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ArribaAbajoCapítulo XXVIII

De algunos defunctos que por divina voluntad han aparecido a personas particulares, para ser socorridos


Asistiendo yo en el convento de Santiago de Tlatelulco, habrá quince años, vino a mí un indio, vecino de aquel pueblo, llamado Pedro, muy afligido, cuya mujer y hijos eran muertos, y entre ellos una hija que tenía, doncella, cuya ánima me dijo que le seguía de día y de noche, así en su casa como en la iglesia y a doquiera que iba, no porque él viese cosa alguna, mas de que oía su propria voz que se quejaba, como persona que estaba en mucha fatiga, y a veces hablaba con el Niño Jesús, pidiéndole se compadeciese de ella, y a veces con su gloriosa Madre, pidiéndole también favor, y a veces con el mismo padre. Y otras veces nombraba a algunos de sus deudos cercanos que eran vivos, pidiéndoles asimismo que la ayudasen. Y sospechando que fuese ilusión del demonio, le pregunté si estaba confesado y si sabía la doctrina cristiana y si creía firmemente lo que cree la Santa Madre Iglesia. Respondióme que era fiel y católico cristiano, y que había confesado y comulgado aquella Cuaresma. Y púsose de rodillas delante un crucifijo que estaba en la pieza donde yo le hablaba, y dijo el Pater Noster, Ave María y Credo en su propria lengua. Preguntéle de aquella su hija defuncta, si murió sin confesión. Díjome que había confesado y comulgado pocos días antes que muriese, y que la tenía por doncella muy guardada y sin vicio. Sabido esto, rogué a los padres y hermanos del convento que la encomendasen a Nuestro Señor, para que si fuese ilusión cesase, y si acaso aquella moza estaba en necesidad, hubiese misericordia de ella. Y particularmente dos religiosos dijeron un día misa por aquella intención, y el mismo día en la tarde vino a mí el indio, y señalando al cielo (como ellos suelen repartir el tiempo del día por el curso del sol), díjome que estando el sol en aquella altura que él señalaba, había cesado de hablarle la voz de su hija, y no la había oído más, y que antes de esto nunca la dejaba de oír. En el pueblo de Acazingo, confesando Fr. Rodrigo de Bienvenida a un indio, le dijo que su mujer era muerta, y que algunas veces le había hablado de noche, quejándose de él, porque no hacía bien por su ánima, diciendo: «¿Porqué no haces bien por mí, que ando en pena? ¿Porqué gastas mal lo que yo dejé, y no lo gastas en ayudarme? «Y que como después hiciese bien por ella, nunca más oyó esta voz. Una india, natural del pueblo de Tlatelulco, solía confesarse con Fr. Andrés de Cuéllar, fraile de la provincia de Burgos, el cual como muriese, la india, mostrándose grata a la buena obra que de él en vida había recebido, ayunaba por él y hacía oración a Nuestro Señor, suplicándole hubiese misericordia del ánima de aquel su confesor. Después de algunos días, una noche pareció gran claridad en su casa de la india, que entraba (según dijo) por el mismo techo de la casa, y de encima del techo le habló una voz, que conoció ser del dicho Fr. Andrés, que le dio gracias por lo que había hecho por él, y le dijo que hasta allí bien le había sido menester, y luego desapareció la claridad y cesó la voz. Esto contó ella al padre Fr. Juan de Ayora. A Fr. Miguel de Estíbaliz (de quien arriba hice memoria), por su grande sinceridad parece que ha querido Nuestro Señor revelar algunas de estas cosas ocultas que a otros no se conceden. Siendo este religioso morador en el convento de Tlaxcala, le apareció un fraile defuncto, no una, sino muchas veces. Y fue en la manera siguiente. Un viernes en la tarde, estando aderezando el refectorio para que los frailes hiciesen colación, fue por un jarro de agua a la tinaja que estaba junto a la puerta del refectorio. Y volviendo con el agua, vio entrar un fraile en la oficina del refectorio (que tenía la puerta junto a la mesa traviesa) muy compuestas las manos y puesta su capilla, y entendió que era un Fr. Antonio Velázquez que moraba también en aquella casa. Y dijo entre sí el Fr. Miguel: con alguna necesidad habrá entrado a tomar alguna cosa, y así disimuló con él. Mas viendo que tardaba y no salía, entró en la oficina, diciendo: «Acabemos ya, que es hora que salgáis.» Y como no hallase ningún fraile, pensó que por ventura su sombra o otra cosa semejante le había engañado, y no hizo caso de ello. La mesma noche, dadas las tres después de maitines, y salidos todos los frailes del coro, quedóse allí solo Fr. Miguel, y vio con la luz que la lámpara de sí echaba, un fraile que venía hacia él muy compuesto, como lo había visto cuando entró en la oficina. Y díjole: «¿Quién sois?» El fraile le respondió: «Yo soy, ¿no me conocéis?» Y luego lo conoció en la voz, y le dijo: «¿No sois vos Fr. fulano, que es ya defuncto?» Y él le respondió: «Sí, yo soy.» Y en esto había estado rostro a rostro delante de Fr. Miguel, parado. Y cuándo dijo, yo soy, fuese hacia la reja del coro, y preguntóle Fr. Miguel: «¿Qué buscáis por acá, hermano? «A esto respondió: « ¿Pues no veis lo que busco? «Y luego desapareció. Fr. Miguel entendió lo que buscaba, que era que rogasen a Dios por él, y fuese derecho a la celda del guardián (que era Fr. Francisco de Lintorne) y le contó lo que había visto. El cual por entonces no le dio mucho crédito, pensando si sería sueño, habiéndose adormecido en el coro. Después, la noche siguiente, yendo Fr. Miguel a tañer a la Ave María, lo tornó a ver en un paño del claustro, y lo conoció muy bien, y vio que se fue hacia el altar mayor. Acabadas las completas, fue Fr. Miguel al guardián y le dijo: «Padre, verdad es lo que os dije, que esta tarde lo he visto otra vez. «Entonces lo creyó el guardián, y le mandó que otro día pusiese la tumba en la iglesia, y que todos los sacerdotes del convento dijesen misa por él. Y avisó por los conventos comarcanos, que rogasen a Dios por un defuncto. Otro día siguiente lo vio Fr. Miguel desde el coro, estar en el altar mayor cerca del Santísimo Sacramento, y lo mismo otro día después, y otras veces lo había visto en este intervalo de días en el claustro alto y bajo, que por todas serían siete o ocho veces las que lo vio, y siempre iba hacia el altar mayor muy compuesto, y al cabo de doce días no pareció más. Este fraile había morado cuando vino de España en aquel convento de Tlaxcala, donde cometería alguna culpa por donde estuviese en aquel lugar haciendo penitencia y purgándola. Después fue a Michoacan, adonde el Fr. Miguel lo conoció y conversó por espacio de dos años y medio que moraron juntos en una casa. Y esta visión declaró Fr. Miguel, mandado por obediencia de su prelado. En México, un español fue a matar a otro, y aconteció (como las más veces acaece) que el agresor fue muerto, y enterráronlo en el convento de S. Francisco. Y al tiempo que echaron el cuerpo en la sepultura, dio un gran grito espantable, de que los frailes quedaron atemorizados, y encomendaban al Señor el ánima de aquel defuncto. Era comisario de la provincia a esta sazón, por ausencia del provincial, el santo varón Fr. Francisco Jiménez, uno de los doce primeros. Y una noche, después de maitines, fue a la celda del dicho comisario el padre Fr. Diego de Olarte para confesarse con él. Y estándose confesando, dieron golpes en la ventana de la celda por la parte de fuera, como que llamaba alguno. Entonces el comisario dijo a Fr. Diego de Olarte, que se saliese de la celda. Fr. Diego bien oyó que hablaba el comisario, aunque no supo con quién, ni entendió la plática; mas sospechó que hablaba con aquel defuncto, porque otro día siguiente hizo el comisario un razonamiento a los religiosos en la mesa, y les dijo que no tomasen trabajo de encomendar a Dios aquel defuncto, porque ya Dios lo había puesto donde había de estar. Esto contó el Fr. Diego de Olarte. En la villa de Toluca (que es del marqués del Valle), una mujer española, llamada Isabel Hernández, viéndose atribulada, fue a contar a su confesor, que se decía Fr. Benito de Pedroche, cómo estando acostada en su cama, había visto al amanecer un hombre colgado en su aposento, con el hábito de la misericordia. El confesor le dijo, que lo conjurase si tenía ánimo para ello, y le enseñó el modo como lo había de hacer. Aparecióle este hombre otras dos o tres veces, hasta que un día, a la misma hora, estando ella acostada en su cama con otras mujeres, por el temor que tenía, vio la mesma visión, y lo conjuró y preguntó qué era lo que quería. El hombre le dijo quién era, y cómo había cuatro años que había muerto en aquel mesmo aposento, y que todo aquel tiempo había que estaba en purgatorio, porque había levantado un falso testimonio a una doncella que quería casar un sacerdote honrado, llamado Antonio Fraile, por lo cual la doncella no se casó. Y que se había confesado de aquel pecado y tenido de él contrición; mas por cuanto no le había restituido la honra, penaba todavía en purgatorio. Y que para muestra de la verdad que decía, que le preguntasen al Antonio Fraile si esto era así. Y que por morir fuera de México no le había vuelto la honra; que de su parte se la volviesen y le mandase decir algunas misas, porque luego saldría de purgatorio, y así se las dijeron, y nunca más pareció. Hízose averiguación de esto en México, y hallóse ser todo así, y a aquella mujer se le volvió la honra, aunque ya era casada cuando esto sucedió. No se descubre el nombre del defuncto por su honra. En este año de noventa y cinco, en la ciudad de México, a siete días del mes de mayo, estando Pero Martínez Morillas, mozo soltero, vecino de la dicha ciudad (que tiene la casa junto a S. Francisco), en su cama, llamaron a la puerta de su aposento, nombrándole por su nombre. Él preguntó al que llamaba, quién era y qué quería. Díjole el que llamaba, que le abriese, y que entonces sabría quién era y lo que quería. Mas él no le osó abrir. Y por la mañana fuese al convento de S. Francisco y contó a un religioso su amigo, y a otros que presentes se hallaron, lo que le había acaecido. Ellos le dijeron, que por ventura serían algunos mancebos amigos suyos que le querían burlar. A esto dijo él que no, sino que entendía sería alguna ánima, porque ya lo había asombrado otras noches. Los religiosos, oído esto, lo esforzaron a que aguardase y le abriese, que por ventura Dios le deparaba aquella ánima para que la socorriese. Otro día a prima noche tornó a tocar a la puerta del aposento al tiempo que quería dormir, y le estremecieron la cama, y él despertó y se encomendó a Dios, y luego lo llamaron por su proprio nombre, diciendo: «Abrid, Pedro Martínez.» Él se levantó de la cama y se fue hacia la puerta, y le preguntó quién era. Él dijo que le abriese, que entonces le diría quién era. Preguntóle si era de este mundo o del otro. Respondióle que del otro. Y por saber si acaso era el demonio, fuele haciendo preguntas por los artículos de la fe, y él respondía, que en todos ellos creía y había creído en toda su vida. Y para certificarse si era del otro mundo, díjole: «Dad tres golpes encima de este aposento,» lo cual él hizo luego, y los dio, y en un punto se volvió a poner a la puerta, donde antes estaba. Entonces se esforzó el Pedro Martínez y abrió la puerta, y vio entrar un bulto que le dijo: «Dios os lo pague, por haberme abierto la puerta, y por haberme aguardado.» Y dijo más: «Acostaos en vuestra cama,» y él se acostó, y el bulto se asentó a los pies de ella, y le pareció al Martínez que el bulto estaba hecho un yelo. Díjole luego su nombre, y mandóle que en el altar del Perdón (que está en la iglesia mayor de México) le dijesen treinta misas, y que se obligase a cierta deuda que le declaró, y que esto fuese dentro de treinta días. Asimismo le aconsejó que no estuviese solo en aquella casa. Y dicho esto, vio que se tornó a salir. Otro día siguiente contó a los religiosos lo que le había sucedido, diciendo que no podía decir el nombre del defuncto, aunque fuese a su confesor; pero yo supe de un hermano suyo, que era su proprio padre el que le apareció. Quise engerir entre las visiones de los indios estos ejemplos, por ser casos notables y ciertos, y que hacen en confirmación de nuestra fe y en confusión de los infieles que carecen de ella.




ArribaAbajoCapítulo XXIX

De los favores que el Emperador D. Carlos, de gloriosa memoria, dio a los indios, y a la obra de su conversión y doctrina, y ministros de ella


Tratando principalmente esta Historia la conversión de los indios de esta Nueva España a nuestra santa fe católica, y los fieles trabajos de los primeros ministros que en esta santa obra se ocuparon, no sería justo dejar de atribuir las gracias y loa que se deben a nuestros católicos Reyes de España, sin cuyo calor y favores ésta tan dificultosa empresa, no sólo no pudiera tener algún efecto, mas ni principio ni medios. Los que de su parte han puesto, quisiera yo tener muy sabidos, por no quedar corto en materia donde tanto había que se debía decir. Mas cumpliré con referir, de los muchos favores que sus majestades han dado, los pocos que habrán venido a mi noticia. El piadosísimo Emperador Carlos V, de inmortal memoria, en cuyo reinado se ganó y conquistó para Castilla esta Nueva España, escarmentado del inhumano suceso que había tenido el descubrimiento y conquista de las islas en tiempo de los Reyes Católicos sus abuelos, por fiarse de sus criados y consejeros (puesto que para su Consejo de Indias le proveyó Dios de muy cristianos y fidelísimos oidores, y entre ellos aquel espejo de virtud, famoso senador, y después dignísimo obispo, el doctor D. Juan Bernal Díaz de Luco), no se descuidó el católico príncipe, entre sus innumerables y pesadísimos cuidados, de descargar su real conciencia en las obligaciones que tenía a los indios, tomando éste por uno de los más ordinarios de su propria persona, de acudir, lo uno a su conservación en su buen tratamiento, y lo otro a que fuesen con doctrina y ejemplo instruidos en nuestra santa fe católica y vida cristiana, que son las dos cargas de que precisamente están encargados nuestros Reyes de España en el gobierno de las Indias, por ley natural divina y humana.

Cuanto a la libertad de los indios.

Y cuanto a lo primero, porque nuestros españoles engolosinados en el mal vezo que les quedó de lo acostumbrado en las islas, habían ya comenzado a despoblar esta tierra, llevando algunos indios a España para servirse de ellos en lugar de esclavos, y sobre todo a las islas para sacar el oro, donde en este ejercicio habían ya consumido a los naturales de ellas, siendo el católico Emperador informado que se habían sacado de esta Nueva España muchas millaradas, cargando navíos de ellos, como se suelen cargar de otra cualquiera mercaduría, dio orden como este abuso se atajase, proveyendo primeramente una su real cédula en Granada, despachada a nueve de noviembre de mil y quinientos y veinte y seis años, por la cual mandaba que ninguno pudiese llevar indio alguno, ni pasarlo a los Reinos de España. Y después por unas ordenanzas que mandó hacer en favor de los indios, en Toledo, a cuatro de diciembre de mil y quinientos y veinte y ocho, mandó, so graves penas, que ninguno fuese osado de sacar indios de la tierra donde eran naturales para llevarlos fuera de ella a otras cualesquiera partes, aunque fuese so color de esclavos (porque entonces los había entre los mismos indios), así de los que captivaban en las guerras, como de los que hacían esclavos por delictos y por otras vías. Y esto mesmo confirmó muchos años después en una su provisión dada en Valladolid a tres de septiembre, año de cuarenta y tres. Y porque con el achaque de que a los indios se les permitía su uso antiguo de hacer esclavos, había mucha rotura, y los españoles procuraban se hiciesen los que no debían, tenía S. M. prevenido y mandado, so pena de muerte y perdimiento de bienes, que ninguno fuese osado de hacer esclavos, sino con suficiente información hecha ante el gobernador y oficiales reales. Esto por una provisión despachada en Granada a nueve de noviembre del año de veinte y seis. Y lo mesmo mandó en las ordenanzas de Toledo, arriba referidas, y lo mesmo refiere en una su real provisión despachada en Madrid a dos de agosto del año de cincuenta y tres. Y visto que las demás no habían aprovechado para que no se hiciesen muchos excesos, en esta concluyó el negocio, mandando que de allí adelante no se pudiesen hacer esclavos, aunque fuesen habidos en justa guerra. Y porque este su mandamiento consiguiese el debido efecto, escribió la carta siguiente a los prelados y religiosos de la orden del padre S. Francisco, que eran los principales solicitadores de esta buena obra.

Carta del Emperador y Rey nuestro señor, para que los religiosos de la orden de S. Francisco avisen a los indios esclavos que acudan a pedir su libertad.

El Rey.

«Venerables y devotos padres provinciales, guardianes y religiosos de la orden de S. Francisco, que residís en la Nueva España: Sabed que Nos enviamos a mandar al nuestro presidente y oidores de la nuestra Audiencia y Chancillería Real de esa Nueva España, que nombren y señalen una persona de calidad de recta y buena conciencia y celoso del servicio de Dios nuestro Señor y del bien de los naturales de ella, que sea procurador general de los indios y indio que en esa tierra y provincias subjetas a la dicha nuestra Audiencia hay debajo de servidumbre y color de ser esclavos, para que por ellos y en su nombre proclame y pida su libertad de los dichos indios e indias universalmente, y la consigan conforme a las nuevas leyes y ordenanzas por Nos hechas para la buena gobernación de esas partes y buen tratamiento de los naturales de ellas, y declaraciones e instrucciones que después mandamos dar, y que a la tal persona le señalen salario para este efecto, los cuales lo cumplirán así. Y porque Nos deseamos que los dichos indios que conforme a lo susodicho debieren ser dados por libres alcancen su libertad, y para que esto mejor se pueda cumplir y haber efecto con brevedad, conviene y es necesario que el dicho procurador general, que así será nombrado, tenga relación y aviso de todos los indios e indias que en esa tierra estuvieren debajo de la dicha servidumbre de esclavos para que pueda pedir su libertad. Y por tener como vosotros tenéis más noticia dónde están y quién los tiene, habemos acordado de os mandar escrebir ésta. Yo os ruego y encargo que tengáis particular cuidado de avisar y advertir a la dicha persona que así por los dichos nuestro presidente y oidores fuere nombrado por procurador general, de los dichos indios e indias de cualquier calidad que sean, que estén debajo de la dicha servidumbre de esclavos en toda esa Nueva España y provincias subjetas a la dicha Audiencia, así de los que están y residen en las casas y servicio de los españoles, como en las estancias y minas, granjerías y haciendas, y en otra cualquier parte que estén, y del número de ellos y nombres para que pueda pedir su libertad, como Nos se lo enviamos a mandar. Y pues la obra es de tanta caridad y en que Dios nuestro Señor será muy servido, os encargamos tengáis de ello todo cuidado y diligencia, como de vuestro celo y religión se espera. De Valladolid, a siete de julio de mil y quinientos y cincuenta años.»

Cuanto al cargar los indios.

En las ordenanzas de Toledo, hechas el año de veinte y ocho, mandó S. M. que ningún español, de cualquier calidad y condición que sea, fuese osado de cargar a indio alguno para que le llevase alguna cosa a cuestas de un pueblo a otro, ni por fuerza ni de grado, so pena de pagar por la primera vez de cada indio que cargase, cien pesos de oro, y por la segunda trescientos, y por la tercera tuviese perdidos todos sus bienes. Y porque después informándole por muchas vías, que si esto se guardase se perderían los tratos de esta tierra, y los mercaderes no podrían llevar sus mercadurías de unas partes a otras tan ligeramente como con los tamemes, en especial por ser algunos caminos tan ásperos que no se podían caminar con carretas ni con bestias, y que los mesmos indios tenían uso de cargarse en tiempo de su infidelidad, y les venía bien, porque con esto ganaban su vida; con estas relaciones y importunidades le hicieron conceder que se pudiesen cargar los indios, como fuese con su voluntad y pagándoles bien su trabajo, y con que la carga no pasase de dos arrobas. Esto concedió por una su provisión dada en Monzón a trece de septiembre de treinta y tres años. Últimamente, teniéndose por engañado en lo que así le habían informado, y sabiendo que teniendo alguna entrada, nunca los españoles guardaban moderación en estas cosas, proveyó por una su cédula despachada en Valladolid en primero de junio de cuarenta y nueve años, que ninguno cargase indio, como de primero estaba mandado, aunque el indio dijese que lo hacía de su voluntad, so pena de mil castellanos de oro.

Cuanto otros trabajos personales.

En una su real provisión despachada en Valladolid en siete de enero de cuarenta y nueve años, mandó que ningún español de los que tienen indios en encomienda enviase a trabajar los indios en minas, so pena de perder los indios, y más cien mil maravedís. Y por otra su real cédula dada también en Valladolid a veinte y dos de hebrero del mesmo año, mandó que totalmente se quitasen los servicios personales de indios, que se solían dar por vía de tasación o permutación en lugar de tributos. Y en las ordenanzas citadas de Toledo tenía antes mandado que los encomenderos no se sirvan de los indios de su encomienda en minas para ningún efecto, ni les hagan llevar a ellas bastimentos, ni saquen de los pueblos mujeres para llevar a sus casas, ni en otra alguna manera los fatiguen, so las penas que allí les impone. Y por otra cédula en Toledo a diez de agosto del año de veinte y nueve, mandó que no los pudiesen alquilar ni prestar. Y por cédula fecha en Toro en veinte y uno de septiembre de cincuenta y un años, mandó que ni aun al visorey ni oidores no sirviesen los indios. Y fue de parecer, y así lo escribió a su Real Audiencia, que aun los indios delincuentes, por ninguna vía se condenasen a servicio personal. En tanto grado aborreció el buen Emperador este negro servicio personal (que ahora tan sin escrúpulo hacen dar a los indios de por fuerza generalmente en toda la tierra), que si sus cédulas y provisiones acerca de esto se ovieran guardado hasta ahora inviolablemente, no se oviera acabado y consumido tanta multitud de gente, como claramente lo vemos.

Cuanto al buen tratamiento de los indios.

Primeramente, considerando la poca o ninguna resistencia que de su parte los indios tienen para defenderse de los que sin temor de Dios los quisieren agraviar y maltratar, S.M. los proveyó de un protector que volviese por ellos y por sus causas, y los amparase, y éste fue el santo primer obispo de México, D. Fr. Juan Zumárraga, a quien para ello dio su real provisión en Burgos en diez de enero, año de veinte y ocho, despachándolo de primera instancia para su obispado. En las ordenanzas de Toledo el mesmo año de veinte y ocho, puso S. M. remedio a una notable vejación que en aquellos primeros tiempos se hacía a los indios (y que el día de hoy se les hace mucho mayor en el mesmo caso), por estas formales palabras: «Y porque somos informados que al tiempo que los indios hacen sus sementeras y labranzas, los cristianos españoles que los tienen encomendados y en administración, y otras personas, los ocupan y embarazan en sus proprias haciendas y granjerías, por manera que ellos dejan de sembrar y hacer las dichas sus labranzas y sementeras, de que viene mucho daño a los dichos indios, y aun a los españoles, porque de aquello redunda faltarles los mantenimientos y provisiones, y viven en mucha necesidad. Por ende por la presente vos encargamos y mandamos que proveáis, cómo en los tiempos de las sementeras sean más relevados y se les dé lugar para que las hagan como más buenamente se pudieren hacer.» Éstas son las palabras del Rey. Dije que hoy día se les hace mucho mayor agravio y daño que entonces en este caso, porque en lugar de relevarlos en aquel tiempo de su mayor necesidad (que es el de la escarda y el de la cosecha), ordenaron los que han gobernado, que en aquellos dos tiempos, por espacio de diez semanas, den doblada la gente que a cada pueblo le está tasada de ordinario para el repartimiento que llaman y servicio de los españoles, y que esta gente que por entonces dan demás, se les descuente en la que habían de dar entre año. De suerte que en el tiempo en que los habían de relevar, les echan doblada la carga, con lo cual se les pierden sus labranzas y sementeras, y ellos quedan necesitados y pobres.

Cédula para que se guarden las ordenanzas sobre el buen tratamiento de los indios de la Nueva España.

La Reina.

«Nuestro presidente y oidores de la nuestra Audiencia y Chancillería Real de la Nueva España, y a todos y cualesquier nuestros jueces y justicias de todas las ciudades, villas y lugares de ella, y a otras cualesquier personas a quien lo de yuso en esta mi cédula contenido toca y atañe, y a cada uno de vos a quien fuere mostrada o su traslado firmado de escribano: Bien sabéis cómo Nos, deseando la conservación y acrecentamiento de esa tierra, y conversión de los naturales de ella a nuestra santa fe católica, y para su buen tratamiento, mandamos hacer ciertas ordenanzas, firmadas del Emperador y Rey mi señor y selladas con nuestro sello, fechas en Toledo a cuatro días del mes de diciembre del año pasado de mil y quinientos y veinte y ocho. E porque podría ser algunos de vos no mirando el servicio de Nuestro Señor, ni el bien de los dichos indios y conservación de ellos, y por se aprovechar de ellos y ponellos en excesivos trabajos (como hasta aquí se ha hecho) suplicásedes de las dichas ordenanzas o de alguna de ellas, o pusiésedes algún inconveniente o impedimento en su ejecución y cumplimiento, por manera que no habrían efecto, y porque nuestra voluntad es proveer cerca de ello, y que las dichas ordenanzas se guarden inviolablemente, yo vos mando a todos y a cada uno de vos, que veades las dichas ordenanzas de que de suso se hace mención, y las guardéis y cumpláis y ejecutéis, y hagáis guardar y cumplir y ejecutar en todo y por todo, según y como en ellas y en cada una de ellas se contiene, y contra el tenor y forma de ellas ni de lo en ellas contenido no vayades ni pasedes, ni consintáis ir ni pasar en tiempo alguno, ni por alguna manera, sin embargo de cualquier suplicación o apelación que de cualquier de ellas se hubiere interpuesto o interpusiere, so las penas en ellas contenidas, y demás so pena de la nuestra merced y de perdimiento de todos vuestros bienes para la nuestra cámara y fisco, y suspensión de vuestros oficios. Y porque lo susodicho sea notorio, y ninguno de ello pueda pretender ignorancia, mandamos que esta dicha cédula y el dicho su traslado sea pregonada públicamente en la ciudad de México y la Veracruz, y en todas las otras ciudades, villas y lugares de la dicha Nueva España. Fecha en Toledo a veinte y cuatro días del mes de agosto de mil y quinientos y veinte y nueve años.»

Y a los corregidores de la Nueva España, en ciertos capítulos y advertencias que en este tiempo les envió, les manda lo mesmo por las siguientes palabras: «Que estén muy advertidos de todo lo contenido en estos capítulos que hablan en la conversión y instrucción de los indios naturales de estas partes a nuestra santa fe católica, y cerca de la protección y buen tratamiento de ellos, que les debe ser fecho, así por los españoles que los tuvieren en encomienda, como por los caciques y señores naturales, y cerca de sus labranzas y policía, &c.»

Otra cédula para que se castigasen los transgresores de las dichas ordenanzas sobre el buen tratamiento de los indios.

La Reina.

«Presidente y oidores de la nuestra Audiencia y Chancillería Real de la Nueva España: Yo soy informada que las personas naturales de estos nuestros reinos a quien han sido encomendados indios, de dos años a esta parte les han hecho y hacen mucho mal tratamiento, en quebrantamiento de las ordenanzas que por nos están fechas cerca de ello, y mandadas guardar. Y porque esto es cosa a que no se ha de dar lugar, visto en el nuestro Consejo de las Indias, fue acordado que debíamos mandar dar esta mi cédula para vos en la dicha razón, e yo túvelo por bien. Por ende yo vos mando que hayáis información y sepáis por todas las vías y maneras que ser pueda, quién y cuáles personas de los dichos dos años a esta parte han ido y pasado contra las ordenanzas y provisiones nuestras y hecho malos tratamientos a los dichos indios, y la dicha información habida y la verdad sabida, a las personas que en lo susodicho halláredes culpados, prendeldes los cuerpos y proceded contra ellos y contra sus bienes, y contra las personas que de aquí adelante fueren o pasaren contra las dichas ordenanzas en el tratamiento de los dichos indios, condenándolos a las mayores y más graves penas que halláredes por fuero y por derecho que merecen, haciendo sobre todo a las partes a quien tocare breve y entero cumplimiento de justicia. Fecha en la villa de Medina del Campo a veinte días del mes de marzo de mil y quinientos y treinta y dos años.»

Pónense estas cédulas a la letra, para que se vea el ferviente celo y cuidado que estos muy católicos príncipes tenían cerca de la defensa y amparo y buen tratamiento de los indios, conforme a la obligación que tenían a su conservación. Finalmente, de ninguna cosa eran avisados en que los indios eran agraviados, que luego no acudiesen con el remedio. Y no contento con lo proveído, el clementísimo Emperador mandó hacer otras ordenanzas mucho más favorables al bien y conservación de los indios, mandándolas imprimir en el año de mil y quinientos y cuarenta y tres, y envió de ellas algunos traslados impresos a Fr. Antonio de Ciudad Rodrigo, uno de los primeros doce, de cuyo cristiano celo y santa vida tenía noticia, para que los repartiese entre otros religiosos, y procurasen de solicitar cómo las dichas ordenanzas reales se guardasen y cumpliesen. Y por ser ellas tan en favor de los indios, parece que algunos sus mal devotos tuvieron más cuidado de recogerlas y hacerlas desparecer, que los frailes de guardarlas. Sola hallé la carta original con que S. M. las envió a aquel siervo de Dios, que se guarda en el archivo de S. Francisco de México, cuyo tenor es el siguiente:

El Rey.

«Devoto padre Fr. Antonio de Ciudad Rodrigo de la orden de S. Francisco: Sabed que porque fuimos informados que había necesidad de ordenar y proveer algunas cosas que convenían a la buena gobernación de las Indias y buen tratamiento de los naturales de ellas, con mucha deliberación y acuerdo mandamos hacer ciertas ordenanzas sobre ello, de las cuales algunos traslados impresos os enviamos para que las veáis y repartáis por los monesterios y religiosos que os pareciere, y por ellas os conste de nuestra voluntad, y procuréis que las entiendan los naturales de esas partes para cuyo beneficio principalmente las mandamos hacer. Mucho os ruego y encargo que pues todo lo en ellas proveído (como veréis) va enderezado al servicio de Dios, y conservación, libertad y buena gobernación de los indios, que es lo que vos y los otros religiosos de esa orden (según estamos bien informados) hasta ahora tanto habéis deseado y procurado, trabajéis con toda diligencia cuanto en vos fuere, que estas nuestras leyes se guarden y cumplan, encargando siempre a los nuestros vireyes, presidentes e oidores, y a todas las otras justicias que en esas partes oviere, que así lo hagan, y avisándoles cuando supiéredes que no se guardan en algunas provincias o pueblos para que lo remedien y provean. Y si viéredes que en la ejecución y cumplimiento de ello hay negligencia alguna, avisarnos heis con toda brevedad para que Nos lo mandemos proveer como conviene. En lo cual allende que haréis cosa digna de vuestra profesión y hábito, y conforme al buen celo que siempre habéis tenido al bien de esas partes, nos ternemos de ello por servido. Fecha en Barcelona a primero del mes de mayo de mil y quinientos y cuarenta y tres años.- Yo el Rey.- Por mandado de S. M., Juan de Sámano.»

Aquí quisiera yo tener gracia y condición de encarecer las cosas conforme al encarecimiento que merecen, para exagerar y ponderar la entera y llana voluntad y puntualidad con que este discretísimo príncipe acudía al remedio de las necesidades de los desamparados y miserables, no dejando ni perdiendo punto de los que para el debido cumplimiento de sus ordenaciones y mandatos en este caso eran menester. Y sin duda no era otra cosa, sino que reconocía ser tutor de los indios, que (no como los demás sus vasallos, sino como menores) de ese mesmo Dios, y de su Iglesia en su nombre le estaban encomendados. Y sabía muy bien con cuánta diligencia y cuidado los tutores tienen obligación de defender y amparar sus pupilos. Hacia la real majestad la cuenta que en semejante negocio se debe hacer, diciendo: «El talento y capacidad de los indios ya está bien conocido, que no es más que de pequeños muchachos, mayormente estando tan acobardados y subjetos como están; no hay que aguardar que ellos vuelvan por sí, porque no tienen boca para hablar ni balar, aunque los vayan degollando como a corderos. Nuestra cobdicia de los españoles manifiesta es a todo el mundo, que todo lo querríamos, y todo el que se nos pusiese en las manos, no basta para hartarnos. Si los pobres indios por mi descuido padecen, ha de ser a costa de mi alma. Yo estoy tan lejos, que no puedo ver ni entender, sino en sólo lo que me dijeren. Buen gobernador tengo en D. Antonio de Mendoza, buen cristiano es (según la fama que tiene), hombre es prudente, benigno y reportado, y escogido entre millares; pero al fin, hombre del siglo es, hacienda busca, y hacienda ha menester. Criados tiene que le sirven, amigos y allegados tiene, y los oidores lo mesmo; cosa ordinaria es hacer los unos por los otros. Y cosa fácil declinar los que les parece estar muy justificados a lo que les lleva el proprio interese o el de los suyos, olvidando a los más remotos. ¿Pues qué haré para más seguridad de mi conciencia? ¿Con qué diligencia o por qué medio mejor la descargaré? Paréceme que poniéndola en manos de hombres desinteresados que no les pueda mover otro interese más que el del servicio de Dios y amor y defensa del prójimo, particularmente del pobre y menesteroso, en lo que es razón y justicia, buscándolos de tal vida y ejemplo, que yo me pueda bien de ellos fiar y dar crédito a lo que me dijeren.» Y cierto (aunque no declarando que para este fin), particular cuidado tuvo el buen Emperador de informarse y saber qué personas había en esta Nueva España de buena vida, ejemplo y doctrina, como parece por una cédula de su fiel compañera la serenísima Emperatriz, que se seguirá luego aquí abajo. Y por esta y otras vías venía a tener noticia de las personas de quien se podía confiar para les dar entero crédito. Y de tal ayuda como ésta tienen necesidad nuestros Reyes Católicos para acertar en el gobierno de tierras tan remotas y lejanas de sus personas. Lo segundo, no es de menos importancia el aviso de que los indios entendiesen lo que para su buen tratamiento tenía S. M. ordenado y mandado, así para que con libertad de ánimo pudiesen acudir a pedir su justicia cuando en aquellas cosas fuesen agraviados, como también para que cobrasen amor y afición a su rey, viendo que les era favorable. Y por el consiguiente se aficionasen a la ley cristiana, viendo que gobernaban a sus vasallos con piedad y justicia, y no tiránicamente como los caciques del tiempo de su infidelidad. Y así es cierto, que como los religiosos en los púlpitos y fuera de ellos referían a los indios los continuos favores que S. M. les enviaba, no había para ellos cosa de mayor contento que oír nombrar el nombre del invictísimo Emperador. La cédula de que arriba hice particular mención, para que se vean sus favores, es la que se sigue:

La Reina.

«Presidente y oidores de la Audiencia Real de la Nueva España: Porque a nuestro servicio conviene tener entera y verdadera noticia de las personas, así eclesiásticas como seglares, de doctrina y buena vida y ejemplo que en esa Nueva España al presente hay, o adelante oviere en ella, para que ofreciéndose cosas de nuestro servicio, así de administración de nuestra justicia como de provisión de prelacías, dignidades y prebendas y beneficios eclesiásticos, y concurriendo en estos tales las calidades necesarias sean preferidos, como es nuestra intención de los preferir en lo que oviere lugar y conviniere al servicio de Dios y nuestro: Yo vos encargo y mando, que con aquella fidelidad y cuidado que de vosotros confío, os informéis secretamente de cuáles y cuántas personas hubiere de las calidades susodichas en esa provincia para las cosas susodichas, y enviarme heis la relación de ello con vuestro parecer, declarando las calidades de las dichas personas, y cuáles de ellos son buenos pobladores y edificadores y amigos de plantar, y sobre todo, cuáles han hecho buen tratamiento a los indios que han tenido encomendados, y cuáles han sido prevechosos a nuestro servicio y a la república, y de los cargos y cosas para que sean suficientes, así en cargos y oficios temporales como eclesiásticos. Lo cual haced sin tener respeto y afición alguna, pues veis cuánto esto importa al servicio de Dios y nuestro, y a la gratificación de los pobladores en esa provincia. Lo cual nos enviad en los primeros navíos que a estos reinos vinieren. Y este mesmo cuidado y diligencia ternéis dende en adelante para nos enviar la mesma relación de dos en dos años. Y sería bien que los naturales y pobladores de esa tierra sepan de vosotros esta intención y cuidado que tenemos. Fecha en Ocaña a diez días del mes de diciembre de mil y quinientos y treinta y un años.»

Son mucho de notar las últimas palabras de esta real cédula, en que dice: y será bien que los naturales y pobladores de esa tierra sepan esta intención y cuidado que tenemos, es a saber, de buscar tales hombres. Y reparo yo en esto, y no poco me holgué cuando lo hallé pronunciado por boca de aquella santa Emperatriz y Reina, porque conforma con lo que yo (las veces que se ha ofrecido en esta materia del remedio del gobierno de las Indias) tengo dicho, y lo escrebí a España al Arzobispo de México y Presidente del Consejo Real de las Indias, D. Pedro Moya de Contreras, y después lo dí por escripto al virey D. Luis de Velasco, que el remedio de los muchos males que se hacen a los indios, principalmente consistía en que nuestros católicos reyes con mucho rigor tuviesen mandado a sus vireyes de estas partes, que ningún ministro de los indios en lo temporal ni en lo eclesiástico se consentiese tener más cuenta con su proprio provecho temporal, que con el bien de los indios en su conservación, policía y cristiandad; de suerte que ningún tal ministro se proveyese ni continuase o prorogase en el cargo por ningún favor, aunque tuviese cédulas expresas de S. M., sino por ser hombre útil y provechoso para la conservación, policía y cristiandad de los indios. Y los que más útiles en esto se mostrasen, fuesen siempre preferidos en los mejores cargos y prorogados en ellos por todo el tiempo que así lo hiciesen. Y para la pregunta que me habían de hacer, que a do se hallarían estos tales hombres, y tantos como eran menester, tan descuidados de su proprio interese y tan celosos del bien de sus prójimos, yo prevenía la respuesta, diciendo: que como los hombres supiesen que su rey con cuidado los busca tales, y que de estos y no de otros se sirve en este ministerio, ellos se hallarían y harían fuerza a sus siniestras condiciones o inclinaciones naturales, por tener día y victo sirviendo a Dios y a su rey. Y por tanto es bien (como lo dice aquella real cédula) que sepan los hombres esta intención y cuidado que su rey tiene de buscar los que deveras descarguen su real conciencia. Por haberlo tenido el cristianísimo Emperador, halló a un Diego Ramírez, hombre de recta intención y temeroso de Dios, a quien encomendó la visita de muchos pueblos y tierras de esta Nueva España, donde estaba informado que estaban muy cargados y agraviados los naturales indios, y para ello mandó a su Real Audiencia se le diese todo favor y ayuda, y se alargase el término de su comisión y visita, si fuese menester, como parece por una su real cédula dada en Madrid a doce de mayo de mil y quinientos y cincuenta y dos años, que fue causa de remediarse muchos excesos, así de los encomenderos en los tributos y otras cosas, como de los corregidores, tomándoles residencia aquel buen hombre, que no se ahorraba con nadie, porque tomándosela ellos mesmos entre sí unos a otros (como comúnmente se suele hacer), es el juego que dicen, hazme la barba y hacerte he el copete, y por esto no se castigan ni enmiendan. Otro tal como Diego Ramírez fue el licenciado Lebrón de Quiñones, y otros ha habido semejantes a estos.

Cuanto a la inoderacion de los tributos.

Por una cédula dirigida a D. Antonio de Mendoza, que venía por virey a esta Nueva España, dada en Madrid a treinta y uno de mayo del año de treinta y cinco, mandó S. M. no consintiese que los encomenderos llevasen a los indios más tributo de lo que tenían por tasación. Y que si les hubiesen tomado algunas tierras o heredades, se las hiciese volver. Otrosí, por otras muchas cédulas y provisiones reales, en especial una dada en Valladolid a veinte y dos de hebrero de cuarenta y nueve años, y otra en el mesmo Valladolid a ocho de hebrero de cincuenta y uno, y otras dos, fechas juntamente en ocho de junio de cincuenta y un años, con mucho encarecimiento proveyó y mandó al presidente y oidores de esta su Real Audiencia, que las tasaciones de lo que los indios habían de dar, así a S. M. como a los encomenderos, fuesen moderadas, teniendo siempre respeto a que los indios no fuesen agraviados, sino que anduviesen descansados y relevados, de manera que antes enriqueciesen que empobreciesen, y que esto se cumpliese sin embargo de cualquiera reclamación que de ello hiciesen así sus oficiales reales como los encomenderos, o otras cualesquiera personas, y no embargante que por otras sus reales cédulas o provisiones otra cosa en contrario les estuviese mandado. Y últimamente, en el mesmo año de cincuenta y uno, en otra cédula proveída en siete de julio, cerca de esta materia de tributos, pone el capítulo siguiente: «Asimesmo somos informados que a causa de pagar los indios oro en polvo, se siguen muchos inconvenientes, porque demás de no lo haber, se ocupa mucha gente en lo buscar, y se apartan de la doctrina cristiana para lo procurar de haber y rescatar en otras partes, y les cuesta cada peso tres y cuatro reales más de lo que vale, y dejan de ocuparse en labrar y beneficiar sus tierras y se les pierden, y que no conviene permitirse que tributen el dicho oro en polvo, ni que sean compelidos a ello. Y porque (como sabéis) en la cédula que mandamos enviar a esa Audiencia para que se quiten y no haya servicios personales de indios, tenemos proveído y mandado que los indios sean bien tratados y relevados, y que el servicio que ovieren de hacer sea en aquellas cosas que ellos tienen en sus tierras y que buenamente (sin que sea impedimento para su multiplicación y conversión y instrucción en las cosas de nuestra santa fe católica) pueden dar. Y porque nuestra voluntad es, que lo contenido en la dicha nuestra cédula se guarde y cumpla, vos mando tengáis de ello especial y particular cuidado de que los dichos indios sean bien tratados y relevados en el servicio que ovieren de hacer, conforme a lo dispuesto y mandado por la dicha nuestra cédula. Y proveeréis que ellos se ocupen en labrar y beneficiar sus tierras y haciendas.»

Cuanto a la doctrina y cristiandad de los indios.

Primeramente alcanzó el breve del Papa Adriano VI, con que vinieron los primeros doce religiosos Franciscos con toda la autoridad del Sumo Pontífice. Y siempre de allí adelante envió religiosos en cada flota, por toda su vida, mandándolos proveer de lo necesario para el viaje. Y algunas veces proveyó de frailes en mucha cantidad, como cuando Fr. Jacobo de Testera, viniendo por comisario general, a pedimento de S. M., el Papa Paulo III mandó al general de los Franciscos que le hiciese dar ciento y cincuenta frailes. Siempre tuvo cuidadode que no se dejasen pasar a estas partes frailes apóstatas de alguna religión, ni clérigos seglares, si no fuesen muy examinados de buena vida. Y a los que sin licencia habían pasado, mandaba que los hiciesen volver a España. Mandaba también que se enviasen a España los clérigos que habían dejado el hábito de alguna religión, aunque oviese sido con dispensación, presumiendo no serían ejemplares para esta tierra; todo esto con celo de que los indios no viesen ministros de la Iglesia, si no fuesen hombres de buen ejemplo y doctrina. Y aun a los seglares escandalosos y de mala vida, mandaba desterrar de entre los indios. Por una cédula dada en Valladolid en veinte de noviembre de treinta y seis años, mandó que los encomenderos fuesen compelidos a tener ministros de la Iglesia, frailes o clérigos, en los pueblos de su encomienda, porque no tuviesen a los indios sin doctrina, y recado de sacramentos. Para el edificio y ornato de las iglesias, y sustento de los ministros de ellas, mandó se repartiese en ello la cuarta parte de los tributos que los indios daban a S. M., y lo mesmo en los pueblos de encomenderos, y esto por cédula fecha en Monzón a dos de agosto del año de treinta y tres. Porque los indios con más facilidad fuesen industriados de sus mesmos naturales en las cosas de nuestra santa fe católica, mandó por una su cédula fecha en Granada a nueve de noviembre del año de veinte y seis, que le enviasen hasta veinte niños, hijos de los más principales indios, y de los más hábiles, para que por su real mandado fuesen criados, enseñados y doctrinados en monesterios y colegios de España, para que después de industriados y bien enseñados, volviendo a sus tierras instruyesen a sus naturales en lo uno y en lo otro, pues de ellos tomarían mejor cualquiera cosa, que de otros extraños. Aunque éste su buen deseo no pudo haber efecto, porque comenzando ya los frailes de S. Francisco a señalar y querer recoger los niños indezuelos para enviarlos a España, fue tanto el sentimiento que sus padres y deudos hacían, pareciéndoles que se los llevaban captivos para nunca más verlos, que los ovieron de dejar, y dar cuenta a S. M. de lo que pasaba. La santa Emperatriz con este mesmo celo y cuidado envió a esta Nueva España el año de treinta, seis dueñas beatas ejercitadas en mucha virtud, mandando al presidente y oidores de la Real Audiencia de México, que a costa de sus rentas reales les hiciesen edificar casas acomodadas para recoger en ellas las niñas hijas de los indios principales, y otras de populares, y enseñarles juntamente con la doctrina cristiana los oficios mujeriles de las españolas, y manera de vivir honesta y virtuosamente. Esto se cumplió luego y puso por obra, puesto que no duró muchos años. Mas con todo eso, de las indezuelas que allí se criaron, salieron muchas buenas mujeres, que quedaron con el nombre de beatas, y ayudaron mucho a los frailes en las cosas de la doctrina y policía cristiana, como se trató en el capítulo cincuenta y dos del tercero libro, y en el diez y seis de este libro cuarto. Visto que no hubo lugar de llevar a España los niños indezuelos para que allá fuesen enseñados, a los que acá se recogieron en México de diversas provincias, hizo merced la majestad del Emperador de ayuda de costa para su sustento. A los del colegio de Santa Cruz, en el pueblo de Tlatelulco, donde se enseñaban en la latinidad, mandó dar en cada un año mil pesos de minas por ciertos años. A los que se enseñaban en la capilla de S. José a leer y escrebir y cantar y tañer instrumentos de la iglesia, trescientos ducados, que se les dieron también por algunos años. Para alumbrar el Santísimo Sacramento, mandó dar a cada monesterio seis arrobas de aceite en cada un año, media arroba para cada mes. Para la celebración de las misas en los mesmos monesterios mandó dar el vino necesario, respecto de arroba y media para cada sacerdote en cada un año. Para las enfermerías de S. Francisco de México y del convento de los Ángeles, cien pesos en cada un año. Y porque los indios enfermos no quedasen desamparados, mandó edificar un Hospital Real junto a S. Francisco de México, donde se curan con mucho cuidado.




ArribaAbajoCapítulo XXX

De los favores que el muy católico rey D. Felipe ha dado para la doctrina y cristiandad de los indios, y en particular a sus ministros


El muy católico rey D. Felipe nuestro señor (cuyo cristianísimo y piadosísimo pecho es manifiesto a todo el mundo), entiendo que no menos cuidado ha tenido en su tiempo de mandar a sus vireyes y Audiencias lo que toca al buen tratamiento y conservación de los indios en lo temporal. Y esto se deja bien entender, entre otras cosas, de las palabras de su real provisión con que S. M. hizo su virey y gobernador de esta Nueva España a D. Luis de Velasco, el mozo, que ahora acabó su cargo y va con el mesmo al Pirú, cuyo trasumpto tengo en mi poder. Donde declarando las causas que le movieron a hacerle esta merced, y relatando los buenos y fieles servicios de D. Luis de Velasco, su padre, especifica y pone por principales, el haber moderado los excesivos tributos que los indios pagaban, siendo también virey de esta Nueva España, quitado los servicios personales y los tamemes que se cargaban, de que morían muchos y recebían daños intolerables, y libertado los esclavos. Y pues de estas obras, aunque eran proprias del buen Emperador su padre (como queda referido), por haberlas ejecutado el D. Luis de Velasco, el viejo, se le muestra agradecido y se tiene de él por muy bien servido, bien se sigue que después acá no se habrá S. M. descuidado en lo tocante a la prosecución de ellas en las ocasiones que se habrán ofrecido. Y si las cédulas del tiempo del reinado de S. M. estuvieran impresas, como lo están las del reinado del Emperador su padre y señor nuestro, esto pareciera más claro habiendo llegado a nuestra noticia. Verdad es que esto no deja de argüir descuido o culpa en los gobernadores que han sido en esta tierra (si las tales cédulas o provisiones en favor de los indios han venido) en no procurar que viniese a su noticia de ellos, no sólo mandándolas pregonar públicamente, mas también haciendo que los religiosos en los púlpitos se las declarasen, para que tuviesen dentro de sus entrañas el amor y afición que a tan benignísimo rey y señor se debe. Que de no haberse hecho esto, yo soy cierto y buen testigo, porque si alguna vez se oviera hecho, era imposible dejar de venir a mi noticia. En las cédulas impresas, hallo tres que se puedan atribuir a esto que he dicho temporal de los indios. La primera fue hecha en Valladolid a diez de abril de cincuenta y siete años, luego como S. M. comenzó a reinar, por la cual habiendo sido informado que en un sínodo que celebraron en México el arzobispo de la dicha ciudad y los obispos de esta Nueva España el año de mil y quinientos y cincuenta y cinco, en ciertas constituciones que hicieron, mandaron que todos los vecinos del dicho arzobispado generalmente, sin excluir a los indios, pagasen los diezmos que se deben a la Iglesia, so pena de graves censuras que les impusieron, S. M. proveyó y mandó que el dicho capítulo no se guardase cuanto al pagar diezmos los indios. En lo cual, demás de eximirlos de pagar lo que no deben, los libró de muchas y grandísimas vejaciones y extorsiones que sobre ello tuvieran. La segunda cédula fue dada también en Valladolid a seis de noviembre del año de cincuenta y seis, por la cual, demás de dos mil ducados que S. M. había antes mandado dar para la obra y edificio del hospital de los indios, y cuatrocientos ducados en cada un año para ayuda al sustento de los pobres que en él se acogiesen, de nuevo mandó dar de su Real Hacienda otros dos mil ducados para la dicha obra y edificio que se iba haciendo. La tercera fue hecha en Toledo a diez y nueve de hebrero del año de sesenta, en la cual, refiriendo otros sus mandatos que antes en veces tenía hechos sobre que los indios que estaban derramados se juntasen en pueblos, mandó de nuevo a su virey que lo dicho se guarde y cumpla y ponga en ejecución con todo cuidado y diligencia, como cosa que mucho importa. Y porque con más voluntad y de mejor gana los indios se junten en poblaciones, manda que a los que así poblaren, no se les quiten las tierras y granjerías que tuvieren en los sitios que dejaren. El juntarse los indios era cosa de mucha importancia y provecho para ellos, así para su cristiandad como para su policía temporal, haciéndose con el orden debido, mayormente guardando lo que S. M. mandaba de no les quitar sus tierras en los sitios antiguos. Mas es tanta la codicia y poca cristiandad de algunas particulares personas a quien la ejecucion de este negocio se ha cometido, que no han tenido ojo sino a apañar lo que podían, arrinconando a los indios en las peores tierras, y dejando las mejores vacías, con esperanza de entrar ellos o otros sus amigos en ellas, que era ocasión de desbaratarse los indios y cesar la junta de los pueblos, por no saber los vireyes de quién se confiar. Mas yo digo, que si hubiera castigo para los que hacen mal hecho lo que el rey les encarga, y premio para los que en sus cargos son fieles, los hombres se esforzarían a hacer lo que deben, que éste es siempre mi tema en la materia de estos sermones.

Cuanto a hacer limosna a los ministros.

Todas las veces que se han pedido religiosos al rey nuestro señor para cualquier provincia de esta Nueva España, donde ha habido falta de ministros de la doctrina, los ha mandado proveer con toda diligencia, y con mucho mejor provisión de matalotaje y de lo demás que habían menester, de la que se les daba a los que antes solían venir. Y lo mesmo se hace con los religiosos que S. M. manda enviar a las islas Filipinas. A todos los religiosos de las tres órdenes que tienen cargo de doctrinar los indios, hace limosna a cada uno de cien pesos y cincuenta hanegas de maíz para su sustento en cada un año, y del vino para todas las misas, y aceite para la lámpara del Santísimo Sacramento, y los cien pesos para las enfermerías como lo daba el Emperador su padre.

Cuanto a la doctrina y cristiandad de los indios.

Tuvo S. M. cuidado de que sin los monesterios de religiosos que antes se habían hecho, se hiciesen otros de nuevo, como parece por la cédula siguiente:

El Rey.

«Nuestro visorey de la Nueva España e presidente del Audiencia Real que en ella reside: Bien sabéis cómo en la instrucción que os mandamos dar al tiempo que a esa tierra fuistes, hay un capítulo del tenor siguiente: «Y porque somos informados que el principal fructo que hasta aquí se ha hecho y al presente se hace en aquellas provincias en la conversión de los dichos indios, ha sido y es por medio de los religiosos que en las dichas provincias han residido y residen, llamaréis a los provinciales, priores y guardianes y otros prelados de las órdenes, o a los que de ellos a vos pareciere, y daréis orden con ellos cómo se hagan, edifiquen y pueblen monesterios, con acuerdo y licencia del diocesano, en las provincias, partes y lugares donde viéredes que hay más falta de doctrina, encargándoles mucho tengan especial cuidado de la salvación de aquellas ánimas, como creemos siempre lo han hecho, animándolos a que lo lleven adelante, y que en el asiento de los monesterios tengan más principal respeto al bien y enseñamiento de los dichos naturales, que a la consolación y contentamiento de los religiosos que en ellos ovieren de morir. Y se advierta mucho, que no se haga un monesterio junto cabe otro, sino que haya de uno a otro alguna distancia de leguas por ahora, cual pareciere que conviene, porque la dicha doctrina se pueda repartir más cómodamente por todos los naturales. Y para los gastos de los edificios de los dichos monesterios que así se ovieren de hacer, y quién y cómo los han de pagar, se os dará la carta acordada en el nuestro Consejo de las Indias.» E agora por parte de los religiosos de las órdenes de Santo Domingo y S. Francisco y S. Augustín de esa Nueva España me ha sido hecha relación, que si los monesterios que se oviesen de hacer en esa tierra oviese de ser con parecer de los prelados de ella, nunca se haría ninguno, y sería en gran daño de las dichas órdenes y perjuicio de la doctrina cristiana y de los privilegios que las órdenes tienen para poder libremente edificar monesterios adonde les pareciese convenir, y me fue suplicado lo mandase proveer y remediar, dando orden que los dichos monesterios se pudiesen edificar donde a vos pareciese, sin embargo de lo contenido en el dicho capítulo susoencorporado, o como la mi merced fuese. É yo túvelo por bien, por que vos mando que veáis lo susodicho y deis orden que se hagan monesterios en esa tierra en las partes y lugares donde viéredes que conviene y hay más falta de doctrina, sin que sea necesario acuerdo y licencia del diocesano, como por el dicho capítulo susoencorporado se os mandaba, por cuanto sin intervenir lo susodicho vos doy comisión para que vos lo hagáis y proveáis como viéredes convenir, guardando en todo lo demás lo contenido en el dicho capítulo, porque conforme a los privilegios concedidos a las dichas órdenes, no es necesaria licencia del diocesano para hacer los dichos monesterios. Fecha en la villa de Valladolid a nueve días del mes de abril de mil y quinientos y cincuenta y siete años.»

Esto mesmo encargó S. M. al provincial de la orden de S. Francisco de esta Nueva España por una su cédula y carta, fecha también en Valladolid a trece de enero de mil y quinientos y cincuenta y ocho años. Y lo mesmo entiendo también haría a los provinciales de las otras órdenes.

Cédula de S. M. para que no haya novedad, ni se ponga impedimento alguno a los religiosos en la administración de los sacramentos.

El Rey.

«Muy reverendo in Christo padre arzobispo de México, y reverendos in Christo padres obispos de Tlaxcala, y Michoacan, y Guajaca, y Nueva Galicia, y Chiapa, y Guatimala, del nuestro consejo, e a cada uno y cualquier de vos a quien esta mi cédula fuere mostrada, o su traslado signado de escribano público: A Nos se ha hecho relación que en el sínodo que hecistes y celebrastes en la ciudad de México el año pasado de mil y quinientos y cincuenta y cinco, después de concluido hecistes notificar a los religiosos de las órdenes de Santo Domingo y S. Francisco y S. Augustín que en eso partes residen, que no determinasen ningún caso de matrimonio de indios, sino que todos los remitiesen a vosotros o a vuestros provisores, habiéndose usado lo contrario de ello por la gran flaqueza de los indios y dificultad que hay en hacer las probanzas, las cuales no sería posible hacerse por la multitud de los casos que cada día se ofrecen, los cuales aún no bastan a determinar todos los religiosos de las dichas órdenes, con entender en ellos los que son lenguas, que pasan de doscientos, y me ha sido suplicado mandase que cerca de lo susodicho no se hiciese novedad alguna, e que libremente los dichos religiosos pudiesen determinar entre los dichos indios los casos de matrimonios, y administrar los sacramentos como hasta aquí lo habían hecho, y guardásedes cerca de ello los privilegios y concesiones que tenían del Papa Adriano VI y de León X, o como la mi merced fuese. Lo cual visto por los del nuestro Consejo de las Indias juntamente con el sínodo por vosotros hecho, y con las dichas bulas y privilegios, fue acordado que debía de mandar dar esta mi cédula para vos. E yo túvelo por bien. Por la cual os ruego y encargo que cerca de lo susodicho no hagáis novedad alguna, y guardéis sobre ello a las dichas órdenes de Santo Domingo y S. Francisco y S. Augustín sus privilegios y exenciones. Que por la presente mandamos al nuestro presidente y oidores del Audiencia Real de esa Nueva España que no consientan ni den lugar que a las dichas órdenes se les ponga impedimento alguno en lo que toca a la observancia y guarda de los dichos privilegios y exenciones, y se los hagan guardar y cumplir en todo y por todo, como en ellos se contiene. Fecha en la villa de Valladolid a treinta días del mes de marzo de mil y quinientos y cincuenta y siete años.»

Cédula de S. M. para que se les dé todo favor a los religiosos.

«Presidente y oidores de la nuestra Audiencia y Chancillería Real de la Nueva España: Bien tenéis entendido la obligación con que tenemos esas tierras y reinos de las Indias, que es procurar por todas vías y buenos medios la conversión de los naturales de ellas a nuestra santa fe católica. Y porque de esto, desde el primer descubrimiento de ellas, los religiosos que han estado y están en esa tierra han tenido y tienen muy especial cuidado, y así han hecho mucho fructo en la conversión y doctrina de los indios, y al servicio de Dios nuestro Señor y descargo de nuestra real conciencia conviene que tan santa obra no cese, y los ministros de ella sean favorecidos y animados, mucho vos encargo y mando que a los dichos religiosos de las tres órdenes que residen en esa Nueva España, de quien tenemos entera satisfacción que hacen lo que deben y se ocupan en la dicha doctrina y conversión con todo cuidado (de que Dios nuestro Señor ha sido muy servido, y los naturales muy aprovechados), les deis todo favor para ello necesario, y los honréis mucho y animéis, para que como hasta aquí lo han hecho, de aquí adelante hagan lo mesmo, y más si fuere posible, como de sus personas y bondad esperamos que lo harán. Y de lo que en esto hiciéredes, nos ternemos de vosotros por muy servido. De Madrid a diez y nueve de junio de mil y quinientos y sesenta y seis años.- Yo El Rey.»

Cédula del Rey Nuestro Señor para que se haga guardar un breve de Pío V, a pedimento de S. M. concedido a los religiosos de las Indias.

«Nuestro presidente e oidores de la nuestra Audiencia Real que reside en la ciudad de México de la Nueva España: Sabed, que Su Santidad, a nuestra suplicación, ha concedido un breve, por el cual da facultad para que los religiosos de las órdenes de Santo Domingo, y S. Francisco, y S. Augustín administren en los pueblos de los indios de esa tierra los santos sacramentos, como lo solían hacer antes del concilio tridentino, con licencia de sus prelados, y sin otra licencia, como particularmente lo veréis por el traslado del dicho breve, autorizado del arzobispo de Rosano, nuncio de Su Santidad, que en esta corte reside, que con ésta vos mando enviar, el original del cual queda en el nuestro Consejo de las Indias. Y porque al servicio de Nuestro Señor y nuestro, y bien de los naturales de esas partes, conviene que el dicho breve se guarde y cumpla, vos mando que luego que lo recibáis, lo hagáis saber al arzobispo y obispos de esa Nueva España y del districto de esa Audiencia, y proveáis que así ellos como los religiosos de las dichas órdenes, guarden y cumplan el dicho breve en todo y por todo, como en él se contiene, y contra el tenor y forma de él no vayan ni pasen, ni consientan ir ni pasar en manera alguna, Y para que así se haga y cumpla, hareis dar el despacho necesario. Fecha en el Escurial a veinte y un días de septiembre de mil y quinientos y sesenta y siete años.-Yo El Rey.»

Síguese el breve del Papa Pío V, con testimonio del nuncio, arzobispo de Rosano.

«Joannes Baptista Castaneus, Dei et Apostolicae Sedis gratia, Archiepiscopus Rosanensis, sanctissimi in Christo Patris et Domini nostri Domini Pii, divina Providentia Papae quinti, et praedictae Sedis, cum potestate Legati de latere, in Hispaniarum Regnis Nuntius, &c. Vidimus et diligenter inspeximus quasdam litteras apostolicas praedicti sanctissimi Domini nostri, in forma Brevis sub annulo Piscatoris, ad instantiam et suplicationem invictissimi atque serenissimi Domini Domini Philippi, Hispaniarum ac Indiarum maris Occeani, et utriusque Siciliae Regia Catholici expeditas, eidemque catholicae Majestati directas, et pro ejus parte nobis originaliter exhibitas, sanas siquidem et integras, non vitiatas, non cancellatas sut in aliqua earum parte suspectas, sed omni vitio carentes, quarum tenor talis est: A tergo: Charissimo in Christo filio nostro Philippo, Hispaniarum Regi Catholico. Intus vero:

Pius papa quintus. Charissime in Christo fili noster, salutem et apostolicam benedictionem. Exponi nobis nuper fecit tua Majestas Regia, quod juxta Sacri Oecumenici Concilii Tridentini decreta, nulla matrimonia, nisi praesente parrocho, aut de illius licentia, contrahi, nullusque religiosus absque episcopi licentia verbum Dei praedicare, ac secularium personarum confessiones audire, episcopi vero novas parrochias in locis ad invicem longe distantibus constituere possint. Quia tamen in partibus Indiarum maris Occeani religiosi (propter praesbiterorum defectum) hactenus officio parrochi functi fuerunt, et id quod ad conversionem Indorum attinet exercuerunt et exercent: ex quo non modicos sed maximos fructus, etiam verbum De eisdem India praedicando et explicando, ac confessiones audiendo, ad fidei catholicae propagationem fecerunt: dicta Majestas tua nobis humiliter supplicari fecit, quatenus ipsis religiosis (ut illi ad uberiores fructus in dicta conversione Indorum reportandum incitentur) in locis eis assignatis et assignandis, officium parrochi, matrimonia celebrando, et sacramenta ecclesiastica ministrando, prout hactenus consueverunt exercendi, et ab eorum superioribus in capitulis provincialibus obtenta licentia, verbum Dei praedicandi, et secularium confessiones de suorum superiorum licentia audiendi, facultatem concedere, aliasque in praemissis opportune providere de benignitate apostolica dignaremur. Nos igitur qui singulorum (praesertim catholicorum) regum votis ad divini cultos augmentum et animarum salutem tendentes, libenter annuimus, hujusmodi supplicationibus inclinati, omnibus et singulis religiosis quorumcumque (etiam mendicantium) ordinum in dictis Indiarum partibus et in eorumdem ordinum monasteriis, vel de eorum superiorum licentia extra illa commorantibus, ut in locis ipsarum partium eis de simili licentia assignatis et assignandis officium parrochi, hujusmodi matrimonia celebrando, et ecclesiastica sacramenta ministrando, prout hactenus consueverunt (dummodo ipsi in reliquis solemnitatibus dicti Concilii formam observent) exercere, et verbum Dei (ut praefertur) quatenus ipsi religiosi Indorum illarum partium idioma intelligant, de suorum superiorum licentia (ut praefertur) in eorum capitulis provincialibus obtenta, praedicare, ac confessiones audire, ordinariorum locorum et aliorum quorumcumque licentia minime requisita, libere et licite valeant, licentiam et facultatem auctoritate apostolica tenore praentium concedimus et indulgemus. Et insuper, ne in locis illarum partium, in quibus sunt monasteria religiosorum qui animarum curam exercent, aliquid per praedictos episcopos innovetur, cadem auctoritate et tenore statuimus et ordinamus, sic per quoscumque judices et commissarios quavis auctoritate fungentes (sublata eis et eorum cuilibet quavis aliter judicandi et interpraetandi facultate) judicari et definiri debere. Ac quicquid secu super his a quocumque quavis auctoritate scienter vel ignoranter attentari contigerit, irritum et inane decernimus. Mandantes nihilominus dilectis filiis Curiae causarum, Camerae apostolicae, generali auditori, et Beatae Mariae de Mercede, ac del Carmen extra et intra Muros Hispalenses monasteriorum, per priores gubernari solitorum, prioribus, quatenus ipsi vel duo aut unus eorum, per se vel alium seu alios, eisdem religiosis in praemissis, efficacis defensionis praesidio assistentes, faciant eos et eorum quemlibet, concessione, indulto, statuto, et ordinatione, ac aliis praemissis, pacifice frui et gaudere, non permittentes eos per locorum ordinarios et alios quoscumque contra praesentium tenorem quomodolibet molestari, perturbari, aut inquietari: contradictores quoslibet et rebelles per censuras ecclesiasticas, ac etiam pecuniarias poenas, eorum arbitrio moderandas et applicandas (appellatione postposita), compescendo, ac censuras ipsas etiam iteratis vicibus aggravando, interdictum ponendo: invocato ad hoc (si opus fuerit) auxilio brachii secularis. Non obstantibus praemissis, ac quibusvis apostolicis, ac in provincialibus ac synodalibus conciliis edictis generalibus, vel specialibus constitutionibus et ordinationibus, ac monasteriorum et ordinum praedictorum juramento, confirmatione apostolica, vel quavis firmitate alia roboratis, statutis, consuetudinibus, privilegiis quoque indultis, et in litteris apostolicis monasteriis et ordinibus praedictis, eorumque superioribus et personis, sub quibuscumque tenoribus et formis, ac cum quibusvis clausulis et decretis in contrarium quomodolibet concessis, approbatis, et innovatis: quibus omnibus, etiam si pro illorum derogatione sufficienti de illis eorumque specialis specifica et expresa mentio habenda, aut aliqua alia exquisita forma ad hoc servanda foret, tenores hujusmodi, ac si de verbo ad verbum, nihil penitus ommisso, et forma in eis tradita observata, inserti forent, praesentibus pro sufficienter expressis habentes, illis alias in suo robore permansuris, hac vice dumtaxat specialiter et expresse derogamus contrariis quibuscumque, aut si aliquibus communiter vel divisim ab eadem sit sede indultum, quod interdici, suspendi, vel excommunicari non possint per litteras apostolicas, non facientes plenam et expressam ac de verbo ad verbum de indulto hujusmodi mentionem. Et quia difficile foret praesentes litteras ad singula quaeque loca, in quibus de eis fides forsam facienda foret, deferre, etiam volumus, et eadem auctoritate apostolica decernimus, quod illarum trassumptis, manu notarii publici subscriptis, et sigillo alicujus personae in dignitate ecclesiastica constitutae munitis, in judicio et extra, ubi opus fuerit, eadem prorsus fides adhibeatur, quae praesentibus adhiberetur, si forent exhibitae vel ostensae. Datis Romae apud sanctum Petrum, sub annulo Piscatoris, die vigesima quarta Martii, anno millesimo quingentesimo sexagesimo septimo, Pontificatus nostri anno secundo.»

F. De torres.

«Quibus quidem litteris apostolicis originalibus per nos reverenter receptis, illas ad instantiam praedictae catholicae Majestatis per notarium publicum infrascriptum transsumi et exemplari mandavimus, decernentes ut huic publico trasumpto eadem fides adhibeatur, quae eisdem originalibus adhiberetur, si forent exhibitae vel ostensae. Quibus omnibus et singulis, auctoritatem nostram pariter et decretum interponimus, harum testimonio litterarum, manu nostra subscriptarum, sigillique nostri impressione, et infrascripti notarii subscriptione munitarum. Datae in oppido Madrito, Toletanae dioecesis, decimaquarta die mensis Septembris, anno a Nativitate Domini millesimo quingentesimo sexagesimo septimo, indictione decima pontificatus praedicti sanctissimi in Christo Patris et Domini nostri, Domini Pii, divina Providentia Papae quinti, anno secundo. Praesentibus ibidem Dominis Aloysio Busdrago, clerico messinensi, et Joanne Matheo de Floria in eodem oppido commorantibus, testibus ad praemissa rogatis.-Jo. Bap. Archiep. Rosanen., Nuntius.-Et quia ego, Franciscus de Villadiego, segoviensis, publicus apostolica et regia auctoritatibus, necnon regalis Hispaniarum capellae notarius, praemissis omnibus interfui: ideo hic me subscripsi rogatus et compulsus.-Franciscus de Villadiego, Notarius.»

El romance de este breve no se pone aquí por abreviar, porque para los que no entienden latín, basta lo que declara la cédula del Rey nuestro señor, a cuyo pedimento se concedió, la cual es ésta que se sigue:

Cédula de S. M. para que el dicho breve de Pío V se publique con solemnidad en esta Nueva España.

«Presidente e oidores de la nuestra Audiencia Real que reside en la ciudad de México de la Nueva España, y otras nuestras justicias de ella, y a cada uno y cualquier de vos a quien esta mi cédula fuere mostrada, o su traslado signado de escribano público: Bien sabéis o debéis saber cómo Su Santidad, a nuestra suplicación, concedió un breve para que los religiosos de los órdenes mendicantes de las nuestras Indias puedan administrar los santos sacramentos en todos los pueblos de indios, según y de la manera que lo hacían antes del sacro concilio tridentino. Y porque al servicio de Dios nuestro Señor, y nuestro, e para evitar disensiones y discordias entre las dichas órdenes y los clérigos que en esas partes residen, y para que los indios naturales entiendan que sin recelo ni temor pueden acudir a los dichos religiosos de las dichas órdenes para el efecto en el dicho breve contenido, conviene que el dicho breve se publique en toda esa Nueva España, vos mando a todos y a cada uno de vos, que luego que esta nuestra cédula vos sea notificada por parte de alguno de los dichos religiosos de las dichas órdenes, hagáis publicar e publiquéis el dicho breve en las partes y lugares que conviene, con toda solemnidad, por pregonero e con testimonio público, de manera que venga a noticia de todos, que de ello seré servido. Fecha en Galapagar a quince de enero de mil y quinientos y sesenta y ocho años.-Yo El Rey.-Por mandado de S. M., Francisco de Erasso.»




ArribaAbajoCapítulo XXXI

Del daño que se ha seguido después que las órdenes no se justas para dar aviso a nuestros Reyes Católicos de las necesidades de los indios


Por las reales cédulas aquí referidas se conoce bien claro el cristianísimo pecho y el solícito deseo y cuidado que el rey D. Felipe nuestro señor siempre ha tenido en acudir a su obligacion cerca de la doctrina y enseñamiento de los indios en las cosas de nuestra santa fe católica y vida cristiana, pues que teniendo bien entendido (como S. M. lo confiesa) que esto principalmente dependía del ministerio de los religiosos, a esta causa les mostraba y daba los favores que por sus palabras parecen, como medio muy necesariopara animar y esforzar a los obreros de tan pesada y trabajosa obra, como es la que los religiosos celosos del servicio de Dios y bien de los prójimos han ejercitado en esta tierra, teniendo por contrarios a todos los demonios del infierno y a todos los hombres hijos del siglo, tratando con gente y por gente que de su parte apenas tienen un soplo de aliento, sino que de su casa o cosecha lo han de poner todo sus valedores. Y bien se echa de ver la falta que hicieron estos favores después que faltaron de veinte y tantos años atrás en la cristiandad de los indios, que en todo este tiempo siempre ha ido de caída, y ellos a menos. Y esto no por falta de voluntad en la real persona, sino por no ser avisado en la manera que solían los reyes, de las cosas que en estas partes tienen necesidad de remedio, para descargo de su real conciencia, por cuyo medio se conservaron los indios de esta Nueva España, y de otras partes, que perecieran del todo, como los de las islas. Esta manera de aviso era una cuerda o cordón de tres ramales, que el Espíritu Santo dice ser difícil de romper, y así ataba y obligaba al corazón del católico rey, de suerte que no podía dejar de dar crédito al aviso que por tal vía se le daba. Y era que los provinciales de las tres órdenes de Santo Domingo y S. Francisco y S. Augustín se congregaban cada uno con sus cuatro difinidores, y conferían sobre las tales cosas que pedían remedio, y aquello que de su consulta resultaba ser conveniente y necesario, escrebíanlo juntamente a su rey, enviándolo firmado de sus nombres. Y como era parecer de quince personas, y a veces diez y seis con el comisario general de los Franciscos (que con razón se había de presumir eran de los más eminentes de la tierra en ciencia, religión y santidad de vida), ¿qué rey cristiano había de dejar de aceptarlo y parecerle bien? De este funículo o ligadura que Dios había dado por medio para mucho bien de esta tierra (como en los principios de su conquista se causó), tuvo envidia nuestro adversario el demonio, y viendo que estando el cordón torcido, era dificultoso de romper (según Dios lo tenía dicho), dio orden cómo se destorciese, y cada ramal quedase por su parte. Y para este efecto, tomó por instrumento algunas personas del real consejo en tiempos pasados, dándoles a entender no era bien que los frailes tuviesen tanta mano ni tanto crédito con el rey, y que donde ellos estaban no eran menester otros gobernadores (que este título les daban por ser avisadores), y juntamente dio una traza (que bien pareció salir de su aljaba), y fue que uno de los dichos señores (según pareció) concertándose en esto y en otras cosas (no de remedio de pobres) con un principal personaje, hizo que entrase en un capítulo de los frailes Franciscos (donde yo me hallé por capitular), y con título de muy devoto de aquella orden, mostró mucho sentimiento de un yerro dañoso en que los veía, que se juntaban con los frailes Dominicos y Augustinos para escrebir al rey y a su consejo a España. Porque decía: «¿Qué tienen que ver, padres, los negocios del fraile Francisco con los del Dominico y Augustino? Vosotros no tenéis que tratar sino del amparo de los indios y del favor para su doctrina, porque ni tenéis renta ni haciendas, raíces ni muebles. Ellos las tienen, y es lo principal que han de tratar y pretender, como yo y los otros seglares. Pues ¿qué provecho puede traer esto para vuestra pretensión, sino mucho daño, haciéndoos un cuerpo con ellos para tratar de negocios, y más ante el rey que mira estas cosas con mucha advertencia?» Adviértase pues (digo yo) la paliada cautela que el astuto demonio buscó para destorcer y desbaratar el funículo triplex por medio de aquellos buenos hombres, que es de creer tendrían buena intención, mayormente el que propuso la plática, que lo propuesto sentiría así como lo decía. Aunque en buena consideración, bien cabía tener entendido, que cuando las tres órdenes escrebían al rey de consuno, no tratarían de sus haciendas y heredades, sino sólo lo que tocaba a la conservación y cristiandad de los indios (como ello era así verdad); pero debió de bastar aquel color y aparencia de fuera, o no sé si alguna otra ocasión de descuido, pues hemos visto que después acá nunca se han dado al rey los tales avisos por parte de las tres órdenes, como solían, y ésta ha sido la causa de faltar el remedio de las cosas en que se debiera y pudiera proveer, y de haber aflojado el buen celo y espíritu de los ministros, y por consiguiente de haber descaecido mucho la cristiandad de los indios. Mas no es de pasar por alto lo después sucedido, que en muy breve tiempo envió nuestro Dios sobre estas dos personas bien recio castigo. Si fue por esto o por otras culpas, o juntamente por esto y por lo otro, dejémoslo a su divino saber, cuyos juicios son secretísimos. Lo que oimos fue, que el consiliario, que por ventura no deseaba agradar tanto a Dios como al rey, cayó en su desgracia, y murió de pena por una muy justa reprensión que le dio, y el personaje que propuso la plática se vió casi perdido del todo, y fuera perdido mucho más deveras, si su buena ventura no lo escapara, junto con la real magnificencia. Y si Dios envió este castigo por lo arriba dicho, bien cuadra en este lugar su amenaza que hace por el real profeta, diciendo: «No queráis trampear contra mis profetas, ni tocar a mis sacerdotes.» Como quien dice: «porque lo tengo de castigar con mucho rigor.» Mas por esto que he dicho (que son ejemplos de que todos nos debemos aprovechar), no consiento caer en desgracia con los señores del Real Consejo a quien esto no toca, pues en caso que fuera murmuración (lo que Dios no quiera, sino relación de lo que pasa), siendo de uno o de dos, no perjudica a todos los de aquel oficio o estado. Salvo que en los frailes falta esta regla, que si uno hace una travesura o cae en algun descuido o flaqueza, luego dicen ser mala gente los frailes, que hacen tal o tal cosa, como si todos lo ovieran hecho, según lo que se dice de los ratones, que royendo uno solo el queso, luego dicen que los ratones lo comieron. Bien se sabe que en todos los reales consejos ha habido y hay varones rectísimos y de gran cristiandad; mas en algunos puede haber quiebra, que si todos fueran santificados, ni oviera licencia para tocar en alguno, ni nuestro católico rey oviera sido tan desdichado en la confianza que ha hecho de privados y consejeros con haber sido el rey más digno del mundo, de que se le guardara fidelidad por su extremado celo y deseo de acertar en todo, con que a los demás ha hecho ventaja. Cosa mucho de llorar y sentir los que tienen hambre y sed de la justicia, que siendo el rey tan justo y bueno, no halle lealtad en todos sus vasallos. ¡Oh príncipe de España, que habéis de comenzar a reinar de nuevo, pues Dios os proveyó de tantos reinos y señoríos para los gobernar, proveaos también de la sabiduría que para gobernar los suyos dio al rey Salomón, porque no quiso pedir otra cosa! Y baste que os provea de aquella prudencia y celo de bondad y rectitud que comunicó a vuestro padre, con tal que os provea de fieles consejeros que más os ayuden a salvar vuestra ánima, descargando vuestra real conciencia, que a augmentar vuestro patrimonio y hacienda. ¡Oh falsos servidores y inicuos aduladores, que engañáis a los reyes so color de servirles, con infernales trazas de augmentarles las rentas, y buscáis solos vuestros intereses y mejorías, destruyéndoles sus vasallos y reinos! Destruya Dios vuestras trazas y consejos, como destruyó el consejo de Achitophel que daba a Absalon contra su padre David. ¡Oh senadores de los reales consejos, pues sois padres y patronos de la república, compadeceos de vuestra patria España! Y pues Dios en nuestros tiempos la puso en la cumbre de los reinos del mundo, no seáis vosotros causa de su ruina y caída por vuestros particulares provechos, ni menos por los temporales del rey. Considerad que aquel Señor por cuya ordenación y providencia los reyes reinan, y los príncipes tienen imperio, y los poderosos determinan las causas de la justicia, aun a los infieles conservó en la monarquía y señorío del mundo, mientras tuvieron celo del bien común, renunciado el suyo particular, como se verificó en los romanos. Mas en dando en cobdicia de proprios intereses, a la hora los derribó de la alteza en que estaban y los subjetó a extrañas naciones. Y si no os mueve el celo y amor de vuestra patria, muévaos la estrecha cuenta que habéis de dar a Dios, rumiando aquellas palabras con que su divina sabiduría espanta y atemoriza a los jueces que en sus oficios no hacen el deber, diciendo: «Oid vosotros los que mandáis al mundo y os dais contento en el mando de muchas gentes; sabed que el poder y autoridad que tenéis, os fue dado del Altísimo Señor, el cual inquirirá vuestras obras y escudriñará vuestros pensamientos. Y porque siendo ministros de su reino no juzgastes rectamente, ni guardastes la ley de la justicia, ni anduvistes según la voluntad de Dios, en breve y con espanto veréis cómo se hará durísimo castigo en aquellos que gobiernan, porque al pequeño se le concede misericordia, mas los poderosos poderosamente serán atormentados.» Por esto no sin causa avisa el Espíritu Santo por el profeta a los que tienen cargo de gobierno, que sirvan al Señor en aquel su ministerio con temor y temblor. Y si con temor de errar y por ello desagradar a Dios se deben recebir los cargos de gobierno (según este sano consejo), ¿con qué temor debría aceptar el gobierno de Indias, desde la corte de España, el que nunca las vio, ni sabe de qué color son, salvo el color de la plata y de otras preseas que de Indias llevan? D. Martín Enríquez, siendo virey de esta Nueva España, se mostró uno de los prudentes, avisados y entendidos hombres de su tiempo, que parecía no se le escondía persona en esta tierra que no supiese quién era y cómo vivía. Y con ver por momentos indios y tratar cada día con ellos dentro en su palacio (porque nunca salía de México), cuando llegó su sucesor el conde de Coruña, se recogió en un monesterio de nuestra orden en pueblo de indios, mientras se le hacía tiempo y cómodo de embarcar para el Pirú, y por las tardes se salía a pasear a pie por las calles del pueblo, y entraba por curiosidad en las casas de los indios, y veía y notaba, preguntando y inquiriendo toda su manera de vivir, y en la iglesia veía también el modo que se tenía en doctrinar y sacramentar a los chicos y a los grandes, y el concierto que en todo tenían cuatro religiosos que allí moraban, como si fuera un convento de cuarenta. Y después que lo vio todo y consideró, confesó que nunca tal había entendido ni imaginado, y que todo aquello que veía era para él tan nuevo como si nunca oviera venido a Indias ni asistido en estas partes. Y cobró de allí tan grande afición y devoción, que llegando al Pirú envió a pedir una instruccion del modo que acá teníamos en doctrinar a los indios, así a los niños como a los adultos, y yo que esto escribo se la envié, y me lo agradeció. Y si volviera a gobernar la Nueva España, por ventura se oviera de otra suerte con los indios. ¿Cuánto más ignorarán este gobierno los que tan lejos están de tratar cosas de indios por vista de ojos? Verdaderamente es cargo peligrosísimo y mucho de temer, y más para los que tienen temor de Dios y cuenta con sus almas. Puedo decir, y gozarme de ello, que tuve en diversos tiempos, proveídos en aquel consejo dos bien cercanos parientes, padre y hijo de un mesmo nombre, que por seguir el orden de sus provisiones entraron en aquella plaza tanto contra su voluntad y con tanto temor (por tenerlo grande de sus conciencias), que para mí tengo, pidieron a Dios acabar la vida antes que meterse en el golfo de negocios de Indias, pues tan en breve se lo concedió, que apenas fueron proveídos, cuando se los llevó para sí y sacó del mal mundo. Y así entiendo que ni del uno ni del otro se hallará firma en determinación de causas indianas. Y porque me pareció éste un ejemplo que no se debía callar, lo puse por conclusión de este capítulo.




ArribaAbajoCapítulo XXXII

Del modo que se tuvo en juntar los indios en las fiestas para su doctrina y para la misa, y el que ahora se tiene


A los principios cuando esta Nueva España se conquistó y allanó, por andar los españoles tan embebecidos y absortos en la cobdicia de las cosas temporales, y descuidados de la buena policía de la república, se hicieron dos yerros bien dañosos para la cristiandad de españoles y indios, y para la conservación de estos últimos. El uno fue no juntar generalmente a todos los indios en pueblos formados, ciudades, villas y aldeas, puestos por su traza de calles y solares, lo cual entonces se pudiera hacer con mucha facilidad, porque no era menester más que mandarlo a los señores y principales que gobernaban sus pueblos, que no fuera dicho cuando fuera cumplido. Y si se oviera hecho, cosa clara es que estuvieran los indios más dispuestos y más a mano para ser instruidos de los ministros de la Iglesia en las cosas de la fe, doctrina y costumbres cristianas, y ayudados con los santos sacramentos al tiempo del menester, y curados en sus enfermedades, y más amparados en sus personas y bienes temporales con la sombra de los sacerdotes, y estuvieran menos ocasionados para vicios y malos ritos (si algunos les quedaban de su pasada infidelidad), y también más a mano para ser gobernados y hallados de los ministros de la Real Justicia, en lo que toca al régimen de su república. Verdad es que algunos y no pocos de los religiosos miraron en esto, y lo advirtieron a los que gobernaban, y con su favor (sobre todos los cuidados y trabajos que tenían en lo espiritual) se esforzaron a juntar los indios en poblaciones, cada uno a do residía, y así se hicieron muchas, como las hay el día de hoy, que todas fueron hechas por su mano; mas no fueron generales, sino particulares en cual o cual parte, y allí aún no de todos los indios, porque quedaban muchos derramados, y a veces lo dejaban por no tener favor, como me pudiera acaecer a mí, si no tuviera el del virey, en unos pueblos que junté, donde algunos indios rebeldes acudieron a un oidor, natural de Galicia, que rogándole yo no diese oidos en aquel caso a los indios, declarándole el mucho bien que se les hacía en juntarlos, me respondió que no había para qué hacer fuerza a los indios que no querían juntarse, sino estarse derramados adonde los dejaron sus padres; que también en su tierra y en la mía estaban las casas o caserías cada una por sí, y esparcidas por cerros y valles, y no por eso dejaban de ser cristianos. Parecióme que no era razón ni comparación que corría, por la diferencia que hay de cristianos tan ranciosos a los recién convertidos. Cuánto más considerando que los cristianos de las montañas, si estuvieran juntos en poblaciones, no dejaran de alcanzar más cristiandad y tener mejor policía. Y a esta causa no dejé de proseguir mi obra, y con el favor de Dios, y el que tenía del buen virey, salí con ella. Y esto sea cuanto al primer yerro. El segundo fue no hacer también luego pueblos formados de españoles, donde vivieran por sí, sin revolverse con los indios, pues entonces se pudiera hacer con facilidad, y ahora ya me parece que no lleva remedio, pues se ha deseado y buscado el medio y hasta ahora no se ha hallado. El licenciado Juan de Ovando, siendo Presidente del Consejo de Indias poco más adelante del año de setenta, entre otras cosas tocantes a esta tierra, me preguntó qué modo se podría tener para que se hiciesen poblaciones de españoles en ella, sin perjuicio de los naturales. Yo le dí la respuesta por escripto, no confiando de mi lengua; mas ni ella ni otra debiera de ser ya de provecho, por estar lo uno y lo otro todo revuelto y confuso. Para mucho fue D. Francisco de Toledo, pues siendo virey fue bastante para ponerlo por obra en los reinos del Perú, donde dicen que todos los españoles están poblados en poblaciones por sí, y no mezclados con los indios, y esto no ha muchos años que se hizo. Y si en esta Nueva España se oviera hecho esto, los indios se conservaran y no se fueran acabando como se van, porque es cosa sabida y cierta, que los peces grandes andando revueltos con los pequeños, se los van comiendo, y en poco tiempo los consumen y acaban. Y demás de esto, los españoles fueran más cristianos de lo que ahora son, particularmente los que viven fuera de México y de la Puebla y de otras pocas poblaciones que tienen fundadas. Porque los que andan entre los indios, casi generalmente es la mayor lástima y confusión del mundo ver como viven, y el daño que (demás de lo temporal) hacen en lo espiritual a los pobres indios, así con sus malos ejemplos, como en estorbar la doctrina y buen concierto que para la salvación de sus almas tuvieran, si los españoles no estuvieran mezclados con ellos. Y esto se entenderá claramente de muchas cosas que se tocan en esta Historia, y ahora en particular contando el modo que los indios solían tener en el acudir a la iglesia los domingos y fiestas, y el que ahora se tiene, que para sólo éste efecto he traído este largo preámbulo. Es, pues, de saber que en los tiempos pasados de la sinceridad de los indios, cuando estaban obedientes a lo que para su aprovechamiento ordenaban sus eclesiásticos ministros, puesto que no estuviesen juntos en poblaciones sino derramados, los centenarios y veintenarios, el día antes de la fiesta daban vuelta cada cual por todo el barrio que tenía a su cargo, muñendo la gente y apercibiéndola que se acostase con tiempo, porque era día de madrugar y ir con alabanzas al templo y casa de Dios, a pagarle el servicio que se le debía. Después de maitines, a las dos o tres de la mañana, tornaban estos mesmos a dar vuelta por sus barrios, despertando la gente y llamándola con grandes voces, que saliesen a juntarse en el lugar que para ello tenían diputado en el mesmo barrio, para ver y reconocer si estaban allí todos. Juntos en aquel lugar, por lo menos a las cuatro, tomando de allí el camino de la iglesia, puestos en orden a manera de procesión, los hombres en una hilera y las mujeres en otra, guiándolos un indio que iba delante con un estandarte o bandera que cada barrio tenía de tafetan colorado con cierta insignia de algún santo que tomaban por abogado, iban cantando a veces himnos de la fiesta o santo que se celebraba, o de Nuestra Señora, si el barrio tenía cantores (que en aquellos tiempos no faltaban), y a veces la doctrina cristiana, que todos la tenían puesta en canto, y así llegaban a la iglesia. Era una cosa ésta de tanta devoción, que como algunos de los frailes se quedaban orando en el coro hasta la mañana, y los indios iban entrando por el patio de la iglesia con aquella música de divinas alabanzas un barrio tras otro, levantaban el espíritu a los que los oían, y a unos hacían trasportarse en Dios y a otros derritirse en lágrimas de excesiva alegría, considerando las grandes misericordias que el Señor en tan breve tiempo había obrado en aquellas sus criaturas, que pocos años atrás andaban ocupados de día y de noche en sacrificarse a sí mesmos y a sus prójimos a los demonios, y ahora venían desvelados y alegres en el alba del día, cantando alabanzas a su Criador. Y nadie se engañe pensando que estas madrugadas les harían daño a su salud corporal, porque ellos estaban usados a andar lo más de la noche por los cerros y templos de los ídolos haciéndoles mil maneras de sacrificios y servicios; cuanto más que cuando así madrugaban para venir a la iglesia, vivían más sanos, y después que emperezaron y dejaron de madrugar, cobraron más enfermedades. Cuando llegaban al patio hacían oración al Santísimo Sacramento, arrodillados ante la puerta de la iglesia, y aunque no hiciese mucho frío, por ser de mañana hacían muchas hogueras de fuego, donde se calentaban los principales. La gente se iba asentando, los hombres en cuclillas (según su costubre) por rengleras, y las mujeres por sí, y allí los contaban por unas tablas donde los tenían escriptos, y los que faltaban íbanlos señalando para darles su penitencia, que era media docena de azotes en las espaldas. Contados todos, levantábanse de allí y íbanse a asentar delante la capilla donde se había de decir la misa y se les había de predicar, poniéndose los hombres todos a la parte del evangelio, y las mujeres a la de la epístola, y antes que se predicase el sermón, poníanse dos niños o dos mozos o viejos en pie (según lo que cada ministro tenía ordenado en su districto), de espaldas al altar y el rostro al pueblo, y comenzaban a decir la doctrina cristiana en alta voz, respondiéndoles el pueblo palabra por palabra. Decíanla dos veces (si tardaba el predicador en subir al púlpito), aunque lo común era decirla una vez, y luego salía el predicador, y puesto en el púlpito que estaba aparejado, les echaba las fiestas o ayunos que había entre semana, y luego les predicaba una hora, antes menos que más, y acabado el sermón, inmediatamente se comenzaba la misa, y después de dicha se iban a sus casas; de suerte que todos los oficios se acababan entre las ocho y las nueve, antes que calentase el sol, salvo en las grandes festividades, que se celebraban con más solemnidad. Esto era antes que los españoles entrasen en los pueblos de indios y se mezclasen con ellos, y aún duró algún tiempo después, que estuvieron juntos, hasta que con la frecuente comunicación se vinieron a malear, tomando las ruines costumbres que veían en algunos, y eran las más comunes (por ser la gente española que se mete entre los indios por la mayor parte de poca suerte), y no tomando las buenas de otros, que siempre los hay tales entre muchos, porque es natural a la flaqueza humana inclinarse antes a lo malo que a lo bueno. Y entre los demás usos que los indios han pretendido mudar, tomando el de los españoles, ha sido no venir por orden, cuenta y razón a la iglesia, sino cada uno como y cuando se le antojare, que para ellos no puede ser mayor perdición. Y en algunas partes cuasi han salido con ello, que no basta diligencia ni quebrantamiento de cabeza del ministro para hacer que se junten, sino que han de venir los que quieren a las diez o más tarde, cuando no es posible que tengan doctrina ni sermón, porque es ya hora de comer, y esto pasa a do los ministros de la Iglesia o son ellos mesmos descuidados o no tienen favor de los corregidores (porque de estos son muy pocos los que acuden a favorecer la doctrina), o no se atreven a castigar los indios porque no les levanten algun traspié. Mas a do hay favor de la Real Justicia (como el mesmo virey lo ha dado estos años en la ciudad de México, enviando alguaciles y intérpretes de su lengua que se hallen presentes al contar de la gente), todavía se juntan, aunque no tan de mañana como solían, ni viniendo en ordenanza y cantando (que esto totalmente se perdió), y ya que están juntos, de mala gana responden a los que dicen la doctrina, si no son algunas mujercitas devotas; pero a los hombres no hay sacarles palabra, salvo si es el mesmo ministro el que se la dice, como yo por esta causa tengo costumbre de hacerlo. Otra devotísima costumbre se ha perdido del todo a doquiera que entre los indios hay españoles, y era que en tañiendo a la Ave María en cada barrio del pueblo, todos los vecinos de él que se hallaban en sus casas, salían a juntarse en un humilladero que cada barrio tenía en medio de la vecindad, y allí decían la doctrina cristiana en canto; que demás de la devoción que ponía a los que la oían, era de muy gran provecho para que ninguno dejase de saber lo que es obligado de la ley de Dios, y lo que cumple a su salvación. Harta lástima es que en Yucatán y Guatimala y en lo del Perú estén los españoles poblados por sí, y los indios por sí, y que en esto de México, donde a razón hubiera de haber más orden y concierto, no haya esto llevado remedio.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII

De muchos daños que la frecuente comunicación de los españoles ha causado a los indios para su cristiandad


Son tantos los inconvenientes que se han seguido y daños que se han recrecido a los indios para su cristiandad, de estar mezclados los españoles con ellos, que no sé quién podría bastar a contarlos. Mas aunque no sean todos, relataré yo aquí los que me pudiere acordar, para que los que tuvieren celo del servicio de Dios y bien de las ánimas, eviten o remedien los que buenamente pudieren. Cierto es que el mayor mal que se puede pegar a los indios en ruines y depravadas costumbres, antes será de gente soez y baja, que de gente noble y bien morigerada, y como los españoles, demás de ser muchos los que se meten entre indios (como arriba dije), faltos de cristiandad y policía moral, juntamente con esto siempre tienen en su compañía negros y mulatos, y mestizos de diversos géneros y mixturas, no es menos sino que de su cuotidiana comunicación y trato se les pegue a los indios la principal roña de vicios, así en palabras como en obras, en atrevimiento y desvergüenzas, en malicias y ruindades, y en todo aquello que aparta del temor de Dios y respeto y vergüenza de los hombres. Los indios, puesto que fuesen flacos y pecadores (como todos lo somos), tenían una manera de hipocresía o recato, no queriendo que los tuviesen por tales, ora fuese por miedo, ora por vergüenza o por lo que ellos se saben. Y a esta causa, para cometer una flaqueza o pecado, no se fiaran de conocido, ni amigo, ni de su proprio padre, como comúnmente se dice. Ahora lo que han deprendido los que andan a la escuela de estas diversas generaciones, es no sólo pecar sin temor ni vergüenza, mas aún hacerse gavilla, y saberse concertar y ayudar unos a otros para sus malos recados, y preciarse y alabarse de ellos, y aun de lo que no hicieron, infamando mujeres doncellas y casadas. ¿Qué indio se atreviera en tiempo de su infidelidad a hurtar una mujer ajena, y llevársela por ahí adelante con tanta disimulación y seguro como si fuese propria suya? No hubiera quien tal hiciera, porque sabía que no le había de costar menos que la vida, y que no podía huir a do no lo cogiesen. Ahora como han visto que sin pena se las quitan a ellos o a sus vecinos o deudos, hay millares de ellos que hacen lo mesmo. El indio, si hurtaba, era ladrón ratero (trato después de cristiano, que en su infidelidad pocos se atrevieran a hurtar); mas después que han tomado atrevimiento con el ejemplo de españoles y de esotras gentes, tan buenos ladrones se van haciendo como ellos, y algunos ya salen a saltear en los caminos, y son estos los que se crían en los obrajes, que yo no sé en qué conciencias de hombres cristianos pudo caber consentir que en pueblos de indios se pusiesen semejantes cuevas de ladrones, ni sé cómo las dejan pasar adelante, hallando en todas las visitas que les hacen tantas maldades, que por ellas merecían les pusiesen luego fuego y abrasasen, y que no quedase memoria de obrajes. Cuanto más, que si son necesarios para la república, podríanse poner todos en pueblos de españoles y vedarlos en los de los indios. Los dueños de ellos son los mayores ladrones, pues hurtan y saltean a los hombres libres, y los encierran y los tienen captivos como en tierra de moros, y los indios que allí se crían, entrando y saliendo, roban las casas de los vecinos del pueblo si se descuidan. Cuando los indios no conocían españoles o criados de españoles en sus pueblos, no tenían puertas en sus casas, ni temor que en ellas les faltase alguna cosa, aunque todos fuesen a la iglesia sin dejar alguna guarda. Ahora ni les bastan puertas, ni cerrojos con llave, porque se las abren o les saltan las paredes por ser bajas, y así es menester que quede la mitad de la gente los domingos y fiestas sin oír misa a guardar sus casas, so pena de hallarlas vacías de lo que tienen. Preguntará alguno: «¿pues estos indios de los obrajes, o gañanes, o criados de españoles, no oyen misa? ¿no están en aquel tiempo en la iglesia?» Digo que no están en la iglesia, sino donde ellos quieren y como quieren, porque en siendo criados de españoles, tienen licencia para vivir en la ley que quisieren, sin que haya rey ni Roque que se lo pueda estorbar, como gente que no entra en cuenta de los que por cuenta y razón, orden y concierto son regidos en el pueblo. Uno de los mayores daños que la compañía de los españoles hace a los indios es mediante el vino, que por ser ellos inclinados a beberlo, sirve de reclamo y alcahuete para hacer los españoles cuanto quisieren de sus personas y bienes. Y así el ordinario entrar del español por convecino de los indios, es con una pipa de vino por delante, y acaece en algún pueblo de indios, a do no residen más de doce o quince españoles, ser todos ellos taberneros, o pocos menos. Los males que de aquí han sucedido y cada día suceden, nadie los podrá contar; matarse los mesmos compañeros y amigos unos a otros después de haber bebido, sin saber lo que se hacen; matar también muchos a sus inocentes mujeres, porque con el vino comúnmente son furiosos. El aporrearlas y herirlas, es el pan de cada día, venderles sus ropillas para beber, y cuando otras no hay, las suyas proprias y cuanto pueden apañar. Las mesmas mujeres casadas y por casar, acudir a las tabernas y venderse por el vino. Consumir la gente principal en este ejercicio sus tierras y casas es lo de menos, porque acabado el caudal piden prestado a españoles para beber, y no teniendo de qué echar mano, pagan las personas sirviendo en algún obraje. Muchos se hacen haraganes, que no puede aprovecharse de ellos su república, dando en jugar y guitarrear, que éste es un artículo de la doctrina que en la escuela de los españoles han aprendido. ¿Quién nunca imaginara que no solos los indios, sino que también las indias mujeres habían de jugar a los naipes y saber tañer guitarras? De¡juego pocas serán, pero de hacer y tañer guitarras en pueblos grandes, entiendo son más de las que sería menester. Demás de esto, hácense los españoles casamenteros de los indios, ordenando el casamiento de fulano con zutana, como más les cuadra, para servirse de ellos, persuadiéndoselo a los mesmos por la facilidad que tienen, y llévanlos a la iglesia, y quieren que el sacerdote, unos sin saber el Credo ni parte de él, otros sin examen ni averiguación de impedimentos, luego se los case. Y lo que de aquí sucede es, que como el casamiento no salió de su aljaba de ellos, en breve tiempo se desamparan y cada uno de ellos va por su parte. Y hartas veces se halla que él o ella eran casados en otro pueblo. Pues si venimos a malas costumbres de palabras y vicio de la lengua, es cierto que una de las cosas de que los indios carecían era ésta, que no sabían qué cosa era jurar, ni maldecir, ni encomendar al demonio, y como entre los viejos cristianos, y más particularmente entre las mujeres, anda este lenguaje tan disoluto, váseles tanto pegando, que es compasión oírlo. Y no menos ver la mudanza que hay en la crianza de los niños y muchachuelos hijos de los indios de lo que solía, para quien los vio en otro tiempo criarse con una sinceridad, mortificación, obediencia y respeto, que no podía ser más en novicios de cualquiera religión, y con tanto seso y reportación desde niños de cuatro o cinco años, como si fueran viejos de cincuenta, que no parecían sino unos ángeles del cielo; tanto, que viendo los frailes cómo a los indios grandes era tan común el tomarse del vino, platicando sobre ello, solíamos decir: «Verdaderamente estos niños habían de ser los alcaldes y regidores de los pueblos, porque en esta edad tienen el seso y madureza que se puede desear, y después lo pierden por el mucho beber.» Esto solíamos sentir de los indezuelos cuando chiquitos, y no deja de haber algunos de ellos en estos tiempos. Mas ya como nuestros españoles lo tienen todo cundido, y no hay cuasi pueblo ni rincón a do no los haya, como con sus hijos (que hacen mil travesuras y tienen diferentes costumbres) se crían revueltos los de los indios, y tratan unos con otros, pierden su natural encogimiento y cobran osadía y atrevimiento, no para cosas de su salud, sino de su perdición. Y aunque los daños contados son de mucha entidad, concluiré con uno de que se hace poco caso, y a mi pobre parecer habría de ser cuidado de inquisición el remediarlo, por tocar a la honra, acatamiento y reverencia que se debe a nuestro altísimo Dios, y es la poca con que muchos españoles y españolas en los pueblos de indios están en los divinales oficios, ya que vienen tarde y por mal cabo, porque están parlando y tratando ellos sus negocios y contratos, y ellas sus chismerías y burlerías, y esto es ya muy común, y no como quiera, sino que las que pueden tomar primero lugar, se asientan arrimadas a las paredes para volverse unas contra otras y mirarse, como se miran y notan el afeite, tocado y atavío que traen, y ésta es la materia o tema de su sermón que han de tratar con las otras que después vienen, y hacen con ellas corrillo, estando las unas de lado y las otras de espaldas al altar, y cuando mucho, se vuelven a él al tiempo que alzan el Santo Sacramento, y aún esto no pocas veces se les pasa por alto, que algunas yo lo he visto por mis ojos estando oyendo la misa mayor desde el coro, atravesándome saetas de angustia por el corazón, de ver tanta irreverencia y desvergüenza en los que usurpan indignamente el nombre de cristianos, dando tan mal ejemplo a gente nueva en la fe, y que tanta devoción y reverencia tenían cuando eran infieles en los templos de los demonios, y que esto no haya quien lo mire, y menos castigue, siendo un abuso que basta para destruir del todo la cristiandad, y dar en herejías y menosprecio de Dios. Otro que tal es el abuso de los copetes de las mujeres, que parecen diademas de santos, y no hay mujercilla por baja que sea que no quiera usarlos. Y viendo esto los indios, ¿qué han de pensar, sino que las santas de quien les predicamos, eran como éstas en quien ven tan ruines costumbres de obras y palabras, que más parecen de gente sin juicio, que de mediana cristiandad? Porque salidas de la iglesia andan desnudas entre los indios, peores que las muy soeces berceras. Ruego yo a Dios que algun inquisidor tome esta causa, por la honra y reverencia de las santas.




ArribaAbajoCapítulo XXXIV

Del daño que ha hecho el llamarse los españoles cristianos, para la cristiandad de los indios


El título de este cuarto libro (como en su principio parece) es del aprovechamiento de los indios en su cristiandad. Y porque éste no ha sucedido tan felice y próspero como sus ministros deseábamos, voy declarando desde el capítulo treinta las causas de esta esterilidad. Y entre las demás, no ha sido de poco momento un terrible abuso que inconsideradamente se introdujo a la entrada de los españoles en estos reinos, y con menos consideración se sustenta y lleva adelante con harto perjuicio de la cristiandad de los indios, y es, que los españoles entraron en esta tierra de Indias con título de cristianos, y con este mismo título se diferencian el día de hoy de los indios, como si a cabo de setenta o ochenta años que recibieron la fe y se baptizaron los indios, no fuesen cristianos como lo son los españoles y italianos, y los de otras naciones. Si los españoles cuando conquistaron a los indios pretendieran dejarlos en su infidelidad y idolatría en que los hallaron envueltos, bien caía el intitularse cristianos para diferenciarse de los que no lo habían de ser. Pero si era su intento traer a los indios al conocirniento y confesión de la fe de nuestro Señor Jesucristo, y a que fuesen cristianos, como ahora lo son, no debieran entrar con este renombre, sino con el de su nación de españoles, y no afrentarse sino antes gloriarse de él, y juntamente pudieran añadir que eran mensajeros de un solo y poderosísimo Dios, que a todos nos crió, y venían a dárselo a conocer, pues no lo conocían, como yo he aconsejado lo hagan los que ahora van al descubrimiento que llaman del Nuevo México. Ejemplo nos dejaron de esto en la primitiva Iglesia los santos apóstoles y discípulos de Cristo nuestro Redentor, que con haber mucho tiempo que creían en él, y haber convertido gran multitud de gente de su mesma nación hebrea en Jerusalem y por toda Judea y Galilea y Samaria, nunca tomaron el título de cristianos hasta que de ellos y de los gentiles se hizo una Iglesia, cuando muchos de ellos en notable número se convirtieron en Antioquía. Los inconvinientes que de no se haber recatado en esto pueden suceder entre los indios, muy manifiestos son para quien los quisiere advertir y considerar. Cosa clara es que oyendo los indios y viendo (como a cada paso lo oyen y ven) que al español llaman cristiano a diferencia de ellos, diciendo al indio: llámame aquel cristiano, dí esto a aquel cristiano, si me buscare algun cristiano dí que no estoy aquí; cosa clara es, como he dicho, que tratándose este lenguaje (como generalmente se trata por todos los españoles, mestizos y mulatos y negros, y por los mesmos indios, que siguen el uso de los otros, y también por algunos ministros de la Iglesia), habrá muchos indios que hagan reflexión en ello, y digan entre sí cada uno: «Luego yo no soy cristiano. Si al español y al mestizo cualquiera que sea, llaman cristiano no más de porque no es indio, luego el indio no es cristiano. Yo soy puro indio, luego no soy cristiano.» Y en esto no hay dubda sino que vacilarán y dubdarán, diciendo: «¿Si soy cristiano o no?» que es harto inconviniente. Pues pasemos adelante. Quién dubda sino que habiendo visto y viendo los indios (como ven cada día) muchos españoles de muy mala vida y costumbres, y que sin respeto de alguna caridad o projimidad, sin propósito alguno los aperrean y maltratan, y les toman sus hijas y mujeres, y por fuerza les quitan lo que tienen y hacen otros semejantes insultos, y ven que a estos tales los llaman cristianos, dirá el indio con mucha ocasión y razón: «Si a estos llamáis cristianos, viviendo como viven y haciendo lo que hacen, yo me quiero ser indio como me llamáis, y no quiero ser cristiano.» Y de aquí viene que toman odio y aborrecimiento al nombre de cristiano, y por consiguiente al nombre de Cristo de donde se deriva, como de hecho lo han aborrecido al de cristiano en todas las partes de las Indias adonde aún no tenían perfecta noticia de la fe de Cristo. Y si no me creen, vayan a los Chichimecos o a otros indios que estén medio alterados o escarmentados de entradas de españoles, y díganles que van a su tierra cristianos, y verán como en un momento cogen el hato y se huyen al monte con grita y alarido del nombre de cristianos, como quien dice: «Ladrones, ladrones; cosarios, cosarios; enemigos, enemigos.» Y a esta causa, los que de ellos quieren oír la doctrina y subjetarse a la fe, suelen decir a los frailes que van a predicarles: «Venid vosotros cuando quisiéredes; mas no traigáis en vuestra compañía cristianos.» Y esto mesmo se confirma más claramente por lo que hemos experimentado aun de los más doctrinados y domésticos indios, que cuando se quejan de un fraile de malas costumbres o mal acondicionado y penoso, dicen: es como un cristiano. De suerte que el nombre de cristiano lo toman por malo y perverso. Y puesto que ellos quieran en aquello decir, es como un hombre seglar, al fin el nombre de cristiano lleva sobre sí aquella injuria y afrenta, por haber los españoles usurpado para sí este nombre, comunicándolo a todo género de buenos y malos, y excluyendo de él a solos los indios. Por esto dijo con mucha razón el glorioso S. Augustín: «Los que mal viven y se llaman cristianos, injuria hacen a Cristo. De los cuales está dicho y escrito, que por ellos el nombre de Dios es blasfemado.» Y es la autoridad que alega del apóstol S. Pablo, que escribiendo a los romanos hebreos, los reprende porque preciándose de pueblo escogido de Dios, y a quien Dios particularmente dio su ley, no la guardaban, y menospreciaban a los gentiles que no la habían recebido, viviendo por ventura muchos de ellos según la ley de naturaleza más justificadamente que los hebreos en su ley. Y a esta causa les dice: «Por vosotros es blasfemado el nombre de Dios; es a saber, porque os preciáis y alabáis de ser pueblo suyo y os arreáis de su nombre, y vivís peores que gentiles. «Y cuánto Dios sea ofendido y se queje de que se dé ocasión a las gentes de blasfemar su santo Nombre, y con cuánto rigor castigue ésta su injuria, podémoslo entender de lo que usó con el santo rey David, que perdonándole por sus lágrimas y penitencia los pecados de adulterio y homicidio que había cometido, no le quiso perdonar la ocasión que a sus enemigos había dado de blasfemar el nombre del Señor, pues podían decir: «Mirad cuál será este Dios a quien reconoce David, pues con tal hombre como él, adúltero y homicida, tiene amistad y le hace caricias y favores.» Y por esto lo castigó con la muerte del hijo que de Bethsabé le había nacido. Yo alabo a mi Dios, que en llegando a esta tierra me dio conocimiento de este error, y jamás tal palabra salió por mi boca de llamar cristiano al español, sino español, y al mestizo mestizo, y al mulato mulato, y al indio indio, y a todos los tuve siempre por cristianos, buenos o malos, pues son baptizados. Y a mis hermanos los frailes, que les veía seguir este abuso, siempre he procurado de les ir a la mano; que a los seglares no me atreviera por no trabar pendencia con ellos, y a los indios en veces, se lo he predicado; mas como soy, solo, o habrá pocos acaso que miren en ello, por esta vía no lleva remedio. Harto he deseado que por otra lo hubiese con mandato del Santo Padre por obediencia, y poniendo pena de excomunión al que a sabiendas lo quebrantase, y a algunos de mis prelados lo he escripto a España, sino que con otros cuidados más cercanos lo deben de olvidar. De los señores obispos de estas partes me suelo admirar cómo no advierten en esto y en otras cosas de que sus ovejas tienen necesidad, para alcanzarlas del Sumo Pontífice, a lo menos dando de ellas aviso al Real Consejo de Indias, para que por parte del rey nuestro señor se pidan a la Sede Apostólica, pues es éste el camino más cierto por donde todos los menesteres de Indias se deben guiar.




ArribaAbajoCapítulo XXXV

En que se suman muchas cosas que para la cristiandad de los indios han hecho y hacen daño


No se me ha olvidado lo que tengo escrito en el capítulo veinte y uno de este mesmo libro, de algunas naturales y buenas condiciones o costumbres que conocimos en los indios de esta Nueva España, muy favorables para su salvación. Y porque algunos viendo y experimentando las contrarias en muchos de ellos, no me arguyan de pecado, voy declarando las muchas ocasiones que por diversas vías se les han dado y tienen, para que, puesto caso que ellos fueran como unos ángeles, se vuelvan poco menos que unos demonios. Y a esta causa no es maravilla que muy muchos de ellos hayan perdido harta parte del buen natural que sus pasados en uso tuvieron, y aprovechado poco en la virtud y cristiandad, que más que a otras naciones se les ha predicado. Yo los conocí en un tiempo, que por maravilla hallaran indio que le vieran esternudar, y lo noté por espacio de muchos días, maravillándome de ello. Y era porque sólo comían lo que naturaleza había menester para sustentarse, no más que dos o tres tortillas de maíz y unas yerbezuelas cocidas con un poco de ají o chile, que en España llaman pimienta de las Indias. De suerte que no criaban humores superfluos, que tuviesen necesidad de expelerlos por aquella vía. Ahora esternudan hasta los niños de teta, recibiéndolo de sus padres, porque comen carne y las demás viandas que nosotros los españoles comemos, con lo cual crían humores gruesos y superfluos,como nosotros los criamos, y por tanto esternudan como nosotros esternudamos. De esta mesma manera les ha acaecido en la mudanza de las condiciones, cualidades y costumbres antiguas. Eran comúnmente mansos, humildes, dóciles, quietos y pacíficos (fuera de tener guerra con sus enemigos), y tenían las demás calidades con que yo allí los pinté. Si ahora se hallaren muchos de diferentes costumbres, no es de maravillar sino cómo todos ellos no se han pervertido y trocado del todo, según las ocasiones que se les dan y han dado de malos ejemplos que de nosotros han recebido y reciben. Yo me acuerdo de cuando muchos de ellos, así principales como plebeyos, de su voluntad se aplicaban a saber leer y escrebir, y con lo que aprendían se ocupaban en cosas de devoción, y nos las pedían con instancia a los frailes para trasladarlas, y se ejercitaban en ellas con harto aprovechamiento; mas ahora a sus hijos no los podemos traer a las escuelas, ni hay quien se aplique a cosa de saber ni entender, porque unos quieren más ser arrieros, carreteros, pastores o estancieros y criados de españoles, para con aquello eximirse de la pesada rueda que anda en los pueblos de indios con el servicio personal de por fuerza y trabajos ordinarios de su república, que aplicarse a lo que dicho tengo. Y también porque los que se quedan en sus pueblos tienen harto que hacer en poder vivir y hallar tiempo para curar de sus sementeras y pobres granjerías con que sustentarse, ayudándose de sus hijuelos desde que saben andar, sin acordarse de que aprendan algo para conocer a su Dios y procurar de servirle y salvar sus ánimas. Cuánto más teniendo como tienen cada día tantos incentivos y motivos de mal ante sus ojos, y siendo la humana naturaleza después del pecado tan inclinada a lo malo (como lo dijo ese mesmo Dios), y la de los indios aún más flaca, por no haber recebido tanto talento. ¿Pues qué han de hacer, sino irse tras lo malo que ven y olvidarse de lo bueno que les han enseñado? Si su natural complexión es tan cálida, que en el tiempo del mayor frío (con andar cuasi desnudos) están ardiendo, si les ponen tantas tabernas de vino delante, ¿qué han de hacer sino beber hasta más no poder, y después de borrachos cometer enormes delictos de incestos y otras carnalidades, y homicidios? Diréisme que para remedio de esto está ya hecha ley que no se venda vino a los indios. ¿De qué sirve esa ley, si de ella no se saca otra cosa más de que el corregidor se aproveche de la pena, que es dinero, y deja vender al tabernero cuanto quisiere sin irle a la mano, antes se huelga que caiga en la pena por lo que de allí se le pega? ¿Qué ha de hacer el indio si ve tanta remisión en la ejecución de la justicia, que mandando el rey que estén abiertos y patentes los obrajes y no se cierren, solamente cuando el oidor o visitador está presente se abren, y en volviendo las espaldas se tornan a cerrar como de antes, o a lo menos, ya que por cumplimiento los abren, ponen a la puerta un hombre a caballo con una azcona o lanceta, que mire y estorbe si el indio sale y lo apremie a que se entre, aprovechándose del refrán que dice: «hecha la ley, pensada la malicia,» y todos los daños que fue a remediar el visitador se vuelven al mesmo estado en que primero estaban, como si en el pueblo no oviese justicia ordinaria que podría (si quisiese) conservar el remedio que el visitador dejaba puesto? Y de aquí forma el indio un concepto, que en las visitas y diligencias que hacen las justicias, no se pretende el remedio de los males para desterrarlos de raíz, sino sólo hacer una demostración de poner temor por manera de cumplimiento. ¿Qué han de hacer los indios, si ven que los carreteros usan hurtar las mujeres y hijas ajenas en los pueblos por do pasan, y llevárselas encerradas en los carros entre las pipas, donde no se puedan ver, y no hay justicia que lo cele, debiendo visitarlos los jueces a quien está a cargo, los cuales por una bota de vino que les dan los carreteros, callan y disimulan con todo, y no se remedia este robo e insulto, si no es que algún religioso lo vea o sepa y procure el remedio? Por esto muchos de los indios se aplican a ser carreteros, porque viven como en la ley de Mahoma, en libertad, borrachos y amancebados, sin saber cosa alguna de doctrina cristiana, más que los mesmos moros. Y el bueno del carretero su amo alega para descargo de su conciencia, que si no los consintiese vivir a su apetito de aquella manera, no tendría servicio, que todos se le irían en busca de otro amo. Mas yo fiador, que si todos los carreteros fuesen buenos cristianos, temerosos de Dios, y en ninguno de ellos hallasen acogida para semejantes vicios, no les faltarían mozos que les sirviesen en el oficio, viviendo cristianamente. ¿Qué han de hacer los indios, si ven que hay salteadores asalariados de los ganaderos y estancieros, a trescientos pesos por año, que les roban y captivan sus hijos pequeños y hijas, llegando a boca de noche a sus pueblos para cogerlos descuidados, y con algún achaque los llaman y cogen y ponen sobre sus caballos, y los trasportan muy lejos de allí porque no atinen a volverse, y saben que ninguno de estos por ello ha sido castigado? Y estos sin ninguna vergüenza se precian de aquel oficio, diciendo unos a otros: «Vamos a caza de morillos,» como suelen decir en España en las fronteras de Berbería. Todo esto procede de que cuasi generalmente los que tienen cargo de la justicia no hacen caso de los delictos que los españoles cometen contra los indios, habiendo de ser (según toda razón) al contrario, porque los indios que son nuevos en la fe, se confirmasen más en ella, viendo que los cristianos viejos se rigen por el nivel de la recta justicia, y con esto se edificasen, como se edifican los que viven en una ciudad como México, que si ven entre los españoles gente descompuesta y desbaratada, ladrones y otros malhechores, ven también que a unos azotan, y a otros ahorcan, y a otros descuartizan, y a otros queman; y por otra parte ven mucha gente honrada, muy compuesta, de mucha honestidad y crianza, de mucha devoción y concurso a los sermones y a las confesiones, y a hacer limosnas y otras muchas obras buenas y santas, y también ven por todas partes monesterios de frailes y de monjas, tanta frecuentación de misas y oficios divinos en alabanza del Señor, desde que Dios amanece hasta medio día, y después otras horas a la tarde, de todo se satisfacen y edifican, así del castigo de los malos como del ejemplo de los buenos. Por lo cual la gente de más cristiandad entre los indios es la de la mesma ciudad de México y la de su contorno que comunica con ellos, mas la de fuera de México no es tanto, por haber entre ellos gran confusión y behetría, y la justicia que entre ellos se guarda es justicia de compadres. Porque los alcaldes mayores y corregidores, ordinariamente son de los españoles que viven entre los indios, y lo mesmo los escribanos y intérpretes, y todos ellos unos a otros se ayudan, y no pretenden otra cosa sino aprovecharse en lo que pudieren, pidiendo a los indios el maíz, las aves, los huevos, la yerba, y lo demás que tienen, por la mitad de lo que vale, no sólo para el sustento de sus casas, sino también para revenderlo y ganar al doblo, sin otras mil socaliñas, que quererlas contar sería nunca acabar. Pues ir el indio a pedirles justicia, es para su daño, porque si el que a él le han hecho monta dos pesos, por principio de querella ha de entrar con cuatro para el intérprete y escribano, y al cabo (si el pleito es con español) tendrá trabajo en alcanzar su justicia, porque dicen estos jueces que los españoles, y particularmente los vecinos del pueblo donde ellos residen, han de ser favorecidos y preferidos a los indios. Cada vez que me acuerdo y oigo semejantes agravios, alabo al justo y verdadero Juez, que tan bueno y ancho infierno hizo para estos jueces. Trato aquí de lo que pasa en común, que en particular, corregidores y alcaldes mayores hay (aunque pocos) a quien esto no atañe y toca, temerosos de Dios, que con especial cuidado amparan y defienden a los indios en las vejaciones que se les hacen, sino que a las veces, tan buen cargo lleva, o por ventura mejor, el que más roba, como el que tiene cuenta con su conciencia, porque los tales, como hijos del siglo, son más entremetidos y negociantes, y saben traer (como dicen) el agua a su molino. Pues qué diremos de los ejemplos que los indios reciben de algunos de nosotros los eclesiásticos, entre los cuales no falta quien los aperree y aporree, como lo hacen los seglares de poca suerte, que los hombres honrados (aunque seglares) no se apocan a esta bajeza ni abajan a esta poquedad, y por eso dicen los indios de los tales, que no son teopixques, que quiere decir dedicados a Dios, sino cristianos, como los seglares se nombran, que es harto mal que este nombre ande en uso de tan mala opinión entre los nuevos en la fe. Pregunto, pues, ¿qué cristiandad queremos pedir a los indios, si en los que hemos de ser su ejemplo y dechado de toda virtud, ven todas las condiciones contrarias a las que el apóstol dice que ha de tener el sacerdote? Que ha de ser de vida inculpable, como ministro de Dios, no soberbio ni impaciente, no destemplado en comer y beber, no rencilloso, ni codicioso sino caritativo, benigno, templado, justo, santo, honesto y docto, para dar cuenta y satisfacción del oficio que le está encomendado. Si el indio me ve a mí, que soy su sacerdote, nada ocupado en oración y lición, ni recogido, ni ejercitado en obras de virtud, mas todo distraído y derramado en cazas, juegos, parlerías, liviandades, y en comer y beber, ¿qué ha de hacer él, sino imitarme en estas malas costumbres y darse a placeres, sin cuidado ni memoria del Evangelio de Cristo? Y lo que peor es, si me ve disoluto, carnal y deshonesto, ¿cómo no tomará ocasión con esto para que sin temor de Dios y vergüenza de la gente se dé desenfrenadamente a este vicio? Porque al remordimiento de la conciencia (si asomare) le dirá: «Pues que el sacerdote y ministro de Dios lo hace, no debe de ser tan gran pecado,» y al que se lo afeare, se excusará con esto mesmo. ¡Oh sacerdotes y religiosos que sin consideración de vuestro estado y de la observancia y pureza a que os obliga vuestra profesión, desdoráis el oro de la vida apostólica con que vuestros antecesores adornaron la predicación del santo Evangelio, escandalizando y pervirtiendo los corazones de los pequeñuelos y nuevos en la fe! ¿Quién pudiera representaros al vivo el castigo y tormentos que os están aparejados, en lugar de la corona que pudiérades alcanzar con la debida ejecución del oficio y dignidad que indignamente recebistes? Acordaos (si podéis) de lo que dice el Señor, que el ánima que pereciere no sólo por vuestro mal ejemplo, sino por vuestro descuido, os pedirá estrecha cuenta de ella, y os la hará pagar hasta el último cuadrante, alma por alma, pues fuistes puestos por atalayas de la casa del Señor. ¿Pues qué será si tantas almas por vuestra culpa perecieron? En el juicio de Dios no sé qué será de los indios descuidados y faltos en la vida cristiana; mas en el que se nos tomará a nosotros, no hay para que echarles la culpa a ellos, sino a los aquí referidos, que los pervierten con sus malos ejemplos.




ArribaAbajoCapítulo XXXVI

De las muchas pestilencias que han tenido los indios de esta Nueva España después que son cristianos


Entre las cosas que los hombres naturalmente en esta vida más apetecen, es la salud. Ésta y todos los demás bienes temporales (que eran los que los indios deseaban, como el pueblo de los judíos, sin acordarse de los del cielo), les daban a entender los demonios en el tiempo de su infidelidad, que ellos se los concedían y quitaban, conforme al servicio que de ellos recebían. Y con este cebo los atraían a su culto y adoración, y por el contrario los atemorizaban, que si hacían falta en sus ritos y ceremonias idolátricas, les habían de afligir con hambres y enfermedades y con otras semejantes calamidades, como se vio arriba en el capítulo diez y ocho del tercero libro, que cuando los indios se iban baptizando en el principio de su conversión, a algunos de ellos se les aparecía el demonio y los amenazaba que no les había de dar agua para sus panes porque muriesen de hambre, y por ventura también les diría que les había de dar pestilencias. Y habiéndoles Nuestro Señor enviado, por sus secretos juicios, tantas como han padecido después que se convirtieron a su santa fe, si ellos no fueran muy firmes cristianos (aunque por otra parte tan flacos como nosotros los juzgamos), grande ocasión era ésta para que vacilasen en ella y en el baptismo que habían recebido, y aun a otros más antiguos cristianos les hiciera titubear. Empero en ellos, por la misericordia divina, no ha habido memoria ni sentimiento de esto, más que si nunca oviera acaecido, antes recibiendo este azote y visita del Señor con increíble paciencia, confiesan y dicen (como nosotros se lo predicamos) que este castigo les viene por sus pecados. Y porque se vea la mucha ocasión que había para que el demonio sobre este caso los pervirtiese, contaré las grandes y inusitadas pestilencias que han pasado por ellos desde que nuestros españoles llegaron a ésta su tierra. Dejo la primera que esos mesmos españoles en ellos obraron, mediante las guerras de la conquista, y esclavos que enviaron por mar, y minas, y edificios, y otros trabajos de que murieron a los principios gran suma de ellos. Trato solamente de las pestilencias que han sucedido por enfermedad, y la primera fue de viruelas, cosa que ellos nunca antes habían conocido. De esta llegó herido cierto negro que vino en uno de los navíos del capitan Pánfilo de Narváez, cuando el año de veinte vino muy pujante sobre D. Hernando Cortés, y le cayó a cuestas. Y como este negro salió a tierra, fuelas pegando a los indios de pueblo en pueblo, y cundió de tal suerte esta pestilencia, que no dejó rincón sano en toda esta Nueva España. En algunas provincias murió la mitad de la gente, y en otras poco menos. La causa de morir tantos fue por ser enfermedad no conocida y no saber los indios el remedio contra viruelas, y no haber aún venido los primeros frailes, que siempre han sido sus médicos, así corporales como espirituales, y muy particularmente por la costumbre que ellos tienen de bañarse a menudo, sanos y enfermos, en baños calientes, con lo cual se les inflama más la sangre, y así morían infinitos por todas partes. Y hartos fueron los que murieron de hambre, porque como todos caían de golpe, no podían curar unos de otros, ni menos había quien les hiciese pan. Y como en muchas partes morían todos los de una casa, y no podían enterrar a tantos, echaban las casas encima de los muertos, dándoselas por sepultura. A esta enfermedad llamaron los que quedaron vivos, huey zahuatl, que quiere decir la gran lepra, porque desde los pies hasta la cabeza se henchían de viruelas. La segunda pestilencia les vino también de nuevo por parte de los españoles, once años después de las viruelas, y ésta fue de sarampión, que trajo un español, y de él saltó en los indios, de que murieron muchos, aunque no tantos como de las viruelas, porque escarmentados del tiempo que las hubo, se puso mucha diligencia y se tuvo aviso de que no entrasen en los baños, y se dieron otros remedios que les fueron de provecho. A este sarampión llamaron ellos tepiton zahuatl, que quiere decir pequeña lepra, por ser más menuda. Pagóse en esto (si se puede decir paga) nuestra Europa de este nuevo mundo, que de acá le llevaron las bubas (enfermedad natural de los indios y allá nunca antes conocida), y en pago de ella envió acá la Europa su sarampión y viruelas, allá muy usadas y acá de los indios nunca antes sabidas. La tercera pestilencia grande y general vino en el año de cuarenta y cinco, que de reliquia de las pasadas debió de retoñecer. Ésta fue de pujamiento de sangre, y juntamente calenturas, y era tanta la sangre, que les reventaba por las narices. De esta pestilencia murieron en Tlaxcala ciento y cincuenta mil indios, y en Cholula cien mil, y conforme a esto en los demás pueblos, según la población de cada uno. El año de sesenta y cuatro se levantó otra mortandad, al tiempo que el licenciado Valderrama, visitador por S. M., hizo contar los indios y les acrecentó el tributo, porque no debió de agradar a Dios esta cuenta, como le desagradó la que mandó hacer el rey David, por donde envió otra tal pestilencia a su pueblo. El año de setenta y seis vino otra general pestilencia, de que murió grandísima suma de gente por todas partes, y fue de pujamiento de sangre, como las demás, y daba en tabardillo. El año de ochenta y ocho, que hubo carestía de maíz, murió también mucha gente, particularmente en las provincias de Tlaxcala y Tepeaca, y en el valle de Toluca, donde hay tres lenguas o naciones de gente, Matalzingas, Mexicanos y Otomites. Y se vio una cosa maravillosa, que con estar todos mezclados, seguía la pestilencia a la nación de los Matalzingas, dejando en medio las casas de los otros, sin tocar en ellos. En fin del año de noventa y cinco y entrando el de noventa y seis, al tiempo que yo esto escrebía, vino otra generalísima pestilencia, mezclada de sarampión, paperas y tabardillo, de que apenas ha quedado hombre en pie, aunque por la clemencia y misericordia de nuestro benignísimo Dios, no han muerto tantos como solían en otras enfermedades. Y esto habrá sido (a mi parecer) por tres razones. La primera, porque proveyó el piadoso Padre celestial que este trabajo viniese después de cogidos y encerrados los fructos de la tierra que suelen sembrar los indios: que si antes de cogidos viniera, ciertamente entiendo que de esta hecha ellos se acabaran o quedaran pocos. La segunda razón es, porque puesto que en las otras pestilencias, y en cualesquiera enfermedades, los religiosos, demás de curarles sus ánimas confesándolos y comulgando y dando la extremaunción, también les ayudaban (y siempre ayudan) a la cura de la enfermedad corporal con algunas medicinas y con comida. Pero en esta presente necesidad, sobre todas se han aventajado con tan extremada diligencia, que ha puesto admiración y no menos edificación en elpueblo. Y para que mejor esto se entienda, pondré ejemplo en lo más cercano, contando lo que se hizo en la ciudad de Tezcuco, media legua de un ermitorio donde yo estoy. El padre guardián de aquel convento, llamado Fr. Juan Baptista, en el principio de esta pestilencia (cuya fuerza habrá durado por espacio de dos meses) se previno de las medicinas y recado que le pareció convenir. Y luego como los indios venían a confesarse (porque ellos, en dándoles el mal acuden con presteza por su pie, o traídos a cuestas por sus parientes, o en andillas, o como mejor pueden a la confesión), tenía aparejados barberos, que en confesándose luego los sangraban en la portería del convento, y allí reposaban un rato, y luego se les daban jarabes de cañafístola y agua templada, y lamedores a los que los habían menester por la mucha tose. Y de este jarabe se gastaban algunos días cuatro lebrillos o barreñones grandes, porque hubo días que pasaron de trescientos enfermos, y lo ordinario eran doscientos o doscientos y cincuenta. A las preñadas, que no se les podían hacer sangrías, les echaban ventosas sajadas en las espaldas, y se les daba la contrayerba de su enfermedad, que en lengua de México se llama cohuanenepilli, echada en el vino blanco que hacen los indios, caliente; con que sanaban. A los niños los sajaban de las piernas, y se les daba el cohuamenepilli. A todos los enfermos en general se les daba purga de una singularísima raíz que llaman matlalitzic, mucho mejor que la de Michuacan o de otra raíz que llaman ytztic tlanoquiloni, a otros se les da la cañafístola, conforme a lo que cada uno había menester, porque el mejor médico del pueblo acudía a ello y lo ordenaba. Estas purgas se les daban para que las llevasen consigo, diciéndoles cómo las habían de tomar. A los más necesitados daba el padre guardián carne de membrillo y otras conservas y regalos que hizo traer en cantidad de México. Considérese qué parecería en estos días aquella portería y patio del convento de Tezcuco, lleno de tantos enfermos, confesando a unos, sangrando a otros, jaropando a otros, remediando y consolando a otros. ¡Qué de ángeles andarían en ayuda y esfuerzo de este ministerio! Porque de otra suerte, ¿qué fuerzas de hombres bastaran para cumplir con tantas y tan diversas necesidades, mayormente teniendo dentro del convento caídos algunos religiosos? Demás de esto, de los que estaban sanos, para remedio de los indios de lejos que no podían venir al convento, salían por las visitas (que son muchas) llevando consigo barberos y purgas y todo lo demás necesario, y primeramente los confesaban y luego se acudía a lo mesmo que en la cabecera. Y para muchos que rompían en cámaras se usaba de otras medicinas de la tierra, con que los más sanaban. Este cuidado y suma deligencia, que ahora más que nunca se puso, fue la segunda causa de que no peligrasen muchos, ni muriesen como en las otras pestilencias. Y la tercera fue (y bien verdadera) porque proveyó el Padre de las misericordias que para este tiempo y sazón oviese llegado a esta Nueva España por nuevo virey el ilustrísimo y piadosísimo príncipe D. Gaspar de Fonseca y Zúñiga, conde de Monterey, que absolutamente les dio la vida, no permitiendo que en tiempo de tan manifiesta necesidad fuesen en alguna manera apremiados los indios a acudir al trabajo personal de los españoles, no obstante que la mayor parte de las sementeras de trigo estaban por coger, lo que otro virey pasado no hiciera, sino ponerlos en aprieto, como si de derecho divino debieran este servicio. Y con esta largueza han podido respirar y volver en sí, que si los apretaran como otros solían, no tuvieran los enfermos quien les diera un jarro de agua, y los sanos cayeran del proprio trabajo, y de la pena de dejar a los suyos desamparados, y con esto murieran los más. No se contentando con esto el cristianísimo gobernador, tomó tan a pechos la cura de los enfermos en la ciudad de México, como si fueran sus proprios vasallos o criados de su casa, gastando en ello harta cantidad de dineros. Y porque ninguno pereciese por falta de lo necesario, hizo copia de los hombres ricos y honrados de la ciudad, y por sus barrios los repartió de dos en dos, para que por semanas fuesen personalmente en compañía de los religiosos a darles recado de comida y de lo demás que oviesen menester, obligándoles a ello con palabras tan amorosas y cristianas, que salían con ánimo de gastar muy largo en tan cristiana empresa, como lo hicieron, pues hubo hombre de ellos que gastaba cada día veinte carneros, que valen veinte ducados de Castilla, y ochenta, y algunas veces cien reales de pan, sin otros regalos que les llevaba. Limosna de príncipe, más que de un hidalgo común, vecino de la ciudad. Y porque ninguno de ellos se pudiese excusar, les dijo que el que no se hallase con dineros, acudiese con una cédula a su secretario, pidiendo lo que fuese menester. Y el mismo virey enviaba también sus criados con particulares regalos por las casas de los enfermos. Y para los pueblos y provincias fuera de México escribió a los alcaldes mayores y corregidores que pusiesen toda diligencia en la cura de los enfermos, y se les proveyese lo necesario de las sobras de los tributos y bienes de sus comunidades. ¡Sea para siempre loado el Señor, que de tan excelente gobernador y piadoso príncipe y a tal tiempo nos proveyó! Algunos, queriendo medir los juicios de Dios con su pequeño y apasionado juicio, se atreven a juzgar que estas pestilencias tan continuas las envía Dios a los indios por sus pecados para acabarlos, no considerando que si conforme a los nuestros (de los que nos llamamos cristianos viejos) nos oviese de castigar, ya nos oviera de haber consumido del todo, pues son mayores en todo género (fuera de la embriaguez) que los de los indios. Y también a estos acabara de golpe, si fuera ése su motivo. Lo que yo considero (si hemos todos de hablar según nuestro juicio) es que el llevarlos Dios de esta vida, no sólo no es castigo para los indios, antes muy particular merced que les hace en sacarlos de tan malo y peligroso mundo, primero que con el augmento del incomportable trabajo y vejación, se les dé ocasión de desesperar, como se les dio a los de la isla Española, y antes que por nuestras codicias y ambiciones y malos ejemplos y olvido de Dios (que cada día va más en crecimiento) vengan a perder la fe en los peligrosos tiempos que de hoy a mañana esperamos. A nosotros nos castiga Dios en llevárselos, porque si los conservásemos con buena projimidad y compañía, la suya nos sería utilísima, siquiera para provisión de mantenimientos. Y acabados ellos, no sé en qué ha de parar esta tierra, sino en robarse y matarse los españoles unos a otros. Y así de las pestilencias que entre ellos vemos, no siento yo otra cosa, sino que son palabras de Dios que nos dice: «Vosotros os dais priesa por acabar esta gente; pues yo os ayudaré por mi parte para que se acaben más presto, y os veáis sin ellos, si tanto lo deseáis.» Y en una cosa vemos muy claro que la pestilencia se la envía Dios, no por su mal sino por su bien, en que viene tan medida y ordenada, que solamente van cayendo cada día solos aquellos que buenamente se pueden confesar y aparejar, conforme al número de los ministros que tienen, como ellos lo hacen con extremada diligencia, que unos sintiéndose con el mal, se vienen por su pie a la iglesia, y a otros los traen sus deudos o vecinos a cuestas, como atrás se ha dicho, y otros imaginando que han de enfermar, piden confesión antes que llegue el mal. Y acaece a las veces, que luego es con ellos y se mueren. De donde podemos colegir, que sin falta va hinchiendo nuestro Dios de ellos las sillas del cielo para concluir con el mundo. Y plegue a su Majestad divina que nosotros, con nuestra presunción de muy cristianos, sabios y entendidos, no nos hallemos burlados por haber hecho burla (como dicen) de los mal vestidos. Una cosa se note, que los indios no huyen de poblado en tiempo de pestilencia, como lo hacen otras naciones, que se van a las granjas y lugares campesinos, y esto no lo hacen de bestialidad o pereza (según piensan aquellos que todas sus cosas juzgan a mal), sino sobre mucho acuerdo; lo uno, porque no es gente que desea tanto alargar la vida como nosotros: lo segundo con consideración cristiana, como parece en lo que ciertos principales de Jalisco respondieron a su guardián, llamado Fr. Rodrigo de Bienvenida, que llegando ya cerca la pestilencia a aquel pueblo, los juntó en la iglesia y les dio por consejo que cada uno se ausentase a sus heredades, hasta que pasase aquella enfermedad. El cacique y principales le respondieron, que en las manos de Dios estaban siempre, que si él quería que muriesen, tan bien morirían en las heredades, como dentro del pueblo. Y más añadieron, que en el campo morirían como bestias, y por ventura los enterrarían fuera de sagrado, y en el pueblo morirían como cristianos, y como tales los enterrarían en la iglesia, y por tanto querían aguardar allí la voluntad de Dios. El religioso quedó atajado con esta respuesta, y maravillado de que una gente tenida por de tan bajo talento, y tan nueva en la fe (que no había siete años que eran convertidos), tuviesen tan gran consideración y constancia, y respondiesen con tan buena razón.




ArribaAbajoCapítulo XXXVII

De la mayor y más dañosa pestilencia de los indios, por el repartimiento que de ellos se hace para servir de por fuerza a los españoles


Entre las muchas cosas que se podrían contar dañosas y contrarias a la cristiandad de los indios por nuestra parte de los viejos cristianos, hallo ser la principal y más dañosa el repartimiento que de ellos se hace para que nos sirvan contra su voluntad y por fuerza. La razón es, porque ninguna cosa puede ser más contraria ni que más estorbe a que los indios abracen y reciban de voluntad la vida cristiana, que aquello que les da ocasión de aborrecerla. El repartimiento que de ellos se hace para que nos sirvan por fuerza a los españoles, les da probatísima ocasión para que aborrezcan la vida y ley de los cristianos; luego bien se sigue que el tal repartimiento es la cosa más contraria a su cristiandad, y por consiguiente la que los Reyes de Castilla nuestros señores más deben de evitar y prohibir que no se haga, pues el fin del señorío que SS. M M. tienen sobre los indios, es procurar con todas sus fuerzas que se les predique y enseñe la ley cristiana con tal suavidad, que los convide y persuada a que la reciban y abracen con toda voluntad, porque enseñársela con sola palabra y con obras contrarias a lo que se les predica, claro está que no se les predica o presenta para que la reciban, sino para que la aborrezcan. Que este repartimiento les dé probabilísima ocasión para que tengan por mala y aborrezcan la ley y vida cristiana, es cosa evidente por los discursos que ellos probablemente harán, como los hiciéramos nosotros si fuéramos ellos. Porque para sacar esta verdad a luz, ningún medio hay mejor que hacer esta cuenta. Si nosotros fuéramos estos, y estos nosotros, ¿qué hiciéramos y dijéramos? ¿Qué pensamientos fueran los nuestros si nos echaran a cuestas este repartimiento? Paréceme que hiciéramos estos discursos, y dijéramos: «¿Qué ley es ésta que estos hombres nos predican y enseñan con sus obras? ¿En qué buena ley cabe que siendo nosotros naturales de esta tierra, y ellos advenedizos, sin haberles nosotros a ellos ofendido, antes ellos a nosotros, les hayamos de servir por fuerza? ¿En qué razón y buena ley cabe, que habiendo nosotros recebido sin contradición la ley que ellos profesan, en lugar de hacernos caricias y regalos (como dicen lo hacen los moros con los cristianos que reciben su secta), nos hagan sus esclavos, pues el servicio a que nos compelen no es otra cosa sino esclavonía? ¿En qué ley y buena razón cabe, que nos hagan de peor condición y traten peor que a sus esclavos comprados, pues vemos que sus negros son regalados, y ellos son los que nos mandan y fuerzan a que hagamos lo que ellos habían de hacer? ¿En qué buena ley y razón cabe, que sobre usurparnos nuestras tierras (que todas ellas fueron de nuestros padres y abuelos), nos compelan a que se las labremos y cultivemos para ellos? Mayormente en el mesmo tiempo que habríamos de acudir a beneficiar las pocas que nos dejan para nuestro sustento, y por su causa se nos pierden. ¿En qué buena razón y ley cabe, que habiéndose multiplicado tantos mestizos, y mulatos, y negros horros, y españoles pobres y baldíos, a ninguno de estos se haga fuerza para que sirvan, sino a solos nosotros, siendo los que tributamos al rey o a encomenderos, y los que sustentamos el concierto de nuestras repúblicas, y llevamos a cuestas otras imposiciones? ¿En qué buena ley o razón cabe, que viendo van ellos en mucho augmento, y nosotros en tanta diminución, y que claramente nos van consumiendo, no se compadezcan de nosotros, ni se contenten con que les tenemos edificadas ciudades de muy grandes y buenas casas, iglesias y monesterios, estancias y granjas con que están sobradamente acomodados, y las que nosotros los que éramos señores y principales teníamos antes que ellos viniesen, están unas medio caídas, otras del todo asoladas por no haber quien nos ayude a repararlas? ¿En qué razón o ley cabe, que los que somos nietos y biznietos, legítimos sucesores de los que fueron señores naturales de esta tierra, y algunos de reyes, como fueron los de México, Tezcuco y Tlacuba, aprendamos oficios mecánicos para podernos sustentar, por no tener quien nos labre tierras de pan, y que las nietas y biznietas de estos mesmos señores y reyes anden por los mercados granjeando alguna miseria de que puedan vivir, y ellas mesmas se amasen sus tortillas si han de comer, y vayan por el cántaro de agua si han de beber, porque no alcanzan un indio ni una india que les sirva, y que los más bajos villanos venidos de España, y las mujeres que allá ovieran de servir de mozas de cántaro, aunque tengan sus casas proveídas de gente, quieren que de barato se les den indios de servicio y de por fuerza, y que también lo pidan como por derecho? ¿En qué buena ley cabe (dirá el indio) que el día que me desposan con mi mujer (cuando todos los hombres del mundo se huelgan con sus mujeres), me han de hacer ir al repartimiento, y voy por ocho días y me hacen estar treinta? ¿En qué buena ley cabe, que el día que pare mi mujer y tiene la tierra por cama, y cuando mucho con sola una estera, sin otro colchón ni frazada, y habiéndole de traer alguna leña con que se calentar y darle de comer, me han de hacer ir por fuerza a servir al extraño, y cuando vuelvo la hallo muerta a ella y a la criatura, por no haber quien les sirviese y diese recado? ¿En qué buena ley cabe, que si ando trabajando en la labranza o hacienda del español, y me da la enfermedad y le digo que, estoy malo, que no puedo trabajar, me responde que miento como perro indio, y hasta que allí acabe la vida no me deja venir a mi casa? ¿En qué buena ley cabe, que si estoy convaleciendo de mi enfermedad, me han de hacer ir (aunque más me excuse) flaco y desventurado al repartimiento, y en el camino tengo de acabar la vida, porque si no puedo caminar de flaco diez o doce leguas adonde me llevan, me dan con un verdascon que me hacen atrancar más que de paso? ¿En qué ley de caridad cabe, que sabiendo los que gobiernan cómo muchos de los españoles en cuyo servicio nos ponen, por ver que nos tienen en su poder de por fuerza, nos tratan mucho peor que a sus galgos, haciéndonos infinitos agravios, ellos y sus negros o criados, quitándonos la pobre comida que llevamos de nuestras casas y la ropa con que nos cubrimos, encerrándonos en pocilgas donde sin ella dormimos, haciéndonos trabajar cuando hace luna de noche, como cuando no la hace todo el día, cargándonos pesadísimas cargas, no dejándonos oír misa domingos y fiestas, teniéndonos a veces dos y tres semanas en lugar de una, levantándonos algún hurto o cosa semejante para que nos vamos huyendo sin paga y sin nuestra ropa; con todas estas y otras mil vejaciones (que muchas veces se les han representado) no se muevan a compasión para quitarnos de a cuestas esta tan dura esclavonía, sino que la quieran llevar adelante, hasta acabarnos del todo? Dirán que ya tienen puestos jueces del repartimiento para que no consientan los tales agravios, como si aquellos jueces fuesen unos santos, libres de toda codicia, y muy celosos de la caridad y recta justicia, porque por la mayor parte vemos que son como los prepósitos o maestros de las obras puestos en Egipto por faraón para que más afligiesen al pueblo de Israel. ¿En qué buena ley cabe, que los que somos regidores en nuestros pueblos, y alcaldes y gobernadores, por ser indios, en pago de nuestro trabajo que pasamos en juntar los que han de ir al repartimiento (con no ser de nuestro oficio, ni obligarnos a ello alguna ley, antes la natural nos obligaba a estorbarlo), con todo esto, por la fuerza que nos hacen, nos compelan a prender todos los indios que pudiéremos haber, aunque sean de los que no les cabe el repartimiento (porque los que les cabe se esconden y huyen, no pudiendo llevar tan pesada carga), y que los tengamos en la cárcel (como los tenemos) tres o cuatro días, y a veces toda la semana, muriendo de hambre? Porque faltando del número de la gente que dicen hemos de dar, lo hemos de pagar nosotros. ¿Y que tenga autoridad un alguacil pelado (por ser español, que por ventura fuera azacán en su pueblo), para llevarnos presos a gobernador y alcaldes, y traernos afligidos el tiempo que le parece, como si fuéramos los más bajos pícaros del mundo?» Y tras estos discursos, concluirán con decir: «Si ninguna ley con razón y justicia puede consentir alguna de las cosas aquí dichas, y todas ellas las consiente la ley de los cristianos: luego es la más mala del mundo y digna de ser aborrecida.» ¿Quién quita que los indios no discurran por estas y otras semejantes vejaciones que proceden del repartimiento, pues les dio Dios entendimiento como a nosotros, y aun harta más retórica en sus dichos y sentimientos, que la que yo aquí llevo? Sino que con el temor que les tienen puesto, callan y todo se lo tragan. Aunque es verdad que en días pasados a cierto indio, señor natural de una de las buenas provincias de esta Nueva España, y tan ladino y entendido como cualquier español, quejándose de la apretura en que un virey les ponía sobre esto del repartimiento, le oí palabras tan sentidas y tan puestas en razón de hombre, acompañadas con hartos sospiros, que yo (por ser cristiano y español) me hallé el más confuso y atajado del mundo, no sabiendo qué responder, ni cómo negar la verdad de tan manifiestas y cristianas razones. Y ciertamente digo, y es así, que con harta vergüenza se les predica a estos el Evangelio de Cristo, porque si osasen hablar, muy justamente nos podrían decir a los españoles lo que dice el italiano: «Fate fate, non parlate. Hermanos españoles, predicadnos con obras, y dejaos de palabras solas, que sin ejemplo se las lleva el viento.» Pues si el servir por vía de fuerza a los españoles en sus casas o en sus heredades se les hace a los indios tan grave teniéndolo por cruel agravio, ¿qué será de los miserables que les hacen ir diez y quince y veinte leguas, y no sé si treinta, a trabajar en las minas? Cosa que (a mi ver) habría de poner horror al hombre cristiano. Porque ejercitar nosotros los cristianos en los que se convierten a nuestra fe, sin intervenir culpa de su parte, las obras penales que los gentiles en la primitiva Iglesia ejercitaban en los mártires que no querían negar la fe de Jesucristo, por el aborrecimiento que les tenían, y deseo de atormentarlos y matarlos, ¿qué mayor inhumanidad y maldad puede ser? Bien sabemos que el echar hombres los gentiles de por fuerza a las rninas, era pena que se daba, o a los que por sus delictos merecían la muerte, o a los cristianos por matarlos con mayor trabajo y tormento. Pues que esto se haga con los inocentes que idólatras se hicieron cristianos, y por mandado de los que profesamos esta ley, ¿qué razón de hombres habrá que lo pueda justificar, si no es negando con ciega codicia el dictamen de la recta razón? Yo para mí tengo que todas las pestilencias que vienen sobre estos pobres indios, proceden del negro repartimiento alguna parte, de donde son maltratados de labradores y de otros que les cargan excesivos trabajos con que se muelen y quebrantan los cuerpos. Mas sobre todo, de los que van a las millas, de los cuales unos quedan allá muertos, y los que vuelven a sus casas vienen tan alacranados, que pegan la pestilencia que traen a otros, y así va cundiendo de mano en mano. Plegue a la divina clemencia que si de nuestra parte no se pone remedio, sea servido de hundir en los abismos todas las minas, como ya hundió en un tiempo las más ricas que en esta tierra se han descubierto, echándoles sierras encima, de suerte que nunca más parecieron.




ArribaAbajoCapítulo XXXVIII

En que se prosigue la materia del repartimiento de los indios para servir de por fuerza


Después de los discursos en el capítulo pasado señalados, que harán o podrían hacer los indios en daño de su cristiandad, hay otras razones contra este su inicuo repartimiento, en especial una, cerca de la que los españoles alegan para su justificación, diciendo que los indios no se alquilan para trabajar, y que si no se les hiciese fuerza para ello, padecería toda la república española, no se cogiendo trigo. Esta aparente y fingida razón tiene muchas respuestas que la desbaratan. La primera, negando lo que se presupone, que los indios no se alquilan de su voluntad, como falsísimo. Porque antes que con este repartimiento los pusiesen en aprieto, no faltaban indios que se alquilasen. Y me acuerdo que los indios de la provincia de Otumba, con andar entonces muchos años ocupados en traer una agua de lejos a su cabecera, tenían fama sobre todos los demás, que acudían mejor a ello y eran mejores trabajadores. Cuanto más que el alquilarse a los españoles les es forzoso a los indios para tener dinero con que pagar sus tributos, y suplir las necesidades de sus pueblos y las proprias de sus familias, y así no pueden dejar de alquilarse, como de hecho se alquilan aún ahora con toda la apretura de su repartimiento. Y aunque no acuden a todos (porque no todos se hacen dignos), a lo menos acuden a los que los tratan bien. Y de diversos españoles he sabido que tienen para sus labores más indios de los que quieren. Pero si el labrador a menos precio compró de indios o alcanzó de merced dos caballerías de tierra, y mete el arado por todas las demás que ve por delante, sin dejar casa de indio ni cementerio de iglesia, y viene a sembrar seiscientas o ochocientas hanegas, ¿qué indios han de bastar para labrárselas a él y a sus vecinos, que hacen otro tanto? Cierto es que no bastarán todos los pueblos de la comarca, ni podrán acudir a ello. Mas puesto que los indios no acudiesen a alquilarse para el trigo, niego que por esto los españoles oviesen de morir de hambre, pues el pan de maíz es de tanto sustento y no menos sabroso, de lo cual hay cantidad en esta tierra, y mucha gente española dejan el pan de trigo por él. Y éste sería mas fácil de labrar y coger, y sobraría, mayormente esforzándose a sembrar algo los españoles, y procurando que los indios sembrasen más de lo que siembran. En las islas Filipinas ¿hay trigo o maíz? ¿No se sustentan los españoles con arroz? Y si no queremos pasar sin el regalo del trigo, búsquese otro medio sin matar y acabar los indios. ¿Es posible que tan para poco es la república española en esta tierra, que donde habrá cien mil hombres o más en ella, no se sabrían dar maña y concertarse de suerte que no todos fuesen mercaderes o taberneros, o regatones y renoveros, sino que oviese de los pobres quien a los más ricos sirviese, y quien se alquilase y trabajase, y no que todos sean señores y mandones? Mayormente habiendo (como alegan los indios) tanta chusma de gente perdida y baldía de españoles, mestizos, mulatos y negros horros, que aún para asegurar los caminos y poner en orden esa mesma república sería menester usar de este medio. Querría yo saber qué medio se tomará para que haya trigo y no falte cuando los indios se acaben, pues ya falta poco según se les da la priesa. ¿No sería mejor comenzar a ponerlo con tiempo, para que los hombres estuviesen ya hechos a ello, y no aguardará que se les haga mal el trabajo, que al tiempo de la priesa no los puedan encarrilar? Y si fuese menester que ayudasen los indios, ¿no bastaba mandarles que en cada pueblo hiciesen una sementera de trigo de comunidad, conforme al número de los vecinos, o que cada indio hiciese una sementerilla de diez o doce brazas de trigo, y con esto valdría más barato que ahora que lo encierran todo los españoles, aguardando tiempo de más carestía? Empero no es ésta, no, la hambre del continuo servicio. No es el trigo sino cabeza de lobo, y lo que pretenden los que lo piden y quieren llevar adelante, es engordar y ensanchar, y tener más y más para sus vanidades y superfluidades con el sudor y sangre de los pobres indios, teniéndolos en perpetuo captiverio, sin hacer cuenta de lo de mañana, y aprovecharse de presente todo lo que pueden. Veamos ahora, pregunto yo: si este repartimiento de los indios se pide por la necesidad de los panes, pues para esta labor no han de servir los indios sino solamente en los dos tiempos de la escarda y de la siega, ¿porqué los traéis todo el año y toda la vida en rueda de repartimiento, sin dejarlos descansar ni una fiesta de la vocación de su iglesia, ni una pascua? No es sino para que vos que los recibís, los vendáis a otro, y el otro los envíe al monte a y labrar madera para venderla, y el otro a la calera, que es su granjería, y así de los demás a sus menesteres y intereses, y todo lo ha de hacer el desventurado indio, aunque reviente. A esta causa, muchos de los labradores han pedido por veces a la Real Audiencia o a los vireyes, que no haya repartimiento de indios, porque la mayor parte de los repartidos se llevan los que los venden de mano en mano. Y no habiendo repartimiento, los labradores que tratan bien a los indios, saben que los tienen seguros, que no dejarán de acudir a sus labores, y cada uno tiene sus gañanes señalados y para sí apropriados, cual veinte, cual cuarenta, y algunos sesenta y ochenta, y no sé si más. Sino que pasa también en esto una cosa donosa, que entrando con ellos por gañanes, los aproprian de tal manera para sí, como si fuesen sus esclavos comprados, sin dejarles libertad para que vayan a servir a otros o hacer de sí lo que quisieren. Y en esto se verá la propriedad del español para con el indio, semejante a la del gato con el ratón, que en entrando en su poder, aunque sea por concierto o pacto voluntario, a todo su poder no se le ha de ir de las uñas. Vine a saber esto muy de raíz por esta vía. Siendo yo guardián en la ciudad de Tepeaca (en cuya comarca hay muchos labradores), vino a mí un indio (porque no tienen otra guarida ni abrigo sino el favor del fraile, por donde los frailes son murmurados de los que no quieren para sus prójimos lo que querrían para sí), y díjome: «Padre, yo he servido de gañán a fulano, español, y ahora vendió a otro su estancia y labor, y al que salió de ella yo no le quedé a deber nada, y al que entra allí de nuevo tampoco le debo, ni le quiero servir, sino estarme en mi casa con mi mujer y hijos, y labrar mis terrezuelas. Un su criado me hace fuerza que tome dineros para obligarme a que vuelva a servir en aquella labranza. Ayúdame, que yo no quiero quedar allí captivo.» Supe que el criado de aquel labrador era un mozo portugués, y enviéle a rogar que se llegase al monesterio, y venido, preguntéle si el indio le debía algún dinero a él o a su amo. Respondióme que no debía dinero, mas que debía servicio, porque era gañán de la hacienda de su amo, y que había de trabajar en ella. A lo cual le repliqué yo, ¿que cómo era gañán de la hacienda de su amo, qué título o obligación tenía? A esto respondió: que el título era, que el dueño de aquella hacienda la había vendido a su amo con tantos gañanes de servicio, y el uno de ellos era aquel indio. Entonces le pregunté y dije: Pues los que tienen haciendas de labor, cuando las venden a otros, ¿también venden los gañanes con ellas? Sí señor, dijo él, y los obrajeros y estancieros y ganaderos y todos los que tienen semejantes haciendas, las venden con los indios que les sirven en ellas. ¿Cómo es eso (dije yo); esos indios gañanes o mozos que sirven, son esclavos o libres? Sean esclavos o libres (me respondió él), ellos son de la hacienda, y en ella han de servir, y este indio en la de mi amo. No hará tal, le dije yo, porque vuestro amo y vos os pondréis en razón. Mas por muchas y muy claras que yo le alegué al mozo, no le pude convencer a que entendiese que lo que él quería era abuso, maldad y tiranía contra toda razón y justicia, ni le pude desquiciar de aquella su opinión, que el indio era de la hacienda de su amo, y que había de ir a servir en ella. Aunque no fue, porque yo lo favorecí ante la justicia; mas si yo no estuviera de por medio, sino que él de prima instancia fuera a pedir la que tenía de su parte ante el alcalde mayor, después de gastados algunos reales, por ventura le dijera, que fuera el perro a servir a su amo, que así suelen pasar los negocios de los indios. Y después dirán, que quién hace al fraile procurador de ellos, como si esta procuración o patrocinación no la tuviese Dios mandada a todos los hombres, y como si no estuviesen obligados a ella. «Defended (dice Dios por boca de David) al pobre, y libradlo de las manos del pecador.» Y el Espíritu Santo dice, que a cada uno de los hombres mandó Dios o encomendó que mirase por su prójimo y volviese por él. Y esto mesmo dicta la ley de naturaleza y obliga a todos, y mucho más al sacerdote que al hombre particular, en especial siendo ovejas que en lo espiritual están a su cargo. Y porque venimos a tropezar con gañanes, no ha quince días, que aflojando algo la pestilencia del sarampión, de que arriba hecimos mención, tratando algunos labradores con los religiosos de este monesterio que ya estarían algunos indios para ir a segar los trigos, dijo uno de ellos: «A lo menos a mis gañanes no les dejaré yo trabajar en estas dos o tres semanas,» y por otra parte en la fuerza de la pestilencia, no dejaban de clamar al virey que les diese los indios del repartimiento. De suerte que los que tienen por de su casa los quieren conservar, y los otros que trabajen hasta morir. Y así les sería menos mal a los indios del repartimiento ser esclavos de los que van a servir, que ser jornaleros, porque los tratarían mucho mejor. Como pasa entre los mineros, que evitan cuanto pueden que sus negros no lleguen al horno donde se funde el azogue, ni al repaso; y de echar allí a los indios, maldito el escrúpulo que hacen cuando lo pueden hacer, aunque por ordenanza real les está prohibido, porque darles ordenanzas a nuestros españoles de Indias, es como poner puertas al campo. Y teniendo esto muy entendido el católico rey nuestro señor, con la larga experiencia de cosas pasadas, días ha me certificaron que había mandado S. M. proveer cédula o cédulas para que se quitase este perverso repartimiento, sino que como de los que lo habrían de ejecutar cuelgan tantas gentes, y tienen facultad para replicar, lo han dilatado y estorbado, representando sus imaginarios inconvenientes y temores, sin fundamento, como los que tiemblan de temor a do no hay que temer, y no es sino que los lleva la codicia de su particular aprovechamiento; porque si el gobernador principal sustenta y enriquece sus criados con estos repartimientos, y hay tal criado que le vale el suyo por año cuatro mil escudos, ¿cómo se ha de mover su amo a romper con ello de hecho, y decir no haya repartimiento de indios? y así no lleva remedio remitiéndolo al parecer de los interesados, si no es que el mismo rey absolutamente lo mande, sin dar lugar a excusas y réplicas en cosa tan prejudicial a su real conciencia. Y esperanza tengo en la suma bondad, que ha de poder más lo que su divina mano puede obrar en el corazón de nuestros muy católicos reyes, que lo que el demonio se esfuerza a llevar adelante para perdición de los mesmos que lo procuran. Mayormente, que determinar ser injusto este repartimiento, y quitarlo como tal, no será cosa nueva, pues está determinado muchos años atrás por el Consejo Real de España, habiendo mandado el clementísimo Emperador D. Carlos, que sobre ello se juntasen y platicasen los hombres más doctos de España, el año de mil y quinientos y veinte y nueve. Y entre los capítulos que en aquella junta determinaron, los dos primeros son los siguientes: «Primeramente parece, que los indios, por todo derecho y razón, son y deben ser libres enteramente, y que no son obligados a otro servicio personal, más que las otras personas libres de estos reinos, y que solamente deben pagar diezmos a Dios, si no se les hiciere remisión de ellos por algunos tiempos, y a S. M. el tributo que pareciere que justamente les deben imponer conforme a su posibilidad, y a la calidad de las tierras, lo cual se debe remitirá los que gobernaren. Otrosí parece, que los indios no se encomienden de aquí adelante a ningunas personas, y que todas las encomiendas hechas se quiten luego, y que los dichos indios no sean dados a los españoles so éste ni otro título, ni para que los sirvan ni posean por vía de repartimiento, ni en otra manera, por la experiencia que se tiene de las grandes crueldades y excesivos trabajos, y falta de mantenimientos, y maltratamiento que les han hecho y hacen sufrir, siendo hombres libres, donde resulta acabamiento y consumación de los dichos indios y despoblación de la tierra, como se ha hecho en la isla Española.» ¿Qué cosa más clara, justa y santa, que esta determinación? Y pues de entonces acá no tenemos otra ley de Dios, no se atrevan los nuevos letrados a extenderla como gamuza en este miserable tiempo de más anchura de conciencias y menos temor de Dios, que aquel felicísimo en que con grande acuerdo hablaron estos varones tan cristianos y sabios. Guíelo a su divino beneplácito nuestro inmenso Dios, porque haya de nosotros misericordia, y no castigue con más rigor que el pasado a entrambas Españas, la nueva y la vieja, por la nefanda inhumanidad que con sus criaturas racionales y prójimos nuestros usamos, afrentando su divina ley y santo Evangelio. Que si queremos abrir los ojos, conoceremos ser castigo de su mano que un soldado o cosario hereje, se haya llevado a su salvo tan buena parte del tesoro de las Indias, y héchose con el poderoso en el mar Océano, y atrevídose a querer saltear en la costa de España y hecho otros muchos daños en estas regiones subjetas al monarca del mundo, teniendo atemorizados estos sus reinos y flotas con que se sustentan. No es cordura que aguardemos a que nuestro Dios, no queriéndonos más sufrir, nos destruya del todo.




ArribaAbajoCapítulo XXXIX

Que por ser los indios de menos talento y fuerzas que nosotros, no nos es lícito tenerlos en poco, antes hay más obligación para tratarlos mejor


De todo el discurso de esta Historia se colige a la clara cómo los indios en respecto de nosotros los españoles son débiles y flacos, y los podemos llamar párvulos o pequeñuelos, por el pequeño talento que recibieron. Mas entiéndase que esta su pequeñez no nos da en ley natural licencia para que por eso los despreciemos, y de ellos no hagamos cuenta más que si no fuesen gentes, y nos apoderemos y sirvamos de ellos, porque no tienen defensa ni resistencia para contra nosotros. Antes por el mesmo caso de ser poco su poder, nos obligan a que nos compadezcamos de ellos como de flacos y menores, y a sobrellevarlos, defenderlos y ampararlos, y volver por ellos, como lo hacen aun los animales irracionales por brutos que sean, que nunca los mayores y más fuertes de una especie matan ni pretenden afligir y destruir a los menores y más flacos de aquella su mesma especie, antes los amparan y defienden de los de otra especie cuando los persiguen, en cuanto les es posible. Y esta ley natural obliga más al hombre en razón de ser hombre. Por lo cual las leyes humanas todas enseñan y establecen este favor, amparo y defensa a los que pueden y tienen fuerzas, para con los que poco pueden. Y cuanto de más nobles y generosos se precian los que tienen autoridad y poder, tanto más obligación tienen, por todas leyes, de amparar a las personas miserables y que poco pueden. Y tanto por mayor vileza les es contado emplearse en afligir a las tales personas, por las cuales más que otros están obligados a volver. Y éste dicen ser el principio y fundamento de la orden de caballería, que en los tiempos antiguos, cuando no había tanto poder ni justicia en los reinos para refrenar a los malos hombres y tiranos que hacían agravios y fuerzas a los que poco podían, eran ordenados o armados caballeros los hombres esforzados que se preciaban de más nobles y generosos ánimos, con juramento que hacían de quitar y deshacer agravios, y defender con todo su poder a las personas miserables y destituidas de favor. Pues la ley divina antigua siguiendo a la natural, a esto mesmo nos obliga con estrecho precepto, como parece por toda la segunda tabla de la ley, y por lo arriba alegado del sabio, que a cada uno de los hombres mandó Dios que mirase por su prójimo; es a saber, en usar con él lo que querría para sí. ¿Pues quién hay fuerte, poderoso, sabio y entendido, que si se viera flaco, abatido, y ignorante y pobrecillo (como lo pudiera ser, si Dios lo pusiera o dejara en aquel estado), no quisiera que el sabio le enseñara, y que el fuerte lo defendiera, y que el poderoso se compadeciera de él y lo amparara? Y quejándose Dios de la inconsideración que muchos hombres en este caso tienen, dice por boca del profeta Malaquías: «¿Por ventura no es solo uno nuestro Padre de todos nosotros? ¿Por ventura no es un Dios el que nos crió? ¿Pues porqué cada uno de vosotros desprecia a su hermano? «Y en la ley de gracia nos avisa Dios de su voluntad cerca de esto más a la clara (mayormente a los que se tienen por grandes), diciendo: «Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeñuelos, porque sus ángeles siempre ven el rostro de mi Padre que está en los cielos.» Como si dijese: «Siempre están en la presencia de Dios, y se quejarán de vosotros, porque despreciando a sus clientulos o encomendados, los despreciáis a ellos.» Y sobre estas palabras dice el glorioso S. Gerónimo: «Porque no es lícito despreciar al mínimo de los que creen en Cristo, el cual no solamente siervo de Dios, mas aun hijo de Dios es, llamado por la gracia de la adopción o prohijamiento, a quien es prometido el reino de los cielos y la compañía de los ángeles.» Todo el Evangelio está lleno del mucho caso que Dios hace de los pequeñitos o párvulos, y que de los tales es el reino de los cielos, y que si no nos hiciéremos pequeños, humildes y despreciados como ellos, no entraremos allí. Cerra de este punto, es mucho de notar que no sin misterio llamó Dios a estos indios a su fe católica y al gremio de su Iglesia a cabo de tantos años que sus padres y antepasados estuvieron en poder del demonio, y en tales tiempos como en los que estamos, y siendo tan bajos como (a nuestro parecer) son de entendimiento, sino para verificar en este su llamamiento y elección lo que siempre ha usado para con sus criaturas racionales, que es lo que dice S. Pablo: «Elegir a los que parecen tontos al mundo, para confundir los sabios de él, y a los flacos para confundir los fuertes, y a los bajos y despreciados y que parecen no tener ser, para confundir y destruir a los que a su parecer tienen ser y valor.» Y esto dice que hace Dios porque ninguna criatura se gloríe ni presuma algo de sí, sino que todo hombre se conozca por vil y se humille debajo de la poderosa mano de Dios. Ejemplo de esto tenemos en la creación del hombre, que fue hecho de un poco de barro, y elegido para el cielo, para confusión de los espíritus malos, que siendo tan excelentes criaturas, se desvanecieron, queriendo presumir de sí en presencia de su Criador. Lo mesmo usó Dios después en la elección del abominado y desechado pueblo gentílico, para confusión de su antiguo mayorazgo el pueblo hebreo, porque siendo de su Criador tan regalado y traído en palmas, no lo quiso conocer. Y así por ventura quiso en estos últimos tiempos llamar a esta tan baja nación, que nos parece el estiércol y basura de los hombres, para confusión, primeramente de los luteranos, que siendo hijos de padres y abuelos y más que rebisabuelos católicos, se apartaron de la fe de sus pasados por doctrina de un fraile apóstata, y también para confusión de muchos católicos de nombre, que presumiendo de grandes ingenios y habilidades, no emplearon aquellos cinco talentos en servir y agradar a Dios, tanto como muchos de estos desechados emplean el medio talento que recibieron. Y de estos hinchados podría ser que fuesen los que fundándose en autoridades del filósofo gentil, traídas de los cabellos, se esfuerzan a sustentar como grandes letrados, que los indios por menos nobles, no es inconveniente que se acaben en servicio de los más nobles y elegantes. Palabra y proposición blasfema en la ley de Jesucristo, pues dice su apóstol que esta ley de gracia no hace diferencia entre el judío y el griego, ni entre el indio y español, como todos sean cristianos. Y si nosotros lo somos, dejémonos de esas elegancias vanas y mundanas, y atendamos a lo que dice el real profeta, y primero lo había cantado aquella buena mujer, madre de Samuel. «Que Dios pone los ojos en las personas humildes en el cielo y en la tierra, levantando al necesitado del polvo de ella, y al pobre del estiércol, para ponerlo y colocarlo con los mayores de su reino.» He traído esta consideración a propósito de que en ninguna manera nos es lícito tener a los indios por gente baja y digna de menosprecio, mas antes debemos temer, que por ventura en el juicio de Dios se podrían verificar en nosotros para con ellos aquellas palabras de la sabiduría, que dirán los malos y pecadores que afligieron a los inocentes: «Nosotros, locos, sin seso, teníamos por cosa de burla y tontería la vida de estos, y que su fin había de ser sin honra. Veis aquí ahora como han sido contados entre los hijos de Dios, y su suerte les ha cabido entre los santos.» Váyanse, pues, a la mano los que sin conocer indios, ni haber pisado su tierra, se ponen a hacer historias para decir mal de ellos, y no sigan a Pedro Mártir, ni a otros que se precian de abatirlos y apocarlos lo último de potencia, autorizando sus dichos con el que un fraile, movido de la pasión que tenía por cierto suceso, dijo ante el Consejo Real de las Indias. Mas lean el capítulo décimo del primero libro de esta Historia, y verán en lo que aquel religioso apasionado paró.




ArribaAbajoCapítulo XL

De algunas autoridades de la Sagrada Escritura que parecen hablar de la conversión de estos naturales


Muchas autoridades hay en la Escritura de los santos profetas que tratan de la conversión que se había de hacer de los infieles a nuestra sagrada fe, y aunque es verdad que todas ellas se pueden entender de la conversión de los gentiles en general, hay empero algunas que con más particular propriedad se pueden aplicar a la conversión de los indios naturales de este nuevo mundo, que a otros algunos de los gentiles, como es aquella de David en el salmo: Populus quem non cognovi servivit mihi: in auditu auris obedivit mihi. «Un pueblo (dice Dios por su profeta) que yo no conocía, me sirvió: en oyendo mi palabra, luego me obedeció.» Si hablásemos del conocimiento o noticia que nosotros tenemos de las cosas que hemos visto, tratado y comunicado, de que nos quedan sus especies para acordarnos de ellas, claro es que no hay pueblo, gente, persona, ni criatura que Dios no la conozca mejor que ella a sí mesma, pues que todas las crió y sustenta, y en solo Él tienen sér y vida. Mas trátase aquí del conocimiento de aprobación o aceptación, según el cual no conoce Dios sino a los que (como dice el apóstol) son suyos; conviene a saber, a los que lo conocen, aman, adoran y sirven, que solos son dignos de que Dios los conozca, de los cuales dijo en el Evangelio: «Yo conozco mis ovejas, y las mías me conocen.» Porque a los demás, como eran los gentiles de quien aquí habla, no los conocía en esta manera de conocimiento, porque no los aprobaba, ni aceptaba, ni reconocía por suyos, sino por muy extraños y remotos de su conocimiento, pues ellos totalmente lo ignoraban. Y no sólo lo desconocían, siendo su Criador, mas honraban y adoraban a sus enemigos los falsos dioses y perversos demonios. Y no son solos los gentiles y idólatras a los que dice Dios no conoce, mas también a los malos cristianos que tienen sola fe sin obras, como lo dijo a las vírgenes locas, que llegaron a llamar, después de entrados todos a las bodas, y cerrada la puerta, diciendo: «Señor, Señor, ábrenos,» y él respondió de dentro: «En verdad os digo que no os conozco,» porque aunque eran del gremio de la Iglesia, faltóles el aceite de la misericordia y caridad. Y a aquellos que en el día del Juicio alegarán en su favor (aunque en vano), diciendo: «Señor, Señor, ¿por ventura nosotros no profetizamos en tu nombre? ¿y en tu nombre no lanzamos los demonios, y hecimos muchas y grandes maravillas? ¿Pues cómo ahora nos despides de tu casa?» Dice que les responderá: «Apartaos de mí, obradores de maldad, que yo nunca os conocí.» Pues viniendo a probar lo que pretendemos, ¿qué pueblo, qué gente, qué nación estuvo más lejos de conocer a Dios y de ser conocida de Dios en el sentido que llevamos, que los naturales moradores de este nuevo mundo, de pocos días acá descubierto? En la antigua gentilidad de nuestros pasados, conocida en todas partes, se tuvo noticia del Dios de Israel, por estar los judíos derramados por el mundo, como parece en el segundo capítulo de los Actos de los Apóstoles. Y Nabucodonosor, rey potentísimo de Babilonia, visto el milagro de los tres mozos que fueron librados sin lesión alguna del horno de fuego en que los habían echado, mandó publicar un decreto, que todo hombre que blasfemase del Dios de Israel fuese muerto y su casa destruida y asolada. Y el rey Darío, habiendo sacado a Daniel libre del lago o cueva de los leones, promulgó otro decreto en todo su imperio, mandando que todos temblasen y temiesen ante el Dios de Daniel, confesando que aquel era Dios vivo y eterno para siempre. De donde se sigue bien claro, que en la mayor parte de aquel mundo había clara noticia del Dios verdadero de Israel. Y también la tendrían de su Cristo, pues leemos que Ptolomeo hizo trasladar la Biblia y la tenía en su librería, y los judíos daban a entender a los gentiles la ley de Dios, porque algunos de ellos se convertían, a los cuales llamaban prosélitos. También las Sibilas, que fueron todas gentiles y de diversas provincias, hablaron clarísimamente de la venida de Cristo, y por consiguiente parece que en todas las partidas de aquel antiguo mundo se alcanzaba esta noticia. Mas que en este nuevo mundo no oviese tal memoria, ninguno, me parece, que pondrá duda, pues en ninguna escritura desde el principio del mundo hasta ahora cien años, se hallará mención de esta tierra, a lo menos de que oviese gentes en ella, y si alguno trató de estas regiones, fue para decir que eran inhabitables. ¿Y de qué gentes se hizo Dios tan olvidado y desconocido como de éstas, pues las tuvo mil y quinientos años, después de su venida al mundo, sin que entendiesen ni oyesen el reparo de su redención? Donde se concluye, que aquel verso en que Dios dice: «Un pueblo que yo no conocí,» se dijo más propriamente por este pueblo indiano, que por otro alguno. Y lo mesmo aquello que el Padre Eterno, hablando con su Unigénito Hijo, dijo por Isaías: «Cata que llamarás una gente que no conocías, y las gentes que no te conocieron correrán para ir a ti.» ¿De qué nación o generación de gente se lee desde el principio y fundación de la Iglesia, que con tanto fervor y apresuramiento haya corrido a recebir los sacramentos del baptismo y de la confesión? De ninguna por cierto, como largamente parece por los capítulos treinta y cuatro hasta el cuarenta y cuatro del tercero libro de esta Historia. Y por esto dice Dios en la segunda parte de aquel verso: «Este pueblo que digo, en oyendo mi palabra, luego la creyó, recibió, y me obedeció. No fue menester que tuviesen vieja ley, dada por mi mano, ni profetas de su propria nación, como los tuvo el pueblo hebreo, ni que viesen multitud de milagros, como los vieron los mesmos hebreos y los antiguos gentiles, sino que con sólo proponerles unos frailes pobres y extraños mi palabra, luego la creyeron, y me obedecieron y recibieron por su Señor.» Y esto confirma ese mesmo Hijo de Dios por otras palabras en Isaías, diciendo: «Buscáronme los que antes no preguntaban por mí: halláronme los que no me buscaron, porque me ofrecí a ellos, y dije: veisme aquí, veisme aquí, aquí estoy, dije a una gente que antes no invocaba mi nombre.» Y así se verificó en estos indios, que estando bien descuidados de alcanzar esta misericordia, se les vino Dios a meter (como dicen) por sus puertas, por un modo inopinado y más misterioso que casual, como consta en el principio de esta Historia. Podría preguntar alguno, ¿cómo permitió el Señor que tan gran número de gentes en tantos años estuviesen olvidados so el yugo del demonio? ¿Y por qué causa a estos más que a otros no los oviese puesto antes de ahora so la balanza de la cruz, y quitádoles la gran carga y pesadísimo yugo del demonio, enemigo del género humano? A esto no hay otra respuesta, sino las palabras del sabio en sus proverbios: que los juicios del Señor son peso y balanza, que quiere decir, son rectos y justos (como el salmista también lo dice) y tan profundos, que nadie basta a los escudriñar, sólo se nos permite admirarnos de ellos y magnificar y bendecir al Señor, porque al tiempo que él tenía preordenado usó de su divina misericordia, enviando su lumbre y gracia sobre los que estaban en tan escuras tinieblas y en la sombra de la muerte. Podemos a lo menos decir, que los padres de estos fueron puestos en la balanza del rey de Babilonia, Baltasar, y fueron hallados de tan pocos quilates, y tan sin ley, que la mesma mala ley que tuvieron los condenó, como al rey de Babilonia. Mas después que Dios los purgó del orín y escoria que tenían, y apartó el trigo de la paja, y arrancó la zizania, mandó echar la paja y zizania en el fuego, y a los hijos purgados, como reliquias de las guerras de la conquista, captiverio y pestilencias, sanólos y obró en ellos grandes misericordias y maravillas, como de Egipto dice el profeta Isaías, que lo hirió Dios primero con plaga, y después lo sanó. No menos se verificó, particularmente en esta tierra, aquello del salmista: «Venid y ved las obras del Señor, cómo quitó las guerras hasta el cabo de la tierra.» Si por alguna parte del mundo se puede con mucha propriedad y especialidad entender esto, es por esta Nueva España, donde las guerras eran continuas cuando estos naturales eran infieles, sin cesar de guerrear unos con otros, procurando de captivarse para sacrificar los captivos al demonio, y en entrando el Señor por sus puertas, y siendo de ellos recebido, destruyó de todo punto las guerras y puso paz general entre ellos; de suerte que los que entonces eran crueles enemigos, ahora se tratan y comunican como si fuesen hermanos. ¡Bendito y alabado sea tal Señor, que tales maravillas en un momento obra!




ArribaAbajoCapítulo XLI

De algunos rastros que se han hallado de que en algún tiempo en estas Indias hubo noticia de nuestra fe


Eran las cosas de la religión, ritos, costumbres y modo de vivir de los indios, al tiempo que estos reinos se descubrieron, en todo y por todo tan ajenos y contrarios a nuestra cristiandad (a lo menos en lo tocante a la fe), que comúnmente no se ha tenido duda de que sus antepasados nunca tuvieron noticia de la venida del Salvador al mundo, ni de su vida, milagros, muerte y pasión. Y conforme a esta común opinión, es lo que he tratado en el capítulo pasado, porque se confirma en no se hallar mención de tal cosa en todas nuestras escripturas, donde se trata todo lo substancial que ha pasado en el mundo desde su principio. Pero es cierto que por otra parte me ponen en grande perplejidad los rastros que de lo contrario se han hallado por testimonio de personas fidedignas, donde se colige haberse predicado en tiempos pasados en esta Nueva España nuestra santa fe, o a lo menos haberse tenido noticia de ella. Cuando se descubrió el reino de Yucatán, dicen que hallaron nuestros españoles algunas cruces, y entre ellas una de cal y canto, de altura de diez palmos, en medio de un patio cercado, muy lucido y almenado, junto a un muy solemne templo, y muy visitado de mucha gente devota. Esto fue en la isla de Cozumel, que está junto a la tierra firme de Yucatán. Preguntados los naturales, de dónde y cómo habían tenido noticia de aquella señal, respondieron que un hombre muy hermoso había pasado por allí y les había dejado aquella señal para que de él siempre se acordasen, diciendo que los que en tiempos futuros trajesen aquella señal habían de ser sus hermanos, y que los llamó «los barbados del oriente.» Y esto alude a lo que Quezalcohuatl dejó dicho a los de Cholula, como parece en el capítulo décimo del libro segundo. El Obispo de Chiapa, D. Fr. Bartolomé de las Casas, en una su Apología, que escrita de mano se guarda en el convento de Santo Domingo de México, cuenta que desembarcando él en la costa de Yucatán (porque a la sazón entraba aquel reino por cercanía en los términos de su obispado), halló allí un clérigo honrado, de madura edad, que sabía la lengua de los indios, y porque él pasaba de paso a la cabeza de su obispado, dejó rogado y encargado a este clérigo, que en su nombre anduviese la tierra adentro, visitando los indios, con cierta forma y instrucción que le dio para que les predicase. Y a cabo de un año, poco menos, dice que le escribió este clérigo, cómo había hallado un señor principal, que inquiriéndole de su creencia y religión antigua que por aquel reino solían tener, le dijo que ellos conocían y creían en Dios, que estaba en el cielo, y que aqueste Dios era Padre y Hijo y Espíritu Santo, y que el Padre se llamaba Izona, que había criado los hombres y todas las cosas. Y el Hijo tenía por nombre Bacab, el cual nació de una doncella virgen llamada Chibirías, que está en el cielo con Dios, y que la madre de Chibirías se llamaba Ischel. Y al Espíritu Santo llamaban Echuah. De Bacab (que es el Hijo), dicen que lo mató Eopuco, y lo hizo azotar y puso una corona de espinas, y que lo puso tendidos los brazos en un palo, y no entendían que estaba clavado, sino atado, y allí murió, y estuvo tres días muerto, y al tercero tornó a vivir y se subió al cielo, y que allá está con su Padre, y después de esto luego vino Echuah, que es el Espíritu Santo, y hartó la tierra de todo lo que había menester. Preguntado qué querían significar aquellos tres nombres de las tres personas, dijo que Izona quería decir el gran padre, y Bacab hijo del gran padre, y Echuah mercader. Y a la verdad buenas mercaderías bajó el Espíritu Santo al mundo, pues hartó la tierra, que son los hombres terrenos, de sus dones y gracias tan copiosas y divinas. Y preguntado también cómo tenían noticia de estas cosas, respondió que los señores lo enseñaban a sus hijos, y así descendía de mano en mano esta doctrina. Y afirmaban aquellos indios que en el tiempo antiguo vinieron a aquella tierra veinte hombres, y el principal de ellos se llamaba Cocolcan, y que traían las ropas largas, y sandalias por calzado, las barbas grandes, y no traían bonetes sobre sus cabezas, y que estos mandaban que se confesasen las gentes y que ayunasen. Esto escribe el obispo de Chiapa, que es cosa muy maravillosa, y no sabe hombre qué salida le dar. Otra cosa me contó un religioso, muy conocido por verdadero, siervo de Dios y fraile de S. Francisco, llamado Fr. Francisco Gómez, que por ser todavía vivo y muy viejo, pierde la memoria que en esta Historia se debía a sus fieles y largos trabajos en esta viña del Señor. Y es, que viniendo él de Guatemala en compañía del varón santo Fr. Alonso de Escalona, pasando por el pueblo de Nexapa de la provincia de Guaxaca, el vicario de aquel convento (que es de la orden de Santo Domingo) les mostró unos papeles pintados que habían sacado de unas pinturas antiquísimas, hechas en unos cueros largos, rollizos y muy ahumados, donde estaban tres o cuatro cosas tocantes a nuestra fe, y eran la madre de Nuestra Señora, y tres hermanas hijas suyas, que las tenían por santas. Y la que representaba a Nuestra Señora, estaba con el cabello cogido al modo que lo cogen y atan las indias, y en el nudo que tienen atrás tenía metida una cruz pequeña, por la cual se daba a entender que era más santa, y que de aquella había de nacer un gran profeta que había de venir del cielo, y lo había de parir sin ayuntamiento de varón, quedando ella virgen. Y que a este gran profeta, los de su pueblo lo habían de perseguir y querer mal, y lo habían de matar crucificándolo en una cruz. Y así estaba pintado, crucificado, y tenía atadas las manos y los pies en la cruz, sin clavos. Estaba también pintado el artículo de la Resurrección, cómo había de resucitar y subir al cielo. Decían estos padres Dominicos, que hallaron estos cueros entre unos indios que vivían hacia la costa del mar del sur, los cuales contaban que sus antepasados les dejaron aquella memoria. Otro religioso, que también vive, Fr. Diego de Mercado, padre grave y que ha sido difinidor de esta provincia del Santo Evangelio, y uno de los más ejemplares y penitentes de este tiempo, me contó y dio firmado de su nombre, que en años atrás, platicando con un indio viejo Otomí, de más de setenta años, sobre las cosas de nuestra fe, le dijo aquel indio, cómo ellos en su antigüedad tenían un libro que venía sucesivamente de padres a hijos en las personas mayores que para lo guardar y enseñar tenían dedicados. En este libro tenían escrita doctrina en dos colunas por todas las planas del libro, y entre coluna y coluna estaba pintado Cristo crucificado con rostro como enojado, y así decían ellos que reñía Dios. Y las hojas volvían por reverencia, no con la mano, sino con una varita que para ello tenían hecha, y guardábanla con el mesmo libro. Y preguntándole este religioso al indio, de lo que contenía aquel libro en su doctrina, no le supo dar cuenta en particular, más de que le respondió, que si aquel libro no se oviera perdido, viera cómo la doctrina que él les enseñaba y predicaba y la que allí se contenía, era una mesma, y que el libro se pudrió debajo de tierra, donde lo enterraron los que lo guardaban cuando vinieron los españoles. También le dijo que tuvieron noticia de la destruición por el diluvio, y que solas siete personas se salvaron en el arca, y todas las demás perecieron con todos los animales y aves, excepto las que allí se salvaron. Tuvieron también noticia de la embajada que hizo el ángel a Nuestra Señora, por una metáfora, diciendo que una cosa muy blanca como pluma de ave cayó del cielo, y una virgen se abajó y la cogió y metió en su vientre y quedó preñada; pero no sabían decir qué se hizo lo que parió. Lo que estos dijeron del diluvio, atestiguaron también en Guatemala los indios Achíes, afirmando que lo tenían pintado entre otras sus antiguallas, las cuales todas los frailes con el espíritu y celo que llevaban de destruir la idolatría, se las quitaron y quemaron, teniéndolas por sospechosas. También se halló que en algunas provincias de esta Nueva España, como era en la Totonaca, esperaban la venida del Hijo del gran Dios (que era el sol) al mundo, y decían que había de venir para renovarlo y mejorarlo en todas las cosas. Aunque esto no lo tenían ni interpretaban en lo espiritual, sino en lo temporal y terreno, como decir que con su venida los panes habían de ser más purificados y substanciales, y las frutas más sabrosas y de mayor virtud, y que las vidas de los hombres habían de ser más largas, y todo lo demás según esta mejoría. Y para alcanzar esta venida del Hijo del gran Dios, celebraban y ofrecían a cierto tiempo del año un sacrificio de diez y ocho personas, hombres y mujeres, animándolos y amonestándoles que tuviesen a buena dicha ser mensajeros de la república, que los enviaba al gran Dios, para pedirle y suplicarle tuviese por bien de enviarles a su Hijo para que los librase de tantas miserias y angustias, mayormente de aquella obligación y captiverio que tenían de sacrificar hombres que (como en otra parte se dijo) lo llevaban por terrible y pesada carga, y les era intolerable tormento y dolor, y lo hacían cumpliendo el mandato de sus falsos dioses, por el temor grande que les tenían. De todos estos dichos y testimonios aquí referidos, no deja de nacer grave sospecha que los antepasados de estos naturales oviesen tenido noticia de los misterios de nuestra fe cristiana. Y aun esto último de los que aguardaban la venida del Hijo del gran Dios, hace harto en favor de los que han tenido opinión que estos indios descendían del pueblo de los judíos, creyendo que serían de algunos que escaparían de la destruición de Jerusalem, que hicieron los emperadores Tito y Vespasiano, y por el mar vendrían discurriendo de unas tierras en otras, y quedaron con aquel su error de aguardar todavía al Mesías; aunque esta opinión rechaza el doctísimo José de Acosta, de la Compañía de Jesús, queriendo probar con mucha curiosidad que estos indios no vienen del linaje de los hebreos. Pero como sus razones no concluyan imposibilidad, sino sola congruidad, en materia tan oculta y incierta a los hombres, cada uno puede juzgar lo que más cuadrare a su entendimiento, no afirmando lo que es tan dudoso, sino sospechando o teniendo por opinión lo que mejor le parece. Y así el maestro Alejo Vanegas parece tener que vienen de cartagineses. Y lo que dice el padre Acosta, ser tan anexo a los hebreos, y falto en los indios, como las letras, la cobdicia y la circuncisión, cosa posible es (y aún bien contingente) en tanta variedad de tiempos y tierras haberlo perdido. Cuanto más que en lo de la circuncisión, que totalmente excluye en los indios, ya vimos en el capítulo diez y nueve del segundo libro, cómo la tuvieron los de una provincia de esta Nueva España, llamados Totonaques. Y de los mesmos ahora acabamos de decir cómo aguardaban su Mesías o consolador. ¿Y quién sabe si estamos tan cerca del fin del mundo, que en estos se hayan verificado las profecías que rezan haberse de convertir los judíos en aquel tiempo? Porque en estos (si vienen de judíos) ya lo vemos cumplido; pero de esotros bachilleres del viejo mundo, yo poca confianza tengo que se hayan de convertir, si Dios milagrosamente no los convierte. Dejémoslo a él todo, que sabe lo cierto, que nosotros (como dicen) hablamos de gracia, y podemos dar una en el clavo y ciento en la herradura.




ArribaAbajoCapítulo XLII

De los provinciales que ha habido en esta provincia del Santo Evangelio, y comisarios generales en esta Nueva España


Por haber sido esta provincia del Santo Evangelio principio y cabeza de nueva Iglesia, parece ser cosa justa hacer en fin de este libro minuta de los prelados que hasta aquí ha tenido sucesivamente, y también porque no de todos ellos se hace memoria en las vidas de los claros varones contenidas en el libro siguiente y quinto en número. En el tercero se vio cómo con la venida de los primeros doce religiosos se instituyó esta provincia en custodia, no dependiente de alguna provincia, sino inmediata al ministro general de la orden de los frailes menores, y por primero custodio el varón santo Fr. Martín de Valencia, cuya apostólica vida se verá por extenso en el principio del libro siguiente. Sucedióle en el oficio, y fue segundo custodio, uno de sus compañeros, llamado Fr. Luis de Fuensalida, de cuya persona se hace particular mención en el mesmo libro. Acabado este su oficio, volvieron a reelegir en tercero custodio al mesmo padre Fr. Martín de Valencia. Cumplidos sus tres años, fue electo en cuarto custodio Fr. Jacobo de Testera, de nación francés, varón de grande espíritu, paupérrimo y humilísimo, juntamente con ser muy docto. En el año de treinta y seis eligieron por primero provincial a Fr. García de Cisneros, uno de los doce, el cual murió habiendo ejercitado santamente sólo un año su oficio, y en su lugar fue electo por segundo provincial Fr. Antonio de Ciudad Rodrigo, también de los doce. Acabado su trienio, promovieron por tercero provincial a Fr. Marcos de Niza, natural de la mesma ciudad, en el ducado de Saboya, hombre docto y religioso, que con celo de la salud de las almas, empleó lo más del tiempo de su oficio en descubrir tierras nuevas en aquella parte que llamaron Cíbola, y de los grandes fríos que pasó, lo hallé yo cuando vine de España, morador en Jalapa, gafo o tollido de pies y manos; y sintiendo que se le llegaba la hora de la muerte, por enterrarse con los santos viejos, se hizo traer a México, donde acabó la peregrinación de esta vida. En cuarto provincial fue electo el venerable padre Fr. Francisco de Soto, que era de los doce, cuya inculpable vida y suaves costumbres se hallarán en el quinto libro. Cumplido su trienio, fue electo en quinto provincial Fr. Alonso Rancrel, de la provincia de Santiago, que duró poco tiempo, porque embarcándose al principio de su provincialato para ir al Capítulo General de Asís, se perdió el navío en que iba y murió en la mar. En su lugar fue electo en sexto provincial el padre Fr. Toribio Motolinia, del número de los doce, que fue curioso en muchas cosas, y entre otras dejó memoria del modo que se tuvo en la conversión de estos naturales, y otras antiguallas de que yo me he aprovechado para esta Historia, aunque más me aprovechara de su lengua y palabra siendo (como fue) mi guardián, si entonces tuviera intento de meterme en este cuidado. Después del padre Fr. Toribio, eligieron en séptimo provincial, harto contra su voluntad, al muy docto y religioso padre Fr. Juan de Gaona, de la provincia de Burgos, y no lo fue más de un año, porque no pudo acabar con su delicada conciencia de pasar adelante. Y así tomando por achaque que le faltaba la vista, renunció el oficio, y entró en su lugar por octavo provincial el bendito Fr. Juan de S. Francisco, de la provincia de Santiago, que gobernó ésta del Santo Evangelio todos los tres años, los cuales cumplidos fue electo en noveno provincial el prudentísimo Fr. Francisco de Bustamante, de la provincia de Castilla. Y porque el Comisario General Fr. Francisco de Mena se había de partir para el Capítulo General de Aquila, al segundo año le abrevió el capítulo, en el cual salió por décimo provincial Fr. Francisco de Toral, de la provincia del Andalucía. Y cumplido su oficio, fue reelegido segunda vez por undécimo provincial el mesmo Fr. Francisco de Bustamante. Mas al segundo año le vino recado de España para que fuese comisario general, lo cual fue causa que acortase el capítulo, en el cual salió en su lugar por doceno provincial Fr. Luis Rodríguez, de la provincia de Santiago, gran lengua mexicana y muy honesto y amable religioso, el cual por tentación o escrúpulo que tuvo de volverse a España, a los dos años abrevió el capítulo y se fue a la provincia de S. Miguel, donde también lo hicieron provincial, y ejercitado el oficio loablemente, acabó la vida en aquella provincia. Sucedióle en el oficio de ésta por treceno provincial un su hijo muy escogido, que en México tomó el hábito, siendo conquistador en estos reinos, Fr. Diego de Olarte, cuya ejemplar vida se verá en el libro siguiente. Cumplido su oficio, fue electo en catorceno provincial Fr. Miguel Navarro, hombre amable y de entrañas sanísimas, de la provincia de Cantabria, a quien ésta del Santo Evangelio debe mucho, por haberla mejorado en edificios de iglesias,y casas, porque apenas hay alguna buena en que su diligencia y cuidado no haya tenido parte en la comenzar, proseguir o acabar. En el convento de los Ángeles dejó de sí particular memoria, porque hizo una rica custodia, un buen órgano, una muy solenne pila de baptismo, una hermosa ara en el altar mayor, demás de haber hecho acabar aquella iglesia, que hasta entonces se hacía con mucha díficultad. Tras este cuidadoso padre eligieron en quinceno provincial al varón santo Fr. Alonso de Escalona, de la provincia de Cartagena, al cual sucedió por provincial diez y seiseno en número, Fr. Antonio Roldán, profeso de esta provincia del Santo Evangelio, religioso de mucha piedad y caridad con los pobres. Acabado su trienio, fue electo en diez y septeno provincial el benemérito padre Fr. Pedro Oroz, hijo de esta santa provincia, que escribiéndose este libro fue a gozar de Dios. Y todos los arriba nombrados son muertos, aunque viven en el cielo. Dejó el oficio a los dos años y medio, y entró en su lugar por diez y ocheno provincial el incomparable varón Fr. Domingo de Areizaga, de la provincia de Cantabria, después de cuyo trienio, fue segunda vez reelecto Fr. Miguel Navarro en décimo noveno provincial, y a los dos años renunció su oficio, y entró por vigésimo provincial el padre Fr. Pedro de S. Sebastián, profeso de esta provincia, y la rigió más de cinco años, porque a causa de no se haber recebido el comisario general que había venido de España, por más de tres años, no hubo prelado superior que celebrase capítulo a su tiempo, y así fue todo él de muchos trabajos que urdió el demonio. Y el dicho padre provincial los pasó bien grandes, porque hubo de ir a España, y en la mar cayó en manos de ingleses, que lo llevaron a Inglaterra, y rescatado murió en España en el convento de Tordelaguna, de la provincia de Castilla. Sucedióle en el cargo por vigésimo primo provincial, Fr. Domingo de Areizaga, segunda vez electo. Y tras él, por vigésimo segundo, el padre Fr. Rodrigo de Santillán, profeso en esta provincia. Y últimamente por vigésimo tercio, el padre Fr. Esteban de Alzua, que lo es al presente. Y plegue a la Majestad divina nos provea de tales prelados en lo de adelante para su honra y gloria y santo servicio. De los comisarios generales que han sido superiores a los provinciales en esta Nueva España, haré sumaria relación por no alargar el capítulo. El primero de quien se tiene noticia, fue un gran siervo de Dios, llamado Fr. Alonso de Rozas, de la provincia de Castilla, aunque en breve lo renunció y se quedó en esta provincia. Yo lo conocí en su última vejez, recogido en la mesma casa donde esto escribo, y de aquí lo llevaron a México, donde murió y está enterrado. El segundo fue Fr. Juan de Granada, de la provincia del Andalucía, de quien quedó también loable fama de perfecto religioso. Por tercero fue elegido en el Capítulo General de Niza, el doctísimo y religiosísimo Fr. Francisco de Osuna, también de la provincia del Andalucía; mas porque no pudo pasar a estas partes, fue subrogado en su lugar el mesmo Fr. Juan de Granada, que antes lo había sido. En el capítulo general siguiente, que fue celebrado en Mantua, eligieron en cuarto Comisario General a Fr. Jacobo de Testera, francés de nación, que había ido por custodio de esta provincia. Y porque vuelto a ella murió en breve, le sucedió por quinto comisario el padre Fr. Martín de Hojacastro, de la provincia de Burgos, que lo había acompañado. Lo cual sucedió por virtud de la mesma comisión, que rezaba que faltando el dicho Fr. Jacobo, le sucediese en el oficio y cargo el Fr. Martín. El sexto fue Fr. Francisco de Bustamante, de la provincia de Castilla, residiendo en ésta del Santo Evangelio, de quien entre los provinciales se ha hecho mención y se hará más adelante. Fr. Francisco de Mena, de la provincia de Burgos, fue el séptimo Comisario General de estas partes. Vino de la provincia de la Concepción, donde se había transferido, y habiendo cumplido aquí su oficio con mucha edificación y contento de todos, volvió a la provincia de la Concepción, donde murió guardián del convento de Valladolid. Fue notable predicador y de singular espíritu, demás de vida muy ejemplar y religiosa. Vuelto a España el padre Mena, y celebrado el Capítulo General de Aquila en Italia, no se proveyó por entonces Comisario General de Indias, hasta que siendo provincial el padre Fr. Francisco de Bustamante en esta provincia, le vino segunda vez la comisión, y fue octavo comisario general, y con ella determinó de ir a España, haciéndole compañía los provinciales dominico y augustino, a tratar con el rey nuestro señor el remedio de muchos estorbos que en aquella sazón había para la doctrina de los indios, y murió en Madrid, como se contará en su vida. Fue luego proveído por noveno comisario general, el padre Fr. Juan de S. Miguel, de la provincia del Andalucía, y aunque al principio lo aceptó, desde a poco tiempo lo renunció y no pasó a estas partes. El décimo fue el padre Fr. Diego de Olarte, hijo de esta provincia, que acabando de ser provincial en ella, y siendo enviado injustamente a España por ciertos jueces que de allá vinieron, con título de amistad del marqués del Valle, volvió acá con mucha honra por comisario general. Y porque a causa de su mucha vejez y trabajos del viaje murió en llegando a esta tierra, entró en su lugar por onceno comisario el padre Fr. Francisco de Ribera, de la provincia de Santiago. Había trabajado este padre muchos años en esta provincia, siendo muy buena lengua de los naturales y acepto predicador de los españoles, y así ejercitó su oficio de comisario con mucho celo de la virtud y de aprovechar a su religión. Y por cierta resistencia que hizo al mandato del virey que a la sazón era, sobre que exhibiese los recados de su oficio, procuró que lo llamasen de España, a do fue, y murió en la provincia de S. Miguel, que se había dividido de la de Santiago. Sucedióle en el cargo por doceno comisario, el padre Fr. Miguel Navarro, de quien arriba se hizo memoria en la de los provinciales. Envió muy en breve la renunciación a España, y así vino proveído por treceño comisario el padre Fr. Rodrigo de Sequera, de la provincia de la Concepción. Después de él, vino la comisión enviada de España al padre Fr. Pedro Oroz, de esta provincia, que fue comisario catorceno en número. Y porque también renunció el oficio, vino proveído por quinceno comisario el padre Fr. Alonso Ponce, de la provincia de Castilla, el cual probó bien sus finos aceros de paciencia en sufrir destierros del príncipe que gobernaba, y otras persecuciones, con ánimo invencible. Por décimo sexto comisario general sucedió al dicho, el padre Fr. Bernardino de San Cebrián, de la provincia de la Concepción. Y acabando este padre su oficio, nos proveyó Dios por décimo séptimo comisario general al padre Fr. Pedro de Pila, padre benemérito, y provincial que ha sido de la provincia de Michoacan, que por ser criado y cursado en esta Nueva España, fue recebido con especial aceptación y aplauso, y usa hoy día su oficio con mucha rectitud.




ArribaAbajoCapítulo XLIII

Del número de monesterios y partidos de clérigos y iglesias que al presente habrá en esta Nueva España, y obispos que han sido en ella


Para que se alabe nuestro Señor Dios, obrador de todo lo bueno, en la muy ampla y extendida propagación de su santa fe y doctrina cristiana en esta Nueva España, que comenzó en solos doce frailes menores y pobres, como otros doce apóstoles pescadores, será bien hacer la suma de los monesterios de las órdenes que el día de hoy están edificados, y de los partidos donde residen ministros clérigos con cargo de doctrinar a los naturales indios. Y comenzando por nuestra orden franciscana (pues fue la primera en este ministerio), digo que esta Nueva España tiene cinco provincias. La primera y madre de todas es esta de México, que se intitula del Santo Evangelio. La segunda, de los apóstoles S. Pedro y S. Pablo, de Michoacan. La tercera, del Nombre de Jesús, de Guatemala. La cuarta, de S. José, de Yucatán. La quinta, de S. Jorge, de Nicaragua, como arriba extensamente se ha relatado. Ésta del Santo Evangelio tiene sesenta y seis monesterios, sin dos custodias que tiene anexas y subjetas al provincial. La una que llaman de Zacatecas, y la otra en la Guaxteca, llamada de Tampico. La custodia de Zacatecas tiene en sí catorce casas o monesterios, y la de Tampico diez. De suerte que por todos tiene esta provincia del Santo Evangelio, noventa conventos. La provincia de Michoacan, juntamente con lo de la Nueva Galicia y fronteras de infieles (que todo es una provincia), tiene cincuenta y cuatro monesterios. La de Guatemala tiene veinte y dos. La de Yucatán otros veinte y dos. La de Nicaragua tiene doce monesterios, y según esta cuenta, hay en lo de la Nueva España doscientas casas o monesterios de la orden de nuestro padre S. Francisco. Los religiosos de la del bienaventurado Santo Domingo tienen al presente en esta Nueva España tres provincias, porque ahora en esta sazón que yo esto escribo, se dividió la de México, que no había desde su principio sino sola ella, y la de Guatemala. Quedó la de México con cuarenta y ocho monesterios, y la de Guajaca, que se intituló de S. Hipólito, con solos veinte y uno. La de Guatemala tendrá como veinte conventos con los de los obispados de Chiapa y Verapaz, que son por todos los de Santo Domingo, noventa monesterios. Los religiosos de la orden del glorioso doctor S. Augustín tienen setenta y seis monesterios en lo de México, Michoacan y Jalisco, que todo es una provincia. En el arzobispado de México hay setenta partidos de clérigos que administran a los indios, y cada partido tiene muchos pueblos de visita, como los tienen los conventos de los religiosos. Han sido prelados de este arzobispado: primero, el santo varón D. Fr. Juan de Zumárraga, fraile francisco. Segundo, D. Fr. Alonso. de Montúfar, dominico. Tercero, D. Pedro Moya de Contreras, que gobernó algun tiempo esta Nueva España, y murió en Madrid siendo presidente del Consejo de Indias. Cuarto, al presente, D. Alonso Fernández de Bonilla, que hoy día está visitando los reinos del Perú. Los padres carmelitas tienen a su cargo, de algunos años acá, un barrio de los indios de México, que se dice S. Sebastián. Los padres de la Compañía de Jesús, en México y en Teputzotlan, tienen dos colegios, donde enseñan y doctrinan a los naturales con mucho cuidado, sin otra casa de profesos que tienen también en México. En el obispado de Tlaxcala habrá cuarenta partidos o beneficios de clérigos, siempre se entiende en pueblos de indios, sin los que tienen entre los españoles. Han sido obispos de este obispado: primero, D. Julián Garcés, fraile dominico, gran letrado y paupérrimo en su persona y servicio. Segundo, D. Fr. Martín de Hojacastro, francisco, cuya vida se trata en el quinto libro. Tercero, D. Fernando de Villagomez. Cuarto, D. Antonio de Morales y Molina. Quinto, el que al presente vive, D. Diego Romano, cuyas letras han mostrado bien los cargos que en España tuvo de inquisidor, y los que en esta ha tenido. También tienen los padres de la Compañía en este obispado dos casas, en la ciudad de los Ángeles una, y otra en la Veracruz. Y otras dos los padres del Carmen, una en los Ángeles y otra en la villa de Carrión. En el obispado de Michoacan hay treinta y un partidos o beneficios de clérigos en pueblos de indios, sin otros trece o catorce que hay en pueblos de españoles y minas. Los padres de la Compañía tienen en Michoacan dos colegios, uno en la ciudad de Valladolid, que es la catedral, y otro en Pázcuaro. Han sido obispos de este obispado: primero, D. Vasco de Quiroga, que había sido oidor en la Audiencia de México, uno de los cuatro y muy escogidos que la católica Emperatriz doña Isabel envió para reformar aquesta Audiencia. Segundo, D. Antonio de Morales y Molina, que después pasó al obispado de Tlaxcala. Tercero, D. Fr. Diego de Chaves, augustino, que murió electo, antes de consagrarse. Cuarto, D. Fr. Juan de Medina Rincón, meritísimo prelado, también augustino, que había sido provincial de su orden en esta provincia de México. Quinto, D. Fr. Alonso Guerra, dominico, por cuya muerte está la sede vacante. En el de la Nueva Galicia o Jalisco, hay solos once partidos o beneficios de clérigos en pueblos de indios, aunque se recompensa este breve número con otros treinta y tres que tiene en pueblos de españoles, y en minas muchas que tiene, y en ellas siempre hay indios que las benefician. Los padres de la Compañía tienen dos colegios en este obispado, uno en Guadalajara y otro en Zacatecas. Han sido obispos en este obispado: primero, D. Pedro de Malaver. Segundo, D. Fr. Pedro de Ayala, francisco. Tercero., D. Francisco de Mendiola, que había sido oidor en aquella Audiencia. Cuarto, D. Fr. Domingo de Alzola, dominico. Quinto, D. Fr. Pedro Suárez de Escobar, augustino, varón de muy santa vida, el cual murió electo antes de se consagrar. Sexto, D. Francisco Santos García, que ha sido inquisidor en este reino, y hoy día vive en su obispado. El obispado de Guatemala tiene veinte y dos beneficios o partidos de clérigos, los más ricos de esta Nueva España, por causa del mucho cacao que allí se hace, y es la mejor mercadería de toda esta tierra después de la grana. Tienen los padres de la Merced algunos conventos y doctrinas en este obispado. Han sido obispos en él: primero, D. Francisco Marroquín. Segundo, D. Bernardino de Villalpando. Tercero, el que al presente vive, D. Fr. Gómez de Córdoba, de la orden de S. Gerónimo. El obispado de Guajaca tiene cuarenta partidos de clérigos, y serán también ricos, porque entra en él la Mixteca, tierra de mucha seda. Han sido obispos de este obispado: primero, D. Juan de Zárate. Segundo, D. Fr. Bernardo de Alburquerque, que había sido primero provincial de su orden de Santo Domingo en esta provincia de México, religioso de mucha humildad, y ejemplo de santa vida. Tercero, el que al presente lo es, D. Fr. Bartolomé de Ledesma, de la mesma orden. En el obispado de Yucatán hay pocos partidos de clérigos, y tampoco hay religiosos de otra orden, si no es de la nuestra de S. Francisco. Han sido prelados de aquel obispado: primero, D. Fr. Juan de la Puerta, francisco; murió en breve después de electo. Segundo, D. Fr. Francisco de Toral, de la mesma orden, que había sido provincial de esta provincia del Santo Evangelio. Tercero, D. Fr. Diego de Landa, de la mesma orden, que había trabajado muchos años y con grande ejemplo en aquella mesma provincia, siendo en ella súbdito y prelado. Cuarto, D. Fr. Gregorio de Montalvo, dominico. Quinto, D. Fr. Juan Izquierdo, franciscano, que al presente vive. En los obispados que restan, por estar muy lejos, no pude saber los beneficios o partidos que tienen los padres clérigos. En el de Chiapa, fue el primer obispo D. Fr. Bartolomé de las Casas, dominico, a quien todos los indios, y aun todos los reinos y provincias de las Indias, son en mucha obligación, por haber sido su incansable procurador ante nuestros católicos reyes por muchos años y con grandes trabajos. Segundo obispo fue D. Fr. Francisco Casillas, de la mesma orden. Tercero, D. Fr. Pedro de Feria. Cuarto, D. Fr. Andrés de Ubilla, que hoy día vive; todos dominicos. En el obispado de Honduras han sido obispos: primero, D. Cristóbal de Peraza. Segundo, D. Fr. Gerónimo de Corella, fraile gerónimo. Tercero, D. Fr. Alonso de la Cerda, dominico. En el obispado de la Verapaz han sido obispos: primero, D. Fr. Pedro de Angulo, dominico. Segundo, D. Fr. Tomás de Cárdenas, de la mesma orden. Tercero, D. Fr. Antonio de Hervias. En el obispado de Nicaragua fueron prelados: primero, D. Fr... dominico, que fue muerto por los dos hermanos Contreras que se quisieron alzar con el Perú. El año de cincuenta y uno fue proveído el padre maestro Fr. Alonso de la Veracruz, y no lo quiso aceptar. Aceptólo luego un D. fulano Carrasco, y tras él entró por obispo D. Fr. Gómez de Córdoba, que hoy vive obispo de Guatimala. Sucedióle después D. Fr. Antonio de Zayas, de la orden del padre S. Francisco, por cuya muerte está al presente proveído D. Juan de la Motta, deán de México y natural de la misma ciudad: renunciólo, y fue proveído en Panamá. Todos los obispados aquí referidos, son sufragáneos al arzobispado de México, salvo este último de Nicaragua; mas pónese aquí entre los otros, porque aquella provincia se cuenta por una de estas de la Nueva España. Muchos de los nuestros, que residen en la vieja, y no entienden lo mucho que se extienden los reinos de las Indias, piensan que todo ello es un pedazuelo de tierra, y que el Perú y Nueva España es como de Madrid a Sevilla. Y así escribiendo a los deudos o amigos que por acá tienen, ponen en el sobrescrito: «A fulano, en las Indias,» sin poner más distinción y claridad, siendo más dificultoso de hallar el tal hombre o persona, que si dijera: «Al Bachiller en Salamanca.» Porque de esta región de la Nueva España (cuya cabeza es México, y es parte de lo que llaman Indias), hay a los reinos del Perú (que también son Indias) poco menos distancia que a España. Y así es muy diferente región, y contiene otras muchas provincias y obispados de que aquí ninguna mención se hace, porque son muy distintas y remotas tierras la una de la otra. Finalmente, recopilando todo lo arriba dicho, y haciendo la cuenta más cierta que hacerse puede, hallo que en lo que es Nueva España, habrá al pie de cuatrocientos conventos o monesterios de religiosos de todas órdenes, y otros cuatrocientos partidos de clérigos, poco más o menos, que son por todas ochocientas doctrinas o asistencias de ministros eclesiásticos para ministerio de los sacramentos y doctrina cristiana. Y es mucho de notar lo que arriba se dijo, que cada uno de los conventos de religiosos, y de los partidos de clérigos, tiene de visita muchas iglesias en pueblos y aldeas que están a cargo de su doctrina. Estas iglesias sería imposible poderlas yo ni otro alguno contar; mas por las que esta provincia del Santo Evangelio tiene de visita (que serán más de mil), se podrá considerar las muchas que habrá en las otras cuatro provincias de esta mesma orden, y en las de las otras órdenes, y en los partidos de los obispados que aquí se han relatado. Conserve Nuestro Señor estos sus nuevos cristianos, y provéalos de tales ministros, cuales para su buena cristiandad han menester, que no es poco lo que importa esta petición.




ArribaAbajoCapítulo XLIV

De lo mucho que escribieron los religiosos antiguos franciscanos en las lenguas de los indios


Los bienaventurados doctores S. Gerónimo y S. Isidro hicieron particulares tractados en que dieron a los fieles noticia de los escriptores eclesiásticos de la primitiva Iglesia, a cuya imitación me pareció debía yo hacer (siquiera) un particular capítulo de esta materia, para que se entienda lo mucho que se debe a los primeros obreros de esta nueva Iglesia y viña del Señor, que no contentos con desmontarla, labrarla y cultivarla con el sudor de sus personas, quisieron dejar la prosecución de su labor más fácil y suave para los ministros que les sucediesen, con el ejercicio del lenguaje de estos naturales (que es el instrumento y medio más necesario para predicarles el Santo Evangelio y instruirlos en la vida cristiana), y así traeremos aquí a la memoria los tratados que compusieron o trasumptaron en la lengua mexicana y otras lenguas extrañas, que más parece habérselas infundido el Espíritu Santo, como a los santos apóstoles, que haberlas ellos adquirido por industria y diligencia humana, según fueron en ellas expertos y curiosos. Comenzaron a dar esta lumbre algunos de los doce que primero vinieron, y entre ellos, el que primero puso en arte la lengua mexicana y vocabulario, fue Fr. Francisco Jiménez. Tras él hizo luego una breve doctrina cristiana Fr. Toribio Motolinia, la cual anda impresa. Fr. Juan de Ribas compuso un catecismo cristiano y sermones dominicales de todo el año: un Flos Sanctorum breve, y unas preguntas y respuestas de la vida cristiana. Compuso también Fr. García de Cisneros otros sermones predicables. Estos cuatro fueron de los doce. Después de estos cuatro, Fr. Pedro de Gante (aunque lego) compuso una copiosa doctrina, que anda impresa. Fr. Juan de San Francisco compuso un sermonario bien cumplido y de muy buena lengua, y unas colaciones llenas de santos ejemplos, muy provechosas para predicar a los indios. Fr. Alonso de Herrera compuso en provecho y lengua de estos naturales un sermonario dominical y de Sanctis. Fr. Alonso Rengel hizo una arte muy buena de la lengua mexicana, y en la mesma lengua hizo sermones de todo el año, y también hizo arte y doctrina en la lengua otomí. Fr. Andrés de Olmos fue el que sobre todos tuvo don de lenguas, porque en la mexicana compuso el arte más copioso y provechoso de los que se han hecho, y hizo vocabulario y otras muchas obras, y lo mesmo hizo en la lengua totonaca y en la guasteca, y entiendo que supo otras lenguas de Chichimecos, porque anduvo mucho tiempo entre ellos. Fr. Arnaldo de Bassacio, francés de nación, muy profundo teólogo, escribió rnuchos y muy copiosos sermones, y de muy escogida lengua, y tradujo las epístolas y evangelios que se cantan en la Iglesia por todo el año, todo lo cual se estima en mucho. Fr. Juan de Gaona, doctísimo varón, fue muy primo en la lengua mexicana, y en ella compuso admirables tratados, aunque de ellos no quedó memoria, sino sólo de unos diálogos o coloquios, que andan impresos, de la lengua más pura y elegante que hasta ahora se ha visto, y otro de la pasión de nuestro Redentor; los demás supe que por desgracia se quemaron. Fr. Bernardino de Sahagún hizo arte de la lengua mexicana y unos sermonarios de todo el año, unos breves y otros largos, y una postilla sobre los evangelios dominicales, y otros muchos tratados de escogidísima lengua. Y como hombre que sobre todos más inquirió los secretos y profundidad de esta lengua, compuso un Calepino (que así lo llamaba él) de doce o trece cuerpos de marca mayor, los cuales yo tuve en mi poder, donde se encerraban todas las maneras de hablar que los mexicanos tenían en todo género de su trato, religión, crianza, vida y conversación. Estos, por ser cosa tan larga, no se pudieron trasladar. Sacólos de su poder por maña uno de los vireyes pasados para enviar a cierto cronista que le pedía con mucha instancia escrituras de cosas de indios, y tanto le aprovecharán para su propósito, como las coplas de Gaiferos. Fue este padre en esto desgraciado, que de todo cuanto escribió, sólo un cancionero se imprimió, que hizo para que los indios cantasen en sus bailes cosas de edificación de la vida de nuestro Salvador y de sus santos, con celo de que olvidasen sus dañosas antiguallas. Fr. Alonso de Escalona escribió muchos y muy buenos sermones, de que se han aprovechado y aprovechan hoy día los predicadores, así de dominicas como de santos, y también escribió sobre los mandamientos del Decálogo. Fr. Alonso de Molina fue el que más dejó impreso de sus obras, porque imprimió arte de la lengua mexicana, y vocabulario, y doctrina cristiana mayor y menor, y confesionario mayor y menor o más breve, y aparejos para recebir el Santísimo Sacramento del altar, y la vida de nuestro padre S. Francisco. Fuera de esto tradujo en la mesma lengua los evangelios de todo el año y las horas de Nuestra Señora, aunque éstas se recogieron por estar prohibidas en lengua vulgar. Tradujo también muchas oraciones y devociones para ejercicio de los naturales, porque aprovechasen en la vida espiritual y cristiana. Fr. Luis Rodríguez tradujo los proverbios de Salomón de muy elegante lengua, y los cuatro libros del Contemptus mundi, salvo que del tercero libro faltaban los últimos veinte capítulos, y estos tradujo de poco tiempo acá Fr. Juan Baptista, que al presente es guardián del convento de Tezcuco, y todos cuatro libros los ha corregido y limado de muchos vicios que tenían, por descuido de los escribientes que los habían ido trasladando, y los tiene muy a punto para imprimir. Fr.Juan de Romanones compuso muchos y elegantes sermones y otros tratados, y tradujo muchos fragmentos de la Sagrada Escritura. Fr. Maturino Gilberti, de nación francés, compuso y dejó impreso en la lengua tarasca (que es la de Michoacan) un libro de doctrina cristiana, de marca mayor, en que se contiene todo lo que al cristiano le conviene entender y saber para su salvación. Fr. Francisco de Toral, obispo que fue de Yucatán, supo primero que otro alguno la lengua popoloca de Tecamachalco, y en ella hizo arte y vocabulario, y otras obras doctrinales. Fr. Andrés de Castro, primero evangelizador de la nación matlazinga, hizo en aquella lengua arte y vocabulario, doctrina y sermones. El santo varón Fr. Juan de Ayora, provincial que fue de Michoacan, entre otros tratados, dejó uno impreso en lengua mexicana, del Santo Sacramento del altar. Fr. Juan Baptista de Lagunas, provincial que también fue de Michoacan, escribió en lengua tarasca, y dejó impresos, la arte y doctrina cristiana. Fr. Pedro de Palacios, excelente lengua otomí, hizo en ella un catecismo o doctrina cristiana, y también un arte para aprenderla, la cual corrigió y amplió después el padre Fr. Pedro Oroz, benemérito padre de esta provincia, al cual se deben gracias por lo mucho que en esta lengua otomí ha trabajado, y no menos en la mexicana, en la cual tiene compuestos unos copiosos sermonarios, que placiendo a Dios, presto saldrán a luz. Esta lengua mexicana es la general que corre por todas las provincias de esta Nueva España, puesto que en ella hay muy muchas y diferentes lenguas particulares de cada provincia, y en partes de cada pueblo, porque son innumerables. Mas en todas partes hay intérpretes que entienden y hablan la mexicana, porque ésta es la que por todas partes corre, como la latina por todos los reinos de Europa. Y puedo con verdad afirmar, que la mexicana no es menos galana y curiosa que la latina, y aun pienso que más artizada en composición y derivación de vocablos, y en metáforas, cuya inteligencia y uso se ha perdido, y aun el común hablar se va de cada día más corrompiendo. Porque los españoles comúnmente la hablamos como los negros y otros extranjeros bozales hablan la nuestra. Y de nuestro modo de hablar toman los mesmos indios, y olvidan el que usaron sus padres y abuelos y antepasados. Y lo mesmo pasa por acá de nuestra lengua española, que la tenemos medio corrupta con vocablos que a los nuestros se les pegaron en las islas cuando se conquistaron, y otros que acá se han tomado de la lengua mexicana. Y así podemos decir, que de lenguas y costumbres y personas de diversas naciones, se ha hecho en esta tierra una mixtura o quimera, que no ha sido pequeño impedimento, para la buena cristiandad de esta nueva gente. Remédielo Dios como puede.




ArribaAbajoCapítulo XLV

Contiene una carta, de la cual se colige cómo nuestro Dios en estos tiempos tenía ordenado de llamar a los indios a su santa fe, y cómo ellos de su parte estaban dispuestos para la recebir


Por penúltimo capítulo al fin de este cuarto libro, quise poner una notable carta que un fraile menor escribió desde el Río de la Plata al doctor Juan Bernal Díaz de Luco, siendo oidor del Real Consejo de Indias, que después fue dignísimo obispo de Calahorra, de la cual claramente se coligen tres cosas. La primera, que el descubrimiento de las Indias no fue casual sino misterioso, ordenado por la sabiduría y bondad divina para la conversión y salvación de los naturales de ellas, que Dios tenía para sí escogidos, como yo lo tengo tratado en el proceso de esta Historia. La segunda, que los indios de su parte estaban dispuestos para recebir la fe católica, si por buenos medios se la fueran enseñando, porque antes que recibiesen violencias de los nuestros, nunca hicieron mal a los que entraban en sus tierras. Y como no tenían fundamento para defender sus idolatrías, fácilmente las fueron poco a poco dejando. La tercera es, el celo que siempre han tenido y mostrado los religiosos para la conversión de estas gentes, y lo mucho que ha aprovechado para su conservación y cristiandad. Esta carta en su original fue derecha a Sevilla, y de allí vino abierta a esta Nueva España, y la hubo el padre Fr. Toribio Motolinia, y sacado el traslado de ella (que yo tengo en mi poder), envió el original al mesmo doctor Bernal. Dice, pues, así la carta:

«Aunque V. Mrd. no tiene noticia de mí de vista ni habla, cónstame que la tiene por relación del licenciado Gudino, que reside en Sevilla, el cual sé que es muy servidor de V. Mrd. Y él me dijo que V. Mrd. me mandaba le avisase las cosas que tocasen al servicio de Dios y de S. M. Yo, señor, soy el fraile de S. Francisco de la provincia del Andalucía, a quien nuestro general dio licencia que pasase con cuatro compañeros al Río de la Plata, y pasé con el socorro que vino a hacer Alonso de Cabrera, veedor de S. M., a los que quedaban en el Río de la Plata, después de la muerte de D. Pedro de Mendoza. Y plugo a Nuestro Señor que llegamos hasta entrar por la boca del Río de la Plata, y forcejamos por tres veces por entrar, y fue tan recio el viento contrario, que dio con la nao cerca del puerto de don Rodrigo, que agora se llama el puerto de S. Francisco, aunque hay otro que se dice río de S. Francisco, adonde parece que Nuestro Señor milagrosamente nos trajo, porque hallé luego lenguas con que pudiese hablar a los indios, y estos fueron tres cristianos que ha tiempo que están entre ellos, y saben hablar su lengua como los mesmos indios. Y juntamente con ésta, otra mayor maravilla, y es que habrá cuatro años que se levantó un indio, que en más de doscientas lenguas habló por espíritu de profecía, diciendo que vendrían presto verdaderos cristianos, hermanos de Santo Tomé, a los baptizar. Y mandaba que no hiciesen mal a algún cristiano, mas que les hiciesen mucho bien. Y tanto era el bien que hacían, que de los hombres que escaparon huyendo del desbarato del Río de la Plata, supe que les barrían el camino por do pasasen, y caminando, los mandaban poner debajo de un árbol, hechas enramadas a do descansasen, y les ofrecían muchas cosas de comer y muchos plumajes, y se tenían por bienaventurados los indios que los tenían en sus buhíos o chozas. Y llamábase este indio Etiguara, el cual ordenó muchos cantares que ahora los indios cantan, en que hallo manda que se guarden los mandamientos de Dios. Y más, que porque los indios usaban tener muchas mujeres, y casaban con primas y hermanas indiferentemente, mandaba lo que en este caso ordenan los sacros cánones, que no tuviesen más de una mujer, y no casasen con parientas dentro del cuarto grado, de la misma manera que entre cristianos se tiene. Este indio se fue de esta tierra, y dejó discípulos. Y como llegamos nosotros a esta sazón, fue tan grande el gozo que con nuestra venida ovieron, que no nos dejan reposar, ni apenas comer, de los muchos que vienen a recebir el baptismo. Y juntamente hago luego sus casamientos, haciéndolos quedar con sola una mujer. Y lo que más es de alabar a Nuestro Señor, que los más viejos (que hay hombres de cien años) vienen con más fervor. Y no sólo esto, mas ellos mismos predican públicamente la fe católica. Son tan grandes maravillas las que Nuestro Señor obra en ellos, que no las sabría decir, ni bastaría papel para las escrebir. Por tanto, por aquel amor que Jesucristo tuvo al género humano en querernos redimir en el precioso árbol de la cruz, pues todos sus trabajos fueron por salvar y redimir las ánimas, y aquí hay tan gran tesoro de ellas, que V. Mrd. tome esta empresa por suya, y hable a S. M. y a esos señores del Consejo, para que favorezcan tan santa obra, y el favor ha de ser que nos envíen una docena de frailes de nuestra orden de S. Francisco, que sean escogidos, y los pida S. M. a la provincia del Andalucía y a la de los Ángeles. Y que encargue S. M. a los provinciales de estas dos provincias, que envíen frailes que sean como apóstoles. Y demás de esto, que S. M. envíe un factor suyo que traiga labradores, que no son menester conquistadores, porque es gente recia, y si los lastimasen, luego eran alzados. Y es una gente tan animosa que no dejarían hombre a vida, porque son grandes flecheros, y traen unas pelotas que con un hombre armado darán en tierra, porque es gente de grandes fuerzas y de grande estatura, que apenas veo hombre entre ellos que no sea grande. Y crea V. Mrd. que la mala vida y mal ejemplo de los que acá viniesen por conquistadores, les harían menospreciar nuestra fe. Porque viendo que yo les hago guardar la ley de Dios a la letra, y la guardan con tanta voluntad, si viesen lo contrario en los que acá viniesen, dirían que éramos burladores, pues que a ellos les mandábamos que guardasen la ley de Dios, y los cristianos viejos la quebrantaban. Y por esta causa, crea V. Mrd. que no está convertido todo el mundo, por ver la mala vida de los cristianos. Vengan labradores y traigan mucho hierro, y algún lienzo y ropa, y ganado de vacas y ovejas burdas, y cañas de azúcar, y maestros para hacer ingenios de azúcar, y algodón y trigo y cebada, y toda manera de pepitas, que se darán bien, y sarmientos, que se harán muy grandes viñas, que no tiene que ver Santo Domingo con la bondad de esta tierra. Y lo que me parece se puede en esto hacer, es que S. M. o su Consejo den una provisión para el Andalucía, que hay muchos labradores, los cuales me encomendaron que les avisase si fuesen las de por acá buenas tierras, y que ellos se vendrían a vivir a ellas con sus mujeres y hijos a su costa, aunque S. M. debría proveer que siquiera les diesen navíos en que viniesen, y que ellos pusiesen lo demás, que no sería mucho. Y si esto no quisiere hacer S. M., que es darles navíos, no han de faltar labradores que vengan a esta tierra a su costa, porque están ya las tierras allá tan cansadas y las rentas de los cortijos tan subidas, que no se pueden valer. Y por esta necesidad en que se ven, harán cuenta que S. M. les hace muy grandes mercedes en dejarlos venir. Y crea V. Mrd. que hallarán quien venga. Y trayendo hierro (como dicho tengo), los indios, por poco que les den, y alguna cosa con que se vistan, ayudarán a los labradores a hacer los cañaverales y todo lo demás. Y aún confío que desmontando la tierra, se hallarán minas de oro y de plata, porque sin hierro no se pueden cavar. Y con estos indios se ha de hacer muy mejor que con otros de otras partes, pues ellos con tanta voluntad se subjetan al yugo de nuestra santa fe católica, por lo cual son dignos de mayores libertades que otros, pues sin más conquistadores de cinco religiosos, se nos dan todos, y no nos podemos valer de las gentes que a nosotros vienen. Y confío en Nuestro Señor que cuando ésta llegue allí, tendremos más de ochenta leguas convertidas a nuestra santa fe. Así que, no deje V. Mrd. y esos señores que se pierda tanto bien, porque no se lo demande Dios el día del Juicio, si no socorriesen a tan santa obra. Los navíos que vinieren, vengan al puerto de don Rodrigo o a la isla de Santa Catalina, que luego nos hallarán, donde hallarán los que vinieren muchas gallinas y pescados excelentes, y muchos puercos jabalíes y venados, y muchas perdices, y salud, que se cansan de vivir los hombres. Pues tal tierra como ésta, no es razón de la dejar, demás de lo principal que hay en ella, que son muchas ánimas. A esta provincia le tengo puesto nombre, la Provincia de Jesús, en cuya virtud se conquista y se hacen las maravillas que Dios hace. Plega a su divina piedad por su preciosa sangre (con que nos redimió) de alumbrar a V. Mrd. y a esos señores sus entendimientos, con que provean a tan santa obra, y a S. M. le ponga en corazón que lo mande proveer. No escribo a S. M. hasta que V. Mrd. ponga la mano en ello, porque confío en nuestro Señor Dios que poniendo V. Mrd. la mano en cosa de tanto servicio suyo, tendrá buen efecto. Nuestro Señor la muy reverenda persona de V. Mrd. guarde y conserve en su servicio. Fecha en el puerto de S. Francisco de la Provincia de Jesús, cerca del puerto de don Rodrigo, primero de mayo, año de mil y quinientos y treinta y ocho.-Humilde capellán de V. Mrd., Fr. Bernardo de Armentia, comisario del Río de la Plata, fraile de S. Francisco.»




ArribaCapítulo XLVI

Concluye la raíz y causa del flaco suceso en la cristiandad de los indios, tratando del remedio para lo de adelante


Si el progreso de la conversión de estos indios de la Nueva España hubiera tenido el fin y remate de aprovechamiento y aumento como lo suena el título de este cuarto libro, conforme a lo que pedía la razón y la muestra de sus buenos principios, justo fuera que yo lo concluyera con un cántico de alabanzas bendiciendo a Dios, con cuyo favor se había puesto en debida perfección esta su obra para honra y alabanza suya, imitando en esto el loable uso de los patriarcas y padres del Viejo Testamento, cuyos cánticos en semejantes ocasiones compuestos y celebrados leemos en la Sagrada Escritura. Y aun en lo más moderno tenemos ejemplo en los que (alabando a su Criador) compuso el bienaventurado padre nuestro S. Francisco y otros sus hijos, y últimamente el padre Fr. Toribio Motolinia (de quien en esta Historia muchas veces se ha hecho mención), que dedicando a D. Antonio Pimentel, conde de Benavente, una relación que hizo de la conversión que él y sus compañeros obraron en los indios de esta tierra, con otras cosas tocantes a ella, habiéndole dado fin, con el júbilo y gozo del copioso fructo que en aquel tiempo dorado había visto por sus ojos, acaba con un cántico espiritual en que convida, aun hasta a los conquistadores de México, a alabar a nuestro Señor Dios, que de su tan mal justificada conquista, muertes y robos que en ella cometieron, había sacado tan abundantes fructos de salvación de ánimas, como en la buena cristiandad de los recién convertidos en aquellos tiempos se echaban de ver y muy claro parecían. Mas como yo, habiendo gozado (por la gracia divina) de buena parte de aquellos prósperos principios, haya visto los adversos fines en que todo esto ha venido a parar, por haber los hombres ido a la mano a ese mismo Dios en esta su obra con los impedimentos y estorbos en los capítulos arriba contenidos, no sólo no puedo ofrecerle cántico de alabanza por fin de mi Historia, mas antes (si para componer endechas tuviera gracia) me venía muy a pelo asentarme con Jeremías sobre nuestra indiana Iglesia, y con lágrimas, sospiros y voces que llegaran al cielo (como él hacía sobre la destruida ciudad de Jerusalem), lamentarla y plañirla, recontando su miserable caída y gran desventura, y aun para ello no poco me pudiera aprovechar de las palabras y sentencias del mismo profeta. Sino que tengo por mejor (como de más provecho) usar de este medio en sólo el rincón ante el acatamiento divino, y en lo público volverme a ese mismo Dios (en cuya sola y poderosísima mano consiste el remedio), convidando por esta vía a los que le aman y temen, para que leyendo este capítulo me ayuden a se lo pedir, siguiendo la similitud del salmo setenta y nueve en que se pide al Altísimo Dios su ayuda y favor contra las excesivas opresiones y vejaciones que el pueblo de Israel padecía de sus convecinos, por serle contrarios. Y porque la oración fuese más eficaz para alcanzar lo que se pedía, representa el profeta ante los ojos de Dios los antiguos beneficios y regalos con que en tiempos pasados había tratado a su pueblo debajo de semejanza de una preciosa viña, que como a tal la había traspuesto de Egipto a la tierra de promisión, sacándola del poder de faraón y plantándola en aquella ubérrima y fertilísima tierra, echando de ella a los Heveos, Jebuseos, Gergezeos, Eteos, Amorreos, Cananeos y Ferezeos, gentes idólatras que antes la poseían. Y para esto dice que ese mismo Dios fue siempre por delante guiando en los caminos y capitaneando a su pueblo. Y que plantó las raíces de esta su viña con tanta fortaleza, que hinchió y ocupó toda la tierra, y su sombra cubrió los montes, y sus sarmientos y ramos crecieron en altura de cedros, significando en esto los poderosos reyes que gobernaron a Israel, como David, Salomón, Ezequías y otros tales. Y añade que extendió sus pámpanos hasta el mar, y sus mugrones hasta el río, significando la dilatación y ensanchamiento de este su pueblo de Israel, que se enseñoreó hasta el mar Mediterráneo de los Filisteos por una parte, y por otra hasta el río Eúfrates. Y habiendo esto pasado así, duélese del perdimiento, ruina y miseria en que éste escogido pueblo había venido, como quejándose de Dios que lo había desamparado, y permitido que la albarrada con que estaba cercada aquella su viña se hubiese caído y destruido, a cuya causa el jabalí o puerco montés salido de la selva, y cualquier otra bestia fiera la pacían y tenían asolada, entendiendo por fieras del desierto y bestias del campo a los infieles o extraños del pueblo israelítico, que le eran enemigos y molestos, especialmente en tiempo del rey Antioco, llamado el Ilustre, como parece en los libros de los Macabeos. Hecha, pues, la invocación del poder y auxilio de Dios en el principio del salmo que comienza: Qui regis Israel, intende, &c., y propuesta en el medio la calamidad, jactura y persecución en que estaba puesto su pueblo, vuelve en el fin a pedir el divino socorro, diciendo: «Potentísimo Señor y Dios de las virtudes, convertíos otra vez y volved los ojos sobre nosotros; mirad y ved lo que pasa, y tened por bien visitar esta viña, y ponedla en su debida perfección como plantada de vuestra mano derecha. Ella abrasada está, socavada y trastornada, y vuelta lo de arriba abajo. Mas como vos queráis volver vuestro rostro en su favor, luego los que la disipan y destruyen atemorizados de veros airado contra ellos, se acobardarán y perecerán sus fuerzas, y será aniquilado su poder. Para lo cual humildemente os suplicamos que enviéis un tal varón como elegido y confirmado de vuestra mano, con poder, vigor y fortaleza, que obre la redención y reparo de vuestro pueblo, y lo restituya en su antigua prosperidad.» Pedían en esto (según la verdadera exposición) la venida del Mesías prometido a sus padres. «Y entretanto que esto se cumple (decían ellos), por mucho que seamos afligidos con graves molestias, y por mucho que vos tardáredes en darnos este socorro, no queremos apartarnos de vos, potentísimo Dios, ni buscar otro consolador; en sólo vos hemos de tener firme esperanza que no para siempre nos olvidaréis, sino que nos habéis de ayudar, y como a muertos darnos vida de nuevo, y así no cesaremos de invocar vuestro Nombre. Por tanto, Señor Dios de las celestiales virtudes, convertidnos a vos, y mostradnos vuestro benignísimo rostro, y seremos salvos. «Ésta es la letra y petición del pueblo israelítico en el salmo setenta y nueve, que por ser su discurso tan semejante a la materia de nuestro propósito, lo he tomado por guía para caminar por sus pasos, conformándome a ellos en cuanto la aplicación o comparación tuviere lugar. Y primeramente digo que el pueblo indiano puede usurpar el nombre de pueblo de Israel (no por fundarme en la opinión de los que tuvieron o tienen ser la descendencia de estos indios de los hebreos, como tan incierta, según quedó indecisa en el capítulo treinta y dos del segundo libro de esta Historia), sino por el significado de este nombre Israel, que no obstante por los modernos se interprete prevalens Deo, que quiere decir, el que venció a Dios (o pudo más que Dios), y es apropriado a Jacob, que luchando toda una noche con el ángel de Dios, pudo más que él, S. Gerónimo, glorioso doctor, lo interpreta, cernens Deum, el que ve a Dios, como el mismo Jacob dijo después de la lucha: «Ví al Señor Dios cara a cara.» Y aunque de estos indios no se pueda decir que lo vieron así, viéronlo empero y conociéronlo por fe cuando oyeron su Santo Evangelio y lo recibieron y lo confesaron por su Dios y Señor, y él los recibió y adoptó por sus hijos y de su Iglesia, y como a nueva planta suya y viña escogida los proveyó de obreros y ministros santos y apostólicos varones, por cuyo medio sacó esta su viña del poder de faraón (que es el demonio) y de la servidumbre de Egipto (que eran sus idolátricos ritos y abominables sacrificios de humana sangre), y plantóla en tierra de promisión (que es en su Iglesia, donde se promete el reino de los cielos a los que le sirven), desterrando y echando de todos sus términos y derredores a los Heveos, Jebuseos, Gergezeos, Eteos, Amorreos, Canancos y Ferezeos (que fueron la multitud y gentío de ídolos y espíritus infernales que de antes eran señores de esta tierra y moradores de ella, y los traían ocupados en su endiablado servicio). Y siendo el mismo Señor Dios el capitán y guía que iba por delante en la obra y cultura de esta su viña, plantó las raíces de ella con tanta virtud y fortaleza, que en breve tiempo ocupó toda la tierra, de mar a mar, desde el norte al sur, y por el oriente hasta Yucatán y Guatimala, y al poniente hasta lo de Jalisco y tierra de Chichimecos, convirtiéndose a la fe con admirable fervor infinidad de gentes, no se pudiendo dar a manos los obreros de la viña, según la copia de los fructos que producía, que por montes, riscos, cerros, valles y quebradas iban por momentos pululando sus sarmientos y ramos, creciendo la fe y confesión del nombre de Jesucristo nuestro Señor en tanto pujamiento y altura, que su fama convidaba y traía para sí obreros de tierras extrañas, varones de mucha santidad y ciencia, con deseo de emplearse en la obra y cultura de tan amplísima y fructuosa viña. Y en estos sus principios fue tan querida y regalada del Señor, que en ambos estados, eclesiástico y secular, la proveyó de escogidos sobrestantes que la gobernasen en lo espiritual y temporal como convenía a su aprovechamiento. En lo eclesiástico, de santos obispos (como lo fueron todos los primeros en cada obispado, semejantes a los de la primitiva Iglesia), y en lo secular o temporal de muy cristianos y piadosos gobernadores, padres verdaderos de los indios y de toda la república, cuales fueron después de D. Fernando Cortés, marqués del Valle, el benemérito Obispo de Cuenca D. Sebastián Ramírez de Fuenleal, y D. Antonio de Mendoza, y D. Luis de Velasco, el Viejo, en cuya muerte comenzó a caer de su estado el tiempo dorado y flor de la Nueva España, y a derrumbarse la cerca o albarrada, que juntamente con haber proveído tan fieles guardas como las que se han nombrado, levantó y edificó el invictísimo y felicísimo Emperador Carlos V para defensa, amparo y guarda de esta viña del Señor, con las santísimas leyes, cédulas y mandatos que para este fin ordenó, sabiendo cuán rodeada tenían esta viña multitud de fieras y animalías de rapiña con demasiada ansia de aprovecharse de ella y devastalla y destruilla, como de otras poco antes habían hecho. Y así fue que abierto un portillo de esta cerca con la llegada de un visitador que venía a acrecentar tributos y a apellidar dinero y más dinero, entró tan de rota batida por la viña adelante el puerco montés y la bestia fiera de la desenfrenada codicia, que creciendo en aumento más y más de cada día, de tal manera ha ido cundiendo y enseñoreándose de la viña, que derrocada la cerca y dado lugar para que entre todo género de animales nocivos a pacerla, no sólo los fructos de su cristiandad y los pámpanos de la temporal prosperidad se han desparecido cuasi del todo, mas aun las mismas cepas (las pocas que han quedado) están ya enfermas, como resequidas y cocosas, estériles y sin provecho, y la viña vuelta un eriazo, bosque o matorral, a la manera que Judas Macabeo y sus compañeros hallaron al monte Sión y santa ciudad de Jerusalem profanada de los gentiles, y cubiertos de ceniza, rompiendo sus vestiduras y postrados sobre la tierra hicieron gran llanto sobre ella, como nosotros (según razón) lo debríamos hacer. Este jabalí que tanto mal hizo, es la fiera pésima que dijo Jacob había tragado a su hijo José, porque aunque allí se tome por la invidia, ella y la codicia son tan hermanas y andan tan acompañadas haciéndose a una (como derechamente contrarias a la caridad), que se pueden tener por una misma cosa. Quien vio (como yo ví) en esta Nueva España hervir los caminos como hormigueros de gente, y en las calles de México no poder pasar sin encontrarse los unos con los otros; todas las ciudades y pueblos autorizados con muchedumbre de principales viejos venerables que representaban unos romanos senadores; los patios de las iglesias (en especial los días de fiesta), antes que Dios amaneciese, no caber de gente; la música de la doctrina cristiana entonada en devoto canto, que sonando a la alborada y al anochecer, enternecía los duros corazones de los hombres y alegraba a los ángeles; la frecuentación de los sacramentos, el continuo acudir a los divinos oficios, procesiones y disciplinas, el quejarse los indios cuando les faltaban los sermones, el buscar con fervor los médicos de las almas, el andar todo el mundo ocupado en lo que era culto divino, el poseer seguramente cada uno lo que era suyo, la paz, hermandad y caridad que entre todos había, el cuidado de reprimir a los aviesos, díscolos y perjudiciales, el celo de defender y amparar a los pobres, el no permitir que pasasen gentes de mal ejemplo a estas tierras, y si pasasen, que no permaneciesen en ellas, porque no escandalizasen las nuevas plantas, y quien ve lo que (por nuestros pecados) vemos en la era de ahora, que en las ciudades y pueblos de mayor nombradía de esta Nueva España no haya por maravilla quedado indio principal ni de lustre, los palacios de los antiguos señores por tierra o amenazando caída, las casas de los plebeyos por la mayor parte sin gente y desportilladas, los caminos y calles desiertas, las iglesias vacías en las festividades, excusándose los pocos indios que avecindan los pueblos con sus proprios naturales criados en obrajes y estancias de españoles, que les roban lo que tienen mientras acuden a oír misa, porque aquellos tales viven en la ley y vicios que quieren con la sombra del español a quien sirven, y no son poderosos los ministros de la Iglesia para reducirlos a la observancia y vida cristiana, ni que oyan misa, ni que sepan doctrina, porque antes han de faltar a Dios todo el año y toda la vida, que faltar un día al servicio de sus amos. No hay otra ley ni otro derecho ni fuero, sino que el español se aproveche por fas o por nefas, y que el indio sufra y padezca, aunque le quiten cuanto tiene y la mujer y la hija, y en este caso a todo género de gentes, españoles, mestizos, mulatos y negros están subjetos, y aun a sus proprios naturales, como sean criados de los que llaman cristianos (según queda dicho), sin que para sus daños hallen remedio en las varas de la justicia, que por la mayor parte no sirven sino de licencia y autoridad para más los desollar. Y sobre todas las cargas que los miserables traen a cuestas, han de ir, mal que les pese, al matadero del servicio forzoso como más que esclavos y captivos, aunque revienten y mueran, como de hecho mueren y se entierran a montones cada día, y con ver por los ojos que se van acabando, no hay decir cese esta inhumana crueldad. Los ministros de la Iglesia que solían tener celo de hablar por ellos, ya están acobardados y desmayan por no ser al mundo más odiosos de lo que son, y plegue a Dios que algunos no estén de concierto con los lobos para de consuno comerse el ganado que tienen encomendado a su cargo. Los siervos de Dios sí hacen sus oficios, mas parece que es por cumplimiento y porque no cese el ministerio de la Iglesia, que por los fructos que entienden se cogen para el cielo. Gran mal y mal de los males, que son sin número, y no se pueden relatar. Y todos ellos proceden de haber dado entrada a la fiera bestia de la codicia, que ha devastado y exterminado la viña, haciéndose adorar (como la bestia del Apocalipsi) por universal señora, por poner los hombres ciegos toda su felicidad y esperanza en el negro dinero, como si no hubiera otro Dios en quien esperar y confiar, no abriendo los ojos para ver los patentes ejemplos que tenemos de los que han enriquecido en Indias, que llegados a tener en dinero o posesiones hacienda de quinientos y ochocientos mil ducados, y dende arriba, han bajado y venido a empobrecer, de suerte que unos murieron o mueren en cárceles y otros en hospitales, y para conocer la verdad del común refrán, que dinero de Indias es dinero de duendes, que de volverse en carbón o humo no puede escapar. Y quien lo pusiere en duda, párese a considerar si es verdad que nuestra España pasa el día de hoy más pobreza y miseria y trabajos, que antes que se descubriesen las Indias, con cuantos millones de oro y plata han entrado o metido en ella los que llaman indianos. Y con cuantos de estos millones han ido a manos del rey nuestro señor, si está el día de hoy más necesitado que lo estuvo jamás alguno de los reyes sus antepasados. Y lo que esta perdición pone más lástima y compasión, es por ser los indios de tal cualidad, que si de ellos principalmente se pretendiera (como convenía) su buena cristiandad, como en tabla rasa y cera blanda imprimiera en ellos, de tal manera que vivieran en la sinceridad, santidad y bondad de los moradores de la isla encantada, en el capítulo veinte y tres del cuarto libro arriba referido, no con más de darles en lo espiritual y temporal tales maestros, ayos y padres que los guiasen por este camino, y que no vieran los escándalos y malos ejemplos que de contino tienen por delante, todos causados de la mala codicia. Y pues esta mala bestia y fiera pésima es la que tiene destruida y puesta en lo último a esta indiana Iglesia, y según está obedecida de los hombres, sólo Dios es poderoso para la desterrar y arrancar de raíz, dando vida a sus prosélitos o neófitos, ordenemos y enderecemos a él nuestra oración a imitación de la del afligido pueblo israelítico, diciendo: «Altísimo y potentísimo Señor Dios nuestro, que riges y gobiernas el pueblo de tus fieles, atiende a nuestros gemidos y oraciones y lágrimas que derramamos ante tu divina presencia. Mueve, Señor, tu gran poder y ven a salvarnos. Conviértenos, Señor, a ti, y muéstranos tu rostro, y seremos salvos. Señor Dios de las virtudes, ¿hasta cuándo estarás airado y dejarás de oír las oraciones de tus siervos? Mira que después que nos desamparaste, nos haces comer nuestro pan con dolor, y nuestra bebida nos la das mezclada con lágrimas en abundancia. Pusístenos por contrarios a nuestros vecinos, para que como enemigos nos escarneciesen, haciendo burla de nosotros. Dios de las virtudes, conviértenos a ti, y muéstranos tu rostro, y seremos salvos. Acuérdate que como a viña escogida nos sacaste (como de Egipto) del poder del demonio, y nos trasplantaste en la tierra fértil de tu Iglesia. Plantaste esta viña de tu mano, desterrando los infernales ídolos que antes la poseían. Pusiste en sus raíces tanto vigor y fuerza, que en pocos días ocupó toda la tierra, sin quedar rincón que dejase de recebir y confesar tu fe católica. Proveístela de escogidísimos obreros, de diligentísimo capataz y fieles viñadores. ¿Pues cómo, Señor, permitiste que cayese y se destruyese el valladar con que estaba cercada, para que todos los caminantes la vendimiasen? Entró en ella el jabalí y bestia fiera de la codicia, que la tiene cuasi del todo pacida y consumida. Y aunque tú, Señor, por tus secretos juicios también la vendimias llevándonos la gente, poderosa es tu mano para de presto multiplicarla en más copioso número. Pues humildemente te suplicamos que des la vuelta y te conviertas para nosotros, y mires del cielo, y veas y visites esta tu viña, y acabes en ella la obra que comenzaste a plantar, poniéndola en perfección, para honra y gloria tuya y del Hijo de la Virgen y Hijo tuyo sacratísimo, al cual ordenaste, determinaste y confirmaste por Salvador del género, humano. Abrasada está la viña, y poco le falta para ser a remate perdida; mas como tú vuelvas tu rostro en nuestro favor, y contra la bestia fiera causadora de tanto mal, luego perecerán sus fuerzas y nosotros cobraremos aliento. Pon, Señor, tu mano sobre el varón que tu diestra escogió para encomendarle esta párvula gente (que es el rey de Castilla), dándole tu gracia y espíritu ferventísimo de desterrar la pésima fiera de la codicia que tiene inficionados sus reinos y puestos en mucho peligro, y de desear, pretender y buscar (en especial en esta nueva gente) sólo lo que es honra y gloria tuya y salvación de sus almas, dándoles la libertad en que tú pusiste a tus racionales criaturas, porque con este medio cese tu ira, y los miserables afligidos respiren, y a todos nos hagas singulares mercedes. Esto esperamos, Señor, de tu mano, con entera confianza, sin apartarnos de ti, ni buscar otro socorro, y hasta lo alcanzar, no cesaremos de invocar tu santísimo Nombre. Por tanto, Señor Dios de las celestiales virtudes, conviértenos a ti, y muéstranos tu serenísimo rostro, y seremos salvos. Amen.»