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ArribaAbajoLibro VII

España vindicada.-La Poesía.-La elocuencia, la crítica, la historia.-La filosofía, la teología, la jurisprudencia.-Ciencias exactas y naturales.-Bellas Artes



ArribaAbajoCapítulo I

España vindicada


Nuevas mejoras en la enseñanza.-Estímulos al estudio.-El periodismo.-Tiraboschi y Bettinelli contra España.-Los ex-jesuitas Serrano, Lampillas, Andrés en su defensa.-Muñoz contra el abate Pozzi.-Los Padres Mohedanos.-Publicaciones importantes.-M. de Masson y la Enciclopedia.-Triunfo de Cavanilles.-El abate Carlos Denina.-Oración apologética por la España.-D. Antonio Ponz.-Bibliotecas eruditas.

Intelectualmente ganaron los españoles sumas ventajas bajo el reinado de Carlos III por fruto de las grandes mejoras hechas en la instrucción pública, de los nuevos establecimientos de enseñanza, de los poderosos estímulos para el estudio, y de las multiplicadas publicaciones.

Una de las más importantes providencias dirigidas a las universidades fue la que dispuso no atender en la provisión de cátedras o la alternativa de escuelas sino al mérito de los opositores. Abolida la escuela suarista, aún quedaban las que seguían dominicos y franciscanos, y la alternativa entre ellos era una especie de tregua escolástica, más propia para dar descanso a la tropa y asegurar cada partido su recluta que para poner término a la guerra. Con el nuevo método allanóse la senda a la suficiencia personal, y quedaron amenazadas de muerte las disputas silogísticas, tan infecundas como ruidosas, lográndose que se tornara a acudir a las fuentes para enseñar teología, cánones y jurisprudencia. Entre los derechos canónico, civil y Real hubo el recíproco enlace que entre el Imperio y el Sacerdocio: nadie se pudo recibir de abogado sin cursar derecho natural y de gentes; y el derecho público se cultivó asimismo con extensión a todos sus ramos.

En el plan de estudios para la universidad de Granada negábase que pudiera haber una ciencia o disciplina abstracta que, con el pretexto de sutilizar y profundizar las verdades de la religión, apartara de la sólida aplicación a la teología y a sus verdaderos principios. En el plan de estudios para la universidad de Valencia se abolían las disputas celebradas hasta entonces en el patio del establecimiento, y se creaban premios y aun pensiones vitalicias para los profesores que escribieran obras de texto, siempre que las aprobara aquel claustro, lo cual se hacía extensivo por el Monarca a todas las universidades. Igual espíritu de mejora acreditaron los prelados: veinte y dos cátedras erigía Fray Joaquín Eleta en la universidad de Osma: merced al ilustrado celo de los obispos Rubín de Celis y Beltrán ganaron nombradía los Seminarios de San Fulgencio de Murcia y San Carlos de Salamanca: al crear el de Pamplona, su obispo D. Agustín de Lezo y Palomeque recomendaba a los catedráticos en el plan de estudios el uso de los filósofos antiguos y modernos para su instrucción y la de sus alumnos, desviándose de todo espíritu sistemático o de parcialidad, y desterrando toda cuestión inútil, abstracta e impertinente, juegos de voces y prolijas disputas. Ni aun las órdenes regulares se quedaban atrás en el anhelo de promover la restauración de la enseñanza. Fray Alonso Cano, provincial de trinitarios calzados de Castilla, León y Navarra, metodizando los estudios monásticos en su provincia, se lamentaba del prurito de silogizar y de rebatir cada partido a su contrario; de ver plagada la teología moral de dudas, cuestiones, disputas interminables, problemas, paralogismos y probabilidades, con lastimoso perjuicio de las costumbres; de que hasta en la lógica, física y metafísica se hubiera refundido el espíritu contencioso y faccionario de disputarlo y controvertirlo todo; y afirmaba que el extravío de la sólida y legítima escolástica, producido por el ardor de las disputas, reconocíanlo ya a vista de ojos aun los escolásticos más encaprichados. Fray José de San Norberto, general de los carmelitas descalzos españoles, sosteniendo que las malas enseñanzas son más dañosas que la ignorancia misma, y que esta producía la decadencia de las órdenes religiosas, adoptaba, con acuerdo del nuncio pontificio, disposiciones para mejorar los estudios entre sus frailes con elegir excelentes libros de texto y recomendar la lectura, no sólo de Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca y Plutarco, sino también de Vives y Bacon, y aun de Gasendo, Descartes, Newton, Leibnitz, Condillac, Locke y otros. Fray Manuel María Trujillo, provincial de los franciscanos de Granada, doliéndose de la ruina de suliteratura, les exhortaba a romper las prisiones del Peripato y a sacudir la general preocupación que les inspiraron sus maestros, pues, mientras vivieran en tal esclavitud, hallarían mil obstáculos para el progreso de las ciencias; además hacíales ver que los teólogos necesitaban estar versados en la filosofía moderna para refutar sus sofismas1081.

Pasos eran todos estos con que se adelantaba hacia el fin de uniformar la enseñanza, pues los eclesiásticos y los seglares de más luces coincidían en reconocer la raíz del mal y en aplicarle el propio remedio; siempre contaban con la protección soberana, y había de suceder naturalmente que, libres de preocupaciones y llenos de sonrojo los que se quedaban rezagados, se movieran hacia adelante. Norma del progreso intelectual ofrecían los establecimientos de instrucción pública erigidos o reformados entonces: siguiendo la rutina, por donde vinieron a decadencia todos los conocimientos humanos en nuestra patria, no se ganaban en las oposiciones las cátedras de las universidades; ni se lucia en las Academias de derecho civil y canónico y de disciplina eclesiástica, fundadas en la corte; ni se figuraba sobresalientemente en ninguna de las carreras del Estado. Todo en suma estimulaba a salir pronto del laberinto en que, faltos de buena dirección, se perdían los estudiosos, dando continuamente vueltas y sin adelantar un solo paso.

Numerosos papeles periódicos difundían la ilustración por todas partes. Ya bajo Felipe V empezaron las tentativas para generalizarla por este medio: apenas vino Carlos III a ocupar el trono de su padre y hermano, circularon más de veinte periódicos, y no bajaban de este número los que salían a luz al tiempo de su muerte. Hasta la Gaceta repartióse dos veces por semana; el Mercurio político y literario todos los meses y a costa del Gobierno. Fuera de muchos escritores y papeles, cuya enumeración sería larga, D. José Clavijo y Fajardo, en El Pensador, D. José Miguel de Flores, en La Aduana Crítica, D. Luis Cañuelo, en El Censor, D. Joaquín Esquerra, en el Memorial Literario, pusieron al común alcance conocimientos de toda especie; propagaron la afición a la lectura, refiriendo curiosidades y excitando todos los gustos; batallaron gloriosamente bajo la bandera enarbolada por el docto Feijoo contra los errores comunes; fueron auxiliares del Gobierno en la gran vía de las reformas, y, gracias a la Real protección, llegaron a hacerse oír del público sin enredarse en las innumerables trabas antiguas.

Ultrajes dirigidos a España redundaron positivamente en su gloria. Dos abates italianos, Francisco Javier Bettinelli y Gerónimo Tiraboschi, aquel en El Entusiasmo y en la Nueva resurrección, de las letras, y este en la Historia literaria de Italia, calificaron a España de nación casi incapaz del buen gusto y de corruptora de la literatura italiana en los tiempos antiguos y modernos. Allí estaban los ex-jesuitas españoles para vindicar a su patria, e hiciéronlo muy cumplidamente. D. Tomás Serrano, que ya gozaba reputación de grande humanista en la época del extrañamiento de su orden religiosa, contradijo A. Tiraboschi en dos cartas latinas, impresas en Ferrara, limitándose a mantener el lustre de Lucio Anneo, Séneca, Lucano, Marcial y otros españoles que pertenecieron a la edad de plata de la literatura latina1082. Muy versado en ella, escribiendo elegantemente la lengua de Cicerón y de Horacio, y con la razón de su parte, alcanzó brillantes y merecidos elogios.

A impulsos también del amor patrio publicó en Génova su compañero D. Francisco Javier Lampillas un Ensayo apologético de la literatura española. Dos partes contiene, y cada una de ellas ocho disertaciones italianas, donde resaltan principalmente una crítica sagaz y una argumentación robusta, que dejan a los adversarios sin escape más decoroso que el de confesarse vencidos. Enumerando sus erróneos asertos, halla Lampillas la fuente primera en los libelos infamatorios de franceses y de alemanes, cuando no perdonaban manera de oscurecer la gloria de los españoles victoriosos, a que se agregaron las invectivas de los herejes.

Unas veces nota el apologista las omisiones de Tiraboschi, otras se vale de Bettinelli para impugnarle; y siempre erudito, contundente a menudo, flojo por rareza, avanza con la mente y la pluma de siglo en siglo hasta el XVII, en que hace alto con su razonamiento. La cultura española precede a la romana: algunos españoles ayudaron bajo Augusto al brillo de las buenas letras, y diéronselo a diversas ciencias más tarde: los Sénecas lograron fama, siendo censores de la elocuencia, corrompida por causas procedentes de Roma: entre Cicerón, Catulo y Virgilio, y los españoles Quintiliano, Marcial y Lucano, hallan poca disonancia los doctos: no hubo emperadores más anhelantes de promover la literatura antigua que los que vieron la luz en España. Propagado el cristianismo, ilustraron la Italia Ossio, Prudencio, Flavio Dextro: desde el siglo X al XV, los que la comunicaron los conocimientos científicos de los árabes españoles; los que la impulsaron a cultivar la lengua y la poesía vulgares por conducto de los condes de Barcelona, establecidos en Provenza; Domingo de Guzmán, fundando la orden de predicadores; el cardenal Gil de Albornoz, restableciendo en gran parte el sosiego, asegurándolo con sabias leyes, reanimando los estudios, enriqueciendo a Bolonia con la navegación y la industria; Alfonso V de Aragón y su hijo Fernando, siendo desde Nápoles munificientísimos protectores de las letras; Calixto III y varios cardenales compatriotas suyos, fomentando los estudios sagrados: durante el siglo XVI, los que formaron la Biblia Políglota de Cisneros; los que enseñaron en Pisa y Bolonia; filósofos, corno Vives; médicos famosos, como Laguna; anticuarios, como D. Antonio Agustín; insignes teólogos, como los de Trento; jurisconsultos anteriores y posteriores a Alciato, como Antonio de Burgos, Fortún García de Ercilla, Luis Gómez, Martín de Azpilcueta y los Covarrubias, Diego y Antonio.

Rasgos son estos que bosquejan el cuadro general de Lampillas, no exento de sombras. Háylas de parcialidad en regatear el mérito de Flavio Gioia, Marco Polo, Cristóbal Colón y Américo Vespucio; en quitar importancia a los estudios de Nebrija y otros españoles entre los de Italia, con relación a nuestros progresos literarios; en disminuírsela también a las imitaciones de Boscán y de Garcilaso, diciendo que los españoles no piensan edificar sobre los cimientos de la poesía vulgar la fábrica de su literatura. Contra la especie de Bettinelli, que niega a España poetas ilustres, junta Lampillas larga serie desde Garcilaso hasta Rioja, y, para que no se crea que habla al aire, presenta varias composiciones suyas, vertidas por el exjesuita Masdeu al italiano. En bellas artes sí considera a los españoles por discípulos de Miguel Ángel y Rafael de Urbino, aunque en disposición de emular pronto a los maestros.

Quizá la parte relativa a la musa dramática es la mejor del Ensayo apologético de Lampillas. A las empresas bélicas de los españoles atribuye la circunstancia de no ser entre nosotros la restauración de la escena tan rápida como entre los italianos; pero no olvida consignar que la revolución ocasionada por Lope de Vega y sus compatriotas constituye la época de la nueva comedia, adoptada por las demás naciones, las cuales enriquecieron sus teatros beneficiando la mina fecundísima de las producciones de aquellos célebres ingenios. Alábales a causa de haber prescindido de las reglas aristotélicas, más decantadas por los insípidos preceptistas que practicadas por los autores eminentes; y muestra legítimo asombro de que los mismos que se rebelaban contra el yugo de Aristóteles en las aulas creyeran merecedores de censura a los que le sacudieron en el teatro. Heridos se sintieron los dos abates agresores. Bettinelli no halló mejor manera de despicarse que la de ridiculizar el título de Ensayo, dado a obra tan larga: Tiraboschi publicó una carta, no eficaz y erudita, sino personal y sin mesura, y llena de cargos mal adecuados para justificarle, aunque fueran ciertos, y menos por carecer de esta circunstancia. Lampillas dijo sobre el primero: «El hecho es que Bettinelli y sus secuaces son tan forasteros en la historia literaria de España, que lo poco que he escrito les parece una historia completa y harto exagerada.»-Y sobre el segundo: «Me prometo que todo lo dicho podrá justificarme plenamente en el tribunal de los sabios, a cuya decisión apela, por mi fortuna, el abate Tiraboschi al fin de su carta. Estos tienen entre manos la Historia literaria de Italia, mi Ensayo apologético, la carta de Tiraboschi y esta respuesta; con tales documentos bien podrán pronunciar una sentencia justa.» Lo que se deduce del cotejo es que Lampillas, imparcialísimo las más veces, se deja llevar algunas del patriotismo, y que Tiraboschi, autor estimable, sabe poco o nada de literatura española1083.

Aun habiendo hermanado Lampillas la fortaleza y la templanza, tachóle Tiraboschi de no imitar en esta última virtud a D. Juan Andrés, otro ex-jesuita español, que antes de Lampillas y de Serrano dedicó a la defensa de su patria la experta pluma en una carta publicada en Cremona, dirigida al comendador Frey Cayetano Valenti Gonzaga, y correspondiente a su renombre1084. Habíalo ganado y robustecido trabajando y presidiendo unas conclusiones filosóficas en Ferrara, imprimiendo el Ensayo de la filosofía de Galileo, poco celebrado a la sazón entre sus compatriotas, e ilustrando otras materias con disertaciones sazonadas; merecimientos que le abrieron las puertas de las Academias mantuana y florentina. Su entendimiento le hacía capaz de empresas más trascendentales y propias a evidenciar virtualmente, contra lo afirmado por Tiraboschi y Bettinelli, que los españoles no son extraños al buen gusto, ni están fatalmente sujetos a las sutilezas y jocosidades. Todavía sudaban las prensas de Génova con el Ensayo apologético de Lampillas, cuando Andrés ponía en movimiento las de Parma para dotar al mundo sabio con una obra de magnas proporciones. Se titula Origen, progresos y estado actual de toda la literatura: consta de cuatro tomos en folio: el primero trata de los adelantamientos, atrasos y variaciones de las letras; el segundo de los progresos de la historia, elocuencia y filosofía; sobre las ciencias naturales versa el tercero, y sobre las eclesiásticas el cuarto. Espíritu eminentemente sintético, abarca Andrés todos los conocimientos humanos a cuyo examen se dedica, y los lleva de frente con asombrosa prepotencia; y no guiado por juicio ajeno, sino por el propio, lo cual supone inmensa y bien digerida lectura, examina y condensa las partes que forman el admirable conjunto de tan vasta obra.

Al Asia y Egipto se remonta para descubrir el origen de la literatura; pero sólo entre los griegos la reconoce floreciente. De allí deriva la romana, considerándola griega bajo todos aspectos, bien que, limitada a las buenas letras, no se dilatara tanto como su madre. Cuando vienen a decaimiento una y otra, observa el nacimiento de la literatura eclesiástica, al propagarse el cristianismo; literatura oscurecida también pronto, dejando apagada en Occidente la luz de los buenos estudios, hasta remanecer al cabo traída nuevamente de las regiones orientales. Aqui señala a los árabes un lugar muy preeminente, pues juzga que, merced a sus traducciones y estudios, conservaron y hasta aumentaron las ciencias de los griegos; que por conducto de los españoles introdujeron en Europa las naturales, hasta entonces no conocidas; y que, cultivando todos los ramos de las buenas letras, hicieron nacer en nuestras regiones una nueva poesía, y dieron empuje a la cultura y perfección de las lenguas vulgares, con lo que restituyeron la desterrada literatura. De España la ve pasar a Francia y otros países, y recobrar su antiguo lustre, particularmente en Italia, y producir el celebrado siglo XVI por fruto de los desvelos a que se entregaron los doctos para estudiar los autores griegos y latinos, desenterrar toda especie de libros y monumentos de antigüedades, y promover todos los estudios de ciencias y de buenas letras. No había hasta entonces más literatura que la griega, ya ampliada, ya restringida, ya corrompida, ya adornada de nuevo, y todo estaba reducido a entender bien e imitar a los antiguos. Este propio carácter halla en la literatura del siglo XVI; parécele hija del XVII la moderna, cuando todos sus ramos presentaron nuevo semblante; y celebra al siglo XVIII por haber dado alguna mayor extensión a las luces de las letras, y perfeccionado varios descubrimientos e introducido en todas las materias una crítica severa y un gusto filosófico, que pone todas las artes en su aspecto propio. Así felicítase de que, extendida por todas partes la cultura, reemplazarán los estudios sólidos a las sutilezas; de que las escuelas invirtieran en la investigación directa de la verdad el tiempo que antes gastaban inútilmente en cuestiones rancias; y de que los teatros de disputas y gritos, que tanto se respetaban antes, fueran ya observatorios astronómicos, gabinetes de física, laboratorios de química, jardines botánicos y museos de historia natural y de antigüedades.

Desde luego se concibe la digna figura que en obra tan bien trazada y profunda hace España bajo los romanos y los godos, y cuando los conocimientos adquiridos de los árabes la colocaron a la altura de maestra de Europa. Vivamente pinta el autor insigne la formación de la lengua vulgar por sacudir la poesía el yugo de la lengua latina; su establecimiento oficial en el tiempo de San Fernando, y el buen estado posterior de las letras a la vuelta de Nebrija de Italia, bien que le toque una gloria distinguida y puedan referirse los rápidos progresos de la España literaria a sus escuelas públicas de Sevilla y de Salamanca, y a sus lecciones y a sus escritos. Bríndanle ocasión el siglo XVI para aplaudir el saber de célebres españoles, y el XVII para deplorar la decadencia de sus estudios. De nuestro teatro hace una crítica bastante atinada, viniendo en suma a deducir que el mayor mérito de las comedias españolas consiste en el enredo, conducido generalmente de una manera feliz e ingeniosa, y su mayor falta en no pintar las pasiones y los afectos con aquella delicadeza y exactitud que requieren la filosofía y la escena. Sobre la restauración de las buenas letras y de las ciencias entre los españoles durante el siglo XVIII trae también apreciables datos.

No sabe este autor eminente por qué no se ha de desear el fino gusto de Voltaire, la elocuencia de Rousseau y la erudición de Freret antes que el talento mediano de la mayor parte de sus contrarios. Así opina, bajo el supuesto de que la religión y las letras son dos cosas distintas, pudiendo un filósofo estar abandonado de Dios, según su corazón, y tener fino discernimiento y pensar justa y verdaderamente en las materias literarias; y con el aditamento de que, si la piedad no va unida al ingenio, vale más una pía ignorancia que la mayor sabiduría. Le repugna la doctrina de Boscovich, que compara la literatura a una línea curva, la cual, separándose de una recta, se eleva hasta cierto punto, de que no puede ya pasar, y empieza luego a descender, no sólo perdiendo la elevación adquirida, sino llegando hasta el plano, de donde vuelve a levantarse. Opuesto a semejante alternativa continua de la perfección a la decadencia, y al pronóstico de que, hallándose a la sazón próspera la literatura en todos los ramos, le tocaba el período de ruina, y deseoso de asegurar y extender el progreso, apunta la idea de formar una historia general de ciencias y artes, comprensiva de todos los conocimientos, las opiniones, las disputas y los errores, y de reunir libros magistrales y suficientes a dar una instrucción cabal de sus respectivas materias, desde los primeros elementos hasta los más recónditos arcanos, y evitar la necesidad de otros libros.

Este simple bosquejo del Origen, progreso y estado actual de toda la literatura denota la superioridad de luces del autor y la excelencia de la obra, y explica al par la justicia del aplauso que obtuvo y del gran crédito que aún hoy goza.

Otro abate italiano, D. Cesáreo Pozzi, comensal del nuncio de Su Santidad en la corte española, e imbuido en las preocupaciones de sus compatriotas Bettinelli y Tiraboschi, se dio aquí aires de maestro, publicando un Ensayo de la educación claustral para los jóvenes que entrarán en los noviciados religiosos. Como eclesiástico de campanillas, pues sobre ser de la congregación benedictina de Monte-Olivete, le adornaban los títulos de profesor de matemáticas en la universidad de la Sapiencia de Roma, de examinador de obispos, de bibliotecario imperial, de correspondiente de las más célebres academias de Europa, y como hábil además en el trato de corte, logró sorprender al Consejo de Castilla, quien dispuso que aquella obra se tradujera al castellano para que sirviera de modelo en los estudios de las comunidades religiosas de España.

Excitado por la importancia y grandeza del argumento, D. Juan Bautista Muñoz, catedrático de filosofía en la universidad de Valencia, y de los adversarios más fuertes del escolasticismo, dedicóse a la lectura del libro con prevención muy favorable al abate Pozzi; pero tal efecto le produjo, que se creyó obligado a rebatirlo en nombre de la religión y de la patria. Su tarea se redujo a probar terminantemente que la obra era un centón de retazos de autores herejes o impíos, amontonados sin concierto, en estilo afectado e impropio, y dando salvoconducto a proposiciones arriesgadas en religión, costumbres y otras materias. Con sana crítica y erudición selecta hizo Muñoz lo que se propuso, y su Juicio del tratado de educación del muy reverendo Padre don Cesáreo Pozzi, escrito por el honor de la literatura española, obtuvo el gran éxito que merecía: de resultas el Padre Pozzi corrido de vergüenza, se apresuró a salir de España, y su obra fue colocada en el Índice del Santo Oficio1085. Así don Juan Bautista Muñoz, vindicando a su patria, ganó celebridad que, merced a sus trabajos sobre la Historia de América, subió años después de punto.

Dos religiosos, los Padres Mohedanos, Fray Rafael y Fray Pedro, franciscanos del convento de San Antonio Abad de Granada, escribían entonces la Historia literaria de España desde su primera población hasta nuestros días. No habían podido contenerles en los estrechos límites de la filosofía aristotélica y de la teología escolástica ni el ejemplo de sus iguales, ni la autoridad de sus maestros: maravillados de que muchos entendimientos sublimes se contentaran reducidos a la esfera de aquellas facultades y a la aridez del método en boga, diéronse a devorar toda clase de libros antiguos y modernos, propios y extraños; y de aquí les vino el pensamiento de desagraviar la literatura española. Apoyáronlo sabiamente en que la historia del espíritu humano es la de los progresos literarios, y la ilustración de los espíritus origen de las acciones civiles y externas, por lo cual peca de imperfecta la historia, contando los sucesos sin información de sus causas. De la corrupción de las ciencias halláronlas en la ignorancia de las verdaderas fuentes; en el mal método de estudios, que, una vez abrazado, se desecha difícilmente, juzgándose ligereza y hasta apostasía; en la barrera impenetrable alzada entre las buenas letras y las facultades mayores; en la falta de ejercicios continuos o establecimientos fijos de los que se pudieran dedicar a las bellas letras, y en el mal gusto que, si en su principio es efecto, cuando echa raíces figura como causa de que el mal se haga punto menos que irremediable. Sobre tan sólidos fundamentos comenzaron la obra, cuyo designio anunciaron con estas palabras: «Haciendo presentes los insignes sabios que ha producido la nación española, y poniendo delante los progresos de su literatura, solicitamos volver por su honor para con los extraños, y excitar a los naturales para que conserven y aumenten el crédito de su patria con la gloriosa imitación de sus mayores».1086

Tal lo cumplieron en lo publicado de la Historia literaria de España; ofrecióseles coyuntura de impugnar a Bettinelli y Tiraboschi, y lo ejecutaron diestramente al tratar de la época posterior a Augusto. Con todo, por estimable que sea el libro de los Mohedanos, adolece del empeño de vencer lo imposible, cuando tiran a comunicar luz clara como la del sol a lo que se pierde en la noche de las edades. Casi todo lo que refieren acerca de la cultura, gobierno, leyes, artes y ciencias de España desde su primitiva población hasta la venida de los primeros extranjeros a sus costas, y sobre la literatura originada de los celtas, se apoya en vagos textos antiguos, entrelazados con otros modernos más al aire y con interpretaciones nada plausibles. Viniendo a los tiempos históricos, ya escrupulizan los Mohedanos aventurar las afirmaciones sin las pruebas, y las rebuscan afanosos. Pero se enredan en interminables disertaciones de poca sustancia, y aun respecto de lo que la tiene son por demás prolijos: no entresacan de lo que saben solamente lo provechoso, y antes bien parece que trasladan al papel todo lo que estudian por saciar el gusto de apoyarlo o contradecirlo: cualquiera cosa les entretiene; se cansan trabajando, y la tarea no les luce. De 1766 a 1791 publicaron sólo diez tomos de la Historia literaria de España: al salir a luz el postrero, Fray Rafael había fallecido y Fray Pedro estaba secularizado: a porfía se desvelaron, inquirieron noticias, consultaron ediciones y movieron la pluma uno y otro durante más de un cuarto de siglo; y así y todo sus relaciones históricas y sus juicios críticos no llegaron a pasar de Lucano. Por semejante rumbo, y a paso tan lento, es dudoso que el día de hoy hubieran dado cima a la obra. No es tanto en verdad su precio, por muy subido que se tase, como el del fructuoso afán con que persistieron los dos hermanos en conseguir que florecieran los estudios de la universidad y de los franciscanos de Granada. A instancia de ellos fueron allí erigidas cátedras de matemáticas, física experimental y lenguas orientales; repartieron gramáticas, diccionarios, biblias políglotas y otros libros entre profesores y alumnos; mantuvieron a su costa en Madrid a dos religiosos de su provincia para que se perfeccionaran en el árabe y el hebreo al lado de Casiri; y no abrigaron más pensamiento que el de fomentar la ilustración patria.

Serrano, Lampillas, Andrés, los Mohedanos recibieron pruebas de las mercedes con que distinguía Carlos III a los propagadores de las luces1087. Su genial anhelo por verlas esparcidas y la liberal protección que dispensó al arte de la imprenta proporcionaron la ventaja de que Bettinelli, Tiraboschi y sus imitadores en deprimir a nuestros antepasados quedaran mudos ante las ediciones, provechosas todas y magníficas muchas, de varias preciosidades de la literatura nacional desconocidas hasta entonces, o desfiguradas por mal impresas, o de que apenas había ejemplares.

D. Tomás Antonio Sánchez publicaba una Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV con datos curiosos y observaciones críticas estimables: D. Juan José López Sedano, El Parnaso Español, realizando el designio ya enunciado por D. José Nicolás de Azara al dar a luz las poesías de Garcilaso, y dirigido a fijar el buen gusto de la nación sobre esta parte de nuestra bella literatura en todas y cada una de sus especies: D. Vicente García de la Huerta coleccionaba el Teatro Español, distribuyendo en cuatro partes las comedias de figurón, las de capa y espada, las heroicas y los entremeses, con la evidencia de probar a los extranjeros que nuestras comedias, a pesar de algunas irregularidades, envuelven más invención, más gracia y generalmente más poesía que todos sus teatros correctos y arreglados. D. Antonio de Capmani presentaba excelentes muestras de nuestros prosistas desde el siglo XIII hasta fines del XVII en el Teatro histórico-crítico de la elocuencia castellana. D. Francisco Antonio Lorenzana, primado español, costeaba la impresión de las obras de los Padres toledanos Montano, San Eugenio III, San Ildefonso, San Julián y Eulogio: la de los escritos del gran filósofo Juan Luis Vives se hacía en Valencia a expensas del prelado D. Francisco Fabián y Fuero: la de la Retórica eclesiástica de Fray Luis de Granada y su versión al castellano por orden y bajo los auspicios de D. José Climent, obispo de Barcelona. Gran luz recibía la historia con las crónicas publicadas por Sancha, enriqueciéndolas prólogos, notas y documentos interesantes de D. José Miguel de Flores, don Eugenio Llaguno y Amírola y D. Francisco Cerdá y Rico; y con las de D. Juan II y los Reyes Católicos, salidas de las prensas de Monfort de Valencia, llamado en Real orden benemérito de su arte; y con las Obras completas de Juan Ginés de Sepúlveda, inéditas hasta entonces e impresas a costa del Rey bajo la dirección de la Academia de la Historia. El Fuero viejo de Castilla y el Ordenamiento de Alcalá fueron sacados del polvo de los archivos, y dados a la estampa, y esclarecidos con discursos y anotaciones por D. Ignacio de Jordán y Asso y D. Miguel de Manuel, que tan buen puesto conquistaron entre los jurisconsultos famosos. Hoy es, y aún no han producido prensas propias ni extrañas ediciones del Don Quijote ni de la Historia general de España como las que llevan los nombres de la Academia Española, Monfort e Ibarra. Testimonio de la aplicación del infante D. Gabriel y modelo de belleza tipográfica es el libro donde se contienen el texto original y la excelente versión castellana del Salustio. Mucho se habría de alargar el discurso para enumerar las obras sacadas en aquel tiempo de la oscuridad o el olvido, y suficientes para estimular a los naturales a alejarse cada vez más de la decadencia funesta a que llegamos con los últimos reyes de origen austriaco, y para poner a los extranjeros en camino de aprender que ni siempre fuimos víctimas de postración tan lastimosa, ni durábamos tampoco en ella.

Sin embargo, M. Masson, escritor de nombre, perteneciente a nación muy relacionada con la nuestra, y en una obra como la Enciclopedia, cuyos autores blasonaban de conocimientos universales, dijo enfáticamente: ¿Qué se debe a España? De dos, de cuatro, de diez siglos a esta parte, ¿qué ha hecho por Europa? Y, desbarrando a su sabor, venía a parar en que España estaba sometida a un gobierno débil y paralítico, desprovista absolutamente de ciencias y artes, llena de generales sin saber militar ninguno, tiranizada por sacerdotes y satisfecha con su ignorancia, apatía o gravedad ociosa1088.

A la mano hubo quien aplicara a M. Masson la justa pena por su insipiencia culpable y su presunción atrevida. El abate D. Antonio Cavanilles, residente en Paris y de saber no común en ciencias naturales, respondióle con un escrito, a cuyas sólidas razones añadía realce el comedimiento. Después de sentar por principio que un autor juicioso se propone el adelanto de las ciencias o el progreso de las luces, y un crítico prudente anuncia su intención y sus conocimientos sin insultos a una nación entera, redujo Cavanilles a cenizas las especies imaginarias de Masson con datos seguros, y sin salir casi de los tiempos de Carlos III probóle que no tenía noticias ni de lo que pasaba ante sus ojos1089. Así fue que el Año literario, el Diario enciclopédico, el de los Sabios y otros muchos periódicos de París pregonaron a una la afrenta de Masson y el triunfo de Cavanilles.

Eco tuvo el suceso en la corte de Prusia, y de suerte que el abate Carlos Denina creyó fundadamente obsequiar a Federico II con leer en la Academia de Ciencias de Berlín el día de su cumpleaños un elegante discurso bajo el epígrafe siguiente: Respuesta a la pregunta ¿Qué se debe a España? Desde luego le choca el que a un francés, y en una obra nacional de algún modo, le ocurriera semejante pregunta, cabalmente al tiempo en que Francia peleaba contra Inglaterra para asegurar la independencia de un país con que España había dotado a Europa, y en que España hacía los mayores esfuerzos por asegurar las costas meridionales de las piraterías de los berberiscos, protegidos por Francia. Sustancialmente el abate Denina trata de probar en su discurso que España, desde los tiempos de Carlo-Magno hasta los de Mazarino, hizo más por Francia que Francia había hecho aun por las demás naciones, precediéndola y superándola en teología, jurisprudencia, medicina, matemáticas, física, buenas letras y bellas artes, antes de la época de Luis XIV. Tanta sensación produjo este discurso, que Denina hubo de imprimirlo sin demora. Le da más valor todavía la advertencia que puso al frente, pues declara no tener más relación con España que la de un hombre de letras con todo el mundo; deber la mayor parte de su instrucción a libros franceses, y no haberle inducido a componerlo otra particular circunstancia que la de coincidir sus opiniones en este punto con las del Rey filósofo, de cuyo patrocinio estaba gozando1090.

Al castellano quiso traducir D. Juan Pablo Forner el discurso de Carlos Denina; mas disuadióle Campomanes del intento, moviéndole a reflexionar que las apologías de España se debían escribir para los de fuera, bajo cuyo aspecto bastaba reimprimirlo, corno escrito en lengua francesa, tan divulgada por toda Europa. Forner siguió el consejo, bien que acompañando y haciendo preceder a la reimpresión del discurso una Oración apologética por la España y su mérito literario, donde se propuso demostrar el valer de la sabiduría de España por la utilidad de los asuntos a que nuestros doctos mayores dedicaron preferentemente su aplicación y su talento1091.

A los ojos del apologista español, ninguna otra utilidad producen los sistemas de filosofía que la de excitar la admiración hacia la habilidad extraordinaria de algunos hombres para adornar naturalezas y universos, dando apariencias fascinadoras de interpretaciones de las obras de Dios a adivinaciones tan poco seguras como las de los arúspices o agoreros. Propia le parece la constitución del gobierno español para evitar los tropiezos inherentes a la desenfrenada libertad de pervertir los establecimientos más autorizados y las ideas admitidas por verdaderas en el consentimiento general de todas las gentes. No juzga que pierdan su excelencia nuestras bibliotecas por carecer de Rousseau, que solicitó inutilizar la razón, reduciendo al estado de bestia al que nació para hombre; de Helvecio, que colocó en la obscena sensualidad los incitamentos del heroísmo y extrañó la virtud de entre los mortales; de Baile, patrono y orador de cuanto se ha delirado con titulo de filosofía; de Voltaire, gran maestro de sofistería y malignidad, que vivió sin patria, murió sin religión, ignorándose qué creyó o qué dejó de creer en todo.

Mientras con estilo suelto y valiente rebate Forner las vanas especulaciones filosóficas encaminadas a buscar otro Dios que el del Sinaí, el del Gólgota, el que bajó sobre los Apóstoles en lenguas de fuego, no hace más que sentar verdades muy buenas hasta para responder implícitamente a lo que M. Masson pregunta. Europa debe a España todo lo que esta ha trabajado por la propagación del catolicismo, obligando a sus vencedores los godos a dejarse de llamar arrianos; conteniendo y aun rechazando finalmente las violentas invasiones de los sectarios de Mahoma; multiplicando los adoradores de la Cruz en la extensión de un nuevo mundo; no dando cabida a otra religión que la católica, ni en las leyes, ni en las costumbres. Sin duda Rousseau y d'Alembert se fundaban sobre esta gran base para decir al conde de Aranda que, si España no se encenagaba y abatía como otras naciones, dictaría la ley a todas. Cuanto elaboraron los enciclopedistas para negar a Dios y sublimar así las ciencias, solo produjo la sangre que ha inundado a Europa y el cabalísimo convencimiento de que la sabiduría legítima y el progreso consistente y fecundo no se derivan de los trastornos. Donde Forner anda poco atinado es en repudiar hasta cierto punto las ciencias naturales, porque no alcanzan a descubrir los principios constitutivos de las acciones de la naturaleza. Oportunamente califica el saber arábigo de selva confusa, en que se enlazaban estrechamente la sofistería, la superstición, la utilidad y la incultura; pero es injusticia palpable sostener que, entre los europeos, nada más que los españoles acertaron a discernir en aquella literatura el abuso de la utilidad, lo superfluo de lo conveniente, lo racional de lo sofístico y caviloso. Aunque la cala o arte de la disputa se propagara de los árabes a otras naciones antes que a España, recibiendo el nombre de escolástica y dando ser a los doctores resolutísimos, sutiles e irrefragables, mantúvose todavía floreciente entre nuestros mayores cuando ya no era arte auxiliar de las ciencias, sino especie de ciencia dominadora de todo linaje de estudios. Mucho corrige sus exageraciones cuando desaprueba los abusos del escolasticismo y se declara partidario en filosofía de la demostración y la experiencia.

Para probar que, si España no ha dado a Europa mundos imaginarios, que destruye el futuro día, tampoco cede a nación alguna en invenciones provechosas, estudia Forner al hombre y los tres fines de perfección, auxilio o recreo que se puede proponer en las ciencias, la corrupción de estas y de las artes, hasta exponer que España ha sido madre de la mayor parte de aquellos genios incomparables que han declamado contra las extravagancias de la razón siglo tras siglo. Un Séneca no lo tuvieron Grecia ni Roma: obra de un español fue el hacer común a toda Europa el derecho romano: España enseñó el arte de vencer cuando sojuzgó la América y gran parte de Europa: no fue descubridora de la brújula; pero nadie se antepuso a sus pilotos en valerse de ella para surcar mares desconocidos y ofrecer el inaudito ejemplo de girar por toda la circunferencia del globo: de la legislación marítima española copiaron las demás naciones la suya: con sus conquistas abrió un nuevo mundo a los adelantos de la medicina y el comercio: la expresión de buen gusto nació en España, y de ella propagóse a los países que, teniéndola siempre en boca e ignorando su origen, denominan bárbara a la nación que promulgó con enérgico laconismo aquella ley fundamental del método de tratar las ciencias. Sintéticamente recorre las épocas de los romanos, de los godos y de los árabes con rumbo semejante al que Lampillas y Andrés habían seguido, y luego expresa lo mucho que debió la Europa a la enseñanza de Juan Luis Vives.

Y empieza por considerar a este valenciano ilustre más digno del magisterio universal que Bacon, a quien indicó el camino y llevó como por la mano. Analizando el espíritu de sus libros todos, consigna que perfeccionó al hombre, demostró los errores del saber en su origen mismo, patentizó lo que no eran y lo que debían ser los sabios, redujo a sus límites la razón, penetró en lo íntimo de ella, y, por haberla hecho su norte, fue el primero que filosofó sin lo que se denominaba sistema y tentó dirigir las ciencias a mejor uso. Tras de aseverar esto, le reputa como el mayor talento que han visto las edades, y avalora la influencia de su sabiduría sobre los diferentes ramos de los conocimientos humanos, y los efectos de sus lecciones profundas y exhortatorias a que de la filosofía se hiciera aplicación a todo. De aquí viene a reconocerle por tronco de que se derivan celebridades superiores. Según Forner, de Vives aprende el Brocense a investigar las causas del idioma latino en su Minerva; Melchor Cano, a reflexionar sobre la tópica propia de cada ciencia y a ordenar en sistema científico la teología escolástica; Heredia, a combatir victoriosamente la mortífera angina; Mercado, las calenturas intermitentes; Monardes, a observar las riquezas del Nuevo-Mundo con distintos ojos que los negociantes de Europa, y a ofrecer un tesoro más exquisito que las minas del Potosí con la primera historia medicinal de las Indias; el benedictino Ponce, a inventar el portentoso arte de hacer hablar a los mudos: en los teólogos y juristas formados por Vives halla Grocio los materiales con que ordena el código de las naciones y la jurisprudencia de los monarcas: de Francia nos vino el inepto gusto a los libros de caballería, que tenían como embelesada la ociosa curiosidad del vulgo ínfimo y supremo, y clamando Vives contra el abuso, le oye Cervantes, intenta la destrucción de tal peste, publica el Quijote, y ahuyenta, como a las tinieblas la luz, al despuntar el sol, aquella insípida e insensata caterva de caballeros despedazadores de gigantes y conquistadores de reinos nunca oídos. De esta suerte, el verdadero espíritu filosófico, más racional y menos insolente que el de los modernos, comunicado a todas las profesiones, perfeccionaba también las que sirven a la ostentación del poder humano. Sin filosofía no pudo Herrera levantar la asombrosa fábrica del Escorial; ni tampoco pudieron Rivera, Murillo y Velázquez ser con breve pincel émulos del poder divino. Así prueba Forner que no hay nación capaz de disputarnos ventajas en adelantamientos provechosos sin llegar a la época de la decadencia literaria española, aunque harto la significa terminando con estas palabras: «El benéfico Carlos III, el ilustrado conde que le ayuda a llevar el grave peso de la administración han aumentado ya mucho de lo que se echaba de menos, aumentarán lo que falta hasta el extremo que espera la nación de sus vastos designios.»

Contra Masson presentóse también D. Antonio Ponz en el Viaje fuera de España. Ya, al escribir el prólogo del primer tomo, dejó malparados a varios viajeros de Francia e Inglaterra; el del segundo lo dedicó a poner correctivo a los errores del enciclopedista lenguaraz y atrevido, sin perder la discreción ni la mesura. Callando lo bueno y exagerando lo malo, no hay nación que en su gobierno, costumbres y carácter no presente amplia materia a la sátira, y más si, torciendo el sentido, se hace empeño en denigrar las cosas buenas. Tal es lo sustancial de su discurso, probando las calumnias de Masson, exponiendo vicios y achaques padecidos por Francia, y particularmente el denotado por Forner sobre el desenfreno de sus escritores. ¿Quién ignora (pregunta) la libertad con que algunos atacan las potestades más respetables y la religión en sus sólidos principios? ¿La facilidad con que en varios escritos han extendido la corrupción por Europa, de que los buenos franceses tanto se quejan, y el Clero y aun el Papa han hecho sus recursos últimamente a S. M. Cristianísima, que ha tomado justas providencias sobre esto? Al final protestó que su ánimo distaba de ofender a la ilustre y generosa nación francesa, reduciéndose únicamente a evidenciar que, si en España había defectos, mayores eran quizá los de otros países.

Cuán fuera de lugar estaban las aserciones de los abates italianos y los enciclopedistas franceses mostráronlo, pues, dignos españoles, acreditándose de hablistas, oradores, críticos perspicaces, eruditos, filósofos no a la moderna, y buenos patricios bajo el doble aspecto de ilustrar a sus contemporáneos y de rendir homenaje de veneración justa a sus progenitores. Y en verdad que las injurias no podían venir más a deshora, pues, sobre lo escrito y lo que aún resta en cuanto al progreso universal de entonces, daban noticia del saber antiguo y moderno de España D. Miguel Casiri, en la Biblioteca Hispano-escurialense; D. Ignacio Asso, en la Arábigo-aragonesa; don Juan Francisco de Castro, en la de los Rabinos españoles; D. Juan Antonio Pellicer y Saforcada, en la de Traductores; D. José de Viera y Clavijo, en la de Autores Canarios, y D. Juan Sempere y Guarinos, en la de los mejores escritores del reinado de Carlos III.




ArribaAbajoCapítulo II

La Poesía


Cómo pintó Feijoo su decadencia.-Lo que Luzán hizo por restaurarla.-Copleros.-La antigua fonda de San Sebastián.-Sus tertulianos.-Contienda literaria.-El Maestro Fray Diego Tadeo González.-D. Juan Meléndez Valdés.-Restauración de la poesía lírica.-Una anécdota sobre teatros.-Causas del escaso progreso de la literatura dramática.-Montiano y Luyando.-Lucrecia, Hormesinda, Guzmán el Bueno.-D. Sancho García.-Noticias sobre otras tragedias.-Numancia destruida.-Raquel.-Varias comedias.-El Delincuente honrado.-D. Ramón de la Cruz y sus sainetes.

Cuando el año de 1726 dio a luz Fray Benito Gerónimo Feijoo el primer tomo del Teatro crítico universal para desengaño de errores comunes, dijo que en España eran infinitos los que a la sazón hacían coplas, sin que ninguno fuera poeta, pues se hallaba la poesía en un estado lastimoso. Todo el cuidado se ponía, según sus reflexiones atinadas, en hinchar el verso con hipérboles irracionales y pomposas voces, saliendo de resultas una poesía hidrópica declarada, que daba asco y lástima verla: como fugitivas andaban la propiedad y la naturalidad de todas nuestras composiciones: no se acertaba con aquel resplandor nativo que hace brillar el concepto, y las mejores imágenes se desfiguraban con locuciones afectadas, al modo que, cayendo el aliño de una mujer hermosa en manos indiscretas, con ridículos afeites se le estraga la belleza de las facciones1092.

Once años más tarde, D. Ignacio Luzán, hijo de Barcelona, criado en Italia, residente en París largo tiempo, muy estudioso, hombre de buen gusto y anhelante por que las gallardas flores del Parnaso volvieran a brotar en su patria, dio a luz su Poética o reglas de la poesía en general y sus principales especies. Allí mostróse juicioso crítico e inteligente preceptista, solicitando desde luego indulgencia si se atrevía a censurar a algunos poetas españoles de fama, por ser su caso igual al de la justicia cuando estalla un motín popular y va a apaciguarlo, y prende y castiga a los primeros a quienes encuentra, bien que no sean los más culpados. Este libro señala el punto de partida de la restauración de la poesía castellana: su doctrina, enderezada a patentizar que el ingenio ha menester del arte para lucir con toda su pompa, esparció la buena simiente, aun cuando no se recogieran inmediatamente los frutos. Y eso que Luzán esforzó su doctrina con el ejemplo, dando vida a composiciones tales como las que le inspiraron la conquista y la defensa de Orán, que, si en numen no suben mucho, por su dicción correcta son dos exhalaciones hermosas en medio de una oscuridad muy profunda1093.

Poco a poco fue prevaleciendo entre los alumnos de las Musas el pensamiento de cultivar y de pulir con el estudio las dotes que debieron a la naturaleza: cuando Carlos III vino a España, fueron muchos los que celebraron en verso un suceso tan fausto; mas fuera difícil entresacar de aquel enorme fárrago de coplas alguna preciosidad literaria. En nada están libres de la corrupción deplorada por Feijoo, y a que Luzán quiso poner remedio, las composiciones tituladas El Cortesano y el rústico, de Carvajal; El Drama loable, de Cuadrado; el Diálogo entre un poeta y un ciego, de Armenteros; El Sol de España en su Oriente y Nápoles en su Ocaso, de Terán; La Folla astrológica, que se representa en el teatro de Europa por los planetas y siglos, formando el Piscator del año 1760, y alegóricamente tratando en ella la feliz influencia del reinado denuestros católicos monarcas, distribuida, en cuatro jornadas, con un diario divertido en décimas, y los sucesos políticos y militares en los cuartos de sus lunaciones, de Pérez Reinante; y otras no menos extrambóticas y pedestres, cuya simple enumeración fuera tan cansada como hastiosa es su lectura.

Pero entonces, y entre jóvenes que se juntaban en la antigua fonda de San Sebastián por las noches, comenzaron a retoñar los vástagos del Pindo con galanura y lozanía. Allí, donde sólo se permitía hablar de teatros, de toros, de amores y de versos1094, no se perdonaba manera de instrucción ni de estímulo para merecer y alcanzar lauro; se leían composiciones de españoles, de italianos y de franceses, y cada tertuliano consultaba a los demás las suyas propias, deponiendo toda vanidad y sometiéndose a los dictámenes más justos.

D. Nicolás Fernández Moratín era el más sobresaliente de la tertulia. Nacido en Madrid el año de 1737, cabalmente cuando Luzán publicaba su Poética en Zaragoza, hubo de seguir a su padre, jefe de guarda-joyas de Isabel de Farnesio, al Real Sitio de San Ildefonso, y, después de cursar leyes en Valladolid, regresó a su patria con aquella augusta señora el año de 1759. Por todos los tonos cantó este poeta, aunque revelando siempre más inclinación a lo vigoroso que a lo suave: así, hasta cuando quiso celebrar pastorilmente el heroísmo de Velasco y el marqués González, ilustres defensores del Morro, trasfórmósele en trompa la avena. Su poema titulado La Caza y el de la Destrucción de las naves de Cortés abundan en rasgos de originalidad majestuosa y de inspiración muy valiente. A Pedro Romero, torero insigne, dedicó la mejor de sus odas: al capitán general D. Pedro Ceballos, por su gloriosa expedición a la colonia del Sacramento, la mejor de sus silvas. Con sus bellísimos romances se enriquecen las colecciones de esta clase de poesía, genuinamente española, y no muchos se pueden equiparar al de Abdelkadir y Galiana, cuya lectura cautiva el ánimo y lo lleva detrás de aquel gallardo moro, que, aguijoneado por desvelos de amante, cabalga a galope desde Guadalajara a Toledo, donde se le acaban las cuitas: el vivo cuadro de La fiesta de toros en Madrid es una joya de la poesía castellana: grabado está el sello de pasión ardorosa al país nativo en los fáciles tercetos dedicados a las niñas premiadas por la Sociedad Económica de Madrid en 1779; jamás se pintaron con más amor ni efusión las circunstancias locales y las costumbres de un pueblo1095. Se compendia la censura de este insigne poeta con exponer que hasta a sus composiciones más pulidas parece como que les falta la última mano; conviene añadir que no adolecen de tanto desaliño las que produjo en la edad madura, y que, si la consiguiera más larga, quizá lo enmendara del todo. No tenía más de cuarenta y tres años al tiempo de su muerte.

De dos menos cayó sin vida ante los muros de Gibraltar y víctima de su denuedo el coronel don José Cadalso. Hijo de Cádiz; educado en París sin mengua de su ardiente amor patrio; buen latino y mediano griego, y bastante versado en varios idiomas de Europa; donoso como andaluz; expansivo a lo militar; fogoso propalador del mérito ajeno (dote a la verdad de las muy raras); tertuliano asiduo de la fonda, cuéntase entre los más briosos adalides del buen gusto. Ocios de mi juventud llamó a la colección de sus versos, quedándole algún escrúpulo de que el verdadero título debía ser Alivio de mis penas1096. Al revés de Moratín, distinguióse en el género apacible. Dando los días al conde de Ricla, siente un instante ardor violento en las venas; pero insensiblemente vuelve a su tono, para que las ninfas y tritones del Ebro canten las alabanzas de aquel hombre ilustre. Orladas las sienes con mirtos de Venus y pámpanos de Baco, halló Cadalso las mejores inspiraciones: en sus lindas anacreónticas hizo revivir a Villegas: su nombre poético fue Dalmiro, y objeto de su amor la belleza a quien denominó Filis.

Napoli Signorelli, historiador apreciable de los teatros, Conti, feliz traductor de nuestros poetas, frecuentaban la agradable tertulia, y, además de algunos españoles, que treparon a poca altura por las laderas del Parnaso, D. Ignacio López de Ayala y D. Casimiro Gómez Ortega, catedráticos ambos, de los Estudios de San Isidro el primero, y del Jardin Botánico el segundo. Uno y otro compusieron poemas latinos y vertiéronlos al castellano: Ayala, describiendo con soltura, graciosa a veces, los baños de Archena; Ortega, celebrando a Carlos III con menos inspiración que tersura.

Señalado puesto ocupaba allí tambien D. Tomás Iriarte, natural de la isla de Tenerife y encarrilado en los buenos estudios por su tío D. Juan, humanista, bibliotecario y erudito de nota. Su imaginación distaba mucho de lozana; pero elegante y castizo éralo en sumo grado. Así hay frialdad en el estudiado poema de La Música y en la culta versión de los primeros libros de La Eneida y de la Epístola a los Pisones. Le conquistaron sus Fábulas literarias sólida reputación de poeta, aun cuando tuvo por rival a D. Felipe Samaniego. Cuál fuera el valer de cada uno se patentiza por el paralelo que hace entre ambos un contemporáneo eminente: «Iriarte cuenta bien; pero Samaniego pinta: el uno es ingenioso y discreto; el otro gracioso y natural: las sales y los idiotismos que uno y otro esparcen en sus obras son igualmente oportunos y castizos; pero el uno los busca,el otro los encuentra sin buscarlos y parece que los produce por si mismo; en fin el colorido con que Samaniego viste sus pinturas, y el ritmo y armonía con que las vigoriza y les da halago, en nada dañan jamás al donaire, a la sencillez, a la claridad y al despejo».1097 Aún están en posesión de la preeminencia gloriosa de guiar a los que desde los años más tiernos dirigen al templo de Minerva sus pasos.

Aquella amena y provechosa tertulia de la fonda de San Sebastián se disolvió por ausencias, ocupaciones o enfermedades de los que le daban próspera vida. De ellos enredáronse algunos en disputas estériles contra los que saltaban al palenque literario, y más contra D. Vicente García de la Huerta, joven de ingenio vivaz y brillante, de instrucción floja y mal cimentada, de carácter acre e impetuoso. Semejantes debates se deben eliminar de la historia. ¿A qué describir el encono con que se zahirieron ciegamente alumnos tan aventajados de las Musas, a tiempo de hallarse estimadas las letras y de poderse espaciar en ancho campo, donde para todos crecían laureles? ¿Cómo había de repetir hoy la posteridad sus preclaros nombres, si no la dejaran otro legado que el de sus furibundas contiendas? «El verdadero culto de las Musas consiste en versos, no en críticas; y la opinion que lleva a la estimación y a la gloria es la que uno se adquiere por sí mismo, y no la que quita a los demás» dice sabiamente el Sr. Quintana1098. Apartemos, pues, desdeñosamente la vista de tales carnorras, no más atractivas que las de las plazuelas, y apacentémosla con afecto entrañable sobre otra reunión de ingenios, trasladándonos mentalmente a Salamanca.

Lleno siempre de entusiasmo poético, y con las dulces memorias de la de Madrid, vivificábala Cadalso, gozoso de ver cuán frescas y lozanas crecían las flores del Pindo a orillas del Tormes. Por influencia suya entabláronse relaciones íntimas entre sus socios de Salamanca y los tertulianos del asistente de Sevilla, D. Pablo Olavide; y antes de que el público aprendiera sus nombres, para no olvidarlos ya nunca, se alentaban recíprocamente y se unían con vínculos fraternales Delio, Batilo, Jovino, que vale como decir el Maestro Fray Diego Tadeo González, D. Juan Meléndez Valdés y D. Gaspar Melchor de Jovellanos.

Cuna dio Ciudad-Rodrigo en 1732 al Maestro Fray Diego, y hábito a los diez y ocho años la religión agustiniana. Saboreado había ya los deleites de la poesía, a que le inclinaba su genio, y le embebecía lo más selecto de la española. Talento naturalmente claro y nutrido con estudios graves, lució mucho en el púlpito y en el aula: carácter blando, humor festivo, trato, por consiguiente, agradable, instrucción muy extensa, granjeáronle siempre amigos. No disminuyeron los años su aplicación a la lectura, ni esterilizaron su numen las canas. Horacio y Fray Luis de León fueron sus favoritos, y de la lira de este sacó tonos acordes como los de los himnos Magnificat y Veni Creator, y los de los Salmos VIII y X, admirablemente vertidos al castellano. Da pena que sólo dejara empezado el poema Las Edades: El Llanto de Delio y la profecía del Manzanares égloga es donde, al par de la elevación y la belleza, resaltan el sentimiento y la dulzura; y la invectiva El Murciélago alevoso pertenece al número de las composiciones que por sí solas valen fama. Ya postrado en el lecho de muerte, no quiso el Maestro González que le sobrevivieran sus poesías: gracias a un amigo suyo, y más todavía de la posteridad, se salvaron de ruina infausta1099.

Junto a este sabio religioso, y a estimulo del ferviente amor de Cadalso hacia cuantos gozaban caricias de las Musas, iba formándose el poeta por excelencia del último siglo. Prez y ornato es de Extremadura y de España y de toda la república de las letras, donde conquistó desde luego muy alto lugar con la Égloga en alabanza de la vida del campo, llena de primores y que huele a tomillo, según la feliz expresión de uno de los que más influyeron para que le premiara la Academia Española1100. Meléndez Valdés, orlado con el laurel del triunfo, mostró pronto en su Oda a las Bellas Artes, leída ante la Academia de San Fernando, que la lira de Herrera y Rioja sonaba en sus manos tan dignamente como el caramillo del suave cantor de Salicio y de Nemoroso. Después en las anacreónticas superó a sus modelos, y aún no ha tenido competidores: difícilmente se halla sencillez más graciosa que la del idilio La Ausencia: todos sus romances embelesan, y particularmente Rosana en los fuegos, La Tarde, Los Segadores: odas como las que le inspiraron El deseo de gloria en los profesores de las Bellas Artes y Las Estrellas levantan la mente a las esferas de lo sublime. Gallarda fantasía, delicadeza de sentimiento, fáciles vuelos de entusiasmo, toques de suave colorido hállanse en sus variados versos, y todo enriquecido con las galas, ora sencillas, ora majestuosas, de la rica y eufórica lengua española.

Cuando en 1785 apareció el primer tomo de poesías de Meléndez, hombres y mujeres de todas edades y condiciones se lo arrebataron de las manos. Treinta años más tarde, viviendo el gran poeta fuera de su patria con desconsuelo, y exhortando a la juventud española a remontarse en alas del numen a lo más alto, dirigíala expresiones tan sentidas como estas: «Trabaja, pues, por tu gloria y por la gloria nacional, que correrán a par, y déjame a mí la pequeña, pero dulce y tranquila, de haber empezado cuasi sin guía, de haber ido adelantando entre contradicciones y calumnias, y haber comprado al fin con mi reposo y mi fortuna el placer inocente de querer en la mía renovar los sones de las liras que pulsaron un tiempo tan delicadamente Garcilaso y Herrera, Villegas y León».1101 No pequeña, sino magna gloria, es quererlo, y más todavía conseguirlo. Meléndez Valdés restituyó a la poesía lírica española todo su lustre, imponiendo silencio a los que la envilecían con triviales y enmarañadas coplas, y juntamente a los que pretendían afrancesarla.

Se debe a la Academia gran parte de la restauración de la musa lírica española. Nacionales fueron cuantos asuntos propuso para premios: Vaca de Guzmán ganó el de Las naves de Cortés destruidas y el de La toma de Granada, poemitas ambos, en octavas aquel y en romance endecasílabo este: Forner el prometido a la mejor sátira Sobre los vicios de la poesía castellana: Moratín hijo, cuyo ingenio despuntaba ya entonces, mereció que la misma corporación imprimiera el romance endecasílabo y la sátira en que tuvo a Vaca de Guzmán y Forner por aventajados competidores. Sobre todo, los premios de la Academia inspiraron la hermosa égloga de Batilo, dieron rápida celebridad a su autor insigne, y le estimularon a perseverar en la senda por donde llevó al templo de la inmortalidad su nombre y al esplendor antiguo la poesía de su patria. Su ejemplo fecundante produjo la bella descripción del Paular y las doctas sátiras de Jovellanos; las amenas letrillas y los juguetones epigramas de Iglesias, y el. pintoresco Observatorio rústico, de Salas. Quintana, Lista, Burgos han llamado a Meléndez Valdés su maestro, y de ellos se declaran alumnos los que hoy rinden culto a las Musas.

Al hablar de la poesía dramática se nos resfría el entusiasmo. Felipe V, y más Fernando VI, se declararon protectores de la ópera italiana, y días hubo en que sólo tres capitales tuvieron teatros españoles. Contra ellos declamaban terriblemente muchas personas religiosas: el Padre Gaspar Díaz, jesuita, consideraba ilícito representar y ver comedias, según se ejecutaban entonces; y más tarde el confesor de Carlos III mostróse acérrimo partidario de igual doctrina. Tan era así, que, deseosos el príncipe de Asturias y los infantes de que cierto Carnaval se representara alguna comedia en el Pardo, valiéronse de un confidente para insinuárselo al corregidor Armona. Este había de explorar la voluntad del Padre Eleta. Lo que pasó entre ambos se halla escrito por grave pluma.

«El domingo hizo su visita (escribe Armona hablando de sí propio). Buena introducción, buenas palabras y plácido humor. Tanteado el vado, le hizo su abertura en tono de pedir consejo y protección para algunas funciones muy decorosas de música y alguna comedia, si la familia Real gustase de ellas, como cosa de Carnestolendas. ¡Tú que tal dijiste! Se trasformó el hombre, y con semblante adusto y tono de misión de plaza, le dijo: No, señor corregidor; ni imaginarlo.¡Comedias! Primero me dejaré cortar la cabeza (y se daba una cuchillada con la mano en el pescuezo) que permitirlas en los Sitios Reales. ¡Vayan a los infiernos esas comedias de los infiernos! ¡A los infiernos! repetía levantando el tono con un énfasis que no se puede explicar. Trabajando la lengua sobre la R cuando decía infiernos, y rechinándola contra el cielo de la boca. hacia una solfa tan detenida como armoniosa, que el corregidor, para no romper en risa, se mordía los labios. ¡Vayan esas comedias a los infierrrrnos, a los infierrrrnos, a los infierrrrnos!-¡Pues, señor, que vayan! le replicó el corregidor por acabar la escena canina de la R rabiosa; y entonces el Padre, mudando la voz, añadió: San Fernando no llevaba a los Sitios Reales comedias ni esas comediantas zorronas. ¡Váyanse, pues, ahora a los infiernos! -En tiempo de San Fernando (le replicó el corregidor) no había comedias en España, ni los reyes tenían Sitios Reales, como sabe bien V. S. I.; pero había hombres y mujeres, había moras y cristianas. -¿Y qué importa eso? le respondió el Padre. A este tiempo entró D. Manuel Ventura de Figueroa, gobernador del Consejo, y, hecho cargo de la conversación, le dijo con su acostumbrada socarronería: Vaya, vaya, compadre, que Vd. está de mal humor. ¿No le he dicho que eso no es bueno para su poca salud? El corregidor se retiró; buscó al amigo en el sitio acordado, y le contó el alegre cuento. -Esta es la comedia que yo hubiera celebrado infinito (le dijo el corregidor) que hubieran visto Sus Altezas, porque sin duda se hubieran reído mucho»1102

Pero, sin embargo de proteger Felipe V la ópera italiana, a últimos de su reinado empezaba a tener decorosa morada en la corte la musa dramática española, dejando de merecer los teatros de la Cruz y del Príncipe la denominación de corrales. Aunque la predilección de Fernando VI a fiesta de la misma especie perjudicara a nuestro teatro, el lujo de decoraciones y de trajes con que se exornaron las óperas del Buen-Retiro aceleró sin duda los progresos que respecto de propiedad escénica se notaron en los espectáculos españoles. Ni fue de suma trascendencia tampoco la oposición de personas religiosas a ellos. Si algunas los hacían objeto de oprobio, háblalas que los autorizaban con su presencia y de modo nada plausible. Un fraile trinitario descalzo daba nombre a los polacos, rivales siempre de los chorizos: otro, Fray Marcos Ocaña, franciscano de cortas letras y agudo ingenio, iba disfrazado a las representaciones de ambos teatros; remedaba en los pasajes más patéticos a actrices y a actores; les tiraba grajea; les dirigía chistes, y el concurso atendía embelesado a sus gestos y palmoteaba sus dicharachos. Cuando el Padre Gaspar Díaz daba a luz su Consulta teológica acerca de lo ilícito de representar y ver comedias, le refutaba como teólogo y canonista el cómico Manuel Guerrero, que a la sazón disputaba los aplausos del público madrileño a la famosa María Ladvenant y Quirante: las compañías de ambos teatros pedían en un memorial tan reverente como vigoroso el remedio más proporcionado a asegurarles, sin las notas con que se les zahería, en el ejercicio de su arte, o la reprobación del mismo para librarse de tales afrentas por otro rumbo; y, previa consulta del Consejo de Castilla, declaraba el Soberano lícitas las representaciones de comedias. A vista y paciencia del Padre Eleta, y con beneplácito de Carlos III, erigía el marqués de Grimaldi los teatros de los Sitios Reales; el conde de Aranda hermoseaba en los de Madrid las representaciones, logrando también que durante ellas no se alteraran el silencio y la compostura; y el mismo Armona, protector de teatros y sugeto entendido, se esmeraba en que las decoraciones y los trajes correspondieran a las obras puestas en escena, y discurría nuevas mejoras.

Hay, pues, que explicar de otro modo los lentísimos y exiguos progresos de la poesía dramática española. A nuestro ver son dos las causas de que se prolongara su abatimiento; la corrupción del gusto llegada a colmo, y la falta de tino de los que podían remediarla. Destellos últimos y ya muy amortiguados de nuestros autores dramáticos del siglo XVII, fueron, hasta mediar el siglo XVIII, Zamora y Cañizares, que apenas les imitaron en lo escogido y aventajáronles en lo monstruoso. De lo primero no quedó vestigio, y lo segundo vióse cada vez más recargado por Gerardo Lobo en Los Mártires de Toledo y Tejedo), Palomeque; por Añover y Corregel en El Duende de Zaragoza, El Daniel de la Ley de Gracia y La encantada Melisendra; por Salvo y Vela en las cinco partes de El Mágico de Salerno Pedro Bayalarde, y por otros muchos autores en otros infinitos dislates, que aplaudía la muchedumbre. De las comedias de capa y espada se había descendido a las de figurón, y de las de figurón a las de tramoya1103.

Entre tanto formaba las delicias de hombres estudiosos el teatro clásico francés de la época de Luis XIV, y se hicieron idólatras de las tres unidades, tercos mantenedores de la imaginaria línea divisoria entre los de humilde zueco y alto coturno, y parciales fanáticos de la sobriedad en todo género de argumentos. Cuando se trabaron de palabras los más vulgares de los que resistían el yugo y de los que lo echaban tan pesado, compitieron en la intolerancia y se llenaron de improperios, tachándose hasta de malos españoles y herejes. Al parecer no estudiaron el teatro español los primeros, porque el capricho les servía de única pauta, ni los segundos, por repugnarles una tarea prolija e infecunda a su juicio; y si tal vez leyeron algo de Lope, Calderon, Tirso, Alarcón, Moreto, Rojas, saltaron por encima de las bellezas, como quienes iban a caza de irregularidades.

Contra ingenios tan esclarecidos rompieron igualmente lanzas varios escritores de nota, enconando la lucha, donde combatían el arte, no ya severo, sino adusto, y el ingenio, desbocado ya más que libre. Luzán, con su Poética, dio la señal de la batalla; y auxiliáronle sucesivamente Nasarre con el Prólogo a las comedias de Cervantes; Montiano y Luyando con los Discursos sobre las tragedias españolas; Moratín con los Desengaños al Teatro español; Iriarte con Los literatos en Cuaresma. Ruin apologista hallaron Lope y Calderón en D. Tomás de Erauso y Zabaleta, que hizo por demostrar que las comedias españolas no estaban corrompidas; tesis absurda, aunque la aprobaran teólogos condecorados y tuviera numerosos secuaces1104. Posteriormente García de la Huerta, fogoso y desalumbrado, no supo tener razón, aunque le sobraba para defender que en nuestros autores había grandes bellezas y desvaríos no pequeños, y que, imitando las primeras y corrigiendo los segundos, se llegaría a la reforma por vías más directas y practicables y seguras que las de copiar servilmente a los extraños. Pero no estaban los ánimos para transacciones: cuantos siguieron la bandera de Luzán persistían en dar al olvido las obras dramáticas de nuestros mejores poetas, en hacer tragar al público la tragedia francesa a todo trance, y en chocar de frente hasta con las excusables preocupaciones del patriotismo. Tales eran sus opiniones: veamos ahora lo que obraron con el ejemplo.

D. Agustín Montiano y Luyando imprimió en 1750 y 1753 dos tragedias, Virginia y Ataulfo, con discursos muy eruditos sobre la antigüedad de esta clase de piezas entre españoles, y sobre el arte de la declamación y la manera de mejorarla. «Confieso (dice al empezar) que, sin el impulso del amor a la patria, no me hubiera atrevido tal vez a tomar la pluma, ni a caer en la tentación de que saliesen al público mis borrones. Es una materia la que emprendo no menos difícil que distante, en algún modo, de mis años, de mi empleo y aun de mi estudio. Pero algo se ha de aventurar por tan noble motivo, aunque se gradúe por arrojo inconsiderado el conocer y no huir la contingencia en el acierto».1105 Desde luego predispone favorablemente con tales palabras el ánimo del que abre su libro, y la simpatía crece al avanzar en la lectura y ver, no rígido preceptista, sino consejero prudente y dechado de modestia a persona tan venerable como el secretario de la cámara de Gracia y Justicia y primer director de la Academia de la Historia, fundada por influencia suya. Sinceros elogios merecen, pues, la intención, el tono y hasta buena parte de la doctrina de los discursos: acerca de las tragedias no es posible decir lo mismo. Hay en ellas cuanto producen el buen seso y pulso, el estudio perseverante, la meditación larga, el compás, la regla; estro a la verdad, tienen poco. Se liga Montiano con todo linaje de trabas, pues hasta suprime los apartes por considerar inverosímil que hable uno y no le oigan los que están cerca: busca anhelante algún desahogo; se lo proporciona el verso suelto, prosaico a menudo en su pluma; y esto, unido a la falta de numen, hace que ahora se necesite fuerza de voluntad para leer la Virginia y el Ataulfo. En su tiempo agradaron mucho a los doctos: las Memorias de Trevoux divulgaron sus alabanzas: franceses e italianos las trasladaron a sus idiomas: el Padre Isla denominó Sófocles español al autor de ellas1106: no se representaron nunca; pero influyeron notablemente a favor de la nueva escuela.

Por sólo ejercitar el ingenio compuse la Lucrecia, dijo Moratín el año 1763 en el prólogo que la precede. Infelicísimo fue el ensayo. Pasa la acción en cuatro palmos de tierra, y no se finge durar más que lo que tarda en representarse; pero carece de artificio y verosimilitud: nada se prepara allí gradualmente, sino que estalla todo de golpe. No hiere con tanta rapidez ni violencia el rayo como la hermosura de Lucrecia a Tarquino, y luego la declara su pasión fogosa como pudiera a una prostituta. Generalmente hablando, la versificación es ramplona, y, en suma la tragedia toda no ofrece otro mérito que el que se haya de atribuir a la observancia material de las tres unidades. Por muy diverso tono suena la Hormesinda, impresa y representada en 1770. Da principio con los amores de Munuza, y fin con el heroico levantamiento de Pelayo: tampoco su artificio es mucho: sin embargo, contiene pasajes trágicos de buena ley, y es magnífica sobre todo la pintura de la batalla del Guadalete, en que se halla alguna felicísima imitación de Virgilio. Compensadas con los aplausos del público las dificultades que hubo de superar Moratín para verla en escena, animóse a escribir Guzmán el Bueno; mas no logró que se representara. A vueltas de las desigualdades de que adolece y de la inobservancia de la unidad de lugar, pues alternativamente ocupan lo principal del teatro el muro de Tarifa y el campo moro en un mismo acto, se puede afirmar que este ingenio no compuso mejor tragedia. El carácter de Guzmán está bien dibujado, y no faltan pinceladas magistrales en el de su esposa. Abundan los conceptos elevados, propios del asunto; la entonación decae raras veces, y, aunque diste de obra perfecta, su lectura es interesante. Desentrañando los más pequeños ápices de la historia, y merced a su fantasía galana, así en Lucrecia como en Hormesinda y Guzmán el Bueno retrata Moratín al vivo las épocas y circunstancias especiales en que imagina y coloca los asuntos de sus tragedias; y esta dote le caracteriza más que otra alguna.

También Cadalso probó su ingenio en el teatro con Don Sancho García. Ya que la actriz María Ignacia Ibáñez, la Filis de Dalmiro, depuso el miedo al son de los aplausos de que se hizo merecedora en el papel de Hormesinda, presentóse en el de la madre de D. Sancho. La tragedia tuvo éxito venturoso, y se le cumplieron a Cadalso las esperanzas de obtener indulgencia, por el dócil carácter del público español, acostumbrado a disimular las faltas de los autores en cuyas obras se ven afectos de religión, honor, patriotismo y vasallaje1107. Los expresan principalmente Alek, ministro de Almanzor, que procura disuadirle de sus intentos criminales, y Gonzalo, montero de Espinosa y noble anciano de Castilla, que vela por la vida de D. Sancho. Este da nombre a la tragedia; pero en el cuadro no hay figura de mayor bulto que la de la condesa doña Ava. Desde la primera escena la pone Almanzor en el conflicto de renunciar a ser su esposa o de matar a su propio hijo: al final del tercer acto se resuelve a darle veneno: ella es la que lo apura en el quinto de resultas de un cambio de copas; y Almanzor se suicida, viéndose delincuente y entre cristianos. La acción es lánguida hasta lo sumo, y aféala radicalmente la condesa, mujer dominada por la liviandad más que por el ímpetu de una pasión ciega, según aparece en la lucha de afectos, y así no inspira lástima ni terror, sino repugnancia. Para leer la tragedia de Don Sancho García hay que ir como a brinquitos, puesto que, por seguir más de cerca a los franceses, escribióla Cadalso en endecasílabos pareados. Este émulo de Anacreonte no debió evocar nunca la sombra de Esquilo.

Tributo pagaron a Talla, entre muchos que no se enumeran ni de paso, D. Juan Trigueros y D. Eugenio Llaguno, traduciendo el primero el Británico en excelente prosa, y el segundo la Atalía en buenos versos; Jovellanos, rimando el Pelayo en prosa culta; Sedano, con la Jahel, obra interminable y que a muy pocos versos cansa; Sebastián y Latre, refundiendo perversamente la Progne y Filomena, de Rojas. Propúsose restaurar nuestro teatro ajustando las mejores composiciones españolas al lecho de Procusto, fabricado por los preceptistas más exigentes; a dicha se debe tener que sólo con la tragedia citada y con El parecido en la corte, de Moreto, ensayara el nuevo arte de trasformar en metal vilísimo el oro por quitarle un poco de escoria1108.

La Numancia destruida, de López de Ayala, obtuvo los aplausos populares a su aparición en la escena. Tiene faltas de mucha monta: el afán ya maniático de no romper la unidad de lugar la desluce con entradas y salidas chocantes: tampoco juegan allí bien los amores de Olvia y Yugurta: creyendo Aluro matar a este príncipe africano, clava el puñal en el seno de aquella numantina, su prometida esposa; equivocación inadmisible y de pésimo efecto. ¿Qué le parece a V. la Numancia? Esta pregunta, dirigida a un varón insigne de nuestros días, produjo la siguiente respuesta: Me parece que se reduce a que salen los numantinos y dicen: Señores, nosotros nos vamos a morir.-Y contestan los espectadores: Pues, entonces, nosotros nos vamos a acostar.-Y que replican aquellos: Sin embargo, espérense Vds. un rato, que vamos a insultar a Roma1109.Aquí no se combinan la exactitud y la agudeza. Al tiempo de la exposición se cumplen a los catorce años que, según cierto oráculo de Hércules, triunfa Numancia de los hados por vivir libre, y debe hacer su nombre inmortal,


si en su pena
la espada elige y huye la cadena.

Para interpretarlo en el sentido de vencer, cuentan los numantinos con los socorros de los jóvenes de Lucia; con la promesa de Yugurta de adherirse a su causa; con que la razón haga fuerza a Escipión Emiliano, y sobre todo con su esfuerzo no decaído. Los accidentes por los cuales se les frustran todas las esperanzas, hasta conocer lo que el oráculo significa, y exclamar a la vista de la espada y de la cadena ¡En libertad muramos! constituyen el argumento de la tragedia: no es cierto, por tanto, que al principio, al medio y al fin se reduzca a una misma cosa. ¿Y dónde, sino en los historiadores latinos, aprendió Ayala cuanto dijo de Roma en su Numancia? Además de la índole del asunto y de la verdad con que está presentado, la robustez de estilo y la animación de ciertos pasajes inflamarán el patriotismo español siempre que se ponga en escena.

Tan de moda vino a ser entre los escritores la ojeriza a nuestro teatro del siglo XVII que hasta el gravísimo Jovellanos hilvanó una jácara y dos romances contra García de la Huerta, que lo sostuvo constantemente, aunque sin habilidad ni mesura. Pero su buen ingenio dio a todos los impugnadores la más elocuente respuesta con la Raquel, tragedia ajustada a las reglas del arte, y de bastante movimiento, y en que a menudo se percibe el sabor a lo antiguo; tanto que sólo en la forma desdice algo de ciertas obras dramáticas de nuestros autores famosos.-Cuenta la Crónica general que Alfonso VIII estuvo cautivado en Toledo por los hechizos de una judía poco menos de siete años, y que, viéndole descuidar el reino, acordaron los ricos-hombres matar a aquella, y lo ejecutaron unos, mientras hablaban con el Rey otros. Esto inspiró a García de la Huerta su tragedia, cuya acción se desenvuelve con naturalidad progresiva. Alfonso VIII, ciego de amor y sensible a la voz del deber y a las quejas de sus vasallos, y Raquel, también enamorada, ensoberbecida con su valimiento y hábil en desplegar, para conservarlo, todas las seducciones de la hermosura, interesan sobremanera: más bien desentonan que animan el cuadro, por vulgares, la astucia de Rubén y la adulación de Garbearán Manrique: no así el porte de Hernán García, altivo, pero leal magnate, dotado de noble entereza para representar al soberano lo que por sus extravíos padece el reino, y de muy laudable cordura para reprender a los sediciosos acaudillados por Alvar Fáñez, y decirles que males de semejante especie los remedia el consejo, no la fuerza. Quizá es Hernán García la figura mejor acabada de esta tragedia, y de cierto la que más arrastra las simpatías, como fiel trasunto de la hidalguía proverbial entre castellanos. Imágenes bien ideadas, máximas conceptuosas y oportunas, y versificación muy sonora añaden realce a la Raquel de Huerta. Los trágicos españoles de su tiempo no llegaron a más ni a tanto.

Pobre materia ofrecen al discurso las comedias publicadas entonces. La Petimetra, de Moratín padre, según Moratín hijo, «carece de fuerza cómica, de propiedad y de corrección en el estilo, y, mezclados los defectos de nuestras antiguas comedias con la regularidad violenta a que su autor quiso reducirla, resultó una imitación de carácter ambiguo y poco a propósito para sostenerse en el teatro, si alguna vez se hubiera intentado representarla».1110 De esta comedia y de las de Iriarte fuerza es decir que, si instruyen algo, no deleitan de ningun modo. Cultamente escritas y versificadas con soltura están El Señorito mimado y La Señorita mal criada; pero carecen de amenidad y pecan además de triviales. A fuerza de trabajo logró Iriarte que se representara la primera; y a fuerza de esmero lograron los actores sacarla adelante. Mucho mejor nota merece El Filósofo enamorado, de Forner; mas no corresponde al tiempo de que se hace mencion ahora. El Viejo y la Niña, de Moratín hijo, sí es de entonces; pero ni se representó ni se imprimió hasta 1790.

Luchando Jovellanos contra las preocupaciones que, al rechazar la mezcla de lo trágico y lo cómico en una misma obra, calificaban de monstruoso lo más conforme a la naturaleza, compuso El Delincuente honrado. Este es un hombre de bien, hijo de bastarda cuna, que, tras de reiteradas provocaciones, se bate y mata a su adversario: descubierto por la justicia, debe morir al tenor de la ley vigente; pero el Soberano le indulta cuando ya está al pie del suplicio. Varias circunstancias complican tan sencillo argumento: el delincuente se delata a sí propio, viendo recaer las sospechas sobre un amigo suyo, determinado a no disiparlas: resulta hijo del que le juzga y le condena: tiene por esposa a la viuda del que sucumbió al filo de su espada, y por padre político a un leguleyo, que sólo se atiene a lo escrito y se le declara contrario. De todo se derivan situaciones de efecto, y sería mayor el del drama a no tropezar frecuentemente en lo demasiado que disertan D. Simón y D. Justo, aun haciéndolo en la selecta prosa de Jovellanos. Pero lo lleva consigo la naturaleza de la obra, y se le debe perdonar en gracia de su objeto, bien patente en estas frases del alcalde del crimen, D. Justo de Lara: «El verdadero honor es el que resulta del ejercicio de la virtud y del cumplimiento de los propios deberes: el hombre justo debe sacrificar a su conservación todas las preocupaciones vulgares; pero por desgracia la solidez de esta máxima se esconde a la muchedumbre. Para un pueblo de filósofos sería buena la legislación que castigase con dureza al que admite un desafío, que entre ellos fuera un delito grande. Pero en un país donde la educación, el clima, las costumbres, el genio nacional y la misma constitución inspiran a la nobleza estos sentimientos fogosos y delicados, a que se da el nombre de pundonor; en un país donde el más honrado es el menos sufrido, y el más valiente el que tiene más osadía; en un país en fin donde a la cordura se llama cobardía, y a la moderación falta de espíritu, ¿será justa la ley que priva de la vida a un desdichado sólo porque piensa como sus iguales? ¿Una ley que sólo podrán cumplir los muy virtuosos o los muy cobardes?... Nuestra antigua legislación era en este punto menos bárbara. El genio caballeresco de los españoles hacia plausibles los duelos, y entonces la legislación los autorizaba; pero hoy pensamos poco más o menos como los godos, y, sin embargo, castigamos los duelos con penas capitales.» Como El Delincuente honrado es una severa censura de la pragmática de 28 de abril de 1757 sobre desafíos, tiene más importancia política que literaria; importancia que sube de punto por emanar la censura de un alcalde del crímen, y por haberse aplaudido el año 1774 en uno de los Sitios Reales, donde se estrenó y adquirió celebridad este drama.

La paz con Inglaterra y el nacimiento de los dos gemelos del príncipe de Asturias ofreció a los poetas dramáticos en 1783 una solemne ocasión de lucimiento. A propuesta del corregidor Armona abrió el ayuntamiento de Madrid público certamen para adquirir las obras que se habían de representar en los teatros de la Cruz y del Príncipe al tiempo de los regocijos. Entre las cincuenta y siete composiciones recibidas por los jueces durante el plazo de sesenta días, se llevaron la palma Las Bodas de Camacho, de D. Juan Meléndez Valdés, y Los Menestrales, de D. Cándido María Trigueros; una pieza bucólica, en que los labradores manchegos, admirablemente pintados por Cervantes, son pastorcitos de Arcadia, y una comedia insulsa, aunque se dirige a ensalzar la honra del trabajo. Llenaron la condición exigida por el ayuntamiento sobre el aparato de la escena, Meléndez figurando la acción en la enramada donde Cervantes supone las bodas; Trigueros, en un jardín, donde, sin oportunidad alguna, y sólo cuando mejor le place, acota la aparición de la estatua ecuestre de Carlos III, dejando a arbitrio del pintor el demás ornato. Creyóse también que merecía premio el Atahualpa, tragedia de D. Cristóbal María Cortés, en que a sabiendas se trabuca ilícitamente la historia. De Las Bodas de Camacho y de Los Menestrales quedará perenne recuerdo en dos sonetos burlescos de Iriarte: el Atahualpa, ni este eco de lastimosa celebridad tiene para salir de profundo olvido.

Ya se ve a dónde llegaron los autores drarnáticos españoles de la época de Carlos III. Tanto el marqués de Grimaldi como el conde de Aranda obraron en el mismo sentido que ellos, mandando traducir para los teatros de los Sitios Reales y la corte comedias y tragedias francesas: pudo serles propicia la división radicada entre chorizos y polacos, si interesaran a unos o a otros en su proyecto de reforma: dotes dramáticas no faltaron a algunos; pero echaron por mala senda, y pagólo especialmente su propia fama. No sólo fracasaron en la temeraria empresa de arrumbar a Lope, Calderón y sus buenos imitadores, sino que se hicieron tan poco lugar en el teatro que no alcanzaron a evitar los ruidosos y continuados triunfos escénicos de Comella. Siendo popular por esencia la dramática poesía, desdeñáronse de calzar al pueblo zueco ni coturno, y parece como que aspiraron a proscribirle de las tablas.

Vengóle a maravilla de tamaño desmán un madrileño Ilustre D. Ramón de la Cruz y Cano, que, nacido en 1731 de buena familia, gozó el favor del público desde que se dio a conocer en la escena, y verosímilmente no lo perderá nunca. Duélenos haberle de juzgar no más de pasada. Al imprimir varias composiciones suyas por consecuencia de una crítica injusta de Signoreli, dijo en el prólogo lo siguiente: «Los que han paseado en el día de San Isidro su pradera; los que han visto el Rastro por la mañana, la plaza Mayor de Madrid la víspera de Navidad, el Prado antiguo por la noche, y han velado en las de San Juan y San Pedro; los que visitan por ociosidad, por vicio o por ceremonia... en una palabra, cuantos han visto mis sainetes, reducidos al conto espacio de veinte y cinco minutos (después de rebajar el punto de vista con la decoración a veces nada a propósito, y las actitudes tan mal estudiadas, como a veces los versos), digan si son copias o no de lo que ven sus ojos y de lo que oyen sus oídos; si los planes están o no arreglados al terreno que pisan, y si los cuadros no representan la historia de nuestro siglo».1111 Nadie se aventuró a desmentirle. ¿Qué se ha de añadir en su elogio?

Para observar tenía privilegiado talento; imaginación fecunda para dar vida a sus observaciones; suelto pincel para dibujar caracteres; natural donaire para dar a cada uno su tono. Excederle en la facilidad del diálogo es ardua empresa, y más todavía en la dote privilegiada de caminar siempre a un fin moral y jugueteando y divirtiendo. Petimetres almibarados y petimetras casquivanas; majos temerones y jaraneros y majas zumbonas y ariscas; payos pazguatos o maliciosos y payas pizpiretas o simples; falsas devotas; abates cortejadores; maridos pacatos y mujeres desperdiciadas; pajes entremetidos y con ínfulas de señores; criadas locuaces y ventaneras; usías menesterosos; viejas linajudas; niños picoteros; viejos verdes; mayordomos de cofradía que se arruinan con rumbo; viudas que se cansan de serlo, y otros cien tipos con que D. Ramón de la Cruz tropezaba a la vuelta de cada esquina, pasaron a su impulso del mando al teatro, para que se viera allí la sociedad en variadísimo panorama, y se avergonzara de sus vicios y convaleciera de sus ridiculeces. Tal fue el grande objeto de este poeta insigne. Un ejemplo valga por todos.

Cuando Feijoo no dejaba a vida ninguno de los entes imaginarios a quienes daban cuerpo las preocupaciones del vulgo, dijo en unas de sus Cartas eruditas: «Aunque afirmo y afirmaré siempre que comunísima y regularísimamente las travesuras que se atribuyen a duendes son efecto, no de la malicia de los demonios, sino del artificio de los hombres, admito la excepcion de uno u otro caso».1112 Cruz los desecha todos, y, para hacer más ridículas tales patrañas, las combate por medio de los más patanes o débiles que saca a la escena. El Duende titula uno de sus sainetes; y la acción pasa de modo que temen al supuesto ser sobrenatural un sacristán, un soldado y hasta un sargento, y un rústico pastor le hace cara y descubre que es un barberillo, novio de una hermana suya. Todavía en La Fantasma del lugar resalta más la intencion del poeta. Aquella trae espantados a los vecinos; la justicia tiembla de salirle al encuentro; los mozos no se atreven a rondar a las mozas, y estas son las que, sin aprensión ni susto, la acometen a pedradas, con lo que se viene a averiguar que la visión nocturna procede simplemente de que el herrador se envuelve en una sábana para requebrar a sus anchuras a la hija del alcalde.

¿Qué importan algunas incorrecciones de Cruz, si en cambio apenas se pueden citar palabras suyas ofensivas a oídos castos? A veces deja a medio trazar sus graciosos cuadros; pero no adolecen de este defecto La Comedia de Maravillas, Los Gutibambas y Mucibarrenas, El Duelo, Inesilla la de Pinto, La Fineza de los ausentes, La Oposición a cortejo, Las Señorías de moda, ni otros varios bien concluidos. Si le afean algunos que generalmente deja airosa a la gente del bronce, ya en Los Majos vencidos contesta al reparo por boca de D. Jaime:


Los majos sólo dan miedo
A los usías, que temen
Les descompongan el pelo  5
O les rompan los encajes;
Pero a mí se me da un bledo.
No hay en Madrid
Hombre que tenga más miedo
Pero esta gente, que todo  10
Lo compone hablando recio,
Mirando de rabo de ojo
Y doblando ansina el cuerpo,
En tropezando con quien
Los entiende, se caen muertos.  15



Inútil fuera detenerse a inquirir si hay verdad en tan bellos cuadros: La Pepa y la Juana o el buen casero llamó Cruz a uno de sus sainetes; pero, reconociendo el público en punto determinado de Madrid el original de tan fiel copia, le pareció título mejor La Casa de Tócame-Roque, y ya no se le conoce por otro.

¿Qué pensaba D. Ramón de la Cruz del teatro español antiguo y del de su tiempo? El esclarecimiento de esta cuestión no cabe en la presente reseña; basten algunas indicaciones. La Venganza del Zurdillo, El Muñuelo, El Marido sofocado, El Manolo son parodias chistosísimas de tragedias, que se aplaudieron mucho, y de las cuales se retienen como proverbios diversas frases. D. Mamerto, poeta, y D. Rosendo, abogado, sostienen un diálogo animadísimo en el sainete que se titula El Café extranjero, y de allí se traslada el siguiente pasaje:


Mamerto. No es lo que hay de profesión
A profesión nada.
Rosendo. Es cierto:
Lo que hay de un arte de locos
A una ciencia de discretos.
Mamerto. ¡Cómo loco! Diga usted,
Hablando con tono serio,
¿Qué tiene más que hacer?¿Una
Comedia o un pedimento?
Rosendo. ¿Y qué poeta hace hoy
Una buena?
Mamerto. No empecemos
Con la costumbre maldita
De torcer el argumento,
Porque, si no hay quien las haga,
Ha habido quien las ha hecho.



En suma, el único poeta dramático verdaderamente nacional y célebre de la época de Carlos III es D. Ramón de la Cruz y Cano. Conocedor de nuestro teatro, que aventaja en riqueza a todos; dotado de natural festivo; «dedicándose particularmente a la composición de piezas en un acto, llamadas sainetes, supo sustituir en ellas, al desaliño y rudeza villanesca de nuestros entremeses, la imitación exacta y graciosa de las modernas costumbres del pueblo».1113




ArribaAbajoCapítulo III

La Elocuencia, La Crítica, La Historia


Oratoria sagrada.-Los prelados influyentes en su reforma.-Filosofía de la elocuencia.-La fomenta la Academia Española.-Elocuencia forense y política.-La de Moñino y Campomanes.-Dolencias de la crítica.-Los eruditos a la violeta.-Cartas Marruecas.-Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal.-El doctor D. José Berni y Fray Francisco de los Arcos.-Sánchez e Iriarte contra sus escritos.-Trabajos auxiliares de la historia.-Fray Enrique Flórez y Fray Manuel Risco.-Viera y Clavijo.-Capmani.-Historia de Gibraltar.-Historia del monasterio de Sahagún.-Campomanes en la Academia.-Carácter de la Historia.-Masdeu.-Forner.-El Semanario erudito de Valladares.-Fray Martín Sarmiento.

A los dos años de publicada la primera parte del Fray Gerundio fue prohibida por el tribunal llamado Santo; mas con exponer que el mismo día de anunciarse la venta se despacharon todos sus ejemplares, queda evidenciado cuán tarde vino el decreto prohibitorio. No tienen razón los que niegan o disminuyen la influencia de este libro en la pronta reforma de la elocuencia sagrada. Hasta entonces los que la intentaron por otros caminos consiguieron muy poco fruto. Macanaz, en los Auxilios para bien gobernar una monarquía católica; Feijoo, en el Teatro Crítico y Cartas eruditas; Mayans y Siscar, en El Orador cristiano, señalaron explícitamente los vicios de la predicación en España, y no economizaron las lecciones para extirparlos; pero el primero se dirigió sólo al Monarca; el segundo hubo de acomodarse en el púlpito al uso corriente, y el tercero apenas halló eco fuera de Valencia. El Padre Nicolás Gallo, de la congregación del Salvador, enumeróse entre los que propendieron a fin semejante y por el medio más eficaz del ejemplo; fama personal ganó mucha, y, sin embargo, siguieron sus huellas muy pocos. La anhelada reforma comenzó a efectuarse visiblemente desde la aparición del Fray Gerundio, como que ya exigieron los auditorios lo que habían rehusado los predicadores, y la Inquisición no alcanzaba a impedir que las gentes apodaran Gerundios a cuantos se parecían al de Isla.

En activar la restauración de la oratoria sobresalieron los prelados. Apenas D. José Climent tomó posesión de la mitra de Barcelona, subió al púlpito de su Santa Iglesia para anunciar a los fieles que no oirían de su boca palabras de sabiduría humana, ni expresiones poéticas, ajenas del templo, ni cuestiones espinosas, como las controvertidas en las aulas, ni pensamientos peregrinos, ni conceptos sutiles, ni milagros u otros sucesos que, con pretexto de piedad, fingían la superstición o la ligereza, sino verdades sólidas reveladas por el Espíritu-Santo y expuestas por los Santos Padres, fieles intérpretes de la Sagrada Escritura. Con objeto de generalizar tan buenas doctrinas hizo trasladar al castellano la Retórica eclesiástica de Fray Luis de Granada, imprimiéndola a sus expensas con una carta recomendabilísima bajo el aspecto religioso y el literario1114. Esta obra que reimpresa, y sirvió de texto para muchos de los que se dedicaban al Sacerdocio.

Hablando con los predicadores de su diócesis el arzobispo Lorenzana, enseñábales ser más fácil explicar en términos puros el Evangelio y un misterio de fe sin términos de escuela, que el hacer un sermón de concordancias, como los de aquellos que se iban a las de la Biblia por el sonido de las voces, y, viniera o no al caso, acomodaban mal y zurcían lo que les dictaba el antojo. No parece sino que tomaba por texto al Padre Isla para reprender tamaño vicio, así como tornó indudablemente a Alfonso García de Matamoros para desaprobar que se sacaran calaveras, condenados y pinturas horrorosas, pues los extremados sollozos, las voces lastimeras, las bofetadas y otras acciones desmedidas no eran conversión permanente. El entendimiento es el que se ha de convencer (añadía); y si esto no se logra, poco sirven los lamentos1115.

No cogían mies evangélica, sino viento de alabanzas mundanas, según D. Felipe Beltrán, prelado salmantino, los que subían a la cátedra de la verdad como a una profana, destinada solamente para granjearse con artificio los aplausos de una muchedumbre ociosa, y ponían todo el esfuerzo en tener gustosos a sus oyentes con el inútil aparato de pinturas, descripciones, paradojas y discursos extraordinarios, y quizá con el acompañamiento de pronunciación, gesto y acciones teatrales. Luego decía: «¿Qué será cuando a todos estos excesos se añade el de amancillar el sagrado y tremendo ministerio de la predicación con chistes y gracejos profanos e indecentes?».1116 A sus palabras daba mayor autoridad el legítimo renombre de orador insigne de que gozaba, y celebrado por Meléndez Valdés en esta bella estrofa:


Sus labios abre, y de la boca de oro
De miel suave corre
Un arroyo caudal que el alma riega
Y del terreno limo la despega.
Sus voces son suavísimo tesoro,
Con que a todos acorre,
Y alegre lluvia del benigno cielo,
Que inunda y fertiliza el mustio suelo1117.



Fuera de que bastan las pastorales a justificar tan alto encomio, se adquiere pleno convencimiento de su justicia leyendo los excelentes panegíricos de San Agustín y Santo Tomás de Aquino, producto asimismo del entendimiento, el estudio y la afluencia de este prelado1118.

Varias obras, dirigidas a acelerar la urgente reforma, se publicaron de continuo. Y, en efecto, El Predicador, de Sánchez Valverde; el Discurso sobre la elocuencia sagrada española, de D. Pedro Antonio Sánchez; el que antepuso don Lucas Campoo y Otazu a la Oración fúnebre de Luis XV, predicada por el obispo de Senes; el Aparato de elocuencia para los sagrados oradores, de Soler de Cornellá; el Compendio práctico del púlpito, de D. Francisco Gregorio de Salas, ayudaron poderosamente a la empresa1119. Sus adelantos fueron pasmosos. D. Francisco Bocanegra y Jibaja, obispo de Guadix y luego arzobispo de Santiago, había exhortado en la cuarta Dominica de la Cuaresma de 1755 a los ricos a dar limosna y a los ministros del Evangelio a predicar bien la santa palabra. Veinte años más tarde, al coleccionar sus sermones, se creyó obligado a decir en la pastoral que los precede: «No puedo pasar en silencio una advertencia, que me parece muy precisa, y es que lo que digo en el sermón de la Dominica cuarta de Cuaresma, en orden a los que ejercen el ministerio de la predicación, no se debe entender en el día con la generalidad que allí suena. Entonces habla muchos predicadores en quien se notaba aquel abominable carácter que allí se pinta. Hoy está muy reformado en nuestra nación el sagrado ministerio del púlpito».1120

Cuando lo ocupó la nueva generación de predicadores se notaron más los progresos: dignísimos oradores hubo entre los canónigos de San Isidro: de los sermones predicados en las iglesias españolas al tiempo de celebrarse la paz con Inglaterra, y de nacer los gemelos del príncipe de Asturias, y a la muerte de Carlos III, corren impresos muchos; y todos corroboran estas palabras del docto barcelonés D. Antonio Capmani: «La cátedra sagrada ha recobrado en España sus antiguos derechos, la persuasión evangélica, la sencillez apostólica, la energía profética y la decencia oratoria, a pesar de la obstinación de los esclavos de la costumbre, que fundan el amor a la patria en sus ridiculeces.»

Se expresaba así en el prólogo de la Filosofía de la elocuencia, obra ceñida precisamente a los principios generales de la elocución oratoria, adoptando por base que sin ingenio no se inventa, sin imaginación no se pinta, sin sentimiento no se mueve, y nadie deleita sin gusto, como sin juicio nadie piensa; que no hay preceptos preferibles a la meditación de los buenos modelos, y que, aun cuando el genio de las naciones, y hasta el carácter de los individuos, alteren la elocuencia en sus calidades secundarias, no así en sus principios fundamentales. «Yo bien sé que ningún escritor se puede hacer querer, si primero no se muere», dijo Capmani, abandonando los yerros y hasta las erratas de su libro a los que, por su pereza, timidez o incapacidad, tienen más ejercitado el talento odioso y pequeño de tachar las cosas malas que el de producir por sí las buenas. Arranque de mal humor infundado fue este con referencia a las gentes de juicio, que celebraron como obra clásica la Filosofía de la elocuencia1121

Su aparición y el establecimiento de los premios de la Academia Española pertenecen a un mismo año. Adjudicó el primero a D. José Viera y Clavijo y el accésit a D. Francisco Javier Conde y Oquendo, por el Elogio de Felipe V; por el del rey D. Alonso el Sabio ganólo despues D. José Vargas Ponce, siendo aún guardia marina; por el de el Tostado volvió a ser laureado Viera Clavijo. Trabajos estimables son todos, en que se ven renacer los primores de la lengua española.

Gracias a las mejoras introducidas en la enseñanza y al establecimiento de las Academias de Derecho prosperó también la elocuencia forense, y más siendo notorio que la celebridad adquirida en los tribunales de justicia llevaba a los primeros puestos del Estado. A la elocuencia política, totalmente extinguida en España, dieron grande impulso las Sociedades Económicas fundadas en las provincias a ejemplo de la corte, pues asuntos de administración pública se explicaban en sus cátedras, se debatían en sus juntas y se ventilaban en sus Memorias. Sobre todo la elocuencia política tenía en el Consejo de Castilla vastísimo estadio. Lo recorrieron con mucha gloria Moñino y Campomanes, aquel seis años y este veinte, defendiendo las regalías de la Corona; indagando los males de los españoles y los remedios más eficaces; protegiendo a los ciudadanos activos, aguijoneando a los perezosos, promoviendo el bien común y vivificando la monarquía. Ambos fiscales alcanzaron reputación de oradores, aunque de índole muy diversa. Moñino era vigoroso y apremiante; pero flexible y perstiasivo: Campomanes iba derechamente al convencimiento, y, luego que lo adquiria sobre las cuestiones más graves, pugnaba por trasmitirlo de plano a los que habían de resolverlas: aquel, atronador o melifluo, contundente o insinuante, y como alternando entre la exigencia y la súplica, iba siempre al objeto, ora lo requiriera a fuerza de energía, ora por la blandura del halago: este, con majestuoso continente, gesto severo, voz de muy lleno timbre, acción impetuosa, al par que noble, mostrando en las materias de sus alegatos la inteligencia más profunda, establecía netamente las proposiciones; acumulaba sin redundancia las pruebas; rebatía los argumentos contrarios áspero y hasta ceñudo las más veces, y así rodeaba, imponía y dominaba a su auditorio. «Los magistrados le escuchaban para persuadirse de lo justo o de lo útil al reino: los interesados en los negocios, para excusarse de otro defensor de su justicia, o para convencerse de que erraban en sus pretensiones; y la multitud, que ocupaba la sala y puertas, atraída por la fama del orador, para enmudecer y pasmarse».1122 De esta suerte florecían bajo Carlos III todos los ramos de la elocuencia.

Sabias lecciones de crítica abundan en las obras del preclaro benedictino gallego, a quien tanto debe la ilustración patria. Su ejemplo imitó el dominico alicantino Fray Jacinto Segura en el Norte crítico con las reglas más ciertas para la discreción de la Historia; obra de mala factura, pero de muy buena sustancia. A Feijoo están dedicadas las Dolencias de la Crítica, por el Padre Antonio Codorniú, jesuita en Gerona, donde imprimió el año 1760 el tal librito, excelentemente pensado y hecho, y escrito con una soltura que se aproxima a la llaneza. «En qué puede consistir que, debiendo ser la crítica la salud de todas las ciencias y artes, se haya convertido en enfermedad de la república de las letras?». Contestando Codorniú en doscientas treinta páginas a esta pregunta, pone tan de relieve las causas de que así sucediera que, según las vayan examinando los versados en la literatura de cualquiera país y tiempo, han de pronunciar involuntariamente los nombres de los que padecieron o padecen las dolencias que allí señala: inapetencia, antojo y golosina, capricho, inconstancia, tema, adhesión, displicencia, rusticidad, mordacidad, indocilidad, temeridad, extrañeza ridícula, solapada envidia. Son, pues, tachados por Codorniú los que se desdeñan de abrir libros, suponiendo que no traen cosas dignas de saberse; los que solamente los ojean y se creen doctos; los que no hallan ninguno bueno; los que alaban un día lo que vituperan otro; los que, pagados de la opinión propia, cierran los ojos a la evidencia; los que, preocupados de los principios de su escuela, no ven sino ficciones en la contraria; los que, satisfechos de su saber, o por envidia del ajeno, jamás leen libro que les pete; los que mojan la pluma en hiel y vinagre, sin reparar que la urbanidad es la más hermosa gala del sabio; los que, leyendo, no atentamente, sino con intención farisaica, se parecen a los gatos, que nada tocan sin que primero desenvainen las uñas; los que muestran la torpe ambición de extender su fama por medio de la más arrogante maledicencia; los que se escandalizan de todo plagio, y tienen por tal que un autor hermosee su libro con cláusulas o parciales discursos de otros, cuya lectura sería inútil si no se pudiera tocar en ellos más que en los dineros de un avaro; los que tiran a conquistar a costa ajena lo que no alcanzaron con el caudal propio.

Analizadas las dolencias, trata Codorniú de la crítica justa. La razón es su único hospedaje; su alcázar, insuperable al furor y astucia de las pasiones; su Olimpo, donde, con seguridad superior al de los gentiles, no llega jamás exhalación grosera. Quien la ejerza debe ser de buen entendimiento, sutil sin travesura, sagaz sin malicia, juicioso sin inconstancia, resuelto con precaución, y como nacido para tomar las cosas a derechas; debe tener suficiente copia de respectiva literatura, no en títulos o pergaminos, sino en moneda positiva, y un juicio perspicaz, discretivo y sólido, tan sosegado y circunspecto que nunca parta de carrera en el examen de lo que se proponga. Dos extremos halla el docto jesuita en las leyes de la crítica justa: lo difícil de seguirlas y lo duro de padecerlas. Para suavizarlos, y no sin advertir que, por lo que tienen de místicos, se reirá de ellos la sabiduría del mundo, propone estos medios: pedir fervorosamente luz a Dios, de cuyo soberano rostro se deriva todo buen juicio; conocerse a sí mismo, para lo cual es también indispensable la luz del Cielo; nunca leer de corrida, porque se trata de la honra de un escritor, y pide gran quedo y madurez el asunto; no juzgar a consulta de la voluntad propicia o adversa; nunca examinar el libro con relación al autor, ni a este con relación al libro, porque puede un buen libro ser obra de un hombre ruin, y un libro ruin producción de un buen hombre; no entenderlo sino en el sentido que manifiestan sus palabras, sin perder de vista las circunstancias en que fue escrito, ni con la mira a la opinión propia, sino a la de quien le dio vida. Lo mejor siempre es mejor; pero hacerlo obligatorio tiene el gravísimo inconveniente de sacar lo bueno del mundo: si no hubieran de salir a luz más que los libros mejores, pocos habría capaces de escribirlos y aun de leerlos: se quedarían sin instrucción los entendimientos medianos y las capacidades ordinarias, con no menos derecho a ella que los espíritus eminentes: desaparecería la hermosa variedad que tanto apetece el buen gusto: después de oír las más delicadas voces o instrumentos, complace el lleno de instrumentos y voces: entre la regia pompa de rosas y claveles alegra ver el alhelí, la violeta y otras flores de menos gallardía: la mesa de los manjares más exquisitos no desdeña la ensalada y la fruta, que de suyo es comida de pobres. «Luego, en hora buena, aspiremos siempre a lo mejor; pero contentémonos con lo bueno cuando nos lo ofrece la buena dicha. Así será nuestra crítica tan sana y justa como bien recibida de los prudentes». No hay autor que no deseara para sus obras una crítica semejante a la que el Padre Codorniú enseña; practicarla hubiera debido, porque los preceptos se olvidan pronto, y los ejemplos valen más y hablan siempre al alma.

Antes que por las poesías dióse Cadalso a conocer por los Eruditos a la violeta, sátira contra los que estudian poco y hacen gala de saber mucho. Le ocurrió la idea feliz de escribirla bajo la forma de un curso de todas las ciencias, reducido a una sola semana, y enseñando una facultad cada día. Toda la edición se vendió antes de que se anunciara en la Gaceta, por la oportunidad del opúsculo y la noticia de su entretenidísima lectura. Lo completó con un suplemento, donde se contienen cartas de varios eruditos a la violeta: la del viajante es la más notable de todas. «Era mi ánimo (dice en la posdata a su maestro) salirme unos quince días de España, y volver preguntando, no cómo se llama el vino y pan en castellano, según V, lo aconseja en su muy sólida, madura y benemérita instrucción, sino preguntando, viendo a mi padre con otros amigos suyos: ¿Quién de estos caballeros es mi padre? Esto sí que me hubiera inmortalizado en la república a la violeta; V. mismo me hubiera tenido envidia.» Se explicaba de este modo a consecuencia de haberle disuadido amistosamente su padre de comprar una obra de viajes, para hablar de todos los países como quien los ha visto y estudiado. Y a la verdad el anciano usó de un gran argumento en bien de su hijo, haciéndole palpar los dislates que sobre España aglomeró Montesquieu en sus Cartas Persianas.

Estas y otras de igual clase, dirigidas a criticar las naciones más cultas de Europa, sugirieron a Cadalso sus Cartas Marruecas, obra de valor muy escaso y donde se pasa de pedagogo. Allí toca materias varias de política, historia, costumbres, ciencias, artes, sin amenidad ni lucimiento. Supone escritas la mayor parte por Gazel, moro que vive accidentalmente en España, a Ben-Beley, maestro suyo y que habita entre marroquíes, y las hay también de un español llamado Nuño. Según lo vagamente que se plantean allí las cuestiones más trascendentales y la superficialidad con que se resuelven todas, no parece sino que las Cartas Marruecas son parto de un erudito a la violeta1123.

Casi no aprovecharon las lecciones de crítica en punto a examinar las obras ajenas; mas, para componer las propias, se tuvieron generalmente muy a la vista. De cuantas se escribieron entonces acaso no hay una que aventaje en cualidad tan relevante a las Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal: su autor el ex-jesuita D. Esteban Arteaga. Lo vasto del plan, lo claro del método, lo selecto de la erudición, lo profundo de las miras y lo inmejorable de la distribución de las partes la realzan sobremanera. Para apreciar el mérito de obra tan perfectamente estudiada es menester leerla; a bien que, formado el propósito y puesto en planta, no se cae de las manos: instruye mucho, y sobre todo en el dificilísimo arte de hacer buenos libros.

Detestables se publicaron otros al propio tiempo. La Defensa jurídica del rey D. Pedro el Justiciero, del abogado D. José Berní, y las Conversaciones instructivas, del capuchino Fray Francisco de los Arcos, superan indisputablemente a todos. Cuéntase que al Padre D. Sancho de Noriega, cartujo del Paular de Segovia, le fue revelado que el alma del rey D. Pedro se fue al Cielo, porque tuvo contrición a la hora de su muerte. Sacando el doctor Berní certificación de esto del archivo de los cartujos, imaginó dar peso a su pobre escrito, no fundado en mejores datos. Salta a la vista que, aun cuando fuera de fe el de la revelación al Padre Noriega, nada probaría históricamente a favor de D. Pedro; sus crueldades sólo ante la infinita misericordia de Dios podían hallar indulgencia. Con no mayor seso el capuchino Arcos se propuso ilustrar, bajo el nombre de Fray Bertoldo, a un D. Terencio sobre diversidad de asuntos, ostentando erudición muy estupenda. Gordas serían las letras del D. Terencio, que oía embelesado a Fray Bertoldo prodigios de una fuente que en Génova manó sangre; de unas nubes que en Aquila echaron demonios; de otras que llovieron telas de araña en Constantinopla; de un pastor a quien le nació en el vientre un espino que florecía todos los años; del venerable Erón, monje de Santa María de Armentara, que estuvo oyendo cantar a un pájaro dos siglos; de San Viril, abad del monasterio de Leire, que se entretuvo un siglo más gozando con los gorjeos de otro; del belga Luis Roosell, que parió un niño por un muslo. No maravilla tanto que en el siglo y la patria de Feijoo se escribieran tales dislates, como que el ilustrado ministro de Hacienda, D. Pedro Lerena, admitiera la dedicatoria de las Conversaciones instructivas, que, según testimonio de un contemporáneo, excitaron la risa de toda la corte1124.

Satisface poder decir a continuación que dos buenas plumas, la del colector de las Poesías castellanas anteriores al siglo XV y la del autor de las Fábulas literarias, aniquilaron con las armas del ridículo tan monstruosos engendros. Ambos escogieron el tono de irónica alabanza. D. Tomás Antonio Sánchez dijo entre otras cosas: «Vean, pues, ahora los críticos modernos si les queda qué apetecer para remate y última clave de una jurídica defensa, en que va nada menos que el honor y crédito de un soberano; y si no lo quieren creer, que tomen el caminito del Paular, y desengáñense allí por sus propios ojos, y dejen de ser críticos fastidiosos, y créanme; y miren que a algunos, por pasarse de críticos y no creer revelaciones, les va ya oliendo la ropa a chamusquina. Y sepan, si no lo saben, que nos tienen ya apestadas las orejas y aun los demás sentidos y potencias con sus melindres, o reglas de crítica, o berenjenas; y no nos vengan ahora con el silencio de los síncronos o coetáneos, con el argumento negativo, con la parcialidad del escritor y con otras sabandijas de este jaez, que han inventado para espantarnos y descubrir su incredulidad. Cuando se les proponen unas noticias tan circunstanciadas, con tantos pelos y señales como la revelación susodicha, agradézcanla y créanla, pesia sus almas, que tan bueno es como ellos el señor doctor Berní y la cree piadosamente, y la tiene por moralmente cierta.» Mucho más fina es la sátira de D. Tomás de Iriarte en la carta dirigida al Padre Arcos. Véase la muestra: Va cundiendo tanto en la presente era el maligno estilo irónico, que un escritor ingénuo y sin malicia, como V. R., apenas sabe si le elogian o si le motejan... Crea, pues, V. R. tan firmemente como creo yo las autenticadas maravillas que nos refiere en sus Conversaciones instructivas, que no soy de la secta de los apologistas ni de los irónicos, y que esta carta va tan de veras y de tan sana intencion como el asunto lo merece. No quisiera incurrir en un juicio temerario; pero se me figura que el presbítero don Juan Bautista Jordan, en la carta que con título de Apologética ha escrito a V. R., da a entender sin mucha solapa que las tales Conversaciones se reducen a un confuso y disparatado amontonamiento de patrañas inauditas, que él y otros incrédulos no han podido tragar. Pero este Juan Bautista predica en desierto para mí y otros muchos lectores sencillos y de buena fe, si pretende persuadirnos a que no es el libro de V. R. un rico depósito de tan varias como peregrinas especies, confirmadas con la autoridad de respetables escrito es, que nuestra moderna ignorancia tiene ya olvidados, y que sólo se conservan en el retirado asilo de los claustros. Así pensamos cuantos hemos contribuido al pronto y merecido despacho de la obra de V. R.; y el admirarse de ver impresos unos hechos tan extraños, y que a primera vista parecen sobrenaturales, es propio de entendimientos apocados, que no saben lo quela naturaleza puede dar de sí, y se espantan de todo lo que no es trivial y corriente, como si V. R. y otros autores de igual peso e integridad. tuviesen algún interés en engañarlos con fábulas forjadas por capricho y mero entretenimiento. ¡No faltaba más!» Después de este preámbulo, en que ninguna palabra huelga, y con el mismo ingenio, demuestra Iriarte que no hay obras más pintiparadas que las Conversaciones instructivas del Padre Arcos y las Ilustraciones varias del presbítero D. Juan Bernardino Rojo, publicadas en Madrid el año 1747. Faltóle añadir que las Conversaciones instructivas no desdicen tampoco de El Ente dilucidado, escrito por Fray Antonio Fuentelapeña, también capuchino, un siglo antes1125.

Sana crítica recomienda y vale justa fama desde la época de Carlos III a bastantes libros de historia. Principalmente auxiliaron su importantísimo estudio la Academia que lleva este nombre, D. Tomás López y su hijo D. Juan, célebres en geografía, D. Francisco Pérez Bayer, D. Antonio Campillo, D. Martín Ulloa, el conde de Lumiares, el canónigo premostratense D. Jaime Caresmar, D. Antonio Jacobo del Barco y D. Tomás Andrés de Gusseme con sus trabajos sobre cronología y sobre antigüedades, los Padres Esteban Terreros, jesuita, y Andrés Merino, escolapio, con sus tratados de Paleografía. Doce tomos, desde el XV hasta el XVIII, publicó el célebre agustino Fray Enrique Flórez de La España Sagrada, de 1759 a 1773, en que falleció a 5 de mayo. Lleno varias veces de incertidumbre con privilegios antiguos a la vista, y sin poder fijar de qué reyes, por haberlos en Castilla y León al propio tiempo del mismo nombre, y por faltar a algunos hasta la pequeña luz de la data del lugar en donde fueron otorgados, sugirióle su sagacidad que tenían un hilo de oro para salir del laberinto, pues acostumbraban los reyes nombrar allí a sus esposas. No de otro origen emanaron las Memorias de las Reinas Católicas publicadas en 1761. Desde las godas hasta Amalia de Sajonia, única mujer de Carlos III, hay copiosas noticias de todas en los dos tomos, donde se comprenden asimismo las amigas de los reyes y los hijos que tuvieron de ellas. Con razón creyó el Padre Flórez que este era un nuevo aspecto de la Historia de España. Los retratos, sacados escrupulosamente de sepulcros, bajos relieves, sellos y otros monumentos antiguos, añaden importancia a la obra. Nada dejaría que desear a no ser por la hinchazón que se le nota en el estilo; pero conviene reflexionar que, al nacer Flórez en Villadiego, no llevaba Felipe V más que dos años de reinado, y que terminaba sus estudios cuando apenas habían venido al mundo los varones que más ilustraron la era de Carlos III. De Fray Enrique Flórez se dijo, como de Ambrosio de Morales, que veía de noche. Feijoo se hizo lenguas encomiando su entendimiento claro, su crítica fina y delicada, su veracidad escrupulosa, su ingenio felizmente combinatorio para utilizar hasta la disparidad de las noticias en el descubrimiento de las verdades, y su destreza para ordenarlas. Sólo anduvo el docto benedictino exagerado en alabarle también por su estilo noble, elegante, puro, igualmente grave, conceptuoso y elevado, que natural, dulce y apacible1126.

Aventajándole en el gusto, como nacido en años posteriores, y emulándole en las otras cualidades, prosiguió Fray Manuel Risco La España Sagrada por mandato de Carlos III. Le pensionó como al Padre Flórez, y también le obtuvo del Sumo Pontífice los honores y las preeminencias de los exprovinciales de la orden agustiniana. Flórez solía publicar un tomo cada año: Risco, menos expeditivo o más ocupado en polémicas, ya con D. Hipólito de Ozaeta, Vindicador de la Cantabria, ya con el capuchino Fray Lamberto de Zaragoza, autor del Teatro histórico de las Iglesias de Aragón, no dio a luz más que cinco tomos durante los quince años que mediaron desde la muerte de su antecesor en la gran tarea hasta la del Soberano que la dispensaba su patrocinio. Bien es que de entonces acá van dos tercios de siglo, y, continuada por los agustinos Merino y La Canal y por el presbítero Baranda, únicamente se han aumentado quince tomos a tan excelente obra de consulta.

Noticias de la Historia general de las islas de Canaria tituló D. José de Viera y Clavijo, arcediano de Fuerteventura, su mejor trabajo literario. Ya desde que analiza en el prólogo los autores que trataron antes de igual asunto se le conoce la aptitud para lo que emprende. Discurriendo con sumo tino sobre las alteraciones del globo, llega a conjeturar que las Canarias fueron una península de África en lo antiguo; que por efecto del diluvio se formó la Atlántida; que, destruida por otro segundo trastorno, quizá procedente de los volcanes, sólo quedaron las eminencias de los montes; y que el nombre de Atlántida pudo venir del Atlante de la Mauritania. Relativamente al nombre de Canarias entiende con Plinio que se deriva de la gran multitud de canes que hubo en ellas, no sin discutir los demás pareceres, ni sin insinuar alguno propio y no descaminado. Cuanto escribe de la isla de San-Borondón, que imaginaron ver algunos desde las de Palma, Hierro y Madera, que supusieron haber visitado otros, y que fueron a explorar varios sin resultas satisfactorias, acredita el pulso con que procede, y que los documentos más fidedignos le sirven de guía, según sus literales palabras. Como juicioso antes en el discurso, se muestra fácil en la narración luego que, descubierta la brújula, llave del Océano, son primicias de la nueva navegación las Canarias, que, incógnitas primero y luego descubiertas confusamente, pertenecían más a la mitología que a la historia. Describe las costumbres de los primitivos habitantes y la conquista de sus tierras por el francés Bethencour, en nombre de Enrique III de Castilla, con pincel gallardo: puntualiza las disputas entre Portugal y España sobre el señorío de ellas hasta que Vasco de Gama y Cristóbal Colón ensancharon los límites del mundo; y estimula el interés gradualmente. Culpa del asunto y no del autor es que decaiga cuando hay que trazar la historia particular de cada una de las siete islas, y no tanto por la distracción, que produce, como por la escasez de sucesos. Para la impresión de cada uno de los cuatro tomos de que se compone la Noticia de la historia general de las islas de Canaria satisfizo el ayuntamiento de Tenerife de propia voluntad hasta cien ducados. Esta obra se distingue no menos por la novedad con que trata el asunto que por la cultura y lozanla del lenguaje1127.

A expensas de la Junta de Comercio de la capital de Cataluña, erigida por Carlos III, se imprimieron las Memorias históricas sobre la Marina, Comercio y Artes de la antigua ciudad de Barcelona. Capmani, como encargado de escribirlas, dedicóselas al Monarca. Pensando gravemente que la historia de los pueblos, a semejanza de la de los grandes varones, solo debería principiar por donde empieza su fama, desprecia los fútiles desvelos de los que atribuyen la fundación de aquella ciudad a Hércules de Libia, y se atempera a la opinión más recibida de que echó sus cimientos Amilcar Barca. No trayendo la celebridad de que goza de la época de su cuna, ni del título de Colonia Flaventia que le dio Roma, ni de que la escogiera Ataulfo por primera corte de los visigodos en España, sino de las proezas de sus naturales, arranca el autor de fines del siglo XI para referir los progresos de su marina, y hace alto a principios del XVI, en que la considera decadente de resultas de la mudanza que originaron en el aspecto y giro del comercio el descubrimiento de ambas Indias, la conquista de Egipto por Selim I, la formación de las regencias de Trípoli, Túnez y Argel y las piraterías consiguientes, la nueva planta y dilatación de la monarquía española, y además a causa de la ninguna participación de Cataluña en la navegación y tráfico del Nuevo Mundo, y en las expediciones a Flandes y otras empresas de los reyes austriacos. Lejos de limitarse Capmani a celebrar las glorias de sus compatriotas contra los moros en las costas de España y contra los levantinos, y rivalizando con Génova, Pisa y Venecia, y ganando a Nápoles y a Sicilia, señala el establecimiento de las Atarazanas de Barcelona, los nombres y capacidad de los bastimentos antiguos, los socorros de los catalanes a otras naciones, y el gran crédito de sus marinos, cuyos nombres resonaron de un extremo a otro de Europa. Hasta los famosos almirantes Rogerio de Lauria y Conrado de Lanza, el uno calabrés y el otro siciliano, se habían criado desde su tierna edad en Barcelona; entonces fecundo seminario de diextros navegantes.

Al tratar del comercio presenta a los hijos de Cataluña sin otra mira que la de asegurarlo y extenderlo cuando establecía sus colonias, por lo cual las expediciones militares enriquecían su provincia en lugar de debilitarla. Así, luego que pusieron el pie en Mallorca, despejaron desde el cabo de Denia hasta las bocas del Ródano el Mediterráneo, que infestaban los sarracenos con sus piraterías; y situados posteriormente en Sicilia, Malta, Cerdeña y Peloponeso, se hallaron señores de las llaves del propio mar, y abrieron desde Barcelona comunicación libre y directa con África, Asia, el Archipiélago y la Italia. Ya las ciudades marítimas de esta dominaban la navegación y el comercio cuando los catalanes empezaron a tentar algunos viajes ultramarinos, con lo que adquirieron ideas claras de policía y cierta cultura en las costumbres, y procuraron emularles a fuerza de economía y de inteligencia. Sus máximas estribaron en ganar poco, y aun menos que ninguna de las naciones competidoras: no las podían sostener sin ganar de continuo, y de aquí nacieron el ardor y la diligencia para nivelarse con los pueblos más adelantados en el comercio marítimo, hasta causar celos al de Génova, el más poderoso e inteligente; de aquí aquellos conatos y sagacidad en combinar los usos que seguían los puertos de Levante para el buen orden de su contratación y administración de justicia, recopilándolos en su lengua patria, y formando así el primer código marítimo de la Europa de la edad media; código observado como base de la judicatura consular desde el Báltico hasta Constantinopla. Diestramente pinta Capmani el origen y progresos del comercio marítimo, aniquilado a la ruina del imperio romano; la pobreza de Europa en el siglo VII; el renacimiento mercantil, debido a los venecianos y a los de Amalfi, Ancona, Génova y Pisa; su rumbo por Levante; la manera con que se incorporaron a este movimiento los navegantes de Cataluña; y especifica después las poblaciones frecuentadas por sus bajeles; la antigüedad y gobierno del Consulado y la Lonja de mar de Barcelona; sus leyes; el número de sus cónsules ultramarinos; la policía de sus cambios y corredurías, y sus principales ramos de comercio, sin olvidar nunca lo que en su auge o deterioración influyeron sucesos como las empresas de las Cruzadas y la caída de Constantinopla en poder de los turcos.

Fundado está en buenos principios económicos todo lo que escribe sobre las antiguas artes de Barcelona. No podían ser propicias las tiránicas y estrechas máximas de la aristocracia, en tiempo de los primitivos condes, a la industria, faltando quienes la cultivaran con seguridad e independencia. Patria común de los hombres libres fueron las ciudades, apenas Raimundo IV dio ensanche a sus franquicias para contrapesar la autoridad de los barones. Con las preeminencias otorgadas a los cuerpos municipales crecieron el poder de la corona, la cultura, sofocada por la opresión y servidumbre, la población en lugares pobres y desiertos, y el comercio, que produce la industria o la sostiene, empezó a ser el primer móvil en los puertos y costas. Como los nobles no se podían prevaler de sus fueros contra las ciudades, se albergaban en sus castillos, y sin incorporarse en la matrícula popular y someterse al juicio de los prohombres, artesanos y mercaderes, no se les admitía en aquellas. Así las artes se arraigaron en Cataluña sin preocupaciones legales ni vulgares que las redujeran a ser incompatibles con la honra: tal vez por esto no se rastrea que las ejercieran judíos, moros, esclavos, y antes bien en las ordenanzas gremiales hay capítulo expreso relativamente a la ortodoxia de sus individuos. De otro modo, no sobre estos, sino sobre las profesiones, hubiera recaído la infamia en un país, donde tenían puestos natos en los cuerpos municipales por testimonio de su constante y antiguo aprecio; y luminosa prueba de esta verdad es que las expulsiones generales de judíos y moriscos no causaron en Cataluña el menor detrimento ni atraso a las artes, como se sintió palpable y lastimosamente en otras provincias de fábricas e industria. Determinando Capmani la antigüedad, progresos y estado floreciente de las artes en Cataluña, y el origen, naturaleza y jurisprudencia gremial de los oficios, que sirvió de pauta a las demás ciudades y villas, pone término a la bien reputada obra.

Filólogo insigne en cuantas produjo su gran pluma, pertenece al número de los escritores que más honran a España. Su laboriosidad fecunda, su incansable celo por difundir la luz de la sabiduría, la solidez y elevación de su mente, la sustanciosa abundancia de sus estudios le aseguran perpetuo renombre. Al libro, cuyo sumo valer se puede inferir del bosquejo trazado, sirven como de clave estas palabras: Lo que principalmente contribuyó en los siglos pasados a la alta consideración de la ciudad de Barcelona, cuyo nombre habían llevado las armas y el comercio hasta los fines de la tierra, fue la forma de su gobierno popular, la sabiduría de sus leyes, y la pureza y austeridad de sus costumbres. Para perfeccionar un trabajo tan nuevo, pues a la sazón ningún país tenía historia particular de su antigua marina, comercio e industria no omitió desvelo ni fatiga: aparte de las numerosas notas al pie del texto y de trescientos dos documentos transcritos de los originales y publicados en otro tomo, dio a luz dos más por suplemento, imprimiendo separadamente el Código de las costumbres marítimas de Barcelona, y agotando así las Investigaciones en la materia. De orden de Carlos III tradujo del lemosín al castellano y publicó en dos tomos los Antiguos tratados de paces y alianzas entre algunos reyes de Aragón diferentes príncipes infieles del Asia y del África, desde el siglo XIII hasta el XV. El Discurso preliminar, en que elogia dignamente al Monarca, y las anotaciones son como de su mano1128. Quede a otras plumas la tarea de tachar los defectos en que don Antonio Capmani haya incurrido: el que estas líneas escribe no sabe hallarlos en varones de tanta suficiencia, sesudez y doctrina, a quienes acata como a maestros muy señalados; si los halla, desconfía de que lo sean; y, aunque se penetre de su realidad, cree mezquino sacarlos a plaza, no afectando a, la esencia del libro.

Ya se ha citado en lugar oportuno la Historia de Gibraltar, de D. Ignacio López de Ayala. Se atiene a la conceptuosa máxima de Polibio que aconseja no omitir en la historia ni aun lo que envuelve la naturaleza, bien que prefiriendo el uso de narraciones demostrativas. En el primer libro de su obra manifiesta conocimientos no comunes sobre las ciencias naturales, para describir el monte y disertar atinadamente sobre la formación y demás particularidades del Estrecho; en el segundo refiere lo acaecido desde la fundación de Gibraltar hasta 1540; en el tercero puntualiza los muchos codiciosos que tuvo tan rica joya, el modo con que se la apropiaron los ingleses, y por último los esfuerzos que, mientras escribía, dedicaba el Soberano español a recuperarla batallando1129. Su buena manera de enlazar los sucesos, su discreción para aclararlos y su estilo correcto y elegante le hacían muy apto para escribir de Historia. Con el título de Plutarco español pensaba trazar vidas de españoles ilustres, y hasta de ellas compuso un tomo, leído en la tertulia de la fonda de San Sebastián con aplauso.

No deja de ofrecer interés la Historia del monasterio de Sahagún, del Padre Maestro Fray Romualdo Escalona. «Estoy firmemente persuadido a que la historia debe referir lo cierto por cierto, lo probable por probable, lo dudoso por dudoso y lo falso por falso, pues si dice como cierto lo que no lo es, dudará, y con razón, el lector de todo.» Tal se explica desde el prefacio, y así corrige a los cronistas anteriores, no excluyendo a Fray José Pérez, que a fines del siglo XVII había escrito una historia, aun cuando sobre ella calca la suya, defectuosa quizá por esto en el plan, que se resiente de confuso, y en la narración, árida con frecuencia, y en el lengua;e, no muy corriente. Como ilustración histórica es de importancia. Tres largos apéndices la enriquecen: el primero con una historia de aquel monasterio que escribieron en lengua vulgar dos monjes anónimos por los siglos XII y XIII; el segundo con una apología del honor y buen proceder de doña Urraca, hecha por Fray José Pérez y apoyada principalmente en lo que dice uno de los anónimos citados, contemporáneo de reinado tan turbulento, y el último con cerca de trescientas treinta escrituras copiadas de los originales de aquel archivo, que ayudan a fijar la cronología de los reyes desde la época de Alonso III hasta fines del siglo XV. No convence la apología de doña Urraca, porque el anónimo escribe textualrnente en el capítulo 48 de su historia: «Los burgueses llamaban a la Reina meretriz pública y engañadora; llamaban a todos los suyos hombres sin ley y mentirosos, engañadores y perjuros»; y de no emitir el anónimo su juicio, infiere con ligereza Fray José Pérez que despreciaba la calumnia. Esto impulsa a pensar al revés del monje a quien sigue Escalona. Consta en la relación del anónimo que los de Sahagún llevaban muy a mal la jurisdicción del monasterio: como lo protegía doña Urraca, muéstrase el anónimo parcial suyo; y, no obstante, revela a la posteridad la acusación contra la Reina sin corroborarla ni desmentirla. No chocaría tanto este silencio, calculado sin duda, si a renglón seguido no hiciera la defensa de uno de sus parciales. «Ya por cierto (escribe) mucho me avergoño a decir y recontar cuán grandes denuestos, e injurias metiendo, fingían contra el honrado barón don Bernardo.» ¿Qué le movió a omitir la justificación de doña Urraca y a esforzar la de este personaje, que de la abadía de Sahagún había pasado al arzobispado de Toledo?

Además, de los elogios prodigados a los reyes en las crónicas religiosas siempre hay que descontar lo que, influidos por el agradecimiento, ponderan sus autores, indulgentes y hasta suaves con los que les otorgaron donaciones y privilegios. De lo cual nos suministra un ejemplo de bulto el mismo Fray Romualdo Escalona, cuando, tras de referir la muerte de D. Alonso XI, escribe: «Sucedióle en el reino su hijo D. Pedro, llamado, no sé si con razon, el Cruel. Las historias hablan de este príncipe con mucha variedad, y no es de mi asunto meterme a juzgar quiénes hablan con más acierto; pero debo decir que hacia este monasterio dio pruebas muy claras de piadoso, clemente y benigno. ¿No es esto callar la verdad, teniéndola bien averiguada? Con todo, tanto pesa en su ánimo, que añade sin levantar la pluma: Casóse la primera vez con doña Blanca... pero, enamorado de doña María de Padilla, se apartó luego... y no faltaron aduladores y lisonjeros, aun entre los teólogos y canonistas, que, a gusto del Rey, dijeran que el matrimonio con doña Blanca había sido nulo, y, en virtud de estos dictámenes, se casó segunda vez con doña Juana de Castro... pero luego se apartó tambien de doña Juana, pretextando varios negocios... Mientras le duró el Reino todo fue discordias, divisiones y guerras, va con los soberanos circunvecinos, ya con sus mismos vasallos»1130 ¿Y aún no se atrevía a fallar el Padre Escalona?

Enumerando entre las contribuciones impuestas por el mismo Rey la de diez mil saetas, que pidió a Sahagún y a su abad en 1364, y suponiendo que se fabricaban en la villa, apunta un dato de sumo precio, cual lo evidencian las siguientes palabras: «Sin duda que en este tiempo reinaba en Sahagún otra industria y aplicación al trabajo que la que hoy vemos, pues, con los mismos términos y haciendas, había entonces una multitud de vecinos, y muchos de ellos muy poderosos; y hoy, siendo menos de la sexta parte de los habitantes, se ven casi todos reducidos a una grande miseria; ni creo sea otra la causa que el haber sucedido a la moderación, industria, aplicación y trabajo de los antiguos la profanidad, la desidia y la holgazanería de los modernos».1131 La cogulla no permitía a Fray Romualdo Escalona discernir que la villa de Sahagún vino de tanta prosperidad a tal ruina bajo la jurisdicción de su monasterio, y por efecto de estancarse en el mismo las mejores tierras del contorno. Vanamente quiere luego tapar la boca a muchos críticos pseudo-políticos que tienen por superfluas las rentas de los monasterios y por inútiles al Estado, llegando algunos al exceso de llamarlas perjudiciales, pues, sin otro documento que su mismo cómputo de las del monasterio de Sahagún en 1782 y del empleo que se las daba, hay de sobra para comprobar aquello que impugna1132. Lo singular es que el abad y sus monjes presentaran tal libro con una reverente dedicatoria a Campomanes.

Este hombre celebérrimo se anunció en la república de las letras con unas Disertaciones históricas del orden y caballería de los Templarios; veinte y cuatro años tenía cuando las imprimió en 1747. Rígido censor de sí propio, recogió después cuantos ejemplares pudo de esta obra, donde ya se le echa de ver la gran lectura, y con la que se abrió paso a la Academia de la Historia. Allí fueron provechosísimas sus tareas para la publicación de los códices de concilios de España; para la formación de las colecciones litológica y diplomática bajo el plan que propuso; para la del Diccionario geográfico, del cual escribió muchas papeletas. Suya es también una erudita disertación sobre las leyes y gobierno de los godos en España. A la muerte de Montiano y Luyando eligiéronle director los individuos de la Academia. Sin descanso promovió la adquisición de libros, documentos, monedas y todo género de antigüedades, y los respetos de su persona produjeron ventajosas resultas. Hasta lo estéril fructificaba al contacto de aquella mano generadora: donde Campornanes estaba, la apatía no era posible. Una historia de la marina española proyectó escribir y dar a la imprenta: como preliminar puede considerarse la Antigüedad de la república de Cartago con el periplo de su general Hannon, traducido del griego; obra a que debió los elogios de muchos sabios y su ingreso en la Academia de Inscripciones1133. A pesar de sus innumerables, utilísimos y variados trabajos subsiguientes, jamás desistió de la idea concebida, cuando las ocupaciones de su bufete y la asesoría de Correos le permitían más desahogo, pues, entre sus manuscritos, hallóse uno de veinte y seis manos de papel, titulado: Marina de los árabes, descubrimiento del Cabo de Hornos, reformación de las naves para este paso. ¡Lástima es que se haya perdido, o que no se imprima, si se conserva!

La Historia del origen y soberanía del condado y reino de Castilla, de Gutiérrez Coronel, aunque no carezca de yerros, la Historia natural y política de la isla de Santo Domingo, de Sánchez Valverde, natural de ella y versado en sus cosas, la Descripción de las islas. Pithiusas y Baleares, de Vargas Ponce, con estilo afectadamente pomposo, pero muy nutrida de noticias, y otras varias obras, cooperaron a ilustrar la historia de España. Generalizado entre los estudiosos el espíritu investigador, producía fecundísima competencia: merced a este saludable impulso, se explicaba la generación de los hechos: dándose a los morales importancia muy preferente, dejaban de abultar las historias con áridas genealogías, largos diarios militares, prodigios soñados por imaginaciones febriles: se aplicaba más cuidadoso oído a los clamores populares que al horrendo estrépito de las lides y a la jubilosa algazara de los triunfos: no se miraba la sociedad por de fuera, sino penetrando en los palacios y en las chozas, en los castillos y en los concejos, en los claustros y en los talleres, para indagar las relaciones de las diversas clases, su poder o desvalimiento, los abusos de las leyes, la influencia de las costumbres, la pugna de los intereses, la diversidad de las opiniones, los adelantos de las luces, los accidentes de las reformas, los peligros de resistirlas, los efectos de atropellarlas, y en suma la manera de vivir y pensar de los pueblos, verdadera alma de la historia.

D. Juan Francisco Masdeu, nacido casualmente en Palermo y ex-jesuita de Cataluña, no aspiró a seguir otro norte. ¿Pudo blasonar de haber ido a rumbo? Ventaja es tener a la mano un efugio para no estampar la respuesta. De 1783 a 1788 solo aparecieron cinco tomos de la Historia crítica de España; no pasan de los tiempos de la dominación de Roma, y son insuficientes para que se forme cabal juicio. El de los más apasionados presenta a Masdeu como historiador voluntarioso, que unas veces no propone los hechos con imparcialidad y se empeña en probarlos más con sutiles razones que con sólidos documentos, al paso que otras desecha redondarnente y sin pruebas, por apócrifos o sospechosos, datos de verdad no insegura. Si estuviéramos obligados a examinar su libro, procederíamos preguntando ante todo: ¿Es depósito de enseñanza, o guía para adquirirla en otra parte?

De lo último sirve por extremo el Discurso sobre el modo de escribir y mejorar la historia de España. D. Juan Pablo Forner lo compuso a tiempo que imprimía la Oración apologética por la España, y su mérito literario. Un año antes se le mandó no publicar nada sin autorización Real expresa, aconsejándole que se dedicara a tareas más dignas de su talento y de la literatura que las de fomentar acremente las contiendas, en que no hemos querido hacer alto, y en que satirizaba sin tregua lo mismo a Sánchez que a Trigueros, y lo mismo a Iriarte que a Huerta. Frutos fueron del oportuno mandato y sano consejo la Oración apologética y la censura y anotaciones de la Historia universal de D. Tomás Borrego, exjesuita: por cada una de estas obras se le concedieron seis mil reales de pensión vitalicia al año; y poco más tarde hubo de influir en que se le nombrara fiscal de la Audiencia de Sevilla D. Eugenio Llaguno, a quien presentó el Discurso sobre el modo de escribir y mejorar la historia de España.

Sobradamente ensalzadas en millares de tomos cree Forner las hazañas de los guerreros, y no encuentra representada la vida política para descubrir en los tiempos pasados los orígenes de lo que hoy somos, y en la sucesión de las cosas los progresos, no de los hombres en individuo, sino de las clases que forman el cuerpo del Estado. Inquiriendo la cuna y la índole diversa de nuestra historia escrita, ve su adolescencia desde Idacio hasta la crónica general de D. Alonso el Sabio; su edad juvenil desde este monarca hasta Florián de Ocampo; su virilidad y robustez desde Florián hasta que D. José Pellicer empezó a impugnar los falsos cronicones, y su ancianidad, decrepitud y muerte desde la guerra de Pellicer hasta el establecimiento de la Academia de la Historia. Cuantos fueron imitadores de los clásicos griegos y latinos mostráronse menos filósofos que humanistas: supieron construir un todo agradable, útil, proporcionado, bello; pero obraron con grande incertidumbre en señalar el móvil, punto o centro de todas sus partes, sin que apenas lograran decirnos cuál es el verdadero fin de este género de literatura; y de aquí resultaron cúmulos y no unidades, pues entre una historia y una compilación de hechos existe la misma diferencia que entre un edificio y los materiales separadamente dispuestos para fabricarlo. Tras de plantear Forner su dictamen con tanto criterio, quiere que el historiador imite al poeta en expresar hechos, que no puede fingir, y en el arte de retratar con propiedad y excelencia los caracteres de las personas; que se iguale al político en la averiguación y explicación de los hechos que cuenta; que se convierta en filósofo para reflexionar y deducir documentos de estos mismos hechos; y todo sin afectar elegancia, política ni filosofía. De esto deduce que la desemejanza de los talentos se opone a que una corporación pueda escribir la historia, ni hacer más que aclarar lo dudoso, purgar de fábulas nuestras antigüedades, fijar las épocas, desentrañar las genealogías y sucesiones, describir las provincias antiguas y modernas, y dar seguridad a los varios e inmensos objetos que abraza, según lo iba practicando la Academia. Con restablecer las plazas de los cronistas de los reinos se formarían, a su ver, autores insignes, como los que en los siglos anteriores esclarecieron nuestros fastos, bien que habrían de escribir de distinto modo, investigando el estado de España en los últimos tercios del imperio de Roma; qué restos existen hoy en nuestras costumbres y leyes de las del tiempo de los godos, y cuáles de la edad media, pues, si algo traían nuestros historiadores, era para autorizar los abusos; dando a la época de los Reyes Católicos toda la importancia que merece, y reconociendo cómo en la prosperidad del tiempo de Carlos I se ocultaba el cáncer que nos consumió y acabó en el de Carlos II. Para que este discurso de Forner se aquilatara en lo que vale, sería menester copiarlo a la letra, aunque lo expuesto patentiza de sobra que la buena crítica histórica no ha avanzado más desde entonces. Al final inculca lo mucho que el Gobierno puede contribuir a que se escriba luminosamente la historia, y estas son sus postreras palabras: «Pero el poder las más veces necesita de quien le ilustre y guíe al conocimiento y ejecución de lo conveniente; y esto pende de casualidades, que no suelen verificarse con mucha frecuencia en la ambición de las cortes y en la turbulencia de los palacios.» Sobre la sana crítica y la erudición vasta resaltan en este discurso la facundia del estilo y la libertad del pensamiento.

D. Antonio Valladares y Sotomayor afanóse también por dar luz a la historia con la publicación de su Semanario erudito. Documentos y opúsculos componen sus treinta y seis tomos, empezados por aquel tiempo. Algo de lo que da por inédito se había impreso antes: la colección es desordenada, y la formación de los índices confusa: ni eligió siempre con acierto, ni se detuvo a ilustrar con buenos prólogos y notas al caso los manuscritos que dio a la imprenta: sin embargo, fuerza es reconocer el mérito de una obra en que hay mucho de lo relativo a los siglos XVII y XVIII, tan descuidados por los historiadores dignos de este nombre. Allí se contienen muchos datos sobre la funesta privanza de Lerma y Olivares, y sobre los disturbios que trabajaron al reino durante la menor edad de Carlos II. Todo lo que trae de D. Melchor Rafael de Macanaz se refiere a los tiempos de Felipe V y a los de Fernando VI: a los de este y a los del monarca reinante el Estado de las universidades y colegios mayores, de Casafonda; el Dictamen sobre las deudas del Estado, de Fray Agustín Rubio; el memorial dirigido al marqués de la Ensenada con los medios para prosperar la monarquía; el papel sobre el comercio interior y exterior presentado al marqués de Esquilache; la representación sobre fábricas hecha por Adame a Carlos III. Se hallan igualmente memorias dignas de ser consultadas respecto de la influencia de los cinco Gremios mayores, del abuso de las rentas Reales, y de varios puntos económicos y administrativos; cartas de célebres literatos y de diversos personajes; cuadros de costumbres, como los Anales de cinco días, y otros materiales utilísimos para la historia. De consiguiente, aunque la colección sea imperfecta, merece alabanza el que la hizo con laboriosidad perseverante.

Entre las cartas insertas en el Semanario erudito hay tres sobre la ley Sálica, sobre la electricidad, y sobre la etimología de Aranjuez, el árbol Gerión y la Cetrería, dirigidas al duque de Medinasidonia por Fray Martín Sarmiento. De este benedictino vienen allí también otras obritas sobre el origen de los maragatos, sobre el de los villanos; un catálogo de algunos libros selectos para una biblioteca de tres a cuatro mil tomos; y es más digna de atención que ninguna la que se titula El porque sí y el porque no, reducida a probar lo bien que hace en estarse metido en su celda y en no publicar lo que escribe. Fielmente se retrata en ella y de modo poco adecuado a que la posteridad le ame, pues son de puro egoísmo casi todas las razones que aduce. Cuando a fines de 1772 pronunció Fray Anselmo Avalle su panegírico, en las honras que le hizo su monasterio, se atuvo al texto sagrado de que los doctos esconden su sabiduría1134; pero, interpretándolo como el Padre Sarmiento, habría que borrar de las obras de misericordia la de enseñar al que no sabe. Allá en su juventud, y a tiempo en que su maestro Feijoo empezaba a batallar intrépidamente contra los errores comunes, viéndose aplaudido por este monje ilustre y retado por otro religioso, publicó una Demostración crítica en su defensa: después dio algún dictamen que le pidió el Gobierno; tuvo un poco de tertulia en su celda los domingos por la mañana; y por último no quiso ser cronista de Indias, ni censurar la Monarquía de España, de Salazar y Mendoza1135, ni hacer cosa de que sacara alguien provecho. Ya difunto, el monasterio de San Martín se propuso imprimir sus obras: sin duda no agradó al público la idea, pues los monjes lo dejaron al primer tomo, titulado Memorias para la historia de la poesía y poetas españoles1136. Algunas de menos volumen salieron en el Correo literario de Europa, donde insertó ademas don Santiago Sáenz el índice de cuantas compuso. No hace muchos años existían bastantes de ellas en casa del marqués de Villafranca; pero, a juzgar de su precio por el de las que son conocidas, no importa que sigan yaciendo en el polvo. Sin que parezca despropósito, se puede repetir con don José Nicolás de Azara: Todo lo que habrá dejado el Padre Sarmiento valdrá harto poco, porque el tal fraile, con una inmensa lectura, no tenía una pizca de juicio1137.

Puede que haya quien encuentre rígida y hasta exagerada la censura de este religioso: no obstante, por más que se atenúe y modere, no se llegará a señalarle puesto elevado entre los restauradores de la elocuencia, que de enmarañada pasó a culta; ni de la crítica, levantada a muy clara esfera; ni de la historia, cuya verdadera índole y trascendencia fijóse por voto unánime de los españoles más doctos en aquellos días felices.




ArribaAbajoCapítulo IV

La Filosofía, la Teología, la Jurisprudencia


Libros filosóficos.-Sobre educación.-Dios y la naturaleza.-Nuevo sistema.-La falsa filosofía.-Un libro de D. Jorge Juan.-Los Padres Cabades y Villaroig.-Lenguas sabias.-Feliz elección de prelados.-Sus pastorales.-El dominico Fray Gabriel Ferrándiz.-Reforma de la jurisprudencia.-Escritores de derecho civil, patrio y de gentes.-Trabajos sobre el código criminal.-La cuestión del tormento en ruina.-Pragmática sobre abintestatos.-El Voto de Santiago sin defensa.-Foco principal de reforma.-Reversión a la Corona de las alhajas enajenadas.-Escala e instrucción para corregidores.

Todos los progresos filosóficos de la época de Carlos III tuvieron por base la guerra al Peripato y el florecimiento de la sabiduría sin desviarse de Dios, que es su suprema fuente. No hubo persona ilustrada que no señalara las áridas cuestiones de las escuelas como raíz del atraso intelectual de España; ni queda libro donde la razón se divorcie de la fe para la indagación de las verdades. Noblemente compitieron los prelados en propagar los buenos estudios; y eclesiásticos y seglares disiparon las nieblas de la ignorancia con juiciosas publicaciones sin faltar a la ortodoxia. Al erigir los Reales Estudios de San Isidro mandó el Soberano que la Lógica se enseñara sin disputas escolásticas y según las luces del siglo. -Tenemos la dicha de vivir en una monarquía donde no dan que hacer ni judíos, ni gentiles, ni sectarios, dijo hablando a sus abades y monjes Fray Isidoro Arias, general de la congregación de San Benito1138. Sobre tales datos hay que reseñar la filosofía de entonces.

Trazando un Plan de educación D. Juan Antonio González Cañaveras, lo extendía a seis o siete años: ante todo colocaba el estudio de la religión, y el de las lenguas española, francesa, latina, griega, italiana, el de la geografía, cronología, historia, urbanidad, blasón, en que hace mucho la memoria; y después el de las matemáticas, lógica, retórica, metafísica, moral, física experimental y derecho político, en que entra por lo más el discurso. Y no hablaba con los que piensan, comprenden y ejecutan por lo que pensaron, comprendieron y ejecutaron otros, sino con los que abrazaban lo que se proponía por objeto la razón, la imparcialidad, la justicia y la verdad, en lo que no tiene parte la autoridad, ni desmiente la práctica o continuada experiencia1139.

Con la luz del entendimiento trataba y resolvía, y en las sagradas letras apoyaba el doctor D. Manuel Rosell, canónigo de San Isidro, todos los puntos de la Educación conforme a los principios de la religión cristiana y costumbres de la nación española1140. Allí expresa cómo deben educar los padres a los hijos en la religión y para la sociedad, hasta con el arbitrio de los juegos infantiles y el buen uso de los premios y los castigos; la manera de inspirarles horror al ocio y de conjeturar por el temperamento y otras señales su aptitud para determinada profesión o carrera; las calidades que han de tener los ayos y maestros; y en suma cuanto puede contribuir a dar una educación excelente o a corregir la defectuosa. Todo recae sobre el sólido principio de ser forzoso valerse de la revelación, porque la razón natural no es bastante; y para explicar la necesidad de la educación, y su índole y sus fines, se remonta el autor al origen de la sociedad y desciende al estado actual de los hombres.

Dios y la Naturaleza se titula una vasta obra en que D. Juan Francisco de Castro se propuso esclarecer la historia del mundo físico y moral, fijándose en la natural y civil, la religión, leyes y costumbres de las naciones antiguas y modernas. Según los dogmas del catolicismo observa el orden que puso Dios en la formación del universo; la diferencia entre las leyes del espíritu y las de la materia; su continua lucha en el hombre, caído del estado de la inocencia al de la corrupción por triste efecto del pecado, y la esencia y accidentes del mundo físico y moral, entrelazando uno con otro1141.

Principios del orden esencial de la naturaleza, establecidos por fundamentos de la moral y política y por prueba de la religión, se titula el Nuevo sistema filosófico de D. Antonio Javier Pérez y López, del gremio y claustro de la universidad de Sevilla1142. Al ver lo mucho que se discurría para encontrar un fundamento de donde se dedujeran las obligaciones del hombre, sin haberse conseguido otra cosa que multiplicar los pareceres, meditó mucho a fin de hallarlo. Gran código de la ley natural es a sus ojos el universo, donde están grabados los fines de Dios y las cosas criadas. De consistir el orden en la armonía de las facultades y partes con sus relaciones, medios y fines; de ser de Dios esta obra, y de permanecer en su estado, a pesar de la corrupción de la naturaleza, deduce que por estas mismas partes y facultades, y por sus relaciones y medios, se conocen los fines del Criador con evidencia y sin el menor riesgo. Por último, afirma que no es obra de Dios, sino de la corrupción, toda inclinación opuesta a semejante armonía; con lo que se muestra cuanto hay arreglado en la naturaleza, se evita el escollo de su desarreglo, y se patentiza el extravío de algunos autores que toman el desorden por el orden, maquinando así sistemas falsos y perjudiciales.

Antes los había combatido el jeronimiano Fray Fernando de Ceballos en la Falsa filosofía1143. Tras de inquirir el origen, los jefes, caracteres y progresos de los deístas, libertinos, espíritus fuertes, incrédulos y demás sectarios, enuncia lo dificultoso de rebatirlos, porque la verdad de la religión no se puede fundar sino en la Escritura y palabra divina, y ellos se burlan de todos los dogmas; porque, si se les estrecha con razones sacadas de la justicia natural y de los principios de pensar y juzgar universalmente recibidos, salen de la dificultad con un chiste y hacen parar la cuestión en risa; porque, relativamente al arte de divertir a un público liviano, llevan muchas ventajas a los teólogos más profundos; porque tampoco es medio seguro confundirlos hasta con los testimonios del paganismo, a causa de que no perseveran en ningún principio ni puesto. Fundado en tales consideraciones, varía de rumbo e intenta probar que son reos públicos de todas las leyes y de todo crimen de Estado; rebeldes a los reyes, a los magistrados y a todas las potestades; disipadores de toda sociedad y perturbadores de todos los gobiernos establecidos, y aun de la economía y paz de todas las familias, y finalmente enemigos comunes de la humanidad, tirando a destruirla desde el nacimiento de los hombres hasta el suicidio.

Para ello prueba la existencia de Dios con el sentir de todo el género humano, y la de la religión revelada por la concordancia entre profetas y evangelistas: impugna a los deístas, negadores de la Providencia; a los naturalistas, según los cuales basta la filosofía para la felicidad de los hombres; a los aceitas y materialistas, a quienes considera los más perniciosos de todos. En su concepto, negada la Providencia divina, es una quimera toda potestad humana pública o doméstica, por falta de fin; negada la libertad de los hombres, queda destruido el sujeto de los gobiernos, que son los ciudadanos libres y sumisos: los filósofos antiguos pensaron en ser admirados y no en hacer felices a sus semejantes, ni en ilustrar sus entendimientos, y los modernos tratan de cegarlos, con que crece por ellos la necesidad de la revelación: la filosofía carece de fuerza para impulsar a la virtud, y, aunque la tuviera, no sería bastante: más verdades sabemos por creer en Jesucristo que por comprender a los filósofos de todos los tiempos: la filosofía, por su abuso, ha servido a la razón como un vidrio ustorio, y la fe le sirve de telescopio: los que niegan a Dios se declaran inmediatamente por enemigos de todos los gobiernos: al ateísmo en el universo corresponde la anarquía en cada uno de los estados: la religión reformada ha sido obra de los príncipes y gobiernos, y funesta a unos y otros; sus sectarios destruyen la autoridad del derecho y de todas las leyes, y aplauden el tiranicidio y regicidio, cuya doctrina es más funesta para el pueblo que el mal que le puede causar un tirano: la religión cristiana perfecciona cada uno de los gobiernos: da preferencia el Evangelio al que se encuentra establecido, y conviene más a su espíritu el templado y suave. Por el monárquico se declara Ceballos; pero no sin reconocer que la religión se promete a cualquiera forma; y concluye rechazando los dichos de los filósofos contra el engrandecimiento de España y la legitimidad de su dominación en América; juzgando imposible la monarquía universal a todas las fuerzas humanas, y pareciéndole empresa fácil a la virtud de la religión, porque si todo el universo tuviera las mismas creencias, las mismas esperanzas, los mismos temores, podría estar regido por un solo monarca.

Muy a los principios de su nutrida obra, y deseoso este jeronimiano andaluz de que abrazaran su causa teólogos, médicos, jurisconsultos, metafísicos, políticos, y todos los de valer y ciencia, como agraviados y turbados en sus posesiones y términos antiguos, les dijo presurosamente: Si viereis que yo me ladeo del camino, reducidme: si halláreis vacíos en mis discursos, llenadlos y suplidlos: si notáreis vicios en mis palabras, no ha sido este mi objeto, y hay tiempos y circunstancias que no sufren este cuidado... En otros escritos reina el gusto; aquí, en su conflicto, da voces la verdad. Sin embargo de esta declaración ingenua del Padre Ceballos, bien se puede afirmar que prosista más abundante, y culto, y castizo no lo tuvo la orden geronimiana, si se exceptúa el Padre Sigüenza.

A todo esto, el celebérrimo D. Jorge Juan enseñaba con el lenguaje de la ciencia lo que con el de la crítica había Feijoo aconsejado. Del Estado de la Astronomía en Europa y juicio de los fundamentos sobre que se erigieron los sistemas del mundo, para que sirva de guía al método en que debe recibirlos la nación sin riesgo de su opinión y religiosidad trata una de sus obras1144. Conózcase el espíritu de ella por sus mismas palabras: «No hay reino que no sea newtoniano, y por consiguiente copernicano; mas no por eso pretenden ofender, ni aun por imaginación, a las sagradas letras, que tanto debernos venerar. El sentido en que estas hablaron es clarísimo, y que no quisieron enseñar astronomía, sino darse solamente a entender en el pueblo. Hasta los mismos que sentenciaron a Galileo se reconocen hoy arrepentidos de haberlo hecho, y nada lo acredita tanto como la conducta de la misma Italia: por a toda ella se enseña públicamente el sistema copernicano y newtoniano; no hay religioso que no lo dé a la imprenta: los Padres Le-Seur, Jacquier y Boscowich, y aun la Academia de Bolonia, no aspiran a otra cosa. ¿Puede haber prueba más evidente de que ya no cabe en ellos ni aun la sola sospecha de herejía, que fue la condenada, y de que, lejos de ella, abrazan el sistema como único? ¿Será decente con esto obligar a nuestra nación a que, después de explicar los sistemas y la filosofía newtoniana, haya de añadir a cada fenómeno que dependa del movimiento de la tierra, pero no se crea este que es contra las sagradas letras? ¿No será ultrajar estas el pretender que se opongan a las más delicadas cuestiones de geometría y de mecánica? ¿Podrá ningún católico sabio entender esto sin escandalizarse? Y cuando no hubiera en el reino luces suficientes para comprenderlo, ¿dejaría de hacerse risible una nación que tanta ceguedad mantiene? No es posible que su Soberano, lleno de amor y de sabiduría, tal consienta: es preciso que vuelva por el honor de sus vasallos; y absolutamente necesario que se puedan explicar los sistemas sin la precisión de haberlos de refutar, pues no habiendo duda en lo expuesto, tampoco debe haberla en permitir que la ciencia se escriba sin semejantes sujeciones.» ¡Qué dignidad de tono! ¡Qué convencimiento de la verdad! ¡Qué celo por la gloria de España!

Aún contenta más ver profesadas iguales opiniones por individuos de las órdenes religiosas y en tratados de teología. Las Instituciones del mercenario Fray Agustín Cabades Magí y las del agustino Fray Facundo Sidro Villaroig, valencianos ambos, merecen grande e imparcialísima alabanza, pues retinen todas las condiciones requeridas en obras de esta clase: método, extensión proporcionada, claridad, erudición oportuna y selecta. Así arrostran las cuestiones más arduas y debatidas entonces; truenan contra lo falso; dan salvo-conducto a lo verdadero, aunque resistido por los entendimientos vulgares; dejan libre el discurso en lo no referente al dogma; y todo con lenguaje de la pura latinidad y estilo templado, accesibles a la juventud debidamente instruida en las humanidades. Otra circunstancia realza el merito de estas obras, ajustadas completamente a los deseos del Monarca y a las exhortaciones del Consejo sobre que se escribieran nuevos cursos de las diversas facultades al tenor de los adelantamientos del siglo1145: en ellas los Padres Cabades y Villaroig enseñaron a los teólogos, todavía idólatras del escolasticismo, cómo se ha de tratar la ciencia de Dios según los Padres de la Iglesia, adornándola con las galas de las ciencias humanas, mas no envolviéndola en la filosofía arábigo-aristotélica, ropaje abigarrado que la desluce. Prueba cercana de esto ofrecen los cinco tomos de teología de Fray Enrique Flórez, atestados de escolástica indigesta: los compuso antes de cumplir treinta y seis años, y es fama que en los últimos de su vida se abochornaba de haberlos escrito e impreso1146.

Utilísimo fue a las ciencias eclesiásticas el incremento que tomaron las lenguas sabias. Principalmente lo debieron las orientales al presbítero maronita D. Miguel Casiri, entre cuyos primeros discípulos se contó Campomanes. Del religioso mínimo Fray Juan Antonio Ponce aprendió griego y hebreo D. Manuel Lanz de Casafonda: este, durante años, tuvo en su casa todos los jueves y domingos tertulia, donde sólo se trataba de la propiedad y buena versión de ambas lenguas. La formaban, entre otros, D. Mariano Pizzi, D. Agustín Madan, D. Juan Domingo Cativiela, profesores de árabe, hebreo y griego en los Estudios de San Isidro, y D. José Rodríguez de Castro, que, a veinte años de edad, había felicitado a Carlos III con un poema hebreo, griego y latino, aplaudido por los más eruditos de Roma. A la sazón las versiones de la Poética de Aristóteles y de las Obras de Jenofonte, hechas por D. Alonso Ordóñez y el secretario Diego Gracián, salían a luz corregidas y perfeccionadas por D. Casimiro Flórez Canseco, sucesor de Cativiela en la cátedra de San Isidro; y Los doce libros de Marco Aurelio hallaban un intérprete aventajado en el canónigo D. Jacinto Díaz de Miranda. Fray Bernardo Zamora, carmelita calzado y catedrático de la universidad de Salamanca, escribía la Gramática griega filosófica según el sistema del Brocense; y de orden superior, después de predicar mucho en la Judea y en Damasco, publicaba Fray Francisco Cañes la Gramática arábigo-española literal y vulgar para uso de los religiosos franciscanos que iban a las misiones de Asia. También merecen elogio la Gramática latina de D. Juan Iriarte y el Diccionario castellano del Padre jesuita Esteban Terreros, con las voces de ciencias y artes y sus correspondientes en las tres lenguas francesa, latina e italiana. Entre los cultivadores de las lenguas descollaba el Padre escolapio Felipe Scio, y lo comprueban sus doctas versiones de Los seis libros de San Juan Crisóstomo sobre el sacerdocio y de la Santa Biblia. No menos inteligente Fray Manuel Risco, fundaba en las Sagradas Escrituras y Santos Padres la Profesión cristiana, según la doctrina evangélica y apostólica y los ejemplos santísimos de Nuestro Señor Jesucristo y de los primeros cristianos, obra original, metódica y de purísima doctrina.

Precisamente habían de recuperar los estudios eclesiásticos la antigua lozanía bajo un soberano del cual se dijo en la cátedra de la verdad por un instruido sacerdote: «Proveyó de excelentes obispos las iglesias de España; y cuando digo excelentes, no quiero que lo entendáis como un encarecimiento de los que se permiten en un elogio; no, señores: quiero decir prelados sabios, llenos de sólida doctrina bebida en las puras fuentes de las Santas Escrituras, de la tradición de los concilios y Padres de la Iglesia, pontífices de vida irreprensible, fieles en la dispensación de los misterios, cautos, según el Apóstol, en la imposición de las manos, sobrios, prudentes, poseídos del doble espíritu de fortaleza y de mansedumbre, pastores vigilantes apartados del siglo, que no pierden de vista sus rebaños, que los conducen por sí mismos a las aguas y pastos saludables. Estos son los prelados que le debemos, y España cuenta no pocos entre ellos que harían honor a los días más floridos del cristianismo».1147

Mucho dependía esta ventaja de atenderse en la provisión de las mitras a las dotes morales y no a las circunstancias del nacimiento. Hijo era de unos infelices pescadores de Villanueva y Geltrú Fray Francisco Armañá, que, después de ocupar los primeros puestos en la orden agustiniana y de trabajar afanosamente por la mejora de sus escuelas hasta con peligro de su buen nombre1148, se ciñó la mitra de Lugo, y posteriormente la arzobispal de Tarragona: antes de cubrirse Fray Alonso Cano con la de Segorbe hizo gala de sus ideas reformadoras como aprobador del Fray Gerundio y como provincial de trinitarios: evitando caer de estudiante en la corrupción escolástica de su tiempo, ganó el crédito a que debió la mitra de Burgos D. José Ramírez de Arellano: la protección dispensada a D. Juan Meléndez Valdés engrandece la memoria de D. Alonso Llanes y Arguelles, que pasó del obispado de Segovia al arzobispado de Sevilla. ¿Qué reputación literaria faltaba a D. José Climent y a D. Felipe Beltrán, valencianos de eminentes virtudes, cuando subieron a las sillas de Barcelona y Salamanca? En las diócesis de Méjico y Toledo, de Zamora y Granada, de Guadix y Santiago fueron igualmente ilustres D. Francisco Antonio Lorenzana, don Antonio Jorge y Galván y D. Alejandro Bocanegra y Jibaja. Los contemporáneos admiraron en estos y los demás prelados españoles la viva caridad, a la cual venían escasas las pingues rentas, no mermadas por el regalo de sus personas; la ciencia adquirida en los más ricos depósitos de la Iglesia; el anhelo por difundirla, y con ella la piedad y el patriotismo, para formar a un mismo tiempo buenos católicos y recomendables ciudadanos.

Sobre el testimonio de nuestros abuelos, quédanos para legitimar la reverencia que tributaron a aquellos varones apostólicos el de muchos sermones con que enfervorizaron a los fieles, y el de no pocas pastorales en que se expresaron algunos de ellos con el lenguaje de los Ávilas y Granadas. Las hay dirigidas a procurar a la viña mística útiles operarios, ya recomendando el Cuestionario del arzobispo Fabián y Fuero, ya sobre academias morales; o explicando a los párrocos sus sagradas obligaciones; o moviendo a los que no tenían cura de almas a vencer la preocupación injuriosa al estado eclesiástico de que llenaban sus deberes con decir misa. Las hay encaminadas a fortalecer a las monjas en la observancia de sus votos; a reprenderlas por las falsas doctrinas de sus claustros; a apartarlas del peligro de calificar de profecías sus imaginaciones. Las hay disponiendo a los fieles a recibir el Sacramento de la Confirmación; instruyéndoles místicamente sobre el carácter de la verdadera penitencia, o sobre la manera de socorrer con discreción a los menesterosos. No hay punto de doctrina olvidado en estos documentos irrebatibles de la sabiduría, piedad, justicia, elevación, prudencia y mansedumbre de tan memorables prelados.

Entre varias pastorales famosas, una de Fray Francisco Armañá, en que se muestra la infalible verdad de la religión cristiana y se promueve la debida instrucción en su doctrina, reúne todos los requisitos de obra maestra. También es muy notable la del arzobispo de Santiago D. Alejandro Bocanegra y Jibaja, señalando la saludable medicina contra las dolencias del siglo, y refutando enérgicamente las doctrinas que Voltaire y Roussean divulgaban por todo el mundo1149.

Ya se expresó en lugar oportuno que varios arzobispos y obispos anunciaron que ni el extrañamiento ni la extinción del instituto de San Ignacio redundarían en menoscabo de la enseñanza. Fray Gabriel Ferrándiz, ilustrado y virtuoso dominico de Valencia, nacido en 1701, muerto en 1783, y a quien afligía hasta el extremo cuanto fomentaba la ignorancia, dijo, variamente impresionado a la mitad y al fin de su vida: Si yo supiera que los memoriales escritos con sangre de mis venas fueran remedio eficaz de este grave mal, sería poco abrirme el pecho, sacarme el corazón y machacarlo para hacer tinta, pues es talla necesidad de enseñanza en esta monarquía, que no hay comparación ni lengua para explicarla... He logrado del Señor no morir sin ver establecidas casas de enseñanza1150. Donde quiera que se vuelvan los ojos resalta la exactitud de lo que los prelados y el Padre Ferrándiz declararon acordes; y para contradecirlos habría que negar lo evidente; que en España, mientras reinó Carlos III, se enriquecieron todos los conocimientos humanos imponderablemente más que desde la fundación del Colegio Imperial hasta el extrañamiento de los jesuitas; dado que haya parangón posible entre la vela que se apaga y la antorcha que resplandece.

De la época del fiscal general D. Melchor Rafael de Macanaz datan los conatos y esfuerzos para reformar la jurisprudencia española. Por un auto acordado de 1713 previno el Consejo que las Chancillerías y Audiencias sustanciaran toda especie de causas y pleitos con sujeción a nuestras leyes: sobre los medios de perfeccionar su estudio pidió informes al mismo tiempo a las tres universidades mayores; y por otro auto de 1741 quiso promover la enseñanza del derecho español en todas. Ya era el año 1752 cuando el celoso marqués de la Ensenada se lamentaba de que el Código, Digesto y Volumen fueran los únicos textos de las escuelas; de que se ignorara el derecho público, base de todas las leyes, y de que el derecho canónico no se fundara en la disciplina eclesiástica antigua y en los concilios generales, con grave perjuicio del Estado y la Real Hacienda.

Nada nuevo mandaba el Consejo, ni pretendía el gran ministro. Varios soberanos, desde Alonso XI hasta Felipe III, ordenaron reiteradamente la observancia íntegra de las leyes de España en la determinación de los litigios, y que se acudiera a la autoridad regia para resolver cualquiera duda: fallarlos por el derecho romano se vedaba, tanto en el Fuero Juzgo como en las Leyes de Partida; y, al decir de sus comentadores Alonso de Villadiego y Gregorio López, la prohibición fue bajo pena de muerte; pero el abuso de guiarse por doctrinas de autores y libros extranjeros traía el origen del mal método de enseñanza, y las universidades ensordecían o se alborotaban en excitándolas a dejar la rutina. Jactanciosas propalaban que, gracias al sistema vigente, salían de su seno abogados expertos para defender causas; doctores para disputar cuestiones que habilitaban los genios de los alumnos; maestros para enseñar reglas y principios prácticos con que, sin vacilar los discursos, se solidaban, los entendimientos en lo cierto. No obstante, mientras así ponderaban sus glorias, dedicaban todo el calor a conciliar los textos civiles más contrarios: por mayor jurisconsulto ensalzaban al que, a fuerza de ingenio o de la casualidad, se distinguía e n este género de antinomias: todo se cuestionaba, y el caso más sencillo se metía en disputa: aun las leyes más repugnantes se atraían a cualquiera partido: fundándose la práctica de los tribunales en la legislación española, y no explicándola a nadie, jueces y abogados entraban a ejercer su ministerio casi a ciegas y en la necesidad de instruirse confusamente y según ocurrían los casos; y hombre hubo, tan capaz como ingenuo, que, después de aprender lo que se llamaba derecho civil y canónico, y de enseñarlo, y de muchos años de práctica forense, declaró su ignorancia en las materias más principales de administración de justicia, y señaladamente en las de gobierno1151.

Encontrando Carlos III los mismos tropiezos para remediar tales daños, lo que no pudo conseguir en los primeros planes de estudios intentólo en los posteriores. Con introducir la enseñanza del derecho patrio; hacer obligatoria la asignatura de derecho natural y de gentes; adjudicar un premio anual de trescientos ducados vitalicios al mejor alumno, y erigir academias donde se debatían altas cuestiones, echó las semillas de la reforma de la jurisprudencia. Merced a las tareas de doctas plumas, alentadas por su afán de progreso, y a los asuntos legislativos iniciados por su mente ilustrada o resueltos por su justificación eminente, comenzó a recoger buenos frutos.

D. Juan Francisco de Castro imprimía sus Discursos críticos sobre las leyes con muy juiciosas reflexiones acerca del derecho general y el de Roma; del canónico y patrio; de la interpretación de las leyes; causas y confusión de las opiniones e incertidumbre de ellas; comprobantes de todo; origen y progresos de los mayorazgos; su establecimiento en España; sus perjuicios a la agricultura, industria y comercio, y ventajas de la igualdad en el repartimiento de las tierras. Don Alonso María de Acebedo, muerto en edad temprana, daba la Idea de un nuevo cuerpo legal, donde, guardándose la misma división que en las Partidas, y con claridad, buen estilo y supresión de las leyes superfluas o caídas en desuso, se recopilaran las precisas y practicadas, y se insertaran las de las regalías de la Corona, cuya omisión había producido disturbios; las principales del derecho de gentes; los Breves pontificios relativos a España; sus privilegios, cánones y reglas para decidir competencias y dudas; los tratados de paz vigentes; las últimas ordenanzas de comercio, y las diferencias y variaciones de la legislación española en las provincias. D. Miguel de Manuel se ocupaba en la Historia de la legislación civil de España, y, juntamente con D. Ignacio de Asso, añadía a los libros de texto las Instituciones del derecho civil de Castilla, obra recibida con aceptación suma, pues, aparte de lo que instruye sobre los progresos de la legislación española, sus definiciones están copiadas de las leyes, y según el espíritu de ellas se establecen los principios y se deducen las proposiciones. D. Andrés Cornejo, después de acopiar sin número de materiales y de estudiarlos prolijamente, formaba el Diccionario histórico y forense del Derecho Real de España. D. Joaquín Marín y Mendoza, probando sus conocimientos sobre la asignatura de la cátedra que ganó a oposición en los Estudios de San Isidro, presentaba al público la Historia del derecho natural y de gentes, comprensiva del origen y progresos de esta ciencia, nueva en cuanto al método; de la censura de los vicios de varios que trataron de ella; de los medios para conocerlos autores sospechosos, y de los católicos que les impugnaron con más fuerza. A la par reimprimía el Heineccio, no sin anotarle cuerdamente para evitar el escándalo de algunas máximas contrarias a la religión y al derecho patrio. D. Bernardo Joaquín Danvila corregía de Real orden el Arnoldo Vinio, quitando los lugares inútiles y sustituyendo los concordantes de nuestro derecho en la reimpresión de Monfort de Valencia: D. Juan Sala, afamado profesor de leyes en aquella escuela universitaria, y cuya Ilustración del derecho Real de España ha sido hasta nuestros días el único libro de texto de esta asignatura en todas nuestras universidades, daba a luz el Vinio castigado, trabajo de igual naturaleza y hecho de voluntad propia: D. Francisco Javier Soler agregaba el de las Observaciones sobre las ediciones de los Comentarios de Arnoldo Vinio, a fin de exponer las equivocaciones de Danvila y Sala en citar algunas leyes españolas como concordantes del Derecho Romano, y los lugares en que faltaban adiciones, y los que las tenían diminutas, con lo que la materia se dilucidaba del todo. D. Jaime Rubio trasladaba al castellano la Ciencia de la legislación de Filangieri.

Lo trabajado en aquellos días sobre la reforma del Código criminal merece atención grave. Felipe V impuso pena de muerte por Real pragmática de 1734 a los que robaran en la corte y su radio de cinco leguas; pero modificóla por otra de 1745, a instancias del Consejo, y fió a la Sala de alcaldes la regulación y castigo de los hurtos simples. Repitiéndose estos, la renovó Carlos III en 1764, y aunque ya muy suavizada, opuso a su práctica el mismo Consejo muchas y sólidas razones, y quedó otra vez en suspenso. Años adelante, el de 1776, D. Manuel de Roda mandó de Real orden al gobernador de aquel cuerpo ilustre que, informándose de la práctica seguida por la Sala de alcaldes respecto de los hurtos, eligiera ministros que bajo su presidencia arreglaran con la mayor justificación las penas proporcionadas a tales delitos, según la gravedad y malicia de ellos y demás circunstancias que debieran aumentar o disminuir el castigo. «Para que sea más útil y sirva de mayor escarmiento (decía), quiere S. M. se considere si la pena capital, que se va ya desterrando en algunos países cultos, se pudiera conmutar en otro castigo de duración, para que fuese más permanente el ejemplo que contenga a los demás, y sirva de corrección y enmienda a los mismos reos y de utilidad y beneficio al público, según los trabajos a que se les aplique.» No es menos conceptuoso el párrafo siguiente: «Asimismo quiere S. M. se trate y reflexione sobre el uso de la cuestión del tormento, que no se ha admitido en algunas naciones bien gobernadas, y ha sido modernamente disputado por muchos sabios autores, por ser prueba muy falible, dudarse de su justificación, y manifestar la experiencia con frecuentes ejemplares pasarlo sin confesar sus delitos los reos más atroces, y no haberlo podido sufrir muchos inocentes, declarando los delitos que no habían cometido.» Estas y otras prevenciones se encaminaban a la formación de un código criminal, en que se recopilarán todas las leyes, omitiendo las que no estuvieran en uso, y evitando la perplejidad que las mismas leyes producían por su contrariedad, oscuridad o variación de costumbres, según la diferencia de tiempos.

En observancia de la Real orden dispuso el Consejo que D. Manuel Lardizábal y Uribe hiciera un extracto de las leyes penales de la Recopilación y los concordantes de los demás cuerpos legislativos españoles: lo hizo, y pasó a la Sala de alcaldes para su enmienda, adicionamiento y suavidad o agravación de las penas al tenor de los casos: ejecutado así por la Sala, principiaron a examinar el proyecto los consejeros D. Fernando Velasco, D. Blas de Hinojosa y D. Miguel de Mendinueta; y cuando murió Carlos III, todo auguraba que la promulgación del código criminal pendía de poco. Sobremanera había ilustrado también Lardizábal estos especiales trabajos con su doctísimo Discurso sobre las penas contraídas a las leyes criminales de España para facilitar su reforma. Allí bosquejó la historia de la legislación criminal de mano maestra; determinó la índole de las penas, su origen, sus cualidades para que sean provechosas y convenientes; y dedujo su objeto, su verdadera medida, sus diferentes clases y las que se pueden usar con utilidad del Estado, impugnando briosamente la cuestión del tormento para la indagación de los delitos.

Ya D. Alonso María de Acebedo había tratado muy de propósito el asunto, creyendo, no sólo que los que no confesaran en el tormento debían ser absueltos y restituidos en su buena fama y honores, sino que toda especie de tortura es contraria a los principales derechos de la naturaleza y a los más solemnes pactos de la sociedad, y que tampoco se podía aprobar en los tribunales eclesiásticos ni aun para la averiguación de los delitos de herejía1152. Con la misma libertad condenaban todos los abogados de algún valer aquella práctica inhumana: en 1785 iba para ocho años que la Sala de Alcaldes, primer tribunal criminal de la nación, no hacía sufrir a nadie el tormento, aunque el fiscal lo demandaba algunas veces por razón de su oficio; y coetáneo hubo que estampara en letras de molde estas palabras consoladoras: Se cree con mucho fundamento que se abolirá por ley expresa1153.

Cierto canónigo de Sevilla, D. Pedro de Castro, fue el solo apologista público del tormento por los años de 1778: cinco más tarde no se le permitía dar a luz una Carta satisfactoria contra Lardizábal y Uribe; y para que en 1786 circulara otra dirigida a El Censor sobre el propio tema, la hubo de imprimir subrepticiamente. Nadie se dignaba responder al canónigo desacordado; pero debía ser testarudo, y se convirtió el silencio en sustancia: era desprecio, y cantólo como victoria.

Casos particulares produjeron o prepararon resoluciones de trascendencia. En 1762 murió sin testar la madre del marqués del Viso, y acto continuo un teniente de villa dio principio a las diligencias para formar el inventario, de resultas de la práctica viciosa de entremeterse la justicia Real o eclesiástica en los abintestatos, con pretexto de liquidar el quinto de los bienes y aplicarlo al alma del difunto. D. Manuel Lanz de Casafonda, curador ad litem del marqués, representó los perjuicios así ocasionados, sólo por la mala inteligencia de una ley del reino, en su Memorial dirigido al Rey nuestro Señor sobre los abusos de los abintestatos. Desde la corte pontificia le felicitó D. Manuel de Roda por haber emprendido una obra popular y digna de que los fiscales del Consejo la apoyaran en el sentido de extirpar de raíz lo que denunciaba justamente. Si esto no se remedia (escribía) será prueba de nuestra desgracia en todo1154. Al año de venir este gran jurisconsulto de ministro empezaba a regir la pragmática de 2 de febrero de 1766, previniendo que los bienes de los que murieran sin testar se entregaran absolutamente íntegros a sus herederos, los cuales harían el entierro y demás sufragios que se acostumbraran en el país, y según la calidad y circunstancias del difunto, sobre que les encargaba el Soberano las conciencias.

Famosísima es la Representación contra el pretendido Voto de Santiago, elevada al Rey por el duque de Arcos y escrita por D. Antonio Robles Vives, después consejero de Hacienda. Año de 1204 era cuando aparecieron la primera vez copias de un privilegio, que se decía otorgado por el monarca victorioso en Clavijo. Referíase allí la batalla, y que, atribuyendo el triunfo a Santiago, D. Ramiro I y grandes y pueblo de consuno acordaron manifestársele agradecidos perpetuamente, dando todos los años ciertas medidas de grano y de vino por cada yunta para la manutención de los canónigos de la catedral donde se veneraba su Santo cuerpo. Tres siglos pasaron sin que el privilegio se efectuara, aun confirmándolo algunos reyes, hasta que los Católicos lo renovaron luego de tomar a Granada. Su Chancillería condenó desde 1513 y por varias sentencias a los pueblos que reclamaron en contra: pero los de acá del Tajo opusieron al privilegio la excepción de falsedad ante la Chancillería de Valladolid, y tan a las claras, que, por sentencia de 1592, les absolvió del pago del voto. Con presentar los canónigos de Santiago la ejecutoria obtenida en Granada pudieron hacer que a los veinte años les fuera favorable la Chancillería de Valladolid en su sentencia de revista. Mas los contrarios suplicaron al monarca, y, visto su recurso, por sentencia de 1628 revocó el Consejo la última de Valladolid e impuso perpetuo silencio a los canónigos de Santiago. Estos, del Tajo allá, limitáronse a pedir el voto por manera de limosna, bien que, andando los días, reclamáronlo nuevamente como exacción hasta a los pueblos de Castilla, y ganaron ejecutorias con el artificio de no mencionar la del Consejo. Lugares había en que importaba el voto más que todas las contribuciones Reales juntas: varios de los oprimidos con tal carga pertenecían al duque de Arcos, y para clamar contra la injusticia se valió el magnate de la pluma de Robles Vives.

Manejóla este con desenfado, solidez y entereza, probando la falsedad del voto por el anacronismo de su fecha y por las fábulas sobre que la donación particular estribaba, como el infame tributo de cien doncellas y la aparición de Santiago, de la cual no hay memoria en los autores ni en los privilegios, bulas, historias, lápidas, medallas, escrituras y demás instrumentos del tiempo: rebatiendo incontestablemente los argumentos de los adversarios, por ser ineficaces los que traen el origen de las confirmaciones de reyes posteriores, bulas, ejecutorias y rezo de la Aparición del Santo; y haciendo patente a la postre que, aun cuando el privilegio fuera cierto, se resentiría de injusto.

Donde alude a las pinturas que representan al Apóstol batallando contra los moros, habla este elocuentísimo lenguaje: «Cuando el interés y la libertad hicieron su irrupción en los espíritus débiles, nacieron ciertas representaciones quiméricas con que los pintores y otros artífices, hechos a obedecer las ideas de aquellos cuyo favor han menester, propagaron en piedras, tablas y planchas los errores que les sugerían. Dejando aparte las fábulas de los paganos, que ejecutaron las manos de los hombres más grandes de Grecia y Roma, en los siglos cristianos se ven otros monstruos perpetuados por los pintores y poetas, cuya suerte es igual en este punto, como decía el grande Horacio. De aquí vino una araña de San Jorge; un San Pedro con tiara, báculo y guantes; unos ángeles como muchachos con alas; un duelo de San Miguel contra Satanás, en que se ve el vencedor con morrión y cota, y el vencido con astas en la frente, cola de sierpe y empuñando el tridente de Neptuno. Desemejante calor de imaginativa nació el retrato de la Fama, el de los Vientos, el de los Sentidos, el de las Estaciones y el de otro millón de cosas, cuyo bulto nos han ofrecido los artífices por meras alegorías; como asimismo nos ofrecen un San Cristóbal gigante; un Júpiter por Jesucristo, como lo figuró Micael Ángel, y un Santiago a caballo, como han inventado los compostelanos.»

Haciendo ver la prescripción legal del privilegio, aunque hubiera existido el voto, pues tanto el prelado como el cabildo de Santiago declaraban que en ocho siglos no cobraron semejante tributo, y destruyendo el argumento que alegaban en contra de prescripción tan evidente los que la supusieron excluida por una Bula de Celestino III, dijo Robles Vives con no menos enérgico tono: «Pero, ¿cuándo, Señor, los Papas han dado leyes a España fuera de los puntos de creencia y de dogma? Las leyes que reglan el dominio y posesión de las cosas y la potestad de señalar los límites entre lo tuyo y lo mío sólo pueden derivarse del Imperio, no del Sacerdocio. La preocupación de los siglos de la restauración hizo respetable una Bula sacada sin duda con engaños, contra la intención del Papa. ¿Qué admiración puede causar esta Bula al ver las de Alejandro III, Gregorio IX y Clemente V, para que sólo en Santiago se labrasen las conchas o veneras de plata, bronce, estaño y plomo de que usaban los peregrinos, mandando a su arzobispo excomulgase a los que las comprasen de fuera, por estar Su Santidad informado de que algunas personas las hacían en otras partes con poco temor de Dios? Quien tiene arte para obtener bulas semejantes, ¿qué mucho la tuviese para obtener la de Celestino III contra la prescripción en que tanto se interesaba?».1155

Lo menos importante es que la demanda se resolviera como pretendía el duque de Arcos en la representación de Robles Vives; lo verdaderamente sustancial consiste en la gravedad y pureza de sus doctrinas, en que sin estorbo de la Inquisición corrieron impresas, y en que de resultas vino virtualmente a descrédito y ruina el famoso Voto de Santiago, no abolido, a pesar de todo, hasta dos tercios de siglo más tarde. ¡Tanto se arraigan los abusos que a la sombra de la piedad logran vida!

De lo que se profundizaba la jurisprudencia bajo sus diferentes aspectos contienen pruebas muy luminosas las tareas por siempre insignes de los fiscales del Consejo. Campomanes, en el Tratado de la regalía de Amortización, y Mohino, en la Carta apologética de este magno libro, suponiéndola dirigida a un docto religioso; ambos en el Expediente a que dio lugar el obispo de Cuenca; en el Juicio imparcial sobre el Monitorio contra Parma; en las alegaciones sobre ganaderos trashumantes, patronato en los bienes ocupados a los jesuitas y otras regalías de la Corona, sostuvieron buenos principios, elevaron las cuestiones a grande altura, pugnaron sin tregua por extinguir vicios y abusos introducidos en el Derecho, y restablecieron al cabo respecto de asuntos de primera magnitud, el espíritu y letra de antiguas leyes españolas.

Uno de los puntos que se ventilaron asiduamente por aquel tiempo fue el de la reversión a la Corona de lo enajenado de ella en épocas de fatal memoria. Al ocupar el trono la dinastía de los Borbones, se habían ya adoptado disposiciones con este objeto, aunque ineficaces de todo punto, pues contándose por centenares de miles tales enajenaciones, para la reversión de cada una de ellas había que entablar una demanda y que seguir un pleito. Felipe V y Fernando VI siguieron igual camino con no mejor fruto para el recobro de las alcabalas, tercias, juros y oficios de que se hallaba desposeída la Corona. Por fin D. Francisco Carrasco y D. Antonio de Albalá, fiscales del Consejo de Hacienda, discurrieron el modo de avanzar con la rapidez que requería tan urgente negocio. En representación elevada al Monarca el 4 de marzo de 1772 le pidieron que decretara el desempeño e incorporación de los derechos y oficios redituables, sin permitir que antes ni después se moviese pleito ni contestación alguna, invocando el derecho eminente de la Corona para acordar la reversión de las alhajas enajenadas, no sin satisfacer los precios primitivos de egresión a sus actuales poseedores. Como el Consejo de Castilla era alma de la administración española, quiso el Rey oírle sobre la materia; y duele decir que esta vez no correspondió tan insigne cuerpo a lo que se debía esperar de sus antecedentes y luces. «No vio en este asunto (dice un escritor muy aventajado) más que un sencillísimo pleito entre particulares; púsose a discurrir sobre el pacto de retrovendendo; no lo encontró expreso y terminante en las cédulas de egresión; manifestó la conveniencia de que fuese estable y sagrada la palabra de los reyes, consignada en aquellos documentos, como si no debiera serlo antes la que pronunciaron ante el reino reunido en Cortes, puesta la mano sobre los Santos Evangelios, y al cabo de más de seis años de meditación indicó a S. M. que no acordase la reversión de los oficios enajenados».1156 No satisfecho Carlos III de la consulta, sometióla a examen de su confesor Fray Joaquín Eleta, y, para que todo fuera singular en tan magno asunto, el religioso que, alarmando la conciencia del Soberano, alcanzó que se suspendiera la Pragmática del Exequátur o pase de las Bulas, Breves y rescriptos de Roma, y procuró hacerle desistir de la reforma de los seis colegios mayores, mostróse ahora buen político y muy al alcance de la cuestión pendiente. Un argumento usó irrebatible para poner de manifiesto los vicios de las enajenaciones y sustentar el dictamen de los dos fiscales de Hacienda, expresando que del cotejo entre el precio de la alhaja comprada y el producto de sus intereses resultaba en muchas o casi en todas un exceso notable de los réditos sobre el capital de su coste, y a esto atribuyó fundadamente las desmesuradas ganancias de los compradores y asentistas, con sumo perjuicio de la Corona y de todos los interesados en su lustre. Por último, sostuvo que el Rey, sin gravar su conciencia, podía acordar la reversión de lo enajenado, en los ramos que clamaban por volver a su centro, indemnizando a los dueños particulares. Así y todo no se determinó el Monarca a providenciar en este sentido, y la reversión prosiguió con poca menos lentitud que antes; pero la materia se puso en claro hasta el punto de no ser precisa gran perspicacia para concebir que no muy tarde prevalecerían en la práctica las buenas doctrinas, a la manera que en el debate sostenido por tantos años1157.

Algunos después de establecerse la escala de entrada, ascenso y término para corregidores, debiendo servir los elegidos un sexenio en cada clase, publicóse la Instrucción a cuyo texto se debían atener en el ejercicio de sus cargos, y notabilísima a todas luces1158. Se les encargaba el mantenimiento de la paz en los pueblos de su distrito y la vigilancia para que procedieran con imparcialidad las justicias; el breve despacho de los negocios; el corte de litigios con transacciones amistosas; la actividad en las probanzas, no admitiendo las superfluas ni omitiendo las indispensables y justas; la obligación de tomar personalmente las declaraciones de los testigos en las causas graves, y en todas cuando no supieran firmar aquellos, y siempre las de los delincuentes, advirtiéndose que dentro de las veinte y cuatro horas de estar en prisión cualquier reo se le había de tomar su declaración sin falta alguna, por no ser justo privar de su libertad a un hombre libre sin que supiera desde luego la causa por qué se le quitaba. No harían pesquisa ni prenderían a nadie por injurias de palabras livianas entre cualesquiera vecinos, si no interviniere arma ni efusión de sangre, por convenir así a la quietud de los pueblos y evitar disensiones, enemistades y gastos, con detrimento de las familias: siendo las cárceles solo para custodiar a los presos, cuidarían de su buen trato, porque se resentía de injusto el castigar a ningún ciudadano antes de que se le probara el delito, así como no debían ser fáciles en decretar autos de prisión por causas que no fueran graves y en que no se temiera la fuga u ocultación del reo, pues las cárceles producían indispensablemente incomodidades y también nota a los detenidos en ellas. Por siempre quedarían inhabilitados para servir empleo alguno los que admitieran dones o regalos, obligándoles a entregar el cuádruplo de lo recibido, y de igual modo si se dejaban cohechar por sus familiares y dependientes. Para administrar justicia con toda libertad y entereza no podrían comprar por sí, ni por interpósitas personas, heredades ni otras posesiones, ni tener trato, comercio o granjería, ni llevar ganados a los términos de los lugares de su corregimiento. Con el fin de aliviar de vejámenes a los pueblos y a los particulares, se les prevenía cometer a las justicias ordinarias el cobro de maravedises, y no a ejecutores por cuenta de las partes; excusar por punto general el envío de verederos para la ejecución de diferentes órdenes en los lugares; estar a la mira, si a algunos de ellos se despacharen residencias, para que los jueces encargados observaran sus instrucciones, no ocuparan más tiempo del necesario, ni cobraran excesivos derechos; atenderá que no se suministraran víveres, bagajes ni alojamientos a persona alguna de un lugar a otro, aunque fuera oficial o jefe del ejército o la marina, a no ir con cuerpo o partida en comisión del Real servicio; velar sobre la conducta de los escribanos para que no suscitaran pleitos ni criminalidades, y se arreglaran en la percepción de sus derechos a los aranceles, que deberían estar expuestos donde el público los viera; informar con integridad y rectitud, así de la aptitud y pericia como de la honradez, buena fama, vida y costumbres de los que solicitaran ser escribanos.

A la par se mandaba a los corregidores castigar los pecados públicos y escándalos y juegos prohibidos, y abstenerse de tomar conocimiento de oficio en asuntos de disensiones domésticas interiores. Muy especialmente se les imponía la observancia de las providencias relativas a no consentir que los jueces eclesiásticos usurparan la jurisdicción de la Corona, ni que bajo pretexto alguno se admitieran bulas ni otros despachos de la corte romana sin el pase del Consejo, ni que se publicara la bula de la Cena, reclamada repetidas veces y nunca admitida en España, ni que los jueces eclesiásticos se excedieran de los aranceles aprobados por el Consejo, ni que los religiosos vivieran fuera de clausura. Igual eficacia habrían de comunicar a lo prescripto sobre extinción de vagos y ociosos, sobre gitanos, sobre excesos en gastos de cofradías, ajenas del culto, sobre observancia de los estatutos y buena inversión de las rentas de hospitales, casas de Misericordia y otras cualesquiera obras pías, sobre no permitir que los que pidieran limosna llevaran muchachos ni muchachas, y recogerlos, aun cuando fueran hijos suyos, para educarlos. Cargo de los corregidores sería también inspeccionar las escuelas, para que los maestros enseñaran esmeradamente a los niños las primeras letras y costumbres, inspirándoles con su doctrina y ejemplo buenas máximas políticas y morales; y no tolerar que se aumentaran los estudios de gramática latina, causa de que se apartaran muchas gentes de la labranza, artes y oficios. Al prescribirles que sólo visitaran los pueblos de su jurisdicción una vez durante su empleo y sin más dietas que las de cuatro ducados al día, se les encomendaba especialmente el examen ocular de los términos de los lugares, aclarando así los confundidos por malicia o incuria, y el informe exacto de cómo se administraba justicia, y de si había personas poderosas que hicieran agravio o causaran vejaciones a los pobres.

No es menos interesante que lo apuntado sobre el buen régimen de los pueblos cuanto se refiere en esta Instrucción, justamente famosa, a las mejoras materiales. Personalmente, o por relaciones de sujetos prácticos y entendidos, se habían de enterar los corregidores de la calidad y temperamento de las tierras; de los bosques, dehesas y montes; de los ríos que fuese posible comunicar, engrosar y hacer navegables; a qué costa y qué utilidades resultarían de ejecutarlo; dónde convendría abrir nuevas acequias, y fábricas, o molinos, o batanes; en qué estado se hallaban los puentes, y cuáles se debían reparar o construir de nueva planta; qué caminos habría que mejorar y acortar para evitar rodeos; en qué parajes se hallaban maderas útiles para la construcción de navíos; qué puertos sería bueno ensanchar, limpiar, asegurar o formar de nuevo. En los pueblos capaces y a propósito promoverían el establecimiento de fábricas de paños, papel, ropas, vidrio, jabón, lienzo, cría de seda y las demás artes y oficios, aplicando toda su atención a este objeto y a reparar, si era posible, aun a costa de los caudales públicos, la industria que hubiere sufrido deterioro o ruina. Igualmente fomentarían la cría y trato del ganado lanar y vacuno, a proporción de los pastos, y animando a los labradores a empezar con pequeños rebaños, que sirvieran para calentar la tierra de siembra, darla vigor y sustancia y aumentar los frutos. Con todas las aguas aprovechables fertilizarían los campos, sangrando los ríos por las partes más convenientes, sin perjuicio de su curso y de los distritos inferiores, y procurando descubrir las subterráneas, tanto para molinos y batanes como para laborear la piedra y madera a menos coste. Se dedicarían al aumento de plantíos y conservación de montes para la fábrica de navíos, ornato y hermosura de las poblaciones, y abasto de carbón y de leña; a favorecer la cría de caballos, y a evitar que se introdujeran en los caminos públicos los labradores u otras personas, y que su tránsito se estorbara o fuera inseguro. Si hubiese en su jurisdicción algún despoblado capaz de recibir nuevos vecinos propondrían los medios oportunos de que se efectuara: a los labradores les guardarían sus privilegios, y no desperdiciarían manera de proteger la agricultura: celosos habían de ser en el cumplimiento de las ordenanzas de caza y pesca y en todo lo relativo a policía urbana, de suerte que, al hacer obras y casas nuevas o derribo de las antiguas, quedasen más anchas y rectas las calles y con la posible amplitud las plazuelas, y que las entradas y salidas de las poblaciones se mantuvieran en buen estado, y se conservaran las arboledas de las cercanías para diversión de los habitantes, y se plantaran donde no las hubiese y se hallase adecuado terreno. Su vigilancia sería continua para impedir fraudes en pesos y medidas y calidad de los comestibles, y que los regidores exigieran a los traginantes indebidos derechos de posturas, licencias o de cualquiera clase; para que el estado de los pósitos fuera floreciente; para que no se eximieran de contribuciones los que debían pagarlas, y se reformaran en alivio del vecindario los exentos de cargas concejiles que fuera dable; para que no se falsificara o cercenara la moneda; para que se observaran puntualmente el auto acordado y la Instrucción sobre la elección de diputados y personeros del común, sus preeminencias y honores; para que se manejaran con exactitud y pureza los propios y arbitrios. Ademas examinarían atentamente lo consignado en las leyes patrias, tanto para la recta administración de justicia como para el buen gobierno político y económico de los pueblos, con todo lo que pudiere conducir a su mayor beneficio, a fin de practicarlo y hacerlo ejecutar en lo que a esta Instrucción no fuere contrario.

Pasado el sexenio, o en el caso de ser promovidos, no estarían obligados los corregidores a dejar las varas hasta que llegaran los nombrados de nuevo, y entonces les habrían de entregar una relación jurada y firmada, donde expresaran distintamente las obras públicas de calzadas, puentes, caminos, empedrados, plantíos u otras que hubieren hecho, concluido o comenzado en su tiempo, y el estado en que se hallaren las que fueren necesarias y convenientes, según su mayor necesidad o utilidad, y los medios de promoverlas; el estado de la agricultura, industria, artes, comercio y aplicación del vecindario; los estorbos o causas del atraso, decadencia o perjuicios que estuvieren padeciendo, y los arbitrios o remedios más obvios. Si se retiraran antes de llegar el que había de sucederles en el corregimiento, dejarían la relación misma, cerrada y sellada, al que regentara la jurisdicción interinamente, para que la entregara al nuevo propietario, tomando uno y otro el recibo oportuno, que los promovidos a otra vara presentarían con copia de la relación a la Cámara antes de que se les expidieran los títulos o despachos, y de estas relaciones se pasarían copias al Consejo para que hiciera el uso correspondiente de sus noticias.

¿A qué encomiar esta Instrucción de los corregidores, cuando su mérito se halla al alcance de la más vulgar inteligencia? Testimonio inequívoco era del constante anhelo del Rey por el bien común y el auge de todo lo fecundo en venturas; sazonado fruto de la sabiduría y experiencia de los que más contribuyeron a la gloria de su reinado; fuente abundante en que habían de beber sus inspiraciones los ilustres legisladores de la isla gaditana1159 y los eminentes patricios que años después formularon el Reglamento provisional para la administración de justicia y la Instrucción a los subdelegados de Fomento; tesoro apreciabilísimo todavía para cuantos desean ardientemente la quietud y la prosperidad de España.




ArribaAbajoCapítulo V

Ciencias exactas y naturales


Antigua Academia de Ciencias.-La universidad Salmantina según sus maestros.-Dónde progresaron las ciencias.-Matemáticas.-Rosell y Bails.-D. Jorge Juan y D. Antonio de Ulloa.-Hidrografía y Astronomía.-Aguirra y Toriño.-Tres astrónomos mejicanos.-Artillería y Fortificación.-Ríos y Lucuce.-Física y Química.-Historia natural.-Real Gabinete.-Bowles, Clavijo y Fajardo.-Jardín Botánico.-Barnades y Palau.-D. Casimiro Gómez Ortega.-Medicina.-Autoresvarios.-Médicos catalanes.-Inoculación de las viruelas.-Su introducción en España.-Cirugía.-Preocupación desterrada.-Gimbernat.-El Real Colegio de San Carlos.

Sumo aprecio se hacia a fines del siglo XVI de las matemáticas en la corte de España, pues daba albergue a una Academia Real, donde se instruían muchos caballeros. Con testimonio de D. Ginés Rocamora y Torrano publicólo el año 1762 don Carlos Le-Maur, uno de los extranjeros que pagaron hidalgamente el afectuoso y hasta fraternal hospedaje que hallaron entre nuestros abuelos1160. Según sus conjeturas, aquella Academia hubo de erigirse hacia los años 1580, y por consiguiente antecedió casi en un siglo a las de París y de Londres. Muy otro era el aspecto de tales ciencias cuando ascendieron los Borbones al trono, ocupado por la dinastía de Austria muy cerca de doscientos años. Lo ha descrito el renombrado doctor D. Diego de Torres gráficamente y con su característico gracejo. Oigamos sin perder palabra lo que dice, refiriéndose a la universidad Salmantina:

«Hallé en esta madre de la sabiduría a este desgraciado estudio sin reputación, sin séquito y en un abandono terrible, nacido de la culpable manía en que estaba el mayor bando de los escolares, así de esta como de las demás escuelas. Porque unos sostenían que la matemática era un cuadernillo de enredos y adivinaciones como la jerga de los gitanos, la charlatanería de los titiriteros y los deslumbramientos de los Maese Corrales; y que todos sus sistemas y axiomas no pasaban de los cubiletes, las pelotillas, las estopas y la talega con su Juan de las Viñas. Otros, menos piadosos y más presumidos, sospechaban que estas artes no se aprendían con el estudio trabajoso como las demás, sino que se recibían con los soplos, los estregones y la asistencia de los diablos... Otros, finalmente, aseguraban que no podía el matemático poner con el compás sobre sus pliegos un ángulo, un óvalo o un polígono sin untarse de antemano todas sus coyunturas con el adobo en que dicen se remojan los brujos y las hechiceras cuando pasan los campos de Cirniégola, los desiertos de Barahona y el arenal de Sevilla a recrearse con sus conciliábulos y zaramagullones. Estas corrompidas imaginaciones, casi increíbles en la doctísima fama de tan grandes teatros, me acreditó también el silencio y la desnudez de la soberbia y anciana librería de la universidad de Salamanca, pues en sus andenes y en sus rincones no vi la rebanada de un globo, el aro de una esfera, el farrapo de una carta geográfica, la zanca de un compás, la astilla de una regla, ni rastro alguno de que hubiese parado por algún tiempo en aquel salón ni en aquellos patios un pequeño ejercicio de su práctica o especulativa... En este estado estaba la universidad de Salamanca y su librería cuando yo vine a ser su maestro, que fue el año de 1726; y hoy, que estamos a últimos de junio de 1752, está del mismo modo huérfana de libros e instrumentos; y muchos de sus hopalandas todavía persuadidos a que tiene algún sabor a encantamiento o farándula esta ciencia, y nos miran los demás licenciados como a estudiantes inútiles y ruines».1161

En otro lugar dice el mismo Torres: Pedí a la universidad la sustitución de cátedra de matemáticas, que estuvo sin maestro treinta años, y sin enseñanza más de ciento cincuenta1162. Cuando quiso establecer allí en 1758 una Academia de matemáticas con algunos discípulos suyos, opúsose furibundamente al designio el trinitario Fray Manuel Bernardo de Ribera en dictamen impreso, cuya circulación fue prohibida, sin que la Academia pasara de proyecto. Diez años más tarde, estando vacante la cátedra de matemáticas, y correspondiendo la provisión a aquel claustro, tres de sus individuos, Fray Bernardo Zamora, D. Juan Martín y D. Antonio Tavira, dirigieron un expresivo memorial a Campomanes, de cuyo texto es lo siguiente: «Por más que uno de nosotros clamó representando la reforma que se esperaba, la necesidad de catedrático bien instruido y las ningunas esperanzas de lograrle por ocho ducados, que hoy tiene y tendrá mientras el propietario viva, nada bastó; se ha hecho la convocatoria por edictos; y si V. S. I. no remedia el daño inminente, solicitando con brevedad que el Consejo mande que se detengan las oposiciones, esta cátedra va a perderse del todo... Debemos añadir que la universidad no se halla en estado de poder juzgar sobre opositores a esta cátedra, porque hay pocos graduados que entiendan lo que son matemáticas, cosa que V. S. I. tendrá presente para lo que convenga... Generalmente suplicamos que, para nuestra reforma, olvide V. S. I. su natural benignidad, tratándonos con sumo rigor, pues está ya tan apoderado el mal, que se burlarla de toda suave providencia».1163

Infiérase el espectáculo que ofrecerían relativamente a estas ciencias las demás universidades españolas por el que presentaba la de Salamanca, superior a todas en la antigüedad y el renombre. Dentro de ellas no se podrían bosquejar los progresos científicos de esta clase. Lograron los maravillosos las Academias de Matemáticas de Barcelona, Orán y Ceuta, el Colegio de Guardias Marinas, la Academia de Nobles Artes de San Fernando, el Colegio de Artillería de Segovia, las Escuelas militares de Ávila y Ocaña, los Estudios de San Isidro, el Seminario de Vergara, todos establecimientos hijos del siglo. Ciencias matemáticas no había que restablecerlas; era indispensable crearlas; y se crearon en efecto, y crecieron con lozanía fuera de las universidades, donde entonces no echaron raíces o nacieron como plantas raquíticas en suelo ingrato.

D. Antonio Gregorio Rosell era catedrático de los Estudios de San Isidro. Se le deben las Instituciones Matemáticas y la Geometría de los niños. Con método selecto reúne en el primer tratado la aritmética y el álgebra, y da a conocer la conexión de una y otra con la geometría: en el segundo enseña brevemente, valiéndose de ejemplos claros, y por preguntas y respuestas, las nociones geométricas más comunes, para aficionar a los niños al estudio de las matemáticas y disponerlos a otras facultades, y particularmente al ejercicio de las artes.

Durante el año de 1779 empezó a publicar D. Pedro Gianini en cinco tomos su Curso matemático para servir de texto a los caballeros cadetes del Real Colegio de Artillería de Segovia, obra correspondiente a la alta estima que supo ganarse profesor tan aventajado.

D. Antonio Bails, director de matemáticas de la Academia de San Fernando, escribió, de orden del conde de O'Reilly, y en unión de D. Gerónimo Capmani, unos Tratados de matemáticas para las Escuelas de Cadetes de Infantería. De la disciplina militar hablaron en el prólogo, y de su necesidad, juntamente con la de la instrucción y conocimientos de la guerra; y el texto se reduce a elementos de aritmética y geometría. Solo Bails, y luciendo los buenos estudios hechos en Francia, de donde le trajo el embajador Masonés y Lima en calidad de secretario, compuso más tarde, por comisión de la Academia de Nobles Artes, sus dos conocidísimas obras, Elementos de Matemáticas y Compendio de los Elementos, aquélla en diez y ésta en tres tomos. Notables son ambas, y especialmente la primera, donde resalta la erudición matemática de español tan ilustre, así en el prólogo de cada uno de los volúmenes de que consta, como en el tino para elegir lo más selecto de lo publicado en Francia, Inglaterra, Alemania e Italia. Tomándolo de tan diferentes idiomas, lo uniformó en castellano muy castizo, y tratando, no sólo de los ramos principales de las matemáticas puras, sino de sus aplicaciones a la mecánica de sólidos y fluidos, a la óptica, a la astronomía, a la gnomónica, a la perspectiva, a la arquitectura civil y a la hidráulica, se pudo gloriar de formar antes que otro alguno cuerpo de doctrina de todas estas materias en una sola obra. Tanto fue el celo de Bails por la enseñanza, que, baldado de la parte inferior del cuerpo, paralítico de la mano derecha y ya entrado en años, aprendió a escribir con la izquierda por no interrumpir sus fecundos trabajos hasta la muerte1164.

Del Colegio de Guardias Marinas salieron los afamadísimos D. Jorge Juan y D. Antonio de Ulloa, cuyo renombre ensalzaron los mayores sabios europeos. En la famosa expedición hecha por Maupertuis y La Condamine a la América del Sur representaron muy bien a España. Vueltos de allí, publicaron las Observaciones físicas y astronómicas, donde se enumeran los progresos científicos relativamente al conocimiento de la magnitud y figura de la tierra, y la Relación histórica del viaje. De todos los focos de sabiduría de Europa les vinieron felicitaciones, que no cesaron mientras les duró la existencia, consumida en utilísimos trabajos. Después de formar juntos una Disertación histórico-geográfica acerca del meridiano de demarcación entre los dominios americanos españoles y portugueses, siguió aparte cada cuál sus tareas.

D. Jorge Juan fue a Londres para estudiar la construcción de navíos. Al regreso fomentó la ciencia sustentando en su casa una reunión semanal con el título de Asamblea amistosa literaria; siendo inmediatamente después del extrañamiento de los jesuitas primer director del Seminario de Nobles; acabando el Compendio de navegación para el uso de los caballeros Guardias Marinas, que produjo grandes utilidades en su enseñanza, y el Examen marítimo teórico-práctico, o Tratado de Mecánica aplicado a la construcción de los navíos y demás embarcaciones, considerada por sabios extranjeros como una de las obras más sublimes del siglo.

D. Antonio de Ulloa, enviado nuevamente a las posesiones ultramarinas españolas, compuso de retorno las Noticias Americanas, en que se comparan generalmente los territorios, climas y producciones vegetales, animales y minerales de aquellos países. Más adelante presentó al Ministerio una obra titulada La Marina y fuerzas navales de la Europa y del áfrica; y luego imprimió una memoria sobre el eclipse de Sol con el anillo refractario de sus rayos, observado a bordo del navío España el 24 de junio de 1778. Sus servicios fueron innumerables: dio a su patria los primeros conocimientos de electricidad y magnetismo artificial, apenas los adquirió en Londres; de la platina y sus propiedades; de los árboles de la canela de Quijos y de la resina elástica del Caucho: con el microscopio solar de reflexión hizo visible la circulación de la sangre en las colas de los pescados y otros insectos: descubrió sobre los Andes reliquias del diluvio: formó el proyecto del Canal de Castilla: promovió diferentes artes: instruyó a varios individuos en las operaciones precisas para formar los mapas geográficos de España; y suministró muchos datos para facilitar su comercio con los puertos de Indias. No hubo Academia o Sociedad científica de Europa que no abriera sus puertas a los dos grandes marinos españoles, gernelos, por decirlo así, de fama, y cuyos nombres siguen sonando juntos.

D. Manuel Marla de Aguirre, director de una de las compañías de la Escuela militar de Ocaña, ganaba reputación justa por la Indagación y reflexiones sobre la Geografía, no descriptiva y política, sino relacionada con la astronomía, historia natural y perspectiva, a la cual se deben las travesías de anchos mares, los recursos, no bastante estimados, de los mapas, y las nociones de la variedad de aspecto y figura que adquiere la superficie del globo. Tanto en la refutación de los sistemas de Ptolomeo y de Descartes, como en la explicación de las leyes astronómicas de Képlero, del uso de las latitudes, longitudes y ascensiones para la construcción de cartas y esferas celestes, y en los demás puntos de su obra, descubrió estar muy a la altura de los adelantos del tiempo.

D. Vicente Tofiño, brigadier de la Armada y director del Colegio de Guardias Marinas, dióse a conocer en el mundo científico por el Tratado de Geometría elemental y Trigonometría rectilínea, y por las Tablas de senos y tangentes, de que se repitieron las ediciones. Grandemente aficionado a la astronomía, desempeñaba en la Isla de León su magisterio por las mañanas, y luego se iba a Cádiz con su discípulo D. José Valera para pasar las noches en el Observatorio; ejercicio que practicó de voluntad propia bastantes años, y que dio por fruto varias observaciones, publicadas con grande aplauso de los hombres de ciencia. No pocos astrónomos y marinos extranjeros admiraron el estado floreciente en que tenía el Observatorio, y así lo consignó La Lande en el prólogo de su grande obra de astronomía. A mitad del año de 1783 comisionóse a Tofiño para construir el Atlas hidrográfico de toda la península y de las islas que se reconocen en los viajes a América de ida y vuelta. Le ayudaron los tenientes de navío D. Dionisio Alcalá Galiano, D. José Espinosa y Tello y D. Alejandro Belmonte, y los de fragata D. José Vargas Ponce, D. José Lanz y D. Julián Canelas. Antes de morir Carlos III dio terminados los Derroteros de las costas de España en el Mediterráneo y su correspondiente de África, y el de las costas en el Océano Atlántico y de las islas Azores o Terceras; y entre los unánimes elogios de la imprenta extranjera fue singular el de la Gaceta de Francia, donde se concluía diciendo que aquellos apreciabilísimos trabajos eran una irreplicable respuesta a la pregunta ¿Qué se debe a España?

Tres astrónomos mejicanos cultivaron a la sazón aventajadamente la ciencia, siendo circunstancia notable que se formaron por sí mismos, y vencieron con su capacidad y perseverancia la escasez de facultades y recursos. Gama imprimió diversas y preciosas memorias sobre los eclipses de los satélites de Júpiter y de la luna; sobre el almanaque y la cronología de los antiguos mejicanos; sobre el clima de Nueva-España. Velázquez y León, yendo con el visitador D. José de Gálvez a las Californias, descubrió antes que otro alguno que, por un enorme error de longitud, se situaba en todos los mapas aquella parte del continente mucho más al Oeste de lo que está: sorprendió al abate Chappe, geómetra francés, con el anuncio y la experiencia de ser allí visible el eclipse de 18 de junio de 1769: hizo exactísimamente otras muchas observaciones: ejecutó un gran trabajo de geodesia en el valle de Méjico para una galería de desague, y, patrocinado por el ministro Gálvez, fundó el Colegio de Minería. Corresponsal de la Academia de París fue Alzate, menos profundo que Gama y Velázquez por dedicarse a muchas cosas; pero, a pesar de todo, contrajo el mérito de alentar a sus compatriotas al estudio de las ciencias físicas y de las humanidades con la Gaceta de la Literatura, que publicó por largo tiempo1165.

D. Vicente de los Ríos, capitán de la compañía de cadetes del Colegio de Segovia, literato de instrucción y buen gusto, según lo corroboran las Memorias de la vida y escritos de Villegas y la Vida de Cervantes y análisis del Quijote que preceden a la edición de Sancha y a la grande de la Academia Española, fue lucidísimo en su carrera. Testifícalo irrecusablemente el Discurso sobre los ilustres autores e inventores de Artillería que han florecido en España desde los Reyes Católicos hasta el presente, donde examina lo debido a la pluma de los Álavas, Collados, Lechugas, Ufanos, Terrufinos, señalando con delicada imparcialidad sus defectos y los adelantos con que hombres célebres de otras naciones han perfeccionado la ciencia. En el Discurso para la apertura de la Escuela de la táctica de Artillería1166. recomendó con efusión a los cadetes de Segovia su estudio, insinuándoles cuanto debe saber un buen artillero, y patentizando que, desde la invención de la pólvora, los cañones y el uso de los fuegos son los que deciden principalmente la victoria. Sentiré que se muera, porque perderé un buen oficial, dijo de Ríos el Monarca, noticioso de que estaba muy de cuidado; palabras que le honran sobremanera, y que, en sentir de la Academia Española, significan bien el alto aprecio que merecieron sus servicios militares y sus obras, especialmente la Táctica de Artillería, que dejó terminada.

Principios de fortificación que contienen las definiciones de los términos principales de las obras de plaza y de campaña, con una idea de la conducta regularmente observada en el ataque de las fortalezas, tituló el famoso ingeniero D. Pedro Lucuce el docto libro en que, después de reflexionar sobre la importancia del arte de la guerra, y de insertar un catálogo de escritores militares españoles, expuso con imponderable claridad todo lo relativo a su asunto. Quien acreditaba tan profundo saber, necesariamente había de dirigir con no menos tino que provecho la Academia de Matemáticas de Barcelona1167.

La física experimental y la química fueron también profundizadas. Españoles de mérito y pensionados por el Rey las aprendieron en varios países; extranjeros acreditados vinieron a la par a enseñarlas; y, por efecto de esta doble comunicación vivificante y de la munificencia soberana, se formaron y enriquecieron gabinetes y laboratorios. D. Antonio Solano ganó a oposición la cátedra de física experimental de San Isidro y rigióla con lucimiento. D. Pedro Gutiérrez Bueno tuvo a cargo la primera cátedra de química de la corte: se abrió el año 1787 en la calle de Alcalá, esquina a la del Barquillo: autorizaron su inauguración el conde de Floridablanca y otros personajes: de texto sirvieron las lecciones de la Academia de Dijon, dispuestas por MM. Morveau, Maret y Durande: dándose a la imprenta, según las explicaba el maestro, no se omitía arbitrio para extender este nuevo linaje de ciencia. Dos ilustres franceses la enseñaron en el Seminario de Vergara y en el Colegio de Segovia: allí Chabaneau, que tuvo la gloria de inventar la manera de purificar la platina; aquí Prous, denominado Cook de la química por D. Valentiri Foronda, con instrucción sobre la materia, y fundándose en que, así como Cook sólo había menester navíos para descubrir nuevas tierras, Prous no necesitaba más que retortas y fuego para llenar el mapa químico de una multitud de lugares incógnitos a la perspicacia de los más sabios y sagaces1168.

Varias obras de física y química imprimió en París D. Ignacio Ruiz Luzuriaga. Sus disertaciones probando la identidad magnética y eléctrica, explicando los fenómenos magnéticos mediante la constitución de nuestro globo, y determinando el fluido nérveo de la aura sanguinal y su naturaleza eléctrica, y los experimentos más adecuados a demostrar la comunicación entre el sistema arterial y el nervioso, le valieron legítimo aplauso.

Con la Escuela de Minería se propagaron los conocimientos científicos por Nueva-España. Allí hubo en breve un laboratorio químico de los más completos, una colección geológica dispuesta según el sistema de Werner, y un gabinete de física en que se reunieron excelentes instrumentos de Ramsden, Adams, Le Noir, Berthoud, y modelos ejecutados perfectamente por jóvenes indígenas con las mejores maderas de aquel suelo privilegiado. Méjico tuvo en lengua castellana los Elementos de Química de Lavoisier antes que la península española.

Referida queda ya la creación del Gabinete de Historia Natural y del Jardín Botánico de la corte. D. Guillermo Bowles, restaurador de la mina de Almaden, inutilizada por un incendio, fue quien dio vida al Gabinete. Enriqueciólo el Soberano comprando la colección de objetos y curiosidades de D. Pedro Franco Dávila, muy abundante, según su catálogo impreso en París el año 1767, y mandando a las autoridades de sus vastos dominios que remitieran cuantas producciones curiosas de la naturaleza se hallaran en sus respectivos territorios. También debió aumentos a D. José Solano, marqués del Socorro; a D. Salvador de Medina, muerto en California, donde fue de orden del Gobierno a observar el paso de Venus por el disco del sol; al abogado D. Pedro Saura, discípulos todos de Bowles. Asimismo le añadieron preciosidades el conde de Toreno y el benedictino Fray Íñigo Buenaga, que, recorriendo muchos puntos de Asturias, hallaron en el término del lugar de Figueras, concejo de Allande, diferentes canteras de amianto; en Fuente, concejo de Tineo, una de piedras especialísimas de distintos colores; a media legua de Tejedo otra de alabastro de singular blancura, y del cual se podían hacer columnas y estatuas; otra de lo mismo en San Juan de Vega de Rengos, y en Caboalles varias minas de carbón de piedra y una de azabache. Pronto llegó a ser de esta suerte el Gabinete de Historia Natural de Madrid uno de los mejores de Europa, y en minerales el de más riqueza entre todos.

A la ciencia dieron gran lustre D. Guillermo Bowles con la Introducción a la Historia natural y geografía física de España, excelente libro que compuso en demostración de que los beneficios de Fernando VI y Carlos III no habían recaído en un ingrato1169; D. José Clavijo y Fajardo, que tradujo la Historia natural de Buffon por primera vez a la lengua castellana, y en América el célebre Elhuyar, discípulo del Seminario de Vergara, y D. Andrés Manuel del Río, que lo fue de la universidad de Freiberg y escribió unos escogidos Elementos de Orictognosia.

Los progresos de la Botánica llegaron a mucho. Bajo la dirección de D. José Quer se formó el Jardín que hoy admira la corte. De este sabio es la Flora Española o Historia natural de las plantas de España. Entre los primeros catedráticos de aquel establecimiento figuran D. Miguel Barnades y D. Antonio Palau y Verdera: aquel murió antes de terminar los Principios de Botánica sacados de los mejores autores, y obras póstumas suyas son las Noticias de las aves y plantas más raras de España que tuvo ocasión de examinar en sus muchos viajes: este reunió en sus filosóficos escritos cuanto Linneo y Tournefort habían enseñado a la Europa, y contribuyó a la perfección de la Flora Aragonesa de su discípulo D. Ignacio de Asso.

D. Casimiro Gómez Ortega superó a todos. Su tío D. Juan, muy profundo naturalista, le envió a estudiar a Bolonia, donde hizo brillantísima carrera como médico y literato. Viajando atesoró más conocimientos, adquiriólos en varios idiomas, y se relacionó con muchos sabios. Luego vino a su patria, y fue antorcha de sabiduría en todas las ciencias naturales. Con los retoques de su pluma ganaron bastante las Experiencias del álcali volátil para la curación de las asfixias y el Arte de ensayar oro y plata, de Du Sage; los Elementos naturales y químicos de Agricultura, del conde Guillemborg y de su maestro Juan Goschalk; el Antimefítico de Comble Blanche; los tratados de la física de los árboles, del beneficio y aprovechamiento de los montes, de las siembras y plantíos de árboles y de su cultivo, de Du Hamel, remitidos por el Ministerio español a las capitales de provincia.-Todas sus traducciones son esmeradas, y suben de valor con los prólogos y las adiciones y notas; baste decir, para corroborarlo, que en Londres tuvo mayor aceptación que el original mismo la del Viaje del comandante Biron hecho alrededor del mundo1170.

Pronto sonó familiarmente el nombre de Ortega entre los sabios de la Europa: todas las bibliotecas recibieron con grande estima su edición de la Historia natural de Nueva-España, del doctor Hernández, protomédico de Felipe II: todos los jardines botánicos y herbarios se enriquecieron de resultas de su obra titulada El método fácil y seguro de trasplantar plantas a poca costa a los países extranjeros más distantes. Nada deja que desear su Tratado de las aguas termales de Trillo, escrito por disposición del Monarca1171: su Historia de la Malagueta o pimienta de Tabasco es preciosa: en sus Tablas Botánicas, para explicar el sistema de Tournefort, mostróse consumado latino antes de imprimirlas en castellano: por sus Comentarios sobre la cicuta corregía el doctor Vincenti, protomédico del rey de Nápoles, una equivocación que había cometido analizando igual objeto: al Curso elemental de Botánica teórico y práctico, dispuesto para la enseñanza, que trabajó con su compañero Palau y Verdera, añadieron crédito y lustre la bien cortada pluma de Guateri y las célebres prensas de Bodoni.

D. Casimiro Gómez Ortega, el gran botánico español, mantuvo ademas larga e instructiva correspondencia con los miembros de las expediciones científicas hechas entonces y costeadas regiamente. Al Perú, Nueva-Granada y Méjico fueron las dirigidas por D. Hipólito Ruiz, D. José Pavón y D. José Celestino Mutis, acompañado este último por los Sres. Sesse y Mociño1172, discípulos todos o correspondientes del Jardín Botánico de la corte. Ocho millones de reales costaron estas gloriosas expediciones, esterilizadas en gran parte por la incuria de los gobiernos posteriores al de Carlos III, pues únicamente la Flora del Perú, de Pavón, está el día de hoy publicada. Yacen tal vez para siempre en el olvido las investigaciones de sus compañeros y los dibujos del americano Echevarría, habilísimo en el arte de pintar plantas, cuya dificultad obligaba a D. Antonio Cabanilles a delinear por sí mismo en París ocho de las doce láminas que ilustran su Disertación sobre la sida, de la cual halló cincuenta especies más que Lamarck y sesenta y una que Linneo1173. Ortega dirigió igualmente con sus comunicaciones oficiales las tareas de D. Juan Cuellar, enviado a Filipinas por la Compañía mercantil de este nombre, y las de los demás discípulos suyos, que erigieron jardines botánicos en Barcelona, Cádiz, Pamplona, Zaragoza, Méjico, Lima, Bogotá, Manila, y las de la comisión encargada de levantar el plano del canal de los Güines, en la isla de Cuba, y de examinar también sus plantas.

Ningún Gobierno europeo ha hecho tan considerables gastos como el de España para adelantar el conocimiento de los vegetales1174. Por estimular a los jóvenes que se dedicaban a su estudio, presidia Floridablanca los exámenes del Jardín Botánico todos los años, y luego los alumnos iban a darle gracias al ministerio con su venerable catedrático Gómez Ortega. Este vivió lo bastante para dirigir los primeros pasos científicos del sabio D. Mariano Lagasca, digno sucesor suyo, y honra y prez de los botánicos de este siglo.

Desde que D. José Cervi, protomédico del primer Borbón de España, planteó la Sociedad de Sevilla y la Academia Matritense, no cesó la Medicina de ir en auge. Aún alcanzó el célebre don Andrés Piquer los días de Carlos III. Del año 1762 es la edición de sus Instituciones médicas, adoptadas por Barthez en Montpellier como libro de texto; y de 1785 sus Obras póstumas, dadas a luz por un hijo suyo.-D. Antonio Pérez de Escobar, en Avisos médicos populares y domésticos, trazó la historia de todos los contagios, propendiendo a modificar el horror que inducía a desamparar a los atacados de tisis, a quemar las ropas y muebles de su uso, y hasta a picar las paredes de sus aposentos.-La Medicina Universal, de don Sebastián Miguel Guerrero, presidente de la Sociedad Sevillana; la Instrucción curativa de los dolores de costado y pulmonías, del médico de cámara D. José Amar; las Observaciones de las eficaces virtudes nuevamente descubiertas o comprobadas en varias plantas fueron tesoros para la ciencia.

Entre los que más la ilustraron figuran varios hijos de Cataluña, y hechos culminantes lo comprueban, sin enumerar todas sus obras. Dos premios ganó D. Francisco Salva y Campillo en otros tantos certámenes de la Sociedad Médica Parisiense, a que concurrieron muchos sabios: uno ofrecido al que mejor determinara el modo de curar o empozar el cáñamo o lino, extensiva a diversos puntos de higiene; otro al que sobresaliera en señalar los inconvenientes y las ventajas del uso de los purgantes y del aire fresco en los diferentes períodos de las viruelas inoculadas. Admitiendo las medallas y enviando una suma equivalente al valor de ellas manifestó que se cifraba su interés en el amor a la ciencia y la gloria.-D. Francisco Santpons fue también laureado por la misma Sociedad de París, indagando las causas de la enfermedad aftosa a que están sujetos los niños, con especialidad en los hospitales, desde el primero hasta el tercero o cuarto mes de su nacimiento; síntomas, naturaleza, preservativo, modo de curarla. A imitación de su paisano, y como dando más ensanche al programa, cedió mucha parte del premio a beneficio del hospital de niños expósitos de aquella corte.-Otro Santpons, D. José Ignacio, hermano mayor del D. Francisco, y uno de los siete socios fundadores de la Academia médico-práctica de Barcelona, compuso una muy buena Disertación sobre las muertes aparentes de niños recién nacidos, ahogados, atufados por el vapor del carbón y del vino, etc., y remedios para volverlos a la vida, como el de introducirles el humo del tabaco, para lo cual descubrió un aparato sumamente sencillo. No bastó a su humanidad y patriotismo hacer comunes los frutos de su ciencia, sino que prometió seiscientos reales al primero que restituyera la vida en España a uno de los acometidos de cualquiera de las muertes aparentes enumeradas en su obra. Y le cupo la satisfacción de entregarlos a D. Antonio Ortíz, cirujano del hospital de Caridad de Cartagena, por haber salvado con los correspondientes auxilios a un ahogado, y también a un asfixiado, que estuvo como cadáver más de dos horas.-D. José Masdevall, médico de cámara, fue comisionado por Carlos III para entender en la curación de las calenturas malignas que afligían a Cataluña. Cumpliólo plenamente, arrancando millares de víctimas al sepulcro por los saludables y pasmosos efectos de la mixtura que lleva su nombre; de manera que, al anunciar la meditadísima obra, escrita de orden superior sobre la materia, pudo gloriarse sin empirismo de haber descubierto el método pronto, feliz y seguro de curar semejantes enfermedades. Moderno Hipócrates español le apellidaron varias voces; y, a la vista de la presteza y del buen suceso con que desempeñaba sus comisiones epidémicas y sanaba los pueblos más infestados del contagio, se le comparó al Ángel de la Piscina en las Efemérides de Roma. Terriblemente cargó la epidemia el año 1784 sobre la ciudad de Barbastro. Allá fue Masdevall presuroso, y apesadumbróle por extremo, no la intensidad de las calenturas, contra las cuales tenía el específico de su ciencia, sino el espectáculo desconsolador de tanto enfermo desvalido e imposibilitado de someterse a una curación y dieta regulares. Inflamado en amor de Dios, creó una Junta de Caridad, se puso al frente de ella, anticipóse en los donativos, le imitaron todos, y los enfermos le bendijeron, ya sanos, a muy pocas semanas1175. ¡Sublime consorcio el de la caridad y la sabiduría!

Diferentes plumas españolas se dedicaron a autorizar y extender la inoculación de las viruelas. Con una Disertación sobre sus efectos, publicada en 1763, rompió la marcha el médico del hospital de Cádiz D. Juan Espallarosa. Le siguieron, en 1769, con la Disertación médico-historial de la inoculación, el médico de familia don Francisco Rubio; en 1773, D. Manuel Rubín de Celis, no facultativo, sí interesado en el bien de sus semejantes, y estudioso, como lo descubre en el discurso acerca de la historia del medicamento, escrito por satisfacer la curiosidad de un amigo, y dedicado a Campomanes, para que lo protegiera y defendiera de los que pretendían calumniarlo. Hízolo así el benéfico fiscal del Consejo, recomendándolo en la Industria popular como propio a conservar y aumentar la población, y de consiguiente las fuerzas y prosperidad del Estado. El barcelonés D. Francisco Salvá y Campillo, con el Proceso de la inoculación presentado al tribunal de los sabios para que lo juzguen, reforzó en 1777 el número de sus defensores.

Todos ellos probaron la utilidad y seguridad del método inoculativo, pero sin tocar a la parte practica, la más importante sin duda. Llenó tal vacío D. Timoteo O'Scalan, protomédico del departamento de marina del Ferrol en 1784, dedicando, como Rubín de Celis, su obra a Campomanes, ya conde y gobernador del Consejo, y promovedor siempre de todo lo provechoso a su patria. Se halla en el libro de O'Scalan cuanto basta para cabal conocimiento de los estragos de las viruelas y del medio eficacísimo de combatirlas1176.

Según cálculo científicamente hecho, la décima cuarta parte de las defunciones provenían de aquella enfermedad contagiosa, cuando el Gobierno inglés concedió en 1722 al Colegio de médicos de Londres siete reos de muerte para ensayar la inoculación. Habíala recomendado lady Warteley Montaigne, esposa del embajador británico en Constantinopla, donde experimentó su eficacia aplicándola a un hijo suyo. Sin embargo de haber producido el ensayo las más satisfactorias resultas, no pudo cundir la inoculación rápidamente por Europa. Cinco objeciones principales la opusieron sus adversarios, teniéndola por propagadora de las viruelas naturales; por no preservativa de ellas; por peligrosa, supuesto que no se obligaba a guardar cama a los inoculados, ni a librarse del aire fresco; por temeraria, dado que, si ganaba la sociedad salvando a muchos la existencia, el individuo con derecho a la suya no había de exponerla sin que la demostración del poco o ningún riesgo le indujera a sufrirla, en vez de abandonarse a la eventualidad de las viruelas; por repugnante a la razón y al derecho natural, aunque de un millón de personas inoculadas no falleciera más que una sola.

Ya se había depurado la utilidad de la inoculación en el gran crisol del examen y de la experiencia, si bien todavía duraban las preocupaciones de muchas gentes; ya la habían adoptado varias familias Reales de Europa, cuando los médicos españoles empezaron a acreditarla entre sus compatricios, para quienes la cuestión estaba intacta. De 1763 es la fecha de la primera obra donde se recomienda como segura: de 1771 el primer caso práctico y trascendental de que se conserva memoria1177. Entonces no se inoculaba ya por incisiones, sino por punciones, método debido a Sutton en 1767, y practicado por él mismo tan felizmente, que, de veinte mil personas, sólo se le desgraciaron dos, y estas de otras enfermedades.

Mientras unos defendieron la inoculación por escrito, otros la practicaron, no sin vencer contrariedades; y antes de 1780 la introdujeron don José de Luzuriaga en las provincias Vascongadas; D. Francisco Rubio en la Serranía de Buitrago; D. José Botella y D. Juan Plana en Valencia; don José Pascual en Vique; D. Mariano Avella y don Pablo Balmes en Barcelona; D. Bartolomé O´Sulivan en Cádiz; D. Antonio Moreno en Tarifa; don Miguel de Gorman en Madrid; D. Bartolomé Benítez Gálvez en Vigo; en el Ferrol D. Timoteo O'Scalan, autor del libro que, por las observaciones prácticas en que abunda, contribuyó mucho a su incremento.

No lo tomó, sin embargo, tan grande como se debía esperar del ardiente celo con que los médicos lo procuraron a porfía, haciendo las pruebas en sus propios hijos, y de la noble emulación de altos personajes que les confiaron los suyos, y, sobre todo, del feliz suceso que coronaba sus operaciones. Realmente la práctica de la inoculación entrañó poco en las filas del pueblo, mejor avenido con abandonarse a la suerte que con variar súbito de costumbre adoptando una cosa nueva. Tal vez por esto, a la par que O'Scalan su libro, publicó D. Francisco Gil, cirujano del monasterio del Escorial, una Disertación físico-médica en la cual se proscribe un método seguro para preservar a los pueblos de viruelas. Se reducía a sacar a los virolentos de los lugares y a curarlos en despoblado. Esta disertación hubo de parecer útil al Gobierno, y el ministro de Indias remitió a América muchos ejemplares. Por dicha de la humanidad, y para destruir de un solo golpe todo género de obstáculos y de argumentos, la Providencia regaló pronto al mundo, por mano del inmortal Eduardo Jenner, el balsámico jugo de la vacuna.

Preocupadas las universidades españolas con una máxima de Galeno, tuvieron a desdoro enseñar y aprender la práctica de las operaciones, y así tuvo que buscar albergue la Cirugía fuera de sus claustros y gremios. Dióselo Fernando VI en Cádiz el año 1748, por influencia de su cirujano de cámara D. Pedro Virgili, fundando un Colegio para servicio de la marina. Otro erigió Carlos III en Barcelona, por consejo del mismo facultativo, el año 1760. Mas luego fue alma de los progresos quirúrgicos D. Antonio Gimbernat, hijo de la villa de Cambrils, alumno interno del Colegio de Cádiz, catedrático de anatomía en el de Barcelona, sabio de primera línea y de memoria muy respetable. Ya era maestro de autoridad suma cuando las órdenes del Rey y la sed de ciencia le llevaron a ser discípulo de los más célebres doctores de París y Londres. En esta última capital siguió los cursos de anatomía y materia médica de Hunter y Saunders, formando numerosos cuadernos, como silos misterios de la facultad le fueran totalmente extraños. A la octava lección de anatomía obtuvo una distinción muy honrosa. No bien acabó de hablar el doctor inglés de las hernias verdaderas y de sus operaciones, expuso el catalán un método de su invención para operar la hernia crural con el éxito más seguro; y Hunter sancionó públicamente el procedimiento de Gimbernat, asegurando que siempre lo practicaría. Con este descubrimiento dotó el insigne cirujano a la ciencia de resultas de haber descrito la prolongación de un ligamento de Falopio, que hoy lleva su nombre. De ciento cuarenta y cuatro sustancias tomó apuntes, y al tenor de la enseñanza de Saunders describió sus propiedades medicinales. Además, bajo el epígrafe de Notas prácticas, puntualizó las operaciones quirúrgicas ejecutadas por los años 1776 y 1777 en los hospitales de Santo Tomás y San Bartolomé de Londres.

Cuando Gimbernat tornó a su patria, opulentísimo de ciencia, satisfizo los deseos del Soberano redactando con su compañero D. Mariano Ribes el plan de un Colegio de Medicina y Cirugía al nivel de los adelantos de ambas facultades. Aprobado el plan por decreto de junio de 1783, instalóse el establecimiento en octubre de 1787, bajo la protección del Consejo de Castilla, y con la denominación de Colegio de San Carlos. Desde entonces data su gloria, cada vez más brillante, y comienza el largo catálogo de médicos y cirujanos insignes que allí se iniciaron e inician en los sublimes arcanos de la ciencia.




ArribaAbajoCapítulo VI

Bellas Artes


Corrupción general del gusto.-Cómo se introdujo en España.-Anhelo por establecer una Academia.-Junta preparatoria.-Artistas extranjeros traídos por Felipe V.-Españoles aventajados.-Fundación de la Academia de San Fernando.-Esperanzas concebidas al subir al trono Carlos III.-Reseña de los progresos artísticos bajo su reinado.-D. José Hermosilla y D. Francisco Sabatini.-D. Ventura Rodríguez y D. Juan Villanueva.-D. Juan Bautista Tiépolo.-D. Antonio Rafael Mengs.-D. Francisco Bayeu y D. Mariano Maella.-D. Francisco Goya.-Notables progresos de la escultura.-Grabado en láminas y en hueco.-Palomares.-Nu evas escuelas de dibujo y academias.-Publicaciones artísticas de entonces.-Glorioso timbre del Soberano.

Al tiempo de ascender la dinastía borbónica al trono de España, no había país donde no prevaleciera el mal gusto en arquitectura, pintura y escultura. Desde Italia había cundido el contagio durante el siglo XVII. Francisco Borromini bastardeó por completo el arte de Vitrubio, mutilando frontispicios, trastornando volutas, ondulando arquitrabes y cornisamentos, prodigando ménsulas y pequeñeces de todas clases, y dando finalmente margen a que un crítico muy juicioso se expresara de esta manera: «Figúrese un muchacho que dobla un papel, le recorta con mil vueltas, le extiende, y halla una cosa al parecer bonita porque el un lado corresponde al otro; pues esta es la arquitectura de los que al fin del siglo XVII tenían fama, y entrado el XVIII eran la admiración de todos».1178 Pedro de Cortona, sin otro norte que el de su imaginación fantástica y fecunda, llenó bóvedas de templos y palacios con grandes composiciones de figuras, no cuidándose de la corrección y pureza del dibujo, ni de la variedad y estudio en los caracteres, ni del decoro y belleza de las actitudes, ni de reducirse a lo conveniente para la filosófica y apropiada combinación de los asuntos: su facilidad prodigiosa hizo muy rápida fortuna: de resultas los jóvenes amamantados en la buena escuela abandonáronla por seguir la corriente, y vinieron a parar a un amaneramiento pálido y desmayado, ajeno de toda verdad y más o menos mezclado con los diversos estilos de las respectivas localidades. Juan Lorenzo Bernini, después de formarse con los selectos modelos de la floreciente Grecia y la antigua Roma y de adquirir tan legítimo como alto renombre, por un exceso de amor propio o por frenético delirio sustituyó a la dignidad la exageración en escultura, se hizo muy vulgar e incorrecto en las formas, caricaturó las figuras, y no cubrió el desnudo con sencillos y bien dispuestos paños, sino con piezas inútiles de telas dobladas en pliegues, y extravagantes, y como agitadas por los vientos. Su nuevo estilo se propagó con celeridad por toda Europa, exagerándolo aún más Alejandro Algardi, que, imitando las apariencias de los objetos y no las formas de la naturaleza, introdujo los efectos del claro oscuro, agrandó varias partes que ofenden la vista, e hizo resaltar otras, particularmente en los ropajes1179.

Realmente España se contaminó más tarde que otras naciones, y artistas hubo que se mostraron dignos discípulos de Juan de Herrera, Diego Velázquez y Alonso Cano hasta cuando empuñaba el cetro el último rey de la casa de Austria. Siempre se contaron jóvenes que fueran a estudiar a Roma, y de allí trajo D. José Jiménez Donoso el mal gusto borrominesco, harto patente a los ojos en la casa de la Panadería, en la puerta de la parroquia de San Luis, cuyas columnas están labradas a facetas cual si fuesen diamantes de Golconda1180, y en la fachada del Hospicio, donde D. Pedro de Ribera llevó la extravagancia al último grado. Siempre los monarcas españoles procuraron traer los artistas extranjeros más famosos, y Lucas Jordan, que lo era en tiempo de Carlos II, vino de su orden a pintar varias bóvedas del monasterio de San Lorenzo, para lo cual tenía facilidad suma, dando a sus frescos un brillo aparente de imaginación y de efecto; no así a sus cuadros, afeados por el amaneramiento y la monotonía de sus formas, hasta el extremo de parecer las cabezas en los distintos sexos y diversas edades como vaciadas en un mismo molde; amaneramiento que, por su influjo, trascendió a las escuelas de Madrid y Sevilla. Traído por Felipe V desde Carrara D. Juan Domingo Olivieri, acreditadísimo entonces, redujo la escultura a lo que demuestran las estatuas de los reyes colocadas alrededor de la glorieta de la plaza de Oriente y en la subida del Retiro.

Nunca faltaron españoles amantísimos de las artes que hicieran esfuerzos aislados por mantener su lustre, y los hubo asimismo que señalaran como elemento capital de su restauración y florecimiento la fundación de una Academia. D. Juan de Villanueva, asturiano y no vulgar en la escultura, afanóse por la erección de tan útil establecimiento el año de 1709, y aun consiguió que se reunieran varios artistas; pero los trastornos de la guerra de Sucesión impidieron plantear su noble designio. Lo reprodujo el año de 1726 D. Francisco Antonio Menéndez, miniaturista de mérito y también asturiano, elevando al Monarca una representación sobre los beneficios de erigir en Madrid una Academia semejante a las de varias ciudades de Italia, de Francia y de Flandes1181. Desde Roma, adonde fue el año de 1733 y permaneció hasta su muerte, acaecida en 1789, clamó por lo mismo en repetidas cartas al Ministerio español el andaluz D. Francisco Preciado de la Vega, pintor que supo ganar premios y merecer los puestos más eminentes de la Academia de San Lucas. Concibiendo igual pensamiento D. Juan Domingo Olivieri, y favoreciéndole más su posición y las circunstancias, logró la aprobación de Felipe V, y de su Real orden celebróse la primera junta preparatoria el 1.º de setiembre de 1744.

A la sazón ya iban por buen rumbo las artes, y sobre todas la arquitectura, como lo demuestran los palacios de Aranjuez, de San Ildefonso, de Riofrío y de la corte. De este último había formado una traza verdaderamente grandiosa el mesinés D. Felipe Iubarra, no realizada por empeñarse Felipe V en que el nuevo palacio se elevara sobre el antiguo, arruinado por un incendio, y hubo de formar otra el piamontés D. Juan Bautista Sacheti, que produjo el magnífico monumento, siempre objeto de admiración para los propios y los extraños. De Francia había hecho venir el primer Borbón español los más acreditados artistas para exornar los jardines de San Ildefonso con sus preciosas fuentes: Tierri, Fremin, Bousseau, Pitué y los Dumandre, Antonio y Huberto, se sucedieron unos a otros. Al servicio de este monarca habían dedicado o dedicaban su paleta, Hovasse, célebre en bambochadas y asuntos campestres; Ranc, autor de retratos excelentes por la semejanza, la suavidad de las tintas y el colorido fresco y pastoso; Procacini, afamado ya en Roma cuando vino de primer pintor de cámara a España; Bonavía, hábil igualmente en arquitectura; Vanloo, para cuya fama sería bastante el cuadro en que retrató a Felipe V con toda su augusta familia.

Tanto en la corte como en las capitales de varias provincias se contaban españoles muy distinguidos entre los profesores de bellas artes. Fuéronlo en Madrid de escultura D. Pablo González Velázquez y D. Luis Salvador Carmona, padre el primero y tío el segundo de artistas muy aventajados durante el siglo XVIII; de pintura, D. Gerónimo Esquerra, superior en los bodegones, D. Andrés Calleja, restaurador muy entendido, y D. Antonio González Ruiz, que en un cuadro alegórico perpetuó la memoria de la celebración de la primera junta preparatoria para el establecimiento de la Academia; de grabado, Fray Matías Antonio Irala, religioso mínimo de San Francisco de Paula, cuya celda estaba siempre llena de artistas y alumnos, y D. Juan Bernabé Palomino, desde cuya época se empezaron a ver entre nosotros láminas ejecutadas con más limpieza y regularidad que antes, siendo de notar que no tuvo otra guía que las estampas de los mejores extranjeros. A la par se dedicaban a la enseñanza de las bellas artes, en Sevilla, D. Domingo Martínez, que hasta el estudio del natural costeaba en su propia casa, y D. Bernardo Germán Llorente, denominado el pintor de las Pastoras, por haber representado en muchos cuadros a la Virgen vestida de pastora y rodeada en el campo de ovejas, según la devoción divulgada por un venerable capuchino, y con tal gracia, dulzura y realce, que hasta parecen de Murillo; en Barcelona, D. Antonio Viladomat, cuyas obras son estimadísimas por la invención feliz, correcto dibujo, nobleza de formas y armonía de colorido, y D. Francisco Tramulles, nacido en Perpiñán casualmente, y tan celoso por el lustre de las bellas artes, que, agradecidos sus alumnos, le costearon las exequias; en Valencia, D. Evaristo Muñoz, fecundo mucho más que correcto, y los Vergaras, D. Francisco y D. Ignacio, escultores, aunque muy superior el primero al segundo; en Zaragoza, D. José Luján, discípulo en Nápoles de Mastroleo, principal móvil para que los más ilustres zaragozanos tomaran bajo su protección la enseñanza pública del dibujo, sostenida hasta entonces a sus expensas y a las de D. Juan Zabalo, su suegro, don José Ramírez y D. Pablo Rabiella, y maestro de algunos que ocuparon después eminentes puestos en la república de las artes1182.

Tan luego como fue establecida la primera junta preparatoria, empezóse la enseñanza de arquitectura, pintura, escultura y grabado; pero al fallecer Felipe V no estaba aún definitivamente instalada la Academia; gloria que se debe a su hijo Fernando VI, como lo revela su denominación de San Fernando. Se verificó la apertura el 13 de junio de 1752, en la casa de la Panadería, de la manera más solemne: desde entonces se aumentó considerablemente el número de alumnos, se establecieron premios para los más aventajados, y periódicamente se enviaron pensionados a Roma. También Fernando VI brindó protección a extranjeros insignes en artes; a Marquet, arquitecto que trajo de París el duque de Alba a su vuelta de aquella embajada, y que hizo muchas obras en Aranjuez, trazó sus calles y los teatros de este Real Sitio, del Pardo y de San Lorenzo; Amiconi, cuyas pinturas conservan algún vestigio del colorido veneciano; a Flipart, de buril muy ligero y gracioso, y cuyo mérito patentiza el lienzo del altar mayor del hospital de los Italianos, al representar la Virgen de la Concepción adorada por los dos apóstoles columnas magnas de la Iglesia; a Giacuinto, émulo de Jordan en la pintura al fresco, y a los Michel, Roberto y Antonio, que llenaron los templos de Madrid de estatuas bastante estimables.

Cuando el año de 1763 hubo junta pública en la Academia de San Fernando para la distribución trienal de premios, el marqués de Santa Cruz leyó un buen discurso, cuyo tema se contiene en estas palabras: «Para suavizar con una agradable predicción lo desabrido de mis expresiones, me atrevo a anunciar a V. E. que en España, bajo el imperio del benéfico Monarca que nos ha concedido el Cielo, florecerán las tres nobles artes, con la del grabado, y contarán desde esta venturosa época sus incrementos; en una palabra: que estas artes reinarán en el reinado de Carlos III. No me ha movido, señores, a pronosticar este deseado tiempo ni el falaz aspecto de los signos, ni la vana observación del horóscopo; no he consultado astros, sino sucesos; y los pasados y presentes me han indicado con menos incertidumbre los que están por venir. Basta recordar lo que en Italia y en España han debido hasta ahora al Rey las nobles artes para deducirlo que esperan de su influjo y protección en lo sucesivo.» Luego de examinar este magnate lo mucho que las artes habían ganado bajo el fecundo cetro de Carlos III en las Dos Sicilias, dijo muy poseído de su asunto: «Pues este mismo protector, señores; este mismo es el que, piadosa la Providencia, trasladó a España como a su propio centro. ¿Podrá temer enemigos donde no hubo más conquista que la del amor, y tiene tantos reinos como corazones? Una opulenta monarquía, tan fecunda de talentos como de frutos de la tierra; una nación amante por naturaleza del amor y la gloria; una Academia de San Fernando que brilla con resplandores del cenit en el punto de su oriente, presentan a su magnánimo pecho las más felices disposiciones para que haga también reinar en España las nobles artes a la sombra de su trono. ¿Quién dudará que logremos en breve la misma fortuna?».1183

Tanto los vaticinios como las esperanzas del que así habló en plena Academia se cumplieron punto por punto. Ya tenía ganado Carlos III el glorioso título de Restaurador de las Artes por su anhelo y liberalidad en hacer fructuoso el descubrimiento de las preciosidades de Herculano, que tanto fijaron la atención, y estimularon al estudio y fueron la antorcha que guió por la senda del buen gusto a los profesores en toda Europa, inspirando también a Winkelman su Historia del arte entre los antiguos, con la que dio un nuevo aspecto a la ciencia arqueológica, e hizo ver y sentir las bellezas de los griegos en sus diversas épocas y varios estilos. Inteligente éralo el Monarca en sumo grado, y su ingénita propensión a galardonar a los hombres de mérito no reconocía limitaciones. Todas las provincias españolas conservan perennes recuerdos de los progresos artísticos alcanzados entonces, y sin salir de la capital de la monarquía se pueden admirar por separado y en conjunto. Apenas hay nada verdaderamente monumental que no pertenezca a aquel tiempo: las puertas de Alcalá y de San Vicente; los palacios del duque de Liria y del conde de Altamira; el convento de San Francisco; las portadas de la Imprenta Nacional y de la Academia de San Fernando; los magníficos edificios de Correos y de la Aduana; el famoso paseo del Prado con sus muy elegantes fuentes; el Hospital general; el Jardín Botánico; el Observatorio astronómico; el Museo; las bóvedas de Palacio y muchos de los cuadros que enriquecen sus regios salones; los tapices y las alfombras de la fábrica fundada por Felipe V, y dirigida aún el día de hoy por un descendiente del que bajo el patrocinio Real la dio vida; los excelentes grabados de la Calcografía erigida también entonces; las bien acabadas obras de la fábrica de la China; las medallas acuñadas para conmemorar sucesos de aquellos años, y existentes en el rico monetario de la Biblioteca, testimonio son de que todas las bellas artes florecieron de una manera prodigiosa, y de que las profesaron individuos de primera nota, y cuyos nombres están escritos en el templo de la inmortalidad por la Fama.

Siendo muy notable D. José Hermosilla, ingeniero, enviado por influjo del ministro Carvajal con pensión a estudiar en Roma, trazador del paseo del Prado y del Hospital general de esta corte; mereciendo no menos alabanza el palermitano D. Francisco Sabatini, traído por Carlos III, y a quien se deben el convento de San Pascual de Aranjuez y el de las comendadoras de Santiago en Granada; el cuartel de Leganés; las puertas de Alcalá y de San Vicente; la casa de los Ministerios y la Aduana, no es posible mencionarlos más largamente en una reseña, por decir algo de otros dos españoles que les superan muy de sobra y están al nivel de los que más han sobresalido en arquitectura; honor que nadie niega a los célebres D. Ventura Rodríguez y D. Juan Villanueva.

Cuna dio la villa de Cienpozuelos a D. Ventura el año de 1757: desde los más tiernos años mostró vehemente afición al dibujo; y primero con Marchand, Galuci y Bonavía, y después al lado de Iubarra y Sacheti, fuese desarrollando su entendimiento exacto y profundo, su imaginación lozana y brillante, su carácter reflexivo y grandioso, de manera que, al establecerse la Academia de San Fernando, figuró ya como primer director de arquitectura. Sin estar nunca en Roma, circunstancia por la cuál se proponían sus émulos rebajarle, sus numerosos viajes hechos de Real orden por las provincias españolas le proporcionaron la coyuntura de analizar, de medir y de comparar los edificios de las varias edades, y de avalorar y escoger lo mejor de cada una de ellas, gracias a sus vastos conocimientos en la teoría del arte, a su gran práctica y a su buen gusto. Harto lo testifican la elegante iglesia de San Marcos; la espaciosa casa del Saladero; el adorno del presbiterio de San Isidro; la traza de las fuentes del Prado, y la muy sólida cloaca que lo atraviesa y desagua fuera de la puerta de Atocha, y hasta la sencilla y graciosa fachada de la Carnicería mayor de la calle Imperial, delineada por su mano maestra el día antes de su muerte. Y con ser tan importantes y dignas de aplauso estas y otras muchas obras de su genio, como el adorno de la capilla del Pilar de Zaragoza, la fachada de la parroquia de San Sebastián de Azpeitia y la colegial de Santa Fe, en el reino de Granada, todavía son de mayor monta algunas de las que ideó su mente fecunda y quedaron a medio construir o no fueron adoptadas, las unas por su coste, las otras porque la envidia es perseguidora del mérito siempre, y triunfa a menudo hasta en tiempos felices. Una de sus más atrevidas concepciones fue la destinada a perpetuar el suceso de Covadonga. Incendiado en 1775 el humilde templo que allí había, el Soberano honró a D. Ventura eligiéndole para que levantara un monumento suntuoso y correspondiente a la generosa piedad con que los españoles apoyaban la empresa patriótica y magna. A la vista de una montaña cuya cima se esconde en las nubes; de un río caudaloso que, taladrando su cimiento, fluye de la misma falda; de dos de sus brazos, que se avanzan como a ceñir la corriente y forman angosta garganta; de enormes peñascos suspendidos sobre la cumbre, que anuncian su descomposición progresiva; de sudaderos y manantiales perennes que indican el abismo de aguas cobijado en su centro; de árboles robustísimos que le minan con sus raíces; de ruinas, cavernas y precipicios, su mente poderosa se inflama y se apresta a luchar con la misma naturaleza. «Retira primero el monte, usurpando a una y otra falda todo el terreno necesario para su invención: levanta en él una ancha y majestuosa plaza, accesible por medio de bellas y cómodas escalinatas, y en su centro esconde un puente, que da paso al caudaloso río y sujeta sus márgenes: coloca sobre esta plaza un robusto panteón cuadrado con graciosa portada, y en su interior consagra el primero y más digno monumento a la memoria del gran Pelayo; y elevado por estos dos cuerpos a una considerable altura, alza sobre ella el majestuoso templo de forma rotunda con gracioso vestíbulo y cúpula apoyada sobre columnas aisladas; le enriquece con un bellísimo tabernáculo, y le adorna con toda la gala del más rico y elegante de los órdenes griegos».1184 ¡Lástima grande que esta maravilla artística solamente quedara acabada en los planos del verdadero restaurador de la arquitectura española!

No menos duele que no se admitiera ninguno de los diseños que propuso para la puerta de Alcalá, y fueron hasta cinco; el de la casa de Correos; el del Hospital general con albergue para los expósitos y la Galera; el de una Biblioteca y juntamente un Seminario, donde fue Colegio Imperial de jesuitas; los de las plazas de Ávila y Burgos; y sobre todo el de un peristilo, que se pensaba construir en el Prado y frente a la fuente de Apolo para ocultar el mal aspecto de aquel terreno, con suficiente capacidad para guarecer tres mil personas en ocasión de lluvias, y contener botillerías y fonda, con un gran terrado para coros de música en las tardes que bajara allí la Real familia. Todo lo concebía D. Ventura Rodríguez en grande: se complacía en trasmitir su ciencia toda a los alumnos, y de ellos sacó muy aventajados maestros: no se distinguía menos por sus cualidades de hombre que por sus altas prendas de artista: en vida mereció que el infante D. Luis le distinguiera hasta el extremo de empeñarse en poseer su retrato, ya que no le podía tener siempre cerca, y que le profesara amistad muy estrecha el gran Campomanes: después de su muerte, acaecida en 1785, le cupo la honra de que el sabio Jovellanos leyera en la Sociedad Matritense su elogio1185.

Del escultor asturiano que ya en 1709 concibió el pensamiento de una Academia de Bellas Artes fue hijo el famoso D. Juan Villanueva, nacido en Madrid el año de 1739. Todavía adolescente ganó varios premios en la Academia de San Fernando, y al alborear su juventud obtuvo pensión para Roma, donde permaneció siete años. A su vuelta designósele para que, juntamente con otros artistas, sacara los diseños de las antigüedades árabes de la Alhambra; pero, templado para más altas cosas, no pudo perseverar en la tarea, y tornó a la corte, de donde pasó al Escorial con el objeto de estudiar muy a fondo lo que Toledo y Herrera legaron a la posteridad para admiración y enseñanza. Escaso de recursos, no vaciló en servir a las órdenes del religioso obrero con el mezquino jornal de nueve reales cada día. Hasta qué punto se empapó en el estilo del excelente modelo que tenía delante lo revelan, más que las graciosas casas de los jardines de Arriba y de Abajo, la de Oficios, la de los Ministerios y la de Infantes, que no desdicen a fe de la grandiosa severidad del monasterio. Allí su genio artistico llegó a la perfección en la inteligencia de su arte y en muy cabal gusto para el ornato: allí se acabó de formar de una manera propia a robustecer su nombradía con la construcción del Oratorio del Caballero de Gracia, del balcón de las Casas Consistoriales, de la graciosa portada del Jardín Botánico, y con la excelente fábrica del Observatorio astronómico, y sobre todo la muy bella y majestuosa del Museo, que debió ser de Ciencias Naturales y es de Pinturas. Hasta el año de1811 le duró la vida; su fama durará por siempre.

Uno de los insignes pintores que trajo Carlos III a España fue D. Juan Bautista Tiépolo, veneciano y artista de grande aplicación y genio. Ya septuagenario pintó al fresco tres bóvedas del Palacio de Madrid con imaginación muy galana. Su obra más sobresaliente, y que se halla al igual de las mejores de todas partes, es sin duda la bóveda del magnífico salón de Embajadores. Alegóricamente figura allí la Monarquía española sobre un trono, y a sus lados Apolo y Minerva, muy cerca la Paz y la Justicia, por el aire la Virtud y la Abundancia, y la Clemencia sobre un grupo de nubes: entre el gran círculo de ellas rodeado de genios, delante del cual vuela Mercurio, y el arco iris, que abarca la bóveda toda, está simbolizada la Paz, y a varias distancias se ven diversas deidades del gentilismo: también se descubre una alegoría en elogio del monarca reinante, formada por la Magnanimidad, a la derecha la Gloria, a la izquierda la Afabilidad y más allá el Consejo: junto a un altar con fuego aparece la Fe rodeada por la Esperanza, la Caridad, la Prudencia, la Fortaleza y la Victoria, y lo remata muy bien todo un genio con una cadena y un medallón para premiar las Nobles Artes: en la cornisa hacen efecto armonioso las provincias de España e Indias con sus trajes y producciones.

Indispensable era mencionar honoríficamente a este artista, aunque llena su época y eclipsa a todos D. Antonio Rafael Mengs, nacido en una ciudad de Bohemia para esplendor y florecimiento de la pintura, iniciado en ella por su padre, no permitiéndole en la infancia más juguetes que los instrumentos necesarios para el dibujo, aleccionándole por sí mismo hasta los doce años en Dresde, llevándole a Roma y encerrándole cotidianamente en el Vaticano con un pan y un jarro de agua hasta que de noche le sacaba para cenar y dormir en su casa. Semejante método de estudiar hízole reflexivo en muy alto grado: sus progresos fueron maravillosos, y el estilo de Rafael le sedujo más que otro alguno. A los tres años de residir en aquel emporio de las artes, volvió a su patria, ascendió a pintor del rey de Polonia, Augusto III, y no quiso admitir esta gracia sin obtener antes el beneplácito de su protector para tornar a Roma. Después de perfeccionarse durante cuatro años, copiando pinturas y estatuas y cursando anatomía, y de hacer algunas miniaturas por dar gusto a su padre, se determinó a componer su primer cuadro: una Sacra Familia era, que llamó la atención de los primeros personajes y comenzó a formar su renombre. Entonces casóse con la hermosa y honesta joven que le sirvió de modelo para pintar la Virgen María. No emancipado aún de la potestad de su padre, áspero y dominante de genio, hubo de regresar a Dresde, donde Augusto le colmó de favores. Para un espacioso templo que había construido en su palacio le encargó los cuadros que se habían de colocar en el altar mayor y los colaterales: estos dos pintólos en Dresde; pero para componer el otro pidió ir a Roma, y le fue así otorgado. Por efecto de la guerra entre Federico II y María Teresa, vióse obligado Augusto a huir de su reino, y faltaron a Mengs las pagas; contratiempo que le redujo a estrechez suma. Casi de balde, y con el anhelo de adquirir gloria, pintó entonces, por encargo de los Padres Celestinos, la bóveda de la iglesia de San Eusebio. Sus afanes quedaron coronados por un cabal triunfo.

Al partir la última vez de Dresde, le previno el rey Augusto que fuera a Nápoles e hiciera los retratos de su hija la reina Amalia, de su yerno Carlos III y de sus nietos todos, con prohibición de tomar precio alguno. Interrumpida la pensión, no podía cumplir el mandato, e instándole el ministro napolitano en Roma a ir a aquella corte, le estrechó para que le indicara los precios a que la de Dresde le pagaba sus obras. Se los designó Mengs, aunque manifestándose resuelto a cumplir la orden de su Monarca; y por respuesta se le dijo que la reina de las Dos Sicilias consideraba ser mucho precio para retratos, y que no los necesitaba de su paleta. Mengs tenía muy poco trato de mundo para sospechar que en esto hubiera amaño de envidia, ni aun cuando al encargarle poco después Carlos III un cuadro para su capilla de Caserta, adelantándole trescientos zequines por la mitad del precio, recibió una carta del arquitecto principal del Soberano con el aviso de que no se diera prisa, pues en mucho tiempo no haría falta. Al cabo comprendió tan ruines maquinaciones en ocasión de venir de Nápoles el ministro polaco en Roma, conde de Lagnasco, quien le aseguró que tenía a la Reina muy enojada por su negativa a hacer los retratos sin rebajarle nada de precio, y que, no queriendo tampoco acabar el cuadro de Caserta, se habían encargado los demás a otros pintores. Sin levantar mano lo acabó Mengs, y llevóselo a Carlos III al tiempo en que heredaba el trono de España y se prevenía para el viaje. Muy benignamente le recibió el Soberano, comprendiendo su mérito sumo, y desde entonces concibió el designio de llamarle a su nuevo reino, como lo efectuó a los dos años, ofreciéndole por conducto de D. Manuel de Roda, su ministro en la corte romana, dos mil doblones anuales, casa, coche, todos los gastos de pintura y dos buques de guerra que de Nápoles volvían a España.

Constantemente Carlos III colmó a Mengs de liberalidades: cuando vino a su corte, recibióle de suerte que él mismo se llenó de asombro: deteriorado de salud por el excesivo trabajo, le consintió volver a Roma, y detenerse allí a pintar en el Vaticano, y luego en Nápoles, y después en Florencia, aunque ya repuesto del todo: a los dos años de su nueva residencia en Madrid autorizóle para que se retirase definitivamente a la capital del mundo cristiano con el sueldo de tres mil escudos y de otros mil por vía de dote a sus hijas: muerto a los cincuenta y un años el artista famoso, aumentó el Monarca a las cinco el dote, concediendo además pensiones vitalicias a sus dos hijos. Tanta estimación hacia Carlos III del mérito incomparable de Mengs, sin rival por entonces, que de su pincel quiso que fueran cuantos cuadros adornaran su dormitorio. Allí estuvieron, pues, juntos el de la Vírgen con el Niño Jesús, San Juan y San José, que hizo en España antes que otro alguno, y produjo tal efecto, que hasta la emulación misma debió fingir el aplauso; dos de menos de vara de altura, representando el uno la Concepción y el otro San Antonio de Padua, y llevados siempre por el Soberano a los Sitios Reales; el famosísimo del Descendimiento, en el cual supo reunir, según su apologista1186, la gracia de Apeles, la expresión de Rafael, el claro-oscuro de Correggio y el colorido de Ticiano; además el del Padre Eterno y el Espíritu-Santo, los de la Oración del Huerto, de los Azotes, de la Cruz acuestas y de la Aparición de Cristo resucitado, y dos pinturas apaisadas, una figurando a San Juan y otra a la Magdalena. Al pintar el Descendimiento expresó Mengs la intensidad del dolor más profundo, figurando en el cadáver de Cristo, sin llagas ni sangre, los infinitos padecimientos de su agonía y de su muerte; en la postura estática de la Virgen con los brazos caídos, clavada la vista en el Cielo, y como ofreciendo al Padre aquel inmenso sacrificio, una aflicción que no se puede contemplar con ojos enjutos; en el abundante llanto de la Magdalena, al cuidar del cadáver Santo, la ternura de su alma; y el acerbo sufrir de un joven robusto, que no puede romper a llorar, en San Juan, con los músculos de la frente hinchados y los ojos preñados de sangre. Por el contrario, al cuadro del Nacimiento quiso dar la belleza más risueña que pueden discurrir la razón y gozar los sentidos, siendo su intención luchar con Correggio en su famosa Noche, no poniendo más luz que la que despide el recién nacido, representando a la Virgen con tina hermosura heroica, y media entre lo divino y lo humano, e iluminando la feliz escena de modo que parece como que la vista se pasea por detrás de las figuras. Cuando el Monarca español recibió este cuadro excelente fue su entusiasmo tal, que mandó cubrirlo con un cristal de igual tamaño.

Otras muchas pinturas siguen perpetuando la fama de este artista filósofo dentro y fuera de España; y merecen especial mención la bóveda de la cámara y la del comedor de Carlos III, que figuran la corte de los dioses y la apoteosis de Trajano. Del mérito que Mengs contrajo en la enseñanza dan testimonio diversos frescos de la mansión regia ejecutados por discípulos suyos: tales son la caída de los Gigantes, la apoteosis de Hércules, la institución de las cuatro órdenes militares, de la del Toison de Oro y Carlos III, la Felicidad Pública, la Providencia, la rendición de Granada, de D. Francisco Bayeu; y la Verdad, la apoteosis de Trajano, la representación de Juno mandando a Eolo que desencadene contra Eneas los vientos, y las cuatro virtudes cardinales, debidas al pincel de D. Mariano Maella. Artistas que hoy todavía ganan fama se entroncan muy de cerca por cierto con Mengs, a quien se puede llamar exactamente padre de la nueva generación de pintores. D. Gregorio Ferro, discípulo suyo, fue el maestro que tuvo en Madrid D. José Madrazo antes de que a principios de siglo fuera a perfeccionar sus estudios en París y Roma.

Ya en tiempos de Carlos III gozaba de celebridad otro pintor ilustre, que durante el reinado de Carlos IV estuvo en todo su auge, y ha llegado hasta nuestros días; el originalísimo y nunca bastante alabado aragonés D. Francisco Goya, muy estimado por el infante D. Luis, a quien retrató con su esposa y sus tres hijos1187, y por cuyo encargo hizo el retrato de D. Ventura Rodríguez para tenerlo en su morada.

Con D. Felipe de Castro, gallego, discípulo de D. Domingo Martínez en Sevilla, de Maini y de Valle en Roma, premiado por la Academia de San Lucas, traído a Madrid por Fernando VI, empezó a recobrar la escultura su majestuoso brillo en España, como lo acreditan las estatuas de los emperadores Trajano y Teodosio en el patio grande de Palacio. Sin más que recorrer el paseo del Prado de Madrid se ven y se palpan en sus fuentes los progresos de este arte mientras Carlos III ocupó el trono. Pregonándolos están allí la Estatua de la diosa Cibeles, ejecutada por don Francisco Gutiérrez, que estudió no menos de doce años en Roma, y de quien hizo Mengs grande aprecio por el buen gusto con que plegaba los paños; las estatuas de Apolo y las cuatro Estaciones, de D. Manuel Álvarez, discípulo el más distinguido de la Academia de San Fernando, y llamado por los profesores el Griego a causa de su afán por imitar las formas y corrección del antiguo, como de la prolijidad con que terminaba sus obras; la estatua de Neptuno y los caballos marinos, de D. Juan Pascual de Mena, gran maestro, y que amaba a sus discípulos como a hijos; los niños de la fuente de la Alcachofa, de D. Antonio Primo, que, falto de recursos, había debido a la Academia de San Fernando el sustento mientras al lado de D. Roberto Michel lograba enseñanza, y el tritón y la nereida que sostienen la columna de la misma fuente, de D. Alfonso Vergaz, de cuyo cincel es también obra la buena estatua erigida a Carlos III por la gratitud de D. Antonio Tomé en Burgos.

Nunca el arte de grabar en láminas y en hueco había rayado ni ha vuelto hasta ahora a rayar entre nosotros a la altura que entonces. Muy privilegiado lugar merece D. Pascual Pedro Móles, alumno de Vergara en Valencia, de Tramulles en Barcelona, de Dupui en Paris, adonde fue con el fin de completar sus adelantos a expensas de la junta de comercio de Cataluña. Por gratitud a ella y por patriotismo negóse reiteradamente a admitir las seductoras ventajas que le ofrecieron diferentes embajadores, queriéndole llevar a su país respectivo todos en competencia, después de admirar la valentía de su buril en sus famosas láminas de San Gregorio Magno al rehusar la tiara, de San Juan Bautista en el desierto y de la Pesca del Cocodrilo. Vuelto a Barcelona, donde grabó perfectamente el retrato del marqués de la Mina, correspondió a la protección que debía al comercio esmerándose con ahínco por sacar buen fruto de la enseñanza hasta el año de 1797, en que, alucinado de resultas de un asunto de delicadeza, se tiró por un halcón de su casa. Entre sus discípulos es digno de mención especial D. Blas Atmeller, que acabó la lámina de la Caza del Avestruz, empezada por su maestro, e hizo, entre otras, la de San Gregorio Magno, del Españoleto, la del Aguador de Sevilla, de Velázquez, y la de Santa Rosa de Lima, de Murillo.

Donde quiera son conocidísimos y muy celebrados D. Manuel Salvador Carmona, por su magistral facilidad en el agua fuerte, con la que dejaba sus láminas casi concluidas; D. Fernando Selma, por la pastosidad de su buril, y los dos por su inteligencia y buen gusto. Carmona grabó muchos retratos, y de su maestría dan idea el del teniente general D. Jaime Masonés de Lima, el de los padres del artista, el grande de Carlos III, el de D. Juan Iriarte: su lámina del cuadro de los Borrachos, de Velázquez, pintorescamente tocada, y de la famosa estatua de San Bruno, obra del cincel de Pereira, le aseguran imperecedero renombre. Selma grabó más láminas de empeño, como la de San Ildefonso recibiendo la casulla de manos de la Virgen María, en que supo conservar la gracia y ternura de Murillo, y el Pasmo de Sicilia, de Rafael, con toda la majestad de composición tan hermosa y la expresión incomparable de las figuras. Suavidad extrema y soltura maravillosa resaltan en su propio retrato, el del conde de Gausa, el del doctor D. Francisco Solano de Luque y el de D. Vicente García de la Huerta1188. D. Francisco Muntaner, con las Hilanderas de Velázquez y el San Bernardo de Murillo; los dos Vázquez, don Bartolomé, con la Pastorcita de Zurbarán, y D. José, con la Santa Águeda de Andrés Vaccaro; Moreno de Tejada, con el retrato de D. Pablo Olavide; Enguídanos, con la Caridad Romana, ilustran al par la buena época del grabado en láminas, que empieza en D. Pascual Pedro Móles y acaba en D. Rafael Esteve, célebre en toda Europa a consecuencia de su preciosa lámina del gran cuadro de las Aguas, que bastaría por sí solo para inmortalizar a Murillo.

Dos castellanos viejos, uno de Salamanca y otro de Zamora, D. Tomás Francisco Prieto D. Gerónimo Antonio Gil, se aventajaron a todos como grabadores en hueco. Por el año 1747 se dio a conocer Prieto en la corte, haciendo oposición a la plaza de primer grabador de la Casa de la Moneda y alcanzándola a propuesta de los censores D. Juan Domingo Olivieri, D. Felipe de Castro y D. Juan Bernabé Palomino. Suyas son la medalla mandada acuñar por Fernando VI a consecuencia de haber echado a pique nuestra armada a la capitana argelina; la destinada por la Academia de San Fernando a los que obtuvieran los premios extraordinarios ofrecidos en honor de la gloriosa defensa del Morro, teniendo en el anverso los retratos de Velasco y el marqués Gonzalez y en el reverso el asalto del castillo;otra con motivo del casamiento del príncipe de Asturias; el retrato de la grabada para perpetuar la memoria de la colonización de Sierra Morena; la de la casa de Correos; las de las Sociedades Económicas de Madrid y Sevilla. Desde el año de 1772 tuvo escuela en su casa a expensas de Carlos III, y por entonces trabajó las matrices para la renovación de la moneda en las casas de España e Indias: a su muerte, ocurrida el año de 1782, le sucedió Sepúlveda, su discípulo y yerno, en sus destinos, honrando por su habilidad al maestro. Tanto o más le honró Gil, pensionado por la Academia para que aprendiera a su lado, y elegido como primer grabador de la Casa de la Moneda de Méjico a consecuencia de sus adelantos. Su corrección de dibujo e inteligencia en el bajo relieve se pueden observar en las medallas de la junta de cosecheros de Málaga, de premios de la Real Academia Española, del nacimiento del infante D. Fernando, hijo del príncipe de Asturias, de la muerte de Carlos III, donde están representadas las Bellas Artes llorando sobre el sepulcro de su augustísimo patrono, y especialmente las dos de la estatua eeuestre de Carlos IV, colocada en la plaza Mayor de Méjico el año de 1796, durante el virreinato del marqués de Branciforte, esculpida por el célebre mejicano D. Miguel Tolsa, y tan acabada que, al decir de un varón preclaro, exceptuando el Marco Aurelio de Roma, sobrepuja en hermosura y pureza de estilo a cuanto de este género nos queda en Europa1189.

Antes de marchar Gil a Méjico abrió, juntamente con Sepúlveda, los seis mil seiscientos punzones y las ocho mil matrices para el obrador de fundación establecido en la Imprenta Real por aquellos días; abundante colección, compuesta de quince grados de letras, desde la más chica a la de mayor cuerpo conocida en Europa, sin contar los caracteres orientales; punzonesy matrices con que desde 1780 hasta nuestros días se han hecho las fundiciones usadas en las ediciones clásicas procedentes de este establecimiento. Y aquí toca hacer mención muy honrosa de D. Francisco Javier de Santiago Palomares, que, en unión del bibliotecario mayor D. Juan de Santander, dirigió la gran obra del juego completo de punzones y de matrices. Palomares, habilísimo en dibujar a la pluma y con tinta de China, paleógrafo notable, pendolista excelente, publicó el año de 1774 el arte de escribir de Morante, ilustrado y perfeccionado, logrando así resucitar el buen gusto y gallarda forma de la letra española, y cuyo lustre han sustentado posteriormente los Toríos e Iturzaetas. Por mano de Palomares están escritas las inscripciones que, grabadas en bronce, se leen sobre la puerta de Alcalá y la casa de los Gremios, y en la cloaca de Madrid fuera de la puerta de Atocha, en el puente de Viveros y en la lápida sepulcral del conde de Gausa.

A la sombra de la protección regia y del mérito de tales artistas se introdujeron varias mejoras en la Academia de San Fernando, ya aumentando sus colecciones de cuadros, y esos y dibujos, entre los que se cuentan los de las pinturas de la Albambra, sacados por comisionados especiales; ya añadiendo a los estudios el de las matemáticas y el de la anatomía; ya dando gran pompa a la distribución de los premios a los alumnos, solemnidad en que lucieron su imaginación y elocuencia los más célebres poetas y oradores del tiempo. Este mismo benéfico influjo cundió a las provincias, y así nacieron las escuelas de dibujo de Barcelona y de Sevilla, la Academia de San Carlos de Valencia y la junta preparatoria de la de San Luis de Zaragoza. También la Academia de San Carlos de Méjico se creó entonces, y de modo que el célebre Humboldt, ya citado, y vivo aún por fortuna para gloria y esplendor de las ciencias, ha escrito estas literales palabras: «El Gobierno la concedió una muy espaciosa casa, en la que se halla una colección de modelos en yeso más hermosa y completa que en ninguna parte de Alemania. Admira el ver que el Apolo de Belvedere, el grupo del Laoconte y estatuas mucho mayores aún han podido pasar entre los montes por caminos muy estrechos; y sorprende el hallar estas obras maestras de la antigüedad reunidas en la zona tórrida, en una eminencia superior a la del convento del Gran San Bernardo. Esta colección, puesta en Méjico, ha costado al Rey cerca de ochocientos mil reales... Las rentas de esta Academia ascienden a cuatrocientos noventa y dos mil reales, de los cuales el Gobierno da doscientos cuarenta mil, el cuerpo de mineros cerca de cien mil y el consulado más de sesenta mil. Esta Academia ha adelantado y extendido mucho el buen gusto en toda la nación, y principalmente en cuanto tiene relación con la arquitectura; y así es que en Méjico, y aun en Guanajuato y en Querétaro, hay edificios que han costado cuatro y aun seis millones, y están tan bien construidos que podían hermosear las mejores calles de París, de Berlín o de Petersburgo.»

No menos cooperaron a tan rápidos adelantos muchas obras publicadas entonces. D. Diego Rejón de Silva imprimía un Diccionario de las Nobles Artes para instrucción de los aficionados y uso de los profesores, una traducción del Tratado de la Pintura por Leonardo de Vinci y Los tres libros que sobre el mismo arte escribió León Bautista Alberti, y un poema didáctico, titulado La Pintura, y dividido en tres cantos para tratar del dibujo, de la composición y del colorido: D. Antonio Ponz adquiría justo renombre con su interesante e instructivo Viaje de España, en que se da noticia de las cosas más apreciables y dignas de saberse que hay en ella: D. Diego Villanueva, hermano del D. Juan tan conocido y celebrado, daba a luz en Valencia unas Cartas críticas, ridiculizando las obras defectuosas de arquitectura que todavía se ejecutaban en la corte1190: D. José Ortiz y Sanz trasladaba al castellano Los diez libros de Arquitectura de Vitrubio, emprendiendo de propósito un viaje a Italia, aclarando textos oscuros, y mereciendo por todo que el Monarca hiciera la impresión a su costa: D. Eugenio Llaguno y Amirola coleccionaba sus preciosas Noticias de los arquitectos y arquitectura de España: D. Antonio Rafael Mengs, tan sublime en sus máximas como en sus cuadros, consignaba en el papel sus Reflexiones sobre la belleza y gusto en la Pintura para señalar como fruto de su buena voluntad y larga experiencia el camino por donde había llegado a ser lo que era en este arte, y con el fin de que se aprovecharan de su doctrina cuantos emprendieran tal estudio; sobre principios excelentes fundaba sus Lecciones prácticas de Pintura, y acreditaba una vez más su superior inteligencia en sus Pensamientos sobre los grandes pintores Rafael, Correggio, Ticiano y los Antiguos1191. Don Celedonio de Arce, de quien es una estatua ecuestre de marfil representando al Soberano y grabada a buril por D. Juan Antonio Salvador Carmona, publicaba sus estimables Conversaciones sobre la Escultura1192.

Ya apuntados tan auténticos datos, justo es decir que por el franco lenguaje de la verdad, y no por el artificio de la lisonja, está dictada la inscripción esculpida sobre el pedestal de la estatua levantada por D. Antonio Tomé en Burgos, pues dice de este modo: A Carlos III, padre de la patria, restaurador de las artes.








ArribaEpílogo

Seis lustros de gobierno más uniforme que los del reinado de Carlos III no los presenta la historia de España. Yerro fue sin duda, no tanto apartarse de la neutralidad establecida por Fernando VI, como obrar así de resultas del Pacto de Familia: sin embargo, ya en guerra, se dirigen las hostilidades por buen rumbo, y son expulsados los ingleses de Honduras, tremola nuevamente el pabellón español en Menorca, se dedican a la reconquista de Gibraltar los más heroicos esfuerzos, y en tiempo de Floridablanca disminuye mucho la importancia que aquel tratado tuvo mientras figuraron Wall y Grirnaldi de ministros. También el perjuicio de indisponernos con Portugal por negarse a combatir al lado de España se enmienda a consecuencia de los enlaces entre ambas Reales familias, adquiriendo antes las islas de Fernando Poo y Annobon los españoles, y quedando la colonia del Sacramento definitivamente por suya. Malograda la expedición contra los argelinos, se alcanza con las negociaciones lo que no con las lides, y los piratas africanos cesan de invadir nuestras costas, y de ellas zarpan bajeles que surcan libremente el Mediterráneo y abordan sin peligro a las de Levante. España vuelve entonces a figurar de una manera digna en Europa, y de modo que, armadas unas contra otras sus más poderosas naciones, y sin saber por dónde llegar al reposo, se fijan en Carlos III, le nombran acordes por árbitro de sus querellas, y rinden el más solemne tributo a la inviolabilidad de su justicia.

Bajo el cetro paternal de Rey tan preclaro empiezan a servir de base los buenos principios administrativos a las leyes dictadas para gobernar las provincias españolas y las posesiones americanas. Muy feliz en la elección de sus ministros, desafectísimo a mudarlos, de forma que solo Wall, Esquilache y Grimaldi dejaron de serlo en vida y contra su voluntad expresa, logra regularizar un sistema invariable y digno de aplauso. Con perseverancia superior a la resistencia que hallan las reformas, cuando los abusos vienen de antiguo, nunca desiste de plantearlas, y por inspiración propia, o aprobando sabias consultas, inicia las cuestiones que no resuelve, señala de continuo el camino que no puede andar al paso que anhela, y para dejarlo expedito mejora la enseñanza; ilustra la opinión pública sin descanso; crea las Sociedades económicas, tan propagadoras de las luces; ensancha los horizontes del pensamiento, dando libertad a la imprenta, no la libertad desenfrenada y licenciosa, que aparece como una furia y aspira a desquiciarlo todo, sino la justa, la moderada, la que respeta la religión y sus prácticas, la que reconoce la autoridad soberana y el poder legítimo, y la que se abstiene de manchar el honor de los prójimos con detracciones y calumnias. A la sombra del buen orden y de la elevación y fijeza de miras, se organiza un ejército respetable; se forma una marina como jamás la tuvo España; se cubren todas las necesidades del Estado; sube el crédito nacional a grande altura; toma distinto aspecto el suelo patrio con los caminos y canales de navegación y de riego, el cultivo de nuevos campos, la animación de los talleres, el incremento de las empresas mercantiles, el estudio de las ciencias, y la restauración de la literatura y de las artes.

No haciendo innovaciones ni copiando a los extranjeros, sino restableciendo prácticas antiguas, o procurándolas a tenor de la doctrina de teólogos, jurisconsultos y canonistas españoles, triunfa entonces el regalismo, no con el avasallamiento de la Iglesia por el Estado, sino con la independencia del Estado en materias no dogmáticas ni rituales, sobre las que es oráculo infalible la Iglesia, todo sin menoscabo alguno del sentimiento monárquico y religioso, tradicional en los españoles, y acatadísimo de palabra y obra por cuantos coadyuvaron a la gloria de Carlos III. Es de notar que, mientras reina, ventila con la Santa Sede cuestiones de gravedad suma, y que, sin embargo, ni un solo día falta nuncio de Su Santidad en la corte de España, ni representante español en Roma.

Por la decadencia del poder de la Inquisición y el auge de la autoridad del Consejo se explican los prodigiosos adelantos conseguidos en aquel tiempo venturoso. Continuando por la misma senda, aun sin acelerar el paso, no deploráramos hoy los continuos trastornos que afligen a la amada patria, y en riqueza y en civilización iriamos, si no a la par, muy a los alcances de las principales naciones de Europa, que divisamos con ojos afligidos a enorme distancia. Tristemente, no yertas aun las cenizas de Carlos III, asusta a Europa la revolución de Francia, grande en la violencia y el heroísmo, en los delirios y los aciertos, en los crímenes y las virtudes; creciendo bajo la Asamblea Constituyente, la Asamblea Legislativa y la Convención Nacional; menguando bajo el Directorio y el Consulado; viniendo a parar en la dominación de un grande hombre bajo el Imperio; soñando con la libertad para yacer en la anarquía y despertar al despotismo; absorbiendo siempre la atención general del mundo. Entonces, cuando España necesita más actividad y circunspección en sus gobernantes, se inaugura un desconcierto que la atribula, y unos tras otros ve desaparecer de la escena política a los claros varones que se desvelan por encumbrarla a lo más alto. Después de presidir las Cortes convocadas para jurar príncipe de Asturias al primogénito de Carlos IV, dimite el conde de Campomanes el puesto de gobernador del Consejo (1791). De repente se destituye al conde de Floridablanca del Ministerio, se le ocupan todos sus papeles y es desterrado a Murcia (1792); pocos meses más tarde le conducen preso a la ciudadela de Pamplona, se le secuestran sus cortos bienes, y se le hace recelar el más horrible desamparo en el último tercio de su vida: bien que su ánimo heroico le impulsa a no malograr los auxilios que debe a Dios en las tribulaciones, hasta el extremo de manifestar solemnemente que se conformaría con no tener nada y vivir a merced de los que quisiesen socorrerle. No más de nueve meses figura como primer ministro el conde de Aranda: luego continúa en la corte; pero, al terminar una sesión del Consejo de Estado, se le confina a la Alhambra de Granada (1794), y sólo por gracia especial se le autoriza para trasladarse a Aragón sin pasar por la corte. D. José Nicolás de Azara, tras de lucir la firmeza de su carácter y la superioridad de su talento mitigando como embajador español los rigores de Bonaparte contra Roma; tras de representar dignísimamente en París, y durante circunstancias muy difíciles, a su patria, se ve obligado a escribir a D. Luis Urquijo, su jefe, sobre su cesación en tan alto cargo de este modo (1799): Yo siempre he querido salir por la puerta y no ser echado por la ventana, y V. no me negará que me ha hecho despedir con toda la apariencia y aparato de una desgracia completa y de un destierro. D. Gaspar Melchor de Jovellanos, nombrado para la embajada de Rusia, ministro de Gracia y Justicia muy pocos meses, a pesar del aplauso general con que tan atinada elección se recibe, sale confinado primero a Asturias y después a Mallorca (1801), donde le acogen obsequiosos los cartujos de Valdemuza y le trata el gobernador del castillo de Bellver con incalificable dureza.

Un motín pone término en Aranjuez al reinado de Carlos IV. A la sazón se halla invadida España por tropa extranjera: ha entrado como amiga, y está en vísperas de declararse contraria: de triunfo en triunfo ha sojuzgado a las más fuertes naciones de Europa y pretende avasallar a los españoles: Napoleón, el hombre más superior que desde César vieron los siglos, cree empresa fácil la de establecer su dominación donde Sagunto aterró a Cartago, y Numancia a Roma, y donde una lucha heroica de ocho siglos testificó a la faz del mundo cuánto aman los españoles su independencia, cuánto abominan el yugo extraño. No bien traslucen la perfidia con que se les trata, suena en Madrid el patriótico grito del Dos de Mayo, y las provincias todas lo repiten a una. Todas se arman en masa; todas ansían la pelea; todas cuentan con la victoria; todas aclaman a su Dios, su Rey y su Patria; todas anhelan la regeneración política de la monarquía; todas suspiran por gobierno. Muy a los principios de la lucha se adornan con los laureles de Bailén y de Zaragoza, y erigen una Junta Central para que uniforme los ímpetus de su heroismo. A la cabeza de esta Junta figura un octogenario eminente, el conde de Floridablanca, veneradísimo en Murcia después de oprimido en Pamplona; reservado por singular providencia de Dios para que librara a España de su ruina en el momento del peligro; repuesto al cabo en su antigua dignidad por el sufragio unánime de sus conciudadanos; elegido presidente de la Junta Central Suprema de España e Indias, reunida principalmente por su diligencia en circunstancias sumamente azarosas para el Estado. Elevando la nación a la cumbre de los honores al conde de Floridablanca, por espontáneo y universal impulso, a la hora de pelear en defensa de lo más sagrado y de fundar su regeneración sobre sólidas bases, hace la apoteosis de Carlos III, y sanciona solemnemente la legitimidad de la fama, que se le aumenta a medida que pasan años.