domingo, el socorro de Rodney a Gibraltar, y el paso de la escuadra inglesa, mandada por Howe, del Mediterráneo al Océano, a despecho de la española906.

Nada pinta más al vivo los desabrimientos entre ambas cortes, que las instrucciones siguientes, dadas por Carlos III a su representante en Viena: «Haréis ver cuánta será mi aflicción al considerar que, si explico todos los motivos de mi disgusto, puedo desacreditar a unos hijos que tanto amo, y cuyas faltas quisiera encubrir a los ojos de todo el mundo; y si callo, que es el partido cristiano y honrado que he elegido, toman de aquí motivo los malos consejeros de mis propios hijos para intentar desacreditarme a la vista de Europa y de todas las cortes.

En esta situación difícil, diréis tener entendido que una de las cosas que más siento, es que se me atribuya quiero mandar y gobernar a Nápoles desde España, y que he dado pasos contra el honor y decoro de mi nuera, la reina de las Dos Sicilias. En cuanto a mandar en Nápoles, sabéis, y podéis asegurarlo, que me he abstenido de introducirme aún en las cosas más públicas y que más pudieran excitar mis cuidados y sentimientos paternales. Ninguno podrá criticar ni desaprobar justamente que un padre diese consejos a un hijo, por más que este fuese rey y padre de su propia familia; y que con lo desengañado, muchos años ha, de que mis consejos, lejos de producir algún efecto bueno y favorable a mis hijos, podían disgustar y causar efectos muy contrarios, me impuse la ley de un silencio riguroso, sosegando los escrúpulos de la religión y la naturaleza, con la justa reflexión de que ni la corrección fraterna obliga cuando se ha comprobado completamente que no produce buenos efectos.

La especie única que en el día hace prorrumpir a los malos consejeros de mis hijos en expresiones contrarias a estos hechos, es la de que he querido que el rey mi hijo separe de su lado al ministro Actón. Vos sabéis que este ministro fue nombrado para el despacho de Guerra y Marina, removiendo al español D. Antonio de Otero, que tenía estos departamentos, en el momento mismo que se acababa de declarar la guerra entre la España y la Inglaterra. El nombrar para el Ministerio un inglés por principios, origen e inclinación en aquel lance del rompimiento del padre con Inglaterra, despidiendo a un español, veis que no era conforme a buenas máximas de prudencia y aún de amistad de la corte de un hijo con la del padre, y mucho más tratándose de nombrar uno que no era súbdito del hijo, ni tan acreditado en el mundo por sus talentos ministeriales que hiciese necesaria y plausible la elección para el bien de la monarquía.

Con todo esto, se redujo mi queja a insinuar dulcemente al rey mi hijo mi paternal sentimiento, sin aconsejarle, pedirle, ni proponerle que le removiese; y suspendí volverle a tocar este asunto, a que excusó contestarme. Así seguí mucho tiempo, hasta que motivos muy reservados y gravísimos de Estado, me forzaron a aconsejar a mi hijo que separase a este ministro, a cuyo fin le escribí por medio del vizconde de la Herrería, mi ministro entonces en la corte de Nápoles. No pudo Herrería entregar la carta por un accidente que le sobrevino, y habiendo después ocurrido la celebración de los matrimonios de mi hijo y nieta con los infantes de Portugal, hizo el rey mi hijo las demostraciones públicas, que son notorias, queriendo remover su embajador y nombrando otro, sin la noticia antecedente y recíproca que ha sido costumbre entre las dos cortes, dando órdenes y tomando medidas, también públicas, para juntar los Estados y revocar los establecimientos que dejé al tiempo de mi abdicación y renuncia en su favor del reino de las Dos Sicilias.

Toleré y sofoqué con prudencia y disimulo estos golpes y otros; pero viendo que iban encaminados a una ruptura escandalosa, y que no había otro ministro que Actón que tuviese crédito cerca del rey mi hijo, le aconsejé le separase de su lado, mostrando que sin esta circunstancia no sería posible mantener nuestra armonía.

Este ha sido el principio del empeño actual para imputarme que quiero mandar en Nápoles, como si con tales antecedentes, y prescindiendo de los motivos reservados de Estado que ya tenía, fuese un consejo de esta naturaleza un ejercicio de autoridad inmoderada del padre sobre el hijo. Pero sea como fuere, podría tolerarse, y toleré efectivamente, que mi hijo no cumpliese ni tomase mis consejos; pero lo que no pude tolerar fue que le moviesen a hacer alarde y ostentación pública de no tomarlos, haciendo a Actón mercedes distinguidas en vez de removerle, aguardando a ejecutarlo los días de mis años, para mayor publicidad, y persiguiendo a cuantos ministros españoles y personas podían serme afectas.

Estos procedimientos han sido tan públicos y han excitado tantos clamores e irritación en los ánimos de naturales y extranjeros de Nápoles, que me ha sido preciso hacer algún paso que manifieste mi desaprobación, para no hacerme cómplice con la indiferencia, y me he reducido a no escribir a mi hijo, sin dejar de auxiliarle en cuantos asuntos puedan interesar a él, sus hijos y vasallos.

Se han querido disculpar estas persecuciones con los desahogos e imprudencias que han tenido los perseguidos, como si esto no fuera natural, y como si el alma grande de los que han nacido para ser soberanos, no debiera ser superior a las murmuraciones y miserias de esta especie: cada persecución producirá otras, si se procede con tales principios, pues cada vez serán más los irritados, y mayores y más numerosos los estímulos para haber de despicarse.... Resta lo que mira al decoro de la reina, mi nuera, que he mirado como las niñas de mis ojos, y como mi propio honor y el de mi hijo. La imaginación exaltada de los malos consejeros de aquella señora, ha podido pintarla hechos que no hay, e irritarla contra mí y contra mis ministros de afecto en su corte, dando pábulo a otro fuego, que puede haberse incendiado con la irritación de aquellos».907

Toda la severa cordura y dignidad acrisolada de Carlos III, toda su noble sinceridad y gran mansedumbre se hallan contenidas en este documento importante. No se carteaba con su hijo Fernando y se desvivía porque el emperador de Marruecos y los soberanos de las Regencias berberiscas cesaran de ser enemigos suyos, consiguiéndolo felizmente: lleno de enojo hacia que se mantuviera en su corte el príncipe de Raffadale, embajador de las Dos Sicilias, a pesar de aquel soberano, y sobradamente contemplativo y delicado, no osaba agraciar con mercedes a los perseguidos en Nápoles por su causa para que no se interpretara a despique.

Solo, pues, de la corte del hijo, en cuyas sienes había puesto su antigua corona, le venían a Carlos III los sinsabores; con las demás se hallaba en venturosa y perfecta armonía, y las tribulaciones que aquejaban a la sazón al padre de los fieles, no le iban ni remotamente de España. Causóselas muy acerbas el emperador José II, después de fallecida su augusta madre, María Teresa, atropellando las reformas y menospreciando con algunas la autoridad de la Santa Sede. Casi al mismo tiempo, o de seguida y sin trascurrir mucho, dispuso que los obispados y las abadías de Milán no se confirieran por Roma; que las dispensas matrimoniales y otras gracias se solicitaran de los Ordinarios; que las comunidades religiosas fueran independientes de los superiores establecidos fuera de los dominios de Austria; que se suprimieran todas las órdenes regulares dedicadas a la vida contemplativa; que los protestantes enseñaran. Juntamente con los católicos, en las escuelas universitarias; que circularan todos los libros prohibidos a excepción de los que lo fueran por el soberano; que los frailes, que desearan su secularización, recurrieran sólo al Ordinario, y que las monjas abandonaran a su voluntad los conventos y se volvieran a sus casas, gozando una pensión exigua. Es fama que al saber Federico II la promulgación de estas leyes, conocidas hoy con el nombre de Josefinas, dijo «ser mucho para un católico romano y poco para un protestante.»

No logrando más que respuestas secas y desabridas del canciller príncipe de Kaunitz, las representaciones del nuncio Garampi sobre tan trascendentales providencias, el Padre Santo dirigió al emperador José II un Breve, realmente apostólico en el nombre y en la sustancia, donde hacían acorde juego la suavidad de las frases y la solidez de las razones. Por ahorrar altercados peligrosos, y encendido en el deseo de tratar como de padre a hijo unos asuntos que le sumergían en la amargura, manifestóle su propósito de ir personalmente a la corte de Viena, sin embargo de las molestias de este viaje, y de su senectud y débiles fuerzas, pues fiaba en que se las daría el consuelo de poderle patentizar la disposición de su alma a complacerle y a armonizar sus cesáreos derechos con los de la Iglesia. Para caracterizar la respuesta dada por el emperador a su paternal y sentido Breve, sería necesario hacer uso de una calificación muy destemplada, como que se redujo a lo que sigue. «Si vuestra Santidad viene, se le recibirá con el respeto que es debido a su jerarquía; pero si le traen asuntos, que juzga pendientes, es superfluo que se incomode».908

Aunque flaco de salud el papa Pío VI, le animaba un espíritu muy levantado: aún lo tenía muchos años más tarde, próximo ya, como ninguno de sus antecesores, a cumplir sobre el trono pontificio el mismo tiempo que San Pedro, cuando las falanges francesas se derramaron por Italia, y queriendo uno de sus generales que se pusiera la escarapela tricolor y brindándole con una pensión, al decir suyo, decorosa, le contestaba santamente. «No conozco más uniforme que el mismo que me condecora, el de la Iglesia. Podéis, si os place, destruir el cuerpo, mas no el alma. Reconozco en el azote que aflige y castiga a las ovejas y al pastor, la venganza divina por las culpas de todo el rebaño, y bendigo su mano soberana. No necesito pensión alguna; un báculo y una alforja bastan a quien debe vivir y acabar su existencia bajo el cilicio y la ceniza. Saquead e incendiad a vuestro capricho, y veréis arruinados los monumentos materiales; pero el culto durará a pesar vuestro, después, como antes de vosotros, y perseverará hasta el fin de los siglos.» Alma de tan fervoroso y firme temple no se había de arredrar ante el irreverente despego del emperador José II. Así pues, al asomar la primavera de 1782 y con escaso acompañamiento, emprendió Su Santidad la caritativa peregrinación a la capital de Austria; humildad bendita, que sólo el ardor religioso engendra; sublime abnegación de los ministros del altar, que ha obrado portentos en el mundo, y practicada ahora por el jefe visible de la Iglesia al dirigirse a la corte imperial de Alemania como en aptitud suplicante, que hubieran tenido a desdoro los pequeños príncipes de Módena y Parma, no igualando en jerarquía y en poder al de Roma, ni aún como soberanos temporales909.

Pío VI, con efectuar su apostólico designio, produjo edificación en todos los fieles y depositó fructífera simiente dentro de sus almas; pero no pudo conseguir que José II revocara los impremeditados decretos910. A la influencia de los fracmasones atribuía el marqués de Tanucci semejante repulsa, pues toleraba el emperador aquella abominable secta, a que había pertenecido su padre, aunque no se le pudiera ocultar que estribaba todo su secreto en sacudir el yugo de la religión y de la soberanía; por lo cual era de sospechar que José II, no sólo escaseara de religión católica romana, sino que no estuviera persuadido de ninguna otra911.

Lo que, al decir del marqués de Tanucci, intentaban de callada los fracmasones, era ni más ni menos que lo que habían proclamado y proclamaban públicamente Rousseau con sus eternas paradojas, Voltaire con sus atrevidas bufonadas, y la hueste enciclopedista con el loco empeño de suprimir a Dios para explicarlo todo, no sacando otra cosa que dislocar la sociedad, popularizar el exterminio y constreñir a los campeones de la civilización a desandar mucho terreno para salir del extravío y restablecer el consorcio entre la religión divina y el saber humano.

Por desgracia, las predicaciones de aquellos hombres, que tan mal uso hicieron de su talento, se dirigían a gentes, cuyo funesto malestar impelía con perentoriedad tremenda a la mudanza del orden de cosas, en que habían sido posibles las inmundas bacanales dirigidas por el Duque-Regente y el continuo escarnio de la moral pública bajo Luis XV y los personajes de su corte. Después de mí, el diluvio; ya les queda faena a mis sucesores, había dicho aquel impudente y egoísta monarca, sin que hubiera mérito en el vaticinio, pues la nobleza, avasallada por el cardenal Richelieu a la corona, agobiaba con todo linaje de tiranías al pueblo; y hecha ley del palacio y la corte la desenfrenada corrupción de costumbres, sonaba sin eco la voz solemne de los sacerdotes; y todo mientras el estado llano daba recios y no interrumpidos golpes a las puertas del poder, vilipendiado por una aristocracia libertina, frívola y repugnante.

Contra tamaños elementos de trastorno, Luis XVI no sabía oponer otra cosa que la buena voluntad de un hombre honrado; quizá pecaba de irresoluto, o el mal no tenía ya cura: buscándosela mudaba de ministros, como de doctores un enfermo que empeora de cada vez más, a pesar de las medicinas, y no encontraba arbitrio para conjurar el diluvio profetizado por Luis XV.

España, entre tanto, enseñaba prácticamente a las demás naciones la manera de caminar hacia el progreso por la vía de reformas bien meditadas y con lentitud majestuosa, única prenda de solidez para las leyes y de tranquilidad para los Estados. Bajo el feliz reinado de Carlos III mejoraban las ideas sin menoscabo del sentimiento monárquico y religioso, fuertemente arraigado en los corazones. Pío VI y Floridablanca se carteaban como amigos: Azara lo era también de aquel buen Padre de la Iglesia, y escribía su digna historia: para que Rousseau viniera a pasar una temporada en compañía de un amigo suyo de Guipúzcoa, exigiósele por condición que se retractara de sus escritos; negóse a ello, y quedó en proyecto su viaje: Aranda intercedía en favor del abate D. Lorenzo Hermoso, preso y desterrado por suponérsele complicidad en el motín contra Esquilache. Esto le daba margen a proponer que se permitiera volver a España a los ex-jesuitas que anhelaran vivir entre los suyos, y que a los de talento, instrucción y mérito se les empleara en la enseñanza, y en escribir sobre ciencias y literatura, y hasta en servir canongías y deanatos. Pretendía además que se abolieran en las Universidades los nombres y sentenciarios de tomistas, escotistas y suaristas, y que enseñara cada profesor en su nombre propio y sin más regla que la sujeción a los dogmas del catolicismo, con lo que se lograría desterrar de las aulas a los ergotistas insustanciales; y que en las comunidades religiosas tuvieran cabida todos los sistemas en que es libre el discurso; y que desapareciera el embarazo de salir un regimiento de capillas o bonetes en apoyo de tal o cual sentencia, por ser común de su instituto912.

No discordaba Floridablanca de la manera de pensar de Aranda respecto de los ex-jesuitas, si bien declaraba que para su regreso había que vencer obstáculos de monta, como que lo repugnaba el Monarca, satisfecho de la inalterable tranquilidad interior de que se gozaba desde su extrañamiento, sin que por esta persistencia dejara de apreciar los libros que publicaban algunos de los expulsos y de hacer que se reimprimieran en España, galardonando, a mayor abundamiento, a sus autores con doble pensión vitalicia913.

Lejos de ser imaginación vana, es realidad fuera de duda que el carácter de Carlos III, reflejo exacto del que proverbialmente se reconoce a los españoles, sus miras ilustradas, la regularidad de su vida y gobierno y todas sus recomendabilísimas prendas, daban a su persona y a su monarquía grande consideración en Europa. Todos los ministros extranjeros, primero en los despachos diplomáticos, y luego de vuelta a las respectivas cortes, se hacían lenguas en su alabanza914. A tiempo de romperse las hostilidades con Inglaterra, se publicaban allí pormenores sobre sus cualidades, que parecían delineados por mano amiga915. Si el Rey católico lo ha dicho, no hay que dudarlo, era frase vulgar entre los portugueses, pudiéndose dar por seguro que, si tres de los Felipes de Austria poseyeron aquellos dominios, sólo Carlos III pudo reinar sobre los corazones de sus naturales916. Aún en el Norte, Rusia y Prusia le consideraban sobremanera, habiéndolo mostrado la emperatriz Catalina en las negociaciones precedentes a la neutralidad armada, y Federico II con enviar a Madrid el primer representante prusiano, fuera de que este monarca sentía predilección suma hacia España y aún envidiaba su corona917. De la España, tal como era entonces, pensaba Rousseau que, si no se encenagaba y abatía a imitación de otras naciones, dictaría la ley a todas; d'Alembert sostenía lo mismo, aunque no con tanto entusiasmo; y Aranda, al transmitir estas noticias, significaba saber perfectamente que Rousseau y d'Alembert no eran ningunos doctores de la Iglesia, pero sí conocedores del género humano, y que en este particular estimaba mucho sus autoridades y le infundían la confianza de que la nación española sobresaldría un día u otro918.

Sin meter en cuenta los veinte y ocho años que rigió Carlos III, primero el ducado de Parma y posteriormente el reino de la Dos Sicilias, y mencionando no más lo que llevaba de ocupar el trono de España, vino a ser el decano de los reyes de Europa desde el fallecimiento de Federico II, acaecido el año 1786 por agosto. De este acontecimiento se derivaron complicaciones, porque, a la sombra de tan poderoso aliado, influía el Gabinete de Versalles más que el de Londres sobre Alemania, y el sucesor de aquel príncipe eminente, Federico III, sobrino suyo, ladeóse de pronto hacia la alianza con Inglaterra.

Dentro de Holanda agitáronse principalmente las disputas: allí, el Estatudér y sus parciales eran propicios al sistema del nuevo rey de Prusia, y contrarios los denominados patriotas: aquellos salieron victoriosos, y franceses e ingleses estuvieron a punto de venir otra vez a las manos. Sin arbitrio para figurar como impasible espectador de la lucha, por el recelo de que, si ganaban los ingleses, aspirarían a desquitarse de lo perdido recientemente, Carlos III contestaba a las apremiantes demandas de Francia, prometiéndole naves y soldados, si la acometiese Inglaterra, y a la par se dirijía al Gobierno de esta nación, ya repuesta de sus descalabros, instándole a no abusar del triunfo de su política entre los de Holanda. Aquel Gabinete le hizo saber que sus designios sólo se encaminaban a sostener sus intereses, por lo cual limitaría simplemente su influjo a procurar el restablecimiento del gobierno primitivo de los naturales; templanza que satisfizo al monarca español y a que no pudo menos de tributar elogios. Con todo su ascendiente apoyó el partido pacífico en Francia, mientras su mediación, llena de energía, y sus repetidas exhortaciones, contribuyeron esencialmente a impedir la renovación de la guerra919.

De resultas, ambas naciones desistieron de las hostilidades y firmaron a 17 de octubre de 1787 un convenio, obligándose mutuamente a poner bajo el pie de paz sus fuerzas de mar y de tierra, y a no intervenir por la fuerza en los asuntos de Holanda, con lo que el rey Carlos III añadió a sus gloriosos timbres el de conservador de la tranquilidad europea.




ArribaAbajoCapítulo II

Beneficencia Ilustrada


Ideas sobre la ociosidad y la pobreza.-Providencia contra los mendigos.-Pobres vergonzantes.-Junta general de Caridad.-Diputaciones de barrio.-Contrariedades.-Firmeza del Gobierno.-Sociedad económica Matritense.-Certamen sobre el ejercicio discreto de la limosna.-Prosperidad de la Junta y las Diputaciones.-El trabajo en honra.-Rehabilitación de los gitanos.-El Fondo pío beneficial.-Elogio del episcopado español.-Clero ilustrado.-Célebres misioneros capuchinos.-Irreverencias abolidas.-Campomanes al frente del Consejo.-El corregidor Armona.-La quina contra las tercianas.-Cementerios.-Trámites de las reformas.

Ladrón es propiamente del pan de los pobres el holgazán que está sano, y mendiga de puerta en puerta, según decía un sabio español dos siglos antes de que reinara Carlos III920. Por entonces también otro hijo de nuestra patria, y tan benemérito de la ciencia como Luis Vives, escribía en lengua latina, y por encargo de la municipalidad de Brujas, una muy notable Memoria sobre el socorro de los pobres. Idea igual tuvo Fray Juan de Medina, promoviendo la erección de hospicios en varias ciudades de Castilla, y sustentando con su bien cortada pluma las ventajas de perseverar en tal providencia. Aunque Fray Domingo de Soto, uno de los más insignes Padres del Concilio de Trento, sostuvo que debía ser colocada la mendicidad entre las máximas religiosas, y que era menester que los desvalidos se presentaran a los ojos de los cristianos para habituarles a la misericordia, al modo que, para formar buenos soldados, se necesita el espectáculo de las batallas; y que, por su carácter honrado, se apiadaba mucho la nación española con las súplicas de los menesterosos, no pudo menos de reconocer la legítima autoridad en el Gobierno, para vedar que se pidiera limosna, siempre que se atendiera por otra vía a la subsistencia de los pobres, en cuyo caso ya nadie tendría derecho a implorar la caridad pública junto a los umbrales de los templos ni por calles y plazas921.

A cuantos por aquellos días trataron de este vital asunto, aventajó sin duda el doctor Cristóbal Pérez de Herrera. Nacido en Salamanca y cursante allí de medicina, ya aspiraba a maestro de universidad tan famosa, cuando, noticioso de sus aventajadas prendas, llamóle a Madrid el doctor Diego de Olivares, protomédico de Felipe II, por los años de 1577. Tres sirvió a su lado, y al cabo de ellos nombrósele protomédico de las galeras de España, y lo fue no menos de doce. Allí, de resultas del trato que tuvo con los forzados, adquirió muy sólida experiencia de los males de la vagancia; y cuando, en 1592, y a instancias del doctor Francisco Valles, vino de nuevo a la corte, se dedicó afanoso a discurrir el modo de extirpar la mendicidad y de socorrer la pobreza. Varios fueron los opúsculos que dio a la estampa sobre economía política hasta el año de 1617, empezando por el Del amparo de los legítimos pobres y reducción de los fingidos. Tras de consignar que no bajaban de setenta u ochenta mil los que en el antiguo reino de Castilla hacían de la mendicidad industria y vivían sin práctica de cristianos y encenagados en las malas costumbres; que unos lisiaban en el punto de nacer a sus hijos y otros tornaban alquilados los ajenos para mover a compasión y sacar más limosna; y que así los ciegos, como los que fingían estarlo, cantaban y vendían coplas de sucesos mentirosos, con que los ignorantes y mal inclinados se aficionaban a los delitos y adquirían audacia para cometerlos, expuso las bases de su plan, destinado a extinguir este cáncer social del todo. Se reducían a que en cada pueblo hubiera un albergue con un administrador y una junta, compuesta de eclesiásticos e individuos de ayuntamiento, donde se recogiera a todos los mendigos en igual día y hora, y de donde los inútiles salieran a pedir con un distintivo: a los mozos y a los ya hombres se destinaría a grumetes o a obras públicas o a la milicia de tierra: para los niños habría casas de doctrina hasta que salieran a oficio, y algunos podrían ser distribuidos por los prelados a caballeros y gentes ricas, que atendieran a su crianza: se deberían erigir cinco seminarios en Madrid, Sevilla, Burgos, Valladolid y Salamanca, y mantener en cada uno veinte y cuatro niños desamparados para que aprendieran matemáticas y salieran a ingenieros, pilotos, arquitectos, maquinistas, artilleros y niveladores, aún cuando fuera necesaria contribución de todo el reino: aparte debían ser recluidas las mujeres vagabundas y ocupadas en hilar, tejer y otras labores; y a los pobres vergonzantes socorrería una cofradía denominada de La Misericordia y dividida en diputaciones parroquiales, cuyos individuos eligieran anualmente su mayordomo y pidieran limosna una o dos veces por semana. Al decir de Pérez de Herrera, por haber tantos vagos, no hallaban los labradores quienes les ayudaran a cultivar sus tierras, ni otros oficiales de la república a quienes enseñar sus oficios, y así costaban tan caras las hechuras de las cosas y cuanto se vendía de mercaderías y mantenimientos922. Tantos fueron los desvelos de este varón insigne en la noble tarea de perseguir a los ociosos y amparar a los desvalidos, que mereció ser honrado por Felipe II con el título de Protector Procurador general de los pobres del reino.

Sus escritos llamaron la atención de las Cortes en términos de representar a la Corona para que tan buen plan se adoptara; y hasta con la aprobación Real llegó a circular el Consejo las órdenes que eran del caso. Mas lo adelantado fue poco o nada, corriendo tiempos en que todo concurría a desgarrar la llaga de la mendicidad de instante en instante. Guerras continuas, tributos enormes, contratos onerosos, despilfarros horribles, multiplicación de conventos, tesoros hacinados en manos muertas, prurito de vinculaciones, abandono de tierras, clausura de fábricas, soledad de mercados, extravíos en la manera de pensar sobre las fuentes de la riqueza, la honra del trabajo y el oprobio de la holgazanería: todo, en fin, conspiraba a la ruina de la nación española con rapidez tremenda y uniformidad espantable923.

No remedios, sino paliativos, aplicaron a la miseria general hombres amantes de los infelices, fundando obras pías sin cuento con más o menos fruto; y la superioridad dejaba hacer, impotente como era para promover, dirigir y utilizar los esfuerzos de los particulares. Por más que pese a los que sustentan que nadie mejor que los pueblos conoce sus necesidades respectivas, testimonio es de la experiencia que rara vez se satisfacen sin que venga de arriba el impulso. A nada provechoso se lo comunicaron fecundamente los reyes de origen austriaco en puntos de administración y de hacienda; vados tentaron muchos, bien que sin éxito favorable: casi nunca abrieron la boca sino para llorar miserias a los vasallos, que las padecían muy desastrosas, y para exigirles nuevos sacrificios, superiores a sus facultades. Ni en los asuntos menos complicados pudieron, supieron o quisieron perseverar en la buena senda. Poco después de trasladarse a Madrid la corte, se decretó que hubiera alumbrado; con este fin los dueños de las casas, obligados a sostenerlo, descontaban a los inquilinos del precio de sus alquileres lo que se calculaba que debían consumir los faroles; y así y todo, cuando Carlos III vino a España, se encontró la capital a oscuras. Para la limpieza de las calles poseía mayores o menores fondos el ayuntamiento, y cuando el Rey quiso poner la mano en este ramo de policía, le presentaron dictámenes de médicos en que se defendía el absurdo de ser elemento de salubridad la basura.

Afortunadamente, maestro en la ciencia de regir a los pueblos, sabía Carlos III muy bien que es preciso hacerlos dichosos a pesar suyo, no habiendo posibilidad de emprender reformas sin luchar de frente con porción de preocupaciones, y entre ellas la más disculpable de todas, el irreflexivo respeto a lo antiguo. Si el aseo material de Madrid había excitado su vigilancia, no es maravilla que se la estimulara más fuertemente la limpieza política del reino, como que la empresa era más digna y espinosa, y se proponía realizarla del todo, persiguiendo la ociosidad sin tregua, honrando el trabajo y socorriendo el infortunio, bajo un plan uniforme, equitativo, patriótico y semejante al de Pérez de Herrera.

Apenas se había encargado del ministerio el conde de Floridablanca, se comenzaron a dictar disposiciones eficaces para que los vagabundos no usurparan las limosnas a los necesitados; y el mismo Rey enseñaba prácticamente la manera de ser caritativos, al par que discretos. Un enjambre de hombres, mujeres y niños de ambos sexos le seguía en las partidas de caza, y siempre daba a todos lo suficiente para habituarles, sin que tal fuera su deseo, a ganar el jornal holgando y para que lo padeciera la industria. Su primer ministro le hizo ver, que calculado lo que montaban aquellas crecidas limosnas, y repartido en determinados periodos a los verdaderos pobres de los lugares, de donde acudían aquellas gentes, resultarían socorros proporcionados a sus necesidades, y la mendicidad voluntaria y el ocio funesto se convertiría a la postre en aplicación al trabajo. Propenso naturalmente Carlos III a adoptar cualquiera especie provechosa, desde el momento que se le sugería por toda clase de personas, y más por las de su íntima confianza, valióse de los párrocos y de los alcaldes para socorrer a los pobres de los lugares comarcanos a los sitios Reales donde hacía jornadas; y dispuso que se recomendara al Consejo la vigilancia más activa para continuar fomentando los hospicios y casas de misericordia, y para recoger a los pordioseros, con especialidad niños y niñas, puesto que no había mejor arbitrio de atacar en su origen la holganza, y que los padres, que sólo educaban a su prole en los vicios, no tenían derecho a impedir que el Monarca tomara sobre sí el cuidado de encaminarlos a las virtudes.

Meses después, en el de marzo de1778, se señalaron quince días de término a los pobres forasteros para que se retiraran al pueblo de su naturaleza o a la capital de su obispado, y que los domiciliados en la corte, se acogieran voluntariamente al hospicio. Pocos lo hicieron de buen grado, y hubo necesidad de que el corregidor y los alcaldes de corte y los de barrio les obligaran a la obediencia. Viejos, impedidos y adultos fueron llevados a los hospicios de Madrid y de San Fernando; al servicio de mar y tierra se destinaron los jóvenes y vigorosos, y de los mancebos de diez a doce años se incorporaron dos a cada compañía de los regimientos y escuadrones, como plantel de cabos y sargentos. Los niños entraron en las casas de misericordia hasta que se supieran ganar la vida.

Un excelente escrito de D. Tomás Anzano, director del hospicio de San Fernando, sirvió de base para la organización uniforme de todos. Como hombre práctico por extremo, nada omitió sobre la clase de gentes que debían ser albergadas, la distribución del edificio, el método de recoger los pobres y el tiempo de su permanencia, la ocupación y enseñanza, el alimento y el vestido, la adquisición y empleo de fondos, y sobre si convenían allí fábricas, y de qué clase. Muy particularmente insistió en que no fuera arbitraria la organización de los hospicios, sino que formara parte de la legislación establecida por el Gobierno, y en que, para granjearse la confianza pública, se patentizara que se trataba con humanidad a los pobres, sin confundirlos con los holgazanes, y que se invertían bien los arbitrios destinados al sostenimiento de las casas de misericordia, de cuyo modo los más serían agentes de sus aumentos, y sus ofrendas compondrían un fondo muy pingüe. De resultas de esta publicación importante y según orden del Consejo, redactaron las Sociedades Económicas de Murcia y Madrid dos informes, impresos al punto por el Gobierno y comunicados a todas las juntas parroquiales para que les sirvieran de norma.

Gracias a la creación de Montes-Píos para las diversas clases de funcionarios, inaugurada por Esquilache y seguida luego de continuo, se habían minorado notablemente los pobres vergonzantes: porque en los tiempos celebrados de las campañas y victorias de Flandes e Italia, tan fuera de los intereses españoles, viudas y huérfanos de generales, magistrados y cuantos servían a la patria, si no tenían renta propia, quedaban terminantemente en la calle, y sin otro consuelo que el de la caridad de los cristianos924. Todavía, por dicha, no se sospechaba la posibilidad de que hombres de bien y laboriosos perdieran sus colocaciones sino con la existencia; y el que, por ejemplo, lograba puesto de meritorio en una oficina antes de que el bozo le sombreara el semblante, hacía cuenta de que desde entonces mismo tomaba posesión del mayorazgo, cada vez mas pingüe según los naturales ascensos, y de cuyo usufructo, si perseveraba en la aplicación y en la honra, no le había de privar nadie, aún cuando se cayera de viejo.

De regularidad tan admirable se derivaban directamente el mejor servicio del Estado, la exquisita pureza en el manejo de caudales y el sosiego interior de las familias, manantiales todos de ventura. Gentes habituadas a comodidades y venidas a menos por la instabilidad de las cosas humanas; jornaleros sin trabajo o dolientes; personas privadas de amparo había que ni mendigaban públicamente, ni podían ser comprendidas en las providencias generales, que se practicaban a la sazón para castigar a los ociosos y recoger a los necesitados. De aquí nació el feliz pensamiento de erigir una Junta general de Caridad, compuesta del gobernador de la sala de alcaldes, del corregidor de la villa, del vicario, del visitador eclesiástico, de un regidor del ayuntamiento, de un individuo del cabildo de curas y beneficiados y de otro de la Sociedad Económica de Amigos del País, elegidos por las respectivas corporaciones. Su cargo era hacer conmutaciones y aplicaciones a favor de los menesterosos de las obras pías, cuyo objeto radical hubiera caducado; de las que sólo servían para sostener desórdenes y comilonas; y de las que ofrecieran inconvenientes, atendidas las luces que habían ido suministrando la economía política y la mayor utilidad del Estado, pues, mejorándose el orden de la distribución de los productos, no se alteraba la sustancia de la voluntad de los fundadores, que no pudieron precaver las variaciones dependientes de la progresión de los tiempos. No consintiendo las nuevas leyes recibir limosnas a las puertas de los conventos ni de los particulares, debía también reclamar la Junta los fondos de las obras pías radicadas en aquellos, para distribuir pan, dinero o vianda; y los de las cofradías, que se debían suprimir del todo exceptuándose las sacramentales.

Diputaciones de barrio en Madrid, y de parroquia en los lugares de su distrito, se crearon al par bajo la dirección de la Junta suprema, formándolas el alcalde, un eclesiástico nombrado por el párroco respectivo, y tres vecinos acomodados y elegidos a pluralidad de votos, no sin cuidar las autoridades de que asistiera a las elecciones el mayor número de individuos que fuera posible. Sobre la base de que nadie había de mirar como carga extraña una obligación inseparable de todo cristiano y buen súbdito, ni dejaría de corresponder a la piadosa y estimable confianza de sus convecinos, declaróse que para eximirse de ser diputados no vallan fueros ni clases. Cotidianamente habían de pedir limosna a las puertas de los templos, y una vez cada tres meses por las casas, y de socorrer a los desvalidos de su barrio con estos recursos y con los que la Junta general de Caridad les distribuyera de los fondos fiados a su celo. Así, personas de categoría y caudal muchas de ellas, figuraron como agentes activos de la beneficencia cristiana.

Pero es achaque de lo humano que nada parezca bien a todos. Las providencias, que dieron vida a la Junta general de Caridad y a las diputaciones de barrio, hallaron oposición tremenda: reprodujéronse de boca en boca los argumentos de Fray Domingo de Soto a favor de los pordioseros, y contra que se les condujera a los hospicios y se les enseñaran trabajos adaptados a su edad y fuerzas: al principio las cuestaciones produjeron menos de lo que se había esperado; dentro de los mismo templos demandaban limosna los mendigos, alentados por sus defensores; y días hubo en que hasta se aventuraron a desparramarse por las calles, al rumor de que ya se les dejaba otra vez a sus anchas. No porque surgieran tamaños escollos desmayó el Gobierno en la intención firme de llevar el plan adelante. Órgano fiel de la perseverancia del Soberano, suplió la falta de recursos con abundantes asignaciones; no consintió que se prolongara el naciente abuso de pedir en lo interior de las Iglesias; desengañó a los infractores de las órdenes vigentes, ejecutando lo que prescribía su texto, y esmeróse en generalizar las buenas doctrinas sobre tal punto: doctrinas que resume perfectamente esta argumentación de Floridablanca: «Si las órdenes pobres y mendicantes pueden y deben nombrar sus cuestores o limosneros para pedir las limosnas, y tener así a sus religiosos recogidos y bien ocupados ¿por qué no podrán y deberán las sociedades civiles, los pueblos y el Soberano tener en los hospicios y en las Juntas y diputaciones de Caridad unos limosneros fijos, que también pidan las limosnas y mantengan recogidos y ocupados los mendigos y pobres?.... El que da limosna por estos medios, no está expuesto a que su liberalidad sea una pura compasión personal y natural respectiva a la persona a quien da y a su situación, y precisamente la ha de dar por Jesucristo, elevando esta virtud moral a la clase de verdaderamente cristiana. La limosna dada a las diputaciones y hospicios, hace tres bienes, que son; socorrer las necesidades corporales de los pobres; facilitar el socorro de sus necesidades espirituales, evitándoles pecados y riesgos con el recogimiento de vida y educación cristiana, y preparar y formar otro socorro en las obras y trabajos que hacen los pobres empleados y aplicados. Nada de esto se verifica en las limosnas dadas a los mendigos y pordioseros; y así, exceptuando, los que se reparten entre personas bien conocidas, con verdadera necesidad y sin riesgo del mal uso de ellas por su abandono, repito, que las demás deben ser muy escrupulosas para los que las dan, con advertencia de sus inconvenientes y menosprecio de la autoridad pública. Mayor escrúpulo deben tener los superiores espirituales y temporales que dejan cundir y propagarse aquella libertad de mendigar, semilla de infinitos vicios y viciosos, estando obligados a evitarlos y a procurar mantener el buen orden y a ser los primeros en hacer observar y cumplir las órdenes del Soberano».925

Poderosamente coadyuvaban las Sociedades Económicas a instruir y ocupar a los pobres, a la propagación de las sanas ideas, como que no hacían sino practicar solícitas y a impulsos de emulación noble, las muy excelentes consignadas en la Educación popular de los artesanos, libro de los más preciosos que se han publicado nunca en España, y verdadera cuna de aquellas corporaciones benéficas y populares. La de Madrid, auxiliada generosamente por el Gobierno, asistida por las grandes luces de Campomanes, próspera merced a los incesantes afanes de sus socios, socorría enseñando, según el elocuente lema de su escudo de armas, y daba la norma a todas las de la monarquía, que bajo el reinado de Carlos III se aproximaron a sesenta, con establecer escuelas de hilazas, tejidos y papel pintado, donde se empleaban centenares de personas; con erigir un Monte-Pío, que aumentaba sus fondos por efecto de la prudente economía de los directores; con publicar utilísimos escritos; y con ofrecer y discernir premios a los autores de las Memorias en que se resolvieran más acertadamente diversas cuestiones, que eran siempre del día.

Por agosto de 1781, cuando más se atareaba el Gobierno en purgar al país de ociosos y socorrer provechosamente a los pobres, propuso la Sociedad Económica Matritense varios asuntos para premios, y figuraba ante todos, el ofrecido al que disertara mejor sobre el ejercicio discreto de la limosna. Ya circulaban, por efecto de una reimpresión moderna, el estimable opúsculo de Fray Juan de Medina, contemporáneo y adversario de Fray Domingo de Soto, como parcial de los hospicios, y traducido al castellano el escrito de Luis Vives a la ciudad de Brujas, sobre la manera de socorrer a los pobres, bien fundado y trascendental como cuanto salió de su docta pluma926.

Al certamen propuesto, concurrieron más de treinta autores, y llevóse la palma D. Juan Sempere y Guarinos, bien que la Sociedad Económica hallara mérito bastante en otras de las Memorias presentadas para dar a luz hasta catorce. El autor laureado, hombre de aplicación suma, que ha dejado recopiladas muchas interesantes noticias sobre jurisprudencia, economía política, literatura y leyes suntuarias, tomando por fundamento la Sagrada Escritura, los Santos Padres, el Derecho Canónico y la Legislación española, combatió victoriosamente, a semejanza de Feijoo, y no sin citarle con grande elogio, perniciosos errores del vulgo, y aún de ciertos políticos extranjeros, inclinados a establecer en el mundo un quimérico equilibrio entre las condiciones y bienes de los hombres. Luminosamente expuso y demostró en su Memoria que no son pobres los que carecen de dinero, sino los que rehúsan dedicarse al trabajo; y que todas las providencias enderezadas a extinguir la mendicidad fracasaban a causa de la falsa opinión que se formaba generalmente de las virtudes, y más todavía de la piedad y beneficencia; opinión resumida en la máxima de hacer bien sin mirar a quién, malamente popularizada. Con la práctica de la Iglesia primitiva de socorrer en común a los pobres, sostuvo la conveniencia de multiplicar los hospicios y las casas de misericordia; y con evidenciar que la limosna más recomendable era la de proporcionar a los necesitados una ocupación fija, que les asegurara la subsistencia, vino en apoyo de la Junta y las diputaciones. Asentando que los grandes proyectos, las reformas y las fundaciones de obras pías morían por lo común con sus autores, y solamente la opinión prevalecía sobre los tiempos, esforzóse en aconsejar que se unieran todos los sensatos para desterrar la que tantos daños traía consigo, pues la mendicidad de los vagabundos no se acabaría hasta que se hicieran familiares las ideas de la diferencia entre la pobreza inculpable y la voluntaria, y entre la caridad discreta y la imprudente, y sobre las imponderables ventajas del trabajo. Todos los autores de las Memorias, publicadas en sazón la más oportuna, como si se hubieran dado la seña, discurrieron al hilo de lo que procuraba el Gobierno con sus actos927.

Sostenidas por ellos y por los afanes de las personas de buena voluntad la Junta y las diputaciones, echaron raices y sirvieron de pauta a las que se propagaron por el reino; la primera allegó no escasos caudales; las segundas asistieron esmeradamente a los jornaleros faltos de trabajo o de salud y demás desvalidos, y llenaron la corte de escuelas de niñas pobres, de donde no solo salían educadas moral y religiosamente, sino aptas para ganarse la vida, pues se las enseñaba a hacerflores, o cintas, o encajes, o bordados, u otras labores propias de su sexo, lográndose formar de esta suerte buenas madres de familia de las criaturas infelices que, como abandonadas desde la infancia, iban camino de prostitutas. Con los niños desamparados se practicaba lo mismo en cuanto a darles escuela y cuidar de su buena crianza y de su aplicación a los oficios a que eran adaptables, ascendiendo a muchos millares los que recogían el fruto de los desvelos del Soberano.

Absurdo era que se persiguiese la vagancia y que se tuviera por infamante, hasta en nuestras leyes, la práctica de ciertos oficios. Siendo eco de Campomanes, clamaron en contra D. Francisco Bruna, consejero de Hacienda y decano de la Audiencia de Sevilla, D. Antonio Capmani, varón de los más doctos de su tiempo, D. Antonio Javier Pérez y López, abogado del ilustre colegio de Sevilla, D. Antonio Arteta de Monteseguro, penitenciario de la Santa Iglesia de Zaragoza. Sus ideas sobre la honra del trabajo, la necesidad de desarraigar la preocupación que envilecía el de cierta especie, y de corroborar la seguridad y libertad de los artesanos, fueron ilustrando la opinion pública día tras día. Uno llegó al cabo, en que se leyó ante la Sociedad Económica Matritense una Memoria sobre el modo de fomentar entre los labradores de Galicia las fábricas de curtidos. Su autor, D. Pedro Antonio Sánchez, prebendado de la Santa Iglesia de Santiago, pintando al vivo la miseria de los labradores gallegos, no hallaba remedio más lucroso ni menos contingente que el del curtido, por no estar sus utilidades apoyadas en la benignidad del tiempo ni en la vida de las reses, y porque su trabajo no embarazaba al labrador en el cultivo de los campos. Mas reparaba en lo atrasado que el ramo de curtidos estaba en Galicia, y atribuía la principal causa al concepto ignominioso en que se reputaba el ejercicio de curtidores: lo cual le condujo a impugnar enérgicamente tanta injusticia y extravagancia. Por dicha la Sociedad Económica prohijó la excelente Memoria, y apresuróse a representar al Monarca su contenido. Consecuencia de todo fue que, después de oído el Consejo, dictara la Real cédula famosa declarando que los oficios de curtidor, herrero, sastre, zapatero, y otros a este modo, son honestos y honrados; que el uso de ellos no envilece la persona ni la familia del que los ejerce, ni le inhabilita para obtener los empleos municipales, ni para el goce de la hidalguía928.

Gran número de personas útiles y aplicadas, incorporó, asimismo, a la sociedad con la celebrada pragmática en que redujo a la vida civil y cristiana a los gitanos, declarando no serlo por origen o naturaleza, ni proceder de raza infecta alguna; prohibiendo que usaran la lengua, el traje y método de vida errante que tenían de costumbre, y que los demás vasallos de cualquiera condición y clase les denominaran gitanos o cristianos nuevos bajo las penas de los que injuriaran a otros de palabra o por escrito (denominaciones que se tacharían en cualesquiera documentos donde se hubieren estampado) y permitiéndoles ejercer todo oficio y entrar en toda comunidad o gremio. A pesar de algunas negligencias, remediadas en parte por Floridablanca, bien que requirieran mayor vigilancia en la magistratura, había este notado que entre muchos salteadores y malhechores perseguidos y presos después de la guerra que dejó estos tristes rezagos, eran muy pocos los llamados gitanos cómplices en tales delitos, lo cual demostraba en su sentir, y fundadamente, que la pragmática, dirigida a habilitarles para el trabajo y los oficios y a borrar la mancha de su raza y nombre, había producido no pequeña parte de su efecto929.

Uno de los decretos de entonces, que mayor desenvolvimiento facilitaron a la beneficencia ilustrada, fue sin duda el de la creación del Fondo Pío, autorizada por el Sumo Pontífice en1780 y realizada tres años más tarde930. El breve de Pío VI otorgaba al Monarca la facultad de percibir una parte, que no pasara de la tercera, de las preposituras, canonjías, prebendas, dignidades y cualesquiera otros beneficios eclesiásticos, sin más excepción que la de los que tuvieran cura de almas. Corno pauta de esta providencia tomóse la establecida, por costumbre inmemorial y privilegio de los reyes, de cargar hasta la tercera parte de las rentas de las mitras con pensiones destinadas a los súbditos beneméritos y estudiosos. Además, se tuvo presente que, con el aumento de la población, de la agricultura y de la moneda, habían crecido las rentas eclesiásticas de una manera extraordinaria; y para proceder con toda equidad, no se dedujo nada a los actuales poseedores, sino a los nuevamente provistos a medida que ocurrían vacantes; con cuyos productos se erigieron hospicios, casas de expósitos y hospitales; se acrecentaron las dotaciones de los existentes, y las diputaciones de Caridad abundaron en recursos para socorrer a los desvalidos. Del Breve de su Santidad no se hizo uso durante la guerra por no imponer al estado eclesiástico más cargas, pues una carta, escrita de orden del Rey a los prelados y cabildos catedrales, había sido suficiente para que le sirvieran por vía de préstamo sin interés, o por donativo gratuito, con cerca de treinta millones de reales.

Todo cuanto se diga en alabanza de los prelados españoles, que siguieron o se adelantaron por el sendero de la beneficencia pública y del progreso de las luces, puede parecer exagerado, y de seguro no traspasa los límites de la más estricta justicia; materia es, por cierto, para tratada más a la larga, aunque se pecaría de omisión imperdonable no diciendo algo en loor de aquellos eminentes varones. Doctos, caritativos, anhelosos repartían la limosna y propagaban el saber imbuidos en la santa máxima de que no sólo de pan vive el hombre. Varios de ellos erigieron seminarios en sus capitales; todos mejoraron allí los estudios, decadentes de antiguo; nada omitieron por dotar de párrocos dignos a los lugares, bien penetrados de que así echaban la semilla más preciosa de la felicidad de su patria; y como sus rentas eran cuantiosas, y sus gastos nada crecidos, y sus costumbres patriarcales, y los sentimientos de su caridad vehementes, les deleitaba de continuo la satisfacción dulce de derramar consuelos sobre todo linaje de penas. D. Francisco Antonio Lorenzana, arzobispo de Toledo, erigía en el alcázar de los reyes, rehabilitándolo a grandes expensas, decoroso asilo para los pobres, y la casa nombrada del Nuncio, con destino a los desgraciados dementes; fundaba en Ciudad-Real el hospicio, y siempre tenía abiertas las manos para galardonar la aplicación y socorrer el desvalimiento. D. Francisco Fabián y Fuero, arzobispo de Valencia, sostenía casi por completo el hospicio; no escaseaba auxilios a las Juntas de Caridad; dotaba con doce mil duros anuales a aquella escuela universitaria, para que sacara provecho de las mejoras recientemente introducidas en sus estudios, y patrocinaba con larga mano la industria de la seda. D. Antonio Jorge Galván, arzobispo de Granada, dejaba a la hora de su muerte un testamento recomendaticio para que con los bienes de su expolio y vacante se atendiera a la lactancia de trescientas criaturas, hecha a su costa; a la educación de 3 niños pobres de ambos sexos, en que empleaba grandes sumas; a mantener los exámenes de doctrina cristiana y premios que había establecido en todas las parroquias, anejos y cortijadas de su diócesi, los tres días de pascua de Espíritu Santo; y los hospitales de hombres y mujeres fundados por su apostólico celo en los baños de Graena, saludabilísimos para las muchas personas pobres, que se baldaban por los riegos de las vegas y las nieves y hielos de la Alpujarra931. Fray Francisco Armañá, arzobispo de Tarragona, después de haber ganado créditos de pastor vigilante y amoroso en la silla episcopal de Lugo, habilitaba aquel puerto, y daba cima a la empresa de traer aguas a la capital de su diócesi, no sin restaurar antes a su costa el famoso acueducto romano. Del mismo tiempo es el que surte a Málaga abundantemente, y construido por efecto de la liberalidad de su obispo D. José de Molina, con gasto de dos millones ciento setenta y nueve mil trescientos once reales, que por espacio de más de tres años dieron pan a muchos artesanos y jornaleros. Presidente de una junta establecida en Plasencia con facultades absolutas, era su prelado, D. José Gómez Lazo, como por recompensa de su espíritu ilustrado y apostólico celo en combinar el socorro a los pobres con la recomposición de caminos y construcción de puentes. D. Juan Díaz de la Guerra, obispo de Sigüenza, renovaba y fundaba lugares, y atendía al fomento de la agricultura y de la industria con el doble caudal de sus rentas y de sus luces. D. Manuel Rubín de Celis, obispo de Cartagena, daba justa celebridad al colegio de San Fulgencio, suplía las malas cosechas, muy frecuentes por falta de lluvias, manteniendo meses enteros a miles de pobres, dotaba al hospicio con quinientos mil reales, y a aquella Sociedad Económica de Amigos del País con igual suma. Fray Joaquín Eleta, ya obispo de Osma, continuaba al lado del Rey en la misma situación que antes, y merecía que Floridablanca, a pesar de que nunca hubo cordialidad entre ambos, le elogiara diciendo que en las casas de beneficencia erigidas en Osma y Aranda y en el Estudio general, también de fundación suya, gastaba todo su tiempo y cuidados, y cuanto había tenido y tenía932.

Fray Alonso Cano, autor de un excelente opúsculo sobre la Cabaña Real o ganados trashumantes, donde acreditó sus vastos conocimientos en este ramo, ascendido luego a la silla episcopal de Segorbe, se esmeraba en fomentar la industria y en promover el bienestar de sus feligreses. Tres veces renunció la mitra de Sevilla D. Pedro Quevedo Quintano por llevar adelante la empresa que había acometido de erigir en su diócesi de Orense el Seminario conciliar, el hospicio, una casa de expósitos, que ascendieron a doscientos cincuenta y seis en los siete primeros años de su pontificado, y otra de enseñanza para las niñas en el colegio de las Mercedes933. Aún el prelado D. Manuel Ventura Figueroa, avaro guardador de moneda, según se ha visto, solía auxiliar a la Sociedad Económica Matritense, y en su testamento dejó seis millones de reales para fundar un colegio eclesiástico en Galicia y una institución piadosa a favor de las jóvenes que se inclinaran al matrimonio934. Todos los arzobispos y obispos, en suma, como fieles depositarlos de la hacienda de los pobres, distribuíanla copiosamente en socorros particulares, en obras de utilidad pública o de ornato; apoyaban con su fuerza moral y con sus recursos materiales cuantos designios benéficos desenvolvía el Soberano; ora desde sus palacios, ora en las santas pastorales visitas, eran siempre la providencia de los pueblos; y queridos en vida, y llorados a la muerte, no obstante su virtuosa modestia, eternizaban su memoria.

A ejemplo de los superiores procedían todos los individuos del clero secular según sus facultades; y entre las órdenes religiosas distinguíanse las de benedictinos, bernardos y cartujos, en dar alimento y vestido a cierto número de niños pobres, evitando la disipación y el mal uso que en vicio y ocios hacían los mendigos de sus limosnas cotidianas. Y aun había quien meditara sobre el modo de conseguir que los párrocos enriquecieran sus estudios con asignaturas propias, no solo a dirigir las costumbres, sino hasta la vida agrícola e industrial de sus feligreses.

Anagramatizando su apellido, lo empezó a sostener así D. Pedro Díaz de Valdés en el Memorial literario. Paisano y discípulo de Campomanes, a cuyo lado había adquirido muchas y muy preciosas ideas relativas a la felicidad común, ya oyendo continuamente sus sabias lecciones, ya aprovechándose de su librería selecta, abrazó después la vida eclesiástica y obtuvo un curato en Cataluña, donde aprendió prácticamente las incalculables ventajas que reportarían los pueblos de que sus curas fueran doctos en ciencias naturales. Más tarde, y siendo arcediano de Cerdaña, en Urgel, tuvo ocasión de amplificar su pensamiento en una Memoria escrita a consecuencia de haber ofrecido la Real Sociedad Vascongada un premio al que mejor determinara la suma de bienes que se habían de seguir a la riqueza y a la ventura moral de los pueblos, de que los párrocos se dedicaran a promover su agricultura, al par que su industria. El arcediano Valdés salió vencedor del certamen por haber producido una obra, que en su línea, compite con las de su ilustre maestro Campomanes. Depositando allí todo el fruto de sus maduras reflexiones, sin sujetarse al artificio de la oratoria, «porque le gustaba más ver las rosas cercadas de espinas y colocado el rosal con negligencia en los huertos, que mirarlas esclavizadas en un jarro en medio de claveles y azucenas», mostróse no vulgar naturalista, y grandemente penetrado de las felicidades físicas y morales que los párrocos podían prodigará la muchedumbre, aconsejó que se establecieran enseñanzas de botánica, mineralogía y química para el clero; propuso el modo de sostenerlas a su costa; y explicó, por último, la inmensa utilidad de la aplicación práctica de tales estudios, en términos propios a justificar el titulo de El padre del pueblo, que puso a su obra laureada935. Este digno eclesiástico fue posteriormente obispo muy amado en Barcelona, donde también lo había sido no mucho antes D. José Climent, justamente célebre por su piedad, literatura y buenas obras, como las de encargar la composición de una gramática castellana y abrir diez escuelas de primeras letras en otros tantos conventos, cuyas comunidades, no obligadas por su instituto a la enseñanza de los niños, correspondieron a la invitación presurosas y satisfechas de haber merecido tanta honra a su buen prelado936.

Sin poseer bienes temporales colmaban los religiosos capuchinos de consuelos a todas las clases, divulgando la divina palabra, dirimiendo las enemistades, enseñando a los pobres a pacientes y a los ricos a misericordiosos, y hasta interponiendo cerca de los ministros el ascendiente que les daba su vida laboriosa de misioneros para remediar las necesidades públicas, patentes a sus ojos. Fray Diego de Cádiz, Fray Miguel de Santander y otros de su tiempo, labraron la viña mística afanosamente y con fruto, cruzando en todas direcciones el reino, y no permitiéndose reposo por correr de provincia en provincia a las más distantes, adonde se les llamaba de continuo y les precedía su fama. De ella nos quedan vestigios insignes en sus populares sermones, dirigidos a avivar los sentimientos religiosos y las virtudes de buenos ciudadanos en los pechos de los hijos de España. Datos hay para asegurar que, el Gobierno atendía o desatendía a estos religiosos, según seguían o dejaban la senda uniformemente trazada por el augusto Soberano. A consecuencia de una carta de Fray Miguel de Santander al ministro de Marina, se introdujeron en el Ferrol varias importantes mejoras, como la de criar allí a los niños expósitos, muchos de los cuales fallecían en la travesía hasta Santiago, donde se les llevaba por entonces; la de nombrar a la población un ayuntamiento respetable; y la de trasladar a su recinto los religiosos Terceros de San Francisco del Faro, para que distribuyeran el pasto espiritual a los fieles en vez de vivir sin utilidad particular, aislados sobre un cerro a una legua de distancia. «Esto (decía) no traerá perjuicio a las limosnas con que se mantienen los Padres observantes; pues dichos religiosos Terceros tienen ciertamente competentes rentas con que mantenerse; y parece una cosa justa que sirva al Estado quien come y se mantiene del Estado»937. Años adelante desde Santander, su ciudad nativa, y bajo la confianza del favor con que el ministro Valdés había acogido sus insinuaciones, le recomendaba la construcción del camino desde aquel puerto a la Rioja, para ahorrar tres jornadas de viaje y activar el comercio de los vinos de aquella provincia y de los de toda la ribera de Aranda938. Predicando Fray Diego de Cádiz a los sacerdotes de Zaragoza, hubo de impugnar duramente las doctrinas sustentadas en dos opúsculos por D. Lorenzo Normante, catedrático de economía política y de comercio de la Sociedad Zaragozana, sobre la conveniencia de fomentar el lujo con artefactos nacionales, la legitimidad del rédito del dinero, y la precisión de alargar la edad para la profesión religiosa, con el fin de poner coto al celibato. Noticioso Normante de las censuras de que fue objeto, acudió al conde de Campomanes, ya gobernador del Consejo, en demanda de amparo. De resultas se pidió informe a la Audiencia de Zaragoza; esta oyó a más de treinta sacerdotes de los que asistieron al sermón del misionero capuchino: según parece, atenuaron mucho lo dicho por este: uno de los fiscales fuéle propicio, otro contrario, y la Audiencia en su informe colmó a Fray Diego de Cádiz de elogios. No obstante, el Consejo quiso oír a tres eclesiásticos de nota, entre ellos al célebre canónigo de San Isidro, D. Francisco Martínez Marina, quienes se declararon por Normante, sosteniendo que nada había de heterodoxo, ni reprensible en sus escritos, y así circularon libremente como antes939.

Por virtud de la iniciativa o con el apoyo de episcopado tan eminente y de individuos del clero de tantas luces, atendía el Rey al mejoramiento de las costumbres y a la pureza de las prácticas religiosas.

A menudo los prelados exhortaban en sus pastorales a los predicadores a no mostrar desde el púlpito pinturas horrorosas de condenados; ni calaveras para producir sollozos, voces lastimeras, bofetadas y otras acciones desmedidas, con carácter de lágrimas pasajeras, mas que de conversión permanente; a los párrocos a que les dieran noticia de las falsas creencias, cultos superfluos o perniciosos, vanas observancias y cualesquiera supersticiones, con el fin de vencer la pertinacia de los mal instruidos en la sinceridad y pureza de la religión cristiana y en las máximas del verdadero culto de Dios y de sus Santos; y a todos a huir del fanatismo y de sus perniciosas consecuencias940. Acordes con estas saludables doctrinas, fueron las providencias de Carlos III, vedando que salieran en las procesiones de Semana Santa disciplinantes y empalados, puesto que los que tuvieran verdadero espíritu de compunción y de penitencia, podían elegir otra más racional y secreta; y extendiendo prohibición semejante a las danzas y los gigantones, usuales en las fiestas del Corpus y otras, como cosas impropias de las solemnidades sagradas, y ocasionadas a irreverencias, que por desgracia el día de hoy duran todavía en muchos lugares. Además, ocurrióse a evitar el abuso, ya denunciado por Feijoo con su habitual energía, de que subsistieran los ociosos bajo el traje de peregrinos y de cuestores de Santuarios; y para mejor deslinde entre los vagabundos y los desvalidos, ordenóse que no estuvieran juntos un solo instante, aunque se les recogiera en las mismas casas, mientras se les destinaba diversamente, según lo mandado941.

Aún tuvieron mayor eficacia las providencias relativas a extirpar la mendicidad y a socorrer el desvalimiento, desde que en 1783 se vio al frente del Consejo de Castilla, como gobernador interino, a Don Pedro Rodríguez Campomanes, ya nombrado conde, en atención a sus circunstancias y distinguido mérito, y al particular celo, actividad y acierto con que, durante más de veinte años, había promovido muchos asuntos en beneficio de la causa pública y desempeñado gran número de cargos y comisiones importantes. Y no menos se distinguió en velar por que florecieran la Junta general de Caridad y las diputaciones de barrio el corregidor de Madrid Don José Antonio de Armona, sin embargo de las inmensas y delicadas atenciones de su empleo, cuando el abastecimiento de la corte ofrecía serias dificultades y sobre todo en los años escasos, siendo preciso conciliar la abundancia y la baratura. Así pasó por conflictos muy semejantes a los experimentados por el conde de Aranda, en los tiempos de su presidencia memorable, una vez que estuvo, según su propio aserto, a punto de huir de Madrid y de esconderse en lo más espeso de un monte, al verse con trigo nada más que para veinte días. Noche hubo en que Armona se halló con que los tahoneros todos, negándose a amasar tenazmente, habían tomado sagrado en la parroquia de San Sebastián, uno de los dos templos que gozaban de inmunidad en la corte, desde que se redujeron los asilos; y a fuerza de discreción vigorosa, consiguió que abundara el pan a la otra mañana, sin que se trasluciera el suceso. Doce años llevaba de ejercer tan difícil destino, cuando una grave enfermedad le puso a las puertas de la muerte, con cuya ocasión Madrid le tributó el homenaje de gratitud más lisonjero que puede caber a quien manda: por su salud celebraron espontáneamente las comunidades religiosas muchas misas; y hasta que empezó a convalecer, grandes de España, títulos de Castilla, sacerdotes, jefes militares, y pueblo numeroso, se atropellaron de continuo, llenos de interés y de afecto, y por saber de su salud, junto a las puertas de su casa; hecho digno de mención especial y que vale por todo elogio942.

Desvelándose Carlos III por el bienestar de los españoles, y poseyendo en sus dominios el específico mejor contra las tercianas, por conducto del sumiller de corps enviaba arrobas de quina de la calidad más selecta a los prelados, para que lo distribuyeran a los curas, y estos se lo suministraran a los enfermos pobres. Floridablanca se puso al frente de una suscrición, promovida por un particular, que ocultó su nombre, a favor de muchos niños de la Mancha, cuyos padres habían muerto de aquella enfermedad, entonces terrible, dejándoles en el desamparo: el anónimo y dos amigos suyos se obligaron a encargarse de la educación de tres de los huérfanos hasta que se pudieran ganar la vida: Benito Boter, tejedor de velos en Barcelona, leyéndolo en la Gaceta, remitió al ministro sus pobres ahorros de veinte y cinco duros; y el Soberano los aceptó con el mayor aprecio, mandando que se le dieran las gracias en su Real nombre, y se le significara lo grato que le era aquel acto de humanidad y de patriotismo. Así la corriente magnética de la caridad cristiana ponía en comunicación afectuosa al Rey con el vasallo más oscuro.

De una epidemia padecida el año 1781 en la villa de Pasajes, provincia de Guipúzcoa, semejante a otras de que habían sido y eran víctimas no pocos lugares, se originaron providencias administrativas de importancia. Generalizada estaba la abusiva costumbre de enterrar los cadáveres dentro de los templos; cuando los hacinados en las sepulturas no daban ya cabida a otro alguno, se hacía lo que se denominaba monda, y era trasladar a las bóvedas los huesos de los fieles; tras de lo cual se iban rellenando otra vez las sepulturas, de modo que las losas del pavimento estaban removidas de continuo, y no se podía respirar la atmósfera de las iglesias, impregnada en fétidos miasmas. Nada más sencillo que remediar el daño, si no se atravesaran de por medio preocupaciones anejas y supersticiosas; pero fue menester ilustrar la opinión antes de acometer la empresa. Todos los arzobispos y obispos fueron consultados para más autorizar la providencia indispensable, y se publicaron diversos escritos con el fin de popularizarla. Entre ellos figuraron uno en que don Benito Bails reunió varios documentos, titulándolo: «Pruebas de ser contrario a la práctica de todas las naciones y a la disciplina eclesiástica, y perjudicial a la salud de los vivos, enterrar los difuntos en las iglesias y poblados; y un Informe dado al Consejo por la Real Academia de la Historia en 10 de junio de 1783, e impreso en 1786, sobre la disciplina antigua y moderna, así de la Iglesia universal como especialmente de la de España, relativamente al lugar de las sepulturas, con un prólogo en que se daba noticia de las providencias particulares tomadas hasta ahora por nuestro Gobierno en este asunto, y de las obras publicadas en el reino acerca del mismo.» Como su epígrafe lo indica, allí se dilucidó plenamente la cuestión bajo el aspecto histórico, civil y religioso, y en términos de no permitir el menor escrúpulo a los más timoratos. En tan perfecto informe trabajó el preclaro Jovellanos, trasladado de Sevilla a Madrid en calidad de Alcalde de Corte, y Consejero de Órdenes por aquel tiempo, donde sus servicios no podían ser de tanto lustre como lo fueron en la Sociedad Económica Matritense y en la Academia de la Historia, corporaciones ambas que se apresuraron a abrirle sus puertas943.

Simultáneamente varios pueblos y algunos prelados se aplicaban a combatir las preocupaciones con la construcción de cementerios, y el Monarca erigía a su costa el del Real Sitio de San Ildefonso. Sabiendo el conde de Aranda en su embajada de París esta noticia, dijo: «Alabo dos cosas; una el que ya se establezcan, otra el modo de introducirlos, pues, hecho el ejemplar en una de las residencias Reales, es un tapabocas para el sinnúmero de ignorantes que gritarían, creyendo no ir al cielo sin sepultura a cubierto, y olvidando que antes de morir es cuando se ha ganado y que después ni el bajo del altar mayor sirve de nada»944. Al fin5 el año de 1787, después de numerosas consultas y de trámites imprescindibles, preceptuóse la observancia de las disposiciones canónicas para el restablecimiento de la disciplina de la Iglesia en el uso y construcción de cementerios, según lo mandado en el ritual romano y en una de las leyes de Partida945.

Hoy se dudaría que tanto y tan tenaz trabajo costara madurar esta utilísima reforma, si ejemplos infinitos no demostraran a cada paso la fuerza que el hábito imprime a los abusos. Carlos III hubiera querido extirpar todos los de su monarquía; mas, profesando la máxima de que las leyes se han de acomodar a las costumbres, y de que ni el bien se puede hacer de golpe, puesto que carece de eficacia si no lo reciben por tal aquellos a quienes se hace, luego que concebía o adoptaba una reforma, la comunicaba al Consejo de Castilla, a fin de que la examinara sin levantar mano; este consultaba a personas constituidas en dignidad e inteligentes en la materia y a corporaciones doctas y acreditadas; con publicaciones que promovía o aprobaba oportunamente, ilustraba la opinión poco a poco, y después oía a sus fiscales y elevaba la correspondiente consulta. De igual modo se obraba por los Consejos de Hacienda, Guerra e Indias, si algo había de su particular incumbencia, bien que interviniendo en todo el de Castilla como alma de la administración española. Ya que la reforma, así esclarecida y consultada, se agregaba al cuerpo de leyes nacionales, sobre el apoyo de muchos y el respeto de todos, contaba para su ejecución la inmensa ventaja de correr a cargo de funcionarios, autorizados doblemente por sus destinos, adonde llegaban paso a paso, con rarísimas excepciones de valimiento o de mérito sobresaliente, y porque, durando en ellos muchos años, tenían tiempo bastante para estudiar y satisfacer las necesidades de los pueblos, y captarse la veneración y el cariño, que siempre estos rinden y profesan a sus verdaderos bienhechores. Bajo este sistema inalterable, ganaban crédito muy justo hasta la personas de talento mediocre, con las cuales fuerza es que acudan a todo las capacidades supremas.

De cierto la frase familiar, Vísteme despacio, que estoy de prisa, atribuida tradicionalmente a Carlos III como dirigida a su ayuda de cámara Pini, formula con exactitud inimitable su aversión característica a obrar atropelladamente en nada. Despacio atendía a reformar hasta lo más urgente; y con el auxilio del tiempo y la perseverancia, con su buena elección de ministros y demás funcionarios, y su invencible resistencia a admitirles renuncias; concordando la justicia y la conveniencia; esclareciendo la opinion pública un día y otro, y costándole más trabajo restablecer lo antiguo que acreditar lo nuevo; necesitando mayor constancia para hacer recordar lo olvidado que aprender lo nunca sabido, ganóse el aplauso de los que obedecían sus leyes y el preeminente lugar que ocupa en la historia junto a los soberanos benéficos y paternales, cuya fama se perpetúa de año en año.




ArribaAbajoCapítulo III

Fomento general


Primera estatua del Monarca.-Regadíos.-Canales.-El cortijo de Aranjuez.-Máximas y leyes favorables a la agricultura.-Informe sobre la Ley Agraria de Jovellanos.-Prosperidad de las colonias de Sierra-Morena y la Parrilla.-Caminos.-Protección a la industria.-Los vales Reales.-El Banco nacional de San Carlos.-Reformas rentísticas del conde de Gausa.-Popularidad de este Ministro.-D. Pedro de Lerena, ministro de Hacienda.-Sus actos.-Los del marqués de la Sonora.-La Compañía de Filipinas.-La marina española.-El crédito en alza.-La población en auge.

Festejos bulliciosos animaron la ciudad de Burgos hacia la mitad de 1784, promovidos y costeados la mayor parte por D. Antonio Tomé, individuo de aquel consulado, y a quien se había protegido en recompensa de los progresos de su fábrica de curtidos de Melgar de Fermental, años antes. Entre las expansiones del regocijo popular, hubo un momento en que resonaron unánimes y entusiastas vivas al Rey, inspirados súbito al verle aparecer allí en estátua. Pedestre era y de bronce, y labrada a expensas del Tomé y admitida por el Soberano, no sin mortificación de su modestia, como prenda de amor y reconocimiento a su persona946. Con verdad absoluta hizo esculpir en el pedestal aquel español distinguido, que entre sus compatriotas ofrecía a la posteridad tan digna memoria de su augusto bienhechor antes que otro alguno, y con plena justicia encabezaba la inscripción esta frase: A Carlos III, Padre de la Patria, Restaurador de las Artes947. Ni podía ser más espontáneo y menos de oficio el tributo de admiración y de respeto, ni jamás consignó el cincel alabanza más distante de la lisonja.

Sin que existieran de príncipe tan ilustrado otros recuerdos que los de su constante ahínco por ver florecientes la agricultura, la industria y el comercio, seria brillante e imperecedera su gloria. Obstáculos muy grandes oponían, sin duda, al desarrollo agrícola, industrial y mercantil la escasez de lluvias, la dificultad de las comunicaciones y el estancamiento del dinero. Estos y todos los que pudo superó el Rey con tenacidad generadora, variando la faz de la monarquía.

Innumerable porción de campos sedientos y estériles fueron de regadío y feraces a fuerza de dispendios. Sin tasa hiciéronlos a una los infantes D. Gabriel en tierras de su priorato de San Juan, y D. Antonio en su encomienda de Calanda, y ambos y su hermano el príncipe de Asturias convirtieron rápidamente muchos terrenos incultos de los Sitios Reales en fértiles huertas y amenos jardines, «trabajando por sus propias manos, ennobleciendo el arado y el azadón, y enseñando a los poderosos cuál debe ser el objeto, la aplicación y el aprecio del labrador y de sus trabajos».948

Asiduamente se continuaban los canales de Manzanares y de tierra de Campos, habiéndose duplicado la dotación y mejorado el método de obras en este: se había desistido de llevar adelante el de Murcia, por la imposibilidad de recoger aguas suficientes; mas no de proporcionar riego a la comarca. Trabajóse, pues, en la construcción de los dos grandes pantanos de Lorca, los cuales llegaron a embalsar cerca de veinte y cuatro millones de varas cúbicas, al tiempo en que sus murallones o diques, revestidos de cantería, fortificados con gruesísimas barras de hierro, y de espesor de cincuenta varas, no excedían la mitad de su altura, que había de llegar a setenta. El canal de Aragón, obra comenzada por el emperador Carlos V con más corazón que posibilidad (como dijo oportunamente Floridablanca), fue llevado por espacio de bastantes leguas hasta Zaragoza, no sin vencer sumas dificultades y ejecutar varias obras costosas y atrevidas para facilitar la navegación al par que el riego, bajo la dirección hábil y vigilante del canónigo D. Ramón Pignatelli, nombrado protector de tan vasta empresa; merced a cuyos adelantos cultiváronse muchas nuevas tierras y se construyeron molinos y artefactos para toda clase de industrias. Tal como era entonces, merecía la admiración de todos los inteligentes en materia de obras útiles y sólidas, y de todos los amantes del bien público, según la aseveración de un extranjero, que no siempre nos hizo justicia949. Al par abrióse el canal de Tauste, sangrado copiosamente para regar en sus dos márgenes campiñas espaciosas, y unido al de Aragón, que debía correr al Océano desde Tudela950; y para salir al mismo mar por el Tajo, el Guadiana y el Guadalquivir desde Guadarrama, había ya levantado los planos el ingeniero D. Carlos Le-Maur cuando le sobrevino la muerte. Activos trabajos y no escasos caudales se dedicaron a construir el canal de Tortosa para fertilizar tierras eriales y evitar los rodeos y peligros de la desembocadura del Ebro, dando mejor salida a los frutos de Aragón por el puerto de los Alfaques, donde se levantó la población de San Carlos de la Rápita, como por encanto. Canales de riego en Urgel y Ugíjar se proyectaban anhelosamente por el Gobierno, y aprovechamientos de aguas en Albacete, y desecaciones de tierras pantanosas en los términos de la ciudad de Llerena, en Galicia y otros parajes.

Siempre al frente de todo lo provechoso el Monarca, formó, a sus expensas, el cortijo de Aranjuez como una especie de escuela práctica de agricultura y ganadería. A poco tiempo conociéronse ya en los lugares de la comarca los buenos efectos, pues se imitaba el método de aprovechar las tierras y destinarlas, según su calidad, a sus respectivas y más útiles producciones, viéndose plantados los terrenos pedregosos, areniscos y delgados con muchos millares de olivos y cepas; los de mayor sustancia destinados al cultivo de granos, y los bajos y más húmedos a huertas, con verduras, moreras, maices, cáñamos, linos y todo género de legumbres y de frutales: se recogía allí además seda muy fina y porción abundante de miel y de cera: se aprovechaba el abono del ganado lanar y sus frutos: se empleaba la bellota de los robles, que servían de sombra a hermosas calles, en la cría del ganado de cerda, con grandes ventajas; y no había fruto que no se cultivara, sin perdonar diligencia ni gasto para traer las plantas mayores y menores y las semillas útiles de las cuatro partes del mundo, a cuyo fin se ejecutaron vastísimas obras. Así el vino y el aceite se exprimían y fabricaban con grande aseo y utilidad suma en molinos y lagares primorosos, y se conservaban en espaciosas bodegas y vasijas excelentes de cabida de miles de arrobas.

Describiendo Floridablanca tales maravillas y alabando justamente a Carlos III, dijo que este, como primer labrador y tan próvido y experimentado, enseñaba a los vasallos la profesión más necesaria y útil de la monarquía. No otra fue la idea fundamental y dominante de los economistas del tiempo. D. Francisco Romá y Rosell, abogado de pobres en Cataluña, al enumerar las Señales de la felicidad de España y medios de hacerlas eficaces y al emitir en su Discurso sobre economía política muy buenas máximas en materia de gobierno, policía, población, tributos, manufacturas y comercio, lo fundó todo en que la agricultura es la base de la opulencia, y en que el Gobierno debe hacerla centro de sus miras, consultando la naturaleza de los terrenos y su aplicación al mejor uso; atendiendo a que sea mucho lo que se cultive; ofreciendo ventajas a los labradores que prefieran los granos, ya que el interés es el timón con que se gobiernan los hombres. No manos de siete remos dio a luz D. José Antonio Valcárcel sobre Agricultura general y gobierno de la casa de campo, donde se hallan explicados los medios generales de animar la agricultura, los diversos métodos de cultivos para la multiplicación de los granos, la manera de conocer las varias especies de tierras, la utilidad de los cerramientos y modo de cercar las heredades, las diferentes clases de árboles y la utilidad respectiva de ellos, los riesgos y accidentes a que están expuestos los frutos, la cría de ganados y del gusano de seda; todo con el designio de que se fomentara la agricultura, como raíz de la prosperidad de las naciones. Idéntico fin se propuso D. Vicente Calvo y Julián, canónigo de la Santa Iglesia de Zaragoza, al sostener la necesidad de unir los tres ramos de labores, ganados y plantíos, y de dictar providencias agrícolas especiales, pues lo que favorece a un pueblo, daña al otro, por su contraria disposición y distinto clima; y al probar que los mayorazgos grandes y los pequeños habían atrasado la población, la agricultura y la cabaña, y que no más que los medianos, o que producían de mil a cuatro mil ducados de renta, ponían remedio a tal menoscabo. Contra los obstáculos que se oponían al sólido acrecentamiento de la agricultura, particularmente en la desigualdad de los arrendamientos con perjuicio de los colonos, yen la falta de libertad de cerrar las tierras para impedir la entrada de los ganados, alzó también su vigorosa voz D. José Cicilia, alegando reflexiones muy importantes, y datos de la experiencia propia, en prueba de que el fomento de la agricultura favorece asimismo el de los ganados, y que los ganaderos en grande escala se comían lo ajeno y causaban irreparables daños, al par que los que poseían corto número de cabezas, duplicaban o traficaban su ganado, sin perjuicio alguno de tercero, lo conservaban y reparaban fácilmente de cualquier desgracia por esterilidad o epidemia. Hasta D. Nicolás de Arriquibar, individuo de la Sociedad Vascongada, que en su Recreación política, notable a todas luces, quiso revindicar los fueros de la industria, vulnerados en el Amigo de los hombres, por exagerar las excelencias de la agricultura, consideró este ramo como el mejor barómetro de la prosperidad de los Estados, declaróse contrario a las gruesas labranzas y parcial del cultivo en cortas porciones, y se detuvo en enumerar las reglas que se debían seguir para sus aumentos, y eran la labor del ganado vacuno, la construcción de buenos caminos y de canales navegables, la exención de derechos de los comestibles más necesarios, un buen sistema de pósitos en favor de los labradores pobres, el libre comercio de granos, la facultad perenne de extraerlos de España, y el beneficio de las tierras incultas. Ponderando este economista entendido el poder de la industria, no tuvo reparo en aseverar que un país estéril y pequeño puede aniquilar a otro fértil y grande, ponerle en servidumbre, sacarle sus más preciosos efectos, y destruirle su población por medio de las manufacturas: solo a la pérdida de la industria atribuyó la decadencia de nuestra patria; pero como la creyó emanada de los crecidos derechos impuestos a los comestibles más necesarios a la vida, siempre vino a parar en que la agricultura es el fundamento del auge de la industria, la navegación y el comercio951.

Bajo un Rey atento de continuo a que al contacto de su cetro floreciera todo, con un ministro que, siendo fiscal del Consejo, se había declarado vigorosamente contra los privilegios de la Mesta, como perjudiciales a la agricultura, mal podían a sonar sin eco los clamores dirigidos a extirpar semejantes daños. Así, por un lado se impuso la prohibición de que los ganados entraran en los olivares y viñas, aún después de cogido el fruto, y por otro se autorizó a los dueños o arrendatarios de heredades para cerrarlas perpetuamente y mantenerlas pobladas de olivos, cepas, árboles frutales, hortaliza y otras legumbres, de modo que los terrenos conservaran su amenidad y abundaran estos preciosos frutos, tan necesarios a la vida humana, y que contribuían al regalo y al sustento de los vasallos952.

Aunque tales providencias eran plausibles, no remediaban ni con mucho los atrasos del cultivo. Conocerlos bien y enmendarlos bajo un plan general quiso el Consejo de Castilla, formando el expediente de Ley Agraria. Le dieron abultado volumen las diversas representaciones dirigidas a especificar el sinnúmero de despoblados de varias provincias, a causa de los privilegios de los ganaderos y de los de paso y de suelta, de que gozaba la carretería, con los cuales miraba como suyas las dehesas comunes. Sobre todos los perjuicios señalábanse allí por más funestos los que provenían de estar reconcentradas muchas tierras en las órdenes religiosas y los mayorazgos; como que pertenecientes a unas y a otros había ciento treinta y tres despoblados en la provincia de Salamanca; ciento diez, con treinta mil fanegas de sembradura, en el partido de Ciudad-Rodrigo; mil en el de Utrera; y por su parte el intendente de Burgos se lamentaba de que todos los labradores de su jurisdicción eran renteros y esclavos miserables de mayorazgos y de iglesias. A petición de Campomanes, pasóse este expediente, que suscitaba las cuestiones más graves, a la Sociedad Económica Matritense, la cual nombró desde luego una comisión que lo examinara y propusiera lo más acertado: por insinuación de ella se redujeron a Memorial ajustado los numerosos documentos de que ya constaba entonces, e impreso de orden del Consejo, se empezaron las deliberaciones por la lectura de un escrito que bajo el epígrafe de Idea de la Ley Agraria española, tenía compuesto D. Manuel Sisternes y Feliú, docto jurisconsulto y economista, y hombre práctico por extremo. Este escrito, basamentado sobre los derechos incontestables de propiedad y sobre los que adquieren los colonos de resultas de sus contratos; lleno de muy sanas doctrinas, enderezadas a cultivar toda la tierra del mejor modo posible y a hacerla producir cuanto su fecundidad permita; enérgico en la impugnación de los abusos y los errores acerca de la labranza; apoyado todo en ejemplos nacionales, mereció los elogios de la comisión elegida por la Sociedad Económica Matritense, y fue un nuevo dato para ilustrarla en su tarea, llevada por fin a remate con el magnífico Informe sobre la Ley Agraria, de Jovellanos.

Al modo que el Memorial de los cincuenta y cinco párrafos de D. Melchor Rafael de Macanaz, es fiel resumen de las opiniones de los regalistas y verdadero punto de partida de los concordatos, Breves pontificios y pragmáticas Reales que deslindaron lo perteneciente al Imperio y al Sacerdocio: así como el Teatro crítico y las Cartas eruditas de Fray Benito Gerónimo Feijoo son el acta solemne de independencia intelectual de los españoles contra los preceptistas escolásticos sobre todas aquellas materias en que se puede explayar libremente el discurso, y contra los errores vulgares el Informe sobre la Ley Agraria de Jovellanos es a la vez el conjunto y las máximas de los economistas españoles, depuradas de yerros y al nivel de los adelantos de la ciencia, y el programa de las más urgentes reformas. Sin el estudio de este clásico libro no cabe escribir la historia de los años posteriores, si se ha de seguir el laborioso progreso de las ideas hasta producir los hechos materiales, que, aún cuando tengan apariencias de fenómenos para los que nunca hacen memoria de ayer ni menos se ocupan en mañana, se vaticinan por los pensadores, siquiera no sea con la exactitud de día y hora que por los astrónomos los eclipses.

Jovellanos, con lucidez privilegiada, crítica admirable, saber sazonado y lenguaje s electo, hizo una conceptuosísima reseña del estado progresivo de la agricultura española, y de la influencia de la legislación en sus distintas fases: sostuvo que el Gobierno debía protegerla, removiendo los estorbos que se oponían al interés personal de sus agentes; y dividiendo aquellos en políticos, morales y físicos, pues sólo podían emanar de las leyes, de las opiniones o de la naturaleza, analizólos uno a uno para exhortar por último al Consejo de Castilla, en nombre de la Sociedad de Amigos del País de la corte, a derogar súbito las bárbaras leyes que condenaban a perpetua esterilidad tantas tierras comunes; las que exponían la propiedad particular al cebo de la ociosidad y la codicia; las que, prefiriendo las ovejas a los hombres, habían cuidado más de las lanas para su vestido que de los granos para su alimento; las que, estancando la propiedad privada en las eternas manos de pocos cuerpos y familias poderosas, encarecían la propiedad libre y sus productos, y alejaban de ella los capitales españoles y la industria; las que, encadenando la libre contratación de los frutos, operaban el mismo efecto, y las que reunían los grados de todas las demás, gravándolos en su consumo: todo cuidando al propio tiempo de instruir a la clase propietaria en aquellos útiles conocimientos sobre que se apoya la utilidad de los Estados; de perfeccionar en la clase laboriosa el instrumento de su enseñanza, para que se pudiera derivar alguna luz de las investigaciones de los sabios; y de luchar, por decirlo así, con la naturaleza, a fin de obligarla a que ayudara los esfuerzos del interés individual, o por lo menos a no frustrarlos.

Al tenor de muchas de las doctrinas de Jovellanos, y antes de que se conociera su Informe sobre la Ley Agraria, fueron las providencias de Carlos III sobre el mismo asunto; pues en virtud de ellas, se cultivaban por los pelentrines y pegujareros de los lugares algunas tierras concejiles, y se había abierto la puerta a que los productos agrícolas circularan libremente con la abolición de la tasa de granos, y se coartaban los privilegios de la ganadería. En cuanto a la enseñanza adecuada a los progresos de la agricultura, se atendía a la divulgación y crédito del estudio de las ciencias naturales, no creyéndolas el Rey bien albergadas con hospedaje menos digno que el de un palacio levantado de nueva planta; se multiplicaban en las Sociedades Económicas las cátedras y los certámenes y la impresión de Memorias, y hasta a los alumnos del Real Seminario de Nobles se instruía en economía civil y comercio953; y respecto del gravamen directo al consumo de los frutos de la tierra, se iba aliviando de la manera que se va a demostrar muy pronto. Otros embarazos impedían el desarrollo de la agricultura, que era imposible remover de repente. No obstante, después de impreso el famoso Tratado de la Regalía de Amortización de Campomanes, nada quedaba por decir en la materia, y podía hallársela semejanza con una ley discutida y votada en Cortes y pendiente de la sanción de la Corona; al modo que la cuestión de mayorazgos, desde la publicación del Informe sobre la Ley Agraria, debe mirarse como al orden del día y en pleno debate, cuyo término, más o menos cercano, aunque positivamente nada remoto, había de parar en mal de aquella institución de la edad media, según el vigor de las razones aducidas por el ilustre Jovellanos, apoyadas en otras más antiguas, conformes a las máximas generales de la legislación y la política, a los dictámenes de la razón y a los sentimientos de la naturaleza, y con grande eco entre todos los españoles, que a la calidad de ilustrados añadían la de imparciales954.

Pero de escribir a legislar va mucho, y la metamorfosis de las ideas en hechos no se efectúa de repente; antes bien, desde que los hombres doctos conciben a sus solas pensamientos fecundos, hasta que salen depurados de entre el cúmulo de los intereses y las preocupaciones, que les dilatan la victoria, y los gobernantes bien intencionados pueden reducirlos a leyes, el trascurso de los tiempos se cuenta a las veces por siglos. Cada reforma cuesta lo que una penosa campaña, siempre que traen antigua data los abusos, y el reinado de Carlos III lo corrobora a cada paso; porque no basta conocer la enfermedad y la medicina, si el doliente rehusa tomarla; en persuadirle está el misterio: obras como la de Jovellanos lo descifran sin duda, y bajo este aspecto honran por igual a quien las escribe y a quien las promueve.

Ya al crear las colonias de Sierra-Morena y la Parrilla, dándose el Gobierno por enterado de los daños que padecia la agricultura, tiró a evitarlos en la Carta Puebla, de que se hizo mención a su tiempo; y las resultas acreditaron los prodigios que operan el que manda, cuando anhela el bien sinceramente, y la vivificadora mano del hombre, siempre que la protección le estimula. Aquellas lindas poblaciones, aumentadas a la sazón con la de Almuradiel, no menos bien dispuesta, rebosaban de felicidad y abundancia, a pesar de las vicisitudes que las trabajaron al tiempo de la desgracia de Olavide: sus habitantes pagaban con desahogo los impuestos; en todas vinieron a componerse de españoles y de alemanes las familias, hallándose consiguientemente servido el culto por sacerdotes nacionales; y por entre las de Sierra-Morena estaba ya practicable y muy frecuentado el trozo de camino denominado Despeñaperros, que en el arte y la valentía compite aún con los más celebrados de Europa955.

Otras diferentes carreteras, construidas de nuevo o rehabilitadas, multiplicaron las comunicaciones durante los nueve primeros años de estar a cargo de Floridablanca la superin tendencia general de caminos, haciéndose de fácil y cómodo tránsito puntos escabrosos como el del Puerto de la Cadena y los que median entre Astorga y Galicia, y Málaga y Antequera. Para dar salida a los frutos, que regaban los pantanos de Lorca, ejecutóse una bien trazada vía al puerto de las Águilas, y allí se alzó un pueblo agrícola y mercantil, que habitaron muy pronto cuatrocientos vecinos, llevándoseles aguas abundantes por un magnífico acueducto, y de distancia de muchas leguas. De cuatrocientas, de ocho mil varas cada una, pasaron las construidas o rehabilitadas entonces, edificándose a la par y de trecho en trecho posadas; atendiendo a la conservación de las carreteras, como no se había hecho nunca, con establecer de legua en legua peones camineros, y a cada ocho un celador facultativo, que les vigilara de continuo, y casas de administración de portazgos, aunque bajo el concepto de interinas, pues la mente del Gobierno era que, terminados los caminos principales, se aplicaran a conservarlos todos los recursos que a la sazón se invertían en construirlos.

Desde 1760 se había decretado un arbitrio sobre la sal con este objeto, que de 1779 a 1788 produjo no más de nueve millones de reales: otros sesenta gastó Floridablanca en caminos, tomándolos especialmente de los sobrantes de la renta de correos, de los cuales sus antecesores habían solido disponer a su antojo, y valiéndose de los auxilios de los pueblos, de los prelados, de las Sociedades Económicas y de algunos particulares. Antes se regulaba en un millón de reales la construcción de cada legua; ahora sólo ascendía a la tercera o cuarta parte de esta suma, gracias a la extraordinaria actividad e inteligencia de celosos magistrados y dependientes que, sin más paga ni remuneración que la que pudieran esperar del cielo, abandonaban sus propios negocios y el regalo y la comodidad de sus casas, no arredrándoles ni la intemperie, ni las fatigas, por estar a la vista de los trabajos y cuidar de su economía y de su ejecución exacta956. Entre Madrid y Cádiz corría ya la posta de ruedas; preparábase también para la carretera de Francia, y en ella se cruzaban semanalmente los coches-diligencias que partían de Madrid y Bayona.

Cargando sobre la holgazanería todo el menosprecio que pesaba antes sobre el trabajo; estimulando este los Amigos del País con toda clase de recursos, sin exceptuar los del ingenio, pues hasta distribuían recompensas a los menestrales que acreditaban haber empleado más útilmente las horas en que vacaban de sus habituales ocupaciones; y poniendo en ejercicio y aplicando a las obras públicas o al prodigioso número de establecimientos productores, desparramados súbito por España, multitud de brazos que languidecían ociosos, se lograba impulsar por el sendero de la prosperidad a la industria. También la había honrado personalmente el Monarca, pues torneado estaba por sus manos el puño de marfil del baston de que hacía diario uso; y sus hijos todos trabajaban primorosamente las maderas finas y el hierro y el bronce.

Bien inspirado Carlos III, tuvo por mejor y más eficaz y fecundo proteger el interés personal en la fundación de todo género de artefactos que establecer fábricas a su costa. No obstante, a los principios de su reinado, sacó de cimientos y terminó en el Buen Retiro la casa denominada de la China, donde se elaboraba perfectamente la porcelana, y de la cual los que ahora frisan con los cuarenta años, sólo han conocido los escombros, si bien se hallan perpetuados los primores de sus productos en dos gabinetes de los palacios Reales de Aranjuez y de la corte, y en otras preciosidades que contiene el de San Lorenzo. Tampoco dejó de fornentar las fábricas erigidas por sus antecesores, y en la de cristales del Real Sitio de San Ildefonso pudo conseguir que se remataran espejos de ciento sesenta pulgadas, cuando ni de Venecia había salido hasta entonces ninguno de tanto tamaño.

Pero quien daba expedito vado al anhelo del Rey por el florecimiento de la industria española, era la Junta de Comercio y Moneda, formada habitualmente de miembros de los distintos Consejos, entre los cuales figuraban a la sazón Campomanes y Jovellanos, y presidida por el ministro de Hacienda. D. Miguel de Muzquiz, ya conde de Gausa, que desempeñaba estas funciones, áspero y duro con los pretendientes, y avaro de los fondos públicos, no de los suyos, respecto de la tal caterva, mostrábase afectuoso y liberal con los industriales. Vez hubo en que, acometiéndole al entrar en Palacio un pretendiente, que no le dejaba a sol ni a sombra, e ingeniándose para ablandarle, se le quejó de frío y de no tener capa. Pues tome usted la mía, le dijo con enfado el ministro; y quitándosela de los hombros, siguió escalera arriba sin ella. Jamás se le acercó nadie a proponer proyectos útiles que se alejara de su lado con las manos vacías o con las esperanzas defraudadas957.

No había quien holgara en la Junta de Comercio yMoneda, y hasta el archivero D. Miguel Gerónimo Suárez dedicaba sus ocios a traducir multitud de manuales de artes y oficios para coadyuvar a sus adelantos; y los promovían prácticamente artífices de otros países, solicitados, traídos y galardonados espléndidamente por el Gobierno. Hábiles inventores y constructores de máquinas dirigían una fábrica de ellas abierta en las casas de la Florida, pertenecientes al Príncipe Pío, y en otro paraje se depositaba una colección de modelos de las mejores que se conocían en las naciones de Europa más adelantadas en la industria958. Nada se omitía para que floreciera de continuo: por una Real cédula se derogó toda clase de fueros relativamente al pago de deudas de artesanos y menestrales, siendo notorios los perjuicios causados a sus familias por las poderosas, distinguidas y privilegiadas, que, sin atemperarse a sus rentas, tomaban al fiado las obras y artefactos, y luego dilataban la paga; por una Real pragmática vedóse que los operarios de las fábricas del reino, los profesores de artes y oficios y los labradores fueran arrestados en las cárceles por deudas civiles o causas livianas, y que se les embargaran o vendieran los instrumentos destinados a sus labores o manufacturas; por una Real orden se acordó la admisión de damas de honor y mérito en la Sociedad Económica Matritense, las cuales correspondieron a las intenciones del Soberano, dirigiendo las escuelas patrióticas de niñas, fomentando los ramos de industria más convenientes para dar ocupación a las mujeres de todas clases, y acordando no gastar otros géneros que los del reino para sus vestidos y adornos959. Focos más activos para el fomento de la industria que la enseñanza puesta al nivel de los progresos obtenidos en diversos puntos, la protección sin límites a los esfuerzos individuales, el continuo estímulo a los desidiosos, el honorífico premio a los aplicados, el caritativo socorro a los desvalidos, no se pueden crear por ningún Gobierno; y sustentarlos, interesando a los grandes y a los humildes, a los poderosos y a los sabios, produciendo la saludable emulación de todos, espectáculo es que, basta contemplado mentalmente, alboroza, y más cuando lo animan los capitales extraídos de las arcas privadas para circular por todas partes, como señal de ir el crédito en boga, harto palpable desde la erección del papel moneda y del Banco nacional de San Carlos.

Siendo indispensable aumentar los recursos a proporción de los desembolsos, luego de comenzada la última guerra, contratóse un préstamo de sesenta millones de reales con los Cinco Gremios mayores, que se obligaron a entregarlos de diez en diez y por mesadas; pero a la cuarta se convencieron de no poder seguir adelante sin que lo padeciera su giro. Esto ofreció coyuntura a don Francisco Cabarrús, negociante francés, de familia dedicada de antiguo al comercio, de buena cabeza, alma emprendedora, imaginación lozana y elocuencia muy expresiva, para hacerse lugar entre los que podían darlo a los planes rentísticos que le bullían en la mente y recomendaba con facundia. Intervino, pues, en que varias casas nacionales y extranjeras anticiparan al erario diez millones de pesos, que se les reembolsaron en billetes denominados vales Reales, de seiscientos pesos cada uno con interés de cuatro por ciento y libre curso, como equivalente de moneda. La grande estimación que desde el principio se hizo de ellos y los dispendios de las hostilidades, indujeron a decretar dos nuevas emisiones, que ascendieron a veinte millones noventa y tres mil cien pesos en medios vales, representando trescientos cada uno. Así la guerra de 1779 a 1783 fue la primera de todas las sostenidas por España sin que ningún servicio público experimentara el menor atraso, y sin que fuera enajenada ninguna renta de la Corona; pero también a medida que se aumentaban los vales, su estimación venía a menos, llegando a perder un diez y más por ciento en el cambio, y no alcanzando nada a atajar su descrédito, precipitado fatalmente en mucha parte a causa de la perentoriedad con que el Gobierno había menester reducirlos a metálico para cubrir sus atenciones960.

Tales conflictos engendraron un pensamiento venturoso; el de la creación del Banco nacional de San Carlos; propúsolo Cabarrús, apoyólo Floridablanca y sancionólo el Soberano por Real cédula de 2 de junio de 1782, cuyas disposiciones todas fueron productos del libre debate y unánime voto sustentado y emitido en una numerosa junta de individuos autorizados. Nobles, diputados del reino, de los Cinco Grernios mayores, del ayuntamiento de Madrid, hombres prácticos en el comercio de esta villa y el de Cádiz, y ministros de todos los Consejos, bajo la presidencia de D. Manuel Ventura Figueroa, que aún gobernaba el de Castilla, en suma, cuantos podían tener alguna representación pública o conocimiento de la materia, concurrieron con aplauso a la fundación de aquel establecimiento, destinado a satisfacer, anticipar y reducir a dinero efectivo todas las letras de cambio, vales de tesorería y pagarés que voluntariamente le fuesen presentados en la caja; a tomar a su cargo los asientos del ejército y marina dentro y fuera del reino, y a pagar en los países extranjeros todas las obligaciones del giro.

Parciales había de atraerle, sin duda, la circunstancia de poderse interesar en sus ciento cincuenta mil acciones de dos mil reales cada una, toda clase de personas de cualquier estado, calidad o condición que fueren, sin exceptuar las órdenes religiosas y sus individuos: contrarios se le declararon principalmente los Cinco Gremios, los asentistas y los dados al monopolio, y los enemigos de novedades. También le dañaba el sonar al frente Cabarrús, a quien asestaba sus tiros la envidia de los que no le alcanzaban en suficiencia ni en fortuna, y el resentimiento de los que se consideraban perjudicados de resultas de los planes rentísticos en que hacía entrar al Gobierno. Sobre todo, no podía el Banco nacional de San Carlos conjurar los apuros crecientes, necesitando reunir cuatro millones y medio de duros para comenzar su s operaciones, y no siendo nada propicias las circunstancias mientras se prevenían contra Gibraltar las baterías flotantes, y los vales bajaban de precio, y los adversarios desacreditaban la idea salvadora por interés particular o por ignorancia, en términos de ladear la opinión de muchos a su partido.

Terribles angustias agitaron al conde de Gausa durante este difícil período: ministro de gran capacidad y experiencia, pero meticuloso y siempre anhelante de hacer el bien público silenciosamente y de manera de adormecer la envidia que se pudiera suscitar en su contra, veíase sobrecargado con el ministerio de la Guerra desde la muerte del conde de Ricla, oprimido de necesidades y sin recursos, al borde de una bancarota y sosteniendo incesante y penosa lucha entre la pusilanimidad de su corazón y la energía de su entendimiento. Firme en la conveniencia de lo que concebía o se le aconsejaba, y sin resolución para ejecutarlo, se consumía en horrible martirio. Floridablanca y Cabarrús le animaban repetidamente a establecer una caja de descuentos de vales hasta que se constituyera el Banco, y a prohibir que se hicieran en dinero pagos excedentes de cierta suma: Gausa escribía de su puño: «Son muchas las cosas que comprende el papel del señor Moñino para que se encuentre en mí la resolución que se requiere para superarlas... El Sr. Moñino habrá de ejecutar la caja provisional, porque yo no alcanzo el modo de ejecutarla sin dinero y sin inteligencia... Yo no puedo cobrar brío; ya me considero muerto; el Rey y el Sr. Moñino pueden contar con la necesidad de buscar otro que haga frente a estas necesidades de la Corona... De todos estos medios, parece conducente el decreto que prohiba hacer en dinero pagos que excedan de cuatro mil quinientos reales y recibir premio por reducir los vales Reales a dinero, so pena de perder el capital de los papeles... La caja provisional servirá entonces aunque sea de poco dinero. Cabarrús está desacreditado ya, de modo que no puede repararle su crédito el Ministerio; pero, es preciso buscar en su lugar cinco o seis casas de comercio de las más acreditadas de Madrid y Cádiz y aún los mismos Gremios, para acreditar los vales Reales. Para nada de esta sirvo yo; si no me aborrecen las gentes, me aborrezco yo en términos de desear mi muerte; esto basta para mudar de mi mano, consultando S. M. con su compasión y no con mi mérito la resolución propia de su clemencia».961

A tantas congojas no sobrevivió mucho el buen ministro; pero sí lo bastante para ver floreciente el Banco nacional de San Carlos. Renacida la paz y disipadas las aprensiones, vino a ser aquel establecimiento, según las felices frases de un contemporáneo ilustrado, la bomba aspirante del oro y plata que se hallaban en los pozos de las arcas, porque no sabían en qué emplearlo o les faltaba la confianza; el aniquilador de los banqueros, que hacían el comercio de letras, o por mejor decir, de los asesinos de los bolsillos de los particulares, que como unas aves de rapiña estaban esperando a que llegase un desgraciado para devorarle; el que había conseguido aumentar la protección a las manufacturas, adelantando a los fabricantes crecidas sumas; los matrimonios, con las dotaciones que repartía a jóvenes pobres; y el tesoro Real por virtud del privilegio exclusivo para la extracción de moneda962.

Contra el Banco declaróse un noble francés que estaba como a las puertas de celebridad muy ruidosa. Mirabeau dio a luz un libro, presagiando a aquel establecimiento funesta suerte; llenando a su promovedor Cabarrús de improperios; exhortando a las naciones mercantiles a desviar a sus capitalistas de empresa tan aventurada, y sosteniendo que los particulares que la protegieran con sus fondos, incurrirían, como miembros de la sociedad, en la nota de malos ciudadanos, y como padres de familia, en la de faltos de seso963. Cabalmente, a tiempo de salir a luz tan furibunda diatriba, se lamentaba Aranda de que los extranjeros se interesaran en tantas acciones, y Floridablanca le tranquilizaba de este modo. «En lo respectivo a Banco, nos ha hecho un buen servicio el extravagante, ridículo, falsario y venal Mirabeau, porque, desacreditando las acciones de este ventajoso establecimiento, pone a los franceses que las han negociado caras, en la necesidad de venderlas baratas, con lo que podrán comprarlas mejor nuestros nacionales. Sin embargo, como los pueblos, comunidades, mayorazgos y obras pías del reino tienen tomadas ciento y un mil y aún más acciones, que no pueden pasar al extranjero, y de las restantes hasta ciento cincuenta mil se han negociado veinte y cinco mil a precios crecidos a su creación entre nacionales, que no pueden venderlas por igual precio, puede V. E. colegir cuán poco debemos cuidarnos de lo que escribe, había y ejecuta la ligereza galicana. En efecto, a no ser porque no corriesen impunemente las falsedades y equivocaciones del libro de Mirabeau, lo hubiésemos dejado correr; pero por decoro y porque no se cause perjuicio a algunas casas acreditadas de Francia, que empezaron a dar ejemplo, tomando acciones para que otros las buscasen, ha parecido prohibir la tal obra y practicar otros medios prudentes que atajen aquel daño de tercero; bien que dentro de poco tiempo se tocarán los sofismas de esos economastros franceses y que el Banco es otra cosa que el sistema de Law. Por esto no queremos que se escriba ni responda a tales folletos».964.

En restaurar el crédito de los vales, en promover el estado próspero del Banco nacional de San Carlos, y en recopilar los aranceles de aduanas, uniformándolos para todas, ocupó el inteligente conde de Gausa los últimos años de su ministerio y de su existencia, que terminaron por enero de 1785. No había abandonado la idea de reformar el sistema tributario a tenor de lo dispuesto en 1769, sobre reducir a una sola contribución las rentas provinciales; antes bien, simplificándola hasta lo sumo, se proponía pedir a cada pueblo, por medio de su provincia, un tributo, leve al principio, con el único objeto de acreditar la nueva forma de recaudarlo. Considerando la tierra como base de la primera industria, que cría y produce, y las casas, y talleres, y almacenes, y tiendas, como origen de la segunda, que trasforma los productos naturales y aumenta su valor primitivo, fundábase en estos primeros datos para fijar la cuota del impuesto que, yendo de los pueblos a las cabezas de partido, y de allí a la capital de cada provincia, llegaría sin más gastos que los de conducción al erario; y luego que se acostumbraran los pueblos a esta regla sencilla, pensaba extenderla hasta suplir las rentas provinciales, y abolirlas con las demás que adolecieran de iguales defectos. Su plan abarcaba además el gran designio de suprimir los derechos de consumo y las alcabalas, exigiéndolas solamente en los puertos y en las fronteras a los géneros de otros países.

De las Sociedades Económicas, a cuyo establecimiento había contribuido no menos que a su situación floreciente, proporcionando fondos a muchas, esperaba que prepararían en silencio la pacífica y feliz mudanza de ideas que emana de la propagación de las luces. Por el fomento de la agricultura, la industria y el comercio, se había desvelado constantemente, y de modo que era popularísimo al cabo de diez y nueve años de ministro de Hacienda.

Al saberse su enfermedad patentizó el Rey la estirnacion grande en que le tenía, con el anhelo de enterarse de su estado: también el pueblo temía perderle: el interés se aumentaba con el peligro: era objeto de todas las conversaciones: se quería saber de su situación de continuo; y el abatimiento se pintó en todos los semblantes luego que, tras ilusorias esperanzas de mejoría, se supo súbito su muerte965. Innumerables personas de alta alcurnia y de todas las carreras y del pueblo, acompañaron con dolor en el corazón y llanto en los ojos el cadáver del respetable ministro, al convento de Santo Tomás, de Madrid, donde todavía reposa966, y bajo la impresión, por demás honorífica a su memoria, de que después de servir tantos tiempos la secretaria mejor dotada967, apenas dejaba intacto el patrimonio de su esposa, y era menester fue el Soberano recompensara en los hijos la íntegra conducta del padre968.

Cuando al motín de Madrid contra el antecesor del conde de Gausa siguieron los de otras provincias, fue enviado a la de Cuenca D. José Moñino, fiscal entonces del Consejo, para practicar indagaciones judiciales; y necesitando de quien le llevara la pluma, presentáronle dos jóvenes que tenían muy buena letra, aunque el uno mejor que el otro; pero el menos pendolista parecía de más despejo, y por tanto petó desde luego a Moñino. Cobróle afición mientras le tuvo de amanuense, penetrando lo que valía, y declarósele protector ardoroso y constante, con lo que el joven aquel sentó casualmente la planta en la vía de la fortuna, a la manera que a los principios del siglo XVI Francisco de los Cobos, ministro de Carlos I969. Contador de las Rentas Reales fue muy pronto en la misma ciudad de Cuenca; después Superintendente del canal de Murcia; más adelante Comisario Ordenador de guerra, figurando como tal en la expedición contra Menorca; y por premio de sus servicios, nombrósele Asistente de Sevilla al fallecimiento de D. Francisco Antonio Domezain, aquel varón digno de respeto, que de acaudalado vino a quedar por puertas de resultas del motín de Zaragoza, y a quien el Rey había cumplido la palabra de galardonar con ascensos su probidad calificada y la conducta edificante de interceder con lágrimas de su corazón por los mismos que le habían saqueado la hacienda y quemado la casa.

Lejos de desmentir el protegido del antiguo fiscal del Consejo lo que hizo esperar de sus aventajadas cualidades, habíalo justificado plenamente con el buen desempeño de cuanto se puso a su cargo. Por esto su patrono influyó en el ánimo del Rey para traerle de Sevilla al puesto vacante por muerte del conde de Gausa; y el antiguo amanuense de Moñino tuvo a Floridablanca por compañero a la vuelta de cuatro lustros no cabales. Este español que, movido por el doble impulso del favor y del mérito, vino a trepar a la cúspide de la fortuna, se llamaba D. Pedro López de Lerena, y a la disposición natural de su claro talento, juntaba ya todas las ventajas que se alcanzan sólo con el trato de gentes y la práctica de los negocios970.

Algo de humo se le subió de pronto al cerebro, y ni aún con el personaje a quien debía su brillante carrera se manifestó deferente. Enemigo de Cabarrús, que le superaba en suficiencia, mirándole como rival temible y tirando a desconceptuarle del todo, prestó fáciles oídos a las sugestiones de los Gremios, desmedrados en suerte y en importancia desde la creación del Banco nacional de San Carlos. Todas las especies divulgadas por la maledicencia y acogidas por el nuevo ministro, pararon en que los accionistas nombraran doce personas imparciales para examinar la conducta de los directores, y en que estos quedaran limpios de mala nota, siendo gloria de Cabarrús haber merecido los elogios de Floridablanca y la íntima amistad de Jovellanos971. Lerena retrocedió antes de mucho de la extraviada senda adonde se dejó arrastrar imprudente, y aún es fama que pidió mil perdones a su antiguo patrono, y que este le dijo con sonrisa un tanto socarrona: Vaya, vaya, ya le he dicho mil veces, y debe conocerlo, que no puede andar solo972.

Ello es que en las reformas rentísticas de Lerena intervino activamente Floridablanca. A la abolición del derecho de la Bolla en el principado de Cataluña, llevada a cabo anteriormente973, siguióse ahora la rebaja de las alcabalas en los géneros sujetos al pago de millones, de un catorce a un ocho en Andalucía, y en Castilla a un cinco por ciento, quedando libres de esta gabela todos los industriales en lo que vendieran al pie de fábrica, y reduciéndola a un dos por ciento para lo que despacharan en otras partes, y al mismo dos, al tres o al cuatro, cuando más, todas las ventas de mercaderes, artistas, labradores y cosecheros.

Igualados los aranceles de entradas por el conde de Gausa, tocóle al que lo fue después de Lerena trabajar en los de salidas, costándole además grandes esfuerzos conseguir que aquellos no fueran eludidos en las aduanas, y principalmente en la de Cádiz, donde por la mayor concurrencia del puerto habían echado más raíz los abusos. Merced a la firmeza desplegada entónces, quedaron sin efecto las excesivas gracias concedidas antiguamente por los arrendadores de las aduanas a ciertas naciones poderosas, aunque estas intentaban hacerlas valer como títulos irrevocables: se cobraron derechos moderados a las primeras materias, a las máquinas y demás efectos capaces de fomentar la industria española, y se gravaron bastantemente, o no se introdujeron sino de contrabando, los que podían debilitarla o destruirla. También para ir abriendo camino a la simplificación del sistema tributario, como quería Gausa, establecióse por Lerena la contribución de frutos civiles sobre todas las rentas procedentes de arriendos de tierras, fincas, derechos Reales y juros jurisdiccionales, por subrogación de lo que dejaba de percibir en alcabalas el erario, con grande alivio de la clase pobre y sin el más leve gravamen de la propietaria. Y gracias a un nuevo método adoptado para el gobierno y administración de las antiguas temporalidades de los jesuitas y para la decisión de sus causas, se obtuvo que sobraran caudales para todo, y se estaba para concluir este vastísimo negocio con proporción de hacer cosas utilísimas a los vasallos del Rey y a su ilustración luego que fueran vacando las pensiones vitalicias que se pagaban a los extrañados974.

Incremento análogo al de España tomaban las Indias bajo el ministerio del marqués de la Sonora, vivo retrato del conde de Gausa en la integridad y en la inteligencia, y desemejante del todo en el temple del alma, que, enérgico en los pensamientos y en las obras, a correspondencia de las necesidades imaginaba los arbitrios para satisfacerlas, hacia cruda guerra a los abusos y rostro firme a sus mantenedores, y sorteaba los escollos o saltaba por las dificultades. No sólo se comunicaba frecuentemente la metrópoli con sus colonias, sino que entre ellas mismas se habían establecido correos, por cuya virtud un misionero de los indios guaranis se podía cartear periódica y directamente con otro de los de la California: además del comercio libre de los puertos españoles ya mencionados, a que se agregaron después el de Almería y el de los Alfaques con tan vastos países, ellos lo gozaron también unos con otros, y a las famosas ferias de Veracruz y Portobelo sucedieron mercados continuos en todas partes.

Con las bien meditadas Ordenanzas de Minas, y con la considerable rebaja de los azogues de Almaden para sus beneficiadores, y la propagación de las ciencias naturales, desarrollóse prodigiosarnente tan productivo ramo; pues se dictaron reglas para adquirir el dominio útil de las minas, para laborearlas sin destruirlas, y para dirimir los litigios que su posesión ocasionara, por trámites breves y sin costas; y hubo colegios en que se enseñaban gratuitamente a cierto número de alumnos las ciencias necesarias A los mineros, y hasta el arte de maquinistas. Diezmos y rentas Reales subieron rápidamente en la América española, demostrando bien a las claras que el progreso de la minería por un lado y el comercio libre por otro fomentaban, a la par que su agricultura, su industria.

Al abrirse de esta suerte ancho cauce a la circulación de la riqueza, se cegaron los conductos de la injusticia con la supresión de los corregidores y el establecimiento de los intendentes para administrar los tributos, siendo alcaldes mayores, dependientes de la Audiencias, los revestidos con las atribuciones judiciales. Justo es, pues, decir con el ilustre historiador mejicano, citado en lugar oportuno, que el gobierno de América llegó al colmo de su perfección en tiempo de Carlos III.975

Otra mudanza beneficiosa y trascendental se introdujo en el comercio ultramarino, promovida por Cabarrús y efectuada por el marqués de la Sonora, dando cuna a la Compañía de Filipinas. Ningún tráfico más había entre aquellas posesiones asiáticas y la monarquía española, que el lentísimo y muy escaso de la llamada Nao de Acapulco, a cuyo puerto arribaba una vez cada año; y de ponerse en relaciones directas con las Indias Orientales, y de no recibir sus frutos por manos extrañas, habían de resultar al comercio español grandes provechos. Instituyóse, pues, la Compañía de Filipinas, siendo su capital de ocho millones de duros, a tiempo en que se consolidaba el crédito a medida que el Banco; en que se disolvía la antigua Compañía de Caracas y los accionistas buscaban manera de no tener su dinero ocioso; en que parecía asegurada la paz de Europa, y en que el Gobierno podía ser fuerte contra las reclamaciones de los países extranjeros, y particularmente de Holanda.

Tanto el Rey como el príncipe y los infantes, adquirieron acciones de la Compañía de Filipinas: el Banco se interesó en sus operaciones con veinte y un millones de reales: de corporaciones e individuos llegáronla abundantes fondos; y pronto sus naves rodearon el mundo desde Cadiz al cabo de Hornos y Lima, y de allí a Filipinas, tomando la vuelta por el cabo de Buena-Esperanza, y enlazando así estrechamente con el fecundante vínculo del comercio, los dominios españoles más apartados. Veinte años se fijaron a las especulaciones de la Compañía para que no degenerara en monopolizadora, a propósito de lo cual había español insigne que escribiera por aquel tiempo: «Los amantes de la libertad del comercio, esta encantadora deidad a quien yo tributo de todo corazón mis adoraciones, se exasperarán al oír el nombre de Compañía con privilegio exclusivo; pero, si reflexionan un poco, suavizarán su furor teniendo presente que esta Compañía se debe reputar como un labrador hábil que va a rozar una nueva tierra, a cultivarla y a plantar flores y frutos donde no hay sino zarzales; pero que, después de veinte años, en cuyo tiempo se habrá indemnizado de sus fatigas, industria y anticipaciones, repartirá, como es justo, a todos sus compatriotas el campo fecundo de las Filipinas, así como se ha hecho con la provincia de Venezuela, la cual, no siendo sino un bosque cuando se encargó de ella la Compañía de Caracas, es en la actualidad una provincia poblada, abundante de cacao, de tabaco y llena de riquezas».976

Tres diversos ministros de Marina sirvieron a Carlos III y la aumentaron de uno en otro. A la muerte del bailío Arriaga, ascendían a sesenta y cuatro los navíos de linea, a veinte y seis las fragatas, y a treinta y siete los buques menores: durante la guerra, y bajo el marqués González Castejón, maniobraron sesenta y siete navíos, treinta y dos fragatas y otros bajeles hasta sumar ciento sesenta y tres velas: y en los tiempos del bailío Valdés y Bazán se aproximaron a ochenta los navíos, y subieron proporcionalmente los demás barcos977. Ya eran todos obra de ingenieros constructores de España, formados bajo la dirección del francés Gauthier en la escuela fundada por Carlos III en Cartagena; constructores hábiles, que se dejaron atrás al maestro, dando a las naves la velocidad que les faltaba y que dio margen a que la marina española padeciera algun descalabro, y a que se le escapara alguna victoria. No hay para qué especificar los grandes progresos de la marina mercante, referido ya cómo el comercio de América vino a ser libre, y el de Filipinas inaugurado, y el del Mediterráneo expedito por efecto de las paces con las Regencias berberiscas, y el de las costas de Levante sin riesgos desde que se dieron las manos de amigos el monarca español y el emperador turco.

De las más de las providencias tomadas para el fomento de la monarquía se tocaron al punto los provechos. De la idea de los erarios públicos, propuesta a Felipe II por Pedro Dougherste, esforzada por Luis Valle de la Cerda ante Felipe III, admitida estérilmente por Felipe IV, y planteada al fin con el Banco nacional de San Carlos al cabo de más de siglo y medio, resultó que, en vez de perder un tanto por ciento en el cambio, lo ganaran los vales Reales, y por consiguiente que el crédito estuviera en alza. Por fruto del comercio libre de América y de la igualación de los aranceles, aun negando la entrada a ciertas manufacturas y descargando los derechos de las primeras materias, se obtuvo que los productos de aduanas subieran de sesenta a ciento treinta millones de reales. Percibiendo más el erario, pagaron menos los contribuyentes por virtud de las reformas económicas efectuadas y unidas a las eficaces disposiciones para activar la agricultura, la industria y el comercio, y enriquecer al país con el trabajo. Y gracias a lo que este cundió de provincia en provincia, acrecióse el poder de Carlos III, no porque conquistara extensos territorios, sino porque, según el censo de población hecho de su orden el año 1787, su cetro paternal pudo regir a millón y medio más de vasallos978.




ArribaAbajoCapítulo IV

La Junta de Estado


Instrucción reservada.-Relaciones con Roma.-Sobre la ilustración del clero.-Inquisición.-División de obispados.-De tribunales superiores.-Señoríos.-Educación de los pobres.-Sobre mayorazgos.-Fomento.-Sobre defensa de las Indias.-Muerte del marqués de la Sonora.-Sus sucesores.-Asuntos de Guerra.-Marina.-Máximas sobre Hacienda.-Plan de reforma.-Relaciones exteriores.-Con Italia.-Francia.-Inglaterra.-Alemania.-Portugal.-Cuestión de Oriente.-Regencias berberiscas.-Estados-Unidos.-Asia.-Fin de la Instrucción reservada.-Vaticinio de Feijoo a Carlos III.

Idea de las más grandes, útiles y necesarias entre las adoptadas por Carlos III fue, según Floridablanca, la que redujo a ley a 8 de julio de 1787. Antes sólo se juntaban los ministros españoles cuando la gravedad de las circunstancias lo exigía, y, pasada que era, obraba cada cual independientemente, resultando a veces algo de heterogeneidad en el sistema gubernativo. Creyóse, pues, mejorarlo con disponer que los secretarios del Despacho se reunieran a lo menos un día por semana, y a lo que es ahora Consejo de Ministros llamóse entonces Junta de Estado. Al erigirla, encargóla el Monarca tratar de las disposiciones generales; decidir o cortar las competencias en casos urgentes o de poca monta, y oír las propuestas de empleos que pertenecieran a dos mandos. De esta suerte concurría cada ministro con sus experiencias y luces al examen y combinación de intereses de todos los ramos del Gobierno; se evitaba el desacuerdo en lo que se mandara; aunque no existiera el ministro promotor de tal o cual pensamiento, quedaban los demás para proseguirlo y sustentarlo, como sabedores de los motivos que tuvo en su apoyo, con lo que venia a ser la Junta depositaria inmortal de las providencias generales; tanto los ministros como sus subalternos se esmerarían en los negocios de su incumbencia; habría más proporción de acertar con el consejo y dictamen de muchos que con el de uno solo; se facilitaría la expedición de no pocos asuntos que por las disputas o etiquetas de los tribunales, o por reprobados manejos de las partes interesadas, se dilataban muchos años; y en cuanto a la provisión de empleos, teniéndose presentes por todos los ministros las calidades de los que fueran propuestos al Monarca, podría este elegir sin titubear el más apto979.

Aparte de las utilidades que habían de resultar a la gobernación de la monarquía de lo prevenido por Carlos III el 8 de julio de 1787, logróse desde luego una de precio incalculable para la historia con el documento cuyo epígrafe dice a la letra: Instrucción reservada que la Junta de Estado, creada formalmente por mi decreto de este día, deberá observar en todos los puntos y ramos encargados a su conocimiento y examen. Desde 1838 corre impresa en francés, y desde 1839 en castellano bajo el título de Gobierno del señor Rey don Carlos III, que le cuadra perfectamente, «siendo, como es (a juicio de un varón insigne que lo tenía muy recto y sesudo), el resultado de todas las ideas adquiridas durante el período en que reinó, y la expresión, digámoslo así, de cuanto había hecho y meditaba hacer en lo sucesivo para la prosperidad de la monarquía»980. Como documento reservado abunda en verdad y expansión por donde quiera que se consulte, señalando sinceramente el Monarca a sus más íntimos consejeros hasta dónde había llegado y por dónde quería seguir con el noble designio de labrar la felicidad de los españoles. Su ministro Floridablanca, muy penetrado hasta de sus más recónditos pensarnientos, formó la Instrucción para la Junta. Oyósela Carlos III leer a trozos por tres meses consecutivos después del despacho ordinario, y finalmente, dignóse aprobarla, no sin enmendar o añadir algunos pasajes de su puño y letra. Todas estas circunstancias aumentan el precio intrínseco de una Instrucción tan luminosa, que abarca por completo el espíritu de su reinado, y cuya reseña es indispensable para dejar casí concluida su exacta pintura.

«Estando la religión como merece, está la monarquía como se debe», dijo Macanaz mucho antes; y en el orden de los Auxilios para bien gobernar una monarquía católica, fue este el primero que ocurrió a su mente privilegiada. «Como la primera de todas mis obligaciones y de todos los sucesores de mi corona (comenzaba Carlos III) sea la de proteger la religión católica en todos los dominios de esta vasta monarquía, me ha parecido empezar por este importante punto para manifestaros mis deseos vehementes de que la Junta, en todas sus deliberaciones, tenga por principal objeto la honra y gloria de Dios, la conservación y propagación de nuestra santa fe, y la enmienda y mejora de las costumbres»981. Hasta qué extremo se conforman las ideas del antiguo fiscal del reino, a quien no pudo sostener en favor Felipe V, y los decretos del primer hijo que tuvo este Soberano en su esposa Isabel de Farnesio, circunstancia es que se ha apuntado repetidas veces en la presente historia, y que se ha de ver más de bulto por quienes cotejen los escritos de aquel español ilustre cuanto infeliz, a causa de no haber nacido medio siglo más tarde, con la Instrucción dada a la Junta de Estado por el Monarca que aún llegó a tiempo de restituirle a su familia y de evitarle el desconsuelo de pasar a los noventa años del calabozo a la sepultura.

Sostener, afirmar y perpetuar la correspondencia filial de España con la Santa Sede recomendaba el Rey a la Junta, de manera que en materias espirituales no se dejaran de obedecer y venerar por ningún caso las resoluciones tomadas en forma canónica por el vicario de Jesucristo; mas, como algunas pudieran envolver ofensa a las regallas de la Corona, se le habrían de consultar los medios prudentes y vigorosos de sustentarlas, combinando la defensa de la autoridad Real y el respeto a la Santa Sede. Muchos puntos, que era lícito resolver de otro modo, se redujeron por sus predecesores a concordatos: este recurso y el que había adoptado personalmente de solicitar Breves e indultos pontificios, salvando siempre sus derechos, le parecían provechosos para seguir con los Sumos Pontífices en armonía. No obstante, reflexionaría la Junta cuáles materias eclesiásticas se tratarían con Roma, y cuáles con los prelados y eclesiásticos de España: como estos eran muchos en número para reunir sus pareceres, y no pocos los desafectos a las regalías, se inclinaba a no restablecer sus congregaciones por medio de diputados en la corte, ni los concilios nacionales; y a que, para los diocesanos, estuviera muy a la vista de lo que se tratara por medio del Consejo; y por tanto, a que, en caso de duda sobre el buen suceso en cosas eclesiásticas, valdría acaso más recurrir al Papa, cuyo nombre y autoridad allanaban las mayores dificultades entre los españoles.

De aquí resultaba el conato que se debía poner en que los Sumos Pontífices fueran personas de condición blanda y mucha doctrina, y de erudición sólida y vasta, con lo cual sabrían moderar las exorbitancias de la curia, y ceder a las peticiones de las Coronas; objeto hacia que se caminaría, guardando consideraciones y honrando oportunamente a cardenales, prelados y aun a los príncipes y nobleza romana.

Cuatro pretensiones principales se proseguirían con la Santa Sede. Primera, afianzar la disciplina eclesiástica en la residencia de todo género de prebendas, y más de los beneficios simples servideros, y así dejarían de ser cebo de los clérigos vagos o transeúntes, muy de sobra en capital y ciudades, y patrimonio de hijos de poderosos, que buscaban estas rentas para disfrutarlas en los deleites de pueblos grandes sin socorrer a los necesitados. Segunda, procurar que no se opusiera el Padre Santo a que se atajara el progreso de la amortización de bienes; punto perteneciente a la autoridad Real según costumbre antigua y dictámenes muy fundados, bien que no hubiera querido tomar resolución por vía de regla antes de tantear todos los medios pacíficos y dulces, como el de que ya no se amortizaran bienes sin Real licencia y conocimiento de causa, y el de que las dotaciones pías se subrogaran en frutos civiles; planteándolo todo por escala y suavemente, según se empezaba a hacer en los casos particulares en que había fueros contrarios a la amortización de bienes. Tercera, reducir las familias religiosas a una disciplina más conforme a su instituto y bien del Estado, y lograr que tuvieran sus superiores dentro de España, a cuyo designio se oponía la curia solo respecto de las que acostumbraban a tenerlos residentes en la capital del orbe cristiano; y de paso insinuaba el Rey la conveniencia de intervenir en el nombramiento de superiores regulares, con lo que se mostrarían agradecidos y propensos a difundir entre sus súbditos las buenas ideas útiles al Estado. Cuarta, establecer el arreglo de los esponsales y contratos matrimoniales a semejanza de Portugal, donde había ley muy prudente que limitaba los esponsales obligatorios a los celebrados con ciertas formalidades, sin admitir sobre los demás ninguna demanda.

Vigorosamente se habían de mantener además la Rota de la Nunciatura, erigida para que los últimos recursos de justicia no fueran a Roma, y las resoluciones sobre que no se recibiera expedición alguna de su curia, no pedida y enviada por conducto de los embajadores, ministros o agentes españoles. «Sólo resta (añadía el Rey) arreglar con pausa y prudencia la moderación de los derechos y gastos de las expediciones, y que las causas para ellas sean legítimas y canónicas, de modo que no sean ni parezcan las dispensas, a los ojos del mundo y de los enemigos de nuestra santa religión, un medio astuto de sacarnos el dinero»982.

A todo ayudarían los obispos y eclesiásticos ilustrados, y les trataría la Junta de manera de captarse su afecto y subordinación con dulzura y con demostraciones de honor y agradecimiento a los distinguidos por su virtud, amor al Real servicio y a la felicidad del Estado; y así tolerarían las providencias necesarias en favor de las regalías, del buen orden y del alivio de gravámenes y pobreza del pueblo. «En esta parte (decía el Monarca) el clero de España debe sufrir algunas deducciones por las crecidas rentas que goza, pues, además de las dotaciones que recibieron de la Corona, disfrutan la universal y pesada contribución de los diezmos y primicias, sin rebaja de gastos, y cobran derechos de los fieles, como si no pagaran diezmos, de bautismos, matrimonios, entierros y demás cosas en que interviene la Iglesia, sin contar las oblaciones, limosnas, sufragios, hermandades o cofradías, y otras cargas. En ninguna parte de Europa hay esta extensión de contribuciones; pero su remedio pide tiempo, ocasiones proporcionadas, que autorice el mismo clero, y mucha suavidad»983.

Deber indispensable de la Junta sería, por tanto, afanarse en promover la ilustración del clero con el estudio de la Escritura, de los Padres de la Iglesia, de los Concilios generales primitivos y de la sana moral, así en las Universidades como en los Seminarios y los colegios de las órdenes religiosas. También convendría que los eclesiásticos no se abstuvieran de cultivar el derecho público y de gentes, el político y económico, y las ciencias exactas. Con galardonar a los que sobresalieran en conocimientos de esta clase, y atender a que las rentas eclesiásticas recayeran sobre el mérito de los agraciados, se estimularía al clero al estudio, a la mejor disciplina y a criar en su seno personas que, a la sublime cualidad de ministros de la religión, supieran unir la de buenos y celosos ciudadanos, y excitar a la sólida y verdadera piedad, y combatir la moral relajada y las opiniones que habían dado causa a ella.

No menos se conseguirían tan buenos fines moviendo a los obispos, curas y prelados regulares a que con sus mandatos, pastorales, exhortaciones frecuentes, y aun con las penas espirituales, condenaran las supersticiones y devociones falsas, fomentadoras de la ociosidad y el despilfarro, y nocivas al verdadero culto y socorro de pobres; por lo cual no admitía demora el ejecutar las resoluciones para disminuir o extinguir las cofradías no dedicadas exclusivamente a tan santos objetos, sin distracciones profanas y tal vez pecaminosas, y sin gastos de comidas, refrescos y pompas vanas y gravosas a los vasallos.

Lo mismo podía hacer la Inquisición con ayudar a instruir a los pueblos para que separaran la semilla de la cizaña, entendiendo ser la religión la primera y la superstición la segunda. Este tribunal sería protegido mientras no se desviara de su instituto, pues todo poder moderado y en regla es durable; pero el excesivo y extraordinario es aborrecido, y llega un momento de crisis violenta en que suele destruirse984. Nombrados sólo por título honorífico los calificadores, muchos de ellos carecían de la doctrina indispensable, lo cual estaba pendiente de arreglo, y se terminaría en el sentido de que no se formalizaran sus elecciones sin conocimiento del Monarca, así por los derechos de patronato del Santo Oficio, como para evitar que se agraciara a personas desafectas a las regalías.

Entre los estorbos mayores para las conversiones al catolicismo, se contaba, al decir del ilustrado Carlos III, la nota indecente y aun infame que se ponía a los convertidos y a sus descendencias y familias, «de manera (expresaba elocuentemente) que se castiga la mayor y más santa acción del hombre, que es su conversión a nuestra santa fe, con la misma pena que el mayor delito, que es el de apostatar de ella, supuesto que igualmente se reputan infamados los convertidos y sus descendientes, y los penitenciados o castigados por herejía y apostasía y los suyos»985. Para examinar y proponer el modo de desterrar tamañas preocupaciones, acostumbrar a los pueblos a que trataran con caridad y honor a los convertidos y facilitar a estos y a sus descendientes las mismas ventajas que a los demás vasallos, trabajaba una junta presidida por el inquisidor general y compuesta de teólogos y canonistas.

Sobre materias eclesiásticas terminaba el Soberano por recomendar mucho la división de los obispados, ya porque los Pastores más diligentes no podían visitar a menudo diócesis muy extensas, ya porque, juntándose en la capital las rentas todas, se dejaban de distribuir con igualdad en los terrenos que las producían, y se iban esterilizando de resultas. Arbitrio el más fácil y eficaz contra este daño parecía erigir prelados y cabildos que consumieran allí sus rentas, fomentaran algunas familias pobladoras, y socorrieran los infortunios, viéndolos más cerca. Sobre ello había expedientes en las Cámaras de Castilla e Indias que era menester no soltar de la mano.

Razones análogas instaban a dividir más proporcionalmente las provincias, y a establecer para todas Audiencias que vigilaran a las autoridades inferiores, reprimieran mejor los delitos y las prepotencias de los jueces y poderosos, y evitaran muchas opresiones a los infelices. Entre tanto cabría erigir en cada Intendencia un tribunal medio con el intendente y dos asesores, que determinara por vía de apelación o queja las causas de menor cuantía, las de delitos en que no hubieran de recaer penas temporales, y los recursos contenciosos y aun económicos de hacienda, guerra y policía, con el fin de precaver extorsiones en los repartimientos y cobranza de tributos, y gravámenes indebidos en utensilios, alojamientos y demás cargas, cuidando al par de la buena policía de los pueblos y de la mejor administración e inversión de sus fondos, por la vía de Hacienda, y, de acuerdo con las de Guerra y Gracia y Justicia, se trabajaba en estos particulares, y atañía a ha Junta activar su despacho.

En bien de la administración de justicia se enmendarían las Ordenanzas de los tribunales superiores, y se visitarían de tiempo en tiempo, a fin de restituir el vigor y la elasticidad a estos muelles preciosos de la máquina del Estado, y se regularía el método en la provisión de plazas togadas, según estaba prevenido respecto de los corregidores y alcaldes mayores986, empezándose por el arreglo de los Consejos y Cámara de Castilla e Indias, en quienes residía una gran parte de la autoridad soberana. No sólo habían de ser letrados los consejeros, sino políticos y experimentados en el arte de gobernar, por haber servido al frente de las Chancillerías o Audiencias. De la elección de jefes para los Consejos dependía que desplegaran la actividad indispensable y produjeran el bien propio de su instituto, por lo que el Rey, según ocurrieren los casos, los consultaría con la Junta. «Esta (añadía) tendrá presente que ni el nacimiento o grandeza, ni la carrera militar, ni otra cualidad accidental de esta especie deben ser el motivo de estas elecciones; pues sólo deben recaer, siempre que se pueda, en los hombres más sabios, morigerados y activos que puedan hallarse, y que sean respetables por su edad, condecoración y experiencia en el gobierno».987 Otro tanto se necesitaba practicar para el nombramiento de virreyes, gobernadores y capitanes generales, sin atender precisamente a la antigüedad, ni a otras consideraciones de la conveniencia de las personas, poniendo la vista en la felicidad de los pueblos, muy dependiente de la calidad de tales superiores.

También se ocuparía la Junta en acomodar a los tiempos presentes las Ordenanzas con que se gobernaban los Consejos, previa consulta de los ministros más doctos, antiguos y celosos: ya reformadas, se leerían en las respectivas corporaciones al principio de cada año, y sus ministros turnarían en pronunciar a la sazón un discurso, con que se exhortara al trabajo asiduo, imparcialidad y desinterés en todos los actos, porque los hombres sacaban siempre nuevos propósitos del calor de estas exhortaciones. Del buen gobierno de los Consejos resultaría el de los pueblos y la acertada elección de corregidores, en cuyo punto y en el de vigilar su conducta no se omitiría cuidado.

Parte del logro de tales fines estribaba en disminuir las jurisdicciones de señoríos, y aunque no se pensara quebrantar a los señores sus privilegios, era indispensable examinar si los tenían efectivos, e incorporar todas las jurisdicciones enajenadas y revertibles a la Corona, como las mercedes enriqueñas, y sujetar a los tales señores de vasallos a que, antes de nombrar jueces, los habilitaran en la Cámara al modo que se ejecutaba con los de realengo y según lo mandado recientemente, y favorecer el tanteo e incorporaciones de los oficios de regidores, escribanos y otros, cortando los abusos con que se convertían en medios de estafar y vejar a los pueblos.

Nada embarazaba tanto a los jueces y a la recta administración de justicia como las competencias de jurisdicciones, por cuyo motivo tomaría la Junta con calor el determinarlas prontamente, sin contemplaciones a los fueros privilegiados, perjudiciales por lo común al buen orden y a la justicia. «El Reino en Cortes (seguía el Rey) ha clamado siempre por la moderación de los fueros, y se le ha ofrecido en las súplicas y condiciones de millones; por mi parte he contribuido a esta moderación, considerándome obligado a ello, y deseo que la Junta haga lo mismo, así en los casos particulares como en los generales»988.

Sobre la extinción de la vagancia juzgaba ser inasequible sin proporcionar trabajo a los ociosos, no bastando proteger la industria, la agricultura y el comercio, si no se desterraba la envejecida preocupación de que hay oficios viles. A las resoluciones tomadas en este sentido convenía añadir otras para seguir la idea; pues los hombres amaban naturalmente el honor, y mucho más los españoles; y del desprecio con que se habían mirado las artes útiles emanaba un semillero de vicios; y perseguir la ociosidad y castigar con la infamia la aplicación al trabajo era contradictorio y aun inhumano e inicuo, a semejanza de lo manifestado sobre la inconsecuencia bárbara de convidar a los infieles a convertirse a nuestra santa religión para infamarlos después y excluirlos de todos los medios honrados de subsistencia. Con la creación de las Sociedades Económicas, en que se incorporaban muchos nobles, y su empeño por fomentarlo todo, se podía combatir preocupación tan funesta; y con divulgar que en todo género de trabajos de las artes útiles pasaban el príncipe y los infantes muchas horas del día, y que la nobleza inglesa se matriculaba en los gremios de artesanos para entrar en los empleos del Estado y en las deliberaciones del Parlamento.

Disminuyendo los incentivos de la vanidad, se propendería a igual designio, ya que la libertad y facilidad de fundar vínculos y mayorazgos todo linaje de personas prestaba un motivo frecuente para que ellas y su prole abandonaran los oficios. Sobremanera grave creía Carlos III el aprisionamiento de tantos bienes, de que se derivaba su decadencia, por la pobreza o mala conducta de los poseedores; y aun los de vinculos y mayorazgos que tenían conducta arreglada y acrecentaban sus riquezas no se aplicaban sino raras veces a mejorarlos; porque debiendo quedar las mejoras, según las leyes, a beneficio de sus sucesores, escrupulizaban y repugnaban adelantar las fincas vinculadas, y se dedicaban a buscar otras libres para sus demás hijos, con lo que también se menoscababan sus mayorazgos989. Proyectos encaminados a remediar tales perjuicios eran el refrenar las vinculaciones de tercio y quinto, y el mandar al Consejo que respecto de las demás propusiera lo conveniente. Lo examinaría todo a su tiempo la Junta, reflexionando que, aunque los mayorazgos ricos pudieran conducir en una monarquía para fomento de la nobleza útil al servicio del Estado en las carreras de armas y letras, los mayorazgos pobres sólo podían ser un seminario de vanidad y holgazanería, por lo cual se fijaría el menor en cuatro mil o más ducados de renta; que en todo género de vinculaciones se comprenderían los bienes productores de frutos civiles y algunas casas principales de habitación para los poseedores, y cuando más la cuarta o quinta parte en bienes raíces; que de estos pudieran sacar los poseedores, como libres para sus herederos, los nuevos plantios, riegos y edificios; que en los casos de solicitarse Real licencia para gravar los mayorazgos con censos, se preferiría la enajenación de algunas fincas raíces, y por último, que las vinculaciones no duraran más que las familias.

De la educación de los infelices cuidaría esmeradamente la Junta: varias casas religiosas de Galicia y algunos monasterios comenzaban a recogerlos e instruirlos en doctrina cristiana y primeras letras, alimentándolos y vistiéndolos hasta los diez o doce años; pero además era menester quitar los hijos a los padres que abandonaran su crianza, y educarlos a costa de ellos, si poseian bienes o con el Fondo Pío erigido por el Soberano, si fueren pobres. En el recogimiento de expósitos se vigilaría para que no se malograran tantas criaturas, y procurando lactarlas en los mismos pueblos donde se hallasen o en los inmediatos, y que después las prohijaran y dedicaran al trabajo algunos vecinos. A los hospicios se llevarían solamente los niños, para su enseñanza, y las personas impedidas: allí podía haber escuelas prácticas de artes y oficios, sin establecer fábricas muy costosas y extensas, ocasionadas a grandes desperdicios y perjudiciales a los artesanos. Los hospitales se habían de reducir a la curación de transeúntes o miserables que carecieran de domicilio, pues, teniéndolo, convenía mejor asistirlos en sus mismas casas, donde experimentarían mil consuelos. Se extenderían a toda España la Junta de Caridad y las diputaciones de barrio y parroquia fundadas en Madrid y los Sitios Reales.

«Las enseñanzas públicas y las Academias (continuaba el Monarca) tienen por objeto el complemento de la educación, que es la instrucción sólida de mis súbditos en todos los conocimientos humanos. En esta parte, lo que hace más falta es el estudio de las ciencias exactas, como las matemáticas, la astronomía, la física experimental, química, historia natural, mineralogía, hidráulica, maquinaria y otras ciencias prácticas. Con el fin de promover entre mis vasallos el estudio, aplicación y perfección de estos conocimientos, he resuelto formar una Academia de Ciencias, y encargo muy particularmente a la Junta coopere a estas ideas y las recuerde con frecuencia y oportunidad».990

Por medio de las Sociedades patrióticas y los consulados se fomentaría la enseñanza especulativa y práctica del comercio: su protección llevaba embebida la de las artes y agricultura; y a todo había dado gran movimiento el comercio libre de Indias, que se sostendría a pesar de contradicciones y embarazos, así como el Banco nacional de San Carlos, erigido a costa de tantos desvelos. Para que progresara todo, inventaría la Junta, y propondría al Rey, los arbitrios más eficaces con que se abreviara la ejecución completa de caminos y canales, en que se trabajaba de continuo: a impulsos de iguales ideas no cesaría de sostener con tesón la pragmática del libre comercio de granos, el destierro de las tasas y la libertad o minoración de gabelas en la circulación de los frutos de la tierra y de los productos de la industria; ni de multiplicar los riegos y plantíos, para lo cual había muchas obras emprendidas o proyectadas. Urgía providenciar sobre la replantación y conservación de montes; y era conducente al designio que los que plantaran árboles en terrenos baldíos, repartidos por suertes, gozaran sus aprovechamientos, y que a los poseedores de terrenos incultos o de pasto común se permitiera cercar la tercera parte de los que plantaren de nuevo, mientras conservaran el arbolado. Antes de que se roturara tierra alguna se probaría ser preferible para el cultivo; no tener árboles ni plantíos capaces de conservación o mejora; carecer los pueblos de las tierras necesarias para la agricultura: se exigiría además que, luego de rotas, se plantaran árboles en sus linderos. Donde hubiera nuevos regadíos, se abriría la mano a la rotura de tierras incultas.

Tras de exponer que la protección de los fabricantes nacionales y extranjeros, la estimación de todo oficio y del que lo ejercita, la diminución de gravámenes a las manufacturas, la libertad de los artistas para la ejecución de sus ideas y la persecución de los ociosos son los medios aprobados y experimentados generalmente para la prosperidad de la industria, decia el Monarca: «He contribuido, en cuanto ha permitido el estado de mi Real hacienda, a la ejecución de estas máximas, y la Junta, según lo que el tiempo diere de sí, ha de procurar llegue a verificarse que toda manufactura nacional circule dentro del reino y salga de él sin cobrarse derecho alguno por su tráfico, venta o extracción. Cuando este pensamiento pueda ponerse en práctica, se logrará la extensión y perfección de las fábricas, el aumento de la población, y el empleo y manutención de más de la mitad de los vasallos».991

Todo lo enunciado se entendía trascendental y común a las Indias, bien que hubiera otras reglas para su particular gobierno. Punto esencial era la elección de obispos criados en España con las máximas de caridad, recogimiento, desinterés y fidelidad al Rey que distinguían a nuestros prelados, los cuales, con la voz y el ejemplo, atajaran la relajación del clero americano, muy cierta por desgracia, sin que tampoco se desatendiera a los clérigos del país sobresalientes en sabiduría y virtudes. A restablecer las buenas costumbres del clero coadyuvarían regulares enviados de España; y ya que la experiencia demostraba no ser posible atender con los eclesiásticos seculares a las doctrinas de indios, cumplía no encargar muchas de ellas cercanas a los regulares de una misma orden religiosa, para precaver los inconvenientes de la dominación y partido que se formaran entre los naturales a semejanza de los jesuitas.

Juzgábase también punto esencial el de elegir vireyes a personas acreditadas por su talento militar y político y probidad acrisolada; y así cuidarían de que fueran igualmente íntegros los ministros de los tribunales superiores e inferiores, y del buen trato, moderación y suavidad de los tributos y su cobranza, según se había procurado con la creación de Intendencias y con la considerable diminución otorgada por el reglamento del comercio libre americano y otras resoluciones a muchos derechos sobre los frutos de aquellas provincias.

Entre las más favorecidas se contaban la Luisiana y la isla de la Trinidad, a fin de poblarlas y de inclinar a los extranjeros católicos a fijar allí su domicilio. «Mis designios políticos en estas gracias (seguía el Rey) han sido, por lo que toca a la Luisiana, formar en ella una barrera poblada de hombres que defiendan las introducciones y usurpaciones por aquella parte hasta Nuevo Méjico y nuestras provincias del Norte; y en este punto se hacen ahora más necesarios estos cuidados contra la rapidez con que los colonos americanos dependientes de los Estados-Unidos procuran extenderse por aquellos vastos territorios. Por esto mismo convendrá reflexionar lo que sea necesario hacer para la población de las dos Floridas, favoreciéndolas, y a su comercio y navegación, como a la Luisiana, supuesto que han de ser la frontera de aquellos diligentes y desasosegados vecinos, con quienes se procurará arreglar los límites en la mejor forma que se pueda».992

De resultas de las ventajas conseguidas en la última guerra, quedaba el río Misisipi dentro de los dominios españoles: navegarlo sin estorbo hasta el seno mejicano pretendían los colonos de los Estados-Unidos, fundándose en el tratado hecho a 30 de noviembre de 1782 con Inglaterra, fecha en que la Florida Occidental, por donde corre, pertenecía a España por derecho de conquista, y en que aquella nación no podía disponer de cosa no suya. Sin embargo de razón tan incontestable, persistían los Estados-Unidos en la ejecución del tratado, y se negociaba a la sazón para arreglar amigablemente este punto, en el que Carlos III estaba resuelto a mantener su justicia, aunque sobre el de límites cediera algo.

Respecto de la Trinidad, además del objeto de aprovechar su fértil territorio, tenía el de formar un establecimiento que cubriera el continente inmediato y facilitara con el tiempo un puerto útil a sus armadas, para acudir adonde la necesidad lo exigiere, siendo la isla más a barlovento de todas sus posesiones por aquella parte, y habiendo acreditado la experiencia que el puerto de la Habana, tan capaz, seguro y provechoso para estar a la vista de cuanto saliera del seno mejicano, no era proporcionado para ir con socorros a los demás parajes de las dilatadísimas costas de Honduras, Goatemala y Tierra-Firme. Desde la Trinidad se acudiría fácilmente a todos lados, y por esto quería, no sólo que se poblara y fortificara, sino que se habilitara allí un buen puerto a costa de cualquier cuidado.

Se fomentaban la población y el comercio de Santo Domingo y Puerto-Rico, y había que perseverar en la empresa. Con la adquisición de las islas de Fernando Poó y Annobon se saldría de la sujeción de los ingleses al surtirse de negros. Pobladas y aseguradas las islas de Trinidad, Puerto-Rico, Santo Domingo y Cuba, y fortificados sus puertos y los del continente de Florida, Nueva-España por ambos mares, en que se incluían las costas del Sur hasta las Californias, y de allí adelante, y en las del Norte las de Yucatán y Goatemala y su nuevo puerto de Trujillo, las de Caracas y Tierra-Firme, no sólo se podrían defender de enemigos aquellas vastas e importantes regiones, sino que se tendrían en sujeción los espíritus turbulentos de algunos de sus naturales. Otro tanto se haría en la América Meridional, desde Montevideo, por la parte del Norte, y por la del Sur desde Panamá hasta fines del reino de Chile y aun hasta la Tierra del Fuego, cuidando no dejar isla próxima al continente, puerto o ensenada capaz de formarlo para buques de guerra, especialmente si tenía aguadas; y creando iguales establecimientos en las costas del estrecho de Magallanes, pues servirían de gran recurso para todo, y para facilitar el comercio, aun cuando este sólo se pudiera hacer con bajeles de poco porte.

Precauciones de seguridad semejantes se requerían en los puntos por donde confinaba España con otros países: se había salido del mayor cuidado con sacar del territorio de Mosquitos a los ingleses: se continuaría el proyecto de ceñir en contorno los establecimientos que se les habían concedido para la corta de maderas; y proseguiría la vigilancia sobre la embocadura del río de San Juan hasta el gran lago de Nicaragua, pues salieron ciertos los avisos de que los ingleses trataban de asomar al mar del Sur por aquella parte.

Menos había que recelar sobre los confines americanos entre españoles y portugueses; pero sí mucho que precaver acerca del ansia de extenderse de estos, para aprovecharse de las producciones y comercio de nuestras provincias internas. A propósito de ello, inculcaba el Rey la necesidad de fijar los límites de las respectivas posesiones, según lo capitulado en 1.º de octubre de1777; y exponía a las claras los trámites que había seguido el asunto, las dificultades sobrevenidas, y la manera de superarlas993.

Holandeses y franceses no tenían proporción de perjudicar a nuestros territorios y comercio desde sus pequeñas colonias de Esquibo, Suriñán y Cayena. Hacia el Norte exigían vigilancia los rusos, porque desde el mar de Kamtchatka hacían y continuaban descubrimientos, y más después de hallar el estrecho que separa ambos continentes. Pero lo más peligroso para España era la vecindad de las islas extranjeras de Barlovento y Sotavento, y particularmente la de Jamaica, padrastro terrible a la entrada del seno mejicano, depósito de las fuerzas marítimas y terrestres con que podíamos ser invadidos, y almacén muy proporcionado para el comercio clandestino en todos los establecimientos españoles. De aquí la necesidad de conquistarla en tiempo de guerra y de celarla en el de paz con buenos guarda-costas. Esto último se aplicaría igualmente a las de Granada y Tabago y Curazao. Aun viviendo en armonía con Francia, obligaba la prudencia a impedir que traspasara los límites de sus posesiones, y más en la isla de SantoDomingo, donde anhelaba apoderarse de la bahía de Samaná, propia a figurar como el mejor surgidero en aquellas aguas. Al decir del Rey, era menos malo ceder la isla toda, que conservarla sin tan excelente bahía.

Dudar como en otros tiempos sobre si resultarían ventajas de abandonar o ceder las islas Filipinas, fuera cuestión escandalosa, correspondiendo únicamente pensar en conservarlas, defenderlas y mejorarlas. Si prosperaba la Compañía creada para fomentar el comercio de ellas, vendrían a ser fecundo manantial de tesoros; bien que urgiera atender a que los buques no arribaran a las colonias extranjeras con plata y efectos de BuenosAires, y evitar que los géneros de la India Oriental perjudicaran a nuestra industria; punto en que era preciso, como suele decirse, navegar siempre con la sonda en la mano, mediante el examen anual de entradas y salidas. Oportunamente se acababa de patentizar la sinrazón de las antiguas pretensiones de los holandeses, resucitadas ahora, sobre que los españoles no podían ir a la India Oriental por el cabo de Buena-Esperanza: como quiera que fuere, y sin mengua de sus derechos, deseaba el Rey que se frecuentara con preferencia por el mar del Sur la navegación a aquellas regiones994.

Un solo ministro venia desempeñando los negocios de Indias; pero, aumentados considerablemente, había que dividir su despacho, ora agregándolo por ramos a todas las secretarías de España; ora aplicando a un ministro los de Guerra y Hacienda y a otro los de Gracia y Justicia; ora encargando la América Meridional a uno y la Septentrional a otro. Al formarse la Instrucción reservada, túvose por mejor el primero de estos proyectos; mas cabalmente el mismo día de comunicarla a la Junta de Estado prevaleció el segundo. Por junio había fallecido el marqués de la Sonora, y fueron dos sus sucesores: D. Antonio Porlier, fiscal del Consejo y Cámara de Indias, en los ramos de Gracia y Justicia, y el ministro de Marina, Frey D. Antonio Valdés y Bazán, en los de Guerra y Hacienda, bajo el concepto de interino995.

Pasando a los asuntos de guerra, explicaba el Rey la conveniencia de disminuir el ejército mientras durara la armonía con Francia, Portugal, Marruecos y las Regencias berberiscas; el provecho de fortalecer la disciplina de las milicias provinciales y de engrosarlas; la utilidad de las milicias americanas y cuerpos fijos contra las invasiones enemigas, no para mantener el buen orden interno; la importancia de conservar allí tropa veterana española; la urgencia consiguiente de aumentar la infantería, según se había practicado, añadiendo un batallón a cada regimiento, y de suprimir en la caballería algunos escuadrones; la indispensabilidad de fijar por provincias militares de España e Indias y por regimientos los generales que hubieren de gozar sueldo de campaña o cuartel y los oficiales agregados, sin hacerse promociones mientras no ocurrieran vacantes; de dar más fuerza a los doce regimientos de infantería irlandesa, italiana, walona y suiza, pues excusaban a muchos españoles abandonar la agricultura y los oficios; de perfeccionar el arte militar según los adelantos de Europa, y especialmente en el arma de ingenieros, siendo preciso escoger los oficiales de más talento y estudio para que observaran en Francia, Inglatera, Austria y Prusia lo más particular de su ramo, y trataran con los extranjeros de más renombre, y aprendieran con los ojos y el tacto lo que no se aprendia en los libros solos996; de emplear, según se iba ya ejecutando, a las tropas en las obras públicas, a fin de sostener y mejorar su vigor y robustez, sus costumbres y disciplina; y finalmente, de anticipar los materiales, planos y dictámenes provechosos acerca de los puntos en que conviniere hostilizar a los enemigos, caso de que la desgracia, la necesidad o el honor nos obligaran a una guerra.

Con todo su corazón deseaba Carlos III que Dios librara a sus amados vasallos de calamidad semejante, y persuadía a la Junta a no perdonar celo ni conato para impedirla y precaverla. De no lograrlo, a España no convenían más conquistas o adquisiciones que la de Portugal, si acaecía el caso eventual de una sucesión en Europa, y, por lo tocante a América, la isla de Jamaica y las demás citadas antes, a ser posible, agregándose a esto el limpiar de ingleses la costa de Honduras. Por inconquistable tenían a Gibraltar la mayor parte de los generales de valla: con todo, indicaba el Rey un medio probable de llegar al centro de la plaza997 y la ventaja de ponerla bloqueo. Para que la venturosa paz con los africanos no degenerara en funesta por abandono, se visitarían nuestros presidios lo menos una vez al año. Más que todo importaba la formación y elección de buenos generales de mar y tierra, sin cuyo cuidado y acierto eran absolutamente inútiles los ejércitos, las armadas, los caudales y los mayores preparativos.

«Siendo como es, y debe ser, la España potencia marítima por su situación, por la de sus dominios ultramarinos, y por los intereses generales de sus habitantes y comercio activo y pasivo (proseguía el Monarca), nada conviene tanto, y en nada debe ponerse mayor cuidado que en adelantar y mejorar nuestra marina».998 Sobre construcción se habían dado algunos pasos felices para añadir velocidad a los navíos sin menoscabo de su solidez y resistencia: faltaba apurar los medios tocante a economía, promoviendo la construcción por parte de las Compañías de Filipinas y la Habana, del Banco, de los Gremios y otros cuerpos fuertes, y nombrando personas prácticas e imparciales que sorprendieran en los departamentos a los empleados y dependientes y lo examinaran todo, porque en ramo como el de marina, el más vasto y dispendioso de la Corona, cualquiera abuso, fraude o desperdicio multiplicado producía pérdidas importantes, y cualquier ahorro repetido en las cosas más pequeñas importaba al año sumas enormes. A la economía en la construcción debía acompañar la del número y la dotación de empleados, así de guerra corno del Ministerio. Designados estaban al efecto los generales, capitanes, tenientes y alféreces de navío y fragata correspondientes al armamento de las dos terceras partes del total de buques, y de manera que sólo se proveyeran los ascensos en caso de vacantes, con atención al mérito ante todo, y a la antigüedad solo en igualdad de campañas, combates y sucesos felices. Se comprendería en la renovación de la Ordenanza de Marina el método de hacer justificadamente las propuestas, y de galardonar con divisas de honor o recompensas pecuniarias las acciones distinguidas de guerra en oficiales, soldados y marineros. Aquellos podrían, durante la paz, encargarse del mando y servicios en buques mercantes, y para que supieran tanto y más que los subalternos, acudirían a las escuelas de náutica y pilotaje, cuyo perfeccionamiento parecía ocioso que se recomendara a la Junta.

Ya en la Ordenanza de Marina se adoptaron varias providencias para conseguir buenas tripulaciones; restaba asegurar al pabellón nacional el comercio de cabotaje, sin consideración a privilegios. Como arbitrio para aumentar la navegación y el comercio, se fomentaría la pesca de la ballena y de pescados secos o enjutos en las costas lejanas, y se premiaría con dinero a las embarcaciones, según los riesgos, las distancias y las cantidades que trajeran de cada especie. Acerca de marina, recomendaba últimamente el Soberano que, al modo que de su Real orden era a la sazón reconocido el Estrecho de Magallanes, se efectuaran progresivamente iguales reconocimientos de todas las costas de sus vastos dominios en las cuatro partes del mundo, y las posibles experiencias para descubrir los rumbos más cortos y seguros de navegación a los países más distantes y menos frecuentados, ejecutándose a lo menos en cada año uno de estos proyectos.

Según Carlos III, la Real hacienda equivalía a los frutos de la gran heredad de la monarquía, y toda la ciencia de este vital ramo se concretaba a dos puntos; el de su cultivo y el de su aprovechamiento. «Recelo (continuaba) que se han empleado siempre más tiempo y desvelos en la exacción o cobranza de las rentas, tributos y demás ramos de la Real hacienda que en el cultivo de los territorios que los producen y en el fomento de sus habitantes, que han de facilitar aquellos productos. Ahora se piensa diferentemente, y este es el primer encargo que hago a la Junta y al celo del ministro encargado de la Real hacienda; esto es: que tanto o más se piense en cultivarla que en disfrutarla, por cuyo medio será mayor y más seguro el fruto. El cultivo consiste en el fomento de la población con el de la agricultura, el de las artes e industria y el del comercio».999 A este fin habría que separar un fondo, extrayendo, por ejemplo, el uno por ciento de todas las rentas, que ascendería como a cuatro millones de reales al año, y dividiéndolos en tres porciones, la primera para impulsar la agricultura mediante la construcción alternativa por provincias y partidos de casas a los labradores, y el auxilio de ganados y aperos, y el aumento de regadíos y plantaciones, a que también concurriría el caudal de expolios y vacantes; la segunda se destinaría al socorro de industriales, a la compra de máquinas y modelos, al premio de los que intentaran algo provechoso, y a la ayuda de los extranjeros hábiles que se domiciliaran en España; la tercera a los adelantos del comercio. Otro fondo, deducido, según se tenía pensado, de la renta del tabaco en ambas Américas, o de un tanto por ciento de todo lo que viniere de aquellas regiones, serviría para extinguir las deudas de la Corona.

Sobre la exacción o recolección de frutos de la Real hacienda se había trabajado mucho en los últimos tiempos con el arreglo de aranceles, y con la rebaja de alcabalas y millones y el establecimiento de la contribución de frutos civiles, a fin de que los acaudalados pagaran menos de lo que antes oprimía a los pobres. Después de significar lo útil de mantener al Banco el privilegio para la extracción de moneda, lo legítimo del estanco del tabaco y la sal, y lo importante de ambas rentas, y la índole de las siete rentillas y de las rentas provinciales, se expresaba el Rey de este modo: «No hago a la Junta particular encargo sobre lo que hasta ahora se ha denominado única contribución, porque con los reglamentos vigentes y las enmiendas hechas, y otras que mostrará la experiencia, vendrán poco a poco a simplificarse los tributos, de modo que se reduzcan a un método sencillo de contribuir, único y universal en las provincias de Castilla, que es a lo más que se puede aspirar en esta materia».1000 Ya desengañado, después de inmensos gastos, juntas de hombres afectos a aquel sistema, exámenes y reglas de exención impresas y comunicadas sin otra resulta que la de millares de recursos e inconvenientes, que hablan arredrado y atemorizado a la Sala de Única contribución del consejo de Hacienda, declaraba la imposibilidad de pasar adelante.

Contribución única podía llamarse del mismo modo la establecida por una regla común, igual, universal y sencilla, aunque la cobranza se distribuyera en muchas pequeñas partes y diferentes ramos para hacerla más fácil y suave; sobre lo cual reflexionaría la Junta si el espiritu de los últimos reglamentos permitiría simplificar todas las contribuciones internas con respecto y proporción a las fuerzas de los vasallos, dividiéndolos en seis clases.-Primera: propietarios de todo género de bienes raíces, estables o perpetuos: estos, si percibían sus rentas por arrendamiento, y generalmente los poseedores de frutos civiles, pagaban un cinco por ciento; aumentándolo o disminuyéndolo, según acreditaré la experiencia, y cargándolo también con el tiempo a los que administraran por sí mismos sus bienes, al par que se les librara de alcabalas por la venta de sus frutos, y de los derechos de millones o consumos de sus cosechas, se formaría en este ramo un sistema de contribuir sencillo y uniforme, calculado sobre los totales de sus diezmos.-Segunda: colonos óarrendadores de bienes raíces: un cuatro por ciento se cargaba de alcabalas a las ventas de sus frutos por administración o concierto, y un tres cuando los vendían por separado; imponiéndoles un dos o tres sobre la cuota de su arrendamiento, considerado como regla del producto que sacaban del efecto arrendado, se les libraría de alcabalas por los frutos de sus cosechas, y habría un método seguro de exigir la contribución a propietarios y colonos.-Tercera: fabricantes y artesanos: convendría no gravarles con más tributos que los cargados a los consumos y ventas de efectos y especies en los puestos públicos, y ya cobrados al ser introducidos.-Cuarta: comerciantes: se les exigiría a la entrada de los géneros en los pueblos de su residencia un seis ú ocho por ciento en vez del concierto de alcabalas, y una mitad o tercera parte más de los géneros extranjeros, sobre los derechos de aduanas, dejando en los puntos de puertos y fronteras, donde las hubiere, la administración de alcabalas y cientos para los comerciantes que allí existían por reglas de alcabalatorio, a fin de evitar disputas con otras naciones; a los banqueros y a los que giraban con caudal propio, sin hacer compras, se les exigiría igual seis u ocho por ciento calculado sobre la renta precisa para sostener el gasto que se les observara.-Quinta: empleados, abogados, escribanos, procuradores, médicos, cirujanos y demás profesores de artes llamadas liberales: viviendo de su trabajo e industria, a semejanza de fabricantes y artesanos, quedarían gravados lo mismo que ellos solo con los derechos de consumos.-Sexta: exentos: según el sistema vigente estaban armonizados los privilegios de la corona con las franquicias y moderaciones que habían tenido afianzadas por los Concordatos y las concesiones pontificias.

«Me parece (manifestaba el Soberano) que estas reglas que acabo de insinuar podrían simplificar las contribuciones en todas las clases del Estado, y formar para cada una un método claro, sencillo, universal y respectivamente único y uniforme: entonces, si los productos del tanto por ciento cargado a los propietarios, colonos y comerciantes formaban una renta crecida y bastante para llenar los objetos de mi Gobierno, podrían a proporción rebajarse los derechos o contribuciones cargadas en los puestos públicos, concediendo este alivio a todos mis vasallos; y si además de esto se cobrasen todos los derechos de consumos a la entrada en los pueblos principales, como se hace en la cobranza del ocho por ciento en Valencia, quedaría establecido un sistema fácil, y se removerían los estorbos, formalidades y embarazos de la cuenta y cobranza en cada uno de los puestos públicos y con cada consumidor que tiene especies sujetas al tributo».1001

En la corona de Aragón subsistiría el método vigente, bien que estando a la vista de lo que produjera la experiencia, por si ella enseñaba algo que mejorar, enmendar o añadir para uniformarlo en lo posible con las reglas de Castilla.

Tocados todos los puntos de la gobernación interior del Reino, instruía el Monarca a la Junta de la política más conveniente a España en sus relaciones con los demás países. Bajo el aspecto de Cabeza de la Iglesia ya estaba explicada la manera de tratar con el Padre Santo: como señor de los Estados Pontificios, y para los asuntos de correspondencia y comercio, figuraba al nivel de los demás soberanos de Italia. Si alguna potencia quisiere subyugar los principados o repúblicas de esta hermosa porción de Europa, deberían protección y auxilios a España combinados con los de otras cortes. En Cerdeña, Venecia y Génova estaban las principales puertas de Italia, y la facilidad o dificultad de entrar a subyugarla o socorrerla; de donde se derivaba para ellas y España la conveniencia de vivir con amistad y confianza, para ponerse de acuerdo contra los enemigos poderosos que intentaban forzar la entrada. Ni con sardos ni con genoveses y venecianos teníamos intereses pendientes que perturbaran la armonía, y los puntos comerciales no suscitarían desavenencias, supuesto que el sistema de la Junta sería no regatear a las pequeñas potencias los favores concedidos a las grandes, y menos mirándolos éstas como derechos y aquéllas como gracia.

A la corte de Nápoles se trataría bien y con igualdad, no sin recordar los muchos feudos que los españoles gozaban en las Dos Sicilias. Tanto porque a la sazón venía a ser este país un patrimonio de las ramas segundas de la familia reinante en España, como por el perjuicio que traería su incorporación al Austria, había que patrocinar su independencia; y lo mismo la del gran ducado de Toscana; y la de las demás pequeñas repúblicas de Italia, y la de los cantones suizos, cultivando su amistad con ministro allí permanente, pues nos franqueaban sus tropas y aun su industria por medio de los muchos individuos que se quedaban entre nosotros y trabajaban manufacturas delicadas.

Nuestra quietud interna y externa pendía en gran parte de la unión con Francia, y así se cortaban motivos de disputa, demarcando los límites de Santo Domingo y los Alduides; pero como esta nación conocía lo útil de la alianza española y estaba orgullosa de su fuerza, pretendía todas las ventajas imaginables para enriquecer su industria y comercio; conducirnos como una nación dependiente a todos sus designios y aun guerras, y disminuir nuestros adelantos.

Para no condescender a sus importunas instancias en puntos de comercio, se usaría de la excusa nacional y amistosa de que cualquiera franquicia autorizaba a los demás países a pretenderla; no valiendo la réplica de los franceses de que, hechas las gracias por compensación mutua, no cabía que las solicitaran otras naciones, pues, además de que nos propondrían compensaciones semejantes, Francia nunca nos había dado ni daría una que verdaderamente lo fuera. A la sazón reclamaba gracias para sus lienzos, concediéndolas a nuestros cacaos y otras cosas; y lo ventilaban los directores de rentas y los ministros de Hacienda e Indias, no debiendo ser la resolución contraria a los intereses españoles, ni a la autoridad Real sobre aumentar o disminuir los derechos de estas y otras manufacturas. Lo propio se observaría respecto del nuevo tratado de comercio, que ansiaba Francia, sobre el cual platicaban personas entendidas con el representante de aquella corte, estando el Rey en el propósito firme de no concluir convenio que no fuera temporal y de poca monta, y de modo que no hubiera dificultades en otorgar las mismas gracias a ingleses, rusos y otros, que también promovían tratados. De extravagante y como demostrativa del ansia de los franceses por esclavizarnos calificaba Carlos III la exigencia de que su pabellón fuera igual al nuestro en la navegación de puerto a puerto, y en la libertad de derechos concedida a los vinos, granos y otros frutos exportados con bandera española.

Mayor cautela aún y prevención más continua se necesitaba para que no nos arrastrara Francia a todos sus designios y guerras, por mucho que suavizara su aire de dominio con el lenguaje de ser provechoso que las demás potencias nos vieran íntimamente unidos, sin que hubiera medio ni intriga capaz de excitar desconfianzas entre ambas cortes; máxima buena en sí, pero maleada con el manejo de querer dirigir todas nuestras cosas. «El lenguaje que he mandado tener en oposición del de la Francia (decía el Rey) es el de que nunca seremos tan amigos de aquella corte como cuando seamos enteramente libres e independientes, porque la amistad no es compatible con la dominación y el despotismo de unos hombres sobre otros, a los cuales solo puede unir estrechamente la igualdad recíproca y la libertad. Sobre este pie he procurado cortar cuantas trabas se habían puesto a nuestra independencia, insinuando siempre ser muy conveniente que cada corte cuide con separación y libertad de sus cosas; que sólo se comuniquen aquellas de que pudieren resultar consecuencias de interés o daño recíproco, o empeños comunes para con otras cortes, y que esta conducta nos libertaría de intrigas, chismes y desconfianzas, las cuales nacen y se alimentan con la comunicación de los asuntos domésticos y propios de cada nación y de sus respectivos intereses».1002

Tocante al modo con que Francia se había arrojado a las últimas hostilidades añadía entre otras cosas: «No puede darse mayor prueba del espíritu de dominación que reinaba en el Gabinete francés, pues sin contar con la España, y sin su consentimiento y noticia, quiso empeñarla en una guerra, como podría hacerlo un déspota con una nación de esclavos».1003 A propósito del famoso tratado de 15 de agosto de 1761, tan halagüeño entonces a sus ojos, hablaba ahora, como escarmentado y arrepentido, el elocuentísimo lenguaje siguiente: «El Pacto de Familia, prescindiendo de este nombre, que sólo mira a denotar la unión, parentesco y memoria de la augusta casa de Borbón, que lo hizo, no es otra cosa que un tratado de alianza ofensiva y defensiva, semejante a otros muchos que se han hecho y subsisten entre varias naciones de Europa. Todos saben las circunstancias que deben concurrir para que se verifique el casus faederis; y así como en la defensiva es necesario que el atacado no haya dado justo motivo a la agresión y represalia, y que se hayan practicado antes del rompimiento del aliado todos los oficios de mediación que dictan la humanidad y el derecho universal de las gentes, en la ofensiva es mucho más preciso y obligatorio el concertarse de antemano, y examinar si la justicia, la prudencia y el poder respectivo permiten emprender la guerra».1004 Luego hacia ver cómo no la había declarado hasta que las ofensas y los designios ambiciosos de los ingleses, y su negativa a los medios de reconciliación que propuso, le forzaron a tomar parte, libertando con esto a Francia de los riesgos a que la condujeron su inconsideración y ligereza, y a España de la destrucción de su marina, después de arruinada la francesa, según lo codiciaba la Gran Bretaña, esperanzada en igual suceso al de la guerra antecedente, concluida con el tratado de Paris de 1765 y que, sin ambages, calificaba Carlos III de vergonzoso1005. Con tal ejemplo se cuidaría mucho de no entrar en ninguna guerra ni en paso que pudiera causarla sin mucho examen, sin nuestro consentimiento, y sin prevenciones proporcionadas a la grandeza y consecuencias de este gran mal y azote del género humano.

No menor esmero se dedicaría a que Francia no estorbara los progresos de los españoles, cuyo designio patentizaban los sordos ardides puestos en juego para dificultar nuestras paces con los turcos y los argelinos, después de ofrecerse a negociarlas. «En oposición a la conducta francesa (declaraba Carlos III), no soy de parecer de que trabajemos por debilitar aquella potencia, ni por suscitarla guerras y enemigos, como ella ha hecho con nosotros. La grande y verdadera política está y debe estar fundada sobre las máximas de la religión y sobre las de la rectitud natural, propias de un soberano de España.1006. Basta para contener a la Francia el uso de dos medios legítimos: primero, detener el gran cúmulo de riquezas que aquella potencia saca de la España y de sus Indias, aprovechándolas nosotros, como hemos empezado; y segundo, no contribuirá la entera ruina de la Inglaterra y de su poder, ni aun a la de la casa de Austria, bastándonos que no se engrandezcan más ni abusen de su actual estado. El equilibrio entre estas potencias y la Francia, y la esperanza o el temor de que la España pueda inclinarse a unas o a otras, es lo que ha de darnos la posible seguridad contra la ambición de todas ellas... La Francia es el mejor aliado y vecino que puede tener la España, y es también el enemigo más grande, más peligroso y más temible.... La experiencia del siglo pasado, en que la Francia nos hizo perder el Rosellón, la Borgoña o Franco-Condado, el Portugal y el País-Bajo, y en que estuvimos también para perder la Cataluña, nos debe abrir los ojos para lo futuro. No importa que seamos parientes y amigos, si la ambición rompe estos lazos».1007

De los dos medios indicados respecto de Francia, se deducía la conducta de España respecto de Inglaterra, bien que, por muy llenos de probidad y otras virtudes que estuvieran el soberano británico y su Ministerio, la responsabilidad de este a toda la nación, separada o junta en parlamento, le hiciera tímido, inconstante y aun incapaz de cumplir sus promesas. De aquí la necesidad de no contraer empeños con la Gran Bretaña, a no ser muy urgentes y sin consecuencia, y de aumentar nuestro poder marítimo cuanto fuera dable, para mantener los tratados y hacer respetar nuestros derechos, posesiones ultramarinas y libertad del comercio interno y externo, sin pensar nunca en una ruina total de aquella potencia, que dejaría sin distracción a Francia. Nuestros tratados con Inglaterra versaban sobre el arreglo de nuestras posesiones en España e Indias, o el comercio respectivo de ambas naciones. Se había cedido por entonces en el asunto de Gibraltar, plaza que se debía adquirir, o negociando, o combatiendo. Para la conquista, en caso de guerra, quedaba dicho lo bastante: para las negociaciones, se requerían mucha sagacidad, constancia, tiempo y gastos.

Convenía principalmente no aflojar en el corte de comunicaciones, y sostener siempre, con pretexto de la salud pública, el uso de la cuarentena con cuantas embarcaciones tocaran en la plaza, de cuyo modo no habría guarnición que no se aburriera de vivir en aquel presidio, ni allí se establecería comercio útil permanente. Se propagaría además el lenguaje de sernos más provechoso que nocivo Gibraltar en manos de Inglaterra, pues, cuando lo adquiriéramos, sería consiguiente y natural el abandono de campo y línea, y la menor vigilancia de aquellas costas, expuestas a las invasiones de los africanos. Tampoco se olvidaría divulgar que, faltando fondeadero, jamás tendrían allí buen puerto los ingleses, y que siempre dominaríamos el Estrecho, aun cuando renacieran las hostilidades, sólo con situar una escuadra ligera en Algeciras o Puente Mayorga. Otra de las especies que se harían cundir, sin afectación y oportunamente, era que nos importaba tener distraídos a los ingleses con Gibraltar, en caso de guerra, y obligarlos a conservar, para socorrerle, numerosas escuadras en los mares de Europa, sin poderlas destinar a expediciones lejanas contra los españoles; y que, por más que nos ocupara el bloqueo o sitio, al cabo estábamos dentro de casa, y fertilizando con el gasto el país en donde se hacía; no teníamos otro objeto de conquista que el de la Jamaica contra Inglaterra; y nuestras escuadras de Cádiz, al par que guardaban el Estrecho, protegerían el comercio de Indias de ida y vuelta, y serían el vivero de expediciones, como la de Menorca, y del envío de socorros a Ultramar, como los llevados por el general Solano. Últimamente, valdría mucho para el objeto establecer la neutralidad del Mediterráneo entre la España y la Inglaterra, como había establecido la del Báltico la emperatriz de Rusia.

Cuando estuviera sazonado el fruto de una negociación con estos recursos, se entablaría sagazmente para recuperar la importante plaza por dinero, pues siempre sería mejor que cualquiera otra recompensa perjudicial a España o no conveniente a Inglaterra. Para el dinero (añadía el Monarca) se prestarían con gusto a cualquiera contribución o arbitrio todos los vasallos, por el dolor y la vergüenza con que sufren el deshonor del dominio inglés en aquel punto de nuestra península1008. Aparte del cambio de Orán por Gibraltar, rechazado por Inglaterra, o del de las islas de Trinidad o Puerto-Rico, no consentido por España, o del de la isla de Guadalupe, embarazado en mucha parte por los franceses de la de Santo Domingo, se podía atraer a los ingleses al mismo pensamiento concediéndoles alguna rebaja temporal de derechos en sus mercaderías y algún terreno para almacenes en Punta de Europa, haciendo a Gibraltar puerto franco, y persuadiendo y afianzando la neutralidad del Mediterráneo, con lo que cesaba la necesidad de aquella plaza para Inglaterra, y se desvanecería el temor de que la aprovechara España en los casos de rompimiento.

Durante los de paz, nuestras disputas se reducirían con la corte de Londres a los asuntos de comercio, y a la sazón se negociaba un tratado para arreglarlos, conforme en el último de paz de 1783 se había prometido. Aquel Ministerio anhelaba la libertad de introducir varios géneros, y especialmente los de algodones, y rebaja de los derechos fijados en los últimos aranceles. Para venir a un convenio se necesitaba que los ingleses rompieran la multitud de trabas con que por su famosa acta de navegación y otras declaraciones parlamentarias impedían los progresos de nuestra navegación y comercio en sus costas, y que fueran iguales y recíprocas las concesiones, así en el pago de derechos de entrada y salida de los géneros, prohibición o libertad de introducirlos o sacarlos, visitas y reconocimientos de bajeles, casas y libros de comerciantes, como en la facultad de llevar nuestros frutos y mercaderías en buques propios o extraños.

Todas las sutilezas inventadas por los ingleses en estos puntos habíamos de imitar nosotros, instruyéndonos de ellas por conducto del cónsul general recién establecido en Londres, de otros que se irían estableciendo, y de los consulados de Cádiz, San Sebastián y Bilbao. A Inglaterra se podía conceder un trato igual al del país más favorecido, no perdiendo de vista que la reciprocidad con los ingleses, y aun con los franceses, nunca podía ser perfecta, si no se precavían y evitaban dos causas notorias de desigualdad al acordarse las estipulaciones: primera, que, tratando con dureza ingleses y franceses en sus aduanas a todos los países, no iban a perder mucho en ofrecer tratarnos como a los más favorecidos, cuando, por el contrario, a consecuencia de convenios hechos en los tiempos más infelices de España, gozaban aquí todavía ingleses, franceses, holandeses y ciudades anseáticas muy exorbitantes favores; segunda, que, reflexionada la cortedad de nuestro comercio, comparado al de ingleses y franceses, aun siendo recíprocas las concesiones, ellos las gozarían por cien buques enviados a nuestros puertos, y nosotros por diez que enviáramos a los suyos. Con atención a estas razones de disparidad se capitularían las recompensas, ypor tiempo limitado y tal que dejara arbitrio para ocurrir a los inconvenientes, y sobre todo cesando los tratados antiguos.

No convenía la accesión de los españoles a la alianza hecha por los franceses con los Estados generales de Holanda, aunque estos reconocieran, como era de esperar, nuestros inconcusos derechos de navegar por el cabo de Buena Esperanza hacia las Indias Orientales. Sin dar motivo por nuestra parte a turbar la armonía con los holandeses, se cercenaría lo posible el comercio lucrativo que hacían en España, particularmente con sus especias, y se promovería la refinación y comercio de nuestros azúcares, el de nuestra canela y pimienta, y el de la de Tabasco o Magallanes en América y Filipinas.

Buena correspondencia y ningún compromiso en los asuntos particulares era lo que podía acomodarnos en las cortes electorales y las de otros príncipes alemanes, y aun la de Viena, manteniendo en todas, y más en las de Berlin y Dresde, y la Palatina y la de Baviera, el crédito posible para influir indirecta mente contra el abuso de poder del jefe del imperio. Al tenor de esta politica se había enviado un ministro español a Prusia: con la misma urgía mantener el de Dresde, y hasta fijar en Munich otro, pues la muerte inminente del elector su soberano y la sucesión del duque de Dos Puentes ocasionarían algún trastorno, mediante los designios obstinados del emperador de adquirir la Baviera en trueque de los Países-Bajos.

Desde Alemania se velaría por la independencia de Italia, y convenía además que se inflamara al rey de Prusia sobre el honor que le resultaría de mantener y aumentar la Confederación germánica, y la gloria de estar a su frente contra la ambición y la injusticia. Nada dejaba por mover el emperador José II, príncipe bullicioso, y a la sazón trataba de quitar algunos terrenos a su cuñado el duque de Parma, bajo pretexto de arreglar los límites entre el Milanesado y el Placentino; para estorbarlo se había concertado el Rey con Francia, y esta conducta se imitaría siempre, a fin de contener al Emperador en cuantos negocios pudieran ser comunes a las dos cortes por relaciones nacionales o de familia.

Punto importante era desunir o entibiar la amistad de las cortes de Viena y San Petersburgo, no sólo para las cosas del Norte y Levante, sino para las de toda Europa, porque los dos países unidos podían alterar el sistema general y esclavizarnos a todos. Nuestra conducta en la corte de Rusia se distinguiría por lo imparcial y moderada, cuidando tambiénmucho de impedir su alianza con el Gabinete de Londres, a lo cual ayudaría el sostener los principios de la neutralidad armada. De que Rusia contestara a la pregunta que le acababa de hacer Carlos III sobre lo que se había de pactar para el caso de alterarse el reposo, y de que no se aviniera a respetar la neutralidad del pabellón alguna de las potencias beligerantes, dependía la celebración de un tratado con España, propuesto y apetecido por aquella corte. En las de Suecia y Dinamarca se fomentaría su independencia de la Rusia, y se estorbaría su unión a las de Viena y la Gran Bretaña.

«Con Portugal (seguía el Rey) he cultivado mucho la unión y amistad, y conviene absolutamente seguir siempre el mismo sistema. Mientras Portugal no se incorpore a los dominios de España por los derechos de sucesión, conviene que la política le procure unir por los vínculos de la amistad y del parentesco. He dicho en otra parte que las condescendencias con las potencias pequeñas no traen las consecuencias, sujeciones y peligros que con las grandes. Así, pues, cierto buen trato, el disimulo de ciertas pequeñeces, hijas del orgullo y vanidad portuguesa, y varias condescendencias de poca monta, nos son y serán más importantes con la corte de Lisboa que cuantas tengamos con las demás de Europa... Los matrimonios recíprocos, que se han hecho ahora entre los infantes de ambas coronas de España y Portugal, se han de repetir todas las veces que se presente ocasión para ello. El Rey mi padre lo hizo así, yo le he imitado, y deseo que mis sucesores sigan el mismo ejemplo. De estos matrimonios se seguirán tres grandes utilidades: la primera, renovar y estrechar la amistad; la segunda, proporcionar y preparar por los derechos de sucesión la reunión de aquellos dominios, y la tercera impedir que, casando en otra parte los príncipes portugueses, se susciten y salgan de sus enlaces nuevos competidores a aquella corona contra España».1009

Prescindiendo de los aumentos del comercio español con Levante, siempre convenía mantener. la paz con la Puerta Otomana, obtenida a costa de gran trabajo y de largas y penosas negociaciones, para refrenar a las Regencias berberiscas. Aunque el soberano de Constanlinopla solicitara la alianza de los españoles con el designio de resistir a Rusia y Austria, se excusarían tales empeños, contestando diestramente a los turcos y a Francia, si venía en su apoyo, con auxilios indirectos y oficios, que detuvieran los planes ambiciosos de aquellas cortes. Si Inglaterra quería unir sus explicaciones a las de España y Francia, una vigorosa, aunque modesta declaración, hecha por los tres Gabinetes en Viena y Petersburgo aseguraría la paz general y cortaría las revoluciones de Levante entonces y para lo sucesivo. Cuando así no se pudiera estorbar la destrucción del imperio turco, habría que influir para que las conquistas se aplicaran a algunas ramas subalternas de las dos familias imperiales y aun de la Borbónica, y a la república de Venecia; pues, a no ser por el grande objeto de atajar las ideas peligrosas de Rusia y Austria, el destrozo del imperio turco traería consigo la ruina de las Regencias berberiscas, de indisputable utilidad a todas las naciones cristianas, y principalmente a la española.

Mientras estas Regencias nos guardaran los tratados hechos o que se hicieran en adelante, deberíamos observarlos religiosamente; pero, en quebrantándolos, se apurarían todos los arbitrios para destruir tales oprobios de la humanidad y la política europea. A una espontánea abertura de Rusia, concerniente a unirse a los españoles contra los argelinos, se había respondido por el Soberano que, siempre que la mala fe de ellos obligara a las hostilidades, uniría sus fuerzas a las de Rusia y a las de cualquiera otra potencia cristiana. Además existían proyectos fundados para dirigirse contra Argel desde Orán por la costa, fijándose en ciertos puntos, y cubriendo las operaciones del ejército de tierra una escuadra, que navegara a la vista con bajeles de toda clase, lo cual se examinaría atentamente, bien que de todos modos conviniera captarse antes el afecto de los moros, que aborrecían la dominación turca1010.

Más dadas al comercio y menos poderosas que la de Argel, las regencias de Trípoli y Túnez eran muy fáciles de reducir a cultura. Con Trípoli no había a la sazón motivo de queja: Túnez se prestaba a la paz, aunque, por el mal ejemplo dado en Argel, pretendía grandes cantidades: no estaba el Rey en ánimo de desembolsarlas, pero cuidaría de atraer a los tunecinos por otros arbitrios a un tratado, que asegurara por completo la navegación del Mediterráneo a los españoles. Si el imperio turco salía arruinado de la gran revolución que amenazaba a todo el Levante, se pensaría en adquirir la costa de África frontera a España antes de que lo hicieran otros, como punto inseparable de nuestros intereses.

Al soberano de Marruecos se le debía excelente correspondencia, pues durante las últimas hostilidades, lejos de inquietarnos y de dar motivos de sospechas, nos había fiado parte de su erario, depositando en Cádiz crecidos caudales, franqueando sus puertos para estacionar nuestros buques de guerra y hostilizar desde allí a los ingleses, y socorriéndonos entonces y después con provisiones de boca, libertándonos además de muchos derechos, y cediendo privativamente a nuestro comercio el puerto de Darbeida para la extracción de granos y otros frutos. Estos procedimientos útiles y generosos exigían de nuestra parte la más honrada gratitud y correspondencia, trascendental al sucesor de aquel príncipe moro, si obraba como amigo, porque, si nos era contrario, procuraríamos también hacernos dueños de su costa y fuertes en Tánger, o destruirlo, y a Tetuán lo propio.

Políticamente se había de tratar a los Estados Unidos en lo que no trajera inconveniente; y de favorecerles contra los que aspiraran a oprimirles; y de concederles iguales ventajas mercantiles que a la nación que las tuviera mayores, luego de arreglados los límites entre nuestras Floridas y de asegurada su exclusión de salir por el Misisipi al seno mejicano.

Siempre huiría España, respecto del Asia, de tomar parte en los intereses de aquellos nababes y en los que promovieran las diversas naciones de Europa, y, por mucho que progresara la Compañía de Filipinas, debía abstenerse de formar establecimientos y de imitar a la inglesa en las usurpaciones de territorio, pues había de ser compañía de comercio, y no de dominación y conquistas.

«Con esto (decía el Soberano) concluyo mis prevenciones a la Junta, esperando que los que la compongan ahora y en lo sucesivo serán muy fieles y muy celosos ministros, y que cumplirán las estrechas obligaciones que tienen y tendrán para con Dios, con su Rey y su Patria».1011

Al dedicar Fray Benito Feijoo a tan insigne soberano el último tomo que salió de su célebre pluma, ufanóse de los parabienes que le llegaban de todas partes, habiéndose cumplido su pronóstico, hecho mientras le veía sólo infante de España, de que le admiraría el mundo por las prendas intelectuales y morales. Firmemente espero (añadía) que V. M. sea más conocido de toda la posteridad por el nombre de Carlos III el Sabio que por el de Carlos III, y que, si llega a los venideros siglos este libro, se aplaudirá entonces este vaticinio que estampo en su dedicatoria1012 Y efectivamente, con relación al dificilísimo arte de gobernar a los hombres, cuadra bien título tan honroso al Soberano que supo dar cima a los grandes actos y concebir las altas miras que se expresan en el documento importante de que se ha hecho reseña exacta.




ArribaAbajoCapítulo V

Intrigas contra Floridablanca


Despotismo ministerial supuesto.-Tres condes adversarios.-Causas de estar desavenidos.-Decreto de honores militares.-Aranda pide que se revoque.-Sátira contra Floridablanca.-El Raposo, fábula de Rentería.-Indagaciones judiciales.-Flaco del ministro de Estado.-Su situación comparada a la de Grimaldi.-Destierro político de varios generales.-Tertulia del marqués de Iranda.-Otra sátira contra el ministro.-Se revoca el decreto de honores militares.-Memorial de Floridablanca.-Europa en nueva lucha.-Insigne homenaje tributado a Carlos III.

Es de lo humano que junto a las grandezas hallen lugar las pequeñeces, y tambiénque a lo mejor yerren los que gobiernan con más tino y mesura. De la Junta de Estado se dijo por malignos censores que era una invención contra la libertad del Soberano, y para apoderarse el ministro Floridablanca de todos los ramos y departamentos; como si hasta entonces no hubiera el Rey pedido informes a sus consejos, juntas y ministros en todas las materias graves, y provisto empleos a propuesta de las Cámaras de Castilla e Indias, de los jefes de Palacio y de los demás secretarios del Despacho, sin que nadie creyera su autoridad menoscabada; y como si el ministro de Estado no quedara sometido, ni más ni menos que sus colegas todos, a llevar a la Junta los negocios que mencionaba el Real decreto de su establecimiento. No pocos sustentaron con Floridablanca que, por virtud de aquel común examen, los que disminuían de autoridad eran los ministros y sus dependientes, y que las impugnaciones a verdad tan notoria se debían calificar de pretextos acogidos por los ambiciosos para dar mejor vado a sus ideas y pretensiones, entendiéndose con uno solo o con un subalterno, a quien pudieran inducir a engaño más desembarazadamente1013. Otros, no obstante, seguían viendo en la Junta de Estado el despotismo ministerial victorioso, y procuraban hacer campo de batalla contra el jefe hasta de las conversaciones familiares, de donde resultaba ser facilísimo señalar con el dedo a los más hostiles.

«Tres condes hay en Madrid que no pueden caber juntos en un saco (dijo un político por aquellos días); y yo me temo que, cuando menos se piense, se ha de armar una chamusquina entre ellos que decida la suerte: el tiempo nos lo dirá».1014 Floridablanca, Aranda y O'Reilly eran los tres condes indicados en la observación y el vaticinio. Aranda, casado en segundas nupcias a los sesenta y cinco años con una dama de buen parecer, virtud y genio bondadoso, a quien no había probado bien el clima de la capital de Francia, vióse en la necesidad de enviarla a Madrid para que respirara el aire nativo; y sin alma para exponerla a padecer de nuevo, llevándola a su lado, ni resignación para vivir de modo de no lograr hijos que heredaran el patrimonio de sus abuelos, había solicitado quedar solo fraile de Marte, en cuyo hábito hizo sus votos, y continuar al servicio de la orden mientras lo resistieran las costillas1015.. Atendida la instancia, nombrósele por sucesor a Fernán Nuñez; y cuando este llegó a su puesto, vino aquel a Madrid por octubre de 1787. O'Reilly quería vivir en la corte como en los tiempos de Wall y Grimaldi, propicios a sus adelantos, y pidió y obtuvo en marzo de 1786, alegando falta de salud, que se le relevara del mando de Andalucía. Ya en Madrid, veíasele en todas partes, sin dejar la ida por la venida, y deseoso de que le hicieran caso, como habituado antiguamente a que se le buscara para todo: no buscado ya para nada, se airaba contra el ministro predilecto del Soberano, culpándole de que se le echará en olvido.

Entre Floridablanca y Aranda tenían más honda raíz las desavenencias, pues databan del Consejo de Castilla, y recrudeciéronse varias veces en los despachos de oficio y en las cartas confidenciales de ambos, ora con motivo de estar el ministro por la paz y el embajador por la guerra, ora de resultas de haber ocultado aquel a este los pasos que, bajo el aspecto de mediadora, daba la corte de Madrid en las de Versalles y Londres.

«Yo celebraré que la España saque su partido, sea por el lado que fuere (dijo Aranda inclinándose a las hostilidades); yo no sueño sino en España, España, España: ciertamente que a V. E. le sucede lo mismo y sería un fatal destino que ni a río revuelto hubiera ganancia de pescadores para nosotros. Las cosas estrechan: no hay más tiempo que para mirar a las tajadas; conque así, Señor Excelentísimo, echar el ojo a las mejores».1016 -Y Floridablanca, en contestación, escribía: «V. E. predica por España, y yo quiero responderle, predicándole por la misma. España y su bien es nuestro objeto único, y por él dejemos a un lado las sugestiones de nuestro amor propio y las perspectivas romancescas con que quiere lisonjear nuestra vanidad. Crea V. E. que nada se puede aventurar conformándose, explicándose y obrando según las santas y admirables intenciones del Rey, y que hay grandísimos riesgos en lo contrario. V. E. es tino de los mejores españoles, y como tal será uno de los mejores ministros, ya que Dios le ha hecho nacer en la clase de los mejoresvasallos. Vuelvo a declarnar por España, la cual estará bien cuando mire por sí, sin faltar a lo que debe, y muy mal cuando sea esclava de otro poder, sea el que fuere».1017

Cuando, frustradas las negociaciones y decididas las hostilidades, se aclararon a Aranda todos los misterios, lamentóse este en despacho de oficio,y con objeto de que lo viera el Rey, de tales arcanos y desconfianzas, usando la expresión un tanto fuerte de que no le eran soportables1018. «No quiero ocultar a V. E. (respondióle Floridablanca), por que no se queje más de ocultaciones, que su carta de 11 de este mes nos ha puesto de muy mal humor; supongo que V. E. lo haría con esa intención, porque conozco su modo de divertirse o desenfadarse. Yo podría haber contribuido a poner a V. E. de peor humor, si mi alma no fuese más grande que las burlas o los agravios que se me puedan hacer, aunque mi condición sea pequeña: sin embargo, no estreche V. E. demasiado a los hombres que conoce y sabe que, aunque son honrados y modestos, no han sido en otro tiempo muy sufridos... Démonos por buenos; trabajemos por el servicio del Amo y bien de la patria, y dejemos los chismes y las cavilaciones para las mujeres y los hombres de poco espíritu. A estos objetos contribuiré con todas mis fuerzas, como lo he hecho hasta ahora, aunque sin la fortuna de que V. E. me haga justicia; pero, sin cansarme en continuar, pienso no volver a entrar en respuestas ni contestaciones sobre reconvenciones personales, porque no me lo permiten ni mi salud, ni el tiempo, ni mis principios».1019

Aparte otros choques de poca sustancia1020 hubo algo después entre ambos personajes uno más fuerte que los anteriores. Aranda había escrito sobre el proyecto de ir navíos españoles a Brest durante el invierno, a tal de venir los de nuestros aliados a Cádiz durante el estío, que los marinos franceses se batían como Césares en todo lance; pero que, apenas surgían en aquel puerto, sólo pensaban en tomar la posta para París, sin que hubiera forma de irles a la mano1021. Floridablanca, en tiempo oportuno, le dijo que el Rey no olvidaba ni olvidaría aquella carta, y que le podía servir mucho para conducirse con el Ministerio francés y encaminar sus ideas a lo más conveniente para las dos cortes1022.

Tomándolo el embajador como reconvención amarga, y no bajo el sentido de recuerdo natural y amistoso que le dio el ministro, dejó correr la pluma en son de despique, y estampó frases de esta especie: «No nos amontonemos, Señor Excelentísimo: ambos somos hombres para entendernos recíprocamente: no se me acoja V. E. al sagrado del Amo, cuyo nombre sólo es una barrera invencible para mi respeto. Y luego, ¿quién podría distinguir lo que hubiere salido de su motu propio o lo que hubiere sido proposición de sus ministros y sólo condescendencia suya, según se lo habían pintado? Pero si V. E., sacerdote del oráculo, no quiere admitirme ni aun por sacristán, pues tengo voz de chantre y de capiscol, déjeme a lo menos entonar alguna vez las letanías... He dicho varias veces que yo no abonaba a este Ministerio en sus cordiales intenciones de corte a corte, pues, si unas veces ha ido derecho, se ha torcido en otras; y lo mismo digo a V. E. (como dicen, al paño) que pienso de nuestro Gabinete con este, y aun si cabe con más conocimiento, pues si a las gentes propias, como yo soy, se han interpolado roñas y tretas, mírese qué será con las ajenas... Yo sé que he sido buen embajador del Rey, dando mil vueltas a todos los asuntos y obedeciendo su voluntad decisiva: sé también que he procurado ayudar a V. E. con cuantas especies se podían suscitar, y que con caramelos me hubiera V. E. llevado por las orejas; pero azote encima, Señor Excelentísimo, suele causar que los niños hagan novillos. Yo no los puedo dar a V. E., porque soy quien está en la escuela; y V. E., al contrario, regenta la clase y tiene en mano la férula del maestro, hoc est nomen altissimi; mas como ya no tengo padre, ni madre, ni tutor, por haber cumplido la edad, puedo tomar por la carrera de las armas, y, haciéndome soldado, quedar a la buena vida de ellos, para servir al Estado y al Rey contra sus enemigos».1023

Después de explicar menudamente los hechos, decía Floridablanca en respuesta: «Ahora, Excelentísimo Señor, yo no pretendo que V. E. me confiese la razón, pues me contento con que, de botones adentro, conozca que tengo algunas disculpas: tampoco quiero exigir de V. E. que diga que no tuvo motivo de quejarse, porque eso va en los genios más o menos delicados, y en los accidentes que se cruzan con la astucia de las cortes y el momento de nuestras vivezas: lo que sí pretendo es, que V. E. no tiene razón de quejarse en los términos que lo ha hecho conmigo, porque ni yo he maltratado a V. E., ni le he desconceptuado con el Rey, ni le he ocultado de propósito cosa alguna para desairarle con ese Ministerio, ni le he puesto una sola orden de desaprobación, reconvención, extrañeza u otra expresión que pudiera en lo más mínimo mortificarle. Una cosa que se calló a V. E. en los principios de la guerra fue, hablemos claros, no sólo por el bien del negocio, sino por el de V. E. mismo: el Rey mandó callar sobre esto, y no es justo que removamos caldos; las demás ocultaciones que se nos atribuyen han sido aprensiones o casualidades, pequeñeces o equivocaciones. En cambio de esto, V. E. me trata de hombre que no cumple con su obligación; que faltará a la verdad, atribuyendo al Rey cosas que no habrá hecho ni dicho; que pintará a S. M. las cosas como quiera; que usa de roñas y de tretas; que tiene otras mil cosas o defectos... Lea V. E. su borrador y esta confidencial a sangre fría, y vea si resulta de ella todo esto, y si, puesto en mi lugar ni en otro alguno, lo sufriría. Sin embargo, yo, por reverencia a la majestad del Rey, a quien he de leer esta carta, no sólo me abstengo de otras expresiones, sino que le pido que atienda a las buenas cualidades que hay en V. E., y a su celo y actividad, que le he elogiado repetidas veces; que no rebajaré en nada el concepto de V. E. por el paso que acaba de dar, excitado de su genio nimiarnente delicado y pundonoroso... También pido a V. E. dos cosas: primera, que no me vuelva a escribir en términos iguales, y se compadezca de mis trabajos, salud y situación, para no exponerme a una imprudencia... Segunda, que no se ponga siempre de parte de las disculpas de esa corte, y que alcance su equidad alguna vez a las disculpas de la nuestra, aunque sea entre nosotros mismos».1024

Todavía meses más tarde tuvo fundamento el ministro para escribir al embajador de una manera semejante, retratándose al par de este modo: «Soy el mismo que he sido siempre; a saber, hombre de bien, agradecido, venerador de la persona de V. E. y deseoso del acierto: si yerro es porque no alcanzo más: confieso que soy vivo y poco sufrido; pero el temperamento del país en que nací me puede disculpar. En fin, hagamos por la patria cuanto se pueda, y chismes a un lado».1025

Todas las veces que Floridablanca y Aranda disentían de pareceres acababan por imaginar que, tratándolos de silla a silla, concordarían de seguro. Esto no pasaba de una bella quimera, pues, aunque se uniformaban en ser buenos patricios, se avenían muy mal sus genios. Grande de España y militar el uno, hombre del estado llano y jurisconsulto el otro, distaban más en los caracteres que en las cunas y en las carreras. Floridablanca era bastante reservado, y Aranda ingenuo de sobra: aquél flexible, y éste testarudo: mal cortado el uno para sufrir humos de superioridad que envolvieran visos de ultraje y para tener de continuo un censor acuestas, y devorado el otro por la comezón de tomar en todo la iniciativa, y propenso a darse por ofendido siempre que sus dictámenes no eran puestos en planta. Concluidas las relaciones oficiales entre el que dejaba de ser embajador y el que seguía de ministro, lo que no existía entre ambos de amistad sincera y afectuosa, aparentábalo por parte de uno y otro a los ojos del público la estudiada urbanidad cortesana. Aranda conocía el mérito de Floridablanca, y a menudo le había aplaudido por administrar bien, aunque naturalmente se creyera capaz de administrar mejor; y como los años no le hacían mella, era lo que venía siendo de antiguo; inhábil para permanecer en la corte sin influir en el gobierno más que nadie, o sin desempeñar algún alto mando, o sin que figurara a la cabeza de los descontentos, o como jefe de la oposición, por usar de frase más al uso del día. Tampoco las ideas del Rey habían cambiado en punto al célebre conde de Aranda: alababa sus no comunes prendas, pero no le placían sus impetuosidades; y estimando sobremanera sus servicios, sólo en casos extraordinarios había consentido que se los prestara de cerca. Nunca fueron los tiempos de Carlos III más normales que desde fines de la última guerra: cada vez honraba con mayor confianza a sus ministros, y sobre todo al más notable y antiguo de ellos: nada había que augurara mudanzas; y así no es maravilla que hicieran tiro al secretario de Estado los acostumbrados a rápidas rnedras, como O'Reilly, y los que se creían para más, como Aranda. Razón tenía, pues, quien contaba el año 1788 en Madrid tres condes que no cabían juntos en un saco; y al ver armada antes de mucho la chamusquina, que predijo, pudo hacer gala de su buen ojo.

Un Real decreto vino a ser la manzana de la discordia, disponiendo que se diera enteramente el tratamiento de Excelencia a los Grandes de España y consejeros de Estado, al arzobispo de Toledo, a los caballeros del Toison y grandes cruces de Carlos III, a los capitanes generales del ejército y de la armada, y a los que fueren o hubieren sido virreyes o embajadores; y que todos los que gozaran el tratamiento entero de Excelencia fueran iguales en los honores militares1026. No más de cuatro días llevaba de publicado el decreto, cuando el conde de Aranda se apresuró a representar al Soberano los inconvenientes que suscitaría su ejecución en todo el reino1027. Después de dejar correr dos meses, sin que recayera determinación alguna sobre su instancia, dirigióse al teniente general D. Gerónimo Caballero, jefe de los carabineros Reales y ministro de la Guerra, por renuncia de D. Pedro López de Lerena, que lo había sido interinamente.

Fundaba el conde su papel en lo innecesario de fomentar una idea tan nueva, y más no habiendo solicitado los honores de capitanes generales ninguna de las clases agraciadas, y en lo urgente de aconsejar al Monarca la revocación del decreto, porque iban a sobrevenir repetidos lances,entre los jefes de provincia y los nuevos condecorados. Hablando en tono medio confidencial y medio de oficio, y más hostil que respetuoso, y exhortando al secretario de la Guerra a llevar con paciencia tantas razones de cabo de escuadra, que, como primero del ejército, se elevaba a palotear según podía, no supo, o más bien no quiso disimular su ojeriza a la Junta de Estado, y deslizóse a la ironía con estas palabras: «Es cierto que en la monarquía habrá pendientes muchos asuntos de la mayor gravedad que ocupen el tiempo de la Suprema Junta; pero este no es de tan poca entidad que haya de guardar un turno. La Suprema Junta de Estado no se ciñe a un solo día por semana, nos habrá dado el loable ejemplo de repetirlos; y por fin las razones en que se fundó al principio no necesita buscarlas de nuevo, sino aplicarlas a la misma materia que ha de evacuar, atendiendo a lo que se reproduce».1028

Viniendo de Aranjuez, y de paso a San Ildefonso, hallábase en Madrid la corte al escribir Aranda el papel mencionado: otro anónimo comenzó a circular profusamente, no bien trasladada a aquel punto. Conversación que tuvieron los condes de Floridablanca y de Campomanes el 20 dejunio de 1788 se titulaba, y era una sátira en que estaban hacinadas las calumnias, para arruinar al hombre de la mayor confianza de Carlos III1029.

Al principio versaba sobre el decreto de honores militares, y figurándose que Campomanes preguntaba a Floridablanca cuáles eran sus intenciones, se hacía responder a este: «Dejemos aparte mis intenciones, que, mientras yo caliente mi silla, serán las de hacer una olla podrida de toda esfera de gentes, y sin esto, ni vd., ni yo, ni nuestros iguales levantaríamos la cabeza. Después se fingía que explicaba a su interlocutor los artificios por cuyo medio iba a barajar la representación del conde de Aranda, designándole con las calificaciones de un embajador, el duende militar o el arcipreste de los monagos de guerra, por no ser cosa de revocar lo ya prescripto a consecuencia de cuatro bachillerías de gentes cosquillosas, siendo S. M. el dueño absoluto de todo honor, para comunicarlo a quien le pareciere y para quitarlo en general o en particular, según su libre albedrío y voluntad.» Suponíase a continuación que Floridablanca instaba a Campomanes a decirle sobre qué otros puntos le solfeaban los gritones, lisonjeándole con la propiedad del gobierno del Consejo en perspectiva y con la idea de perpetuar las secretarías del Despacho en los de su ropa. Y por efecto de las expresiones atribuidas a Campomanes, al satisfacer la pregunta, se tiraba insidiosamente a malquistar a Floridablanca con todos1030: con el Rey, diciendo que no le había reducido tanto ningun ministro, pues le escuchaba como a un melifluo San Bernardo: con el confesor Fray Joaquín Eleta, inventando que, por disminuir su ascendiente en negocios de Iglesia, había enseñado a Carlos III una carta en que Pío VI le llamaba frailacho ignorante: con los consejos y tribunales, sustentando que se arrogaba las atribuciones de ellos, porque su encumbrada vanidad le inducía a vivir persuadido de sabérselo todo y de ser los demás unos burros: con sus compañeros los ministros, sugiriendo la especie de que la Junta Suprema de Estado se componía de un atajo de ovejitas, que iban cencerreando por donde las llevaba su pastor; y hasta con el mismo Campomanes, en cuya boca se ponía por conclusión lo siguiente: «Felicítome en haberles dicho sólo por mayor una parte de las muchas cosas con que caracterizan a vd. de intolerable y de fatal en su Ministerio. Ahora convengo con la voz general en que, después de la mala alma de Gálvez y de la no buena de vd., después de sus trápalas y mojigangas para embaucar al Rey; después de otras infinitas calamidades, en que parece haber sido fundidos los dos en la misma turquesa, suspira la nación por que no haya más abogados en los ministerios del Despacho.»

Dos especies muy significativas se leían además en la sátira aquella como soltadas también por Campomanes: una, que, a causa de la dependencia rninisterial, humillante para el Consejo de Castilla, estaban haciendo el caldo gordo al otro conde su presidente, pues los tiempos de su pureza y vigilancia, recta y puntual administración de justicia, con un despacho cuantioso, no se caían de la boca de los mismos subalternos y del sinnúmero de interesados: otra, que Floridablanca se prevenía a soltar la carga con tiempo y antes del nublado que pudiera asomar de pronto; a trasmitir los ministerios de Estado y Gracia y Justicia a hechuras suyas, y a dirigirlos, haciendo el haragán y el ricote en la huerta de Murcia, aun cuando no faltaba quien presumiera que pararía en miembro del Sacro Colegio.

Por la alta sociedad y entre militares obtuvo la sátira grande aplauso: de las manos se la arrebataban las gentes a porfía, hasta que se multiplicaron las copias, tarea a que ayudaron poderosamente y de buen talante las damas de intriga; y como ambiciosos, descontentos y azotacalles se codean a toda hora en las poblaciones de importancia, y es raro el paladar que no encuentra platillo de gusto en la murmuracion del prójimo, y especialmente si manda y puede, aquel anónimo papelillo corria más acreditado que ninguna otra concepcion de mente humana, y tiranizaba, por decirlo así, las conversaciones, que no se nutrian de más pasto.

Una fábula inserta en el Diario de Madrid, y titulada El Raposo, vino a compartir la boga de que la sátira gozaba por entonces. Su texto se limitaba a pintar por ministro de un león a un raposo, que, envanecido con su privanza, maltrataba a todos los animales, hasta que, caído de ella por un azar de la fortuna, se le atrevieron los más pequeños, mientras los grandes solamente le daban tal cual arañazo, para que, tardando más en morir, se le acibarara el martirio. Y consistía la moraleja en declarar que ejemplares de lo propio se veían en los hombres que abusaban del mando, sin que por esto cesara la soberbia1031

De lo que pasaba en Madrid tuvo Floridablanca la primera noticia por el diputado de la escuela de niñas del barrio de la Comadre, sumamente adicto a su persona, quien le participó cuanto sabía del suceso, no sin deplorar la ingratitud de algunos, que le estaban obligados con beneficios, y la veleidad de un pueblo novelero, divertido con las injurias impunemente prodigadas al que se desvelaba por prosperarle; y díjole asimismo que, en unión de las inocentes que tenía a cargo, oraba al Cielo por la conservación de su vida y de la fortaleza de espíritu de que necesitaba tanto1032.

A vuelta de parte le respondió el conde de su puño, estimando la buena voluntad y oraciones, y pidiéndole que las continuara, para alcanzar de la Divina Misericordia el acierto que deseaba en sus muchas tareas, bien que la conciencia de nada le acusara, y que, por consiguiente, su ánimo estuviera tranquilo.

Con la misma fecha previno Floridablanca al superintendente general de policía que se aplicara a investigar si en aquella intriga había algún cuerpo con fines de sedición o de ofensa contra la autoridad soberana, confrontando hechos en la mejor forma posible; pero sin citar personas, ni implicar a unas con otras sobre débiles fundamentos o noticias equívocas y vagas. Ya el conde de Campomanes, como gobernador interino del Consejo de Castilla, había mandado a la Sala de alcaldes que actuara sobre el negocio; pero esta no lo consideró peculiar de sus atribuciones. Algunos alcaldes se dieron por separado a practicar diligencias en averiguación de los culpables, sin el menor fruto, y a acometer una empresa tan ilusoria como la de desaguar los mares, con recoger copias de la sátira celebrada. De ellas se remitieron muchas al ministro de Estado en cartas ciegas y pliegos de amigos a San Ildefonso, entre las cuales una estaba de letra de cierta Señora Grande, que le llamó la atención toda desde el primer golpe de vista, pues frecuentemente solía recibir cartas suyas. No es de extrañar le sorprendiera que persona que le vendía afecto se deleitara en coadyuvar a la propalación de calumnias en su contra; ni que hablara como inicuamente agraviado a sujeto de igual jerarquía y de legítima autoridad sobre aquella Señora Grande1033.

Ningún otro desahogo de sentimientos privados salió de su pecho por entonces. Sólo entre sus más allegados y confidentes se produjo en cortas expresiones de la suma benignidad con que le trataba el Soberano y le favorecían de continuo los príncipes sus hijos; y como observaran que lo decía a menudo y sin venir a cuento, y que andaba pensativo, taciturno y reconcentrado en sí mismo, y sabían lo de la copia de la sátira por mano conocida, infirieron de todo que el ministro de Estado había concebido recelos de los Grandes.

A la verdad, con la historia de España en la mano, y por cualquiera página que se abra, hay comprobantes de que lo oscuro del nacimiento jamás opuso obstáculos a la elevación de los individuos de mérito sobresaliente; bien que, por efecto de ser clase privilegiada la nobleza, haya sido común en las personas así encumbradas blasonar de ilustre abolengo con verdaderas o postizas ejecutorias. Propia y no alquilada era la del ministro de Estado; mas en tal puesto se veía, no por ella, sino por sus eminentes cualidades, sin la menor relación con su cuna; y así merece que se le censure el anhelo de hacer muestra de escudo de armas, ya admitiendo alguna dedicatoria de poco menos volumen que el mismo libro, donde se reseñaban por menor sus ascendientes, ya ocasionando que oradores cristianos ponderaran las excelencias de su casa en las honras fúnebres de su padre, y dieran bulto a una nada, que no existía, con otra nada más antigua, y tanto menos oportunamente, cuanto que el difunto dejaba acreditado muy de sobra su desprecio de las vanidades mundanas con haberse ordenado tiempos antes de sacerdote1034. Pero, pues Floridablanca descendía a tales pequeñeces, acaso por ser este su flaco, o por rendir vasallaje a las preocupaciones del día, ya patentizada su noble estirpe, no debía concebir y abrigar sospechas que se rozaran con preeminencias de clases, y le desviarán un sólo punto de su característica cordura, precipitándole a varios actos de dudosa justicia.

Parece que las averiguaciones oficiales indujeron a muy probables conjeturas de haber nacido la sátira y su propagación primitiva de militares condecorados si bien, dejando correr tiempo, se hallaran tal vez demostraciones de que las apariencias más ciertas suelen engañar a menudo. Y de ello proporcionaba ejemplar reciente la fábula de El Raposo, achacada por voz común, tan luego como se vio inserta en las columnas del Diario, a D. Tomás Iriarte o a D. Felipe Samaniego, ya célebres en este género de producciones, y compuesta por D. José Agustín Ibáñez de Rentería. Así lo escribió el mismo Samaniego, residente en Vergara, al oficial mayor de la Secretaría de Estado, D. Miguel de Otamendi, añadiendo que la tal fábula había sido remitida con otras varias al diarista de Madrid muchos meses antes desde Bilbao por el autor, mozo de gran provecho y muy amigo suyo, quien lo decía públicamente y muy tranquilo, por no envolver aquello malicia ni arcano. Floridablanca lo supo de Otamendi, y le hizo fuerza: de resultas la fábula titulada El Raposo tuvo libre curso, aunque, falta del aliciente de maligna, sin el crédito y aplauso que antes.

Pasando días, perdiéralos también la sátira insolente; que tales papeles no viven sino de la importancia que les prestan aquellos contra quienes se forjan, y si aciertan a menospreciarlos, luego caen por su propio peso de ruidosa vida a muerte infame. Cierto es que la sátira venía a ser bandera de una parcialidad enemiga de Floridablanca, y que su contexto renovaba manifiestamente la pugna entre aragoneses y golillas, como en los tiempos de Grimaldi: solo que entonces el punto de partida de los contrarios era un desastre, como el experimentado en las playas de Argel por la desatinada combinación de la empresa, y les servía de punto de apoyo el príncipe de Asturias, con ansia de ser admitido a los consejos que se celebraran por el de Estado; y ahora, sobre no tener mejor fundamento que el decreto de honores militares, cuyas consecuencias, más o menos impremeditadas, más o menos trascendentales, más o menos inconvenientes, admitían el remedio sencillísimo de una plumada, el primogénito de Carlos III estaba de parte de Floridablanca, por las razones que este ministro exponía al Soberano, diciendo: «V. M. ha admitido al Príncipe a todos los despachos, y le ha acordado una confianza en los negocios de que no hay memoria en los fastos de la monarquía, ni ejemplo en las demás naciones; V. M. sabe, y el Príncipe también, si yo he trabajado eficazmente para lograr este gran golpe de política y de amor de V. M. a su dignísimo hijo y a sus fieles vasallos, y si he puesto una diligencia y un celo continuo para impedir, apartar y deshacer los susurros, chis mes y especies con que en otros tiempos se procuraba indisponer los ánimos de un padre amoroso y de sus obedientes hijos».1035

Sin embargo de todo, no se hicieron aguardar mucho varias providencias contra algunos tenientes generales y mariscales de campo de los más visibles de la corte. Al marqués de Rubí, consejero de Guerra, se expidió una orden muy decorosa, avisándole que el Rey le acababa de nombrar su representante cerca del monarca de Prusia, por lo necesario que era tener allí un general de su capacidad y talentos durante las circunstancias críticas por las cuales pasaba a la sazón Europa. No queriendo el marqués aceptar esta salida, pues que le sonaba a castigo, hizo al punto renuncia, y, sordo a insinuaciones amistosas, y llevado de su carácter, por demás terco y vehemente, respondió con desentono y desmesura a la réplica del ministro, en que templadamente le persuadía y estrechaba a la obediencia. De esto provino que se le enviara de cuartel a Pamplona, y que se le formara proceso, cuyas resultas no pasaron más adelante1036. A impulsos de honrosa delicadeza suplicó Floridablanca al Rey que le dispensara de escribir de su puño las órdenes contrarias al general desobediente, y así fueron de letra del príncipe de Asturias.

Entonces también D. Antonio Ricardos, inspector general de caballería, fue a desempeñar el mando de la provincia de Guipúzcoa, renunciando espontáneamente su antiguo destino para servir el nuevo sin embarazos, y mirando su traslación como suceso indiferente. El conde de O'Reilly, destinado a recorrer, examinar y reconocer las costas de Galicia, recibió la comisión con alegría presuntuosa y aire de la mayor importancia, y anduvo pidiendo enhorabuenas por todas partes. Su cuñado D. Luis de las Casas, gobernador de Orán, que estaba en Madrid con licencia, obedeciendo prontamente el mandato de no seguir ausente de su gobierno, salióse de Madrid a la sordina y camino de aquella plaza. Y D. Horacio Borghese, hombre santurrón y apocado, sin que le valieran sus importunas humillaciones, púsose en marcha, con el empleo rehusado por el marqués de Rubí, a la corte de Prusia, aunque se detuvo luego en la de Francia por indisposiciones, y sentimientos y tristezas que no pudo entender ni consolar nadie.

Estos actos, revestidos con el sello de la legalidad y el barniz del decoro, suscitaron, no obstante, generales murmuraciones, que se acrecentarían en grado sumo de consumarse otra providencia acordada, que estuvo a pique de ser un hecho. Con la mayor reserva se comunicó al conde de Campomanes una orden perentoria para que hiciera saber de parte del Rey al marqués de Iranda, varón de grande capacidad y estima, los perjuicios e inconvenientes que resultaban de sus tertulias. De noche y sin ruido llamó Campomanes a Iranda, y, tratándole con la distinción correspondiente, indicóle a, solas cuanto le prevenía el ministro de Estado. No menos digno que respetuoso el marqués de Iranda, explicóse con el gobernador interino del Consejo en términos de que deseaba obedecer y evitar errores, suplicando se le designaran las personas que podría excusar o recibir en sus tertulias, donde jamás había permitido conversaciones del menor inconveniente político, ni contra providencia alguna del Gobierno; y diciendo que, mientras no se le diera alguna prudente regla a qué atenerse en lo futuro, tomaría el partido de cerrar enteramente su casa a todos los que no fueran de su familia. A otro día hizo representación al Monarca, y escribió al ministro de Estado, con ánimo de que le admitiera a una entrevista; pero, en vez de señalarle día y hora, contestóle Floridablanca por persona de la intimidad de ambos, y de manera que se le aplacaron las inquietudes, y no tuvo que suspender ni que alterar en lo más mínimo sus reuniones nocturnas e inofensivas cuanto amenas1037.

Otra sátira circuló por el mes de octubre, tan escasa de ingenio como de fuerza, y absurdísima en la sustancia. Se titula Carta de un huevero de Fuencarral a un abogado de Madrid sobre el libre comercio de los huevos. Por las notas que la acompañan se entiende que el autor se propuso designar por el nombre de Fuencarral a Cádiz, y por el de un abogado de Madrid a Floridablanca; todo con el objeto de censurar muy acremente el libre comercio entre España e Indias, y de exigir que se volviera al sistema antiguo: así esta sátira desventurada ni desazonó a los amigos, ni regocijó a los contrarios.

Es lo singular que, a vueltas de tamaños ruidos, y antes del destierro político de los generales Rubí, OReilly, Ricardos, Borghese y Las Casas, se revocaba el decreto de honores militares. No por esto Aranda y su parcialidad lograban entonar el himno de triunfo, pues Floridablanca se mantenía en la gracia del Soberano, que era lo sustancial de la contienda, y así aquel personaje, ufano sin duda de que no se le atreviera el ministro, aprovechaba toda coyuntura de hostilizar a su adversario1038.

Algo importante produjeron estas agitaciones, en las cuales no hubo ciertamente quien hiciera buena figura: de ellas provino el Memorial presentado al rey Carlos III por el conde de Floridablanca, provechosísimo para la historia, pues contiene la relación exacta de los varios sucesos y grandes adelantos de la época de su Ministerio, sin que jamás omita hacer mérito y elogio de cuantos lo habían contraído y ganado. Ni falta allí período en que se retraten al vivo las causas del documento y las impresiones del autor al darle ser imperecedero con la pluma. «Puedo asegurar (dijo), y sabe y V. M., que apenas hay general de algún mérito, y aun oficiales de menos rango, de quien yo no haya sido agente voluntario cerca de V. M. para sus gracias o adelantamientos, premios y distinciones, por creerlo conveniente al servicio de V. M. y bien de la patria. Acaso no querrán creer y confesar esta verdad algunos que han recibido el efecto o disfrute de mis oficios; pero consta a V. M., y esto me basta. He podido vencer la tentación que he tenido de formar aquí un catálogo de aquellos oficiales, empezando por los capitanes generales de ejército, por si V. M. se dignaba atestiguar la verdad de mis aserciones con su Real declaración, y me he ceñido a estas generalidades por no excitar el rubor de algunos, que sentirían se dijese que son deudores de algo a un hombre que, sin causa, han tratado de desacreditar y perseguir.» Nada hay que huelgue en este periodo, ni aun el lugar que ocupa en el documento, pues a continuación viene todo lo relativo a la Junta de Estado, contra la cual declamaban los mismos que echaron abajo el decreto de honores militares.

Tan notable memorial finaliza de esta manera: «Si he trabajado, V. M. lo ha visto, y si mi salud padece, V. M. lo sabe: sírvase V. M. atender a mis ruegos y dejarme en un honesto retiro; si en él quiere V. M. emplearme en algunos trabajos propios de mi profesión y experiencias, allí podré hacerlo con más tranquilidad, más tiempo y menos riesgo de errar. Pero, Señor, líbreme V. M. de la inquietud continua de los negocios; de pensar y proponer personas para empleos, dignidades, gracias y honores; de la frecuente ocasión de equivocar el concepto en estas y otras cosas, y del peligro de acabar de perder la salud y la vida en la confusión y el atropellamiento que me rodea. Hágalo V. M. por quien es, por los servicios que le he hecho, por el amor que le he tenido y tendré hasta el último instante, y sobre todo por Dios nuestro Señor, que guarde esa preciosa vida los muchos y felices años que le pido de todo mi corazón».1039 Del Real Sitio de San Lorenzo es la fecha del memorial de Floridablanca a 10 de octubre de 1788.

Más de un año se cumplía entonces de estar Europa otra vez revuelta. Muy a mal la corte de Constantinopla con las últimas desmembraciones de territorio, repuesta ya de los descalabros, y quejosa de que Rusia no observara las estipulaciones, había citado a Mr. de Bulgakow, ministro de la Emperatriz, para audiencia pública el 16 de agosto de 1787. Hízose así con el objeto de obligarle a firmar la restitución de la Crimea y la anulación de todos los tratados posteriores al de Kainardgik, celebrado en 1774. Naturalmente repugnólo el enviado de la Czarina, y fue conducido al castillo de las Siete Torres; y tras de la agresión vino la guerra. José II se armó a favor de la Rusia en febrero de 1788, bajo el especioso pretexto de ensanchar las fronteras del imperio de Austria, para proveer en lo por venir a su seguridad y reposo. Meses adelante, impulsado Gustavo Adolfo por su carácter novelesco, quiso aprovechar la buena coyuntura de recuperar para Suecia las provincias que fueron suyas en la Finlandia. Contra los suecos reclamó la emperatriz Catalina los auxilios del rey de Dinamarca, y obtúvolos en virtud de tratados vigentes. Y entre tanto la corte de Prusia, recelosa de ver a rusos y austríacos hacer pie continuo en Polonia, y vencedores en la Moldavia y la Valaquia de los otomanos, aunque estos conservaran el Danubio; al príncipe de Potenkim defender la Crimea y estrechar en Oczakow a los contrarios; al de Nassau y al célebre anglo-americano Pablo Jones derrotar bajo el pabellón ruso al capitán bajá en el mar Negro una, dos y tres veces, y medir en el mar Báltico sus fuerzas las escuadras sueca y rusa sin ventaja de una ni de otra, apresuraba los preparativos militares contra la Czarina, y comenzaba por alcanzar, juntamente con Inglaterra, que Gustavo Adolfo y el rey de Dinamarca se avinieran a un armisticio.

En tan difíciles circunstancias, Europa volvió los ojos a Carlos III. Tributando reverente homenaje a su buen sentido, rectitud proverbial y larga experiencia, Austria, Rusia, Francia, Prusia, Inglaterra, Suecia, Dinamarca y la misma Turquía depositaron en el Soberano español su plena confianza, consultándole sobre los medios de conseguir la pacificación general, anhelada por todos1040. Mas no alcanzaron al venerable Monarca los días ni para oír completo el memorial de su ministro Floridablanca, ni para alegrarse en la senectud de agasajará emperadores, reyes y pueblos con el fecundo ramo de oliva, gloria de las más puras que se pueden conquistar desde un trono.




ArribaAbajoCapítulo VI

El Rey y el Hombre


Dotes esenciales de Carlos III.-Su retrato.-Sencillez de su traje.-Regularidad de su vida.-Su exactitud en todo.-Sus cazas.-Pureza de su fe religiosa.-Su veracidad inalterable.-Limpieza de sus costumbres.-Su genial suave y sobremanera bondadoso.-Su afición a cuanto le servía.-Su método en la mesa.-Caprichos suyos cotidianos.-Su afán por la propagación de las luces.-Por fomentarlo todo.-Frase favorita suya.-Fecundo efecto de sus virtudes.-Alabanzas que supo ganarse.-Su ánimo sereno.-Dolores que le afligieron el alma.-Su enfermedad postrera.-Su testamento.-Su agonía edificante.-Su santa muerte.-Apóstrofe de Jovellanos.-Sentimiento de los españoles.

Nacido Carlos III de la aristocracia, de la clase media o del pueblo, su mente clara, su carácter noble y apacible, y su corazón recto y bondadoso le hicieran sobresalir entre sus iguales. Hijo de Rey, y pasando de trono en trono a Parma, Nápoles y España, su aparición fue en todas partes signo de ventura; pues corno supo siempre elegir personas entendidas y honradas que le ayudaran con sus consejos, y sostenerlas contra las intrigas de corte, y las grandes relaciones de la justicia y del bien público le eran geniales, todos los gérmenes de prosperidad fructificaban a su sombra. Sin más norte que el de la felicidad de los vasallos, grande fin de toda soberanía, en su carrera benéfica y regeneradora templaba el anhelo por reformar abusos con la ternura solicita de padre, atendiendo a la inteligencia de los hijos, graduando la instrucción que les daba y los bienes que les hacia, fiando del tiempo y de la experiencia adelantos de mayor bulto, y prefiriendo el no completar su fortuna a que la adquirieran con repugnancia. Al simple cotejo de sus providencias y de sus designios para lo futuro, se advierte la escrupulosidad con que se proponía contentar a sus vasallos, al mismo tiempo que los beneficiaba, y librarles de algunas preocupaciones, sin chocar de plano con todas1041.

Ciertamente la parte principal de la honra de tan memorable reinado pertenece a Carlos III de justicia. Con razón, al despuntar su edad juvenil, y ensayando su aptitud para la dificilísima ciencia de gobernar a las naciones, le había imbuido el marqués de Tanucci la máxima de que los hombres son marciales o pacíficos, magnánimos o ruines, ilustrados e industriosos o rudos y holgazanes, y buenos o malos en suma, a tenor de la voluntad del que reina. Cada forma de gobierno ofrece un incentivo especial para quienes aspiran a los puestos más altos: como lo fue en Grecia y en Roma el de los aplausos del foro, y venia siéndolo ya en algunos países modernos el de los sufragios de las elecciones populares, no puede ser otro bajo las monarquías absolutas, donde, con más o menos docilidad o resistencia, todo se mueve hacia donde empuja el Soberano, que el de obrar según sus miras y deseos para captarse plenamente su voluntad y no decaer de su gracia. Muy celoso Carlos III del bien público, y promoviéndolo perseverante y depositando siempre la mayor confianza en los que le parecían más capaces de procurarlo con todas veras, ninguno de sus ministros ignoraba la manera de complacerle, y todos se desvivían de continuo por la ilustración y ventura de España, segurísimos de que, al sostener una competencia tan noble, aumentaban su valimiento cerca del trono, se cubrían con el escudo de mejor temple contra los tiros de la envidia, y eran bien quistos aun de los mismos cortesanos1042.

No hay manera de describir las cualidades de tal Monarca si la pluma del historiador no se atempera al lenguaje del panegirista, aun a riesgo de que la voz de la verdad suene a cacareo de lisonja. Rasgos de aquel semblante benévolo y majestuoso nos han dejado el pincel de Mengs y el buril de Carmona; y, aunque le desfiguraron no poco ciñéndole al cuerpo guerrera armadura1043, se descubre en su fisonomía la grave afabilidad con que se granjeaba el cariño de todos, e infundía a la vez amor reverente y alentadora confianza. De estatura mediana era y de complexión muy robusta, bien proporcionado, y más enjuto que envuelto en carnes, blanco de cuerpo y curtido de rostro y manos, como que se exponía cotidianamente a la intemperie1044. Su traje habitual de invierno consistía en casaca de paño de Segovia de color de corteza, chupa de ante galoneada de oro, y calzón negro de lo mismo y de la fábrica de Aravaca, sombrero a lo Federico II, chorrera de encaje en la camisa, pañuelo de batista al cuello, guantes de ante, medias de lana, y sobre ellas botines cuando salía al campo: por el verano las medias eran de hilo, la casaca de camelote, y la chupa de seda azul de Prusia con galón de plata1045. En más de treinta años no le tomó el sastre medida para ninguna prenda, y juzgaba que los vestidos estrechos encierran a los hombres en las prisiones de la moda1046. Le martirizaba estrenar algo, y conociéndolo sus inmediatos servidores, siempre que había de mudar de sombrero le colocaban el nuevo junto al viejo, y allí solía quedar más de una semana, hasta que tomaba aquel y le escondían este para que no volviera a usarlo. Sobre la chupa de ante o de seda se ponía casaca muy rica, y a veces con botonadura de brillantes, los días de gala o de ceremonia; se la abrochaba de arriba abajo, y, no bien concluía la fiesta o besamanos, iba a su cámara, y, despojándose de aquel estorbo, daba un gran suspiro y exclamaba ¡Gracias a Dios! como quien se descargaba de un gran peso. Gustábale, no obstante, la pulcritud, hasta el extremo de no poder tolerar una mancha, y se incomodaba si le rompían, al desnudarle, el encaje de la camisa, bien que su enojo no pasara de decir al gentil-hombre desafortunado con su hablar algo presuroso: ¡Poca maña, amigo, poca maña!

Su vida se distinguía por lo rigurosamente metódica: en el Pardo desde el 7 de enero hasta la víspera del domingo de Ramos; en Aranjuez desde el miércoles de Pascua de Resurrección hasta fines de junio; en Madrid hasta más de mediado el mes siguiente; en San Ildefonso hasta entrado octubre; en San Lorenzo hasta primeros de diciembre; y otra vez en Madrid hasta pasada la Epifanía. De Aranjuez, antes de terminar abril, iba a Cuerva a caza de gatos monteses; y de Madrid, entre la Concepción y Nochebuena, a Aranjuez a caza de chochas.

En todo tiempo le despertaba a las seis menos cuarto de la mañana su ayuda de cámara don Almerico Pini, que dormía en una pieza inmediata a la suya; y, luego de levantado, se quedaba solo y oraba hasta las siete menos diez minutos, en que entraba a saludarle el sumiller de corps duque de Losada. A las siete salía a la cámara, donde le aguardaban médicos, cirujano y boticario entre los de la servidumbre: allí se lavaba, vestía y tomaba chocolate, sirviéndoselo un antiguo criado suyo, Silvestre de nombre, a quien siempre decía algo cuando le volvía a llenar la taza, después de acabada la espuma. De allí pasaba a misa al oratorio, y luego al cuarto de sus hijos, de donde volvía a las ocho al suyo, para encerrarse a trabajar sólo hasta las once, hora en que el príncipe de Asturias y los infantes llegaban a pasar en su compañía un rato breve, tras del cual recibía a su confesor Fray Joaquín Eleta. Seguidamente se presentaba en la cámara, y, después de hablar cortos momentos con los embajadores de Nápoles y Francia, hacía seña para que pasaran los de las demás naciones, los cardenales y algunas otras personas de jerarquía. A las doce comía en público, bendiciendo la mesa el arzobispo de Toledo: durante la comida hablaba el Rey alternativamente a unos y a otros, y, acabada, se hacían las presentaciones de los extranjeros, y besaban la mano los españoles obligados a ello por gracias, despedida o llegada. Vuelto a la cámara, platicaba a veces media hora con los miembros del cuerpo diplomático y los cardenales, brillando en aquel alto círculo cotidiano la conversación amena y el agrado majestuoso del Monarca; pues a todos se dirigía halagüeño, y variaba de asunto con todos, y de manera que cada cual se daba por distinguido personalmente; prueba bien positiva de su gran bondad y conocimiento del corazón humano, sin el cual nadie puede gobernar bien los hombres.1047

Apenas despedía a los admitidos a tal honra, o después de dormir una hora de siesta, si era verano, salía hasta el anochecer de caza, y a su vuelta le esperaba toda la Real familia. Luego de dar el santo y la orden para el día siguiente, despachaba con el ministro a quien correspondía por turno; y si al acabar el despacho le quedaba tiempo, se distraía jugando al revesino hasta las nueve y media de la noche, que cenaba privadamente. Un cuarto de hora o veinte minutos rezaba a solas después de la cena: concluidas sus devociones, tornaba a la cámara para desnudarse; y por último, se recogía, acompañado del sumiller de corps y de Pini, entre las diez y media y las once.

Esta regularísima distribución de horas no se alteraba sino los días en que, por haber de comulgar, se levantaba a las cinco de la mañana; o aquellos en que desde el palacio de Aranjuez, y más del de San Ildefonso, iba de pesca al Tajo o al Eresma con la fuerza del sol, al cual podía mirar fijamente y sin resentirse de los ojos; o por Carnaval, en que solía comer de campo y decir alegre: Estos son mis bailes.

Profesando, como su bisabuelo el gran Luis XIV, la máxima de que la puntualidad es la cortesía de los reyes, fijada la hora para cualesquiera actos o ceremonias, viósele aguardar muchas veces el minuto preciso mirando el reloj, o con la mano sobre el picaporte de su cuarto, y conseguir que no se le esperara nunca. Sólo por la mañana salía a vestirse algunos días tres o cuatro minutos antes de la siete, seguro de encontrar a los de la servidumbre: si por casualidad llegaba alguno estando ya fuera y sin dar la hora, achacábase la culpa el Rey por haber anticipado la salida: si llegaba después y era de los puntuales, disculpábale suponiendo risueñamente que se habría retardado por encontrar al Santísimo Sacramento en el camino, o por embarazárselo las carretas; y si era de los que acostumbraban a descuidarse, ni le dirigía la palabra, cuya indiferencia sonaba como sensibilísima reprensión para los que, tratándole de cerca, sabían lo expansivo y familiar de su genio1048.

Sin duda el que no degenerara en hipocondríaco, a semejanza del de su padre y el de su hermano, debiólo a la circunstancia de preferir al apoltronamiento el ejercicio de la caza; costumbre higiénica tachada injustamente por algunos como pasión que le dominaba y hacía descuidar la gobernación del Estado. Tan solo como regla para conservar la salud dedicaba a cazar algunas horas, y así y todo se le oían estas palabras: «Si muchos supieran lo poco que me divierto a veces en la caza, me compadecerían más de lo que podrán envidiarme esta inocente diversión... Si supiera que en la única diversión que tengo de la caza pecaba, aun venialmente, desde luego mandaría hacer pedazos los instrumentos y escopetas».1049

De su fe ardorosa y piedad acendrada abundan sobremanera los testimonios. Por el de su antiguo confesor Fray José Bolaños se sabe que, instándole, recién llegado a Nápoles, fieles servidores para asegurar su Real persona, a causa de haberse descubierto una conjuración fraguada con objeto de envenenarle, contestóles tranquilamente: Yo sólo cuido de no desagradar a Dios; lo demás corre de cuenta suya1050... No hay cosa mejor que lo que dispone el Amo, ni hay mejor padre de familias que Dios... Cuanto tengo es de Dios, y el hombre de suyo no es más que miseria, eran frases que pronunciaba muy a menudo. No sé (dijo a un prelado) cómo hay quien tenga valor para cometer deliberadamente un pecado, aun venial: yo todas las noches hago examen de conciencia, y, si le hallara en mí, no me acostaría sin confesarme primero.-Todas las Pascuas y festividades de la Virgen y de los principales misterios religiosos y de algunos Santos de su particular devoción, corno San Genaro, frecuentaba el Sacramento de la Eucaristía. Verle asistir a misa en capilla pública o en su oratorio y a los demás actos solemnes de la religión santa edificaba a todos; y si la fe pudiera descubrirse con ojos materiales, en ninguna ocasión se hacia más visible que cuando aquel respetable anciano tenía a sus nietos en los brazos sobre las fuentes bautismales, pues era una simbolización viva de la inefable beatitud representada en el rostro de los antiguos patriarcas1051. Ya se hizo mención bastante de las conexiones que tuvo en Sevilla con el lego franciscano Fray Sebastián de Jesús Sillero. Este siervo de Dios pasó de esta vida el mismo año en que D. Carlos se coronó rey de Nápoles y de Sicilia, y desde entonces le puso corno intercesor y medianero para con el Omnipotente en sus oraciones privadas. Cuando ascendió al trono de España, afanóse por la beatificación de aquel religioso. A los de su orden y convento encargó que escribieran su vida, y al cardenal de Solís, arzobispo hispalense, que de los testigos oculares adquiriera cuantos datos le fuera posible para entablar la causa en Roma. Con titulo pomposo y sin ningún discernimiento compuso Fray Cristóbal Moreno la vida del hermano Sebastián a nombre de los franciscanos de Sevilla. No satisfizo a la piedad ilustrada de Carlos III aquella sarta de milagros, atribuidos al ejemplarísimo lego sin otro apoyo que el de los decires vulgares, y por conducto de su ministro de Gracia y Justicia mandó que se escribiera otra historia con seguridad y fundamentos auténticos, de modo que contribuyera a la misma causa y a la edificación y provecho de los fieles con la verídica relación de sus virtudes y acciones dignas de imitación y de ejemplo. Puntualmente desempeñó el cardenal de Solís su encargo, reuniendo gran número de declaraciones que se presentaron a la congregación de ritos; y bien que no consiguiera el Soberano que se venerara a tan pío religioso en los altares, tuvo ocasión de acreditar sinceramente la reverencia que le infundía su memoria1052. «Aquella pasión, o llamémosle frenesí, que tienen muchos de querer que todos piensen como ellos, que es lo que ha producido los excesos de odio entre religión y religión, y de persecuciones atroces dentro de una comunión misma, nunca fue del gusto de Carlos (dijo un contemporáneo de nota): su voluntad le inclinó siempre a aquella justa tolerancia, que compadece los errores del prójimo sin aprobarlos: el exceso de la persecución, como efecto de un amor propio desordenado, era muy contrario de su carácter; y aunque los hombres en general, cuando dejan de temer, inmediatamente quieren ser temidos, y quien no puede ser perseguido gusta de ser perseguidor, Carlos prefirió siempre el amor al odio, y la dulzura a la violencia; y aun cuando la necesidad le forzaba al castigo, suavizaba este con cuantos temperamentos permitía la justicia».1053

Ingenuamente declaraba Carlos III que no hacia memoria de haber faltado a la verdad nunca; y así juzgaba que, aun cuando la buena fe desapareciera del mundo, debería hallarse en los palacios de los reyes; y el más ligero delito le parecía grave, en habiendo por medio falsedad, ficción o mentira; y se preciaba de ser fidelísimo a su palabra, sin limitarse exclusivamente a los asuntos políticos ni a la inalterable fe de sus tratados con las demás naciones. Hasta ridiculizando su creencia en la liquidación de la sangre de San Genaro, ha escrito un enciclopedista: «Explique el milagro quien guste; más fuerza es creerlo, pues, según el buen Lafontaine, un rey nunca miente; y Carlos III merecía este elogio más que otro alguno».1054

Padre prior (dijo cierto día al del monasterio de San Lorenzo el Soberano), gracias a Dios, yo no he conocido nunca más mujer que la que Dios me dio: a esta la amé y estimé como dada por Dios; y después que ella murió, me parece que no he faltado a la castidad, aun en cosa leve, con pleno conocimiento1055. Así hay quien note que de ningún otro monarca se cuenta haber pasado veinte y ocho años de su vida sin esposa ni dama, y que solo disfrazado se podía acercar impunemente el libertinaje a su trono1056. Trece hijos tuvo en veinte y dos años de casado; a los cuarenta y cuatro quedó viudo, y pasar a segundas nupcias rehusólo constantemente. Dura como una piedra era su cama, y saltando a veces de ella a deshora, paseábase descalzo por el aposento en que dormía, para resistir y vencer las tentaciones de la carne1057. «Ni la sátira, ni la malignidad cortesana, que es un Argos para descubrir y aprovecharse de las flaquezas de los monarcas, tuvieron en qué cebar sus especulaciones envenenadas, no obstante que contasen a Carlos todas las acciones, los movimientos y hasta los respiros».1058

No porque sus virtudes fueran tan limpias degeneraba en escrúpulos nimios y extravagantes mojigateces; antes bien «gustaba de chancearse, y aun a veces entraba en chanzas que, no limitándose al matrimonio, parecerían singulares y no de las permitidas; pero que, no saliendo nunca de estos límites, ni teniéndolas sino con las personas casadas y hablándoles de sus propias mujeres, y de si tenían o no sucesión de ellas, hallaba su naturalidad y pureza de alma no poder interpretarse de otro modo».1059

Tan jovial y de buen humor era, que en su interior, y aunque muy de paso, remedaba la traza y el gesto de quien le placía, para lo cual estaba dotado de especial gracia, no dando vado por decoro a esta propensión de su genio, y conociéndose que trabajaba por reprimirla. Siempre tuvo gran penetración y viveza, y se le descubría hasta en la facilidad para enterarse de cuanto en su rededor acontecía con el rápido sesgo que daba a las niñas de los ojos, sin menear ni aun ligeramente la cabeza. Jamás salió mala palabra de sus labios, ni montar en cólera se lo vio una vez sola, pues siendo proverbiales la dulzura y suavidad de su trato, mostrar rostro serio le bastaba para hacer impresión muy profunda en quien merecía su enojo.

Varias anécdotas, referidas por Fernán Núñez, como testigo de vista, retratan muy al vivo el natural excelente de Carlos III, y nada mejor que trascribirlas a la letra. «Su afabilidad con las gentes más humildes que le servían era tal que en la Granja, viendo un día el duque de Arcos, capitán de guardias, que una mujer del campo se acercaba a hablarle con demasiada familiaridad, la quería hacer apartar, y el Rey le dijo: Déjala, Antonio; es mi conocida; es la mujer de fulano, que era uno de sus monteros... Un día le servía la copa un criado anciano, y no sé por qué acaso le estuvo esperando gran rato sin traerle de beber: el marqués de Montealegre, enfadado de ver a S. M. esperarle tanto tiempo con las manos cruzadas, luego que le vio aparecer, aunque venia a su modo a carrera abierta, le hizo señas de enojo; y el Rey, que lo presumió y vio de reojo, como solía, le dijo: Montealegre, déjale al pobre. ¿Te parece que no lo habrá sentido él más que yo? El interesado y todos los que lo oímos quedamos edificados y llenos de ternura y amor a tan digno Soberano. Reflexiónese cuán diferente hubiera sido en nosotros el efecto de un enfado del Rey, con el cual no hubiera enmendado ciertamente lo pasado... Nombraba para cada jornada cuatro gentiles-hombres de cámara, entre los cuales había dos o tres que, el uno por su torpeza natural, el otro por su continua tos y gargajeo, y el otro por lo que le olía la boca, eran sumamente desagradables para tenerlos a su lado en una servidumbre intima. Parece que la desgracia quería que estos hombres rabiasen por servir al Rey; y S. M., por reconocimiento, los nombraba muy a menudo, no obstante las representaciones que le hacía el sumiller duque de Losada, al cual respondía: Déjalos, hombre. ¡Los pobres tienen tanto gusto en ello!».1060

Ya diera ascensos o se negara a admitir renuncias, procedía naturalmente de manera adecuada a cautivar los ánimos de todos. Por junio de 1767 asistió a unas maniobras militares que en los altos próximos a la ermita del Ángel hicieron algunas de sus tropas, entre las cuales se hallaba el regimiento de infantería inmemorial del Rey, de que el conde de Fernán Núñez era primer jefe. Después fue este a hacer la corte al Soberano, y hallóle quitándose la casaca para recogerse ádormir la siesta. «No había allí (escribe el interesado) más que tres o cuatro gentiles-hombre;y jefes; pero ninguno de ellos era militar. Se encaró a mí S. M., y empezó a alabar las maniobras, y particularmente a mi regimiento, a lo cual manifesté la debida gratitud. Pasado un corto rato, dijo: Señores, aquí tienen ustedes un nuevo brigadier. Yo estaba tan admirado y distraído, que no hice en ello el menor alto; de modo que, dirigiéndome S. M. la palabra, me dijo: ¡Hombre! ¿Dónde estás? ¿A quién puedo yo haber hecho aquí brigadier sino a ti? No solo yo, sino el duque de Santistéban y cuantos se hallaban presentes, le besaron la mano por la gracia y el modo amistoso y honorífico con que la había conferido».1061

Desde que el corregidor D. José Antonio de Armona estuvo enfermo y a la muerte, no hizo más que asediar al conde de Floridablanca para que se le relevara del cargo: ofrecióle el ministro ir proporcionando la pretensión poco a poco; no sin exhortarle a la paciencia, pues consideraba que el Rey se opondría a su separación del corregimiento, aunque para inspirarle confianza de que no quedaría por su parte, explicósele de este modo: Yo soy hombre de bien, y al que no quiero servir, nunca le doy palabra. Como sin lograr su deseo pasaban días, aprovechó el corregidor el de despedir al Monarca a mitad del camino del Pardo el 7 de enero de1787, y mientras mudaba de tiro, expúsole humildemente algunas frases acerca de sus años de servicio, su salud ya deteriorada, la imposibilidad de llevar el peso de las obligaciones públicas, y su afán por otro destino que reclamara menores cuidados. «S. M., que me oyó atento (escribe Armona), me dijo estas palabras: Mira, más viejo estoy yo que tú y voy trabajando: Dios nos ha de ayudar; tú ya estás mejor; cuidas de Madrid, y hasta ahora nadie se queja de tí.-Con esto, inclinando mi cabeza con profundo respeto, dí gracias a S. M., y le repetí: -Señor, dígnese V. M. de atenderme con su Real piedad, pues tengo crecida familia de Mujer e hijos.-Me hizo algunos signos de cabeza, que indicaban su atención y agrado, y arrancó el coche para los puestos de la caza de aquella tarde».1062 Galardones recibió Armona por sus servicios relevantes con una buena pensión sobre sus sueldos y con ver además de paje del Rey a uno de sus hijos; pero su separación del difícil empleo, que desempeñaba tan popular y dignamente, la esperó en vano un día y otro.

No sólo a las personas que le servían leales, sino a las cosas de que hacía uso, cobraba afición Carlos III: algunas llevaba desde la niñez dentro de las faltriqueras de la casaca, y la crucecita que le dio Fray Sebastián de Jesús siempre al cuello: siendo ya rey de España, le rompieron la taza de porcelana en que tomaba chocolate desde que en 1731 salió de Sevilla para Liorna, y sintiólo mucho. Su regularidad se observaba en todo, y sin afectación pequeña ni grande hacía cotidianamente lo mismo.

Si después del chocolate se abstenía de beber agua, señal era de que necesitaba salir aquella mañana de Palacio. Aunque no pecara de gula, por efecto del método inalterable y del ejercicio diario comía bien, y siempre manjares sanos e iguales. Al suceder en la mayordomía mayor al marqués de Montealegre el duque de Medinaceli, ufanóse este de agasajarle, presentándole mejor mesa: aquel día pareció el Rey como desganado; y, al levantarse, dijo a su nuevo mayordomo mayor con paz suma: Medinaceli, ya lo has visto; no he comido nada. Dos vasos de agua templada y con vino de Borgoña bebía al comer, cada uno en dos veces, y de la primera llegaba siempre al fin de las armas Reales que tenía el cristal grabadas: a los postres mojaba en una copa de vino de Canarias dos pedacitos de pan tostado.

Por la noche, después de una sopa, tomaba algo de asado, generalmente de ternera, un huevo fresco pasado por agua, ensalada con agua azucarada y vinagre, un poco de fruta, y la copa de vino de Canarias en que mojaba el pan a medio día. Habitual capricho suyo era, ya apurado el huevo, poner hacia arriba en la huevera, muy alta, como de las antiguas, la parte de la cáscara no abierta, y descargarla tan atinado golpe con el mango de la cucharilla, que esta quedaba perpendicular sobre aquella especie de promontorio; y en retirarlo tenía que hacer pruebas de buen pulso el gentil-hombre de servicio, para librarse de la zumba que ocasionara su torpeza. Singularidad no menos constante ofrecía a mitad de cena la entrada de los perros de caza, a los cuales repartía pan y rosquillas el capitán supernumerario de guardias, marqués de Villadarias, apoyándose en una mesa, para que no le hicieran dar la vuelta redonda; fracaso que precavía a la par, látigo en mano, D. Francisco Chauro, antiguo jefe del Guarda-ropa.

De pluma veracísima han brotado las siguientes palabras: «Ofendería las virtudes de Carlos III con detenerme sobre el sumo respeto que tenía a las leyes, esta emanación de la razón divina, y el vínculo más estrecho del orden social. Jamás alteró ni interrumpió su ejercicio, ni aun en las causas que podían interesar su fisco: quería que se decidiesen con la misma imparcialidad que las que le eran indiferentes; y habiéndole consultado, pocos años ha, un tribunal cierta transacción, le recordó las obligaciones de su ministerio con este decreto, lleno de entereza y dignidad: Su oficio (decía) es aclarar derechos y no proponer composiciones; sé perdonar los míos, y no quiero que nadie me perdone el suyo».1063

Lejos de aprovechar la ignorancia para regir más desembarazadamente a los pueblos, nada procuró Carlos III con mayor diligencia que la propagación de las luces, y por nada se hizo más digno de que se venere su memoria y se le denomine Padre de sus vasallos. Amante del progreso de artes y letras, espléndido patrono de la agricultura, la industria y el comercio, tenía pasión verdadera por la construcción de edificios; y tanto, que su antiguo ministro el marqués de Esquilache solía decir agudamente: A este Señor le ha de arruinar el mal de piedra. Todo lo que fuera destruir se oponía diametralmente a su genio. Al construirse en 1768 el camino de Madrid al Pardo, previno que se economizara mucho el derribo de encinas, y plazoleta de escaso ensanche dejóse rodeada de ellas, y con una en el centro, como señal de haberse obrado según quería. ¡Pobre arbolillo! (acostumbraba a exclamar viéndole de paso) ¡Quién te defenderá después que yo muera!1064

Primero Carlos que Rey, usaba por frase favorita, y en demostración de entender que su dignidad suprema no le eximía de los deberes cuyo exacto cumplimiento ennoblece la conducta de los particulares. Reconcentrada la soberanía en príncipe tan excelente, sus virtudes se reflejaban en los ministros, y contribuían sobremanera a la felicidad de España. Su ejemplo dio realce a la buena fe, a la gravedad de costumbres y a la hidalguía característica de los españoles desde antiguo1065.

Bajo cualquier aspecto que se le examine, hay que pronunciar respetuosamente su nombre: se nos presenta como genuina expresión de la hombría de bien, el buen sentido y la piedad sincera; y cuanto más despacio se le estudia, mejor razón se halla para repetir con voces de días pasados y de los actuales: El que tuviese un amigo como Carlos III, en quien depositar su corazón y a quien pedir consejo, se creería muy dichoso, y le iría a buscar continuamente...1066 Carlos III fue en el trono lo que, siendo vasallo, hubiera querido que fuera su monarca1067... Entre los reyes de España de los tiempos antiguos y modernos, ninguno la ha gobernado quizá con mayor acierto que Carlos III1068... Isabel la Católica y Carlos III hubieran hecho una de las mejores parejas de reyes de la tierra1069.

Grande serenidad de espíritu le animaba, y su corazón religioso la ponía más en relieve, y por tanto ni le fascinaban las felicidades, ni le abatían los infortunios. Con todo, a los últimos años de su existencia se le acumularon los pesares, turbando las delicias de que gozaba con el florecimiento de su monarquía. Sensible a la ternura de la amistad como era, después de echar de menos las visitas que le hacía D. Ricardo Wall anualmente, viniendo a Aranjuez desde el Soto de Roma, cuando le alegraba la paz obtenida con no despreciables provechos, faltáronle casi de golpe la correspondencia semanal de Tanucci y la inseparable compañía de Losada1070. Pasajero por demás fue su regocijo por el nacimiento de los dos gemelos, sus nietos, fallecidos antes de salir de la cuna. Tras del contento que le originaron los dobles enlaces entre su familia Real y la portuguesa, sobrevínole el dolor de perder al infante D. Luis, su hermano, y de experimentar la ingratitud de su hijo Fernando, el monarca de las Dos Sicilias. Una especie de testamento político acababa de formular con la Instrucción reservada a la Junta de Estado, redondeando, por decirlo así, la obra insigne de su reinado venturoso, y le acibararon el gusto las agitaciones producidas por el decreto de honores militares. Lleno de satisfacción escuchaba el memorial de su ministro el conde de Floridablanca, atestiguando los hechos con las hiperbólicas y enérgicas frases de que era el Evangelio cuanto contenía1071, y hubo de interrumpir la lectura, porque de repente se le multiplicaron las penas.

A 8 de octubre de 1788 trasladóse la corte, según costumbre, del Real Sitio de San Ildefonso al de San Lorenzo, hallándose la infanta portuguesa Doña María Ana Victoria entrada ya en meses mayores: días después dio a luz su segundogénito, nombrado Carlos José en el bautismo: de sobreparto la atacaron viruelas; y murió de resultas el 2 de noviembre, antes de cumplir la florida edad de veinte años. No más que siete días la sobrevivió el recién nacido, y once el infante D. Gabriel, que, a impulsos de la ternura de esposo amante, se había contagiado, no apartándose de su lecho. Aunque de espíritu levantado, Carlos III era hombre, y no pudo sobreponerse a tanto menudear de desventuras. De trasnochar sintióse resfriado, y guardó cama un solo día, el primero desde que reinaba en España. ¡Gabriel ha muerto! ¡Yo le seguiré pronto! exclamaba transido de angustia. Sus hijos rodeáronle de contemplaciones y le suplicaron que se viniera a Madrid sin demora: por encargo de ellos interpuso Floridablanca para lo mismo sus instancias, discretamente como sabía, y representándole sobre el temple desapacible de aquel sitio, los efluvios virolentos que vagueaban por todo el Palacio, y la tristeza funeral de sus habitaciones. Déjate de eso, Moñino (le contestó el Rey serenamente). Pues qué, ¿no sé yo que dentro de pocos días me han de traer, para hacer una jornada mucho más larga, entre estas cuatro paredes?1072

Según todos los años, la corte vino desde San Lorenzo a Madrid el día 1.º de diciembre, y el Rey macilento de rostro y muy quebrantado de fuerzas. Todavía, a ruegos de sus hijos y allegados, salió de campo alguna tarde; pero sin poder echar de sí y ni distraer un solo instante, la melancolía de su alma, hasta que la noche del 6 hubo de recogerse más temprano que de costumbre con bastante tos y calentura, que se declaró inflamatoria. Sin esperar nada de los socorros del arte, sometióse a ellos, por desempeñar esta obligación como todas las de su vida. Agravándose la enfermedad, insinuáronle los médicos de cámara, no sin las prevenciones comunes en semejantes casos, la conveniencia de que recibiera el Santo Viático el día 13 por la mañana. Estos (dijo el Rey a Pini) van creyendo que me han dado una gran pesadumbre: gracias al Señor que no es así: hace quince días que me estoy preparando para este, que lo esperaba. ¿Qué dejo yo para que sienta morir, sino cuidados, penas y miseria? He hecho el papel de Rey, y se acabó para mí esta comedia. Di que me traigan luego al Rey de los reyes, aunque no soy digno de tan Divina visita, y cuida de que me den la bendición Papal y la Santa Unción antes de que me prive, aunque espero en Dios que esto no me suceda1073.

Su pro-capellán mayor el patriarca D. Antonino Senmanat administróle aquel Sacramento, llevándole de la Real capilla entre el Príncipe, los infantes, jefes de palacio, gentiles-hombres y otros personajes, todos de gran gala. No se vio más semblante sereno que el del Soberano en la sacratísima y edificante ceremonia; y, concluida, aún se traslucieron vestigios de su jovialidad característica, hablando con el duque de Bourgoin, ministro de Francia, a propósito de entrar un artífice a dar cuerda a los relojes de su cuarto. Embajador (le dijo), estos son como los médicos, que, con lo que hacen, echan a perder lo que está bueno.

Aquella tarde le llevaron los cuerpos de San Isidro y Santa María de la Cabeza. Su nuevo confesor Fray Luis Consuegra, pues el antiguo había muerto nueve días antes1074,

le iba dictando oraciones, y el Monarca las repetía con santo ánimo, claridad y ternura. Pida V. M. al Santo (clamaba el religioso) que interceda con Dios nuestro Señor para que le conceda la vida temporal, si nos conviene. Y alzando el Rey, al punto que lo oyó, sus ojos, ya mustios, dijo con entereza: La vida espiritual y eterna pido1075. A ruegos suyos se le administró la Extrema-Unción a las cinco de la misma tarde.

Qué, ¿creías que había yo de ser eterno? Es preciso que paguemos todos el debido tributo, dijo a Floridablanca, viéndole que no podía reprimir el llanto, cuando le llevó a formalizar el testamento, en que prohibía expresamente que su cadáver se embalsamara, y daba la última prueba de su inagotable caridad para con los pobres1076. ¿Por qué os afligís, hijos míos, si es necesario que yo muera? dijo amorosamente al Príncipe y los infantes, echándoles su postrera bendición con trémula mano. Por extremo sencillas y conceptuosas son estas palabras, dirigidas al que le iba a suceder en el trono: Carlos, hijo mío: te encargo que cuides de la religión cristiana; de todos mis vasallos, y principalmente de los pobres; de todos mis hijos, y en especial de mi hija María Josefa1077

A la hora de todos los días dio el santo: de manos del nuncio Visconti, arzobispo de Corinto, recibió la bendición Papal en su cabal conocimiento, y conservólo hasta el último suspiro. Ya iba a exhalarlo, y el confesor le exhortaba de esta manera: Señor, pida V. M. a Dios el perdón de sus pecados. Y reanimándose un instante, como la llama que va a extinguirse, repuso: Sí, Padre; eso estoy haciendo: espero que el Señor me haya perdonado, no por mis méritos, sino por los de Nuestro Señor Jesucristo1078 Así leemos que mueren los justos; así pasó Carlos III de esta vida a las doce y cuarenta minutos de la madrugada del 14 de diciembre de 1788, y treinta y siete dias antes de cumplir setenta y tres años1079.

Apostrofando a los príncipes un varón eminente para que cumplan la obligación de atraer la prosperidad y la abundancia sobre las naciones a cuya cabeza les colocó el Omnipotente, y no se distraigan de su cumplimiento, y cierren los oídos a las sugestiones de la lisonja y a los encantos de la propia vanidad, y no se fascinen con el esplendor que les rodea y el aparato de poder que les incumbe, clama finalmente: «Mientras los pueblos afligidos levantan a vosotros sus brazos, la posteridad os mira desde lejos, observa vuestra conducta, escribe en sus memoriales vuestras acciones, y reserva vuestros nombres para la alabanza, el olvido o la execración de los siglos venideros.» Voz que sonaba tan enérgica y atronadora se esparcía en loor de Carlos III a los últimos de su vida1080.

Cuando la posteridad juzga a los reyes, no oye más testigo que el amor de los pueblos: del que profesaban a Carlos III los españoles dieron inequívocas muestras regando con lágrimas su sepulcro, y trasmitiendo unánimes y de padres a hijos la reverencia a su memoria, y aplicando uniformemente a sus tiempos la calificación de felices.