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Los principales testigos contra Quintero fueron los franciscanos fray Francisco de Salcedo y fray Luis de Vargas: el dominico fray Pedro de Vergara, fray Francisco Moncalvillo, de la Merced, y el bachiller Pedro Cobos, clérigo. A algunos de éstos tachó el reo por enemigos suyos; de Moncalvillo dijo que era tenido por la mala lengua, y del bachiller Cobos, por fin, que estaba reñido con él por ciertas competencias que sostuvieron acerca de una procesión, habiendo tenido que nombrar juez conservador contra él.

 

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La sentencia se pronunció en Lima en 1583, habiéndose tardado tanto el negocio porque se enviaron a ratificar los testigos a Chile, como lo decían los inquisidores en su abono.

El obispo de la Imperial había levantado antes un sumario contra Quintero a causa de haber sostenido éste, tratando una persona cierta cosa «que le paresció que no traía camino», que podía todo el mundo disputar que Dios no es Dios, pero que, expresándose así, decía un disparate y un error y una herejía muy grave». El Obispo remitió también el sumario a la Inquisición, el cual le fue devuelto más tarde, por no aparecer de él otra cosa que lo que queda dicho.

 

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Bástenos con este ligero extracto tomado de la Relación de Ruiz de Prado, omitiendo hechos mucho más graves que acusaban en el dominico una moralidad que sólo corría parejas con su desprecio por el lugar sagrado en que los cometía.

 

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Esta sentencia se pronunció en 12 de enero de 1583. «Con este reo, decían los inquisidores en carta al Consejo, no se siguió lo que vuestra excelencia nos tiene ordenado en cuanto a no confesar mujeres perpetuamente, y en que la sentencia se leyese en presencia de los prelados de las órdenes y sus compañeros confesores y de los rectores de las iglesias parroquiales, atento a que no estaba infamado públicamente de este delicto de solicitar in actu confesionis, y pasados los ocho años, su edad no será poca, y dio muestras de que habrá enmienda». Pablo García, el famoso secretario de la Inquisición, puso de su letra esta nota, en respuesta a lo que decía el Tribunal de Lima: «Que sin embargo guarde lo que está ordenado y se le mande que perpetuamente no confiese mujeres». Y así se hizo.

Cuando Cobeñas murió, otro fraile de su orden llamado fray Jerónimo Peña, hizo que un indio lavase el cuerpo del difunto, y que en seguida le vistiese el hábito de Santo Domingo, lo que le valió un proceso inquisitorial para averiguar si eso lo había hecho «por ceremonia», que, «sabida la calidad del reo, decía uno de los inquisidores, se podrá rastrear».

Contemporáneo de este reo fue un fraile franciscano de su mismo nombre a quien Nicolás Antonio, Bib. Hisp. nova, II, 680, atribuye un libro intitulado Remedio de pecadores. Alcalá, 1572, 12º, noticia repetida por don Juan Catalina García, en su notable Ensayo de una tipografía complutense, pág. 148.

 

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La testigo expresó, preguntada acerca de la opinión en que se hallaba el confesor, «que tenía fama de muy siervo de Dios».

 

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«Cuando ocurrieron los hechos materia de la testificación, la niña no contaba aún diez años. La madre dice que supo el caso porque su hija «se tardó mucho en el confesonario y dio nota de ello en la dicha iglesia a los que la vieron entrar en el confesonario y se lo dijeron a esta testigo, en especial Sancho de Ribera y una mujer, diciendo que tina niña tuviese tanto que confesar, que estaban espantados, y entonces esta denunciante preguntó a la dicha su hija, etc».

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«El fray Pedro de Melgar, apuntan los inquisidores, estuvo aquí tenido comúnmente por sancto, y estando en oración tenía unos temblores muchas veces, y se dice que decía que veía un crucifijo, y otros decían que la abstinencia causaba los temblores».

 

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Con motivo de cierto altercado que este mismo fraile tuvo con otros religiosos -viniendo también navegando por la Mar del Sur- sobre si en tiempo de necesidad se podrían salvar sin confesión, se hizo una información a bordo de su prelado, de la cual resultó que «su intención no había sido errar sino que como ignorantes y hombre simple y sin letras, había tratado de aquello».

 

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Con referencia a este proceso, Ruiz de Prado declaraba: «No se examinaron los testigos, ni se hizo más diligencia, como se debía hacer, ni hay claridad en el proceso de cuando se invió de Chile, ni si ejecutaron allí los azotes, ni demás de lo que aquí se hace relación».

 

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«La sentencia se pronunció en esta razón en el Tribunal en 4 de junio de 1584, dice Ruiz de Prado. Está firmada de sólo el inquisidor Ulloa y no del ordinario. Inviose la sentencia al dicho comisario para que la notificase al reo, y cuando la recibió era ya muerto. Lo que hay que advertir en este negocio es lo propio que está advertido en el de don Leonardo de Valderrama, tesorero de Quito, y en el de Juan de Lira; y más se advierte, que por carta de los señores del Consejo de la Santa General Inquisición de 18 de junio de 1579, se manda que los blasfemos no abjuren de levi, porque en este delito no hay abjuración...».

 

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La causa se votó en 4 de febrero de 1587. «Este negocio, dice Ruiz de Prado, no era de prisión, atento a que se denunció el reo, y ser, como era, muchacho de dieciséis años cuando dijo las dichas palabras».