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ArribaAbajoCapítulo IV

El auto de fe


Prevención del Santo Oficio hacia los portugueses. Bula de Clemente VIII en favor de éstos. Opiniones del jesuita Diego de Torres acerca de la poca fe que notaba en América. Intento para establecer la Inquisición en Buenos Aires. Furiosa persecución a los portugueses. Su origen. Muchos son aprehendidos y procesados en Lima. Sigue la causa de Maldonado de Silva. Preliminares del auto de fe. Descripción del tablado. Procesión de la Cruz Verde. Notificación de las sentencias. Acompañamiento. Lectura de las sentencias. Actitud de los reos. Maldonado de Silva es quemado vivo.

Desde los primeros días del establecimiento del Tribunal de la Inquisición en Lima los portugueses habían sido mirados como muy sospechosos en la fe, y, en consecuencia, tratados con inusitado rigor. Esta prevención se hizo todavía más notable en los comienzos del siglo XVII. Por los años de 1606 acababa de llegar a presidir el Tribunal don Francisco Verdugo, hombre animado de un espíritu más tolerante que el de su predecesor Ordóñez. A poco de su arribo mandó suspender cerca de cien informaciones que por diversos motivos había pendientes pero, en cuanto a las denuncias de portugueses, fue inexorable, despachando luego mandamientos para prender catorce, gente, según decían, que andaba con la capa al hombro, sin domicilio ni casa cierta, y que en sabiendo que prendían a alguno que los podía testificar, se ausentaban, mudándose los nombres272.

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La persecución contra los portugueses, a quienes se acusaba de judaizantes, había ido así asumiendo tales proporciones que parecía ya intolerable; y tantos fueron los memoriales presentados al Rey, y tales las razones que aconsejaban que este estado de cosas cesase, que el Monarca obtuvo del papa Clemente VIII un breve para que desde luego se pusiese en libertad a todos los que estuviesen procesados por el delito de judaísmo. Desgraciadamente, cuando esta orden llegó a Lima sólo quedaban presos Gonzalo de Luna y Juan Vicente; los demás habían sido ya o reconciliados o quemados, penas ambas que, como lo vamos a ver, aún habían de revivir algunos años más tarde273.

Un famoso jesuita de aquellos tiempos culpaba igualmente a los portugueses de ser los causantes de la decadencia que se notaba en las creencias religiosas de los colonos.

«Otra causa y raíz desta poca fe, es, decía, que no sólo ha entrado por Buenos Aires y San Pablo alguna gente portuguesa que se ha avecindado nueva en ella entre la mucha que hay; pero como desde el principio se ha poblado estas dos gobernaciones de alguna gente forajida y perdida del Perú, y ha habido pocos hombres doctos y de buenas costumbres, están éstas muy estragadas, y cada día serán peores».

Buscando el origen de este mal, agregaba:

«Todo lo cual entiendo ha permitido Dios Nuestro Señor en estas gobernaciones y los demás males en la de Chile, por el servicio personal que en ellos se ha conservado contra todo derecho y cédulas reales, que ha sido causa de que se hayan consumido los indios y haya tantos infieles, y los cristianos vivan como si no lo fuesen, y se huyan; pero que los españoles hayan vivido en mal estado, como también sus gobernadores y confesores, que por ventura tienen la principal culpa, y mientras esta raíz de todos estos males y del de las malocas no las quitaren los ministros de Su Majestad, a cuyo cargo está dado que los demás medios surtan y tengan efecto, y no digo a Vuestra Señoría los gravísimos   —359→   males que han resultado de una maloca que desta se hizo para traer indios al servicio personal, porque veo no pertenecer el remedio a ese Sancto Tribunal, si bien le podía tocar por ser el medio más cierto con que el demonio impide la conversión de la gentilidad, y que con ello desacredita totalmente nuestra sancta fe y ley evangélica; segunda, que baptizan a estas piezas sin prueba y catecismo bastante, porque no se las quiten, y unos venden y otros se vuelven, que todo es en menosprecio y daño de los sacramentos y religión».

Y proponiendo, a vueltas de todo esto, el remedio, concluía:

«En lo que toca a la gobernación de Chile, sólo añado que entendí había necesidad de que el comisario o alguna persona de satisfacción fuese, más como confesor que como ministro, a visitar los fuertes, porque muchos soldados que están años allá, en ellos tienen gravísimas necesidades, y si no se remedian, serán cada día mayores y de mayores inconvenientes. Dios Nuestro Señor guarde a Vuestra Señoría con abundancia de sus dones para grande servicio de su Iglesia, como todos los hijos della deseamos»274.

Tanto fueron creciendo los temores del continuo concurso y entrada de los de la nación hebrea por el Río de la Plata, que el Soberano se vio en el caso de pedir informes al Virrey, y al presidente de Charcas, sobre la conveniencia que se seguiría de establecer un nuevo Tribunal de Inquisición en la provincia de Tucumán; siendo lo más singular del caso que el presidente fundó la aprobación de la medida, precisamente en los manejos del Tribunal de Lima en aquellas partes. «Mi parecer es, decía aquel funcionario, que ha muchos años que debía haberse hecho; en los que ha que sirvo a Vuestra Majestad en este oficio he visto que se han hecho grandes agravios a los vasallos de Vuestra Majestad en estas provincias por los comisarios que hay en ellas, maltratándolos con leves ocasiones, mandándolos comparecer en Lima, con gastos y descrédito nunca reparable, vejándolos con tomar particulares cesiones, y haciendo otros daños de que no han osado   —360→   pedir remedio por tenerle tan lejos y serles horrible la misma medicina»275.

Recogidos todos los informes, el Rey, de su propia mano, resolvió «que se excusase de poner Inquisición por los inconvenientes que se seguirían, y se tomase por medio que la Inquisición de Lima enviase un comisario de muchas partes, y al Gobernador se ordenase le asistiese»; «de que ha parecido avisaros, repetían los ministros del Consejo a los de Lima, para que el comisario y notario que se nombrase sean de toda satisfacción»276.

Algún tiempo después, los inquisidores, con fecha 18 de mayo de 1636, contaban la nueva persecución que se había desencadenado, esta vez furiosa, contra los infelices portugueses y que a tantos de ellos iba a costarles su fortuna, atroces sufrimientos, y, por fin, la vida.

«De seis a ocho años a esta parte, decían, es muy grande la cantidad de portugueses que ha entrado en este reino del Perú277, (donde antes había muchos) por Buenos Aires, el Brasil, Nueva España, Nuevo Reino y Puerto Belo. Estaba esta ciudad cuajada de ellos, muchos casados, y los más solteros; habíanse hecho señores del comercio; la calle que llaman de los mercaderes era casi suya; el callejón todo; y los cajones los más; hervían por las calles vendiendo con petacas, a la manera que los lenceros en esa Corte; todos los más corrillos de la plaza eran suyos; y de tal suerte se habían señoreado del trato de la mercancía, que desdel brocado al sayal, y desdel diamante al comino, todo corría por sus manos278. El castellano que no tenía por compañero de tienda a portugués, le parecía no había de tener subceso bueno. Atravesaban una flota entera con crédito que se hacían unos a otros, sin tener caudal de consideración, y repartían con la ropa sus fatores, que son de su misma nación, por todo el reino. Los adinerados de la ciudad, viendo la máquina que manejaban   —361→   y su grande ostentación, les daban a daño cuanta plata querían, con que pagaban a sus corresponsales, que por la mayor parte son de su profesión, quedándose con las deudas contraídas aquí, sin más caudal que alguno que habían repartido por medio de sus agentes.

»Desta manera eran señores de la tierra, gastando y triunfando, y pagando con puntualidad los daños, y siempre la deuda principal en pie, haciendo ostentación de riquezas, y acreditándose unos a otros con astucia y maña, con que engañaban aún a los muy entendidos; creció tanto su avilantez con el valimiento que a todo andar iban teniendo con todo género de gentes, que el año de treinta y cuatro trataron de arrendar el almojarifazgo real.

»El rumor que había del gran multiplico desta gente y lo que por nuestros ojos víamos nos hacía vivir atentos a todas sus acciones, con cuidadosa disimulación, cuando por un día del mes de agosto del dicho año de treinta y cuatro, un Joan de Salazar, mercader, vecino desta ciudad, denunció en este Santo Oficio de Antonio Cordero, cajero de uno de dos cargadores de la ciudad de Sevilla, que por no haber podido vender y despacharse el año de treinta y tres en la feria de Puerto Belo, subieron a ésta, y tenían almacén frontero del Colegio de la Compañía de Jesús, donde el Antonio Cordero vendía, y dijo, que habiendo ido un sábado por la mañana a comprar unos rengos279 al dicho almacén, halló en él al Antonio Cordero con sus amos, y hablando con él le dijo si le quería vender unos rengos, a que le había respondido, 'no puedo venderlos hoy, que es sábado'; y replicándole el Joan de Salazar, '¿qué tiene el sábado para no vender en él?' le había dicho, 'digo que no he de vender hoy, porque es sábado'; y que oyéndolo el uno de los amos, el de más edad, le había reprendido, diciendo no dijese aquellas boberías, y que entonces había dicho Antonio Cordero: 'digo que no he de vender hoy, que es sábado, ni mañana que es domingo'; y que con esto se despidió con otros dos camaradas, con quien había ido al dicho almacén, riéndose de ver que por ser sábado decía aquel portugués no quería vender.

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»Y que volviendo allá otro día, que acertó ser viernes, halló al Cordero en el mismo almacén almorzando un pedazo de pan con una manzana, y después de haberle saludado, sin acordarse que fuese viernes, le había dicho: '¿no fuera mejor comer de un torrezno?' a que había respondido Cordero: 'había de comer yo lo que no comieron mis padres, ni abuelos?' y replicándole Salazar, '¿qué? ¿no comieron sus padres y abuelos tocino?' y que oyéndolo uno de los amos, que se halló presente, había respondido: 'quiere decir que no comieron lo que él está comiendo agora'; y que él le había replicado, 'no es tocino lo que come agora', y que no pasó más por entonces.

»Llamáronse dos que dio por contestes: dijo el uno ser sordo, y no había oído las palabras formales en lo tocante al sábado, mas de haber visto que no se compró nada. El otro contesta solamente en lo del tocino; pareció flaca la testificación y quedose así, a ver si le sobrevenía otra alguna cosa.

»Luego, por el mes de octubre, cuidadosos siempre en estas materias, escribimos a todo el distrito, como dimos cuenta a Vuestra Alteza el año pasado, encargando a los comisarios que con toda brevedad, cuidado y secreto nos procurasen inviar el número cierto de portugueses que cada uno tuviese en su partido, y algunos comenzaron a ponerlo en ejecución.

»Estando la cosa en este estado, visto que se acercaba la armada, acordamos poner en consulta la dicha deposición tal cual, y se puso por los fines de marzo, en ocasión que se había llamado para otras causas; y visto con el ordinario y consultores, salió de común acuerdo se recogiese el Antonio Cordero, con el silencio y secreto posible, y fuese sin secresto de bienes, porque cuando se echase menos, que era fuerza, no se entendiese había sido la prisión por el Santo Oficio.

»Encargose su ejecución a Bartolomé de Larrea, familiar desta Inquisición, que el día siguiente, con color de cerrar una cuenta que tenía con el Cordero, de algunas cosas que le había vendido, viéndole, se metió como otras veces en su tienda, que la tiene en la calle de los Mercaderes, en la mitad del día, cuando hervía de gente, y como a la una dio aviso de cómo le tenía en un aposento cerrado, sin que nadie hubiese visto ni sentido; inviamos luego por él con una silla de manos al alcaide, que antes de las dos le puso a buen recaudo.

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»Echáronle menos en su casa, y sus amos hicieron extraordinarias diligencias por la justicia real, y viendo que no parecía, decían unos se había huido, otros que le habían muerto; algunos, que quizá, como era portugués, le prendería la Inquisición. Pero los más bachilleres decían no podía ser esto, pues no se había hecho secresto de bienes, diligencia precisamente necesaria en los negocios de la herejía.

»Esta prisión se hizo en dos días de abril del dicho año de treinta y cinco, y luego pidió audiencia, en que dijo ser natural de Arronchez, en el Obispado de Portalegre, reino del Portugal, de edad de veinte y cuatro años, casado en Sevilla y criado de Antonio de Acuña, cargador; confesó ser judío judaizante, y quien se lo había enseñado en Sevilla, y denunció de algunos en ella. Y porque negaba la testificación, conclusa su causa en forma, como con menor, por diminuto, en consulta se mandó poner a cuestión de tormento, y en él, a la primera vuelta, dijo le soltasen, que diría la verdad, y que Antonio de Acuña, su amo, y Diego López de Fonseca, compañero, y Manuel de la Rosa, criado deste, eran judíos; y habiéndole quitado la mancuerda y sentado en un banquillo, fue diciendo diferentes actos, ritos y ceremonias que juntos habían hecho.

»Con esta deposición, sin esperar a ratificación, por temor que los dichos no pusiesen en cobro la hacienda, que la tenían junta, por estar avispados desde la falta del Cordero y la armada de partida para Panamá, con parecer del ordinario, inviamos al alguacil mayor, don Joan de Espinosa, por ellos, que los halló comiendo y trajo presos en su coche, secrestados los bienes, en once de mayo.

»Fueronse teniendo las audiencias ordinarias con todos; y concluyose la causa de Manuel de la Rosa, criado del Diego López, tenido por santo, y sacristán actual de la congregación de los mancebos, en la Compañía, natural de Portalegre, en Portugal, de oficio sedero, y de edad de más veinte y cinco años; estuvo negativo hasta el tormento, y en él, a la segunda vuelta, confesó ser judío judaizante y que lo eran su amo Diego López, Antonio de Acuña y su criado Antonio Cordero, y otros muchos, y siempre ha ido confesando de aquí y de otras partes.

»Antonio de Acuña, mozo de veinte años, natural de Sevilla, estuvo negativo hasta la séptima vuelta de la mancuerda   —364→   inclusive, y entonces confesó ser judío judaizante y que lo eran también su criado Antonio Cordero, y su camarada Diego López de Fonseca y Manuel de la Rosa, criado dél; y siempre va confesando de otros muchos en esta ciudad. Cartagena y Sevilla: a éste se debe la mayor luz desta complicidad.

»Diego López de Fonseca, natural de Badajoz, de oficio mercader, de edad de cuarenta años, casado en Sevilla, estuvo negativo en el tormento, a que fue condenado in caput alienum, por estar convencido con gran suma de testigos, y relajado al brazo seglar, no se le pudo dar conforme los méritos, por un desmayo que le dio a la quinta vuelta; cada día tiene nuevas testificaciones, que se le darán en publicación.

»En este tiempo, las pocas cárceles que había, estaban ocupadas; crecían cada día los denunciados, porque el Antonio de Acuña, Rosa y Cordero iban siempre confesando; y para poder recoger los que estaban mandados prender, con consulta de ordinario y consultores, acordamos de despachar en la capilla las causas que estaban determinadas a pena pública, y las demás con toda brevedad; y que el alcaide Bartolomé de Pradeda dejase su aposento, pasando a la casa, pared en medio, que es desta Inquisición; y porque si antes de prender los que estaban mandados, se hacía esto, era dar a entender lo que se trataba, acordamos se ejecutasen primero las prisiones.

»Estaban diez y siete mandamientos hechos de la gente más válida y autorizada de la plaza, algunos dellos, y era fuerza causase grandísimo ruido cosa que nunca se había visto en este reino; conociendo la gran piedad y afecto con que el Virrey, conde de Chinchón, hace cualquiera diligencia en orden a honrar el Santo Oficio, nos pareció darle parte desta resolución, y que si quisiese entender algo della en particular, se le recibiese primero juramento, a que fue el inquisidor don Antonio de Castro, habiéndole oído con mucho gusto y dado muestras del que ternía de saber quiénes y cuántos eran los presos: hizo el juramento de secreto religiosísimamente y prometió, si fuese menester, iría en persona a prender al más mínimo.

»Hecha esta diligencia, se repartieron el día de San Lorenzo diez y siete mandamientos, en pocos menos ministros, y se les dio el orden que habían de tener, y sin que ninguno supiese más del suyo, el siguiente, que fue de Santa Clara, desde las doce y   —365→   media, que entró el primero, hasta un poco antes de las dos, se ejecutaron los diez y siete mandamientos, con tanto silencio y quietud que cuando el pueblo sintió lo que pasaba, estaban los más en sus cárceles; fue día del juicio, quedó la ciudad atónita y pasmada, ensalzando la fe católica y alabando al Santo Oficio; creció la gente de tal modo a la última prisión, que se hizo en esta misma calle, que no se podía romper por ella280.

»Otro día sacamos a la capilla unos doce de diferentes causas, y el siguiente despachamos las demás, y se ocuparon las diez y seis cárceles antiguas y otras que tumultuariamente se hicieron.

»Crecía cada día la complicidad, y teníamos poca satisfacción del alcaide Bartolomé de Pradeda, por ser mucha su codicia, y particularmente después que compró unas haciendas del campo en mucho mayor cantidad que la que alcanzaba su caudal; hallamos que estaba embarazado con las cabezas desta complicidad, y que los había emprestillado y metido en fianzas, y que, olvidado de su obligación y rendido al interés, nos tenía vendidos, haciendo público lo que pasaba en las cárceles, y dando lugar a comunicaciones; pedía su infidelidad una severa demostración; pero considerando veinte años de servicios y siete hijos, y andar con poca salud, acordamos que pidiese licencia para ir a convalecer a su chácara, y con este pretexto arrancarle antes que causara mayor daño.

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»Hízose así, y pusimos en su lugar a Diego de Vargas, hijo y primo de ministros, natural de Toledo, soltero, dándole el servicio necesario para la buena administración de las cárceles, y por ayudante a un mozo, deudo de Bernardino de Collantes, nuncio que fue desta Inquisición, llamado José Freile de Moriz, que servía de antes la portería. Fueron presos en esta ocasión de once de agosto, con secresto de bienes, varios reos y entre ellos:

»Manuel Baptista Pérez, mercader, natural de Ansan, jurisdicción de Coimbra en el reino de Portugal, de edad de cuarenta y seis años, casado con prima suya, que trajo de Sevilla, y con hijos, hombre de mucho crédito en todas partes y tenido por el oráculo de la nación hebrea, y de quien se entiende es el principal en la observancia de la ley de Moisés; es mucha la máquina de hacienda que tiene a su cargo, y la que debe en cantidades gruesas, plazos cumplidos, pasa de ciento y treinta mill pesos, en lo que hasta agora se sabe; está convito con mucho número de testigos y negativo...».

«En este tiempo crecía el número de los testificados con la prosecución de las causas, con que por no haber cárceles, nos víamos apretados. Habíase tomado la casa en que vivía el alcaide, como se ha dicho, pasándose el ala de pared en medio, que se arrendaba por cuenta de la Inquisición, cuya es, donde hicimos cuantidad de cárceles, y cuando ya estuvieron para poder habitar, hecha consulta, se prendieron en 22 de noviembre con secresto de bienes, muchos otros.

»[...] Viendo, pues, lo que se iban encartando, y que, según buenas conjeturas, no hay portugués de los que andan mercadeando que no sea comprehendido, y que con el espacio que tenían podían ausentarse muchos, aún de los denunciados; y que Vuestra Alteza nos tiene atadas las manos, prohibiendo no estorbemos a nadie su viaje, ni obliguemos a pedir licencia a los que le quieren hacer, por la necesidad precisa, acordamos pedir al Virrey que mandase por gobierno a ninguno se diese pasaje, sin la del Santo Oficio; hízolo por este año, porque acude con amor y voluntad a estas causas, da resguardo a la concordia, que en esta parte ha de mandar Vuestra Alteza se corrija y enmiende, pues, a menos, ni las causas de la fe se pueden lograr, ni las de la hacienda; fue de grande importancia esta diligencia, y todavía se han huido muchos, que el interés abre camino por todas partes.

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»Visto que la complicidad iba teniendo cada día mayor cuerpo, con estar todavía tan en los principios, y que aunque demás de las cárceles antiguas, que eran diez y seis, se habían hecho diez y nueve y no bastaban, se había comprado una casita pegada a ella, por ser cosa que estaba bien en todos tiempos a esta Inquisición, y acordamos hacer las cárceles, y se han labrado diez y siete, dejando tres aposentos altos en que pueda vivir el ayudante, para mayor seguridad de los presos, que como son bajas, ocupan mucha distancia, y de otra manera estarían muy desabrigadas; y cuando ya se pudieron habitar se fueron prendiendo otros, con secresto de bienes...

»Con las prisiones que se hicieron a los once de agosto, comenzaron cuantidad de demandas de nuevo ante nosotros, y eran muchísimos los pleitos que de antes estaban pendientes en los Tribunales reales, y cada día han ido creciendo y irán adelante conforme se fueren prendiendo, porque, como se dijo al principio, estaban apoderados del trato y contrato en todo género de estos reinos y de Tierrafirme. Vuestra Alteza verá por la relación que se le invía de los que hasta hoy hay, lo que pasa. Acordamos inviar por uno de los consultores un recado a la Real Audiencia para que mandase se nos remitiesen las causas pertenecientes a estos presos; miraron la concordia, y vieron que donde hay secresto de bienes, somos jueces privativos, y ordenaron a los escribanos de cámara los entregasen a cualquiera diligencia nuestra; la misma se hizo con el Consulado, donde pendían algunas causas.

»Estaba la tierra lastimada con la quiebra del banco, de que dimos razón a Vuestra Alteza el año pasado, y agora con tanta prisión y secresto de bienes de hombres mercadantes y que a solo crédito atravesaban cuanto había, parecía se quería acabar el mundo; clamaban las partes que tenían pleitos de redhibitorias, y otras varias acciones; pedían su prosecución, porque con el tiempo no se les empeorasen sus derechos, por ausencia o muerte de testigo, o otros accidentes; y otros los intentaban de nuevo. Vímonos en aprieto, porque seguirse pleitos sin parte legítima, no se podía, conforme a derecho; los presos no lo eran, la necesidad apretaba, y representábanse vivamente los daños; y aunque nuestro negocio principal es el de la fe, y Vuestra Alteza quiere que en sólo él pongamos todo cuidado, quiere también que en lo accesorio hagamos   —368→   justicia, la cual no se podía administrar sin quien hiciese las partes de los presos, y así pusimos en consulta si sería bien nombrarles un defensor; todos vinieron en ello...

»Señaláronse para el despacho civil, lunes y jueves, y después de las tres horas de las tardes, todos los días gastamos en vista de los autos lo que hay de luz hasta la noche, con que damos despacho a la mayor máquina que se ha visto, deseando dar satisfacción a las partes, sin faltar al ministerio principal de los negocios de la fe; y para poderlo hacer con menos detrimento de las causas de la fe, ocupamos todos los días sin reservar ninguno, lo que resta del día desde las tres horas de la tarde hasta la noche, y hemos ido pagando y pagamos con fianza depositaria muchas deudas, porque de otra suerte se destruía el comercio y recibía daño irreparable la República por tantos modos fatigada281.

»Vase prosiguiendo en todas las causas y descubriéndose tanta copia de judíos derramados por todas partes que nos damos a creer igualan a todas las demás naciones: las cárceles están llenas y por falta dellas no ejecutamos algunas prisiones de personas de esta ciudad; andan las gentes como asombradas, y no fían unos de otros, porque cuando menos piensan se hallan sin el amigo o compañero a quien juzgaban tanto. Tratamos de alquilar casas, y todas las circunvecinas no han de bastar. Seguramente puede Vuestra Alteza afirmará su real persona, y a todos sus Consejos, que no se le ha hecho en estos reinos a Su Majestad y a la Divina mayor servicio que el actual en que estamos, porque esta nación perdida se iba arraigando en pocos años de manera que como mala yerba había de ahogar a esta nueva cristiandad, y en la anciana hacer grandísimos estragos, porque en estas partes el último fin de los que las habitan de paso, y aún de asiento, es el interés; no se trata de otra cosa, a él aspiran anhelando chicos y grandes, y todo medio que facilita su consecución se abraza indistintamente; en tanto tienen a uno por hombre en cuanto sabe adquirir hacienda; y para conseguirla han hallado a propósito esta secta infernal y ateísmo; es el lazo con que iban enredando, prometiendo buenos subcesos y grandes riquezas a sus secuaces; y dicen es esta tierra de promisión, si no fuera por la Inquisición:   —369→   así parece de sus confesiones. Al cristiano nuevo, o al que tiene alguna parte, fácilmente le persuaden su opinión, y al viejo, como sea cudicioso, sin mucha dificultad. Justamente nos tememos de un grandísimo daño solapado con pretexto y capa de piedad; porque usan mucho de la hipocresía; generalmente, ninguno se prende que no ande cargado de rosarios, reliquias, imágenes, cinta de San Agustín, cordón de San Francisco y otras devociones, y muchos con cilicio y disciplina; saben todo el catecismo y rezan el rosario, y preguntados, cuando ya confiesan su delito, que por qué le rezan, responden que porque no se les olviden las oraciones para el tiempo de la necesidad, que es éste de la prisión, y se muestran devotos para engañar, y que los tengan por buenos cristianos...

«El virrey conde de Chinchón, concluían los inquisidores, acude a todo cuanto se le pide en estas materias, con tanto afecto y tan celoso mira la autoridad del Sancto Oficio, que aunque se lo procuramos merecer de nuestra parte con la sumisión y reverencia debida, se ha de servir Vuestra Alteza de rendirle las gracias de lo que hace, y en particular de haber dado orden apretada a los soldados del presidio, caballería y infantería ronden toda la noche toda esta cuadra de la Inquisición, como lo hacen incesantemente, con grandísimo cuidado»282.

Omitimos hablar aquí de los cruelísimos tormentos -en que hubo de morir la infeliz doña Mencía de Luna-, que hicieron sufrir a la mayor parte de los acusados esos inquisidores, ávidos del dinero de sus víctimas, para arrancarles sus confesiones, o, mejor dicho, para obligarlos a levantarse falso testimonio, y los actos de desesperación a que aquellos desgraciados se entregaron.   —370→   La relación de su estada en las cárceles del Santo Oficio formaría un capítulo digno del genio sombrío del Dante.

Pero apartemos por un momento la vista de tan repugnante escenario y continuemos con la causa de Maldonado de Silva.

«En audiencia de 12 de noviembre de 638, prosiguen los inquisidores, habiéndolo pedido el reo en muchas audiencias, se llamaron los calificadores y se tuvo con él la trece disputa, por tres padres de la Compañía de Jesús, muy doctos, que duró tres horas y media, y se quedó más pertinaz que antes, porque, al levantarse del banquillo, sacó de la faltriquera dos libros escritos de su mano, en cuartilla, y las hojas de muchos remiendos de papelillos que juntaba, sin saberse de dónde los había, y los pegaba con tanta sutileza y primor que parecían hojas enteras, y los escribía con tinta que hacía de carbón, y el uno tenía ciento tres hojas y el otro más de ciento, firmados de una firma que decía 'Heli Judío, indigno del Dios de Israel, por otro nombre Silva'; y dijo que por descargo de su conciencia entregaba aquellos libros, porque tenía ciencia y sabiduría de la Sagrada Escritura, y que no le habían satisfecho a las dudas que había puesto a los dichos calificadores.

»En 1º de diciembre del dicho año de 638 pidió el reo audiencia y suplicó en ella que un cuadernito de cinco hojas que escribió, -el cual se remite con esta relación, para que se vea, poniéndole a la claridad, el modo que tenía en pegar los papeles y la letra que hacía con tinta de carbón-, se enseñase a los calificadores, que si le convencían el entendimiento con razón, se sujetaría y seguiría la fe católica; y en 9 de diciembre, por toda la tarde, y 10 del dicho, por la mañana, se tuvieron con el reo dos disputas muy largas, en las cuales quedó más pertinaz que antes».

Llegaba ya el día 23 de enero de 1639 en que se iba a celebrar el auto en que tendrían fin, aunque de una manera horrible, los padecimientos de Maldonado de Silva. Doce largos años de cárcel inquisitorial no habían podido quebrantar la entereza que desde el primer momento manifestara. Las torturas que sufriera habían podido trocar su cuerpo en un montón de huesos, revestidos de «pellejo», como decían sus verdugos; pero sus convicciones eran todavía las mismas.

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Los preparativos de una ceremonia tan notable como iba a ser aquella, habían comenzado desde algún tiempo antes.

«Sustanciadas las causas de los que habían de salir al auto, dice un testigo presencial, y habiendo el Tribunal del Santo Oficio determinado hacerlo el domingo 23 de enero, día del defensor de María, San Ildefonso (y no sin misterio, pues éstos no la confiesan por Madre de Dios, y así en las ave marías que rezaban por cumplimiento, no decían Jesús) del año corriente, ordenó se publicase a 19 de diciembre de 1638. La primer diligencia que se hizo fue darle aviso al señor conde de Chinchón, virrey de estos reinos, desta determinación. Llevole el señor doctor don Luis de Betancurt y Figueroa, fiscal de la Inquisición, y contenía, que el día referido celebraba auto el Tribunal del Santo Oficio, para exaltación de nuestra santa fe católica y extirpación de las herejías, y que se hacía saber a su excelencia, esperando acudirla a todo inconveniente, a la autoridad y aplauso dél, como príncipe tan celoso de la religión católica y culto divino.

»Retardose este auto, aunque la diligencia de la Inquisición fue con todo cuidado, por culpa y pretensión de los mismos reos. Fue el caso que, habiéndose puesto unas puertas nuevas en la capilla de Inquisición, que cae a la plaza della, edificio insigne, tanto por la grandeza, como por la curiosidad de varias y famosas pinturas, de que está siempre adornada, y reja de ébano, que divide el cuerpo del altar mayor, obra de los señores que hoy viven, y donde oyen misa todos los días y se les predica las cuaresmas, acudiendo a este ministerio los mejores predicadores del reino y donde de ordinario se hacen autos particulares, que pudieran ser generales en otras partes. Para adorno, pues, de las puertas, se guarnecieron con clavazón de bronce, y el ruido que se hizo al clavarlas les dio tanto en qué entender a los judíos, que con notables estratagemas se trataron de comunicar, como lo hicieron, diciendo: 'ya se llega la hora en que se nos ha de seguir algún gran daño, que nos está aparejado; no hay sino revoquemos nuestras confesiones, y con esto retardaremos el auto, y para mejor, traigamos muchos cristianos viejos a estas prisiones, y habrá perdón general, y podrá ser nos escapemos'. Así lo hicieron, que fue la causa de que durase tanto tiempo la liquidación de la verdad.

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»El mismo día, pues, y a la misma hora, llevó el mismo recaudo a la Real Audiencia, Martín Díaz de Contreras, secretario más antiguo de la Inquisición, a tiempo que los señores della bajaban del dosel, y como católicos caballeros, consejeros del Grande Felipe, máximo en dar honras al Tribunal del Santo Oficio, recibieron el recaudo en pie, a la puerta de la sala, con toda cortesía, mandando cubrir al secretario, y hablándole de merced. Al Cabildo eclesiástico en sede vacante, llevó el aviso Pedro Osorio del Odio, recetor general del Santo Oficio. Al Cabildo seglar, el secretario Pedro de Quirós Argüello. A los prelados de Santo Domingo, San Francisco, San Agustín, Nuestra Señora de las Mercedes, de la Observancia y Recolecciones, Compañía de Jesús, y a los de San Juan de Dios, Martín de Vargas, nuncio. A la Universidad, el doctor don Antonio de San Miguel y Solier, abogado del Fisco y presos de la Inquisición, catedrático de Prima de Cánones, y vecino encomendero deste reino; y días después al Consulado.

»El excelentísimo señor Virrey, como cristianísimo príncipe y en todo cabal gobernador, envió respuesta a la Inquisición, estimando el aviso que se le daba y mostrando particular placer de ver acabada obra tan deseada.

»El mismo recaudo envió la Real Audiencia. Lo mismo hicieron los Cabildos eclesiásticos y secular, la Universidad y los demás tribunales y Consulado.

»Antes de publicarse el auto, se encerraron todos los negros que servían en las cárceles en parte donde no pudieran oír, saber ni entender de la publicación, porque no diesen noticia a los reos, pues aunque la Inquisición usaba para esto negros bozales, acabados de traer de la partida (no es posible menos en este reino) eran ladinos para los portugueses, que, como los traen de Guinea, sabían sus lenguas, y así esto les ayudó mucho para sus comunicaciones, con otras trazas, como la del limón y el abecedario de los golpes, cosa notable; la primera letra era un golpe, la segunda dos, la tercera tres, etc. Daban, pues, los golpes que correspondían a la primer letra de la dición, y parando el que los daba, asentaba en un adobe el avisado, aquella letra con un clavo; luego le daban otra letra con los golpes; luego otra, y al cabo hallaban escrito lo que se querían avisar, con otras cifras   —373→   y caracteres con que se entendían: claro indicio de su complicidad.

»Publicose el auto el día determinado, miércoles primero de diciembre; fue uno de los de más regocijo que esta noble ciudad ha tenido. Hízose con mucha ostentación; iban todos los familiares con mucho lustre, a caballo, con varas altas; y al son de ministriles, trompetas y atabales pasearon las calles principales. Detrás de los ministros iban los oficiales de la Inquisición, Martín de Vargas, nuncio, Manuel de Monte Alegre, procurador del Fisco, Antonio Domínguez de Valcázar, notario de secrestos, Bartolomé de la Rea, contador, Pedro Osorio del Odio, recetor general, Pedro de Quirós Argüello, secretario, y el capitán don Juan Tello, alguacil mayor. Diose el primer pregón en la plaza de la Inquisición y el segundo en la pública, frontero de la puerta principal de Palacio. Era ésta la forma:

»El Santo Oficio de la Inquisición hace saber a todos los fieles cristianos estantes y habitantes en esta ciudad de los Reyes, y fuera della, cómo celebra auto de la fe para exaltación de nuestra santa fe católica; a los 23 de enero, día de San Ildefonso, del año que viene de 1639, en la plaza pública desta ciudad, para que acudiendo a él los fieles católicos, ganen las indulgencias que los Sumos Pontífices han concedido a los que se hallan a semejantes actos: que se manda pregonar para que llegue a noticias de todos.

»Ocurrió gente sin número a ver esta disposición primera, dando gracias a Dios y al Santo Tribunal que daba principio a auto tan grandioso, que todos presumían serlo por las muchas prisiones que había hechas. Acabada la publicación, volvieron los ministros y oficiales con el mismo orden a la Inquisición.

»Publicado el auto, se llamó a Juan de Moncada, que ha más de cincuenta años que sirve en estas ocasiones a la Inquisición, y se le dio orden de que hiciese las insignias de los penitenciados, sambenitos, corozas, estatuas, y para los relajados, cruces verdes, recibiéndosele antes juramento de secreto, y a sus oficiales dioseles aposento en lo interior de la casa del alcaide, donde las obraron sin ser vistos de nadie; y en este tiempo se le dio orden al alguacil mayor que con familiares que señalase rondasen de noche la cuadra en cerco del Santo Oficio, sin que a esto se faltase un punto hasta el día del auto, como se hizo.

  —374→  

»Descripción del tablado. Jueves dos de diciembre se dio principio al tablado, que como había de ser tan suntuoso y el cadalso tan grande, fue necesario comenzar desde entonces. Tuvo el tablado principal de largo y frente, cuarenta y siete varas, y trece de ancho, y desde el suelo al plan, cinco varas y dos tercias; fundose en treinta y nueve pies derechos de media vara de grueso cada uno, y en ellos se pusieron trece madres de palmo y medio de grueso, donde cargaban tablas y cuartones que hacían el asiento, todo cercado de barandas. Sobre el plan, hacia la parte del Cabildo, igual al de sus corredores, se pusieron cinco gradas; cogió el sitio della diez y nueve varas de largo. En el plan de la última se puso el asiento para el Virrey y Tribunal del Santo Oficio, que venía a estar dos varas y tres cuartas alto del plan del tablado, y a los lados de una parte y otra corría igualmente el lugar donde había de estar la Real Audiencia. De las cinco gradas dichas, la primera se dedicó para peaña del Tribunal. La segunda en orden para el señor fiscal de la Inquisición, y capitán de la guardia de su excelencia. A los lados los de su familia, y prelados de las religiones. La tercera para los calificadores, oficiales y ministros del Santo Oficio, y religiosos graves. La cuarta, para las familias de los señores inquisidores.

»Al lado siniestro del Tribunal se levantó un tablado al igual dél, de once varas de largo y cuatro de ancho, cubierto de celosía, con tanto primor que su prevención parece fue de anticipado tiempo para ocuparle su excelencia de la señora Virreina, y las mujeres de los señores de la Real Audiencia. Escogiose este sitio por llevar el aire hacia allí la voz de los letores, y la comodidad del pasadizo. A un lado y otro de los señores de la Audiencia, se les señaló lugar a los del Tribunal de Cuentas.

»A la mano derecha del Tribunal, se pusieron cuatro gradas de nueve varas de largo, media más bajas que él. Las tres dél las ocupó el Cabildo eclesiástico, y la otra ocupó la Universidad Real, con otras tres gradas que volvían atravesadas al cadalso, mirando hacia Palacio. Al lado izquierdo del Tribunal, media vara más bajo que él, y el tablado de la señora Virreina, se formaron cuatro gradas de nueve varas de largo para el Regimiento y Cabildo de la ciudad, para el Consulado, y para los capitanes vivos della y del Callao. A las espaldas del Cabildo eclesiástico, se levantó un tablado de doce varas de largo, media más bajo   —375→   que el Tribunal, parte dél para el marqués de Baydes, que estaba dividido con celosías, y lo restante ocuparon las mujeres de los regidores.

»En medio del tablado, mirando al Tribunal, se formó el altar, de dos varas de largo poco más, en proporción, y al lado derecho, al principio del pasadizo o crujía, se puso el púlpito donde se había de predicar y leer las sentencias. Lo restante deste tablado se llenó de bancos rasos para las personas que hubiesen de tener asiento, que después los ocuparon religiosos de todas órdenes y caballeros de la ciudad, cuya disposición de lugares y fábricas del tablado tomó a su cargo el señor inquisidor don Antonio de Castro, y de tratar con su excelencia lo que conviniese, y todos los señores daban licencias escritas, sin las cuales ninguno era permitido en el tablado.

»Del Palacio se hizo un pasadizo por la parte que miraba a la plaza: estaba cubierto con celosías, y por la otra, aforrado con tablas; tenía diez y ocho varas de largo y dos de ancho; cortose un paño del balcón de la esquina de palacio, y desde él al plan del pasadizo, se bajaba por trece gradas, divididas en tres partes. La primera de siete, y las dos de tres cada una, puestas a trechos, para descender y subir con toda facilidad; parecía un hermosísimo balcón o galería que daba adorno a los tablados.

»Del principal al cadalso de los reos, estaba una crujía de veinte varas de largo y tres de ancho, cercada de barandas, como el tablado y cadalso. Éste era de la mesma longitud que el tablado principal, pero de ancho no tenía más que nueve varas. En él había seis gradas, cada una de dos tercias de alto. La primera tenía treinta y seis pies de largo, la segunda treinta y dos, la tercera, veinte y ocho, la cuarta veinte y cuatro, la quinta veinte, la sexta, que fue asiento para los relajados, tenía ocho, y en el plan se pusieron muchos bancos rasos, que después ocupó gente honrada de la ciudad. Encima de la última grada estaba la media naranja, que formaban tres figuras de horrendos demonios.

»En el vacío que había del tablado al cadalso, por un lado y otro de la crujía, se levantaron dos tablados más bajos que el principal, vara y media; tenían ambos cuarenta y siete varas de largo y veinte de ancho; destas quedaron veinte varas, diez en cada uno, para las familias de los señores de la Real Audiencia y ministros del Santo Oficio, y de los caballeros principales, y lo   —376→   restante, el uno a cargo de Bartolomé Calderón, maestro de esta obra, de que le hizo gracia la Inquisición para que se aprovechase, por cuanto había hecho estos dos tablados a su costa; y para decir la grandeza y sumptuosidad dellos y gran número de gente que hubo, baste decir que se subió a ellos por veinte y una escaleras, catorce de adobes, y la una tan grande que se gastaron dos mil adobes en ella, y cuando se desbarataba parecía ruina de una torre; y las siete de madera, con sus cajas, y debajo, para comer algunas familias, hubo trece aposentos con sus puertas cerradas con llaves.

»Para la sombra del tablado principal y los demás, se pusieron veinte y dos árboles, cada uno de veinte y cuatro varas de alto, y en ellos se hicieron firmes las velas, que ocuparon cien varas de largo y setenta de ancho, atestadas con muchas vetas de cáñamo, con sus motones, poleas y cuadernales, con que quedó el velamen tan llano y firme, siendo tan largo, como si fuera puesto en bastidor; llegó a estar veinte varas alto del suelo, causando apacible sombra.

»Tardó el tablado en hacerse cincuenta días, trabajándose en él continuamente, sin dejarse de la mano ni aún los días solemnes de fiesta, siendo los obreros dos maestros, y los negros, de ordinario, diez y seis. No se le encubrió a los señores de la Inquisición el grande concurso de gente que había venido a ver el auto de más de cuarenta leguas de la ciudad, y así diose la providencia que en todo previno la confusión y desorden que pudo haber sobre los asientos. Para esto vino al tablado el señor licenciado don Antonio de Castro, inquisidor, y los repartió en la forma dicha, y para firmeza de lo hecho mandó el Tribunal pregonar que ninguna persona, de cualquier calidad que fuese, excepto los caballeros, gobernadores y ministros familiares que asistiesen a la guarda y custodia del tablado donde se había de celebrar el auto de fe fuese osado a entrar en él, ni al de los penitentes, so pena de descomunión mayor y de treinta pesos corrientes para gastos extraordinarios del Santo Oficio. Dictolo Luis Martínez de Plaza.

»Para ejecución de lo referido, nombró el Tribunal ocho caballeros muy principales desta ciudad, que asistiesen con sus bastones negros, en que estaban pintadas las armas de Santo Domingo, para ejecutar las órdenes del Tribunal, que lo hicieron   —377→   con la puntualidad que de su nobleza se esperaba. Fueron don Alonso de Castro y del Castillo, hermano del señor inquisidor don Antonio de Castro, don Francisco Mesía, del hábito de Calatrava, don Domingo de Olea, del de Santiago, don Francisco Luján Sigorey, corregidor y justicia mayor de Canta, don Fernando de Castilla Altamirano, corregidor y justicia mayor de Cajatambo, don Diego de Agüero, don Álvaro Ijar y Mendoza y don Antonio de Córdoba, que tuvieron asiento desde la mesa de los secretarios, que estaba a mano derecha del altar, por un lado, y desde el púlpito, hasta las gradas, por otro, en cuatro bancas de doblez, haciendo calle para la crujía. Aquí estuvieron los siete de la fama, que salieron con palma de santos testimonios, con los caballeros padrinos.

»El viernes, que se contaron 21 de enero del año corriente, mandó el Tribunal a sus oficiales y ministros que el sábado siguiente a las ocho estuviesen en la capilla del Santo Oficio a la misa ordinaria, como lo hicieron, y habiendo entrado todos en la sala de la audiencia, el señor licenciado don Juan de Mañozca, del Consejo de Su Majestad, en el General de la Santa Inquisición, les hizo un razonamiento con palabras graves, exhortándolos a que acudiesen con amor y puntualidad a sus oficios, y porque fue éste el primero día en que se vieron en esta ciudad de Lima los hábitos de los oficiales y ministros del Santo Oficio, que ostentaron con grande lustre, echando costosas libreas, pondré el decreto que sobre ellos proveyó el Tribunal.

»Los señores inquisidores deste reino del Perú, vistos los títulos de N., dan licencia para que se ponga el hábito y cruz de Santo Domingo en este presente auto, que se ha de celebrar a los 23 de enero próximo que viene de 1639 y su víspera, y los demás días que manda Su Majestad y los señores de su Consejo Supremo de la Santa y General Inquisición. Y así lo proveyeron y mandaron y señalaron en presencia de mí el presente secretario deste Santo Oficio. En los 26 de diciembre de 1638. Rubricado de los señores inquisidores. -Martín Díaz de Contreras.

»Parecieron, pues, en las calles los oficiales del Santo Oficio, los calificadores, comisarios, personas honestas, y familiares, todos con sus hábitos, causando hermosura la variedad, y regocijo a la gente, que ya estaba desde por la mañana, sábado, en copioso número por la plaza y calles.

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Procesión de la Cruz Verde. Todo este dicho día estuvo la Cruz Verde (que el día antes habían llevado seis religiosos dominicos) colocada en la capilla del Santo Oficio, con muchos cirios encendidos, que dio la orden de Santo Domingo, afectuosa a la Inquisición. Era la Cruz de más de tres varas de largo, hermoseada con sus botones. Para la procesión della concurrieron las comunidades de las religiones de Santo Domingo, San Francisco, San Agustín, Nuestra Señora de las Mercedes, y sus Recolecciones, la Compañía de Jesús, y los de San Juan de Dios, a las casas de la Inquisición, a las tres de la tarde. A las cuatro se comenzó a formar; iba delante el estandarte de la fe, que lo llevaba don Francisco López de Zúñiga, marqués de Baydes y conde de la Pedrosa, gobernador y capitán general del reino de Chile, del orden de Santiago; una de las borlas llevaba Hernando de Santa Cruz y Padilla, contador mayor del Tribunal de Cuentas, y otra Francisco Gutiérrez de Coca, tío de la Marquesa, y ambos sus hábitos de familiares. Acompañaban el estandarte algunos ministros y muchos caballeros de la ciudad. Seguíanse los religiosos de todas órdenes, que iban en tanto número y concierto que cogían tres calles en largo cuando salió la Cruz de la capilla. Luego iban los calificadores, todos los familiares y comisarios y oficiales del Santo Oficio acompañando al padre maestro fray Luis de la Raga, provincial de la orden de Santo Domingo, que llevaba la Cruz. Íbanla alumbrando cuarenta y ocho religiosos de su familia, con cirios encendidos; detrás iba el secretario Martín Díaz de Contreras, en medio del secretario Pedro de Quirós y del alguacil mayor. Iba delante de la Cruz Verde, la capilla de la Catedral, de superiores y eminentes voces y diestros músicos, y la de Santo Domingo, no inferior a ella; cantaban el himno Vexilla Regis prodeunt, triunfos de la Cruz contra herejes, en canto de órganos, y algunos salmos, que él, la gravedad del acto, el silencio de tanta gente provocaba a amor y veneración al Santo Tribunal y a celo fervoroso del aumento y pureza de la fe.

»Así caminó la procesión con toda majestad hasta la plaza de la ciudad, y sin torcer, llegó a las puertas principales de Palacio, y desde allí tomó la vuelta a coger las del tablado, que miraban a la calle de los Mercaderes. En llegando a él, recibió la Cruz el padre presentado fray Gaspar de Saldaña, prior del convento   —379→   de Santo Domingo, y la subió al tablado y colocó en el altar, que estaba ricamente adornado. A este tiempo la música entonó el versículo Hoc signum Crucis, y el responso, y el prior dijo la oración de la Cruz, y dejando en su guarda los religiosos más graves de su convento, muchos cirios para su lustre y cuatro faroles de vidrieras contra el viento de la noche, se despidió de los oficiales y ministros, con que se acabó esta acción. Ocurrió a ella el mayor número de gente que jamás ha visto la ciudad de los Reyes, ocupando las calles y plazas de Palacio y el de la Inquisición283, y las ventanas, balcones y techos, y el grande número de personas que acompañó la procesión fue causa de haberse detenido desde las cuatro hasta la oración, que llegó al tablado la Cruz, gobernando la procesión el doctor don Juan Sáenz de Mañozca, y el doctor don Antonio de San Miguel Solier, abogados del Fisco y presos del Santo Oficio.

»Notificación de las sentencias. Este día, entre las nueve y las diez de la noche, se notificaron las sentencias a los que habían de ser relajados, y quedaron con ellos religiosos de todas las religiones, que el Santo Oficio envió a llamar para este efecto, a quien se dio aquella noche una muy cumplida colación, y a los ministros. Mandóseles a éstos avisasen a los que habían de acompañar a los reos que estuviesen al día siguiente, a las tres de la mañana, en las casas de la Inquisición.

»Poco después de notificadas las sentencias a los relajados, volvieron en sí Enrique de Paz y Manuel de Espinosa, y con el uno hizo audiencia el señor inquisidor Andrés Juan Gaitán, y con el otro, el señor inquisidor don Antonio de Castro, hasta las tres de la mañana, y a aquella hora se llamó a consulta, en que se hallaron con los señores inquisidores, el señor licenciado don Juan de Cabrera, tesorero de la Santa Iglesia, provisor en sede vacante y ordinario del Santo Oficio, y los señores doctor don Martín de Arriola, oidor, y licenciado don García Francisco Carrillo, fiscal de lo civil, consultores; faltó el señor oidor Andrés Barahona de Encinillas, por estar enfermo de la enfermedad que murió. En esta consulta se admitieron a reconciliación los dichos.

»Dióseles de almorzar a los penitenciados este día a las tres, para cuyo efecto se mandó llamar un pastelero tres días antes, y debajo de juramento de secreto, se le mandó cuidase desto, de   —380→   modo que antes de la hora dicha estuviese el almuerzo en casa del alcalde, que se hizo con toda puntualidad.

»A la hora señalada acudieron muchos republicanos honrados, con deseo que les cupiese algún penitenciado que acompañar, para mostrar en lo que podían el afecto con que deseaban servir a tan Santo Oficio. Pero para que se entienda ser esto moción de Dios y para ejemplar de todos los fieles, sucedió que don Salvador Velásquez, indio principal, sargento mayor de la milicia de los naturales, entró en el Santo Oficio a la misma hora que los republicanos, de gala, con espada y daga plateada, y pidió que le honrasen a él, dándole una estatua de las que habían de salir en el auto, que a eso sólo iba, y visto su afecto, se le concedió lo que pedia, y a otro compañero suyo. Como iban saliendo los presos de las cárceles, se les iba poniendo a cada uno las insignias significadoras de sus delitos, y entregándolo a dos personas de las referidas, a quien se les encargaba que no le dejasen hablar con nadie y que lo llevasen y volviesen a aquel lugar, excepto a los relajados, en cuanto a la vuelta. Diósele orden a Juan Rodríguez Panduro de Durán, teniente de alcalde, que se quedase en el Santo Oficio en guarda de las cárceles.

»Procesión de los penitenciados. Acabada esta diligencia con todos los reos, llegaron a las casas del Santo Oficio las cuatro cruces de la iglesia mayor y demás parroquias, cubiertas de luto, con mangas negras. Acompañábanlas los curas y sacristanes y clérigos, con sobrepellices. A esta hora, que sería como a las cinco, estaban formados dos escuadrones de la infantería española, uno en la plaza del Santo Oficio, otro en la principal desta ciudad, y quedando las banderas en los escuadrones, vinieron dos compañías destas, que fueron en escolta de los penitenciados. Comenzó a salir la procesión de las casas del Santo Oficio; delante iban las cruces en la forma dicha, acompañadas de los curas, sacristanes y clérigos, en copioso número. Seguíanse los penitenciados de menores delitos, hechiceras, casados dos veces; luego los judaizantes, con sus sambenitos, y los que habían de ser azotados, con sogas gruesas a las gargantas; los últimos iban los relajados en persona, con corozas y sambenitos de llamas y demonios en diversas formas de sierpes y dragones, y en las manos cruces verdes, menos el licenciado Silva, que no la quiso llevar por ir rebelde; todos los demás llevaban velas   —381→   verdes. Iban los penitenciados uno a uno, en medio de los acompañantes, y por una banda y otra dos hileras de soldados que guarnecían toda la procesión. Detrás de los reos iba Simón Cordero, portero de la Inquisición, a caballo; llevaba delante un cofre de plata, pieza curiosísima y de valor, iba cerrado con llave, y dentro las sentencias de los culpados. Remataban la procesión Martín Díaz de Contreras, secretario más antiguo, a caballo, con gualdrapa de terciopelo, y el capitán don Juan Tello de Sotomayor, alguacil mayor de la Inquisición, y el secretario Pedro de Quirós, que llevaban en medio al secretario Martín Díaz de Contreras.

»Caminó la procesión por la calle que tuerce hasta la del monasterio de monjas de la Concepción, y desde allí bajó derecha hasta la plaza, que prosiguió por junto a los portales de los Sombrereros, hasta llegar cerca de la calle de los Mercaderes, siguiendo el camino por muy cerca del portal de Escribanos, de donde se fue apartando para llegar a la puerta de la escalera del cadalso, que estuvo cerrada hasta entonces, la cual abrieron cuatro familiares que la guardaban, y subieron los penitenciados en la forma que habían venido y se sentaron en los lugares que les estaban señalados en el cadalso.

»Por las calles por donde pasó la procesión fue tanto el número de gente que ocurrió a ver los penitenciados que no es posible sumarla; baste decir que cinco días antes se pusieron escaños para este efecto, y detrás dellos tablados por una banda y por la otra de las calles, donde estaba la gente dicha, fuera de la que había en los balcones y ventanas y techos, y en muchas partes había dos órdenes de tablados, y en la plaza, tres.

»Acompañamiento. El Virrey, príncipe prevenido en todo y muy en las cosas del servicio de Dios y del Rey, había dado orden a don Diego Gómez de Sandoval, caballero del orden de Santiago, su capitán de la guarda, para que tuviese a punto el acompañamiento con que había de ir a la Inquisición su excelencia. Y cuando avisó el Tribunal, que sería a las cinco y media, estaba a punto. Salió de palacio con mucha orden el acompañamiento; iba primero el clarín de su excelencia, como es costumbre cuando sale en público. Luego iba la compañía de arcabuces de la guardia del reino, con su capitán don Pedro de Zárate, que, aunque enfermo, no se excusó de tan sancta acción.   —382→   Seguíanse muchos caballeros de la ciudad; luego iba el Consulado, en forma de tribunal. Seguíanse el colegio real de San Felipe y de San Martín, que también lo es, y a cargo de los padres de la Compañía de Jesús, en dos órdenes, llevando el de San Martín al de San Felipe a la mano derecha, rematando éste con su retor. Seguíase la Universidad Real, precediendo los dos bedeles con sus mazas atravesadas al hombro, y detrás dellos iban los maestros y doctores de todas facultades, con sus borlas y capirotes, el último su retor. Seguíanse los dos Cabildos, Eclesiástico y Secular. Al Cabildo eclesiástico en sede vacante antecedía el pertiguero, con gorra y ropa negra de terciopelo. Luego iban los dos notarios públicos del juzgado eclesiástico, y el secretario de Cabildo. Seguíanse los racioneros, canónigos y dignidades, y en último lugar, el señor doctor don Bartolomé de Benavides, juez subdelegado de la Santa Cruzada, arcediano, porque el señor maestro don Domingo de Almeida, deán de la Santa Iglesia de Lima, no fue a este acompañamiento por estar falto de salud. Al Cabildo secular, que iba a la mano izquierda del Eclesiástico, antecedían los maceros con gorras y ropa de damasco carmesí, con sus mazas atravesadas. Luego iban los oficiales del Cabildo, luego los regidores y alguacil mayor de la ciudad, los jueces, oficiales reales, administradores de la real hacienda. Iban detrás de todos el capitán don Pedro de Castro Izazigui, caballero del orden de Santiago, y a su mano izquierda, el capitán don Íñigo de Zúñiga, alcaldes ordinarios. Seguíanse los dos reyes de armas. Luego iban los señores Francisco Márquez de Morales, capitán Fernando Santa Cruz y Padilla, don Fernando Bravo de Laguna, Alonso Ibáñez de Poza, el Tribunal Mayor de Cuentas; luego el capitán de la guarda de su excelencia, y a su mano izquierda, Melchor Malo de Molina, alguacil mayor de la Real Audiencia. Seguíanse los señores fiscales don García Francisco Carrillo y Alderete, de lo civil, y don Pedro de Meneses, del crimen; iban luego cuatro señores alcaldes, doctores don Juan González de Peñafiel, don Cristóbal de la Cerda Sotomayor, don Juan Bueno de Rojas, y licenciado don Fernando de Saavedra. Seguíanse cinco señores oidores desta Real Audiencia, doctores don Antonio de Calatayud, del orden de Santiago, don Martín de Arriola, licenciado Cristóbal Cacho de Santillán, doctor don Gabriel Gómez de Sanabria, y el doctor Galdós de Valencia; llevaban en su   —383→   compañía a los señores licenciados Gaspar Robles de Salcedo, oidor de la Real Audiencia de La Plata, y doctor Francisco Ramos Galván, fiscal della. Seguíanse luego el excelentísimo señor don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, conde de Chinchón, del Consejo de Estado y Guerra, virrey y capitán general destos reinos, y a los lados, en dos hileras, los soldados de la guardia de a pie, cogiendo en medio la Real Audiencia, en la forma ordinaria; detrás de su excelencia iban sus criados, y con ellos, en primer lugar, don Luis Fernández de Córdoba, capitán de la compañía de los gentileshombres lanzas, y detrás la dicha compañía, que cerraba este acompañamiento.

»Como iban llegando los primeros a las casas de la Inquisición, se iban quedando a una parte y a otra, dejando calle por donde pasó la Real Audiencia acompañando al Virrey, que entró en ellas, donde halló a los señores inquisidores apostólicos en forma de tribunal, con capelos negros, insignias de su delegación, y a mula, y habiéndole hecho las cortesías debidas, y retornándolas su excelencia, volvió a salir el acompañamiento por la misma calle y en la forma que había venido, que fue la que va derecha de la Inquisición hasta la del Arzobispo. Llevaba el estandarte de la fe, el señor doctor don Luis Betancurt y Figueroa, fiscal del Santo Oficio. Llevábanle en medio el señor don Antonio de Calatayud, oidor más moderno, y el señor don Fernando de Saavedra, alcalde más antiguo, y ambos las borlas del estandarte. Luego iban los señores licenciado Cristóbal Cacho de Santillán y doctor don Martín de Arriola, oidores, y licenciado Robles de Salcedo, y doctor Francisco Ramos Galván, oidor y fiscal de la Real Audiencia de La Plata. Seguíanse el señor inquisidor don León de Alcayaga Lartaun, y a su mano izquierda, el señor doctor don Gabriel Gómez de Sanabria, presidente de sala. Luego el señor inquisidor don Antonio de Castro y del Castillo, y a su mano izquierda, el señor doctor Galdós de Valencia, oidor más antiguo. Detrás iba su excelencia, en medio del señor inquisidor más antiguo, licenciado don Juan de Mañozca, del Consejo de Su Majestad en el de la Santa General Inquisición, que iba a la mano derecha, y del señor licenciado Andrés Juan Gaitán, inquisidor, que iba a la siniestra.

»Detrás iba el alférez Francisco Prieto, de la familia del señor licenciado don Juan de Mañozca, a caballo; llevaba en las   —384→   manos una fuente dorada, con sobrepelliz, estola y manual del Santo Oficio, para la forma de las absoluciones, con sobrefuente de tela morada, guarnecida de puntas de oro.

»Y para dar toda honra a los que salieron libres de los testimonios de los judíos, acordó el Tribunal que fuesen en este acompañamiento con sus padrinos, y su excelencia les mandó señalar lugar con la ciudad; fue espectáculo de admiración ver a un mismo tiempo triunfar la verdad y castigarse la mentira, efectos de la rectitud del Santo Oficio. Iba Santiago del Castillo en medio de don Antonio Meoño y don Miguel de la Lastra, caballeros del orden de Santiago; Pedro de Soria, de don Juan de Recalde y de don Martín de Zavala, caballero del mismo orden de Santiago; Alonso Sánchez Chaparro, de don José Jaraba, del hábito de Santiago, y don Pedro Calderón, del hábito de Calatrava; Andrés Muñiz, de don Rodrigo de Vargas y don Andrés de las Infantas, del orden de Santiago; Francisco Sotelos, de don Alonso de la Cueva, del hábito de San Juan, y don Francisco de la Cueva, del hábito de Santiago. Ambrosio de Morales Alaón y Antonio de los Santos, familiar del Santo Oficio, no sacaron padrinos, porque iban con sus hábitos de familiares.

»Con esta orden caminó el acompañamiento, según se ha dicho, bajando desde la esquina de la cuadra del Arzobispo, por la plaza, hasta las casas de Cabildo. Cuando entró en la plaza el estandarte de la fe, su excelencia, el Tribunal del Santo Oficio y Real Audiencia, llegando cerca del escuadrón, abatieron las banderas los alféreces y los soldados hicieron una sonora salva. Al subir su excelencia y acompañamiento por las casas de Cabildo al tablado, se quedaron las compañías de los gentileshombres lanzas y arcabuces a los lados del tablado, la de los lanzas a la mano derecha, reanudándose por escuadra la guarda, sin que faltase siempre la mitad de cada una. El escuadrón de infantería con sus compañías tomó las esquinas de la plaza, teniéndola guarnecida hasta la tarde.

»Su excelencia y los señores inquisidores se pusieron en sus lugares; estuvo en medio del señor licenciado don Juan de Mañozca, que estuvo a la mano derecha, y del señor licenciado Andrés Juan Gaitán, que estuvo a la siniestra. A la mano derecha del señor Mañozca, estuvo el señor licenciado don Antonio de Castro, y a la siniestra del señor Gaitán, el señor licenciado don   —385→   León de Alcayaga Lartaun. Y luego, por un lado y otro, se seguían los señores de la Real Audiencia y los del Tribunal Mayor de Cuentas, los Cabildos eclesiásticos y secular, Universidad, colegios y comunidades, en sus lugares.

»En el lugar donde estuvo su excelencia y la Inquisición, se levantó un dosel de riquísimo brocado, negro y naranjado, las listas negras, con bordaduras costosas y flecadura de oro en medio dél, y en lo más eminente estaba un crucifijo de bronce dorado, de tres cuartas de alto, en una cruz muy rica de ébano, con cantoneras de bronce doradas; tenía colocadas algunas láminas de singular primor. En el cielo del dosel estaba una imagen del Espíritu Santo, con rayos que de sí despedía, esparciéndose por el cielo, como significando el espíritu de Dios, que gobierna las acciones de tan Santo Oficio; y el abrasado deseo que en sus pechos mora, en tres serafines cercados de rayos de plata, que pendían de las caídas del dosel. Tuvo su excelencia tres almohadas de estrado (que en este reino vulgarmente se llaman cojines) una para asiento y dos a los pies, de rica tela amarilla. Y el señor don Juan de Mañozca tuvo almohada negra de terciopelo, por consejero de Su Majestad en el de la General y Santa Inquisición. Lo restante donde estuvieron los señores de la Real Audiencia estuvo curiosamente adornado con ricos brocateles. Delante del Tribunal estaba en la primera grada (habiendo de ser en la segunda) el señor doctor don Luis de Betancurt, fiscal del Santo Oficio, con el estandarte de la fe, y el capitán de la guarda de su excelencia.

»El balcón de la excelentísima señora Virreina estuvo muy bien adornado. Estaba sentada con grande majestad su excelencia, debajo de dosel de tela amarilla, en silla y almohadas de lo mismo, y el Marqués, hijo de sus excelencias, estuvo a un lado de la señora Virreina, en silla de tela, sin almohada, por el respeto. Luego se seguían las señoras mujeres de los consejeros de la Real Audiencia, sentadas en sillas de baqueta, pespuntadas de seda, con sus hijas y hermanas.

»Los lugares donde estuvieron los Cabildos eclesiástico y secular se adornaron de alfombras muy vistosas, y fue ésta la primera vez que se les dio adorno, no habiéndole tenido antes en ocasiones semejantes. Y esles debido, pues ambas jurisdicciones ayudan a la Inquisición; la eclesiástica con el juez ordinario en   —386→   las causas, y la secular con sus ministros para la ejecución de las sentencias. Al Tribunal de Cuentas, que no había tenido asiento, se le dio ahora, y estuvo en la forma y manera dicha. Otras comunidades pretendieron el dicho adorno, y no se les concedió por algunos respetos.

»Habiendo, pues, su excelencia, el Tribunal y Real Audiencia llegado a sus asientos, hicieron adoración a la cruz, que estaba puesta en el altar, ricamente adornado. Tenía la imagen de Santo Domingo, como a quien tan gran parte le cabía de la gloria deste día, cuatro blandones de plata, muchos ramilletes de diversas flores, y escarchado gran número de pebeteros, con dorados pebetes y otros olores diversos, que recreaban los sentidos; antes dél estaba un tapete con cuatro blandones en que ardían cuatro hachas, todo a cargo de la devoción de la religión dominicana, por mano del padre fray Ambrosio de Valladolid, predicador general de aquella orden y honesta persona del Santo Oficio, a cuya causa se le encargó esto. Dijéronse muchas misas en este altar, y cesó el celebrar en él luego que salió del Santo Oficio la procesión de los penitenciados.

»Luego subió al púlpito Martín Díaz de Contreras, secretario más antiguo, y habiendo hecho sus cortesías al Virrey, Tribunal y señores de la Real Audiencia, y a la señora Virreina y demás señoras, y a los Tribunales y Cabildos y religiones, leyó en voz alta, clara y grave, la protestación de la fe. Y el Virrey hizo el juramento ordinario, como persona que representaba al Rey nuestro señor, que Dios guarde. Y luego todos los señores de la Real Audiencia, Sala del Crimen y fiscales. Para él llevó la cruz y misal al señor Virrey el licenciado Juan Ramírez, cura más antiguo, y a los señores de la Real Audiencia, el bachiller Lucas de Palomares, cura más moderno, ambos de la iglesia mayor, con sobrepellices. El mismo juramento hicieron los cabildos y el pueblo, alzando la mano derecha, que con notable afecto y devoción, en voces altas respondió con duplicado amén al fin del juramento. Inmediatamente subió al púlpito el padre fray Joseph de Cisneros, calificador de la Suprema, con su venera al cuello, dignísimo comisario general de San Francisco en estos reinos del Pirú; predicó un sermón muy a propósito del intento, y así se imprimió.

  —387→  

»El secretario Pedro de Quirós Argüello subió luego, y leyó en voz inteligible la bula de Pío V, traducida en romance, que habla en favor de la Inquisición y de sus ministros, y contra los herejes y sus fautores. Acabada, se comenzaron a leer las causas, dando principio a la lectura el doctor don Juan Sáenz de Mañozca, como abogado de los presos del Santo Oficio. Siguiéronle los demás letores, y el primero, el doctor Bartolomé de Salazar, relator más antiguo de la Real Audiencia, clérigos, presbíteros, religiosos y abogados, y otras personas graves y de autoridad.

»El orden de traer los presos a la gradilla para oír sentencia encima della, la daba el Tribunal a Pedro de Valladolid, familiar del Santo Oficio, y la llevaba al capitán don Juan Tello, alguacil mayor, que estaba sentado en medio de la crujía, en un escabel cubierto con un tapete cairino, de quien la recibía Juan de Iturgoyen, alcaide de las cárceles secretas, el cual con bastón negro, liso, sacaba los penitenciados a oír sentencia.

»A la segunda causa que leyó, pidió el Tribunal campanilla de plata, que estaba en el bufete de los secretarios, y éste al lado derecho del altar, con sobremesa de damasco carmesí, cenefa de tela del mismo color, con flecadura de oro, en que estaba el cofre de las sentencias, tinteros y salvaderas de plata, para el uso de ambos secretarios, y la campanilla. Llevola Pedro de Valladolid, y diola al señor don Juan de Mañozca. Su Señoría la ofreció al Virrey con todo cumplimiento, para que mandase en él acortar de la lectura de las causas y lo demás, y su excelencia, como tan gran señor, retornando la cortesía, volvió la campanilla al Tribunal».

Prosiguió con la lectura de las sentencias de los demás reos, hasta llegar a los que habían de ser relajados en persona. Allí estaban Antonio de Espinosa, que dio en el tablado muestras de arrepentimiento, las que se dijo no haber sido verdaderas; Diego López de Fonseca, «que iba tan desmayado que fue necesario llevarlo en brazos, y al ponerlo en la grada a oír su sentencia, le hubieron de tener hasta la cabeza»; Juan Rodríguez de Silva, que por algún tiempo se fingió loco, diciendo y haciendo cosas de risa en las audiencias que con él se tuvieron, «echando de ver ser todo ficción y maldad»; Juan de Acevedo que en el curso de   —388→   su causa no dejó de nombrar parte alguna de España, Portugal e Indias, donde no señalase personas sindicadas de judaizantes; Luis de Silva, que pidió allí perdón de los testimonios falsos que había levantado; Rodrigo Vaez Pereira, que estando ya en el quemadero, pidió que le aflojasen el cordel para perorar a sus compañeros; Tomé Cuaresma que, pidiendo a voces misericordia en el tablado y habiendo bajado a ellas de su dosel el inquisidor Castro y del Castillo, luego se arrepintió. Ahí estaban Manuel Bautista Pérez, tenido por el oráculo de la nación hebrea y a quien llamaban «el capitán grande», que oyó su sentencia con mucha serenidad y majestad, pidiendo al verdugo, al tiempo de morir, que hiciese su oficio; su cuñado Sebastián Duarte que, yendo a la gradilla a oír su sentencia, al pasar muy cerca de aquél, enternecidos se besaron al modo judaico, sin que sus padrinos lo pudiesen estorbar; y, por fin, Diego Maldonado de Silva, flaco, encanecido, con la barba y cabellos largos, con los libros que había escrito atados al cuello, que allí iba a dar la última prueba de su locura, cuando, concluida la relación de las causas, y habiendo roto el viento el telón del tablado frente a él, exclamó: «Esto lo ha dispuesto así el Dios de Israel para verme cara a cara desde el cielo».

«Como a las tres de la tarde que se acabaron de leer las sentencias de los que habían de ser relajados, se levantó el huracán referido. Y a esa hora, juntos los de este género en la crujía, con la estatua del extravagante, los entregó Martín Díaz de Contreras y don Juan Tello de Sotomayor, secretario y alguacil mayor del Santo Oficio, a los alcaldes ordinarios, conforme al auto del entriego, que fueron los once dichos y una estatua, y les hicieron causa y sentenciaron a muerte de fuego. Cometiose esta ejecución a don Álvaro de Torres y Bohórquez, alguacil mayor de la ciudad, el cual entregó a cada dos alguaciles un judío, y acompañado de todos los demás ministros, los llevó al brasero, que estaba prevenido por orden de los alcaldes ordinarios fuera de la ciudad, por la calle de Palacio, puente y calle de San Lázaro, hasta el lugar de la justicia. Iban los justiciados entre dos hileras de soldados para guardarlos del tropel de la gente, que fue sinnúmero la que ocurrió a verlos, y muchos religiosos de todas las órdenes para predicarles. Asistió el alguacil mayor a la justicia, y   —389→   Diego Jaramillo de Andrade, escribano público, y los ministros, y no se apartó hasta que el secretario dio fe como todos quedaban convertidos en cenizas.

»Poco antes de ponerse el sol, el alguacil mayor del Santo Oficio y alcaide de las cárceles y ministros, fueron sacando los reconciliados y demás reos del cadalso y los llevaron delante del Tribunal, donde, puestos de rodillas, abjuraron de vehementi unos, y otros formalmente, según se ha referido; reservando para el día siguiente los que habían de abjurar de levi, por no embarazarse con ellos.

»Para la absolución, se trujo la fuente del altar, donde estaba sobrepelliz y estola, y habiéndosele puesto al señor licenciado don Juan de Mañozca, su señoría hizo las preguntas de la fe a los que habían de ser reconciliados, y les absolvió por el Manual. Mientras se decía el Miserere mei, se les iba dando a los penitenciados con unas varillas de membrillo que estaban prevenidas para esto. Llegando en la absolución al lugar en que se cantó por los músicos el himno Veni Creator spiritus, se descubrió la cruz de la Catedral y la de las parroquias, y quitando el velo negro, repicaron.

»Acabada la absolución y oraciones, a que su excelencia y los señores de la Real Audiencia estuvieron de rodillas, y todas las personas que se hallaron presentes, se dio fin al auto una hora después de la oración, adelantándose este día a los mayores que ha habido en estos tiempos. Salió el señor Virrey y señores de la Inquisición y de la Real Audiencia a la plaza, donde subieron a caballo y a mula; y habiendo llevado su excelencia y acompañamiento a los señores inquisidores a las casas de la Inquisición, en la forma que habían venido, y despedídose, y los señores oidores del Tribunal, su señoría le dio al Virrey singularísimos agradecimientos por la cristiandad, celo y cuidado con que había mandado disponer tantas cosas para majestad del auto de la fe, y a los señores de la Real Audiencia. Volvió su excelencia a palacio, acompañado, de los Tribunales, cabildos y colegios y de más acompañamiento con que había salido por la mañana, y llegaría como a las ocho de la noche.

»A este tiempo los padres de Santo Domingo y algunos familiares llevaron la Cruz Verde, muy adornada de luces, a su convento,   —390→   acompañándola mucha gente. Colocáronla encima del tabernáculo de San Pedro mártir, donde se ve hoy, para memoria de auto tan célebre»284.



  —391→  

ArribaAbajoCapítulo V

Las canonjías supresas


Quién era don Tomás Pérez de Santiago. El Rey acuerda suprimir una canonjía de las catedrales de América en beneficio de la Inquisición. Obedecimiento de esta real cédula en Santiago. Entra en la orden de San Francisco el canónigo Navarro. Fallecimiento del doctor Jerónimo de Salvatierra. El comisario del Santo Oficio presenta en el Cabildo eclesiástico una real cédula. Curiosa situación creada para el Cabildo. Restituye éste a Navarro la posesión de su canonjía. La Audiencia da la razón al Cabildo contra el comisario del Santo Oficio. Carácter que reviste la contienda. Resolución del Rey en el asunto. Carta del conde de Chinchón. Respuesta de los oidores. Acuerdan dirigirse al Rey.

El lector se acordará de aquel mozo de veintidós años, don Tomás Pérez de Santiago, a quien su tío el obispo don fray Juan Pérez de Espinosa había colocado, para que adelantase su carrera, de sacristán en la Catedral, y que en las incidencias que al finalizar el año de 606 se suscitaron entre aquél y el comisario de la Inquisición, tantas pruebas de hombre discreto diera.

Pérez de Santiago, en efecto, con el valioso apoyo del Obispo, y con el tiempo, había alcanzado por la época en que se desarrollaban los sucesos que vamos a referir a los más altos cargos de su profesión.

Llegado a Chile a la edad de doce años, fue pasando sucesivamente por todos los puestos eclesiásticos. Por los años de 1615 mereció entrar en el coro de la Catedral, fue después tesorero y maestrescuela, provisor y vicario general dos veces, rector   —392→   del Seminario -en cuyo nombre había hecho un viaje a la Corte-, hasta ascender, por fin, al deanato del cabildo de la Catedral, y lo que valía aún más, había obtenido que se le nombrase, por los de 1619, comisario de Cruzada, y del Santo Oficio de la Inquisición de Lima285.

Pero, junto con los años y los ascensos, Pérez de Santiago había perdido su juvenil discreción, y de manso que era, se había convertido en altanero e insolente, proceder que, al fin y al cabo, iba a costarle caro...

A mediados de junio de 1634, el obispo y cabildo eclesiástico de Santiago recibieron una real cédula, despachada por el mes de abril del año anterior, en que el Soberano expresaba que, por cuanto de sus cajas reales de Lima, México y Cartagena, ciudades en que funcionaban los Tribunales del Santo Oficio en América, se pagaban a los inquisidores y sus ministros y oficiales más de treinta y dos mil ducados al año, había obtenido del papa Urbano VIII que en cada una de las iglesias catedrales de Indias se pudiese si suprimir una canonjía, cuyos frutos se destinasen al pago de los inquisidores, relevando de ese cargo a la Hacienda Real, a ejemplo de lo que se practicaba en España. Mandaba, en consecuencia, el Rey que en Santiago se suprimiese la primera canonjía que vacase y que sus rentas se remitiesen al inquisidor más antiguo del Tribunal de Lima286.

  —393→  

En esta virtud, «el obispo doctor don Francisco de Salcedo, y Cabildo eclesiástico, según decía éste al Soberano, con fecha 17 de marzo de 1637, obedeciendo dicha cédula y poniéndola sobre sus cabezas, como carta de su rey y señor natural, que Dios guarde muchos años, dieron orden para que luego que hubiese la primera vacante, se ejecutase la real cédula que vuesa merced despachó para este efecto, dejándolo así ordenado y asentado en el libro de este Cabildo».

Componían por aquel entonces el coro de la Catedral, además del deán Tomás Pérez de Santiago, el provisor Francisco Machado de Chaves, el arcediano Lope de Landa Butrón, el chantre Diego López de Azócar, el tesorero Juan de Pastene, y los canónigos Jerónimo de Salvatierra, Juan de Aránguiz Valenzuela, Francisco de Pereda Ribera, y el doctor Francisco Navarro, el más antiguo de estos últimos.

El obispo Salcedo era ya muerto.

El doctor Navarro, a todo esto, deseoso de concluir sus días humildemente, determinó entrar en religión, recibiendo el hábito de San Francisco, en el convento de la orden en Santiago.

En conformidad a lo dispuesto, diose noticia del hecho al Rey, quien, con fecha de 1º de agosto de 1635, teniendo presente que Navarro había entrado en religión, daba por suprimida su canonjía y ordenaba que su producido se aplicase en adelante al Tribunal del Santo Oficio.

Mas, antes que el deán y comisario Pérez de Santiago, hubiese notificado esta cédula al Cabildo, más aún, cerca de un año antes que se despachase, Navarro había vuelto al desempeño de su canonjía, por cuanto a los seis meses de noviciado le sobrevino, dicen sus colegas, «una tan grave enfermedad que de consejo de su médico y autoridad de los prelados de dicho convento, salió dél para curarse, como lo hizo, y lo va continuando al presente, imposibilitado, al parecer, de poder proseguir su buen intento»287.

  —394→  

Luego de haber reasumido Navarro sus funciones en el coro, «fue Dios servido, continúan los prebendados, de llevarse al canónigo doctor Jerónimo de Salvatierra, cuya canonjía se suprimió luego por el dicho cabildo de esta iglesia y se aplicó su renta en la forma que vuesa merced tiene ordenado, de que se dio noticia a los oficiales reales, que tomaron la razón en sus libros».

En estas circunstancias, el comisario del Santo Oficio presentó al Cabildo la cédula que daba por suprimida la canonjía del doctor Navarro288.

Encontrábase, pues, el Cabildo en una original situación, ya que por real cédula se mandaba suprimir la canonjía de Navarro, y, mientras tanto, éste no había hecho renunciación ni dejación de ella, ni había podido profesar por el inconveniente que queda dicho; era una sola la canonjía mandada suprimir, cosa que estaba ya cumplida con la que había dejado vacante la muerte de Salvatierra; y, por fin, Navarro, como lo afirmaban muy alto sus colegas, era el canónigo más antiguo, «persona de muy buena vida y ejemplo y ha servido en esta iglesia dieciocho años, con muy buen nombre y opinión de su persona, muy esencial en dicha catedral por sus muchas partes y ser predicador de grande opinión y letras, hijo y nieto de los primeros conquistadores de este reino, y merecedor de que vuesa merced le haga mayores honores y mercedes».

Por todo esto parecía así evidente que habría debido considerarse como suprimida la canonjía de Salvatierra. De ese modo se cumplía con la orden real y no se colocaba al Cabildo   —395→   ni a uno de sus miembros más distinguidos en una situación verdaderamente imposible.

Toda la corporación, sin discrepancia, entendía las cosas de este modo, menos el comisario del Santo Oficio don Tomás Pérez de Santiago. ¿Qué podía inducirlo a pensar de una manera tan opuesta a la de sus colegas del Cabildo? Fuese aquello orgullo, deseo de apropiarse de las rentas de ambas canonjías, o fuese, como dice el cronista de estos sucesos, «la descubierta animosidad con que miraba a sus colegas de coro, desde la altura de su doble prestigio de deán y de español», el hecho fue que desde un principio sostuvo de la manera más decidida que la canonjía que debía suprimirse era la de Navarro y no la de Salvatierra289.

Por su parte, los miembros del Cabildo restituyeron a Navarro su asiento en el coro y le pusieron en posesión de todas las preeminencias de que voluntariamente, y por unos pocos meses había estado privado290.

«Mas, expresa el señor Vicuña Mackenna, el comisario de la Inquisición, que tenía guardadas sus espaldas por las hogueras del Acho, en la capital del Perú, levantó en alto la voz contra el reto que le hacían sus súbditos, y aunque la Real Audiencia amparó en sus miras al Cabildo, no se cuidó de ello el delegado de los inquisidores, pues, como tal, sentíase, y era en realidad, superior a todas las autoridades civiles y eclesiásticas. 'Y si por acaso, escribía, en efecto, a aquellos el día 10 de junio de 1636, viniese alguna competencia con la Real Audiencia, que le favorece a dicho canónigo (Navarro) en todo, pido a sus   —396→   señorías me dé auxilio, porque estoy cierto que algunos de estos señores de la Real Audiencia son de un parecer que la dé por vaca, y otros no'.

»Ignoramos qué respuesta diese la Inquisición de Lima a aquella solicitud del resuelto deán; mas, sea que aquella prestase favor a sus planes o que el comisario quisiera llevar éstos a remate de su propia cuenta, sucedió que estando el Cabildo eclesiástico en sesión el 19 de agosto de 1636, presidido por el mismo deán Santiago y presente el perseguido canónigo Navarro, tomó aquél la palabra, y sacando de debajo del manteo la real cédula ya citada, en que el Rey declaraba vacante la canonjía del último, dijo, según las palabras textuales del acta de aquel día, 'que habiendo de proponer en esta causa algunas que son en contra del señor canónigo doctor don Francisco Navarro, pidió y requirió el susodicho que saliese fuera del Cabildo, como lo manda un capítulo de la consulta'.

»Obedeció el buen prebendado Navarro, retirándose de la sala capitular, y su encarnizado perseguidor comenzó entonces a hacer valer a mansalvo sus prevenciones, a la par con sus títulos legales, para que se respetase la real cédula que declaraba desposeído a Navarro; y, en consecuencia, pidió que se procediese desde luego al embargo de su renta de canónigo para aplicarla al Santo Oficio.

»Replicáronle todos los canónigos, casi con una sola voz, en defensa de los derechos de su colega y paisano, haciendo fuerza sobre las virtudes de aquel sacerdote y la ilegalidad del despojo a que se intentaba sujetarle, pues con la simple supresión de la canonjía de Salvatierra quedaban cumplidas las órdenes del Rey.

»Mas, como el debate tomara un calor inusitado en aquellas de suyo pacíficas conferencias, el arcediano Landa de Butrón, para darle pronto fin, tomando la cédula real, dijo (y esto reza la acta de la sesión): 'que la obedece y obedecía, besó y puso sobre su cabeza, como cédula y carta de su señor y Rey natural; pero en cuanto a su cumplimiento, no ha lugar, lo uno, por haber sido ganada con siniestra relación, y lo otro, porque tenemos cumplido y puesto por obra lo que su Majestad ordena por otra real cédula'.

  —397→  

»Aquél no ha lugar de los canónigos chilenos, puesto a una cédula del rey de España, debió exaltar hasta el último punto la ira del desatentado deán, y no encontrando ya reparo humano a sus avances, desde que, como él mismo decía, obraba en representación de Dios, embargó, a título de la universal jurisdicción que tenía delegada por su ministerio de comisario de la Inquisición, la renta del canónigo Navarro291, de cuyo auto éste apeló en el instante a la Real Audiencia, haciendo uso del recurso de fuerza que le concedía el patronato de Indias. 'Y así, dice el mismo soberbio comisario a los inquisidores de Lima, se presentaron a dicha Audiencia, por vía de fuerza, y como tiene el canónigo Navarro al oidor Machado de esta Audiencia y éste trae las voluntades de otros que se hacen la barba y el copete por sus dependencias, lo han querido apoyar por este camino, por espantarme, que soy poco espantadizo'.

»Y luego, volviéndose contra sus colegas eclesiásticos, como si quisiera desafiar a un tiempo a todas las potestades a quienes debía acatamiento, añadía en la misma carta (cuya fecha se ha borrado pero debe corresponder al mes de agosto o septiembre de 1636) las siguientes palabras: 'Me han querido comer vivo todos mis compañeros, a que se junta ser recién entrado en el Deanato de esta santa iglesia y pedir y requerir a dichos compañeros me dejasen usar de todas las preeminencias que los deanes mis antecesores tuvieron y gozaron. De esta suerte es que como todos son criollos y yo de España, aunque criado en esta tierra desde doce años, se han aunado todos contra mí, que no propongo cosa en el Cabildo que la quieran tratar, con ser muy justa, obligándome a renunciar'»292.

Vese, así, que, por el momento, la Audiencia había favorecido al Cabildo en sus justas pretensiones contra las atrabiliarias exigencias del comisario del Santo Oficio. Hácese preciso a este   —398→   respecto, como lo observa con sobrada razón el autor a quien venimos citando, tomar en cuenta una circunstancia especialísima que saca a este incidente y otros que luego hemos de referir, de la frivolidad de un pleito de sacristía, para atribuirle el más elevado carácter de un acontecimiento que, unido a multitud de otros, iba preparando en este país el profundo antagonismo entre criollos y españoles, que había de llevarle más tarde a la independencia.

Pasaba, pues, en la Audiencia a este respecto, lo mismo que se notaba en el Cabildo eclesiástico, que la casi totalidad de sus miembros eran nacidos en América.

Don Pedro Machado de Chaves era quiteño, y además hermano de don Francisco, el provisor del Obispado; don Pedro González de Güemes añadía todavía a su nacimiento, el haberse casado (y a escondidas) con una señora chilena; y, por fin, don Pedro Gutiérrez de Lugo era natural de Santo Domingo. El otro miembro de la Audiencia, don Jacome de Adaro y San Martín, era de ese modo el único que no hubiese nacido en América.

Atribúyase o no a esto la resolución favorable de la Audiencia a la demanda del Cabildo eclesiástico contra el comisario, es lo cierto que éste hubo al fin de ser definitivamente vencido en ella, porque el Rey ordenó por cédula de 6 de abril de 1638, que debía declararse vacante la canonjía de Salvatierra y no la de Navarro.

De aquí había de promover todavía otro conflicto el testarudo comisario de la Inquisición. Véase lo que, según carta del Virrey conde de Chinchón dirigida en tono de reproche a la Audiencia de Santiago, había pasado.

«He sabido, decía aquel alto funcionario, que procediendo el doctor don Tomás Pérez de Santiago, juez comisario del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición desta ciudad, a la cobranza de lo que toca a la canonjía que en la santa iglesia de la de Santiago se suprimió, y habiendo proveído, entre otras cosas, que los prebendados nombrasen contador que liquidase lo que de las capellanías le pertenecía, y apuntador que ajustase las faltas en lo que por ellas se le debía acrecer, apelaron de todo; y en cuanto a esto último se presentaron por vía de fuerza ante Vuestra Señoría, donde fueron admitidos en ese grado, proveyendo que el escribano fuese a hacer relación, y que el dicho   —399→   comisario no innovase y absolviese los excomulgados, y que en su exención se despachó carta y sobrecarta y se multó al dicho comisario en cien pesos, lo cual he entendido que ha sentido mucho el dicho Tribunal por ser eso dejarle sin el libre ejercicio de su jurisdicción que ha menester, y derribarla o cortarla por la raíz, y que así para su remedio y restauración de lo pasado y demostración del porvenir, ha resuelto y dado a dicho comisario las órdenes necesarias, con el aprieto y plenitud que el caso pide, que irán en esta ocasión.

»Y por ser la materia tan grave la comuniqué hoy con el Acuerdo de Justicia desta Real Audiencia, donde después de haberse conferido con la atención que se requería, pareció que yo escribiese a Vuestra Señoría que de ninguna suerte, por vía de fuerza, le tocaba, conforme a la ley del reino, el conocer de semejantes causas, ni de otra alguna que pudiese pertenecer al dicho Tribunal y sus ministros, y que por esto se tenía por justo su sentimiento; y que para atajar los inconvenientes que podrían resultar, advirtiese y encargase a Vuestra Señoría no se prosiguiese en la cobranza de las multas que se hubieren hecho, y que, no obstante las provisiones despachadas, dejase proseguir al dicho comisario, volviéndole los autos originales, cumpliendo lo uno y lo otro luego, con efecto; pues, de lo contrario, su Majestad quedaría deservido por las censuras y demás procedimientos a que el dicho Tribunal pasaría en su defensa, con inquietudes, daños y perjuicios comunes en esa ciudad, que todos correrían por cuenta y riesgo de Vuestra Señoría, a quien lo advierto para que lo disponga y ejecute sin dilación, y quedo con la confianza y satisfacción que es justo de que acudiendo Vuestra Señoría a su obligación lo cumplirá así, avisándome del recibo desta carta y de lo que en su conformidad se hubiere hecho»293.

«Notoria es, decían en contestación los oidores, la ley real que prohíbe el ingreso de las causas de la Inquisición a las Audiencias y conocencia dellas, y que mucho antes que se tratase de la supresión de la canonjía, ni fuese interesado en ella el Santo Oficio, seguía el dicho comisario, como deán que es, causa   —400→   con dicho Cabildo en esta Real Audiencia sobre que se pusiese apuntador en esta Catedral por cédula de erección, cuyo conocimiento es desta Real Audiencia, conforme a la ordenanza sesenta y tres della, y que, pendiente este litigio, aunque después fuese interesado dicho Tribunal del Santo Oficio en la supresión de dicha canonjía, se había de fenecer la causa en esta Real Audiencia, como lo resuelve Su Majestad en la cédula de concordia de 22 de mayo de 1610, capítulo 13; y demás desto, que era del gobierno de dicha iglesia poner apuntador y que en lo tocante a él está prohibido a dicho Tribunal introducirse, como parece del capítulo 21 de dicha concordia; y lo que más fuerza hizo fue que, con vista de la comisión de dicho comisario, pareció no tenerla del Tribunal para lo que ordenaba, y haberse verificado el caso expreso del capítulo 89 de la Real Concordia, en que Su Majestad manda que, no teniéndola los comisarios, no pueden proceder en ningún negocio, y en este por estar la iglesia en posesión desde su fundación, de no tener apuntador, no se le pudo mandar que le tuviese antes de estar vencido en el pleito que con los capitulares trataba dicho comisario, como deán, y estaba pendiente en esta Real Audiencia, por cédula de erección.

»Considerando la Real Audiencia estos fundamentos, parecía conveniente ver los autos para formar la competencia, si la hobiese, en conformidad del capítulo 25 de dicha concordia y ley de la Recopilación, y así los mandó traer, despachando real provisión; a que respondió dicho comisario con desacato, sin obedecerla, besarla y ponerla sobre su cabeza, como tenía obligación, por lo cual se le multó, no con ánimo de ejecutarlo, como no se ejecutó, sino de alumbrar su inadvertencia; y porque vino cédula a los oficiales reales para que cobrasen y ajustasen lo que pertenecía a la canonjía supresa, cesó el dicho comisario en proseguir en el negocio»294.

Y no contentos con esto los oidores, y quejosos con razón de la manera cómo habían sido tratados por el Virrey y el Tribunal   —401→   de Lima, resolvieron dirigirse al Rey en persona, como lo hicieron por carta que escribían cuatro días antes.

«Pocas veces, expresaban, se han ofrecido cosas tocantes a este Santo Tribunal, hasta que estos años pasados, con ocasión de tener detenidos en la Inquisición de Lima a algunos hombres de negocios acreedores de otros de esta ciudad, aquel Tribunal envió comisión al doctor don Tomás Pérez de Santiago, comisario del Santo Oficio en ésta, para que cobrase dicha hacienda, en cuya consideración y contravención del capítulo catorce de dicha concordia, el dicho comisario, en una causa que estaba pendiente, antes de su comisión, ante la justicia ordinaria, con censuras, la entró, pidiendo al escribano ante quien pasaba, con inhibición del juez de ella, y en otras, sin jurisdicción alguna, de hecho y sin comisión del Tribunal de Lima para en lo que procedía; y en usurpación notoria de la real ordinaria y contravención expresa del capítulo octavo de la Real Concordia, procedió contra algunos vecinos desta ciudad, que habiendo acudido a esta Audiencia, y en juicio contradictorio del fiscal de ella, proveído lo que parecía justicia, por haber insistido, pretendiendo proceder en dichas causas el dicho comisario, se llevó al acuerdo (por evitar en tierra nueva nota y ruido), y quedó en que sobre las dichas cosas se formase competencia, conforme a la real cédula de concordia; y sin embargo de haber procedido con esta atención, antes omitiendo que provocando, por conservar la paz entre ministros y jueces, por informe menos ajustado de dicho comisario a dicho Tribunal y deste al virrey del Perú, dicho Virrey, por carta que escribió sobre ello, y de consulta (como dice en ella) del Acuerdo de Justicia, sin conocimiento de causa ni haber oído a esta Real Audiencia, reprende el procedimiento de ella con estilo desacostumbrado como no merecido por la atención de los ministros que Vuestra Majestad tiene en ella, entrándose en la administración de la justicia, en casos que Vuestra Majestad no le tiene concedido, con desautoridad desta Real Audiencia y desconsuelo del celo de sus ministros.

»Suplicamos a Vuestra Majestad, concluían, que con vista de dicha carta y respuesta que va con ésta, mande proveer de remedio, para que el Tribunal de Lima tenga aquí juez comisario,   —402→   persona de prudencia, letras y partes, que el que lo es, don Tomás Pérez de Santiago, en sus demonstraciones e inquietud de ánimo muestra carecer de ellas, y que dicho Tribunal tenga la mano en lo que le toca, y a dicho Virrey, que guarde a esta Real Audiencia lo que Vuestra Majestad le ha dado y concedido por cédulas reales»295.



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ArribaAbajoCapítulo VI

Criollos y españoles


Incidencias a que da lugar la cobranza de un crédito inquisitorial. Relación de Vicuña Mackenna. Carta del comisario del Santo Oficio al Tribunal de Lima. El obispo Villarroel prende al comisario. Percances que le suceden a éste en la cárcel. Ocurre a la Real Audiencia. El Tribunal despacha orden para sacar del convento de San Agustín al comisario. El Obispo cumple su palabra. Cómo castigó al clérigo Salvador de Ampuero. Lo que acerca de estas cuestiones se halla escrito en el Gobierno eclesiástico pacífico. Conclusiones a que en él se arriba.

Resuelto por el Rey el negocio de las canonjías en un sentido desfavorable a las pretensiones del inquisidor Mañozca y de su comisario Pérez de Santiago, se ha visto que no habían faltado a éste medios para embrollar las cosas colocando en situación desventajosa a los oidores. Pero este triunfo sería momentáneo. Bien pronto iba a enredarse en un asunto todavía más nimio en apariencia y en que otro criollo le haría pagar bien caro sus insolencias.

Entre los hombres de negocios detenidos por la Inquisición en Lima de que hablaba la Audiencia, no habrá olvidado el lector a aquel296 Manuel Bautista Pérez, tenido por el oráculo de la nación hebrea, que la Inquisición había quemado en Lima en el auto de 234 de enero de 1629. Pérez, que era un comerciante que mantenía relaciones mercantiles con la mayor parte de las provincias del virreinato, tenía en Santiago un crédito ilíquido, de dos a tres mil pesos, contra otro comerciante llamada Pedro Martínez Gago.

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Oigamos al señor Vicuña Mackenna contar con su brillante estilo las peripecias a que esta cobranza dio lugar.

«Como la principal solicitud de los inquisidores y de sus comisarios, dice con razón nuestro autor, no era tanto persuadir a los reos de sus herejías y sortilegios, como de que tenían bienes que embargarles, despachó el inquisidor mayor Juan de Mañozca a su comisario en Santiago orden para que hiciese a Martínez Gago la cobranza de lo que adeudaba al infeliz Pérez, quien, sin duda, hizo en el tormento la revelación de la deuda.

»Cuando tales órdenes de cobranza llegaron a Chile, había fallecido el deudor Martínez Gago, y bien tal vez le estuvo así morirse despacio, en su cama, que no en los tizones que Mañozca preparaba ya para su infeliz acreedor, que en breve pagaría el delito de serlo, con sus carnes. En consecuencia, aquel codicioso esbirro ordenó al deán Santiago, que procediese contra el suegro de Gago, don Jerónimo de la Vega, y le embargase ciertas mercaderías que su yerno había traído de España, cuyo valor llegaba a una suma de veintiocho mil pesos. Debía ésta depositarse en manos del rico mercader Julián de Heredia, cuyos barcos hacían el tráfico entre Chile y el Perú.

»Mas, a la par con el Santo Oficio, presentáronse cien acreedores a la testamentaría del pobre deudor Gago, y particularmente entre los individuos de ambos cleros de la capital, porque, como escribía el mismo deán inquisidor, 'no hay oidor, ni canónigo, ni provisor, ni clérigo, ni fraile, que no esté enredado en estos bienes de Pedro Martínez Gago'.

»Alegrose de este mismo enredo el caviloso comisario, porque presentábasele otra vez una buena oportunidad de tomar venganza de los desacatos que él decía cometían sus colegas contra el Santo Tribunal de quien era delegado, y por tanto, como si ya saboreara en sus labios el placer de los embargos y excomuniones que iba a dictar en virtud de su jurisdicción privativa, exclamaba: 'Y así, al mejor tiempo que se podía pedir a boca, vinieron las comisiones'.

»Propúsose, pues, el deán Santiago cobrar de preferencia para el Santo Oficio lo que debía Martínez Gago, avocándose la causa en que se hacía la prelación de créditos, en virtud de sus comisiones especiales de la Inquisición de Lima. Mas, los otros   —405→   acreedores, que, como hemos visto, no eran pocos ni desvalidos, le hicieron resistencia, ocurriendo en virtud de sus derechos, a los tribunales legos. 'Y me amenazan con la Audiencia, decía enojado el deán en esta coyuntura, que en todo se quiere meter los codos'.

»Trabose, pues, el juicio de competencia entre la Inquisición297 y la Audiencia sobre quién había de conocer en el pleito de acreedores a los bienes de Martínez Gago, y era evidente que el deán había de perderlo, cuando, por su fortuna, encontró que uno de los canónigos ya nombrados, don Francisco Camacho era deudor de cuarenta pesos a la testamentaría de aquel mercader (por algún lienzo que le habría comprado) y en el acto despachó mandamiento de embargo por aquella suma y procedió a levantar una sumaria secreta contra el citado canónigo 'por los desacatos y libertades que tuvo conmigo', dice el deán, de sí propio.

»Y mientras esto hacía despachaba un nuevo proceso secreto contra el canónigo Juan Aránguiz de Valenzuela, sin duda por otro género de 'desacatos y libertades'298.

»El Santo Oficio no tardó en venir en auxilio de su solícito recaudador para lograr mejor su sacrílego peculado. El inquisidor Mañozca escribió, en efecto, a su comisario, tan pronto como supo el juicio de competencia que tenía con la Real Audiencia, que mantuviese ilesa su santa jurisdicción, y le ordenó que, si era preciso para hacerse pagar los dos mil pesos de Martínez Gago, echase mano de la excomunión, arbitrio que aquellos hombres abominables usaban como los más eficaces mandamientos de pago, pues el mismo comisario Santiago decía con frecuencia en sus cartas, 'que era más fácil hacerse pagar con censuras que con ejecuciones'.

»Juan de Mañozca no era menos soberbio que su apoderado en Chile, y así hablaba a éste en sus notas secretas el lenguaje   —406→   de un potentado que no reconoce señor ni ley en la tierra. 'Y si les parece a esos señores de la Audiencia, le escribía con fecha de febrero 8 de 1638, que podían usar con vuesa merced, como con los demás jueces eclesiásticos, se engañarán malamente, y levantarán cantera contra lo que Su Majestad ordena y manda, que después podría darles cuidado'.

»Y luego, tomando más reposo, le decía: 'Estas materias son graves, por ser entre sujetos tales, a quienes se debe toda veneración; mas vuesa merced representa al Tribunal que tiene las veces del Papa y del Rey, y yendo con las cortesías debidas y por los términos de derecho, esos señores son cuerdos, que no querrán ponerse en lo que no puedan; y si todavía se pusieren, hará vuesa merced sus diligencias, y si le echan de la tierra, no es mala ésta'.

»Habían llegado ya las cosas al más alto grado de exaltación, pues se disponían los oidores a expulsar del reino al osado comisario de la Inquisición, y éste estaba, a su vez, resuelto a excomulgarlos en cuerpo, a virtud de los encargos secretos que había recibido. 'Suplico a Usía, escribía, en efecto, desde Valparaíso, el deán al inquisidor Mañozca, me dé aviso si hubiese de inhibir a estos señores con censuras, digo de la Real Audiencia, y si tengo de dejar alguno por excomulgar o han de ser todos los que mande declarar, reservando uno, porque dicen que si dejo uno con la jurisdicción de la Audiencia, este uno que dejare me mandará que absuelva a los demás y luego andarán las opiniones de los frailes de estar excomulgados y no estar excomulgado y andar en cisma. Toda esta tierra, añadía este hombre que parecía andar vestido de hierro y no de seda, está por conquistar y no conocen al Santo Oficio, por esto y hasta que vean hacer a su señoría y demás señores una gran demostración'.

»Y luego, aludiendo al efecto que las amenazas del Santo Oficio hacían en la Audiencia, añadía sin desmentir un instante su arrogancia. 'Y las he mostrado (las cartas de Mañozca) a los oidores, los cuales han amainado viendo mi resolución de que digo que me embarguen, y yo les dejo excomulgados, si me embargasen, y veremos quien los absuelve si no es Usía y los demás señores'.

»Pero no era sólo la Real Audiencia el tribunal con el que el ensimismado comisario se mantenía en lucha abierta, parapetándose   —407→   en su tremendo ministerio, pues bastaba una de sus palabras para echar el alma de un cristiano (sin exceptuar la de los oidores) al infierno, y con otra palabra de impostura, su cuerpo a las llamas. Atreviose a sostenerse también frente a frente con su superior inmediato en la jerarquía eclesiástica, el provisor Machado, no sólo en la competencia que ambos sostenían ante la Audiencia, sino excomulgándose mutuamente, como dos desaforados, y haciendo intervenir al mismo Capitán general en tan peligrosas e inusitadas rencillas. 'De suerte que escribí al Gobernador sobre el caso, dice el deán al Inquisidor, y sobre estas cosas, diciendo que estos señores (los oidores) no guardaban cédulas de Su Majestad ni las querían obedecer, y como a tan gran príncipe lo llamaba para que me diese todo favor y ayuda; y como el provisor de este obispado es hermano del oidor Machado, y el señor oidor Adaro están emparentados con el dicho y el con oidor Güemes, por el casamiento que dicen ha hecho, se hacen la barba y el copete unos a otros, con la mano del dicho provisor; el cual me excomulgó de participantis y por incurso en la bula de la cena, habiéndole excomulgado yo primero, por querer entrometerse a conocer de una causa de los bienes de Pedro Martínez Gago, sobre unos desacatos que tuvo el canónigo Francisco Camacho, canónigo de esta iglesia, por haberle embargado unos cuarenta pesos que debía a los bienes de dicho Pedro Martínez Gago'.

»Entre tanto, cundía la excitación entre los pobladores de Santiago de una manera que tenía embargados todos los ánimos. Excomulgado el provisor, a nombre y por los santos fueros de la Inquisición, la Iglesia quedaba sin cabeza; excomulgado, a su vez, el comisario del Santo Oficio, el cisma se introducía de hecho, y de esta suerte el deán Santiago y el provisor Machado estaban representando en miniatura, en la capital del reino de Chile, el cisma de los papas y antipapas de Avignon. El rector de los jesuitas, Bocanegra, y el comendador de la Merced estaban, en efecto, porque la excomunión del deán sobre el provisor no valía, porque era dada de inferior a superior, pero otros abrigaban opiniones contrarias, bien que la inmensa mayoría de las gentes se plegase al bando del Cabildo y de la Audiencia.

»Mas, el implacable comisario no cejaba por esto ni por muchos otros graves contratiempos. Sus dos notarios, el capitán   —408→   Domingo García, y Martín Suárez, no querían servirle y despachaban al lado de la Audiencia. El substituto que había dado a aquellos, que era un clérigo de menores llamado Diego de Herrera, se huyó también para Concepción, 'porque todos temen a la Audiencia, decía el deán y tienen sus dependencias, y todos quieren estar a los provechos y no a las peleonas que tengo con esos señores'. Nada importaba, sin embargo, todo esto, como decíamos, al Inquisidor delegado, y cuando se vio desamparado hasta de sus amanuenses, nombró por notario a un huésped forastero que tenía en su casa, hombre lego, natural de Sevilla, que decía llamarse el maestro Alonso de Escobar y Mendoza, 'que es de lo bueno de este reino', decía el deán, sin duda porque cargaba espada al cinto y ceñía mallas sobre el pecho.

»Pero todavía la taima del comisario y los escándalos del pueblo no pararon en esto, porque este hombre osado publicó de su propia cuenta la bula de Pío V, 'para aterrar a la plebe del pueblo', dice él mismo, lo que era ya constituirse en un público amotinador contra las potestades civiles, enviando aquel cartel de reto a la Real Audiencia. Ésta se limitó, por su parte, a llamar al escribano que había leído en público aquella bula, que era un llamado Martín Valdenebro, y después de haberle reconvenido ásperamente, le ordenó que no volviese a actuar por el comisario de la Inquisición, lo que hizo aquél muy de su grado.

»Al fin de tanta porfía y como el pleito de competencia se permitiera en caso de concordia al virrey de Lima, conde de Chinchón, hubo una ligera pausa a los alborotos; y el comisario, creyéndose de hecho triunfante desde que iba a decidirse la cuestión en el asiento de sus omnipotentes poderdantes, tuvo de nuevo holgura para entregarse a su favorito oficio de esbirro de los deudores del Santo Oficio.

»'Aquí me han querido matar (decía, en efecto, el comisario a Mañozca, en septiembre de 1638) unos frailes franciscanos para que les dé unos seiscientos pesos que tengo cobrados por poderes de Juan Navarro Montesinos. Pediles instrumento por donde querían cobrar; no me lo mostraron, y así les di por no parte'. Añadía, en seguida, que había procedido a cobrar cinco mil ciento sesenta y nueve pesos, que debía a la Inquisición Juan de Pastasa, y refería que éste le había hecho pago con una escritura de cuatro mil pesos de un capitán Juan de Seraín, muerto hacía   —409→   poco, sin dejar más bienes que seiscientos quintales de sebo, que el comisario se había apresurado a embargar. 'Todas las cantidades, continuaba diciendo, que yo he podido cobrar hasta hoy (septiembre de 1638) de hacienda en sebo, cordobanes y plata, pertenecientes a los detenidos en ese Tribunal, van ahora registradas de Bartolomé de Larrea'; y contaba, por último, que tenía fletado un cargamento de sebos y doscientos quintales de cobre. De manera que, por lo que se echa de ver, aquellos insignes expoliadores habían convertido a Chile en un vasto granero para hartarse de latrocinios, 'y esto que está la tierra sin un real, decía el comisario en esta misma ocasión, y todos piden misericordia por las matanzas (no de herejes sino de vacas) y este año pienso que han de haber pocas, por ser el año muy seco'.

»Mas, iba ya a llegar el hombre que debía poner a raya la soberbia de aquel procónsul de las tinieblas y a apagar su frenesí de despojo hasta hacerle postrarse de rodillas a sus pies, cargado de grillos y humillaciones, impetrando su indulgencia y su perdón. Fue aquél, el insigne obispo fray Gaspar de Villarroel, fraile agustino, criollo de la América, y una de las figuras más dignas de estudiarse en la era colonial...».

«Sin desmayar por tantos obstáculos como se oponían a sus impías cobranzas, continúa nuestro autor, el comisario de la Inquisición, a pretexto de que su colega de Coquimbo era un hombre incapaz, calificativo que él mismo le regala, envió ahí, como procurador suyo, a ejecutar a un tal Antonio de Barambio, deudor de la Inquisición, a otro tal Juan de Carabajal, que en nada debió parecerse al famoso de las crónicas de Garcilaso, porque los buenos habitantes de la Serena, que estaban muy resignados con tener un inquisidor tonto, no se hallaban en manera alguna dispuestos a admitir delegados del famoso comisario de la capital, cuyas querellas con la Audiencia le habían creado siniestra reputación en todo el reino; y así aconteció que apenas el mencionado cobrador se hubo apeado de su caballo, el alguacil del pueblo le prendió, y sin ninguna reverencia a los documentos y credenciales del Santo Oficio, lo hizo guardar en un calabozo, poniéndole guardias a su costa, con gran alboroto de los vecinos, de los que unos pocos tal vez se pusieron de parte del comisario de Santiago, pues este mismo cuenta que en la algazara   —410→   decían unos: ¡Aquí del Rey! y otros: ¡Aquí de la Inquisición!

»Fácil será imaginarse la ira que despertó en el deán de Santiago aquel desafuero contra su ministro, y mucho más, cuando le habían abonado para su comisión todos los oidores, excepto el implacable Machado de Chávez; aunque bien pudo suceder también que aquellos señores jugasen a dos manos, y que la prisión de Carabajal fuese obra suya, por secretas y bien manejadas sugestiones.

»Mas, sea como fuese, el comisario echó mano en el acto a su terrible recurso a la conciencia, como se llamaban entonces esas inmundas sumarias, atestadas de imposturas y perjurios que se fraguaban en el secreto de los denuncios para perder a los hombres de poco recato en el hablar o de libres pensamientos. Envió, en consecuencia, y con este exclusivo objeto a la Serena a un clérigo llamado Salvador de Ampuero para que sumariase a los coquimbanos y despachase a las bóvedas de Lima al imprudente alguacil que había atentado contra su primer emisario.

»Por dicha de aquel magistrado y la de todo el pueblo, había llegado anticipadamente a la Serena en visita de diócesis el diligente obispo Villarroel, que apenas empuñó el báculo pastoral, diose a recorrer con extraordinaria actividad todo el país, que sus antecesores habían dejado de visitar por espacio de treinta años.

»Supo luego el Obispo lo sucedido con el emisario Carabajal, y como tuviera evidente mala voluntad al deán Santiago, púsose de parte del alguacil y le prometió su amparo para sacarle airoso del lance en que se veía comprometido...

»Pues estando, cuenta el deán a los inquisidores (en una carta dirigida al receptor general del Santo Oficio de Lima Pedro Osorio de Lodio, con fecha 22 de enero de 1639) en dicha ciudad de Coquimbo, llegó dicho clérigo, juez segundo, a dicha ciudad, y dicho teniente alguacil se valió de dicho señor obispo y le regaló porque favoreciese su causa, como lo hizo, jurando que no le había de costar real, y maltrató dicho señor obispo a dicho juez, diciéndole que le daría mil bofetadas y otras cosas de amenazas, mandando a todos los clérigos que no le hablasen ni le obedeciesen sus censuras.

  —411→  

»Mas, no quedó todo en esto, pues ya estaba armada la discordia entre el Obispo y el comisario, de potencia a potencia, que ya no había provisor ni Real Audiencia de por medio, sino que se encontraban frente a frente la mitra y la Inquisición».

Hasta aquí el señor Vicuña Mackenna: oigamos ahora contar al mismo comisario lo que le ocurrió con el Obispo luego que llegó a Santiago, en carta que dirigía a su protector Mañozca, con fecha 2 de diciembre de 1639.

«Sucedió, señor, que estando yo enfermo con dolor de ijada, por no faltar a las obligaciones de mi oficio de deán, fui con el mismo dolor, un poco mejor, el día de San Andrés, a acompañar al señor obispo, en la forma acostumbrada, y porque me tardé un poquito y no fui con los demás prebendados, que iban a ver al dicho, mientras me ponía la sobrepelliz, que la traían mis pajes, encontrando en su mismo patio de su casa al dicho señor obispo, que salía de su casa para venir a la iglesia, salió primero que todos los clérigos y se vino para mí, demudada la color, y me dijo: '¿cómo no me acompaña y viene aquí de los primeros de todos?' a lo cual le respondí con mansedumbre: 'ya yo vengo, señor, con efecto'; y me dijo: 'ha de venir de los primeros', con voces descompuestas, 'y yo le multo en cuatro pesos y se los tengo de llevar en mi consignación'; a lo cual respondí que, sin queja, me los llevaría, pues siempre le acompañaba con muy buena voluntad y amor; y repitió segunda vez que me los había de llevar por su consignación. Yo le dije que apelaba y protestaba el real auxilio de la fuerza; y por sólo eso que dije, sabe Dios su ira, y me dijo el señor obispo que era un atrevido y desvergonzado; a lo cual respondí que su Señoría Ilustrísima me tratase bien, que era su deán y comisario del Santo Oficio, y que por aquellas razones, sin haber hallado causa, colegía que eran verdades las cosas que me habían escrito que había dicho contra mí; y me replicó tercera vez que era un libre y desvergonzado, y que me había de llevar la muerte, y esto caminando hacia la iglesia y al coro. Yo le dije que apelaba de todo lo referido y protestaba el real auxilio de la fuerza; a lo que él respondió que me prendiesen, y le dije me apresaba por enemigo capital, y mandó a sus clérigos y prebendados me echasen mano, y yo me fui huyendo, con algunos pasos largos, hacia la puerta de la iglesia, y mandó me cogiesen, y llegaron sus criados,   —412→   que por darle gusto me asieron del sobrepelliz, que casi me rajaban, y de los brazos, diciendo a los clérigos: 'váyanse con Dios, que no me puede mandar prender el señor obispo sin causa ninguna, teniéndole yo recusado y siendo comisario del Santo Oficio, por depender esta causa de las amenazas que me hizo en Coquimbo y que me había de prender por las comisiones generales que subdelegué al doctor Ampuero, que son dependientes de las que me enviaron Vuestras Señorías, y no se burlen con el Santo Oficio, escarmienten en cabeza ajena y miren lo que sucedió al canónigo Aránguiz'; sin embargo de lo cual, el maestreescuela, doctor don Pedro Machado, me persuadió que me diese a prisión y que se averiguaría después la jurisdicción a quién competía; y me llevaron preso a su oratorio del señor obispo, en el cual me encerraron con llave, sin dejarme hablar con ninguna persona, ni tener tinta ni papel, ni dejar entrar a ningún criado ni llevarme la bacinica, y sin luz ni cama, sino es una almohada y un cojín para la primera noche, sin cenar, hasta que a las doce de la noche vino un paje suyo a preguntarme si quería cenar; y como estaba con aquella pesadumbre, no tuve ganas de cenar, y más tarde, porque no me hiciese mal; y otro día por la mañana estaba con un grandísimo dolor de ijada de haberme echado en el suelo y de haberle tenido antes dos días, que me obligó a dar voces y a pedir confesión, porque me moría de dolor, hasta que me levanté y pedí que me calentasen un paño, por Dios, y en más de media hora estuve dando con una piedra en la ventana y en la puerta; no me quisieron responder, estándoles yo actualmente oyendo y llamando al señor don Diego de Herrera, que le conocía muy bien en la voz, que tiene muy buenos cascos y le he albergado y dado de comer en mi mesa, que me hiciese calentar un paño para ponerme en el estómago, rogándole se doliese de mí y que dijese a su paje me calentase aquel paño, y me silbaban por la puerta como si yo fuese algún pícaro bergante.

»El señor obispo me tuvo dos días en dicho oratorio, y la primera noche como he referido, y el día todo sin comer bocado, y a la una en punto me metieron sus pajes un plato de olla de carnero con un poco de tocino y tanto vino como cabe en un huevo, y en un botijo, y como estaba enfermo de mal de ijada y yo jamás como de la olla, probé a comer un poco y se me hacía   —413→   paja en la boca con la pesadumbre y dolor con que estaba. Al fin, señor, tomé aquel traguito de vino y con el paño que me calentaron, al cabo de dos horas que me estuve gritando, se me vino a aplacar el dolor; y a la noche de este día me trajeron a las once de la noche muy bien de cenar, que no tomé más de un huevo, un poco de conserva y un traguito de vino y un poco de pescado, que todo se me hacía paja en la boca con la dicha pesadumbre con que estaba; y me multó luego que me prendió en cien pesos, para los cuales envió a su provisor el chantre don Diego López de Azoca, y me sacó los platos de plata en que comía y un blandón de la sala; teniendo yo la plata de los diezmos que me debía el diezmero en que podía haber hecho embargo me hizo esta vejación descerrajándome el arcón que tenía cerrado con llave y donde estaban mis papeles y comisiones y zurrones de sebo en que hacen las pagas los deudores, respecto de no haber plata en la tierra. Al fin, señor, me soltaron, dándome mi casa por cárcel y haciéndome procesos que no escribiese nada ni fulminase causa contra ninguno, y mucha de la plata que me llevaron estaba empeñada por los deudores que deben al Santo Oficio. Hago tal pedido con grandes sumisiones al señor obispo que me dé la dicha plata labrada por no haberme quedado plato en que comer, ofreciéndole fianza de que si saliese condenado lo pagará mi fiador, y me puso dos guardas con cuatro pesos de salario, criados suyos, y hasta hoy día de la fecha los tengo. Tengo apelado de todo, no atribuyéndole jurisdicción más que la que le compete de derecho y esa no declino en él. No me he atrevido, señor, a hacer información contra el señor obispo en este caso hasta dar parte a Vuestra Señoría, porque dice que no se puede hacer información contra él... y hala hecho contra mí con mis propios émulos y sus pajes y ordenantes que pretenden órdenes, por darle gusto, y con el canónigo Juan de Aránguiz y don Francisco Machado, maestreescuela, y con el contador hermano de su provisor, y con otros que no me quieren bien, que si quisiera probar que yo era hereje, lo probara con mis émulos y enemigos... y me iba a dar baldones al oratorio donde estaba preso, diciéndome que era un bellaco, atrevido, desvergonzado y que me había de poner en una galera y que me había de quitar la prebenda de deán; a todo lo cual respondía con prudencia que fuese aquello en amor de lo que padeció   —414→   Cristo por mis pecados, y cierto que se lo pedí a Dios aquel día me diese prudencia para llevar tantos trabajos y tantos oprobios, y así me lo concedió Dios, porque luego se me puso en la imaginación que traía testigos de hecho, provocándome a que me desbaratase, a todo lo cual respondía que fuese por Cristo...».

«Y con esto, concluía el asendereado comisario, no tengo que decir a Vuestra Señoría más de que cuando estuve preso, no me dejó ver a ningunos amigos míos, ni entrar un criado mío en su casa; con que puede Vuestra Señoría echar de ver cuán apretado estoy, si de allá no viene juez para inquisidor, con notario; haga cuenta Vuestra Señoría que a mí me han de levantar que rabio, porque acá no tengo notario regular que se atreva a nada, y si es eclesiástico, lo avasalla el señor obispo, y si es secular la Audiencia, por los encuentros que hemos tenido y haber salido victorioso contra la Audiencia, por haber visto mis bríos en defensa de la jurisdicción de Vuestra Señoría»299.

«Resignose el enfurecido comisario, continúa desde este punto el ameno escritor que venimos citando, a devorar sus humillaciones, fingiendo apariencias, pero a escondidas púsose a fraguar sus terribles sumarias, llamando testigos, bajo pena de excomunión mayor, para que declararan sobre sus desavenencias con el Obispo.

»Mas, no tardó éste en saberlo; y aquí el conflicto tocó a su término, porque era fuerza que uno de los dos había de someterse a la obediencia y a la paz que exigía el estado violento de los ánimos, puesto ya, desde más de tres años atrás, por culpa de un clérigo desatentado, en la más aflictiva ansiedad.

»Ordenó, en consecuencia, el Obispo que prendieran al comisario en su domicilio, resuelto, sin duda, a ejecutar en su persona un ejemplar castigo. Pero súpolo en tiempo el astuto deán por dos familiares que se lo avisaron, y púsose en salvo, asilándose en San Agustín, donde pidió el hábito, para sustraerse, por de pronto, a la inevitable jurisdicción y a la justa saña de su prelado.

»Pero, ¡cosa singular! no por esto aquel hombre, cuya porfía rayaba en el frenesí, dejó de proseguir, como él mismo lo asevera,   —415→   sus tramas secretas contra el Obispo y su clero, en la celda en que se había asilado; y hacía llamar ahí testigos para adelantar su prueba, conminándoles con excomunión si revelaban sus secretos; pero el Obispo no tardaba en llamarles, a su vez, y levantando la excomunión del Santo Oficio y poniendo por amenaza la de los cánones, arrancaba la verdad de las declaraciones.

»No era ya dable que aquel estado de alarma y provocaciones se prolongase por más tiempo. El pueblo se veía sumergido en la más azarosa inquietud. El Obispo había excomulgado al comisario, y éste a sus dos provisores. Hacíanse rogativas públicas porque se restituyese la paz a la iglesia y el mismo prelado encomendaba a los fieles desde el púlpito que rogasen a Dios porque volviese al buen camino al extraviado deán. Mas, todo era inútil. La resistencia de aquél parecía indestructible.

»Resolviose entonces el Obispo a pedir auxilio al brazo secular, y diosele para que aprehendiese al deán, pasando sobre todos los fueros de la Inquisición y del hábito de San Agustín, que era, sin embargo, el mismo que llevaba el obispo Villarroel, pues por humildad nunca se vistió de otra manera».

Llevado el caso a la Real Audiencia, he aquí lo que ese alto cuerpo resolvió, según de ello da cuenta la siguiente acta:

«En 19 de diciembre de 1639, estando en la sala del real acuerdo los señores don Pedro González de Güemes, doctor don Pedro Machado de Chávez, licenciado don Pedro Gutiérrez de Lugo, oidores, y el licenciado don Antonio Fernández de Heredia, fiscal, por el escribano de cámara de esta Audiencia, se entró una petición presentada ante él por don Diego López de Azoca, chantre de esta santa iglesia, provisor y vicario general de este obispado, en que pide que el auxilio que se le ha impartido para prender y sacar de cualquier parte donde fuere hallado al doctor don Tomás Pérez de Santiago, deán de esta iglesia, se entienda para prender y sacar al susodicho del convento del señor San Agustín, donde, como parece de un testimonio que presenta de Antonio de Bocanegra y Diego Rutal, escribano público y real, fue hallado el susodicho en traje y hábito de religioso de la dicha orden, diciendo serlo y reconociéndole por tal fray Pedro de Hinestrosa, provincial de ella, y que, para impartírsele en el mismo caso, vaya un señor alcalde de corte de esta Real Audiencia.

  —416→  

»Los dichos señores, habiendo conferido sobre ello, reconociendo la gravedad de la materia, y los inconvenientes que de ella se pueden recrecer contra la paz pública, y edificación que se debe atender, por ser esta tierra nueva y estar poblada de mucho número de negros y de indios cristianos nuevos, fueron de parecer que dicho señor doctor don Pedro Machado en persona vaya de parte de esta Real Audiencia, y con el dicho padre provincial y demás personas que convenga; y con medios justos y suaves, y enderezados a la paz pública, y a estorbar escándalos, procure acomodar y ajustar la dicha materia; y de lo que resultare, dé cuenta a este Real Acuerdo; y vuelva luego a hacerlo para que, con su resolución y vista de la petición dicha, y el testimonio, se provea justicia y lo demás que convenga»300.

«'Al fin me aprehendieron, dice el deán, y me llevaron a Santo Domingo, en una silla, con mucha gente'. Pero no por esto dejó de excomulgar al alcalde que puso en ejecución su captura, conminándole con la multa de dos mil pesos.

»Mas, nada valía al ya infeliz deán, cuyo omnipotencia de inquisidor había caído por los suelos, delante de la mitra y del copete, como él llamaba el peinado especial que usaban sobre la frente los oidores reales, de donde viene entre nosotros decir 'gente de copete' por toda persona colocada en un alto rango social.

»Al poco rato de encontrarse en una celda o calabozo de Santo Domingo, cuyo prior era fray Bernardino de Albornoz, pariente de los dos Machado de Chávez, se presentó uno de éstos, 'y me echó, dice el prisionero, dicho provisor, unos grillos muy bien remachados, y dormí toda aquella noche con ellos, que es la primera cosa que ha sucedido en las Indias ni en todo el mundo'. Y de esta manera la Real Audiencia, el Cabildo eclesiástico, el Capitán general, el desventurado Manuel Bautista Pérez y todas las víctimas del furor inquisitorial quedaron, al fin, condignamente vengadas.

»Pero aún faltaba algo más para la expiación. En pos del castigo debía venir la humillación. Al siguiente día, cuando el Obispo se presentó en el claustro de Santo Domingo, salió a su encuentro el acongojado deán, y 'me eché a sus pies, cuenta   —417→   él mismo, y le dije que en qué le había ofendido, que mirase que el canónigo Aránguiz de Valenzuela, con todos los demás prebendados, se querían vengar de mí', y otras lástimas que por este estilo añade el deán en su carta citada a los inquisidores.

»Levantole el Obispo del suelo y ordenó se le quitaran los grillos y los hábitos de fraile agustino que llevaba puestos, encargándole se fuese tranquilamente a su iglesia, y haciéndole, a la vez, presente con estas significativas palabras, lo que podía importarle su conducta en adelante: '¡En su lengua y en su pluma está su vida!'.

»¡Y, sin embargo, cuán poco se cuidaba el rencoroso Inquisidor delegado de aquel consejo! En la misma carta en que lo recordaba decía a sus comitentes de Lima, que el Obispo 'era el diablo' y les pedía que, como a su comisario, lo inhibiesen de la jurisdicción de aquél, sin duda para volver a las turbulencias de que aún no se veía libre. Para hacer cabal justicia al comisario de la Inquisición, debemos añadir que, al pedir las penas de sus enemigos al Santo Oficio, se expresaba en estos blandos términos, cuya sinceridad no nos atreveríamos a garantir. 'Si bien de mí soy compasivo y lo que toca a mi persona lo tengo remitido; mas el agravio que se ha hecho a la dignidad que ejerzo, no es mío sino de Usía y esos señores del Tribunal, y así con misericordia pido a Usía y esos señores se haga justicia blanda para la enmienda de lo de adelante'.

»El enérgico prelado de la diócesis, después de aquel suceso, iba, con todo, reduciéndole a su deber y con tanta dureza que hubo de postrarle en el abatimiento, 'pues cada día (dice el propio reo en su última carta a los inquisidores, que tiene la fecha de junio 23 de 1640) me hace amenazas del cepo y de cabeza, y estoy amilanado, e impide por debajo de cuerda cada día estas comisiones (las cobranzas) diciéndome sus palabradas, así de esos señores (los inquisidores) como contra mí, y como es prelado, soporto con paciencia y prudencia y digo a todo que tiene razón; y como somos de sangre y carne, se siente, y a la menor palabra, me dice borrachón acá y borrachón acullá, y lo padezco por ese Santo Tribunal y trescientos pesos que me ha llevado de multas'».

  —418→  

Por lo que respecta al comisario del Santo Oficio, ya tenía cumplida el Obispo su palabra. Veamos ahora cómo la cumplió respecto a su ayudante el clérigo Salvador de Ampuero.

Cuenta, pues, éste, en declaración que prestó ante su jefe el comisario -que no por esto escarmentaba301 y de nuevo había vuelto a recibir informaciones contra el Obispo- «que habiendo venido este declarante a esta dicha ciudad de la de Coquimbo, de este obispado, por llamado de dicho comisario, a dar cuenta a su merced de lo que había hecho en orden a las cobranzas que había llevado este declarante, según sus comisiones, supo y entendió este declarante, porque se lo dijeron algunas personas, que dicho señor comisario y deán estaba preso por orden de dicho señor obispo, y que la causa de la dicha prisión era porque decía dicho señor obispo que no parecía este declarante y que dicho señor comisario lo quería despachar a la ciudad de los Reyes a dar cuenta a los dichos muy ilustres señores inquisidores de lo que había sucedido en dicha ciudad de Coquimbo, de que ya tiene declarado en otra declaración este declarante, y estando receloso este declarante de que no hiciese con él otro tanto dicho señor obispo, se ausentó este declarante a una chácara de un hermano suyo; y estando en dicha chácara, un día recibió un papel de dicho señor comisario y deán en que le daba cuenta de que había ocho días que estaba en el cepo, en un calabozo, por mandado de dicho señor obispo, por sólo que pareciese este declarante, y así le persuadía dicho señor comisario a este declarante en dicho papel, que sería mejor que buscase algunos, padrinos y viniese a la presencia de dicho señor obispo, que con esta diligencia saldría de la dicha prisión dicho señor comisario, supuesto que este declarante no había cometido ningún delito; y aunque recibió este declarante dicho billete, todavía se receló de parecer temiéndose por los rigores de dicho señor obispo y amenazas que le había hecho en dicha ciudad de Coquimbo por causa de las dichas comisiones que este declarante había llevado; y asimismo se receló este declarante más, porque dos o tres días antes que le prendiesen, había enviado dicho señor obispo a la dicha chácara a prender a este declarante, con su fiscal, llamado Fulano de Morales, y otros criados, como fueron don Juan de Carbajal, don Diego de Mendoza y don Juan de Ogalde, lo cual supo este declarante de un hermano suyo   —419→   que estaba en dicha chácara; y le dijo más, cómo los dichos criados de dicho señor obispo habían hecho muchas diligencias en buscar a este declarante, y que iban con armas para la dicha prisión; y dice más este declarante, que como supo el cuidado y diligencia que dicho señor obispo hacía para buscar a este declarante, que estaba en dicha chácara, se retiró a un monte, como de media legua apartado de la dicha chácara, donde estuvo este declarante escondido, y allí tenía sólo su cama y todos los papeles y comisiones del Santo Oficio, entre los cuales tenía una información que este declarante había hecho en dicha ciudad de Coquimbo contra tres religiosos del orden del señor Santo Domingo, llamados fray Gregorio de Silva, fray Jerónimo de Ribera y fray Francisco Delgado, sobre haber ido a casa de este declarante dichos frailes a quererle apalear y quitar los papeles del Santo Oficio, como con efecto los quitaron al notario que hallaron en la casa donde posaba este declarante, y viendo venir este declarante a los dichos religiosos con palos en las manos, se ausentó por excusar escándalos, por verlos venir a medio día en punto, cuando no parecía gente, alborotados, y que venían a la casa de este declarante, por cuya causa se ausentó de allí, y dentro de una hora volvió este declarante a la dicha su casa, y le dijo al dicho notario cómo los dichos frailes les habían llevado todos los papeles de las cobranzas y comisiones del Santo Oficio, excepto algunos que al llevarlos los dichos religiosos se les cayeron y los guardó dicho notario, sobre lo cual maltrataron y apalearon los dichos religiosos al dicho notario, de que estuvo enfermo, llamado Cristóbal de Escobar, y asimismo dice este declarante que habiendo ido este declarante a casa del corregidor, llamado don Fernando Bravo, a pedir el auxilio para que los dichos religiosos le entregasen los dichos papeles del Santo Oficio que habían llevado, dicho corregidor dijo a este declarante: '¿por ventura son algunos de estos papeles los que le faltan a vuesa merced, y -dice- le llevaron los religiosos?' mostrándole dicho corregidor a este declarante un proceso de escritura del Santo Oficio, y habiendo visto dicho proceso, dijo este declarante: 'este es uno de ellos; quién se los dio a vuesa merced'; a lo cual respondió dicho corregidor que ninguna persona se los había dado, mas de que los había hallado arrojados en el patio de su casa, y entonces le dijo este declarante al dicho corregidor:   —420→   'pues, cómo, señor corregidor, los papeles del Santo Oficio están arrojados, ajados y rotos por el suelo; muy bien parece esto; deme vuesa merced el auxilio para que me vuelvan los dichos papeles que me faltan'; a lo cual respondió dicho corregidor que no se metía con los frailes y que así no le pidiese auxilio contra ellos, con lo cual este declarante se fue a su casa e hizo sobre el caso probanza contra los dichos religiosos, la cual dicha probanza con los demás papeles que le quedaron los trajo este declarante consigo y los tenía en su poder, por no haber podido entregarlos a dicho señor comisario, por estar preso; y al tiempo que los criados de dicho señor obispo prendieron a este declarante, que fueron el fiscal Morales y don Juan de Carvajal y un indio ladino del servicio de dicho señor obispo, que todos iban con armas, y así como prendieron a este declarante, le ataron las manos incontinenti, le buscaron las camas y le hurgaron las faltriqueras y todo su cuerpo y le sacaron todos los papeles del Santo Oficio, así los que tenía en dicha su cama, como los que tenía en las faltriqueras, sin dejar ninguno; y viendo este declarante que le quitaron los dichos papeles del Santo Oficio e información que tiene referida, les requirió a dichos criados y fiscal este declarante, de parte del Santo Oficio de la Inquisición, que mirasen que aquellos papeles que le quitaban eran del Santo Oficio e información de cosas graves y secretas, y que así no se los quitasen y volviesen para entregarlos a dicho señor comisario y deán, a lo cual le respondieron dichos criados que no querían dárselos, porque aquello era orden de su amo y le importaba a la honra de dicho señor obispo, y con efecto le trajeron preso a este declarante los dichos criados y fiscal; y pasando por una chacra del padre Alonso de Pereda, clérigo presbítero, apearon a este declarante y los susodichos asimismo se apearon para mudar caballos, y este declarante, delante del dicho clérigo Alonso de Pereda, les volvió a requerir a los dichos criados le volviesen los dichos papeles e informaciones del Santo Oficio que le habían quitado, del cual dicho requerimiento fue testigo el dicho padre Alonso de Pereda, y le dijo este declarante: 'séame vuesa merced testigo de este requerimiento que les hago en nombre del Santo Oficio que les pido me entreguen los dichos papeles'; y aunque hizo estas diligencias, no le volvieron los dichos papeles y luego subieron a caballo y con grande algazara y regocijo llevaron   —421→   preso a este declarante a casa de dicho señor obispo, y le metieron en un aposento oscuro donde estaba un cepo, en el cual vio este declarante a dicho señor comisario, de pies metido en el dicho cepo, con un colchón tendido en el mismo suelo, con mucha indecencia, indigna de un señor comisario del Santo Oficio y deán de esta santa iglesia, diciendo de este declarante dicho señor obispo que era un perro mestizo, con mucha cólera y enojo, y yéndose para el susodicho a quererle poner las manos, que, a no aplacarle dicho señor comisario con razones modestas, lo hubiera hecho según estaba de colérico; y últimamente mandó abrir el dicho cepo a sus criados y metió de pies en él a este declarante, diciéndole muchas palabras injuriosas, mostrando dicho señor obispo mucho regocijo, viendo en el dicho cepo, pies con pies, a este declarante y a dicho señor comisario y deán, diciéndoles: 'pícaros, hartaos ahora de hacer autos del Santo Oficio, y haced tribunal en el cepo; veamos cómo os vienen a librar ahora los inquisidores de mis manos'; y acabadas éstas y otras razones, se fue dicho señor obispo con todos sus pajes, diciendo: 'hártense de hablar los picarones del Santo Oficio', hablando dicho señor obispo a este declarante y a dicho señor comisario de vos y de tú, como si hablara con sus negros; y luego mandó cerrar las puertas con sus llaves, poniendo espías para que oyesen lo que hablaba este declarante y dicho señor comisario, y esto fue desde mediodía hasta la oración, que dicho señor obispo mandó abrir otra vez las dichas puertas, y estando abiertas, entró dentro de la dicha cárcel con su fiscal y criados, y dijo dicho señor obispo: 'abran este cepo y salga este pícaro de aquí», hablando con el dicho señor comisario y deán, 'que no los quiero dar tanto gusto de que estén juntos hablando, que basta lo que han hablado, que ya les hemos oído todo lo que han hablado'; y entonces volviendo dicho señor obispo la plática a este declarante le dijo: 'y vos, perro mestizo, quedaos aquí solo, que no habéis menester cama, que después os traerán dos pellejos, que os bastan, que yo os haré que me conozcáis'; y con esto vio este declarante sacar del dicho cepo al dicho señor comisario y deán y llevarlo fuera de la dicha cárcel, pero no supo dónde llevaron a dicho señor comisario, hasta que después, dentro de dos días, supo este declarante de un paje de dicho señor obispo, llamado don Juan Jacinto, cómo dicho   —422→   señor Comisario estaba preso, y en la capilla, y con grillos; y asimismo dice este declarante que dicho señor obispo le dejó preso de pies en el dicho cepo, sin consentir le metiesen cama a este declarante, ni pellejo en que se recostase, sino siempre tendido en el suelo, con mucha incomodidad, de que ha estado este declarante hasta el día de hoy muy enfermo, así de la mala comida que le daban y dormir en el suelo, sin tener con qué cobijarse, mas de tan solamente con su capa; y estando este declarante en el dicho cepo, dicho señor obispo, otro día después de haberle preso, entró en la dicha cárcel, como a las diez de la noche, con Lucas Naranjo, paje de dicho señor comisario, y con el fiscal Morales, y dijo dicho señor obispo a este declarante: '¿veis aquí a Lucas Naranjo, paje del dicho señor comisario, que dice que no os dijo a vos que tenía enterrados los papeles del Santo Oficio debajo de un árbol?' a lo cual este declarante le dijo: 'venga acá, señor Lucas; ¿vuesa merced no me dijo que tenía enterrados los papeles del Santo Oficio que tiene el señor comisario?' a que respondió el dicho Lucas Naranjo: 'yo no he dicho tal cosa, ni ninguna persona lo dirá'; y entonces el dicho señor obispo amenazó al dicho Lucas Naranjo de cepo y azotes, diciéndole se desnudase o que le dijese dónde estaban los dichos papeles, y luego, incontinenti, sacó el dicho señor obispo al dicho Lucas Naranjo, dejando preso, como se estaba, a este declarante en el dicho cepo; y que el decir este declarante al dicho señor obispo que el dicho Lucas Naranjo le había dicho que tenía enterrados debajo de un árbol los dichos papeles del Santo Oficio, fue por divertir a dicho señor obispo, por saber este declarante que no los tenía enterrados debajo del dicho árbol, sino en otra parte, donde supo este declarante por habérselo dicho el dicho Lucas Naranjo que había enterrado los papeles que este declarante había enviado de la ciudad de Coquimbo a dicho señor comisario, de poca importancia, y que no eran en ninguna manera los que el señor obispo buscaba; y esta misma noche, como a la una de ella, entró en dicha cárcel el dicho señor obispo con su fiscal, y le dijo a este declarante: 'pícaro, desnudaos, que os tengo de azotar, y mataros aquí, y habéis de morir esta noche a mis manos. Decidme ¿no fuera mejor haber hecho en Coquimbo lo que yo os mandé y no lo que ese pícaro de comisario os manda? ¿Con qué licencia fuisteis allá? La misma potestad   —423→   que aquí tengo, no tenía yo allá para castigaros y azotaros alla, como aquí os azotaré ahora, que no lo hice entonces allá por ser tierra nueva, pero ahora me lo pagaréis aquí, y fuera mejor haber hecho lo que yo os mandé entonces allá y no lo que os mandó ese pícaro de ese comisario; veamos cómo os quita él y la Inquisición los azotes que ahora os tengo de dar'; y luego respondió este declarante al dicho señor obispo que cómo quería azotar a un sacerdote ungido de Dios; que qué es lo que había hecho para que Su Señoría hiciese tal cosa, y que si algún delito había cometido, le oyese en justicia, conforme a derecho; con lo cual se enojó dicho señor obispo mucho más, llamando a unos negros, diciendo: 'entrad acá y desnudad a este pícaro, que me ha de dar la información que hizo contra mí, o ese pícaro del comisario'; y diciendo éstas y otras palabras injuriosas, embistieron contra este declarante y le desnudó el dicho fiscal Morales, con mucha violencia, no pudiendo este declarante resistirse por estar en el dicho cepo de pies, y estando desnudo y quitada la camisa, vio este declarante que el dicho señor obispo sacó de la faltriquera una disciplina de canelones y se la dio al dicho fiscal Morales, y le mandó azotar a este declarante, como con efecto lo hizo el dicho fiscal, dándole tan crueles azotes en las espaldas que de cada azote le hacía saltar la sangre, y esto estando presente el dicho señor obispo, que le estaba animando al dicho fiscal para que le azotase con mayor violencia, y esto duró hasta que le dieron a este declarante más de cincuenta azotes, y esto lo hizo dicho señor obispo por cuatro veces en cuatro noches, y siempre que azotaban a este declarante era preguntándole dicho señor obispo por los papeles e información que decía que este declarante o el dicho señor comisario había hecho, y asimismo decía a este declarante dicho señor obispo: 'perro, ¿por qué no hicisteis allá en Coquimbo lo que yo os mandé; pensabais que no me había de vengar de vos?' y esto se lo dijo el señor obispo por dos veces, en presencia del dicho fiscal; y las otras dos veces que azotaron a este declarante, dicho señor obispo se quedaba a la puerta para verlo azotar, y sólo el fiscal entraba a azotar a este declarante, y también le decía el dicho fiscal: '¿no fuera mejor que vuesa merced hubiera hecho lo que mi amo el señor obispo le mandaba, y no lo que ese bellaco de ese comisario tonto, que le ha echado a perder? y no ha de parar en esto, que dice el   —424→   Obispo, mi señor, que le ha de dar tormento para que le diga dónde está la información que han hecho contra el señor Obispo, mi señor'; y esta prisión duró a este declarante por tiempo de veinte días continuos, y al cabo de ellos sacó de la prisión a este declarante y a dicho señor comisario y deán el día de la Dominica in albis de la Cuaresma pasada; y dijo más este declarante, que al cabo de ocho días, estando en la cama muy malo de los azotes que le habían dado a este declarante, le envió a llamar dicho señor obispo, y aunque se excusó por estar en la cama muy enfermo, con todo, le hicieron vestir los que fueron a llamarle, que fueron Lázaro de Amaro y don Juan de Carbajal, criados del señor obispo, y, con efecto, llevaron a este declarante a la presencia de dicho señor obispo, y estando en ella, dijo le mandaba prender porque le habían dicho que se quería ir a Lima este declarante a dar cuenta de todo lo pasado y sucedido a los señores inquisidores, y entonces el dicho señor obispo dijo a este declarante en presencia de los dichos Lázaro de Amaro y don Juan de Carbajal y su hermana doña Francisca de Villarroel y otros criados: '¿qué pensáis me han de hacer los inquisidores?, que autor hay, como es el padre Suárez, de la Compañía de Jesús, que dice que un obispo puede prender a los inquisidores; yo os enviaré este autor a la cárcel para que lo veáis', y nunca lo envió a este declarante; y dice más este declarante, que le dijo asimismo dicho señor obispo en presencia de los dichos: 'a ese bellaco de ese deán le tengo que dar dos mil azotes, porque tiene tan poca vergüenza que dijo a mi hermano el padre fray Luis de Villarroel, que mirase cómo el Santo Oficio había castigado a un obispo llamado Carranza'; y con esto mandó que le llevasen a su capilla a este declarante, adonde le tuvo preso doce días, y con halagos aparentes procuraba atraer a su voluntad a este declarante, sólo a fin de entretenerle hasta que se fuesen los navíos que estaban de próximo para la ciudad de los Reyes».

Debía don fray Gaspar de Villarroel tener todavía muy frescas las impresiones de los desagrados que le causara el comisario Pérez de Santiago cuando escribía el artículo v, cuestión v de la parte I de su grande obra Gobierno eclesiástico pacífico, que tiene el sumario siguiente: «¿Si los obispos son verdaderos superiores de los comisarios del Santo Oficio? Y si siendo curas o prebendados, podrán ejercer en ellos su autoridad, en lo que tocase   —425→   su comisión?». Si no, véase cómo comienza ese notable artículo: «He gastado mucho tiempo en estudiar qué ocasiones puede haber para que los señores obispos y señores inquisidores rompan la paz, y qué puede obligar a turbar corazones de personas santas e ilustres, y no he hallado que pueda el demonio buscar para eso instrumento mas a propósito que un comisario necio, sobre mal intencionado».

«[...] Pues, ¿y la causa de la religión? continúa. ¿El negocio de la fe? Están los jueces encontrados y aflójase en todo. ¡Gran desdicha si efectuase aqueso la dañada intención de un comisario y con siniestras relaciones torciese el corazón contra su obispo a un tan Santo Tribunal, a que entrase en desconfianza de él!

»Para atajar aquestos inconvenientes, agrega el prelado, importaría que los comisarios se nombrasen de las religiones. Conocí en Potosí al padre Guerra, dominico, que fue casi toda su vida comisario, y sucediole el padre Ferrufino, religioso de la Compañía de Jesús. Ha muchos años que el padre Alviz, de la Compañía de Jesús, es comisario en el Obispado de la Concepción; y ni estos tres, ni otros tres mil han dado que hacer al Santo Tribunal; porque en siendo comisario un prebendado, si no es muy religioso y muy modesto, hace un perpetuo divorcio con el coro, apadrinándose para ello con su oficio; y en iglesias que tienen corto número de prebendados, es menester que sean de bronce los obispos para que faltándoles el comisario al pontifical y al coro, sufran con paciencia este dispendio. Si quiere remediarlo, lo pinta su clérigo poco afecto al Santo Oficio; y creyéndole aquellos señores, es forzoso que tengan sentimiento.

»Pero, como quiera que a los señores inquisidores no podemos ponerles leyes, y está a su voluntad el elegir, no aprieto en este punto, ni toco más capítulos que los del altar y el coro; pero yo fío del santo proceder del Tribunal que si pudieran ver lo que en alguna parte he visto yo, no fuera menester la delación del Obispo para remover cien comisarios».

Del artículo que venimos extractando y que, como se ve, parece -como lo es en verdad- calcado sobre las diferencias del obispo de Santiago con el comisario de la Inquisición de Lima, podemos aprovechar todavía varios otros pormenores que dan razón del fin que aquellas tuvieron.

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Continúa Villarroel recordando que se conocían en América tres casos en que se había relevado de la asistencia al coro a otros tantos prebendados que fueron inquisidores apostólicos, Cerezuela y Bonilla en Lima, y Peralta en México. «De lo dicho, prosigue, hagamos un argumento para los comisarios que son prebendados nuestros. Si los señores inquisidores, siendo hombres tan ilustres, personas tan egregias, entronizadas en tan altas sillas, teniendo una ocupación tan santa y tan en servicio de las iglesias, pudiendo ilustrarlas mucho con sólo nombrarse sus prebendados, no tienen prebendas en ellas; porque siendo corto el número, se juzgó por gran dispendio del coro tener una o dos sillas de respeto; y a la iglesia metropolitana de Lima, tan poblada de prebendas, le pareció que le harían falta: una pobre iglesia, que tiene, por ser cabeza de un reino, las listas de grande, y por las rentas todos los achaques de pobre, ¿cómo llevará ver una prebenda supresa para los salarios, y otra como de vacío con un comisario, y más si por desgracia fuese enemigo del Coro?

»Hallándome ahogado con dos comisarios, uno de Cruzada y de Inquisición el otro, con un arcediano muy viejo y baldado, con un tesorero anciano y achacoso, y con un chantre de noventa años, representé a Su Majestad la necesidad de mi coro; y habiéndose servido de proveer en ello, dio el orden que se había de tener, con una su real cédula, su fecha en Madrid a 14 de julio del año pasado de 1640, cuyo tenor es como se sigue: 'El Rey. Reverendo en Cristo Padre, obispo de la iglesia catedral de la ciudad de Santiago, de las provincias de Chile, de mi Consejo: Por vuestra parte me ha sido hecha relación que el arcediano de esa iglesia es de mucha edad y ha más de cuatro años que está tullido; y que el chantre tiene más de ochenta años y vive muy enfermo; y que también es muy viejo el tesorero, y que el deán, y maestre de escuela, con ocasión de ser comisarios del Santo Oficio, y de la Cruzada, unos ni otros no acuden al servicio de la iglesia y asistencia del coro con la continuación que es menester; con lo cual y haber suprimido una canonjía para los salarios de la Inquisición, y ido a Lima otro por una competencia que tuvo con el comisario del Santo Oficio, se halla la dicha iglesia muy falta de quien asista a los divinos oficios y demás cosas a que deben acudir al servicio de esa iglesia; y que si por algún accidente o causa legítima alguno de los prebendados de   —427→   ella hiciere ausencia de la ciudad, podáis con acuerdo del presidente de mi Real Audiencia de ella, nombrar persona que en el ínterin sirva por él. Y visto por los de mi Consejo de las Indias, con lo que en esta razón dijo y pidió el licenciado don Pedro González de Mendoza, mi fiscal en él, os ruego y encargo obliguéis y apremiéis al dicho deán y maestreescuela a que acudan al servicio del culto divino y demás cosas que tienen obligación por razón de sus prebendas, sin que dejen de hacerlo ni les pueda servir de excusa el ser comisarios de la Inquisición y Cruzada; y si no lo cumplieren y ejecutaren, les vacareis las prebendas, avisándome de lo que en esto dispusiéredes. Y cuando algún canónigo hiciere ausencia y faltare al servicio de ella, no quedando número de cuatro, nombraréis a su cumplimiento los que fuere menester, con comunicación del dicho mi presidente, que sean clérigos virtuosos y de las partes que se requieren para que sirvan en el ínterin, hasta que vuelvan los proprietarios, señalándoles porción suficiente de la parte que les tocare a los ausentes, que así es mi voluntad. Fecha en Madrid a 14 de julio de 1540 años. Yo el Rey'.

»Signifiqué a los dos comisarios, casi por señas, lo mandado en esta carta; y como son personas cristianas y de buenas conciencias, bastó saber su obligación y el gusto de Su Majestad. Escribíselo yo así en carta de 26 de marzo de 1642, por estas palabras: 'Para los comisarios ha sido de mucha importancia saber que me ha mandado Vuestra Majestad que les vaque las prebendas; porque sin embargo que esto no será, es grande estímulo que sepan que puede ser. Yo usaré tan templadamente de esta merced que me hace Vuestra Majestad, que no el tiro sino el espanto tenga en pie la gravedad de mi coro'.

»Y Su Majestad (Dios le guarde) como tan católico y tan piadoso, se mostró agradado de este mi aviso y de la enmienda de los comisarios, y así me lo mandó escribir por una su cédula real, su fecha en Zaragoza en 11 de septiembre del año pasado de 44. Y dice en el tercer capítulo: 'He holgado entender que el deán y maestreescuela de esa iglesia vivan con más atención al cumplimiento de sus obligaciones, después que les hicisteis notoria la orden que os envié para que acudiesen a servir sus prebendas, sin embargo que sean ministros de la Inquisición y Cruzada'».

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Vemos, pues, que de esta manera las resoluciones reales que los obispos de Santiago habían alcanzado contra los comisarios del Santo Oficio -Villarroel esta vez, y en una ocasión anterior fray Juan Pérez de Espinosa-, habían venido a constituir verdaderas doctrinas legales. La derrota de Calderón hubo de consignarse, como se recordará, en el párrafo XIX de la cedula de concordia del año de 1610, y el triunfo obtenido ahora por Villarroel iba a servir de norma a las demás resoluciones del Consejo de Indias, según puede verse en la celebrada Política Indiana de don Juan de Solórzano Pereira, tomo II, página 215.