Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoLibro sexto


ArribaAbajoCapítulo I

Cómo estando ya reducidos los lugares de la Alpujarra, Álvaro Flores y Antonio de Ávila saquearon a Válor, y se perdieron con la gente que llevaban


Procuraba el marqués de Mondéjar por todas las vías posibles cómo acabar el negocio de la redución, y prender o matar a Aben Humeya y al Zaguer; y habiendo errado de prenderlos Gaspar Maldonado, traía espías sobre ellos, especialmente a los Aben Zabas de Válor, que eran sus enemigos. Estando pues con este cuidado, fue avisado como acudían algunas noches a aquel lugar, y que Aben Humeya había de venir a celebrar una boda a las casas de su padre, donde podría ser con facilidad preso si a deshora daban sobre él cuarenta o cincuenta hombres de hecho, porque eran pocos los moros que le acompañaban. Y mandando llamar a Jerónimo de Tapia y a Andrés Camacho cuadrilleros, hombres del campo y muy pláticos en aquella tierra, les encargó que con toda diligencia procurasen hacer aquel efeto con cuarenta soldados escogidos de sus cuadrillas. Partieron de Órgiba a 25 días del mes de marzo, y llegando de parte de noche a Válor el alto, dejaron la gente emboscada entre unas matas, y ellos dos solos llegaron a las casas; y hallando las puertas abiertas, entraron dentro y encendieron lumbre, y anduvieron todos los aposentos, y no hallando gente ni señal de haber morado allí nadie muchos días había, tornaron a salirse, y se fueron hacia donde habían dejado los soldados. En el camino oyeron ruido en Válor el bajo, y sintiendo crujidos de ballestas, y estando escuchando, vieron salir de las casas un moro con dos bagajes menores cargados; y aguardándole en un paso del camino, salieron a él y le prendieron, para saber qué gente era aquella que tiraba con las ballestas; el cual les dijo como Aben Humeya quedaba dentro del lugar en casa de un morisco su amigo haciendo la zambra de una boda, y que estaban con él muchos ballesteros y escopeteros, monfís y gandules, y otros que le habían ido a buscar después de la entrada de Lároles. Con esta nueva se volvieron los cuadrilleros, no se atreviendo a entrar en el lugar con tan poca gente, porque estaba muy poblado, a causa de haberse reducido en él los vecinos del lugar alto y de otras partes; y llegados a Órgiba, informaron al marqués de Mondéjar de todo lo que el moro les había dicho; y preguntándoles qué gente bastaría para cercar el lugar y hacer el efeto que se pretendía, le dijeron que cuatrocientos hombres sería número suficiente para ello. Aquella noche vino Álvaro Flores de fuera, y el Marqués les mandó a él y al capitán Antonio de Ávila, vecino de Madrid, que con seiscientos arcabuceros escogidos de todas las compañías, llevando consigo los dos cuadrilleros, fuesen a Válor el bajo; y, cercando de parte de noche el lugar de manera que no fuesen sentidos, avisasen a cualquiera de los Aben Zabas, para que les mostrasen las casas donde podía estar Aben Humeya; y cercándolos a un tiempo, trabajasen por prenderle o matarle; y no le hallando, se informasen si había estado allí aquellos días, y donde se había recogido. También se entendió que mandó a Álvaro Flores que pidiese a los regidores le entregasen las moriscas de su majestad, que se les habían dado en depósito en Juviles, y que las llevase a Órgiba, donde se recogían las demás. Con esta orden salieron los capitanes del campo miércoles 30 días del mes de marzo, y al pasar de la puente que está junto al lugar de Albacete, hicieron su reseña, y hallaron que llevaban seiscientos y cincuenta hombres, sin otros que los siguieron después sin orden, entendiendo que iban a hacer   —254→   algún buen efeto, y algunos aventureros que llevaban cantidad de dineros para emplear en esclavas, ropa y joyas, porque en semejantes jornadas que estas siempre tenían los soldados aprovechamiento de buena o de mala guerra; y hallando al pie de la obra quien se lo comprase, lo daban por poco dinero. Juntándose pues al pie de ochocientos hombres, caminaron todo aquel día hacia la mar, dejando a Válor a la mano izquierda, por desmentir las espías. Otro día encontraron cuarenta soldados del presidio de Motril, que estaban en una rambla bien descuidados esperando que llegasen otros compañeros para ir a saquear un lugar; y llevándoselos consigo, prosiguieron su camino, dando vueltas a una parte y a otra; y el viernes bien de mañana vieron bajar por un cerro abajo otros cincuenta soldados huyendo, y muchos moros que los venían siguiendo dando grandes alaridos. Estos eran de Adra, y habían salido más de ciento juntos, y repartidos en dos cuadrillas, para saquear a un tiempo los lugares de Murtas y Turón. En Turón se habían defendido los moros, y muerto once dellos; y en Murtas se habían aposentado la noche en la iglesia, y los vecinos les habían dado de cenar, y de almorzar a la mañana, y a la partida, en pago del hospedaje, les habían saqueado las casas, y cargados del despojo, iban huyendo, y los moros tras dellos dando voces; y si no acertara a llegar nuestra gente, los degollaran a todos. Recogiéndolos pues los capitanes con la otra gente, fueron haciendo un gran rodeo hasta Válor, donde llegaron sábado en la noche a 2 días del mes de abril; y antes de llegar al lugar repartieron la gente en dos partes para poderlo cercar a un tiempo. Antonio de Ávila y Jerónimo de Tapia tomaron la ladera por una vereda que iba derecha a las casas, y Álvaro Flores y Camacho fueron por un barranco que se había de pasar para tomar lo alto a la parte de la sierra. Habían de llegar todos a un tiempo; y como Álvaro Flores tenía más camino que andar y más impedimento, por ser el barranco grande y hondo, llegó Antonio de Ávila a su puesto primero que él. Los moros tenían su cuerpo de guardia en el camino junto a una cruz, por temor de los soldados que andaban haciendo daño; y adelantándose Jerónimo de Tapia, llegó a ellos y les dijo que no se alborotasen, porque eran soldados de Álvaro Flores que andaban visitando la tierra; y conociéndole uno de los Aben Zabas que estaba con ellos, se fue para él y le abrazó, y le rogó que entretuviese la gente mientras iba a verse con Álvaro Flores, porque ya tenía aviso de lo que iban a hacer. Sucedió pues que, yendo Aben Zaba el barranco arriba por defuera de las casas en busca de Álvaro Flores, llamándole por su nombre, y con la salvaguardia que tenía del marqués de Mondéjar en la mano, como hacía luna y se devisaba el bulto desde lejos, un soldado le tiró un arcabuzazo, y no le errando, le derribó muerto en tierra. Los moros que iban con él dieron luego voces, y los cristianos tocaron arma; y dando los de Antonio de Ávila en los que estaban de guardia en la cruz, los unos y los otros entraron de tropel en el lugar, y matando cuantos moros les venían por delante, saquearon las casas, captivaron las mujeres, y como si fueran muy de propósito a hacer aquel efeto, recogieron la presa en la iglesia. No era bien amanecido, cuando los moros que habían podido huir de los soldados comenzaron a echar ahumadas por la tierra, y los dos cuadrilleros, como hombres práticos, dijeron a los capitanes que de su consejo dejasen la presa y se recogiesen con tiempo, porque tenían ocho leguas de camino áspero y fragoso hasta llegar a Órgiba, y si cargaban enemigos, correrían riesgo de perderse. Álvaro Flores quisiera tomar su consejo; mas Antonio de Ávila burló dél, diciendo que con la gente que allí tenía atravesaría toda África, llevando mayor presa que aquella. Con este no menos cudicioso que soberbio parecer se conformaron todos los soldados y aventureros, y sacando las moras de la iglesia siendo ya alto el día, hicieron dos escuadrones; con el uno tomó la vanguardia Álvaro Flores, y el otro quedó de retaguardia a orden de Antonio de Ávila; y metiendo las moras en medio, que pasaban de mil y docientas almas, con algunas mangas de arcabuceros a los lados, mientras marchaban los unos y los otros, Antonio de Ávila con docientos y cincuenta soldados hizo alto junto a las casas, por si los enemigos, que ya acudían dando alaridos por aquellas laderas, quisiesen hacer algún acometimiento a la bajada de una loma, por donde necesariamente había de ir la gente a dar al camino real. A este tiempo los moros, despojados de sus mujeres y hijos y de sus haciendas, conociendo haber sido desorden la que se había hecho, enviaron dos hombres delante, que dijesen a los capitanes que mirasen que tenían salvaguardia del marqués de Mondéjar y estaban reducidos, y que no había causa por donde hacerles tanto mal; que si había sido inadvertencia de algunos soldados, lo pasado fuese pasado, y les dejasen sus mujeres y hijos, porque ellos querían paz y quietud en sus casas, y de lo contrario, tomaban a Dios por testigo. A los cuales respondió Antonio de Ávila con palabras injuriosas, llamándolos de perros traidores a Dios y al Rey, que teniendo al tirano en sus casas, le habían avisado para que se fuese; y les mandó tirar de arcabuzazos. Viendo esto los moros, acudieron como quinientos, la mayor parte desarmados, y acometieron como hombres desesperados a los docientos y cincuenta soldados al tiempo que iban bajando la cuesta de la ladera; y desbaratándolos, mataron a Antonio de Ávila y más de treinta dellos; los otros dieron todos a huir vilmente hacia el escuadrón. Estaban todos los reducidos alterados por los daños que la gente desmandada les hacía desde la entrada de Lároles, y cuando corrió la fama por los lugares convecinos de lo que habían hecho en Válor, y como se llevaban todas las mujeres captivas, no se mostraron nada perezosos en acudir a las ahumadas, y ejecutando animosamente por donde veían mejor entrada en los desordenados soldados, que a un tiempo les faltó consejo, disciplina y ánimo, como iban caminando, les salían de través por los pasos y veredas que sabían, y los herían y mataban a su salvo. Un golpe de moros cortó por medio de los escuadrones donde iban las mujeres captivas, y matando más de cincuenta soldados, les quitaron más de trecientas dellas y se las llevaron. Tras destos entraron otros y otros, hasta que no dejaron ninguna, yéndose peleando tan flojamente de nuestra parte, que parecía ira del cielo la que perseguía aquellos cudiciosos soldados. Caminando pues cuanto podían, llegó la vanguardia a una angostura que se hace entre dos sierras, donde forzosamente habían   —255→   de pasar desordenados; y dejando de tomar las cordilleras altas, como gente de disciplina, se metieron por un valle angosto y hondo, donde apenas podían ir aparcados; y como los delanteros se diesen priesa a caminar por salir del mal paso, dejando a los traseros en el peligro, hicieron un hilo tan largo, que tuvieron lugar los moros de atajarlos; y entrándoles por muchas partes, los acabaron de romper, matando al capitán Arrieta, que animosamente había resistido gran rato, haciendo algunas vueltas sobre los enemigos. Mientras la gente se alargaba, el capitán Álvaro Flores y Camacho trabajaron su posible por detener los soldados que huían; y viendo que el trabajo era en vano, porque los moros crecían y los cristianos desmayaban cada hora más, acordaron de ponerse en cobro embreñándose por aquellas sierras hacia la parte que la fortuna los echase, y para ir más ligeros fueron dejando las armas y los vestidos. Camacho se salvó, y Álvaro Flores, faltándole el aliento, se arrimó a una peña, y allí le alcanzaron los enemigos y le mataron. Este fue un infelice suceso con que los moros tomaron ánimo, porque se perdieron aquel día al pie de mil cristianos y mucha cantidad de armas y de dineros que llevaban, con que se satisficieron bien del daño recebido en Lároles. Y verdaderamente pareció ser juicio de Dios, porque debiendo bastar un soldado para diez moros viles y desarmados, hubo moro que mató diez cristianos, hallándolos tan cargados de miedo y de cudicia juntamente, que aun en la presencia del peligro no querían soltar la presa que llevaban en las manos. Sesenta soldados se apartaron por un Valle abajo, y fueron a parar a la villa de Adra, porque tuvieron buena guía. Otros cincuenta se hicieron fuertes en la torre de una iglesia, y allí los cercaron los moros y los quemaron vivos; pocos fueron los que pudieron escapar con los cuadrilleros por la sierra; los otros todos perecieron. Acabado de seguir el alcance, que duró más de cuatro leguas, porque como llegaban en paraje de los lugares cansados y fatigados de sed, salían de refresco los moradores dellos y los iban degollando, luego se retiraron los de Válor, y enviaron un hombre al marqués de Mondéjar, descargándose de la culpa que se les podría imputar, y cargando a los capitanes, diciendo que estaban prestos de entregar luego las armas que habían tomado a los cristianos, porque no deseaban más que quietud. El cual quiso oírlos y admitir su descargo; mas fue tanta la indignación de todos los del campo, chicos y grandes, que no hubo razón que bastase para aplacarlos, diciendo que cuanto trataban era engaño y maldad, y que el marqués de Mondéjar se dejaba engañar de aquellos herejes, que tenía como por vasallos; y no faltaron personas particulares que ocurrieron a su majestad con memoriales de quejas, tomando por ocasión esta gran pérdida.




ArribaAbajoCapítulo II

Cómo los moros de Turón mataron al capitán Diego Gasca, y sus soldados saquearon el lugar


Dos días después desto el capitán Diego Gasca quiso tomar satisfación de los de Turón por los once soldados que le habían muerto, inducido a ello de algunos vecinos que solían ser de aquel lugar; amaneció sobre él una mañana con la gente de a pie y de a caballo de Adra, y le cercó. El alguacil y los regidores salieron luego a mostrarle la salvaguardia que tenían, y le dijeron que los de aquel pueblo habían sido leales al servicio de Dios y de su majestad, y puesto en libertad a los cristianos que moraban entre ellos, y no habían consentido quemar la iglesia; y cuando habían podido, habían acudido a reducirse, porque antes no lo habían osado hacer por miedo de los monfís; y que le pedían por merced los favoreciese y amparase, y no diese lugar a que se les hiciese agravio, como lo habían querido hacer ciertos soldados desmandados que los días pasados habían estado allí y querídoles saquear las casas. Diego Gasca les respondió que no iba a hacerles daño, sino a buscar las armas que tenían escondidas, y las que habían quitado a los cristianos que habían muerto, y a prender a los matadores para que fuesen castigados por justicia; y entrando en el pueblo, sin embargo de los requerimientos que los reducidos le hacían con la salvaguardia que tenían, comenzaron a desmandarse los soldados por las casas, buscando lo que convenía para su aprovecha miento. Y como Diego Gasca entrase en un zofí bajo, donde estaban escondidos unos moros sospechosos, uno dellos se le descomidió de palabras, diciendo que lo que hacía no era buscar malhechores, sino robar las gentes; y como él le quisiese dar de mojicones, sacando el moro un puñal que tenía escondido, se lo escondió en el cuerpo. Los soldados que se hallaron presentes mataron luego al matador y a los que con él estaban; y se airaron tanto, viendo el desdichado suceso de su capitán, que sin otra consideración tocaron arma a gran priesa, y dando igualmente en los vecinos armados y desarmados, mataron ciento y veinte dellos, y robaron el lugar, captivaron todas las mujeres y niños, y dejando ardiendo las casas, volvieron a su alojamiento, y repartieron la presa, como si hubieran llevado orden particular para aquel efeto, que todo lo disimuló la muerte de su capitán. Era Diego Gasca mancebo animoso, y había desbaratado tres veces a Aben Humeya yendo sobre Adra, estando él dentro: la primera vez a 8 días del mes de enero del año de 1569, en la cual llevando el moro ocho mil hombres, y hallándose él con sesenta caballos y trecientos infantes, le desbarató, y mató docientos moros; la segunda a 24 del dicho mes, que volviendo otra vez sobre aquel presidio, también le rompió, y le mató otros docientos y veinte moros; y la tercera y última, cuando llevándole el ganado de Adra, salió a él y se lo quitó y hizo retirar con daño; y así por estas vitorias como por otras entradas que había hecho la tierra adentro con felices sucesos, estaba bienquisto de la gente de guerra, y sintieron mucho su muerte, especialmente sus soldados, a quien procuraba siempre aprovechar cuanto podía; cosa con que mucho se gana la benevolencia.




ArribaAbajoCapítulo III

De otras desórdenes que la gente desmandada hizo estos días en los lugares reducidos


En este mesmo tiempo los soldados que habían ido con el beneficiado Torrijos a reducir los lugares de la sierra de Filabres, enfadados de ver tanta paz, le dejaron ir; y desmandándose docientos y cincuenta dellos, cuando hubieron andado rescatando los pueblos, llegaron al lugar de Bayarca, y le saquearon para salirse por   —256→   aquella parte de la Alpujarra; mas los moros de la comarca se juntaron y dieron en ellos, y los degollaron a todos el mesmo día que sucedió lo de Turón. Salió también estos días del campo del marqués de los Vélez una compañía de infantería de los de Lorca, que anduvo por las taas de Berja y Dalías robando todos aquellos lugares, y llegando hasta Pezcina, donde estaban dos soldados de guardia que había dado el marqués de Mondéjar a los vecinos, para que si acudiese alguna gente desmandada mostrasen la salvaguardia y no dejasen hacerles daño, aunque salieron a recebirlos con el alguacil del lugar y se la mostraron, como si no fueran obligados a guardarla por no ser del marqués de los Vélez, entraron airadamente en las casas y las saquearon, y captivaron mil y quinientas almas entre mujeres y niños, y mataron el uno de los dos soldados porque se lo reprehendía, y más de treinta moros de los reducidos. Los otros, que eran muchos, huyeron a las sierras, y juntando más gente de los lugares comarcanos, les salieron al camino, y con la ocasión de una niebla muy espesa y de una aguanieve que se les ofreció favorable, los acometieron por diferentes partes dando grandes alaridos; y como los soldados no se pudiesen aprovechar de sus arcabuces, porque a unos se les apagaron las mechas que llevaban encendidas, y a otros en descubriendo la cazoleta del fogón se les mojaba el polvorín, yendo ansí mesmo embarazados con una presa tan grande de gente, ganados y bagajes, tuvieron lugar los moros de entrarles, y desbaratándolos, los degollaron a todos, y les tomaron mucha cantidad de arcabuces, ballestas y espadas, con que se acabaron de armar los que no lo estaban. Con esta vitoria y con la presa que cobraron, volvieron los moros a sus lugares menos contentos de lo que lo suelen estar los vencedores, porque los hombres de buen entendimiento veían que era dar espuelas a su destruición. No sucedió ansí a don Diego Ramírez de Haro, alcaide de la fortaleza de Salobreña, que yendo a Mulvízar, lugar de aquella jurisdición, donde se habían recogido muchos de los reducidos, y con ellos otros moros de guerra, hallándolos cortando cañas dulces a jornal en unas hazas, los prendió a todos; y pasando al lugar, lo saqueó y trajo captivas las mujeres, sin hallar quien le hiciese resistencia a la ida ni a la vuelta. Esta presa partieron entre don Sancho de Leiva y él, porque iba gente de mar y de tierra. Los moros se llevó don Sancho para las galeras, y las moras fueron vendidas por esclavas. No menos que esto hacían los capitanes y soldados de los presidios hacia la parte que les tocaba con pequeñas ocasiones, buscando sus aprovechamientos entre paz y guerra, antes que la tierra se acabase de allanar.




ArribaAbajoCapítulo IV

Cómo los moros de la Alpujarra se tornaron a levantar, y juntándose con Aben Humeya renovaron la guerra; y de algunas provisiones que su majestad hizo estos días


Estas desórdenes y otras muchas que sucedieron, estándose todavía el marqués de Mondéjar en Órgiba, esperando que don Juan de Austria partiese de la corte, fueron causa que los ya rendidos pueblos se alterasen de nuevo, dando crédito a los sediciosos, que les reprehendían haberse fiado tan de ligero y rendido las armas y las banderas, como si la hambre y la necesidad, que es la que suele rendir los lugares fuertes, no los hubiera combatido y doblado. «Cruel condición, decían, es la de nuestros enemigos para ponernos en sus manos, teniéndolos tan ofendidos. Apresuremos el paso, y tomemos la delantera con varoniles ánimos a una honrosa muerte, defendiendo nuestras mujeres y hijos, y haciendo lo que somos obligados por salvar las vidas y las honras que naturaleza nos obliga a defender». Estas y otras muchas razones que decían a la gente rústica acrecentaron los enemigos ánimos y dieron nuevas fuerzas a Aben Humeya; y cuando pensábamos tenerle ya vencido y deshecho, tornó a renovar la guerra con mayor confianza, viéndose rodeado de mucha gente que de todas partes le acudía, armados de las armas que quitaban juntamente con las vidas a nuestros cudiciosos soldados. Hízose poderoso para entre aquellas sierras brevemente; y poniendo su ánimo en defender la Alpujarra y en levantar los otros lugares que hasta entonces no se habían levantado, con vana hinchazón imaginaba como poder ofender a Granada y a las otras ciudades de aquel reino; mas la fortuna de su acelerada muerte le entregará presto a las tinieblas, y la guerra tomará castigo de los que la despertaron, haciéndoles pagar con las gargantas los alborotos y las muertes que hicieren en ella. Cuando ya su majestad fue bien informado de tantas desórdenes, de los daños que los rebeldes habían hecho y de los males que había en aquel reino, apresurando la partida de don Juan de Austria, en que parecía consistir el remedio, mandó proveer dineros, bastimentos y municiones, no de otra manera que si hubiera de ir su real persona a dar fin a la guerra. Avisó a las ciudades y señores para que le obedeciesen y guardasen sus órdenes, mandándoles que rehiciesen sus compañías de gente, porque estaban ya casi deshechas, y a los que no las habían enviado, que las enviasen; y así, envió luego a Granada la ciudad de Sevilla los dos mil infantes con que se había ofrecido a servir en esta guerra a su costa, y docientos caballos. Capitanes de la infantería fueron don Pedro de Pineda, escribano mayor del cabildo, don Alonso de Arellano, don Pedro Niño, Alonso Ochoa de Rivera, Pedro de Vergara, Diego Ortiz Melgarejo y el jurado Alonso de Arauz; y de la caballería don Juan de Velasco, hijo del conde de Nieva, y don Juan Portocarrero; y lo mismo hicieron las otras ciudades y villas de la Andalucía que no habían acudido. Era grande el contento de los soldados enemigos de la paz, pareciéndoles que resucitaba la guerra, y viendo que con estas nuevas apenas había ya quien osase mentar la redución. Juzgaban que la ida de don Juan de Austria a Granada era dar fin de la nación morisca, por las nuevas muertes de aquellos soldados, y que para este efeto se había mandado al marqués de Mondéjar que saliese de la Alpujarra. Por otro cabo, los moriscos de Granada mostraban haber perdido mucha parte del temor, creyendo que con su presencia serían desagraviados y ternían fin sus trabajos, teniendo seguridad en las vidas y en las haciendas; porque no osaban salir a labrar los campos ni a trabajar en sus oficios, por miedo que no los matasen o por no dejar sus mujeres y hijas solas y las casas llenas de huéspedes. No menos conformes que esto estaban los ánimos de los unos y de los otros en Granada, esperando que don Juan de Austria viniese, cuando el marqués de   —257→   Mondéjar, avisado como había salido de Madrid, partió del alojamiento de Órgiba a 8 días del mes de abril, dejando en él a don Juan de Mendoza Sarmiento con dos mil infantes y cien caballos; y con toda la otra gente entró en la ciudad la víspera de pascua de Resurrección, acompañado de muchos caballeros y ciudadanos nobles que le salieron a recebir. Metió la caballería delante con las banderas que había ganado a los moros, arrastrándolas por el suelo; luego iban los bagajes cargados de las armas que le habían rendido; tras destos iba su persona rodeada de los alabarderos de su guardia ordinaria, y de retaguardia toda la infantería puesta en sus ordenanzas: entrada cierto de mucho regocijo, si la demasiada alegría de algunos no despertara el dolor en los corazones lastimados de los que habían perdido sus padres, maridos, hijos y hermanos, y los encendiera en mayor ira; porque se les representaba que los rebeldes quedarían sin castigo, y que el Capitán General era autor de que fuesen perdonados. Salido el marqués de Mondéjar de la Alpujarra, Aben Humeya tuvo lugar de extenderse por ella a su voluntad; y perdiendo la vergüenza a toda crueldad, porque no le quedase a quien temer, hizo morir muchos hombres principales, alguaciles y regidores de los que se habían reducido, diciendo que por haberlo hecho sin autoridad suya. Y enviando sus mensajeros a Berbería a que publicasen de nuevo vitorias y grandes muertes de cristianos, movió los ánimos de muchos hombres inquietos, que hasta allí no se habían determinado, teniendo por cosa de aire el rebelión, para que le viniesen a socorrer, unos con sus personas y bajeles, y otros con armas y municiones por sus dineros.




ArribaAbajoCapítulo V

Del recebimiento que se le hizo a don Juan de Austria cuando entró en Granada


A 6 días del mes de abril partió don Juan de Austria de los jardines de Aranjuez, donde había ido a besar las manos a su majestad y a despedirse para proseguir su camino, llevando consigo a Luis Quijada; y tomando postas por jornadas moderadas, llegó en seis días a la villa de Hiznaleuz, que está cinco leguas de Granada. Alborotose la ciudad con regocijo cuando supo su llegada y que había de entrar otro día siguiente, deseosos todos de festejar un príncipe hermano de su rey y señor natural, que tan de corazón amaban. El marqués de Mondéjar salió el mesmo día con la compañía de caballos de Juan de Carvajal y algunos capitanes entretenidos y caballeros, deudos y amigos suyos, y estuvo con él en Hiznaleuz aquella noche, y otro día de mañana, viniendo juntos la vuelta de Granada, se adelantó para dar lugar a los otros recebimientos que se habían de hacer, y se subió a la fortaleza de la Alhambra. El conde de Tendilla fue el primero que salió a recebir a don Juan de Austria con docientos jinetes muy bien aderezados, ciento de la compañía de Tello González de Aguilar, y ciento de la suya, cuyo teniente era Gonzalo Chacón. Estos iban todos vestidos a la morisca, y los otros con ropetas de raso y de tafetán carmesí a nuestra usanza, y los unos y los otros bien armados de corazas, capacetes, adargas y lanzas; de manera que entre gala y guerra hacían hermosa y agradable vista. Llegó hasta el lugar de Albolote, legua y media de la ciudad, y hecho su cumplimiento, se volvió para dar también lugar a otros caballeros y señores que iban al mesmo efeto. Ya el Presidente tenía orden de su majestad de la que se había de tener en el recebimiento de su hermano, que era que viesen con él solos cuatro oidores y los alcaldes del crimen, y con el Corregidor cuatro veinticuatros y sus tenientes, y con el Arzobispo cuatro personajes del cabildo, los que él señalase. Y como supo que venía ya cerca, salió a juntarse con el Arzobispo en una encrucijada que se hace a la entrada de la calle Elvira, junto al pilar del Toro; y tomando el Arzobispo la mano izquierda, salieron al hospital real, y pasaron un tiro de ballesta más adelante hasta el arroyo de Beyro, donde se había de hacer el recebimiento. Llegando don Juan de Austria a un mesmo tiempo, se adelantó el Presidente el primero, cuando le vio venir cerca, y llegó humilmente a hacer su cumplimiento; el cual lo recibió muy bien y con el sombrero en la mano, y le tuvo un rato abrazado. Y apartándose a un lado, llegó el Arzobispo y hizo lo mismo con él; y luego llegaron por su antigüedad los oidores y alcaldes, y las dignidades de la iglesia, y el Corregidor y los veinticuatros por esta orden, y a la postre los caballeros y ciudadanos particulares. Y el Presidente le decía quien era cada uno, y él los recebía con tanto amor, que todos quedaban satisfechos. Acabado este recebimiento, el conde de Miranda, que venía al lado de don Juan de Austria, se adelantó, y el Presidente y el Arzobispo le tomaron en medio, yendo el Presidente a la mano derecha. Desta manera caminaron a la ciudad con increíble concurso de gente que cubría todos aquellos campos. Estaba hecho un escuadrón de toda la infantería en el llano de Beyro; y en llegando a emparejar con las primeras hileras, comenzó la arcabucería a disparar por su orden, y tan sin intervalo, que haciendo una hermosísima salva, pareció muy bien, no solo a los que no habían visto otra cosa semejante, mas aun a los soldados práticos que habían sido muy experimentados en ello. Y el belicoso ánimo del mancebo para quien estaba guardado el triunfo de la vitoria naval, no podía apartar los ojos de sobre aquella infantería, que pisaba el número de diez mil hombres. No hubo pasado muy adelante, cuando le salió otro recebimiento, espectáculo piadoso y digno de compasión, aunque industriosamente hecho para provocarle a ira contra los moriscos. Salieron más de cuatrocientas mujeres cristianas, de las que habían sido captivas en la Alpujarra, todas juntas, faltas de atavíos y colmadas de tristeza, rociando el suelo con sus lágrimas y esparciendo por él sus rubios y mesados cabellos; y cuando le tuvieron cerca, poniendo algunas dellas silencio a sus dolorosos llantos, no sin falta de sollozos y gemidos, abrazando consigo su dolor, le dijeron desta manera: «Justicia, señor, justicia es la que piden estas pobres viudas y huérfanas, que aman el lloro en el lugar de sus maridos y padres; que no sintieron tanto dolor con oír los crueles golpes de las armas con que los herejes los mataban a ellos y a sus hijos, hermanos y parientes, como el que sienten en ver que han de ser perdonados». Y como prosiguiesen en sus quejas, hablando unas y otras tumultuosamente, don Juan de Austria, enternecido de verlas de aquella manera, les dijo que callasen, y las consoló con que tuviesen paciencia y fuesen ciertas que   —258→   favorecería su justicia cuanto fuese posible. De allí entró en la ciudad, donde vio menos lástimas y más galas y regocijos; porque estaban las ventanas de las calles por donde había de pasar entoldadas de paños de oro y de seda, y mucho número de damas y doncellas nobles en ellas, ricamente ataviadas, que habían acudido de toda la ciudad por verle. El cual pasó mirando a una parte y a otra, no menos hermoso que bien compuesto, hasta las casas de la Audiencia, donde le tenía hecho el Presidente su aposento en unas salas ricamente aderezadas conforme a quien se había de hospedar en ellas. Y antes que se apease se despidieron dél el Arzobispo y el conde de Tendilla, y el Presidente le acompañó hasta dejarle en su aposento.




ArribaAbajoCapítulo VI

Cómo los moriscos del Albaicín diputaron personas que fuesen a besar las manos a don Juan de Austria y a darle cuenta de sus trabajos


Cuando pareció a los moriscos que don Juan de Austria habría ya descansado del trabajo del camino, juntándose los más ricos y principales, diputaron cuatro personas entre ellos de los más ladinos, que con su procurador general fuesen a besarle las manos por toda la nación y a darle cuenta de sus trabajos; los cuales fueron a su posada, y después de haberle hecho humilde reverencia, el Procurador general habló desta manera: «Grande es el contento que todas estas gentes tienen de ver a vuestra excelencia en esta ciudad para el remedio de tantos males como hay en ella, que cierto les representaban su destruición. Temen que algunos habrán desatado las lenguas y dado falsas nuevas de su fidelidad, diciendo ser autores del mal o favorecedores de los malos; mas confían en Dios y en la bondad y clemencia de su majestad, que los que hubieren sido leales serán favorecidos y bien tratados, como es justo sean rigurosamente castigados los que pareciere haber sido culpados en el levantamiento. Quéjanse que son molestados por los ministros de las cosas de justicia y de guerra con cohechos; que los soldados les roban sus haciendas y les deshonran sus casas, y que hasta agora los superiores no han puesto remedio en ello; y suplican a vuestra excelencia lo mande remediar de manera que, desagraviados de lo pasado, previniendo a lo porvenir, cese el alojamiento de la gente de guerra en sus casas, y tengan libertad de poder ir seguros a sus labores. Bien saben que en esta ciudad cada uno da fuerza a la ruin opinión o la acrecienta de manera que muchos temen lo que ellos mesmos inventaron; mas asegúralos la presencia de vuestra excelencia, en cuya protección y amparo ponen sus vidas, honras y haciendas». Hasta aquí dijo el Procurador general. Y don Juan de Austria, con una serenidad agradable que Dios puso en su rostro, les respondió estas palabras: «El Rey mi señor me mandó venir a este reino por la quietud y pacificación dél; sed ciertos que todos los que hubiéredes sido leales al servicio de Dios nuestro señor y de su majestad, como decís, seréis mirados, favorecidos y honrados, y se os guardarán vuestras libertades y franquezas; pero también quiero que sepáis que juntamente con usar de equidad y clemencia con los que lo merecieren, los que no hubieren sido tales serán castigados con grandísimo rigor. Y en cuanto a los agravios que vuestro procurador general dice que habéis recebido, darme héis vuestros memoriales, que yo lo mandaré ver y remediar luego; y quiéroos advertir que lo que dijéredes sea con verdad, porque de otra manera habríades hecho daño a vosotros mesmos». Con esto se despidieron los moriscos, y don Juan de Austria nombró luego por asesor y auditor general al licenciado Pedro López de Mesa, alcalde de aquella real audiencia, a quien cometió todas las quejas de los moriscos; y para los bienes confiscados y negocios tocantes a la hacienda de su majestad dio comisión al licenciado Rodrigo Vázquez de Arce y al licenciado Montenegro Sarmiento, oidores della.




ArribaAbajoCapítulo VII

Cómo don Juan de Austria comenzó a entender en el negocio del rebelión, y las relaciones que el marqués de Mondéjar y el Presidente hicieron en el consejo


Estuvo don Juan de Austria en Granada esperando a que llegase el duque de Sesa algunos días sin hacer consejo, porque, como queda dicho, era uno de los consejeros que habían de asistir cerca de su persona; y en este tiempo visitó el Albaicín y todas las murallas de la ciudad por de dentro y por de fuera; ordenó los cuerpos de guardia, las centinelas y rondas en lugares necesarios y convenientes, así para la guardia y seguridad de la ciudad, como para que los moriscos no recibiesen daño; lo cual todo se hacía con asistencia del marqués de Mondéjar y de Luis Quijada. A 21 días del mes de abril llegó el duque de Sesa, y se comenzó a tratar de negocios. Luego el siguiente día se tomó muestra general para saber el número de gente de a pie y de a caballo que había en la ciudad y en los lugares de la Vega, así de vecinos, como de forasteros. Hecho esto, se juntaron a consejo para tomar resolución en lo que más convendría hacer, y porque su majestad mandaba que ante todas cosas se viesen las relaciones del marqués de Mondéjar y del Presidente, que eran los que mejor podían informar en aquel negocio. El marqués de Mondéjar fue el primero que propuso, explicando muy en particular el suceso de toda la guerra, y lo que de su parte había hecho hasta poner el negocio en el estado en que estaba, facilitando el efeto de la redución con la disciplina de la gente de guerra, y loándola por el más breve y seguro remedio. Decía que la orden y traza que se podría dar para que hubiese brevedad, consistía en uno de tres medios. El primero y principal ponía en que la redución pasase adelante, pues los lugares de la Alpujarra todavía lo deseaban y pedían; y que reducidos, le diese orden como recogerlos todos en las taas de Berja y Dalías, porque, según estaban obedientes, se podría hacer sin dificultad, y él se profería a ponerlos allí; y puestos en aquella tierra llana, con tomarles la parte de las sierras con la gente de guerra, teniendo, como tenían, la mar del otro cabo, podría ejecutarse en ellos lo que su majestad mandase fácilmente. El segundo era, no satisfaciendo el primero, que se pusiesen presidios de gente de guerra en los lugares convenientes, como él lo había pensado hacer, porque los pueblos lo pedían con instancia, y se obligaban a sustentarlos a su costa, para que los defendiesen de los males y daños que la gente desmandada les hacía; y que a la hora que estos   —259→   presidios estuviesen puestos, con un alguacil se podían enviar a prender los más culpados, y los que pareciese que merecían algún castigo. Y el tercero, pareciendo que se debía usar de mayor rigor con ellos, sería darle licencia para volver a entrar en la Alpujarra con mil soldados y docientos caballos; porque con ellos y con los que había dejado en Órgiba destruiría los panes y quemaría todos los bastimentos que tenían; lo cual había dejado de hacer por poderse aprovechar dello; y que proveyéndole a él de los que hubiese menester, de necesidad vendrían a darse las manos atadas. Hasta aquí dijo el marqués de Mondéjar; y don Juan de Austria, que había estado atento a lo que decía, volviéndose hacia el Presidente, le dijo que dijese también lo que le parecía que se debía hacer para que aquel negocio se acabase con brevedad. El cual propuso desta manera: «Aunque su majestad manda que asista yo aquí al lado de vuestra excelencia, nunca entendí que había de ser para dar parecer en cosas de guerra, porque ni la he usado ni las entiendo, y son muy fuera de mi profesión, especialmente estando aquí quien tan bien las entiende, como son el duque de Sesa y el marqués de Mondéjar y Luis Quijada; mas pues soy mandado, diré lo que siento y la experiencia me ha mostrado en estos días. Dos cosas son, excelente señor, las que a mi parecer se deben hacer antes que se trate de ningún medio para que estos negocios tengan buen fin: la una, sacar estos moriscos del Albaicín y los de las alcarías de la Vega y de la sierra, y meterlos la tierra adentro; porque mientras los tuviéremos aquí no han de dejar de favorecer y ayudar a los alzados con avisos, con armas y con gente, y será dificultoso querérselo estorbar, no se pudiendo poner puertas al campo; y la otra, que para aplacar a Dios nuestro Señor de tantos sacrilegios y maldades como los herejes traidores han hecho, convendrá que se haga un castigo ejemplar, y este será bien se comience por el lugar de las Albuñuelas, donde hay muchos de los que mayores daños han hecho en los templos, menospreciando y destruyendo toda, las cosas sagradas, y se han recogido allí so color de que se vienen a reducir; y acogiéndolos los vecinos en sus casas con esta disimulación, para poderlos mejor favorecer, salen juntamente con ellos a saltear y robar a los cristianos por toda la comarca; y della tenemos bastante relación. Estas dos cosas son de mucha importancia, y hechas, se podrá tomar resolución con más acuerdo en lo que vuestra excelencia viere que conviene al servicio de Dios y de su majestad». Con esto se acabó el Consejo este día, y en otros que adelante se hicieron se trató más largamente del negocio, como se dirá en el siguiente capítulo.




ArribaAbajoCapítulo VIII

De los pareceres que hubo en Granada sobre sacar de allí los moriscos y de algunas provisiones que don Juan de Austria hizo


Estas dos relaciones, no menos desconformes que lo estaban los que las hacían, tuvieron suspensos a los del Consejo muchos días, y en otros consejos, donde se trató del mesmo negocio, no dejó de haber diversos pareceres y opiniones sobre ello. El duque de Sesa aprobaba la saca de los moriscos del Albaicín; dificultábanlo mucho el Arzobispo y Luis Quijada, pareciéndoles que sería imposible echar tanto número de gente de sus casas sin que hubiese grandísimo escándalo; y el marqués de Mondéjar lo contradecía, diciendo que cómo se había de despoblar un reino como aquel, donde se perderían los frutos de la tierra, que tan apropriada era para aquella nación, acostumbrada a vivir entre sierras, y a sustentarse con muy poco, y tan impropria para los cristianos. Estos días vino a Granada el licenciado Birviesca de Muñatones, del consejo y cámara de su majestad, para asistir también cerca de la persona de don Juan de Austria; al cual al principio no le parecía buen medio haber de echar los moriscos de la tierra, por los inconvenientes de adelante; mas después el Presidente y el licenciado Bohorques le trajeron a su opinión con muchas razones. Y el marqués de Mondéjar, viendo que ya su voto era solo, no se apartando del primer parecer, vino a querer lo que todos, porque cierto eran muy grandes los daños que los moros hacían en este tiempo, saliendo de los lugares que habían sido reducidos; mas era su conformidad de manera, que no contradiciendo, procuraba estorbarlo con grandes inconvenientes. Decía que no se podía negar sino que los moriscos habían cometido atrocísimos delitos, especialmente los que se habían alzado; mas que echar del reino todos los que había en él no lo tenía por seguro; antes entendía que se dejarían hacer todos pedazos primero que dejar sus casas y recogerse donde se les mandase; que no era bien que dejasen de ser castigados los culpados con rigor; pero que había muchos entre ellos que ni habían cometido los delitos que los otros, ni se habían levantado; y muchos lo habían hecho contra su voluntad, siendo forzados a ello por los malos; y que siendo esto ansí, sería bien tomar uno de los medios que había dicho, y no usar con estos tales de tanto rigor ni darles igual pena; y en caso que pareciese al Consejo otra cosa, el camino que había más breve para acabar con todos, era el postrero que había propuesto; y al fin viendo cuán mal le acudían a sus pareceres, poniéndolos por escrito, los envió a su majestad con don Íñigo de Mendoza, su hijo segundo. Sobre esto hubo dares y tomares, y alongamiento de tiempo, en el cual los rebeldes tuvieron lugar de rehacerse, como queda dicho; y añadiendo un daño a otro, se tomó resolución en que lo que más convenía era apretarlos con el rigor de las armas, hasta que viniesen a hacer lo que se les mandase. No se descuidaba don Juan de Austria en este tiempo, proveyendo en la seguridad de aquel reino; y cuando tuvo resolución que la guerra se prosiguiese, aunque la dilación della le había tenido ocioso, con mucha presteza hizo apercebir todas las cosas necesarias para ella. Solicitó con nuevas órdenes a las ciudades y señores que servían con gente, que enviasen dineros con que pagar los soldados porque no se fuesen; y en el entre tanto ordenó como fuesen socorridos de hacienda de su majestad, queriendo sobrellevar la costa que los moriscos del Albaicín y de la Vega tenían con ellos. Proveyó de nuevo capitanes que fuesen a levantar infantería y caballos a sueldo; formó tres tercios, y diolos a tres capitanes antiguos, para que con cabos tuviesen cargo dellos. Estos fueron Antonio Moreno, Hernando de Oruña, y don Francisco de Mendoza, vecino   —260→   de Alcalá de Henares. Proveyó así mesmo los presidios: en algunos dejó los capitanes que los tenían, y a otros envió nuevos gobernadores. El partido de Baza cometió a don Enrique Enríquez; la ciudad de Almería encomendó a don Diego de Villarroel; lo de Salobreña a don Diego Ramírez de Haro; a Almuñécar envió a don Lope de Valenzuela, vecino de Baeza, que servía el oficio de comisario general en el Albaicín por el marqués de Mondéjar; y lo de Motril dejó a cargo de don Luis de Valdivia; avisándoles a todos que estuviesen con mucho cuidado, porque se tenía nueva que habían llegado navíos de Berbería a la costa de la Alpujarra con gente, armas y municiones en favor de los alzados. También proveyó en las fortalezas y castillos y en la seguridad de los caminos; porque los moros, con la comodidad del verano, que tan favorable les era para su pretensión, salían atrevidamente a llevarse los hombres y los ganados, y a dar en las escoltas que iban al campo del marqués de los Vélez y a Órgiba. En la fortaleza de la Calahorra puso al capitán Navas de Puebla, y en la de Fiñana a Juan Pérez de Vargas, vecino de Granada; la de Gor encomendó a don Diego de Castilla, señor de aquel lugar, que moraba en él; en el Padul puso a Diego Ponce, vecino de Sevilla. La gente de Alhama encomendó al capitán Hernán Carrillo de Cuenca, con orden que hiciese algunas entradas a la parte de las Guájaras para asegurar aquella tierra. A don Alonso Mejía, veinticuatro de Granada, encargó la gente de las siete villas, y le mandó que se alojase en la villa de Hiznaleuz, y asegurase el camino de Granada y de Guadix, donde los moros bajaban de las sierras a hacer muchos saltos, y al capitán don Hernando Álvarez de Bohorques, vecino de Villa-Martín, que había venido a la fama del rebelión desde los primeros con veinte caballos y algunos peones a su costa, y tenía ya cumplida una compañía de docientos y cincuenta soldados, mandó que se alojase en el lugar de Guevíjar, cerca de la sierra de Cogollos, y que corriese aquella comarca, y hiciese las entradas que le pareciese a la parte de aquella sierra por donde salían los moros de noche a llevarse los ganados de la Vega, y a hacer otros daños. Hechas todas estas provisiones y otras muchas que dejamos de decir, se ordenó a don Francisco de Solís, vecino de Badajoz, que por mandado de su majestad servía el oficio de comisario y proveedor general, y a Francisco de Salablanca, contador general del ejército, que diesen orden en comprar bastimentos, armas y municiones, y todas las otras cosas necesarias para la gente de guerra; y se mandó pregonar segunda vez que todos los moriscos que se habían venido al Albaicín, de las alcarías de la sierra y de la Vega, se volviesen luego a sus casas, so pena de la vida; y finalmente, se dio orden en todas las cosas necesarias para formar un ejército suficiente con que proseguir la guerra muy de propósito. Y porque los alzados no tuviesen aprovechamiento de los ganados de los moriscos de paces de los lugares comarcanos a Granada, mandó retirarlos todos a la Vega. A esto fueron don Antonio de Luna y don Luis de Córdoba, cada uno por su parte. Don Luis de Córdoba retiró los de la sierra de Cogollos, y envió a Gonzalo Argote de Molina con treinta arcabuceros de a caballo, con que servía a su costa, después de haber dejado la gente de la milicia en las galeras, como queda dicho, y con otras treinta lanzas, a que retirase los de los lugares de la sierra; y don Antonio de Luna retiró los de los lugares que caen a la parte del valle de Lecrín. Digamos agora lo que se hacía en este tiempo hacia la parte del marqués de los Vélez.




ArribaAbajoCapítulo IX

Cómo el marqués de los Vélez quiso meter su campo en la Alpujarra y hacer un fuerte en el puerto de la Ravaha, y cómo se le estorbó la entrada, y los moros desbarataron tos soldados que hacían el fuerte


Habiendo estado el marqués de los Vélez en Terque muchos días, deseoso de hacer algún buen efeto, sin consultar a don Juan de Austria su desinio hasta haber movido con su campo de aquel alojamiento, caminó la vuelta de Andarax, enviando delante a don Juan Enríquez con la relación del estado de los negocios de la guerra que su majestad mandaba que le diese, y con aviso de su partida; y para que las escoltas que le habían de llevar bastimentos pudiesen pasar con seguridad desde Guadix, envió a Pedro Arias de Ávila, corregidor de aquella ciudad, orden que hiciese un fuerte en lo alto del puerto de la Ravaha, adonde pudiesen estar dos compañías de infantería de presidio, que asegurasen aquel paso. Luego que don Juan de Austria supo la mudanza del campo y el desinio que llevaba, con parecer del Consejo despachó un correo a diligencia al marqués de los Vélez con orden que donde quiera que le alcanzase hiciese alto y no pasase adelante, porque así convenía al servicio de su majestad; dándole a entender que si entraba por aquella parte en la Alpujarra, los enemigos se retirarían a la parte de Órgiba y darían sobre el campo de don Juan Mendoza, que estaba flaco de gente, y podría ser que le desbaratasen; aunque no era esto lo que daba cuidado, sino por quitarle aquella entrada que con autoridad propria quería hacer. Finalmente, paró en alcanzando el correo, y dejando el camino que llevaba, se fue a poner en el lugar de Berja para estar más cerca de su pretensión, so color de dar calor a la ciudad de Almería y valerse de los partes que había en aquella taa y en la de Dalías. Tampoco hubo efeto lo del fuerte, porque habiendo enviado Pedro Arias de Ávila al capitán Gonzalo Hernández, hombre animoso, nacido y criado en Orán, a que le hiciese con tres compañías de infantería, las dos de gente de Úbeda, cuyos capitanes eran Jorge de Ribera y Arnaldos de Ortega, y la otra de Juan de Benavides, vecino de Guadix, y habiendo comenzado la obra y hecho algunas paredes bajas a manera de trincheras, donde poderse encubrir la gente, en 3 días del mes de mayo se juntaron tres capitanes moros, el Hanon de Guevíjar, el Futey de Lanteyra y el Zerrea de Zújar, y con poca más gente que la nuestra acometieron el fuerte a tiempo que los soldados andaban ocupados en dar priesa a la obra. Las centinelas tocaron arma y dieron aviso como venían moros, y Gonzalo Hernández sacó una manga de ciento y cincuenta arcabuceros, y la puso en el cuchillo de la sierra; y dejando orden a las banderas que se pusiesen en escuadrón fuera del fuerte, pasó a reconocer los enemigos con algunos soldados. Venían repartidos, aunque eran pocos, en muchas partes: unos por el camino real, hacia donde iba Gonzalo Hernández, y otros por veredas que ellos sabían; y acometiendo a un mesmo   —261→   tiempo a los que estaban con las banderas, dando grandes alaridos, creyeron que era mayor número de gente. Juan de Benavides quiso que se recogiesen dentro de los viles reparos contra la voluntad de algunos soldados viejos, que decían que en ningún tiempo se había de mostrar flaqueza al enemigo; y fue así, que en volviendo la cara y las banderas al fuerte, los moros fueron tan prestos, que entraron a las vueltas con ellos, y los nuestros se turbaron de manera, que no hubo quien les hiciese rostro. Mataron a Juan de Benavides y al alférez Pedrosa, que llevaba cargo de la compañía de Arnaldos de Ortega, que estaba enfermo en Guadix, y poniéndose los demás en huida, llevaron tras de sí los de la manga, sin que Gonzalo Hernández los pudiese detener: afrenta grande de nuestra nación. Los moros siguieron el alcance, mataron ciento y setenta soldados, ganaron la bandera de Juan de Benavides; las otras dos salvaron con harto trabajo Feliciano Chacón, alférez de Jorge de Ribera, la suya, y un negro libre la de Arnaldos de Ortega, que era abanderado. Gonzalo Hernández se escapó milagrosamente, como acaece muchas veces huir la muerte de quien menos la teme, porque atravesando por medio de los enemigos, ninguno le pudo ofender. Toda la otra gente llegó a Guadix desarmada, que para aligerar la carga soltaron los arcabuces y las espadas, y aun les pesaban los vestidos. Sabida esta desgracia en Granada, don Juan de Austria quiso poner persona de su mano en Guadix, pareciéndole que el Corregidor pudiera excusar lo que había hecho, mientras no tenía orden suya; y proveyó por cabo de la gente de guerra de aquel partido al capitán Francisco de Molina, vecino de Úbeda. Y porque no sucediese alguna desgracia a la parte de Órgiba, donde estaba don Juan de Mendoza Sarmiento, envió a reforzar aquel campo a don Luis de Córdoba con cantidad de gente de a pie y de a caballo; el cual partió de Granada lunes a 13 de junio, y aquel mismo día llegó a Órgiba, donde estuvo hasta que se dividió aquel campo, como se dirá en su lugar.




ArribaAbajoCapítulo X

De los apercebimientos y prevenciones que Aben Humeya hacía en este tiempo en la Alpujarra, y cómo alzó el lugar de la Peza


De cuanto se hacía en Granada tenía avisos Aben Humeya por moriscos del Albaicín que iban cada día a la Alpujarra; el cual, entendiendo que todo su negocio consistía en apresurar el socorro de Berbería, hacía grandísima diligencia, enviando presentes a los alcaides y alfaquís que sabía que eran privados del jarife Abdalá y de Aluch Alí, gobernador de Argel, para tenerlos gratos y que les persuadiesen a ello; y aunque el socorro no venía, ni aun creo que les pasaba por pensamiento enviarlo, todavía no dejaban de darles buenas esperanzas. En Tetuán se disimulaba con algunos mercaderes y soldados aventureros moros, que pasaban a la Alpujarra con armas y municiones y otras mercaderías de su provecho; y Aluch Alí decía que solamente aguardaba cuarenta galeras que el Gran Turco su señor le enviaba de levante, para con ellas y con la armada de Argel ir luego a socorrerle. Estas cosas hacía divulgar Aben Humeya harto más grandes de lo que eran, para que los moros alzados se animasen viendo que el Gran Turco los socorría, y los que no lo estaban se alzasen luego, pues en la Alpujarra no había ejército de cristianos que les pudiese ofender; dándoles a entender, como era verdad, que en Órgiba había muy poca gente y que el marqués de los Vélez se sustentaba con sola la opinión de su nombre, habiéndosele deshecho el campo y vuéltosele la mayor parte de los soldados que tenía en Terque. Finalmente, los alpujarreños comenzaron a poblar sus casas y a labrar de propósito los campos, y salían a correr la tierra en cuadrillas, como lo solían hacer sus pasados antes que aquel reino se ganase; y en la ciudad de Ugíjar de Albacete vinieron a tener mercado, donde se vendían armas, municiones, bastimentos y otras mercaderías, en tanta abundancia como en la ciudad de Tetuán. Viendo pues Aben Humeya la muchedumbre de gentes que de todas partes le acudía, vanaglorioso y soberbio con el vano nombre de rey de la Alpujarra, tan odioso a los oídos de los leales vasallos de su majestad, quiso establecer de propósito un nuevo estado, proveyendo alcaides y oficiales de la guerra y ministros de justicia. A Jerónimo el Maleh, alguacil de Ferreira, encomendó el marquesado del Cenete y río de Almanzora, y la frontera de Guadix y Baza; a Diego López Aben Aboo, que ya estaba sano de las binzas, el partido de Poqueira y Ferreira; a Miguel de Granada Xaba, la frontera de Órgiba; a Aben Mequenun, el de Gérgal, las taas de Lúchar y Marchena, sierras de Filabres y Gádor, con el río de Almería; y a Gironcillo y al Rendati, lo del valle de Lecrín y la frontera de Almuñécar, Salobreña y Motril, y a otros diferentes partidos, dándoles patentes firmadas de su nombre para que los moros les obedeciesen, y mandándoles que con toda diligencia levantasen los lugares, y a los que no quisiesen obedecer los matasen y les confiscasen los bienes para su cámara; y que cobrasen el quinto de todas las presas que se hiciesen para los gastos de la guerra; y para de su consejo dejó a don Hernando el Zaguer, al Dalay, a Moxarraf Calderón, vecino de Ugíjar, y a Hernando el Habaquí, que se había ido a la sierra estos días, porque habiendo estado preso en Guadix por sospecha de rebelión, o como él nos dijo después, porque había ido a contradecir las premáticas a la corte, y habiéndole soltado en fiado el corregidor de aquella ciudad, supo que le mandaban prender de nuevo. Todos estos y otros muchos que ya le acompañaban daban calor al nuevo estado, que ellos llamaban renovado y reformado por la gracia de Dios. Solo Aben Farax faltó en esta junta, que andaba huyendo de Aben Humeya, temiendo que le mandaría ahorcar, como en efeto lo hiciera si le pudiera haber a las manos, porque le alborotó muchas veces la gente y hizo grandes desafueros, queriendo ser obedecido por gobernador de los moros. Adelante diremos en lo que paró este traidor, porque no quede atrás cosa que pertenezca a la historia. Juntando pues Aben Humeya más de cinco mil hombres, fue a levantar el lugar de la Peza, y se llevó todos los moradores a la Alpujarra, la mayor parte dellos por fuerza maniatados, porque no querían levantarse; mas no esperó a combatir la fortaleza, ni el alcaide salió della hasta que se hubo retirado el enemigo. Entonces acabó de llevarse lo que había quedado en las casas, y se proveyó de muchos mantenimientos que no pudieron llevar los moriscos, y lo metió en la fortaleza.



  —262→  

ArribaAbajoCapítulo XI

Cómo él Maleh fue a levantar la villa de Fiñana, y Francisco de Molina socorrió la fortaleza con la gente de Guadix


Estos mesmos días fue Jerónimo el Maleh sobre la villa de Fiñana, pensando ocupar aquella fortaleza, por ser el paso de las escoltas que iban con bastimentos al campo del marqués de los Vélez, y llevando consigo los moriscos del marquesado del Cenete y otros muchos de la Alpujarra, llegó a la hora que amanecía sobre ella, y recogiendo todos los vecinos, hombres y mujeres, con sus bagajes cargados y los ganados por delante, los envió la vuelta de la Alpujarra. No pudo ocupar la fortaleza ni hacer daño a los cristianos, porque no se teniendo por seguros entre sus vecinos, se habían metido dentro y la defendieron, hiriendo y matando algunos moros. Estaba una escuadra de soldados en la iglesia, allí junto, que guardaba los bastimentos que descargaban las escoltas que iban de Guadix, mientras venía la gente de guerra que los había de acompañar para ir adelante; y teniendo los moros mejor comodidad de poderla combatir, derribaron una pared por donde les podían entrar a pie llano; y así fue, necesario que los nuestros la dejasen y se recogiesen por una puerta alta que respondía a la fortaleza, y los enemigos, descontados de poderla ganar, pusieron fuego al templo y se volvieron a la sierra. Había tenido aviso Francisco de Molina aquel mesmo día en Guadix como el Maleh iba sobre esta villa, y con ochocientos arcabuceros y dos estandartes de caballos salió luego a socorrerla; y caminando toda la noche, llegó otro día cuando amanecía, y hallando los moros idos, no quiso seguirlos, porque le parecía que le llevaban mucha ventaja, y dejando gente de guerra en la fortaleza, dio vuelta a la ciudad de Guadix. Después proveyó don Juan de Austria al capitán Juan Pérez de Vargas, como queda dicho, en guardia della con una compañía de infantería y algunos caballos; el cual la guardó mientras duró la guerra, y saliendo algunas veces de allí, hizo buenos efetos por aquella comarca.




ArribaAbajoCapítulo XII

Cómo los lugares de Guéjar, Dúdar y Quéntar se alzaron, y don Juan de Austria mandó retirar los vecinos de Pinos y de Monachil a la vega de Granada


El lugar de Guéjar cae tres leguas a levante de la ciudad de Granada, y entre él y la Sierra Nevada corren las primeras aguas del río Genil. Está repartido en tres barrios, y en el de en medio está un peñoncete, donde solía haber antiguamente un castillo. Cércanle por todas partes sierras altas, y queda metido en una hoya; y para ir a él, yendo de Granada, hay dos caminos ásperos y muy fragosos: el que sube a la mano derecha por el lugar de Pinos es el más corto y más áspero; y el otro que va por el río de Aguas Blancas a la mano izquierda, y por los lugares de Dúdar y Quéntar, sube dando vueltas la sierra arriba a la parte del cierzo. Estos lugares, y los demás que están cerca dellos metidos en las quebradas de las sierras, estuvieron siempre a la mira esperando lo que los moriscos del Albaicín hacían para seguir su fortuna. Hubo algunos vecinos que dejando sus casas, se fueron a juntar con los alzados al principio del rebelión, hallándose cargados de culpas, porque, como queda dicho, allí se habían hecho las escalas para escalar la fortaleza de la Alhambra, y dellos eran la mayor parte de los que entraron a pregonar la seta de Mahoma en el Albaicín, y estos eran los que persuadieron a Aben Humeya que fuese a alzar aquellos lugares; el cual envió estos días a Pedro de Mendoza el Husceni con mucho número de gente a que los levantase. Sabido esto en Granada, don Juan de Austria hizo dos provisiones: la una fue que don Antonio de Luna con la gente de su cargo retirase los moriscos de Monachil y Pinos y de los otros lugares comarcanos, porque, como ellos decían, no los llevasen los moros a la sierra, y que los llevase a la Zubia y a Ugíjar, lugares de la Vega, donde parecía que estaban más seguros; la otra fue que se reconociese el peñón de Guéjar, para ver si se podría hacer en él algún fuerte donde poner presidio, porque bajaban por aquella parte los moros, y llegaban a correr hasta el lugar de Cenes, una legua de Granada, y hacían mucho daño. A esto quiso ir él personalmente, y mientras don Antonio de Luna recogía los lugares, pasó con la caballería y un tercio de infantería hacia Guéjar; mas no se efetuó lo del fuerte por entonces, porque Luis Quijada y el capitán Hernando de Oruña fueron de parecer que no se podría proveer ni socorrer sin grandísima dificultad a causa de la aspereza del camino, y que sería más la costa y el embarazo que el provecho, y así, se volvieron aquel mesmo día a Granada. Don Antonio de Luna recogió la gente de aquellos lugares en las iglesias, no con pequeño desorden de los capitanes y soldados, porque hicieron que los moriscos y las moriscas encerrasen sus bienes muebles en dos casas grandes, so color de que estarían mejor guardados para cuando se fuesen; y después, sin dejárselo tomar, caminaron con ellos la vuelta de la Vega, y partiendo entre sí el despojo, hubo muchos que escondieron doncellas y muchachos, y se los llevaron por esclavos: tan grande era la cudicia de nuestra gente en este tiempo, que cuanto veían delante de los ojos, así de amigos como de enemigos, todo se lo querían apropriar, y les pesaba porque no se acababa de levantar todo el reino para tener que captivar y robar. Luego como nuestra gente salió de Guéjar, los moros que se habían ido a la Sierra Nevada bajaron a poblar sus casas, y Aben Humeya mandó a Pedro de Mendoza que se metiese en el lugar y le fortaleciese y guardase, como lo hizo, hasta que don Juan de Austria fue sobre él y lo ganó, como se dirá adelante.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Cómo los moros robaron una escolta que iba de Granada a Guadix, y Francisco de Molina salió a ellos, y los desbarató y se la quitó


En este mesmo tiempo salieron de la Alpujarra docientos moros, y bajando por la sierra que cae sobre el río de Aguas Blancas, fueron a dar por cima del lugar de la Peza, y por una punta de sierra que está entre Hiznaleuz y Guadix, llamada el Puntal, llegaron a la venta de Tejada, y se pusieron en emboscada en unas quebradas que están allí cerca, aguardando que pasase alguna escolta de cristianos, porque está en el camino real que va de Guadahortuna a Guadix. Y acertando a pasar Feliciano Chacón con una escuadra de soldados y hasta cuarenta bagajes cargados de bastimentos,   —263→   y una mujer recién casada con todo su ajuar, dieron en ellos, y matando ocho soldados, huyeron los otros, y les tomaron los bagajes y caminaron la vuelta de la sierra. Este aviso llegó luego a Guadix, y poniéndose a caballo Francisco de Molina con algunos ciudadanos que acudieron, salió en busca de los moros, dejando orden que la caballería y la infantería le siguiese; y tomando el rastro por donde iban, llegó a alcanzarlos cerca de la Peza, que se iban metiendo ya en la sierra; y aunque no llevaba más que trece de a caballo, porque los otros no habían podido seguirle, pareciéndole que con ellos podría entretenerlos mientras llegaba el golpe de la gente, puso las piernas al caballo, y apellidando el nombre de los bienaventurados Santiago y santa Bárbara, que tenía por sus abogados, los acometió animosamente; mas hubiérase de hallar burlado, porque entendiendo que los compañeros le seguían, cuando volvió la cabeza vio que solos tres estaban a su lado, que eran el dotor Fonseca, Hernán Valle de Palacios y Juan del Castillo, vecinos de Guadix, los cuales peleando como hombres de honra, fueron todos tres heridos, y les mataron dos caballos, y los mataran a ellos si no fuera porque Francisco de Molina, hallándose armado de todas armas, atravesó por medio del escuadrón de los moros dos veces, y revolviendo sobre ellos, los socorrió, ayudándose con mucho valor los unos a los otros, y turbando a los enemigos, alancearon algunos dellos, y los entretuvieron hasta tanto que los caballos que venían atrás y los que no habían querido acometer se juntaron; y haciendo sus entradas diversas veces, rompieron por el escuadrón de los moros, y los desbarataron y pusieron en huida. Murieron este día veinte y siete moros, y fueron muchos heridos, y perdieron una bandera y los bagajes que llevaban con toda la presa, y de los cristianos no hubo ningún muerto; y con esta vitoria volvieron aquella tarde a la ciudad de Guadix, donde fueron alegremente recebidos.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Cómo el comendador mayor de Castilla, viniendo de Italia con veinte y cuatro galeras cargadas de infantería, corrió tormenta y aportó a Palamós


Mientras estas cosas se hacían en el reino de Granada, el comendador mayor de Castilla, que en cumplimiento de la orden de su majestad había embarcado a gran priesa la infantería española del tercio de Nápoles, y venía navegando hacia poniente con veinte y cuatro galeras, llegó al puerto de la ciudad de Marsella, en la costa de Francia; y partiendo con bonanza de allí, en entrando la noche comenzó a refrescar el viento narbonés, y se levantó una tormenta de mar tan grande, y con tanta fuerza de viento, que las galeras hubieron de disparar cada una por su cabo. La galera de Estéfano de Mar, ginovés, embistió en medio del golfo con otra galera por un costado, y salvándose la embestida, se abrió esta y se fue a fondo. Perdiose toda la gente desta galera y de otras tres que dieron al través. Otras aportaron a Cerdeña, donde, pasada la tormenta, llegó don Álvaro Bazán, marqués de Santa Cruz, con las galeras de Nápoles de su cargo, que había quedado para asegurar con ellas la costa de Italia, el cual reparó con brevedad cinco galeras de las que estaban destrozadas de la tormenta, y en ellas en las suyas embarcó los más soldados que pudo, y navegó la vuelta de Palamós, donde halló al Comendador mayor con su capitana y otras nueve galeras que habían seguido su derrota. Duró esta tormenta tres días sin cesar, y fue necesario aligerar, hasta venir a echar los soldados las armas y los vestidos a la mar; y llegó tan destrozada la capitana a Palamós, que los turcos y moros forzados tuvieron atrevimiento de quererse alzar con ella; mas fueron sentidos, y el Comendador mayor mandó hacer justicia de los más culpados; y proveyendo a la necesidad de los soldados, lo mejor y más brevemente que pudo partió la vuelta de poniente, y el marqués de Santa Cruz le dejó la infantería que traía de aquel tercio en sus galeras, y se tornó a levante. Traía el Comendador mayor en estas galeras doce compañías de soldados viejos, diez del tercio de Nápoles, una del de Piamonte y otra del de Lombardía. Los capitanes de las del tercio de Nápoles eran el maese de campo don Pedro de Padilla, don Alonso de Luzón, Pedro Bermúdez de Santis, Ruy Franco de Buitrón, Pedro Ramírez de Arellano, Antonio Juárez, el capitán Martínez, Alonso Beltrán de la Peña, el marqués de Espejo y el capitán Orejón. Destos diez capitanes llegaron a España siete, porque los dos postreros se quedaron en Nápoles, y enviaron sus compañías con sus alféreces; y el capitán Martínez se ahogó en la mar, y se dio su compañía a Carlos de Antillón, que era sargento mayor del tercio. De la de Piamonte era capitán Martín de Ávila, y de la de Lombardía don Luis Gaitán. Demás desta gente traía muchos caballeros y soldados aventureros, que venían a su costa por solo hallarse en esta jornada; los cuales habían llegado a tierra tan desnudos y desarmados, que fue bien menester tiempo y diligencia para repararlos y rehacer las compañías de gente, armas y vestidos. Siendo pues avisado el marqués de los Vélez de la venida desta gente y de la calidad della, tuvo tiempo de escribir a su majestad, suplicándole se la mandase dar, ofreciéndose que con ella y con la que tenía en Berja daría fin al negocio del rebelión; y su majestad le envió una orden en que mandaba que en llegando el Comendador mayor a surgir a la villa de Adra, dejase toda aquella infantería en tierra, para que la juntase con su campo; mas no hubo efeto esto, porque el Comendador mayor llegó a la playa de Adra el primer día del mes de mayo, y no se deteniendo allí más que una sola hora, pasó la vuelta de Almuñécar y a Vélez, donde hizo el efeto del fuerte peñón de Fregiliana, como diremos en su lugar. Dejémosle ir navegando, y vamos a los movimientos que hubo estos días en la sierra de Bentomiz.




ArribaAbajoCapítulo XV

Que trata la descripción de la sierra de Bentomiz, y como los moriscos de Canilles de Aceituno comenzaron a levantar la tierra y cercaron la fortaleza


La sierra de Bentomiz cae en los términos de la ciudad de Vélez, y como atrás dijimos, es un brazo que se aparta de la sierra mayor por bajo de los puertos de Zalia, y va atravesando hacia el mar Mediterráneo. Tiene de largo desde su principio hacia la mar ocho leguas, y de ancho seis, más o menos por algunas partes. Toda esta tierra es fragosísima, aunque fértil, poblada de muchas arboledas, abundante de fuentes frías y saludables,   —264→   de donde proceden muchos arroyos de aguas claras, que bajan acompañados entre las peñas y piedras de aquellos valles; y sacándolos en acequias por las laderas, riegan sus huertas y hazas los moradores. Es buena la cría del ganado en esta sierra porque gozan hermosos pastos de verano y de invierno. Cuando cargan los fríos y las nieves, los apacientan por los otros términos de la ciudad de Vélez, que son espaciosos y muy templados, los cuales tienen a poniente la jarquía de Málaga, a levante la tierra de Almuñécar, al cierzo la de la ciudad de Alhama y villa de Archidona, y al mediodía el mar Mediterráneo iberio. Hay por toda la sierra grandísima cantidad de viñas, y de la uva hacen los moradores pasa de sol y de lejía, que venden a los mercaderes septentrionales, que vienen a la torre de la mar de Vélez cada año a cargar sus navíos, y la llevan a Bretaña, Inglaterra y a Flandes, y de allí la pasan a Alemaña y a Noruega y a otras partes. Demás desto, la cosecha del trigo y de la almendra les vale mucho dinero, y cogen tanto pan, que les basta para su sustento. La cría de la seda es en cantidad y tan fina, que iguala con la mejor que entra en la alcaicería de Granada. Alcanza un cielo tan claro y tan saludable, que haciéndola amenísima, cría los hombres ligeros, recios y de tan grande ánimo, que antiguamente los reyes moros los tenían por los más valientes, más sueltos y de mayor efeto que había en el reino de Granada, y ansí se servían dellos en todas las ocasiones importantes. Tenía veinte y dos lugares poblados de gente rica, cuyos nombres, comenzando a la parte de la mar, son estos: Torrox, Lautin, Periana, Algarrobo, Cuheila, Arenas, Bentomiz, Daimalos, Nerja, Competa, Fregiliana, Sayalonga, Salares, Curumbila, Batarjix, Arches, Canilles de Albaide, Benesscaler, Sedella, Rubite, Canilles de Aceituno y Alcaucín. Está en Canilles de Aceituno una fortaleza importante, y el marqués de Comares, cuya es, tenía por alcaide della a un Gonzalo de Cárcamo, hombre cuidadoso y de mucha confianza, noble, de los Cárcamos de Córdoba; el cual siendo avisado del alzamiento de la Alpujarra, y teniendo la fortaleza mal reparada, aportillados los muros por muchas partes, escribió luego al marqués de Comares sobre ello, y mientras le venía gente y orden para repararla, metió dentro los cristianos que moraban en el lugar con sus mujeres y hijos. El marqués le envió sesenta soldados y cantidad de munición, y orden para que hiciese a los moriscos que reparasen los muros, los cuales lo hicieron dando peones y bestias que trabajasen en traer materiales, por manera que en poco tiempo la puso en defensa, sin que hubiese el menor estorbo del mundo, porque había entre aquellos serranos muchos hombres de buen entendimiento, que, disimulando su negocio, mostraban estar llanos en el cumplimiento de las premáticas, aunque les fatigaba demasiadamente lo de la lengua. Estando pues con muestra de pacificación y quietud, parece que vino a desasosegarlos un moro de los que escaparon de las Guájaras, llamado Almueden. Este tenía su mujer captiva en poder de un cristiano vecino de Canilles de Aceituno, y con deseo de verla y de tratar de su rescate, por intercesión de algunos amigos fue con una cuadrilla de moros a un molino que estaba cerca del lugar, en el camino de Sedella, encubierto hacia la parte de la sierra, donde le fueron a ver los vecinos de aquellos lugares, unos por conocimiento, y otros por saber lo que pasaba en la Alpujarra. Viniendo pues a tratar de negocios del rebelión, el moro que los vio inclinados a novedad, los persuadió mucho a que se alzasen, ofreciéndoles que haría con Aben Humeya que les enviase socorro, y aun se lo traería él mismo si fuese menester; y contándoles fabulosamente prósperos sucesos, muertes de tantos cristianos como habían muerto los moros en Válor y en otras partes, y grandes socorros de Berbería, despertó los ánimos de aquellas gentes, y los alborotó de manera, que no veían la hora de estar ya con ellos. Solo un morisco, regidor de Canilles de Aceituno, llamado Luis Méndez, entre deseo y temor les aconsejó que por ninguna manera se alzasen mientras el Albaicín estuviese en pie, porque sería destruirse; mas aunque se conformaron con su parecer, no dejaron los mancebos de quedar alborotados. Estaba con Almueden otro monfí natural de Sedella, llamado Andrés el Xorairan, y deseando hacer algún salto antes que se fuesen, preguntaron dónde podrían ir que le hiciesen a su salvo; los de Canilles le dijeron que en la venta de Pedro Mellado, que estaba al pie del puerto de Zalia, había un ventero rico que tenía mucho dinero; mas que sería menester ir cantidad de gente, porque andaba por allí una cuadrilla de soldados de Vélez, y podría ser topar con ella; y ofreciéndosele que le irían a acompañar así ellos como los de Sedella y de otros lugares convecinos, con acuerdo que solamente entrasen los forasteros en la venta, se juntaron más de sesenta hombres armados de ballestas y escopetas. Y un sábado en la noche, a 23 días del mes de abril de 1569 años, fueron a emboscarse entre unos cerros, no muy lejos de la venta, y otro día domingo, ya bien tarde, viendo buena ocasión para hacer su salto, dejando la gente de la sierra en atalaya, bajó el Xorairan con veinte monfís forasteros a dar en la venta, y hallando las puertas abiertas, y a Pedro Ruiz Guerrero, que así se llamaba el ventero, y a otro soldado llamado Domingo Lucero, sentados en un poyo con sendos arcabuces en las manos, creyendo que toda la cuadrilla estaba dentro, tornaron a salirse fuera, y los dos cristianos tuvieron lugar de subirse a un sobrado, donde se hicieron fuertes, llevando consigo a la ventera y a una hija suya niña, porque no pudieron recoger a los demás. Luego tardaron los moros a entrar, y a vuelta dellos alguno de los de Canilles de Aceituno, y pusieron fuego a la venta, amenazando a los venteros que si no les daban el dinero que tenían los quemarían vivos. La ventera, con temor de la muerte, bajó luego y les dio una arquilla con cien ducados; y teniéndolos en su poder el Xorairan, echó mano della y le dijo que si no le daban también las armas, la matarían; la cual con muchas lágrimas las pidió a su marido, mas no las quiso dar, diciendo que había de morir con ellas en las manos. Estando pues en este debate, llegó la cuadrilla de Gaspar Alonso, vecino de Vélez, que andaba asegurando aquel peso, y comenzando a disparar algunos arcabuces contra los moros que estaban en atalaya, trabaron una ligera escaramuza con ellos, que solamente aprovechó a que los que estaban dentro de la venta se saliesen fuera, llevando robado lo que en ella había. En este tiempo los dos cristianos tuvieron lugar de salir al campo: el soldado tomó de la mano la niña y la escondió detrás de una mata, y él se escapó lo mejor que pudo, y lo   —265→   mesmo pudiera hacer el ventero; mas oyó dar voces a su mujer que la estaban hiriendo los enemigos de Dios, y queriéndola favorecer le mataron también a él, y no les quedando más que hacer, se retiraron a la sierra, dejando nueve personas muertas en la venta. Era alcalde mayor de la justicia en la ciudad de Vélez el bachiller Pedro Guerra, vecino de Málaga, el cual luego como supo lo que los monfís habían hecho en la venta, hizo información deste delito, y resultando culpa contra muchos vecinos de Canilles de Aceituno y de Sedella, Salares y Curumbila, procedió contra ellos, y valiéndose de la provisión que dijimos que ganaron los alcaldes de la chancillería de Granada para que las justicias realengas pudiesen entrar a prender los delincuentes en lugares de señorío, determinó de ir a prender los de Canilles de Aceituno, y llevando consigo al capitán Luis de Paz con los caballos de su compañía, y otra mucha gente por ciudad, fue a amanecer entre dos albas sobre el lugar, sin haber prevenido al alcaide Gonzalo de Cárcamo, que también era alcalde mayor de la justicia, del negocio que iba a hacer. Teníase aviso en Granada como Aben Humeya enviaba siete mil moros hacia poniente en favor de los de la sierra de Bentomiz, jarquía y hoya de Málaga, para que alzasen todos aquellos pueblos, y que había echado fama que tenía cartas de Aluch Alí, gobernador de Argel por el Gran Turco, en que prometía de venirle a socorrer brevemente. Y porque se entendía que para recebir los navíos de los turcos procuraría ocupar alguna plaza marítima, había escrito don Juan de Austria a la ciudad de Vélez que estuviese sobre aviso, por ser aquel lugar cómodo para la pretensión del enemigo, y con esto el cabildo había hecho diligencia con los alcaides de los castillos de su partido, y especialmente había escrito a Gonzalo de Cárcamo, diciéndole cómo mandaba poner doce hombres en la cumbre de un alto cerro junto con el castillo de Bentomiz, de donde se descubre la ciudad y la fortaleza de Canilles de Aceituno, para que estuviesen de día y de noche en centinela; y que si acaso viniesen moros a cercarle, o supiese que entraban por aquella parte, siendo de día hiciese tres ahumadas en la torre del homenaje y de noche tres fuegos; y que en respondiéndole los del cerro, entendiese tener la ciudad aviso para socorrerle; y que siendo los moros muchos hiciese muchas ahumadas o echase abajo muchos hachos ardiendo, y que lo mesmo entendiese que había de hacer si supiese que se levantaba la tierra; y él había mandado a los moriscos que pusiesen cada noche centinelas al derredor del lugar, y que si viesen venir algún golpe de gente, le avisasen; los cuales lo hacían con toda diligencia, dando a entender que les pesaba que viniese gente forastera a desasosegarlos. Llegando pues el licenciado Pedro Guerra con más de seiscientos hombres a la hora que dijimos, con intento de cercar el lugar y entrar a hacer sus prisiones, los que iban delante dieron con el cuerpo de guardia de los moriscos, que estaba par de a una cruz donde se juntan los caminos que van de Vélez y de Granada, y sospechando mal de aquella diligencia, sin más aguardar dieron en ellos, y hiriendo a uno, hicieron ir huyendo a los demás, y no parara el negocio en tan poco si el Alcalde mayor y el capitán Luis de Paz y Beltrán de Andía, regidor de aquella ciudad, que llevaba el cargo de la infantería, no detuvieran la gente con grandísimo trabajo de sus personas, porque cierto saquearan y destruyeran el lugar, según la indignación con que iban. El alcaide luego que sintió el rebato se puso en arma con la poca gente que tenía en la fortaleza, entendiendo que había moros forasteros en la tierra; y cuando supo que era la justicia de Vélez, procurando apaciguar el pueblo, requirió al Alcalde mayor que no entrase dentro, ni quebrantase la jurisdición del marqués de Comares, ni le alborotase los vecinos que estaban quietos, haciéndole muchas protestaciones sobre ello, y con todo eso no pudo acabar que dejase de entrar con alguna gente, y prendiendo ocho moriscos, se volvió con ellos a Vélez. Luego los examinó en riguroso tormento, y de sus confesiones resultaron mucho número de culpados, así de Canilles como de otros lugares de la sierra; y haciendo prender algunos dellos y darles tormento, comenzó a hacer justicia. Y procediendo en el castigo a 22 días del mes de mayo de aquel año, envió su requisitoria al alcaide de Canilles de Aceituno, pidiéndole que prendiese cuatro moriscos que resultaban culpados, y los entregase a Alonso González Enríquez, vecino de Vélez, que con cuarenta soldados de su cuadrilla iba a traerlos; el cual los prendió luego y se los entregó, uno de los cuales era aquel morisco regidor llamado Luis Méndez, que dijimos que se halló en la junta del Molinillo, y otros viejos, cuya prisión sintieron tanto todos los vecinos, que algunos convocaron gente para salirlos a quitar en el camino; mas el cuadrillero puso tanta diligencia, que salió de aquellas sierras con ellos antes que llegasen a hacer el efeto. Estando pues la tierra alterada con estas prisiones, otro día lunes, viniendo un soldado de hacia la ciudad de Vélez con su arcabuz en el hombro, le tiraron una saetada desde una mata, que le cosieron las dos faldas del capotillo con la saeta, y el fin desto fue, que dos moriscos de los que andaban ya alborotados se pusieron en aquel paso aguardando algún cristiano desmandado de los que iban y venían a Vélez, para matarle y quitarle el arcabuz, y armarse el uno dellos con él. Mas no les sucedió como pensaban, porque el soldado les hizo rostro, y pasó por ellos sin que le enojasen, y fue a dar aviso a Gonzalo de Cárcamo, el cual, queriendo reconocer si había gente de mal vivir en la tierra, envió un cabo de escuadra llamado Martín Núñez con catorce arcabuceros, mandándole que no se alargase mucho, por si fuese menester retirarse con tiempo a la fortaleza. Los soldados fueron a dar con un morisco mancebo que estaba echado debajo de un olivo con una espada en la mano, y caminando hacia él, se levantó, y subió huyendo por una loma arriba que llaman Embarc Alahauyz, dando voces en algarabía y diciendo: «Valientes, favorecedme». Luego salieron de la hoya de una umbría más de doscientos moros, y delante dellos el Xorairan y otro capitán llamado Aben Audalla, con una bandera nueva de tafetán colorado, y cargando sobre los nuestros, los fueron siguiendo la vuelta del lugar. El cabo de escuadra y los que guiaron tras dél, por trochas y veredas que sabía, se salvaron en la fortaleza, y cuatro cristianos que tomaron por diferente camino fueron muertos. Entrando pues los moros de golpe por las calles, las moriscas comenzaron a llorar y a dar voces viendo que les decían los monfís que dejasen sus casas y caminasen a la sierra, y muchos moriscos se   —266→   defendieron diciendo que los dejasen estar, porque no querían alzarse ni ir a otra parte. En este tiempo el alcaide tuvo lugar de recoger los vecinos cristianos que estaban fuera de la fortaleza, y entre ellos algunas casas de moriscos que acudieron a favorecerse dél; y echando fuera veinte peones que andaban en el reparo de los muros, se puso en defensa. Entendiose no haber sido cosa acordada entre todos los vecinos este levantamiento, y estar la mayor parte dellos ignorantes dél sino que los ofendidos, juntándose con aquellos hombres perdidos, lo comenzaron; porque si otra cosa fuera, cuando el cabo de escuadra y los otros soldados entraron huyendo por las calles del lugar, perdidos todos de cansancio y sin aliento, pudieran matarlos a su salvo y tomarles las armas; y no solamente no lo hicieron, antes los ayudaron y favorecieron hasta ponerlos en la fortaleza. Aun no era bien acabado de alzar el pueblo, cuando pareció en la plaza del lugar una bandera de tafetán colorado, ya deslucida de vieja, con unas lunas verdes muy grandes, y después se supo que la tenía guardada Francisco de Rojas, morisco de aquel lugar, que había sido de sus pasados en tiempo de moros, y la habían traído en las guerras de la serranía de Ronda; y al mesmo punto pareció otra bandera blanca que pusieron en un peñón alto que está sobre el lugar a la parte de Sedella, donde llaman Haxar el Aocab, que quiere decir la piedra del Águila, para desde allí dar aviso en viendo que acudía la gente de Vélez; y por bravosidad se pusieron todos los mancebos y gandules las mangas de las marlotas de las moriscas en la cabeza, y tocas blancas a derredor para parecer turcos, y enviando las mujeres con los muebles y ganados al peñón que está encima del lugar de Sedella, cercaron el castillo, y le combatieron todo aquel día hasta que vino la noche, defendiéndose el alcaide valerosamente, con treinta y dos cristianos que tenía dentro, los veinte soldados, y los doce de los vecinos del lugar, porque los demás se habían ido. Este mesmo día se alzaron los de Sedella y Salares y se juntaron.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Cómo Arévalo de Zuazo, corregidor de Vélez, socorrió la fortaleza de Canilles de Aceituno


No se descuidó Gonzalo de Cárcamo en hacer ahumadas luego que los moros alzaron el lugar; mas como hacía el sol recio y el día muy claro, no las determinaron los soldados de Vélez que estaban de centinela en el cerro que dijimos, o por ventura estuvieron descuidados. Y viendo que no le acudían con el contraseño, las mujeres, que se veían cercadas, comenzaron a afligirse, y con muchas lágrimas le pidieron que enviase algún hombre de los que allí estaban a dar aviso a la ciudad para que les fuese socorro; y aun ellas mesmas rogaron a un morisco llamado Juan Navarro, que estaba preso por deudas, que fuese a hacer aquel efeto, prometiéndole mucha gratificación por ello, el cual se ofreció de ir y volver con la respuesta. Y el alcaide, pareciéndole que en caso que no hiciese lo que prometía se aventuraba poco tener un enemigo más en el campo, escribió una carta al cabildo de la ciudad de Vélez, y encargándole que hiciese el deber, porque haría bien su negocio, se la cosió en las espaldas en el aforro del sayo; y mientras los moros andaban embebecidos en sacar los muebles de las casas y enviar las mujeres al fuerte de Sedella, tuvo lugar de echarle por el postigo de la puerta de la fortaleza, diciéndole que si los moros le preguntasen algo, dijese que iba huyendo. El cual entró corriendo por las calles del lugar como hombre que se había soltado de la prisión; y encontrando tres moros, que le preguntaron cómo venía de aquella manera, les dijo que por amor de Dios le favoreciesen, que iban los soldados tras dél; y con esto no solamente le dejaron pasar, mas animándole a proseguir su camino, le encaminaron a la plaza, donde estaba otro hermano suyo con la bandera de los moros, y diciéndoles que quería ir primero por una ballesta que tenía escondida, tomó por el río de Laguiz abajo, y fue a salir al camino de Vélez; y avisando a los cristianos de los molinos y a otras personas como la tierra estaba alzada, llegó a la ciudad y dio la carta a Arévalo de Zuazo, que había venido allí de Málaga a poner cobro en la ciudad por otra carta de aviso que de don Juan de Austria tenía, y andaba entendiendo en hacer algunos reparos, donde se asegurasen los vecinos dentro de los aportillados muros. El cual, deseando saber si era el levantamiento de solos los vecinos, o si habían venido forasteros a levantar la tierra, antes que se determinase de hacer el socorro quiso enviar el proprio morisco a Gonzalo de Cárcamo para que le avisase qué gente era la que había en la sierra; mas él no se atrevió a ir aquel día porque venía muy cansado. Estando pues todo el cabildo suspenso por no tener certinidad de cosa tan importante, temían por un cabo que si salía la gente de guerra a hacer el socorro de Canilles, que está tres leguas grandes de allí, podrían los moros de los otros lugares de la sierra acudir a la ciudad a tiempo que hiciesen algún efeto; y por otro deseaban socorrer aquella fortaleza, porque no se perdiese delante de sus ojos. Queriendo al fin saber lo que había, a trueco de esperar un día más, mandó el concejo de Bena Mocarra que enviase luego dos moriscos de confianza con una carta del Corregidor para Gonzalo de Cárcamo, en que le decía que avisase si los que habían alzado el lugar eran los moros que se aguardaban de la Alpujarra, o si eran solos los vecinos, y qué gente le parecía que sería menester para socorrerle. Con esta carta fueron dos moriscos vecinos de aquel lugar, llamados Hernando el Zordi y otro, con orden que llegasen de noche por la parte baja de la fortaleza y la diesen al alcaide; y para que con más seguridad lo pudiesen hacer, les mandaron que llevasen dos arcabuces y sus espadas. Llegando pues cerca del lugar por la parte que les pareció que serían menos sentidos, dieron en el cuerpo de guardia y centinela que los monfís forasteros tenían; y aunque les hablaron en su lengua y les dijeron que eran de los alzados, dándoles poco crédito, quisieron matarlos, diciendo que iban con algún engaño; y libraran mal si no acertara a llegar allí un moro del proprio lugar de Canilles, llamado Francisco Tauz, el cual conoció al Zordi y le abonó, diciendo que era hombre de crédito, y que no sería acertado hacerles mal, porque por la mesma razón no habría quien osase venirse a ellos. También el Zordi, hombre astuto, les dijo que los de Bena Mocarra los enviaban a saber si era verdad que la sierra estaba alzada, porque querían hacer ellos lo mismo si les enviaban alguna gente de socorro que les hiciese escolta,   —267→   porque como estaban desarmados, tenían miedo de los de Vélez. Oyendo estas palabras el Tauz, comenzó a dar saltos de regocijo, preguntándole muchas veces si era verdad lo que decía; y como le afirmase que sí, dijo a los monfís que mejor ni más alegre día no podía venir a los moros que saber que Bena Mocarra se quería levantar, porque no quedaría lugar en la jarquía y hoya de Málaga que no hiciese luego otro tanto. Y aplacándose con esto los forasteros, llevaron los dos moriscos a su capitán Xorairan, los cuales le dieron su recaudo fingido, que no les valió menos que las vidas; y supieron decírselo de manera, que les dio crédito; y alegrándose con ellos, les mandó que volviesen a Bena Mocarra y dijesen a los vecinos que dentro de tres días les daba su palabra de socorrerlos con más gente de la que pensaban. Cuando el Zordi le oyó decir aquellas palabras, entendiendo que esperaba alguna gente de fuera, le replicó: «Señor, no entiendo que podrán aguardar tanto, porque tienen ya liada la ropa; y si los de Vélez los sienten, los degollarán». Al moro pareció bien lo que decía, y estuvo un rato suspenso; y luego dijo que se fuesen, y les dijesen que otro día por la mañana les haría escolta con docientos gandules valientes, que ninguno volvería el rostro a diez de los de Vélez, y que no habría falla en ello; y que por señas pornía en amaneciendo una bandera colorada encima del molino que dicen del Poaype para que supiesen que estaba aguardándolos; y haciéndoles dar muy bien de cenar, los despidió con aquella buena nueva. Otro día amaneció en el lugar un silencio tan grande, que parecía no haber quedado criatura viva en él, y los soldados quisieran salir de la fortaleza a recoger lo que los moriscos habían dejado en las casas; mas el alcaide, recelando algún engaño, no lo consintió, por mucho que le importunaron; y enviando otro morisco que se había recogido con su mujer y hijos a la fortaleza a que viese si los enemigos se habían ido, en entrando por la puerta del lugar fue preso y llevado al Xorairan, diciendo que era cristiano, pues se había recogido con los cristianos; el cual mandó que le llevasen al fuerte de Sedella y que le entregasen al cadí que ya tenía puesto de su mano para ejecución de la justicia. Queriendo pues cumplir la palabra que había dado a los de Bena Mocarra, envió delante su bandera colorada con diez moros a que la pusiesen en el viso de Fax Alaviz sobre una piedra que llaman Haxar Alabracana, que quiere decir la piedra de la Cornicabra, lugar alto y relevado, adonde se podía devisar muy bien; y recogiendo más de quinientos moros, bajó luego a juntarse con ellos para en viniendo la noche ir a emboscarse sobre el molino del Poaype, como había dicho. Dejó en el lugar a un moro, llamado Alonso Montical, con otro golpe de gente del pueblo y de Sedella y de otras partes, que habían acudido allí sabiendo que Canilles se había alzado, con orden que no cesase de combatir los cercados mientras iba a hacer el efeto de Bena Mocarra y volvía. Este combate fue muy recio y duró más de dos horas, defendiéndose el alcaide y los que con él estaban valerosamente, y al fin se retiraron los moros dél con daño dos horas antes del mediodía. Habíanse tardado el Zordi y su compañero más de lo que quisieran en llevar la nueva de lo que pasaba a la ciudad de Vélez, deteniéndolos la importunidad de los moros que acudían a certificarse dellos si era verdad que se querían alzar los de Bena Mocarra, porque era grande el contento que todos tenían dello, y estaba el Corregidor con cuidado, sospechando si los habían muerto o si se habían quedado con los moros. Y haciendo llamar al morisco que había llevado la carta del alcaide, le dio otra del tenor de la que le habían dado, y lo encargó mucho que procurase darla con toda brevedad, y volver luego con la respuesta. El cual llegó al tiempo que los moros se retiraban del combate; y poniéndose detrás de un olivo, algo arredrado de la fortaleza, hizo señal con la capa para que le asegurasen hasta llegar a ella; y el alcaide le entendió y le aseguró, mandando poner los arcabuceros hacia aquella parte, de manera que pudo llegar seguro a un lienzo del muro, donde estaba una ventana grande; y subiéndole con una soga arriba, el alcaide leyó una carta que llevaba, y luego le envió con otra en respuesta della, avisando a Arévalo de Zuazo que no había más moros que los de la tierra y pocos forasteros con ellos hasta aquel punto. Mas ya cuando el morisco llegó a la presa del río de Vélez, le encontró que iba a hacer el socorro con más de quinientos hombres de a pie y de a caballo, porque los dos moriscos de Mocarra habían llegado y dádole cuenta muy particular de lo que pasaba. Descubrieron nuestra gente los cercados, y los cercadores a un mesmo tiempo, y abatiendo los moros la bandera blanca que tenían puesta en la peña del Aguila, el Montical y los que con él estaban dejaron el cerco y salieron huyendo la vuelta de la sierra; y el Xorairan se volvió al puerto de Sedella, y de allí se fue a meter en el peñón; por manera que cuando el socorro llegó ya no había moros con quien pelear: mas pudiérase hacer mucho efeto si los siguieran, porque iban todos desbaratados y perdidos de miedo. Un escudero, llamado Diego Moreno, con otros compañeros se adelantó y pasó buen rato; mas el Corregidor le mandó que se retirase, contento con haber socorrido la fortaleza; y haciendo sacar cien mujeres y niños que había dentro, dejó veinte soldados al alcaide, y volvió aquella noche a Vélez, y los moros se metieron en su fuerte.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Cómo Competa y los otros lugares de la sierra de Bentomiz se alzaron, y se recogieron al fuerte peñón de Fregiliana


Alzados los vecinos de Canilles de Aceituno, Sedella y Solares, los de Competa y de los otros lugares de la sierra de Bentomiz hicieron lo mismo, movidos por Martín Alguacil, vecino de Competa, hombre noble y de mucha autoridad entre ellos, por ser el principal del linaje de los Alguaciles, que en tiempo de moros tuvieron mando en aquella tierra. Este morisco daba a entender que era buen cristiano y muy servidor de su majestad; y con este nombre se hacía confianza de él, y se le encomendaba el repartimiento de la farda que pagaban los moriscos de aquel partido; y el presidente don Pedro de Deza les había cometido a él, y a Bernardino de Reina, regidor de Vélez, que también era de su nación, y tenía cargo de repartir la farda en la jarquía de Málaga, que distribuyesen los mantos y sayas de la limosna de su majestad entre las viudas y mujeres pobres, encargándoles que animasen aquellos pueblos a que dejasen el traje y hábito morisco, y se conformasen   —268→   con las premáticas. Los cuales en esto habían hecho buen oficio, y se tenía entendido que por respeto de Martín Alguacil estaba la sierra de Bentomiz en pie; el cual había venido aquellos días a Vélez, y de su propria autoridad había hecho un protesto ante la justicia, diciendo que era buen cristiano, y que protestaba de vivir y morir en la fe de Jesucristo, y de servir bien y fielmente, como leal vasallo de su majestad, en todo lo que se le mandase. Mas era con engaño, porque supo que la ciudad trataba de traer algunos vecinos de los principales de la sierra, y detenerlos para que los otros no se alzasen; y sabiendo que había de ser él uno dellos, hizo aquella diligencia para poderse descabullir; y así fue que se tornó luego a Competa; y enviándole después a llamar Arévalo de Zuazo, para animarle a que perseverase en lealtad, y lo procurase con los vecinos, no quiso ir, y trató de levantar la tierra; y juntando los vecinos de Competa y de otros pueblos comarcanos, les hizo un razonamiento desta manera: «Hermanos y amigos, que pensábades estar libres de los trabajos desta malaventura que los alpujarreños han movido: bien veis el pago que se nos da en premio de nuestra lealtad, pues, por no desatino que hicieron los monfís forasteros en compañía de algunos mozos livianos y de poco entendimiento en la venta de Pero Mellado, quiere la justicia de Vélez destruirnos a todos, no se contentando con haber hecho morir muchos de nuestros amigos y parientes, que sabemos que ni fueron en ello ni aun lo supieron, haciendo que se condenasen ellos mesmos con crueles invenciones de tormentos; y como les pesase de ver que estando toda la nación morisca alborotada, solo nosotros estemos quietos en nuestras casas, veis aquí una carta en que me envía a llamar el Corregidor. Yo entiendo que es para prenderme y hacerme morir, porque no tiene otro negocio conmigo, ni yo con él. También envía a llamar a Hernando el Darra. La muerte es cierta: yo pienso emplearla donde a lo menos no quede sin venganza, defendiendo nuestra libertad. Si muriésemos peleando, la madre tierra recibirá lo que produjo; y al que faltare sepultura que le esconda, no le faltará cielo que le cubra. No quiera Dios que se diga que los hombres de Bentomiz no osaron morir por su patria. Aben Humeya está poderoso; ha tenido muchas vitorias contra los cristianos; viénele gente de África en socorro; el gran señor de los turcos le ha prometido su favor; espéralo por momentos. Toda Berbería se mueve a defendernos. Venga pues, señoréenos a todos, y démosle obediencia; que los cristianos por moros declarados nos tienen; y no demos lugar a que rompiendo la equidad de las leyes, ejecuten solamente el rigor, llevándonos a la horca uno a uno». Hasta aquí dijo Martín Alguacil; y loando todos su parecer, le respondieron que demasiada paciencia había sido la que habían tenido, sujetos a tantos agravios como se les habían hecho; y sin más aguardar, tomaron las armas que tenían escondidas, y ataviándole a él con ricos almaizares de seda y oro, como a hombre santo, le pusieron sobre una mula blanca, y llegaron todos a besarle la mano y la ropa. El cual declaró luego su corazón con las manos puestas y los ojos fijos en el cielo, diciendo: «Bendito y loado seáis vos, Señor, que me dejastes ver este día». Allí nombraron capitanes particulares de cada lugar; y pareciéndoles que estarían mejor todos juntos en el peñón de Fregiliana, que era muy fuerte y cerca de la mar, enviaron a decir a los del fuerte de Sedella que se viniesen a juntar con ellos. Los cuales, confiados en la vana devoción que tenían con los sepulcros de cuatro morabitos que decían estar enterrados en la Rabita de Canilles de Aceituno, que está junto al fuerte, no querían desamparar el sitio hasta que, enviándoles gente y bagajes, los obligaron a no hacer otra cosa contra la voluntad de un moro viejo, llamado el Jorron de Leimon, que les decía que por ninguna cosa lo dejasen, porque era lugar dichoso, donde habían tenido siempre felices sucesos los moros con la protección de aquellos santos, y que esto se hallaba por sus escrituras. El cual, viendo que no le aprovechaban sus amonestaciones, y que holgaban más de obedecer a la voluntad de Martín Alguacil, dio tantas voces sobre ello, que vino a perder el juicio y juntamente la habla y el sentido. Habiéndose pues juntado todos en Competa, nombraron por su caudillo y capitán general a Hernando el Darra, que tenía entre ellos opinión de muy noble, porque sus pasados en tiempo de moros eran alcaides y alguaciles de Fregiliana. Nombraron tres alfaquís para consejeros en las cosas temporales y de religión, uno de Sedella y otro de Salares, y el tercero de Daimalos. No hicieron daño estas gentes en los cristianos sus vecinos, porque con la sospecha que se tenía, se habían puesto todos en cobro; y los beneficiados que habían quedado entre ellos los enviaron a Vélez, entre los cuales fue uno Cristóbal de Frías, beneficiado de Competa, el cual se había metido en la torre de la iglesia con otros tres o cuatro cristianos. Y Martín Alguacil, queriéndose desculpar de aquel hecho con los de Vélez, y darles a entender que el levantamiento había sido contra su voluntad, forzados de los moros forasteros, y que había muchos en la tierra, para que la ciudad no saliese a ellos hasta ponerse en cobro, hizo pasar la gente al derredor de la iglesia, haciéndoles mudar las armas y los vestidos porque pareciesen muchos; y cuando hubo hecho esto tres o cuatro veces, llegándose a la torre, llamó al beneficiado, y le dijo que estuviese de buen ánimo, porque no consentiría que se le hiciese agravio a él ni a los que con él estaban; que se fuesen a Vélez seguramente y dijesen a los ciudadanos que Gironcillo con gente forastera había levantado la tierra, y que a los de Bentomiz les pesaba mucho, porque siendo buenos cristianos y leales servidores de su majestad, no quisieran que de su parte hubiera novedad; y que les certificasen que no les harían daño a ellos ni a sus cosas, antes procurarían todo su bien como amigos y vecinos. Y dándoles algunos hombres armados que los acompañasen, los envió a la ciudad de Vélez, y él con todas las mujeres, ganados y ropa se fue a meter en el fuerte de Fregiliana.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Cómo Arévalo de Zuazo juntó la gente de su corregimiento y fue contra los alzados de la sierra de Bentomiz; y la descripción del peñón de Fregiliana


Cuando el beneficiado Cristóbal de Frías se vio en Vélez, dio muchas gracias a Dios por haberle librado del peligro en que se había visto; y hallando la ciudad   —269→   alborotada, que se andaba la gente aprestando para salir aquella noche a la sierra, no teniendo aun perdido el miedo, exageraba las fuerzas de los alzados mucho más de lo que eran, diciendo que estaba la tierra llena de moros forasteros. Y aunque algunos de los compañeros que venían con él deshacían aquel temor, afirmando que la gente que había pasado al derredor de la iglesia tantas veces estando ellos dentro, eran unos mesmos hombres, que habían conocido muchos dellos, y que el astuto moro lo había hecho de industria para que la ciudad entendiese que había venídoles socorro de la Alpujarra; el Corregidor suspendió la salida por aquella noche, no se determinando a quién daría más crédito. Mas otro día luego siguiente, haciendo instancia la ciudad sobre ello, y habiendo venido dos compañías de la ciudad de Málaga, cuyos capitanes eran don Pedro de Coalla, y Hernando Duarte de Barrientos, con esta gente y la de la ciudad, que eran otros ochocientos infantes y cien caballos, y capitanes de la infantería Alonso Zapata, Beltrán de Andía, Marcos de la Barrera y Juan Moreno de Villalobos, y de la caballería Luis de Paz, los unos y los otros regidores de aquellas ciudades, partió de la ciudad de Vélez a 27 días del mes de mayo de este año, y aquella noche fue al lugar de Torrox, que está en la marina, donde despunta la sierra de Bentomiz en la mar, y los moriscos deste lugar se habían recogido con su ropa, mujeres y hijos en la iglesia, diciendo que eran cristianos; y cuando vieron asomar las banderas con tanto número de gente, quisieron meterse en el castillo; y no los queriendo acoger los cristianos que había dentro, caminaron la vuelta de la sierra y se fueron a juntar con los alzados. Nuestra gente se alojó aquella noche en Torrox, y allí llegaron ciento y sesenta saldados de Almuñécar, que, según ellos decían, habían salido a cobrar una manada de ganado que les llevaban los moros; y alargáronse tanto, que no se atrevían a volver, por temor de alguna emboscada. Otro día bien de mañana partió Arévalo de Zuazo la vuelta del peñón de Fregiliana, que estaba legua y media de allí; y llegó al pie dél a las diez horas del día por la parte de una fuente que llaman del Álamo, que cae entre poniente y mediodía, donde está un llano espacioso para poderse revolver la caballería. Allí hallaron algunos bagajes, ropa y bastimentos, que no habían tenido lugar de poderlo subir arriba los moros que iban a meterse en el fuerte; de donde se entendió que si los de Vélez no se detuvieran tanto en salir, los alcanzaran fuera del peñón, y con cualquier número de gente se pudiera hacer mucho efeto. Este peñón está entre el lugar de Competa y la mar; tiene a levante el río de Chíllar, que corre por asperísimas quebradas de sierras; a poniente el de Lautín, que con igual aspereza se va a meter en la mar; a tramontana hace la sierra de Bentomiz una quebrada muy honda, de donde comienza a subir el peñón en mucha altura; y al mediodía vuelve a bajar con otra descendida muy áspera, que se parte en dos lomas: la una va entre levante y mediodía a dar al lugar de Fregiliana, y la otra, más a poniente, al castillo de Nerja; y quedando el peñón mucho más alto que ellas, sin padrastro que de ninguna parte le señoree, tiene las entradas tan fragosas de riscos y de peñas tajadas, que poca gente puesta arriba las puede defender a cualquier numeroso ejército. Por la parte del río de Chíllar se saca una acequia de agua con que se regaban las tierras y hazas de Fregiliana, que estaba en este tiempo despoblada, y pasa la acequia al pie del peñón, que era la ocasión principal que los movió a meterse allí, porque no se les podía quitar el agua sin grandísima dificultad; y la fuente del Álamo, que está a estotra parte, entre poniente y mediodía, les caía algo arredrada. En lo alto del peñón se hace un espacioso ámbito no muy llano ni muy áspero, donde pudieran caber todos los moradores de la sierra de Bentomiz, y mayor número, si lo hubiera. Los moros pues, habiéndose retirado a lo alto, se pusieron en defensa, entendiendo que los cristianos, como hombres de guerra, asentarían su campo y después harían su requerimiento; y según nos certificaron algunos dellos, estuvieron tan desconformes y confusos cuando vieron ir tanto número de gente, que la mayor parte quería darse a partido; y por ventura se rindieran todos, y no costara tanta sangre cristiana como costó. Estando pues Arévalo de Zuazo tratando de lo que se debía hacer, una manga de soldados que había enviado a reconocer se alargaron más de lo que convenía la cuesta del peñón arriba, escaramuzando con algunos moros que les salieron al encuentro; los cuales fueron luego retirándose hacia lo alto, peleando tan tibiamente, que parecía ceder la entrada a los nuestros. A este tiempo Arévalo de Zuazo hizo caminar la demás gente, y comenzaron a pelear, siguiendo a los que se retiraban; mas luego acudieron hacia aquella parte los caudillos, que se habían puesto a hacer su consejo, cuando vieron ir los cristianos a ellos, y el Darra vistoso delante de todos con un palo en la mano, dando grandes voces y muchos palos a los que se iban retirando. Entre miedo y vergüenza los hizo volver sobre los nuestros, que todavía porfiaban por ir adelante con tan peligrosa como inconsiderada determinación, porque estaban más de tres mil moros puestos en ala a la parte alta; y aunque había entre ellos pocos escopeteros y ballesteros, tenían muchos honderos, y arrojaban tanta piedra, que parecía estar sobre nuestra gente una nube de granizo; y era tan grande el crujido de las hondas, que semejaba una hermosa salva de arcabucería; y las piedras venían con tanta furia, que aun las armas ofensivas eran poco reparo contra ellas. Vimos una rodela que pasó un moro este día con una piedra, teniéndola un soldado embrazada, y estaba una guija larga tan gruesa como el puño metida por ella, que pasaba la mitad de la otra parte. Acudiendo pues gente de un cabo y de otro, cargaron los enemigos de manera, que se hubieron de retirar los nuestros sin orden, dejando algunas banderas en peligro de perderse; y sin duda se perdieran las de Alonso Zapata y Juan Moreno de Villalobos, si ellos proprios no las socorrieran y retiraran peleando y resistiendo el ímpetu de los enemigos. Valió mucho a nuestra infantería no osar salir los moros de la aspereza de su peñón por miedo de la caballería, que veían estar puesta en escuadrón, esperando que bajasen a lugar donde poderse aprovechar dellos, porque pelearan determinadamente hasta llegar a las espadas; y aunque murieron muchos de arcabuzazos, bajando descubiertos a la ofensa de nuestra arcabucería, que les tiraba de mampuesto, todavía mataron ellos veinte cristianos y hirieron más   —270→   de ciento y cincuenta, y hicieran mayor daño si tuvieran armas y osaran seguir el alcance. Retirada la gente y curados los heridos, Arévalo de Zuazo mandó tocar a recoger, y sin intentar más la fortuna de la empresa, volvió aquella noche bien tarde a Vélez con poco contento y mucho deseo de castigar a aquellos bárbaros.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Cómo tuvo aviso el marqués de los Vélez en Berja que Aben Humeya iba sobre él, y se apercibió para esperarle


Estaba el marqués de los Vélez con un pequeño campo en Berja, porque, como atrás queda dicho, se le había ido la mayor parte de la gente, unos por ir a poner en cobro lo que habían ganado, y otros no pudiendo sufrir el trabajo y la grande necesidad que allí se pasaba. Y como era hombre cuidadoso de su cargo, procuraba siempre saber lo que el enemigo hacía, y habiendo algunos días que no tenía nueva cierta dél, fue avisado como en la cumbre de un cerro cerca del alojamiento se veía cada noche un fuego, que parecía ser señal que los moros hacían; y mandando a un cuadrillero, llamado Francisco de Cervantes, que con veinte soldados de su cuadrilla fuese de parte de noche a ver lo que era, puso tan buena diligencia, que le trajo preso un moro espía de Aben Humeya, que, según lo que después se entendió, hacía de noche aquel fuego, y de día se escondía en el cañón de la chimenea de una casa en Dalías. Traído este moro a Berja, el Marqués le mandó dar tormento, y confesó como Aben Humeya había juntado toda la gente de guerra de la Alpujarra en el lugar de Válor, y que había hecho reseña general y pasaban de diez mil moros los que tenía juntos, mucha parte dellos armados de arcabuces y ballestas, y que tenía acordado de dar con toda aquella gente una alborada en Berja; porque habiendo enviado a decir a los moriscos del Albaicín de Granada y de la Vega y a los del río de Almanzora que cómo se sufría ver a su rey con las armas en las manos por su libertad, y estarse ellos quedos, teniendo obligación de ser los primeros, y que si no se alzaban luego, había de dar orden como los cristianos los destruyesen a todos; le habían respondido que mientras el marqués de los Vélez estuviese con campo formado en la Alpujarra no osarían determinarse, y que cuando le tuviese muerto o preso, ellos se levantarían; y que en tanto que se aprestaba para hacer aquella jornada, queriendo saber si el campo se mudaba de Berja, tenía puesta aquella espía, y la señal de que se estaba todavía quedo eran aquellos fuegos que hacía cada noche. Habían prendido los moros aquellos días cinco espías de nuestro campo, y el marqués de los Vélez estaba muy con cuidado, teniendo por ruin señal la demasiada diligencia que ponían; y viendo la confesión del moro, entendió que sin duda decía verdad, y que daban orden en algún acometimiento; y deseando tener más certidumbre de lo que tanto convenía saber, el capitán Tomás de Herrera, a cuyo cargo estaba la gente de a caballo de Adra después de la muerte de Diego Gasca, salió de parte de noche con algunos compañeros, y prendió tres moros, y los trajo maniatados al campo. El marqués de los Vélez se lo agradeció mucho, y mandando al licenciado Navas de Puebla, su auditor general, que les diese tormento, los dos dellos no quisieron confesar nada, y el tercero declaró ser verdad lo que la espía había dicho, y dijo que le ahorcasen si Aben Humeya no venía a dar sobre el campo dentro de tres o cuatro días, y que traería consigo toda la gente que tenía recogida en Válor, repartida en tres mangas, y con la una acometería el lugar por lo llano, para tirar la caballería hacia aquella parte y poder acometer más a su salvo con las otras dos los alojamientos; porque desta manera entendía dividir a los cristianos, para que en ninguna parte fuesen poderosos ni le resistiesen; y que todos los moros que venían con él era gente escogida, que el más mozo pasaba de veinte años y el mayor no llegaba a cuarenta. Estas confesiones acrecentaron el cuidado al marqués de los Vélez, y mucho más un día que llegaron los moros a correr a Berja y se llevaron ciertos bagajes de mozos que andaban haciendo yerba para los caballos; cosa que hasta entonces no habían osado acometer, entendiendo que su venida era ensayo para ver si la gente acudía de golpe al rebato, y qué tanto trecho se alargaba la caballería de la infantería. Queriendo pues hacer reseña y ver los soldados que tenía, sin que se entendiese para el fin que se hacía, mandó que saliesen caballos y infantes, como por vía de regocijo, a escaramuzar al campo, y después, siendo bien tarde, hizo llamar a don Juan Enríquez, que ya había vuelto de Granada, y a don Diego, don Juan y don Francisco Fajardo y a don Diego de Leiva, y a otros caballeros y capitanes que intervenían en su consejo; y cuando los tuvo juntos en su posada anduvo un gran rato paseándose por un aposento sin decirles nada, no sabiendo qué se hacer. Consideraba que si publicaba la venida de Aben Humeya se le iría la mayor parte de la gente que allí tenía, que no llegaban a dos mil y quinientos hombres de a pie y de a caballo; si lo encubría, temía que le hallaría el enemigo desapercebido; y al fin, habiendo estado vacilando en su entendimiento, les dijo desta manera: «Pensarán, señores, que lo que se ha hecho hoy ha sido por regocijo; pues quiero que sepan que fue para entender qué soldados tenemos, porque no he querido hacer muestra general, y hallo infantería muy ruin y caballos pocos y no muy buenos. Sin falta han de dar los moros esta noche en nuestro alojamiento: vean lo que les parece que hagamos; que demás de ser la gente de la calidad que digo, ya habemos visto el sitio en que estamos; no es fuerte ni seguro ni lo podemos defender. Si nos vamos de aquí, perdernos hemos, y si esperamos también». Y repitiendo estas últimas palabras muchas veces, don Juan Enríquez le respondió que, pues sabía cuán poco fuerte era aquel sitio, ¿cómo no había mandado hacer un reducto en él y fortificádole, en un mes que había que estaba allí alojado? A lo cual respondió el Marqués muy enojado: «A eso no puedo decir nada hasta que estotro se haya acabado con bien o con mal». Y pasando la plática adelante, se tomó resolución que el mejor remedio en tanta brevedad sería mandar que los soldados se recogiesen a sus banderas y estuviesen con las armas para las manos, porque no los tomasen los enemigos descuidados. Este consejo pareció bien al Marqués; mas no quiso que se publicase el fin para qué lo hacía, sino que se les dijese que quería mudarse a otro alojamiento cerca de aquel en un sitio llano, apacible para los caballos. Con este acuerdo mandó al capitán Rodrigo de Mora,   —271→   que servía el oficio de sargento mayor, que hiciese tocar a recoger, y que pusiese la gente toda en sus ordenanzas, y hiciese cargar los bagajes, diciéndoles que para mudar alojamiento; y por otra parte dijo a los del consejo que secretamente avisasen a los capitanes del intento, porque no se descuidasen y estuviesen apercebidos con los soldados. Hubo algunos que dieron el aviso tan diferente de lo que se había tratado, que solamente dijeron que, aunque viesen tocar las cajas, no se alborotasen, porque no era para más que recoger la gente; cosa que hubiera de costarles a todos caro. Finalmente el Marqués hizo reforzar los cuerpos de guardia, doblar las centinelas y poner gente de a caballo a lo largo, para que pudiesen avisar con tiempo; y con las armas a cuestas, que siempre las traía a prueba de arcabuz, y el caballo ensillado y enfrenado, estuvo lo que faltaba de la noche aguardando al enemigo.




ArribaAbajoCapítulo XX

Cómo Aben Humeya acometió el campo del marqués de los Vélez en Berja


Habían partido aquella tarde de Ugíjar Aben Humeya y don Hernando el Zaguer y Jerónimo el Maleh y Aben Mequenun y Juan Gironcillo, y otros muchos capitanes moros, con más de diez mil hombres; y llegando cerca de Berja a tiempo que los atambores del campo tocaban a recoger, aunque sospecharon que habían sido sentidos, no por eso dejaron de proseguir su camino. Llevaban delante muchos moros con las camisas vestidas sobre los sayos, a manera de encamisada, para conocerse en la escuridad de la noche; luego seguían al pie de dos mil hombres, entre los cuales iban muchos berberiscos con guirnaldas de flores en las cabezas, porque habían jurado de vencer o morir muxehedines, que quiere decir mártires por la ley de Mahoma. Estos desventurados, engañados del demonio, que no temen la muerte, con vana esperanza de gloria eterna, se meten en grandes peligros de la vida, y llegaron tan determinadamente a nuestras centinelas, que no les dieron lugar a retirarse con tiempo, y entraron todos revueltos en el lugar, los unos tocando arma, y los otros dando el asalto con tanta furia de escopetería y tan grandes voces y alaridos a su usanza, que atronaban todos aquellos campos. Su entrada fue por el cuartel donde estaba el capitán Barrionuevo, vecino de Chinchilla, con una compañía de los manchegos de los lugares reducidos, que fueron del marquesado de Villena; y no hallando la defensa que fuera razón que hubiera en gente prevenida, pasaron tan adelante, que apenas se pudo el marqués de los Vélez poner a caballo para salir a la plaza de armas, que estaba junto con su posada, cuando ya estaban bien cerca dél. En este tiempo hubiera de ser dañoso el consejo del Marqués, porque los soldados se embarazaban con los bagajes, y los bagajes embarazaban las calles; y si los enemigos acertaran a entrar por la puerta por donde iban a salir, mataran mucha gente y pudiera ser que desbarataran el campo. Pasado pues el primer ímpetu del temor, que los había hecho retirar a los cuerpos de guardia, los caballeros Fajardos, y los capitanes Gualtero, Mora y León, que tenían a cargo la infantería, con hasta quinientos soldados resistieron, y acudiéndoles la gente que aun no se había acabado de recoger a las banderas, pelearon valerosamente con los porfiados enemigos, que trabajaban por salir con la vitoria, y matando muchos dellos, los hicieron detener. Estaba a todo esto quedo el marqués de los Vélez en la plaza con la caballería sin hacer acometimiento, esperando ver buena ocasión para poder salir, porque tenía puesta su confianza en ella, y no quiso oponerla al primer ímpetu de los enemigos; y Aben Humeya, viendo lo que le importaba salir con la vitoria, enviaba siempre gente de refresco; la cual, aunque no era tan furiosa como la primera, su gran número suplía la furia, y eran tantas las pelotas y saetas que caían sobre los alojamientos, que no había parte segura en todo el lugar. Creciendo pues los ánimos con las nuevas fuerzas, la pelea se renovó de manera, que el marqués de los Vélez hubo de acudir en persona a favorecer a los suyos, dejando a don Francisco Fajardo en la plaza con un escuadrón de infantería; y saliendo por un portillo que hizo romper en una tapia, porque la calle estaba tan llena de bagajes, que no podían pasar los caballos, acometió por dos veces a embestir con los enemigos. Mas don Juan Enríquez se le puso delante, diciéndole que se acordase de lo que la espía había dicho, y se detuviese hasta ver si por lo llano acudía mayor golpe de gente; el cual envió a don Alonso Habiz Venegas a que reconociese si había alguna polvareda o señal de más moros al derredor del lugar. A este tiempo ya nuestra gente llevaba lo mejor de la pelea y los moros se ponían en huida; y dando su proprio desbarate mayor osadía a los soldados, los acabaron de romper; y siguiendo a don Diego Fajardo ya de día claro, fueron tras dellos por las huertas, hasta llegar a unas puntas que bajan de Sierra Nevada. Don Juan Fajardo subió por la sierra arriba con quinientos arcabuceros, y el capitán León fue con otros docientos por el camino de Dalías. Quedaron atajados dentro del lugar en una calle sin salida sesenta y seis de los muxehedines, y allí fueron todos muertos. Murieron este día mil y quinientos moros, y perdieron diez banderas y algunos caballos y yeguas que llevaban con sillas y frenos, y muchos bagajes cargados de bastimentos. De los nuestros murieron veinte y dos soldados y dos escuderos, y hubo muchos heridos. Fue de mucha importancia este buen suceso; porque si el enemigo saliera de allí con opinión, no quedara morisco que no se alzara en todo el reino de Granada. Los que escaparon huyendo por las sierras llegaron a la taa de Andarax tan cansados y faltos de aliento, que si el marqués de los Vélez no detuviera la gente que los seguía, pudieran degollarlos con facilidad; mas no les consintió pasar adelante, temiendo siempre que Aben Humeya haría algún acometimiento por otra parte; y recogiendo toda la gente, se volvió a su alojamiento. Fue luego avisado que ciertos soldados, cuando los moros acometieron el lugar, se habían metido en unas torres mientras los compañeros peleaban; y haciéndolos traer ante sí, les preguntó de qué compañías eran; y diciéndole que de la de la Mancha, no poco temerosos que los mandaría castigar, se rió, y les dijo desta manera: «No me maravillo que los que no conocéis la condición de los moros ni os habéis visto con ellos, temáis sus gritos y algazaras; mas pues sois españoles, y no os falta otra cosa para ser soldados sino haber tratado con moros, la penitencia que os quiero dar por el descuido que habéis   —272→   tenido es que recojáis todos los cuerpos muertos, y los amontonéis y queméis, porque desta manera perderéis el miedo que tenéis cobrado». Y mandando al auditor Navas de Puebla que fuese con ellos, juntaron mil cuatrocientos noventa y cuatro cuerpos de moros muertos, y los quemaron. Quemó también el auditor noventa moros que se hicieron fuertes en unas casas de molinos fuera del lugar; y porque el campo no estaba ya bien en aquel alojamiento, donde se padecía tanta necesidad de vituallas, se pasó a la villa de Adra ocho días después de la vitoria. Allí se entretuvo muchos días con el trigo que los soldados traían del campo de Dalías, hasta que después se le envió más gente, y se le dio orden para entrar en la Alpujarra, que no fue poca parte para ello este suceso.




ArribaAbajoCapítulo XXI

Cómo don Antonio de Luna fue sobre el lugar de las Albuñuelas, estando de paces, porque recetaban moros de guerra


Hacían los moros tantos daños en este tiempo a la parte de Granada, Loja y Alhama, captivando, matando y robando los cristianos, que no había ya cosa segura en todas aquellas comarcas; y de ordinario se ponían los de los lugares del Valle a esperar en el barranco de Acequia las escoltas que iban con bastimentos a los presidios de Tablate y de Órgiba; y algunas veces mataban los soldados y bagajeros, y se las llevaban, no embargante que decían estar reducidos. Y por que se entendió que se hallaban en ello muchos de los vecinos del lugar de las Albuñuelas, que estaba de paces, y que allí se acogían los otros, tomando don Juan de Austria el parecer del presidente don Pedro de Deza, determinó que se hiciese castigo ejemplar en ellos, diciendo que si jamás había sido guerra gobernada con severidad, en esta era necesario y muy conveniente reducir la disciplina militar a su antigua costumbre, para que los demás pueblos temiesen. Consultado pues con su majestad, se mandó a don Antonio de Luna, que con la gente de a pie y de a caballo que estaba alojada en las alcarías de la Vega, y con las cien lanzas de Écija, del cargo de Tello González de Aguilar, fuese a hacer el efeto del castigo que se pretendía; y porque el alguacil Bartolomé de Santa María había servido con avisos ciertos y de importancia, y no era justo que llevase igual pena que los malos, envió al beneficiado Ojeda, que era grande amigo suyo, y con la gente a que mirase por él. Llegó don Antonio de Luna al Padul el primer día del mes de junio, y allí supo cómo un día antes se había pregonado en las Albuñuelas que ningún vecino recogiese moro forastero, y que los que había en el lugar se saliesen luego fuera; y pareciéndole que debían de estar avisados, no quiso partir aquel día, hasta dar noticia a don Juan de Austria; el cual le envió a mandar que sin embargo ejecutase lo acordado. Con esta segunda orden partió del alojamiento de parte de noche, llevando consigo a don Luis de Cardona, hijo mayor del duque de Soma; y encontrando en el camino cuatro moriscos, que venían de las Albuñuelas al Padul con las cargas de pan que daban cada semana de contribución para la gente de guerra de aquel presidio, los mandó alancear, y sin detenerse pasó adelante, y dio sobre el barrio del lugar principal siendo ya de día. Lope, famoso monfí, que estaba dentro con gente de guerra, tuvo lugar de huir a la sierra; y quedándose la mayor parte de los vecinos disimuladamente en sus casas, como hombres que les parecía no haber cometido delito, y que bastaría para su disculpa haber echado fuera los moros forasteros, en sintiendo el estruendo de los soldados, que entraban furiosos por las calles, salieron algunos a dar su descargo; mas así ellos como los demás fueron muertos, sin que el beneficiado Ojeda tuviese tiempo de poder guarecer a su amigo el alguacil. La gente inútil huyó la vuelta de la sierra, pensando poderse salvar hacia aquella parte; mas Tello González de Aguilar, que iba de vanguardia con los caballos, los atajó por una ladera arriba, y hizo volver hacia abajo más de mil y quinientas mujeres y gran cantidad de bagajes, que todo ello vino a poder de la infantería. Y hubiérase de perder él en este alcance, porque yendo la sierra arriba se le metió el caballo entre dos peñas en una angostura tan grande, que ni lo pudo revolver ni pasar adelante, y le fue necesario apearse y dejarlo; mas luego acudieron dos escuderos de su compañía, y no lo pudiendo sacar, lo despeñaron por un barranco abajo; y dando sobre un montón de arena que tenía recogida la corriente del agua, se mancó de un brazo, y todavía bajaron por él y se lo llevaron, manco como estaba, no queriendo que en ningún tiempo se dijese que los moros habían tomado el caballo de su capitán. Este día un animoso moro se hizo fuerte en su casa con una ballesta en las manos, y por la ventanilla de un aposento mató al abanderado de la compañía de don Pedro de Pineda, que con la bandera entraba a buscar qué robar; y lo mismo hizo a otros dos soldados que quisieron retirar a cobrar la bandera. A esto acudió luego don Pedro de Pineda, y un soldado de su compañía, llamado Zayas, vecino de Sevilla, se lanzó animosamente con el moro cubierto de una rodela y una celada, que fue bien provechosa; y como el moro errase su tiro, Zayas le atravesó de una estocada; y el moro, pasado de parte a parte, cerró con él, y bregando le quitó una daga que llevaba en la cinta, y le hirió con ella sobre la celada tan reciamente, que se la hendió, y le matara si no fuera por ella. Mas al fin, no pudiendo resistir el desmayo de la muerte, cedió, y cayendo en el suelo, le cortó el soldado la cabeza, y el capitán retiró su bandera. Hecho esto, los capitanes y soldados quisieran saquear las casas, porque estaban llenas de muchas riquezas que habían traído de otros lugares, a causa de estar aquel de paces, y no les parecía que era bien dejarlas a los enemigos; mas don Antonio de Luna no lo consintió, diciendo que tenía aviso que venían de las Guájaras más de seis mil moros a las ahumadas, y que no convenía detenerse; y aunque hubo hartos requerimientos sobre ello, se hubieron de quedar las casas llenas. Volvió nuestra gente aquel día al Padul, que está dos leguas de allí, con más de mil y quinientas almas captivas, y gran cantidad de bagajes y de ganados de toda suerte. Esta presa mandó don Juan de Austria que se repartiese entre los soldados, dando las moras por esclavas; y dio libertad a la mujer y hijas y sobrinas de Bartolomé de Santa María, pagando por ellas a los que les habían cabido por suerte seiscientos ducados de la hacienda de su majestad; y demás desto, les dio licencia para que pudiesen vivir en Granada, o donde quisiesen en aquel reino.



  —273→  

ArribaAbajoCapítulo XXII

Cómo el comendador mayor de Castilla llegó a la playa de Vélez, y avisado del suceso del peñón de Fregiliana, determinó de hacer la empresa por su persona con la gente que llevaba


El comendador mayor de Castilla llegó a Adra a 1º de mayo, y no se deteniendo allí más de una hora, pasó con veinte y cinco galeras que llevaba a la ciudad de Almuñécar, donde fue avisado de todo lo que había sucedido a nuestra gente en el peñón de Fregiliana, en la sierra de Bentomiz. Y navegando hacia la playa de Vélez, llegó a la torre de la Mar, que está poco más de media legua de la ciudad, a tiempo que Arévalo de Zuazo estaba con harto cuidado de deshacer los moros que allí se habían juntado; el cual acudió, luego que vio las galeras, a la marina. Y como el Comendador mayor, deseoso de saber en particular lo que había pasado, y el estado en que estaban las cosas de aquel partido, enviase una fragata a tierra, Arévalo de Zuazo se metió luego en ella, y fue a verse con él a la galera real, donde trataron del negocio, y de lo mucho que convenía deshacer aquellos moros antes que se hiciesen más fuertes con socorros forasteros, expugnando aquel peñón, donde estaba recogida la gente y riqueza de la sierra de Bentomiz. El Comendador mayor, que ninguna cosa deseaba más que emplear aquellos soldadas tan aventajados donde pudiesen ser de provecho, dijo que holgara de tomar la empresa por su persona; mas que no traía orden para ello, ni venía proveído de bastimentos ni de las otras cosas necesarias; y que le parecía, según la cantidad de enemigos le decían que había juntos en sitio tan fuerte, que sería menester mayor número de gente, y una provisión muy de propósito. Mas al fin satisfizo a todas estas dificultades su buen deseo, y entender del Corregidor la cantidad de caballos y peones que se podrían juntar de su corregimiento, y la provisión de bagajes y bastimentos que se podría hacer en él. Solo faltaba la orden; y mientras se aprestaban las otras cosas, envió por la posta a don Miguel de Moncada, caballero catalán, su primo, a Granada, a que informase a don Juan de Austria de aquel negocio, y se la pidiese. Partido don Miguel de Moncada, mandó el Comendador mayor desembarcar la gente, y haciendo reseña, halló que tenía dos mil y seiscientos soldados de los de Italia, y cuatrocientos de los ordinarios de las galeras; y por no perder tiempo, mientras le venía la orden de don Juan de Austria, envió a don Martín de Padilla, que después fue adelantado de Castilla y general de las galeras de España, con docientos arcabuceros de los de Vélez y sesenta caballos, a reconocer el fuerte y a ver si andaban los moros desmandados fuera dél, de quien poder tomar lengua. Don Miguel de Moncada llegó a Granada, y hizo relación en el Consejo del negocio a que iba; y con orden que el Comendador mayor hiciese la jornada, volvió con la mesma diligencia a la ciudad de Vélez. Y luego envió el Consejo a mandar a don Gómez de Figueroa, corregidor de Loja, Alhama y Alcalá la Real, y al licenciado Soto, alcalde mayor de Archidona, que con el mayor número de peones y caballos que pudiesen recoger en sus gobernaciones fuesen a juntarse con él, entendiendo que sería menester más fuerza de gente de la que tenía para hacer aquel efeto; mas cuando llegaron fue ya tarde, por mucha priesa que se dieron.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

Cómo el Comendador mayor juntó toda la gente en Torrox, y de allí fue a poner su campo sobre el peñón de Fregiliana


Estando pues apercibido todo lo necesario para la jornada, a 6 del mes de junio del año de 1569 partió Arévalo de Zuazo de Vélez con dos mil y quinientos infantes y cuatrocientos caballos de las dos ciudades de su corregimiento, y fue a poner su campo cerca del lugar de Torrox, en un sitio fuerte cerca del río. El mesmo día saltó en tierra el comendador mayor de Castilla, y acompañado de don Juan de Cárdenas, que agora es conde de Miranda, y de don Pedro de Padilla y de don Juan de Zanoguera, y de otros caballeros y capitanes, fue a reconocer el fuerte, y de vuelta vio la gente de las ciudades, que le dio mucho contento verla tan bien en orden. Aquella noche se volvió a las galeras, y otro día desembarcó su infantería en la playa del castillo de Torrox; y puestos los unos y los otros en sus ordenanzas, caminaron los dos campos, apartado el uno del otro, la vuelta de los enemigos. El Comendador mayor fue a poner su campo en la fuente del Álamo, y el Corregidor de la otra parte, donde llaman la fuente del Acebuchal, en una umbría que cae entre cierzo y levante, cerca del puerto Blanco. Capitanes de la infantería de Málaga eran Hernán Duarte de Barrientos, don Pedro de Coalla, Gómez Vázquez, Luis de Valdivia y el jurado Pedro de Villalobos; y de la de Vélez Antonio Pérez, Marcos de la Barrera y Francisco de Villalobos; y de la caballería Luis de Paz; y sargentos mayores el capitán Berengel Cáncer de Omos y Martín de Andía, vecinos de Vélez. Don Martín de Padilla reconoció el peñón, y refirió que era muy fuerte, y que no se podría subir a él sin grandísimo trabajo y peligro; y aunque al Comendador mayor le pareció lo mesmo, su mucha prudencia y gran valor le hizo dar a entender a los soldados que había menos dificultad de la que parecía, diciéndoles que no había cosa tan áspera, donde la virtud y el esfuerzo del buen soldado no hiciese camino. Era el sitio que el Corregidor tenía, áspero y poco seguro; mas convenía mucho tenerle ocupado, por ser aquella la entrada por donde podía ser socorrido el enemigo, de la gente de la Alpujarra; y para ver cómo se había alojado el campo, y dar orden en lo que se había de hacer, pasó luego el Comendador allá, y vuelto a su alojamiento, estuvieron aquella noche todos puestos en arma, sin que hubiese cosa notable. Otro día de mañana se trabaron dos escaramuzas, la una con la gente de Vélez Málaga, defendiendo a los moros el agua del acequia, y la otra con don Miguel de Moncada, que fue a reconocer el peñón por la parte de levante con setecientos arcabuceros y cincuenta caballos; el cual anduvo al pie dél hasta llegar a la loma de Fregiliana, y subió tanto por ella escaramuzando con algunos moros, que llegó a descubrir el llano que se hace en la cumbre del peñón, y vio tantas tiendas y chozas de rama, que parecía estar junto en aquel sitio un ejército numeroso de gente. En estas escaramuzas murieron algunos moros, y se retiraron los cristianos a sus alojamientos sin daño. Estando apercebidos los ánimos y las armas para el asalto tan deseado de nuestra gente, la víspera de San Bernabé en la noche dio orden el Comendador mayor a los capitanes de lo que cada uno había de hacer. Por la   —274→   loma de los Pinillos, que cae entre poniente y mediodía, donde primero había estado Arévalo de Zuazo, mandó que fuese don Pedro de Padilla con tres mangas de infantería de su tercio, reforzadas a manera de escuadrones; por la otra, que llaman de Fregiliana, que cae a la mano derecha, don Juan de Cárdenas, hermano de don Pedro de Zúñiga, conde de Miranda, a quien después sucedió en el estado, con cuatrocientos aventureros y alguna gente de Italia; don Martín de Padilla, que agora es adelantado de Castilla y conde de Santa Gadea, por otra lomilla que se hace entre estas dos, con trecientos soldados de los de Galera y alguno de Málaga y Vélez, y una compañía de los del tercio de Nápoles; y por la parte de Puerto Blanco, hacia la umbría que dijimos, mandó que subiese la gente de las dos ciudades que estaba alojada hacia aquella parte, por la loma que dicen de Conca. Y porque el asalto había de ser a un mesmo tiempo, y no se descubrían los unos a los otros, les ordenó que llegando a sus puestos hiciesen ahumadas, y que no se moviesen hasta oír tirar una pieza de artillería de su cuartel. En el siguiente capítulo diremos cómo se combatió y ganó el fuerte.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

Cómo se combatió y ganó por fuerza de armas el fuerte de Fregiliana


Cuando estuvo la gente apercebida y puesta en sus lugares para en oyendo la señal dar el asalto, los soldados de Italia que iban con don Pedro de Padilla, queriendo llevarse la honra y el premio de la vitoria, se anticiparon, y comenzaron a subir animosamente por el cerro arriba; mas presto fueron pocos los que quedaron libres de muertes o de heridas, porque los moros los aguardaron muchos detrás de sus reparos, y tirando muchas saetas y piedras, aunque pocas escopetas, porque no las tenían, los tuvieron arredrados con daño. Y aun se comenzaron a retirar, cuando el Comendador mayor, viendo la desorden, mandó dar la señal del asalto, para que no se acabasen de perder aquellos soldados atrevidos; lo cual se hizo con tanta furia y presteza, que daba bien a entender nuestra gente el deseo que tenía de llegar a las manos con los bárbaros infieles, subiendo por laderas tan ásperas y fragosas, que aun huyendo temieran otros de ir por ellas. Hubo muchos que antes de llegar arriba iban vencidos del cansancio, que les doblaba la necesidad de irse apartando y encubriendo de las peñas y piedras que los enemigos echaban rodando sobre ellos, que no era el menor peligro. A este se les juntaba otro inconveniente muy grande, y era que la loma por donde subían no tenía buena arremetida, y los moros industriosamente habían arrancado las matas y cortado los estribos que hacían las peñas, porque no hallasen los soldados donde estribar con los pies ni de qué asir con las manos; mas aunque estas dificultades aguaban el ímpetu de los animosos veteranos, muchos las vencieron con valor proprio, hasta llegar a pegarse con los reparos de los enemigos. Allí se trabó una pelea harto reñida y porfiada de entrambas partes, no se oyendo más que un horrible estruendo de armas y los dolorosos gemidos de los que caían con desigualdad de las partes, por ser el sitio más favorable a los moros que a los nuestros. Ya comenzaban a salir del fuerte animosos bárbaros, que con pronta ligereza herían y mataban cristianos, y nuestra gente se retiraba para tornarse a rehacer, viendo que se peleaba con adversa fortuna, cuando las compañías de las ciudades de Málaga y Vélez, en oyendo la arcabucería, comenzando a subir por la loma o cuchillo de Conca, donde había una larga legua de cuesta, vinieron a conseguir la deseada vitoria, ayudados de la desorden de los soldados de Italia. Estaban confiados los enemigos de la natural fortaleza que sin artificio de hombres tenía el peñón por aquella parte, atajando la entrada una peña tajada tan sin camino ni vereda, que parecía imposible poderla hollar hombre humano; y desta causa había acudido el golpe de la gente hacia donde les pareció haber más necesidad de resistencia. Iba la infantería repartida por tres partes, unos por la loma de Puerto Blanco, otros por la mesma umbría, y el mayor golpe de gente por el cuchillo que dije de Conca, y el Corregidor con los caballos, de retaguardia; solos docientos soldados quedaron de guardia de los alojamientos. Llegando pues los delanteros a la peña que dijimos, aunque hallaron alguna resistencia, comenzaron a subir a gatas y como mejor podían, ayudándose unos a otros, no sin muertes de algunos animosos, que señalaron con su sangre el camino por donde habían de ir los compañeros. Gonzalo de Bozmediano, vecino de Vélez, alzó arriba una tobaja blanca en la punta de la espada, y los alféreces Hernando de Caraveo, vecino de Málaga, y Gaspar Cerezo, vecino de Vélez, cada uno por su parte, fueron los primeros que arbolaron sus banderas y las campearon sobre el fuerte, acompañados de sus capitanes y soldados, que animosamente vencieron la dificultad de la subida y la ofensa de los enemigos, siendo bien servidos de piedras y saetas por aquella parte, y fueron ocupando tanto espacio del fuerte, que la otra gente tuvo lugar de subir arriba. Luego subieron los trompetas a pie y comenzaron a tocar el son de vitoria, con que se acobardaron y perdieron el ánimo los enemigos, y lo cobraron los esforzados del tercio de Nápoles, que habían tornado a renovar el asalto, y les iba tan mal en él como en el primero, y el Comendador mayor los mandaba ya retirar. Cobrando pues nuevo aliento, no de otra manera que si entonces se comenzara la pelea, de docientos moros o más que habían salido a darles carga, ninguno volvió al fuerte, que todos los pasaron a cuchillo; y hallando desocupada la entrada, cargaron a los otros de manera, que arrojándose por aquellos despeñaderos abajo, pusieron su esperanza en los pies, buscando lo más fragoso de la sierra, donde poderse guarecer huyendo. El mayor golpe de los enemigos fue dar a dos cañadas que caen, la una cerca de la loma de Fregiliana, y la otra hacia Puerto Blanco, donde los caballos que llevaba Arévalo de Zuazo dieron con ellos, y mataron muchos; otros acudieron a otras partes, que también cayeron en manos de la infantería. Finalmente, de cuatro mil moros que había en el peñón murieron los dos mil; los otros pudieron irse a la Alpujarra, y muchos dellos tan heridos, que murieron en el camino. Hubo algunas moras que pelearon como esforzados varones, ayudando a sus maridos, hermanos y hijos; y cuando vieron el fuerte perdido, se despeñaron por las peñas más agrias, queriendo más morir   —275→   hechas pedazos que venir en poder de cristianos. A otras no les faltó ánimo para ponerse en cobro con sus hijos en los hombros, saltando como cabras de peña en peña. Fueron captivas tres mil almas, y el despojo de seda, oro, plata y aljófar valió mucho precio. Tomose gran cantidad de ganado mayor y menor, trigo, cebada y otros bastimentos que tenían recogidos en el fuerte en tanta cantidad, que pudieran sustentarse con ello muchos días. No hubieron los nuestros la vitoria sin sangre, porque murieron en los asaltos más de cuatrocientos hombres, y entre ellos don Pedro de Sandoval, sobrino del obispo de Osma, y hubo más de ochocientos heridos, la mayor parte dellos soldados de Italia, y casi todos los capitanes, y entre ellos don Juan de Cárdenas, don Antonio Luzón, don Luis Gaitán, Carlos de Antillón y otros caballeros. Ganado el fuerte y saqueado lo que había en él, el Comendador mayor se estuvo quedo en su alojamiento aquella noche, dejando encargadas las esclavas y el despojo que allí había al capitán don Alonso Luzón; y el siguiente día, habiendo hecho desbaratar los reparos y destruir los bastimentos y las otras cosas que no se podían llevar, y dado orden en curar los heridos, caminó la vuelta de Torrox, y de allí se embarcó para Málaga, donde fue bien recebido, y los ciudadanos con mucha caridad y amor recogieron los caballeros y soldados, y los acariciaron y hicieron curar, que lo habían bien menester, según el trabajo que habían pasado en la mar y en la tierra. Arévalo de Zuazo con la gente de su corregimiento se fue a Vélez, y los soldados que quedaron sanos fueron bien aprovechados; y lo fueran todos si el repartimiento de las esclavas que cupieron a los soldados del tercio de Nápoles se hiciera luego; mas dilatose algunos meses, hasta que se consumieron, como se suelen consumir las cosas de comunidad; y cuando vino a darse alguna parte, ya los que la habían de haber eran muertos o idos. No era bien acabado de ganar el fuerte de Fregiliana, cuando la gente de Loja, Alhama, Alcalá la Real y Archidona, que serían ochocientos hombres de a pie y de a caballo, llegaron a la sierra de Bentomiz, y viendo que no había qué hacer, la pasearon muy a su voluntad, y recogieron los ganados que pudieron haber en los campos, y de las casas de los moros sacaron muchos silos de ropa y joyas, que habían dejado escondido cuando se subieron al peñón; y no con menor despojo que los que habían combatido se volvieron a sus casas.



Anterior Indice Siguiente